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LA REVOLUCION FRANCESA

(Documento de Trabajo Profesores Mauricio García V, Andrés Abel Rodríguez V, Rodrigo


Uprimny Y. y Juan Fernando Jaramillo: inédito) Prohibida su reproducción sin autorización
de los autores.

Qui ne l’accorderait aujourd’hui ? La


démocratie est expérience et histoire.
Elle se dépolie et se métamorphose dans
le temps.
Marcel Gauchet, La Révolution des
pouvoirs, p. 22

Todos los elementos imaginables en una Revolución se


presentaron en la Francia de 1789: un gobernante déspota, un pueblo
rebelde, líderes iluminados, victorias apoteósicas, transformaciones
radicales, discursos grandilocuentes, debates enardecidos, campañas
magníficas, pasiones desbordadas, personajes ejemplares, todo ello
entretejido con prácticas políticas de engaño y la felonía que
desencadenaron violencia, terror y abyección inconcebibles. ¿Cómo
fue posible tanta gloria y tanta bajeza, tanto bien y tanto mal en algo
más de cinco años de la historia de Francia? Respuestas de todo tipo
se han dado a esta pregunta, desde las más pesimistas, que han visto
en los acontecimientos revolucionarios una expresión de las peores
pasiones humanas, hasta las más románticas que han encontrado en
ellos el despliegue de una ilusión popular desbordante y finalmente
frustrada. En algo estarán sin embargo de acuerdo los intérpretes de
la Revolución: en reconocer la extraordinaria energía, pasión y
creatividad humana empeñadas en este proyecto de construcción
institucional y política durante estos años desenfrenados, así como en
el enorme interés histórico, constitucional, político que tuvo tal
empeño.
Este capítulo explica y analiza la manera como se desarrolló este
proyecto extraordinario y los resultados que tuvo en su propósito de
crear una sociedad más justa e igualitaria. En él hacemos un análisis
de los acontecimientos principales de la Revolución Francesa, de sus
repercusiones institucionales y de los debates teóricos que tuvieron
lugar a propósito de dichos sucesos. También intentamos poner en
evidencia la importancia de los eventos revolucionarios en la
configuración y determinación de los contenidos constitucionales así
como de sus significados y de sus alcances prácticos.
Dividimos este capítulo en tres partes: en la primera explicamos
algunos de los más importantes antecedentes de la revolución
francesa, en la segunda analizamos los principales acontecimientos
históricos acaecidos entre 1789 y 1799 y, finalmente, en una tercera
parte, abordamos algunos temas puntuales del debate constitucional
que tuvo lugar durante la Revolución.

ANTECEDENTES

El estudio de los antecedentes de la Revolución Francesa puede


abordarse con un lente histórico amplio, de tal manera que de cuenta
de los antecedentes remotos, o con un lente de aproximación que
ponga en evidencia los hechos históricos próximos a los eventos
revolucionarios. A continuación presentamos estas dos miradas.

ANTECEDENTES REMOTOS

Al estudiar la tradición constitucional inglesa explicamos las


diferencias entre el feudalismo originado en el continente europeo y
el feudalismo Inglés1. Allí se subrayó cómo el hecho de que este
último hubiese sido importado del continente determinó algunos de
sus rasgos más característicos, entre ellos, la relativa centralización
política en cabeza del rey. En Francia el feudalismo surgió de manera
espontánea y por ello no contó con un ente centralizador que lo
organizara o encausara por un rumbo definido. En Inglaterra, en
cambio, la centralización política creó una especie de absolutismo
temprano que rápidamente engendró, en el siglo XIII, la oposición de
los nobles frente a los aristócratas, la cual inspiró la promulgación de
la Carta Magna de 1215 así como los documentos y declaraciones de
derechos que antecedieron el Bill of Rights de 1689. La situación era
muy diferente en Francia debido a la falta de una conciencia anti-
absolutista en la nobleza. La queja de los nobles y señores en la
Francia de los siglos XIV y XV no estaba fundada en el atropello de los
monarcas, sino en la falta de seguridad, originada en las continuas
guerras intestinas y en la falta de un poder con capacidad para
imponerse ante los incesantes intentos de expansión territorial y
militar de los señores. La monarquía absoluta de finales del siglo XVI

1
Véase infra p. [...].
en Francia fue vista como un remedio contra una anarquía política
redoblada por las guerras de religión originadas a partir del cisma
protestante. Veamos algunos de los acontecimientos esenciales que
marcaron esta época en Francia.
Enrique II fue sucedido por tres monarcas: Francisco II (1544-
1560), Carlos IX (1550-1574) y Enrique III (1551-1589), todos muy
jóvenes, escasos de carácter y con grandes dificultades para imponer
su voluntad regia. Los problemas de la monarquía se vieron
agravados por las guerras de religión, que en el caso de Francia
adquirieron un carácter especialmente cruel y despiadado. Estas
guerras duraron 35 años y terminaron con la promulgación del Edicto
de Nantes (13 de abril de 1598) otorgado por Enrique IV y a través del
cual se impuso la tolerancia religiosa. Las guerras de religión se
habían iniciado por la pugna entre los católicos, representados por la
Casa de Guise y los protestantes calvinistas también llamados
«Hugonotes». El carácter sangriento de esta pugna se originaba en la
debilidad de los reyes para gobernar2.
La matanza de la noche de San Bartolomé es una manifestación
dramática de esta ausencia de orden y poder central. El 24 de agosto
de 1572 la reina Catalina de Médicis —que obraba entonces como
regente en vista de la incapacidad de su hijo Carlos IX — organizó una
gran fiesta en París para celebrar el matrimonio de su hija Margot con
el príncipe de Navarra (1553-1610); a la celebración fueron invitados
los principales líderes hugonotes y los líderes de la Casa de Guise. Sin
embargo, lo que en principio estaba destinado a ser una gran fiesta
degeneró en una horrible tragedia cuando, durante la noche, los
miembros de la casa de Guise asesinan sistemáticamente a los
hugonotes invitados. Ante estos hechos, el príncipe de Navarra, quien
había salvado su vida por el hecho de haberse convertido, a
regañadientes, al catolicismo, fue encarcelado por sus enemigos
católicos de la corte. Pero en 1576 logró evadirse a Normandía e
Inglaterra donde encontró a sus antiguos amigos protestantes con los
cuales estableció una alianza militar, no sin antes hacerse
nuevamente protestante. El príncipe de Navarra era el heredero
legítimo al trono, debido a que Enrique III había muerto sin dejar
ningún sucesor. No obstante era odiado por la mayoría católica
francesa por su ascendencia protestante. Eso no le impidió ocupar

2
Este largo periodo de enfrentamientos entre católicos y protestantes ha sido
dividido en ocho guerras específicas. Para más detalles véase Mourre et al.,1981:
1296; Jouanna et al., 1998.
París y convertirse en el Rey Enrique IV de Francia3. Inicialmente tuvo
muy poco respaldo; pero con el paso de los años comenzó a ganar el
afecto popular gracias a su exitosa política de paz iniciada con el
Edicto de Nantes el cual imponía la tolerancia religiosa.
Esta fórmula de pacificación social fue defendida por una
corriente de pensamiento conocida como «Los Políticos» (Les
Politiques) quienes tuvieron alguna relevancia en Francia durante
este período de transición entre el feudalismo y el absolutismo4. Les
“politiques” defendían un gobierno limitado y querían fortalecer la
autoridad del rey sólo con el propósito de hacer efectivos los edictos
de tolerancia» (Kriele, 1980: 55 y ss.) El teórico más importante de
esta corriente es Jean Bodin (1530-1596) conocido por su teoría de la
soberanía (véase Bodin, 1985).
Enrique IV muere en 1610 en medio del dolor popular. 5 Con la
llegada al trono de Luis XIII (1601-1643) y sobre todo con la de Luis
XIV (1638-1715), la fórmula de la tolerancia, propuesta en el Edicto
de Nantes y defendida por les politiques, fue sustituida por la de la
imposición regia y católica sobre las demás religiones. Finalmente,
entre estas dos fórmulas distintas de pacificación de la sociedad en el
siglo XVII —la tolerancia establecida desde el Estado y la de la
imposición de una religión de Estado— terminó triunfando la del
absolutismo católico, la cual fue justificada con la teoría del poder
divino de los reyes. Según esta teoría política el poder de los reyes
venía directamente de Dios y por esa razón se suponía que ellos no
tenían que dar ninguna justificación - ni tenían límite alguno - para
ejercer su autoridad 6
Con Luis XIV se impuso este segundo modelo de pacificación y
con el un tipo específico de Estado conocido como Estado absoluto.

3
Enrique IV se convierte nuevamente al catolicismo en la basílica de Saint-
Denis (25 jul. 1593); allí pronuncia la célebre frase «Paris vaut bien une messe!»
(¡París bien vale una misa!).
4
Según Incola Matteucci, la obra de Bodino se encuentra fuertemente
influenciada por el constitucionalismo medioeval y su idea de la superioridad del
derecho sobre la voluntad humana. Su definición de res publica, como gobierno
droit o justo así lo demuestra (p.64)
5
Enrique IV ha llegado a ser considerado como el más popular de todos los
reyes franceses
6
Al respecto ver Krielle (1980: […]). Sin embargo, la noción de poder absoluto
de los reyes era ante todo una teoría justificatoria. En la práctica, estos reyes, no
obstante su enorme poder, tenían que tener en cuenta los poderes nobiliarios
existentes y a veces negociar con ellos. Al respecto ver nota […].
Este nuevo tipo de organización política implica un traslado de las
funciones públicas en manos de la nobleza, quien las ejercía como
prerrogativas por lo general heredadas, hacia los funcionarios
estatales asalariados y especializados. Las funciones que antes
cumplían los nobles comienzan entonces a ser ejercidas por una
burocracia dependiente directamente del rey. De esta manera se
introduce racionalidad y generalidad en las funciones burocráticas a
través de la expropiación de los «medios materiales de
administración»7. Esta transformación tuvo efectos políticos
importantes en la medida en que, sobre todo a partir del reinado de
Luis XIV, los nobles se sintieron arbitrariamente despojados de sus
antiguas prerrogativas. Es por eso que después del reinado de Luis
XIV la nobleza y la aristocracia francesa comenzaron una lucha por
recuperar sus antiguos poderes, lo cual lograron parcialmente bajo el
reinado de Luis XV (1710-1774) y Luis XVI (1754-1793). Esto explica,
además, como veremos más adelante, la simpatía que una parte de
la aristocracia mostró al inicio de la Revolución por las ideas
constitucionales anti-absolutistas que inspiraron la Revolución
Gloriosa de 16888.

ANTECEDENTES PRÓXIMOS

Aquí hacemos referencia a algunos hechos históricos de


mediados del siglo XVIII en Francia entre los cuales se cuentan la
Ilustración, el tipo de sociedad anterior a la Revolución, la crisis
económica y la tensión entre los Parlamentos y el rey. Estos hechos
configuraron, a finales de la década de los ochenta lo que Charles

7
Para M. Weber el desarrollo del Estado moderno se explica principalmente a
través de la expropiación «por parte del príncipe a aquellos portadores de poder
administrativo que figuran a su lado: aquellos poseedores en propiedad de los
medios de administración, de guerra, de finanzas y de bienes políticamente
utilizables de toda clase» (Weber, 1987: 1059).
8
«Desde la muerte de Luis XIV comenzó la contra-ofensiva aristocrática -
explican Furet y Richet - No tuvo el poder para destruir el absolutismo real, pero
logra progresivamente controlarlo por medio de un cuasi-monopolio de los cargos.
[...] La nobleza puede concebir fácilmente, escrutando en sus recuerdos, otras
formas de gobierno distintas del absolutismo. En el fondo, nunca aceptó la
humillación política a la que Luis XIV la había reducido. Por ello la reivindicación
liberal, que reclama el control del poder real por medio de cuerpos intermediarios,
nada tiene en su principio que pueda chocar a aquella. Por el contrario, la
aristocracia lanza la anglomanía del siglo, la admiración por las instituciones
inglesas» (Furet y Richet, 1973: 31 y 32).
Tilly, basado en Leon Trotsky denomina una “situación
revolucionaria”9.

La Ilustración
A mediados del siglo XVIII tuvo lugar en Europa un fenómeno
intelectual de envergadura e impacto mundial conocido como la
Ilustración. Los orígenes de este nuevo pensamiento se remontan al
Renacimiento. Tanto en el Renacimiento como en la Ilustración el
hombre europeo experimentó una enorme curiosidad por el
conocimiento de sí mismo. Era una especie de regreso humanista al
clasicismo griego que la sociedad medieval y feudal habían
abandonado para concentrarse en una visión teocrática en la cual
Dios era el centro del universo y todo estaba articulado, organizado y
explicado a través de las directrices dadas por la Iglesia católica. Una
parte importante de la Ilustración se dedicó a las ciencias naturales y
otra se consagró a la filosofía y a lo que en términos actuales puede
denominarse «ciencias sociales»10. Este movimiento intelectual tuvo
en Francia un gran aprecio por el pensamiento racional, es decir por
la creencia de que existen verdades universales a partir de las cuales
el hombre y la sociedad deben guiarse 11. El propósito universalista y
racionalista fue particularmente notorio en los autores de la
ilustración francesa, ente los que se destacaron Voltaire (1694-1778),
y Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Ambos quisieron encontrar
verdades sociales, naturales, políticas, espirituales, que fueran
válidas para siempre y en todas partes. Ellos creían que la razón era
un instrumento fundamental para determinar la manera como
debería estar organizada la sociedad. Esta concepción estaba en
franco contraste con el espíritu inglés del siglo XVIII, mucho más
ligado a la práctica y a los hechos y conocido como empiricismo.

9
Pocas “situaciones revolucionarias” tienen un “resultado revolucionario”,
advierte Tilly Tilly, C. (1978). From Mobilization to Revolution. New York, McGraw-
Hill Publishing Company.

, Tilly, C. (2000). Las revoluciones europeas. Barcelona, Crítica.


.
10
Para Bronislaw Baczko la época de la Ilustración es la del auge de la filosofía
política (Baczko, 1992: 286).
11
Bajo ese presupuesto se desarrolló la gran obra de la Ilustración en Francia,
la Enciclopedia, publicada de 1751 a 1776, constituida por 15 volúmenes e iniciada
y dirigida por Diderot, D’Alembert, Bufón, Condillac, Helvetius, Laharpe, Mably,
Marmontel y Turgot. Su propósito era el de compilar en unos libros las definiciones
de todas las palabras.
Según este último, las verdades son siempre locales, a lo sumo
verdades nacionales, ligadas a la historia de un pueblo específico,
nunca verdades universales y mucho menos eternas. Autores ingleses
del siglo XVIII, como Edmund Burke (1728-1797), criticaron de
manera implacable a los revolucionarios Franceses del XVIII. Que los
franceses pretendieran imponer sus creencias al resto del mundo con
el argumento de que ellas estaban fundadas en la razón universal les
parecía algo inaudito (Burke, 1993:).
La Ilustración fue un movimiento intelectual que impactó
fuertemente la visión del mundo que tenía el hombre de mediados del
siglo XVIII. Dos consecuencias importantes pueden ser extraídas de
este movimiento. En primer lugar, las ideas políticas de la ilustración
crearon un ambiente favorable a las concepciones democráticas y
liberales, las cuales, sin embargo, se vieron limitadas por el
predominio institucional del antiguo régimen y del absolutismo12. En
segundo lugar, el desajuste entre el predominio intelectual de la
Ilustración y las instituciones reinantes era demasiado evidente. «La
sociedad francesa del siglo XVIII –dice Francois Furet - era demasiado
democrática en relación con lo que tenía de noble y demasiado noble
en relación con lo que tenía de democrática» (1978: 237). Alexis de
Tocqueville (1805-1859), por su parte, puso de manifiesto la
continuidad entre la ilustración y la revolución. En su opinión, este
elemento cultural, en unión con el proceso de centralización del
Estado iniciado con Luis XIV, configuraron una parte fundamental de
la explicación de los acontecimientos revolucionarios radicales que
tuvieron lugar luego de 1792, acontecimientos que no rompieron sino
que acentuaron el espíritu religioso y fundamentalista de la
Monarquía Absoluta o del Ancíen Régime (1996: 95-8).

La sociedad francesa anterior a 1789


La sociedad francesa del Ancien Régime13 estaba compuesta por
tres estamentos o grupos sociales: Por un lado el clero y la nobleza,
siendo estos los grupos privilegiados y dominantes, y por el otro el

12
Con respecto a la influencia de la Ilustración en la revolución, Bonislaw
Baczko considera que «la revolución presenta precisamente esta remarcable
particularidad de instalar un espacio político moderno en un ambiente ámpliamente
tradicional» (el subrayado es del autor) (Baczko, 1992: 289).
13
Según Furet (1992: 25) la noción de Ancien Régime es «consubstancial a la
revolución francesa» en el sentido de que «expresa lo contrario, el lado malo, la
negación: no solamente lo que ha precedido a la revolución, sino aquello contra lo
cual ésta se ha hecho rechazo, ruptura y avenimiento».
tercer estado. El clero gozó de un gran poder durante la monarquía :
no sólo era el encargado de la enseñanza, de la salud y de la
conducción espiritual del reino, de lo cual obtenía un enorme poder
político, sino que tenía grandes riquezas gracias al cobro de un
impuesto llamado dima, que consistía en el 10 por ciento de las
cosechas producidas cada año por los campesinos. El clero era un
gran propietario. Se calcula que a finales del siglo XVIII una cuarta
parte del territorio de la ciudad de París, que en aquel entonces
contaba con aproximadamente 600 mil habitantes, estaba ocupada
por iglesias y monasterios que se distribuían en cincuenta parroquias.
Había en Francia alrededor de setenta mil sacerdotes y sesenta mil
monjes para una nación que tenía sólo unos veinte millones de
habitantes. Pero la mayor influencia de la iglesia consistía en su
capacidad para determinar los hechos sociales más relevantes en la
vida de las personas de la época como eran el nacimiento, el
matrimonio, la educación, la fe, la muerte, etc. La cronología vital era
esencialmente católica, con sus fiestas, sus ritos, sus ritmos (Furet y
Richet, 1973: 30-31).
La aristocracia, por su parte, no gozaba de menos privilegios.
Además de la propiedad de las tierras, los nobles obtenían cerca del
veinte por ciento del valor de las cosechas, como resultado del
alquiler de tierras. Esta práctica feudal fue especialmente fructífera
en el siglo XVIII, debido a la duplicación del precio de la propiedad
raíz entre 1730 y 1780 14. Había dos clases de nobles: por una parte,
los nobles de la espada o hereditarios, que obtenían su título por
herencia, y los nobles de la toga o roturiers, que eran burgueses que
habían comprado los derechos de nobleza. La nobleza, y el Rey
mismo, vendían títulos nobiliarios a la burguesía con el propósito de
obtener dinero. En ningún otro país los burgueses ricos veían tanto
encanto en la nobleza como en Francia. En Inglaterra, por ejemplo,
era la burguesía la que lograba araer a los nobles, lo cual explica, al
menos en parte, el sentido social contrario de las revoluciones inglesa

14
Sin embargo, David D. Bien pone en duda la importancia que generalmente
se atribuye a la propiedad nobiliaria. Respecto a los beneficios del aumento de los
precios de la tierra durante este periodo afirma que «la ventaja hubiera sido más
decisiva para los nobles sí estos hubieran poseído más tierras. Sabemos que en
realidad la nobleza no detenía, en promedio, más que del 25 al 30 %, el resto se lo
compartían entre el clero (posiblemente el 10%), la burguesía (20%) y los mismos
campesinos». Su conclusión es que « la aristocracia francesa era, de una cierta
manera, la menos “feudal” de las aristocracias europeas. [...] En Inglaterra, en
cambio la nobleza “no posee el 25 o el 30% [como en Francia], sino el 80% de la
tierra» (Bien, 1992: 51-52).
y francesa: la primera de ellas contra el poder absoluto del monarca
en tanto que la segunda contra la nobleza. La oposición al
absolutismo en la Revolución Francesa tenía sentido sólo en la
medida en que dicho fenómeno político estaba encarnado por la
nobleza. Esto explica el hecho de que el carácter absolutista de
muchas manifestaciones de los jacobinos y posteriormente del
régimen napoleónico no fuera visto como una contradicción flagrante
con la doctrina política que defendían.
Buena parte de los nobles vivían de la renta que obtenían de la
tierra y de la herencia. Ser noble era ante todo mantener un estilo de
vida, una estética, propiciada en buena parte por el ocio; ello les
permitió desarrollar un interés especial por la conversación, por el
arte y la filosofía. 15 Los llamados salones que existían en Francia a
mediados del siglo XVIII y que proliferaron aún más durante la
revolución, eran sitios de encuentro donde se practicaba el gusto
nobiliario por la conversación ilustrada.16 Si bien es cierto que el
Esprit du siecle fue impuesto por la burguesía y su nueva visión del
mundo, también lo es que la nobleza inculcaba en Francia el estilo de
vida política e intelectual de la clase dominante. Pero la nobleza no
solo gustaba de las formas y del buen estilo, también tenía un
especial apego por la diferenciación social y las jerarquías, no sólo
entre ellos y los demás estamentos sino también entre los mismos
nobles de acuerdo con linajes, riquezas, etc. Así se configuró una
sociedad noble bastante rígida y tradicional (Bien, 1992: 46). El que
nacía noble lo era para siempre y la única manera de evadir ese
ambiente ocioso y algo bucólico era, o bien ingresando al ejercito en
donde tenían el derecho de ser oficiales sin necesidad de cursar toda
la carrera militar, o bien haciendo votos religiosos.

15
David D. Bien considera, sin embargo, que la ociosidad y el parasitismo que
caracterizarían a la nobleza deben tomarse con beneficio de inventario, sobre todo
a partir de las cifras que este autor presenta y que demuestran como una parte
importante de la nobleza se dedicaba (especialmente a comienzos del siglo XVIII) a
ciertas actividades comerciales y financieras y, a pesar de la expansión del Estado
administrativo bajo Luis XIV, a algunos cargos de la administración municipal (Bien,
1992: 48-49).
16
En estos salones los nobles se reunían con intelectuales y burgueses para
debatir las ideas políticas, filosóficas o científicas del momento. Según J. Habermas
estos sitios de reunión fueron la fuente de la opinión pública moderna; el estatus
social era secundario frente al valor de la argumentación Habermas, J. (2000). The
Structural Transformation of the Public Sphere. Cambridge, Ma., The MIT Press.

, p. 31
En la segunda mitad del siglo muchos nobles se sintieron
atraídos por las ideas de la Ilustración. Algunos de ellos deciden
plegarse al Tercer Estado y luego incluso al movimiento
revolucionario, si bien pocos perseveraron en esta última empresa.
Pero no todos estos nobles “revolucionarios” se inspiraban en el
espíritu liberal de tolerancia y mucho menos en ideas igualitarias. Más
bien se sentían cercanos al movimiento anti-absolutista inglés en la
medida en que ello les era útil para reivindicar algunos de sus
antiguos privilegios feudales y, entre ellos, aquellos que les otorgaban
funciones de justicia y de administración en propiedad, de los cuales
habían sido expropiados por la monarquía absoluta desde Luis XIV
(Furet y Richet, 1973: 31).
Al otro extremo de la escala social estaba el Tercer Estado,
constituido por el 98 por ciento de la población. Esta gran mayoría era
el pueblo de Francia; pero, en términos sociales, era un pueblo muy
heterogéneo. Por un lado estaba la burguesía urbana, la cual fue una
especie de « capa dirigente del tercer estado» (Furet y Richet, 1973:
37). Ella misma estaba lejos de configurar un grupo homogéneo. En
sus entrañas se desarrollaban diferentes actores sociales y políticos
que a lo largo de los acontecimientos revolucionarios irían
diferenciándose cada vez más: por un lado estaban los grandes
propietarios, industriales y financistas; por el otro lado, pequeños
artesanos y comerciantes que disponían de uno o dos trabajadores
asalariados a sus servicios, casi todos ellos mal pagados y sumidos en
la miseria. Algo similar sucedía con la burguesía rural. Los
campesinos representaban las tres cuartas partes de la población y
se caracterizaban por el apego a las tradiciones así como su
analfabetismo y aislamiento social. Al inicio de la revolución, la mayor
parte de familias campesinas eran propietarias de una pequeña
explotación agrícola de la cual obtenían su sustento y lo necesario
para el pago de los tributos al rey, a la nobleza y al clero. 17 Sin
embargo también había campesinos sin tierra o con minifundios que
no les permitían superar la miseria. Con la abolición de los privilegios
feudales (agosto 10 de 1789) el proceso de concentración de la
propiedad agrícola empezó su marcha acelerada, y con él, la
diferenciación social entre campesinos ricos y pobres. De otra parte,
la diferenciación económica entre miembros rurales y urbanos estaba
entretejida con una diferenciación fundada en el capital cultural, la
cual daba lugar a la separación entre, de un lado, una élite ideológica,

17
Estas pequeñas explotaciones constituían la mayor parte de las tierras del
reino (aproximadamente un 50%)
defensora de principios de equidad y democracia y conformada casi
por completo por profesionales independientes entre los cuales
sobresalían los abogados y, del otro lado, el resto de miembros del
tercer estado atraídos por el impulso arrollador de aquellos ideólogos.
Al inicio de la revolución, la reivindicación fundamental del
Tercer Estado consistió en reclamar la igualdad de derechos entre
todos los miembros de la nación y, de manera particular, la igualdad
en el pago de los impuestos. Tanto la burguesía urbana como el
campesinado propietario de pequeñas predios hicieron de la
eliminación de los privilegios el objetivo principal de sus peticiones y
de sus actuaciones. La percepción de injusticia que el tercer estado
tenía de la manera como se pagaban los impuestos en Francia, se
fundaba en la existencia de una relación inversa entre cargas
impositivas y capacidad económica 18.
Durante los primeros años de la revolución el interés común,
contra el orden nobiliario creó solidaridad y apoyo entre campesinos,
burgueses y pequeños propietarios, así como también entre los
hombres de la ciudad y los del campo. Ni la burguesía se sentía
amenazada por los desposeídos, ni estos veían en el poder económico
de aquellos un impedimento para defender las ideas igualitarias. Esto
empezó a cambiar a partir de los debates constitucionales de 1791 y
sobre todo durante la instauración de la Convención en 1792 cuando
se hizo evidente la confrontación de clase entre poseedores ricos y
poseedores pobres.
En su análisis de la compleja relación que tuvieron los factores
relativos a la clase social y aquellos ligados a la ideología en la
Revolución Francés Michel Mann explica cómo la elite ideológica, de
origen burgués en su gran mayoría, controlaba el discurso político en
la Asamblea a y los clubes. Sin embargo, este grupo dirigente
encarnaba una ambigüedad en su seno que finalmente terminó dando
al traste con su proyecto: por un lado compartía la administración y el
ejército con la monarquía. Por otro lado, sin embargo, para oponerse
al rey, necesitaba de la violencia popular ejercida por las
organizaciones de base. La izquierda jacobina logró hasta cierto
punto establecer un puente entre estos dos polos la administración y
el pueblo. Mientras logró construir dicho puente la revolución se
mantuvo en pie, pero ello no duraría mucho tiempo (Mann 1993).

18
Sobre la influencia de la petición de la igualdad en el impuesto en los
acontecimientos revolucionarios véase particularmente: Vignes, 1961; Hincker,
1971; Bossenga, 1992.
Por último, en la cima y por fuera de esta escala social
tridimensional se encontraba la Monarquía. Cierto carácter
indescifrable hacía parte de la naturaleza de los reyes, y Luis XVI no
escapa a ello. Mucho se ha escrito sobre la personalidad enigmática
del Rey durante este período dramático y vibrante de la historia de
Francia19. No siempre hay acuerdo en la descripción de su
personalidad; sin embargo, en un hecho fundamental parece haber
coincidencia: en su falta de carácter, pusilanimidad, y ausencia de
talento político al momento de enfrentar los acontecimientos que
pusieron en tela de juicio su autoridad a partir de Mayo de 1789.
Para responder a la profunda crisis financiera en la que estaba
sumida la monarquía a finales de 1788, Luis XVI intentó introducir
algunas reformas liberales y para ello nombró a Jacques Necker
(1732-1804)20 como ministro de finanzas. No obstante, estas reformas
nunca fueron lo suficientemente fuertes como para poner en tela de
juicio las prerrogativas reales y las de la nobleza.21 Un buen ejemplo
de esta actitud reaccionaria se refleja en la negativa del Rey de
disminuir los gastos de la monarquía, no obstante las

19
«Este pobre joven rey, que nació tan mal, que se educó tan mal, habría
querido poder hacer el bien. Luchó, pero fue arrastrado. Sus prejucios de
nacimiento y de educación, sus mismas virtudes de familia, lo llevaron a la ruina...
Hombre y débil, incapaz de negar, la sola medida de sus gastos era su bondad»
(Michelet, 1881: 4).
20
Se trata de uno de los personajes más influyentes en los preludios de la
revolución. A pesar de su nacionalidad (nació en Ginebra) y del protestantismo que
profesaba, fue nombrado en 1776 director general del Tesoro y en 1777 director
general de finanzas. Disfrutaba de una opinión pública favorable. Quiso resolver los
problemas del Tesoro a través de préstamos, lo cual no era más que un paliativo.
Frente a los malos resultados de su política, presentó renuncia a su cargo en 1781.
Sin embargo, los fracasos de los ministros de finanzas posteriores hacen que Luis
XVI lo elija nuevamente (ago. 1788). Necker continuó gozando del favor popular,
pero fue odiado en la Corte, la cual logra que sea destituido (11 jul. 1789). La cólera
del pueblo estalló por este hecho, que es uno de los que va a explicar la toma de la
Bastilla tres días después. Posteriormente escribió varios textos, entre los cuales el
más conocido es Dernières Vues de Politique et de Finances (1802). (Gauchet,
1992; Egret, 1975)
21
En una época de guerras casi permanentes - según Tilly, Francia vivió en
guerra 86 de los 134 años transcurridos desde finales de la Fronda hasta 1789 – el
Estado requería de cuantiosos recursos que en buena parte obtenía de individuos
con dinero que pagaban por lmantener privilegios que el Estado debía respetar.
Esto hacía que las reformas del Estado fueran casi imposibles, debido a que
aquellos quienes podían hacer tales reformas eran los principales titulares de los
privilegios Tilly, C. (2000). Las revoluciones europeas. Barcelona, Crítica.
recomendaciones de Necker y, en general, de los fisiócratas. Con sus
quince mil sirvientes, Versalles consumía el seis por ciento del tesoro
nacional. Buena parte de los reformadores pidieron al Rey limitar
estos gastos, pero éste nunca estuvo dispuesto a hacerlo. La falta de
talento político del Rey y de sus asesores se puso en evidencia ante
todo en su incapacidad para reconocer la sensibilidad de un pueblo
exaltado que demandaba una sociedad más equitativa sin que ello
implicara, por lo menos al inicio de la revolución, la supresión de la
monarquía. Durante el primer año de la Revolución hubo muchas
actitudes del Rey y de la Reina que ayudaron a convertir lo que
inicialmente era desconfianza y más tarde sospecha popular, en la
firme convicción popular de que los monarcas tomarían partido por el
antiguo orden y por su nobleza antes que por su pueblo 22.

La crisis fiscal
La crisis económica que vivió Francia durante las dos décadas
anteriores a la Revolución se agravó con la difícil situación de las
finanzas públicas de esos años (Soboul, 1982: 118; Gauchet, 1992:
230-231). Las dificultades económicas del reino eran soportadas ante
todo por los pobres. Por eso la situación de miseria fue un elemento
político esencial en la revolución francesa, a diferencia de lo sucedido
en la Revolución estadounidense de 1776, en donde la satisfacción de
las necesidades básicas no fue una reivindicación importante,
simplemente porque la miseria no era un fenómeno social extendido.
En Francia, en cambio la exigencia de alimentación básica y
particularmente de pan, jugó un papel político fundamental. El temor
a la hambruna encendía el espíritu de las hordas revolucionarias. En
este sentido la Revolución Francesa, por lo menos durante la
primavera y el verano de 1789 se revela como una reivindicación de
tipo social. El cambio político, o la reforma de la organización
constitucional del Estado, eran vistos como la fórmula necesaria para
lograr los objetivos de justicia social que se requerían.

22
El primer incidente, dentro de una larga serie de desmanes, tiene lugar
durante la reunión de los Estados Generales el 4 y 5 de mayo de 1789. Este evento,
que no tenía lugar desde 1614 luego de la muerte de Enrique IV, se inicia el 4 con
una procesión encabezada por el Tercer Estado – aunque muy lejos de donde
estaba el Rey— hasta la iglesia de San Luis en Versalles. Los representantes del
Tercer Estado quedan relegados de tal manera que, al llegar a la iglesia, ésta se
encuentra completamente llena y no pueden entrar y tomar asiento, lo cual les
obliga a presenciar el gran acontecimiento desde el atrio. Esto crea una sensación
de engaño y descontento que se repetirá con frecuencia.
La tensión entre los Parlamentos y el rey
Los parlamentos en Francia no eran cuerpos legislativos sino
tribunales de justicia. La función legislativa y la función judicial
estaban en cabeza del rey. Los Parlamentos eran los órganos que por
delegación del rey impartían justicia. El más importante de todos ellos
era el Parlamento de París. Además de las funciones judiciales, tenían
la función de registrar las leyes que había pronunciado el monarca. La
tensión entre los parlamentos y el monarca se radicalizó en 1788
cuando Luis XVI intentó introducir algunas reformas económicas,
propuestas por los fisiócratas, que imponían cierta igualdad en el
pago de impuestos y en defensa de los pequeños propietarios. Estas
reformas fueron rechazadas por los parlamentos, los cuales utilizaron
entonces el mecanismo del registro de las leyes para oponerse a las
medidas económicas que limitaban las prerrogativas feudales de los
nobles. Fundados en un espíritu anti-absolutista, los parlamentos
publicaron una declaración sobre «las leyes fundamentales del reino»
(3 de mayo de 1788), la cual buscaba restringir las prerrogativas del
rey, siguiendo los postulados de la monarquía limitada inglesa. En su
opinión, las leyes fundamentales imponían la aprobación no sólo de
los Estados Generales sino también de los parlamentos, a través del
registro, así como la prohibición de las «cartas lacradas» (lettres de
caché)23. Como ya fue mencionado, en esta actitud crítica frente al
rey hay que ver ante todo una estrategia política destinada a la
protección de los intereses de la nobleza más que una reforma liberal
—a la manera inglesa— de la monarquía; en otros términos, lo que se
pretendía era establecer una monarquía limitada y atacar la
monarquía absoluta. 24

23
En estas cartas el rey escribía unos nombres y las entregaba a la policía
para que capturara a las personas indicadas. Se trataba de capturas realizadas bajo
una especie de “razón de Estado” o, si se utilizan términos actuales, bajo un
“estado de excepción” dentro de la monarquía.
24
La defensa de una monarquía constitucional a la manera inglesa por parte
algunos nobles franceses siempre fue parcial y estratégica. Francois Furet, por
ejemplo, sostiene que la nobleza sólo estuvo dispuesta de manera tardía a aceptar
la implicaciones liberales de las ideas inglesas, es decir, el abandono de los
privilegios fiscales y la constitución de una clase dominante fundada en la
acumulación de riqueza (1978: 180). A partir de esta percepción es que deben ser
vistas las actuaciones de los Parlamentos contra ciertas medidas reformistas de
Luis XVI (Furet y Richet, 1973: 54-59; Olivier-Martin, 1950: 89 y ss.)
ACONTECIMIENTOS HISTÓRICOS FUNDAMENTALES (1789-
1795)

1789 fue un año vertiginoso en la historia de Francia, no sólo por


la rapidez con la que ocurrieron los acontecimientos, sino por la
dimensión y alcance de los cambios sociales, políticos e
institucionales que ellos trajeron consigo.
A partir de la primavera de 1789 se vivía en Francia un ambiente
de euforia revolucionaria. Por fin se venía llegar el tiempo en el cual
las instituciones políticas empezaban a ser consistentes con las ideas
del siglo. El optimismo y la confianza en la posibilidad de lograr un
cambio radical y pacífico de las costumbres políticas y de las
instituciones crearon una cierta unidad de propósitos entre los
principales líderes revolucionarios, no obstante sus diferencias socio-
económicas, culturales e incluso políticas.

LA REVOLUCIÓN TRIUNFANTE (1789-1792)

En tiempos de la monarquía absoluta la voluntad política del rey


era la fuente de toda la autoridad y de todo el derecho.25 La
revolución política de 1789 consistió en el derrumbe de este régimen
y en la implantación de un sistema de soberanía nacional en cabeza
de una asamblea representativa. El acontecimiento que anuncia este
derrumbe fue la convocatoria de los Estados Generales, organismo
compuesto por representantes de los tres órdenes o estamentos
sociales del Ancien Régime: el Clero, la Nobleza y el Tercer Estado.
Los Estados Generales sólo eran convocados cuando el rey lo
consideraba conveniente, lo que generalmente sucedía en momentos
de dificultades institucionales o graves tensiones políticas. Pero esto
no ocurría desde 1614, luego de la muerte de Enrique IV. Por eso
Theda Skocpol sostiene que en 1789 los Estados Generales no eran
más que un precedente histórico(Skocpol 1979), p. 182. Casi
doscientos años después, el 8 de agosto de 1788, Luis XVI acepta, o

25
Hay que advertir sin embargo, que la doctrina absolutista no era una
descripción fiel de lo que sucedía en la realidad. Ella no da cuenta suficiente de por
lo menos dos hechos importantes. En primer lugar, la supremacía del rey durante el
absolutismo —incluso bajo el reino de Luis XIV— era el producto de un compromiso
entre los nobles y el rey, tal como lo ha mostrado François Furet (1978: 174); en
segundo lugar, incluso durante los siglos XVII y XVIII, el derecho era en buena parte
el producto de las costumbres locales, que si bien debían ser ratificadas y
aceptadas por funcionarios adscritos al poder real, su contenido, en gran medida,
escapaba a la capacidad de determinación legal del poder central.
mejor, se ve obligado a convocarlos y para ello fija el 1 de Mayo de
1789 como fecha para su reunión. La inauguración efectiva se llevó a
cabo entre el 4 y el 5 de Mayo del año previsto. En su discurso de
apertura, el Rey se refirió a la crisis financiera que afectaba a la
nación dejando prácticamente de lado el tema de los cambios
institucionales necesarios para superar la crisis, lo cual produjo una
profunda decepción entre los miembros del Tercer Estado.
En los Estados Generales se presentaron y discutieron los
denominados cuadernos de quejas (cahiers de doléances) que
recogían peticiones y explicaciones respetuosas, provenientes de los
tres órdenes y que se dirigían al rey con el objeto de que sirvieran de
elementos de juicio para los debates. Se presentaron miles de estos
cuadernos26. Había sin embargo ciertas peticiones predominantes, por
lo menos en los cuadernos redactados por miembros del tercer
estado: entre ellas estaban la supresión de los derechos feudales o
prerrogativas de los nobles; la igualdad en los impuestos27; la
instauración de una justicia más simple y unificada28 y el
reconocimiento de derechos subjetivos que garantizaran ciertas
libertades29.
26
Par ver la magnitud del fenómeno de los cuadernos de quejas sólo basta
con observar que siete tomos completos de los Archivos Parlamentarios publican
todos los cuadernos de quejas recibidos (Archives Parlementaires de 1789 à 1860.
Recueil Complet des Débats Législatifs et Politiques des Chambres Françaises,
Première Série (1789 à 1799), tomos I a VII)
27
Además de la igualdad, algunos cuadernos de quejas solicitaban que no
hubieran impuestos sin representación. Por ejemplo, en el Cuaderno de Quejas
Rural y Suplemento de Thostes y Beauregard (dép. De Côte-d’Or) se reclama, en el
art. 14, «que no nos puedan quitar ninguna parte de nuestras propiedades como
impuestos si no han sido aprobados por los Estados Generales del reino,
compuestos, como lo exigen la razón y la ley, por diputados libremente elegidos por
todos los cantones, sin excepción, y encargados de nuestros poderes» (Gonzáles-
Pacheco, 1998: 17-18).
28
La justicia monárquica era local y dispersa, justamente porque dependía del
derecho consuetudinario y los magistrados fallaban tal como se había resuelto el
caso en cuestión dentro de su localidad. Además, cada magistrado o juez era dueño
de su cargo y lo transmitía a sus descendientes, de tal manera que había una gran
diferencia entre la manera de decidir entre una localidad y otra; esta petición de
unificación de la justicia es el origen remoto del Código de Napoleón de 1804 que
rompe esta tradición del derecho consuetudinario (Goy, 1992: 138 y ss.).
29
Un ejemplo que muestra este tipo de peticiones es el Cuaderno de Quejas
del Clero del bailío de Orleáns en el que se pedía «Que se proteja la libertad
personal de los ciudadanos frente al uso arbitrario de las ‘cédulas reales de
encarcelamiento o destierro’» (Gonzáles-Pacheco, 1998: 20). Por otra parte, los
cuadernos de quejas de la nobleza hacen evidentes sus propósitos: «El
Uno de los primeros asuntos que generó debate al interior de los
Estados Generales fue el de la forma de votación.30 Inicialmente la
propuesta de voto por cabeza fue derrotada por la nobleza. Sin
embargo, a partir del 12 de junio, con la ayuda de sacerdotes
simpatizantes, el Tercer Estado obtuvo la fuerza política suficiente
para imponerse a la nobleza y eliminar la división por estados. Una
vez superada esta discusión y ante la actitud displicente del monarca
y de los órdenes privilegiados, el 17 de junio —después de que el 10
el Tercer Estado hubiese invitado a los otros dos órdenes a unírsele
para la verificación común de los poderes de los representantes— los
Estados Generales se declararon en Asamblea Nacional constituyente,
lo que significaba que dicho cuerpo se consideraba representante
exclusivo de la nación y que, por ende, no había poder superior que
se le pudiese imponer. El 20 de Junio es una fecha igualmente
importante debido a que los representantes en la Asamblea Nacional,
al encontrar cerrado el recinto donde usualmente deliberaban (el
Gran Salón del Palacio de Menus-Plaisirs en Versalles), y al considerar
que se trataba de una estrategia de manipulación por parte de la
realeza, se trasladaron al auditorio conocido como “Juego de Pelota”
(Jeu de Paume) y allí pronunciaron el célebre juramento del Juego de
Pelota a partir del cual los representantes se comprometieron a no
separarse hasta lograr la transformación revolucionaria en Francia31.
Estos hechos constituyen lo que es conocido como «la primera
revolución» que acabó con la soberanía unipersonal del rey y logró
convertirla en una soberanía nacional en cabeza de los
representantes. A estas alturas de la revolución, sin embargo, no se
planteaba la posibilidad de excluir al rey del gobierno, mucho menos
de eliminarlo. Existía desconfianza frente a sus actuaciones, pero ello
no llegaba al punto de contemplar su exclusión de la estructura del
poder político. Se aceptaba una especie de soberanía dual entre el
rey y la Asamblea, bajo el entendido de que ésta última tenía el poder

mantenimiento de las exenciones personales y del tratamiento distinguido de los


que ha gozado la nobleza desde siempre son atributos esenciales diferenciadores
que no pueden ser atacados ni destruidos más que dando lugar a la confusión de
los estamentos» (Cuaderno de Quejas de la Nobleza del bailío de Amont, Gonzáles-
Pacheco, 1998, 21-22).
30
Los diputados estaban distribuidos de la siguiente manera: 291 pertenecían
al clero, 285 a la nobleza y 578 al Tercer Estado.
31
Los juramentos de este tipo eran comunes en esta época. Por ejemplo,
Bolívar juró en Europa, antes de iniciar la campaña independentista, liberar a los
pueblos americanos.
fundamental y aquel era un ejecutor de las decisiones derivadas de la
Asamblea.
A mediados de 1789 la situación en Paris y en otras ciudades de
Francia era muy compleja. Por lo menos tres actores sociales fueron
protagonistas: en primer lugar el alto clero y la nobleza, que incluía a
los nobles revolucionarios simpatizantes del Tercer Estado32; en
segundo lugar los burgueses ilustrados y poseedores; y, en tercer
lugar, los artesanos propietarios de las ciudades y el pueblo raso
urbano. Todos estos actores generan una tensión potencial que más
tarde se revelará insostenible.
El pueblo parisino, comandado por los artesanos y la pequeña
burguesía urbana, fue un actor fundamental de la revolución. El 13 de
junio el pueblo se dirigió hasta la alcaldía de París (Hôtel de Ville) y
derrocó a las autoridades monárquicas para instaurar un gobierno
revolucionario. El gobierno de la ciudad estaba conformado por dos
órganos: por un lado, el poder ejecutivo (en manos del comité
insurreccional) y, por el otro, las milicias populares que fueron la base
de lo que luego sería la Guardia Nacional. Estas milicias veían
limitadas sus acciones por el hecho de no tener armas; eso las lleva el
14 de julio a la fortaleza de la Bastilla, la cual fue atacada, su regente
y otros guardianes asesinados y el armamento sustraído.
El 16 de julio, Luis XVI, forzado por los acontecimientos, nombra
a Bailly (quien había presidido la sesión en la cual se produce el
juramento del Juego de Pelota) como alcalde de París, y como director
de la Guardia Nacional a Marie Joseph La Fayette (1757-1834)
(antiguo oficial francés que había participado con éxito en la
revolución estadounidense). El 17 de julio el rey llega a París
escoltado por la nueva Guardia Nacional y acepta portar en su solapa
un emblema o escarapela (cocarde) con los colores revolucionarios
(azul y rojo). Refiriéndose a estos acontecimientos Thomas Jefferson
expresó lo siguiente: «Así finaliza una retractación honorable como
ningún soberano lo había hecho, ni como nunca ningún pueblo la
había recibido»33. En este período de la Revolución la Asamblea
Nacional no tenía en absoluto la pretensión de derrocar al rey, sino de
32
En contra de las interpretaciones marxistas de la revolución –—Soboul
(1982), Lefebvre (1989), entre otros— que veían en la nobleza una clase social
monolítica y dominante, tanto Denis Richet (1973: 31-36) como David D. Bien
(1992: 45-56) y François Furet explican las complejidades y las tensiones internas
que caracterizaron a la nobleza en el siglo XVIII. Volveremos más adelante sobre
este punto.
33
Citado por Furet y Richet (1973: 83).
terminar con la monarquía absoluta para remplazarla por una
limitada, si bien con un fuerte predominio del poder legislativo.
Esta revolución fue una revolución de la ciudad de París, pero
rápidamente se extendió por toda la nación. Los rumores de una
inminente contrarrevolución que desencadenaría masacres
indiscriminadas de campesinos simpatizantes de la revolución
ocasionan lo que se conoce como «el gran miedo» (la grande peur).
Los campesinos reaccionron atacando las propiedades de los nobles,
incendiando sus títulos y expulsando a sus dueños (Revel, 1992: 197-
199). Este movimiento se extendió por todas las regiones de Francia
a partir del 20 de julio de 1789 y sólo terminó el 6 de agosto luego
del anuncio dado el 4 del mismo mes por parte de la Asamblea
Nacional sobre la abolición de los derechos feudales34. Esta decisión
fue tomada efectivamente el 11 de agosto por la Asamblea y fue de
una gran importancia política e institucional. En ella se ordenó, entre
otras cosas, la supresión de las pensiones reales, la supresión de las
inmunidades corporativas municipales y provinciales y la supresión
de las exenciones al pago de impuestos.

El debate político entre 1789 y 1790


El 26 de Agosto de 1789 fue aprobada y promulgada la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano uno de los
grandes símbolos políticos de la historia moderna de Francia. En
agosto de 1789 la Revolución Francesa era una revolución triunfante,
al menos en su propósito de eliminar la monarquía absoluta y de
superar el Ancien Régime. Sin embargo, los enfrentamientos al
interior de la Asamblea Nacional ya eran notorios. A la mayoría
agrupada en el «partido patriota» (parti patriote), se oponía un
partido «aristocrático» (llamados también los «negros» por el color
del emblema de la reina Maria Antonieta) que «pretendía defender el
orden antiguo fundado en la monarquía absoluta de derecho divino y
en los privilegios» (Tulard et al., 1987: 56) y que tuvo como líderes a
los diputados Jacques Antoine Cazalès (1758-1805), el conde de
Montlosier (1755-1838), el abate Jean Maury (1746-1817) y el
vizconde de Mirabeau (1754-1795). A finales de 1789 aparecieron las
primeras rupturas políticas al interior del partido patriota, a propósito
de las discusiones de los decretos del 4 al 11 de agosto sobre la
supresión de los derechos feudales así como el debate que dio lugar a

34
Sobre el «gran miedo» (llamado también «el gran terror») el texto de
Georges Lefebvre (1932) se ha convertido en uno de los más consultados y citados.
la Declaración de Derechos (Richet, 1992: 46-47). Dos tendencias
emanaron de esta división. Por una parte, el grupo de los radicales,
que defendían la idea de la soberanía nacional representada
exclusivamente por la Asamblea, entendida esta como el órgano
central de la estructura institucional del nuevo Estado. Los portavoces
de esta tendencia fueron, entre otros, Adrien Duport (1759-1798),
Antoine Pierre Barnave (1761-1793) y Alexandre de Lameth (1760-
1829). De otra parte estaba el grupo de los monárquicos, quienes
defendían el mantenimiento de ciertas prerrogativas en favor del rey
—en especial el veto— y el bicameralismo —a partir de la división de
la Asamblea en una cámara alta hereditaria y una cámara baja
electiva— sin que ello implicara desconocer el poder, incluso superior,
de la Asamblea35. Entre los monárquicos se destacan Jean-Joseph
Mounier (1758-1806), Pierre Victor Malouet (1740-1814), el conde de
Clermont-Tonnerre (1757-1792) y el marquéz de Lally-Tollendal
(1751-1830), todos ellos respaldados por el ministro Necker (Halévi,
1992: 387-393).
Tanto los patriotas como los monárquicos hacían gala de una
pasión política desbordante, lo cual trascendía los debates propios de
la Asamblea y se manifestaba en los clubes y en las sociedades
populares que se convierten en centros de acalorados debates
políticos. Desde 1789 se observa una inusitada multiplicación de
estos clubes y sociedades, sin que sea posible determinar su número
(Gueniffey y Halévi, 1992: 107-109). El primero de ellos fue el de la
«Sociedad de los amigos de la Constitución» que luego adoptó el
nombre del convento donde se reunía: el de los «Jacobinos». Luego
fue creado el club de los Feuillants conformado por antiguos jacobinos
moderados y más cercanos a los intereses de la burguesía. Asimismo,
es posible observar un aumento en el número de periódicos
publicados durante esos años, los cuales estuvieron casi siempre
ligados a los clubes y a las sociedades populares. Se calcula que a
finales de 1789 había en Francia unos 250 periódicos (en París, en
1791, llegaron a publicarse 150), los cuales reproducían y
alimentaban los debates que se llevaban a cabo en la Asamblea.

35
Es en esta época que aparecen los términos políticos “izquierda” y
“derecha”, los cuales hacen referencia a la manera como estos dos partidos se
ubicaban en la Asamblea Nacional: los patriotas radicales se ubicaban a la izquierda
de la presidencia de la Asamblea, mientras que los monárquicos se ubicaban a la
derecha. Desde ese momento se considera que una tendencia política es de
derecha cuando defiende intereses ligados a la aristocracia y a las minorías, y que
una tendencia política es de izquierda cuando defiende intereses más igualitarios
(Richet, 1992: 47).
Existieron varios periódicos de izquierda, como Le Patriote fraçais
impulsado por Jacques Pierre Brissot, el Revolutions de France et de
Brabant publicado por Camille Desmoulins, Le Courrier publicado por
Antoine Joseph Gorsas y el periódico de Jen-Paul Marat: L’ami du
peuple. Los textos y discursos publicados por estos periódicos eran
por lo general los de los patriotas más radicales, caracterizados por
predicar una gran pasión igualitaria y democrática, por el aprecio a
las decisiones colectivas y sobre todo por una defensa de las
instituciones municipales y de la guardia nacional como ámbitos
políticos naturales de la representación nacional.36.
En el debate político de esta época jugaron papel fundamental
los abogados. Una cuarta parte de los miembros de la Asamblea eran
profesionales del derecho y el 72% tenían algún entrenamiento
jurídico. Entre los abogados de profesión estaban los oradores más
brillantes de la revolución, los cuales eran además hombres de letras.
Robespiere, Bailly, Brissot, Barère, eran conocidos en sus localidades
por sus ensayos filosóficos y políticos. A diferencia de sus colegas
norteamericanos, más empeñados en la práctica judicial y más
preocupados por los asuntos prácticos y el diseño institucional, los
juristas franceses defendían - y de cierta manera lo siguen haciendo -
un capital cultura que competía con el de los intelectuales filósofos,
moralistas y políticos de la época.
Los abogados no representaban una clase social ni tenían
diferencias significativas en términos de edad, lasos familiares o
riqueza con sus colegas de la Asamblea Nacional.37 Durante esta
36
El resto del espectro político es más difícil de caracterizar, por lo menos en
esta primera etapa de la Revolución. Como ya se indicó, muchos nobles adhirieron
a la causa revolucionaria después de mayo de 1789, pero no todos ellos creían en
los mismos idearios políticos. Por lo menos dos tendencias podían ser reconocidas:
por un lado estaban aquellos nobles partidarios de imponer controles al absolutismo
con el objeto de recuperar privilegios feudales perdidos. Entre los periódicos
voceros de esta tendencia se encuentran Les actes des Apôtres, L’Ami du roi y el
Journal général de la cour et de la ville. Por otro lado, había nobles que tendían
hacia el centro del espectro político, defendían ideales liberales cercanos a
Inglaterra y creían en una monarquía limitada y liberal. Se trata de la posición
defendida por los monárquicos que tuvo en el Mercure de France, publicado por
Mallet du Pan, su mejor expresión
37
En los Estados Unidos, en cambio, los abogados que participaron en la
elaboración de la constitución de 1787 podían ser vistos como representantes de la
burguesía capitalista de la época. Mann se refiere ellos como los intelectuales
orgánicos del capitalismo Mann, M. (1993). The Source of Social Power. Cambridge,
Cambridge University Press.

.
primera etapa triunfante de la revolución la configuración del
espectro político era más el resultado de los diferentes tipos de
percepción - y de adhesión a - los principios liberales contra la
aristocracia nobiliaria, que de la confrontación de intereses de clase.
Los miembros del tercer estado querían ante todo exaltar una nueva
manera de hacer política, contraria a la tradicional, y en la cual las
razones morales y las virtudes estaban en el centro de un discurso
embelesado con la elocuencia y las formas retóricas.

La Constitución del 3 de septiembre de 1791


El 13 de septiembre de 1791 la nueva Constitución fue
sancionada por el Rey. El largo debate que dio lugar a su aprobación
(desde agosto de 1789 a septiembre de 1791) estuvo más
caracterizado por fervorosas intervenciones públicas que por una
reflexión sesuda de diseño constitucional. 38 Fue por esta razón que el
delegado Mounier propuso organizar los debates de la Asamblea en
pequeñas comisiones para evitar que la vanidad y del
apasionamiento se apoderaran de las intervenciones públicas. Sin
embargo, su propuesta fue derrotada por los delegados radicales y en
particular por el delegado Bouché. 39 Una solución diferente había
sido adoptada en la Convención Federal de los Estados Unidos en
donde se decidió que las sesiones debían llevarse a cabo de manera
secreta.
La nueva constitución introdujo cuatro cambios importantes. El
primero fue la creación de un nuevo modelo de administración de
justicia: oral, pública, con un jurado de conciencia popular, en donde
los jueces aplicaban leyes previamente establecidas en códigos y en
donde las penas eran proporcionales a los delitos. El segundo fue la
ampliación de la base electoral; así, en 1791 la base electoral estaba
compuesta por cuatro millones de ciudadanos activos, lo cual era
considerable si se le compara con lo que sucederá cincuenta años
más tarde, bajo la monarquía de Luis-Felipe, cuando sólo doscientos
mil ciudadanos podían votar40. El tercer cambio importante fue la
38
Algunos han criticado este documento por su falta de sobriedad e
incapacidad para asumir un control del órgano legislativo. Esta es la opinión de Jon
Elster en “Ways of Constitution-making” in Democracy´s Victory ans Crisis, Axel
Hadenius ed., Cambridge university Press.
39
Véase Ferrand, M. ed. 1966 Records of the Federal Convention, New
Haven: Yale university Press
40
De todas maneras el voto era restringido o censitario, pues sólo podían
votar las personas que hubiesen pagado un impuesto o que tuviesen propiedades.
creación de una nueva clase dirigente en todo el país,
particularmente concentrada en la Guardia Nacional, en la justicia y,
desde luego, en el Legislativo. El cuarto elemento consistió en la
creación de una estructura de poderes públicos que giraba alrededor
de «la centralidad política del órgano legislativo del Estado y, por lo
tanto, de su emanación fundamental de la ley» (Blanco Valdés, 1994:
199).
La constitución de 1791 erige la justicia como un poder, pero
como un poder secundario respecto al legislativo y al ejecutivo. El
artículo 203 señalaba cómo, “…los jueces no pueden inmiscuirse en
el ejercicio del poder legislativo ni hacer ningún reglamento. Ellos no
pueden suspender suspender la ejecución de ninguna ley ni citar ante
ellos a los administradores por razón de sus funciones. Así, a
diferencia de lo sucedido en los Estados Unidos, se cerraba la puerta
a toda posibilidad de control de constitucionalidad de las leyes.

La Asamblea legislativa y el avance hacia la


radicalización
Una vez aprobada y sancionada la Constitución, la Asamblea
constituyente se disolvió el 20 de septiembre para dar paso a la
elección de una Asamblea Nacional Legislativa, la cual sesionaría por
primera vez el 1º de octubre de 1791. Los mismos constituyentes
decidieron que no se presentarían a las elecciones legislativas,
prohibiendo la reelección. Esta decisión tuvo varias implicaciones, la
más importante de las cuales consistió en haber permitido la llegada
a la Asamblea de nuevos jóvenes revolucionarios quienes luego
serían protagonistas de la radicalización progresiva del cuerpo
legislativo. La nueva Asamblea tuvo una vida relativamente corta,
que puede ser dividida en dos períodos: de octubre de 1791 al 10 de
agosto de 1792, época durante la cual ejerció, no sin dificultades su
función legislativa. En la segunda etapa, a partir del 10 de Agosto,
mantuvo un cierto letargo, intentando sobrevivir a los graves
acontecimientos internos y externos, hasta la reunión de la
Convención el 20 de septiembre (Richet, 1992: 50; Soboul, 1982: 228,
236).

Así por ejemplo, para ser elegible era necesario pagar una contribución de diez días
de trabajo. Es por ello que el revolucionario Camille Desmoulins (quien sería luego
guillotinado) criticaba con ironía el voto censitario poniendo de relieve que «para
hacer sentir toda la absurdidad de este decreto, basta con decir Jean-Jacques
Rousseau, Corneille o Mably no hubieran sido elegibles» (Furet y Richet, 1973: 118).
Entre julio de 1790 y agosto de 1792 se producen una serie de
acontecimientos que radicalizaron el curso de la revolución. Uno de
ellos fue la promulgación de un decreto que exigía a los sacerdotes,
obispos y demás miembros de las jerarquías eclesiásticas jurar
fidelidad a la Constitución y someterse a elección popular. Estas
medidas se conocen como «la constitución civil del clero»41. Detrás de
esta medida estaba la idea de que la Revolución debía igualar a todos
los individuos que componían la nación y que la pertenencia política
de cada uno de ellos debía sobreponerse a sus creencias, costumbres
u oficios. La revolución buscaba así una sociedad homogénea y
comandada por el «Interés General». El Papa se opuso con
indignación a la decisión de la Asamblea, pero al interior de la Iglesia
francesa la decisión produjo opiniones encontradas e incluso
enfrentamientos entre sacerdotes.
Otros tres acontecimientos contribuyeron esta radicalización. El
primero y más importante de ellos fue el intento de huida del rey
(quien se encontraba en el palacio de las Tullerías, en una situación
muy cercana a la detención42) el 20 de junio de 1791 y su captura, al
día siguiente, en Varennes. Este acontecimiento fortaleció a quienes
pregonaban desconfianza frente al rey y sostenían que estaba en
curso una conspiración contrarrevolucionaria inspirada por Luis XVI en
toda Europa. La huida del rey afectó “el corazón mismo de la
Constitución, la concepción dualista de los representantes de la
soberanía» (Ozuof, 1992: 330). No sobra decir que la Constitución de
1791 estaba fundada en un estructura doble de representación que
colapsó con la huida del rey y, sobre todo, con el desconocimiento de
todas las actuaciones mediante las cuales había reconocido la nueva
Constitución.

41
Es importante recordar que ya en noviembre de 1789 la Asamblea había
decretado la nacionalización de los bienes del clero.
42
El 5 y el 6 de octubre de 1789 las mujeres de París hicieron una marcha
hacia Versalles para solicitar medidas contra el desabastecimiento de alimentos. El
rey, asediado, prometió enviar un cargamento de pan al día siguiente. Ellas, sin
embargo, no creyeron en su palabra y lo capturan para llevarlo a París, al palacio
de las Tullerías no sin antes cargar sus carrozas con alimentos. Este acontecimiento
fue importante porque simbolizó el triunfo del pueblo para conseguir el pan. Así, al
regresar junto con el rey y los soldados de la guardia nacional, que escoltaban el
cortejo, estos últimos llevaban en sus bayonetas un pan, mientras que ellas
gritaban: «Nous ramènerons le boulanger, la boulangère... Et nous aurons
l’agrément d’entendre notre petite mère Mirabeau» (Llevaremos al panadero, a la
panadera… Y tendremos el gusto de escuchar nuestra abuelita Mirabeau) (Michelet,
1881: 63).
El segundo hecho aconteció el 17 de julio de 1791 en París. La
ciudad se encontraba bajo toque de queda. A pesar de ello, los
revolucionarios decidieron reunirse para protestar contra el rey en un
lugar conocido como Campo de Marzo; el sitio estaba protegido por la
Guardia Nacional. La reunión terminó en una tragedia. En medio del
fervor de los acontecimientos alguien disparó y se produjo una
matanza; era la primera vez que la Guardia Nacional; que era el
ejército revolucionario, disparaba contra su propio pueblo. Nació allí
una gran enemistad entre el pueblo raso y el general La Fayette,
quien dirigía la Guardia, enemistad que luego alimentó una
polarización de fuerzas que daría lugar, en 1792, a la división de los
jacobinos entre radicales y moderados, estos últimos representados
en la facción de los Feuillants.
En tercer lugar, la guerra también radicalizó la revolución. El 20
de abril de 1792 la Asamblea, impulsada por los diputados
«girondinos» (girondins)43, declaró la guerra al «rey de Bohemia-
Hungría», lo cual, a su vez, condujo a un conflicto bélico con Austria.
La primera época de la guerra internacional fue desfavorable para la
revolución que empezó perdiendo todas las batallas. Sin embargo, a
finales de 1792 se produjeron triunfos del ejército francés en todos
los frentes, lo cual era completamente inesperado si se tiene en
cuenta que a mediados de 1792 la revolución se encontraba asediada
no solo desde el exterior por las potencias europeas44, sino
internamente por las protestas populares y por la contrarrevolución45.

43
El grupo político de los girondinos nace de la divergencia entre Robespierre,
que tenía una posición antibelicista, y algunos diputados jacobinos del
departamento de la Gironde (de allí su nombre): Jean-François Ducos (1765-1793),
Armand Gensonné (1758-1793), Jean Antoine Lafargue de Grangeneuve (1751-
1793), Marguerite Elie Guadet (1758-1794), Pierre Vergniaud (1753-1793). Sobre
los girondinos véase particularmente: Furet y Ozouf (1991); Lamartine (1984).
44
En el norte por los ingleses y los holandeses; en el este por los prusianos y
en el sur por los italianos y los españoles. Soboul denomina este periodo «La
marche à la guerre» (1982: 228 y ss.).
45
Especialmente en departamento de la Vendée; allí estalló una insurrección
(3 mar. 1793) contra el régimen revolucionario por al anuncio de la Convención
(órgano que, como veremos, desde el 21 de septiembre de 1792 asume el poder)
de llamar a 300.000 hombres para engrosar las filas del ejercito revolucionario. Lo
que sucede en la Vandée es, en principio, una revuelta contra la burguesía de las
ciudades de la región, que era vista por los campesinos —grandes protagonistas de
la insurrección— como los principales beneficiaros de la revolución. Solo
posteriormente y con la evolución de los acontecimientos se convertirá en una
insurrección en defensa de la monarquía y del catolicismo.
EL DESBORDAMIENTO DE LA REVOLUCIÓN (1792-1794)

El 10 de agosto y la Convención
Con la formación de un nuevo comité insurreccional en París, el
10 de Agosto de 1792 se produjo una especie de «segunda gran
revolución»46. Los insurrectos entraron, mataron al alcalde e
instauraron un nuevo gobierno revolucionario en contra de los
jacobinos moderados (Les Feuillants). Con estos acontecimientos
comienza una radicalización de la revolución en beneficio de los
jacobinos radicales agrupados bajo el nombre de Montañeses – o
montañardos (Les Montagnars). La élite ideológica comandada por
los abogados empezó a tener dificultades para mantener unido al
tercer Estado y en particular a la grande y pequeña burguesía. Los
acontecimientos se presentaron de tal manera que dicha élite
empezó a depender cada vez más de las manifestaciones políticas en
las calles de parís organizadas por del pueblo raso y la pequeña
burguesía para lograr sus propósitos políticos, lo cual trajo consigo un
distanciamiento respecto de la gran burguesía y un fortalecimiento de
la facción Montañarda en detrimento de los moderados. La élite
política controlaba los clubes, la prensa, las asambleas y la Guardia
Nacional y las masas populares. Sin embargo, durante la Convención
disminuye su capacidad para controlar a los pequeños artesanos y
obreros que configuraban el grupo de los sans-cullotes (Mann 1993).
En la radicalización de la Convención jugaron un papel
importante los llamados «sans-culottes». Este grupo estaba
comandado por los pequeños artesanos y sus oficiales ubicados en
los barrios de Saint-Antoine y Saint-Marcel de París. Conformaban un
grupo político-social intransigente y aguerrido que se presentaba a sí
mismos como guardián de la revolución 47. Apoyaban de manera casi

46
Es difícil saber si la Revolución debe ser vista como un solo evento continuo
(1989-1999) o como varios. Charles Tilly se pregunta si la “Revulición Francesa es
una serie continua de situaciones revolucionarias o media docena de situaciones
revoucionarias separadas por períodos transitorios de consolidación del poder del
Estado” Tilly, C. (2000). Las revoluciones europeas. Barcelona, Crítica.

.
47
No eran desposeídos, ni mucho menos indigentes; en su mayoría eran
pequeños artesanos y ayudantes de artesanos (Higonnet, 1992: 426-427). Sus ideas
políticas comprometían todo su comportamiento: así por ejemplo, tenían un forma
especial de vestir (pantalones, escarapelas y gorro frigio) y de hablar (se tuteaban
entre ellos y siempre terminaban sus intervenciones con la expresión «tu igual en
derechos»).
incondicional al grupo de los montañardos. Según Theda Skocpol no
conformaban una clase, en el sentido moderno – o captitalista – del
término, dado que entre ellos había gente tan diversa como tenderos,
artesanos, mercaderes, y asalariados. (Skocpol 1979) p.187. En
economía defendían una especie de socialismo de propietarios: todo
francés debía ser un pequeño propietario; un productor
independiente. Consideraban que el trabajo era el valor fundamental
de la nueva sociedad y, en consecuencia tenían una especial
repugnancia contra la aristocracia ociosa que obtenía su poder de la
renta. Su defensa del trabajo y de la pequeña propiedad los llevaron
también a oponerse a la gran burguesía y a sus empresas
mercantiles. De aquí surgía una ambigüedad fundamental del
proyecto revolucionario entre pequeños y grandes propietarios,
ambigüedad que los Sans-Culottes nunca pudieron resolver
(Soboul,1971, Las clases sociales de la Revolución Francesa, Madrid:
Fundamentos, p. 28) Desde el punto de vista político, los Sans-
Culottes eran fanáticos de la democracia directa y de las decisiones
tomadas por aclamación en plena plaza pública; creían que las
peticiones debían ser siempre colectivas, nunca individuales48. Eran
algo así como la contra-cara de la nobleza: defendían la igualdad
total, por encima de títulos, cargos públicos, rangos sociales o incluso
méritos. Una de sus prácticas preferidas era la denuncia a los
conspiradores49. Robespierre y su política de terror siempre encontró
en los sans-culottes un aliado incondicional50.
La radicalización montañarda corre pareja con un intento de
control de estas masas populares por parte de la élite política; pero
dicho intento resultó siendo infructuoso. Como consecuencia de ello
el conflicto de clases entre los grandes y los pequeños propietarios
se convirtió en un ingrediente esencial del debate político.

48
«Del principio de la soberanía popular, impulsado confusamente por los
sans-culottes hasta llegar a la teoría del Gobierno directo, se deriva una
reivindicación esencial en materia legislativa que los militantes no cesaron de
reclamar: la sanción de las leyes por el pueblo» (Soboul, 1987: 105).
49
Durante la monarquía el delator era objeto de un gran rechazo social,
mientras que en la Revolución la denuncia era vista como un deber patriótico (Furet
y Richet, 1973: 211).
50
Las ideas de Roberpierre, de los sans-culottes y, en general, de los
montañeses difícilmente pueden ser identificadas políticamente como de
«izquierda» o de «derecha». Ante todo eran militantes empeñados en la defensa
incondicional de lo que ellos pensaban que eran los ideales revolucionarios; no
tenían propiamente un ideario y si lo tenían este quedaba subsumido en su
estrategia policiva.
Los representantes de la élite política, entre los que se contaban,
Maximilien Robespierre (1758-1794), Jean-Paul Marat (1743-1793), y
Georges Jacques Danton (1759-1794), eran apasionados partidarios
de la democracia directa, de la toma de decisiones de manera
colectiva y, casi todos hacían gala de una personalidad en extremo
ambiciosa y una visión de los hechos entre utópica y mística. Con
ellos comenzó el periodo del «romanticismo revolucionario»: en las
mentes de los montañardos predominaba la idea de que la revolución
no podría triunfar, a menos que se eliminara a los traidores, se creara
un comité de vigilancia social y un aparato de inteligencia en contra
de la reacción contrarrevolucionaria. Así se inicia lo que se conoce
como la primera época del terror: en las semanas siguientes al 10 de
agosto varios grupos de revolucionarios entraron a las prisiones para
asesinar a los sospechosos de apoyar a la contrarrevolución
Ante los crueles acontecimientos del 10 de agosto, la Asamblea
Nacional se vio obligada a decretar la suspensión de la Constitución y
a convocar a elecciones para conformar una Convención, a la manera
estadounidense.51Al entrar en función, el 20 de septiembre, la
Convención decidió decretar el fin de la monarquía y el nacimiento
de la república52. Así tuvo origen la primera de las cinco repúblicas
que Francia ha tenido hasta la fecha. Ella sólo duraría hasta el 18 de
Mayo de 1804 cuando Napoleón fue nombrado emperador. La
instauración de la república se hizo con un espíritu de innovación y
olvido del pasado. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la creación de
un nuevo calendario laico, en sustitución del calendario cristiano. Los
días, los meses y los años adquirieron nuevos nombres y su recuento
se inició a partir de esa fecha53.
51
El término Convención, de origen inglés, se había hecho célebre en los
Estados Unidos. Las elecciones se realizaron entre el 26 de agosto y el 2 de
septiembre de 1792; es importante anotar sobre estas elecciones que en ellas se
aplica pródigamente el principio de sufragio universal y que se desarrollaron a dos
vueltas. A finales del siglo XVIII sesionaron tres grandes asambleas revolucionarias
en Francia: la Asamblea Nacional Constituyente (17 jun. 1789-20 sep. 1791); la
Asamblea Nacional Legislativa (1º oct. 1791-10 ago. 1792) y la Convención (20 sep.
1792-22 ago. 1795) (Richet, 1992: 45). La Convención ejerció durante tres años
(hasta agosto de 1795), periodo durante el cual no existió constitución. (Chevallier y
Conac, 1991).
52
Según P Nora, “En la tradición francesa la palabra República ha tenido un
efecto emocional intenso y un contenido institucional débil» (Nora, 1992: 391)
53
De acuerdo con el informe de Fabre d’Églantine sobre el nuevo calendario,
adoptado el 5 de octubre de 1793, «los nombres de los meses son: Otoño:
Vendimiario – Brumario – Frimario; invierno: Nivoso – Pluviosos – Ventoso;
primavera: Germinal – Floreal – Prarial; verano; Mesidor – Termidor – Fructidor».
A finales de 1792 se intensificó la discusión sobre la suerte que
debía correr el rey. De un lado estaban quienes pretendían
simplemente juzgarlo y, del otro aquello que, además, querían
castigarlo54. Finalmente, el rey lleva la peor parte de ambas
propuestas: es juzgado en enero de 1793 y rápidamente es
condenado a muerte y ejecutado el 21 de ese mismo mes. Con ello,
los radicales quisieron sentar un precedente que impidiera la marcha
atrás de la revolución55.
A mediados de 1793 la situación de la revolución era dramática:
las potencias europeas estaban más unidas que nunca en su
propósito de derrocar el gobierno de París y la insurrección de la
Vendée en Bretaña parecía destinada a extenderse en buena parte
del occidente del país. A todo esto se unía el descontento popular por
el aumento del precio del pan.
El 6 de abril se decretó el estado de excepción y se constituyó el
célebre «Comité de Salvación Pública» (Comité de Salut Public) que
remplazó al antiguo Comité de Defensa General. Este comité
encargado de la ejecución de las medidas decretadas por la
Convención se convirtió en el órgano central del periodo del «Terror»
(Richet, 1992: 156)56. En medio de este furor revolucionario se aprobó
por referéndum la constitución de 1793, la cual, a causa del estado
de excepción, nunca fue aplicada.
En el verano de 1793 la caída de la revolución parecía inminente;
sin embargo, los ejércitos revolucionarios lograron vencer tanto a los
enemigos externos como a los internos. Solo un fuerte espíritu
nacional de combate en las filas revolucionarias parece poder explicar
semejante fenómeno. La revolución se convirtió un una revolución
nacionalista. A ello contribuyeron varios factores: la percepción de
que el rey era un traidor y de que sus aliados en el exterior estaban

54
Durante el proceso al rey, Romain de Sèze, uno de sus defensores, fue el
encargado del alegato final. Al comenzar su discurso pronunció una frase que se
haría célebre y bastante utilizada por los abogados defensores: «Busco entre
ustedes unos jueces, pero no encuentro más que acusadores» (Furet y Richet,
1973: 179).
55
«El juzgamiento fue una decisión política. Para la mayoría —los regicidas—
había que romper los puentes con toda esperanza de compromiso, hacer imposible
una contrarrevolución que sería el abandono de las conquistas políticas y sociales
de 1789, asegurar a los adquirientes de los bienes nacionalizados y todos los
intereses ligados al nuevo régimen» (Furet y Richet, 1973: 180).
56
Sobre el Comité de Salud Pública y el gobierno del Terror véase: Bouloiseau
(1968); Palmer (1941 y 1989).
dispuestos a destruir la revolución, la declaración del duque de
Brunswick desde Alemania a partir de la cual amenazaba invadir París
y prometía no tener clemencia contra los que no se rindieran, y por
último la confianza y el orgullo originados en las victorias del ejercito
revolucionario57.
A estas alturas, la dimensión social o de clase del debate político
entre izquierda y derecha fue entonces entretejida con otras dos
dimensiones. En primer lugar, la dimensión internacional: la guerra
condujo a sus líderes hacia la izquierda política y permitió el ingreso
de la pequeña burguesía en el Estado. En segundo lugar, la dimensión
centralista del estado. Los diputados de la Gironde veían con
desconfianza los acontecimientos que había desencadenado la
revolución del 10 de agosto de 1792 y manifestaba su hostilidad, en
nombre de la provincia, frente a la dictadura parisina. Los diputados
montañardos acusaban a su turno a los girondinos no sólo de
federalistas sino de traidores. Lo cierto es que estas tres dimensiones
del debate político – social, internacional y organizacional – en lugar
de hacer más complejo el debate y por esa vía contribuir a su
moderación, se convirtieron en atizadores de la tendencia radical y de
la intolerancia contra todo aquel que pensara de manera diferente.

El terror
El 31 de mayo y el 2 de Junio los montañardos organizaron
jornadas de insurrección en las cuales fueron arrestados 22 líderes
girondinos. Así termina el último reducto de democracia
representativa y del romanticismo revolucionario durante la
Revolución. Con la caída del grupo de los girondinos la práctica del
terror se vino encima.
El terror es el nombre que se le da a la campaña de exterminio
de sospechosos iniciada por Robespiere y sus aliados a partir del
cinco de septiembre de 1793.58 Dicha campaña, lanzada como
consigna pública en un ambiente exacerbado por la utopía y el
sectarismo, trajo como consecuencia una escalada de la violencia que

57
El ejército francés era el único ejercito realmente nacional en Europa Mann,
M. (1993). The Source of Social Power. Cambridge, Cambridge University Press.
.
58
Durante la época del terror, entre septiembre de 1793 y julio de 1794, el
Comité de Salvación Pública estuvo conformado por doce miembros que seguían los
dictámenes de Robespierre aconsejado por Geoges Auguste Couthon (1755-1794) y
Louis Saint-Just (1767-1794).
fue imposible de controlar y que degeneró en el uso casi permanente
de la guillotina. Sólo en Paris, entre junio y julio de 1794 (el periodo
más violento del Terror) se produjeron cerca de mil juzgamientos y
cerca de 800 ejecuciones. A nivel nacional, durante todo el periodo se
calcula en 16.600 el número de personas ejecutadas y en 500.000 el
número de individuos encarcelados bajo acusación de sospecha59. Por
la guillotina pasan no solamente muchos nobles liberales, sino
también muchos de los patriotas que inspiraron la revolución. Entre
ellos se destacaban Danton, Bailly, Barnave, Brissot y Vergniaud.
Fueron en total 22 diputados girondinos los ejecutados. Las medidas
tomadas se apoyaron en la «ley de sospechosos» votada el 17 de
septiembre de 1793, la cual otorga una amplísima discrecionalidad al
poder ejecutivo para encarcelar, juzgar y condenar. Según esta ley
eran considerados sospechosos no sólo «los que, sea por su
conducta, sea por sus relaciones, sea por sus dichos o por sus
escritos, se muestren partidarios de la tiranía, del federalismo y
enemigos de la libertad», hasta a los que «les ha sido rehusado el
certificado de libertad», sino también «los anteriormente llamados
nobles, incluidos maridos, mujeres, padres, madres, hijos o hijas,
hermanos o hermanas y agentes de los emigrados, que no hayan
manifestado constantemente su acatamiento a la Revolución» (art.
2º).
De otra parte, la antipatía de la Convención por la Iglesia católica
había conducido a una serie de políticas de des-cristianización de la
sociedad francesa entre las cuales se destacó el llamado culto a la
Razón. La Iglesia de Notre-Dame fue convertida en templo destinado
a dicho culto. El 10 de agosto de 1793 tuvo lugar la primera fiesta de
esta nueva “religión”. En la plaza de la Bastilla se erigió una estatua
colosal en homenaje a la diosa de la Razón. El 2 de noviembre del
mismo año otra fiesta similar tuvo lugar en Notre Dame. Robespierre,
sin embargo, se opuso a la des-cristianización extrema y por ello
decidió sustituir el culto a la Razón por el culto al Ser Supremo. En
mayo de 1794 Robespierre logró que la Convención promulgara un
decreto en el cual se proclama «la existencia del Ser Supremo y la
inmortalidad del alma». El 8 de Junio se llevó a cabo una gran fiesta
en la que Robespierre encabezaba una larga procesión seguido por
los miembros de la Convención, todos cantando himnos de odio a la
tiranía de los reyes y de alabanza a la revolución. Robespierre

59
Del este total de sospechosos, el 2% eran sacerdotes, el 28% campesinos y
el 31% artesanos, lo cual muestra cierto carácter popular de la oposición a la
dictadura. (Tulard et al.,1987: 1114 ).
pretendía crear algo así como una nueva religión de Estado en
sustitución del catolicismo (Gueniffey, 1992: 265-266). Esta es una
época de delirio, marcada por la pretensión de unidad indivisible
entre la razón, el misticismo y la pasión revolucionaria. Aquí cobran
total sentido los comentarios hechos por Tocqueville sobre la
revolución:
«[La Revolución] inspiró el proselitismo e hizo nacer la
propaganda. Por esta vía, elle pudo tomar ese aire de revolución
religiosa que tanto ha horrorizado a sus contemporáneos. O mejor,
ella se convirtió en una especie de nueva religión, religión imperfecta
es verdad, sin Dios, sin culto y sin otra vida, pero que sin embargo,
como el islamismo, inundó toda la tierra con sus soldados, sus
apóstoles y sus mártires» (L´Ancien Régime et la Révolution, en
Oeuvres Completes, Paris: Gallimard, Tomo II, p. 89).
El terror produjo divisiones por doquier. El Comité de Seguridad
General, que continuaba sesionando, fue uno de los centros
impulsores de la oposición a Robespierre y Saint-Just. Sin embargo
fue en la Convención en donde la oposición fue decisiva. Junto con
varios diputados —principalmente Bertrand Barrere (1755-1841),
Jacques Billaud-Varenne (1756-1819) y Jean-Marie Collot d’Herbois
(1749-1796)—, Lazare Nicolas Carnot (1753-1823) asumió la jefatura
del movimiento contra Robespiere y sus aliados. Consciente de sus
dificultades, el 9 termidor (27 de julio de 1794) Robespierre quiso
intervenir en la Convención para defender a su gobierno, pero el
mismo presidente de la Convención, Collot d’Herbois, se lo impidió.
Louis Louchet (1755-1813) propuso entonces un decreto de acusación
contra Roberpierre, Saint-Just y Couthon, el cual fue aprobado por la
mayoría. Las tensiones se trasladaron entonces a las calles de Paris,
concretamente a la plaza de la grève. Una vez conocido el decreto de
arresto contra Robespierre, sus aliados logran liberarlo y conducirlo al
Hotel de Ville (sede de la alcaldía de la ciudad). Sin embargo, ello no
fue suficiente para salvarle la vida. Hacia las dos de la mañana del 10
termidor (28 de julio), Paul François Barras (1755-1829), elegido por
la Convención como comandante del ejército, logró tomarse el edificio
de la alcaldía y capturar a Robespierre. Este mismo “el incorruptible”
y veintiún de sus copartidarios fueron pasados por la guillotina, sin
juicio previo.
Este final bañado en sangre fue una culminación lamentable para
una élite revolucionaria que había iniciado con ideales tan altos. Las
tensiones al interior de esa élite política - dividida en torno al papel
que debían cumplir las masas populares montañardas que militaban a
favor de la revolución - jugaron un papel importante en este
desenlace sangriento. La guerra internacional y los temores de una
conspiración europea contra la revolución crearon un clima de
desconfianza interna entre los dirigentes políticos que sin duda
también sirvió para que los dirigentes de la revolución justificaran la
política del terror.
Hay un tercer factor, más general y difuso, que también sirve
para explicar este final fatal de los ideales nobles de 1789. Se trata
de esa cultura política grandilocuente y amante de los principios
generales que Francia había cultivado con fervor durante el siglo
XVIII. La confianza racionalista de la ilustración produjo una mezcla
explosiva al combinarse con la pasión política revolucionaria. La
verdad, descubierta por la razón no daba cuenta de matices, de
minorías, de latitudes o de cronologías. Todo se resolvía a partir de
verdades universales que operaban como dogmas religiosos contra
los cuales sólo cabía la traición. Pasión y razón se unieron para dar
lugar a un modelo político de sociedad fundado en la virtud y en la
entrega sacerdotal de sus dirigentes y ciudadanos.

LA REPÚBLICA BURGUESA (1794-1799)

Luego de la ejecución de Robespierre se produjo un fuerte


rechazo a la política del Terror conocido como la «reacción post-
termidoriana». Tres fases componen este período: la Convención
termidoriana, el Directorio, y el golpe de estado de brumario que da
paso al Consulado.
La Convención sobrevivió quince meses a Robepierre. Durante
este tiempo dominaron los llamados «Termidorianos», dirigidos por
figuras que el Terror había mantenido en la sombra60 y que abogaban
por cierta estabilidad política y por la conclusión del proyecto
revolucionario. La mayoría de los miembros de la Convención era
consciente de que la Constitución de 1793 era inaplicable. Por ello
conformaron una comisión para redactar una nueva constitución. Así
surgió la constitución de 1795, de corte liberal, denominada
constitución del año III. La nueva carta política comenzaba con una
Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano.
Así, por ejemplo, el artículo 2º de la sección de los deberes de la
60
Entre ellos Antoine Claire Thibaudeau (1765-1854), François Antoine Boissy
d’Anglas (1756-1826), Pierre Durand de Maillance (1729-1814) y Emmanuel Sieyes
(1748-1836)
Declaración proclama que «todos los deberes del hombre y del
ciudadano derivan de estos dos principios, grabados por la naturaleza
en todos los corazones: “no hagáis a los demás lo que no queráis que
os hagan – haced constantemente a los demás el bien que queráis
recibir»; además, el artículo 4º prescribía que «Nadie es buen
ciudadano si no es buen hijo, buen padre, buen amigo y buen
esposo».
En segundo lugar, y ante los fracasos de la asamblea única, la
Constitución de 1795 consagraba, por un lado, el dogma de la
separación de los poderes legislativo y ejecutivo, este último
compuesto por un Directorio de cinco miembros y, por otro lado, el
modelo anglosajón del bicameralismo. El cuerpo legislativo estaba
conformado por el Consejo de los Quinientos, el cual era una especie
de cámara baja, y por el Consejo de los Ancianos, que tenía la
facultad de oponerse a las propuestas del primero, siguiendo el
modelo de cámara alta. Finalmente, la Constitución reaccionaba
contra la autonomía local en beneficio de la centralización política 61.
Las elecciones legislativas que tuvieron lugar entre el 12 y el 21
de octubre de 1795 mostraron, por un lado, la impopularidad de los
Convencionales y, por el otro, un viraje hacia las posiciones políticas
de derecha62. Después de las elecciones legislativas se decidió confiar
el poder legislativo a un Directoria de 5 miembros. Inicialmente
fueron elegidos Louis La Revellière-Lépeaux (1753-1824), Louis
Letourneur (1751-1817), Jean-François Reubell (1747-1807), Barras y
Sieyes; este último renunció luego de que su proyecto de constitución
fue rechazado. El nuevo órgano ejecutivo tuvo que enfrentarse a los
embates que venían tanto de la izquierda como de la derecha.
La miseria y el descontento popular fortalecieron el proyecto de
izquierda revolucionaria encabezado por Fraçois Noel Babeuf (1760-
1797) y conocido como «la conspiración de los iguales». La estrategia
de este movimiento no fue la revuelta popular, dado el desarme de
las secciones de París, sino la insurrección secreta encaminada al
golpe de Estado con el apoyo de algunos miembros del ejército y de
la policía de París63. Sin embargo la reacción del Directorio no se hizo
esperar. Con la ayuda de la policía Babeuf fue capturado y más de

61
París es «la gran víctima de esta reforma» (Tulard et al. 1987: 198), la cual
se ve reforzada por la ley del 19 vendimiario año IV (11 oct. 1795) que remplaza el
alcalde por un colegio de cinco miembros.
62
Del tercio elegido libremente, 118 diputados eran realistas frente a sólo 11
demócratas
200 órdenes de arresto contra los conjuradores fueron expedidas.
Babeuf y Dharté fueron condenados a muerte el 26 de mayo de 1797
y ejecutados el día siguiente.
De otro lado los realistas también conspiraban. El 3 de
septiembre los inspectores encargados de la seguridad de los
Consejos prepararon la detención de los miembros del Directorio. Sin
embargo, al día siguiente (18 fructidor) el Directorio emprendió un
golpe de Estado contra los Consejos que dio al traste con la
conspiración realista. La ley de 19 fructidor, propuesta y aprobada por
los miembros Convencionales de los Consejos, ordenó la detención de
11 miembros del Consejo de los Quinientos y 42 del Consejo de los
Ancianos (Richet, 1992c: 71). Este golpe de estado tuvo varias
consecuencias, además de la derrota realista. En primer lugar
desencadenó una nueva persecución religiosa, tan extrema que
algunos historiadores hablan del « nuevo terror anticlerical» (Tulard
et al., 1987: 230) En segundo lugar produjo una nueva inclinación de
la balanza política hacia la izquierda jacobina. Este nuevo aire se
manifestará en las elecciones que se llevaron a cabo entre el 9 y el 18
de abril de 1798, en las que se eligió a más de la mitad de los
miembros del cuerpo legislativo. La reacción del Directorio ante el
ascenso del «neo-jacobinismo» se manifestó en la promulgación de la
ley del 22 floreal año VI (11 de mayo de 1798) en la que los Consejos
salientes hicieron una revisión de las elecciones y remplazaron a
varios de los adversarios del Directorio por elegidos favorables al
régimen. Se puede hablar entonces del nuevo «golpe de estado del
22 floreal»64.
Ante las dificultades que planteaba la Constitución de 1795 para
su reforma,65 el golpe de estado era visto de nuevo como la única
solución posible. Solo había que encontrar un aliado militar y quién
mejor que el popular y carismático Napoleón Bonaparte (1769-1821),
quien el 9 de octubre de 1799 desembarcaba victorioso en Francia
proveniente de Egipto66.

63
Sobre Babeuf y la conspiración de los iguales véase: Furet, 1992e;
Dommanget, 1970; Mazauric, 1962.
64
Una de las características sobresalientes de este periodo es el continuo
recurso a los golpes de estado, lo cual significó un creciente descrédito del régimen
directorial.
65
Sobre todo aquella que imponía un periodo de nueve años para la iniciación
de la discusión después de presentada la solicitud de reforma por parte del Consejo
de los Ancianos (Artículo 338).
En la noche del 8 de noviembre el Consejo de los Ancianos fue
convocado para reunirse al día siguiente en las Tullerias, donde
Bonaparte ya había dispuesto sus tropas. El 9 de noviembre el
Consejo de Ancianos fue avisado del grave peligro que corría la
República ante una eventual insurrección de los elementos más
radicales del jacobinismo. Los Ancianos votaron entonces un decreto
—cuya ejecución es encargada al general Bonaparte— en el cual se
estableció el traslado del Cuerpo legislativo a la comuna de Saint-
Cloud» (artículo 1º). El 19 brumario el Consejo de los Ancianos aceptó
la renuncia de la mayoría del Directorio. Bonaparte pronunció un
corto discurso y se dirigió al invernadero del palacio donde se
encontraba reunido el Consejo de los Quinientos, poco favorable a sus
movimientos. Los diputados solicitaron al presidente del Consejo
declarar la «mise hors la loi»67 del general Bonaparte. Sobre lo que
sucede de aquí en adelante existen varias versiones. La de Bonaparte
señalaba que algunos diputados intentaron asesinarlo; los jacobinos a
su turno sostenía que había habido una agresión de los soldados
fieles a Napoleon. El hecho fue que el presidente del consejo se vio
obligado a renunciar.
El golpe militar fue matizado con un toque de legalidad. Para ello
fueron convocados los miembros del Consejo de los Quinientos y de
los Ancianos favorables al golpe, quienes decidieron crear una
«Comisión Consular Ejecutiva» compuesta por Sieyes, Roger Ducos y
Bonaparte, nominados «cónsules de la República francesa».
Asimismo, decidieron remplazar los Consejos por dos Comisiones de
25 miembros cada una, encargada de votar las leyes que fueran
presentadas por los cónsules y de preparar la reforma constitucional,
la cual fue promulgada el 13 de diciembre de 1799 como la
Constitución del 22 frimario o del año VIII. Ella implantó un sistema
político en el cual el Consulado tenía prevalencia. Todo estaba
dispuesto entonces para favorecer el golpe de fuerza del general
Bonaparte, lo cual se produjo con el establecimiento del consulado
vitalicio del 3 de agosto de 1802 (16 termidor año X) y
posteriormente el nombramiento de Napoleón como emperador el 18
de mayo de 1804 (28 floreal año XII).

66
Sobre el papel de Sieyes en el golpe de estado de brumario y su relación
con Bonaparte, véase particularmente Bastid, 1978: 230-247.
67
Durante la revolución, que alguien fuera objeto de la declaración de «mise
hors de la loi» significaba su acusación como conspirador contra el régimen
constitucional vigente.
Con Napoleón, la Revolución tiene una segunda oportunidad para
triunfar pero de manera diferente a como lo había hecho hasta
entonces. Ya no a través del desmonte de las estructuras del antiguo
régimen o del llamado a la participación popular sino a través de la
institucionalización de la república.
Al legar al poder Napoleón nombró funcionarios sin distinción de
creencias políticas, lo cual le sirvió para ganarse la simpatía de los
diferentes líderes políticos y, de esta manera, obtener la estabilidad
política necesaria para sus proyectos.68 El más importante de estos
proyectos consistió en fortalecer el Estado central a través del
fortalecimiento del ejército. De esta manera el general Bonaparte
construyó el estado más poderoso de Europa en el siglo XIX. Pero no
sólo el Ejército y los oficiales de Napoleón obtuvieron poder en este
proyecto de consolidación estatal. La burocracia logró un prestigio y
un poder que han sido el orgullo del Estado francés desde entonces.
(Skocpol 1979) p. 195. El funcionario público de la República, ceñido a
la ley y al interés general se convirtió en el gran protagonista de la
acción del estado desde los ministerios hasta la escuela pública de la
más pequeña de las localidades. Esta consolidación del Estado tanto
como la democratización del poder político fueron los dos grandes
soportes en los cuales se sustentaría el sistema constitucional francés
en los siglos XIX y XX

LOS DEBATES CONSTITUCIONALES

Los debates sobre el poder y el derecho y los protagonistas que


impulsan dichos debates no son suficientes para explicar el origen, la
evolución del pensamiento político y constitucional que prospera en
un país en un determinado momento. Existen lazos muy fuertes
entre, por un lado, los debates acerca del derecho y del poder y, por
el otro, las condiciones sociales y materiales en las que dichos
debates se insertan (Bourdieu 1994). La dilucidación de dichos lazos
es indispensable para la comprensión del constitucionalismo. Los
constituyentes estadounidenses contaron con condiciones
particularmente favorables para el diseño y ejecución de una
sociedad nueva. Una relativa homogeneidad étnica y cultural, la

68
Bonaparte – explica Theda Skocpol- combinaba su proyecto autoritario y
burocrático con una serie de concesiones a las principales facciones políticas: ritos
patrióticos y plebiscitarios para complacer a los radicales; consejos consultativos
con base electoral restringida para tener contentos a los liberales y concordato con
la iglesia católica para complacer a los conservadores.
ausencia de grandes diferencias económicas, un antiguo régimen
atribuido a otras latitudes y una tierra rica, inexplorada y casi
disponible para todos, crearon el contexto sociopolítico favorable para
la implantación de las ideas liberales y del constitucionalismo (véase
el capítulo anterior). Los franceses, en cambio, no sólo tenían una
sociedad que padecía hambre y estaba profundamente dividida en su
interior, sino que tuvieron que enfrentar el problema de suprimir un
antiguo régimen profundamente anclado en las costumbres y la vida
institucional. Estas diferencias ayudan a comprender mejor no sólo la
facilidad con la cual las ideas radicales y la intención de borrar con el
pasado prosperaron en Francia, sino también los obstáculos que las
ideas liberales siempre encontraron al momento de pasar de las
declaraciones a la ejecución.
Debates constitucionales de gran interés e intensidad se
presentaron en la Asamblea Nacional durante el primer año de la
Revolución. Teniendo presente las conexiones entre los debates
ideológicos y las condiciones materiales, en lo que sigue nos
concentraremos en cuatro temas: La Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano (I), el concepto de constitución (II), la
soberanía nacional (III) y el control político del órgano legislativo (IV).

LA DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO

Los debates constitucionales que tuvieron lugar en la Revolución


Francesa fueron el reflejo de la tensión entre posiciones liberales y
democráticas. Entre la Convención (10 de agosto de 1792) y el 9
Termidor, fecha del derrocamiento de Robespierre, las ideas liberales
terminaron cediendo frente a las posiciones que defendían un
radicalismo democrático e intransigente. Sin embargo, el germen
antiliberal ya había sido sembrado desde los primeros debates, en
particular aquellos que dieron lugar a la Declaración de los Derechos
del hombre y del ciudadano DDHC del 26 de agosto de 1789. A
continuación nos ocupamos de los debates que dieron lugar a este
documento.
La DDHC tuvo una relación filial con la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos. Al redactar la DDHC los
revolucionarios franceses tuvieron en mente el modelo
estadounidense consagrado en la Declaración de Independencia.69 Sin

69
Más aún, Jefferson, el autor de la Declaración de independencia, quien en
ese entonces era el embajador de los Estados Unidos en Paris, era frecuentemente
embargo las diferencias entre Francia y Estados Unidos saltaban a la
vista. Algunos consideraban que si bien la proclamación de la
igualdad absoluta entre los individuos resultaba inofensiva en una
sociedad compuesta por propietarios, como la estadounidense, en
Francia, con millones de desposeídos dicha declaración podía
engendrar grandes peligros (M Gauchez Droit de l´Homme p.123).
Adicionalmente, mientras en los Estados Unidos la función de la
declaración – en sintonía con las ideas de John Locke plasmadas en el
Segundo Tratado del Gobierno Civil - consistía en proteger los
derechos individuales contra los posibles abusos de un estado fuerte,
en Francia los derechos también consistían en reclamar un estado lo
suficientemente fuerte como para proteger los derechos – y no sólo
los derechos de libertad sino también los sociales – de los individuos
contra la marginalidad y la exclusión social.70 La relación filiar con la
DI de los Estados Unidos era entonces problemática. Según Marcel
Gauchez (1989: 129) «los constituyentes estaban a la vez gobernados
por el ejemplo americano y dominados por el lenguaje del contrato
social (entre otros). Sin embargo, en su conjunto estaban lejos de los
Estados Unidos y eran malos discipulos de Rousseau».

consultado por los miembros de la Asamblea. Sin embargo, el tema de la


originalidad de la DDHC ha suscitado controversia. A principios del siglo XX el tema
fue objeto de una célebre polémica entre Georges Jellinek y Émile Boutmy. García
de enterria explica este debate en los siguientes términos: “A la traducción francesa
en 1902 del libro del primero [Jellinek] sobre la Declaración de 1789, en que negaba
a ésta toda originalidad, reconduciendo todos sus contenidos a los Bill of rights
americanos, a su vez originados en la tradición inglesa de los covenants o pactos de
establecimiento concertados por los primeros colonos puritanos del siglo XVII,
Boutmy replica con argumentos nacionalistas y sobre todo, con un argumento
básico: los derechos americanos se formularon para ser invocados ante los
Tribunales, en tanto que los proclamados por la Asamblea constituyente en 1789 se
concibieron ‘para enseñaza del mundo’» (García de Enterría, 1999: 67); véase
igualmente Bouchary (1947). En todo caso la Declaración constituye uno de los más
apreciados símbolos de la historia jurídico-constitucional francesa. Véase Gauchet
(1989) Carlos Sánchez Viamonte (1956: 21-63). No sobra agregar que, en la célebre
sentencia del 16 de julio de 1971, el Consejo Constitucional (órgano encargado del
control de la constitucionalidad de las leyes en Francia después de la Constitución
de 1958) reconoció que el Preámbulo de la Constitución con Declaración de
Derechos tienen valor constitucional. El preámbulo afirma que «El pueblo francés
proclama solemnemente su apego por los derechos del hombre y por los principios
de la soberanía nacional tal y como han sido definidos por la Declaración de 1789,
confirmada y completada por el preámbulo de la Constitución de 1946»
70
Sobre la importancia de los derechos sociales en los debates de la DDHC
véase M Gauchez p 132
Un segundo punto preliminar de discusión en los debates del
mes de agosto de 1789 fue el relativo a la inclusión de una carta de
deberes. Los diputados monarquistas consideraban que ello era
indispensable para mantener el equilibrio necesario entre la sociedad
y el estado. Sin embargo, fue la opinión de Sieyes la que, una vez
más se impuso en esta manera. Según el abate, los deberes son la
consecuencia del ejercicio de los derechos. Tengo deberes en la
medida en que reconozco en los demás los mismos derechos que yo
tengo, decía el abate. Por lo tanto sólo hay que consagrar los
derechos.
La importancia de la declaración se explica por la necesidad que
tenían los diputados de la Asamblea de promulgar un documento
jurídico lo suficientemente fuerte para legitimar un poder que todavía
carecía de un texto constitucional. Esto explica quizás la referencia
iusnaturalista al hombre universal como fuente de legitimación, por
un lado, y la importancia de las ideas roussonianas de voluntad
general y ley. “La ley es la expresión de la voluntad general” dice el
artículo 6 de la declaración”. Patriotas y monarquistas estuvieron de
acuerdo en la consagración de esta idea pero por ambos buscaban un
fin diferente. Los primeros veían en la ley el instrumento para hacer
efectiva la idea ruousoniana de la voluntad general, los segundos
encontraban en la unidad y autoridad de la ley un principio de orden y
seguridad jurídica indispensable para reestablecer la estabilidad
institucional. Sin embargo, bajo la óptica monarquista el orden legal
sólo se obtenía a condición de incluir el mecanismo del veto real para
controlar los eventuales abusos del poder legislativo. Se comprende
bien porqué el debate sobre el poder soberano y sobre el titular del
poder soberano se concentró en buena parte en el debate sobre el
veto real (ver infra).
El artículo 6 es la base para entender los demás artículos de la
declaración. El artículo cuarto de la declaración dice lo siguiente: “la
libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudica a los
demás: así el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre sólo
tiene los límites que son necesarios para asegurar a los demás
miembros de la sociedad el goce de esos mismos derechos”. Sieyes,
que fue el inspirador de ese texto pretendía que la ley fuera la fuente
de la regulación de las relaciones sociales de tal manera que no
quedara ningún residuo de autonomía individual o de prerrogativa
frente al poder público. A renglón seguido se incluyó el artículo 5 que
dice: “la ley sólo puede prohibir las acciones que perjudican a la
sociedad….”.
En todos estos artículos está presente la idea roussoniana de que
la libertad se logra cuando los individuos obedecen a la voluntad
general, es decir a la ley, pues siendo esta la voluntad de todos y
estando la voluntad individual allí incluida, no se obedece a nadie
diferente a que a sí mismo. El lenguaje es pues un lenguaje libertario,
pero no liberal. Al no existir la posibilidad de criticar o de oponerse a
la ley (voluntad general) la libertad queda, en la práctica anulada. Es
cierto que el artículo 2 de la declaración consagra el derecho a la
resistencia en caso de opresión. Sin embargo, un poco más adelante,
en el artículo 7 se anula dicho derecho cuando se establece que todo
ciudadano debe obedecer el llamado de la ley al instante o de lo
contrario pasa a ser “..culpable por la existencia”. “La necesidad de
traducir la autonomía de los individuos – dice M Gauchez – en poder
social se pone a jugar contra la preservación de sus derechos por
medio de la limitación del poder. De la inspiración liberal, se pasa
fácilmente a la tentación autoritaria” p 135.

CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN

En América Latina estamos familiarizados con la idea de que el


destino de nuestras sociedades depende en gran parte de que
tengamos buenas constituciones. Nos parece natural que el progreso
social esté ligado a la promulgación de una carta política. Sin
embargo, por muy obvio que esto parezca, la relación entre
constitución y progreso social no siempre ha sido importante en la
historia del constitucionalismo (Preuss, 1995). Más aún, parece haber
prevalecido la visión opuesta, según la cual la constitución de un país
tiene como propósito esencial evitar el abuso del poder y proteger los
derechos de las personas, no servir de escaño para el progreso.
Según esta perspectiva la constitución está llamada a operar como
una carta jurídica de protección de derechos inherentes a la persona
humana y por lo tanto anteriores a toda organización política. Nuestra
visión en cambio, concibe la constitución como un documento por
esencia político, creativo, fundacional y originario. El significado de la
asamblea constituyente, esto es del acto de creación de la
constitución, es diferente en ambos eventos: en el primero se trata de
ratificar —o en el peor de los casos de ajustar o de fijar— una realidad
política que existe gracias a, por lo general, una revolución ya
consolidada; en el segundo, en cambio, se trata de hacer una
revolución a partir de una realidad social y política que ha
permanecido fija.

Pero esta no es una discusión nueva ni tampoco exclusivamente


latinoamericana. Un enfrentamiento particularmente intenso entre
partidarios de estas dos tendencias tuvo lugar al inicio de la
Revolución Francesa.71 De un lado estaban aquellos que estimaban
que la constitución respondía a una especie de esencia, o de alma
política de la sociedad que siempre había existido desde los orígenes
de Francia. Según esta visión, en momentos de crisis como los que se
estaban viviendo a finales de 1788, bastaba con ajustar la
constitución ya existente a los nuevos tiempos. Algo de esta
concepción se encuentra en el Juramento del Juego de Pelota (le
serment du Jeu de Paume) del 20 de junio de 1789 en donde los
diputados prometieron no descansar hasta lograr «fijar» un nuevo
texto constitucional para Francia. Sin embargo fueron los diputados
monárquicos quienes con mayor vehemencia defendieron esta idea
72
, la cual estaba inspirada en los escritos de Aristóteles retomados
por Montesquieu y los juristas ingleses del siglo XVII, para quienes la
constitución derivaba de la esencia histórica de cada pueblo. Se trata
entonces de una concepción que puede denominarse «esencialista»,
en la medida en que considera que las normas constitucionales
responden a la esencia de los pueblos73. La segunda tendencia, en

71
Una disputa similar se presentó a mediados del siglo XVIII entre Louis-Adrien
La Paige y Malby. El primero de estos sostenía, en su obra Lettres historiques sur
les Fonctions Essentielles du Parlement (1753) que existe una constitución
monárquica tradicional que puede ser opuesta al despotismo ministerial; Gabriel
Bonnot de Mably (1709-1785), en cambio, en sus Observations sur l’histoire de
France (1765) afirmaba la inexistencia de constitución en Francia; sostenía que
Francia estaba dominada por una serie de cambios inestables marcados por la
sucesión de momentos anárquicos y despóticos, sin que pudiese hablarse de un hilo
conductor entre tales acontecimientos. Sobre este debate véase: Baker, 1992: 181.
72
Según el diputado Rhèdon, «No es la creación de una nueva
institucionalidad lo que debemos hacer, sino una simple declaración». Archives
Parlementaires de 1789 à 1860. Recueil Complet des Débats Législatifs et Politiques
des Chambres Françaises, Première Série (1789 à 1799), t. VIII, p. 509. De la misma
forma, el diputado Deschamps negaba la creación de una nueva constitución:
«Cuando se nos ha enviado a los Estados Generales, no se nos ha dicho: vosotros
haréis una constitución nueva, antes bien, vosotros regeneraréis la antigua; no
digáis que erigís nuestro gobierno como Estado monárquico, sino que confirmareis
nuestra antigua monarquía». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 510.
73
Asimismo, Montesquieu (1689-1755) en su obra capital, Del Espíritu de las
Leyes, ligado a la tradición y al conservatismo inglés, sostenía que cada pueblo
cambio, consideraba que la constitución sólo podía tener origen en la
voluntad política soberana del pueblo. El acto constituyente es un
acto popular voluntario que crea o instaura una nueva realidad social
de manera que dicho acto no tiene ataduras ni con el pasado ni con
límite o condición alguna. Al contrario de la posición esencialista ésta
puede ser denominada “voluntarista” en cuanto opone una voluntad
política supuestamente verdadera a la historia y la experiencia de
cada pueblo. Quizás su representante más conspicuo sea Rousseau
seguido en esto no sólo por Sieyes sino por la gran mayoría los líderes
de la Revolución.

Si bien este debate produjo posiciones claramente opuestas


entre los miembros de la Asamblea Nacional, las decisiones jurídicas
tomadas al interior de este órgano constituyente no reflejaron
claramente la victoria de una u otra concepción. Así por ejemplo, el
artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano promulgada el 26 de agosto de 1789 adopta una posición
más bien ambigua sobre este tema cuando sostiene que «Toda
sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada, ni
la separación de poderes determinada, no tiene Constitución». Una
lectura próxima a los monarquistas encontraría en este texto un
límite al ejercicio de la voluntad constituyente; sin embargo una
lectura más cercana a los patriotas podría ver en estas líneas una
expresión de la voluntad popular soberana74.

tiene su alma y esencia y que la normatividad no puede ser ajena a esa manera de
ser de los pueblos: «Las leyes en su más amplia significación son las relaciones
necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido, todos los
seres tienen sus leyes [...]. Hay, pues, una razón primigenia. Y las leyes son las
relaciones que existen entre esa razón originaria y los distintos seres, así como las
relaciones de los diversos seres entre sí» (Del Espíritu de las Leyes, libro I, capítulo
I). Sobre el «conservadurismo» o el «tradicionalismo» en Montesquieu, véase
Matteucci, 1998: 221.
74
Sobre el carácter ambiguo de la fórmula del artículo 16 de la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, véase Baker, 1992: 187-188. Para
este autor, ella podía significar que «Hasta ese momento Francia había carecido de
una constitución en el sentido estricto del término» o que era posible «edificar la
protección de las libertades sobre las fundaciones históricas de la antigua
monarquía, a partir del modelo inglés». Esta última significación puede explicar la
declaración del artículo 17 del decreto de la Asamblea nacional del 11 de agosto de
1789 sobre la abolición del régimen feudal: «La Asamblea proclama solemnemente
al rey Luis XVI ‘Restaurador de la libertad francesa’» (Gonzáles-Pacheco, 1998: 45).
También Pascal Pasquino se detiene en el problema de la ambigüedad del artículo
16: «Todo el problema es el de saber lo que se va a entender por este principio al
Quizás sea conveniente hacer una pequeña nota relativa a la
historia de estas las ideas políticas. El debate entre concepciones
voluntaristas y esencialistas está emparentado con la vieja polémica
griega sobre el gobierno. Allí se enfrentaron los partidarios de una
visión del gobierno fundado en la voluntad de los mejores hombres y
los partidarios de una visión del gobierno basado en las mejores
leyes. Los primeros, apoyados en un cierto pesimismo antropológico,
sostenían que los gobernantes, incluso los más capacitados,
necesitaban de leyes que les impusieran límites75. De otro lado, los
partidarios del gobierno de los hombres afirmaban que no era bueno
que los gobernantes estuviesen sometidos a leyes, debido a que eran
ellos mismos, siendo los más capaces, los que creaban las leyes 76.
Estos dos modelos inspiraron los debates posteriores sobre el
gobierno y el Estado y crearon dos tradiciones que aún hoy en día
subsisten. De un lado la tradición del gobierno de las leyes que sirve
de base al liberalismo político y cuyo principal inspirador es John
Locke77; de otro lado la tradición del gobierno de los hombres

momento en el que debe ser traducido en el derecho constitucional positivo. Es aquí


donde una doctrina de la especialización o de la división del trabajo entre órganos,
funciones o poderes del Estado se opone radicalmente a una teoría del ‘balance’»
(Pasquino, 1998: 16).
75
Aristoteles sostenía lo siguiente: «El siguiente principio general debe ser
tenido en cuenta por los gobernantes: quien está totalmente desprovisto de pasión
es mejor que el apasionado por naturaleza. Ahora bien, la ley está exenta [de
pasión]; en cambio, toda alma humana la posee inevitablemente. [...]». La Política,
libro III, § 15. Y más adelante sostiene que «es preferible, pues, conforme a este
razonamiento, que la ley gobierne y no cualquiera de los ciudadanos, y aún si [es]
mejor que gobiernen varios, habría que constituirlos en guardianes y ministros de
las leyes, porque si es menester que haya magistraturas, no es justo —dicen— [que
sea] uno solo [quien tenga el poder] siendo iguales todos». La Política, libro III, §16
(ed. cit.: 159).
76
El modelo del gobierno de los hombres está ligado a una visión paternalista
del poder manifiesta en la visión antigua del soberano-padre. En este sentido véase
Foucault, 1990.
77
«Y así, quienquiera que ostente el legislativo o el poder supremo en un
Estado (common-wealth) está obligado a gobernar según lo que dicten las leyes
establecidas, promulgadas y conocidas del pueblo, y no mediante decretos
extemporáneos». Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, capítulo 9, § 131.
defendida por autores tan distintos como Jean-Jacques Rousseau78,
Carl Schmitt 79 y Karl Marx80.

LA SOBERANÍA NACIONAL

El concepto de soberanía tuvo una gran importancia en la


formulación de los ideales revolucionarios durante la primavera de
1789 y posteriormente en los debates llevados a cabo al interior de la
Asamblea Nacional Constituyente. Durante el primer año de la
revolución el concepto de soberanía fue parte esencial del debate
teórico sobre el fundamento del poder político y sobre la
configuración general de los órganos del poder; posteriormente, el
concepto de soberanía fue evocado con frecuencia en las disputas
entre facciones políticas que giraron en torno a quiénes tenían la
titularidad para el ejercer la soberanía.

78
La imposibilidad de que las leyes se impongan sobre los gobernantes y la
supremacía de la voluntad política se puede apreciar en Rousseau cuando afirma
que «es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga
una ley que no puede transgredir. Como sólo se puede considerar bajo una sola y
única relación, está entonces en el mismo caso de un particular contratando
consigo mismo; por ende, se observa que no hay ni puede haber ninguna especie
de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, menos aún el contrato
social» (El Contrato Social, libro I, capítulo VII). Sin embargo, en otros textos,
Rousseau parece adoptar una posición diferente. En sus Lettres Écrites de la
Montagne (escrito por el cual responde, en 1763 —fecha posterior a la publicación
del Contrato Social—, al Panfleto de Tronchin titulado Lettres écrites de la
Champagne) Rousseau asegura que «un pueblo libre obedece, pero no sirve; tiene
jefes, pero no dueños; obedece a las Leyes, pero nada más que a las Leyes, y es por
la fuerza de las Leyes por lo que no obedece a los hombres» (Lettres Écrites de la
Montagne, § VIII). Quizás la interpretación adecuada de estos dos pasajes consista
en mostrar cómo ellos hacen referencia a dos situaciones diferentes: el primero se
refiere a la relación del cuerpo político con la ley en la que aquel, por ser soberano,
no puede estar limitado por esta; el segundo fragmento se ocupa de una relación
más compleja entre la autoridad política establecida (en términos de Rousseau «el
soberano»), los individuos (entendidos como los sujetos de la autoridad soberana) y
la ley (concebida como el mecanismo mediante el cual el ciudadano mantiene su
libertad a pesar de la dominación del soberano).
79
«La soberanía del derecho —afirma Schmitt (1987: 94)— significa
únicamente la soberanía de los hombres que imponen normas jurídicas y se sirven
de ellas [...]».
80
Para Marx y Engels, «el poder político, en sentido estricto, es el poder
organizado de unas clases para la opresión de otra». Marx y Engels (1848).
Los debates sobre la soberanía
Ni la Ilustración ni la misma Revolución pusieron en tela de juicio
la idea de soberanía. Sobre la necesidad de que existiera un poder
soberano había consenso entre las diferentes posiciones políticas. Se
discutía quién debía ser el titular de esta soberanía -—la nación, el
pueblo, el rey— pero no se ponía en tela de juicio su validez misma,
como sí sucedió en la Inglaterra de finales del siglo XVII, cuando el
parlamento y los juristas se opusieron a los Estuardos. Los
intelectuales de la Ilustración atacaron la monarquía absoluta pero no
rechazaron la idea de un gobierno fuerte y concentrado, lo cual
justificaban en la universalidad y racionalidad de la verdad81. Los
acontecimientos que se sucedieron a partir de junio de 1789 fueron
concebidos por sus líderes políticos como una revolución contra la
nobleza y no contra el absolutismo, como sucedió en Inglaterra. Ni
siquiera Bonaparte, al final de la Revolución, veía problema en el
hecho de concentrar tanto poder en sus manos; ello no ponía en
entredicho su pertenencia a la tradición instaurada por la Revolución
iniciada en 1789.
Sin embargo, el consenso entorno a la idea de soberanía dice
muy poco sobre lo que los líderes de la revolución pensaban acerca
del contenido y la naturaleza del poder político. Sobre esto sí había
enormes desacuerdos entre los partidarios de la monarquía y los
partidarios del tercer Estado. La concepción monárquica estimaba
que la soberanía se formaba por fuera las voluntades de los
miembros del cuerpo político, bien fuese como consecuencia del
principio del derecho divino, bien fuese en el acuerdo entre el
monarca y el cuerpo político, entendido este último como un órgano
localizado por fuera de los individuos. La idea de soberanía nacional,
en cambio, suponía que sólo era posible fundamentar legítimamente
el poder político en las voluntades de los individuos que constituyen
tal sociedad.
A partir de 1791 la idea de la soberanía nacional se encuentra
plenamente consolidada contra la intención de los monarquistas
anglófilos de imponer una modelo de equilibrio de poderes. Sin

81
«El Ciudadano y el Leviatán cayeron en las manos de Descartes, quien
reconoció desde el primer vistazo el celo de un ciudadano fuertemente
comprometido con su rey y con su patria, y el odio a la sedición y a los sediciosos».
«¿Qué es más natural al hombre de letras, al filósofo, que las disposiciones
pacíficas? ¿Quién hay entre nosotros que ignore que no hay filosofía sin reposo,
reposo sin paz, paz sin sumisión al interior y sin crédito al exterior?» (Denis Diderot,
artículo «Hobbisme» [1765], en L’Encyclopédie, tomo VIII).
embargo, ella sigue suscitando controversias, ya no tanto en relación
con el problema de la justificación o el fundamento del poder sino en
relación con el problema de la titularidad, esto es, la determinación
de aquellos facultados para representar o ejercer el poder soberano.
Dicho en otros términos, una vez establecido que el pueblo debía
gobernar, ahora se trataba de saber quiénes eran los legítimos
representantes del pueblo. El temor de un divorcio entre los
representantes y los representados va a situar la disputa en el
terreno de «la verdadera y la falsa expresión del pueblo» (Gauchet,
1995: 93) y va a dar lugar, tal como sucedió algunos años antes en
los Estados Unidos, a la disputa entre facciones82. Dos debates
particulares ilustran estas disputas entre facciones. El primero se
produjo en torno a la reforma de la constitución. Los patriotas —Jean-
Antoine marques de Condorcet (1743-1794), Pétion y Brissot, entre
otros— habían propuesto la convocatoria a una asamblea
extraordinaria en aquellos casos en los cuales fuese necesario una
reforma del texto constitucional. Este retorno al poder constituyente
era visto como algo necesario para evitar el riesgo de usurpación y de
despotismo de los poderes constituidos. Por medio del ejercicio del
poder constituyente los patriotas radicales pretendían controlar los
poderes delegados 83. Finalmente, este proyecto de Convención
Nacional fue rechazado por la Asamblea. 84
El segundo debate es sin duda el más importante de ellos y se
originó en torno a la promulgación de la ley «Le Chapelier» aprobada
el 14 de junio de 1791 y en la cual se establecía la abolición de las
corporaciones, entre ellas los clubes y las sociedades populares85.
Esta ley responde al temor que tenían los miembros de la Asamblea
82
Véase el apartado de este trabajo dedicado a la revolución estadounidense,
supra p. [...].
83
De todas formas, como lo señala Marcel Gauchet, esta propuesta —que es
bastante cercana a la manera como Sieyes concibe el poder constituyente— sigue
la lógica representativa: «Se entiende - dice Gauchet - que este poder de vigilancia
de los poderes no puede él mismo ejercerse más que por una asamblea elegida,
convocada en intervalos regulares y en vista de esta única misión. [...] Si, por un
lado, la soberanía del pueblo sólo puede ejercerse por medio de delegación, es
preciso, por otro lado, un mecanismo que garantice, representativamente, ‘su
supremacía activa sobre todos los poderes delegados’» (Gauchet, 1995: 100).
84
La Asamblea optará por una fórmula que, si bien reconoce el principio según
el cual el control de la representación delegada ordinaria debe estar en cabeza de
una representación constituyente extraordinaria, limita en gran medida sus efectos
a través de la lentitud en el procedimiento; en efecto en el artículo 2 del título VII de
la constitución de 1991, establece que sólo habrá reforma cuando tres legislaturas
consecutivas hubiesen emitido opinión uniforme sobre el cambio de algún artículo.
de que la titularidad de la soberanía popular se concentrara en los
clubes y sus dirigentes en detrimento de la representación en la
Asamblea, la cual estaba fundada en el voto individual (Gauchez p.
93). La idea de la Loi Chapelier se originó en la aversión de Rousseau
por las “asociaciones parciales” que actúan en perjuicio del Estado y
de la voluntad general. Con fundamento en esta idea los patriotas
estimaban que el fundamento de la constitución francesa estaba en la
reducción de todo tipo de corporación e incluso de profesión.
Poteriormente Napoleón continuará con la misma política encaminada
a debilitar todo organismo interpuesto entre el Estado y los Individuos
(Nisbet, 1984)

La noción de soberanía nacional


El artículo tercero de la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano establece que «el principio de toda soberanía reside
esencialmente en la Nación». Para los monárquicos esta norma debía
entenderse en el sentido de que en la nación no había más que un
«principio» de soberanía. La nación no podía actuar por sí misma y
con independencia del gobierno, decían los monarquistas. El
diputado Jean-Joseph Mounier, por ejemplo, al decía lo siguiente:
«Ignoro porqué se citan hipótesis quiméricas, pues veinticuatro
millones de hombres no pueden estar reunidos en una sola asamblea;
y si fuera posible que estuviesen reunidos, me pregunto si el poder
real, una vez establecido, dejaría de existir. Un pueblo en cuerpo, que
no reconociese ningún jefe, estaría en las convulsiones de la más
horrible anarquía». (Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 587). Otra
cosa sería, sostenían los monarquistas, sí el artículo dijera que la
soberanía tout court, y no el principio de la soberanía, reside en la
nación. Pero no es así, y por lo tanto el poder político es el resultado
del equilibrio entre intereses particulares y no de una mayoría
aplastante. De aquí la diferencia entre la soberanía nacional como
fundamento del poder, pero impracticable políticamente, y la
necesidad de configurar un poder político efectivo a partir del
equilibrio entre las voluntades particulares: la del rey, la del
parlamento y la de los jueces. El informe que en nombre del comité
de Constitución presentó Mounier a la Asamblea Nacional sobre los

85
«Artículo 1. Por ser una de las bases fundamentales de la Constitución
francesa, queda abolido todo tipo de corporación de ciudadanos, de la misma
profesión u ocupación. Está prohibido establecerlas de hecho, bajo cualquier
pretexto o forma que sea» (González-Pacheco, 1998: 69).
diversos artículos referentes a la organización del Cuerpo Legislativo,
es un ejemplo notorio de esta forma de argumentar.
«Soy conciente –decía- de que el principio de la soberanía reside
en la nación; vuestra declaración de derechos contiene esta verdad.
Pero, ser el principio de la soberanía y ejercer la soberanía son dos
cosas muy diferentes; y sostengo con confianza que una nación sería
bastante desquiciada y bastante desafortunada si retuviera el
ejercicio de la soberanía. [...] Estaría desgarrada por las facciones y
sometida al imperio de la violencia si no escogiese unos jefes, si no
organizase su gobierno y si no instituyese una fuerza pública. No
podría organizar este gobierno sino es delegando su soberanía».
Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 560.
Se puede decir entonces que los monárquicos defendían la
posibilidad de hacer compatible la dimensión fundamentadora de la
soberanía nacional, por una parte, y el principio político efectivo de la
separación y equilibrio de los poderes, por la otra. El principio de la
separación de los poderes no fue puesto en entredicho sino hasta la
promulgación de la constitución de 1795 o también llamada del año
III. Ni siquiera en la constitución de 1793 se cuestiona este principio.
Una de las características de la Convención fue precisamente la de
defender la separación absoluta de los poderes, lo cual quedó
plasmado en los artículos 53, 65 y 88 del texto de 1793 en los que
respectivamente se asigna el poder legislativo a la Asamblea, el
ejecutivo al Consejo Ejecutivo y el judicial a los jueces. En este
sentido véase Troper (1980: 182 y ss.), Blanco Valdés (1994: 201-
202) y Matteucci (1998:251-252)
Los patriotas radicales se opusieron a esta ideología del
consenso y del equilibrio con el argumento roussoniano y
racionalista86 del carácter unitario e indivisible de la soberanía
nacional. Dos consecuencias se derivaron de esta posición. La
primera consistió en la prevalencia del poder legislativo sobre los
demás poderes. Para los radicales no debía haber un equilibrio entre

86
Marcel Gauchez sostiene que toda la experiencia de la Revolución estuvo
marcada por una desmesura racionalista y artificialista. El Contrato Social de
Rousseau es una construcción racionalista en el sentido de que está fundamentado
en principios que no son confrontados con, ni atenuados por, los hechos sociales.
Así el principio básico del contrato, esto es el hecho de que existe una voluntad
general es solo supuesto y su existencia no es modificada por los problemas
prácticos que entraña su expresión práctica. Sobre el racionalismo de Rousseau
(opuesto al «historicismo» de Montesquieu) véase Matteucci, 1998: 219-224. Véase
también: Derathé, 1950; Goldschmidt, 1974. Gauchez, p. 57
los poderes sino una dicotomía entre el legislativo, que es dominante,
y el ejecutivo, que es un simple delegado del primero 87. La segunda
consecuencia fue la defensa del sistema unicameral; en opinión de
los radicales la división parlamentaria entre una cámara baja y una
cámara alta se origina en una concepción de la representación
política fundada en intereses particulares y por lo tanto contraria al
concepto de voluntad general88. Es así como la idea de soberanía
empieza a ser vista como un atributo del pueblo, con lo cual toma
fuerza el principio de «soberanía popular».
Asimismo, el artículo cuarto de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de 1793 ilustra bien la tensión entre
diferentes concepciones de la soberanía nacional. El artículo dice lo
siguiente: «La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad
general. Ella es la misma para todos, ya sea que proteja, ya sea que
sancione. No debe ordenar sino lo que es justo y útil a la sociedad y
no puede prohibir sino lo que le es perjudicial».89 Dos lecturas
posibles tiene esta norma. Por una parte, una lectura que podríamos
denominar deontológica, según la cual la ley “debe ser”, no
necesariamente “es”, la expresión de la voluntad general y por lo
tanto debe prohibir lo perjudicial y debe ordenar lo justo. La segunda

87
En esto seguían a Rousseau; véase el Contrato Social el capítulo I del libro III
(supra, p. [...]).
88
Para el diputado Jean Denis Lanjuinais (1753-1827), «si se admitiese una
Cámara alta, el pequeño numero comandaría al más grande; los intereses
particulares estarían puestos en lugar de los intereses generales” Archives
Parlementaires, cit., t. VIII, p. 588. Los monárquicos defendían enérgicamente el
establecimiento de dos cámaras, pues ello era parte esencial de su proyecto de
instaurar una monarquía constitucional conservadora (Blanco Valdés, 1994: 183-
184; Pasquino, 1998: 17). Así, Pierre Victor Malouet criticó con firmeza la propuesta
de una cámara única. «En cuanto a la organización de la Asamblea Nacional, se os
ha dicho, señores: ¡el poder legislativo es uno, entonces no debe haber sino una
sola Cámara! Es así que con principios generales se concluye lo que se quiere y que
abstracciones metafísicas son una fuente de errores en legislación. Sin embargo,
señores, la soberanía es una, y sus funciones, sus poderes se subdividen en
diversas ramas. [...] Yo soy entonces de la opinión de componer la Asamblea
Nacional en dos Cámaras, una de las cuales se llame Cámara de representantes, y
la otra Cámara del consejo o Senado, todas dos electivas, sin veto de la una sobre
la otra, pero con derecho de revisión por el Senado de los decretos propuestos por
la Cámara de representantes”. Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 590.
89
Esta unión entre voluntad general y ley había sido concebida por Rousseau
en el Contrato social: la idea de que la soberanía era el ejercicio de la voluntad
general explicaba la inalienabilidad de la soberanía: «.... al no ser la soberanía sino
el ejercicio de la voluntad general, no puede nunca enajenarse[...]». El Contrato
Social, libro II, capítulo I.
lectura, que podríamos denominar ontológica, supone que la ley, de
hecho, siempre protege el bien, condena el mal y es la expresión
solemne de la voluntad general. Desde este punto de vista, el control
de la ley no tiene sentido alguno. Esta segunda interpretación parece
haber dominado en la última etapa de la revolución.
Esta ideología constitucional característica del período de la
república jacobina está construida sobre la presunción de que la
representación política no es una mera ficción, ni siquiera es un ideal
que sólo es realizable de manera parcial. Es, por el contrario, un
sistema operante que legitima el poder político y le da sentido a todo
el andamiaje jurídico del Estado. Esta creencia puede ser denominada
presunción identitaria en cuanto asimila los conceptos de voluntad
general, soberanía popular y representación política mayoritaria. Los
desencuentros eventuales que pudieran presentarse entre
representantes y representados no afectan la validez de esta
presunción y ello debido a que, en primer término, ellos son
considerados como algo extremadamente improbable; los
representantes del pueblo no actuarían contra el pueblo mismo de la
misma manera como uno de nuestros brazos, por ejemplo, no la
emprende contra el resto de nuestro cuerpo; en segundo lugar, si
llegara a presentarse esa eventualidad, ella podría resolverse
internamente dentro de la dinámica legislativa sin necesidad de
acudir a un órgano externo de control, el cual pondría en tela de juicio
la soberanía popular y con ella el fundamento democrático mismo del
sistema.
La presunción identitaria entre gobernantes y gobernados tuvo
su expresión jurídica más sobresaliente en la constitución de 1793.
Ella se manifiestó incluso en la declaración de derechos incorporada
en la misma. La Declaración de Derechos (tanto la de 1789 como la
de 1793) fue inicialmente concebida como una reivindicación política
contra el absolutismo monárquico y posteriormente, cuando la
monarquía se derrumbó, se le atribuyó la función de servir de control
o de límite a las decisiones del legislador. El artículo 5 de la
Declaración de 1789 establecía lo siguiente: «La ley sólo tiene
derecho a prohibir las acciones perjudiciales para la sociedad [...]».
Este artículo era consistente con el artículo 6 de la misma declaración
según el cual «la ley es la expresión de la voluntad general. Todos los
ciudadanos tienen el derecho a concurrir personalmente o por medio
de sus representantes en su formación [...]». Ambos artículos se
originaron en la combinación entre, por un lado, la idea de voluntad
general, expuesta por Rousseau en el Contrato Social, como
fundamento de un régimen político legítimo y, por otro lado, la
opinión de Sieyes -—en contra de lo dicho por Rousseau— según la
cual dicha voluntad general podía ser representada. Si, en primer
lugar la voluntad general existe y, adicionalmente, puede ser
representada, de allí se deriva necesariamente la conclusión de que
la ley es la expresión de dicha voluntad general soberana, legítima,
infalible, buena, etc.

Rousseau y la idea de soberanía nacional


Rousseau quería encontrar un fundamento legítimo para la
obediencia. Un modelo político en el cual la obediencia al poder
político coincidiera con la decisión autónoma de obedecer. 90 Para ello
tuvo que romper con el individualismo que no sólo predicaban los
ingleses con John Locke a la cabeza, sino que hacía parte del esprit
du siècle.91 En contra de la concepción individualista, Rousseau
concebía la sociedad como una comunidad moral de hombres buenos.
Una comunidad que tenía un ser y un sentido propios. No pensaba en
las complejidades de una gran nación sino en eso que los griegos
denominaban ciudad-estado y que él veía encarnado en algunos
cantones suizos. Son esos entornos sociales simples y pequeños que
Rousseau tiene en mente cuando escribió El Contrato Social.92
El alma de esas comunidades morales es la Voluntad General. El
contrato social es un pacto en el cual todos se someten, sin condición
alguna, a la Voluntad General. “Cada uno de nosotros – Dice
Rousseau – pone en común su persona y todo su poder bajo la
suprema dirección de la voluntad general y recibimos en cuerpo cada
miembro como una parte indivisible del todo”. Hasta aquí podría estar
hablando Thomas Hobbes. Pero viene la salida maestra de Rousseau.
Al someternos por completo a la Voluntad General, cada uno se
entrega a todos y de esta manera no se entrega a nadie más que a sí

90
En palabras del Contrato Social, Rousseau quería “encontrar una forma de
asociación que defienda y prteja, mediante toda la fuerza común, la persona y los
bienes de cada uno de los asociados y por la cual cada uno, uniéndose a todos no
obedezca más que a sí mismo y continúe tan libre como antes. Libro I Capítulo VI.
91
Al respecto ver la célebre polémica entre Rousseau y los enciclopedistas, en
especial Diderot. Sabine, p. 435
92
En El Contrato Social (publicado en 1762); fue reeditado una sóla vez en
1763, mientras que la La Nouvelle Hélloise conoció 165 reediciones. En las 150
bibliotecas que había en París a finales del siglo, sólo había un ejemplar del contrato
social, Philonenko, Alexis (2001) in Dictionnaire des oeuvres politiques, Paris: PUF
mismo, puesto que la voluntad general coincide con la voluntad de
cada uno de los miembros del cuerpo social.
Desde el punto de vista lógico, el razonamiento de Rousseau no
tiene reproche. Si la comunidad posee una voluntad, una especie de
alma, es natural que ella sea la fuente del poder. El problema está en
la premisa de ese razonamiento; en suponer que esa voluntad
general realmente existe y que tiene un contenido claro que puede
ser conocido e instrumentalizado políticamente. Rousseau era no sólo
un optimista antropológico – a diferencia de Hobbes, e incluso de
Locke y de Madison - sino un idealista. La voluntad general es ante
todo un concepto metafísico. Ni siquiera podía ser representada por
alguien. Por eso Rousseau no se interesó por los asuntos prácticos del
gobierno. Sólo la democracia directa, con todos los ciudadanos
presentes en una asamblea comunal, servía para tomar decisiones.
La voluntad General tampoco podía ser objeto de tensiones internas
mucho menos de contradicciones. Las minorías políticas no tienen
derecho alguno porque simplemente están equivocadas; si no lo
estuvieran, se plegarían a la voluntad general. La voluntad general y
el poder soberano derivado de ella no pueden hacer sino el bien; “es
imposible que el cuerpo quiera dañar a sus miembros”. Por eso no
hay que pedirle garantía alguna para actuar.
Con el contrato social los hombres no sólo no pierden su libertad
sino que mantienen la igualdad. En el estado social todos los hombres
son iguales por convención y derecho. Esta igualdad, dice Rousseau
no significa «que los grados de poder y de riqueza sean
absolutamente los mismos, sino que, en cuanto al poder, que éste se
encuentre por debajo de toda violencia y no se ejerza nunca sino en
virtud del rango y de las leyes y, en cuanto a la riqueza, que ningún
ciudadano sea tan opulento para poder comprar a otro y ninguno sea
tan pobre para ser constreñido a venderse»93. La igualdad en
Rousseau significaba, según Pasquino, «ausencia de mediación o el
mantenimiento de un estado de equilibrio que es el de la distancia
igual a propósito del todo, entre todos los miembros de la
comunidad» (1998: 103). Esta concepción de la igualdad puede
explicar en parte el profundo rechazo de este autor a la idea de la
representación política; ella introducía una diferencia entre los
representantes y los representados y trastornaba la rigurosa simetría
que derivaba de su concepción de la igualdad. En el Contrato Social,
Rousseau denuncia la representación como una práctica feudal

93
Contrato Social, libro II, capítulo XI.
incompatible con el ejercicio de la voluntad general94; la única
representación que existe es la que se manifiesta en la ley95.
Los historiadores discuten acerca de la influencia de Rousseau en
los acontecimientos de la Revolución. Algunos consideran que tuvo
una influencia determinante en casi todos los acontecimientos
importantes. Para ellos Rousseau fue algo así como el «legislador de
la revolución», (Manin, 1992: 457). Otros, en cambio, estiman que fue
tan sólo el inspirador de la «República Jacobina» implantada el 10 de
agosto de 1792. 96 Con independencia de cual haya sido la influencia
puntual del pensamiento de Rousseau, lo cierto es que su obra
siempre fue un referente simbólico importante en la mentalidad
política de los líderes de la Revolución y de manera particular en
Emmanuel Sieyes y Maximilien Robespierre.
El abate Sieyes es quizás el político más lúcido y coherente de la
revolución. Su pensamiento tiene fuertes lazos con las ideas de
Rousseau, las cuales, dada su naturaleza impracticable, debió
adaptar a las condiciones políticas de la Francia de ese entonces.
Sieyes concebía la nación como un cuerpo unitario de ciudadanos que
ejercía una voluntad política compartida: «La nación - dice sieyes -
94
Véase El Contrato Social, libro II, cap. I.
95
«La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede
ser enajenada: consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se
representa; o es ella misma, o es otra: no hay término medio. Los diputados del
pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes, no son más que sus
delegados; no pueden acordar nada definitivamente» (Contrato Social, libro III, cap.
XV). La última parte de esta cita permite vislumbrar la única forma compatible con
la representación: en efecto, en su proyecto de Constitución para Polonia,
Rousseau acepta la representación siempre y cuando la soberanía nacional esté
garantizada a través de un mandato imperativo que obligue a los representantes a
respetar la estricta voluntad de los electores (Considérations sur le Gouvernement
de Pologne, 1771).
96
Se trata de una idea que a partir de Louis Blanc ha sido expuesta por la
tradición socialista de la historia de la revolución (Blanc, 1878: t. I). Otros van aún
más lejos en esta línea cuando sostienen que en la obra de Rousseau no se
encuentra más que el origen intelectual de la dictadura implantada por el Comité de
Salvación Publica. Benjamín Constant adhiere a esta opinión cuando sostiene que
«Hay [...] una parte de la existencia humana que, por necesidad, permanece
individual e independiente y que está de derecho fuera de toda competencia social.
La soberanía no existe sino de manera limitada y relativa. [...] Rousseau ha
desconocido esta verdad, y su error he hecho del contrato social, tantas veces
invocado a favor de la libertad, el más terrible auxiliar de toda clase de
despotismo» (Constant, 1981: 12-13). Sobre la influencia de Rousseau en revolución
francesa son particularmente pertinentes: Manin, 1992; McDonald, 1965; Dérathé,
1950; Kriele, 1980: 225.
existe ante todo, es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal,
ella es la propia ley»97. La nación es la última e irreductible realidad
política que explica el andamiaje institucional (Baker, 1992a: 304-
305). Estas ideas tienen una indudable inspiración en Rousseau; sin
embargo es difícil establecer una empatía entre ambos autores más
allá de estas generalidades. Ello se debe a que los intereses de
ambos eran muy diversos: mientras Rousseau se preocupaba por la
fundamentación del poder en términos muy generales y con un
marcado desinterés por el problema de la ejecución o puesta en
marcha de estas ideas, Sieyes era un político militante empeñado en
traducir las ideas generales de fundamentación en instituciones
revolucionarias98. No obstante esta diferencia entre teoría y militancia
política hay intereses comunes en los cuales es posible detectar
diferencias de interpretación importantes.
A diferencia de Rousseau quien insistía en la igualdad entre los
hombres, Sieyes, en cambio, estimaba que la diferenciación política
entre los miembros de la sociedad era fundamental, debido a que ella
misma era el fruto de la complejidad de la sociedad moderna. Dicha
diferenciación política tenía expresión en dos instituciones. La
primera de ellas era la representación. Sieyes centraba toda su teoría
política en este concepto. La representación era una de las
expresiones de la división del trabajo político en una sociedad
moderna99. Las sociedad moderna se caracteriza - explica - por tener
un gran número de miembros y por la complejidad de labores que
estos realizan. En estas condiciones la democracia directa es
impracticable. Rousseau compartía esta imposibilidad. Una sociedad
grande en extensión y en número de individuos no podía ser objeto
de su teoría democrática; la democracia directa sólo podía ponerse en
práctica en pequeñas comunidades. En este sentido, y sólo en este,
no hay contradicción entre ambos autores, solo diferencia en el
objeto de estudio. 100

97
¿Qué es el tercer estado?, capítulo V (supra p. [...]).
98
Para Matteucci la virtud de Sieyes fue la de ser «un racionalista abstracto y
al mismo tiempo un oportunista, que fue capaz de adaptar su pensamiento
constitucional a todas las fases de la revolución [...]» (1998: 227). «A Sieyes no le
preocupaba mucho profundizar en los verdaderos problemas de la cuestión, su
pensamiento constitucional era en realidad bastante pobre, le preocupaba el triunfo
práctico, y eso fue lo que consiguió» (1998: 229).
99
Sobre el concepto de división de trabajo en la configuración del principio de
representación en Sieyes, véase: Baker, 1992a: 302; Manin, 1992: 463; y
especialmente Pasquino, 1998: 37 y ss.
El pensamiento de Sieyes es célebre, entre otras cosas, por su
distinción entre constituyente y poder constituido.101. Los
representantes en el poder constituido están atados a los contenidos
normativos que definen los constituyentes. En Rousseau, en cambio,
la distinción entre poder constituyente y poder constituido no existe.
La garantía de la libertad y de la igualdad reside en la voluntad
general, siempre recta, nunca errada102. Las leyes emanan así de la
totalidad de los ciudadanos y se aplican a todos ellos. El monismo
político roussoniano a partir del cual se excluyen los principios de
equilibrio de poderes, representación y poder constituyente conducen
a un sistema que a pesar de ser lógicamente defendible, está
desprovisto de toda garantía (Troper, 1980: 142-152 y 150-151;
Fioravanti, 2001: 116-119; Matteucci, 1998: 229 y 247).
Algunos estudios recientes ven en la obra de Sieyes una
verdadera fuente de ideas liberales, en cuanto éste consideraba que
un poder demasiado grande en manos de quienes gobiernan era un
peligro para el orden, la seguridad y la libertad de los individuos
(Pasquino, 1998: 76). Sin embargo, esta dimensión liberal, siendo
importante en la obra de Sieyes, no debe ocultar otras facetas

100
Desde una perspectiva más general, Marcel Gauchet subraya la existencia
de un «rousseauismo contra Rousseau cuya enigmática prevención rectificadora
atraviesa toda la Revolución» (Gauchet, 1995: 101). En su interpretación de Sieyes
Pasquino comenta lo siguiente, «Por la división del trabajo, cada uno, al asumir una
tarea específica, representa, se substituye y toma el lugar de los demás en la
puesta en marcha de un objetivo común que presupone, a su turno, más allá de las
diferentes especializaciones, una homogeneidad colectiva que el abate llama el
espacio de ciudadanía (civitat). Se trata de un espacio homogéneo que, al producir
una especie de exposición plena [mise à plat] y de mise hors la loi de los
privilegiados, prohíbe, además, aceptar como principio regulador del gobierno del
pueblo, la identidad de los gobernantes y de los gobernados, de los representantes
y de los representados» (Pasquino, 1998: 40).
101
«Vemos en primera línea las leyes constitucionales - dice Sieyes - [...].
Estas leyes son llamadas fundamentales, no porque puedan llegar a ser
independientes de la voluntad nacional, sino porque los cuerpos que existen y
actúan a través de ellas no pueden modificarlas. [...] La constitución no es obra del
poder constituido, sino del poder constituyente. Ningún tipo de poder delegado
puede cambiar en lo más mínimo las condiciones de su delegación» Emmanuel
Sieyes, ¿Qué es el tercer estado?, capítulo V (supra p. [...]). Esta exposición sobre la
división entre poder constituyente y poderes constituidos complementa la que
Sieyes presenta en su «Préliminaire de la Constitution Française. Reconnaissance et
Exposition Raisonné des Droits de l’Homme et du Citoyen» (Archives
Parlementaires, cit., t. VIII, p. 259 y ss.).
102
Contrato Social, libro II, capítulo III.
antiliberales muy propias del radicalismo patriota 103. En primer lugar,
en los escritos de Sieyes no se encuentra una preocupación por la
suerte de las minorías políticas y por la garantía de sus derechos. En
segundo lugar, su concepción de la división de los poderes se aparta
en varios aspectos de la división liberal clásica de los poderes. En
efecto, según Montesquieu y la tradición Inglesa sobre este tema, la
separación de los poderes entraña no sólo cierta igualdad entre ellos,
sino la posibilidad de controles recíprocos. Para Sieyes, en cambio,
como para la mayoría de sus contemporáneos franceses, la división
de los poderes era más un principio de no interferencia y de
protección del legislativo que un principio destinado al control
recíproco. 104
Es cierto, sin embargo, que la vena liberal de Sieyes se acentuó
luego de haber presenciado los acontecimientos dramáticos de la
república jacobina. A partir del año III de la Revolución, Sieyes puso
en tela de juicio el principio de soberanía —popular o nacional— y
asumió la necesidad de establecer controles a las mayorías políticas.
Así concibió un cuerpo especial que denominó «jury
constitutionnaire», muy similar a nuestras Cortes constitucionales
actuales, cuya función consistía en controlar la conformidad de la ley
a los principios de libertad e igualdad que debían regir las relaciones
entre los ciudadanos (Blanco Valdéz, 1994: 292-296)105. Sin embargo,
103
En esta vena antiliberal es un seguidor de Rousseau. Según éste último «el
pueblo, de por sí, siempre quiere el bien; pero, de por sí, no siempre lo ve. La
voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es
perspicaz. Hay que hacerle ver los objetos tal como son, a veces como deben
parecerle, mostrarle el buen camino que busca, librarle de las seducciones de las
voluntades particulares, aproximar a sus ojos lugares y tiempos, contrarrestar el
atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males alejados
y ocultos. Los particulares ven el bien que rechazan; lo público quiere el bien que no
ve» (El Contrato Social, libro II, cap. VI).
104
Sieyes, en el capítulo V de ¿Qué es el Tercer Estado? llega inclusive a
considerar que el criterio jerárquico formal, que haría de la constitución la norma
más importante del sistema jurídico, está por debajo del criterio material y, por
ende, que las leyes creadas por el legislador ordinario son más importantes que
aquella: «Se concibe fácilmente que las leyes propiamente dichas, las que protegen
a los ciudadanos y deciden el interés común, son obra del cuerpo legislativo que se
ha formado y que actúa según sus condiciones constitutivas. Por mucho que
presentemos estas últimas leyes en segundo orden, son, sin embargo, las más
importantes, porque son el fin, mientras que las leyes constitucionales son tan sólo
los medios».
105
Los dos discursos esenciales de Sieyes sobre el proyecto de Jury
Constitutionnaire son: Opinion de Sieyes, sur plusieurs articles des titres IV et V du
projet de constitution, prononcée a la Convention le 2 thermidor de l’an troisième
sus opiniones no tuvieron eco en quienes redactaron la constitución
del año III106.
Robespiere no era ningún teórico del poder y por ello es difícil
comparar sus ideas con las de Rousseau o Sieyes. Sin embargo, en
sus discursos se aprecia un radicalismo democrático que puede ser
leído como una interpretación de las ideas expresadas en el Contrato
Social. Robespiere hace una lectura radicalizada de las ideas de
Rousseau en la medida en que no se tomó en serio la advertencia que
este hacía respecto a la imposibilidad de establecer una democracia
directa y perfecta en grandes estados con grandes poblaciones. 107,
como lo era Francia en ese entonces.
Robespierre, y otros miembros del jacobinismo radical, como
Saint-Just, conocían bien los textos de Rousseau, especialmente el
Contrato Social. En sus discursos eran frecuentes las referencias a las
ideas plasmadas en el Contrato Social. 108 Sin embargo, esto no basta
para probar una influencia importante, mucho menos una continuidad

de la République, Paris : De l’Imprimerie National, Thermidor, l’an III; Opinion de


Sieyes, sur les attributions et l’organisation du jury constitutionnaire proposé le 2
thermidor, prononcée à la Convention Nationale le 18 du même mois, l’an 3 de la
République, Paris : De l’Imprimerie Nationale, Thermidor, l’an III. Estos dos discursos
han sido publicados en español por Ramón Máiz (Sieyes, 1990: 251-272 y 273-293
respectivamente).
106
Tanto en ¿Qué es el Tercer Estado? como en su discurso Reconocimiento y
Exposición Razonada de los Derechos del hombre y del Ciudadano (Archives
Parlementaires, cit., t. VIII, p. 259 y ss.) del 20 y 21 de julio de 1789, Sieyes expone
su división fundamental —desde el punto de vista de la teoría constitucional— entre
poder constituyente y poderes constituidos. Sin embargo, hasta ese momento el
abate no había desarrollado ningún mecanismo institucional que garantizara la
superioridad del primero frente a los segundos (más concretamente, respecto a sus
resultados normativos, la superioridad de la constitución sobre la ley). Sólo será en
el discurso del 2 termidor año III (para la referencia véase supra nota anterior) que
Sieyes propondrá, como se señaló, la creación de un jurie constitutionnaire
concebido como el mecanismo de defensa institucional de la constitución.
107
Robespierre parece utilizar las ideas rousseaunianas según las condiciones
políticas del momento: En el debate del otoño de 1789 sobre el veto real, combate,
con Sieyes, la idea de un llamado al pueblo más allá de la voluntad de los
representantes. En agosto de 1791, cuando la Asamblea discute la revisión de la
constitución, invoca a Rousseau y al Contrato Social para combatir a Thouret y a los
feuillants quienes sostenían que el pueblo no podía ejercer sus poderes sino
mediante la delegación. En la primavera de 1793, en el punto más fuerte del
conflicto entre los Girondinos y los Montañeses, Robespierre se apoya en Rousseau
para derribar la Gironde. Asimismo, algunas semanas más tarde, después de la
eliminación de los Girondinos, defiende los derechos de la representación» (Manin,
1992: 468).
entre las ideas de los dos autores. En varios puntos específicos las
diferencias son notables. En primer lugar en lo referente a la teoría
del mandato imperativo; mientras Rousseau creía que ésta era la
única forma mediante la cual podía plantearse el principio de
representación, Robespierre abogaba por la autonomía del
representante respecto de los electores. Otra divergencia surgía
respecto de la concepción que Robespiere tenía sobre la economía
dirigida y el sistema de tasación y requisición que fueron
características de su política durante la dictadura; en Rousseau, en
cambio, no existe justificación para tales prácticas. Finalmente,
mientras Robespiere justifica el estado de excepción como el origen
del sistema constitucional —«El fin del gobierno constitucional es el
de conservar la República; el del gobierno revolucionario, el de
fundarla»109— Rousseau considera que la dictadura era un regreso al
estado de naturaleza. 110.

EL CONTROL POLÍTICO DE LAS MAYORÍAS LEGISLATIVAS

Entre agosto y septiembre de 1789 se produjo en la Asamblea


Nacional una intensa discusión sobre la participación del monarca en
el proceso de elaboración de las leyes y más concretamente sobre la
posibilidad de veto real. Inherente a este debate es la discusión sobre
el control del legislador. 111 En términos actuales, se trataba de una
discusión sobre el control de la constitucionalidad de las leyes. Este
no fue, sin embargo, un debate sobre control judicial de la
constitución – como tuvo lugar en los Estados Unidos - sino un
debate sobre el control político de los legisladores, ejercido en este
caso por el monarca como máxima autoridad del poder ejecutivo, con

108
Véase los discursos de Robespierre presentados más adelante: supra p.
[...].
109
«Sur les principes du gouvernement révolutionnaire». (Informe presentado
en nombre del Comité de Salvación Pública el 5 nivoso año II, 25 de diciembre de
1793). Véase supra p. [...].
110
Contrato Social, libro I, capítulo VII.
111
Para Jean Michelet, más allá del problema constitucional, la discusión sobre
el veto real demostraba la pasividad de la Asamblea Nacional frente a la
efervescencia y la intensidad de lo que ocurría durante aquellos meses en las calles
de Paris. «Para París fue un golpe terrible cuando se supo que la Asamblea sólo se
ocupaba de saber si reconocería al rey el derecho absoluto de impedir (veto
absoluto), o el derecho de aplazar, suspender, dos años, cuatro años o seis años...
cuatro años, seis años para unas personas que no sabían si vivirían el día
siguiente». (Michelet, 1881: 58).
el fin de asegurar el principio de separación de poderes establecido
en la Constitución de 1791112. Dicho en otros términos, el control a la
ley estaba dirigido a salvaguardar las prerrogativas del rey frente a
los posibles abusos de la Asamblea Nacional. 113.

El veto real114
En el debate sobre el veto real surgieron tres posiciones: la
primera de ellas fue defendida por los partidarios del veto indefinido o
ilimitado. Sus voceros más connotados fueron los diputados
monárquicos. 115 A pesar de que cada diputado tenía matices
particulares, el argumento a favor del veto indefinido era compartido
por todos ellos: la expresión de la voluntad general no era posible
sino a través de la representación116; Si bien los representantes

112
Para Matteucci una de las constantes de las constituciones revolucionarias
es que «los órganos llamados a ejercitar el control de constitucionalidad de una ley
son siempre políticos y no judiciales [...]» (Matteucci, 1998: 247).
113
Blanco Valdés (1994: 191) sostiene que la preocupación esencial de este
debate giraba en torno a la posibilidad de extralimitaciones por parte de los
poderes del Estado, tanto del Rey como de la Asamblea.
114
Además del debate referente al veto real, tuvieron lugar otros dos
importantes debates en la Asamblea Nacional: la abolición del régimen feudal y la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Estos debates produjeron
un reacondicionamiento de las fuerzas políticas sobre todo al interior del partido
patriota. Allí aparecieron tendencias radicales y moderadas. Sobre la escisión al
interior del partido patriota que dió lugar al enfrentamiento entre los monárquicos y
los patriotas radicales (que son el origen de los Jacobinos), véase: Richet, 1992: 46
y 47; Furet y Richet, 1973: 92.
115
Entre ellos se destacaron el marquéz de Lally-Tollendal, Jean-Joseph
Mounier, el vizconde de Mirabeau, Pierre Victor Malouet y el abate Jean Siffrein
Maury Además de propugnar por un veto real indefinido los monárquicos eran
defensores de la idea de división y equilibrio de poderes a la manera inglesa. Por
ejemplo, el conde de Lally-Tollendal afirmaba que «[...] después del
reestablecimiento del trono y de las dos cámaras del parlamento, y sobretodo
después del pacto nacional que definió sus respectivos derechos, después de la
revolución de 1688, ningún país ha gozado de una tranquilidad interior tan
completa como de la que ha disfrutado Inglaterra». Archives Parlementaires, cit., t.
VIII, p. 515. Esto explica que Pascale Pasquino utilice las expresiones «partido
ingles» o «anglófilos» para referirse a ese grupo de diputados (1998: 198, n. 6).
116
Para el diputado monárquico Mounier «Todos los pueblos para ser libres y
felices se han visto obligados a acordar su confianza a unos delegados, a constituir
una fuerza pública para hacer respetar la leyes y a ponerla en las manos de uno o
varios depositarios. […] Para no exponerse a decorar con el nombre de leyes unas
decisiones dictadas por intereses particulares, es necesario que ellas no puedan ser
establecidas sin la voluntad de una Asamblea de representantes libremente
conformaban el órgano de representación de la voluntad general,
dicho órgano no era la voluntad general misma117. Para ellos no
existía identidad entre representantes y representados, lo cual traía
consigo la posibilidad de concebir un distanciamiento entre el querer
de los representantes y la voluntad general.118 El enorme poder
político de la Asamblea, sostenían, podía dar al traste con el principio
de separación de poderes y podía hacer que el gobierno monárquico
fuese totalmente reducido o despojado de todo efecto práctico119.
Para los monárquicos sólo había un camino que evitaba esta vía hacia
la tiranía y consistía en que el rey tuviera un veto de carácter
indefinido frente a los actos del legislador120

elegidos». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 555.


117
Esta idea está detrás de la reflexión del conde de Antraigues (1753-1812),
cuando asegura que «Actuar por medio de sus representantes o actuar por si
mismo, son cosas muy diferentes. Cuando el pueblo mismo hace la ley y cuando la
hace ejecutar, hay unidad de opiniones y unidad de acción; está fuera de toda duda
que el pueblo no hace ejecutar rigurosamente sino lo que libremente a querido,
tanto como es seguro que lo que hará ejecutar será la voluntad general. Cuando el
pueblo confía el poder legislativo a unos representantes su primer cuidado es el de
asegurarse que jamás querrán sino lo que quiere la voluntad general. Para
asegurase de que no querrán jamás sino lo que quiere la voluntad general, el
pueblo toma ciertos medios para vigilarlos y ciertos medios para resistirles. El
medio más poderoso y más útil para vigilarlos es el de confiar al poder ejecutivo la
sanción real ». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 543-544.
118
La posibilidad de que se dé este distanciamiento la concibe el duque de La
Rochefoucauld (1747-1827), cuando afirma que «cualesquiera que sean las
ventajas de la legislación por representantes sobre la ejercida directamente por el
pueblo, hay precauciones que sin embargo deben tomarse para que los delegados
no puedan sustituir se voluntad particular a la voluntad de la nación; la más segura
de estas precauciones es la frecuencia de las elecciones; pero ellas no pueden
repetirse muy seguido, sobre todo en un gran estado; debo entonces añadir otras, y
es esto lo que ha hecho nacer la idea de este equilibrio de poderes que ha
encontrado tantos panegiristas ”. Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 548.
119
La exposición del diputado Mounier es un ejemplo notorio de esta forma de
pensar: «¿Pero cómo garantizar a su turno el poder ejecutivo de las empresas de los
representantes? Sin duda, si enseguida los representantes llegaran a apoderarse de
las prerrogativas del trono, el pueblo, pese a la libertad de elecciones gemiría bajo
el peso de la tiranía. Cualquiera que sea la sabiduría de los que gobiernan cuando
impunemente todo lo pueden, cuando no están sujetos a reglas precisas, sus
pasiones los extravían y el mismo amor del bien público se hace la fuente los
errores más funestos». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 558-559.
120
«¿Si el príncipe no tiene el veto, se preguntaba el conde de Mirabeau, quien
impedirá a los representantes del pueblo prolongar y después eternizar su
diputación? [...] ¿quién les impedirá apropiarse de la parte del poder ejecutivo que
dispone de los empleos y de las gracias?». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p.
La segunda posición en este debate negaba cualquier tipo de
veto real, ya fuera indefinido o suspensivo. Ella fue defendida por
Sieyes, seguido por muy pocos diputados121. Los argumentos de
Sieyes derivaban de su teoría del poder y de la representación
política. Según esta teoría, la Asamblea legislativa de representantes
era el órgano central del poder, depositario de la voluntad nacional y
libre de cualquier limitación por parte de los otros poderes
constituidos122. Por consiguiente, era lógicamente inadmisible que el
cuerpo legislativo fuera objeto de veto por parte del monarca123. Una
cosa es afirmar la identidad entre representantes y representados o
entre gobernantes y gobernados, hacia la cual tendía la visión radical
partidaria de la democracia directa. Otra cosa distinta es identificar
conceptualmente la Nación con el órgano estatal encargado de su
representación tal y como lo hace Sieyès quien (como ya se ha
indicado) parte de la diferenciación entre gobernantes y gobernados
(infra p. [...]): «Soy consciente de que a fuerza de distinciones de una
parte, y de confusiones de la otra, se ha llegado a considerar a la
voluntad nacional como si pudiera ser otra cosa que la propia
voluntad de los representantes de la Nación , como si la Nación
pudiese hablar de otra manera que por medio de sus
Representantes» ( Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 593). Estas
consideraciones de Sieyes se concentraban en dos principios: en
539.
121
Junto con Sieyès, solamente Delandine y Crénlère hicieron serios reparos al
otorgamiento de un veto al monarca. Crénlère asume una posición un tanto
ambigua, pues de un veto condicional advierte que es posible considerar un veto
individual reconocido a cada ciudadano francés. Archives Parlementaires, cit., t. VIII,
pp. 550 y 551.
122
En su intervención sobre la cuestión del veto real, Sieyès se preguntaba:
«¿Esta voluntad dónde puede estar, dónde podemos reconocerla si no es en la
misma Asamblea Nacional? No es compulsando los cuadernos particulares, si los
hay, que descubrirá la voluntad de sus Comitentes. No se trata aquí de recontar un
escrutinio democrático, sino proponer, escuchar, concertar, modificar su opinión ,
en fin, formar en común una voluntad común». Archives Parlementaires, cit., t. VIII,
p. 595.
123
Delandine no basaba completamente sus críticas en la imposibilidad lógica
de admitir un veto real en un modelo donde la Asamblea Nacional ocupa el lugar
central, sino en el peligro práctico de que tal veto degenerara en interminables
disputas entre los seguidores del parlamento y los del monarca. «Que el veto sea
suspensivo o absoluto, pienso que no es menos peligroso. ¿Será absoluto?
Desmontará el poder legislativo. ¿Será suspensivo ? Suscitará querellas, despertará
el espíritu de facción, el rey se hará de partidarios de una sesión a la otra,
tendremos los realistas y los anti-realistas». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p.
547.
primer lugar, el carácter completo de la voluntad general, es decir, el
hecho de que se trata de una voluntad que comprende a todas las
voluntades individuales sin dejar ninguna por fuera, ni siquiera la del
rey. En segundo lugar, la total identificación de la voluntad general
con su expresión representativa (Gauchet, 1995: 62-63)
En el discurso pronunciado el 7 de septiembre de 1789 el abate
Sieyés estableció una diferencia entre decisiones de la Asamblea que
se refieren a la Constitución y decisiones que se refieren a la
legislación. Las primeras eran normas encaminadas a modificar el
equilibrio de los poderes públicos establecidos en la constitución; algo
así como normas constitucionales que reformaban la constitución;
mientras las segundas tenían el contenido de leyes ordinarias. Frente
a los posibles abusos originados en la producción de normas del
primer tipo Sieyes proponía controlar a los representantes del pueblo
por medio de un llamamiento al constituyente primario; para el abuso
ligado al segundo tipo de normas, proponía un control interno dentro
del parlamento. Sin embargo, las opiniones de Sieyes no fueron
aceptadas por las Asamblea y en su lugar triunfó la propuesta del
veto real suspensivo.
La tercera propuesta fue la del veto suspensivo. Esta posición
intermedia entre las dos anteriores fue apoyada por la mayoría de los
diputados. En términos generales, muchos de los diputados que
optaron por el veto suspensivo lo hicieron por razones pragmáticas en
vista de que sus propias convicciones, bien a favor del veto indefinido
o bien a favor de la exclusión del veto, no tenían mayores
posibilidades de éxito al interior de la Asamblea. Sin embargo, había
importantes desacuerdos al interior de la mayoría que apoyaba el
veto suspensivo, desacuerdos que se originaron al momento de
definir las consecuencias que dicho veto debería tener. Para un
primer grupo de diputados el rey podría ejercer el veto contra un
proyecto durante cierto periodo, después del cual, si la Asamblea
insistía, tenía que ser irremediablemente sancionado por él y de esta
manera convertirse en una ley. El periodo durante al cual el rey podía
vetar o dejar de sancionar una ley variaba dependiendo del diputado:
algunos consideraban que una legislatura era suficiente, mientras que
otros llegaron a proponer varias legislaturas124. Un segundo grupo de

124
El diputado Jean-Baptiste Harmand (1751-1816) pensaba en dos
legislaturas cuando propuso que «el rey tenga el derecho de sanción; que en caso
de que negara la sanción, la materia será puesta una segunda vez bajo
deliberación; y que, si la asamblea persiste, el soberano será obligado a decidir».
Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 580. Una opinión semejante tenía el diputado
diputados fue partidario de que el veto diera lugar a una especie de
«llamado al pueblo» (appel au peuple). Este llamado operaría para
zanjar la discrepancia entre el rey y el legislador. El llamado al pueblo
podía provocar la reunión de las Asambleas elementales (assemblées
élémentaires) de carácter local125, o la convocatoria para que fueran
directamente los electores (mediante una especie de referéndum)
quienes dirimiesen el conflicto126, o la organización de unas nuevas
elecciones de los miembros de la Asamblea Nacional. En este último
caso, si la composición de la Asamblea se mantenía y el mismo
proyecto era presentado al rey para su sanción, este último no tenía
otra opción sino la de aceptar el proyecto y sancionarlo127.

Jacques Thouret (1746-1794), quien proponía también un veto suspensivo durante


dos legislaturas, Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 581.
125
El diputado Jean-Baptiste Salles (1759-1794) propuso que «se podría
establecer que el monarca tendría el derecho de suspender un punto de la
legislación que creyese perjudicial y requerir sobre sus motivos un nuevo examen.
Añadiría el derecho de suspender una segunda vez y de llamar al pueblo para la
próxima sesión. La ley reducida a sus más simples términos sería propuesta por un
si o por un no a las Asambleas elementales y se encontraría definitivamente
rechazada o admitida». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 534. Una opinión
semejante tenía el diputado Jérôme Pétion de Villeneuve (1756-1794) quien
consideraba que «las asambleas elementales podrán pronunciarse por medio de la
formula más precisa si o no; si ellas lo prefieren por medio de ésta: adopto el
impedimento o lo rechazo. Así, toda la nación dividida en grandes secciones se
expresará sin pena». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 582.
126
El diputado Rabaut de Saint-Etienne (1743-1793) señalaba que para tomar
precauciones contra los representantes sería posible «la idea de que el rey debe
poder suspender la ejecución de una ley, [...] se trata, para decirlo mejor, de un
llamado que él hace de los representantes de la nación a la nación misma»
Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 571. El diputado Pétion de Villeneuve que,
como lo vimos, proponía el llamado a las Asambleas elementales, llegó a proponer
también que «se podría aún tener el sufragio de cada votante; y aunque a primera
vista pareciera inmensa esta operación, se simplifica al instante cuando pensamos
que, en cada Asamblea elemental, redactaríamos fácilmente una lista particular y
que el examen de estas listas daría un resultado general y cierto». Archives
Parlementaires, cit., t. VIII, p. 582. Para el diputado Henri Baptiste Grégoire (1750-
1831) «este veto suspensivo no es más que un llamado al pueblo, y el pueblo
seguro de que podrá decidir definitivamente no se exasperará, mientras que el
veto absoluto, al comprimir, al ahogar la libertad nacional bajo el sepulcro del
despotismo, quizás conduzca a la insurrección». Archives Parlementaires, cit., t. VIII,
p. 567.
127
Victor de Lameth (1760-1829) consideraba que el pueblo sólo podía dirimir
un conflicto entre el legislador y el monarca por medio de unas nuevas elecciones.
«El llamado al pueblo se hace indispensable, le da el tiempo de clarificarse, las
pasiones se reducen y si los nuevos representantes exigen la misma ley, el rey es
forzado a sancionarla». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 552. De la misma
En principio se podría pensar que en este debate la posición
radical —radical en el sentido de defensa tajante de la soberanía de la
voluntad general— era la defendida por Sieyès, en la medida en que
éste negaba categóricamente cualquier tipo de sanción o veto
legislativo del monarca128. Sin embargo, la radicalidad de Sieyès no
parece tan clara, sobre todo si se tiene en cuenta que la posición de
buena parte de los defensores del veto suspensivo era la de apoyar el
“llamado al pueblo”, lo cual tenía consecuencias más radicales que
las derivadas de la posición de Sieyès. En efecto, el llamado al pueblo
implicaba llevar la república a las calles de París en donde los
miembros del partido de la montaña, apoyados por los sans-culottes
tenían todas las posibilidades de vencer.

El “llamado al pueblo”
La propuesta del «llamado al pueblo» fue finalmente derrotada
en los debates librados en la Asamblea. En la Constitución de 1791 se
consagró el veto suspensivo con una duración de dos legislaturas129 —
cada legislatura tendría una duración de dos años. Si la Asamblea
insistía en la presentación del proyecto para su sanción, el rey no
podría ya oponerse y debía sancionarlo130. Esta fórmula puede ser
vista como una solución intermedia al interior de las tendencias que
defendían el veto suspensivo. Era la opinión del parlamento la que
finalmente se imponía, a pesar de que el rey hubiese podido ejercer
el veto durante dos legislaturas. Así pues, ni negación total del veto,
forma, el duque de la Rochefoucauld, consideraba que era a través de una
renovación de la legislatura como podía ser consultada la nación sobre un proyecto
de ley vetado por el monarca. «Es preciso que el rey pueda negar su sanción y que
el efecto de su negativa subsista hasta la renovación de la legislatura». Archives
Parlementaires, cit., t. VIII, p. 549.
128
Así, para Blanco Valdés (1994: 191), la posición más radical, entre el grupo
de los demócratas radicales, era la de Sieyès, mientras que los otros (el autor
señala a Pétion, Barnave y Rabaut-Saint-Étienne) tendrían una posición moderada
de apoyo al veto suspensivo.
129
Cfr. el título III, capítulo III, sección III de la Constitución de 1791. Artículo 6:
«Los decretos sancionados por el rey, y los que le hayan sido presentados por tres
legislaturas consecutivas, tienen fuerza de ley y llevarán el nombre y el título de
leyes».
130
Articulo 1 (de la misma sección y capítulo): «Los decretos del cuerpo
legislativo son presentados al rey, que puede negarles su consentimiento». Artículo
2: «En caso de que el rey niegue su consentimiento, esta negativa no será mas que
suspensiva. Cuando las dos legislaturas que siguen a la que había presentado el
decreto hayan sucesivamente presentado el mismo decreto en los mismos
términos, el rey estará forzado a dar la sanción».
pero tampoco llamado al pueblo. Se trata de una solución que al final
va a redundar en la superioridad del cuerpo legislativo131.
Pero lo interesante de este debate no está tanto en la solución
que finalmente se adoptó sino en la importancia que éste tuvo en la
configuración de dos tendencias políticas que se disputarían el poder
hasta la dictadura. Ambas tendencias se originaron en la opción que
tomaron respecto de la tensión entre la soberanía y gobierno o dicho
en otros términos entre soberanía y titularidad, problema al que
aludimos antes cuando presentamos las diferencias entre Rousseau,
Robespiere y Sieyes. La primera tendencia se fundó en las
concepciones de Sieyes, quien remitía toda solución política a los
representantes del pueblo en la Asamblea. La segunda fue defendida
por los patriotas más radicales y contrarios a la representación de la
soberanía; entre ellos Salle, Pétion, Beaumets, Rabaud de Saint-
Étienne. La primera posición dio origen a los líderes políticos
considerados como moderados, bien representada en los feuillants y
los miembros de la gironda; la segunda representa el ala radical
partidaria de las soluciones propias de la democracia directa y de las
decisiones tomadas por aclamación popular en plaza pública,
fervientemente defendidas por los montañeses y los sans-coulottes132.
Es un gran enigma saber qué hubiese pasado en la Revolución si los
moderados hubiesen triunfado y no hubiese existido ni Convención, ni
dictadura.
Vencieron los radicales. Ellos fueron los protagonistas de la
revolución del 10 de agosto 1792, de la dictadura del Comité de

131
En este mismo sentido, Marcel Gauchet considera que nos encontramos
ante «la solución media del veto suspensivo» en tanto que el temor de ver a los
representantes investidos de la plenitud de la voluntad general traicionar el
dictamen de los representados será lo suficientemente fuerte como para que esta
solución media del veto suspensivo sea tomada (Gauchet, 1995: 61).
132
Soboul (1987: 102) señala que la idea política esencial de los «sans-
culottes» es la de la soberanía popular ejercida directamente. «La soberanía reside
en el pueblo; de este principio se deriva todo el comportamiento político de los
militantes populares; para ellos no se trata de una abstracción, sino de la realidad
concreta del pueblo reunido en sus asambleas de secciones ejerciendo la totalidad
de sus derechos». Entonces, para estos radicales sólo es posible el gobierno del
pueblo en asamblea; es la idea de heteronimia jurídica según la cual nadie puede
ser objeto de decisiones de otro. Ello permite ver que la democracia pura y la
anarquía pura son dos extremos que llegarían a un mismo fin. Como consecuencia
de esto, «del principio de la soberanía popular, impulsado confusamente por los
sans-culottes hasta llegar a la teoría del Gobierno directo, se deriva una
reivindicación esencial en materia legislativa que los militantes no cesaron de
reclamar: la sanción de las leyes por el pueblo» (Soboul, 1987: 105).
Salvación Pública y del Terror. Desde el punto de vista constitucional
el triunfo radical trajo consigo la eliminación de todo tipo de control al
legislativo y abrió las puertas al ejercicio de la democracia directa. La
fórmula del llamado al pueblo reapareció con todo vigor. Los artículos
56 a 64 de la Constitución de 1793 regularon una especie de
referéndum ciudadano que sería ejercido a través de las asambleas
primarias, las cuales podrían oponerse al proyecto en un lapso de
cuarenta días contados después del envío de tal proyecto desde el
legislativo a tales asambleas133. Se trata entonces de un dispositivo
político de control externo al legislador que pretendía ser una
limitación ante las eventuales transgresiones (por cierto, muy
remotas para los constituyentes del 73) que aquel pudiera cometer
contra el orden constitucional. El pueblo estaba llamado a ejercer
como «juez de constitucionalidad». Sin embargo, esta norma, como
el resto de la Constitución de 1793, nunca se aplicó.

LA CONSTITUCIÓN DEL AÑO III (1975)

En términos generales, la Constitución de 1795, también llamada


del año III de la Revolución, puede ser concebida como una reacción
liberal contra la Convención y contra la constitución de 1793
(Chevallier, 1977: 87). Los constituyentes de 1795 no tenían la
intención de romper con la revolución – a pesar de que se opusieron
radicalmente a la constitución de 1793 - sino más bien de terminarla
y de darle bases institucionales sólidas. (Conac, Gérard, p. 218).
Boissy d´Anglas fue uno de sus inspiradores más sobresalientes y
quien fue nombrado vocero del proyecto ante la convención.
Retomando la influencia de Montesquieu de los primeros años de
la revolución, la Constitución del año III abandona el modelo de
supremacía del órgano legislativo —y, en consecuencia, el de
supremacía de la ley — que caracterizaba a la Constitución de 1793.
Al poder ejecutivo se le otorga un poder de veto. Adicionalmente, los
constituyentes de 1795 incorporaron en la constitución mecanismos

133
El artículo 56 obligaba al Cuerpo legislativo a realizar un informe sobre el
proyecto de ley. El artículo 57 no permitía ni la discusión ni un acuerdo provisional
sino quince días después del informe. El artículo 58 ordenaba enviar el proyecto a
todos los municipios para que —según el artículo 59— «cuarenta días después del
envío de la propuesta, si en la mitad de los departamentos más uno, la décima
parte de las asambleas primarias de cada uno de ellos, regularmente constituidas,
no ha presentado reclamación...» el proyecto sea aceptado y se convierta en ley.
Finalmente, el artículo 60 prevé la convocación de las asambleas primarias en caso
de reclamación.
de control interno en el poder legislativo, a partir de la división
funcional del parlamento en dos cámaras: el Consejo de los
Quinientos y el Consejo de los Ancianos134. De esta forma, se
establece una especie de veto suspensivo interno entre una y otra
cámara (Blanco Valdés, 1994: 213) en el que el Consejo de los
Ancianos podía negar que un proyecto, concebido por el Consejo de
los Quinientos (ya fuera primero por razones de forma135 o,
posteriormente, por razones de fondo136), llegase a ser una ley
vigente137. Este veto impedía que el proyecto de ley rechazado
pudiese volver a ser presentado por el Consejo de los Quinientos
antes de transcurrido un año (artículo 99). En la misma línea de estas
restricciones, la nueva constitución consagró un tipo de voto
censitario aún más restrictivo que el que había sido consagrado por la
constitución de 1793138.
Un interesante debate se produjo al interior de la Asamblea
Constituyente ante la propuesta hecha por Sieyes, contra el proyecto
de la comisión de redacción – de la cual no había querido ser parte –
de crear un mecanismo de jurisdicción constitucional. Se trataba de
un jurado encargado de “juzgar las reclamaciones contra toda norma
contraria a la constitución”. Para ese momento Sieyes había
comprendido que darle al pueblo la posibilidad de juzgar aquello que
134
Artículo 44: «El Cuerpo legislativo está compuesto de un Consejo de los
Ancianos y de un Consejo de los Quinientos». Véase infla p. [...].
135
Artículo 97: «La negativa de adoptar por causa de omisión de las formas
indicadas en el artículo 77 será expresada mediante esta fórmula, firmada por el
presidente y los secretarios: La Constitución anula...».
136
Artículo 98: «La negativa de adoptar el fondo de la ley propuesta será
expresada por esta fórmula, firmada por el presidente y los secretarios: El consejo
de los ancianos no puede adoptar...».
137
La idea de control interno entre las dos Cámaras del parlamento es
expresada rotundamente por Boissy d’Anglas: «El Consejo de los Quinientos,
compuesto de miembros más jóvenes, propondrá los decretos que crea útiles, y se
constituirá en el pensamiento y, por decirlo así, en la imaginación de la República;
el Consejo de los Ancianos constituirá la razón; no tendrá otra función que examinar
con sabiduría cuáles serán las leyes a admitir y a rechazar, sin poder jamás realizar
proposiciones». Moniteur Universel, 7 thermidor- 2 fructidor an III, t. XXV p. 88.
138
Los artículos 8 a 43 de la Constitución de 1795 establecían un fuerte
sistema de voto censitario e indirecto en el cual, para ser elector, había que pagar
un impuesto o haber desarrollado una campaña. Los electores de segundo grado
debían recibir ingresos considerables. En cuanto a las condiciones de elegibilidad,
se preveía una edad mínima parar los miembros del Consejo de los Quinientos (30
años) y para los del Consejo de los ancianos (40 años). Cfr. artículos 74 y 83
respectivamente.
era contrario a los derechos del hombre, era más propio de una lógica
revolucionaria que institucional. Finalmente, el proyecto de Sieyes
fue rechazado. Los termidorianos estaban más preocupados por la
estabilidad política que por el respeto del derecho. La clase política –
dice Gérard Conac p. 274 – se sentía demasiado amenazada, tanto
desde la derecha como desde la izquierda, como para limitar a priori
su margen de maniobra.

EL GOBIERNO REVOLUCIONARIO Y LA EXCEPCIÓN CONSTITUCIONAL

La justificación de la excepción constitucional fue expuesta por


Robespiere en su célebre discurso del 5 Nivoso del año II (25 de
diciembre de 1793) titulado Sobre los principios del gobierno
revolucionario. Allí, el “incorruptible” empieza por decir que la teoría
del gobierno revolucionario está por ser inventada. Ni en los libros, ni
en las leyes, ni en los escritos de los tiranos puede encontrarse una
teoría semejante. Acto seguido explica los rasgos esenciales del
gobierno revolucionario, el cual, sostiene, está destinado a “dirigir las
fuerzas morales y físicas de la nación hacia el fin de su
institucionalización”. Es por eso que este gobierno se diferencia del
gobierno constitucional. Mientras este último tiene como fin,
“conservar la República”, aquél tiene como propósito fundarla. “La
Revolución es la guerra de la libertad contra sus enemigos”. Por eso
la legalidad del gobierno revolucionario es supra-constitucional. La
Constitución, “es el régimen de la libertad victoriosa y apacible”.
Mientras el gobierno constitucional se ocupa de la libertad civil, el
revolucionario se ocupa de la libertad pública. En el primero, los
individuos sólo requieren protección contra los abusos del Estado, en
el segundo, en cambio, el poder público – el Estado – está obligado a
defenderse contra “todas las facciones que lo atacan”.
Quienes, valiéndose de ideas constitucionales válidas para
tiempos de paz ponen en duda estas verdades propias de los tiempos
de la guerra, son enemigos de la república y quieren confundir -
sometiendo la paz y la guerra, la salud y la enfermedad, al mismo
régimen – con el objeto de resucitar la tiranía y la muerte de la patria.
Por eso el gobierno revolucionario hace la diferencia entre los buenos
ciudadanos, a los cuales debe protección y los demás a los cuales no
debe sino la muerte. El fundamento de esta diferencia va mucho más
allá del cumplimiento de la ley. El buen ciudadano es ante todo un
individuo virtuoso que entrega su vida por la República. Un par de
meses más tarde el incorruptible escribiría lo siguiente: «el resorte
del gobierno popular en revolución es la virtud y el terror: la virtud sin
la cual el terror es funesto, el terror sin el cual la virtud es
impotente…El gobierno de la Revolución es el despotismo de la
libertad contra la tiranía».
Este lenguaje exacerbado no es simplemente una expresión de la
violencia del terror; es también su cuna, su germen. Tene razón
Fernando Savater cuando dice que “echar más palabras a la guerra
no es como lanzar aceite al agua tormentosa sino como echar leña al
fuego” (prologo a Fernando Savater al libro de Hernando Valencia
Villa La justicia de las Armas, Bogotá: TM-IEPRI1993)

COMENTARIOS FINALES.

En un sentido amplio la Revolución Francesa comprende un


período de poco menos de quince años que van desde julio de 1789
hasta la coronación de Napoleón como emperador en Mayo de 1804.
Sin embargo, en un sentido más estricto, la Revolución se llevó a
cabo en sólo cinco años, desde su inicio hasta la muerte de
Robespierre. Los acontecimientos claves de la gran trama política y
constitucional de la Revolución están ya presentes en estos cinco
años desenfrenados que han fascinado a los historiadores y
estudiosos de las ideas políticas quizás por la manera casi misteriosa
como en ellos confluyeron lo sublime con lo violento, lo racional con
lo pasional, lo virtuoso con lo ruin.
Es difícil hacer una evaluación de la Revolución Francesa y del
impacto que tuvo en el constitucionalismo moderno, dada la
complejidad y muchas veces ambivalencia de los hechos que la
componen. La Revolución tuvo grandes logros pero también sufrió
grandes fracasos. Pero todos los interpretes de este evento coinciden
en señalar que su trascendencia y e importancia para la cultura
política y social del occidente contemporáneo. 139
Los logros son bastante conocidos y ellos le han merecido
reconocimiento e impacto casi universal a lo largo de más de dos
siglos de historia. El primero y más evidente de ellos es el de haber
derrocado el Estado nobiliario. No es frecuente que un pueblo
subyugado y pobre, no obstante tener la justicia de su lado, sea
capaz de llevar a cabo una revolución política y social contra
gobernantes casi omnipotentes como eran los reyes absolutistas en la

139
Según Nisbet la Revolución Francesa es el acontecimiento más importante
de la historia de Europa después de la caída de Roma (NIsbet : 1966 p. 50).
Francia de los siglos XVII y XVIII. Pero no sólo la monarquía se vino
abajo, también la iglesia y con ellos se derrumbó toda una concepción
del mundo fundada en la religión y el respeto de los poderes
tradicionales.
En segundo lugar y ligado a lo anterior, la Revolución consiguió
inculcar una nueva concepción del mundo, y del lugar de la sociedad
y de los individuos en ese mundo. Una revolución no sólo necesita
sustituir físicamente a sus antiguos gobernantes; también tiene que
inculcar una nueva cultura política en los nuevos gobernantes y en la
sociedad en general. La Revolución consiguió esto último al imponer
no sólo una secularización del poder político sino una nueva ideología
de la igualdad de todos los individuos frente a la ley y al Estado. 140 El
ideal del ciudadano entendido no simplemente como un miembro del
cuerpo social sino como un individuo virtuoso, que contribuye a
consolidar lo público como parte de su propia vida en sociedad, es un
ideal sembrado y desarrollado por la Revolución.
En tercer lugar, la Revolución hizo despertar en los pueblos
oprimidos alrededor del mundo la ilusión de que su destino no estaba
irremediablemente escrito y de que su voluntad política podía ser la
fuente de un mundo distinto y seguramente mejor. El poder de la
voluntad política popular, en contra de una visión determinista de los
hechos históricos, es uno de los mayores aportes de la Revolución.
Esta concepción voluntarista está íntimamente libada a una
concepción racionalista de la civilización, según la cual la razón es la
fuente de inspiración para crear una sociedad justa y libre. En este
sentido, la educación pública y la ciencia son los medios para
convertir a los individuos en ciudadanos y para liberarlos de las
cadenas de la ignorancia y los prejuicios.
En cuarto lugar, la Revolución – sobre todo con Napoleón – logró
consolidar un estado fuerte y claramente diferenciado de la sociedad
civil.141 Un estado capaz de sobreponerse a los diferentes intereses
140
La Revolución se opuso a todo tipo de jerarquización social y de
desigualdad entre los ciudadanos. Por esa vía llegó incluso a cuestionar la
estructura patriarcal de la familia. Tanto la iglesia como la familia fueron re-
concebidas como entes destinados a servir a la revolución.
141
Según Theda Skocpol cristalizar o institucionalizar ese “Estado real”, en el
proceso de terminar y consolidar la Revolución, no sólo fue la tarea más importante
realizada por Napoleón, sino su más importante y duradero logro”Skocpol, T.
(1979). States and Social Revolutions. Cambridge, Cambridge University Press.
p.202. Logro que, por lo demás, siempre ha sido reivindicado por los
gobiernos más democráticos de Francia desde entonces.
políticos, económicos y religiosos que operaban al interior de esa
sociedad. Crear ese aparato burocrático, coherente, regularizado e
independiente del poder político y de la sociedad fue también un
logro constitucional de gran importancia. Por lo menos eso era lo que
pensaba Hegel, quien veía que Francia tenía lo que le faltaba a
Alemania: un Estado. Y Hegel no fue el único; a finales del siglo XIX
George Jellinek y Carré de Malberg crearon toda una teoría
constitucional fundada en la idea de soberanía estatal que tuvo gran
influencia no sólo en Francia y Alemania sino en América Latina 142. La
idea de soberanía estatal – y de supremacía de la ley - fue, además,
la fórmula constitucional franco-alemana – como lo fue la democracia
madisoniana en los Estados Unidos – destinada a conciliar la
presencia política del pueblo – necesaria pero incontrolable por sí sola
– con la necesidad de mantener unas instituciones relativamente
autónomas de los avatares de la política.
El quinto lugar la Revolución tuvo el mérito de experimentar y
explorar el poder democrático hasta sus límites más extremos. De allí
surgieron no sólo acontecimientos dramáticos, e incluso calamitosos,
sino también el conocimiento necesario para encontrar el equilibrio
institucional que mejor garantizara la realización de los ideales
revolucionarios. Durante el siglo XIX el pensamiento de la Revolución
abandonó la ilusión radical de la soberanía popular, acogió la
tradición Anglo-alemana del gobierno de las leyes, instauró un
sistema de democracia representativa - cercano a lo que Sieyes había
propuesto en el año II de la Revolución – e inició un largo y lento
recorrido hacia la consolidación del control de constitucionalidad.
En suma, la revolución, con sus fracasos y sus contratiempos
acumuló la experiencia y el saber que se requerían para dilucidar esa
delicada negociación que todo sistema constitucional debe llevar a
cabo entre los ideales y sus posibilidades.
Pero la Revolución también tuvo grandes reveces; reveces que
dieron razones a sus enemigos para despotricar de lo que allí había
sucedido y para condenar ese y otro muchos intentos de democracia
popular.
El primero de todos es el de no haber podido consolidar la
revolución triunfante de 1789. El Tercer Estado fue capaz de hacer la
revolución pero fue incapaz de gobernarla. Ello se debió, como ya
142
Al respecto véase Fioravanti, M. (2001). Constitución: de la antigüedad a
nuestros días. Madrid, Trotta.
explicamos, a las grandes tensiones engendradas en su interior;
tensiones sociales y políticas que no pudieron ser resueltas o
controladas como lo fueron en Inglaterra o en los Estados Unidos.
Quizás estas contradicciones internas fueron más fuertes en Francia
que en Inglaterra o en Estados Unidos, pero quizás también los líderes
de la Revolución Francesa tuvieron menos talento para los asuntos
del gobierno y menos consideración por los debates propios del
diseño institucional. Así por ejemplo, esto respondía Brissot a un
amigo que sostenía que el cambio debía estar fundado en la práctica:
“usted tiene una idea muy pobre de mi pensamiento si piensa que yo
prefiero aceptar la practica cotidiana la cual conozco demasiado bien.
Por monstruosas que puedan ser las actuales teorías ellas nunca
podrán igualar a la práctica en su absurdidad y atrocidad”.143
En segundo lugar, a la revolución no se le perdona la época del
terror y el hecho de haber pasado por la guillotina a tanta gente
inocente, entre ellos muchos de los primeros líderes iluminados que
iniciaron el gran evento revolucionario en la primavera de 1789. La
revolución Francesa fue pues incapaz de erradicar el gobierno
despótico. No deja de ser una paradoja que los ideales igualitaristas y
democráticos de la Revolución hayan terminado con Napoleón, en
nombre de la revolución misma. En este fracaso contó mucho la
reducción del absolutismo a la monarquía y la incapacidad para
detectar amenazas contra-democráticas por fuera de los ámbitos de
poder nobiliario. Pero sobre todo influyó el idealismo revolucionario:
esa pulsión demoníaca que se agazapa detrás de los ideales políticos
maximalistas. Una de las grandes lecciones constitucionales que se
derivan de los eventos revolucionarios que se iniciaron en Paris en
1789, es la de los peligros de aquello que Tocqueville llamaba el
idealismo político. Desde entonces sabemos que, en materia política y
constitucional lo mejor es enemigo de lo bueno. Lo bueno sólo es lo
mejor posible. Este énfasis en lo posible, es decir en la exploración
experimental de la adecuación de los ideales a la práctica, es la clave
del éxito de los regímenes constitucionales. La filosofía pragmatista
refleja bien esta idea: las verdades no son las mejores construcciones
conceptuales sino las ideas que dan lugar a las mejores experiencias.

143
Citado por Michael Mann Op cit p. 183. Esta vena ideológica, literaria y
teórica – explica Michael Mann - había sido influenciada por una especia de moral
paternalista originada en la Iglesia católica y en aquel entonces transplantada por la
Ilustración Mann, M. (1993). The Source of Social Power. Cambridge, Cambridge
University Press.

.
En tercer lugar, y quizás más importante para nuestros
propósitos, la revolución fue incapaz de instaurar un sistema de
protección de derechos individuales y ello debido no sólo a que sus
constituciones y sus declaraciones de derechos prácticamente nunca
fueron aplicadas, sino también a la politización extrema del discurso
sobre los derechos durante el período revolucionario. Dicha
politización condujo a una subordinación casi total de los derechos a
los gobiernos y a los funcionarios públicos. “El ciudadano absorbió al
hombre” dice Habermas refiriéndose a este hecho. En claro contraste
con la tradición del rule of law, según la cual la democracia presupone
libertad y constitución, los revolucionarios franceses invirtieron este
postulado de tal manera que la libertad presuponía soberanía y
voluntad popular, lo cual se manifestaba en el acto constituyente y en
el derecho144. Bajo este presupuesto, la definición del derecho, su
administración y su interpretación fueron un asunto institucional del
cual el ciudadano común estuvo totalmente excluido. 145
Los acontecimientos de la revolución han dado lugar a debates
interminables sobre su verdadera explicación y sentido. Uno de estos
debates ha sido el relativo a su carácter clasista o no. Jaures y
Lefevre sostienen que el conflicto esencial fue un conflicto de clases
sociales. Esta posición ha desencadenado dos interpretaciones
opuestas. En primer lugar, aquella defendida por autores tales como
Behrens y Skocpol según la cual la revolución fue desencadenada por
una crisis institucional y especialmente fiscal. En segundo lugar,

144
“En vista de la multiplicidad difusa del concepto de democracia —dice
Martín Kriele (1980: 326)— es ciertamente cuestión de estipulación definitoria
afirmar, como lo haremos, que la democracia presupone libertad y, por tanto,
el Estado constitucional”.
145
Roberto Da Marta ha ilustrado algunas de estas ideas a través de la
politización que el concepto de ciudadanía tuvo en las revoluciones de América del
Sur en contraste con la revolución norteamericana. Por la primera década del siglo
XIX, cuando el movimiento de independencia contra España y Portugal empezó a
dar sus frutos en toda América Latina, la noción de “ciudadano” traía connotaciones
revolucionarias de libertad y emancipación social. Un proceso similar había ocurrido
en Estados Unidos tres décadas antes. Sin embargo, mientras allí se consideraba
que la ciudadanía estaba asociada con la defensa de derechos, particularmente con
los civiles, en América Latina la ciudadanía tenía, o bien un significado político
abstracto diseñado para crear una identidad legal artificial necesitada para conducir
la revolución, o bien un significado legal muy concreto atado a la imposición de
contribuciones, alistamiento, u otro tipo de deberes legales. El estatus y las
conexiones sociales (esto es, el capital social y económico) fueron –y aún son con
frecuencia— una fuente más importante de poder y protección que el derecho (Da
Matta 1987).
aquella defendida por autores como Furet, Sewell, Agulhon y Hant los
cuales consideran que la revolución fue ocasionada por un conflicto
ideológico en el cual jugaron un papel fundamental las emociones y
los símbolos. Si bien este no es un tema central para este capítulo,
aquí hemos supuesto que los elementos centrales de estas tres
interpretaciones – clase, estado e ideología – contribuyen a la
explicación de lo sucedido. Ni las tensiones clasistas al interior del
tercer estado, ni la ideología montañarda ni la crisis institucional de
1793 son suficientes para explicar el fracaso de Robespiere y de su
grupo político. Los tres elementos se encadenan en una relación de
incidencia recíproca cuya dinámica interna y relaciones de causalidad
son complejas y difíciles de determinar de manera precisa. Las
reivindicaciones económicas - el odio contra los ricos - y el espíritu de
clase jugaron un papel importante en la revolución. Pero todo ello
estuvo moldeado no sólo por el imaginario ideológico y las pasiones
políticas que compartían líderes ubicados en diferentes clases, sino
por la existencia de un aparato burocrático, que venía desde el
antiguo régimen, y que gozaba de cierta autonomía frente a los
actores políticos y sociales.
Más importante para nosotros es el alcance del debate
constitucional. En términos constitucionales el encanto de la
revolución radica en la manera como la Revolución puso de presente
la paradoja de un pueblo que al buscar la perfección de los ideales
democráticos se estrelló con la tiranía, ella misma instaurada en
nombre de aquellos ideales. La revolución descubrió como ningún
otro evento político lo había hecho antes, esa endemoniada relación
que existe entre lo mejor y lo posible entre las ideas perfectas y las
ideas viables.
Por eso la tiranía revolucionaria que instauraron Robespiere y sus
amigos es juzgada hoy con cierta indulgencia. Como si la parte de
fatalidad hubiese sido tanta como la de responsabilidad. Una cosa es
el despotismo que resulta de las acciones truculentas de los tiranos y
otro es el despotismo que se engendra en el fundamentalismo
democrático. Ninguno de los dos es justificable, desde luego, pero el
segundo parece obtener cierta clemencia originada en la intención
noble de sus actores y en el drama de sus vidas atrapadas por
ilusiones que siendo divinas resultan malignas.
Sea lo que fuere del juicio moral de los líderes de la Revolución,
el hecho es que el fracaso parcial de la Revolución no oculta su
legado monumental. Al respecto dice Marcel Gauchez: « Ce que la
Révolution Française a perdu en tant que modèle, elle l’a gagné en
tant que problème. Plus elle s’éloigne comme source d’inspiration,
plus elle s’impose comme passage obligé pour la compréhension de
notre univers politique. Mieux elle nous apparaît, avec le recul, dans
sa dimension d’échec, mieux nous mesurons les impasses de la
tradition qu’elle a engendrée, plus elle devient un repère
indispensable pour penser le fait démocratique dans son déploiement
sur deux siècles » (1995 : 7).
Más aún, es en este mismo fracaso que el constitucionalismo ha
encontrado una lección inobjetable: la necesidad de pensar en – y de
luchar por - los ideales democráticos y revolucionarios en los
términos menudos del diseño institucional, el cual se impone luego de
analizar el contexto político, social y económico en el cual dichos
ideales, en conjunto y no de manera aislada, intentan realizarse, de
manera fatalmente parcial, es cierto pero al menos posible. Dicho de
manera sintética: cuando de democracia o de liberalismo se trata no
sólo no basta con tener buenas ideas al respecto sino que es ante
todo necesario pensar en las instituciones que, a través de una
especie de negociación entre ideales y posibilidades, permitirán su
realización a la vez limitada y efectiva.

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