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La cumbre entre Putin y Trump quedará en la historia como una de las más bizarras en la
historia de las relaciones internacionales: la fractura al interior del sistema político
estadounidense, la aparatosidad de su Presidente y las crecientes resistencias domésticas e
internacionales que concita el magnate neoyorkino, han difuminado algunos de los ejes que
estuvieron presentes en la capital finlandesa el 16 de julio pasado.
Pase de pelota
El encuentro con Putin en la capital de Finlandia tuvo como ejes la posible renovación de los
tratados de no proliferación nuclear y misilística, el recurrente polvorín bélico de Medio
Oriente (Siria, Israel e Irán), la desnuclearización de Corea del Norte y la rusificación de
Crimea. Todos esos nudos geopolíticos de tensión global quedaron sin embargo opacados por
los pasos de comedia de la política interna de Washington.
La desnuclearización de Corea del Norte requiere un acuerdo generalizado por parte de los
integrantes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y –por ende— de China y
Rusia, que no son manipulables a control remoto por Washington, como Francia y el Reino
Unido. Una de las peticiones de Kim Jong-Un suscripta en junio pasado, en su encuentro en
Singapur con Trump, incluye la suspensión de las sanciones de las grandes potencias del
Consejo de Seguridad, hecho que incluye a Moscú. El diferendo de Crimea –donde Trump
representa los “intereses occidentales” en defensa de Ucrania— parece el ítem de más difícil
resolución debido a que la mayoría de los ciudadanos crimeos votaron el reingreso a la
Federación Rusa en marzo de 2014. El histórico interés de Estados Unidos por el
desmembramiento del Estado más extenso en el planeta no parecería tener –en este caso—
una posibilidad de efectivizarse pese a los repetidos intentos de la OTAN en ese sentido.
El deterioro de la representación
Los opositores a Trump observan con preocupación el deterioro de la imagen imperial de
Washington en el resto del mundo, situación que pone en evidencia la profunda degradación
del sistema democrático de Estados Unidos. Ese deterioro ha sido más o menos solapado en
los últimos decenios, pero en la actualidad es expresado con mayor virulencia por fracciones
supremacistas que tienden a desconocer todo tipo de acuerdos y regulaciones multilaterales.
Las sirenas de alarma empiezan a sonar con mayor fuerza cuando el magnate empieza a
resquebrajar el mito del “Occidente civilizado” con que su país ha operado discursivamente
en el resto del mundo desde la Primera Guerra hasta la actualidad.
Las imputaciones realizadas por el ex director del FBI, Robert Mueller, en febrero de 2018,
referidas a la participación de la empresa rusa The Internet Research Agency (IRA) en la
campaña electoral de 2016, fueron un fiasco. Los tribunales desestimaron rápidamente las
evidencias que aportó. [1] La segunda andanada de Mueller fue comunicada,
sorpresivamente, tres días antes de la llegada de Trump a Helsinki, hecho que generó
susceptibilidades en el entorno presidencial. La imputación sugiere que se produjeron
actividades remotas de spear-phishing (robo de claves y datos confidenciales) a miembros
del partido Demócrata, sumadas a filtraciones de documentos a través de Wikileaks. Sin
embargo, importantes analistas afirman que esas filtraciones fueron realizadas por miembros
del partido Demócrata indignado por la información orientada a derrotar a Bernie Sanders.
[2] Y es dudoso que acciones de ese tipo hagan ganar o perder elecciones. Más allá de estas
acusaciones –que nominan a 12 funcionarios rusos como responsables de la intrusión en
servidores del Partido Demócrata— algunos analistas creen ver más entuertos ligados al
desprecio que causa Trump que a una verdadera espiral de conflicto contra Putin.
El Presidente estadounidense es la expresión de un enfrentamiento al interior de las elites
estadounidenses. Representa a un sector que busca la relocalización de las empresas al
interior de su país como mecanismo para reducir el déficit y evitar la pérdida de recursos en
los canales opacos de paraísos fiscales (ajenos a los ofrecidos por los propios Estados
Unidos, como Delaware). Frente a él se encolumnan las empresas trasnacionales que han
expandido sus actividades a nivel internacional –legitimados por el neoliberalismo expoliador
—, accediendo a los recursos naturales, proporcionados por las elites neocoloniales de los
países necesitados, y alquilando su fuerza de trabajo a valores paupérrimos. Las
trasnacionales, además, han usufructuado las ventajas fiscales que permiten “los costos de
transacción”, la “contabilidad creativa” y la consiguiente fuga de capitales que evita tributar
impuestos.
El posicionamiento del Presidente estadounidense propone dar de baja todos los tratados de
libre comercio que han permitido la deslocalización de las empresas estadounidenses, y al
mismo tiempo desterrar los acuerdos internacionales promotores de la conservación del
medio ambiente que obligaban a empresas energéticas a exteriorizar su producción o
moderarla para evitar la polución. Las inversiones en el exterior de los Estados Unidos,
realizadas por las empresas multinacionales –por ejemplo, las apostadas en México y/o en
China—, buscaron recuperar sus divisas sobre la base de la rentabilidad que les brindaba la
fuerza de trabajo barata y no sindicalizada. De esa forma (en conjunto con la manipulación
migratoria proveniente de México) lograron bajar el “costo laboral” al interior de Estados
Unidos, promoviendo la desocupación entre los trabajadores sindicalizados. Ese dispositivo
requirió de alianzas, tratados y pormenorizadas redes de cobertura jurídica articuladas bajo la
supervisión de la Organización Mundial del Comercio, una legitimación académica provista
por la tradición neoclásica y un soporte de múltiples bufetes letrados repartidos en los cuatro
puntos cardinales del planeta. Supuso, además, la adscripción –con beneficios garantizados—
de elites subalternas de los países “emergentes” ( los Macri, los Piñeira, los Temer, entre
otros) beneficiados por las cuantiosas migajas repartidas por las trasnacionales.
Trump parece no estar dispuesto a respetar ese pormenorizado tendido institucional dado el
déficit que le viene generando a Estados Unidos desde hace tres décadas. El retiro del
acuerdo de París sobre Cambio Climático en mayo de 2017 y el abandono del tratado
conocido como 5+1, referente a la desnuclearización de la República Islámica de Irán, son
dos expresiones del desprecio de Trump a toda forma de multilateralidad y –al mismo tiempo
— una convocatoria a trasparentar la supremacía unilateral. El partido Demócrata –con la
salvedad de su sector más progresista, liderado por Bernie Sanders—, considera que este
formato traslúcido del liderazgo trumpista es contraproducente para los intereses
hegemónico-internacionales de Washington.
Este enfrentamiento tiene además a una gran parte de Wall Street embanderado contra Trump
porque los grandes beneficios de las trasnacionales se valorizan –en forma creciente— no en
términos comerciales sino financieros, generando rentas superiores a las que provienen del
intercambio de bienes. Esta pelea interna –planteada en el corazón de las elites
estadounidenses— carece de externalidades positivas para América Latina: el muro en la
frontera con México, el hostigamiento a Venezuela y la expulsión de inmigrantes “hispanos”,
como denominan en Estados Unidos a todos los latinoamericanos pobres, fueron decisiones
iniciadas por el gobierno de Barack Obama. Solo que con buenas maneras, diplomacia y
eufemismos.
[1]. https://bit.ly/2mtUszt
[2]. https://bit.ly/2O37Xmn
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