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ARIANE MNOUCHKINE

El arte del presente


Teatro francés contemporáneo I
• Yo estaba en casa y esperaba que llegara la lluvia
de Jean-Luc Lagarce
• Cruzadas
de Michel Azama

Teatro francés contemporáneo II


• Inventarios
de Philippe Minyana
• Una ganas de matar en la punta de la lengua
de Xavier Durringer

Teatro francés contemporáneo III


• La vuelta al desierto
de Bernard-Marie Koltès
• Crónicas de días enteros, de noches enteras
de Xavier Durringer

Teatro francés contemporáneo IV


• Nosotros lo héroes
de Jean-Luc Lagarce
• Combate de negro contra perros
de Bernard-Marie Koltès

Teatro francés contemporáneo V


• Rostros
• Tierra o La epopeya salvaje de Guénolé y Matteo
de Hubert Colas

Teatro francés contemporáneo VI


• El libro de ejercicios para uso de actores
de Patrick Pezin
seguido de Un amuleto hecho de memoria
de Eugenio Barba

Teatro francés contemporáneo VII


• Ariane Mnouchkine. El arte del presente
Conversaciones con Fabienne Pascaud
ARIANE MNOUCHKINE
Conversaciones con Fabienne Pascaud

El arte del presente

Traducción comentada del francés


Margarita Musto - Laura Pouso
Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación,
ha recibido el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia
y del Servicio Cultural de la Embajada de Francia en Uruguay.

Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’aide à la publication,


bénéficie du soutien du Ministère des Affaires Etrangères et
du Service Culturel de l’Ambassade de France en Uruguay.

Ilustración de carátula:
Dick Effers, 1961 (fragmento)

Foto de contratapa:
Pascal Gely

Título original:
Ariane Mnouchkine. Entretiens avec
Fabienne Pascaud. L’art du présent
© 2005, Éditions Plon

© 2007, Ediciones Trilce


Durazno 1888
11200 Montevideo, Uruguay
tel. y fax (5982) 412 7722 y 412 7662
trilce@trilce.com.uy
www.trilce.com.uy

ISBN 978-9974-32-450-3
Contenido

Primer encuentro
EL TEATRO, UN ARTE BRUJO ............................................................ 7

Segundo encuentro
COMIENZA LA AVENTURA ................................................................. 17

Tercer encuentro
LOS ORÍGENES ................................................................................ 28

Cuarto encuentro
EL GRAN VIAJE ................................................................................ 35

Quinto encuentro
TRABAJANDO EN EL ESPECTÁCULO ................................................. 43

Sexto encuentro
INFLUENCIAS .................................................................................... 53
Séptimo encuentro
HACER CINE .................................................................................... 64

Octavo encuentro
SOLIDARIA ....................................................................................... 70
Noveno encuentro
AVIÑÓN, LA CRISIS DE LOS TRABAJADORES INTERMITENTES
DEL ESPECTÁCULO ........................................................................... 82

Décimo encuentro
EL PÚBLICO, UNA COMUNIDAD ESPIRITUAL ..................................... 90

Undécimo encuentro
1789, 1793, L’AGE D’OR, ETCÉTERA ........................................... 97

Duodécimo encuentro
ESCRIBIR LA HISTORIA .................................................................. 106
Decimotercer encuentro
Y EL SOLEIL SE PONE A HACER TRAGEDIA GRIEGA ...................... 118
Decimocuarto encuentro
DIOS ESTÁ EN LOS DETALLES ....................................................... 127

Decimoquinto encuentro
EL SOLEIL CUMPLE CUARENTA AÑOS ............................................ 136

Decimosexto encuentro
EL MUNDO DE HOY ....................................................................... 147

CARTA A FABIENNE PASCAUD ...................................................... 153


POSTFACIO
“Sólo el presente me importa. Vivo en el presente.” ................ 158

Pequeños textos para circunstancias ................................ 161


La libertad es como la piel de zapa .......................................... 163
Entrega de los premios Europa para el teatro ......................... 165
El Théâtre du Soleil en Israel ................................................... 166
Homenaje a Jeanne Laurent .................................................... 169
Manifiesto ............................................................................ 171
Frases de cabecera .................................................................. 173
Cronología ................................................................................. 176
Notas .......................................................................................... 179
Primer encuentro

EL TEATRO, UN ARTE BRUJO

Cartoucherie, miércoles 21 de agosto de 2002, 19 horas

Después de considerarlo durante semanas, Ariane Mnouchkine acep-


ta finalmente, a principios de agosto, mi propuesta realizada en mayo:
hacer un libro de entrevistas. Aunque me llamó por teléfono varias
veces para advertirme que el libro no sería publicado si ella no se
reconocía en él, porque ya en otra oportunidad, años atrás, no ha-
bía autorizado la publicación de una biografía escrita por un autor
por quien sentía, sin embargo, un gran respeto y mucho cariño.
Juntas asumimos el riesgo. Sé que no tengo nada asegurado por
anticipado. Ariane Mnouchkine volvió de sus vacaciones hace unos
días. Empezaron los ensayos de su próximo espectáculo que toda-
vía no tiene nombre.

Fabienne Pascaud: ¿Por qué tanta reticencia frente a un libro de


entrevistas?
Ariane Mnouchkine: Es como si dejara establecido algo en forma
definitiva, y no me considero en absoluto un ser definitivo. Pienso
que uno nunca puede considerarse un ser definitivo, sobre todo
haciendo teatro, porque es el arte de lo impermanente. Además,
tengo miedo de decir cosas que ya fueron dichas cien veces y de
mejor forma. En fin, una vez que la palabra queda escrita sobre
papel pierde la entonación inquieta, llena de dudas que tuvo al ser
pronunciada, se convierte rápidamente en algo demasiado afirmati-
vo, pretencioso o arrogante. Después de cuarenta años, el único
interés que tiene el camino que recorrí, acompañada por otros ena-
morados del teatro, es que logré vivir mi sueño. Pero lo que tengo
para decir sobre eso son secretos de Polichinela.
–¿Por qué?
–Porque quienes vivieron este tipo de experiencia hace dos o tres
siglos lo describieron mejor que yo. Lo único que tal vez me diferen-
cie sea el interrogarme permanentemente. En las películas que se

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realizaron sobre el trabajo del Soleil, los momentos que me parecen
más interesantes son aquellos en los que se nos ve buscando, du-
rante mucho tiempo, sin encontrar. Eso es lo hermoso y emocio-
nante. Cuando se nos ve, a los llamados artistas, cuando se nos ve
encontrar, como si se hubiera realizado un milagro, nadie aprende
nada. Cuando se nos ve no encontrando, transpirando, llorando,
desesperándonos, se vuelve apasionante, estimulante, pedagógico.
–¿Sin embargo después de cuarenta años tendrá la impresión de
haber encontrado algunas cosas?
–En cada espectáculo, al final terminamos encontrando algo.
Pero… ¿lograremos encontrar la próxima vez?
–¿Qué es lo singular de la aventura del Soleil? ¿La compañía, el
elenco?
–Soñar con una compañía, con un elenco estable es el abecé del
teatro. Todos los que se acercan al teatro han sentido alguna vez
ganas de tirar juntos de un mismo carro. Aunque en los años sesen-
ta, cuando nosotros empezamos, los elencos estables tenían más
bien mala prensa. Se decía que un actor se enterraba entrando a un
elenco estable, que se convertía en un funcionario público.
–¿Por qué hacer teatro con un elenco estable?
–Para salir a la aventura, para atravesar océanos desconocidos.
Para enfrentar tempestades australes, y descubrir islas salvadoras.
Para estar en un barco que suelta amarras con cada espectáculo.
Para tener amigos y amores en un mismo lugar, y al mismo tiempo,
ser nómade. Para vivir y luchar por y con una familia que te protege
y que a la vez te libera. Un universo encantado en un mundo que
cada vez te desencanta más.
–Vivir formando parte de un elenco, ¿no es también una forma de
ocultarse?
–No. Funciona como una barrera moral. Una barrera contra la
traición, el abandono, el cinismo, la avaricia, la avidez. Contra el
quietismo. Pero también contra la agitación. Es, por cierto, uno de
los mejores antídotos contra la ambición. Todos esos defectos, no-
sotros los tenemos, en todo caso yo los tengo. Pero vivir formando
parte de un elenco es como un ejercicio de ascetismo, de disciplina,
es un aprendizaje permanente. Sobre los demás y sobre uno mis-
mo. Un ejercicio de escucha. No se puede ser perezoso. Yo creo que
habría podido ser muy perezosa. Si yo no estuviera a cargo de este
navío que hace agua al menor descuido, que puede naufragar por
cualquier maniobra fallida, que desde su interior puede explotar si
no se lo mantiene puro; habría sido muy perezosa. Podría ser
veleidosa… Hay tantas cosas que me interesan. “Ah, ¡voy a hacer

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eso! Ah sí, ¿ves?, ¡eso me interesa, lo voy a hacer! Voy a estudiar tal
idioma, voy a…” Y no lo hago. ¿Cómo logré formar una compañía?
Porque los demás no me permitieron no formarla. En los pocos mo-
mentos dolorosos en los que tuve ganas de abandonar, en los que
me sentí profundamente herida, y pensé: “Bueno, basta, ¡ya es su-
ficiente! Hasta acá llegué”, y estuve a punto de plantearlo, en esos
momentos, hubo alguien… una o dos personas, que me miraron y
en sus miradas leí: “Ni sueñes con abandonar ahora”. A nadie le
cabe en la cabeza algo así.
En la vida de un elenco, incluso cuando todo va bien, siempre
hay alguien que se siente mal. Y hay que escucharlo, pero al mismo
tiempo hay que evitar que imponga su estado de ánimo. A veces es
una lastimadura sin importancia, pero otras es la peste. Hay que
saber diferenciar las lastimaduras sin importancia de la peste. Cuan-
do era más joven las confundía, tomaba una por otra. Sin embargo,
una lastimadura se cura con una palabra pero a la peste, a la peste
hay que cortarla de raíz.
–¿Cuándo uno se da cuenta de que se trata de la peste?
–Demasiado tarde en general. Pero… toco madera… siempre he-
mos sobrevivido. Porque por más que hayamos tenido gente apestosa,
muy raramente hemos tenido canallas. En cuarenta años casi qui-
nientas personas pasaron por el Théâtre du Soleil. Por lo menos
cien pueden decir que formaron parte del núcleo vital del grupo. Y
creo que ni con los dedos de una mano puedo llegar a contar los que
han sido realmente porquerías. Incluso no eran canallas aquéllos
con los que me enojé mucho.
–¿Cuántas crisis?
–Es curioso, a todo el mundo siempre le interesan las crisis del
Soleil. Tuvimos tres. Tres grandes. Después de L’Age d’or,* después
de los Shakespeare, y después de Les Atrides.** Siempre después de
grandes éxitos.
–¿Por qué se dan las crisis?
–Si lo supiéramos, las evitaríamos. Por cosas que no supimos
ver, o cosas que habríamos podido arreglar y no supimos cómo. ¡O
que no supimos evitar! Hoy se evitarían algunas crisis porque apren-
dí. Pero, quién sabe, tal vez mientras estoy conversando en este
momento, hay alguna preparándose y yo ni lo sospecho. En el Théâtre
du Soleil trabajamos mucho, los sueldos son modestos, puede ha-
ber gente que esté harta. Tal vez alguien siente que estaría mejor en

* N. de T.: La edad de oro.


** N. de T.: Los Atridas.

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otro lado, que tendría más reconocimiento, que recibiría más elo-
gios, que podría llegar al teatro a las cuatro de la tarde en lugar de
llegar a las ocho de la mañana. Entiendo absolutamente que tengan
ganas de irse. Y además no existe crisis si uno sabe esperar el mo-
mento apropiado para irse, entre dos espectáculos, sin hacer daño
al resto del elenco. En un caso así, la puerta no queda cerrada, no
hay ruptura. Porque existe entre nosotros una especie de contrato
moral: cuando nos comprometemos es por el tiempo que dura un
espectáculo. Un año, dos años… Después volvemos a elegirnos.
A veces no supe qué hacer frente a las lastimaduras sin impor-
tancia. A veces, mi predilección por algunos, mi pasión por trabajar
con ellos, me impidió darme cuenta de que habían crecido y que
tenían ganas de probar otras cosas. Y cuando por fin me daba cuen-
ta, me resentía con ellos, por todas las cosas hermosas que había-
mos logrado juntos. Ni qué decir de cuando mi admiración –casi
enamoramiento– hacia algunos actores del elenco, hacía infeliz al
resto. Después de Les Atrides pude aprender a aceptar las separa-
ciones sin arruinar la relación. Cuando un actor termina su tarea y
quiere irse, debo aceptarlo. Aunque me entristezca.
–Es como un abandono.
–Sí. ¡Me sentía “seducida y abandonada”! Hasta que un día leo
los registros de Jean Dasté y su legendario elenco. El promedio de
permanencia de los actores, incluso de los que fueron considerados
pilares, ¡era de cuatro años! ¡No tengo por qué quejarme! Probable-
mente sea una de las que ha sido menos abandonada. Entonces me
impuse no encariñarme. Nunca más. ¡Pero por favor! ¿Cómo se puede
trabajar con actores sin encariñarse? Nos encariñamos con cual-
quier cosa en cualquier lado. Una crisis es eso. No se da cuando
alguien a quien no queremos demasiado se va, ¡sino cuando se va
aquel o aquella que preferimos! Eso es lo que duele. Más todavía
cuando existe muy poca gente en el Soleil a quien yo no haya queri-
do demasiado. Y cuando se iban actores o actrices de talento, que
habían alcanzado un desarrollo gratificante, magnífico, lo vivía como
un castigo de los dioses. El día en que se convertían en maestros y
se sentían maduros como para trasmitir su arte, se iban. Por suer-
te, hoy, y desde hace siete años, diez años, diecisiete años, tenemos
una generación numerosa que permanece para sembrar. Algunos
de ellos tal vez se vayan de todas maneras, pero… más adelante. ¡Lo
más tarde posible!
–¿Y por qué se dan las crisis después de los grandes éxitos?
–¿Seguimos con las crisis? ¡Que así sea! No es que cada éxito
implique una crisis, sino que las crisis sobrevienen siempre des-

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pués de grandes éxitos. Los actores de pronto adquieren notorie-
dad, todos nuestros egos se sobredimensionan. Sienten ganas de
tener un territorio propio. Pero, ¡fíjese en su insistencia! Me vuelve a
preguntar sobre el asunto de las rupturas, de las partidas, cuando
hay actores que se quedan en el Soleil durante diez, quince, veinte,
treinta años. ¡Los nuevos son los que están desde hace ocho años!
Además muchos se fueron para dedicarse a dirigir. Y a algunos les
va muy bien. Por otro lado, muchas veces los críticos no distinguen
a un actor del Soleil hasta que se va. Eso me cae muy mal. Nos hace
mucho mal. Ustedes, los críticos, en el mejor de los casos escriben:
“Los actores son magníficos”. ¡Pero nómbrenlos, por amor de Dios!
¡Digan quién es magnífico!
Digan que René Patrignani y Philippe Léotard estaban magnífi-
cos en La cocina y en Sueño de una noche de verano.
Que Jean-Claude Penchenat estaba magnífico en Sueño de una
noche de verano, en 1789, en 1793 y en L’Age d’or.
Que Philippe Caubère estaba magnífico en L’Age d’or.
Que Mario Gonzales estaba magnífico en L’Age d’or.
Que Philippe Hottier estaba magnífico en L’Age d’or, en Ricardo
II, y en Enrique IV.
Que Odile Cointepas estaba magnífica en Ricardo II y en Noche
de reyes.
Que Joséphine Derenne estaba magnífica en Les Clowns, en 1793,
en L’Age d’or, en Molière, y en Mefisto.
Que Georges Bigot estaba magnífico en Ricardo II, en Enrique IV,
en L’Histoire terrible de Norodom Sihanouk, y en L’Indiade.
Que Maurice Durozier estaba magnífico en Ricardo II, Enrique IV,
en Sihanouk, en L’Indiade.
Que John Arnold estaba magnífico en Ricardo II y Enrique IV.
¿Sigo?
Que Andrés Pérez Araya estaba magnífico en Sihanouk, en
L’Indiade.
Que Simon Abkarian estaba magnífico en Sihanouk, L’ Indiade,
Les Atrides.
Que Catherine Schaub estaba magnífica en Les Atrides.
Que Nirupama Nityanandan estaba magnífico en L’Indiade, Les
Atrides, La ciudad perjura ,* Tartufo.
Que Brontis Jodorowsky estaba magnífico en Tartufo.

* N. de T.: La Ville Parjure de Hélène Cixous, estrenada en Montevideo, con puesta


en escena de Ismael da Fonseca en el Teatro Victoria (1999).

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Que Delphine Cottu, Eve Doë Bruce, Marie-Paule Ramo, Hélène
Cinque y Carolina Pecheny estaban magníficas en Et soudain de
nuits d’éveil
Que Myriam Azencot estaba magnífica en L’Indiade, La ciudad
perjura, Tartufo, Et soudain des nuits d’éveil, Tambours sur la digue.
Digan que Juliana Carneiro da Cunha estaba magnífica en Les
Atrides, La ciudad perjura, Tartufo, en Tambours sur la digue.
Que Renata Ramos Maza estaba magnífica en La ciudad perjura,
Et soudain des nuits d’éveil, y Tambours sur la digue.
Que Sava Lolov estaba magnífico en Tambours sur la digue.
Que Serge Nicolaï estaba magnífico en Tambours sur la digue.
Que Duccio Bellugi-Vannuccini estaba magnífico en Et soudain
des nuits d’éveil y en Tambours sur la digue.
Digan, digan una vez y otra vez y otra vez que la música de Jean-
Jacques Lemêtre es magnífica.
¡Nómbrenlos! No va a perjudicar en nada al elenco. Un elenco
puede aceptar que haya primeros y segundos violines, que no todos
tienen la misma responsabilidad artística. Tienen derecho al mismo
salario, pero no siempre tienen necesariamente el mismo reconoci-
miento.
–¿Cómo se hace para lograr que los demás acepten quién es pri-
mer violín…?
–Eso se decide en escena. Además, si el primer violín no es un
pizarrero él (ella) es querido (a) por todos porque predica con el ejem-
plo. Cuando dirijo un taller, sé que si no hay un actor o una actriz
capaz de entender y aplicar frente a los otros lo que preconizo, pue-
do hablar quince días seguidos sin que pase nada. Aparte de Strehler,
y también incluyéndolo, no creo para nada en los directores que
marcan todo. Creo que un director solamente debe darle espacio al
actor. Hacia dentro y hacia afuera. Barrer el yo, las mezquindades,
los exhibicionismos, las exageraciones. Darle aire pero sin asfixiar-
lo. Crear el vacío, pero un vacío de matriz. Vacío sí, pero carnal,
cálido, fecundo, mágico. Si frente a diez personas de talento, digo
talentosas de verdad, no necesariamente experimentados, pero con
capacidad de visión, de encarnación, de evocación, sobre todo de
invocación, si frente a gente así, un director se pone a exhibir se-
senta ideas por segundo, es un desperdicio, un embotellamiento.
–¿Pero cómo se hace?
–No sé cómo se hace. Yo busco. Pero hay que desconfiar de las
buenas ideas del director. Hay que mirar. Y ver. El director propone
una herramienta, porque no hay que dejar que los actores chapo-

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teen en lo psicológico. Y una vez que se les da esa herramienta que
resulta eficaz para encontrar la metáfora general y las metáforas
particulares del espectáculo, entonces: ¡pausa! Hay que dejar que
leve la masa, que se produzca la fermentación. Y después “¡Ah! Cui-
dado, esto ya no nos sirve, nos fuimos de la fermentación al moho”.
Pero sobre todo creemos en los actores y los actores creen. Sí, el
tesoro de los actores es ese don de credulidad. Y yo creo que ése es
también el tesoro del director. Y si no creo en los actores, aunque al
principio tengan ese aire de… bananas, si todavía no soy capaz de
distinguir la evidencia futura escondida entre la masa informe, en-
tonces no puedo ayudarlos. Pero por el contrario, no quiero, no pue-
do creerles cuando mienten.
–¿Cómo se sabe cuándo los actores mienten?
–En principio, si conservan la infancia, la ingenuidad, los acto-
res no mienten. Digo ingenuidad no estupidez. No confundirlas. In-
genuo es el que nace a cada instante. Los verdaderos actores viven
el instante y no hacen trampas. A la larga, su actuación se vuelve
tan transparente que es la vida misma. Después de todo, actuar no
es hacer trampas. Parecería que hay un público para los trampo-
sos, pero yo no formo parte de ese público. Trato de no elegir eso
jamás.
–La desconfianza hacia las ideas…
–¿Las buenas ideas? ¡Aplastan todo, son pesadas! Una buena
idea seduce media hora, después uno se da cuenta de que es como
un mueble incongruente en medio del escenario, que está estorban-
do. Braque dijo: “Cuando empiezo a pintar tengo la sensación de
que mi cuadro está del otro lado. Sólo que recubierto por un polvo
blanco: la tela. Basta con desempolvarlo. Tengo un cepillito para
sacar el azul, otro para el verde y otro el amarillo: mis pinceles.
Cuando todo queda limpio, el cuadro está terminado”.
También es como le dijo un niño a Brancusi: “¿Cómo sabías que
había un caballo adentro de la piedra?
Buscar un personaje con un actor es, en primer lugar, alimentar
la esperanza de que el personaje esté en el actor, o que por lo menos
exista en el actor el lugar para ese personaje. Y después dejarlo
venir. Limpiar para que emerja.
–Pero, tomemos como ejemplo el próximo espectáculo. Esas plata-
formas rodantes, o mejor dicho esos carros sobre los que están traba-
jando, ensayando los actores, ¿ya es una idea de puesta en escena?
–No. Es una necesidad física casi inexplicable desde un punto de
vista estrictamente dramatúrgico. Surgió desde la práctica, los pri-

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meros días. Les pedí a los actores que construyeran uno de esos
camioncitos afganos para empezar los ensayos. En esos lugares la
emigración siempre empieza por un camión. Y lo hicieron. Fabrica-
ron el más teatral, el más afgano y el más verdadero de todos los
camiones que se hayan visto jamás sobre un escenario. Empeza-
mos con las primeras improvisaciones. Todo era verdadero y poéti-
co a la vez. Pero desde el momento en que un actor o una actriz
ponía el pie en el suelo todo se volvía falso, aburrido y realista. Sin
música. Entonces, hicimos entrar una casita (¡un tacho de basura,
de los que tienen ruedas!) y la poesía y la verdad volvieron para
desaparecer otra vez a partir del momento en que abandonábamos
nuestras pequeñas parcelas de territorio y pisábamos el suelo. Rá-
pidamente, a partir del tercer día, los carritos hicieron entrar a to-
dos los personajes. Por lo tanto, no es una idea, es una herramien-
ta, no es que yo llegué una mañana y les dije a los actores: ¡Van a
hacer esto! No, se fue fermentando como la levadura, desde la masa.
–¿Entonces qué es exactamente una idea de puesta en escena?
–Copeau dice que es una manera de escaparse, de irse por la
tangente. Demasiado a menudo es un a priori impuesto por un di-
rector inquieto y apurado, o demasiado narcisista. A veces, necesito
pedir “muletas” prestadas. Pero a los actores les aviso: “Vamos a
hacer esto de esta manera o de esta otra, pero porque es una ‘mule-
ta’ mía, pero vamos a salir de esto lo más pronto posible”. Y nunca
falla: la muleta nos ayuda en un momento, y después surge la Evi-
dencia, entonces tiramos la muleta. La verdad es que se necesitan
actores con mucho coraje para trabajar con un director que empie-
za por decirles: “No tengo la menor idea de cómo vamos a hacer”.
Hay que ser muy aventurero y tener mucha confianza en mí. Y en
ellos.
–¿Y qué es ese poder de invocación del actor?
–Es una palabra que yo usaba mucho cuando hicimos los
Shakespeare, pensaba y decía: “Estamos resucitando hombres y
mujeres que están acostados bajo lápidas de piedra, en condados
ingleses que jamás hemos visitado, y debemos invocarlos. A través
de Shakespeare están vivos”.
En 1987, el gran poeta afgano Sayd Bahodine Majrouh* vino a
ver L’ Indiade. Después del espectáculo me preguntó: “¿Pero usted

* Autor de El suicidio y el canto, poesía popular de las mujeres pashtunes (Gallimard)


y Ego monstre (Phébus). Fue asesinado por los talibanes poco tiempo después en
Peshawar, en febrero de 1988.

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cómo sabía que Abdul Gafar Khan levantó en el aire a Nehru como
si fuera un niño?”. De niño había ido a una fiesta donde Gafar Khan,
que era un gigante, había saludado a Nehru levantándolo del piso y
lanzándolo al aire como a un niñito. Se habían reído. Y nosotros no
teníamos ni idea. ¿De dónde había surgido? Del trabajo en los ensa-
yos, de la verdad de cada personaje, de la verdad de las relaciones
entre ellos. De su diferencia corporal. Si eso no es invocar…
También en L’Indiade hay una escena en la cual Nehru abofetea
a dos ministros. Yo había indicado al actor: “Él entra, está furioso,
ve a esos politiquillos locales corruptos, si pudiera hacer lo que siente,
les pegaría”. Georges Bigot que interpretaba a Nehru, escucha esto,
entra como un rayo y ¡paf!, les da unos cachetazos que me sorpren-
den hasta a mí. Lo dejamos. Después de una función, el embajador
de India me dice: “¡Nehru nunca habría hecho una cosa así!”. Le
contesto: “Pero, señor embajador, esto es teatro”. Traté de encon-
trar cualquier excusa. Dos días después me llama por teléfono: “Le
conté a un amigo la escena de su obra y me dijo: ‘No te rías. ¿Ya te
olvidaste de la paliza que le dio Nehru a uno que había dejado morir
de hambre a toda una aldea?’”. Entonces, el teatro es un arte de
invocación, los actores son grandes invocadores. Hacen levantar a
los muertos, acercan los recuerdos más lejanos. Mucho rato antes
de que empiece una función, ya en los camarines, dejan de llamarse
por sus verdaderos nombres, se tratan de Majestad, si es el caso.
–¿Y se lo creen ?
–Sí. Así es como llegan a los confines del teatro. En Tartufo, Juliana
Carneiro da Cunha, que hacía Dorina, y Myriam Azencot, que hacía
la Señora Pernelle, jugaban mientras se maquillaban. Juliana de a
poco se iba convirtiendo en Dorina, y cuando se terminaba de colo-
car el turbante, ya era Dorina. Entonces llamaba a Myriam: “¡Seño-
ra Pernelle, Señora Pernelle!”; ella se iba alterando cada vez más,
todo le parecía detestable e indecente; a medida que se acercaba la
hora de la función. Hubiera bastado con que alguien le dijera a
Myriam: “¡Basta de bobadas, esta noche no te aguanto! ¡No tengo
ganas de decirte Señora Pernelle, Myriam!”, para que ella fuera in-
capaz de actuar esa noche. O por lo menos, incapaz de disfrutar
actuar esa noche.
–¿Usted también hace esos juegos?
–Por supuesto. Cuando los voy a saludar antes de la función les
digo: Majestad, Querida Dorina o Monseñor. En el período de fun-
ciones de L’ Indiade, hablábamos en inglés con acento hindú.
–¿Se ha sentido alguna vez poseída por un texto que esté diri-
giendo?

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–Sí. Por Les Atrides. Por los Shakespeare. Es como un hechizo
traducir y luego poner en escena Agamenón. Uno se encuentra cara
a cara con uno mismo en cada momento.
–¿En qué personajes?
–¡En todos! Esquilo es el nacimiento del teatro. ¡Levantó la tapa y
saltó la parte de adentro del ser humano, vísceras, alma, espíritu,
lengua, globos oculares, tripas, todo!
–¿También con los Shakespeare se sintió detrás de cada per-
sonaje?
–No se puede montar un espectáculo que no hable un poco de
uno, de sus horrores, de sus fantasmas, de sus deseos.
–¿El teatro es un arte brujo?
–Sí. ¡El teatro tiene la capacidad de contarlo todo! Somos noso-
tros que no siempre sabemos hacerlo.

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Segundo encuentro

COMIENZA LA AVENTURA
Cartoucherie, miércoles 25 de setiembre de 2002, 8.30 horas

Ambiente de colmena, de abejas estudiosas. Detrás de la gran puer-


ta de madera que separa a la izquierda la administración, a la dere-
cha la cocina y el comedor y al fondo el taller de escenografía, ya
está cada uno en su puesto, sonrientes, amables, serviciales –cuali-
dades que se mantendrán hasta el final de las entrevistas. Ariane,
vestida con un pantalón amplio gris beige y un buzo celeste, discute
algunos asuntos con un maquinista, habla sobre el almuerzo con
los cocineros, pregunta sobre el resfrío de un actor que viene a to-
marse un café. Está de buen humor, termina de tomar su té. Prefie-
re no saber de antemano sobre qué vamos a hablar.

Fabienne Pascaud: ¿Cómo fue que encontró ese nombre, “Théâtre


du Soleil”, hace ya cuarenta años?
Ariane Mnouchkine: Estábamos allá en Ardeche, creo que en
Largentiere, Jean-Claude Penchenat, Gérard Hardy, Philippe Léotard,
Jean-Pierre Tailhade y algunos otros que finalmente no formaron
parte del grupo de fundadores. Estábamos buscando algún nombre
lindo. Toda la noche apretujados en un cuarto de hotel. Queríamos
el más hermoso, el que más nos inspirara, que expresara lo que el
teatro significaba para nosotros. “Vida”, “Fuego”, “Calor”, “Luz”, “Be-
lleza”, “La humanidad”. Después de un rato alguien sugirió, creo
que fui yo: “Le Soleil”.*
Estuvimos discutiendo, algunos siguieron intentando encontrar
algo mejor. Nadie pudo.
En mayo de 1964, fundamos una cooperativa obrera de produc-
ción en la que todos sus miembros, del director al jefe de escenario,
del actor a la modista, del escenógrafo al maquinista, estaban en un
plano de igualdad y cobraban, mejor dicho, algún día cobrarían el
mismo salario, los doce meses del año. Sentamos las bases del fun-

* N. de T.: El sol.

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cionamiento colectivo. Y con fe en el futuro nos estábamos afirman-
do como profesionales. Aunque aún no era el caso. Aunque no dis-
pusiéramos todavía de algo para pagarnos, y aunque la mayor parte
de nosotros estaba obligado a trabajar afuera para ganarse la vida.
Por cierto, durante mucho tiempo nos trataron de amateurs en nues-
tra profesión. Tanto, que terminamos por reivindicar esa condición.
–¿Quiénes son los fundadores?
–Jean-Claude Penchenat, Jean-Pierre Tailhade, Gérard Hardy,
Philippe Léotard, Myrrha y Georges Donzenac, Françoise Tournafond
y yo. ¡Y mi padre y su socio Georges Dancigers! Al principio cada
uno aportaba su cuota parte. Creo que era el equivalente a nove-
cientos francos, ciento cuarenta euros.
–¿Qué teatro defendían en aquel momento?
–Ni siquiera sabíamos lo que íbamos a hacer. No éramos ni
brechtianos, ni nada, solamente estábamos juntos. Tuvimos la idea
de montar Los pequeños burgueses de Gorki, con traducción de
Adamov, porque después de todo era lo que éramos. Casi todos éra-
mos pequeño burgueses, por lo tanto íbamos a montar eso, pensá-
bamos que nos daría una lección. Tuvimos un éxito moderado en la
Casa de Cultura de Montreuil, después pasamos al Théâtre
Mouffetard. Ahí tuvimos también nuestros primeros críticos verda-
deros. Gabriel Marcel y Claude Morand. Y la primera visita de dos
inspectores de teatro del Ministerio de Cultura: Gaston Deherpe y
Georges Lherminier. En esa época, ellos hacían un relevamiento de
todo lo que se estaba dando en los barrios periféricos, en las salas
municipales, parroquiales, las instituciones juveniles más alejadas.
Veían todo. Ningún grupo juvenil prometedor se les escapaba. Si
alguno hacía un trabajo, aunque fuera mínimo, tomaban un auto-
bús, o el metro, y lloviera o tronara llegaban, no se sabe de dónde, y
no solamente veían el trabajo sino que también se quedaban a ha-
blar. Cuando no les gustaba lo que habían visto supongo que no
debía ser muy agradable. Pero cuando les gustaba, te daban ánimo,
te seguían, te llamaban por teléfono: “¿En qué andan? ¿Qué proyec-
tos tienen?”. ¡Eran locos por el teatro!
Gracias a ellos, nosotros, los jóvenes, los que recién empezába-
mos podíamos aspirar a una ayuda del ministerio. Siento por estas
personas una enorme gratitud. Tuvimos la suerte de arrancar al
principio de los sesenta, con esas hadas madrinas alrededor de la
cuna ocupándose de nosotros. Enamorados del teatro que sólo que-
rían una cosa: vernos nacer. Para los jóvenes de hoy es mucho más
difícil.

18
Por aquellos días tanta gente de este oficio te ofrecía una sonrisa,
una palabra de aliento. Me acuerdo, por ejemplo, de la amabilidad
de Gabriel Garrand que dirigía el Théâtre de la Commune de
Aubervilliers. Yo era solamente una jovencita que iba a hablar con
la gente: “Mire, quiero crear un grupo de teatro, ¿qué tengo que
hacer?”. Me dio una entrevista larga y terminó haciéndome esta
recomendación: “No se olvide de que en este oficio la soledad es la
muerte”. Tenía razón.
Después fuimos a ver a Sonia Debeauvais que trabajaba en el
TNP* con Jean Vilar.1 Se quedó con nosotros hasta la noche expli-
cándonos lo que eran las relaciones públicas, cómo había que hacer
los afiches, la organización de boletería, etcétera. Y sobre todo con-
tándonos sobre Vilar. Nunca se alejó de nosotros.
En aquel momento había gente que se tomaba tiempo para ocu-
parse de los jóvenes, para educarnos, para darnos consejos esen-
ciales sobre cómo abordar el continente teatral. Ahora, cuando los
jóvenes actúan tienen que llamar por teléfono no sé cuántas veces a
los programadores para que estos terminen por no venir a ver el
espectáculo jamás.
–¿Recuerda la puesta en escena de Los pequeños burgueses?
–Ah, era simple. No teníamos dinero. La escenografía era unas
cortinas de encaje –habíamos comprado macramé– un escritorio y
una mesa Enrique II.
Un saloncito pequeño burgués, tal como se le imaginaba en la
época. Pero estaba bien actuada. Estoy segura de que ya, en aquel
entonces, la actuación estaba bien. Y eso que, como ya dije, todavía
nos considerábamos amateurs.
–¿Y en cuanto a método de trabajo?
–Para mí, al principio, la puesta en escena era la ubicación en el
espacio. Hacía una maqueta, ¡y la ubicación en el espacio la hacía
con soldaditos de plomo! Sin embargo, me daba cuenta de que no
arreglaba los problemas diciéndole a un actor que se trasladara de
derecha a izquierda, y ya en esa época cuando no sabía qué hacer,
lo decía. Dos actores que habíamos contratado que eran mayores
que nosotros –los únicos que cobraban– me discutían permanente-
mente. Recuerdo muy bien como Philippe Léotard salió rápidamen-
te en mi defensa:
–¿No están de acuerdo? ¿No les gusta? ¡Váyanse!
Nunca más los vimos. Retomamos el trabajo. Pero sin ese gesto

* Sigla de Théâtre National Populaire (Teatro Nacional Popular).

19
de lealtad de Philippe no sé si habría sido capaz de superar ese
primer golpe.
Los directores y los actores aprenden unos a través de los otros.
Cuando un actor, incluso un actor amateur, alcanza un momento
de verdad, es una deflagración que abre camino al director. Y vice-
versa. Cuando un director encuentra una indicación, una imagen,
una visión que tenga la cualidad de inspirar al actor sin experien-
cia, lo hace avanzar. Se forman uno al otro. Salvo, aunque tampoco
es tan así, en las grandes formas tradicionales donde existe un tra-
bajo de transmisión con un maestro; un trabajo que lleva años y
que nosotros recién abordamos mucho después. En aquel momen-
to, se trataba solamente de ser simple y verdadero. Yo lo sabía. Pero
no era ni simple ni fácil. Y todavía no lo es.
–¿En esa época ya trabajaba en base a improvisaciones?
–Sí. Habíamos transitado mucho por la improvisación. Cuando
volví de mi largo viaje, seguí los cursos de Jacques Lecoq2 durante
seis meses. Él me hizo comprender lo que había visto y sentido con-
fusamente en Japón, en India, etcétera. Lecoq comprendía mejor
que nadie para qué sirve un cuerpo. Antes de que él empezara a dar
clases en Francia, muchos creían que las únicas herramientas de
las que disponía un actor eran la memoria, la voz y las palabras.
Gracias a él se entendió que el cuerpo era la herramienta primor-
dial. Recién después de haber educado su cuerpo el actor podía
nutrirse de palabras. Y esto, Lecoq te lo enseñaba apenas empeza-
bas a trabajar con él, aunque fuera uno o dos trimestres. Todo lo
que se estaba cocinando a fuego lento –sin él durante mucho tiem-
po no supe qué hacer con todo eso–, se aclaraba de golpe trabajan-
do la máscara, el gesto. Lecoq me ayudó a unir todo eso: “Pero en-
tonces, ¿es como en Japón, como en India?, –Pero sí claro, exacta-
mente”. Me daba un tipo de explicación del texto. Yo ya conocía ese
texto, lo recitaba de memoria, pero todavía no sabía qué quería decir.
Lecoq disfrutaba dando clase y era disfrutable verlo enseñar. Nos
hacía descubrir porque él mismo redescubría todo a cada momento.
El teatro es el arte del presente. Era un gran pedagogo.
–¿Por qué se quedó tan poco tiempo con él?
–El Soleil fue más rápido de lo que había previsto. No tenía tiem-
po. Si hubiera querido ser actriz seguramente me habría quedado
más tiempo. Pero quería dirigir.
–Entonces, con ese bagaje, se lanzó a dirigir Los pequeños bur-
gueses.
–Sí, pero al mismo tiempo sin saber nada. Tuvimos la suerte loca
de empezar antes de 1968. Nos queríamos mucho. Tenía confianza.

20
¡Tanta confianza! Cuando lo pienso… No ocultaba que no sabía. Tal
vez esa fue nuestra fuerza. Todos sabíamos que nadie sabía nada.
Era el secreto mejor compartido. De a poco fuimos comprendiendo,
aprendiendo, sin dejar de decirnos: “¡Está aprendido pero no adqui-
rido!”. Y todavía nos lo seguimos diciendo.
–¿Por qué esa fecha tope, Mayo del 68?
–Porque si hubiera sido en ese momento a lo mejor habríamos
fundado el Théâtre du Soleil por ideología, mientras que así lo hici-
mos por compromiso idealista. Siempre nos dicen: “Ustedes nacie-
ron alrededor de Mayo del 68”. Y siempre respondo: “¡No, no, naci-
mos antes!”. Volví a tener la certeza escuchando hace poco un pro-
grama en la radio France-Culture* sobre los primeros coordinado-
res de las Casas de cultura y de la juventud después de la guerra.
Escuché aquellas viejas voces juveniles, el entusiasmo con el que
contaban sus primeros intentos de llevar público al teatro. Esos
hombres y mujeres creían en lo que estaban haciendo, hicieron lo
que creían que tenían que hacer y nunca renegaron de lo que ha-
bían realizado.
Nosotros surgimos de todo eso, de ese espíritu de posguerra, de
toda esa gente que pensaba en la paz después de la victoria. Que
creían que una vez salidos del infierno íbamos a convertirnos en la
sociedad más fraterna, más culta, más solidaria, más justa. Y algu-
nos lo intentaron durante toda la vida, y en parte lo lograron. Y
aunque en mis inicios fui demasiado tonta, demasiado joven, dema-
siado arrogante como para comprender que venía de ellos, escu-
chándolos ese día, se me hizo evidente. ¡Claro, por supuesto! Fue-
ron esos pioneros los que dieron lugar a nuestro nacimiento. Pero
ese idealismo fue rápidamente calificado de obsceno por ideólogos
de cualquier tipo. Por suerte, jamás compartimos ese prejuicio des-
deñoso. Lo que, sin embargo, no nos impidió decir una cantidad de
estupideces en aquel momento…
–¿En qué momento?
–¡Siempre! Antes, durante, después…
–¿Qué estupideces?
–Muchas, ya no me acuerdo. Ni quiero acordarme. Me daría ver-
güenza. Pero sé, que a diferencia de algunos, nunca fuimos secta-
rios. No nos afiliamos a nada, no teníamos ningún carné. Hubiéra-
mos podido convertirnos en izquierdistas. No lo hicimos. Incluso si

* El origen de las Casas de la cultura y de la juventud, 24 de marzo de 2004, de 10


a 11 horas, en el programa La nueva fábrica de la historia.

21
estuvimos a punto de hacerlo. Nos alcanzó con ser de izquierda,
honestamente de izquierda.
–¿Ni siquiera la tentación de afiliarse al Partido Comunista, ja-
más?
–No, nadie afiliado a nada. Pero hubiéramos podido convertirnos
en maoístas. Por suerte, los maoístas vinieron un día al teatro a
hacer una “intervención”. Así que no nos convertimos al maoísmo.
¡Si eran así en París, lo que serían en Pekín!
–¿Cuándo fueron?
–Estábamos haciendo L’Age d’or en 1975. Un grupo de interven-
ción cultural llamado “Foudre”,* derivado de un grupúsculo dirigi-
do por Alain Badiou que funcionaba en aquellos días. Termina la
función y empiezan a gritar que el espectáculo no representaba al
pueblo, a la clase obrera, etcétera. Pero justamente ese día había
venido de Sochaux, creo, un autobús entero con obreros de una
empresa. No siempre pasa, hay que decir la verdad, pero ese día…
mala suerte para Mao… había cincuenta y cinco obreros en la sala.
Obreros de verdad. Posiblemente de la CGT . Y de golpe, nosotros ya
no tuvimos que hacer nada. Asistimos al match nada más, extasiados,
se podrá imaginar. Explotó todo, la vanidad, la pedantería, el virtuo-
sismo argumentador. Pero si no hubieran estado presentes aquellos
obreros ahí en la sala, obreros auténticos de Sochaux, algunos de
nosotros podríamos habernos integrado al maoísmo. En el fondo,
toda esa época fue una seguidilla de errores evitados por un pelo.
–Después de Los pequeños burgueses, en 1965, cuando el grupo
aprende a trabajar junto, empieza a trabajar en El capitán Fracasse,
sobre la novela de Téophile Gautier.
–Una de las novelas de culto de mi infancia. Y probablemente
una de las razones por las que me dediqué al teatro. Philippe Léotard
escribió una adaptación muy alegre. Pero qué fracaso fue. Siempre
se recuerda muy bien el primer fracaso. Fue en el Théâtre Récamier.
En el Théâtre Récamier no funcionaba nada. Y nosotros tal vez pe-
camos de vanidad. Repusimos Fracasse en ese teatro tan grande
cuando había sido estrenada en la casa de la juventud y la cultura
de la calle Louis Lumière, en Montreuil (le debemos muchísimo a
esa casa de la juventud y al director de aquel entonces a quien
siempre olvidábamos devolver las llaves). Hay que reconocer que el
espectáculo era extremadamente torpe, infantil, de principiantes,
con influencias circenses y de comedia musical. Tenía canciones.

* N. de T.: Rayo.

22
También tenía partes en verso. Para resumir, no vino nadie. Nues-
tras primeras deudas. A mí me gustaba el espectáculo. No reniego
de él. Por otro lado, nunca reniego de nada que haya hecho.
–¿A pesar del fracaso se mantuvo como directora de la compañía?
–¿Cómo? Pero si echaran a todos los directores al primer fracaso
no existirían más compañías. Y además, cuando el director dirige
contra la opinión de los demás y se ve sancionado por el fracaso,
entonces sí, se complica. Pero cuando todo el mundo puso la mejor
voluntad, aunque el trabajo no salga perfecto, pero hubo entrega
sincera y se pasó bien, entonces no se quebranta nada. Además, los
elencos se ven más sacudidos por un éxito que por un fracaso. En
Fracasse nos sentíamos geniales e incomprendidos, nada más. El
único que nos apoyó en aquel momento fue Gilles Sandier, pero sin
ninguna duda tendríamos que haber trabajado con más seriedad.
–¿Qué era trabajar con seriedad?
–Inmediatamente después con La cocina, en 1967, nos pusimos
a trabajar con lo que yo llamo seriedad, es decir hasta el agotamiento.
Como la mayoría de nosotros teníamos que trabajar durante el día
para vivir, nos encontrábamos a las siete de la tarde, y trabajábamos
hasta la una o dos de la mañana, ya que los que tenían que ir a
trabajar a la oficina al día siguiente, tenían que dormir.
–¿Cómo descubrió el texto de Arnold Wesker?
–Por Martine Franck. Un día me dijo: “En Londres están dando
una obra realmente interesante, estrenada por un teatro chico y
que va muy bien”. La leí y me pareció extraordinaria. La acción trans-
curría en la cocina de un gran restaurante antes, durante y des-
pués del toque de queda. Jamás me imaginé que Wesker, que venía
de tener un éxito impresionante en Inglaterra, nos fuera a dar la
obra. Nosotros le escribimos una carta del tipo: “No somos nadie, ya
habrá recibido decenas de pedidos para hacer su obra, pero, bueno,
si por esas cosas, le da la locura o la fantasía de entregarla a un
grupo de jóvenes, le prometemos que vamos a pelear con todas nues-
tras fuerzas para defenderla”. Increíble, nos la dio. Y Philippe Léotard
y yo la adaptamos.
–¿Cómo era en esa época?
–¿Philippe? Encantador, con muchos talentos, lleno de posibili-
dades, seductor, gracioso, tan gracioso. Era uno de mis tres o cua-
tro mejores amigos. De lo que pasó después no tengo ganas de ha-
blar. No le rindo culto al artista maldito y lamento de todo corazón
que alguna gente, ya sean amigos o los medios, lo hayan alentado a
perder el rumbo.

23
–Y La cocina fue un éxito. Además en un lugar mágico, el Cirque
Montmartre,* ex Cirque Medrano, hoy demolido en la calle des
Martyres.
–No recuerdo quién tuvo la idea de hacerlo ahí. Tal vez Jean-
Claude Penchenat. Hay ideas magníficas que surgen del hecho de
que te saquen de todos lados.
–Y el espacio mismo del circo lleva a una escenografía más
creativa…
–No. Para Sueño de una noche de verano, que fue el espectáculo
siguiente, fue así, pero no para La cocina . En este caso, se mantuvo
muy frontal. Lo demás está todo en la obra. Wesker nos dio la fór-
mula: en esta cocina nada de carne real, nada de masa de crepes,
todo debe ser mimado. Los actores hicieron un trabajo extraordina-
rio. Algunos espectadores nos decían: “Es increíble. Cuando llega-
mos a casa, y nos pusimos a hablar del espectáculo, recién nos
dimos cuenta de que ustedes no usaron nada real para la comida en
escena, sólo tenían los utensilios”. La obra es absolutamente sor-
prendente también por las unidades de tiempo, de acción, de lugar,
y el uso de la mímica. Bastaba con obedecerla.
–¿Cuántos actores trabajaron en La cocina ?
–Ya éramos veinticinco. Y ya había actores de todas las naciona-
lidades, porque la obra lo pedía.
Por lo tanto un éxito de público. Y cobramos por primera vez.
Quiero decir, cobramos dinero.
Creo que es a partir de ahí que empiezo a tener no solamente
ganas, sino también la ambición de hacer teatro de verdad, gran
teatro. La cocina nos había obligado a todos a encontrar una forma,
una metáfora física. Limpiar un lenguado que no existe es teatro.
Captar la desesperación a partir de la manera que baten huevos es
teatral. Empecé a amar con pasión el teatro. El arte del teatro, no
solamente la aventura teatral.
–¿No había surgido ese sentimiento en los otros espectáculos?
–No totalmente. A partir de La cocina abandoné mis soldados de
plomo, mi maqueta. Se unen en mí dos ideas: la que me hago del
teatro ideal con la de la vida ideal de la compañía. Me doy cuenta de

* Cirque Montmartre. Construido por Gustave Eiffel eb 1874 en el número 63 del


boulevard Rochechouart. Dirigido por Fernando el payaso y luego por los Medrano
hasta 1963. Comprado en ese año por la familia Bouglione que lo bautiza Cirque
Montmartre. A pesar de haber sido declarado monumento patrimonial es destruido
en pleno verano. En 1973 la familia vende el terreno para un proyecto inmobiliario.

24
que todavía estamos muy lejos de lo que quisiera ver en el teatro, es
decir, algo sublime. Y que seguiríamos estando lejos mucho tiempo.
–¿Es para acercarse a lo sublime que se pone a trabajar sobre
Sueño de una noche de verano de Shakespeare?
–Surgió de una charla con Jean-Claude Penchenat. Me pregun-
taba qué íbamos a hacer después. “Ah, si estuviéramos preparados
haríamos un Shakespeare. Me encantaría hacer Sueño de una no-
che de verano. Pero todavía no estamos suficientemente prepara-
dos. Algún día, tal vez… –Para qué vas a esperar, me dijo él, dentro
de diez años vas a seguir diciendo que no estás preparada. Enton-
ces es lo mismo hacerla ahora. Siempre podrás dirigirla otra vez
cuando estés más preparada.”
–¿Por qué Sueño de una noche de verano?
–Pocas obras teatrales son tan eróticas y exploran tanto el in-
consciente enamorado. Les Atrides, tal vez. En otro género. Volvería
a dirigirla con gusto.
–¿Por qué?
–Pienso que a pesar de algunos errores debidos a la juventud fue
uno de nuestros espectáculos más bellos. Pero la estrenamos en
febrero del 68 en el Cirque Montmartre. Llegó Mayo del 68. Huelga.
Y no retomamos en junio por la huelga general. Así que la hicimos
muy poco tiempo. Roberto Moscoso había creado y realizado un
decorado magnífico: la pista era ligeramente inclinada y los árboles
del bosque, esculpidos sobre planchas simples, estaban colgados…
caían del cielo como totems, los apartaban con los brazos, se mo-
vían. Creo que siempre voy a añorar esos árboles. Parecía que los
actores realmente estuvieran en un bosque, entre lo vegetal y lo
animal. Había unas lunas detrás, muchas lunas que se ilumina-
ban, a veces al mismo tiempo. ¡Y el piso! Un día pasé delante de la
tienda de un vendedor de cuero de cabra y vi expuestos tres cueros
rojizos y negros. Pensé: “Parece musgo. Es esto lo que necesita-
mos”. Y eso fue lo que hicimos. Toda la pista estaba cubierta de
cuero de cabra. Nos recuerdo a Roberto y a mí, pasamos tres no-
ches solos en el circo colocando los cueros en el piso para lograr un
suelo boscoso de un tono castaño mágico mientras oíamos bramar
a los elefantes, bufar a las fieras. Esa tierra, esa espuma, ese manto
animal…
Y Philippe Léotard en Bottom, Serge Coursan en el León, Claude
Merlin en Lecointe, Gérard Hardy en la Pared, Gerald Denisot en la
Luna, Jean-Claude Penchenat en Tisbe. Rara vez, rara vez ví un
público riéndose tanto. Era una delicia. René Patrignani era el Puck

25
que soñaba. Que todos los directores del mundo podían llegar a
soñar.
–¿Hoy lamenta haber tenido que parar el espectáculo por causa de
Mayo del 68? ¿Qué piensa hoy en retrospectiva de aquel momento?
–Me encantaron muchas cosas de Mayo del 68, pero no me cam-
bió nada Mayo del 68. En primer lugar porque el Soleil ya existía,
nosotros sabíamos bien lo que era un colectivo. Y además porque
inmediatamente pude percibir el apetito de poder de algunos de
aquellos que querían tirar abajo el poder. Y que hoy pudieron satis-
facer ese apetito en los medios o en la esfera política. Si quiere sa-
berlo no ocupé el Odéon. Pero iba regularmente a ver lo que estaba
pasando.
–¿Cómo lo vivió la compañía?
–Completamente desnorteada. Con las arcas vacías. El contrato
con el Cirque Montmartre se nos terminaba y no teníamos idea de
adónde ir. No teníamos más lugar para ensayar, para trabajar, para
hacer funciones. Desde el punto de vista político evidentemente nos
cuestionábamos mucho. Los sindicatos nos pedían y hacíamos fun-
ciones de La cocina en las fábricas Citroën, Renault y en la Snecma
durante la huelga. Pero ¿y después? ¿Qué iba a pasar con nosotros
después?
Un hombre muy valiente –responsable de cultura en Dijon– me
ofrece hacer una animación en Saline d’Arc-et-Senans durante el
verano, yo fui directamente y le pedí que instalara a la compañía
desde el 15 de julio al 15 de setiembre. Acepta. Encuentra camas en
el hospital, frazadas en el cuartel. Y de pronto, allí estamos, en ese
lugar soñado, entre esas piedras: la Salina de Nicolas Ledoux, con-
temporánea de Molière. En esa época estaba muy desgastada, pero
todavía se mantenía tal cual fue creada. Pocos años después cayó
sobre ella una restauración imbécil y devastadora. Esos dos meses
en aquel lugar tan exultante serían decisivos para nosotros y para
nuestra evolución.
–¿Por qué?
–En Arc-et-Senans, el Théâtre du Soleil aprendió no solamente a
vivir en comunidad concretamente: se turnaban los roles para aten-
der la cocina, el sustento compartido, participación en los gastos
según los medios de cada uno, sino también una cierta disciplina,
la constancia. En la mañana hacíamos ejercicios físicos, y después
durante el resto del día trabajábamos sobre improvisaciones. Inclu-
so algunas noches mostrábamos esas improvisaciones a los habi-
tantes del lugar. Sobre todo, seguimos reflexionando juntos sobre el

26
sentido que debíamos darle a nuestra actividad teatral. ¿Podíamos
esperar que cumpliera un rol político? ¿Debía cumplir ese rol? La
respuesta fue sí, por supuesto, pero cuidándonos de no ser mani-
pulados ni por los hechos, ni por la retórica evasiva de los políticos,
ni por opiniones oportunistas, ni por ningún partido político, inclu-
so afín. Allá nació poco a poco en cada uno de nosotros la convic-
ción de que el “gran teatro” siempre es histórico, que tiene el deber
de recordarnos que estamos nadando en un río que se llama Histo-
ria, y que somos todos partículas de ese río, brigada fluvial, cons-
tructores de diques.
No teorizamos demasiado en el Soleil. Nuestro deseo de com-
prender juntos, de analizar juntos el rol del teatro en la sociedad es
acompañado siempre por la práctica. Entonces aquel verano toma-
mos la decisión de convertirnos en un elenco estable, fueran cuales
fueran las dificultades. A cada uno se destinaría el mismo salario, y
el nuevo espectáculo sería una creación colectiva.
Para muchos de nosotros, la toma de conciencia política nació a
partir de aquella experiencia en Saline. También nació la voluntad
de crear un lenguaje escénico nuevo y personajes de teatro accesi-
bles para la mayor cantidad de público posible. Allá trabajamos a
partir de un ejercicio sobre el tema de la Mandrágora mágica que
tenía el poder de convertir a cada uno en lo que quisiera. Esas im-
provisaciones individuales dieron nacimiento a un bosquejo, a una
especie de texto destinado a reemplazar a la obra tradicional. De
todo eso nació Les Clowns.

27
Tercer encuentro

LOS ORÍGENES
Cartoucherie, lunes 28 de octubre de 2002, 20.30 horas

Los ensayos están a pleno. Pero Ariane Mnouchkine mantiene el


misterio, no quiere decir nada del espectáculo. Sin embargo, parece
encantada por las improvisaciones realizadas ese día, que como siem-
pre fueron filmadas en video. Su asistente Charles-Henri Bradier
–calmo, joven e impenetrable– provisto de un cuaderno lleno de
anotaciones escritas con una letra muy fina, se acerca a ella un
momento para hacer en voz baja una selección extractada de las
mejores secuencias del día; de las que serán conservadas, de las
que serán visionadas otra vez para avanzar. Ariane Mnouchkine con
una sonrisa amistosa me invita a compartir la comida exquisita,
exótica y perfumada preparada para el elenco por Nissay Ly y That-
Vou Ly en una mesa de la cocina.

Fabienne Pascaud: ¿Ha sido determinante en su vida el ser hija


de un importante productor de cine –Alexandre Mnouchkine– que pro-
dujo tanto a Cocteau como a Philippe de Broca, Alain Cavalier, Alain
Resnais o Claude Miller?
Ariane Mnouchkine: Lo determinante fue su amor por mí. En
todo momento, durante toda mi existencia, de lo único de lo que
estuve segura es de que mi padre me amaba. Y eso me dio mucha
fuerza. Nunca fue demasiado duro conmigo. O lo fue muy poco.
Siempre orgulloso, feliz por lo que yo hacía, aunque, por supuesto,
se preocupaba mucho. Las noches de estreno, por ejemplo, pasaba
por el Soleil, pero como estaba más asustado que yo ni se atrevía a
entrar en la sala.
–¿Y su madre, June Hannen?
–Era inglesa, hija de un diplomático hermoso como un dios,
Nicholas Hannen, que muy pronto se arruinó, abandonó a la mujer
y a los hijos para convertirse en actor, entró en el Old Vic e hizo
Enrique V con Lawrence Olivier. Mi tía materna también era actriz.
En su juventud mi madre estudiaba en Francia y vivía en una pen-

28
sión enfrente a la casa de mis abuelos. Era bellísima. Cuentan que
fue mi abuela quien la descubrió para su hijo.
–¿Quiénes fueron sus abuelos paternos?
–Judíos rusos que llegaron a Francia en 1925. Mi padre nació en
1908 en San Petersburgo. Lamentablemente nunca me habló mu-
cho de esa parte de su vida, también me anunció tarde mis orígenes
judíos. Me acuerdo solamente de que él estuvo escondido durante
la guerra –yo nací en 1939 en Boulogne-Billancourt– y de que fui-
mos refugiados en Caudéran, cerca de Bordeaux, donde trabajó en
varios oficios. Me acuerdo de haberlo visto llorando cuando leyó a
mi madre una carta que mis abuelos confinados en Drancy lograron
enviarle antes de ser deportados. Ellos que nunca habían querido
llevar la estrella amarilla, alojaron a una niña que sí la llevaba.
Terminaron siendo denunciados por la portera. Un día, mucho tiem-
po después, le pedí a mi padre que me hablara de esa carta. Había
una frase sobre todo que le había provocado el llanto: “Si hoy nos
vieras estarías orgulloso de nosotros…”. Yo era muy chiquita, y no
entendía casi nada. Los bombardeos para mí eran como fuegos ar-
tificiales terribles, magníficos; los íbamos a ver al jardín porque mis
padres nunca quisieron bajar al sótano. ¡Preferían que los mataran
al aire libre!
–¿Cuál fue su reacción cuando descubrió su origen judío?
–Me sorprendí de que no me lo hubieran dicho antes. Yo fui edu-
cada de una manera muy liberal en esas cosas. Nunca se hablaba
de religión en casa, pero, sin embargo, cuando era niña, mi madre
me hizo aprender una pequeña oración. Me acuerdo de que de niña,
totalmente ignorante de mis raíces, tenía muchas ganas de ir a misa.
Por el ritual. Pero en el fondo estoy muy contenta de no haber sido
educada en una familia tradicionalista. Puede llegar a ser tan “ais-
lante”, tan “encerrado”, mientras que así todo lo que más me gusta
en la vida es abierto. Cuando me enteré de que mi padre era judío,
más o menos a los veinte años, le pregunté: “¿Qué pasó, me lo ocul-
taste o qué?”. Me contestó: “No, es que no me pareció importante”.
¿No era importante? ¿Qué había creído yo? ¿Por qué habían depor-
tado a mis abuelos? Siempre había creído que era por ser rusos. Yo
era una antirracista virulenta, una ardiente anti antisemita en la
escuela, o con mis amigos, sin saber que yo misma era medio judía.
El único problema ahora es que evidentemente me siento judía cuan-
do un judío hace algo malo o cuando le hacen algo malo a un judío.
Es decir, casi siempre.
–Entonces se siente desgarrada.

29
–Es una palabra demasiado importante. Diría furiosa, más bien,
cuando veo la locura de la derecha y de los colonos israelíes frente a
los palestinos y viceversa. Y lo que esto provoca aquí, en las escue-
las, en los colegios. Hasta ahora nunca me había parecido necesario
recordar que mi padre era judío, que yo soy medio judía. Ahora lo
hago a menudo. Por ejemplo, en los debates con los estudiantes de
liceo.
–¿Y la parte inglesa por el lado de su madre?
–Me fascinaban las historias que mi madre me contaba cuando
era chica: esas leyendas llenas de hadas, donde se mantiene esa
relación maravillosa, animista, con la naturaleza, como una especie
de cultura chamánica. Los druidas están presentes, los caballeros
de la Mesa redonda. Yo creo que mi madre creía en las hadas. A
pesar de la guerra mis primeros años de vida fueron muy felices.
–¿Y la infancia?
–Cuando volvimos a París con mi padre, en 1947, empecé a acom-
pañarlo a los rodajes. Me acuerdo particularmente de la filmación
de El águila de dos cabezas, de Jean Cocteau. Tenía ocho años.
Estaba fascinada con la última escena, ésa en la que Edwige Feuillère
cae como una reina, cuan larga es, de espalda, en la escalera, y
muere. La atmósfera era tan excitante, tan alegre. ¡Todo me parecía
tan brillante!
–¿Cómo era su padre?
–Fuerte e ingenuo a la vez. Siempre muy afectuoso con la gente
que quería, y atento con todo el mundo en el trabajo. Y gracioso.
Muy gracioso. Con ese acento ruso formidable que nunca perdió. La
gente lo quería y lo respetaba.
Tenía una energía titánica. Estaba presente en cada jornada de
rodaje, no faltaba a ninguna, siempre era el primero en llegar al
plató y el último en irse. Se ocupaba de todo, estaba informado de
todo. Desde el vestuario hasta el decorado pasando por la cocina o
la limpieza del plató. Amaba al cine de verdad. Y no solamente el
dinero que da el cine.
–¿Un obsesivo del trabajo de quien heredó la energía?
–Haberlo visto trabajar seguramente me sirvió de ejemplo. Inclu-
so habiendo tenido muchas peleas con él. Incluso habiéndolo acu-
sado por la elección demasiado comercial de algunas películas. Me
decía, un poco herido: “Pero las películas que no te gustan son las
que sin embargo te han dado de comer”. Mi padre era un verdadero
emigrado ruso: mezcla de locura y total conformismo. Pero lo diver-
tía tanto hacer esas películas de aventuras, ir hasta el Himalaya.

30
Hoy pienso que mis reproches eran insustanciales. Discutíamos
sobre todo porque nos queríamos mucho. En 1981, me anunció con
orgullo que iba a votar a Mitterrand. Era la primera vez: “Lo hago
para darte el gusto. Porque estoy seguro de que va a ser catastrófi-
co. Pero lo voy a hacer para darte el gusto. Murió en 1993. Unos diez
años antes de su muerte, después de su primera aneurisma deja-
mos de discutir; me daba miedo que nuestras discusiones siempre
tan apasionadas fueran peligrosas para su salud, pero creo que los
dos extrañábamos aquellas épocas en que terminábamos las peleas
con un chiste, o con él recordándome que yo estaba loca.
–¿En cuál de sus rodajes participó más?
–En el de Fanfan la Tulipe, de Christian-Jaque, con Gérard Philipe,
en 1951. Salíamos de casa a las 5 de la mañana, ayudaba a bañar
los caballos, me metía en todo, opinaba sobre todo, la verdad es que
molestaba bastante, me rezongaban. Pero estaba fascinada, era como
estar en un barco en el medio del océano. Me maravillaba más el
trabajo de los técnicos, el de los dobles –que eran en realidad los
que “hacían”– que el de los actores que, para mí, vivían en una
especie de Olimpo entre los dioses. Y yo no tenía ningunas ganas de
vivir en el Olimpo. La verdadera aventura estaba en la técnica, y yo
me sentía mucho más cerca de esos artesanos que eran quienes
realizaban el milagro, que lo hacían posible. Me encantaba ayudar a
instalar los travelling, a empujar un camión en el barro, a preparar
las escenas de riesgo de los dobles, montar a caballo.
–¿Entonces todo ese ambiente le dio ganas de hacer cine, de hacer
teatro?
–Fue mucho antes de que quisiera hacer teatro. Pero ya sabía
que no quería trabajar en el medio cinematográfico, aunque adora-
ba el cine.
–¿Por qué ese rechazo?
–Ese universo brillante, tan seguro de sí mismo, tan convencido
de su superioridad, me daba terror. Sentía que podía llegar a per-
derme en un lugar así. De hecho, estaba buscando mi isla. No que-
ría nada con el mundo tal como era. Quería un lugar donde el mun-
do fuera distinto, donde pudiera transformarse. En ese momento,
por suerte, conocí al poeta Henri Bachau. Era profesor, y cuando
mis padres se divorciaron pusieron a mi hermana en su colegio. Él
vio algo en mí que nadie había visto, se interesó por mí. Tuvimos
una gran amistad. Se dio cuenta hasta qué punto estaba mal con-
migo misma en aquel momento, y posiblemente fue él quien me
salvó impidiendo que me tirara por la pendiente de la rebelión esté-

31
ril: “Muy bien, ¿te parece que hay que cambiar el mundo? ¡Bueno, a
cambiarlo!”.
–¿Se psicoanalizó con él? Porque también es psicoanalista.
–No, después se hizo psicoanalista. Pero sin duda me empujó al
análisis; me hice un psicoanálisis, bastante salvaje por cierto, cuando
tenía alrededor de dieciocho o diecinueve años con una mujer ex-
traordinaria, Blanche Jouve, una señora mayor que había conocido
a Freud, que había trabajado con Charcot, y que era una psicoana-
lista completamente diferente a los psicoanalistas. Fue para mí una
época de reconquistas.
–¿Y cuándo toma la decisión de hacer teatro?
–Después de haber terminado el bachillerato, me fui a Inglaterra
para hacer un año en Oxford. Y allá existía una enorme actividad
teatral amateur. Jóvenes estudiantes hacían sus primeras armas
en la dirección; John Mac Grath o Ken Loach que estaban termi-
nando los estudios ese año. Así me convertí en asistente de tres
espectáculos, uno era Coriolano, de Shakespeare, dirigido por
Anthony Page, el otro era Bloomsday, de James Joyce, dirigido por
John Mac Grath, y un espectáculo pequeño dirigido por Ken Loach
en el que actué. Y fue entonces que una noche de lluvia muy ingle-
sa, subiéndome a un autobús después de un ensayo de Coriolano,
en el que aparecía como figurante, sentí como un flechazo. Como
cuando uno se enamora. “Ya está, es esto. Esto es mi vida, pensé,
este juego de equipo, subirse todos juntos a un barco que parte,
lejos, muy lejos, a descubrir una tierra legendaria y virgen.” Una
verdadera revelación. Quería vivir eso siempre, todos los días, hasta
que me muriera. ¡Cuando pienso en la suerte que tuve de haber
tenido esa certeza tan pronto! Después tuve tantas dudas sobre
tantas cosas, pero nunca más tuve dudas sobre la vocación. Nunca.
Esa corazonada de aquella noche la sigo sintiendo día tras día.
–¿Nunca tuvo dudas? ¿Nunca se arrepintió, por ejemplo, de no
haber hecho cine?
–Ya había transitado lo suficiente como para saber que para ha-
cer cine hay que conseguir mucho dinero, no alcanza con un grupo
de amigos que trabajen juntos. Y además yo quería compañeros,
quería poder elegir a mis compañeros y no tener que entrar en un
sistema.
–¿No le gusta la soledad?
–Hay soledad y soledad. La buena y la mala. Si alguna vez tuve la
impresión de estar sola fue por debilidad o por vanidad. Cuando
estoy demasiado obsesionada por un proyecto, demasiado preocu-

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pada, me olvido de que somos muchos para defenderlo. Amor, tengo
mucho a mi alrededor. Si quedo sola, cuando quedo sola, es porque
me lo merezco.
–Entonces, en 1958 volvía de Inglaterra…
–Me pongo a estudiar algo de psicología en la Sorbona, tomo al-
gunas clases, pero me aburren terriblemente. En 1959 participo en
la fundación de la Asociación Teatral de Estudiantes de París, junto
a Martine Franck, Pierre Skira, y otros. Pedimos un salón para en-
sayar en la Sorbona. Y ocurre el primer milagro, se anotan en la
ATEP la mayor parte de los futuros fundadores del Soleil, Jean-
Claude Penchenat, Philippe Léotard, Jean-Pierre Tailhade, Gérard
Hardy, Myrrha Donzenac… ¡Por fin tenía la sensación de haber en-
contrado la punta de la madeja! No sabíamos nada. No le teníamos
miedo a nada. Nuestro objetivo era ofrecer a los estudiantes una
formación teatral y montar espectáculos.Nos convertimos un poco
en los rivales del Théâtre Antique de la Sorbona. En ese momento
me dedico a las tareas administrativas, no cuento nada sobre mi
experiencia en Oxford ni le digo a nadie que tengo ganas de dirigir.
De todas formas, le tengo que decir a mi padre que había dejado los
estudios. Él me mantenía, me tenía confianza, no se volvía loco con
esas cosas… o por lo menos no lo demostraba.
–¿Y cómo nace su primer espectáculo?
–Henri Bachau había escrito una obra, Gengis Khan. Y acepta
dárnosla. Y yo la dirijo. Me había quedado fascinada en el Théâtre
des Nations3 con la Opera de Pekín, y ya en ese momento me inspiro
un poco en el teatro chino. No sabía nada de nada en aquella época.
¡Trataba de ser meticulosa y organizada, nada más!
El vestuario estaba confeccionado con mantas militares otorga-
das gratuitamente por la asistencia pública. ¡Nos parábamos en
medio de la calle Soufflot los sábados o los domingos para probar
las banderas al viento! ¡Los pocos autos que pasaban por ahí tenían
que desviarse! El espectáculo se dio durante diez días en las Arènes
de Lutèce en junio de 1961. Pero a pesar de una muy buena crítica
(la única) de Henri Rabine publicada en La Croix, nuestro público
estaba compuesto sobre todo de vagabundos, que parecían apreciar
el espectáculo. Me acuerdo que Jean Paulhan pasó a saludar a Henri
Bachau.
–¿Qué ambiente había en la compañía?
–Amistoso, alegre, desordenado, muy emotivo. Nos reíamos o llo-
rábamos todo el tiempo. A partir de ese momento empezamos a so-
ñar con la posibilidad de fundar una compañía profesional. Pero no

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antes de que cada uno hubiera terminado con lo que tenía que ha-
cer, estudios, servicio militar, porque queríamos que el compromiso
individual fuera total. Nos dimos dos años hasta estar disponibles.
Yo tenía un gran sueño desde la infancia: China. Para mí represen-
taba el reino de la belleza, de la aventura, del misterio. El asunto
era reunir el dinero necesario, entonces participé en el guión de El
hombre de Río para mi padre, y me fui. Sin saber hasta qué punto
iba a ser un viaje iniciático.
–Su infancia había estado alimentada por narraciones de viajes,
¿no?
–Sí. Mi tía Galina, la hermana tan querida de mi padre, me contó
muchas veces la historia de un larguísimo vagabundeo en tren, de
casi dos años, que mi padre y ella habían hecho de niños, durante
la Revolución…
Fue ese famoso tren bolchevique que atravesaba Siberia y que
cayó en manos del ejército blanco. Una noche se detiene. Estaba
nevando. Las luces de las fogatas de los soldados checos adentro
del tren se reflejaban sobre todo el paisaje. De pronto deslizándose
sobre el hielo aparece un cortejo de trineos. Soldados de rostros
asiáticos sentados uno frente a otro, arropados en espléndidas ca-
pas doradas. Desde el tren todo el mundo los mira pasar. Sólo se
oye el ruido de las pequeñas pezuñas de los caballitos sobre la nie-
ve. Y de a poco mi padre y su hermanita empiezan a darse cuenta de
que están todos muertos. ¡Congelados! Un batallón entero. Habían
intentado protegerse, mal que bien, con los hábitos sacerdotales de
un convento que venían de saquear, y se congelaron durante la no-
che. Pero los caballitos no paraban de correr. Hasta la muerte. Mi
padre está en la ventana. Yo pienso que esa visión quedó grabada
en él, y después en mí, para siempre. La Revolución. La guerra. El
Apocalipsis. El misterio de esos rostros asiáticos. ¿Por qué asiá-
ticos?

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Cuarto encuentro

EL GRAN VIAJE
Cartoucherie, viernes 29 de noviembre de 2002, 8.45 horas

Rico olor a café caliente. Primera hora de una mañana gris y fría.
Entro rápidamente a la cocina; reparo por primera vez en la bande-
ra azul, blanca y roja que ondea en el frente del edificio. Ya se están
preparando baterías de cacerolas para el almuerzo. Todo el mundo
al pie del cañón. Algunos durmieron ahí. Al lado, en el comedor-
cantina con enormes bancos largos, y largas mesas de madera –el
ritual de la comida es esencial en el Soleil– un grupo de actores bien
abrigados miran atentamente libros de fotos, observan con
detenimiento algunos rostros, algunas siluetas, buscan detalles,
hablan en voz baja sobre lo que ven. Afinan una y otra vez el trabajo
sobre sus personajes, sobre el maquillaje. Ariane Mnouchkine, con
el cabello alborotado, se acerca, les habla en voz baja, da algunas
indicaciones. Me ve. Me pide que la espere un poco. Con seguridad,
ella también durmió aquí para trabajar hasta más tarde y poder
retomar más temprano, como hace a menudo.

Ariane Mnouchkine: Quedamos en que había ganado algo de di-


nero participando en la escritura de un guión de cine producido por
mi padre, El hombre de Río, de Philippe de Broca, con Jean-Paul
Belmondo. Fue en 1963. Yo sabía que si no me iba en ese momento,
nunca más tendría tiempo, nunca más ese tiempo. Iba a ser un
viaje de seis meses. Duró casi quince. Primero tomé el barco de
Marsella a Yokohama. Mi barco se llamaba El Camboya, de la com-
pañía Messagerie maritimes. Quería ir a China pero no me habían
dado la visa. Pensé, no importa, empiezo por Japón, y ahí solicito mi
visa para China. Me quedé cinco meses y medio en Japón; volví a
pedir la visa que me fue denegada. No importa, la pido en Hong
Kong. Pedía la visa en cada país y me la negaban. Di la vuelta alre-
dedor del país sin poder llegar. En esa época iba muy poca gente a
China, y cuando lo hacía era en excursiones que costaban caras. Yo
no tenía el dinero suficiente y de todas maneras no quería una ex-

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cursión. Pretendía viajar por China como viajaba por cualquier otro
lado.
–¿Entonces no fue a China?
–No. Y probablemente no vaya nunca. Le hago el boicot a China.
Por la ocupación del Tíbet. Sí, ya sé, es ridículo, pero es así. Sin
embargo a Taiwan voy. Todas las veces que puedo. Me gusta tanto
la gente de ahí.
–¿Por qué estaba tan fascinada con China?
–Ir a China quería decir partir hacia a una China interior. Tenía
necesidad de una ruptura. Necesitaba remontar el curso del tiem-
po, del río, del espacio, salir a la aventura para buscarme, para
encontrarme, para ir más allá. Pero pienso que todo eso, ya en ese
momento, quería decir ir hacia el teatro.
–¿Y qué hizo durante esos cinco meses en Japón?
–Empecé dando clases de inglés. Sabía que era el único lugar
donde podría trabajar y ganar un poco de dinero para seguir el via-
je. Allí también conocí grandes momentos de soledad. Había resuel-
to hacer todo el periplo sola. La verdad es que había quedado en
encontrarme en algunas etapas del viaje con una gran amiga, Martine
Franck, que todavía no era fotógrafa y estaba viajando con sus pa-
dres. Yo no tenía la sensación de estar haciendo un viaje de estu-
dios, más bien sentía que se trataba de un viaje como los mochileros
hacían en aquella época. No tenía idea de lo que me esperaba. Iba a
ver tanto pueblitos como grandes ciudades, tantos monumentos o
templos como lagos sagrados o gente. O nada. Iba a existir. Lejos.
–¿Cómo se “encontró” con el teatro?
–Antes de llegar a Yokohama, el barco hizo una escala de una
noche en Kobé; y yo tenía entendido que esa ciudad tenía un teatro
nô4 muy importante. Con dos o tres jóvenes que venían a bordo,
bajamos a tierra y nos fuimos a ver una representación de teatro nô
que se hacía –todavía se hace– iluminada únicamente con la luz de
unas fogatas enormes que me parecieron altas como casas, dis-
puestas en cada rincón. Yo, como muchos otros espectadores, me
subí a un árbol para ver. No había sillas, nada. ¿Qué era todo aque-
llo? ¿Qué nô era exactamente el que estaba viendo? Soy incapaz de
contestar esa pregunta. Pero para mí fue un milagro. Tuve la impre-
sión de descubrir no sólo el teatro, sino el mundo antiguo. Un mun-
do despojado, radical.
De a poco me fue atrayendo, conquistando, convenciendo, la sim-
plicidad de algunos lugares, de algunos objetos. En Japón jamás
hay “demasiado”. Incluso se podría decir que eso es lo que lo identi-

36
fica, la firma de Japón, un arte sin “demasiado”. Más tarde en To-
kio, en una sala apenas un poco más grande que nuestro comedor,
vi a un actor joven, desconocido, del barrio de Asakusa que era, en
aquella época, maldito por ser un barrio de placeres. Ese actor, que
no dejó su nombre a la posteridad, representaba toda una batalla
con nada. Sólo un gran tambor y sus ojos. Yo lo miraba y entendía
todo. No había barrera de lenguaje. La Epopeya estaba ahí, misera-
ble y universal. Ése era el teatro que yo quería. Le debo mucho a ese
desconocido actor japonés. No sé cómo se llama pero en mi último
viaje a Tokio encontré aquel teatro minúsculo. Siempre tan pobre
pero siempre en actividad. Él no, él no estaba ahí. ¿Qué habrá sido
de él?
–¿Fue en Japón donde encontró la inspiración –futura– para la
puesta de Ricardo II de Shakespeare?
–Daba vueltas por los teatros, pero no entendía mucho lo que
veía. Hasta que un día entré en una sala de kabuki.5 No estaban
dando Shakespeare, pero era Shakespeare. Después, dieciocho años
después, propuse esa forma para Ricardo II. Ese formalismo japo-
nés, al principio nos dio rigidez, nos incomodó. Al contrario de lo
que pasó con Enrique IV, en que el kabuki fue justamente la herra-
mienta precisa. La utilizamos con más libertad. Y creo que el espec-
táculo estaba mejor.
–¿Cómo fue que los actores del Soleil se pusieron a trabajar dentro
de esas formas que nunca habían visto personalmente?
–En gran parte a través de la imaginación. Conoce esa fórmula
mágica: “¿Y si fuéramos un elenco japonés?”. Inmediatamente deja-
ríamos de ser nosotros. Y esa es la flor del teatro: la felicidad de no
ser uno mismo, dejar venir al otro, al desconocido. “Hacer de cuenta
que es verdad”. Son juegos de la niñez que nos resultan indispensa-
bles.
–¿Pero entonces, dónde vio después teatro chino, que junto con la
commedia dell’ arte, fue la fuente de L’Age d’or?
–En Bangkok. En una plaza. Rampas en los dos extremos y en el
medio una multitud –sin embargo hay pocas plazas en esa ciudad,
¿no sería un estacionamiento?– un duelo entre dos teatros tradicio-
nales chinos. Intentaban atraer la mayor cantidad de espectadores
actuando lo mejor posible, exagerando lo más posible. Fue extraor-
dinario. La gente iba de un lado a otro. Apenas decaía un minuto y
paf nos íbamos para el otro lado a ver al otro grupo. ¿Demasiado
largo? Volvíamos otra vez a los que habíamos dejado.
–¿Qué estaban actuando?

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–Una epopeya notoriamente conocida por todos. En aquella épo-
ca yo sacaba fotos (ver ilustraciones). Estaba sobre el escenario
–ellos permiten que la gente suba al escenario– y de repente oigo
que alguien dice, en francés: “Ah, ¡qué pesada que es esta! ¿Pero
qué está haciendo?”. Me doy vuelta ofendida: era Louis Malle fil-
mando un documental. ¡Y yo metida todo el tiempo en el plano!
Después me fui a Camboya. Y casi me quedo allí.
–¿Por qué?
–En 1963 todavía era el paraíso. Ya había amenazas de guerra,
pero Sihanouk mantenía el poder. Y la vida ahí era tan agradable.
En diciembre llegué a Calcuta. Fue un momento de pánico. Todavía
había grandes hambrunas, bebés muertos en las veredas. No logra-
ba superar el miedo, soportar lo insoportable… Me fui a Nepal, du-
rante un tiempo viajé a pie por el país. Nos cruzábamos en el cami-
no con tibetanos que huían o comerciaban. Entonces me llamé a la
cordura, no debía huir de la India. Volví más serena, más calma. Y
se convirtió en mi segundo país.
–¿Por qué?
–Yo no podría vivir en la India, la miseria es todavía demasiado
terrible, pero la India es para mí como una “Tierra anterior”, uno de
mis países de antes. Creo que debo haber vivido ahí en otra vida. Un
día me subí a un autobús, una mujer dijo algo y todos se empezaron
a reír. Yo no entendía de qué. Me señalaron al inspector: éramos
como hermanos. Nos parecíamos como dos gotas de agua. ¡Geme-
los!
En India amo la tierra, el arte, el fervor vital, la arquitectura, la
inmensidad, lo excesivo. Porque yo no soy en absoluto una persona
austera. No me gusta nada la austeridad. Incluso ahora que me
atrae cada vez más el “menos”, y cada vez menos el “más”.
–Seguimos en India, asistió al teatro…
–Allá ni siquiera hay que ir al teatro, el teatro viene a uno. Es
como un momento más de la vida, como la recolección, la vendimia.
Yo ya había visto kathakali6 en el Théâtre des Nations (¡jamás será
suficiente lo que se diga sobre el Théâtre des Nations, sobre lo que
descubrió para el público de París y para los profesionales durante
su breve existencia de 1954 a 1968!) pero ¡poder ver los espectácu-
los en el lugar donde nacieron…! Me dejé llevar por todo lo que veía.
Era como una especie de esponjita. ¡Y estoy muy contenta de que
haya sido así! Sin saberlo, casi sin quererlo, estaba acumulando un
tesoro que iba a cambiar mi forma de ver, de vivir.
–¿Y después se fue a Pakistán?

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–Cruzo Pakistán, no me quedo demasiado porque es un lugar
donde siento mucha agresividad. Sí, ya en ese momento. Cruzo
Afganistán, en pleno invierno a principio de 1964, cuarenta grados
bajo cero en Kabul. Un reino de leyenda, de seres de leyenda. El
esplendor. Nunca voy a volver a ver Afganistán como en aquellos
días. Nunca voy a volver a ver Camboya como en aquellos días. En
aquel momento, Martine estaba conmigo y viajábamos sin sentir
miedo un minuto. Hacíamos dedo, subíamos a autos, a camiones,
siempre había gente que nos invitaba a alojarnos con ellos, que nos
protegía. El único lugar donde por casualidad pasé un momento de
aprehensión fue en Teherán, me dejó un recuerdo más bien malo. Y
Turquía. Un mal recuerdo Turquía.
–¿Cómo son sus viajes?
–Miro la gente. Me siento y miro pasar la gente. Durante horas.
De a poco, empiezo a darme cuenta hacia donde quiero ir y lo que
quiero ver. Un viaje es eso, mirar, nutrirse con encuentros, aceptar
los encuentros, equivocarse, pensar: “¿Pero qué mierda estoy ha-
ciendo aquí desde hace tres días esperando que pase un puto tren?”.
Y al mismo tiempo, durante esa espera interminable, en una esta-
ción perdida, en algún pueblo perdido de la India, pasando por
momentos de soledad muy penosos, uno empieza a percibir con
exactitud cómo se mira la gente, cómo se sienta, cómo comen, cómo
sobreviven, pequeños detalles, la musicalidad de sus gestos.
–¿Ese viaje resultará esencial?
– Es por cierto el período de mi vida que yo más recuerdo. Como
si otra vez estuviera frente a mis primeros años de vida. Me olvido
tanto de cosas que pasaron en otras épocas, la gente tiene que re-
cordármelas. A veces me cuestiono sobre esa falta de memoria. Al-
guien me pregunta: “¿Se acuerda?”. Y yo no me acuerdo en absolu-
to. ¿Por qué? ¿Será porque el teatro es el arte del presente? No po-
demos contar el pasado, invocarlo, evocarlo, encarnarlo si no lo trae-
mos al presente más absoluto. El teatro es “aquí y ahora”. Y la vida
de un elenco todavía más, es el presente de cada individuo en cada
momento. Pero de vez en cuando me siento culpable: “¿Cómo puede
ser que te hayas olvidado de eso?”.
–¿Hay espectáculos de los que se haya olvidado?
–De todos y de ninguno. Me acuerdo de algunos momentos de
algunos espectáculos. Más bien de algunos actores. Probablemente
del que menos me acuerdo es de Molière, de la película, porque sé
que quedó registrada en algún lugar. El espectáculo que menos re-
cuerdo es Mefisto o la novela de un actor, posiblemente porque es

39
uno de los espectáculos que me hizo menos feliz. Podríamos haberlo
hecho mucho mejor…
–¿Qué?
–Como había escrito el guión de Molière, creí que podía ponerme
a escribir teatro. Me había encantado Mefisto, la novela de Klaus
Mann.* Pero fue un error escribir yo misma la adaptación. No esta-
ba satisfecha con lo que estaba haciendo. Soy autor como podría
serlo un actor, creo que sé encontrar los signos teatrales, pero no
escribir una obra. Estoy arrepentida. Pero por lo menos logré enten-
der lo que es un verdadero dramaturgo, es una persona que sabe
que las palabras son acciones y no comentarios.
–Volvamos a ese viaje del cual no olvidó nada… ¿Hacía anotacio-
nes? ¿Sacó fotos?
–Sacaba muchas fotos. Y todavía, hoy cuando vuelvo a ver esas
fotos, me parecen buenas. Ahora ya no saco más fotos. Ahora la foto
incluso me impide mirar. En aquel momento me ayudaba. Tal vez
porque me obligaba a detenerme, a concentrarme.
–¿Qué le quedó de todo aquel periplo?
–No viajé solamente por el espacio, viajé en el tiempo. Viví el pri-
vilegio extraordinario de estar en un momento en la Edad Media y
en el siguiente en el Renacimiento, o hasta en la Antigüedad. Conocí
gente que vivía con una simplicidad grandiosa, en universos de poe-
sía cotidianos. Eso se percibía en lo que decían, y por la forma en que
me recibían. Allá existía una amplitud, una belleza gestual, una
ritualización de la vida cotidiana, que me resultan indispensables.
–¿Tan importante es para usted la ritualización de lo cotidiano?
–Sí. Siempre y cuando no se convierta en una tradición opresiva,
con prohibiciones que cercenen al individuo separándolo del mun-
do, o de la colectividad; si no es así, ayuda a vivir. Y además es
hermoso. Como cuando los japoneses esperan la floración de los
cerezos como si fuera un don del cielo, y durante diez días todo se
dirige hacia la contemplación de esos árboles; es magnífico. Allá
existen determinados gestos, determinadas músicas, determinados
platos, incluso determinados aromas para determinados momen-
tos. Y casi una festividad diaria para celebrar un acontecimiento o a
un dios, a una planta, a una flor, a la lluvia.

* Klaus Mann (1906–1949) hijo del escritor Thomas Mann, premio Nóbel de
Literatura. Luchó contra el nazismo, retratándolo en novelas muy negras: Mefisto
(1939), El volcán (1939). Se suicidó en Cannes en 1949, dejó una autobiografía
que apareció después de su muerte (Momento de decisión).

40
Aquí en Francia no celebramos mucha cosa. Conmemoramos en
forma pretenciosa pero ya no celebramos. Bajo pretexto de que no
vale la pena festejar una victoria porque forzosamente va a estar
seguida por una derrota. ¡Y bueno, justamente como hay tantas
derrotas es que hay que saber celebrar las victorias! Incluso las más
pequeñas. Y el teatro es uno de los últimos lugares de celebración.
En sí mismo, una victoria.
–¿Nunca una vía de escape?
–Sin duda que no. Si bien todo arte representa un refugio, una
fortaleza, contra la fealdad, la tontería, la barbarie, sigue siendo un
combate de todas maneras. El hecho de haber encontrado un lugar
lindo, un refugio, eso no significa que el combate pueda darse por
terminado.
–¿Fue durante el viaje que forjó su conciencia política?
–Realmente no. En esos largos meses, conocí algunos jóvenes
que estaban viajando y que estaban, como yo, en el amanecer de
sus vidas. Hablábamos de nuestros sueños, del futuro que, a pesar
de lo que pasaba en la guerra de Vietnam, sólo podía ser maravillo-
so y fraterno. Pero no nos dábamos cuenta de lo que estaba pasan-
do en realidad. En Afganistán, como logré hacerme entender con el
poco ruso que sabía, tomé conciencia de que los rusos no estaban
lejos. Pero tengo que reconocer que en Camboya –donde todo era
tan exquisito– no presentí en absoluto lo que iba a suceder diez
años después con el Khmer rojo. Muy poca gente lo presentía.
–¿Tomando distancia, puede medir la importancia de ese viaje con
respecto a su formación como directora de teatro? ¿Y al fin de cuen-
tas por qué Asia? ¿Por qué esa obstinación por ir allí? ¿No será tal vez
por la importancia fundamental que el teatro oriental ha tenido sobre
grandes hombres de teatro como Jacques Copeau7 o Antonin Artaud,8
quienes le han consagrado textos fundamentales? ¿Ya había leído
esos textos?
–No fui a Oriente por haber leído a Copeau. Leí a Copeau por
haber vuelto de Oriente. Había quedado fascinada con la simplici-
dad radical de algunos lugares. Por ejemplo, un teatro de nô es
como la fachada de un templo. Es más, si uno mira un plano del
Globo y un plano de un teatro de nô, se parecen. El Teatro del Globo
de William Shakespeare es como el patio de una posada. En la po-
sada hay una galería, también hay una galería en el teatro de nô y
también la misma terracita. En India, en cualquier espacio de feria,
con cuatro bambúes y un techo colorido hacen el teatrito más her-
moso que uno pueda imaginar

41
–¿Cuándo tomó la decisión de volver?
–En primer lugar, no tenía más dinero. Mi padre me pedía que
volviera. Yo me sentía ya lo suficientemente impregnada, y tenía
que empezar a hacer. En este tipo de viajes, y está bien que sea así,
vas en la dirección del viento pero después de un tiempo uno va
dejando pasar muchas cosas. Además había llegado la hora del
Théâtre du Soleil.
–¿Y a su regreso, su padre la hizo trabajar en guiones, para ganar
algo de dinero?
–No. Después del viaje simplemente me mantuvo. No me vi obli-
gada a trabajar inmediatamente para ganarme la vida. Gracias a él
yo pude ocuparme del espectáculo mientras que los demás trabaja-
ban durante el día. Cuando llegaban nos poníamos a ensayar.
–¿Él hasta cuándo la mantuvo?
–Hasta La cocina . E incluso después, jamás me dejó morir de
hambre de verdad. Fue un verdadero padre.

42
Quinto encuentro

TRABAJANDO EN EL ESPECTÁCULO

Cartoucherie, sábado 14 de diciembre de 2002, 20.30 horas

Ariane Mnouchkine me instala en un sofá en una pieza grande y


hermosa que funciona como biblioteca, como escritorio, o como dor-
mitorio llegado el caso. Sobre los estantes, objetos provenientes de
Asia y viejos libros de arte. Se llega a esa buhardilla subiendo una
escalerita ubicada a la izquierda del gran hall, hoy todavía vacío,
pero que en general está lleno de espectadores. Desde lo alto de la
escalera, Ariane Mnouchkine puede ver todo lo que pasa. La estoy
esperando. Los ensayos avanzan. Aún cuando el espectáculo, ya
bautizado Le Dernier Caravansérail* ha sido postergado unas se-
manas. Para que esté listo y sea realmente hermoso. Dentro de un
gran baúl de mimbre, duerme un bebé. Su mamá actriz viene a
cada rato a ver cómo está. Ariane Mnouckine, sube por fin, y trae
una bandeja con un plato delicioso para las dos. Parece cansada,
pero resignada a seguir con la entrevista. Me resulta incómodo ve-
nir a agotarla todavía más. Es tarde.

Fabienne Pascaud: ¿Por qué hacer hoy un espectáculo sobre los


refugiados?
Ariane Mnouchkine: Porque es uno de los síntomas graves de la
enfermedad de nuestro siglo. Porque según la forma en que respon-
da nuestra sociedad (europea) resultará determinante para nuestra
Historia. Esta sociedad se habrá comportado de manera ignominio-
sa o humana.
Le Dernier Caravansérail es un espectáculo histórico, como to-
dos los del Soleil. A veces hacemos un clásico; otras veces, hacemos
un espectáculo sobre un acontecimiento contemporáneo a la mane-

* N. de T.: La última caravana.

43
ra antigua, como en el caso de Tambours sur la digue, de Hélène
Cixous. Y otras, como en este caso, hacemos un espectáculo en el
presente… o como en Et soudain des nuits d´éveil. Esto nos da la
posibilidad de variar.
–¿Al elenco o al público?
–A todos. Siempre tenemos que volver a Shakespeare, a Esquilo,
o con Hélène, a una teatralidad radical, extremadamente transpuesta,
para nutrirnos e impedir que nos hundamos en el realismo, como
siempre. El realismo es el enemigo.
–¿Por qué?
–Porque por definición el teatro, el arte, es transposición o trans-
figuración. Un pintor pinta una manzana pintada, no una manza-
na. Hay que hacer aparecer la manzana. Una aparición. El escena-
rio es un espacio de apariciones.
–¿Rechaza el realismo, pero no hay una verdad geográfica, histó-
rica, política, sin embargo, en el origen de Le Dernier Caravansérail?
–¡Pero rechazar el realismo no quiere decir rechazar la realidad!
Hay entre nosotros un kurdo, una iraní, iraníes, afganos, una rusa,
australianos, franceses. El mundo nos da referencias. Y además
están las fotos. Tenemos ese universo inmenso de reporteros, de
grandes fotógrafos a los cuales debería rendirles homenaje más se-
guido. Los cronistas de la mirada. Shakespeare tenía a Holingshed
o a Plutarco, nosotros a Cartier-Bresson, a Salgado, a Abbas o a
Ahmet Sel, y a otros. Un actor mira una foto y dice: “Tengo que
hacer un refugiado afgano, eso es, es éste, voy a intentar compren-
derlo”. Se hace esa cara, para hacerse del alma. ¡Pero a veces ni
siquiera logra hacerse la cara.
–Por lo tanto un trabajo sobre la realidad para poder escapar de
ella.
–Sí. Sobre la verdad. Los actores trabajan sobre la verdad.
–Usted afirma que todos los espectáculos del Soleil son espectácu-
los históricos.
–El gran teatro nos cuenta que cualquier historia de amor, cual-
quier encuentro, cualquier crimen, cualquier cobardía, cualquier
traición, cualquier gesto magnánimo, cualquier elección mala o bue-
na, pertenece a la historia general del mundo, y hace su contribu-
ción a ella. Todos nuestros gestos hacen la Historia. La grande y la
pequeña. De ahí viene mi gran reserva con tantos autores moder-
nos que me parecen indiferentes a la historia del mundo.
–¿El teatro también es un medio de luchar contra la Historia?
–¿El arte es capaz de luchar contra la barbarie? ¿O es totalmente

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impotente? Personalmente quiero creer que el arte también es un
arma. De todas maneras, no hay batalla más seguramente perdida
que la que no se libra, como diría Vaclav Havel.
–La excelente votación que obtuvo Jean-Marie Le Pen en la prime-
ra vuelta de las elecciones presidenciales del 21 de abril de 2002
hizo dudar a muchos artistas, intelectuales, sobre la influencia…
–La duda es la esencia misma del arte y de la práctica intelec-
tual, y no solamente en los días de catástrofes. De todas maneras,
si bien es cierto que no tenemos razones para celebrar tampoco me
siento obligada a castigarme. La responsabilidad de los hombres y
las mujeres políticos y mediáticos salta a los ojos. Lo confieso, estu-
ve muy enojada. Jospin hizo una campaña inexistente, y su aleja-
miento, aparentemente tan digno, para mi fue escandaloso. No so-
lamente estropea todo sino que además se enoja, pone mala cara.
Ni siquiera se queda para barrer los platos rotos. ¡Se va para Sicilia!
Un hombre que se dedica a la política si es sincero y está convenci-
do sigue trabajando aunque no salga elegido, mientras que los mili-
tantes de su partido no lo desaprueben. Además nadie lo desapro-
bó, él se sintió derrotado y herido, nada más. No se renuncia a la
lucha política por sentirse herido. Si Mitterrand hubiera actuado
así jamás habríamos oído hablar de Lionel Jospin. No hubieran exis-
tido los cambios.
–Es esencial estar atento a lo que pasa en el mundo.
–Sería demasiado fácil si pudiéramos bajarnos del tren de la His-
toria, por más que por momentos resulte infernal. El mundo es mi
país, su historia es mi historia. Toda su historia, incluso la que no
conozco.
–¿De qué manera Le Dernier Caravansérail se articula con sus
compromisos, por ejemplo con el compromiso con los indocumentados
en 1996?
–Refugiados e indocumentados. Se trata de dos escenarios dife-
rentes. Los indocumentados estaban aquí desde hacía mucho tiem-
po, la mayor parte tenía familia, hijos, incluso trabajo. Y de pronto,
por las leyes xenófobas de Charles Pascua, se ven empujados a la
ilegalidad.
Por otro parte, están estos fugitivos que llegan para pedir asilo,
igual que antes lo hacían los suplicantes. Y se encuentran con crite-
rios de admisión que no pasan de ser otra cosa que criterios de
exclusión. Yo misma no soy una adepta de la apertura total de las
fronteras. No quiero tiranos, no quiero verdugos. Pero si nosotros
mismos defendiéramos mejor nuestros principios, si defendiéramos

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ardientemente, sin sentimentalismos, la laicidad, la igualdad entre
hombres y mujeres, la igualdad de acceso a la educación, a la sa-
lud, a la vivienda, a la justicia, si defendiéramos más firmemente
las leyes de la democracia, en suma –si nos defendiéramos incluso
contra aquellos que saben manipularlas muy hábilmente para vol-
verlas en contra de la propia democracia– no tendríamos que defen-
der tanto nuestras fronteras. Estoy segura de que los franceses se-
rían más acogedores si estuvieran seguros de que nadie, ningún
extranjero ni ningún francés, pudiera transgredir esos principios
fundamentales, no negociables y, diría, transculturales.
–¿Cuál es para usted el principio más importante?
–¿Hoy? La igualdad entre hombres y mujeres. Veo con desespe-
ranza que se toleran prácticas inadmisibles. Veo que, en lo que se
refiere a las mujeres en muchos áreas, el Estado francés no asume
su misión protectora. Hoy, si una niña vuelve a su casa y le dice a
su papá o a su hermano: “Querido papá, me encantaría usarlo, pero
el velo está prohibido, es la ley”, la obligarían a llevarlo de todas
maneras. Si no hay una ley que las proteja a ellas, la ley está contra
ellas.
–¿Qué piensa del comunitarismo?
–La palabra comunidad me inquieta. Se la usa indiscri-
minadamente, la comunidad judía, la comunidad musulmana, la
comunidad china, la comunidad gay, ésta, aquélla. Una comunidad
es algo cálido, representa seguridad, con la condición de que no sea
una cárcel, no implique exclusión, separación. Cuando se llega a un
país, hay que conservar la memoria –es un tesoro– pero también
hay que renunciar a algunas cosas. Incluso conservando el acento,
hay que preparar a los hijos para que se conviertan en ciudadanos
de ese país. Por ejemplo, yo soy de origen ruso, y judío e inglés, pero
sin embargo no voy a empezar a declarar que pertenezco a la comu-
nidad rusa, o judía o inglesa. ¿Cuánto tiempo va a durar esta histo-
ria? ¿Cuántas generaciones más van a tener que pasar? Personal-
mente, soy ciudadana francesa, europea, y del mundo. Mis orígenes
son un tesoro para mí, no mi cárcel.
–¿La idea de Le Dernier Caravansérail nació por voluntad política?
–Sí y no. En primer lugar nació de un deseo de teatro. Mis pro-
puestas a los actores para hacer un espectáculo siempre parten de
lo que tengo ganas de ver. Y si ellos aceptan mi propuesta es por la
misma razón.
Tuve ganas de ver sobre un escenario las odiseas terribles de
esos hombres y mujeres que viven errantes por el planeta. Salvo

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que estos Ulises no vuelven a su país de origen, huyen de él buscan-
do un lugar donde vivir. Atraviesan bosques poblados de lobos, ríos
crecidos, se dejan despojar. Se aman, se separan. Para mi gran sor-
presa en Sangatte muchos me hablaban de amor. De amores impo-
sibles. De una chica de la que estaban enamorados y no pudieron
casarse. De separación.
–¿Cómo trabajó?
–Estuve varias veces en Sangatte y en otros campos de refugia-
dos en Australia, en Indonesia. Me ayudó una joven actriz del Soleil,
Shaghayegh Beheshti, que habla y traduce admirablemente bien el
persa; grabé unas cincuenta entrevistas. Muchos de esos refugia-
dos hablan persa; la mayor parte de los afganos, muchos kurdos de
Irak y otros.
–¿Qué recuerdos le quedaron de Sangatte, ahora que cerraron el
centro?
–Desde 1998, los emigrantes empezaron a pasar hacia Inglate-
rra. Esperaban dos, tres días, antes de lograr pasar, ya fuera por
barco, por tren o en camiones que subían a los barcos o a los tre-
nes. Acampaban en los parques, en las plazas de Calais. El alcalde
abrió un depósito para ellos. Pero inmediatamente ese depósito se
convirtió en el lugar de encuentro de intermediarios que venían de
Alemania en sus grandes Mercedes. El alcalde no quería eso en
Calais. Entonces el prefecto acondicionó un galpón en Sangatte un
poco más alejado. Llegó la Cruz Roja, puso algunas duchas, acomo-
dó unos lugares con camas, les dio una sopa a cada uno. Con una
consigna formal: “Cuidado, no hay que permitir que los refugiados
se instalen”. El centro, que al principio albergaba durante algunos
días a cien o a doscientos “pasajeros en tránsito”, terminó por dar
alojamiento a mil o a dos mil “residentes temporales” que se fueron
quedando cada vez más tiempo, a medida que el viaje se hacía más
arduo y peligroso.
Pero ese centro en Sangatte, digan lo que digan, era un lugar
humano. Equipos de la Cruz Roja y voluntarios estaban día y noche
al pie del cañón. Ochenta para dos mil personas. “Podría conseguir-
me un poco de champú… un pedacito de jabón… perdí mi cepillo de
dientes… pero ya te di tres… sí, pero me lo robaron… necesito una
aspirina… me duele la cabeza… estoy deprimido… quiero un medi-
camento... qué va a ser de mí... dónde está tal… perdí mi tarjeta de
teléfono… me robaron los documentos… Ya van seis veces que in-
tento pasar… Un día me va a matar ese tren maldito… deme zapa-
tos.”

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–¿Qué piensa del cierre del campo? ¿Fue una solución buena?
–Gracias a eso mil trescientos refugiados tuvieron la suerte de
poder entrar a Inglaterra con pasaje y papeles. Tal vez no hubo más
remedio que cerrar Sangatte, sobre todo por culpa de las mafias de
traficantes que gobernaban el lugar. Pero no así, no a la Sarkozy, no
de una forma tan brutal, únicamente como demostración de fuerza.
Además, como se preveía, eso no arregló nada. Tampoco dio res-
puestas a la gente que sigue llegando. Francia les azuza a la policía
para que no duerman tranquilos. Se van a dormir a una playa con-
gelada, les cae un policía. Van a dormir a un parque empapado, les
cae un policía. ¿Qué es lo que hay que hacer? ¿Qué pensamos que
puede hacer ese niño cuya familia vendió la poca tierra que les queda-
ba, que gastaron a veces hasta doce mil dólares? ¿Se da cuenta de
lo que son doce mil dólares para un afgano? ¿Acaso se puede creer
que porque un policía francés les grite:“¡Váyanse!”, ¿se van a ir?
Teniendo en cuenta que para muchos volver significa un verdadero
peligro. O porque estaban viviendo en una zona no protegida, o por-
que son mujeres, o porque han tenido educación, quieren seguir
estudiando y en su país ya no existen los medios desde hace mucho
tiempo
–¿Qué solución imagina como posible?
–No sé. ¡Pero hay que buscarla, por lo menos! Una verdadera
conferencia internacional sobre las migraciones, por ejemplo. No
una conjura vergonzosa, despectiva y ridícula para prohibirlas. ¿Si
empezáramos por ponernos en su lugar? Es eso lo que el teatro
quiere hacer. La gente de los medios los muestra siempre como una
horda de tipos mal afeitados, de ojos brillantes y dilatados. Y efecti-
vamente, cuando uno pasaba poco tiempo en Sangatte lo único que
veía era hombres jóvenes barbudos, con rostros un poco despavori-
dos, un poco inquietantes. Pero si uno se quedaba un tiempo más,
empezaban a hablarle. Y ahí uno podía percibir que eran seres de
todos los medios, de todos las clases, desde tipos brutos hasta poe-
tas. Todos tienen un pasado, una vida. Son todos distintos. Es posi-
ble que no sepan bien donde queda Lyon o Marsella, pero saben
tantas otras cosas; ¿y acaso nosotros sabemos todos donde queda
Jalalabad? Y también hay canallas. Y precisamente hay que hacer
todo lo posible para que los canallas no tengan el dominio sobre los
demás.
–Cuando volvió de su peregrinaje por los campos de Sangatte, de
Australia y de Indonesia, le entrega a Hélène Cixous los registros
grabados, para que ella cree una obra…

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–Y nosotros, por nuestro lado, empezamos las improvisaciones.
La improvisación le gana de mano al texto. Y todo se va mezclando.
–¿Improvisaban sobre qué tema?
–Las despedidas. Como ya le dije, todo comenzó con un camión
que fabricaron los actores, siempre preparan las primeras improvi-
saciones en un secreto absoluto. Me quieren sorprender. Me sor-
prenden. Muy seguido. Esta vez el espectáculo apareció muy rápi-
damente. Los que están al borde del camino, los que se suben al
camión, los que matan a otro porque no tienen dinero para subirse
al camión, la madre que abandona al hijo, el intermediario que tam-
bién trafica un poco de droga. Y después me fabricaron un barco en
el Pacífico, una casa en un pueblo afgano, una moto en el desierto,
una cabina de teléfono en Moscú, la enfermería de Sangatte. Diez
actores habían estado en Sangatte. Pero les pedí que no fueran de-
masiado seguido, porque un actor debe ir más allá de la realidad,
traspasarla no copiarla.
–¿Desde cuándo trabaja sobre esta técnica de improvisación?
–Desde 1965. Desde nuestro segundo espectáculo, El capitán
Fracasse.
–¿Qué consignas da para comenzar una improvisación? ¿Cómo se
encuentra una situación precisa y verdadera improvisando?
–La situación debe ser siempre simple, clara, con detalles con-
cretos y una acción precisa, donde el actor trabaje una sola cosa
por vez. Tomándose el tiempo para entrar en un estado sin agitarse,
ni querer decir todo todo el tiempo. Entrenando, trabajando incan-
sablemente el músculo de la imaginación en un cuerpo lo más libre,
lo más atlético, lo más disponible posible. El actor debe primero
escuchar, después saber detenerse, callarse, aceptar la inmovili-
dad. ¿Si no qué tiempo le dejamos al espectador para reconocer,
para reconocerse?
Pero lo esencial para el actor tal vez sea más simple aún. Estar
en el presente, renunciar a todo lo que anticipó, para atrapar en
escena todo lo que le pasa. En un instante. Para el actor y su perso-
naje existe una vida anterior, pero no hay pasado psicológico y no
existe un futuro previsible. Sólo el presente, el acto presente. El
teatro es el arte del presente.
–¿Cómo se fija una improvisación?
–Ahora filmamos. ¡Qué progreso! En 1975, cuando estábamos
haciendo L’Age d’or, grabábamos sólo el sonido. Nos quedaba el re-
gistro sonoro pero no las acciones. Era terrible. Ahora, una vez que
se filmó hacemos una primera selección. De ocho horas de ensayo,

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se conserva en general una hora. Yo lo visiono. Retomamos los en-
sayos. A partir de ahí hay que avanzar. Los actores visionan. La
improvisación es el primer escalón.
–¿Entonces, en ese momento, es que usted interviene?
–Sí. Es imprescindible que cada momento tenga sentido, que esté
más concentrado, pero sin perder el ritmo característico de la im-
provisación, que deje el tiempo necesario para que las cosas suce-
dan. Sobre todo, no hay que perder ese ritmo.
–Cuándo dirige un clásico –Shakespeare, Molière, Esquilo– los ac-
tores trabajan, improvisan un personaje y usted después elige el mejor.
¿No resulta cruel para ellos?
–Cada uno prueba. Todos tienen su oportunidad. Eso permite
que algunos que a priori no harían tal o cual personaje tengan la
oportunidad de abordarlo. Y a mí me da la oportunidad de descu-
brirlos de otra manera, y quizás de llevarme alguna sorpresa. Mu-
chas veces me sorprenden. A veces es muy evidente. Otras, la duda
entre dos actores se prolonga y de ahí la elección cruel. A veces, un
actor que estuvo en estado de gracia unos meses está menos inspi-
rado durante algún tiempo. Yo lo acepto. Ese sistema me parece el
menos injusto. Después de todo, citando a Brecht,9 los personajes
pertenecen a aquellos que los mejoran.
–¿Eso quiere decir que usted no hace el reparto con antelación?
–No. Jamás.
–¿Cómo nace la forma de un espectáculo?
–Al mismo tiempo que las improvisaciones. El trabajo se va ha-
ciendo junto con la actuación. Nada de trabajo de mesa durante
semanas como se hace mucho en otros lados. Me aburre demasia-
do. Lo que no quiere decir que no haga el esfuerzo de comprender lo
que estoy haciendo. Pero buscamos comprender actuando. Desde el
primer día. Después se arriesgan con todos los personajes durante
semanas.
–¿Cuándo encuentra que la escena está a punto?
–Cuando nace una emoción. Y hay que tener confianza en las
emociones propias, como dice Ingmar Bergman. De todas maneras,
¿en qué más podríamos confiar? Cuando, de repente, lo que está
pasando en escena me conmueve y revela o despierta a la realidad
dormida. La vida está ahí. Además no hay teatro cuando hay sola-
mente descripción, la escena debe contar más de lo que vemos. Y al
mismo tiempo, evidentemente, es imprescindible que sea verdade-
ro. ¿Entonces, cómo se revela teatralmente la realidad? Empieza
con un enorme trabajo de documentación. Shakespeare mismo se

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documentaba. La escena del torneo en Ricardo II retoma casi las
mismas palabras de lo que cuenta el cronista Holinshed.
¡Shakespeare lo copió! Pero penetrando el misterio en el alma de
cada uno de los protagonistas. No le alcanza con decir: “Aquí tie-
nen, esto fue así”, como a Holinshed. Tampoco hace como Brecht
que intentaba decir por qué las cosas pasaban como pasaban.
Shakespeare nos presenta la incertidumbre en la elección, las pa-
siones.
–¿Pero cómo hace para lograr entrar en el alma del personaje sin
ninguna explicación?
–¡Es una pregunta imposible!
Los actores la responden en escena, cuando están bien coloca-
dos, cuando están frente a un buen espacio, cuando se les plantean
buenas preguntas, preguntas que no podría responder en el café de
la esquina. A esa altura del trabajo utilizamos la palabra “exacto”.
Pensamos en ella, pero no la exigimos todavía. Eso sí, sin embargo,
lo que les pido es la verdad.
–¿Qué es ser exacto en el teatro?
–No contar mentiras sobre nada. Ni sobre la gran Historia, ni
sobre la pequeña, ni sobre nada. Pero si imponemos esa exigencia
demasiado pronto, si prohibimos demasiado pronto que corra el flui-
do artístico, todos se inhiben. En un momento dado la exactitud se
vuelve fértil, es un motor. Hay que saber sentir el momento.
–¿Se puede decir que en el Soleil los actores también son autores?
–En ese espectáculo, sí, absolutamente. Desde L’Age d’or que no
hacemos un espectáculo tan colectivo.
–¿En el fondo qué quiere decir “creación colectiva”?
–El trabajo colectivo no es la censura colectiva. Cuando discuti-
mos sobre una idea tenemos que evitar que sea atacada por tres o
cuatro antes de que haya sido totalmente expresada. Eso aprendi-
mos a no hacerlo. Probamos las ideas más locas de algunos actores.
Nunca las aplastamos en el cascarón. Después, hay que dejar que
avancen los que avanzan, que aparezcan los que traen la luz, los
que yo llamo “locomotoras”. El trabajo colectivo es todo menos un
trabajo igualitario. Están los que conducen, los que inventan, desde
cualquier punto de vista, y los que son menos experimentados, o
están menos entrenados, y que siguen, pero que también son indis-
pensables.
En el Soleil, aprendemos a trabajar por imitación sin ninguna
vergüenza, como en los teatros orientales. Cuando un actor hace
una propuesta justa, nadie duda en inspirarse de ella, incluso en

51
copiarla si es necesario para mejorar su actuación. De esta forma
un actor locomotora puede arrastrar a otros actores menos avanza-
dos hacia varios roles y observarlos durante todos los ensayos. Esto
evita que se prendan de la psicología de un personaje y que se que-
den satisfechos con lo que encontraron dentro de ellos mismos. De
repente la emulación crece, y la exigencia también. Se trata de que
cada día, cada uno se exija cada vez más.
Cada uno aporta lo que es capaz de aportar. El mucho de algu-
nos y el poquito de otros. Sin modestia diría que es eso lo que el
Soleil consiguió. El resto sigue siendo una página virgen.
–¿Fue duro instalar esta ciencia del trabajo colectivo?
–Sí. Por otro lado, que Hélène no haya participado de Le Dernier
Caravansérail no quiere decir que el próximo espectáculo no va a
ser un texto de Hélène, o un texto clásico. Es que de pronto se impo-
ne un espectáculo, es algo que me elige, no es que yo lo elija…
–¿Pero cuál es su rol en un trabajo tan colectivo?
–Le Dernier Caravansérail es el primer espectáculo en el que has-
ta la puesta en escena es colectiva. De verdad. Yo ofrecí un marco,
una herramienta; les di una consigna. Y lo extraordinario, es que
esa consigna fue trabajada por los actores con una simplicidad tan
grande, una fuerza tan grande, que la puesta en escena se hizo sola.
Cada improvisación me fue llegando con su propia puesta en esce-
na. Yo no tenía mucho para decir. Podría haberme sentido frustra-
da. Para nada, me encantó.
–¿Pero su personalidad, su autoridad artística no son tan impo-
nentes que de todas formas ya no necesita hablar para dirigir?
–¡Pero no! En este espectáculo es innegable que los actores con
mi ayuda tomaron la puesta entre sus manos, sin ningún abuso de
autoridad.
–¿Porque el tema los compromete a todos?
–Porque se sintieron comprometidos, responsables. El espectá-
culo habla del mundo entero. Yo les propuse un juego de construc-
ción, y ellos lo utilizaron magistralmente. Construyeron.
–¿Y qué hizo finalmente en este espectáculo?
–Dejar que la leche hirviera.

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Sexto encuentro

INFLUENCIAS
Cartoucherie, sábado 1º de marzo de 2003, 20 horas

Ha pasado cierto tiempo desde nuestra última cita. Ariane


Mnouchkine sigue ensayando a pleno, vive día y noche en la
Cartoucherie, y no quiere dispersarse con ninguna entrevista. No
tiene la cabeza puesta en eso. El espectáculo volvió a posponerse
unos días, como pasa a menudo con el Théâtre du Soleil. Ariane
Mnouchkine no le dice a nadie la fecha de estreno: quiere ofrecer a
su público sólo lo que considera que está a punto. Nada fácil para
las reservaciones, ni para el presupuesto. En la oficina grande del
primer piso, se siente el nerviosismo del administrador Pierre Salesne
y de la responsable de comunicación Liliana Andreone. Están a la
espera de la decisión. Hoy Ariane Mnouchkine se pregunta si los
temas tratados en Le Dernier Caravansérail sobre los refugiados,
sobre el exilio, van a ser realmente interesantes para el público. ¿No
se habrá “pasado de rosca”? Va a cumplir 64 años dentro de dos
días, el 3 de marzo. Y sobre su buzo celeste ostenta una insignia
como una adolescente rebelde: “Ni putas ni sumisas”.*

Ariane Mnouchkine: El año que viene, el 29 de mayo, el Théâtre


du Soleil va a cumplir cuarenta años… Y yo sesenta y cinco unas
semanas antes. ¿A qué, a quién, le debo esta suerte extraordinaria
de no ser tirada a la basura, en forma inapelable e inmediata como
muchos ciudadanos de mi edad? Y no son los menos. Tengo un
privilegio: poder elegir la fecha para irme. Pero ¿no llega un deter-

* N. de T.: “Ni putas ni sumisas”. Eslogan elegido por un grupo de mujeres


procedentes de las barrios pobres de los suburbios en Francia para reivindicar
sus libertades y su derecho a la emancipación. El eslogan plantea el antagonismo
entre las dos visiones de la mujer que plantea el extremismo islámico: mujeres
que mantienen las tradiciones, llevan un velo y se someten a la voluntad de los
hombres; o mujeres que venden su cuerpo a la sociedad mercantilista.

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minado momento en el que uno tiene la obligación moral de dejar el
lugar? ¿Cómo saberlo? Hay que escuchar lo que me dice y lo que no
me dice la gente que trabaja conmigo. Desde hace dos o tres sema-
nas, cuando digo la cifra “sesenta y cinco” me hago estas preguntas.
Desde el punto de vista de la fuerza física, ya hace muchos años que
no soy un ejemplo. Ya no cargo los camiones.
–¡Pocas mujeres cargan camiones!
–Por supuesto que sí. En el Théâtre du Soleil, las chicas cargan
los camiones, como cualquiera.
–¡Pero tienen veinticinco, treinta años!
–¡Justamente, es eso!
–¿Es muy importante para usted este aniversario número cuaren-
ta del Soleil?
–Sí. A tal punto que queríamos celebrarlo. Íbamos a organizar un
festival de dos meses llamado: “Nuestros maestros y nuestros ami-
gos”. Queríamos invitar todas las formas, todos los artistas que han
sido importantes para nosotros, todos los que nos hicieron. Teatro
japonés, hindú, balinés, músicos y bailarines coreanos, marionetistas
chinos. Pero no tenemos dinero. Tal vez lo podamos hacer cuando
cumplamos cuarenta y uno. ¿Sabe qué compañías cumplieron cua-
renta años este año? El Odin, de Eugenio Barba, y la Taganka, de
Lioubimov.
–¿Hay puntos comunes entre su aventura y la de Eugenio Barba,
de sesenta y ocho años, en Italia y en Dinamarca, quien se apasionó
por las diferentes técnicas de actuación? ¿O de la de Yuri Lioubimov,
de ochenta años, en Moscú, más centrado alrededor de una búsque-
da poético-política?
–Sí, la familia, el elenco. Siento muchísima admiración por Bar-
ba, lo quiero de verdad como hombre y como investigador. Respeto
su erudición teatral gigantesca, su búsqueda, su independencia.
Siempre supo preservar una pequeña tribu a su alrededor. Lioubimov
también supo hacerlo, incluso en los peores años, los de Brezhnev.
–¿Y si hoy habláramos sobre las influencias, sobre los que ejercie-
ron influencias en usted? ¿En la parte artística y en la práctica? ¿A
qué es más sensible: a la imagen o al texto?
–Depende. No sé.
–¿Algunos pintores que la hayan emocionado?
–Sí. Me ha pasado frente a cuadros que solamente conocía por
reproducciones, y al verlos personalmente me he puesto a llorar.
Como todo el mundo. En el Prado por ejemplo, en la sala Velázquez.
Los grandes retratos. Me dejan anonadada. Cuando entré a la sala,

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los cuadros se encarnaron. De golpe sentí que me pasaba de todo:
la música, la guerra, el sufrimiento de la época, el individuo, el tiempo,
el coraje del pintor… sí… la audacia, la fuerza de su búsqueda, su
reinado… sí, él pinta príncipes, pero el verdadero rey es él, Velázquez.
Traspasa el modelo. Es como Dios frente a su criatura.
Me sentí conmovida por el camino recorrido por Velázquez hasta
llegar a mí. Sin embargo, cuando miro pinturas, confieso que en
general es con relación a nuestro trabajo. La pintura enseña mucho
sobre el teatro, sobre la luz, los espacios, el encuadre, lo que ve el
personaje que nosotros no vemos, etcétera… En la luz, por ejemplo,
la pintura nos muestra que la lógica no es necesaria. El pintor sabe
que la carne no es iluminada necesariamente por una fuente de luz
lógica sino que tal vez es ella misma la fuente de luz. O una prenda
de ropa. En Vermeer. En Rembrandt. Pero yo no soy crítica de pin-
tura. Sólo puedo juzgar por la emoción que me hace sentir. Los
grandes pintores transforman la materia en luz. O en espíritu. Van
Gogh convierte la pasta en materia del cielo. Me emociono menos
con la pintura inmediatamente contemporánea.
–¿Y la fotografía? Trabaja mucho con fotógrafos.
–Hay fotos que no dicen nada. Son las fotos descriptivas. Y des-
pués está “la” foto: la que revela la mirada, la rivalidad, el peligro, el
agotamiento de la miseria o lo que resplandece. Siempre miro la
pasión presente en una foto: quién es pisoteado, quién es vencedor,
quién domina, quién está en peligro, quién va a morir.
–¿Para usted hay novelas fundacionales?
–Sí. En primer lugar todas las de mi niñez. El Robinson suizo de
un tal John David Wyss. Mi manual de lectura, el famoso La vuelta
ciclista vista por dos niños. Sin familia, de Héctor Malot. El capitán
Fracasse, de Théophile Gautier. Madame Thérèse, El amigo Fritz,
Historia de un campesino, de Erckmann y Chatrian, Veinte mil le-
guas de viaje submarino, Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne;
93, Los trabajadores del mar, El hombre que ríe, de Victor Hugo. Gran-
des ilusiones, Oliver Twist, David Copperfield, de Charles Dickens.
Cuentos de los lunes, de Alfonso Daudet. Jude el oscuro, Tess
d´Uberville, de Thomas Hardy. Tales of the fish Patrol, Martin Eden,
de Jack London… ¿Puedo seguir la lista? Más tarde, El Idiota, uno
de esos libros, no el único, que empecé de nuevo, apenas lo terminé.
–¿Enseguida?
–Enseguida. Me pasó lo mismo con Jude el oscuro, de Thomas
Hardy. No podía soportar abandonar esos libros. Lo mismo con Los
hermanos Karamazov. La misma sensación la tuve con Vida y des-

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tino, de Vassili Grossman, que leí mucho más tarde, cuando se pu-
blicó hace cerca de veinte años. Pero no lo volví a leer enseguida.
Para mí, ningún escritor moderno llegó más cerca de lo indecible
que Grossman, cuando describe el interior de una cámara de gas.
Llega a acompañar incluso al personaje y a su hijo. “¡No, es imposi-
ble escribir eso!” Y sin embargo lo hace. Le da carnadura al diablo.
Es una cuestión de vida o muerte. Cuestiona toda su obra, su vida,
su destino. Se dijo muchas veces que Vida y destino era la Guerra y
Paz del siglo XX. Guerra y Paz, libro que nunca pude terminar ade-
más. Es una vergüenza. Me da vergüenza.
–¿Qué edad tenía cuando hizo esas primeras lecturas?
–El idiota, ya debía tener dieciséis años. Jude…, catorce-quince
años. De pronto es una relación con un escritor que representa al
mundo, y ese mundo te hace sufrir pero este escritor te dice: “Es por
tu bien que te hago sufrir”. A veces, muy raramente, se llega a tener
esta experiencia en teatro. Por ejemplo, con la Medea, de Eurípides
que dirigió Deborah Warner. Por la forma en que trabajó con Fiona
Shaw, hizo posible, creíble, a Medea, sin dejar de ser un monstruo
capaz de devastar el mundo.
–¿Ha visto a veces al Mal en acción?
–¿Usted no? Un día, en 1984, estábamos con Hélène Cixous en el
campo de refugiados de Kao I Dang en la frontera de Camboya,
preparando el espectáculo sobre Norodom Sihanouk, estábamos
hablando sobre el Mal con un hombre admirable, un jesuita muy
atípico, el padre Pierre Ceyrac. Era la única persona así en todo ese
enorme campo, ya tenía setenta y dos años –ahora tiene noventa y
vive en Madrás. Entonces estábamos hablando sobre Hitler, y le
hice la pregunta que me hago siempre: ¿Cómo es posible? ¿Cómo
puede un ser humano ser Hitler? Y él me contesta: “Ah, pero Ariane,
el Mal tiene que encarnarse”.
–¿Y puede encarnarse en un elenco, como en cualquier otra comu-
nidad?
–En un elenco teatral raramente hay un Hitler. ¡No confundamos
las cosas! Existe el mal, por supuesto, el pequeño mal común, pero
está bajo alta vigilancia.
–¿La alta vigilancia es usted?
–¡Pero no! Es mutua, recíproca. Necesitamos guardianes, necesi-
tamos miradas que nos vigilen. “Hay dos cosas que siempre me sor-
prenden frente a las cuales mi espíritu se maravilla y se llena de un
temor siempre nuevo (…) el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley
moral que vive en mí”, dice Kant. En lo que a mí se refiere, esta ley

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moral está mejor protegida en mí si cuento también con amigos que
me estén mirando.
–¿Y por ejemplo, qué pasaría si el diablo la tomara? ¿Abandonaría
el Soleil?
–Si abandonara el Soleil no sería necesariamente por obedecer al
diablo, eso puede pasar cualquier día de estos. O porque me siento
obligada a hacerlo, o porque puedo sentir que ya no estoy llegando
a la altura de mis aspiraciones ni de las de mis compañeros.
–No la veo dejando.
–¿Sabe una cosa? Hay un ritual en el Soleil antes de las funcio-
nes. Entro a los camarines, conversamos un poco, y antes de irme,
digo a los actores: “¡Damos sala!”. Después voy al foyer y les grito a
todo el resto de los trabajadores del teatro, que también van a reci-
bir al público: “¡Atentos! ¡Atentos! ¡Abrimos el teatro!”. Y lo digo siem-
pre, cada función, como si entrara un cortejo real. Tengo conciencia
de que puedo parecer un poco ridícula pero no me importa. Des-
pués golpeo la puerta tres veces –oigo grititos, risas, risitas conteni-
das– y abro de par en par la puerta. Y la gente me saluda, y entran
a nuestro teatro, a su teatro. Una parte del público conoce ese ri-
tual, espera ese ritual. A veces sonríen de una forma medio burlo-
na, medio tierna, pero cuando entran siento que vienen con expec-
tativa, con alegría, con respeto, y por lo tanto con exigencia, y eso
me conmueve todos los días por igual. Y bueno… el día que me
escuche pensar: “¡Qué cansancio, tener que ir a abrir esa puerta
otra vez!”... me voy enseguida. El día que no haga más cosas infan-
tiles como enojarme porque el hall está mal barrido, o porque no
hay más papel higiénico en el baño, o porque el bar es un desorden,
entonces, ahí sí, dejo todo.
–¿Volvamos a sus libros maestros: escritos de teatro?
–Los libros de Meyerhold,10 Copeau, Dullin,11 Jouvet,12 fueron li-
bros maestros sin duda; también Stanislavski, por supuesto.13 Lo
dijeron todo. Todo lo que hay saber sobre teatro
–¿En qué siente la influencia particular de Jacques Copeau, que
criticó con tanta fuerza el mercantilismo, la vulgaridad, el naturalismo
chato que reinaba en el teatro a principios del siglo XX, y que quiso
reformar el teatro en todas sus áreas?
–Su visión de la ética del teatro, sin duda. Y su búsqueda del
lugar único. Un lugar que es como la entrada de un templo, un terri-
torio sobre el que puede pasar de todo. De todo. Absolutamente de
todo. En cualquier tiempo, en cualquier época. Yo también doy vuel-
tas alrededor de ese sueño del lugar único. Hoy, en la Cartoucherie,

57
el escenario cambia muy poco. Por el contrario, todo lo demás cam-
bia muchísimo. Y Copeau piensa solamente en los actores, incluso
cuando por momentos se cree un poco que es Dios y se comporta
como un dictador. Solamente ama a los actores. ¿Para qué sirven,
qué es lo que tienen en su interior, cómo deben transformarse, qué
disciplina necesitan, qué tienen que saber, qué no tienen que sa-
ber? Escribió volúmenes y volúmenes tratando esos temas,
irremplazables, sobre todo esclarecedores. Jouvet, conecta el arte a
la vida, simplemente. Todos ellos, los que nos abrieron todos los
caminos son nuestros maestros. Dijeron todo, dediquémonos a leerlos
y hablemos menos.
–¿Qué es un maestro? ¿Tuvo alguno?
–Ya nombré a Jacques Lecoq, era un maestro. ¿Si él fue mi maes-
tro? No sé si puedo ir tan lejos. Hay otros que sin duda fueron mis
maestros, no sé ni cómo se llaman, actores que vi en lugares de
mala muerte en Japón o en India. Los vi actuar y pensaba: “Eso es
teatro. Eso es lo que quiero hacer”.
–Citó entre sus teóricos fundacionales al ruso Vsevolod Meyerhold,
gran actor del Teatro de Arte de Moscú de principios del siglo XX, que
después fue sobre todo un investigador genial de todos los lenguajes
escénicos hasta que Stalin lo manda fusilar en 1940. ¿En qué la mar-
có este experimentador en todas las formas teatrales y métodos de
actuación, incluyendo la biomecánica?
–Yo hago muy poca teoría. Pero aquí quisiera agradecer el in-
menso trabajo de investigación y edición que realizó Béatrice Picon-
Vallin* sobre el teatro ruso en general y sobre Meyerhold en particu-
lar. 1789 sin duda fue un espectáculo influenciado por mis lecturas
sobre los grandes espectáculos revolucionarios callejeros que
Meyerhold soñaba realizar en Moscú en los años veinte. Un día, una
señora muy viejita, Nina Gourfinkel –crítica rusa que nos estimuló
mucho en nuestros inicios y que conoció muy bien a Meyerhold y a
Stanislavski– vino a ver Sueño de una noche de verano –¿o era Les
Clowns?: “¿Ustedes se dan cuenta de que si Diaghilev hubiera visto
este espectáculo habría quedado encantado? Es completamente su
línea de trabajo”. Yo sabía que viniendo de ella era un elogio ex-
traordinario. Pero no, no lo sabía y sigo sin saber qué podía haber
entre Diaghilev y nosotros. La única que lo sabía era esa vieja dama

* El trabajo de Béatrice Picon-Vallin sobre Meyerhold fue publicado en 1973. Recién


en ese momento Ariane Mnouchkine pudo haberlo apreciado.

58
rusa y se llevó a la tumba el secreto de ese parentesco. En una
misma búsqueda de lo bello pueden darse los mismos síntomas.
El arte del actor es el arte del síntoma. El arte de presentar los
síntomas de las pasiones, de los sentimientos: palidecer, ruborizar-
se, temblar. Los actores orientales saben eso. A una misma pasión
corresponde exactamente un mismo síntoma. Salvo que nunca es
exactamente la misma pasión. Siempre está coloreada por un se-
gundo sentimiento, o un tercero. El miedo frente al tigre no es el
mismo miedo que se siente frente a una cobra o a un cocodrilo, o el
que siente un enamorado frente a su amada.
–No evocó a Bertolt Brecht… Sin embargo su teatro épico, inscripto
en su momento histórico a partir de los años veinte, con una función
política y social, y la práctica del distanciamiento en la actuación que
apunta a despertar el espíritu crítico del espectador, han sido funda-
mentales para muchos directores de su generación. Sin tomar en cuen-
ta que él también, como Artaud, tomó muchos elementos del arte
oriental…
–Por supuesto, fuimos muchos los que sentimos una emoción
indescriptible al descubrir el Berliner Ensemble. Yo ya estaba ha-
ciendo teatro como aficionada. ¡Era extraordinario! De una riqueza,
un esplendor. No era austero en absoluto, nada de aquello con lo
que nos machacaron sobre Brecht. La escenografía de Galileo Galilei,
una especie de cuadrilátero de paredes en madera oscura, lustra-
das, era suntuosoa. Pero la teoría brechtiana… Tal vez porque bus-
qué mis fuentes más arriba de Brecht. El Asia, el Oriente. Fue mu-
cho más tarde que empecé a interesarme realmente en su obra. Con
la de Artaud me pasó lo mismo. Vinieron a confirmar lo que creí que
había descubierto sola. Yo leo muchas cosas, ¿sabe? Y después me
olvido. Es casi como un método de trabajo. Como si uno tuviera que
olvidarse, ser ingrato con sus “predecesores”, para tener libertad.
La gratitud viene después. Cuando ya no se tiene más miedo.
–¿Y Jean Vilar, verdadero artífice –después de Firmin Gémier– de
la formidable aventura del Théâtre National Populaire de Chaillot,
creador del Festival de Aviñón, padre espiritual y teórico del teatro
público y de sus deberes, exigencias y ética? ¿Nunca lo conoció en
Aviñón?
–Fue un encuentro breve, desgraciadamente. En el verano de
1968, después del Festival de Aviñón. Me llama por teléfono a Saline
su brazo derecho Paul Puaux, que después se convirtió en un gran
amigo mío: “Vilar quiere verte”. Jean Vilar hacía poco había tenido
un infarto después de haber sido odiosamente insultado durante el

59
Festival, siendo aún su director. Temblando de susto, me voy volan-
do a Aviñón. Puaux me dice: “Vilar te quiere proponer que vengas al
Festival 1969 con el próximo espectáculo de tu grupo (Les Clowns),
pero quiero saber qué respuesta le vas a dar antes de que vayas a
verlo porque si es para decirle que no, no vale la pena. ¡Yo no podía
ni imaginarme rechazando nada que viniera de Jean Vilar! Puaux
me advierte que había gente que pensaba que el próximo Festival
también podría salir mal. Francamente no me importaba nada lo
que pensaba esa gente. Así que me voy a ver a Jean Vilar al hospital,
me pregunta: “A pesar de lo que pasó este año, quiere estar en el
Festival del año que viene?”.
–“¡Pero sí, claro!”, le dije tartamudeando.
Durante el Festival de 1969 lo vimos, por supuesto. Pero me
intimidaba tanto. Era tímido. Se cuestionaba mucho. Pensaba que
al Festival le faltaba vida, que estaba agotado, repitiéndose. Yo le
decía: “¿Por qué no se da un tiempo, una pausa, y para el Festival
un año por lo menos? –No, si hacemos eso, el Festival no se retoma
nunca más”. Vilar tenía un lado duro y puro. Uno se imaginaba que
con él no se podían hacer bromas, pero tenía mucho humor. Murió
poco tiempo después. El dolor de haber sido atacado (en Aviñón,
algunos cretinos llegaron a gritarle “¡Vilar-Salazar!”, a él, que toda
su vida peleó por que el teatro fuera un verdadero servicio público)
no fue ajeno a su muerte.
–¿Vilar la intimidaba?
–Sí. Mucho más que Giorgio Strehler,14 que era sin embargo me-
jor director. Me acuerdo que vi once veces Los gigantes de la monta-
ña, de Luigi Pirandello, dirigida por él, cuando el espectáculo estuvo
en el Théâtre des Nations en París hacia 1965. ¡Imponente! Era como
para dejar de hacer teatro.
–¿Se siente una hija espiritual de Vilar?
–No me corresponde a mí autoproclamarme nada. Por supuesto
que espero que seamos del mismo linaje. Pero estaría mintiendo si
dijera que sus espectáculos fueron determinantes para mí. Me en-
cantó su puesta de María Tudor, de Víctor Hugo con María Casares
pero… por María Casares. Después leí mucho sus textos y eso fue lo
que me marcó, mucho más que sus puestas en escena.
–¿Qué piensa sobre el cuestionamiento de la idea misma de “tea-
tro popular” que se hizo después de la muerte de Vilar?
–Yo no la cuestiono para nada. Me gusta mucho lo que dice Vitez:
“El teatro popular es el teatro elitista para todos”.
–Siendo hija de un gran productor de cine, uno puede imaginar

60
que el séptimo arte ocupa un lugar privilegiado en su formación artís-
tica. ¿Hubo algún descubrimiento especial, algún momento decisivo?
–Un cine de barrio. Tenía once o doce años, vivíamos en la calle
Lalo y en la avenida de la Grande-Armée, había un cine pequeño
que se llamaba Studio Obligado y que tenía dos salas. Yo iba todos
los jueves de tarde con mi hermanita. Mi padre me daba dinero para
comprar dos entradas, pero yo negociaba con el boletero (que era
también el dueño) para sentar a mi hermana en mi falda y ver los
dos programas de las dos salitas. Así fue que vi a todos los grandes
cineastas norteamericanos: John Ford, Howard Hawks, George
Cukor, Wellman, Raoul Walsh, Vincente Minelli, Joseph Mankiewicz,
Douglas Sirk, etcétera.
Durante mucho tiempo pensaba que el cine popular para niños
era eso. Y cuando me convertí realmente en una cinéfila consciente
me di cuenta que a los doce años ya había visto muchas obras maes-
tras, en lugar de ir a ver dibujos animados o mamarrachos. No por-
que lo hubiera elegido, sino porque la sala de cine de mi barrio era
administrada por un hombrecito que era un enamorado del cine y
un gran programador. Tuve mucha suerte con el Studio Obligado.
–¿Ese cine americano la marcó?
–Sí. Después de haber visto esas películas de gigantes, ya no se
puede aceptar una imagen desprovista de sentido. Un solo plano de
un gran cineasta nos anuncia todo un mundo mientras que en el
cine, lo más común, es ver sólo lo que se muestra. Es decir, casi
nada.
–Después de los americanos en su infancia, ¿a qué otros ha admi-
rado?
–A los grandes italianos –Rossellini, Visconti, Pasolini, De Sica–,
a los grandes japoneses: Mizoguchi, Kurosawa, Ozu.
–¿Algunas emociones más fuertes que otras?
El salón de música, de Satyajit Ray, la mejor película del mundo,
Los siete samurais, de Kurosawa, la mejor película del mundo, Li-
rios rotos, de Griffith, la mejor película del mundo, El último, de
Murnau, la mejor película del mundo, El Intendente San Sho, de
Mizoguchi, la mejor película del mundo, Amanecer, de Murnau, la
mejor película del mundo, Toni, de Renoir, la mejor película del mun-
do, Mama Roma, de Pasolini, la mejor película del mundo…
En Tiempos modernos, el plano en el que Carlitos levanta la ban-
dera roja que se cayó de un camión, la agita, y se le aparece una
manifestación detrás; cada vez que veo esa escena, me quedo verde
de envidia. ¿Cómo se puede ser tan genial y tan simple?

61
–¿El cine le es más directamente accesible porque su padre era
productor?
–¡No! En fin, sí. Puede ser.
–¿Otras escenas que la hayan marcado?
–En Los siete samurais, de Kurosawa, uno de los samurais ve a
la mujer que lo abandonó y la cámara sigue simplemente la mirada
de la mujer. Y después hay películas que uno redescubre: Muerte en
Venecia, de Visconti, por ejemplo. La primera vez que la vi, la detes-
té. No me interesó más Visconti durante veinte años. Pero la volvie-
ron a pasar por televisión hace poco. La volví a ver, y me pareció
magnífica. Hay que ser más viejo para comprenderla, envejecer como
el héroe de la película… Pero también me puedo emocionar mucho
admirando un acróbata. Se me llenan los ojos de lágrimas. Mirán-
dolo me siento orgullosa de ser humana, porque los seres humanos
son capaces de llevar a cabo semejantes hazañas. Así que virtual-
mente nosotros también, nosotros también.
–¿Sigue yendo mucho al cine?
–Menos, desgraciadamente, pero sigo yendo. De todas maneras
siguen habiendo películas hermosas y algunas obras maestras.
Un ángel en mi mesa, de Jane Campion; La delgada línea roja, de
Terence Malik; Luna Papa, de Bakhtyar Khudojnasarov; Una histo-
ria simple, de David Lynch; El rey de las máscaras, de Wu Tiang
Ming; El círculo, de Jafar Panahi; Las horas, de Stephen Daldry, y
me estoy olvidando de algunas... Pero no me dan ningunas ganas
de ver esas películas violentas que se hacen hoy. Las películas de
horror me horrorizan de verdad. Entonces miro DVD, o cuando es-
toy cansada –y me avergüenza confesarlo– soy capaz de sentarme
frente a la televisión y mientras me reprocho amargamente, hacer
zapping durante demasiadas horas. Como si buscara incansable-
mente una ventana, un mensaje divino, un signo, una brecha, una
explicación del mundo. Que, por otro lado, a veces aparece. Pero es
raro.
–¿Evoca menos la música?
–A veces escucho mucha música. También tengo grandes mo-
mentos de silencio.
–¿Qué es lo que escucha?
–De todo. La música siempre me lleva hacia imágenes, hacia his-
torias, visiones, proyectos. No sé escuchar de manera abstracta,
como los verdaderos melómanos, los verdaderos músicos.

62
–¿Con el tiempo nos gusta menos lo inútil?
–Cuando siento pulsiones de consumo, de necesidades materia-
les, sé que son pulsiones todavía infantiles. Cuando ya no los tengo,
siento que algo en mí maduró…
Pero envejecer también inhibe. Las decisiones son cada vez más
difíciles. El tiempo se acelera, y pensamos: “Si hago esto, no voy a
poder hacer esto otro…”. Yo sé que de ahora en adelante ya no voy a
tener tiempo de hacer todo. Eso es muy nuevo para mí.
–¿Las decisiones son también más difíciles en lo que se refiere al
Théâtre du Soleil, a los espectáculos?
–No. Porque para mí, cada espectáculo es siempre el primero, el
único, y tal vez el último.

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Séptimo encuentro

HACER CINE
Cartoucherie, sábado 12 de abril de 2003, 11 horas

Aunque el Théâtre du Soleil no hace preestrenos para la prensa, ni


veladas para el mundillo parisino, la mayor parte de los críticos vino
anoche a ver Le Dernier Caravansérail. La función salió bien. Ariane
Mnouchkine, toda de blanco, llega más distendida al inmenso hall-
foyer. Confiesa que el tema de la obra ha sensibilizado a los actores,
pero no escatima elogios hacia el elenco que durante los meses de
ensayo acumuló más de seiscientas improvisaciones, con los que
podríamos hacer, dice, tres espectáculos magníficos. “Trabajamos
como bestias sin pensar demasiado. Pero el Théâtre du Soleil eco-
nómicamente no se sostiene un mes más sino llenamos todas las
noches.” Sin embargo, Ariane Mnouchkine tiene buenas expectati-
vas. Durante quince días rigurosamente va a ir a ver el espectáculo,
a hacer anotaciones y a leerlas a los actores después de la función.
Hasta muy tarde en la noche. Llega Fanta, la magnífica reina africa-
na de los cocteles de frutas de la Cartoucherie para servirnos uno
hecho por ella. Estamos solas en el hall vacío. En las paredes, fres-
cos, frisos, pinturas a penas envejecidas: tantas huellas emotivas
de pasados espectáculos, emociones teatrales del pasado. Ariane
Mnouchkine se levanta: “Hay demasiada luz aquí, hay que ahorrar
electricidad”. Y nos quedamos en penumbras.

Fabienne Pascaud: ¿Cómo surgieron las ganas de filmar 1789, su


primera película, de 1971?
Ariane Mnouchkine: Todo el mundo me decía: “Hay que filmar el
espectáculo”. Yo no estaba tan segura. Pero si lo filmábamos sabía
que había que hacerlo como quien filma un partido de fútbol, en
directo, con el público, en vivo, en pocas funciones, a tres cámaras.
Al final, hicimos exactamente eso. Y me encantó. Me encanta hacer
cine, sino fuera que la presiones por el tiempo, por el dinero se
vuelven rápidamente aplastantes. Nada que ver con las del teatro.
En el cine la sola idea de volver a filmar una escena fallida hace
desmayar de horror a todo el mundo, porque todo eso es tan caro.

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–Sin embargo volvió a caer en 1976 con Molière.
–Por otras razones. Después de L’Age d’or en 1975, el Théâtre du
Soleil vivió una verdadera crisis. Me parecía que todos estaban em-
pezando a tomarse las cosas demasiado en serio. No nos queríamos
más, bueno, nos queríamos menos. Y –síntoma que se repite en
toda crisis– cada uno cuestionaba al otro en forma permanente,
jamás a sí mismo. El peligro de los espectáculos colectivos es que
todos terminan considerándose no uno de los autores sino el Autor.
Además yo era muy joven en aquel momento, muy torpe, y no
había aprendido todavía a esperar a que se me pasara la rabia antes
de hablar. Era dinamita. Pero de a poco me fui dando cuenta de que
ni siquiera podía explicar lo que sentía. Lo que pensaba. Lo que
quería. Entonces se me ocurrió la idea de empezar con Molière para
mostrar a todos lo que era la vida de un verdadero elenco estable, de
una verdadera compañía. Yo pensaba que Molière, el hombre Molière
–no el mito Molière– tenía que haber vivido las mismas dificultades
que yo y que otros tantos directores de compañía.
–¿Un ajuste de cuentas por intermedio de una película?
–No. Un ajuste de cuentas, no, en absoluto. Un diálogo. Y ade-
más, sobre todo, quería contar el verdadero nacimiento del teatro
en Francia e inscribirnos en ese linaje. Siento cariño, ternura hacia
Molière. Por su coraje frente a los devotos. Su tolerancia, su bon-
dad. No se le conocen bajezas, siempre ataca con altura.
–Por el lado de los clásicos, ya había enfrentado a Shakespeare
con Sueño de una noche de verano, en 1968; pero para cine prefirió
a Molière…
–En primer lugar se sabe muy poco sobre el hombre Shakespeare.
Y además es tan inmenso. Molière atraviesa un siglo, un país.
Shakespeare atraviesa el mundo, el tiempo. Es constantemente filo-
sófico. Allí donde Molière se pregunta cómo vivir honestamente,
Shakespeare se pregunta cómo vivir y cómo morir. Yo no puedo en
ningún momento creerme Shakespeare, mientras que hasta el más
humilde de los directores de compañías de teatro puede identificar-
se con Molière.
–¿Cómo inicia el proyecto?
–Escribo sola el guión. Durante tres largos meses. A mi padre le
pareció “trrrès, trrrès jolie”. Quiere ayudarme por supuesto, pero en
el mundo del cine el vínculo padre-hija complica las cosas. Tiene
escrúpulos. Yo también. Me aconseja mostrarle el texto a Claude
Lelouch, que inmediatamente se apasiona con el proyecto, lo res-
palda y quiere producirlo. Claude llama a Marcel Jullian, que en
aquel momento era el presidente de Antenne 2, para proponerle

65
una coproducción. Jullian lee el guión, y dice que está de acuerdo.
Y nosotros, sin pedir nada más, sólo con su palabra, nos lanzamos.
Empezamos con los decorados, los vestuarios, las improvisaciones.
Y después, durante dos meses se nos hace imposible dar con Jullian.
Ni Claude Lelouch en persona logra que lo atienda por teléfono. Yo
creo que a Marcel Jullian le gustaba sinceramente el proyecto, pero
se le estaba haciendo difícil lograr que sus colaboradores lo acepta-
ran. Y no se animaba a decírmelo. Después de múltiples peripecias,
me decido a hacer una “sentada” en su escritorio de Antenne 2. Le
dije que no me iba a ir sin mi contrato. Me creyó. Se rió. Y yo gané.
Conseguí el documento. Seis meses de preparación, seis meses de
rodaje, seis meses de montaje, seis meses para volver a montar.
¡Dos años de trabajo! La película que dura cuatro horas, en dos
partes, es seleccionada para el Festival de Cannes 1979. Me alegré.
Estaba equivocada.
–¿Por qué?
–Primero porque descubro en Cannes que la prensa ve las pelí-
culas sin público. Me voy a comer con mi padre durante la proyec-
ción, cada vez más angustiada. Vamos hasta el cine para saber cómo
van las cosas. Llegamos justo al final de la primera parte y nos
encontramos con la encargada de prensa, Arlette Gordon, lívida, ya
enterada, desde el intervalo, del destino que los críticos reservaban
para la película. Llega Philippe Caubère que hacía el papel de Molière,
confiado, alegre. Le digo: “Hay que estar preparados. Esto no va a
ser lo que esperábamos”. Incluso llegué a tener miedo de que mi
padre tuviera un infarto. Hasta terminamos escondiéndonos. Al fi-
nal de la segunda parte las reacciones fueron idénticas. Contra
Lelouch, contra mí. Remo Forlani sale delante nuestro clamando:
“Esto es una mierda y voy a decirlo”. Y uniendo el gesto a la palabra,
va directamente a la Croisette. Oímos: “Pero ¿qué es esto, una mu-
jercita de teatro metiéndose en cine? Entonces nos fuimos a cami-
nar por la ciudad debajo de la lluvia con mi padre, los del Soleil y
algunos amigos que nos acompañaban –¿llovía realmente, o es en
mi recuerdo nada más? Mi padre estaba muy orgulloso de mi pelí-
cula, pero muy preocupado por mí. Y yo, personalmente, estaba
muy preocupada por él. Entonces de repente, mirándonos en la ca-
lle con ese aspecto de perros apaleados, pensé en Cantando bajo la
lluvia. Como cuando la gente sale del teatro después de un fracaso
terrible. Nos dio un larguísimo ataque de risa a los dos.
–¿Y cuál fue la reacción del público a la mañana siguiente?
–A la mañana siguiente voy al Palais pensando: ¡Esto va a ser

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terrorífico! El público nos va a abuchear. Paso tímidamente al pie de
la escalinata, veo un muchacho bajando a toda velocidad –era el
intervalo– que me dice: “¡Es genial. ¡Ah, qué película hermosa! Va a
ser un éxito. –¿En serio, le parece?”. Otros espectadores bajan has-
ta donde estoy yo: “!Bravo! ¡Bravo! Vamos a subir rápido. Vamos a
ver la segunda parte”. Yo ya no sabía qué creer. De todas formas
preparo al elenco para la presentación oficial de la noche. Les re-
cuerdo que el año anterior habían escupido a Marco Ferreri. “Tene-
mos que estar preparados para todo. Si nos escupen, no responde-
mos, nos mantenemos dignos.” Prohibí a los dos o tres peleadores
del grupo que se dejaran llevar y empezaran a los golpes. Al final,
subimos los escalones del Palais, como quien va al cadalso. Verdo-
sos, muy dignos y sonrientes. Empieza la proyección. Claude Lelouch
y yo, en el corredor de la entrada, entre las dos grandes puertas de
la sala. Vemos salir a tres personas, Claude los acribilla con la mira-
da y los saluda por sus nombres: “Adiós, señor tal, adiós señora
tal…”. Pero no sale nadie más. Salvo la cantante Régine. Yo la miro,
desolada: “¿Se va señora? –Voy a hacer pipí… pipí”. Vuelve y nos
dice bajito: “Es genial”. En el intervalo, aplausos. La película empie-
za otra vez muy rápido, la gente se apura, subo hasta la cabina de
proyección: “Pero, ¿por qué tan rápido? La gente no tuvo tiempo ni
de salir. –Con lo que pasó ayer tenía miedo de que la gente se fuera”,
me confiesa el encargado de la proyección. Pero no, nadie se fue, y
al final, una ovación. ¡Toda la sala de pie!
–¿Y los críticos en los diarios a la mañana siguiente?
–No estuvo tan bien. Unánimemente en contra. Salvo Gilbert
Salachas que después en Télérama, fue ditirámbico. Recuerdo que
Henri Chapier había escrito: “¡Las sabihondas masacran a Molière!”.
Leí eso y sentí que me subían tantos malos sentimientos que me
prometí no leer jamás las críticas. Y lo mantengo. Salvo cuando me
incitan los actores: “Hay que leer este artículo, el periodista trabajó,
es una crítica en serio.”
Admiré mucho a mi padre durante todo este episodio, era un
duro, estaba acostumbrado. Pero estaba apenado por nosotros.
Aprendí mucho. ¡Muchos de los que nos habían felicitado de noche,
de mañana cambiaron de opinión cuando leyeron las críticas! Pen-
sé: “No tengo tantos años de vida como para pasarme, como mu-
chos cineastas, dos, tres, cinco años intentando hacer una película,
ocho meses para el rodaje y el montaje, un año para luchar por la
distribución y todavía después permitir que me masacren. ¡Es des-
proporcionado!”.

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–¿Cómo reaccionó el elenco del Soleil?
–Bastante bien. Con mucha lealtad. Pero creo que Philippe
Caubère lo sufrió durante mucho tiempo.
–¿Y al final cómo fue la comercialización de la película?
–Muy mal al principio. Pero habíamos resuelto no dejarnos mo-
rir. Así que luchamos por esa película como habríamos luchado por
cualquier espectáculo. Una amiga, Véronique Coquet hizo un enor-
me trabajo de “propaganda activa” como diría Copeau. Anduvo con
la película abajo del brazo durante meses. Y, de a poquito, algunos
directores de salas pequeñas con ayuda de todos los profesores de
toda Francia salvaron Molière. Me acuerdo que en Estrasburgo, por
ejemplo, Fabienne Vonier peleó con uñas y dientes y salió victorio-
sa. Miles de liceales, de estudiantes vieron la película en su salita.
Incluso la crítica mejoró. En algunas revistas empezaron a aparecer
artículos muy elogiosos.
–¿Qué defectos le encuentra hoy a su Molière, tan crepuscular, tan
negro?
–¡Es que el siglo XVII es un siglo terrible! Y la vida de Molière es
trágica. No tuvo los amigos que merecía y en Lully encontró un ene-
migo terrible. ¿Defectos? ¿Quiere los defectos? Sin duda la película
tiene momentos con problemas de ritmo y de redundancia. En algu-
nas escenas me pierdo, como en la del carnaval, pierdo a Molière de
vista para describir demasiado la época. Sin duda tiene más defec-
tos. Creo que en el momento del lanzamiento la gente estaba resen-
tida sobre todo porque conseguimos los medios para una película
ambiciosa. Mal razonamiento. Porque la misma película, realizada
por otro que no fuera el Soleil, hubiera costado cuatro veces más.
Nosotros, los del Soleil, cobramos un mínimo y en forma participativa.
El equipo técnico cobraba el arancel, en el mínimo sindical. Algunos
hasta aceptaron entrar en la cooperativa también. Y, oh satisfac-
ción, finalmente cobraron algo mucho después. Muy poquito.
–¿El placer de dirigir es diferente en el teatro que en el cine?
–En el teatro –todavía no me había dado cuenta de eso hace treinta
años– cuanto menos diga un director, mejor es. Está ahí para que
las cosas sucedan. Si lo que quiere es dominar más la situación, en
el cine tiene a la cámara como aliada fiel. La relación entre un cineasta
y sus actores es más íntima, más secreta porque el espectador no
está ahí. Mientras que en el teatro está. Hasta cuando no está en la
sala, forma parte de la idea misma del teatro. Actuamos para él. El
teatro siempre sucede delante del pueblo, bajo la mirada de los dio-
ses, y de cara a la Historia.

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–¿Y su película La nuit miraculeuse* de 1989? Usted firmó el guión
junto a Hélène Cixous.
–Bernard Faivre d´Arcier, que en aquel momento era el encarga-
do de cultura de la Asamblea Nacional nos había pedido un proyec-
to para celebrar el bicentenario de la Revolución Francesa. Al final
fue una película para la televisión porque no conseguimos los me-
dios que habíamos previsto inicialmente para cine. Era un cuento
fantástico y humanista sobre el nacimiento de la Declaración de los
Derechos del Hombre y los orígenes del parlamentarismo. Me acuerdo
que por La nuit miraculeuse tuve una discusión payasesca con
Laurent Fabius, que entonces era el presidente de la Asamblea Na-
cional. Aunque había sido él quien nos la había encargado, no podía
tolerar que el principio de la película se desarrollara en los baños
del parlamento. “¡No se puede entrar al parlamento por el baño
–decía– los diputados no lo van a soportar!” Como si los diputados
fueran el centro del mundo. Son raros estos políticos.
–¿Renunciaría por un tiempo al teatro, a la vida del Soleil, para
avanzar en cine; ya que a veces dice que filma demasiado poco como
para poder realmente aprender a hacerlo como le gustaría?
–No. ¡El teatro es toda una vida, año tras año, mes tras mes, día
tras día! Es un aprendizaje perpetuo. En el teatro tengo mi isla, mi
tribu, mi barco. En el cine sólo los puedo tener por momentos.

* N. de T.: La noche milagrosa.

69
Octavo encuentro

SOLIDARIA
Cartoucherie, viernes 25 de abril 2003, 20 horas

La función de Le Dernier Caravansérail empezó hace media hora.


Ariane Mnouchkine me recibe en el hall-foyer para estar cerca en el
caso de que se produzca el menor incidente en el espectáculo. La
música de Jean-Jacques Lemêtre resuena jubilosa; y un poco
asordinada, la voz de los actores. Antes de sentarnos alrededor de
una mesa redonda con la bandeja de comida, Ariane Mnouchkine
verifica que tenga suficiente agua un hermoso y enorme ramo de
flores frescas que está sobre el aparador. No la tiene, inmediata-
mente va a ocuparse de eso. Hablamos forzosamente en voz baja,
para no hacer ruido, ya que existe el riesgo de molestar a los espec-
tadores que están del otro lado. Ariane Mnouchkine sigue ostentan-
do sobre el buzo la insignia: “Ni putas, ni sumisas”. Dos chicas
salen riéndose para ir al baño, y ella rápidamente las hace callar y
las espera para hacerlas entrar de nuevo a la sala. Sin hacer ruido.

–Fabienne Pascaud: A usted no le gusta nada hablar sobre su


accionar militante y sin embargo nunca dejó de comprometerse. Des-
de fines de los cincuenta, en la época de la guerra de Argelia…
–Ariane Mnouchkine: Pero si en los círculos artísticos y estu-
diantiles de la época, todo el mundo se manifestaba en contra de la
guerra de Argelia, absolutamente todo el mundo. Antes de hacer
teatro aún no había militado realmente. ¿Las dos cosas están rela-
cionadas? Probablemente. Simplemente sentía al mundo con pa-
sión. A la Historia. Quería, quiero formar parte de la Historia. Re-
cientemente encontré en mis cajones una carta muy torpe que es-
cribí al presidente de la República para pedirle la gracia para Jacques
Fesch,* que fue finalmente guillotinado a los veintisiete años, en
1957. Había matado a un agente de policía. Pienso que ese fue mi
* N. de T. Nacido en 1930. Hijo de un multimillonario banquero y artista belga, en
ruptura con su medio quiere comprar un velero para irse de viaje, ante la negativa
del padre resuelve robar una casa de cambios. Durante el atraco hiere al dueño
y mata a un policía. En los tres años que está en prisión se convierte al catolicismo
dejando escritos sobre su fe. El arzobispo de París ha pedido su beatificación.

70
primer compromiso: contra la pena de muerte. Me había olvidado
de esa carta. Me doy cuenta hasta qué punto mi memoria es mala.
Y lo lamento. Tal vez sea porque estoy inmersa en la abundancia del
presente frente al cual cedo cualquier otro terreno. Tal vez sea por-
que rechazo los malos recuerdos, para no revivirlos, y a veces hasta
hago lo mismo con los buenos para no sentir nostalgia.
–¿Pero, de todas formas recuerda la creación de la AIDA –Asocia-
ción Internacional en Defensa de los Artistas víctimas de la represión
en el mundo– junto Claude Lelouch?
–Sí. ¡No dije que estuviera amnésica! Fue en 1979. Estábamos
haciendo Mefisto o la novela de un actor. Nos informaron que una
compañía teatral chilena, el Teatro Aleph, estaba corriendo peligro
en Santiago, amenazada por la policía de Pinochet. Artistas chilenos
nos pidieron encarecidamente que fuéramos allá para informarnos
de la situación. Le pido a Claude que me acompañe. Acepta de inme-
diato. Llegamos a Santiago con mucha desconfianza, hay que reco-
nocerlo, y ahí tomamos conciencia hasta qué punto todo el mundo
estaba asustado, incluso los diplomáticos franceses. No había nada
que nos tranquilizara. Al final, Claude y yo no nos defendimos tan
mal, y cuando volvimos fundamos la AIDA. Una asociación pequeña,
pero que en esa época militar siniestra pudo ayudar a no pocos artis-
tas de América latina a salir del país e incluso de la cárcel.
–¿Continúa la acción de la AIDA?
–Sí, pero cambió de terreno. La opresión viaja. Primero América
latina, después Checoslovaquia, Polonia, Camboya, Bosnia,
Afganistán, Irán, Argelia, Argelia muchas veces y después… Son las
transhumancias terribles de la tiranía. El Mal a veces debe encar-
narse, como dice el padre Ceyrac.
–¿Es así de fácil distinguir el bien del mal?
–¡No siempre es tan complicado! Y es perverso no querer ver la
diferencia jamás. Podemos distinguir algunas veces lo que es malo
de lo que es menos malo. Estamos de acuerdo en que lo que es lindo
para usted puede ser feo para otro. Pero hay ciertos valores que son
universales. Yo no soy médico. No estoy obligada a curar de la mis-
ma manera al verdugo que a la víctima . Al degollador y al degollado.
Al violador y a la violada. Al lapidador y a la lapidada. Incluso cuan-
do el lapidador, ¡pobre!, lo hace por pertenecer a una determinada
cultura.
–También se atrevió a denunciar las peligrosas desviaciones del
integrismo musulmán ya en 1995 a través de su puesta en escena de
Tartufo, de Molière .
–Y muchos pusieron mala cara. Con el pretexto de que nosotros

71
habíamos trasladado la acción al Sur, a una cálida familia musul-
mana que vivía bajo el terror de un integrista islámico: un tal Tartu-
fo. ¡Cómo nos atrevíamos a tocar al islam! Pero cómo se había atre-
vido Molière a tocar a los beatos de nuestro propio país hace tres
siglos. ¿Es culpa mía si a esta obra se la sumerge constantemente
en la fuente de la juventud, y siempre encuentra actualidad en cual-
quier lugar del mundo? Uno se da cuenta del coraje de Molière en
escribir y reescribir esta obra, dos veces prohibida por Luis XIV,
cuando ve las reacciones que suscita aún en nuestra época. Tartufo
es una obra heroica. Molière denuncia en esa obra al todopoderoso
partido devoto de los años 1660, a la hipocresía y a la avidez del
poder ocultas bajo el fanatismo religioso. Estábamos particularmente
sensibles a ese tema porque algunos artistas argelinos exiliados,
que no tenían ningún miramiento con los devotos, nos contaron sin
tapujos lo que habían sufrido.
Hay que arriesgarse a creerle a los testigos de vez en cuando.
Hoy, por temor a ser engañados, no habría que creer nunca más en
los pedidos de auxilio. La confianza se volvió un pecado capital:
“¡Seamos realistas, seamos cínicos, seamos sordos!”. Qué duplici-
dad la de Occidente, que sigue negociando en nombre del realismo
político-económico con Estados que en el mundo se arrogan el dere-
cho de mantener esclavas a las mujeres, de matar intelectuales,
artistas, estudiantes, periodistas, a todos los portavoces. ¡Occiden-
te Tartufo! ¡Occidente Orgón! ¡Ah, de veras que me siento demasia-
do poco inteligente como para descifrar a nuestro mundo! La mala
fe me asfixia, me deja muda.
–¿Si se siente tantas veces “demasiado poco inteligente”, enton-
ces en donde radica su fortaleza?
–En la tenacidad y en la confianza, creo. Y creo que es a través de
la confianza que logro unir a la gente, cuando lo logro.
–¿En torno a un proyecto artístico?
–Por supuesto, una obra es necesaria. “Para mantener unidos a
los pueblos, debes hacer obras”, dice la Bhagavad Gita.* Obra no
significa solamente obra artística.
–¿Podemos considerar a la huelga de hambre que realizó a fines
del verano de 1995 por Bosnia, como a una obra también?

* Incluida en la epopeya india del Mahabharata, la Bhagavad Gita, escrita en


sánscrito en el siglo III a. C. es un diálogo entre el héroe Arjuna y el dios Krishna;
un poema filosófico que muestra a los hombres la conducta a seguir para alcanzar
lo divino.

72
–No exageremos las cosas. La OTAN al final habría actuado de
todas formas sin la huelga de cinco pobres teatreros. Además, era
mucho más fácil hacer huelga de hambre treinta días en la
Cartoucherie con seguimiento médico, como teníamos nosotros, que
en una prisión turca donde uno sabe que lo van a dejar quedarse
ciego, y después reventar. Durante el Festival de Aviñón 1995, los
directores François Tanguy, Olivier Py, la coreógrafa Maguy Marin,
Emmanuel de Véricourt y yo firmamos lo que se llamó la Declara-
ción de Aviñón para que el gobierno francés contribuyera a termi-
nar con la purificación étnica y a defender la integridad de Bosnia.
Me acuerdo muy bien de Paul Puaux que la leyó con su voz estentórea
y de militante incorruptible en las escalinatas del Palacio de los
Papas. ¿Eso qué quería decir? Quería decir que algunos artistas,
algunos intelectuales, habitualmente apóstoles fervientes de la no-
agresión, pedían, reclamaban que unos soldados europeos fueran a
matar serbios y a arriesgar sus vidas para detener la masacre de
civiles bosnios. No podíamos por decencia firmar un texto así y des-
pués irnos tranquilamente a tomar sol a la playa. Decidimos em-
prender una huelga de hambre a principios de agosto. Era la única
manera de acompañar nuestro compromiso moral con un poco de
compromiso carnal. Aguantamos treinta días. Hasta que ataca la
OTAN. Si no ¿hasta dónde hubiéramos llegado? Sería muy desho-
nesto decir que hasta la muerte. Pero creo que bastante lejos. Al
menos para no resultar ridículos.
¿Qué conservo de aquellos días? Pequeños momentos secretos,
que me dieron placer; la gente que se preocupaba por nuestra sa-
lud. Lucien Attoun,* que cuando me ve con diecisiete quilos menos,
se pone a llorar. Yo me quedé desconcertada porque me quedaban
muy bien diecisiete quilos menos. Philippe Adrien, jefe del Théâtre
de la Tempête en la Cartoucherie, muy cercano a nosotros, que ve-
nía todo el tiempo a apoyarnos. La gracia de Olivier Py, sus cancio-
nes. Eve Döe Bruce, nuestra Eve, minúscula y colosal, nuestra pro-
tectora implacable. Eve es actriz pero sobre todo es combatiente y
justiciera. En todos los frentes, noche y día. Su risa, su furia, su
inagotable altruismo. Las trasmisiones conmovedoras que François
Tanguy y sus amigos organizaban con los bosnios en Sarajevo. La

* N. de T.: Codirector de Théâtre Ouvert, Centro Dramático Nacional dirigido por


Lucien y Micheline Attoun, cuya misión es la lectura, difusión y archivo de
escrituras teatrales contemporáneas.

73
voz de Hanifa Kapidzic* resonando fuerte por toda la Cartoucherie.
Su magnífico francés.
El gran día, justo antes de parar la huelga, le dijimos: “Bueno, se
terminó, la OTAN ataca”. Y ellos, que no todavía no oían los aviones,
nos responden: “No lo creemos, pero paren la huelga”. Y de pronto,
nosotros en París oímos de fondo a los aviones de la OTAN entrando
en el cielo de Sarajevo.
Después nosotros conocimos a un hombre extraordinario, un ser
delicioso, el almirante Sanguinetti.** Nuestro Emir del mar, como
me gustaba llamarlo. Nos explicaba la guerra, las artimañas de los
serbios, las de los políticos también. Me acuerdo de su espíritu agu-
do, de su humor, de su don para contar. Yo lo quería enormemente.
Me recordaba a mi padre. Las manos, los gestos, la mirada. Tam-
bién fue en ese momento que conocimos a Abraham Serfati,*** que
venía con sus muletas casi todos los días, un héroe, tan fuerte él
también, tan grande, tan sincero y sin nada, nada de arrogancia ni
de vanidad. Sé que al final pudo regresar con Cristina, su mujer, a
su querido Marruecos por el que tanto han luchado y donde final-
mente podrán vivir en libertad.
En fin, siempre estaba lleno de muchachos y muchachas, vivien-
do ahí noche y día cuidando nuestra seguridad; con gran vigor hi-
cieron un trabajo colosal para dar a conocer, y hacer comprender la
urgencia de la situación bosnia. Entre ellos, estaba las veinticuatro
horas del día Laurence Chables, directora del Théâtre du Radeau y
un muchacho joven que, por su inteligencia, su delicadeza, su cul-
tura, su memoria fenomenal, su capacidad de trabajo casi inagota-
ble, se nos hizo rápidamente indispensable: Charles-Henry Bradier
que después se hizo amigo de todos nosotros y se convirtió en mi
irremplazable asistente. ¿Qué pueden pensar de todas estas accio-
nes nuestras los verdaderos militantes? ¿Los que se ocupan de los
indocumentados cotidianamente desde hace cinco años, por ejem-
plo? A nosotros nos vienen a buscar cuando tienen necesidad de
que algo adquiera un poco de brillo.
Cuando vienen a decirme en una manifestación: “¡Ariane, coló-

* N. de T.: Profesora de literatura en Sarajevo, escritora, que participó en conferencias


brindando testimonio sobre la guerra en Bosnia.
** N. de T.: Militar, expulsado de la Marina en 1976 por Giscard, se volcó a la
militancia de izquierda y criticó violentamente la política militar de Francia.
*** N. de T.: Marroquí, opositor al régimen, estuvo en prisión y en 1991 fue expulsado
a Francia.

74
quese al frente!”, sé muy bien lo que esa imagen significa. Eso quiere
decir “confiscar la manifestación”. Los que deben ir adelante son los
que asumen la causa las veinticuatro horas del día, durante años.
Por eso yo prefiero estar mezclada entre ellos. Si la gente que me
conoce y me estima ve que estoy ahí, y los reconforta verme con ellos
en la manifestación, ya es suficiente. No necesito que me pongan por
delante. Más todavía cuando tengo disponibilidad. Porque después
de todo, cumplo con mis compromisos sólo cuando puedo. Zola no
ocultó que si hubiera estado escribiendo un libro cuando vinieron a
buscarlo para salvar a un oficial judío llamado Dreyfus, no se habría
comprometido y tal vez no hubiera escrito Yo acuso. Es honesto. Y
habla en nombre de todos los artistas.
Además los militantes con experiencia lo saben. No se lo toman a
mal cuando les decimos: “No puedo ahora, estoy ensayando”. Sa-
ben que pueden contar con nosotros a menudo, pero no siempre.
–¿Entre sus acciones militantes más relevantes no está también el
haber brindado refugio en la Cartoucherie a los indocumentados en
1996?
–Eso fue por León. León Schwarzenberg me llama por teléfono
una noche de junio: “Ariane, ¿puede dar albergue por unos días a
382 indocumentados? Ya no sabemos adónde ir, a qué santo enco-
mendarnos. –¿Cuándo?”. Me dice: “Esta noche. Mañana a más tar-
dar”. Y era León. Viene inmediatamente. Hablamos. Al día siguien-
te, el “éxodo” estaba acá. Nosotros estábamos haciendo Tartufo. Pri-
mero se quedaron un mes. Después ocuparon la Iglesia Saint-
Bernard durante dos meses. Cuando supieron que los iban a expul-
sar de ahí, nos fuimos para allá y nos quedamos a dormir durante
ocho días. Yo le había dejado un mensaje en el teléfono a Eve: “Eve,
por tu tranquilidad en las vacaciones, sobre todo, no me llames”. Ya
había llamado. Y se encontró durmiendo en Saint Bernard en el
mes de agosto. Y después el famoso hachazo, en la puerta famosa,
por orden del famoso Juppé. Nos sacaron a todos para afuera. Otra
vez “éxodo”, volvieron para acá. Y las cosas no se dieron siempre sin
conflictos. Habíamos sido claros: “Cuatrocientos indocumentados
está bien, pero más no. Si nos vemos desbordados con el público
presente, la policía tendrá un buen pretexto para rodear la
Cartoucherie”. Y eso era lo que queríamos evitar.
La Cartoucherie no debía convertirse en un lugar de
enfrentamientos; era un refugio, un santuario para juntar fuerzas,
elaborar estrategias. Una vez preparados, volverían a la lucha. Al-
gunos me lo reprocharon, los que querían ir a la confrontación di-

75
recta. Pero la mayor parte de ellos, eran conscientes de que cuatro-
cientos era un número lo suficientemente simbólico para servir como
bandera a todos los indocumentados, incluso a los que no estaban
dentro de nuestro recinto. Dormían en todos los teatros de la
Cartoucherie. Cuando el público salía de ver Tartufo, ellos estaban
ahí, en el refugio, con los sobres de dormir, y entraban a acostarse
a la sala. Ellos se preparaban, mejor dicho, las mujeres preparaban
la comida en calentadores que habíamos instalado en el frente del
Théâtre du Soleil, pero me habían dado su palabra de honor de que
jamás ocuparían la sala de espectáculos, ni nos impedirían actuar.
Cumplieron con su palabra. Había entre ellos gente magnífica.
–¿Cómo se fueron al final?
–Tomaron la decisión cuando se dieron cuenta de que instalados
en la Cartoucherie ya no molestaban para nada al gobierno, que
estaba dejando otra vez que la situación se pudriera y sacaba doble
provecho: olvidarse de los indocumentados y que los teatros que
habían tenido la imprudencia –para no decir la impudicia– de dar-
les refugio quedaran asfixiados. Se fueron un día, a toda velocidad,
sin avisarnos nada; en el teatro todos quedamos tristes y un poco
heridos. Pero eso son los métodos de acción de Madjiguenne Cissé.*
A quien estimo y admiro mucho, por otro lado.
–Inspirado en este episodio de los indocumentados, en 1997 armó
un espectáculo sobre las desgracias vividas por un elenco tibetano.
Et soudain des nuits d’eveil, escrito por Hélène Cixous basado en las
improvisaciones de los actores.
–Hélène no escribió partiendo de las improvisaciones. Escribió
algunas escenas del espectáculo. Otros momentos son fruto de im-
provisaciones. La experiencia con los indocumentados resultó una
aventura muy reveladora para nosotros, sobre nosotros mismos.
Nos vimos a nosotros mismos, durante esas semanas un poco lo-
cas. Teníamos nuestro territorio invadido, nuestro ritmo totalmente
dado vuelta, nuestra hospitalidad puesta a prueba en ocasiones en
forma muy dura. La altísima idea que podíamos tener de nuestra
paciencia, de nuestra tolerancia, de nuestra generosidad se vio un
poco disminuida. Pasamos momentos en que no fuimos ni pacien-
tes, ni tolerantes, ni generosos. Pero, en fin, nos mantuvimos. Que-
ríamos contarlo. La puesta a prueba de nuestros ideales frente a lo
concreto de la vida. Nuestra vocación es contar nuestro tiempo. Pero
con la preocupación, siempre, de despegarnos del realismo, hici-

* N. de T.: Una de las principales portavoces de los indocumentados.

76
mos como de costumbre un desvío a través de Asia. Hacía mucho
tiempo que queríamos hablar del Tíbet. Yo también, como mucha
gente, siento fascinación y una gran ternura por ese pueblo. ¿Cono-
ce el himno nacional tibetano?
“(…) Que la enseñanza del Buda irradie hacia las diez
direcciones y guíe a todos los seres del ancho mundo para
gozar de la paz y de la felicidad (…)”
¿Usted conoce algún otro país que en el himno invoque a las
bendiciones divinas para todo el mundo? No hay ninguno. Y de gol-
pe, puse la bandera del Tíbet al lado de la francesa, en el frontón de
la Cartoucherie.
–¿Esa bandera francesa no es “mucho” en el frontón de un teatro,
donde ya figura “Libertad, Igualdad, Fraternidad”?
–Pero si todo eso va junto. Nosotros colgamos esa bandera, jus-
tamente en 1995, durante la época de los indocumentados que nos
hablaban todo el día de la Francia de los ideales. Y además, es una
bandera muy hermosa que sobre todo no se la quiero dejar a Le
Pen. Cuando la vi flotando, quise inscribir además “Libertad, Igual-
dad, Fraternidad” como en todo edificio público que se precie.
–¿Un grito de amor a la nación francesa?
–No apruebo como están las cosas en Francia. Pero si uno se
siente mal donde está, hay que luchar para mejorar las cosas. A
fuerza de decirle a la gente lo peor de su país, van a terminar
creyéndolo y empeorándolas todavía más. No es el peor de los paí-
ses, está muy lejos de eso. Simplemente hay que trabajar para que
lo inaceptable pase lo menos posible, la apatía lo menos posible, lo
mezquino lo menos posible. Con reírse burlonamente y decir lo des-
preciable que es Francia no alcanza para hacerla mejor.
–Volvamos a esta obra Et soudain des nuits d’éveil. Ahí se cuenta
que invitó a un elenco tibetano, que al final de la función resuelve
pedir asilo en la Cartoucherie. El gobierno francés acababa de recha-
zar sus demandas: no entregar cien aviones ordenados por Pekín y
reconocer que el Tíbet está anexado a China. El espectáculo ponía
frente a frente al elenco, a los actores del Soleil y a los espectadores
del teatro. Una trama de “teatro dentro del teatro”, pero directamente
en forma casi realista, inspirada por la experiencia con los
indocumentados africanos.
–Me gustó mucho ese espectáculo, tenía momentos muy hermo-
sos, pero era frágil, y por momentos rozaba lo anecdótico. Nos que-
damos demasiado aferrados a lo que habíamos vivido; a lo mejor
fuimos un poco complacientes. Le faltó cierta distorsión. Faltaron

77
verdaderos malvados, verdaderos egoístas, verdaderos cobardes. Es
peligroso cuando en un espectáculo no hay verdaderos malos. Los
chinos eran espectros malos, los políticos espectros cobardes. Fal-
taba el diablo en escena.
Et soudain des nuits d’éveil es un espectáculo bisagra, que anti-
cipa Le Dernier Caravansérail. Hay espectáculos transición y hay
espectáculos que son matriz, generadores. Logrados algunas veces,
menos logrados, otras. Hay que ser modesto; nuestra vocación es
rendir cuentas del presente y hay muchas formas de aprehenderlo.
Me gustaría volver a hacer algo sobre el Tíbet alguna vez. No sobre
nosotros y el Tíbet, sino sobre el Tíbet. Porque si dejamos morir al
Tíbet, dejamos morir al último pueblo guardián de un sueño subli-
me de espiritualidad posible en política.
–Et soudain des nuits d’éveil terminaba con la vuelta del elenco
tibetano a India, sin haber obtenido ningún reclamo. ¿Qué pasó al
final con los indocumentados africanos?
–Casi todos fueron regularizados. Por suerte. Tenían derecho:
habían pasado años en Francia, eran francófonos, tenían trabajo,
no eran ni bandidos, ni vendían droga, ni eran islamitas ni terroris-
tas. Eran familias con mujer, hijos, o jóvenes solteros que tenían
derecho a un futuro. Todos habían sido expulsados a la ilegalidad
por las leyes Pasqua.* También había algunos recién llegados, pero
muy pocos.
–¿Quién tiene derecho a quedarse en su opinión?
Me dan ganas de contestarle como los convencionales de 1793,
que ya en aquel momento decretaban: “El pueblo francés da asilo a
los oprimidos, lo niega a los tiranos”. Me gusta mucho eso de que “lo
niega a los tiranos”. El tirano no es solamente Bokassa, de África
Central o Duvalier, de Haití, es también el iman integrista que escu-
pe fuego, el chetnik serbio depurador, el terrorista, etcétera. Ade-
más, muchas veces pasa –lo vimos en el caso de Camboya– los pri-
meros en ser recibidos por Francia, los que se las arreglan mejor
para pasar las fronteras, son los verdugos habituales. Algunos Khmer
rojo notorios ya se habían instalados en París mientras que sus
víctimas todavía estaban en los campos tailandeses, sometidos a
cláusulas sórdidas y a las peores inquietudes ocasionadas por vo-
luntad de un militar corso, empleado de la embajada de Francia (al

* N. de T.: Charles Pasqua (1927). Político francés, ministro del interior en el gobierno
de Chirac, autor de las leyes que llevan su nombre, que dificultan la adquisición
de la nacionalidad francesa.

78
que no voy a nombrar por más que ganas no me falten), antes de
conseguir refugiarse en nuestro país. Hay que estudiar cada situa-
ción individual, cada caso. Por eso me enojé con ciertas asociacio-
nes de extrema izquierda que en su momento rechazaron categóri-
camente el “caso a caso”. Es una tarea gigantesca, y lo que es
gravísimo es que, contrariamente a Inglaterra, no hay en Francia
personal administrativo suficiente para llevar a cabo la tarea. Ac-
tualmente el derecho de asilo es verdaderamente como la piel de
zapa, atacado por toda clase de leyes y decretos. Ya hemos organi-
zado un debate en la Cartoucherie sobre el tema: “Hay que salvar el
derecho de asilo”. Es muy clarificador para todos aquellos que toda-
vía no han tomado conciencia de lo que está pasando en los minis-
terios y cancillerías europeas. Vamos a seguir adelante con esto.
–¿Y qué piensa sobre el affaire Battisti?
–Hay algo que molesta en esta historia, y es que efectivamente
François Mitterrand, por lo tanto Francia, dio su palabra de no
extraditarlo y ahora se vuelve sobre eso, sobre la palabra dada. Pero,
si mal no recuerdo, esa palabra no involucraba a aquellos que hu-
bieran cometido crímenes de sangre. El asunto es ese. ¿Battisti ase-
sinó a cuatro personas o no las asesinó? Hay una cosa que es segu-
ra: las condiciones bajo las cuales se juzgó a los Brigadas Rojas en
Italia son mucho mejores que las nuestras para juzgar a los terro-
ristas en nuestro país. Allá no son tribunales de excepción. Pero
prefiero mantenerme alejada de esa historia. No sé lo suficiente.
Pero cuando me hablan de perdón, siempre pienso que son las víc-
timas quienes deben decidirlo. No yo.
–Muchas veces la vi ostentando la insignia “Ni putas ni sumisas”.
¿Es militante del movimiento dirigido por Fadela Amara con las muje-
res musulmanas de los suburbios?
–Las sigo y las apoyo. Me parece que tienen un coraje excepcio-
nal. No debe ser nada fácil atreverse a hacer oposición a la ley del
padre y del hermano mayor, a denunciar a esa especie de tribunal
comunitario que hace la ley en sus territorios. Menos fácil aún es
declarar que llevar el velo es en primer lugar un signo de sumisión,
que la religión es en todo caso de orden privado, íntimo, y que no
hay necesidad de señalarla. Las militantes de “Ni putas ni sumisas”
reivindican la igualdad, la laicidad republicanas, la mezcla en su
movimiento. Luchamos contra el apartheid y ganamos. Pero por las
mujeres –la mitad de la humanidad– no se levanta ni el dedo meñi-
que, o manifestamos una comprensión y una tolerancia de izquier-
distas trasnochados hacia sus verdugos.

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–¿Es feminista?
–Siempre me costó aceptar la simplificación inherente a cual-
quier militantismo. El discurso ideológico está bien en cierta medi-
da, pero a la vuelta de cualquier frase surge una receta que me deja
seca. Yo tengo sobre todo necesidad de ideales. Pero, en 1971, firmé
el manifiesto “343 putas” por el derecho al aborto.
Y además llegó Hélène Cixous. Me hizo comprender muchas co-
sas. Siempre me hace comprender muchas cosas. Hoy estoy con-
vencida de que la lucha de las mujeres es la más urgente de las
luchas. Mientras que no tengan leyes para ellas, las tienen en con-
tra de ellas.
–¿Pero personalmente, en su vida profesional o en su vida cotidia-
na, sintió alguna vez la dificultad de ser mujer?
–Me di cuenta muy tarde de que no siempre es fácil ser mujer.
Fui una hija muy querida por su padre. Eso ayuda a superar todos
los obstáculos. Entonces llegué sin casco ni escudo a un campo que
no sabía que estaba minado. Cuando empezamos, la gente del Soleil
era toda amiga, nos habíamos elegido. Un verdadero macho no hu-
biera resistido quedarse: nos habríamos reído mucho de él. Yo no
me daba cuenta de que ser director podría ser complicado y si me
hubieran dicho: “No es posible que te dediques a esto por ser mu-
jer”, ni siquiera lo habría comprendido.
–¿Pero durante las crisis en el elenco, no se la cuestionaba más
por ser mujer?
–¡Otra vez las crisis! Puede ser. Pero me prohibía hasta pensarlo.
La única vez que lo percibí fue después del Festival de Cannes, cuan-
do algunos críticos de “Masque et la Plume” en France Inter., me
acusaron de megalomanía porque Molière duraba cuatro horas. “Se-
ñor, hubiera usted acusado de megalómano a un hombre porque su
película dura cuatro horas?”.
–¿Y sobre los reproches de ser maternal con el elenco?
–¿Y qué? ¿Está mal? Los hombres pueden ser paternales, estar
muy apegados.
–¿Queda lugar para su vida privada?
–¿Quiere decir para el amor, no? Bueno, incluso, cuando como
toda la gente de teatro, no tengo demasiado tiempo para dedicarle a
mi vida privada, quédese tranquila, hay amor en mi vida privada.
–¿Sería capaz de tener sólo teatro y nada más en su vida?
–Si el amor en mi vida no estuviera absolutamente relacionado
con el teatro, no sé cómo haría para vivirlo. Por suerte eso no me

80
pasó jamás, porque de todas maneras no hubiera tenido tiempo de
conocer a alguien fuera del teatro.
–El teatro es su vida.
–Como todos los que hacen teatro, relaciono todo con el teatro, y
como ellos, llego a vivir momentos de una tensión enorme. Seguidos
por enormes agujeros en donde tengo necesidad de vacío, de dor-
mir, de quedarme inerte y ociosa, ya sea en mi casa sola o con al-
guien, o irme a un café a leer una tontería, una revista, libros de
recetas de cocina muy complicadas, de cocina tailandesa, por ejem-
plo. Entonces viajo, y ni siquiera necesito preparar el plato. Me di-
vierto. Por supuesto también me divierto en el teatro. Me divierto
profundamente. Pero a veces necesito otra diversión. Menos
enraizada en mi destino. Cuando pasa el cansancio, todo lo que veo,
oigo, leo, vuelve a traducirse en mis ganas de teatro. O en una inte-
rrogación sobre el teatro.

81
Noveno encuentro

AVIÑÓN, LA CRISIS DE LOS TRABAJADORES


INTERMITENTES DEL ESPECTÁCULO*

Cartoucherie, jueves 12 de junio de 2003, 21 horas

Hall-Foyer. Vacío y a la vez resonando los ecos del espectáculo, como


todas las noches que hay función. Impresionante. Espero sentada
en un banco, en un rincón al fondo. Ariane Mnouchkine llega cami-
nando despacio, sacudiendo suavemente la cabeza, mirando el piso.
Está demacrada, ansiosa, como nunca. Dice estar inquieta, incó-
moda. No sabe bien qué pensar de la huelga que hicieron los teatros
la noche anterior para apoyar las reivindicaciones de los trabajado-
res intermitentes del espectáculo, ni de las manifestaciones contra
la nueva ley sobre la jubilación. El Soleil tampoco actuó, pero ella
sigue haciéndose preguntas. Viene el intervalo. Ariane Mnouchkine
me deja para ir a hablar con los espectadores que se le acercan. El
público es muy variado, audaz y abierto: desde adolescentes hasta
jubilados de todas las clases sociales. Ariane Mnouchkine contesta
simplemente las preguntas, dice: “Gracias, gracias”, con una sonri-
sa cansada. Espera que el último espectador vuelva a entrar en la

* N. de T.: En Francia intermittent du spectacle (intermitente del espectáculo) es el


estatuto administrativo dado a una persona que trabaja por intermitencia
–alternando períodos de trabajo y períodos de seguro de paro– contratado por
empresas relacionadas con el espectáculo (productoras de cine, televisión,
publicidad, teatros, etc). Así, el estado reconoce al trabajador del espectáculo
como un tipo particular de asalariado y no como patrón. Los artistas, técnicos y
maquinistas del espectáculo no están integrados al régimen general del seguro
de paro en Francia. Sin embargo, se los indemniza de acuerdo con reglas específicas
que tienen en cuenta el tipo de actividad que realizan y su modo de remuneración.
Para ser considerado un intermittent y obtener los beneficios sociales, el trabajador
debe efectuar un número de horas anualmente, dicho número es fijado de
antemano por el propio estatuto. A comienzos de 2004, el Estado modifica el
régimen vigente: a partir de 2005, las 507 horas requeridas deberán haber sido
efectuadas durante diez meses y no doce meses como era hasta ese momento.
Estas modificaciones provocaron importantes huelgas y manifestaciones.

82
sala para retomar nuestra entrevista, se queda parada. Suena la
alarma de un auto. Mala suerte. La alarma se detiene. Exasperada
y temiendo que esto moleste al público, Ariane Mnouchkine va a
salir tres veces para verificar que afuera todo está solucionado. Está
agotada y enojada al mismo tiempo.

Fabienne Pascaud: No se siente bien…


Ariane Mnouchkine: No me siento muy bien. Pero como sé que es
algo que me pasa siempre que termino un espectáculo pensé: Y
bueno… entonces que Fabienne me vea también en este momento.
–¿A qué se debe?
–A la sensación de estar entre dos cosas. La primera parte de Le
Dernier Caravansérail está terminada. Ahora hay que ponerse a tra-
bajar en la segunda.
Además, para mí, en este momento, es muy doloroso no poder
adherirme a los movimientos a los que, en otras circunstancias, me
hubiera naturalmente adherido.
Ayer, por ejemplo, cerramos el teatro, no tanto por solidaridad
con los intermitentes, que así lo exigían, sino para que no nos fasti-
diaran. Para que no vinieran a acusarnos de traición. En el fondo,
no es honesto. No me gustan esas cosas.
–Pareciera que usted no se adhiere tampoco, actualmente, a los
movimientos contra la nueva ley sobre las jubilaciones. ¿Por qué?
–Esos movimientos parecen estar contra toda reforma. Sin em-
bargo, hay que reformar el sistema jubilatorio. ¿Quién podría ne-
garlo? Una reforma es necesaria. Pero ¿cuál? Si me lo preguntaran
–pero nadie me pregunta nada– yo diría: algunas personas pueden
trabajar más tiempo antes de jubilarse porque ejercen oficios mara-
villosos que han elegido y en los que resultan preciosas, mientras
que otras que pierden su vida haciendo labores sin gracia, sin nin-
gún interés, sin ninguna felicidad, deberían poder trabajar menos
tiempo. Mucho menos tiempo. Y esas personas que durante toda su
vida tuvieron apenas para vivir, podrían tener una jubilación un
poco más digna, mientras que la gente que siempre vivió bien po-
dría tener una jubilación un poquito menos importante. Como ve,
estoy totalmente por fuera de la corriente del momento. Se le da
jubilaciones que no alcanzan para vivir a la gente que tuvo salarios
que no alcanzaban para vivir y pienso que sería el momento de
reequilibrar un poco las cosas, de reparar un poco la dureza del
destino. Pero no, la agravamos.
–¿Qué puede hacer usted?

83
–No mucho. Salvo decir lo que pienso. Y votar.
–¿Y qué piensa de la crisis de los intermitentes del espectáculo?
–Mire, no me entusiasma demasiado el tema. Mejor hablemos de
esto más adelante.
–Volvamos entonces a esta sensación de vacío, ya que tengo la
suerte, como usted dice, de verla en un momento de vacío, algo que
no es tan frecuente…
–No, pero después de todo, tal vez no se trate de vacío sino de
demasiado lleno. Para decirle la verdad, pedí permiso para parar
una semana.
–¿A quién?
–A los actores. A la compañía.
–¡Pero si usted tiene derecho a parar sin pedir permiso!
–No. Es algo que yo no decido sola.
–¿Le agrada la idea de irse dentro de unas semanas al Festival de
Aviñón?
–Siento mucho cariño por el público de Aviñón. Es entusiasta,
apasionado, sabe escuchar, y se parece muchísimo al del Théâtre
du Soleil. Tengo recuerdos míticos de Aviñón. Pero durante el Festi-
val es muy difícil vivir en la ciudad, se pone ruidosa, tórrida, comer-
cial; además, hacer un espectáculo allá es jugar al tiro al blanco,
siendo el blanco. Es bastante violento. Sentimos que estamos escri-
biendo una página de la historia del teatro, pero estamos tensos, los
ojos fijos en la caja registradora. Todo el mundo hace cuentas, por-
que la gente tiene miedo de sobrepasar el presupuesto obtenido.
Aviñón es una mezcla de alegrías y de terror. El caldero ideal para
que se exacerben las pasiones y las crisis de toda clase. Buenas y
malas. Este año, le confieso, me voy preocupada.

1º de julio de 2003, 19 horas

Estamos instaladas delante de la Cartoucherie, al aire libre, en una


mesa sobre el pasto pero no es el momento de saborear la transpa-
rencia del aire. Ariane Mnouchkine está cada vez más preocupada
por el vuelco que pueda dar la crisis de los intermitentes del espec-
táculo. Sin embargo, alrededor nuestro, los maquinistas preparan
la escenografía, los trajes, los materiales para enviarlos al Festival
de Aviñón. Mientras habla conmigo, Ariane Mnouchkine los vigila
de reojo. La llaman varias veces al teléfono móvil, y ella contesta,
algo que no pasa habitualmente. Parece estar sometida a muchas
presiones, muchas interrogaciones, agitada interiormente.

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–Fabienne Pascaud: Mañana se va para el Festival de Aviñón.
¿Sigue deprimida?
–Ariane Mnouchkine: No estoy deprimida. Estoy triste. Nuestro
portero, Héctor Ortiz, falleció el sábado. Del corazón. Al pie de ese
árbol que está allá. Tenía 63 años. Un día, Jean-Jacques Lemêtre lo
apodó: “Señor director de las tinieblas”. Desde entonces, en el pro-
grama, aparecía bajo esta misteriosa función. ¡Cuidaba nuestro teatro
y toda la Cartoucherie desde hace 27 años! Ahora está en Santo
Domingo. Nuestros camiones tienen que salir mañana para Aviñón.
Los retuve el mayor tiempo posible. Tengo un presentimiento extra-
ño, hay demasiada gente que considera que hacer la huelga es me-
jor solución que seguir adelante con los espectáculos; como si estu-
vieran cumpliendo un deber. Llamé por teléfono a Bernard Faivre
d’Arcier y le pregunté: “¿Mando los camiones? Cuesta muy caro y
francamente tengo miedo de que no haya Festival. –No, no, que ven-
gan los camiones, todo tiene que estar listo.” Entonces vamos a
mandar los camiones. Y después veremos.

Sábado 19 de julio, regreso de Aviñón, Bar Select, 14.30 horas

Es la primera vez que Ariane Mnouchkine me cita en París. Es raro.


¿Serán las vacaciones o la crisis? Nos instalamos en el fondo del
café vacío para estar más tranquilas. Por una vez, Ariane está vesti-
da con una falda larga y amplia y lleva un bolso grande. Veraniega.
Como todo el mundo. Extraño verla lejos de su reino de la
Cartoucherie, lejos del trabajo. Como si ella y su teatro fuesen un
solo cuerpo, como si no pudiésemos imaginarla de otra manera.
Tiene muchos diarios y revistas en la mano.

Ariane Mnouchkine: Estoy furiosa.


Fabienne Pascaud: ¿Por qué? ¿Tiene la impresión de haber sido
manipulada?
–No, ¡no fui manipulada! No, estoy furiosa conmigo misma por
no haber sido más ofensiva, más convincente.
–¿Qué significaría haber sido más ofensiva?
–Tenía cosas para decir que yo no podía, que no debía decir en
público, o, en todo caso delante de los medios de comunicación o de
los responsables políticos. Simplemente teníamos que haber conse-
guido un lugar donde poder ventilar los trapos sucios, decirnos todo
en la cara, todo. Un lugar donde todos los que estaban de acuerdo
conmigo (y que no se animaban a decirlo porque temían la violencia

85
verbal exhibicionista) hubieran podido expresarse sin preocuparse
demasiado de ser tratados de amarillos virtuales, de traidores a la
causa del pueblo.
–De todas maneras, ¡la familia teatral nunca estuvo muy unida!
–Justamente era ahora o nunca el momento de intentar unirla.
Algunos jóvenes notables de la institución teatral tomaron –me pa-
rece– una responsabilidad muy grande al dejarse llevar, incluso a
veces arrastrando consigo a muchos artistas –jóvenes o menos jóve-
nes– peor pagos, menos indemnizados que ellos, en síntesis mucho
menos protegidos que ellos. A nadie se le ocurrió decir: “Bueno, el
antiguo estatuto no estaba muy bien hecho. Nos obligaba a hacer
trampa. Hacíamos trampa. El nuevo tampoco es mejor. Hay que
hacer otro. Más justo esta vez, y que el resto de los ciudadanos, así
estén en el seguro de paro o no, puedan aceptarlo sin encontrarlo
‘nomenclaturista’. Disponemos de un año para hacer algo, sólo en-
tonces vamos a tener una bandera indiscutible”. En ese caso, sí voy
a estar de acuerdo en defender la causa y hacer huelga, si es nece-
sario.
–A propósito, ¿cómo se votó la última huelga que provocó la anula-
ción del Festival? Y antes que nada, ¿quiénes la votaron?
–Si entendí bien –porque en el fondo no estaba demasiado claro
quién votaba y por qué unos votaban y otros no–, estaban por un
lado los artistas, es decir las compañías del Festival oficial, más las
de la Chartreuse* (no sé por qué votaban las de la Chartreuse) y por
otro lado, los maquinistas. Los administrativos tuvieron que defen-
der arduamente su derecho al voto que les fue contestado de mane-
ra incomprensible. El “off” (“no oficial”) considerado como indepen-
diente no votaba, y por ese motivo los interesados estaban furiosos.
Y tenían razón. Ellos perdían todo. A los del “in” (“oficial”) les iban a
pagar los contratos de todas maneras. Hubiese o no anulación. En
el Soleil, después de largas discusiones, decidimos abstenernos. Ya
nos habíamos abstenido cuando la primera votación, el 8 de julio y
me parece francamente que el Théâtre du Soleil –setenta y cinco
votos potenciales– jugó un rol apaciguador al no votar. Usted dirá
que si nosotros hubiésemos votado, la huelga no habría tenido lu-

* N. de T.: La Chartreuse de Villeneuve Lez Avignon es un Centro nacional de


escrituras escénicas que recibe residentes: autores, escritores, traductores, artistas
plásticos y directores de teatro. Es un viejo monasterio del siglo XIV, cuyas celdas
se usan para albergarlos.

86
gar. Tal vez. Pero no hubiésemos podido actuar de todas maneras.*
Algunos lo estaban esperando y lo decían en voz alta e inteligible.
Hubiese habido trifulcas todos los días en las calles, en los teatros,
y yo no quería de ninguna manera que se llegase a eso. No quería
ser responsable de que un tipo –intermitente o espectador– termi-
nara con una mano arrancada o con un ojo reventado durante los
enfrentamientos con la policía. “¡Ah, no quiere hacerse responsa-
ble!”, me gritaban. No. ¡No de esto! No quiero. No es mi trabajo po-
ner a los jóvenes unos contra otros dejando que los viejos los mani-
pulen. “¡Son ustedes los que tienen que hacerse responsables de
eso!” La huelga se votó con muy poco margen, gracias a los cuaren-
ta votos de los radicales de la Chartreuse, cómodamente allí insta-
lados, y que después siguieron tranquilamente con las lecturas. Las
compañías estaban –me parece– en su gran mayoría en contra de la
huelga. Los maquinistas, en su mayoría, a favor. En ese momento,
los grupos del “off” empezaron a desolidarizarse: “No nos sentimos
identificados con las decisiones del ‘in’. ¡No queremos hacer huel-
ga!”. Al final de cuentas, de los seiscientos grupos, ¡sólo cien que-
rían la huelga! Entonces dejamos que el “off” se hiciera pedazos,
que compitieran unos contra otros. En un momento dado tuve una
esperanza, pensé que tal vez había llegado por fin el cuarto de hora
del “off”. ¡Tal vez iban a poder lograrlo solos, resistir! Pero no, no
pudieron. Por falta de espectadores. Unos días más tarde, todo es-
taba terminado. El público no vino a verlos porque a Aviñón, la
gente viene primero para ver los espectáculos del Festival “in” y des-
pués solamente para el “off”.
–¿No se sintió mal por haberse abstenido? No es su estilo abste-
nerse.
–Sí, dudamos. Algunos actores querían verdaderamente votar en
contra de la huelga, incluso dos de ellos lo hicieron.
–¿No le parece que se excluyó demasiado al público de este asun-
to? ¿Que se pensó demasiado poco en él, en sus reacciones, expecta-
tivas y decepciones?
–Nos cansamos de decirlo: “¡Están tirando al público fuera del
debate, cuando es al público al que necesitamos, sólo el público
puede esclarecernos, apoyarnos, gracias a él vivimos, y ustedes no
lo dejan siquiera llegar hasta Aviñón con sus amenazas de huelga!”.
Me acuerdo de un trabajador intermitente –aunque me pregunto si

* En el Festival de Aix-en-Provence la huelga no obtuvo la mayoría de votos pero


las representaciones no pudieron realizarse.

87
era verdaderamente un intermitente, en fin, un tipo vestido de
bordeaux que salmodiaba: “No tengan miedo, incluso si no actua-
mos los espectadores van a venir, se los digo en serio, van a venir.
¡Van a venir a apoyarnos!”. ¿Había que comerse eso? Me quedé tres
días después de la anulación, para reunirme con los pocos especta-
dores que no se resignaron a dar la vuelta y que llegaban a las calles
de Aviñón ya desiertas, cargando sus valijas. No lo podían creer.
Estaban tristes.
–¿Cómo se hubiera podido involucrarlos más?
–No anulando las primeras representaciones por lo menos, ha-
ciendo que la gente viniera y charlando con ella, toda la noche, si
era necesario…
–Pero de esa manera, se corría el riesgo de una verdadera guerri-
lla –usted lo denunció antes– entre los que querían la huelga y los
demás.
–Pero qué victoria si hubiésemos podido convencerlos de que era
necesario actuar y organizar todos los debates posibles. Transfor-
mar a Aviñón en una inmensa asamblea. Pasar la noche con el pú-
blico, informarlo, escucharlo. La huelga, en este caso, era una solu-
ción perezosa. ¡Actuemos y trabajemos! Actuemos, porque el públi-
co estará aquí, y trabajemos con el público. Y elaboremos juntos ese
famoso texto: un contrato entre una sociedad y sus artistas. Pero
un verdadero contrato, honorable, recíproco, donde nadie pueda
hacer trampa. Ni el patrón, ni el empleado, ni el Estado renuncian-
do a sus responsabilidades “obsequiosas”. Me gusta esa palabra la
dije cuatro veces, hubiera tenido que decirla treinta veces. Me faltó
obstinación.
–Pero ese contrato no se puede hacer en ocho días, exige mucho
trabajo…
–Pero acaban de darnos tiempo: nada cambiará antes del 1° de
enero de 2004. Y de todas maneras, tienen que revisar el acuerdo
en 2005. Tenemos un año para presentar un texto fundacional, con
los principios que lo regulan y los artículos a aplicar. Necesitamos
juristas, sindicalistas, abogados que nos ayuden. Hasta ahora, lu-
chamos para conservar una manzana podrida. Habría que rehacer
el estatuto de los intermitentes del espectáculo de tal manera que
cualquier ciudadano francés, hasta el menos favorecido, lo com-
prenda y lo admita. Es cierto, necesitamos un estatuto diferente y
protector. Pero no podemos exigir un conglomerado de pequeños
privilegios difíciles de aceptar por aquellos que no obtienen nunca
nada.

88
–Una remisión total entonces…
–¡Sí! Se necesitaría una especie de cónclave.
–¿Cree que un proyecto semejante puede llegar a ponerse en prác-
tica?
–Sí. Mucha gente ya está actuando. Sería muy lindo, que en toda
Francia hubieran células trabajando sobre un texto así. Pienso ade-
más que las hay. Después, vendrá una instancia muy complicada:
la de la síntesis, y ahí veremos qué es lo que pasa. Pero para empe-
zar, es necesario calmar los ánimos, dejar de echarse las cosas en
cara, preservar nuestras herramientas de trabajo e integrar al pú-
blico, trabajar todos juntos. Hablarnos, hablarnos noches enteras,
más allá de cualquier intimidación, venga de donde venga.

89
Décimo encuentro

EL PÚBLICO,
UNA COMUNIDAD ESPIRITUAL

Cartoucherie, sábado 20 de diciembre de 2003, 15.30 horas

El espectáculo acaba de comenzar. En el hall-foyer, el equipo del


Soleil guarda silenciosamente y con una rapidez asombrosa los pla-
tos y los vasos sucios. Ariane Mnouchkine cierra ella misma las
gigantescas puertas de madera de la sala de espectáculos, sonrien-
do a los espectadores. Hace cinco meses que no nos vemos. La ma-
dre de Ariane falleció este verano.
Después de la anulación del Festival de Aviñón están ensayando
la segunda parte de Le Dernier Caravansérail. La directora del Soleil
está totalmente sumergida en el trabajo. Nos quedamos como siem-
pre en el hall, sentadas en una de las mesas redondas. Hay que
hablar bajo. Ariane Mnouchkine quiere permanecer atenta al me-
nor ruido alrededor. Pero se presta a nuestro ejercicio con buena
voluntad. Sabe que ha anulado varias veces nuestro encuentro.

Fabienne Pascaud: ¿De qué le sirve el público a un creador de


teatro?
Ariane Mnouchkine: El público es aquel a quien siempre debe-
mos escuchar, pero nunca obedecer. En las asambleas generales de
Aviñón, alguien citó una frase de Jean Vilar: “Se trata de saber si
tendremos el coraje y la obstinación de imponer al público lo que
éste desea oscuramente”.
–¿Pero cómo saber qué es lo que desea oscuramente?
–¡Ah! A eso apostaba Vilar. Es su definición del teatro popular:
subir el nivel, la exigencia. Ir siempre hacia lo verdadero, hacia lo
más difícil. Intentar descifrar por sí mismo este mundo, después
intentar hacerlo entender, sentir, vivir.
–¿Usted piensa que es eso lo que el público desea oscuramente?
–Sí. ¿Qué es lo que nos hace verdaderamente humanos? La emo-
ción que sentimos frente a otro ser humano. Los budistas dirían:

90
frente a toda criatura viva. Sin embargo, me temo que estemos fa-
bricando una humanidad que tendrá cada vez más dificultad en
sentir emoción, compasión, frente al Otro.
–¿Cómo capta público el Théâtre du Soleil?
–La gente nos habla después de las funciones. La escuchamos.
Los miro. A veces, son buenos, se expresan muy bien, a veces, por
estar intimidados o emocionados por la representación, son torpes.
Pero la mayoría de las veces, percibo en sus caras algo agradable,
profundo.
–¿Qué cosas le dicen?
–A menudo, hacen lo que nosotros nos atrevemos raramente a
hacer, una declaración de amor: “Sabe, todavía no se lo he dicho,
pero hace treinta años que la sigo, vi esto, vi esto otro…”. O: “Usted
fue mi primera emoción en el teatro, y hoy vengo con mi hija de doce
años…”. O: “En el fondo, vivimos juntos… usted me ha acompaña-
do toda la vida”. Es eso. En el fondo, vivimos juntos. También hay
críticas, por supuesto. Violentas discusiones. Escucho. Si siento
que hay estima, un cuestionamiento real, y si la reflexión es acerta-
da, le digo: “Es verdad, tiene razón, pero no sé como hacerlo mejor”.
A veces ocurre que se trata de una evidente agresión verbal, una
pulsión negativa o narcisista. Entonces digo simplemente: “No es
verdad”. Y me doy media vuelta. A veces, insisten. Gracias a dios,
eso no sucede a menudo: “¿Qué quiere que le diga? No le puedo
contestar”. ¡Porque, además esperan que uno defienda el espectá-
culo! Y yo no sé hacer eso. “Es su opinión, lo lamento.” Se decepcio-
nan: “¿Entonces no quiere hablar conmigo?”. Les contesto: “No es
que no quiera hablar, pero no tengo nada que contestar a su crítica,
es todo. ¡No tengo por qué responder a su crítica!”.
–¿Y podría hacerlo por un espectáculo anterior?
–Por supuesto, cuando corté el cordón umbilical puedo ver los
defectos y acepto la crítica con mayor serenidad. Pero eso nunca me
hizo cambiar de ruta. No quiero ofenderla, pero las críticas de los
diarios tampoco.
–¿Pero el intercambio con el público, su público, puede, a veces,
llevarla a modificar una escena que fue mal percibida?
–¡Uno no debe tener en cuenta las críticas de esa manera! Salvo
aquellas que confirman una duda, una insatisfacción ya presente.
Sin embargo, cuando me dicen: “Me gusta su espectáculo, salvo
esta escena” –y se trata de una de mis escenas preferidas–, me hago
preguntas. Tiene que haber una clave que falta. A veces, es una
cuestión de ritmo. Una falta de claridad. Busco, busco. Pero inten-

91
tando no modificar demasiado, para no arruinar más las cosas. De
todas maneras, nunca logramos satisfacer plenamente a todos y
corremos el riesgo de perder algo que nos gusta. Además, todos los
espectáculos tienen defectos. Incluso las obras de Shakespeare los
tienen. Pero cuando escucho: “Usted me ha acompañado toda la
vida…” O: “Nunca entendí esta obra, ahora la entiendo…” O des-
pués de ver una función de Le Dernier Caravansérail: “Cuando leía
los diarios me preguntaba: ¿Qué hacen aquí todos estos refugia-
dos? Ahora siento que nunca más podré hacerme esta pregunta de
la misma manera”. Esto crea una especie de fraternidad en torno a
la duda, a la interrogación. Los demás se preguntan lo mismo que
yo, que nosotros. Pero, ellos, y a menudo lo dicen, están solos, no
tienen herramientas para luchar, ni herramientas para expresarse.
Nosotros tenemos una herramienta para expresarnos que es el tea-
tro, y una herramienta para trabajar y luchar que es el elenco. Du-
rante el trabajo de elaboración de un espectáculo, tengo confianza.
Si algo me emociona a mí, va a emocionarlos a ellos. Pero también
puede llegar el día en que lo que me emocione, los dejará fríos. En
ese momento se me vendrá el mundo abajo.
–¿Hasta ahora funcionó siempre?
–Casi siempre, sí.
–Y para usted la comunidad en torno a la duda y la interrogación,
une al público por sobre todas las certezas…
–Sí. No hay ninguna certeza. Así ocurren las cosas: el público
entra al Soleil, está seguro de muchas cosas, está seguro de haber
estado en un embotellamiento, seguro de haber sudado todo el día
en el trabajo, seguro de que la Cartoucherie queda demasiado lejos,
de que el espectáculo empieza demasiado temprano, de que segura-
mente es demasiado largo y de que las localidades, desgraciada-
mente, no son numeradas –esa es nuestra pequeña estrategia para
intentar hacerlo venir antes, para que se prepare lo mejor posible
para nuestra fiesta conjunta–, está seguro de que los inmigrantes
son demasiado numerosos, de que son todos mentirosos, llenos de
avidez, de que lo único que quieren es beneficiarse de nuestra segu-
ridad social. O bien, todo lo contrario, está seguro de que todos, sin
excepción, son ángeles, futuros militantes de la solidaridad inter-
nacional, héroes fraternos. De todo esto nosotros también estuvi-
mos seguros antes de empezar a trabajar. Y dos horas y media des-
pués, usted lo ve salir. Un poco perdido. Flotando. Tiene el coraje de
ya no estar seguro de nada.
–¿Pero el público también puede equivocarse, tener mal gusto?

92
–Cuando todo el público rechaza un espectáculo o una película es,
de todas formas, un mal signo para nosotros. A menos que los “inter-
mediarios” no hayan hecho bien su trabajo, y la estoy mirando a
usted, Fabienne. Pienso, en efecto, que existen grandes películas o
grandes espectáculos que no lograron alcanzar su público porque la
crítica no hizo su trabajo. A veces hay que acompañar al público para
ayudarlo a tomar contacto con la peculiaridad de una creación.
–¿ A la hora de concebir un espectáculo piensa en el público?
–No. Al principio, no. Cuando propongo a los actores contar tal o
cual historia, es porque yo tengo ganas de verla en escena.
–Pero a partir del momento en que empiezan las funciones usted
está aquí presente todas las noches, vigilando todo lo que pasa y
acechando las reacciones de los espectadores durante la representa-
ción…
–Así como no tengo miedo del público, ni antes ni después, le
tengo miedo durante la representación. Me digo: ya está, están mo-
lestos, no vieron lo que tendrían que haber visto, vieron lo que no
tenían que haber visto, están distraídos, hace demasiado calor, hace
demasiado frío. Me da miedo todo lo que puede romper ese hilo
precioso tendido entre actores y espectadores. Ese hilo tan frágil,
tan fino.
–¿Qué podría cortarlo?
–Una mala vibración en la sala, un ruido desagradable, un inci-
dente imperceptible en el escenario. Durante las quince primeras
funciones de Le Dernier Caravansérail, estaba en la platea, sentada
entre los espectadores. Lo que demuestra que estoy progresando,
porque en general no puedo ni siquiera quedarme una noche, del
miedo que me da. Me quedo en los costados. Pero esta vez me sentía
muy tranquila… eso tal vez tenga que ver con la singularidad de
este espectáculo.
–¿Por qué está presente en todas las funciones? Muy pocos de sus
colegas directores lo hacen, una vez que el espectáculo arrancó bien.
–No me gusta la idea de quedarme tranquila en mi casa de noche
mientras que los actores salen al ruedo. Un director de circo siem-
pre está ahí. Un espectáculo no es un producto. Es un momento
precioso en la vida de setenta y cinco personas de un lado y seis-
cientas personas del otro. Y además siempre tengo miedo de que
pase algo. Miedo de un accidente. Hace veinte años, la noche del
estreno de Norodom Sihanouk, se produjo un accidente terrible. Un
joven maquinista falleció. Benoit Barthelemy.

93
–¿Qué significa para usted “recibir” al público? Es una expresión
que usted emplea mucho.
–Un teatro no es una boutique, ni una oficina, ni una fábrica. Es
un taller para encontrarse y compartir. Un templo de reflexión, de
conocimiento, de sensibilidad. Una casa donde debemos sentirnos
bien, con agua fresca si tenemos sed y algo para comer si tenemos
hambre. Meyerhold decía que un teatro tenía que ser un verdadero
“palacio de las maravillas”. Hoy en día es, en efecto, muy difícil ir al
teatro; es agotador. Entonces es necesario recibir a la gente y mos-
trarle con pequeños signos hasta qué punto estamos felices y orgu-
llosos de que esté aquí.
Etienne Lemasson, un hombre con múltiples funciones, a veces
domador de nuestras máquinas informáticas, a veces ingeniero
internauta, a veces diseñador gráfico, a veces director técnico, a
veces, incluso, asistente psiquiátrico para menores delincuentes, es
también nuestro muy talentoso florista. Todos los miércoles va a
Les Halles, a las cinco de la mañana, a comprar flores lo más lindas
posibles y que cuesten lo menos posible y hace unos ramos suntuo-
sos para la recepción. ¿Por qué hay tantos teatros siniestros? No
entiendo. ¿Por qué se gastan tantos millones en construir mons-
truos fríos? A veces, cuando hacemos nuestra reunioncita ritual
cotidiana con los actores antes de empezar, recordamos que hay en
la sala espectadores que vienen al teatro por primera vez. Y otros
para quienes ésta será la última vez.
–Volvamos a su presencia casi constante durante las funciones,
¿no se siente desgarrada las noches que no viene al pensar que el
espectáculo se actúa sin usted?
–¡A veces me pasa de no venir! Cuando me siento verdaderamen-
te muy cansada, o cuando tengo que ir a visitar un lugar de la gira.
Ahora lo soporto.
–¿Pero por qué cuando usted está aquí no puede, en general, estar
en la platea sentada entre el público?
–No soporto que suceda en escena algo que no me gusta. Cuando
no estoy en la platea sino en los costados, puedo al menos ir co-
rriendo atrás, hacer de cuenta que soy útil. Desde hace treinta años
entonces, me paro en los costados. Salvo cuando hacemos esos fa-
mosos falsos estrenos, es decir los estrenos gratuitos. Ahí, me que-
do en la mesa del director en el medio de la platea, porque considero
que son ensayos públicos. Pero a partir del momento en el que la
gente paga, es imposible pretender que se trata de un ensayo. El
director debe desaparecer.

94
–¿Por qué tanto respeto por el espectador que paga?
–¡Por el espectador y punto! ¡Venir al teatro representa dinero,
sacrificio! Cuando veo llegar algunas familias, el sábado de tarde, la
madre, el padre, a veces los abuelos, con dos niños, cuatro entradas
de adultos y dos de niños, más el dinero para comer… Un domingo
de tarde llega una señora con la hija, pregunta si quedan entradas
y cuánto cuestan. En la boletería, vemos enseguida que se trata de
una persona con pocos recursos, entonces le damos la tarifa más
barata que tenemos. Y la mujer dice: “¡Ah!”, y saca un monederito,
un monederito chiquitito, y no le alcanza. Entonces le pregunta a
su hija: “¿Qué hacemos? ¿Nos gastamos el dinero de la comida?”.
Evidentemente les dimos entradas gratis, pero cada vez que pienso
en ese “¿Qué hacemos? ¿Nos gastamos el dinero de la comida?”, me
dan ganas de llorar. La soledad de esta señora y de su hijita, su
fragilidad. Y además suena casi como una frase del siglo XIX. ¿Exis-
te todavía gente capaz de gastarse el dinero de la comida para ir al
teatro? ¿Y por qué en el siglo XX existen todavía ciudadanos france-
ses que se ven obligados a elegir entre la comida y el teatro?
–¿Este tipo de cosas pasan a menudo?
–No, pero hay que estar atentos. La verdadera pobreza no siem-
pre reclama. Es discreta. Se la ve en los monederos, en los zapa-
tos…
–¿Estar tan atenta –como lo está usted– a las reacciones del públi-
co más que a la de los críticos dramáticos, la ayuda a veces a re-
flexionar sobre su trabajo? ¿Es usted crítica respecto de sus espectá-
culos? ¿O prefiere avanzar sin mirar demasiado para atrás?
–La investigación durante el período de los ensayos es exigente.
Uno siempre quiere llegar un poco más lejos, alcanzar una mayor
profundidad, tener más exactitud, ser más verdadero, más simple,
pero al mismo tiempo, yo no le llamaría a eso crítica. Es más bien
una búsqueda.
–¿Qué significa llegar más lejos?
–¿Qué significa lo mejor? Es algo misterioso. Un lazo entre la
forma y el fondo, entre la vida y el teatro. De repente, siento que al
mismo tiempo puedo verlo todo y entrar en los ojos de los actores.
Mientras no entro en sus ojos, mientras no soy succionada por su
mirada, viendo al mismo tiempo el paisaje alrededor, es que todavía
no lo logramos, todavía no hay teatro en escena.
–¿Pero cómo conjugar esta “succión” en la mirada de los actores,
con la visión del paisaje alrededor, para que sea una distancia ade-
cuada, el equilibrio necesario en todo espectáculo?

95
–Cuando durante los ensayos se da un momento de teatro lo
sentimos todos. No solamente yo. Llegamos a un lugar nuevo: apa-
rece el cielo sobre nuestras cabezas, el agua o la tierra bajo los pies
y las pasiones en el alma. De repente, “¡clac!” todo está ahí.

96
Undécimo encuentro

1789, 1793,
L’AGE D’OR, etcétera
Cartoucherie, jueves 5 de febrero de 2004, 21.00 horas

Habitación-oficina de Ariane Mnouchkine. Reina la misma paz lu-


minosa de siempre, la misma belleza simple, el mismo gusto por las
texturas que vemos en sus espectáculos. El bebé duerme en su baúl
de mimbre. Una actriz se lastimó durante la función. Preocupada,
Ariane Mnouchkine bajó inmediatamente a verla. Nada grave. Pero
interrumpirá la entrevista en varias oportunidades para ir a ver cómo
está. Ariane me presenta también a su hijo adoptivo, Mansour, un
vivaz muchacho castaño de origen afgano, que subió a hacerle algu-
nas preguntas sobre la organización de la casa. ¿Se trataba de la
Cartoucherie o de la casa de ellos?

Fabienne Pascaud: Releyendo mis apuntes…


Ariane Mnouchkine: Pensó que eran dignos de una charla de
café.
–¡En absoluto! Pero releyéndolos, me di cuenta de que usted rara-
mente evoca alguno de sus espectáculos, que fueron, sin embargo,
los más famosos del Théâtre du Soleil: 1789, 1793, L’Age d’or. Como
si los hubiera olvidado…
–Porque fue hace mucho tiempo. Llega un momento en el que
tengo que reconocer –sobre todo por 1789– que era simplista, que
ya no me gusta ese estilo de actuación farsesca, que yo no aceptaría
hoy en día determinadas imperfecciones en la interpretación. Cuando
reveo algunas partes del video que hicimos durante las últimas re-
presentaciones, me doy cuenta de que era un espectáculo provoca-
dor.
–Sin embargo, era magnífico, lleno de entusiasmo, de lirismo, de
violencia…
–¡Yo, no puedo ni mirarlo! No lo reniego, así éramos nosotros en
ese momento, así era el público, así era la época.

97
–¿Qué es lo que lamenta?
–Al principio, queríamos romper con esa concepción tradicional
que hace de los grandes hombres los héroes y los motores de la
Historia. Queríamos rehabilitar al pueblo, mostrar que él podía ser,
también, y, sobre todo, el famoso “motor” de la Historia. Así, 1789,
era la revolución vista y hecha por el pueblo. El espacio era una
inmensa feria, donde los bufones contaban los principales aconteci-
mientos. Me sigue gustando esta idea. ¡Pero no estábamos obliga-
dos a actuar mal! En cambio, en 1793 ya actuamos mucho mejor,
Joséphine Derenne, Jean-Claude Penchenat, Gérard Hardy, esta-
ban formidables. Philippe Caubère, Louba Guerchikoff, Serge
Coursan, Maxime Lombard también, pero lamentablemente no fil-
mamos nada.
–¿Los dos espectáculos, uno creado a fines de 1970 en Milán, el
otro en mayo de 1972 en la Cartoucherie, eran uno la continuación
del otro?
–Estilísticamente, no. 1789 pretendía parodiar a grandes trazos
a la aristocracia decadente, a la burguesía ascendente, con imáge-
nes teatrales fuertes, cercanas a los cuadros vivientes y a la alego-
ría. 1793 era menos espectacular y permitía reflexionar sobre el
intento del pueblo de apoderarse de los asuntos públicos. Mostrá-
bamos la vida común de una fracción de los sans-culottes en París,
en Les Halles, entre la toma de las Tullerías y la destitución del rey
el 10 de agosto de 1792, y los comienzos del Terror en setiembre de
1793. Allí se veía cómo, durante más de un año, la soberanía popu-
lar se ejerció concretamente, a través de esas fracciones, verdadera
vanguardia revolucionaria y laboratorio de una democracia directa.
Cada uno era responsable y solidario con los demás, teoría y prácti-
ca se confrontaban constantemente, estaban íntimamente relacio-
nadas. Muchos desafíos apasionantes para el elenco, que le permi-
tían interrogarse evidentemente sobre la vida colectiva, los proble-
mas de autoridad, el reparto de tareas. Igual que los sans-culottes.
¡Nos costó mucho más poner en escena 1793! Hubiésemos querido
también encontrar una analogía en la distribución del espacio, en-
tre la práctica de los sans-culottes y la del Soleil. Toda la Cartoucherie
se convirtió en una fracción, dadas las circunstancias. Y como siem-
pre, había en el espectáculo idas y vueltas entre lo particular y lo
general, lo individual y lo colectivo, lo pequeño y lo grande.
–Usted es muy crítica con 1789, pero la forma escénica de las
creaciones de esa época era, sin embargo, radicalmente original. Para
1789, ese espacio dividido en cinco estrados en medio de los cuales

98
los espectadores circulaban… ¡rara vez habíamos visto algo así! Y
las tres mesas con caballetes gigantes, y la galería con dos niveles de
la fracción de los sans-culottes en 1793… eran fascinantes y llenos
de verdad. Y esos cuatro cráteres-valles, cubiertos de cuero donde
actuaban sucesivamente los actores de L’Age d’or… valles de los po-
bres, de los ricos y de los ambiciosos, valles de los pequeño-burgue-
ses, valles vírgenes al fin; con ese techo espejado, de cobre y esa
cantidad de lamparitas que recordaban al circo. ¡Qué despojamiento
suntuoso! ¡Era algo espléndido!
–¿Sabe? Luca Ronconi* ya había trabajado sobre ese tipo de es-
pacio. Para 1789, teníamos en la cabeza una mezcla de los caballe-
tes de la feria de Saint-Germain y de un misterio medieval. La Revo-
lución francesa es también el final de la Edad Media. Esa idea de
crear un espectáculo heredero de nuestras formas populares me
parece aún válida. Aunque ahora nosotros haríamos sobre la Revo-
lución un espectáculo con más contrastes, más vacilante, más in-
quietante tal vez.
–¿Inquietante?
–La evolución de un personaje como Robespierre es terrible.
Empieza por votar la abolición de la pena de muerte y, cuatro años
después, organiza el Terror. El 26 de agosto de 1789 vota la Decla-
ración Universal de los Derechos del Hombre y en 1793 proclama la
“Ley de sospechosos”, entra al Comité de Salvación Pública y co-
mienza a eliminar a sus adversarios. Se convierte en un dictador.
¡Qué cambio interior!
–1789 denunciaba la confiscación de la Revolución por parte de la
burguesía, el análisis sigue siendo pertinente…
–Sí. Pero en el fondo, quizá lo mejor de esta Revolución sea justa-
mente no haber quemado etapas, como la Revolución rusa o la chi-
na. Quizá, gracias a eso, fue menos sangrienta que las otras. Y la
madre de todas las otras. ¡Ah, ya estoy escuchando como les rechi-
nan los dientes a algunos! No es lo que dijimos entonces con este
espectáculo. ¡Pero los gritos de los disidentes soviéticos nos obliga-
ron después a sacarnos los tapones de los oídos! El gulag, los cam-
pos de reeducación en China, las prisiones cubanas. Saber escu-

* Luca Ronconi nacido en 1933, es actualmente director del Piccolo Teatro de Milán.
Son famosos sus espectáculos montados por fuera de la escena tradicional en
espacios alternativos, con gran maquinaria. (Orlando furioso, en 1969, Utopía,
1975).

99
char y comprender a los testigos. Pienso muy a menudo en
Kravtchenko.*
–¿Cómo concibió el espectáculo?
–Queríamos una gran gesta popular. Las improvisaciones nece-
sarias para la creación colectiva eran, en aquella época, mucho más
difíciles de registrar, memorizar, porque todavía no teníamos cáma-
ra para filmarlas. Sólo teníamos un grabadorcito y perdimos mu-
chas cosas que se hicieron.
–¿Es difícil entonces ponerse de acuerdo sobre las improvisacio-
nes que hay que conservar?
–No. No es difícil. Nadie se creía todavía Buster Keaton. Había un
fervor real, una modestia verdadera. Después de L’Age d’or donde el
trabajo del actor tuvo efectivamente un alcance mayor, más exigen-
te, y donde algunos actores se revelaron como actores maravillosos,
algunos egos se inflaron un poco, digamos, y las cosas fueron más
difíciles.
–Más difícil también porque sin duda durante el período que va
desde 1970 a 1975 el elenco del Soleil, siguiendo la corriente de Mayo
del 68, debía estar muy politizado. ¿No es cierto?
–Sobre todo a partir de 1793, es decir hacia 1972. Resistí como
pude.
–¿Contra qué?
–Contra el maoísmo. Como me sentía muy atraída por la China,
hubiera podido dejarme arrastrar. Lo sé, hubiera podido. Tenía muy
buenos amigos maoístas. Pero eran tan represivos, tan rígidos, in-
cluso en su vida privada. Si tenías un gato eras un burgués.¡Había
que regalarlo o matarlo!
–Pero, ¿por qué los militantes obedecían?
–¡Por la causa! Eran los juicios de Moscú, versión pequeña. Y
después se daba una especie de intoxicación. Un gran sabio, un
hombre adorable, había vuelto de China. Una noche, nunca me voy
a olvidar, estábamos cenando juntos con Joséphine Darenne y
Philippe Caubère y nos dijo: Ustedes no se imaginan hasta qué punto
el DDT es nocivo para el medio ambiente. Bueno, en una zona don-
de había malaria, dirigentes chinos, por respeto a la naturaleza,

* Víctor Kravtchenko (1905–1966). Escritor ruso, ingeniero e importante funcionario


soviético decide en 1944 pasar a Occidente. En 1946 publica Elegí la libertad,
largo informe contra Stalin que tuvo alcance internacional. Cuando es llevado a
juicio por Les lettres francaises, que dirige Aragón, gana el proceso, se va a Estados
Unidos y se suicida.

100
convocaron a todos los campesinos de la región, los pusieron en
filas, uno al lado de otro y les pidieron que mataran todos los mos-
quitos con la mano. Aplaudiendo, durante horas. ¿No les parece
maravilloso? Philippe y yo nos miramos y puedo asegurar que si
quedaba un resto de maoísmo en él, lo perdió en el acto. ¡Limpiar de
mosquitos toda una zona haciendo que miles de campesinos aplau-
dan durante horas! Un gran sabio se lo creyó. Por un momento.
–Sin embargo, ¿piensa que hubiera podido caer en eso?
–Claro que sí, si los maoístas hubieran sido simpáticos, genero-
sos, fraternos, indulgentes, tolerantes, humildes. ¡Si se hubiesen
parecido a San Francisco de Asís, en resumidas cuentas! Soñaba
con tener una vida mejor, con un mundo más fraterno. Pero, justa-
mente, en nombre de mi deseo de fraternidad, no justifico el fin a
través de medios poco nobles. Los maoístas también soñaban con
una sociedad mejor. ¿Pero a qué precio? La Revolución cultural en
China eliminó entre quince y treinta millones de personas. Algunos
dicen que más. Entonces, ¿qué? ¡Qué formidable la Revolución cul-
tural!
A propósito de San Francisco de Asís, ¿sabía que él fue el prime-
ro en poner en escena un pesebre viviente? ¡Para Navidad, puso en
escena un pesebre viviente en su pueblo!
–¿El estreno de 1793 se vio, entonces, fuertemente atacado por la
corriente maoísta?
–Digamos que fue “cuestionado”. Por ejemplo, algunos actores
defendían la idea del anonimato total en los programas de 1793.
“¡Un programa con los nombres de la gente! ¡Qué horror! ¿Conoce-
mos acaso los nombres de los integrantes de las fracciones de 1793?
–Está bien. Pero si no aparecen los nombres, ¿saben lo que va a
pasar? Los diarios van a mencionar sólo un nombre y va a ser el
mío”. No hubo anonimato.
–Pero ¿no era peligroso, también el subtitular el espectáculo: “La
ciudad revolucionaria está en este mundo”; no era incitar al elenco a
una especie de revolución permanente?
–Sigo pensando que la ciudad revolucionaria, tal y como la en-
tendían los escritores del Siglo de las luces, debe estar en este mun-
do. Todo depende del sentido que le demos a esa frase. Y de la elec-
ción de los medios para concretarla. De todas maneras, siempre
hay que tener cuidado cuando se pone en escena un espectáculo. A
veces, la obra se reproduce misteriosa, insidiosamente entre
bambalinas. Pienso que es eso lo que sucede con la “obra escocesa”.
Todo el mundo dice que es una tragedia que trae mala suerte. Yo

101
creo que todas las historias sobre la ambición, sobre el poder y los
asesinatos liberan extraños fantasmas en los actores y los directores.
–La “obra escocesa” es Macbeth, la tragedia de Shakespeare. ¡Y
sin duda, usted hace alusión sin nombrarla por superstición!
–Sí.*
–1789, 1793, L’Age d’or, se han transformado en espectáculos
míticos en la cabeza de muchos espectadores, y, curiosamente, pare-
ce que no le dejaron buenos recuerdos.
–Claro que sí. 1789 me produjo una enorme, enorme felicidad.
1793 despertó menos interés, como le dije, pero tengo un recuerdo
maravilloso. L’Age d’or me agotó, nos agotó.
–¿Por qué?
–Era demasiado difícil. Quise llegar dónde no podía todavía lle-
gar.
–¿Llegar adónde?
–Al teatro absoluto. A la epopeya del presente. La revelación del
momento presente. A la vez en la sociedad, en la historia, en la
política, en la vida humana. Representar todo eso, alcanzar la vida
misma, despertarla, revelarla. Transformarla. Era mucho.
–¿Cuál fue el punto de partida de L’Age d’or, en 1975?
–Ya no me acuerdo.
–¿Está segura?
–Sí. En una creación colectiva, no se puede ser demasiado preci-
so al principio. Si no, caemos en el didactismo. Hay que abrir el
campo, diciendo por ejemplo: “Vamos a hacer commedia dell’arte,
pero en la sociedad de hoy –con sus injusticias, sus defectos, sus
acomodos, sus pasiones– como nuestros ancestros venecianos tra-
taron la suya, con máscaras”. Desde el principio, sabíamos la forma
sobre la que íbamos a trabajar y por consiguiente, la distancia. Para
L’Age d’or, trabajamos muchísimo. Un año. La consigna era
reencontrarse con los personajes tradicionales –Arlequino, Matamore,
Pantalón, Polichinela, Isabella o Brighela– arquetipos, herramien-
tas para la teatralización válidas en nuestra época. Únicamente las
formas teatrales muy codificadas, como la commedia dell’arte o el
teatro chino, pueden, en efecto, ayudarnos a hacer visible y signifi-
cativo lo que la costumbre nos impide ver. Solamente una transpo-
sición constante, ilumina en la niebla. Pero al final de esa larga y
dura orientación con el elenco, pensé: “¡Agotamos los recursos de la

* Los ingleses no la nombran nunca. Siempre dicen “the scottish play”.

102
creación colectiva! Ahora quiero volver al texto. Quiero volver a
aprender”.
Porque a la larga, en la improvisación colectiva, uno se repite y
no aprende nada más. Y además, me faltó, sin duda, capacidad de
discernimiento.
–¿En qué?
–En L’Age d’or, llevamos la igualdad hasta el igualitarismo. Para
preservar la igualdad entre los actores en la vida, me dejé llevar y
terminé poniendo en el mismo nivel a todos los héroes en la escena.
Es el error evitado hoy en Le Dernier Caravansérail. Pero en 1975,
me faltó valor para hacerlo. A pesar de que recordamos aún las
máscaras más importantes.
–¿Ya había usado máscaras en Les Clowns?
–No, eran maquillajes. Narices rojas y maquillaje. En L’Age d’or,
se trataba de commedia dell’ arte moderna. Copeau ya hablaba de
esto en Appels: “La comedia de nuestra época tal vez podrá ser es-
crita. Pero sólo podrá serlo a través de un grito liberador (…) Para
que pueda desarrollarse la forma que dará lugar a semejante mate-
ria, creo, más que nunca, que habrá que romper la forma existente
y volver primero a las formas primitivas, como la forma en la que los
personajes, personajes fijos, lo son todo”.
Pero, poco a poco, me di cuenta de que había, a pesar de lo que
yo deseaba, una contradicción entre la máscara y lo contemporá-
neo. Como si el teatro verdaderamente contemporáneo necesitase
una interiorización más profunda, una forma más diáfana. En cam-
bio, cuando nos remontamos a tiempos muy antiguos –hasta los
mitos– las máscaras de la tragedia, las máscaras japonesas, con-
servan toda su potencialidad.
–¿Llevar máscara le permitió a los actores mejorar la calidad de la
actuación en L’Age d’or?
–¡No sólo en L’Age d’or ! Es una herramienta magistral. Obliga a
los actores a darle forma a la verdad. A obedecer, a cederle terreno a
ese otro del que, llevando la máscara, llevan también toda el alma.
La máscara es un brujo que modela los cuerpos de los actores como
si se tratara de arcilla.
–Pero, ¿usted ayuda también a los actores a lograrlo?
–Claro, trato de ayudarlos a través de las palabras, las imágenes
que les doy, los gritos que pego cuando los veo al borde del abismo
o a punto de llegar a la cima. Estaba mirando un partido de fútbol
en la televisión, observaba a los hinchas, muchachos y muchachas
con la cara pintada con los colores de su equipo, que lloran cuando

103
pierde. ¡Cuando alientan a los jugadores se parecen a un director de
teatro! O sea, alguien que por su credulidad, su confianza, permite
al actor recobrar su propia credulidad, su propia confianza, y con
eso las visiones que lo salvan. El teatro también es un deporte. Artaud
dijo que el actor es un atleta del corazón.
–Usted dice que los actores del Soleil estaban mejor en L’Age d’or,
pero a lo mejor usted también había progresado, ¿no?
–Todo buen profesor nunca deja de aprender. Claro que uno siem-
pre puede pensar: el que enseña soy yo. O, por el contrario, sentir
que se trata de escalar algo todos juntos, de dar batalla juntos, por
momentos también unos contra otros. A veces, me pasa que doy
indicaciones de las que yo llamo “boomerang”. Se me vienen encima
cuando un pobre actor obedeció y el resultado es horrible. Agacho
la cabeza. Pero, un poco más tarde, con la misma indicación otro
actor hace algo magnífico. Cada uno es diferente. Y hay que saber
sentirlo, escuchar a cada uno. Y, de a poco, uno aprende a dar cada
vez menos indicaciones. Hokusai, a quien venero, escribió:

Recién a los sesenta y tres años


empecé a entender
la verdadera forma de los animales
de los insectos y de los peces
y la naturaleza de la plantas y de los árboles
En consecuencia, a los ochenta y seis años,
habré penetrado más profundamente
en la naturaleza del arte
A los cien años, habré alcanzado definitivamente un nivel maravilloso
Y, cuando tenga ciento diez años,
trazaré una línea
y eso será la vida

Como en aquella película de Andrzej Wajda, El director de orques-


ta… John Gielgud interpretaba a un director inglés que llega a Polo-
nia para dirigir una orquesta provinciana. Le gustan esos músicos
modestos, los dirige con pequeños gestos, solamente lo necesario,
lentamente, simplemente. Pero el joven director de la orquesta quie-
re que sea el concierto del siglo. Es ambicioso, quiere brillar. No le
alcanza con esos músicos y decide traer otros más conocidos desde
Varsovia, pero el viejo director se niega inmediatamente a dirigirlos.
Where are my musiciens? Abandona el ensayo. El joven director lo
reemplaza. La noche del concierto, delante del teatro, el viejo direc-

104
tor se pone en la cola con el público para sacar entradas. Y se mue-
re. Me gusta ese artista en el final de su vida, que había finalmente
alcanzado la madurez –es decir, que estaba despojado de toda am-
bición de poder– y que sólo deseaba un momento de felicidad, pura-
mente musical, de comunión con sus músicos –sin importarle lo
modestos que eran– que habían logrado alcanzar la excelencia gra-
cias a su amor, su simpleza, su dedicación. Me gusta ese artista.

105
Duodécimo encuentro

ESCRIBIR LA HISTORIA

Cartoucherie, lunes 15 de marzo de 2004, 20 horas

Primer piso del edificio situado a la izquierda. Subiendo la escalerita


de madera, nos encontramos en el escritorio grande donde se re-
suelven los “asuntos administrativos”, los “asuntos públicos”, los
“asuntos informáticos, gráficos”, los “asuntos humanitarios y las
giras en Francia y en el extranjero”, como los llaman casi en broma
en el Théâtre du Soleil. Están todos trabajando juntos y todos están
todavía aquí. Como todas las noches. Ambiente de colmena, de abe-
jas estudiosas, en silencio, en paz, sigilosas. Buen humor, café, té, y
siempre alguna cosita para comer El humor siempre presente. Es
imprescindible para poder trabajar tanto. Y pasión, admiración y
respeto –tierno y divertido– hacia Ariane Mnouchkine. Unos cuan-
tos de los que están aquí colaboran con ella desde hace mucho.
Pierre Salesne, el administrador, acepta sonriendo llevarme hasta
nuestro barrio cuando termine la entrevista, no antes de las 22
horas. Él estará todavía aquí.

Ariane Mnouchkine: Me pregunto muchas veces cómo se puede


crear en una atmósfera desencantada, cínica, burlona.
Fabienne Pascaud: Sin embargo, ése es el mundo de hoy.
–Sí, pero no se supone que tengamos que aceptar al mundo. Yo
no lo acepto. Mis amigos y yo, con los pocos medios que tenemos,
intentamos luchar. Cada uno tiene sus afinidades, cada uno tiene
sus propias causas por las que está dispuesto a entregar más ho-
ras, o a gastar más fuerzas. Los artistas, en particular, no están
para aceptar al mundo. Están para revelarlo.
–¿Piensa que el teatro puede mejorar el mundo, revelándolo?
–Muchas veces nos dicen: ustedes no pudieron impedir nada.
Pero eso no se sabe. ¿Acaso es mejor un lugar donde los artistas no
pueden hablar? ¿Es mejor en Arabia Saudita? ¿Es mejor en Cuba?
¿Es mejor en Pakistán? ¿Es mejor en China? ¿Es mejor en Viet-
nam? ¿Es mejor en Birmania? No rebajemos nuestras ambiciones.

106
–¿Usted hace teatro político?
–Cuando un espectáculo habla verdaderamente del mundo, y los
que vienen a verlo se quedan pensando y se hacen preguntas, en-
tonces sí, es teatro político.
–¿Un poco a lo Shakespeare?
–Si se piensa, como lo hacemos nosotros, que no puede haber
gran teatro si no es histórico, más vale volver siempre a la escuela
de Shakespeare. A tomar clase. ¡Cómo se atreve, abiertamente, siem-
pre! ¡Cómo invoca a sus personajes desde el interior, sin ponerse
límites jamás frente a ningún a priori! ¡Cómo cada uno de sus per-
sonajes es una persona entera, un alma compleja, completa!
–¿En qué circunstancias volvió a la escuela de Shakespeare?
–Veníamos haciendo muchas creaciones colectivas seguidas. Sen-
tía que debíamos disciplinarnos, que yo debía disciplinarme. Mi es-
critura sobre Mefisto, de Klaus Mann, me había dejado totalmente
insatisfecha. Pero sin duda era un espectáculo que funcionó como
un puente. Mi decepción me lanzó hacia una búsqueda más radi-
cal. De ahí en adelante debíamos subir la apuesta, superarnos, tra-
duciendo y poniendo en escena a Shakespeare.
Shakespeare está lejos de nosotros como está lejos de nosotros lo
más profundo de nosotros mismos. Copeau dijo: “Cuando un direc-
tor se encuentra ante una obra dramática, su rol no es decir: ‘¿Qué
voy a hacer con esto?’, si no decir: ‘¿Qué va a hacer esto conmigo?’”.
Muchas veces hacemos una obra por una sola escena. Pienso
que quise hacer Ricardo II por la escena de la abdicación. Después
me conquistó todo lo demás.
–¿Qué la tentaba en esa escena?
–A todo ser humano le toca vivir el momento doloroso en el que
deja de ser el rey de alguien. Cuando elegimos una obra, o cuando
ella nos elige, hay siempre un lugar secreto donde se cuenta un
pedacito de nuestra propia historia. Lo importante es que se man-
tenga secreto. Las puestas en escena deben contar a cada uno la
historia de cada uno. Los espectadores, los actores, cada uno reco-
noce en ellas un poquito de sí mismo.
De mi exilio –porque todos estamos exiliados de algún lado–, de
sus penas de amor, de nuestras separaciones, de mis momentos
ridículos, de tus terrores, o de nuestras victorias. Pero si la gente
distingue el instante en que Ariane Mnouchkine está hablando de sí
misma, entonces salió mal.
En Enrique IV, me sentía muy cercana al pobre Falstaff aterrori-
zado en la gran escena de la batalla.

107
–Usted, Ariane, aterrorizada por una escena de batalla, cuando
uno se la imagina presente en todas las luchas, en pie de guerra
desde las 8 de la mañana en los locales de la Cartoucherie.
–¡Por supuesto! Físicamente no soy muy valiente. Hay una parte
nuestra que sólo tiene un deseo: ¡huir!
–Digamos que sí… ¿Qué es lo que más disfrutó en principio de la
traducción?
–La ilusión exquisita de ser una gran escritora. El pensamiento,
la belleza de las imágenes, todo está ahí. Al terminar un acto, uno
se siente Shakespeare. Es exultante.
–¿Cómo trabajó?
–Como todos los traductores, con el Folio y con todas las traduc-
ciones disponibles.
Hay que tener una fidelidad, un servilismo enajenado hacia la
obra. Shakespeare repite mucho. Pone tres veces la misma palabra,
a veces en dos versos seguidos. Y muchas veces los traductores, en
aras de la elegancia, se creen obligados a evitar las repeticiones.
Pero Shakespeare no quiere ser elegante. Es un volcán hecho hom-
bre, o un hombre hecho volcán. Escupe barro ensangrentado y luz,
ilumina hasta el fondo más tenebroso de tus órganos tenebrosos.
Por lo tanto al intentar traducirlo, uno se cubre de barro y de luz.
–Y entre los Shakespeare de 1981 a 1984, después del éxito de
público y de crítica de Ricardo II, Noche de reyes, Enrique IV –espec-
táculos de una belleza visual que te cortaba la respiración–, resuelve
interesarse por Camboya a través de L’Histoire terrible mais inachévée
de Norodom Sihanouk. ¿Un viraje radical?
–No. Un empecinamiento. Ya en 1979 había querido abordar la
historia de Camboya. Cuando hice mi largo viaje, entre 1963 y 1964
nada hacía prever lo que pasó diez años después: el genocidio de
casi tres millones de personas en manos de los Khmer rojo. Quise
comprender. Comprender y hacer comprender la imbecilidad asesi-
na de Estados Unidos, la responsabilidad de una buena parte de la
prensa francesa, la complicidad ideológica de una buena parte de
los intelectuales de extrema izquierda, la debilidad de nuestros go-
biernos, la monstruosidad de los ideólogos del Khmer rojo. Quería
contar en el teatro esta tragedia de nuestro tiempo. No dejarle úni-
camente al cine la historia viva, o a la televisión. Pero en esa época
yo no supe escribir teatro, crear personajes. De ahí la vuelta a
Shakespeare. Más tarde, cuando se interrumpió la serie
shakespeareana por el alejamiento de algunos actores –además yo
ya no tenía ganas de hacer Enrique V porque no me parecía que

108
perteneciera al mismo ciclo formal– quise volver a nuestro drama de
hoy. A Camboya. Pero esta vez con un verdadero autor, Hélène
Cixous.
–¿Cómo nació la colaboración con ella?
–Habíamos tenido un encuentro muy breve cuando estábamos
haciendo 1793, en 1972. Vino al Soleil con Michel Foucault, a pe-
dirnos un espectáculo breve de agitación y propaganda para hacer-
lo frente a la cárcel de la Santé, con el GIP (Grupo de Información
sobre las Prisiones).* El tema: “El que roba un pan va preso, el que
roba un millón va al Palacio Borbón”. Necesitaban una escena de
menos de dos minutos y medio, porque era el tiempo que le tomaría
a la policía llegar y llevarnos. Empezamos la actuación delante de la
Santé, pero la policía llegó cuando había pasado nada más que un
minuto. Quisimos hacerla otra vez frente a “la clase obrera” en los
alrededores de la fábrica Renault y ahí nos hicimos echar por obre-
ros a los que les parecía muy bien que los ladrones de pan estuvie-
ron tras las rejas junto con los ladrones de millones.
Tenía un recuerdo muy preciso de Hélène Cixous. En primer lu-
gar, era tan hermosa y tenía un presencia tal que nadie la olvidaba.
Y en segundo lugar, porque cuando le mostramos nuestro brevísi-
mo y modestísimo espectáculo, apenas dijimos la última consigna
saltó del asiento diciendo: “¡Magnífico, magnífico!”. Nos dejó estupe-
factos.
Después durante mucho tiempo, nos vimos sólo ocasionalmente.
En las manifestaciones. A ella le gustaba el Soleil y seguía lo que
hacíamos muy atentamente. Después nos reencontramos, la vi tra-
bajar, escribir una obrita notable que se llama La Prise de l’école de
de Madhubaï.** Entonces cuando empecé a chapotear alrededor de
Camboya, en 1983, le pregunté si no tenía ganas de escribir para
nosotros. Aceptó entusiasmada “intentar” escribirnos algo. El día
de la llegada de Hélène fue una fecha importante, uno de los gran-
des encuentros del Soleil.
–¿Qué le debe?

* N. de T.: Movimiento de acción y de información surgido del Manifiesto del 8 de


febrero, firmado por Jean-Marie Domenach, Michel Foucault y Pierre Vidal-Naquet,
cuyo fin era permitir la palabra de los detenidos y la movilización de los
intelectuales y profesionales implicados en el sistema carcelario. Tuvo un efecto
directo, la entrada de la prensa y de la radio a las cárceles que hasta el momento
había estado prohibida.
** N. de T.: La toma de la escuela de Madhubaï.

109
–Hélène permitió que el elenco hiciera espectáculos sobre su época
sin estar limitado a las creaciones colectivas, de las cuales además
yo estaba más que harta en ese momento. Hélène tiene una inteli-
gencia magistral y corrosiva, pero también tiene el entusiasmo y la
energía de una niñita. Puede equivocarse a veces por exceso de en-
tusiasmo. Para ser breve, era lo que estábamos necesitando. Y ade-
más –y sobre todo– Hélène es una gran escritora. A veces es un poco
complicada para mí, que no soy en absoluto como ella: una gran
intelectual. Yo le decía: “Quiero entender todo. Quiero que el públi-
co salga habiendo entendido hasta el más mínimo detalle”. Lo acep-
tó sin resistencias, lo que no siempre es el caso con otros. Pero en lo
que concierne al teatro, sabe que es acción más que escritura. Que
cada palabra debe ser acción, y que el autor –igual que el actor– es
un médium. Debe dejar venir a los personajes, acogerlos, por más
sorprendentes que puedan parecer.
–Una gran humildad, entonces...
–No sé si no es un poco pretencioso llamarlo humildad. Yo diría
amor al arte simplemente.
–¿En qué forma trabajan?
–Elaboramos juntas el tema, una especie de sinopsis a cuatro
manos. Después la escritura es de ella. No intervengo, por cierto,
jamás en su escritura. Pero, si cuando estamos ensayando le digo:
“¿Ves?, eso no funciona bien. ¿Qué te parece si de esas dos escenas,
hacemos una? ¿O de esa escena, dos?”, se pone inmediatamente a
trabajar. Nunca renuncia. Jamás se niega a cuestionarlo todo. En
resumen, es un escritor de teatro.
–¿Y hasta dónde interviene artísticamente?
–Dice casi siempre que es genial.
–¿Nunca dice nada negativo?
–Nunca. Sabe lo que es dar ánimo, tiene esa virtud. Por suerte,
nosotros somos capaces de darnos cuenta de que ella ve y habla
sobre lo que queremos hacer antes de que lo hayamos logrado. E
incluso aunque no participe directamente de la escritura de un es-
pectáculo como en Le Dernier Caravansérail, está presente, apoyán-
donos siempre, compartiendo todas las alegrías y las penas, la feli-
cidad y la preocupación, sin ser tributaria ni beneficiaria. Hélène
renunció a favor del Soleil a todos sus derechos de autor. Durante el
tiempo que esté en cartel una obra en la cual colaboró se le paga
igual que a cualquiera de nosotros. Si cobrara los derechos, peque-
ñas fortunas no vendrían a las arcas del Soleil. Así que ella no los
cobra. Por cierto, Jean-Jacques Lemêtre tampoco.

110
–¿Le pide consejos alguna vez?
–Sí. Hablo muchísimo con ella.
–¿Cómo se desarrolló la primera colaboración entre ustedes,
L’Histoire terrible mais inachévée de Norodom Sihanouk?
–¿Recuerda los hechos históricos? En 1963, Pol Pot, Kieu
Samphan, Ieng Sary, los futuros jefes Khmer rojo, pasan a la clan-
destinidad. A partir de 1969, poco a poco, las fuerzas vietnamitas
empiezan a avanzar sobre Camboya para huir de los bombardeos
americanos, para ocultarse y volver a atacar. Los norteamericanos
resuelven perseguirlos, y violando fronteras bombardean cada vez
más profunda y secretamente Camboya. Entonces todo cambia. Los
Khmer rojo, formados por Francia en la Sorbona en el maoísmo, por
los vietnamitas en la guerrilla revolucionaria, sacan provecho de
cada bomba norteamericana.
El espectáculo cuenta cómo el príncipe –luego rey– de Camboya,
Norodom Sihanouk, fue sacado del poder por unos militares
corruptos que dieron un golpe de estado. En su exilio en Pekín co-
mete el peor error: contra su voluntad, –pero igual lo hace– se alía
con sus enemigos del pasado, los Khmer rojo. Después del triunfo
de éstos vuelve a Phnom Penh en 1975. El Khmer rojo entra y al día
siguiente de su llegada, en tres días, vacía Phnom Penh. Fue el co-
mienzo del genocidio. Y Sihanouk, encerrado en un ala de su pala-
cio ve asesinar a cinco de sus hijos y a catorce nietos. En 1979, los
vietnamitas invaden a su vez e intentan capturar a Sihanouk para
ponerlo al mando de Camboya. Pero los chinos logran que el Khmer
rojo permita que el príncipe vuelva a Pekín.
–¿Una personalidad política ambigua?
–Sí y no. Pero él es Camboya. Jamás fue tomado en serio por
Francia, que no entendió nada, o peor aún, no quiso hacer el es-
fuerzo de entender. ¿Una pequeña venganza poscolonial? No se qui-
so ver lo comprometido que estaba con la independencia de su país.
Deberíamos haberlo ayudado, advertirle del golpe de estado. Pero la
Francia de Pompidou no levantó ni el dedo meñique.
En 1984, poco después de estos acontecimientos, Hélène y yo
fuimos juntas a los campos de refugiados camboyanos en la fronte-
ra tailandesa. Recopilamos historias terribles que alimentaron el
trabajo de escritura de Hélène y nuestro trabajo de actores y de
dirección. Hélène escribió muchísimo. Quedó apenas la cuarta par-
te en el espectáculo, pero nosotros ensayamos todo. Sin embargo, lo
que no quedó en el espectáculo nos ayudó muchísimo a los actores
y a mí.

111
–¿Y a Hélène Cixous autora, no la decepciona que a veces conser-
ven tan poco material de su trabajo de escritura?
–No, ella escribe lo que quiere, después es lo concreto del teatro
que decide. Ella sabe cómo es, corta, descarta. Sin amargura.
–¿Y qué pensó el príncipe Sihanouk sobre el espectáculo?
–Estaba muy preocupado. Mandó emisario tras emisario. Uno de
los que vinieron en primer lugar fue su hijo menor, el príncipe
Sihamoni,* que nos dice: “Voy a hacer venir a mi padre. Pero hay un
pequeño detalle: la patada que le da el ministro Penn Nouth al sillón
de Monseñor… la noche que venga, por favor, si pueden atenuar-
lo…”. Esperamos, esperamos. Y Sihanouk no venía. Manda otros
dos emisarios, dos señoras, más duras en el trato.
Antes de ver nada, anuncian problemas y abogados. Salen del
espectáculo con lágrimas en los ojos: “Monseñor debe ver esto”. Y
un día, llega Monseñor. Clandestinamente. No quiere que lo vean.
Lo hacemos pasar discretamente por la cocina. Sube por atrás y se
ubica en la última fila de las gradas, y entonces, como movida por
un sexto sentido, toda la platea se da vuelta y ve que está en la
platea el personaje principal. Con su mujer. Ni siquiera Shakespeare
actuó delante de Enrique IV o de Enrique V. ¡Nosotros sí!
Estábamos muertos de miedo. Había una escena que él había
“sugerido” cortar antes del estreno, una escena en la que él ordena-
ba una violenta represión en Battambang. Yo me había negado. Su
hijo lo había convencido de aceptar: “Pero fue lo que pasó. ¿Y no fue
usted quién dio la orden?”. Nunca me voy a olvidar de su encuentro
al final de la función con Georges Bigot todavía vestido y maquilla-
do. ¡Un juego de espejos! ¡Una criatura con dos cuerpos! Los dos
reyes parecían aliviados.
Hay que reconocer que Georges había hecho un trabajo tal de
invocación, de encarnación, que se había apropiado del cuerpo, y
de la musicalidad tan particular del rey de Camboya, y de su alma.
Estaba imponente. Maurice Durozier también en el consejero y mi-
nistro Penn Nouth. Andrés Pérez también, que hacía, entre otros, a
Chou En lai.
Sihanouk volvió al poder en Camboya unos años después. Es lo
que anunciaba “proféticamente” el espectáculo. Además fue por eso
que le habíamos puesto “la historia terrible pero inacabada”.
–También con Hélène Cixous, crearon en 1987 L’ Indiade o L´Inde
de leurs rêves.

* Actualmente, rey de Camboya.

112
–Al principio, queríamos hacer un espectáculo sobre Indira
Ghandi, su asesinato nos parecía revelador sobre la situación de la
India en ese momento. Entonces nos fuimos para allá, tras su pista,
y nos dimos cuenta de que ella no representaba lo que sucede en su
país. Su asesinato sí; ella no.
Para comprender la historia de la India, teníamos que trabajar
sobre Nehru, su padre, y Ghandi, y los combatientes por la libertad,
los Freedom Fighters. La generación anterior. A partir de esa deci-
sión los personajes se desplegaron frente a nosotros. Nos relaciona-
mos al fin con esos seres gigantescos que cierto tipo de teatro nece-
sita.
Para eso hicimos un segundo viaje con algunos actores y conoci-
mos sobrevivientes del movimiento independentista, compañeros de
Ghandi y de Nehru. Una investigación, una búsqueda, durante la
cual conocimos grandes héroes, héroes pequeños o gente horrible,
sabiendo que se iban a convertir en seres teatrales.
–¿De qué manera?
–Hay que sentir dónde está la poesía, dónde está lo que no se
dice, lo que está por debajo de lo que se dice. Una anciana musul-
mana nos contó que una tarde estaba tomando el té en la casa de
unos amigos en la frontera del nuevo Pakistán, de donde se iba a ir
porque había resuelto seguir siendo hindú. De pronto la taza em-
pieza a temblar, el té se volvió negro, el cielo quedó rojo. Al día si-
guiente se entera de que justo a esa hora habían asesinado a Ghandi.
Nos contaba eso mientras pelaba unas verduras para el curry que
nos había invitado a compartir.
–Bajo la perspectiva actual, ¿haría la misma obra hoy?
–Sí, más que nunca, pero el espectáculo sería todavía más vio-
lento. La división entre India y Pakistán fue una tragedia; producto
de la locura de un hombre. Un hombre sin religión, Mohammed Alí
Jinnah, inventa y logra crear un Estado religioso, una nación exclu-
sivamente musulmana. Pakistán nace el 14 agosto de 1947, un día
antes del nacimiento de la India independiente, y muy pronto se
convierte en el país que sabemos que es. Todas las opresiones se
parecen: la dictadura militar, la dictadura religiosa, la bomba ató-
mica, las mafias. Me gusta mucho ese espectáculo. El texto de Hélène,
la música, los actores, la escenografía, me gustaba todo. Maurice
Durozier que hacía a Maulana Azad, Simon Abkarian, en Abdul
Gaffar Khan eran tan creíbles, y Georges Bigot en Nehru, Myriam
Azencot hacía Sarojini Naïdu, una poetisa, que fue un personaje
importante en la lucha por la independencia. Y Andrés Pérez en
Ghandi. Los admiraba tanto.

113
–Cuando se estrenó en 1987, algunos le reprocharon que contara
una historia tan lejana al público francés.
–¡Caramba! Entonces hay que creer que la historia de los otros
no nos concierne. Lo que le pasa a los demás también nos pasa a
nosotros. Y somos ciudadanos del mundo. L’ Indiade cuenta la divi-
sión sangrienta de la India, una vez que consiguieron independizarse,
los enfrentamientos fratricidas entre hindúes, sikhs y musulma-
nes, pero es la metáfora de todas las divisiones, separaciones, par-
ticiones que nos acechan todos los días.
Siempre me inspiró la India. ¿Por qué? Porque todo lo malo que
hay en el hombre allá es peor y todo lo hermoso es todavía mejor. Yo
necesito esos extremos. Aquí todo es tibio. Hay algo originario de la
India que no comprendo pero que reconozco. Lo peor de la India me
ayuda a reconocer lo peor de aquí, y la belleza de la India me ayuda
a reconocer la belleza aquí.
–¿Crea esas obras para despertar conciencias, tal vez para inten-
tar cambiar el mundo? Siete años después, en 1994, en La Ciudad
Perjura –otra obra de Hélène Cixous, pero con aire de tragedia grie-
ga– denuncia, de esta manera el terrible caso de la sangre contami-
nada en Francia.
–El teatro debe dar placer pero tiene también una función ética y
pedagógica. Yo mantengo eso. Lo que no significa que deba ser mili-
tante. La tarea nuestra es encarnar en forma poética un hecho del
presente que afecte a toda la sociedad, y que forme parte de la His-
toria. En este asunto de la sangre contaminada, por ejemplo, toda
esa gente, todos esos canallas –médicos, administradores, o altos
funcionarios– que siguieron vendiendo sangre sabiendo que era ve-
neno mortal, son producto de nuestra época enferma de avidez y
obsesionada con el beneficio. Arrogantes, corruptos, poderosos, cóm-
plices.
¡Ah! A pesar de todas nuestras señales de alerta, diez años, vein-
te años, treinta años más tarde, me doy cuenta de que no logré
cambiar el mundo como estaba segura que lo iba a hacer cuando
era niña.
–¿Realmente imaginaba que era posible transformarlo?
–Absolutamente. El mundo no está todavía terminado. Además,
sigo creyendo que Dios nos puso en la tierra para mejorar las co-
sas…
–¿Qué Dios?
–No sé. No me refiero a un Dios todopoderoso, sino a una esen-
cia, a una fuerza que lucha todo el tiempo, como puede, contra las

114
fuerzas del mal, entre el arriba y el abajo. No pudo evitar Auschwitz.
Pero a veces nos llega un Nelson Mandela, vencedor del apartheid.
No puedo llegar a imaginar un mundo sin sentido. Pero, sobre todo,
no logro llegar a la conclusión de que el sufrimiento tenga sentido.
No me imagino ninguna redención a través del sufrimiento. Recha-
zo esa idea, totalmente. Creo que hay momentos en que Dios gana y
otros en que no. ¿A lo mejor existe solamente en nosotros? Pero no
logro no creer en algo que nos trasciende.
–¿Y en una vida después de la muerte?
–En cierta forma. Me agradan bastante las creencias budistas
tibetanas según las cuales renaceremos siendo las criaturas que
hemos merecido.
–Qué la decidió a firmar en marzo de 2004 el “Llamado contra la
guerra a la Inteligencia” de la revista Los Inrockuptibles, un llama-
do, bueno... un poco elitista, un poco parisino…
–Lo dudé mucho. Me parecía que mezclaban un poco todo. Para
estar verdaderamente de acuerdo con el texto, se hubieran necesi-
tado tres semanas de trabajo conjunto. No teníamos tiempo. Pero
también era un texto de unidad con los investigadores, los médicos
y el personal de hospitales, los magistrados, los abogados, los edu-
cadores. Y esa unidad, ese impulso, me hubiera gustado tanto verlo
en los debates del Festival de Aviñón en julio de 2003. ¡Si hubieran
existido verdaderos debates! Si hubiéramos sabido crear un foro
para reflexionar sobre una especie de pacto fundacional entre nues-
tra sociedad y sus artistas, sus intelectuales. Porque es cierto que
hoy existe una especie de guerra en contra del pensamiento, de la
investigación. Por eso firmé. Y después de todo, estoy bastante con-
tenta con que esa petición haya puesto furioso al gobierno.
–¿Y qué me dice de lo que pasa hoy, en marzo de 2004, con las
nuevas exigencias, con el combate retomado por los intermitentes?
–Me pongo en el lugar de la gente a la que llamamos gente común
delante de la televisión la noche de la ceremonia de los premios
César, el pasado 21 de febrero, viendo artistas mucho más favoreci-
dos que ellos, hasta más ricos incluso, diciéndole al Ministro de
Cultura: “Piense en nosotros”. Cómo puede esa gente, a la que lla-
mamos común, apoyarlos, apoyarnos, sentirse solidaria en un con-
texto así. Por lo menos, el llamado de Los Inrockuptibles reunía a
investigadores, educadores, personal de hospitales, y denunciaba
un plan general de destrucción de un bien común. Es eso, yo hubie-
ra preferido hablar de la lucha por el bien común que de la guerra
contra la inteligencia. La investigación es el bien común, los hospi-

115
tales es el bien común, la enseñanza, el arte es el bien común. Ade-
más, precisamente nosotros los artistas, el año pasado no supimos
dirigir nuestro mensaje a aquellos que deberían ser nuestros alia-
dos naturales: los espectadores. ¿Tuvimos miedo de que fueran tam-
bién nuestros jueces? ¿Tuvimos miedo de que nos pidieran cuen-
tas? ¿Qué nos recordaran su propia precariedad? Si le hubiéramos
dicho al ministro: “Nosotros somos parte del patrimonio, debemos
trabajar para el bien común, y cuando lo hacemos verdaderamente
el Estado nos debe protección”, habría estado más que de acuerdo.
Pero reclamábamos nuestros derechos sin evocar jamás nuestros
deberes. Ésa es la razón en lo que a mi respecta, de mi alejamiento.
Pienso que es caso también de Patrice Chéreau.
Lo que me empeciné en decir ese verano fue:
1. Que hay que ayudar, en primera instancia, a generar trabajo
en nuestra profesión antes que desocupación, es decir aumentar el
presupuesto.
2. Que no es ni ilegítimo ni ilógico pensar que la cultura debería
ser subvencionada por todos los ministerios a los que les rinde ser-
vicios inestimables. (Es notorio que somos útiles para la salud men-
tal, ayudamos a prevenir la delincuencia y la violencia, somos efica-
ces contra la ignorancia, somos portadores de la imagen honorable
de Francia en el exterior, por lo tanto somos indispensables a los
ministerios de Salud, de Justicia, del Interior, de Educación, de
Turismo y de Relaciones Exteriores, sin olvidar al de Juventud y
Deportes, y de Asuntos Sociales)
3. Pero también decía que, de nuestro lado, no es suficiente con
creerse un artista para serlo, que hay que probarlo, y a través de
nuestro trabajo –día tras día, año tras año, durante toda la vida–,
merecer ese título temible. Con eso, algunos vociferaban: “¡Pero
¿quién tiene derecho a elegir quién es artista y quién no lo es? Yo me
proclamo, por lo tanto soy!”.
4. No negaba la complejidad del problema de criterios. Pero al
menos debíamos hablarlo, no hacer de eso un tema prohibido.
Pero también le digo, no es fácil declarar la honestidad sin man-
cha, la exigencia implacable hacia uno mismo cuando el adversario
está representado por un poder tan crudamente liberal. Un MEDEF
(Movimiento de Empresas de Francia) que pronto querrá que saque-
mos del frente de los edificios nuestra divisa “Libertad, Igualdad,
Fraternidad” para poner: “¡Hagan callar a los pobres!”.
Lamento que el conflicto de los intermitentes haya dejado tan
poco lugar a otros dramas muy graves, como el derrumbe del dere-

116
cho de asilo. Un ejemplo: antes del 1º de enero de 2004, si un menor
aislado, extranjero, encontraba un tutor que se responsabilizara por
él –una asociación o un individuo– el juez lo declaraba francés. Gra-
cias a esa ley, en el Soleil pudimos naturalizar a dos jóvenes refugia-
dos. A un afgano y a un chino. Pero después del 1º de enero, se
terminó. El mismo retroceso se dio con la tarjeta de residencia para
los artistas extranjeros. Antes, si trabajaban en Francia regularmen-
te durante tres años (lo que ya es bastante difícil para un artista)
tenían derecho a residencia por diez años. Ahora tienen que justificar
cinco años de trabajo “regular”, lo que es literalmente imposible.
A decir verdad, sólo le reconozco un logro a este gobierno, pero
que no es desdeñable: la baja en números de muertos y heridos en
las carreteras.
¿Por qué la izquierda no fue capaz de hacerlo? ¿Ese rigor que las
asociaciones de víctimas reclaman hacia los choferes asesinos des-
de hace treinta años, es de derecha?

117
Decimotercer encuentro

Y EL SOLEIL SE PONE
A HACER TRAGEDIA GRIEGA

Cartoucherie, sábado 3 de abril de 2004, 20.00 horas

En su habitación-oficina, Ariane Mnouchkine está lívida. Sin em-


bargo, hoy estaba feliz de llevar a todos los hijos de los actores del
elenco al cine, como todos los años. La película elegida era: Los dos
hermanos, de Jean-Jacques Annaud, en el Gran Rex. Pero, las últi-
mas noticias de la guerra en Irak, la profanación ultramediatizada
de los cuerpos martirizados de cuatro civiles norteamericanos la
alteran, la rebelan. Después del cine, volvió arrastrándose a la
Cartoucherie para charlar con los actores. Demasiado tarde, ya es-
taban en escena. Antes de la entrevista, Arianne Mnouchkine mur-
mura suavemente que se está dejando llevar por la paranoia que
reina en el ambiente –“esto ya no es Shakespeare, es gore”– y que no
se puede seguir así.

Fabienne Pascaud: En 1990, el Soleil se pone a hacer tragedia


griega…
Arianne Mnouchkine: Acabábamos de hacer dos espectáculos
sobre la historia reciente, L’Histoire terrible mais inachévée de
Norodom Sihanouk, L’Indiade ou l’Inde de leurs rêves. Tenía, desde
hacía tiempo, ganas de hacer un espectáculo sobre la Resistencia
en Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Me parecía impor-
tante tratar ese tema, se imponía como una forma de resistir a nues-
tras sociedades descerebradas, al liberalismo desenfrenado. Era
urgente hacerlo. Pero no lo lograba. ¿Cómo mostrar en escena, bajo
las luces del teatro, a hombres y mujeres que siempre tuvieron que
trabajar en la sombra? Sólo me venían a la cabeza imágenes realis-
tas, en el mejor de los casos, cinematográficas. Me resultaba impo-
sible darles una forma teatral. Sentí entonces que tenía necesidad
de volver a la escuela, como ya habíamos vuelto una vez a la escuela
de Shakespeare. Pero esta vez, tuve ganas de ir hacia la fuente de

118
las fuentes, los griegos. “¡Vamos a poner en escena una tragedia
clásica!” Pero, ¿cuál? Ningún hit, pensé, es mejor que nos concen-
tremos modestamente en una de las obras menos conocidas. Des-
pués de todo, una tragedia griega, sea cual sea, es una gran obra.
Leí y releí todo lo que pude. Y, como todos los directores de teatro
del mundo, caí de rodillas ante el hit de los hits: la Orestíada.15 En
ese momento, comenzó mi pasión por Clitemnestra. Ese personaje,
que comete un crimen imperdonable pero que después de todo re-
sulta comprensible. Para darle una oportunidad, había que montar
Ifigenia en Aulide,16 de Eurípides, donde vemos cómo Agamenón sa-
crifica a su propia hija, Ifigenia, para poder así atraer los vientos
favorables e irse a la guerra. En nuestro caso, la trilogía de Esquilo
se convirtió en tetralogía.
–¿Por qué esa necesidad de rehabilitar a Clitemnestra, la madre
vengadora que asesina a su esposo Agamenón cuando vuelve, des-
pués de ganar la guerra de Troya? Corriendo el riesgo de hacerse
odiar por sus hijos Orestes y Electra…
–Es un poco fuerte, ¿no le parece? ¡Le matan a la hija, la abando-
nan durante veinte años y todavía se sorprenden de que esté
enojada!
–Usted intentó actuar Clitemnestra…
–Sí. ¡Qué horror! Pero sólo duró dos o tres días. Hasta que los
dioses del teatro nos enviaron a Juliana Carneiro da Cunha que iba
a estar espléndida en ese personaje. No soy buena actriz. Desgra-
ciadamente me falta la credulidad necesaria. Y además, me gusta
sobre todo mirar a los actores, explorar a través de ellos territorios
que no conozco. No sabía nada de tragedia clásica. Sólo que no
tenía que ser como las que había visto cuando era joven, con sába-
nas y zapatos grandes. Y voces de ultratumba. ¡Qué aburrimiento!
–Al principio, entonces, las ganas de ir hacia lo desconocido…
–Sí. Embarcar hacia Esquilo, con Eurípides pasa algo similar, es
izar velas hacia un continente oscuro, peligroso, que parece muy
lejano, subterráneo, del otro lado del océano, feroz. Igual que con
Shakespeare. Al contrario, cuando se trabaja sobre Molière, uno
camina con él hacia una sociedad, una ciudad, un barrio, una calle.
¡Pero Esquilo! ¡Quinientos años antes de Cristo! Desde el inicio de
los ensayos me pregunté si iba a tener ganas de poner otra cosa en
escena después de esto. Todo está ahí. Inventa el teatro, en fin,
nuestro teatro occidental. Habrá que esperar hasta Shakespeare
para alcanzarlo.

119
–Remitirse a la escuela de Esquilo, de Eurípides es, de cierta for-
ma, buscar empezar de cero otra vez. Me da la impresión de que
usted se plantea ese desafío en cada espectáculo.
–No puedo imaginarme haciendo las cosas de otra manera. Vuel-
vo a aprender cada vez. Y cada vez, me vuelvo a encontrar sin saber
caminar. Esto me angustia muchísimo, pero, en el fondo es lo que
quiero. Se transformó en un método.
–¿Por qué?
–Me gusta la aventura, la necesito. Y tengo la suerte de haberme
encontrado con gente que necesita lo mismo. Tengo ganas de tierras
desconocidas, de selvas, de conquistar el oeste o el este, de velar las
armas. Durante los ensayos de Le Dernier Caravansérail, a menudo
algunos actores dormían en un rincón de la Cartoucherie, porque
se habían quedado hasta tarde preparando las escenas para el otro
día. ¿No le parece que sería terrible si no volviéramos a empezar
cada vez?
–Pero, ¿no tiene ganas, a veces, de parar un poco?
–El día que tenga ganas, lo haré. Pero, ese día, tendré que dejar
de recibir una subvención. Yo recibo dinero público. E incluso si me
parece que no recibo lo suficiente, no me otorgan ese dinero para
que yo pare sino para que trabaje. Y para que haga trabajar a los
demás. Para que nuestro teatro forme actores y actrices de verdad.
Y eso no se logra trabajando treinta y cinco horas semanales.
–¿Qué sentimiento verdaderamente nuevo sintió trabajando la
Orestíada?
–El de encontrarse frente al inconsciente, frente a las pulsiones
propias. La Orestíada anuncia la llegada de la justicia de los hom-
bres, el comienzo de la democracia. Pero más que el aspecto políti-
co es el desencadenamiento de las pasiones lo que me conmovió.
Me sentía como el coro, espantada y fascinada. Enferma y curada.
Y aunque haya pasado mucho tiempo, todavía recuerdo el anhelo
que sentíamos. Cuando se ponen en escena las grandes obras, se
abre la caja donde fermenta una sensualidad, un erotismo extre-
madamente fuertes, donde patalean todos los demonios.
–¿Está haciendo alusión al incesto sugerido entre Clitemnestra y
su hijo Orestes?
–No. A la guerra intestina. Entre los más cercanos: la de la hija
con la madre, la del hijo con la madre, la de la mujer con el marido,
la del marido con la mujer. Cuanto más cercanos son, más se ma-
tan. Cuanto más se amaron, más se matan. En realidad, ese tema
es nuestro tema, nos habita desde siempre: la guerra civil, la lucha

120
fratricida, el enemigo interior, incluso en el interior de sí, la división
en el interior de sí mismo. Esto vuelve a estar presente en muchos
de nuestros espectáculos. Porque se trata de algo incomprensible,
inaceptable y misterioso. Un enigma. Por eso es uno de los grandes
temas del teatro.
–Para la “tetralogía” de Les Atrides, usted misma tradujo Agamenón
y Las Coéforas, de Esquilo.
–Me hubiera gustado hacer todas las traducciones, pero me faltó
tiempo. Felizmente, Jean Bollack tradujo de forma magnífica Ifigenia
en Aulide y Hélène Cixous, Las Euménides.
Como ya le dije, me encanta hacer traducciones pero no sé grie-
go. Necesitaba una traducción literal. Entonces le pedí a una amiga
profesora de griego, Claudine Bensaid, que me hiciese una traduc-
ción palabra por palabra, es decir, que me escribiera debajo de cada
palabra en griego la palabra en francés correspondiente. Eso dio
como resultado una especie de libro mágico que me fue precioso,
porque al principio lo que yo necesitaba era la exactitud del sentido
primario de las palabras. No de la sintaxis, ni del ritmo de las pala-
bras, ni de su musicalidad.
–En los espectáculos del Soleil, hay habitualmente un llamado a
la libertad, a la igualdad, a la fraternidad, un llamado que parece
estar muy lejos del destino de los héroes clásicos, de su alienación…
–Yo pienso que no sólo hay destino en la tragedia. También hay
elección. Y sobre todo, mala elección. La tragedia es: destino + mala
elección de uno de los protagonistas. En la tragedia, es la mala elec-
ción de un personaje que se convierte en la causa de tragedia de
otros mil. Pienso en lo que le dice el coro a Agamenón, cuando cuen-
ta la decisión fatídica del rey de sacrificar a Ifigenia: “Está eligiendo
mal, se entrega al yugo de la necesidad”. ¡Ahí no hay destino! Si
Agamenón hubiese mandado a la mierda al ejército que reclamaba
el sacrificio, no hubiese sucedido nada trágico. Solamente su des-
gracia, tal vez. Pero tiene el poder y quiere conservarlo. Y Clitemnestra
lo sabe, es capaz de leer en él como en un libro abierto. Veinte años
más tarde ella también va a hacer una mala elección, asesinando a
Agamenón.
–¿Qué es la tragedia?
–Le repito, es el error fatídico. Un razonamiento equivocado, un
error de elección. El momento terrible en el que nos vemos obliga-
dos a elegir entre lo “detestable inevitable” y lo “deseable peligroso”.
–Pero si los héroes trágicos, son, como usted dice, libres de elegir,
¿por qué Ifigenia no elige revelarse?

121
–¡Sí que se revela! Suplica. Ella y su madre luchan, luchan las
dos contra el padre. Nuestro espectáculo mostraba bien esa batalla.
La obra de Eurípides comienza en un mundo donde los seres huma-
nos todavía son humanos. Y de pronto, se vuelven inhumanos. Unos
hombres exigen que se mate a una niña y amenazan al padre de
despojarlo de toda autoridad, de toda su gloria si no la sacrifica. ¡Y
el muy hijo de puta lo hace! Con toda clase de buena excusas, la
abnegación del jefe, la unión de los griegos, la autoridad sobre los
griegos, la solidaridad fraterna, el honor de Menelao. ¡Ya en esa
época, el honor de los hombres dependía de las mujeres! ¡Eso es
muy malo para las mujeres!
¿Cómo una obra, aparentemente tan lejana, puede volverse in-
dispensable? Al igual que Ulises, pisamos una isla y todo es miste-
rioso: ascensos, vértigo, impasse, retroceso, error...
–¿Recuerda momentos de impasse?
–¡Sí! Puse muy mal la escena “del púrpura”. Agamenón vuelve de
la guerra y Clitemnestra deposita en el piso ante él todos los tesoros
de la casa. Halagándolo lo incita a caminar sobre ellos. Agamenón
debería negarse. Pero no lo hace, y peca contra la costumbre, por
exceso de orgullo. ¡Nunca logré encontrar la metáfora adecuada para
este pecado de orgullo! Actuamos la preocupación, el horror del coro,
la indignación, la desaprobación, no sé cuántas cosas más! Pero el
público no podía ver sobre qué caminaba Agamenón, fue lamenta-
ble… Bueno, a lo mejor no fue lamentable, pero no salió bien…
Con el coro también sufrí mucho. Sufrimos todos. Mucho. ¿Cómo
se hace para poner en escena un coro clásico? ¿Qué es un coro
clásico?
–De ese nuevo repertorio clásico usted elige una vez más la filia-
ción oriental: de la danza balinesa al kathakali hindú. Como con los
Shakespeare.
–Insisto en decir, que para mí, un director de teatro primero tiene
que dar a los actores herramientas para evitarles ser realistas. Un
actor es un buzo que se sumerge en el fondo del alma, recoge las
pasiones, las trae a la superficie, las raspa, las peina, las talla, para
convertirlas en síntomas físicos. Metaforiza el sentimiento. Sólo en-
tonces las imágenes provocan la emoción.
Sin embargo, hay que reconocer que, si bien Occidente ha visto
nacer los grandes textos del teatro, el arte del actor ha sido durante
mucho tiempo mucho más elaborado en Oriente. Allá, todo se mues-
tra, todo es orgánico. Cada emoción, cada sensación, encuentra su
traducción en una serie de síntomas particulares. Los actores orien-

122
tales hacen la autopsia de la vida como nadie. Demos un ejemplo:
estoy furioso, mis venas se hinchan de rabia, tiemblo, pataleo, me
pongo colorado, verde, pero no será igual si me irrito contra un niño
que si lo hago contra un traidor desenmascarado. ¿Por qué privarse
de esos admirables conocimientos, por qué no retomarlos, hacerlos
nuestros, desarrollarlos?
–Volvamos al coro clásico, que le causó –según dice– tanto sufri-
miento. ¿Por qué? ¿Cuál es exactamente su función?
–Hay decenas de teorías. En aquella época, pienso que les recor-
daba a los espectadores que estaban en el teatro. ¡Si no, hubiesen
asesinado enseguida a los malos de la historia! Pero el coro es tam-
bién el que mira, comprende un poco, a la vez sabio e idiota, el que
aclara, pero que, como nosotros, es impotente. Y también cobarde y
perverso. A veces, también elige mal. No insulta a quien debería
insultar. Es servil y rebelde también.
A la hora de poner el coro en escena, moverlo, lo único que sabía
era lo que no quería ver. Esperaba que los dioses del teatro hicieran
aparecer al coro de un día para el otro. ¡Pero se tomaron mucho
tiempo! Jean-Jacques Lemêtre, nuestro músico, a quien le debemos
tantas cosas, tantas apariciones, tantas encarnaciones, pensaba
como yo que el coro tenía que ser musical. Sabíamos que cantaba.
Pero no teníamos demasiados cantantes buenos. “Bueno, entonces
que bailen.” Pero, ¿cómo? ¿qué? Cuándo comenzarían a bailar y
hasta cuándo lo harían. Entonces Catherine Schaub y Simon
Abkarian, quienes con Nirupama Nityanadam, fueron los grandes
guías de este espectáculo, se pusieron la coreografía al hombro. ¿Y
dónde estaría colocado el coro para poder ver todo lo que pasaba?
Poco a poco, empecé a levantar vallas que terminarían represen-
tando una especie de plaza de toros. Eso dio a los actores del coro
una libertad concreta. Su reino. Cuando las grandes fieras entra-
ban a la arena, es decir los protagonistas, el coro corría a ponerse a
salvo, podían esconderse o treparse a los muros como si fueran
barricadas o miradores. ¿Pero cómo hacerlo hablar y entender lo
que dice? Y hacer que esto sea verdadero y concreto.
–¿Cómo terminó entendiendo que sólo hablaba el corifeo?
–¡Porque era feo y falso cuando hablaban todos juntos! Cometí
todos los errores posibles: repartir el texto, darle una parte a cada
uno. ¡Horroroso!
Un día, mientras traducía o ensayaba, no me acuerdo, recordé
que la X griega que designa al coro también designa al corifeo. Y
que, entonces, era probable que el corifeo fuera quien hablara casi

123
siempre. Solo. Y muy rara vez, o tal vez nunca, el coro como coro.
¡Qué alegría me dio entender eso! Pero qué angustia inmediata ya
que si uno sólo hablaba, eso quería decir que los otros permanecían
callados. Confieso que retrocedí un tiempo frente a esta evidencia:
sólo el corifeo tenía que hablar y nadie más que él. ¡Hasta que un
día no pude más y se los dije! Enorme frustración de algunos. Ira de
mi parte. No pude soportar que algunos actores, que no eran, sin
embargo, los mejores tuvieran caprichos. Crisis. ¿No quiere que
hablemos de esto otra vez?
–No, no esta vez, le voy a ahorrar eso, me imagino lo que habrá
sido… ¿La dirección de actores es diferente en una tragedia?
–Un buen actor puede actuar muchas cosas pero no necesaria-
mente la tragedia. Antes de poner en escena Les Atrides me negaba
a admitir ese límite. Como habían progresado –considerando que
habían escalado colinas bastante altas– creía que los actores del
Soleil estaban listos para subir al Himalaya (porque Esquilo es el
Himalaya) como las subían maravillosamente Simon Abkarian,
Nirupama Nityanadan, Juliana Carneiro da Cunha y Catherine
Schaub… ¡pero no! Los que no podían, no podían y me lo reprocha-
ban, cada día un poco más, me reprochaban el no lograr guiarlos
hasta la cima que deseaban ansiosos alcanzar. Los comprendo. No
ver, no admitir los límites de un actor, es un error terrible que un
director no debe cometer. ¿Qué es un actor trágico o una actriz
trágica? Es aquel o aquella que no sucumbe ante el peso, ante ese
supuesto peso de lo trágico. Igual que Ifigenia que es capaz de bailar
antes de morir. Que debe bailar antes de morir.
–¿Reconoce cometer grandes equivocaciones en materia de direc-
ción de actores?
–¿Usted haría esa pregunta a Peter Brook, Peter Stein o a Peter
Kekshaws? Sí. Cometo errores. Siempre espero que el amor al tea-
tro lo curará todo. Pero no todos se curan.
–¿De dónde surgió la idea de crear el famoso espacio de la plaza
de toros?
–Empezamos, como siempre, sin nada. El espacio vacío. De to-
das maneras, al principio nunca necesitamos nada. Pero en un
momento dado, sentí que había que proteger al coro de esos perso-
najes sangrientos, de esas bestias feroces.
–¿A veces todo viene de una “iluminación”?
–Todo viene de los actores, de sus necesidades, de sus visiones,
de las mías. Encontrarles las herramientas necesarias, dárselas.

124
Sólo que eso lleva su tiempo. Si yo viniera y dijera: “Entren por la
izquierda, hagan esto, etcétera”, iríamos más rápido. Pero pertene-
cería menos a los actores. Serían menos verdaderos, conmoverían
menos, se encarnarían menos.
De todas maneras, el tema de la Orestíada es difícil, terrible, de
llevar para un elenco. En efecto, a lo largo de la trilogía, corren el
asesinato, la venganza, las imprecaciones, las malas elecciones: glo-
ria, poder…
En el teatro, hay una parte de brujería: en cada uno de los intér-
pretes sube solapadamente esa parte de Orestes, de Clitemnestra,
de Agamenón que cada uno lleva consigo. Y si tienen la energía
suficiente para creer en lo increíble, si sus cuerpos cobraron la for-
ma de otro, entonces empieza a ser muy peligroso para todo el mun-
do estar cerca de esos monstruos. Y si no tenemos miedo, cuando
Clitemnestra reclama y suplica a Agamenón que no mate a Ifigenia,
si no creemos en ningún momento que Agamenón puede llegar a
doblegarse, si no conservamos esa esperanza hasta último momen-
to, si no nos creemos eso, entonces no hay teatro. A menudo, antes
de la función, nos decimos: “Esta noche Ifigenia no debe morir.”
–¿Le da miedo la muerte?
–Por las personas que quiero, sí, terriblemente. Tengo miedo al
sufrimiento y a la separación. Tengo un miedo espantoso a la muer-
te de los demás. No quiero ni siquiera imaginármela. Por egoísmo,
sin duda… Pero no de la mía. Me da incluso cierta curiosidad. Sólo
espero que no duela demasiado. Como todo el mundo, quisiera una
muerte que no me duela demasiado. No me gustaría morirme de
vieja sino de cansancio, de agotamiento. Morir de haber hecho de-
masiadas cosas. Y de haberlas hecho bien.

I would rather be ashes than dust!


I would rather that my spark should burn out
In a brilliant blaze tan I should be stifled by dry-rot.
I would rather be a superb meteor, every atom
Of me in magnificent glow, than a sleepy and permanent planet
The function of man is to live, not to exist.
I shall not waste my days trying to prolong them.
I shall use my time.

¡Quisiera ser ceniza antes que polvo!


Quisiera que mi chispa se agote en un brasero ardiente
antes que el moho la ahogue

125
Quisiera ser un magnífico meteoro y que cada uno de mis átomos
tenga un grandioso resplandor, antes que ser un durmiente y
permanente planeta.
La función del hombre es vivir, no existir.
No desperdiciaré ni uno solo de mis días intentando prolongarlos.
Gastaré mi tiempo.
JACK LONDON

126
Decimocuarto encuentro

DIOS ESTÁ EN LOS DETALLES

Cartoucherie, miércoles 28 de abril 2004, 8.45 horas

Llegada al epicentro del Soleil, la enorme cocina, siempre con aro-


mas deliciosos. Esta mañana, olor a café. Muchos ya están apura-
dos, actores, maquinistas. Todo el mundo se saluda con gentileza,
con un respeto hacia el otro que sólo vemos en el Soleil, y que resul-
ta tan cálido al corazón. Un gato negro salta sobre las mesas. Ariane
Mnouchkine ya está terminando una reunión, me hace gestos de
que la espere unos minutos en el comedor de al lado. Ya están todos
presentes, de pie, alrededor de ella, escuchando concentrados. Ella
pauta asuntos técnicos con su voz fuerte, cantarina, pero que no
admite réplicas.

Fabienne Pascaud: ¿Cuáles son esas leyes del Théâtre du Soleil


que usted evoca permanentemente?
Ariane Mnouchkine: Recordar siempre que utilizamos dinero
público, y respetar ese dinero público. Eso no quiere decir solamen-
te evitar el despilfarro, apagar luces, etcétera. Desgraciadamente,
hay que repetirlo día tras día. No existen muchas empresas peque-
ñas o medianas que reciban 1.174.000 euros del Estado cada año,
con los que pagan el salario de setenta y cinco obreros cuatro meses
sobre doce. Ahora bien, nosotros cobramos una subvención anual
de 1.174.000 euros. E incluso si no nos alcanza –no nos han au-
mentado desde el 2000–* viene del tesoro público, del dinero públi-
co, por lo tanto de los ciudadanos, muchos de los cuales no van
jamás al teatro. Entonces, si un asalariado del Soleil, yo o cualquier
otro (a), llega tarde, o no trabaja suficiente, es a costa de la “comu-
nidad nacional”. Pensar en eso, pensarlo con sinceridad, conlleva
necesariamente exigencias. Los jóvenes actores que llegan al Soleil

* El Théâtre du Soleil fue recientemente informado de que el Ministerio de Cultura


aumentará su subvención para el año 2005 en 250.000 euros.

127
hoy desean esa exigencia. Hace veinte años entraban sin tener muy
claro qué les esperaba. Ahora vienen también para estar bajo la ley.
–¿Y las otras leyes?
–Hacer todo para que lo necesario al trabajo artístico esté siem-
pre presente. El espacio. El tiempo. Sobre todo el tiempo. Un techo.
Un poco de calefacción. Luz. El salario del que hablábamos. Y mu-
cho, mucho afecto, amistad, amor, deseo. Entusiasmo. ¡Servir al
teatro! Cada uno debe dar lo mejor de sí mismo. También para eso
hay que permitirle dar lo mejor de sí mismo. Hay veces que resulta
cruel. De repente un joven nuevo, recién llegado, tiene a veces esa
gracia que alguno de sus mayores parece haber perdido. Es inevita-
ble. Hay que recordar que nadie nos obliga a estar en este oficio.
–¿Ese dinero público la obliga a hacer teatro “popular”, término
tan desacreditado actualmente?
–Pero yo reivindico ese término. Y si me sintiera con derecho –no
me lo permito porque le pertenece a Vilar– lo pondría en nuestra
fachada: “Teatro Popular”. No “Teatro Nacional Popular”, sólo “Tea-
tro Popular”. Es decir, hermoso, legible, emocionante, que enseñe y
cuente cosas importantes. ¡Lo más hermoso para todos!
–¿Cómo se hace para entrar al Soleil?
–Generalmente hacemos un taller. Pero el taller no está hecho
para contratar o ser contratado. Es sólo para trabajar. ¿Cómo se
entra? No sé. ¿Nos dan ganas de pasar un tiempo de vida con esta
persona? ¿Tiene imaginación? ¿En escena y en la vida? ¿Tiene hu-
mor? ¿Es buena persona, tiene una buena mirada, escucha, es
mínimamente amable? ¿Podremos soportar comer teniéndola en-
frente durante años? ¿Es inquieta, sensible, puede ser sensibiliza-
da, o ya está “estructurada”? ¿Tiene ansias de aprender? ¿Es aven-
turera? ¿Valiente? ¿Divertida? ¿T iene un algo más que
ofrecer?¿Tendrá un mundo para ofrecer al teatro algún día?
–¿Cómo se desarrollan los talleres en el Soleil? ¿Cuánto hace que
existen?
–Empezamos para los Shakespeare y organizamos una docena
desde 1979. Pero esos talleres gratuitos nos cuestan caros.
–¿Por qué son gratuitos?
–En principio, la gratuidad me da el derecho de mandar al diablo
a los talleristas a los que no puedo aportar nada o que tienen un
mal comportamiento. Porque en eso también hay leyes: no se fuma,
se llega puntual, se es amable, no se anda a los codazos, se ayudan
unos a otros, y se busca al teatro con toda el alma, con todas las
fuerzas. Sin ofenderse ni encapricharse si durante un tiempo –a

128
veces tanto tiempo– no se nos brinda. Además, la gratuidad es una
novedad para ellos. En otros lados, demasiado a menudo, les sacan
todo el dinero que pueden. Acá saben que por un lado es un regalo
de la colectividad, y por otro del Soleil. Porque tener este lugar ma-
ravilloso, en parte subvencionado por el Estado, nos impone debe-
res. Imaginen si todos los teatros hicieran eso, cuántos lugares ten-
drían los actores para trabajar, para entrenar. ¿Qué le impide a la
Comédie Française o a tantos otros establecimientos poderosos ha-
cer un taller amplio y gratuito por año?
–¿Pero esos talleres no correrían el riesgo de multiplicar excesiva-
mente las ganas de hacer teatro, en tanto que la oferta de trabajo es
inevitablemente reducida?
–Si los que sienten ese deseo prueban que son verdaderos acto-
res, yo no me opongo. Pero es un oficio terrible, lleno de dudas, de
agujeros negros, de renunciamientos. Habría que inscribir en todas
las puertas de las salas de ensayo para los actores y para los direc-
tores: “Si temes sufrir, no entres”. Además, siempre empiezo los
talleres diciendo: “¡Éste no es un taller para alentarlos!”.
–¿Cuánto dura un taller?
–Dos semanas como mínimo, con dos meses para organizarlo.
Ésa es la razón por la que no los hago tan seguido. Primero convo-
camos a los mil quinientos o dos mil candidatos que nos escribie-
ron. Los veo a todos y con la ayuda de Duccio, de Juliana, de
Delphine, Maurice, y en particular de Maitreyi, elijo… ¡demasiados!
Para un taller es imposible ser implacable o totalmente justa. Me
sensibilizo demasiado con sus deseos y sus necesidades.
–¿Al inicio, les da un tema para trabajar?
–Sólo para decir que hay un tema. La guerra, el viaje, el exilio, el
teatro. Un concurso de teatro en Venecia en el XVII. E improvisa-
mos. Si el taller fue bueno, conservo a una pequeña parte de ellos, a
los mejores, y agrego unos días de trabajo y entonces, a veces, abor-
damos textos clásicos: Marivaux, Shakespeare, Molière…
–¿Qué busca inculcarles en esos talleres?, donde dicen que cada
mañana comienza diciendo: “¿Quién quiere hacer un poco de teatro
conmigo?”.
–No todas las mañanas. ¿Qué tratamos de enseñar? Que no hay
recetas, pero hay leyes. Escuchar –todo viene del otro–, recibir an-
tes de hacer cualquier cosa, además no hacer nada jamás, no in-
ventar.
Y algunas reglas muy simples. Por ejemplo: darle al personaje un
alma completa, que pueda ser en un momento Einstein, o

129
Desdémona, o un bebé, o la reina de Inglaterra, no dar irremedia-
blemente las cosas por sabidas antes de entrar a escena; no prejuz-
gar al personaje. Tampoco componerlo, más bien desplegar cada
pasión, buscar lo pequeño para encontrar lo grande: Dios está en
los detalles.* Encontrar el estado, el sentimiento, como decía Jouvet.
Escuchar las noticias que nos llegan desde el interior, como dice
Esquilo. Escuchar las noticias que llegan desde el interior del otro.
No adornar. Saber que no hay movimiento sin detención, ir de una
inmovilidad a otra, como los bailarines que se detienen hasta en el
aire, ¡obsérvenlos! No hay música sin silencio. Ni fuerza sin calma.
No hay océano que no tenga el límite de la orilla. Escuchar. Todo es
verdad, todo sucede en el instante mismo, nunca después, nunca
antes, actuar en el presente, una sola cosa a la vez. Olvidarse com-
pletamente del estado que precedió para poder actuar el presente.
Escuchar. Saber abandonar, abandonarse a la versatilidad de los
estados. Escuchar. Ver lo que pasa en uno mismo, sí, pero también
verse en la Historia, no permitir jamás que la imaginación se cierre.
El taller es hermoso cuando todos descubrimos, oímos lo que siem-
pre estuvo ahí. Oculto tras la confusión.
Y por supuesto disciplina, trabajo, economía, nada de avaricia.
La economía, es no hacer lo que es inútil, en cuanto a desplaza-
mientos, gestos, palabras. La avaricia es contentarse con un vacío
seco, no hacer el esfuerzo por encontrar en el interior de uno ese
vacío fértil, lleno de virtualidades.
–¿Cómo se consigue ese vacío?
–Olvidándose de uno mismo. Dejando de lado una gran porción
de uno mismo. Algunos pueden. Otros no. Las herramientas: la
máscara, las marionetas, ayudan a conseguirlo.
–Como en los suntuosos Tambours sur la digue, que dirigió en
1999, sobre un texto de Hélène Cixous: Pieza antigua para marione-
tas actuada por actores, era el subtítulo del espectáculo. Los actores
esta vez actuaban directamente el papel de marionetas, ellos mismos
eran manipulados por hombres vestidos de negro…
–El tema del espectáculo surgió a raíz de unas inundaciones
recientes, pero habituales en China. El ejército chino había hecho
saltar los diques para salvar un pueblo como lo hace casi siempre,
pero esta vez, sin previo aviso. Los campesinos de los alrededores,
creyendo que el ejército estaba ahí para reforzar los diques, no sos-

* Cita atribuida a Flaubert.

130
pecharon nada y el agua se los llevó. ¿Entre qué había que elegir,
qué había que sacrificar y en nombre de qué: ciudadanos, campesi-
nos? Le cuento a Hélène y le doy como “apoyo” la idea de un viejo
manuscrito chino del siglo XIV, del famoso poeta Si Xouh. Ese ma-
nuscrito fue encontrado milagrosamente en Moscú, y trata ese tema.
Habitualmente; busco darles alguna herramienta a los actores para
salvarlos, salvarnos, de lo psicológico, del realismo, del naturalismo.
A veces encuentro una buena herramienta enseguida. Pero no
siempre. En Tambours, desde el primer día, di la idea de las mario-
netas, las mismas que estudiaban –por no decir copiaban– los anti-
guos actores chinos y japoneses, porque ellos bien sabían que de-
bían transfigurar lo real. Pero hacer que los actores actuaran de
marionetas… No estaba segura de que fuera a quedar. Ahora bien,
no solamente quedaron, sino que además gracias a la audacia de
algunos como Duccio Bellugi y de Vincent Mangado, su “manipula-
dor”, y gracias también al coraje físico de todos, rápidamente am-
plificamos y radicalizamos la forma.
–¿Cómo sabe que una herramienta es buena, que sirve?
–Cuando entusiasma y sirve de inspiración a los actores y actri-
ces locomotoras, a los que exploran, a los que llevan el espectáculo.
Pero otros, frente a esa misma herramienta se achican. Y eso es
cruel.
–¿Cómo vive desde el punto de vista humano que haya que sacri-
ficar a algunos?
–Bien no. Pero ya no me sublevo. Hay quienes se niegan a admi-
tir que no alcanzan el nivel, no aprenden la lección, se van y está
bien. Pero otros, que hicieron cosas magníficas en espectáculos
anteriores, muchas veces se bloquean. De golpe. Eso lo vivo muy
mal. Me revuelco por el piso, intento explicar que esas cosas pueden
pasar, que no hay por qué irse por eso. Los que me escuchan se
quedan al servicio del espectáculo, pasan al equipo técnico o ayu-
dan a Jean-Jacques con la música y aprenden. Esos, por lo general,
se desquitan con el espectáculo siguiente.
–¿Se puede progresar?
–Por supuesto que se puede progresar. Se debe progresar.
–¿Tambours sur la digue debía ser una gran prueba física para
los actores?
–Sí. Se necesitaba constantemente pasar de una inmovilidad a
otra y siempre con desplazamientos oblicuos, ya que debíamos dar
la impresión que estaban por encima del nivel del piso, que volaban.
Había momentos en que no podían más. Pero de repente lograban

131
olvidarse y entonces encontraban el placer. Porque es un placer
sublime, a pesar de todo.
–¿Y usted llega a olvidarse con facilidad?
–Durante los ensayos, sí. Si no me olvidara, sería una pena, con
todo lo que recibo…
–Volvamos a los talleres. De ellos selecciona a los actores del Soleil.
–La mayoría de los actores que tenemos actualmente, sí.
–Y siguiendo la leyenda del Soleil todos se turnan para las tareas
materiales, cocina, limpieza general, barrer, limpiar las duchas, los
baños…
–Sí.
–¿Con alegría?
–No siempre. Sobre todo en lo referido a la limpieza. Hay momen-
tos en que la tarea se realiza con entusiasmo, y otros sin. Pero si no
lo hacemos nosotros, ¿quién?
–Algunos actores podrían decir: yo soy un artista, estoy perdiendo
el tiempo haciendo tareas de este tipo en lugar de estar leyendo, es-
tudiando para hacer mi personaje, descansando para concentrarme.
¿Qué responde a eso?
–¡Shhh! ¡Por favor! De todas maneras, no hay que exagerar, no es
Sing-Sing. Y además los miembros del Soleil también adquieren
derechos, no se exige lo mismo a alguien de sesenta años que a
alguien de veinte. De a poco, cuando uno ya hace veinte años que
está, y está cansado, se van logrando pequeños privilegios, algunos
derechos…
Pero no puedo imaginarme a un hombre o una mujer de teatro
que no aceptaran algún tipo de incomodidad. El teatro es un barco
y un actor no es un pasajero del barco. Es de la tripulación. Los
pasajeros son los espectadores.
–¿Cómo es una jornada típica en el Soleil durante los ensayos?
–¿En el momento crucial? ¿Grosso modo? De 8.30 a 20.30. Siem-
pre nos dejamos un mínimo de doce horas de pausa, salvo raras
excepciones. Al principio hacemos cuatro días de doce horas, des-
pués cinco días, a veces un poco menos largos. Es eso. Los actores
se preparan de mañana, encuentros, vestuario, maquillajes, etcéte-
ra. Comenzamos el trabajo de ensayo a las 14 horas.
–¿Y durante las funciones?
–Los actores llegan a las 15 horas, para limpiar, calentar, entre-
nar hasta la entrada de los espectadores a las 18.30. El espectáculo
empieza a las 19.30, y termina hacia las 22.30. ¡Pero están también
las funciones integrales! Sábados y domingos. Esos días estamos
en el teatro desde las 9 hasta las 20horas.

132
–¿El actor más viejo cuántos años tiene?
–Cincuenta y cinco. Algunos tienen quince, veinte años en el elen-
co, algunos viejos integrantes vuelven. No soy la única encargada
de asegurar la continuidad.
–¿El elenco no se rejuveneció?
–¡Siempre fue joven! Por suerte, si todos tuvieran mi edad, sesen-
ta y cinco años, haríamos Les Burgraves.* Ahora tenemos un buen
abanico de edades. La más vieja soy yo.
–¿Cuántas nacionalidades diferentes hay en el Soleil? Parecería
que hay cada vez más actores venidos de todos los rincones del
mundo.
–En este momento se hablan veintidós idiomas y hay treinta y
cinco nacionalidades. Por supuesto, el tema de Le Dernier
Caravansérail no salió de la nada. Pero desde 1789, en 1970, co-
menzamos a trabajar con actores venidos de todos lados. No pode-
mos pretender sentir interés en el mundo, en la Historia y no sentir
curiosidad por las tradiciones en la cultura del otro. Pero tenemos
una ley, y es que se hable francés. Incluso entre los extranjeros,
cuando veo durante el trabajo que comienzan a hablarse entre ellos
en su idioma, yo protesto.
Esas mezclas, esas voces, esos acentos crean una música en el
escenario. ¿Juego con eso? En todo caso me resulta indispensable.
Llego hasta decir: “Cuidado, es demasiado franco-francés.” O: “No
actúen a la francesa”. Actuar a la francesa es querer parecer más
inteligente que el compañero de escena. Además, hay que animarse
a parecer tonto en escena, para ser verdadero. Por lo tanto, sí, no
imagino más al Soleil sin toda esa mezcla de acentos. Y, además, no
les pedimos el pasaporte a los que llegan a nuestra casa. Y de todas
formas, hay franceses en el Soleil. Hay muchos.
–¿Necesita ese mestizaje?
–Necesito esa riqueza. No me gusta el término mestizaje, se lo
usa de cualquier manera. Lo veo como una sopa, donde todos se
han vuelto iguales.
Lo que me gusta, es el arca. Hoy más que nunca el Soleil es un
arca pequeña.
–Y donde hay cada vez más cantidad de gente…
–Sí. Es un riesgo. Éramos cincuenta y cinco en 1970, en la época
de 1789. Hoy somos setenta y cinco asalariados, y la mitad son

* N. de T.: Oscuro drama de Víctor Hugo, escrito en 1843. Sus personajes principales
son ancianos augustos, con el emperador Barbaroja como jefe.

133
actores. Me dicen que es demasiado. Para Le Dernier Caravansérail,
presentía que iba a necesitar mucha gente. Por lo tanto, tendía a
decir: “¡Vamos! Cuando hay para diez hay para veinte”. Sin embar-
go, ¡no siempre hay para ochenta cuando hay para sesenta! Desde
el punto de vista financiero, nuestra masa salarial de 2.455.000
euros está un veinte por ciento por debajo de nuestras posibilidades
razonables. ¿Pero debemos ser siempre razonables?
Nuestras entradas están destinadas íntegramente a pagar sala-
rios y cargas sociales. El resultado es paradójico: actuar para una
sala llena hasta el tope nos cuesta dinero. Lamentablemente, no
somos los únicos que conocemos esa paradoja.
–Sin embargo, los salarios del Soleil son modestos: 1.677 euros
netos para todo el mundo, incluida usted, y 1.296 euros para los
recién reclutados. ¿Pero ese salario igual para todos, no es paradóji-
camente injusto? ¿Que un actor de cincuenta años, o el encargado de
la administración, o el responsable de comunicaciones, que están
desde hace veinte años, cobren lo mismo que un actor o un cocinero
de veinte años?
–¿Cómo tratar la antigüedad? De otra manera. Como le decía, los
más viejos tienen pequeños privilegios. Se les evitan ciertas tareas.
En la giras, consiguen más fácilmente habitaciones individuales en
los hoteles. Hubo, incluso, largos viajes por avión en los que los más
viejos tuvieron lugares en primera.
–Pero no están todo el tiempo de gira…
–Entonces es injusto, es verdad. Pero es lo menos injusto. Como
la democracia, que es el sistema menos malo. Incluso los miembros
del grupo que son “víctimas” de esta igualdad no aceptarían que se
abandonara ese principio, yo lo sé. La igualdad en salarios es la
condición para la igualdad en responsabilidades. En el Soleil los
que no las asumen (y algunos hay) se cuentan con los dedos.
–¿Así que asumir responsabilidades, es decir complicarse la vida,
no les reporta un solo euro más? ¡Está haciendo una apuesta por la
utopía por encima de la naturaleza humana! ¡O trabaja con santos!
–Sí, es una utopía. Sí, hice una apuesta pero apuestas de ese
orden son necesarias. Incluso si el Soleil desapareciera mañana.
¿Conoce muchos elencos que hayan durado cuarenta años? Una
utopía que dura cuarenta años, es ya una realidad, ¿no?
–¿Y si un actor en plena madurez artística abandona el elenco
porque no le pagan suficiente?
–Eso pasó, lo admito. Pero en estos casos, no fue por la igualdad
de los salarios sino por lo modesto de los salarios. No subestimemos
a la gente. Los actores no se van porque tengan un salario igualita-

134
rio sino porque no les resulta suficiente tener un salario tan peque-
ño. Jamás pretendí que quienes trabajan aquí no puedan ganar
mejor en otros lados.
–Entonces, en realidad su único lujo en el trabajo es el tiempo:
poder ensayar hasta ocho meses para un espectáculo.
–Sí. En fin, es el lujo que nos pagamos. El tiempo. Se necesita
tiempo para que la verdad, la simplicidad se hagan carne. Se nece-
sita tiempo para abandonar las malas ideas, y Dios sabe que las
hay, limpiar, sacar los adornos, etcétera.
–Usted parece negarse muchas veces a encarar el enfrentar los
problemas de dinero. Como si realmente no importaran. Sin embargo,
no dudó en vender su antigua casa en Chatou para pagar las deudas
del Théâtre du Soleil.
–¡No vendí mi casa solamente por eso! Pero es cierto que el dinero
de mi casa vino a parar al Soleil por un tiempo. Unos años después
me lo pudieron devolver, y compré la casa donde vivo actualmente.
¿Cree realmente que eso puede interesarle a la gente?
–Sí. Que sea capaz de hacer esos sacrificios personales para man-
tener vivo al elenco, que eso no le pese…
–¡Pero no son sacrificios! Pagaría para hacer este oficio. Enton-
ces de alguna manera, pago. Y estoy feliz de vivir en un país que no
es el peor de los países, y en el cual los dioses del teatro quisieron
otorgarnos la Cartoucherie, nuestra magnífica casa. No es porque
en este momento estemos apretados, y no lleguemos del todo, que
hay que quejarse. Yo hice exactamente lo que quise, como quise y
sobre todo con quien quise. Por supuesto tuve mis tristezas. Se fue-
ron algunos, con los que creía que iba a trabajar toda mi vida. Pero
imaginar que se fueron solamente por la falta de dinero sería insul-
tarlos. Prefiero pensar que tuvieron otros sueños. Cómo reprochar-
les que quisieran algo más grande, más variado, tal vez un mejor
director. Puedo estar celosa, estoy celosa, pero no puedo sentir ren-
cor. Uno se aleja del Théâtre du Soleil cuando ya no le alcanza.
Equivocado o no, eso es otra historia.
–¿Ningún arrepentimiento?
–No, ninguno. Estamos acá, en pleno bosque de Vincennes, es
maravilloso. Gastamos mucha energía quejándonos en lugar de ac-
tuar. Pero voy a reclamar –eso es otra cosa– voy a reclamar.
Y, en primer lugar, decir otra vez que si la izquierda, cuando llegó
al poder en 1981, no hubiera duplicado nuestra subvención, no
existiríamos más probablemente. Lo recuerdo porque se dice dema-
siado a menudo: la izquierda, la derecha, es lo mismo. No, no es lo
mismo.

135
Decimoquinto encuentro

EL SOLEIL CUMPLE CUARENTA AÑOS


Cartoucherie, domingo 23 de mayo de 2004, 19 horas

Dentro de seis días, el 29 de mayo, el Théâtre du Soleil tendrá cua-


renta años. Pero Ariane Mnouchkine no se acuerda exactamente de
la fecha. Organizó un brindis hoy de tarde en la Cartoucherie. No
habrá una gran fiesta. Uno de los miembros del Soleil acaba de
morir, era de Camboya, había conocido el infierno de los Khmers
rojo. El elenco está triste. Pero Simón Abkarian está aquí y Myriam
Azencot y Juliana Carneiro da Cunha y el escenográfo Guy-Claude
François y la fotógrafa Martine Franck… Ariane, muy emocionada,
murmura en voz baja algunas palabras para agradecer a todo el
mundo el haber compartido la aventura de su vida, que se pasó
como un relámpago, dice. Invitó también a algunos jóvenes actores
sirios que están actualmente haciendo una pasantía en el Soleil.
Solamente los más fieles están ahí, en esa oficinita donde se hacen
las reservaciones y se acumulan libros, afiches, programas, entran-
do a mano izquierda en la Cartoucherie.

Fabienne Pascaud: ¿El haber encontrado este lugar mágico, la


Cartoucherie, en 1970 significó un inmenso triunfo para el Théâtre du
Soleil?
Ariane Mnouchkine: ¡Un milagro! La Cartoucherie es una de las
mayores bendiciones del Théâtre du Soleil. Originalmente, fue un
lugar construido por Napoleón III para fabricar cartuchos. Es un
lugar adecuado para la creación, a la vez inmenso, y no tan inmen-
so, un poco lejos, pero no demasiado. Aquí podemos preservarnos
de los rumores verdaderos y falsos. Y ver el cielo todos los días, los
pájaros que pasan, que se van hacia África, que vuelven. Mucha
gente vino aquí también para encontrar un refugio.
–¿Cómo descubrió este lugar?
–En agosto de 1970, Christian Dupavillon, apasionado por todo
lo que es patrimonio arquitectónico, me comenta que Michel Debré,
ministro de Defensa Nacional, está devolviendo algunos bienes del

136
ejército a sus antiguos propietarios. Entre ellos, la Cartoucherie de
Vincennes a la ciudad de París. Christian es el primero en pronun-
ciar la palabra mágica: “Cartoucherie”.
Me voy a visitar el lugar. ¡Milagro! Es más de lo que nunca hubié-
ramos soñado. Mucho más. Había un soldadito barriendo. Era el
último. Iba a cerrar esa noche. Llamé por teléfono a los demás. Y
ocupamos el lugar. Me fui corriendo a la alcaldía a ver a Janine
Alexandre-Debray, encargada de informar el estado de cuentas en
el Concejo de París, le explico de qué se trata y le pido autorización
para instalarnos legalmente en nuestro reino, ya conquistado de
hecho: “Pero querida mía, yo no tengo ningún poder. Bueno, vamos
a ver”. Saca una hoja con una banderita roja, azul y blanca encima:
“Autorizo a la señora Ariane Mnouchkine a utilizar la Cartoucherie,
para sus ensayos”, y me confirma que eso no tiene ningún valor,
pero que si parezco segura presentando ese papel quizás pueda
impresionar a la gente. Nos instalamos entonces sin verdadera au-
torización en los locales vacíos. En aquella época, todavía no existía
la figura de intendente en París. Sólo había un síndico. Una autén-
tica mafia. Cuando llegaba gente en unos autos enormes con el pro-
yecto de destruirlo todo, yo sacaba mi papelito con la banderita
roja, azul y blanca. “No, no. Nosotros ensayamos aquí. Miren este
papel, es la autorización de la administración.” Confundidos, los
autos enormes daban media vuelta. Enseguida depositamos el al-
quiler frente a un escribano público, para demostrar que queríamos
quedarnos legalmente, y mucho más tarde, muchos años más tar-
de, después de muchas amenazas de expulsión, obtuvimos un con-
trato de arrendamiento de tres años a cambio de la módica suma de
mil quinientos francos por trimestre. Después de nosotros llegó Jean-
Marie Serreau,* quien desgraciadamente falleció poco después. En-
seguida surgió el Théâtre de L’epée de Bois. Jean-Louis Barrault**
se eligió para él uno de los galpones. Así nació el Théâtre du

* Jean-Marie Serreau (1915-1973). Antes de fundar el Théâtre de la Tempête, dirige


entre 1950 y 1954 el célebre Théâtre de Babylone donde estrena varios autores
contemporáneos. Serreau fue uno de los primeros en poner en escena a Brecht
en Francia, en divulgar a Adamov, a Beckett, a Ionesco, a Vinaver, y en luchar
por el reconocimiento de otras culturas, de otras lenguas, desde Kateb Yacine a
Aimé Césaire.
** Jean-Louis Barrault (1910 -1994). Alumno de Charles Dullin, discípulo de Antonin
Artaud, se orienta primero hacia un teatro “total”, abierto a todos los modos de
expresión. Fue esencial su encuentro con el dramaturgo Paul Claudel. Dirige el
Odéon-Théâtre de France de 1959 a 1968. En 1972 Se instala en la estación de
Orsay y luego, en 1981, en el Théâtre du Rond Point .

137
Chaudron; y el pintor Jean Dubuffet que no me cayó nada simpáti-
co, instaló ahí un taller de escultura donde hacía trabajar a sus
asistentes. Después apareció el Théâtre de l’Aquarium.
–¿Qué le pareció la Cartoucherie en esa primera visita?
–¡Un lugar de una familiaridad grandiosa! ¡De una humildad
majestuosa! Como fuimos los primeros en llegar al lugar, pude ele-
gir el galpón más grande con una nave doble, separada por colum-
nas. Me gustó enseguida esta casa inmensa sin demasiado confort,
sin demasiadas divisiones. A lo largo de los años en realidad hici-
mos pocas divisiones. La cocina, y la despensa enfrente para las
provisiones; en el fondo, un local para la electricidad. Y la caldera.
En una palabra, todo lo relacionado con la seguridad y la higiene.
En una parte que ya existía, instalamos los baños, y enfrente, más
tarde, construimos las duchas. Todas las otras salas son abiertas.
–Con un gusto monacal por la ausencia de confort…
–¿Ausencia de confort? No. Hay lo que tiene que haber. Tiene que
ser confortable para el público. Y para nosotros, debe ser práctico,
protector y agradable. Pero no necesito un teatro que se parezca a
un gran hotel. Eso anquilosa. ¡Y además la moquette tiende a me-
terse en la cabeza!
–Usted es una de las primeras, en Francia, que buscó trabajar en
grandes espacios. En aquella época, a la mayoría de los grupos de
teatro no les interesaba. ¿Por qué esas ganas?
–Eran ganas de asambleas, de lugares de culto, de comunión, de
visiones, de sueños colectivos, de proyectos colectivos. Originalmente,
no pensábamos actuar ahí, en el medio del bosque. Pero después de
haber estrenado 1789 en el Piccolo Teatro de Milán, gracias a Paolo
Grassi, volvimos ¡y nadie nos invitó a actuar en ningún lado! Enton-
ces decidimos arreglar la sala para recibir al público. Era urgente,
lo hicimos en tres semanas. Era espartano. Durante las primeras
funciones, en diciembre hacía un frío polar en la sala. Y afuera se-
guía siendo un gran terreno lleno de barro. Todavía me acuerdo de
un señor muy elegante que llegando para ver el espectáculo le pidió
disculpas a su compañera: “Querida, a que lugar siniestro y peligro-
so te traje”.
–¿La propia arquitectura de la Cartoucherie influenció la concep-
ción de los espectáculos?
–Sí. Con sus dificultades. Un techo alto que no es finalmente tan
alto y que nos condujo ya, desde el segundo espectáculo, 1793, a
utilizar esta iluminación que da un efecto de cielo y sensación de
altura.

138
–Comparado al de 1789, 1793, L’Age d’or o Mefisto –hace treinta
años o más– el espacio escénico de sus últimas creaciones es, sin
embargo menos importante, menos inventivo, más frontal. ¿Esa parte
de la puesta en escena le interesa menos?
–Es verdad que por el momento ya no tengo necesidad de pasear
a la gente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. El espec-
táculo los pasea lo suficiente en el interior, creo. Los espacios múl-
tiples son pulsiones de juventud a las que hay que obedecer pero,
cuando uno madura, tiene ganas de profundizar, de concentrarse,
de focalizar, de enmarcar.
–Una parte de la memoria del Théâtre du Soleil es también la de-
cena de espectáculos-monólogos que ha hecho –con un gran éxito de
público– Philippe Caubère, un antiguo miembro del elenco. Él la pinta
como un ogro ¿se reconoce en ese retrato?
–No fui a ver esos espectáculos. No tenía ganas de enojarme.
Algunos me dijeron que era un espectáculo hecho con amor, otros
no sintieron lo mismo, entonces preferí mantenerme alejada.
–La imagen que da es la de una madre tiránica. ¿Se le sigue pare-
ciendo ahora después de cuarenta años?
–No voy a responder a la parte misógina de su pregunta. En cuanto
a lo de madre, creo, en primer lugar que un grupo tiene a menudo
una estructura maternal. Aunque sea un hombre que lo dirige y
después de todo ¿qué hay de malo en eso? De todas maneras, es
una curiosa mezcla, frente a algunos me siento maternal y, sin em-
bargo, al cabo de algunos años de presencia, incluso treinta años de
diferencia de edad no cuentan más. Le hablo a un hombre o a una
mujer de treinta años como si hablara a mi hermano o a mi herma-
na. Las preocupaciones, las dudas, las inquietudes, las penas, todo
se intercambia cuando la experiencia vivida es la misma desde hace
más de tres, cuatro, diez años.
–¿Cuarenta años después sigue estando visceralmente unida al
Soleil?
–Tenemos aquí algunos principios a los que adhiero; el día en
que ya no sean aceptados, por más que grite ya no podré hacer
nada. Entonces me iré. No soy prisionera. Si tuviera delante de mí,
en lugar de tener a mis muy queridos amigos aquí desde hace mu-
cho tiempo, más algunos nuevos, jóvenes, locos entusiastas, si tu-
viera delante mío un universo como sospecho debe ser a menudo
afuera –un mundo de sequedad y de horarios– entonces me iría. Mi
única arma es la renuncia, siempre posible. Pero si me voy un día
será después de haberme dicho: el Soleil existe desde hace cuarenta

139
años, hoy ya no tengo la fuerza para estar todos los días en la curva
ascendente. Porque todos tenemos una pendiente y cada mañana
hay que decidir: ¿la subo o la bajo? Alguien que dirige es alguien
que debe siempre arreglárselas para subir la pendiente. Y también,
es alguien que une. Y hasta ahora, creo que supe unir.
–¿En torno a qué?
–Al teatro. A la utilidad del teatro. A la utilidad civilizadora del
teatro. Al poder educador del teatro. Al poder de nutrir del teatro. Al
poder progresista del teatro. Incluso si es frágil. Hay que hacerle la
resistencia al diablo. Y a veces no ser popular. Diablo, quiere decir
división. Esa es la etimología de la palabra diablo: aquel que hace
dos ahí donde había uno. A veces es mejor unir en contra suyo
antes que desunir. Hay que tener ese coraje.
–¿Eso le pasó alguna vez?
–¡No a propósito!, pero eso se produjo algunas veces. Pero, por lo
menos, seguían unidos.
–¿Es eso una prueba de coraje, de abnegación, de devoción abso-
luta?
–¡Nunca tuve la impresión de ser “devota” sino de haber vivido
una aventura extraordinaria! Un elenco estable es una de las últi-
mas aventuras humanas que uno puede todavía vivir. Es como una
gran expedición exploratoria del siglo XVIII o del siglo XIX. No niego
que es cansador. Muy cansador. Como toda aventura.
–Hagamos una retrospectiva, ya que hoy usted celebra entre ami-
gos: ¿Cómo han sido estos cuarenta años en el Soleil?
–¡Se han pasado volando!
–Corriendo el riesgo de hacerla enojar, lo sé bien, hice alusión a
Philippe Caubère… ¿Entre los actores que abandonaron el Soleil, cua-
les le dejaron más recuerdos?
–Corro el riesgo de herir mencionando, injustamente, tal o cual.
Usted habla de Philippe Caubère –no voy a negar su inmenso talen-
to, ni tampoco que lo quise mucho–, Philippe resultaba esencial en
el escenario y fue mi amigo. Pero no estuvo con nosotros tanto tiem-
po. Vino para el estreno de 1793 y el reestreno de 1789, hizo L’Age
d’or, actuó el papel de Molière en la película Molière, y después se
fue.
–¿Fue muy doloroso?
–Sí. Muy doloroso. Pero quédese tranquila, todo pasa. Otros su-
pieron irse sin que nos hayamos enojado. Gérard Hardy, por ejem-
plo. Era un actor que se encargaba del público antes de que viniera
Liliana. Tenía una enorme fuerza de trabajo, una gran convicción

140
para salir a buscar al público, motivarlo, engancharlo, ponerlo en
marcha. Ahí sí, hace falta devoción, abnegación. Gérard fue un pi-
lar. Y siguió siendo amigo. Otras partidas fueron mucho más dolo-
rosas, Georges Bigot, Simon Abkarian. Esos actores habían nacido
en el Soleil. Entonces pensé que seguiríamos juntos toda la vida. Me
equivoqué. Pero seguimos siendo amigos.
–¿A quién citaría como colaboradores claves del Soleil en estos
cuarenta años?
–En el terreno artístico, y entre los que nunca abandonaron el
barco, citemos en orden de aparición: Guy-Claude François, Erhard
Stiefel, Jean-Jacques Lemêtre, Hélène Cixous. Vamos a tener que
hablar de los colaboradores claves en los terrenos técnico y admi-
nistrativo. Pero empecemos por Guy-Claude, nuestro escenógrafo.
Nos conocimos en el Théâtre Recamier. Era el jefe de los maquinis-
tas cuando hicimos El capitán Fracasse en 1965. Un fracaso total.
Era buenmozo, elegante, y muy sabio ya. Trabajó con nosotros en
1968 en Sueño de una noche de verano, como director técnico. Has-
ta 1793, era Roberto Moscoso quien diseñaba las escenografías. Guy-
Claude lo reemplazó a partir de ese momento en L’Age d’or y, en
1977, en Molière.
–¿Cómo trabaja con él?
–Tengo la suerte de trabajar con seres a quienes se les puede
pedir todo. Que nunca me van a decir: “Pero por favor, Ariane, eso
es imposible”. Si lo hubiesen hecho me hubiera apagado. Cuando
pido algo a Guy-Claude, nunca me lo niega, pero propone algo me-
jor, más loco, más difícil. Y después, de a poco, juntos, entre los
dos, simplificamos. Hasta lograr un espacio que, aparentemente,
está vacío. Es decir, ese famoso vacío de matriz del que hablo siem-
pre. Guy-Claude es capaz de darnos ese vacío. En los Shakespeare,
había sólo una alfombra de coco y cintas negras. No había nada.
Algunas sedas a lo lejos. Hoy, el escenario de Le Dernier Caravansérail
también está totalmente vacío. Se ve a lo lejos una seda y cuatro
pequeños teloncitos de seda. Sacando Los pequeños burgueses, donde
había muebles, nunca hubo en nuestros espectáculos algo más que
un espacio vacío. Que se habita, se puebla y se despuebla.
–¿Por qué ese vacío?
–La imaginación del público va a llenarlo. El público, ese gran
director, ese que da el toque final. Un director de teatro debe saber
lo que yo, público –yo: ojos, yo: orejas, yo: piel, yo: corazón, yo:
vientre, yo: carne, yo: sentidos, yo: sensualidad, yo: inteligencia–,
no necesito.

141
–¿Por ejemplo?
–No deben atiborrarme ni de palabras, ni de imágenes, ni de
utilería, ni de muebles. Nunca me voy a olvidar de la reflexión de
una niñita en Noche de reyes: “Ah, qué suerte en este teatro no hay
muebles. Cuando no hay muebles, los actores se ven bien”.
–¿Qué es ese “demasiado”? ¿Qué es lo que distrae?
–El “demasiado” miente por acumulación. Oculta lo esencial,
despista. El “demasiado” reduce la profundidad del campo, la pro-
fundidad del alma. Llena el ojo. Desgraciadamente, uno sucumbe a
menudo. A mí también me pasa. Me doy cuenta después. Me paso el
tiempo sacando cosas. Sin embargo, esta exigencia no debe llevar-
me al acartonamiento o a la sequedad. No puede ser un pretexto
para la avaricia o la pereza. Entonces, desconfío. Me siento cercana
a Copeau quien buscó, durante toda su vida, ese lugar único en el
que se pudiera actuar todo. Cuando Guy-Claude y yo retomamos,
tal cual, el espacio de L’ Indiade para Et soudain des nuits d’éveil,
sentí que no estábamos lejos de ese famoso espacio que podía servir
para todo. El espacio de Tartufo era el mismo que el de La ciudad
perjura, con un poco de junco en las rejas y dos o tres pequeños
cambios. Para los tres Shakespeare también, era la misma esceno-
grafía. Para Les Atrides, el mismo espacio para las cuatro obras. Un
lugar único donde actuar todo, es el más hermoso vacío posible. El
vacío más adecuado, el mejor terreno para la aventura. Un terreno
vago y sublime.
–¿Cuando se trabaja tanto tiempo con alguien como Guy-Claude
François o el músico Jean-Jacques Lemêtre, la relación artística no se
agota?
–No, no se agota, no me aburro de la gente que quiero, con la que
vivo y trabajo. Los espero y los vuelvo a descubrir todos los días; o
bien muy rápidamente no trabajo más con ellos. También puede
ocurrir que para alguno de ellos no haya suficiente trabajo para
satisfacer todos sus sueños. Guy-Claude, por ejemplo, tenía ganas
de hacer más de una escenografía por año, de construir otros tea-
tros. Es, de hecho, uno de los pocos grandes colaboradores del Soleil
que trabaja a la vez con nosotros y afuera.
–¿Y la relación con Jean-Jacques Lemêtre con quien trabaja desde
Mefisto, es decir desde hace veinticinco años?
–Yo ya había trabajado con músicos que quiero mucho, la familia
Lasry, pero se fueron de Francia a vivir en Israel. Me puse a buscar.
Una amiga, Françoise Berge me recomendó un profesor de música:
“Ya vas a ver, está completamente loco”. Lo llamo por teléfono, que-

142
damos de encontrarnos en el metro Etoile: “¿Usted cómo es?”, él me
contesta: “¡Magnífico! ¡Grande! Con mucho pelo y mucha barba ¡Es-
pléndido! No puede no verme”. ¿Y sabe una cosa? ¡Era verdad! “¿Po-
dría enseñarle a tocar algunos instrumentos a los actores?”, fue lo
primero que le pregunté. Respuesta: “¿Por qué no? Yo trabajo con
niños mongólicos”. Y, en efecto, les enseñó. Compuso la música de
Mefisto. Todo eso ya estaba bien, pero yo todavía no me había dado
cuenta de que acababa de encontrarme con alguien gracias a quien
iba a poder ahora celebrar todos los días las bodas entre la música
y el teatro. ¡Desde hace veinticinco años ha sido uno de los grandes
encuentros artísticos y amistosos tanto para el Soleil como para mí!
–¿Cómo trabaja él?
–Jean-Jacques llega a las 13 horas, después que nosotros, y se
va a las 12 de la noche como nosotros. Improvisa con nosotros. De
acuerdo a la forma en la que el actor camina, respira, mirando su
espalda, su cara, su ritmo. La música se teje concretamente. Du-
rante los seis meses de ensayo, Jean-Jacques, tal vez, faltó tres
días. De mañana compone en su casa y registra los temas. Y duran-
te el ensayo los va colocando.
–¿Cómo trabajan juntos?
–Nos hacemos señas con los ojos. Le hago mímicas a veces para
mostrarle cuánto me gustan sus propuestas. Rara vez, le hago una
mueca, entonces él me hace un gesto como para que no me preocu-
pe, para decirme que es algo provisorio, que está buscando. Corri-
ge. ¡Su arte nos permite todo! Cuando un director de teatro tiene
buenos actores, es decir actores que creen, aunque sean princi-
piantes, aunque sean torpes, y un verdadero músico de teatro, como
Jean-Jacques está todo hecho. Basta con dar espacio, tener con-
fianza. La música es otro texto, a veces un subtexto, a veces una
onda del texto. La otra onda es el cuerpo del actor.
–Erhard Stiefel le hace las máscaras desde L’Age d’or, en 1975,
evidentemente también es un colaborador esencial.
–Lo conocí un poco antes de Sueño de una noche de verano. Le
había pedido algunos trajes. Había hecho algo muy kitsch, porque
yo quería algo muy kitsch. Más tarde, a través de sus máscaras, me
permitió acceder a un Japón imaginario. Él había estado dos años
allí, con un elenco de teatro nô. Había sido, como yo después de él,
alumno de Jacques Lecoq. Nunca se puede pedir a Erhard una
máscara a medida. Hay que dejarlo trabajar con su inspiración. Así,
cuando trabajamos un espectáculo con máscaras, el propone, yo
elijo la máscara que me gusta o que le gusta a un actor. No hay
mejor herramienta de formación.

143
–¿Pero actuar con máscara no conduce también, a veces, a la cari-
catura?
–No. La caricatura es exactamente lo contrario de la máscara. La
caricatura es la opinión puesta en forma. Y más bien la mala opi-
nión. La máscara, es el Otro puesto en forma. Usted se pone una
máscara y cuando se mira en el espejo ya es Otro. Si no obedece al
alma de ese otro, está perdido.
–¿Qué máscaras prefiere usted?
–Cuando voy al taller de Erhard me siento transportada: “¡Quie-
ro ver! ¡Es para mí! ¡Es mía! ¡No es tuya! ¡Dámela!”. A menudo se las
robo. Tengo debilidad por las máscaras balinesas y japonesas. Las
balinesas para todo lo que es farsa y porque son tan musicales, tan
charlatanas y divertidas; las japonesas porque son las más hermo-
sas, las más trágicas, las más humanas y divinas. Sobrepasaron
para mí a las de la commedia del’arte, un poco abstractas. Llamo a
Erhard el “tesoro vivo” haciendo referencia al Japón. Pero es un
título que daría con gusto a muchos de mis colaboradores más an-
tiguos.
–¿Quiénes por ejemplo?
–Acabo de nombrarle tres, Guy-Claude, Jean-Jacques, Erhard.
Hélène, evidentemente. Se habla siempre de su excepcional capaci-
dad intelectual, pero nunca se hace referencia a su fervor y a su don
de entusiasmo. Cuando siento que un proyecto está naciendo en
mí, las tres primeras personas a las que les cuento son siempre
Hélène, Jean-Jacques y Guy-Claude. Recién después de haber ha-
blado con ellos, tranquilizada por su aprobación o por su compro-
miso, hablo con todo el elenco.
–¿Qué otro tesoro vivo hay entonces en el Théâtre du Soleil?
–Antonio Ferreira, mi ex jefe técnico, uno de esos hombres que
no existen más, que saben hacer de todo sin haber ido a ninguna
escuela. Se ocupaba de la Cartoucherie desde la primera teja del
techo hasta el último caño, pasando por la visagra más pequeña de
las gradas hasta la baldosa de cemento para el escenario. Cuando
me decían: “Ariane, no funciona la calefacción, el carro no rueda,
hay que tapar ese agujero, destapar los baños, algo feo aquí, un
peligro allá…” debo haber respondido trescientas catorce millones
de veces: “Hay que preguntarle a Antonio, hay que llamar a Antonio,
hay que consultarlo con Antonio”. Empezó a trabajar con nosotros
en 1971 y se jubiló hace seis meses pero sigue acompañándonos en
las giras para ayudar en lo que pueda. También están los que me
han visto y entendido en los momentos en que estaba mal o confun-

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dida, los que saben, ésos a quienes me confío y que, a veces, me
confían sus cosas. El talento es necesario en todas partes. En esce-
na, en el taller, en la oficina. La ciencia, la valentía, la lealtad, el
afecto, el humor, mucho humor, y mucha humanidad. Liliana
Andreone, encargada desde hace una eternidad de lo que nosotros
llamamos los “asuntos públicos” le dio su estilo particular a la re-
cepción. Su paciencia infinita, su don de gentes, su humor, su cons-
tancia en el altruismo. La amabilidad del Soleil, es decir su nobleza,
se la debemos a Liliana. Ella se escapó de los coroneles argentinos.
Franco la echó de España. Y el Soleil la heredó. ¡Aleluya! También
está el que tiene la ardua tarea de no ser siempre amable, el que
está encargado de los “asuntos difíciles”, diría yo, nuestro adminis-
trador Pierre Salesne. ¡Es muy difícil ser mi administrador!, ¿ sabe?
–¿Por qué? ¿No le gusta delegar?
–Al contrario, administrativamente delego mucho. No, no es eso.
Pero nosotros corremos demasiados riesgos. Yo corro muchos ries-
gos. Pierre está muy cerca de mí, me conoce, se preocupa por mí.
Tiene la difícil tarea de advertirme y, si es posible, de frenarme sin
ponerme trabas. No me dice que no –es demasiado astuto–, pero me
dice: “¡Cuidado! Quiero que sepas hacia adónde vas. Tengo que ad-
vertirte a qué distancia estás del abismo”. Es cierto que a veces el
movimiento, las necesidades de la creación me conducen al límite.
En ese momento, pienso en Pierre que va al banco con un nudo en
el estómago: “¿Me seguirán dando chequeras?”. ¡Pero lo logramos!
Incluso si algunos banqueros nos abandonaron en el peor momen-
to. Nunca me voy a olvidar de aquella mañana en que, en pleno
ensayo de Ricardo II, entra un tipo, enviado por el Crédit Lyonnais
que nos anuncia que no había más dinero, que no pagarían nada
más. ¡Porque esto, porque lo otro! ¿Se da cuenta? ¡El Crédit Lyonnais
dándonos lecciones de gestión! Felizmente el banco de la Cité nos
salvó. Pero después fue comprado por la BNP. Y pasó lo mismo. Un
banco friolento y desconfiado. Es tan humillante. Desde hace cua-
renta años, siempre cumplimos con la palabra dada, y siempre pa-
gamos todo. Proveedores, deudas, y préstamos del banco. Además
de tener la subvención que nos llega regularmente todos los años.
Ellos, los del banco, no corrían ningún riesgo. Y, sin embargo, nos
trataron indignamente. Esta vez fuimos nosotros los que nos fui-
mos. Antes de que nos echaran. Ahora estamos en el Crédit
Cooperatif. Se nos habla como se debe, estamos en buena compa-
ñía. Por definición, un administrador siempre está expuesto a los
insultos. Pierre debe negociar con el peor costado de la gente. Ya

145
que a partir del momento en que se trata de dinero, todo el mundo
se pone complicado. Incluso nosotros. Para soportarlo con tanta
calma y alegría como lo hace él, no hay que amar la administración
sino el teatro. Tengo suerte.
–Usted repite a menudo que tuvo mucha suerte, que es una privile-
giada...
–Es verdad. Tuve la suerte de tener un padre que me quiso, y que
me dio de comer bastante tiempo como para que yo pudiese hacer el
Théâtre du Soleil. Sí, soy una privilegiada. Cada día desde mi auto,
veo gente –un hombre o una mujer– que cruzan la calle delante de
mí. Mientras los miro, sentada, protegida por el parabrisas, observo
lo que hacen, su espalda, su ropa, su cansancio, su bolso viejo, los
zapatos de mala calidad, su piel. ¿Cómo es posible que yo tenga
todo lo que tengo y que ese hombre, esa mujer, tantos otros, sólo
tengan esto?

146
Decimosexto encuentro

EL MUNDO DE HOY
Cartoucherie, lunes 5 de mayo de 2004, 8.45 horas

Mañana fresca, sol. Es el comienzo del verano. Ariane Mnouchkine


acaba de llegar en su gran auto viejo. La veo caminando de lejos, la
veo controlar el regreso de la escenografía de Le Dernier Caravansérail
que estaba de gira en Bochum, Alemania. Espera de pie, parece
mirar a lo lejos. La Cartoucherie todavía está casi vacía, sólo Pedro
Guimaraes encargado de las “cosas alquiladas” está ahí, tranquilo y
sonriente, esperando los camiones de mudanza con su cortesía y su
elegancia habituales. Ariane Mnouchkine está cansada. Rezonga
suavemente. Dice que necesita un poco de vacío. No sabe verdade-
ramente todavía cuál será el próximo espectáculo. Incertidumbre.
Habló mucho estos últimos días con sus colegas. Está por irse algu-
nos días a Brasil, y luego varias semanas a un largo periplo atrave-
sando Asia, su remanso de paz. Vacaciones reparadoras.
¿Inspiradoras?
Decidí con mucha tristeza que ésta era nuestra última entrevis-
ta. Hay que saber terminar. A pesar de tener tantas cosas todavía
para preguntarle, tantos secretos de fábrica para averiguar, y tanto
placer en estar al lado de la gran dama del teatro, aunque no siem-
pre se sienta cómoda, aunque no siempre sea locuaz. Es fascinante,
misteriosamente querible. Con el objetivo de lanzar la última con-
versación, el último intercambio, saco el tema que es tapa de los
diarios en este momento: el casamiento entre homosexuales…

Ariane Mnouchkine: Me pregunté si Noel Mamère, con quien sin


embargo no estoy siempre de acuerdo, tenía razón de querer casar a
esa pareja de homosexuales y dar de esta manera lugar a todo ese
bombardeo mediático, todo ese circo. Pensé: “Vamos más despacio.
Mejoremos en principio el PACS* con una ley mejor. Mamère les está

* N. de T.: El PACS o Pacte Civile de Solidarité (Pacto Civil de Solidaridad) es un


recurso del Derecho francés votado en 1999, bajo el gobierno de Lionel Jospin.
Se trata de un contrato entre dos personas mayores, cualquiera sea su sexo,

147
dando los palos para que le peguen. Le van a decir: “Usted, que es
intendente, está violando la ley. ¡Qué ejemplo!”. Pero vi, el otro día,
un reportaje sobre lo que está pasando delante de su alcaldía en
Begles. Esas manifestaciones de odio; se escuchaba un tipo que
gritaba: “¡Los maricas al campo de concentración!”… aquellas
pancartas: “¿Por qué no casar a los avestruces?”… y cambié radi-
calmente de opinión. Tuvo razón. Y además fue muy valiente. Esas
reacciones eran de una violencia imposible de imaginar en Francia
en 2004. Y si es eso lo que tuvo que soportar esa pareja durante tres
semanas, entonces bien, había que hacer ese casamiento en la al-
caldía. Me había olvidado de esa homofobia vulgar, asesina.
Fabienne Pascaud: Es absurdo, esto es, sin embargo, el signo de
que las cosas han evolucionado de todas maneras. Si el casamiento
homosexual da lugar a tanta polémica, al menos es algo público, mien-
tras que hace veinte años los homosexuales tenían que esconderse.
–Sí, pero en este caso no se trata ni del Estado ni de la evolución
de las mentalidades, ¡es una cuestión de derechos! Yo estaba a favor
de un PACS equivalente al matrimonio, que garantizara a los cón-
yuges homosexuales o heterosexuales los mismos derechos. Sin
embargo, el PACS no solamente no conduce aún a esta igualdad
sino que además está demasiado desprovisto de elementos simbóli-
cos. Culmina, seca y burocráticamente en el mostrador de un juz-
gado. Ni siquiera le desean a uno buena suerte. El casamiento civil
es tal vez pequeño burgués, pero despliega un mínimo de puesta en
escena, de ritual, lo que todo el mundo necesita. Nuestros políticos
no entienden en absoluto esa necesidad. A mí misma, me llevó mu-
cho tiempo aceptar esa excesiva ausencia de lo sagrado en la socie-
dad contemporánea francesa. En efecto, mi vida en el teatro está
llena de símbolos, vivo en un universo ritualizado, o que se puede
ritualizar, con gente que tiene el sentido de lo sagrado, de la ética y
de la estética que eso supone. Muchos de mis conciudadanos no
tienen esa suerte. Viven en una sociedad sin estética, sin ética, sin
ritual, sin símbolos, sin poesía, sin metáforas. En el fondo, lo que le
falta al PACS es ese poquito de teatro que debe haber en toda decla-
ración. Pienso exactamente lo mismo de la naturalización francesa,
uno hace la cola en el mostrador como quien está en el correo. Le

para organizar la vida conjunta. Surge para llenar el vacío jurídico en torno a las
parejas no casadas, incluidas las homosexuales, con el objetivo de aportarles una
seguridad desde el punto de vista jurídico. Más de 200.000 PACS fueron firmados
en Francia entre 1999 y 2004.

148
dan su cédula de identidad. Y ni siquiera le dicen: “Felicitaciones,
sea bienvenido”.
–¿Su propia homosexualidad ha sido algo difícil de vivir?
–Evidentemente no es la homosexualidad lo que es difícil de vivir.
La homosexualidad es una sexualidad entre otras. Lo que complica
las cosas y hace sufrir, en la mayoría de los casos, es el rechazo o la
exclusión que ella provoca. Yo no tenía que tenerle miedo a mis
padres. A lo mejor, en el elenco, hubo una o dos personas que reac-
cionaron mal con… menos buen gusto que los demás. Pero la idea
de esconderme no me pasó ni un segundo por la cabeza. Tampoco
sentí necesidad de exhibirme.
–¿El amor es algo importante para usted?
–¿Le haría la misma pregunta a Peter Stein?, ¿o a Peter Brook?,
¿o a Peter Kekshaw? Bueno. Es la única cosa más importante que el
teatro. Pero tuve la suerte de no tener que disociar teatro y amor.
–¿No es complicado mezclar la vida artística con la vida privada?
¿No es uno menos libre a la hora de criticar el trabajo de alguien a
quien se ama? ¿No se neutralizan uno y otro? ¿No era difícil por ejem-
plo cuando usted vivía con Hélène Cixous?
–Francamente otra vez le tengo que preguntar si haría esta pre-
gunta, digna de una revista del corazón, a Peter Brook, ¿o a Peter
Stein?, ¿o a Peter Kekshaw? Bueno. No, no es difícil trabajar con
alguien a quien se ama.
–¡Mejor! Hablábamos de los símbolos a propósito del casamiento
de los homosexuales. ¿Por qué se necesitan tantos símbolos?
–Para materializar lo inmaterial, hacer visible lo que no vemos y
lo que esperamos. Necesitamos símbolos para luchar “por”: por la
paz, por la justicia, por el amor. Por lo mejor.
–¿Pero usted evoca a menudo la necesidad de signos, de ritos,
hasta en la vida cotidiana?
–Porque le dan significado al mundo, al otro, para reconocer que
existe, y recibirlo. Observemos algunas posiciones del cuerpo, en la
calle, por ejemplo. Si nos cruzamos con alguien, generalmente nos
apartamos para dejarlo pasar. La persona pasa y con su cuerpo
acompaña ligeramente su alejamiento. Con ese gesto, ese pequeño
rito cada uno demuestra que ha visto al otro, que comparte su terri-
torio con él –placenteramente además– y ya que compartimos ese
breve instante, ¿por qué no compartir la ciudad, el país, el mundo?
¿Y las ideas, y los ideales? ¿Y la acción? Pero cuando uno mira a
algunos hoy, en París sobre todo –en la provincia no es exactamente
lo mismo– nada en sus cuerpos muestra que ellos hayan sentido

149
que usted se apartó ligeramente. Usted no existió. No compartire-
mos nada con usted. Eso ya es la guerra.
–¿Se aprenden esos signos en el Soleil?
–Los cultivamos, en todo caso. Por ejemplo, hace poco le decía a
un maquinista, que atravesaba siempre pesadamente el escenario
mascullando que él no hacía ruido cuando yo lo intimaba con un
“¡Shhh!”: “¿Cómo que no hace ruido? Muéstreme que no quiere ha-
cer ruido ¡aunque más no sea con un gesto! Eso me tranquilizará, y
aunque haga ruido, un poquito, será como si no lo hiciera. Y todo el
mundo va a pensar: “¡Qué bueno que es! ¡Camina en puntita de pie!
¡Cómo nos quiere! Pero si usted no hace ese gesto, voy a escuchar
hasta el ruido que no hace, porque generalmente, caminando como
camina se hace mucho ruido”. Bueno eso es un rito. Y un signo de
respeto, un signo de que compartimos el mismo espacio, la misma
tierra, el mismo cielo.
–El espacio, los cuerpos en el espacio… uno recuerda las fascinan-
tes entradas y salidas, casi como una danza que marcaron algunos
de sus espectáculos. Ricardo II, por ejemplo. ¿Cómo decide los movi-
mientos de un espectáculo?
–Todo es dictado por el actor, por el impulso, los gestos, los mo-
vimientos de los actores. Tienen síntomas. Cuando el síntoma no es
correcto, nos equivocamos de estado, o de objetivo. Entonces, a mí
me toca encontrar con ellos dónde está el error. El error no está en
el síntoma, está en la causa. Entonces probamos, buscamos. Hasta
que el espacio y el ritmo se vuelvan evidentes. Pero generalmente, si
los actores tienen los objetivos correctos, las situaciones correctas,
los estados correctos, se mueven exactamente como tienen que ha-
cerlo, van exactamente a donde tienen que ir. No tengo que decirles
nada. Ya está todo dado. Las cosas se organizan solas. “¿Cómo ha-
cen para recordar todo eso?”, nos preguntan a menudo. Y bien,
justamente, pasándolo por el corazón. Viviéndolo.
–¿Pero cómo siente usted la necesidad de tal o cual movimiento?
–Generalmente no planifico nada. Las cosas vienen solas, pero si
siento que el actor no está en su lugar le pregunto: “¿Es verdadera-
mente necesario que vayas para allá?”, y en general me contestan:
“Después de todo, no”. No me pasa casi nunca tener que decir: “Tie-
nen que ir hacia allí…” o “Tienen que bajar…” o “Tienen que su-
bir…”. No tengo que decirlo. No debo decirlo. Creo, espero, que cada
vez digo menos ¡lo que no quiere decir que cada vez trabaje menos!
Ni que sea cada vez menos responsable. Pero nos comprendemos
cada vez mejor con los actores sin necesidad de hablar demasiado.

150
Me sienten moverme, yo también los siento. Cada vez les tengo más
confianza. Y además, vuelvo a decirlo, dirigir es darle a cada uno un
buen horizonte y buenos remos. Después, hay que remar juntos.
–El Théâtre du Soleil, o más exactamente, según el título oficial de
la Educación Nacional: “Los estrenos del Théâtre du Soleil, de las
tradiciones orientales a la modernidad occidental”, forma parte hoy
del programa del bachillerato opción teatro, ¿esto no la hace entrar
de cierta manera en la institución de la que usted huyó siempre?
–¡Pero la Educación Nacional no es una institución! Es el servicio
público en el sentido más necesario y más noble. Cuando Jean-
Claude Lallias –que era en ese momento asesor en materia de teatro
de la misión Arte y Cultura del Ministerio de Educación Nacional
creada por Jack Lang en la época en la que era ministro– nos anun-
ció la noticia, me sentí muy orgullosa. ¡No pasaba por las puertas!
Quizás hasta nos dejen en el programa tres años ¡para mí eso es la
gloria!
–Pero hay otras misiones del “servicio público” que usted rechazó.
Cuando Paul Puaux le propuso la dirección del Festival de Aviñón en
1979.
–No hubiera sabido ocuparme al mismo tiempo del Théâtre du
Soleil y de un festival tan gigantesco. Hubiera dejado de hacer tea-
tro y no quería dejar de hacer teatro.
–Pero también le propusieron, creo, la dirección de la Comédie-
Française, o más recientemente del Théâtre National de Chaillot.
–¿Me propusieron la Comédie-Française? ¿Es una broma? ¡No,
nunca! ¡Ni Chaillot tampoco! De todas maneras no hubiese tenido
la fuerza para soportar la pesadez, la rigidez del presupuesto, los
problemas administrativos o sindicales. No, mis ganas, mis deseos,
pasan por otro lado.
–Usted afirma a menudo que tiene la voluntad de alternar clásicos
y modernos en el Théâtre du Soleil. Sin embargo, desde hace diez
años cada vez hay menos alternancia.
–¡Es verdad! Hasta ahora, siempre me justificaba diciendo: “Pero
pronto vamos… bla bla bla”. Me rindo a la evidencia. Cada vez tengo
menos ganas de un gran repertorio. Me parece demasiado urgente
contar el mundo de hoy. Ni siquiera tengo ganas de hacer
Shakespeare. Por el momento. Si me hubiesen dicho que un día no
iba a tener ganas de hacer Shakespeare… a lo mejor me equivoco.
¡Porque sigo convencida de que todavía se puede incidir sobre el
público, sobre el mundo, despertar conciencias con Shakespeare!
Pero, en este momento, no sabría cómo hacerlo, me parecería una

151
coquetería de mi parte. Sin embargo, hay que atreverse a hacer con
nuestros pobres y pequeños medios. Y chapotear en el barro, atra-
par lo real con fuerza. Pero todo volverá. Como Tartufo que de re-
pente me pareció la obra más actual que podía montar.
–¿Y poner en escena una de las obras corales de Antón Chejov,
algo ideal para un gran elenco, no?
–Venero a Chejov pero no quiero participar en un concurso de
directores. Y con Chejov, pasa un poco eso, porque hay una sola
manera de ponerlo en escena. Es simple. Cuando me dicen: “Esta
puesta de fulano o mengano de Chejov es una lectura así o asá…”
pienso siempre: ¿Pero qué lectura? Hay una manera de leer a Chejov.
Por supuesto, hay directores de orquesta, que trascienden una obra
pero, sin embargo, siempre se trata de la misma música. Para un
oído atento, es más rápida, más lenta, todo lo que usted quiera,
pero es la misma música. Pues bien, Chejov escribió una partitura,
¡una verdadera partitura de orquesta para personajes músicos, y
no se puede tocar las partes de los violines con cuernos de caza! En
ese sentido, es el contrario de Shakespeare, que no hace actuar a
sus personajes entre ellos en la orquesta, si no que los pone bajo el
cielo, en la cima del planisferio, desde donde hablan todo el tiempo
al público. Nunca se terminan de descubrir las caras ocultas de
Shakespeare. Es un astro. Eso no minimiza por nada del mundo a
Chejov. Chejov es un caso aparte. Una época del teatro que le perte-
nece solamente a él. Chejov. Es él. Sin sucesor. A su lado, las obras
de Gorki no valen nada. Eso no quiere decir que no sea interesante
poner en escena Gorki; yo lo hice, además.
–¿Ariane, usted hizo escuela?
–Pienso que el elenco hizo escuela. A veces tengo la impresión de
ser un dinosaurio… y que se acerca el meteorito.

152
CARTA A FABIENNE PASCAUD
Querida Fabienne:

Releyendo su libro, pude ver cómo lo organizó y ver que la elec-


ción más o menos cronológica que ha hecho me permitió hablar de
mis amigos, un poco a veces, otras veces mucho, pero de algunos
no dije nada en absoluto.
Pude nombrar sólo a algunos de los que me hicieron. Aquellos
que, a lo largo de los años, hicieron conmigo nuestro teatro, pero
todavía me queda por hacer algo que es casi imposible: nombrar
siendo justa con todos, con los que hoy, cada día, siguen haciendo
conmigo nuestro teatro.
Cómo podré, pensará usted, nombrar siendo justa a todos los
viejos, a todos los menos viejos, a los ya casi viejos, a los completa-
mente nuevos, a los nuevos todavía, a los muy nuevos. No puedo,
pero debo y sobre todo quiero hacerlo. Quiero hacerlo… ¿ pero cómo
rendir homenaje a los que me rodean, siendo justa y de acuerdo a lo
que ya han hecho, o a lo que prometen? Me parece tan injusto no
hacer la diferencia. No reconocer a los primeros violines, como diji-
mos. Pienso en Duccio, en Maurice, en Juliana, los más antiguos.
En los que transmiten. Pero a partir del momento en el que pienso
en ellos, pienso también en los nuevos, hermosos violines, en Serge,
en Delphine, en Jean-Charles, en Eve, en Shaghayegh, pienso en
Vincent, pienso en Mathieu. Pienso en la generación de Et soudain
des nuits d’eveil. Todos ya autores, todos, muy pronto, un poco
directores. Un poco mucho. Y en ese sentido, también me parece
injusto no diferenciar entre los que vi crecer y los de la última gene-
ración que ya eran muy buenos cuando empezaron o que crecieron
con Le Dernier Caravansérail. Pienso en Virginie, en Elena, en
Sarkaw, en Astrid, en Emilie, en Marjolaine, en Andreas, en Olivia,
en Jeremy; pienso en Judith, prendida heroicamente de su sombri-
lla en Tambours sur la digue, y que ahora levanta vuelo. Pienso en
Stéphanie. Pienso en Sébastien, también en Francis, en David, en
Dominique, ellos siempre tan voluntariosos para todo, siempre, en
todos lados. Emmanuel también, siempre tan voluntarioso.

153
Pero si me pongo a hablar de los carros que despiertan obsesio-
nes en Sébastien, de los árboles inesperados de Francis y David,
tengo que volver a hablar de Serge y Duccio y sus cientos de
escenografías, de las innumerables lucecitas y baterías problemáti-
cas de Jean-Charles y de Virginie, de Jeremy y su burro, de las
actividades proteiformes de Andreas, de los miles de elementos de
utilería de Astrid y Emilie, de las narices de Kumaran, de la farma-
cia de Eve, de las clases de persa de Shaghayegh. De los poemas de
Sarkaw, de la Rusia de Elena que todavía le duele, de las fulgurantes
intuiciones de Delphine y de las pastas incomparables de Olivia.
Tengo que hablar, quiero hablar de Fabianna y su regencia hercúlea,
de Ono, nuestro Japón, el actor más viejo del elenco, de la voz de
ogro de Edson… él que es tan bueno. De las aventuras y desventu-
ras de Pascal. Quiero hablar de la valentía de todos ellos.
Porque un actor, una actriz, en el Soleil es, en todo caso, una
compleja mezcla de actor, de marinero, de inventor, de enfermera,
de acróbata, de mecánico, de constructor y de sereno. De cantante,
de música, de informática, de Canadá, de Perú y de espera, como
Patricia. Y de aprendices como Pauline, Alexandre, Marie-Louise,
Virginie L. (la otra Virginie) y Marie.
Eso en lo que concierne a los que están en la luz. ¿Y los otros?
¿Las divinidades de las máquinas y las computadoras? Sí, por
supuesto, hablé de Liliana, de Etienne, de Pierre, de Charles-Henri,
pero todavía no dije nada de Sylvie y sus llamadas telefónicas con
innumerables peripecias, llenas de cosas graciosas, de reclutamien-
tos amistosos, y de engaños también, de palabras estériles, de alar-
mas inquietantes y de victorias obstinadas. Ni de Pedro y sus mag-
níficos rosales que inundan nuestra fachada, ni de su inalterable y
sonriente paciencia frente a las oleadas de espectadores, felices o
nerviosos. Todavía no dije nada de Naruna y su fichero infalible,
que saben todo sobre el Público: ¿Cuándo?, ¿quién?, ¿cuántas ve-
ces? Los buenos, los malos. Los fanáticos que vieron todo y que
esperan cada estreno. Los infieles que no dieron nunca más noti-
cias. ¿Estarán enfermos? De los que vuelven. De los que nos acom-
pañan desde hace cuarenta años. Naruna los conoce a todos. Liliana
también. Cuando lo consideran necesario me los describen y yo creo
también reconocerlos. –Pero, sí, seguro que no te olvidaste, es la se-
ñora aquella que saliste corriendo aquel día, te pusiste mal: –“¿Se va,
señora? ¿En la mitad del espectáculo?”. Ella se da vuelta y te dice:
“Me parece que estoy a punto de parir”. Bueno, viene esta noche con
la hija, que tiene catorce años ahora.

154
Todavía no dije nada de María que hace de todo. Todo lo que los
demás no pudieron hacer. María agencia de viajes, María chofer,
María mandadero, María socorro. Y Elaine, nuevita en los asuntos
humanitarios y los asuntos internacionales de las giras, que tiem-
bla todavía pero que hace frente. No dije nada de Claire, nueva ella
también, que se instala y conversa con todos los liceales de toda
Francia y de Navarra.
¿Y en el taller? Hay muchos personajes también en el taller. Pri-
mero y desde siempre, embadurnado de pies a cabeza está Baudoin,
alias Bob. Y los nuevos, Adolfo, el tranquilo y el hermoso Everest,
tan hermoso como su nombre. También Cédric y Simón terminan a
veces embadurnados, ellos, los eléctricos tan ágiles y furtivos. To-
dos, salvo “Cécile de las luces”. ¿Será porque es la única mujer en
maquinaria? ¿O porque a los hombres les gusta embadurnarse?
Cuando Cécile empezó a trabajar con nosotros después de un ca-
tastrófico diluvio en Toulouse, pensé que no aguantaría más de una
semana. Me acuerdo que le dije a Sophie Moscoso, que era en aquel
momento mi asistente: ¡Pobre muchachita en que infierno se metió!
¡No se queda ni tres días! –fue hace trece años. Carlos, el bello tene-
broso, está aquí hace treinta años. Un regalo de las dictaduras lati-
noamericanas, igual que Liliana y Héctor. Como Nissay fue un rega-
lo de los Khmers rojo, como Annie, nuestra apsara de la costura. ¡La
costura! ¡Todavía no hablé de la costura! No hablé de Marie-Hélène,
la francesa-francesa, locuaz, alegre, la que sabe reconocer el valor
de un instante y decirlo. La que termina mis frases: –Ese panta-
lón… –tiene que ser más corto. –Sí, exactamente. ¡Tantos años! Vein-
titrés años. Y Natalie, la silenciosa, siempre de negro, en una nube
de humo, siempre en su lugar, gran tijera en mano. Tantos, tantos
años. Veintiocho años. Annie, la sonrisa khmer, el secreto khmer.
Catorce años.
La costura, para los actores, es el templo antes del Templo, la
caverna de los tesoros, la bodega del galeón. La bolsa de Samarkanda.
El granero sobre el que cada mañana cae una plaga de langostas. Y
ellas tres, las modistas, están ahí, intuitivas y astutas, para guiar a
las langostas devoradoras… ¡la cocina!
¿Cómo no hablar de la cocina? El antro donde todo se cuece a
fuego lento, la comida, las frustraciones, las depresiones, las impre-
siones, los conjuros, las liberaciones, las regresiones, las explosio-
nes, las risas. Ly, Karim (otro regalo de los islamistas argelinos).
África del Norte. Asia. Tallarines con cerdo, el ramadam. ¡Un campo
de batalla tribalo-étnico!

155
Pero también, al final, y cuando hace falta, un olor a torta y a
infancia.
Bueno, he nombrado a todos mis viejos y nuevos amigos del Soleil.
¡No! No he nombrado a los que están ahí en los momentos
cruciales. Es decir, bastante a menudo:
Isabel de Maisonneuve, cuando nos hacen falta cielos, horizon-
tes, océanos, crepúsculos y amaneceres de seda.
Didier Martin, cuando nos hacen falta frescos, soles tormento-
sos, caminos, un pájaro en el cielo de Isabel.
Danièle Heusslein-Gire, cuando nos hacen falta miles de budas.
Martine Franck y Michèle Laurent, cuando nos hacen falta fotos
espléndidas.
Yann, cuando necesitamos que el sonido sea todavía mejor.
Marc, cuando nos lastimamos, e incluso y sobre todo, antes.
Françoise, que cuida todas las cosas frágiles. Las voces, los ni-
ños.
Alain, Maël, Nico, cuando necesitamos a Vulcano en la fragua.
Tamani, cuando hay que cuidar las caras y sus maquillajes.
Querida Fabienne, le escribo esto el jueves 25 de noviembre de
2004.
Nada es definitivo. El mundo es impermanente. Todos nosotros
también. Quisiera que me haga el favor de considerar esta carta
como un post-scriptum indispensable. Es tan poco, comparado con
lo que quisiera decir, sobre ellos y a ellos.

Ariane

Nombres completos de los que cité por su nombre de pila:

Duccio Bellugi-Vannuccini Elena Loukiantchikova-Sel


Maurice Durozier Sarkaw Gorany
Juliana Carneiro da Cunha Astrid Grant
Serge Nicolaï Emilie Gruat
Delphine Cottu Marjolaine Larranaga y Ausin
Jean-Charles Maricot Andreas Simma
Eve Doe-Bruce Olivia Corsini
Shaghayegh Beheshti Jeremy James
Vincent Mangado Sébastien Brottet-Michel
Mathieu Rauchvarger Judith Marvan-Enriquez
Virginie Colemyn Stéphanie Masson

156
Koumaran Valavane Dominique Jambert
Fabianna Mello e Souza Emmanuel Dorand
Seietsu Onochi Cécile Allegoedt
Edson Rodrigues Carlos Obregón
Pascal Guarise Héctor Ortiz
Patricia Cano Nissay Ly
Pauline Poignand Annie Tran
Alexandre Michel Marie-Hélène Bouvet
Marie-Louise Crawley Nathalie Thomas
Virginie Le Coënt Karim Gougam
Marie Heuzé Ly That-Vou
Liliana Andreone Adolfo Canto Sabido
Etienne Lemasson Everest Canto de Montserrat
Pierre Salesne Cédric Baudic
Charles-Henri Bradier Simon André
Sylvie Papandreou Danièle Heusslein-Gire
Pedro Guimaraes Yann Lemêtre
Naruna de Andrade Marc Pujo
Maria Adroher Françoise Berge
Elaine Méric Alain Brunswick
Claire Ruffin Maël Lefrançois
Baudoin Bauchau Nicolas Dallongeville
Francis Ressort Tamani Berkani
David Santonja-Ruiz

157
POSTFACIO

“Sólo el presente me importa. Vivo en el presente.”

Y ella reivindica alto y fuerte su memoria agujereada, su indife-


rencia a hablar de sí misma, su rechazo a teorizar. Y ella trabaja,
amasa y agita el presente. Como a una masa. Mejor que ningún otro
director de teatro, con más carnalidad, más sensualidad, Ariane
Mnouchkine ha querido hacer un teatro de su época, ser testigo de
su tiempo, trabajar para cambiar su tiempo. A través de Shakespeare,
Esquilo, Molière, Eurípides. Desde sus comienzos, la directora del
Théâtre du Soleil se casó con las interrogaciones sobre su época en
cada espectáculo: La cocina (1967) o la explotación sobre el trabajo,
1789 (1970) o la fiesta popular, la revolución confiscada, (¿Mayo del
68?), 1793 (1972) o terrores y miserias del izquierdismo, L’Age d’or
(1975) o cómo vivir hoy, Mefisto (1978) o el compromiso de los inte-
lectuales, de los artistas… Nada de liso y llano realismo en esas
tornasoladas epopeyas reflexivas sobre la sociedad de hoy. Desde
su largo periplo por el Extremo Oriente de su juventud en 1963,
Ariane Mnouchkine comprendió como lo habían hecho antes que
ella Artaud, Copeau, Claudel, o Brecht, que no hay más teatro que
el oriental, que solamente los artistas asiáticos –japoneses, hindúes,
chinos o balineses– han adquirido desde hace siglos la ciencia de
hacer autopsias y de transfigurar los sentimientos y las pasiones,
en una continuidad de signos que encandilan y maravillan en un
principio, después conmueven y elevan el alma y el espíritu de quien
los mira. Así el presente, según el Théâtre du Soleil es milenario,
rico en múltiples tradiciones. Lo próximo es lejano; lo refinado, ar-
caico; el exterior, íntimo; lo político, privado. Ariane Mnouchkine
cultiva las paradojas aparentes. En ella se mezclan muchas muje-
res. La jefa de elenco que funda con sus compañeros estudiantes de
la Sorbona, en 1964, la “cooperativa obrera de producción Théâtre
du Soleil” y la escritora –poeta de un lenguaje luminoso y dulce; la
cineasta brillante de Molière y la superintendente de la Cartoucherie
que no delega nada; la directora visionaria y la confesora– enferme-
ra de los actores; la educadora y la glotona; la general y la niña; la

158
militante y la hedonista; la santa y la aventurera. Qué sobrenom-
bres, qué metáforas no se han empleado para referirse a ella: reina,
papisa, leona, sacerdotisa, ogro, pasionaria… ella es eso y muchas
cosas más. Una personalidad fuera de serie, para un elenco fuera
de serie. Un recorrido fuera de serie. Cuarenta años, hoy, llevando
adelante con violencia y pasión una compañía que ennobleció la
creación colectiva, inventó una nueva manera de buscar y encon-
trar juntos. Hizo explotar la escena clásica a la italiana, imaginó
espacios fragmentados, creó nuevos vínculos de proximidad, de res-
peto, de fidelidad con el público, puso al teatro en un lugar donde
no se actuaba: una fábrica de cartuchos militares desafectada en el
medio del bosque. El Théâtre du Soleil creó allí un palacio de mara-
villas, un reino de los sueños donde, lejos de huir de lo real,
reaprendemos lo contrario, a verlo y comprenderlo de otra manera,
donde la Historia candente se vuelve poesía épica. Así el bien llama-
do Soleil transforma nuestras preguntas en escenas luminosas, ilu-
mina fraternalmente nuestras tinieblas. Se necesita belleza y es-
plendor para atreverse a trabajar sobre las tragedias contemporá-
neas: fanatismo, integrismo, guerras civiles, exilios. La alquimista
Mnouchkine conoce los secretos para transformar en cavernas de
Alí Baba el caos y el infierno. Antes que nada, ama fundamental-
mente al mundo, a la vida, a la gente. Todo lo que le interesa, la
sorprende, la agrede, la transforma: las papas del almuerzo que
todavía no están peladas a las diez de la mañana en la Cartoucherie
y el destino de los secuestrados en Irak, los rollos de papel higiénico
que desaparecieron misteriosamente de la despensa y el genocidio
del Darfour. Enseguida, la eterna niñita que afinó la mirada acom-
pañando a su padre productor en los rodajes de las películas, es
una artista hasta los bordes de su cabellera gris. Tiene ojo, instinto,
intuición, imaginación. Basta con mirar las fotos que tomó durante
su viaje iniciático en Asia –tenía veinticuatro años– todo está allí,
las puestas en escena aparecen en los encuadres espectaculares, el
gusto del vacío y de lo lleno, de los cuerpos en movimiento, de las
caras comunes potentes y familiares. La simplicidad majestuosa.
En fin, Ariane Mnouchkine, ama, adora a los actores: mirarlos ac-
tuar no termina de encandilarla. Y como ellos lo sienten, lo viven
cada día, los actores del Soleil le dan todo. ¿Cómo resistirse a un
jefe de guerra tan carismático? Ellos entrenan y buscan hasta el
agotamiento la actuación épica, a veces acrobática, siempre muy
estilizada, con la que sueña su inspiradora. Con ella, ellos apren-
den a tonificar la imaginación y los músculos, para llenar esos va-

159
cíos espléndidos y ricos de todas las posibilidades, que venera. Y a
escuchar al otro, y a inventar juntos nuevas formas, y a escalar
todos los Himalayas del teatro. Una búsqueda que comienza sin
cesar. Una escuela de vida, también. Exigente, sin piedad, dolorosa,
magnífica. Algunos no tienen la fuerza suficiente y se van, otros
exaltados se ofrecen en cuerpo y alma. Como Ariane Mnouchkine.
El molde parece haberse roto después Giorgio Strehler y el Piccolo
Teatro, el molde de esos jefes de grupo intransigentes y generosos
que, por fuera de las esferas de poder, por fuera del dinero, por
fuera de la institución clásica, consagraron su vida al teatro. Han
permanecido, durante cuarenta años, deliberadamente independien-
tes, rebeldes, marginales. Desde 1789, fiesta popular dividida en
los cuatro rincones de la Cartoucherie, que rompía los códigos de la
representación habitual –espacio, texto, relación con el público– a
Le Dernier Caravansérail que se atreve a abordar crudamente, cuando
muchos se callan, el drama de los refugiados. Y sin dejar jamás de
inventar luces, materias, grandes espectáculos extraordinarios.
Perseguir a Ariane Mnouchkine durante casi dos años. Insistir
en verla entre dos ensayos, dos funciones, dos giras, dos reuniones
anuladas, ha sido a veces muy complicado. La dama del Soleil le
huye a las entrevistas. Sólo las concede a contrapelo en la
Cartoucherie, su antro en el medio del bosque. ¡Pero qué aventura,
qué compañerismo, qué lección de presencia al mundo, al tiempo,
al otro! No es extraño que quien no ama más que el presente, quien
no vive más que en el presente haya deliberadamente elegido al
teatro, ese arte efímero, aquí y ahora. Ella es el teatro.

160
Pequeños textos
para circunstancias
La libertad es como la piel de zapa

Por Ariane Mnouchkine y Patrice Chéreau

Ustedes en Checoslovaquia encarcelaron a Havel, el escritor; en


Uruguay, a Estrella, el pianista; en la Unión Soviética a Vadim
Smogitel, el pianista; en Colombia, Alba González Souza, la pianis-
ta, también está en la cárcel. Ustedes hicieron desaparecer a
Raymondo Gleyzer, el cineasta, en Argentina. Jorge Muller, el
cineasta, Julieta Ramírez, la actriz, en Chile. Ustedes en Irán, cen-
suraron a sus poetas y a sus músicos. Los metieron en la cárcel,
igual que en Sudáfrica. Y tantos otros, tantos otros que ustedes
asesinaron. Los artistas perseguidos son solamente la parte visible
de un siniestro y gigantesco iceberg. La libertad es como la piel de
zapa. Entonces, ¿qué nos queda para decir que otros no hayan di-
cho ya? ¿Qué nos queda para callar que no haya sido callado?…
Sólo una cosa: continuar.
Pero somos débiles, pusilánimes y no tenemos estrategia. Exigi-
mos a los gritos la liberación de este artista o aquel en la Unión
Soviética o en Argentina, y los hacemos reír, a ustedes los tiranos.
Porque ustedes saben por experiencia que un derecho no se exige,
sólo se exige aquello que se puede obtener por la fuerza. Sin embar-
go, ya no sabemos muy bien dónde se encuentra nuestra fuerza.
Entonces vamos a dar testimonio, ser el eco de aquellos que gritan.
Vamos a volver a copiar sus escritos, calcar sus dibujos, repetir sin
cesar sus palabras. Ese juicio que ustedes quieren ahogar en un
recinto cerrado en uno de sus reinos, ha atravesado sus fronteras y
la nuestra. Ha sido traducido febrilmente y algunos actores lo van a
representar. Sus argumentos penosos, su mala fe roñosa, sus men-
tiras arrogantes van a ser representadas.
No más recinto cerrado. Su sucio juicio imbécil va a recorrer
todas las bocas (al menos aquellas que no han sido selladas por
haber cometido demasiados errores inconfesables), y va a llegar a
todos los oídos (al menos a aquellos que no son sordos por demasia-
da complicidad mentirosa), y va a estar bajo todas las miradas (al
menos bajo todas aquellas que no miran siempre para otro lado). Y

163
si la AIDA* no hubiese sido tan joven, no hubiese sido a un juicio al
que los habríamos convocado el miércoles 19 de diciembre, sino a
diez, veinte, treinta, en diez, o veinte, o treinta países. La próxima
vez será. Es inútil, dicen ustedes. No son estos pequeños aleteos los
que los detendrán. Al contrario, ustedes resistirán. No cederán ni se
descorazonarán. No lo crean. Sabemos que a un estado que no cede
jamás, que como un vulgar terrorista secuestra a sus propios artis-
tas, que a un estado, que se refugia atrás de sus barrotes cada vez
le cuesta más mantener a sus ciudadanos encadenados.
¡Cierren sus fronteras! ¡Conviertan a sus países en islas! ¡Echen
a nuestros enviados! Escuchen sus conversaciones telefónicas, eso
no nos impedirá que, como infatigables chismosas, repitamos todo
lo que nos llegará sobre ustedes y sobre los que se les parecen.
Lo haremos con nuestros medios: el teatro, el cine, el canto, la
pintura.
Lo haremos en todo el mundo. Eso es irrisorio, dicen ustedes…,
ustedes no tienen miedo de los payasos ni de los escritorzuelos.
¡¿Ah sí?! ¡Muy bien! Si los artistas sólo representan una cantidad
despreciable, ¿por qué entonces tienen miedo de los que viven bajo
sus reglas?

Le Monde, 21 de diciembre de 1979 y 12 de febrero de 1980.

* AIDA, Asociación Internacional para la Defensa de los Artistas víctimas de la


represión en el mundo. Cartoucherie, Route de la Pyramide, 75012 París.

164
Entrega de los premios Europa para el teatro

Discurso pronunciado por Ariane Mnouchkine


el 9 de agosto de 1987 en Taormina

En nombre del Théâtre du Soleil agradezco a la organización ARTE


de Taormina y a la Comunidad Europea.
Estamos felices y orgullosos de recibir este premio Europa. Nos
parece muy importante que, a través de este gesto simbólico y fi-
nanciero, la Comunidad Europea demuestre que no quiere ser sola-
mente la comunidad de los tomates y de la carne de cerdo, sino
también la comunidad del Arte.
Pero la Europa de la Comunidad no es toda Europa y esta noche
pienso en la otra Europa, la que nosotros llamamos del Este, como
para volverla más lejana.
Pienso en todos los artistas que trabajan en las iglesias en Polo-
nia, en las cantinas en Hungría, en los garajes en Checoslovaquia,
por todas partes, en la sombra, sin ayuda, con las dificultades más
grandes, y que, en sus países, mantienen viva la llama del teatro, de
la poesía, de la verdad.
Pienso en ellos, tan parecidos a nosotros, que a veces escalan el
muro para mirarnos, a nosotros. Nosotros, que a pesar de todas
nuestras crisis somos tan ricos y tan libres.
Me gustaría que esta noche, ellos sepan que nosotros, europeos,
pensamos en ellos, europeos. Que sepan que este premio que recibo
esta noche también es de ellos, y que los esperamos para que la
vieja Europa sea de una vez por todas la joven Europa.
Gracias.

165
El Théâtre du Soleil en Israel

Esta declaración fue publicada el 15 de abril de 1988 en los siguientes


diarios israelíes: Ha’aretz (hebreo), Yediot Aharonot (hebreo),
Al-Ittihad (árabe) y Jerusalem Post (inglés)

Nos invitaron y nosotros aceptamos su invitación. Pero antes de


atravesar el umbral de su puerta, es necesario que ustedes sepan
quiénes somos y lo que pensamos.
Nosotros, autor, actores, músicos, maquinistas y directora del
Théâtre du Soleil, somos originarios de veintidós países (Francia,
Portugal, Chile, Bélgica, Italia, Brasil, Argelia, India, Camboya, Es-
tados Unidos, Túnez, Turquía, Armenia, Líbano, Irán, España, Ale-
mania, Suiza, Argentina, Guatemala, República Dominicana, Togo),
nuestra religión es cristiana, musulmana, judía, budista, hindú o
somos ateos, somos blancos, somos negros, somos amarillos, veni-
mos de países que han tenido, a lo largo de su historia, el papel de
colonizador y de colonizado, de oprimido y de opresor, de ocupado y
ocupante, países que han vivido horas de orgullo y de vergüenza, de
progreso y de fracaso, de dignidad y de falta de dignidad, de huma-
nidad y de falta de humanidad. Eso es lo que somos.
Ahora bien, esto es lo que pensamos:
Pensamos que la apropiación de territorios por la fuerza es
inadmisible;
pensamos que matar niños, en cualquier circunstancia sean
palestinos o israelíes es una monstruosidad;
pensamos que matar civiles desarmados viola no solamente el
tratado de Ginebra sino toda ley moral;
pensamos que una nación que oprime a otra no puede ser una
nación completamente libre;
pensamos que es una locura intentar romper a la fuerza lo que
ninguna fuerza armada podrá nunca romper: el amor a la
patria, el espíritu libertario. Se puede quebrar el cuerpo, pero
no se logra pisotear el alma de un pueblo. Y entre todos los
pueblos, el pueblo judío es aquel que lo viene probando hace
milenios;

166
pensamos que el pueblo palestino tiene razón en rebelarse contra
la ocupación israelí y que su causa es justa;
pensamos que el pueblo palestino tiene el derecho inalienable a
la autodeterminación y a un Estado palestino;
pensamos que el Estado de Israel tiene el derecho imprescriptible
de existir aquí, seguro y en paz;
pensamos que hay dos pueblos en esta Tierra santa que debe ser
compartida, con sus límites negociados. Esperando que más
tarde, cuando el Tiempo cumpla su oficio y permita olvidar y
Perdonar, pueda nacer una asociación;

Pensamos que ya basta de frentes obstinados en el error, en el
crimen, que ya basta de ojos ciegos, de oídos sordos;
pensamos que los líderes que el pueblo israelí eligió deben aceptar
negociar con los líderes que el pueblo palestino eligió, aunque
esos líderes no les gusten, poco importa cual haya sido su
estrategia en el pasado;
pensamos que después del derecho del más fuerte ya es tiempo
de que venga el deber del más fuerte, y que Israel, ya que es el
más fuerte, debe dar el primer paso. El más grande. ¿No es
capaz? ¿Israel le tiene más miedo a la paz que a la guerra?
Pensamos que a fuerza de no ver a aquellos palestinos que les
tienden la mano, Israel corre el riesgo de rodearse solamente
de aquellos que sólo saben empuñar el cuchillo;
pensamos que Israel y la OLP deben reconocerse mutuamente y
simultáneamente desde el primer minuto de la negociación y
entonces el mundo entero respirará y tendrá esperanza.

Dudamos en venir, hablamos, lo consultamos con muchos de


ustedes, y decidimos no agregar un rechazo fácil a la lista de todos
los rechazos criminales. Nada puede forzarnos a no esperar nada de
la fuerza de las palabras, a reconocer nuestra fe en el hombre y
también en el Arte. No renunciaremos nunca.
Es por la Paz y sus defensores que vinimos, por admiración y
fraternidad con todos los que, en los dos campos, a veces arriesgan-
do sus vidas o violando alguna ley absurda de su país, intentan
“atravesar el puente”, encontrarse, hablar, ya sea en París, en Bru-
selas, en Budapest, en Túnez, en Beirut, en Bucarest, tanto de una
orilla como de la otra.
Nuestra venida es un homenaje a todos los que en Israel –diputa-
dos en la Knesset, intelectuales, escritores, artistas, juristas, perio-

167
distas, ciudadanos– tejen incansablemente y desde hace décadas la
tela de la paz que los líderes irresponsables se empeñan en desga-
rrar.
Vinimos porque creemos que los hombres cambian, que ya han
cambiado, que muchos palestinos han cambiado y que si Israel no
cambia, va a perder no solamente sangre o vidas sino el honor y la
paz interior. Porque tememos que la ceguera de algunos conduzca a
todo el pueblo de Israel a la masacre que engendra la masacre y la
guerra civil.
Les decimos todo esto porque no se debe entrar en la casa de un
amigo con el corazón cargado de angustias mudas y de reproches
secretos.
El Théâtre du Soleil

168
Homenaje a Jeanne Laurent*

Discurso pronunciado por Ariane Mnouchkine


el 27 denoviembre de 1989 en la Comédie Française

Querida señora:
Se fue sin que yo pudiera decirle adiós. Adiós y gracias.
Gracias, ¿de qué?, me iba a contestar usted. Yo no hice nada,
hacía mucho que ya no trabajaba en el ministerio cuando usted y
su grupo dieron los primeros pasos. Es cierto, señora, que ya no
estaba en el poder, como se dice, cuando nació nuestro teatro, y,
objetivamente, ya no puede hacer nada por nosotros. Entonces, ¿por
qué me emocionaba tanto cuando sabía que estaba en nuestra sala?
Y que estaba sin falta en la platea en cada uno de nuestros espectá-
culos. Llegaba muy temprano; era muy curiosa, muy impaciente,
muy vibrante; su voz era tan febril que me acuerdo de haber pensa-
do que tenía miedo de salir a escena, señora; tan ardiente era su
deseo de ver al teatro ganar terreno y tan grande su temor de que lo
perdiera. Es así que continúa su obra, esperando y temiendo, exi-
giendo también, porque, a veces, saber exigir es un don. Y cuando
después de la función, me inclinaba hacia usted, porque era muy
bajita, señora, y nos dábamos un beso y yo le agradecía sus agrade-
cimientos, su comprensión, su aliento, usted era entonces, mucho
más importante para mí que un ministro. Porque yo sabía que todos
los que nos habían abierto camino, lo habían hecho gracias a su
apoyo incondicional, a su sentido de las responsabilidades del Es-
tado, a su moral, a su valentía política o a su valentía simplemente.
Tengo tantas otras cosas para decirle, pero me dijeron que esta car-
ta tenía que ser breve.
Por aquí las cosas no van del todo mal. Aparte de un extraño
olor; un olor que usted nunca pudo soportar; algo así como el olor

* N. de T.: Jeanne Laurent (1902–1989), Subdirectora de Teatro y Música en el


Ministerio de Cultura francés entre 1946 y 1952. Personaje clave en la historia de
la descentralización teatral en Francia. Fundadora del servicio público para la
cultura.

169
de la cobardía o del desprecio. Le diré más en mi próxima carta.
Pero no se preocupe, porque un viento favorable terminará por le-
vantarse. La mantendré al tanto. Bueno, gracias otra vez, señora,
por habernos precedido y acompañado. Hasta pronto, aquí o allá,
porque sabré encontrarla donde quiera que esté. Un beso.

170
Manifiesto

(27 de febrero de 1997)

Azzedine Medjoubi, el maravilloso actor del Teatro Argelino ha


sido asesinado. También él. Acaba de morir. Después de Alloura,
Cheb Hasni, Asselah, Djaout… integraba la lista cruel. Y, dentro de
un rato, quién de nosotros es el siguiente, se preguntan todos los
argelinos sobrevivientes. Se miran entre ellos, y ya se lloran.
¿Vamos a permitir que se nos vayan yendo de a uno? ¿Van a
apagarse, alejados por los rastrillos de Francia de la posibilidad de
sobrevivir, los guardianes de la libertad de espíritu y de la palabra,
los demócratas, los defensores de la verdad, los castigadores de la
mentira, y todos los que han sido señalados con un cuchillo porque
hablan el idioma de ese país francés que pretende no conocerlos?
Los asesinados se amontonan, no han caído solamente por el
furioso odio integrista. Algunos murieron también porque la más
simple de las ayudas no llegó: les negaron una visa para la Vida. El
Estado francés se negó a recibir a los que estaban bajo amenaza,
con conocimiento de causa, sabiendo el destino sangriento que le
está reservado a una comunidad martirizada. No es la primera vez
en nuestra historia. Y es todavía mucho peor. Hay olor a Vichy en
este reino.
Las leyes Pascua agravaron cínicamente y multiplicaron los lími-
tes que el Estado francés pone al deber de asilo y de hospitalidad.
La interpretación perversa de la Convención de Ginebra sobre los
refugiados y las leyes de diciembre de 1994 son intolerables. Bajo
pretexto de regularizar los flujos migratorios, Francia rechaza a los
refugiados y colabora hoy con el asesinato de la cultura argelina y
de nuestro honor.
Somos ciudadanos respetuosos de todas las leyes que respetan
los derechos de la mujer y del hombre. No queremos avergonzarnos
de vivir en silencio bajo un gobierno que hace del cinismo su ley y
de la indiferencia la costumbre; y que, en nuestro nombre, cierra la
puerta precisamente a los que van a ser asesinados.

171
Es por eso que, en desmedro del artículo 21 de la disposición de
2 de noviembre de 1945,* y mientras el Estado francés no haya
tomado las disposiciones que exige la urgencia de las circunstan-
cias, nos comprometemos:
–a hacer todo lo posible para ayudar a las argelinas y argelinos
amenazados a entrar en Francia, sea cual sea la ley,
–a hacer todo lo posible para ayudarlos a quedarse en Francia,
sea cual sea la ley,
–declaramos que los hemos alojado, que los alojamos, que los
alojaremos, mientras su vida esté en peligro.

* Toda persona que, encontrándose en Francia, otorgue ayuda directa o indirecta,


facilite o intente facilitar la entrada, la circulación, o la estadía irregular de un
extranjero en Francia será penalizado con cinco años de prisión y una multa de
doscientos mil francos.

172
Frases de cabecera

El Teatro es la representación del mundo entero. Habla del de-


ber, del juego, del dinero, de la paz, de la risa, del combate, del amor
y de la muerte.
Enseña el deber a los que lo ignoran, el amor a los que lo desean.
Castiga a los malvados, aumenta la capacidad de los disciplina-
dos, da valor a los cobardes, energía a los héroes, inteligencia a los
débiles de espíritu, sabiduría a los sabios.
BHARATA, Tratado de teatro hindú

El Teatro es en realidad la génesis de la creación.


ANTONIN ARTAUD

Escribir no es describir. Pintar no es despintar. El parecido es


engañoso. Cuando empiezo, me parece que mi cuadro está del otro
lado de la tela solamente cubierto por ese polvo blanco. Basta con
desempolvarlo. Tengo un cepillito para hacer aparecer el azul, otro
para el verde o el amarillo: mis pinceles. Cuando todo está limpio, el
cuadro está terminado.
GEORGES BRAQUE

No se viaja por placer, se viaja para verificar algo, un sueño…


SAMUEL BECKETT

Un buen día, un pájaro entró en mi taller. Quería salir, pero no


encontraba su camino y se daba, desamparado, contra las paredes
y los vidrios del tragaluz. Otro pájaro entró en mi taller, se posó
unos instantes en un zócalo y se fue volando, encontrando sin pro-
blema el camino que lleva al cielo. Con los artistas pasa lo mismo.
CONSTANTIN BRANCUSI

El tiempo se venga siempre de lo que hacemos sin él.


PROVERBIO

“Si la suerte golpea tu puerta, ábrela”, dicen. ¿Pero por qué obli-
garla a golpear teniendo la puerta cerrada?
IDRISS SHAH

173
A través de la piel haremos entrar la metafísica en los espíritus.
ANTONIN ARTAUD

Las cosas no son difíciles de hacer, lo que es difícil es colocarnos


en estado de hacerlas.
CONSTANTIN BRANCUSI

Es esencialmente con nuestras obras que debemos defendernos.


GEORGES ROUAULT

Sólo puedo concebir al artista en plena aventura.


ANTONI TÀPIES

Para mantener unidos los pueblos es necesario hacer obras.


BHAGAVAD-GITA

No se pintan almas, se pintan cuerpos…


PAUL CÉZANNE

El artista que no emplea sus dones es un esclavo perezoso.


WASSILY KANDINSKY

Cuando te apuras, es el diablo quien te empuja.


IDRISS SHAH

Recién a los sesenta y tres años empecé a entender la verdadera


forma de los animales de los insectos y de los peces y la naturaleza
de la plantas y de los árboles. En consecuencia, a los ochenta y seis
años, habré penetrado más profundamente en la naturaleza del arte.
A los cien años, habré alcanzado definitivamente un nivel mara-
villoso. Y, cuando tenga ciento diez años, trazaré una línea y eso
será la vida.
HOKUSAI

Gobierne el imperio como si cocinara un pescado.


LAO TSE

Sonriamos para llamar a la felicidad.


CANCIÓN JAPONESA

174
La condición de lo maravilloso, es lo concreto.
JIRI TRNKA

Una noche, un hombre escuchó que alguien caminaba por su


casa. Se levantó y para hacer luz encendió un mechero. Pero el
ladrón que era el que había hecho ruido se colocó delante de él y
cada vez que una chispa tocaba la mecha, el la apagaba discreta-
mente con el dedo. El hombre, creyendo que la mecha estaba moja-
da, no vio al ladrón. En tu corazón pasa lo mismo, hay alguien que
apaga el fuego pero tú no lo ves.
IDRISS SHAH. LA MECHA.

Me duele que el Espíritu no esté en la vida y que la vida no esté


en el Espíritu.
ANTONIN ARTAUD

175
Cronología

1959, 27 de octubre: creación de la Asociación Teatral de Estudian-


tes de París.
1961, 23 de junio: estreno de Gengis Khan, de Henry Bauchau, en
las Arenas de Lutecia.
1964, 29 de mayo: nacimiento del Théâtre du Soleil.
1964-1965: Los pequeños burgueses, de Máximo Gorki, adaptación
de Arthur Adamov. MJC de Montreuil, después en Théâtre
Mouffetard.
1965-1966: El capitán Fracasse, basado en la obra de Gautier, adap-
tación de Philippe Léotard. Théâtre Récamier.
1967, 5 de abril: La cocina, de Arnold Wesker, adaptación de Philippe
Léotard. Cirque Montmartre.
1968, 15 de febrero: Sueño de una noche de verano, de Shakespeare,
adaptación de Philippe Léotard. Cirque Montmartre.
Estreno de El árbol brujo, Jerónimo y la tortuga, de Catherine
Dasté, basado en una historia inventada por los alumnos de
una escuela de Sartrouville, dirección de Catherine Dasté,
vestuario de Marie-Hélène Dasté. Cirque Montmartre.
1969-1970: 25 de abril de 1969: Les Clowns, creación colectiva del
Théâtre du Soleil. En colaboración con el Théâtre de la
Commune d’Aubervilliers. Théâtre de la Commune
d’Aubervilliers.
26 enero de 1970: reestreno en l’Élysée Montmartre.
Fines de agosto de 1970: llegada del elenco a la Cartoucherie.
1970-1971: 12 de noviembre de 1970: 1789, creación colectiva del
Théâtre du Soleil. Piccolo Teatro de Milán.
Reestreno en la Cartoucherie.
1972-1973: 12 de mayo de 1972: 1793, creación colectiva del Théâtre
du Soleil. Cartoucherie.
15 de noviembre de 1972: reestreno de 1789 en alternancia
con 1793 en la Cartoucherie hasta marzo de 1973.
1974: 1789, película del espectáculo del Théâtre du Soleil dirigida
por Ariane Mnouchkine. Imágenes de Bernard Zitzermann.
1975, 4 de marzo: L’Age d’or, creación colectiva del Théâtre du Soleil.
Cartoucherie.

176
1976-1977: Molière, película escrita y dirigida por Ariane Mnouchkine
con el Théâtre du Soleil, imágenes de Bernard Zitzermann,
música original de René Clémencic.
1977-1978, 16 de diciembre de 1977: Don Juan, de Molière, direc-
ción de Philippe Caubère. Cartoucherie.
1979-1980: 4 de mayo de 1979: Mefisto o la novela de un actor,
basado en Klaus Mann, adaptación y dirección de Ariane
Mnouchkine. En coproducción con l’Atélier Théâtrale de
Louvain-la-Neuve (Bélgica). Cartoucherie.
Versión en video del espectáculo realizada por Bernard Sobel.
1981-1984: Los Shakespeare. Traducción de Ariane Mnouchkine.
10 de julio de 1982: Noche de reyes, en el Festival de Aviñón.
Obra actuada en alternancia con la precedente en la
Cartoucherie.
18 de enero de 1984: Enrique IV, primera parte en la
Cartoucherie. Obra actuada en alternancia con las dos pre-
cedentes.
1985-1986, 11 de setiembre de 1985: estreno de L’Histoire terrible
mais inachévée de Norodom Sihanouk, Roi du Cambodge, de
Hélène Cixous. Cartoucherie.
1987-1988: 30 de setiembre de 1987: L’Indiade ou L’Inde de leurs
rêves, de Hélène Cixous. Cartoucherie.
Versión en video del espectáculo realizada por Bernard Sobel.
1989: La nuit miraculeuse, película. Guión de Ariane Mnouchkine y
Hélène Cixous, diálogos de Hélène Cixous, imágenes de
Bernard Zitzermann. Encargo de la Asamblea Nacional por el
Bicentenario de la Declaración de los Derechos del Hombre.
1990-1993: Les Atrides.
16 de noviembre de 1990: Ifigenia en Aulide, de Eurípides, en
la Cartoucherie. Traducción de Jean Bollack.
24 de noviembre de 1990: Agamenón, de Esquilo, en la
Cartoucherie. Traducción de Ariane Mnouchkine.
23 de febrero de 1991: Las Coéforas, de Esquilo, en la
Cartoucherie. Traducción de Ariane Mnouchkine.
26 de mayo de 1992: Las Euménides de Esquilo, en la
Cartoucherie. Traducción de Hélène Cixous.
1993, 15 de mayo-6 de junio: La India de père en fils de mère en fille,
dirección de Rajeev Sethi, sobre una idea de Ariane
Mnouchkine. Espectáculo interpretado por treinta y dos ar-
tistas hindúes (contadores, músicos, bailarines, acróbatas y
magos) Cartoucherie.

177
1994, 18 de mayo: La ciudad perjura o El despertar de los Erinnias,
de Hélène Cixous. En coproducción con Wiener Festwochen y
el Ruhr Festspiele de Recklinghausen. Cartoucherie.
1995-1996, 10 de junio de 1995: Tartufo, de Molière, en Viena (Aus-
tria-Wiener Festwochen).
1996-1997: Au Soleil même la nuit, película de Eric Darmon y
Catherine Vilpoux en armonía con Ariane Mnouchkine. Co-
producción La Sept Arte, Agar Film y Théâtre du Soleil. Roda-
do en la Cartoucherie durante los seis meses de ensayo hasta
las primeras funciones de Tartufo, de Molière.
1997-1998: 26 de diciembre de 1997: Et soudain des nuits d´éveil,
creación colectiva del Théâtre du Soleil, en armonía con Hélène
Cixous. Cartoucherie.
24 de julio de 1998: A buen fin no hay mal principio de
Shakespeare, dirección Irina Brook. Cloître des Carmes.
Aviñón.
1999-2002: Inspirado en La ciudad perjura o El despertar de las
Erinnias, de Hélène Cixous, una película de Catherine Vilpoux,
imágenes de Eric Darmon.
11 de setiembre de 1999: Tambours sur la digue, sous forme
de pièce ancienne pour marionettes jouée par des acteurs, de
Hélène Cixous. Cartoucherie.
Tambours sur la digue, película sobre el espectáculo dirigida
por Ariane Mnouchkine. Coproducción del Théâtre du Soleil,
Bel Air Media, ARTE France, ZDF Theaterkanal, CNDP 2002.
Rodada en la Cartoucherie en 2001.
2003-2004: Le Dernier Caravansérail (Oddysées). Creación colecti-
va del Théâtre du Soleil.
3 de abril de 2003: estreno de Le fleuve cruel (primera parte)
22 de noviembre de 2003: estreno de Origines et destins (se-
gunda parte) Cartoucherie. En coproducción con la
Ruhrtriennale.

178
Notas

1. Jean Vilar (1912-1971). Actor y director formado por Charles Dullin, direc-
tor del Théâtre National Populaire de Chaillot de 1951 a 1963 y del Festival
de Aviñón –del que fuera fundador– de 1947 a 1971. Adepto a las puestas
en escena despojadas, simplificadas, hieráticas, de los espectáculos que
elevan el espíritu y la conciencia del público, Jean Vilar tenía una alta idea
del teatro, de su papel a la vez moral y político, de su misión de servicio
público. Sin olvidar jamás, sin embargo, su aspecto ceremonioso y de fiesta
popular. Fue uno de los primeros en instaurar en Chaillot una política cul-
tural dirigida a los espectadores.
2. Jacques Lecoq (1921-1999). Ex profesor de gimnasia, iniciado por Jean Dasté
en la improvisación y el trabajo con máscaras, Jacques Lecoq se apasiona
rápidamente por el teatro nô y la commedia dell’arte. Su investigación lo lleva
a Padua y a Milán, donde conoce a Giorgio Strehler y a Paolo Grassi. Junto a
ellos, participa en la creación de la escuela del Piccolo Teatro de Milán, se
enfoca enseguida hacia la puesta en escena, crea su compañía, trabaja con
Darío Fo en pantomimas muy comprometidas políticamente. En 1956, vuel-
ve a París para fundar su escuela internacional de mimo y teatro, donde
explora las nuevas vías de un teatro más corporal y desarrolla su propia
técnica del trabajo con la máscara.
3. Théâtre des Nations (1954-1968). En 1954 en París A.M. Julien y Claude
Planson, crean un Festival Internacional de Arte Dramático donde partici-
pan distintos teatros del mundo. Como tiene mucho éxito, en 1957 se trans-
forma en una institución permanente subvencionada por el Estado: el Théâtre
des Nations. El objetivo es ambicioso: en el marco de una temporada anual
de cuatro a seis meses, hacer el inventario de la cultura universal a través
de compañías extranjeras prestigiosas, el descubrimiento de teatros tradi-
cionales y la búsqueda de nuevas formas de arte dramático. Cincuenta y
una naciones participan y ciento sesenta elencos son invitados, entre ellos
el Berliner Ensemble, el Teatro Nacional de Nô, la Opera de Pekín, el Teatro
de Arte de Moscú, etcétera; Visconti y Bergman vienen para dirigir. Víctima
de su propio triunfo (fueron creados una revista, talleres, un círculo inter-
nacional de críticos, una asociación internacional de maquinistas de tea-
tro), a menudo criticado, el evento es interrumpido por el Estado en 1968.
Cuatro años después de que Jean-Louis Barrault asumiera la dirección del
Odeón-Théâtre de France, ocupado en 1968.
4. Nô. A mediados del siglo XIV, Kanami y Zeami, grandes intérpretes de tea-
tro mimado, cantado y bailado, obtienen el apoyo del Shogun de Kyoto para
imponer un nuevo género. ¿El objetivo? Alcanzar el dominio supremo en la
actuación para revelar la belleza oscura y la belleza escondida. Así nació el
nô y pronto sería la herencia de la casta guerrera de los samurais. Cinco
familias han transmitido hasta nuestros días ese arte que sigue incambiado.
Mismas máscaras, mismos trajes, nada de escenografía. El nô se actúa
sobre un escenario vacío de madera pulida, siempre con las mismas dimen-
siones, llamado “la plataforma de los sueños”, donde los vivos se cruzan

179
con los fantasmas y los demonios. Cinco obras nô son generalmente repre-
sentadas en la misma jornada. Espectáculo muy codificado de una estiliza-
ción extrema: se espera del actor nô un mínimo de gestos para un máximo
de efecto.
5. Kabuki. Por la brutalidad de su intriga, el esplendor de su maquillaje, ves-
tuario y maquinaria escenográfica, el kabuki genera desde su aparición en
el siglo XVII un enorme y escandaloso éxito. Derivado de las danzas femeni-
nas licenciosas, y por eso desde entonces exclusivamente representado por
hombres, es exiliado a los barrios de placeres y cuenta violentos dramas
inspirados del nô. Rivalidades entre sacerdotes y guerreros, desencadena-
mientos de pasiones amorosas, de traiciones, de crímenes, pero también es-
cenas burlescas. La batalla entre el bien y el mal es recurrente y lo sobrena-
tural también está presente. Pero aquí la gestualidad, la estética (influenciada
por el teatro de marionetas) importan más que el texto. Cada expresión de la
cara y del cuerpo, cada maquillaje, cada traje son estrictamente detallados. Y
es a través de la forma, del artificio absoluto, que un actor kabuki expresa
todos los sentimientos posibles y alcanza la esencia del ser.
6. Kathakali. Nacido en el siglo XVII de las tradiciones populares, de los ritua-
les ancestrales hindúes y del arte marcial más antiguo del mundo (el
kalaripayat), el kathakali es un teatro danzado, que mezcla refinadamente
el sentimiento y el paroxismo de las situaciones. Las artes del maquillaje,
de la gimnasia de los ojos y de los músculos faciales son llevadas hasta la
perfección. El golpeteo con los pies –de los que cuelgan cascabeles– acompasa
una interpretación más basada en la observación de las fuerzas animales
que en la psicología. El peso de las tiaras y de la suntuosidad de los trajes
exige una destreza muscular importante sobre todo si se considera que el
espectáculo puede llegar a durar toda la noche. Los actores no hablan pero
se expresan a través de signos, gritos u onomatopeyas codificadas. De esta
manera, el lenguaje de los gestos obedece a una verdadera gramática que,
sin embargo, otorga al actor, gran libertad en opciones para la interpreta-
ción. El kathakali se estudia a partir de los seis años de edad y su entrena-
miento puede durar diez años.
7. Jacques Copeau (1879-1949). En 1908, crea junto a André Gide La nouvelle
revue française y obtiene su primer éxito teatral en 1911 con su adaptación
de Los hermanos Karamazov de Dostoievski; en el reparto figuraban Louis
Jouvet, Charles Dullin… Copeau, preocupado por sacar al arte dramático
del mercantilismo y de la vulgaridad, predica el retorno del texto sobre el
“tablado vacío” y funda en 1913 el Théâtre du Vieux-Colombier. Durante la
guerra, parte a Nueva York para dirigir el teatro francés de dicha ciudad.
Cuando regresa a París, reactiva el Vieux-Colombier y crea una escuela de
actores centrada en la improvisación, la máscara, la búsqueda de formas
tradicionales para desarrollar un mejor lenguaje gestual. En 1924, se insta-
la en Borgoña buscando un nuevo público y crea la primera compañía des-
centralizada –Les Copiaus– que disolverá en 1929. Impone a sus actores
vigor y disciplina, trabajo colectivo, y comunión en torno al director. Copeau
es uno de los primeros en imponer en el teatro exigencias a la vez estéticas
y morales. La descentralización, así como el Théâtre National Populaire, se
reconocen regularmente en la figura de Copeau.

180
8. Antonin Artaud (1896-1948). Llegado a París con el propósito de convertir-
se en actor, Antonin Artaud termina rechazando la tradición occidental en
materia de actuación: bajo la égida de la razón, de la psicología, del entrete-
nimiento o del arte por el arte, el cuerpo y el pensamiento sufren una sepa-
ración demasiado radical. En 1924 adhiere a un grupo surrealista del que
se separa en 1926. Funda en 1927, junto a Alfred Vitrac y Robert Aron, el
Théâtre Alfred Jarry, buscando otra vez por el lado del teatro: la representa-
ción tiene que convertirse en un acto único y peligroso de donde actores y
espectadores no salgan indemnes, el director funciona como un maestro de
ceremonias. En la Exposición Colonial de 1931, se fascina con el teatro
balinés que, según él, encarna maravillosamente un lenguaje corporal ca-
paz de trascender la materia misma. Artaud escribe entonces El teatro y su
doble, donde expone la noción de “teatro de la crueldad”. Afecto a lo ritual,
lleva la experiencia escénica al límite: acto único y último, teatro de la re-
vuelta humana, teatro de la sangre donde se actúa la existencia en su tota-
lidad. Esta práctica mágica, de encantamiento, excluye la noción de obra de
arte acabada, palpable y reproducible… Después de haberse instalado en
México para iniciarse en los rituales de los indios Tarahumaras, Artaud
será internado en distintos hospitales psiquiátricos entre 1937 y 1946.
9. Bertolt Brecht (1898-1956). Autor, director, teórico, impone ya en su prime-
ra obra “épica” –Un hombre es un hombre, en 1927– una concepción radical-
mente nueva del teatro, basada en su función social y política. En 1928, se
consagra con La ópera de dos centavos. En 1933, huyendo de la Alemania
de Hitler se instala primero en Dinamarca y Finlandia hasta que en 1941
parte a Estados Unidos donde se vuelve guionista y colabora particular-
mente con Fritz Lang. De este período, datan muchas de sus obras. Sus
convicciones marxistas le ocasionan problemas con los maccartistas. En
1948, se va a Suiza y después a Berlín Este, donde junto a su esposa Helenne
Weigel, funda el Berliner Ensemble. Su sistema dramático excluye los ele-
mentos espectaculares tradicionales en beneficio del valor didáctico. Brecht
impone al espectador un “distanciamiento”, le impide identificarse con el
personaje con el objetivo de despertar en él una toma de conciencia que lo
conduzca a la acción política. La actuación deja de ser cómplice para trans-
formarse en demostrativa.
10. Vsevolod Meyerhold (1874-1940). Debuta como actor en el elenco de
Stanislavski en el Teatro de Arte de Moscú. Pone en escena sus propios
espectáculos a partir de 1902, y enseguida es considerado como un experi-
mentador superdotado. Meyerhold hace explotar todas las convenciones
escénicas para hacer del escenario un trampolín de la imaginación. Para él,
el arte del actor se sitúa menos en la encarnación que en la actuación.
Explora todas las formas: la commedia dell’arte, el music-hall, el circo, las
tradiciones chinas, el teatro de feria, el burlesco. Su objetivo era “recrear la
plenitud de la vida” de tal manera que “lo cotidiano deje de parecer natu-
ral”. En 1918 entra al Partido Comunista, compañero de armas de
Maiakovski, quiere tranformar a la escena en un laboratorio de la futura
vida social y al actor en especialista de la acción estética, lanzándose así a
la investigación sobre la biomecánica y la cinética. Con el ascenso del stali-
nismo, es obligado a volver al realismo, acusado de formalista. Detenido en
1939, es fusilado en 1940.

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11. Charles Dullin (1885-1949). Actor, participa en 1913 de la fundación del
Vieux-Colombier con Jacques Copeau. Crea su escuela de actores en 1921
y su teatro L’Atelier en 1922. En 1927, en contra de la esclerósis del teatro
clásico y la invasión del teatro comercial, crea el Cartel de los cuatro, con
Louis Jouvet, Gaston Baty y Georges Pitoëff. Deja L’Atelier en 1940 para
dirigir el Théâtre de la Cité, ex Théâtre Sarah Bernhardt, del que es expul-
sado en 1947. Pedagogo notable, Charles Dullin reinvindica a la vez la
commedia dell’arte, el teatro japonés y el isabelino; quiere volver a la tradi-
ción para explorar mejor las formas acordes con la época. Dullin incita al
alumno a sentir antes que a expresar. Para él lo esencial de la puesta en
escena sigue siendo el respeto por el texto. Es uno de los primeros en predi-
car la descentralización teatral.
12. Louis Jouvet (1887-1951). Actor, director, es una de las grande figuras del
teatro y del cine de la entreguerra. Discípulo de Copeau, entra al Vieux-
colombier como jefe de maquinaria, después abandona a Copeau para asu-
mir la dirección de la Comédie des Champs Elysées en 1924. Vive años
difíciles hasta su encuentro con Girardoux. En 1934, se instala en el Athénée,
teatro que dirigirá hasta su muerte y donde crea todas las grandes obras
del dramaturgo. El final de su vida está marcado por el teatro de Molière
donde se destaca su Don Juan, una concepción del héroe maldito, que hizo
época. Repartiendo su tiempo entre la escena y el conservatorio donde da
clases, Jouvet nunca dejó de interrogarse sobre “la incomprensible pose-
sión y desposeimiento de sí mismo” que exige el oficio del actor, al que no le
alcanzan ni la espontaneidad ni el artificio. Sólo el tiempo y el trabajo duro
pueden conducir al intérprete al personaje que debe encarnar. Los libros
escritos por Jouvet forman parte de los escasos testimonios de un actor
sobre su arte.
13. Constantin Stanislavski (1863-1938). Actor y director, funda en 1898 junto
a Nemirovicht Dantchenko el Teatro de Arte de Moscú, donde pone en esce-
na Chéjov, Gorki, Gogol, Maeterlink. Crea junto con Meyerhold un taller
experimental. En contra de la actuación convencional –la sobreactuación,
la dejadez– que reinan según él en el teatro ruso, elabora a partir de 1907
un método, buscando ayudar al actor a encontrar la interioridad y la vida
espiritual a través de un entrenamiento continuo. Ejercicios psicosensoriales
para suscitar reminiscencias de su propia vida, puestas luego al servicio del
personaje; las acciones físicas, entre otros. Pero esos ejercicios sirven sólo
para encontrar el estado creador necesario para la interpretación.
Stanislavski rechaza que sus investigaciones queden fijadas en una técnica
que se aplique mecánicamente. El mismo, en su búsqueda permanente de
lo “verdadero”, de lo natural en el teatro, no dejó nunca de cuestionarse.
14. Giorgio Strehler (1921-1997). Actor y director italiano, cofundador junto a
Paolo Grassi del Piccolo Teatro de Milán que dirgirá entre 1947 y 1996. Un
emprendimiento ejemplar: atento a todos los grandes dramaturgos (de
Goldoni a Brecht, de Shakespeare a Strindberg, de Chéjov a Pirandello),
Strehler defiende la noción de teatro realista, épico, con un rol cívico y
social, enmarcado en la magia triunfante de la escena. Busca siempre con-
ciliar el teatro y el mundo, sabiendo con melancolía que la escena no puede
contenerlo en su totalidad. Tiránico con sus actores, gran servidor del tex-
to, erudito y esteta, es la figura tipo del director rey del fin del siglo XX.

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15. Orestíada. Unica trilogía que se conserva del poeta griego Esquilo (525 aC -
456 aC), padre fundador de la tragedia griega, autor de alrededor de noven-
ta obras de las que sólo siete han subsistido. Representada dos años antes
de su muerte en -458, la Orestíada es su obra mayor, la que le valió en su
época el éxito más grande. En la primera parte, la reina Clitemnestra –con
el apoyo de su amante Egisto– asesina a su marido Agamenón, cuando este
vuelve de la Guerra de Troya después de largos años de ausencia (Agamenón);
en Las Coéforas, Orestes, hijo de Agamenón, ayudado por su hermana
Electra, venga a su padre, masacrando a Clitemnestra y a Egisto; en Las
Euménides, Orestes es juzgado y absuelto en Atenas por un grupo de ma-
gistrados elegidos por Atenea. Es un tribunal compuesto por hombres, aho-
ra es el Estado, y ya no los dioses, quien debe mantener la paz en la ciudad.
Esquilo anuncia el origen del derecho, de la justicia de los hombres.
16. Ifigenia en Aulide, tragedia de Eurípides (484 aC-406 aC). En ella vemos cómo
el general Agamenón, habiendo esperado muchos meses, con su flota, para
irse a combatir a Troya, decide obedecer al oráculo y sacrifica a su propia hija
Ifigenia para atraerse al fin los vientos favorables. Ambicioso, sujeto a las
voluntades de los que lo eligieron jefe del ejército, se niega cruelmente a escu-
char las súplicas de Ifigenia, y las de su madre Clitemnestra, quien preparará
durante años su venganza (ver Orestíada). En Ifigenia en Aulide, como en las
otras dieciocho tragedias de Eurípides que se han conservado, la psicología
individual de los personajes se afirma cada vez más, y las antiguas leyes
divinas, las tradiciones arcaicas comienzan a ser poco a poco cuestionadas…

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Se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2007
en Talleres Don Bosco, Canelones 2130,
Montevideo, Uruguay.
Depósito Legal Nº 342 466
Comisión de Papel
Edición amparada al Decreto 218/96

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