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Diego Rivera, José María Sert, y los

Rockefeller: una historia con cuatro


epílogos*

Servando Ortoll
El Colegio de Sonora
Annette B. Ramírez de Arellano
Columbia University
La historia de cómo Diego Rivera perdió su más importante comisión, los
murales del edificio principal del Rockefeller Center, ha sido resumida como
el simple relato de un capitalista estadounidense que optó por negarle
publicidad a un gran líder comunista. Esta versión estrecha proporciona
una imagen imprecisa de las acciones de Rivera y Rockefeller, e ignora los
deseos de Nelson A. Rockefeller, pese a la controversia que engendró el
mural del primero, de convertirse en un mecenas reconocido de artistas
contemporáneos.
Todo inició en 1932. Mientras que Estados Unidos, y de hecho el mundo, se
abismaba en las profundidades inciertas de una severa recesión económica,
la familia Rockefeller se embarcó en el proyecto de crear un complejo de
rascacielos que se convertiría en un centro de oficinas y comercios a la vez
que en un monumento a su apellido. El proyecto costó 125 millones de
dólares, con una hipoteca de 40 y pérdidas anuales de cuatro.1 El
Rockefeller Center, como llegó a ser conocido dicho conjunto de edificios,
buscaba ser el centro del centro de la ciudad de Nueva York. De ahí que los
Rockefeller decidieran decorar con un mural el vestíbulo del edificio más
alto e imponente del conjunto, que albergaba la sede de la Radio
Corporation of America (RCA). Al hijo de 24 años de John D. Rockefeller, Jr.
—Nelson A. Rockefeller—le correspondió elegir quién pintaría el vestíbulo.
Aunque el joven y carismático vástago tenía presiones significativas para
elegir un pintor estadounidense en un momento en el cual tantos de ellos se
encontraban desempleados, Nelson A. Rockefeller encontró al muralista que
buscaba en México. Diego Rivera se había distinguido como un pintor de
frescos a gran escala, y había capturado magistralmente el espíritu de su
país en ocho murales de gran impacto visual. Además, la contratación de
Rivera seguía una pauta que reconocía el valor pictórico del artista pese a
su reputación como comunista consumado. En 1929 el embajador
norteamericano en México, Dwight W. Morrow, quien anticipó por años la
política del ‘buen vecino’ que el gobierno estadounidense instauraría años
más tarde,2 contrató a Rivera para que decorara los muros del Palacio de
Cortés en Cuernavaca. Su trabajo fue tan bien recibido que el arquitecto

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Timothy Pflueger y el Comisionado de las Artes de San Francisco, William
Gerstle, lo invitaron a pintar murales en el nuevo edificio de la Bolsa de
Valores. Una tercera propuesta provino de Edsel Ford (hijo de Henry) a
través del Dr. William R. Valentiner, director del Detroit Institute of Arts
para que ejecutara un mural en el instituto. Mientras que la presencia de
Rivera atrajo controversias en ambas ciudades incluso antes de terminar
sus frescos, es muy posible que el propio Valentiner, asesor artístico de
Abby Aldrich Rockefeller, fuera parcialmente responsable de influir en ella
y su hijo Nelson para que solicitaran a Rivera que plasmara un mural en el
Rockefeller Center.3
Por otra parte los Rockefeller no ignoraban las posturas comunistas de
Rivera. Frances Flynn Paine, quien trabajaba para los Rockefeller
rescatando arte y artesanías mexicanas, les había advertido, a finales de los
años veinte, que Rivera era ‘el “rojo” más poderoso en América Latina’.4
Aún así, los Rockefeller decidieron que pintara los muros del Rockefeller
Center.
Rivera aceptó el encargo con entusiasmo, percatándose de que éste no sólo
le pagaría generosamente, sino que le brindaría un escenario mundial como
ningún otro. Como lo confesó el propio Rivera, el Centro Rockefeller, ‘dado
su carácter, funciones, relevancia social, y escala, no [tenía] igual en el
mundo contemporáneo’.5 Para el otoño de 1932 Rivera, inmensamente
entusiasmado por el proyecto, ya había realizado varios bocetos
preliminares para sus frescos.6 ¿Cómo fue entonces que un comienzo que
auguraba un éxito tan categórico se convirtió en una controversia que tomó
carices internacionales?
Los hechos son sencillos pero se complicaron al tomar cartas en el asunto la
opinión pública, enardecida por la prensa nacionalista norteamericana:
cuando ya estaba por completar su gran obra, al muralista mexicano se le
ocurrió incluir la imagen de Lenin en su fresco. Cuando sus mecenas,
cediendo ante el peso de la opinión pública, lo instaron a que sustituyera el
rostro del líder comunista por el de una persona desconocida, Rivera se negó
a hacerlo: recibió el pago pactado, se cubrieron los murales con una lona, y
éstos acabaron destruidos meses más tarde.
En realidad, la historia no concluyó ahí. Al contrario, el episodio desató una
serie de secuelas que impactaron al muralista, al Rockefeller Center, y a
otras organizaciones y protagonistas sólo indirectamente relacionados con el
incidente inicial. Aquí nos proponemos relatar estas secuelas, algunas de
las cuales han salido a la luz pública sólo en años recientes, a medida que se
catalogan fuentes primarias y se abren archivos sobre el tema.

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Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

Al rescate del mural censurado


A pesar de su intervención breve y decisiva, Nelson A. Rockefeller actuó en
este caso sólo después de sutiles consultas y negociaciones. Su propósito no
era destruir el mural, sino removerlo del Rockefeller Center. En su muro
original, el homenaje a Lenin obstaculizaba el arrendamiento de las oficinas
y los locales comerciales en el complejo. Sin el ‘cambio artístico’ que los
Rockefeller le solicitaron a Rivera, el edificio corría el riesgo de ser el blanco
de un boicot económico en un momento en el cual Estados Unidos se sumía
todavía más en la recesión económica.7
Para Nelson Rockefeller, quien se iniciaba apenas en el mundo de las
finanzas y del capitalismo, l’affaire Rivera era algo delicado que podía
socavar su reputación como amante del arte moderno y árbitro del buen
gusto. Además, la familia Rockefeller protegía celosamente su reputación e
imagen pública. Era por lo tanto de suma importancia encontrarle una
salida airosa al conflicto. Para su madre, Abby Aldrich Rockefeller, el
incidente resultaba personalmente vergonzoso, sobre todo porque ella se
sentía responsable por seleccionar a Rivera para que confeccionara el fresco.
Escribiéndole a la señora Rockefeller en francés en 1932, el artista
mexicano le había manifestado su agradecimiento por haberle brindado la
belle opportunité de crear un mural en un lugar único ‘en el mundo entero,
dada su importancia, funciones, y la realidad del edificio dentro del cual se
encuentra’.8
Ambos Rockefeller, madre e hijo, sabían que aún cuando las organizaciones
artísticas y los sindicatos artesanales se habían opuesto a que los magnates
escogieran un muralista extranjero en un momento en el que tantos artistas
estadounidenses se encontraban desempleados, el asunto de los murales
tenía el potencial de convertirse en una cause célèbre. Indudablemente, los
artistas locales e internacionales considerarían el despido de Rivera como
una censura y un atentado contra la libertad artística.9 De hecho, las
críticas no tardaron en hacerse sentir: un grupo de artistas y escritores en
Boston calificó el acto como uno ‘a la par con las barbaridades culturales del
fascismo alemán y la quema de libros de autores de renombre
internacional’.10 No es por lo tanto sorprendente que los Rockefeller
buscaran una solución que conciliara la necesidad de salvaguardar los
intereses financieros de la familia, con la libertad de expresión del artista
que ambos admiraban.
A medida que se avivaba la controversia y se alineaban los partidarios de
uno y otro bando (sin faltar los que condenaban a ambos: al artista por su
ideología política y a los Rockefeller por su ingenuidad), Nelson Rockefeller
optó por una política de ‘completo silencio’. Sólo así, le explicó a un amigo
que ofreció su apoyo, eludiría ‘la posibilidad de involucrarse en una pelea
sin fin’.11

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El silencio sirvió para calmar los ánimos, pero no resolvió el problema
inmediato de qué hacer con el mural. La cortina de lona que lo escondía
temporalmente era sólo un recordatorio de la controversia. Corrieron los
meses, y la lona permanecía en su sitio. Los inquilinos del edificio, la RCA,
deseaban que el fresco se erradicara de manera permanente, ya fuera
pintándolo por encima o destruyéndolo definitivamente, para que no
aflorara en un futuro.12 Pero para diciembre de 1933, a unos siete meses del
despido de Rivera, el destino del mural estaba aún sin decidir.
Surgió entonces una forma de satisfacer las necesidades de la gerencia del
edificio, a la vez que de conservar la obra. El plan, esbozado en la
correspondencia de Nelson Rockefeller, contemplaba que el Museo de Arte
Moderno en Nueva York redactara una carta solicitando el mural, indicando
que sufragaría los gastos de desmontarlo y reinstalarlo en sus propias
instalaciones. La corporación de Rockefeller Center respondería
favorablemente a la solicitud, detallando sus condiciones. Ambas cartas se
darían a la prensa, concluyendo así la controversia y la publicidad adversa
que ésta había causado. El Museo contrataría entonces a Rivera, para
terminar la obra así como para retocar cualquier daño ocasionado por su
remoción y transplante.13
Faltaba un detalle: conseguir los fondos para que el Museo pudiera remover
e instalar el mural. Rockefeller proponía un ‘adelanto’ o préstamo por parte
del Rockefeller Center, el cual estaba seguro sería concedido.14 (Esto
aligeraba el proceso además de facilitar la maniobra). Además, sugirió el
joven heredero, cualquier gasto incurrido en este proceso se compensaría
con lo que cobraría el Museo al público que desfilaría frente a la obra, una
vez estuviese desplegada en su nuevo hogar.15
Todos los pormenores parecían previstos, y casi todos los protagonistas
acordaron el plan. Faltaba mencionárselo a Diego Rivera, pero su
participación no sería necesaria hasta después de ser efectuado el traslado.
Sólo quedaba un escollo por superar: había que constatar que el mural se
podía remover sin causarle daños estructurales al edificio o a los ascensores
que colindaban con el fresco. De acuerdo a una versión de los hechos, los
ingenieros que realizaron sus estudios concluyeron que era imposible
salvaguardar la integridad de la obra a la vez de proteger la estructura del
edificio.16 Con este dictamen, se descartó el plan de rescate. Semanas
después, un sábado de febrero de 1934, a la media noche, se procedió a
cincelar el mural, raspando la pared para remover las diferentes capas de
pintura y empañetado que constituían el fresco.17 Tarde esa misma fría
noche de febrero, mientras dos de los asistentes de Rivera—Steve Dimitroff
y Lucienne Bloch—paseaban por el centro de Manhattan, tras salir de una
función cinematográfica, decidieron pasar frente al edificio de la RCA.
Las puertas estaban cerradas con llave, pero cuando ambos se disponían
a marcharse, notaron cerca de una docena de tambores de gasolina a un

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Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

lado de la entrada, apilados con lo que parecían trocitos de yeso. Al


escudriñar los tambores descubrieron, para su horror, que los trozos de
yeso eran fragmentos hechos trizas del mural de Diego Rivera.18
Fueron Steve Dimitroff y Lucienne Bloch quienes difundieron la voz de
alarma a Diego Rivera y otros.19 El suceso causó revuelo en los Estados
Unidos20 y en México21 Rivera lo calificó como ‘un acto de vandalismo
cultural’,22 así como en círculos artísticos alrededor del mundo.23 Hubo al
menos otra reacción que no alcanzó las primeras páginas de los diarios.
Un escarmentado Nelson permaneció en silencio cuando los trabajadores
acarrearon los escombros de lo que una vez había sido el mural de
Rivera, el mural que tan orgullosamente había contratado. Ya no se
hablaba de integridad artística, ni se abogaba por la visión de Rivera: la
única salida que le quedaba a Nelson era alinearse con los deseos de su
padre. Había demasiado en su futuro, demasiado en juego, para actuar
de otra manera.24
Pero pasara lo que pasara, la suerte estaba echada y cada uno de los
protagonistas en el incidente enfrentaba ahora una nueva serie de
decisiones.

Redecorando el Rockefeller Center: el mural sustituto


El problema de qué hacer con las paredes que Rivera había pintado
originalmente quedaba por solucionarse. Los muros de la RCA habían sido
diseñados con un gran mural en mente, y las paredes recién ‘restauradas’
permanecían como testigos mudos del desagradable ‘incidente’. Cómo
solucionaron el problema los gerentes del Rockefeller Center es importante
conocerlo, pues nos muestra el tipo de medidas que tomaron para ahorrarse
una experiencia similar a la vivida con Rivera y los problemas que
enfrentaron al lidiar con otro artista no sólo con tendencias políticas rivales
a las del muralista mexicano, sino con idiosincrasia propia.
Cuando por fin se decidieron, los proyectistas del Rockefeller Center
optaron por escoger a otro artista extranjero, al catalán José María Sert
para que cubriera los muros desnudos del edificio. Desde al menos los años
veinte, Sert, cuyas esperanzas ‘estaban concentradas en los encargos de
Nueva York’25 se había pronunciado públicamente contra el caballete y a
favor de una pintura que llenara los muros frecuentados por las multitudes:
‘si se volviese a la tradición’, explicó en una entrevista, ‘el artista
abandonaría hoy las pequeñas telas, [...] y pediría a los constructores de
grandes superficies el honor de pintar paredes enteras, muros enormes,
espacios grandísimos, como en Venecia pintaban el Veronés y Tiépolo’.26
La gran oportunidad de llevar a la práctica sus declaraciones, se le presentó
a Sert tras la agitación desencadenada por lo ocurrido con la destrucción del
mural de Rivera en el Rockefeller Center.27 Sert no gozaba del renombre
internacional de Diego Rivera, es cierto, pero tampoco tenía el

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temperamento ni los compromisos políticos—o al menos esto era lo que
afirmaba en público—del artista mexicano. Además, Sert ya había
colaborado en los murales del edificio de la RCA: a él lo habían comisionado
para crear un pequeño panel vertical que complementaba el de Rivera en el
mismo edificio.28 Era, por lo tanto, alguien familiarizado con el lugar y el
mural. Aún así, los Rockefeller exigieron una serie de medidas para
asegurarse que no habría sorpresas en el diseño comisionado, evitando así
repetir el incidente con Rivera. Dichas providencias incluyeron ver un
boceto detallado del mural antes de aprobarlo, obtener una maqueta del
mismo antes de instalarlo, y sustituir la técnica del fresco por la del lienzo
adherido al empañetado, método que Rivera había catalogado como ‘la
detestada tela encolada’.29 Así, los Rockefeller vigilarían y fiscalizarían de
manera estricta el proceso creativo en todas sus etapas. Esta vez, Nelson
Rockefeller desempeñaría un papel decididamente secundario: la gerencia
del Rockefeller Center tomaría todas las decisiones, previa consulta con
John D. Rockefeller, Jr., padre de Nelson.
Pese a las restricciones, la modesta paga, y el peligro de ser tildado ‘plato de
segunda mesa’ en el reñido mundo del arte, Sert se sentía halagado de
haber sido escogido para pintar el mural sustituto: el proyecto se le
presentaba además como la coyuntura óptima de mostrar su dominio en el
oficio de la geometría del espacio.30 La posibilidad de crear algo original en
un lugar tan importante y transitado seguía siendo codiciada. Además, él
veía la oportunidad de contribuir al Rockefeller Center como una nueva
apertura artística y profesional.31
Una vez sometido y aprobado su boceto, Sert comenzó a elaborar su obra en
más detalle. Pero, aún cuando ésta iba evolucionando en forma paulatina,
John D. Rockefeller solicitó que el gerente del Rockefeller Center, John R.
Todd, visitara a Sert en su estudio en París y le reportara sobre los avances
del asunto. Como muchos otros, Todd quedaría impresionado tras su
encuentro con Sert. José Plá, quien habían entrevistado en París, también
resultó maravillado, pues al llegar al lugar donde trabajaba el maestro, ‘uno
se daba cuenta que en el taller reinaba un orden perfecto, casi glacial, y que
la limpieza era absoluta, cosa rara en los talleres. [...] La organización de
todo era perfecta y correspondía a la situación que Sert se creó en París, que
era la de un gran artista’.32 Un elemento adicional que llamó la atención de
Plá sobre el lugar en el que Sert trabajaba, no queremos soslayarlo: ‘en su
taller todo parece organizado para realizar los encargos de un arte
multitudinario, superficial, monstruoso y frío’.33
En abril de 1937, Todd le describió a John D. Rockefeller su reunión con el
artista. Como Plá en su momento, Todd manifestó que el atelier de Sert era
magnífico, y que todo se encontraba ‘en un orden inmaculado’.34 El panel
principal sería de una ‘buena escala’ y de colores apropiados. Más
importante, ‘no tiene nada que ofenda. Tampoco confunde ni deprime; al

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Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

contrario, puede que anime a los que entren a 30 Rockefeller Plaza’.35


Mientras los paneles de Rivera trazaban a los trabajadores como hombres
oprimidos y en pie de lucha, el nuevo mural representaría a ‘los mismos
trabajadores ya no como esclavos, sino como hombres libres: artesanos con
esperanzas y ambiciones, ofreciéndole a sus camaradas la materia
prima—poesía, arte, música—para que ellos la transformen en lo bello y en
lo útil’.36
Pero Sert, alertado de la visita de Todd, desarrolló con tiempo sus planes
propios: aprovechó así la visita del proyectista neoyorquino para auscultar
la posibilidad de ampliar el proyecto más allá del mural original. Su ‘gran
proyecto’ era decorar también el plafón y los muros restantes, cubriendo así
todo el vestíbulo del edificio con sus pinturas. Esto crearía un ambiente
dramático y único. Aún sin mediar ningún compromiso al respecto, Todd
accedió a enviarle a Sert una maqueta del vestíbulo, para que el artista
experimentara con ésta antes de mostrársela a los que desarrollaban el
plan.37 Para fines de junio de 1937 el mural inicial del edificio de la RCA
estaba listo. Sert había incluido un retrato de Abraham Lincoln, cuya
semblanza era ‘fiel y fina, y todo el mundo lo reconocerá inmediatamente’.
Pero esta inclusión había resultado sumamente abrumadora, y Sert juraba
‘nunca más intentar de pintar otro retrato’.38 La obra viajaría en el barco
Normandie, y llegaría a Nueva York en agosto. Ésta habría de ser instalada
poco después, luego de ser aprobada por los dos Rockefeller, padre e hijo.39
Aunque el mural requirió retocarse para alterar las expresiones de ciertos
personajes, Sert consideró la obra sumamente satisfactoria, y la base para
continuar colaborando con los Rockefeller.
En abril de 1938, Sert nuevamente abordó la posibilidad de ampliar el
proyecto original.40 El artista había esbozado sus ideas para completar la
decoración total del vestíbulo, y tenía una maqueta lista para mostrársela a
sus patrocinadores. Dados los eventos recientes en Europa (ésos eran los
tiempos, después de todo, en los que España recogía los escombros de su
guerra civil y Alemania empezaba a imponer su hegemonía sobre los países
circundantes), Sert creía que ‘sólo Estados Unidos ofrece la esperanza de
que perduren las obras importantes’.41
Acto casi seguido, Sert escribió directamente a Nelson Rockefeller
anunciando que pronto llegaría a Nueva York. El propósito de su viaje era
ver su mural instalado y retocarlo, pero también quería auscultar la
posibilidad de entablar ‘una colaboración más regular’ con los arquitectos
del Rockefeller Center y de integrar el arte a la estructura, en una síntesis
sin precedente.42 Recalcó Sert que su interés no era cuestión de ocio ni de
negocio: al contrario, tenía pendientes varios proyectos en Argentina y una
cantidad enorme de trabajo en España. Pero estos proyectos no añadían
nada a su carrera y lo que le apasionaba era ‘la colaboración con la
arquitectura, donde considero que la pintura tiene su verdadero sitio aún
cuando éste no haya sido reconocido hasta la fecha’.43

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En Nueva York, Sert se reunió con Nelson Rockefeller y con los arquitectos
y el comité ejecutivo del Rockefeller Center. El artista les mostró su
esquema para decorar todo el vestíbulo de la RCA, incluyendo el plafón y
todos los muros. La obra cubría un total de 5,000 pies cuadrados, lo cual
representaba cinco veces el área de su comisión original. Convencido y
convincente, Sert expuso su punto de vista y sus bocetos, contagiando a sus
patrocinadores con su propio entusiasmo.
Nelson Rockefeller coincidió con el artista en que el proyecto sería ‘muy
efectivo y poderoso’ y se dirigió a su padre para obtener su visto bueno. En
su argumento, el hijo apeló al interés de su padre en que el complejo que
habría de inmortalizar el nombre de la familia fuese vistoso y singular. A la
par, el joven vástago acudió a la ética comercial de la familia: la obra, señaló
Nelson, ‘costaría un máximo de $20.000, una décima parte de lo que [Sert]
había cobrado por área cuadrada en su obra anterior’. Nelson concedió que
aunque los que habían visto el proyecto lo favorecían, éste ‘sería difícil de
justificar desde el punto de vista comercial únicamente’.44 A pesar de que la
propuesta de Sert representaba ‘una ganga extraordinaria’, todos
entenderían y acatarían la decisión final del mecenas, fuese ésta la de
aprobar o rechazar el proyecto.45
Ante el contundente argumento de su hijo, John D. Rockefeller Jr. no pudo
menos que darle su beneplácito al proyecto. No obstante, éste no estaba del
todo convencido de que la obra llenaría sus expectativas: consideraba que el
mural que ya se había instalado de Sert no era ‘tan bueno como sus obras
anteriores, ni era lo que anticipábamos después de haber visto las bellas
fotografías de su trabajo en otros edificios’.46 A pesar de estas reservas,
Rockefeller envió un cable, aceptando la propuesta de Sert, y concediendo
un pago inicial de $4.500 para el muralista.47 Siempre cautelosos, los
funcionarios del Rockefeller Center sugirieron que se tomaran fotos de los
dibujos del artista, y que cualquier cambio fuese descrito explícitamente
antes de ser incorporado al mural, evitando así cualquier malentendido que
pudiera surgir.48
Estas precauciones, sin embargo, no lograron obviar conflictos entre Sert y
sus patrocinadores. Ambas partes fallaron en cumplir con lo estipulado,
ocasionando demoras en la entrega e instalación de los murales. En 1939, la
gerencia del Rockefeller Center amenazó a Sert con retener el pago y
cancelar su contrato si la obra no estaba lista e instalada para fin de año.49
En su respuesta, el pintor destacó el incumplimiento por ambas partes, y
señaló obstáculos imprevistos: demoras en la entrega de materiales;
encomiendas urgentes del gobierno español; la incipiente guerra europea y
las prohibiciones sobre el uso de luz eléctrica por las tardes, lo cual reducía
sus horas de trabajo. En su carta, Sert subrayó que los intereses de la
gerencia del Rockefeller Center y los suyos eran los mismos, y exhortó a
Rockefeller a que tuviera confianza en él y aguardara los resultados. En
cuanto al pago, Sert se mostró desprendido:

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Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

El Rockefeller Center decidirá lo que le parezca. Por el placer de ver esta


gran obra en América, yo, el pintor más caro del mundo, he aceptado el
precio más bajo jamás ofrecido a un artista por una obra de semejante
envergadura. No se trata, por lo tanto, de una discrepancia de precio
entre el Rockefeller Center y yo.50
Sert completó la encomienda en enero de 1940 y envió los lienzos a Nueva
York en febrero de ese año. Pero esto no concluyó el asunto, y la obra que ya
había languidecido inconclusa por tres años, habría de dilatarse mucho más
en mostrarse a los ojos del público. En agosto de 1940, el artista se dirigió
nuevamente a Rockefeller para recapitular sus logros y preguntar sobre la
instalación del mural:
La obra se llevó a cabo en completo acuerdo con el boceto aprobado. Sólo
tuve que modificar los dos paneles por encima de las escaleras porque al
pintarlos constaté que carecían del volumen necesario y no concordaban
con el plafón ni con la balaustrada [...].
También volví a pintar la parte retocada en el panel instalado hace tres
años en R.C. Así, todos los murales en el vestíbulo serán obra mía. La
totalidad de la obra me parece buena. Es una obra muy extensa, y
considero que el plafón es un logro significativo.
Yo espero, querido señor Rockefeller, que usted quede complacido.51
Pero habían de correr muchos meses antes de que Sert supiese el desenlace
de tan complicado proyecto. En vez de una contestación del propio
Rockefeller, Sert recibió el cable de un representante de la gerencia del
Rockefeller Center, indicándole que sus murales se instalarían en diciembre
de ese año, que no podía aprobarlos de antemano, y que el pago se ajustaría
después.52 Sert respondió que estaba de acuerdo con todo esto, pero destacó
la importancia de su obra y la escasa importancia que le asignaba al pago
de la misma. Exasperado y humillado, con su amor propio lesionado, Sert
abandonó su actitud conciliatoria y reiteró su postura cuando aceptó la
comisión:
Si en nuestro contrato yo firmé la cláusula de la aceptación de las
pinturas y de que éstas debían ser aprobadas, es sobre todo porque dicha
cláusula me rejuvenece, restándome 40 años. A mi edad y en mi
situación, con frecuencia soy yo el llamado a juzgar las pinturas de
otros... Las mías, hélas!! están hors concours.
En todo caso, jamás podrán ser juzgadas por un juez más exigente que
yo mismo, y se lo acabo de demostrar [...] volviendo a pintar una gran
parte del panel central de su vestíbulo que, a pesar de su aprobación, no
me satisfacía por ciertas razones.53
En cuanto a la cuestión del pago, Sert nuevamente marcó su renuncia a
entrar en regateos vulgares con sus patrocinadores. No eran motivos
económicos los que lo animaron a aceptar la comisión, sino la posibilidad de
crear algo original:

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[...] si yo accedí a pintar su enorme vestíbulo por la mitad del precio
usual de uno solo de mis murales, es porque yo buscaba otra cosa que la
ganancia material. Lo que me interesaba era resolver, por primera vez
en América, el problema de completar la arquitectura de su vestíbulo
con mi pintura, de manera que ambos fueran una sola cosa.54
En noviembre de 1940, era Rockefeller el que le escribía al artista para
explicarle los retrasos en instalar los murales. Cerca de diez meses habían
transcurrido desde que éstos se habían recibido, pero imprevistos cambios
estructurales en el vestíbulo habían impedido que se concluyera la obra, y el
proyecto se llevaría a cabo hasta principios de 1941. No obstante, John D.
Rockefeller, Jr. le aseguró al artista que ‘todos estamos deseosos de ver
estos murales en su sitio, y con mucho gusto le escribiré para informarle
cómo me impresionan una vez estén instalados’.55
Con la entrada de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial, los
murales perdieron su prioridad. No fue sino hasta 1943 que las pinturas de
Sert quedaron instaladas. La recepción al mural fue decididamente
discreta. Dados los tiempos de guerra, al New York Times le importó más
reportar sobre un encuentro entre Manuel Ávila Camacho y Franklin D.
Roosevelt que sobre el mural de Sert, aunque no faltó quien señalara que
uno de los lienzos mostraba a cinco hombres alzando la mano en un saludo
fascista y que, con este gesto, consciente o inconsciente, de Sert, Diego
Rivera había sido el último en reír, después de todo.56

El mural trasplantado
En realidad, Rivera no tuvo que esperar tanto para restituir lo que le había
sido tan abruptamente arrancado. Aún antes de que Sert entrara en
negociaciones con los gerentes del Rockefeller Center, Diego Rivera se las
ingeniaba para reconstruir el mural que se había apoderado de su
imaginación. Imposible dejar que éste se escapara: podría ser desprendido
de la pared, pero no podría borrarse para siempre mientras el artista
estuviera disponible y dispuesto a reconstruirlo. Y Rivera, incansable,
enérgico, y apoyado por artistas y aliados políticos, estaba ansioso por
reproducir el mural. Inicialmente, el artista había querido re-crear su obra
en los muros del New Workers’ School en Nueva York. Pero el edificio era
alquilado, y estaba tan deteriorado que iba a ser demolido.57 En vez de
pintar directamente sobre las paredes, el muralista construyó una serie de
21 frescos portátiles que podían exhibirse en la escuela obrera para luego
trasladarse a otro lugar:
[...] cada panel estaba enmarcado en madera, con las esquinas en metal,
y en el respaldo tiras de madera cruzadas, tabla, enmallado de alambre,
y varias capas de escayola, rematadas con la superficie pintada de
mármol molido y hormigón, sostenida en su sitio por soportes de
maderas y tiras de metal.58

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Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

Uno de los paneles se titulaba ‘Unidad Proletaria’ y desplegaba el retrato de


Lenin que tanto tumulto había causado.
Pero el mural del Rockefeller Center era mucho más que la suma de sus
partes, y, cuando supo que su fresco se había reducido a polvo, Rivera se
encolerizó y solicitó del gobierno mexicano una pared para reproducir el
mural en su totalidad. El gobierno de Lázaro Cárdenas, recién inaugurado
presidente, ofreció un muro en el Palacio de Bellas Artes. Aunque el lugar
no era el más idóneo, al artista ‘no le importó el edificio: no buscaba pintar
un fresco que expresara la arquitectura y destino de aquél, sino un sitio
público donde la gente pudiera ver la clase de pintura que los Rockefeller y
sus arquitectos habían destruido’.59 Ya que tuvo la oportunidad de replicar
su obra, Rivera la aprovechó también para añadirle ciertos ‘personajes’,
incluido entre ellos la figura de John D. Rockefeller padre, fundador de la
dinastía familiar.60
La reconstrucción, completada en 1934, distó mucho del original. En primer
lugar, el boceto creado para los Rockefeller había sido diseñado en función
de la arquitectura. El fresco original había sido literalmente ‘hecho a la
medida’. El mural de la RCA era un tríptico que cubría una pared y dos
laterales.61 El transplante a Bellas Artes requirió adaptar el diseño a un
muro más pequeño. El nuevo espacio no sólo tenía otras dimensiones, sino
que estaba interrumpido por columnas y otros detalles estructurales que
impedían ver la obra en su conjunto.62 Además, la relación entre el arte y el
público era distinta. Mientras que el mural dominaba la entrada del edificio
de la RCA en el Rockefeller Center, atrayendo la atención de todo visitante,
el mural se encuentra en el segundo piso de Bellas Artes, apreciado tan sólo
por quien sube a ese nivel. En pocas palabras, el lugar estaba en conflicto
con la ‘simetría dinámica’ y la temática de la obra. La composición a la cual
Rivera le había dedicado tanto pensamiento antes de plasmarla en una
serie de bocetos, ahora se encontraba hacinada con personajes y motivos
pictóricos apiñados en un muro que apenas podía contenerlos.63
En segundo lugar, en la reconstrucción del mural Rivera ya no contaba con
el cuadro de asistentes leales que funcionaba como una máquina ágil,
eficiente y bien aceitada. Estos, tan dedicados, entusiastas e incansables
como el maestro que los guiaba, constituían un cuerpo internacional de
voluntarios, para quienes la vocación de artista no estaba reñida con el
papel subsidiario que habían asumido. Con excepción del químico
especializado en mezclar pinturas y lograr la consistencia y los tonos
deseados, los ayudantes que lo acompañaron en su peregrinaje artístico por
Estados Unidos, siguiéndolo, en algunos casos, de San Francisco a Detroit y
de ahí a Nueva York, permanecieron en ese país o regresaron a Europa, de
donde provenían en su mayoría.64
Por último, Rivera requería espontaneidad en su arte, y reconstruir el
mural le privaba de este ingrediente esencial. Reproducir el mural original

11
JILAS Journal of Iberian and Latin American Studies, 10:1, July 2004
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no concordaba con el talento de ‘pensar con la mano’ que caracterizaba su
oficio. Además, en Nueva York, el artista y su equipo tenían una estricta
fecha de entrega y se habían visto obligados a trabajar a un ritmo sin
precedentes. Delineando sus bocetos con trazos firmes, sin titubeos, al
artista le gustaba trabajar contra el reloj. En palabras de una de sus
ayudantes, Rivera alegaba que ‘si tenía demasiado tiempo, tenía la mala
costumbre de hacer su obra excesivamente “refinada”. Trabajar bajo presión
lo hacía pintar mejor’.65 Estas presiones no imperaban en Bellas Artes.
Creado bajo circunstancias diferentes de las originales, el mural de México
fue por lo tanto un ente distinto. Si bien es cierto que recogió los croquis
anteriores y logró desagraviar al artista de la humillación a la cual había
sido sometido, no es menos cierto que el producto final no estuvo a la par
con la obra del Rockefeller Center. Aún los más devotos biógrafos del artista
han subrayado la brecha entre el original y su sustituto. Refiriéndose a este
último, Bertram D. Wolfe escribió en 1963 que
hubo en la ejecución de este fresco menos sencillez y solidez de
estructura, más énfasis en la línea. Como pintura es menos poderosa y
en el lugar que se halla perdió su impacto dramático e intención original
que era, a la letra, épater les bourgeois.66
Más recientemente, Patrick Marnham ha indicado que el mural falla no sólo
por su ubicación inapropiada, sino también por ser una réplica. El mural,
comenta Marnham, ‘tiene algo del efecto insípido de un comentario jocoso
que pierde su gracia al ser repetido [...]’.67

Las relaciones entre los Rockefeller y Diego Rivera


Ya sea porque la relación entre los Rockefeller y Sert fue casi tan
accidentada como la de éstos con Diego Rivera, o porque Rivera logró
plasmar su gran mural después de todo, el tiempo logró limar las asperezas
que llevaron al rompimiento entre los norteamericanos y el muralista
mexicano. El interés de Nelson Rockefeller en el arte y la artesanía
mexicana continuaba muy vivo, y por eso él viajó a México en varias
ocasiones para aumentar su colección. En este proceso contó con los consejos
de Rosa y Miguel Covarrubias, artistas y coleccionistas ambos: Rosa era
pintora, fotógrafa, y bailarina; Miguel se había descollado como
caricaturista para la revista neoyorquina Vanity Fair, codeándose así con la
elite social y artística de la gran urbe. Cuando Nelson y su joven esposa
viajaron alrededor del mundo en su viaje de luna de miel en 1930, visitaron
a los Covarrubias en Bali, donde éstos se encontraban estudiando las artes
de esa isla. En esa ocasión, Rosa inició a Nelson en los encantos de la
artesanía oceánica.68 El joven adquirió un mango de cuchillo tallado en
madera, oriundo de Sumatra; fue la primera compra de una importante
colección de artesanía del Pacífico que Nelson donaría al Museo
Metropolitano de Nueva York.

12
Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

Después de esta primera adquisición, Nelson empezó a contar con el


peritaje y el buen gusto de Rosa Covarrubias para ampliar su colección. Ella
a su vez lo familiarizó con la artesanía mexicana, encausando sus intereses
hacia ésta y fomentando su dedicada afición en este campo. Combinando
una genuina fascinación por el oficio artesanal con recursos prácticamente
ilimitados, Nelson Rockefeller rápidamente se convirtió en un devoto
coleccionista que adquiría centenares de artículos a la vez, enviando baúles
llenos de tallas de madera, vasijas de barro, retablos, bordados, y objetos de
papier maché a su residencia en Nueva York.69
Aunque los Covarrubias se habían iniciado profesionalmente en Estados
Unidos, se mudaron en 1940 a México. Allí reanudaron sus lazos con el
establishment artístico de la capital, incluyendo en sus frecuentes y
comentadas tertulias a Frida Kahlo y Diego Rivera.70 Fue seguramente a
través de los Covarrubias que los Rivera renovaron sus vínculos con Nelson
Rockefeller. Con amigos en común, no es sorprendente que los Rockefeller y
los Rivera se encontraran de nuevo, no ya como mecenas y artistas, sino
como amistades con un pasado compartido.
Diez años habían transcurrido desde el abrupto descenso de Diego Rivera de
los andamios del Rockefeller Center. En esa década, las vidas de los
protagonistas principales del incidente habían tomado nuevos rumbos.
Nelson Rockefeller había abandonado su carrera en el mundo de las
finanzas y los bienes raíces para dedicarse a una carrera política: desde
1940 ocupaba el cargo de director de la Oficina de Asuntos Interamericanos,
cuyo propósito era afianzar las relaciones entre Estados Unidos y América
Latina.71 En este puesto, Rockefeller inició una trayectoria que lo llevaría
luego a la gobernación del estado de Nueva York y, posteriormente, al
umbral de la Casa Blanca. Entre otras ventajas, el puesto le permitía viajar
por todo el hemisferio, y fomentar su interés en las artes.
La carrera de Diego Rivera también había evolucionado, aunque más como
reacción a su entorno que por decisión propia. El episodio del Rockefeller
Center había ocasionado que le cancelaran de manera inmediata otras
comisiones importantes en Estados Unidos, incluida una en Chicago para la
General Motors.72 Para 1940, Rivera había completado sus murales más
importantes,73 y aunque crearía otros frescos tales como el ingenioso Sueño
de una tarde dominical en la Alameda Central, éstos no representaban hitos
en su carrera artística. En el México de Cárdenas, los murales habían
perdido su atractivo político y su gobierno había dejado de auspiciar
proyectos decorativos en gran escala. Con su sitial histórico asegurado,
Rivera se dedicó a pintar retratos de mujeres ricas y de niños pobres.74
Entre tanto, la carrera de Frida Kahlo comenzaba su ascenso, si bien
pasarían varias décadas antes de que su arte recibiera el debido
reconocimiento.

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Fotos tomadas en casa de los Covarrubias en la ciudad de México en 1943
muestran a Nelson Rockefeller y Frida Kahlo sentados uno junto al otro, y a
Frida descansando su mano sobre la de Nelson, en una pose atenta y
cariñosa.75 Engalanada con un atuendo que incorpora muchas de las
prendas que la caracterizaban (joyas vistosas, flores entrelazadas en el
cabello, falda larga y estola reluciente), Kahlo se muestra interesada en lo
que cuenta el apuesto Rockefeller. No sabemos de qué hablaban, pero la
composición de la foto y las plácidas expresiones de los participantes
indudablemente indican que el episodio ocurrido una década antes había
sido superado, si no olvidado.76

Nelson y Frida
(Cortesía del Rockefeller Archive Center)

Seis años más tarde, cuando el Instituto de Bellas Artes inauguró una
muestra retrospectiva de la obra de Diego Rivera, los museos y
coleccionistas privados prestaron sus obras. Abby Aldrich Rockefeller y su
hijo Nelson generosamente facilitaron sus extensas colecciones de dibujos y
acuarelas de Rivera, completando así el círculo de relaciones simbióticas
forjadas a lo largo de casi dos décadas.77
Si bien l’affaire Rivera fue muy comentado en 1933, y el rompimiento
dramático entre el artista y sus patrocinadores fue la comidilla del mundo

14
Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

artístico por muchos meses, la historia tendría diversos colofones. Con el


tiempo, el mural fue sustituido, el boceto original fue trasplantado, y los
protagonistas reasumieron sus relaciones cordiales. El incidente no puede
por lo tanto ser contado como una ópera, con villanos y héroes abocados
hacia un destino inevitable. Al final, el episodio se pareció más a una
zarzuela: los vericuetos de varias vidas entrelazadas, junto con los eventos
históricos que condicionaron sus actuaciones, llevaron a un desenlace
complicado pero, en última instancia, medianamente feliz.

Notes
* Los autores agradecen comentarios a una versión anterior de este texto a
William Beezley y a dos lectores anónimos. Robert Battaly, archivista del
Rockefeller Archive Center, nos auxilió a rescatar información relacionada con
este escrito.
1 Joe Alex Morris, Nelson Rockefeller: a Biography, Nueva York, Harper &
Brothers, 1960, p. 101.
2 Sobre el ‘concepto’ del ‘buen vecino’ que promovieron el secretario de Estado
Cordell Hull y el subsecretario Sumner Welles a inicios de los años cuarenta,
véase Morris, Nelson Rockefeller, p. 133.
3 En torno a la presencia de Rivera en San Francisco y Detroit, véase David
Craven, Diego Rivera as Epic Modernist, Nueva York, G.K. Hall; Simon &
Schuster Macmillan, 1997, pp. 128−45, y Elizabeth Fuentes Rojas, Diego
Rivera en San Francisco: una historia artística y documental, Guanajuato,
Gobierno del Estado de Guanajuato, 1991, p. 55. Sobre el aprecio de Nelson y
su madre por la obra de Diego Rivera, véase Morris, Nelson Rockefeller, p.
101; para una crítica al mecenazgo de Abby Aldrich Rockefeller y su hijo a la
obra y persona de Diego Rivera, consúltese Cary Reich, The Life of Nelson A.
Rockefeller, Worlds to Conquer, 1908−1958, Nueva York, Doubleday, 1996, pp.
105−06.
4 Frances F. Paine a Abby Aldrich Rockefeller, ¿Nueva York?, 13 de agosto de
1930, Rockefeller Archive Center (en adelante RAC), Sleepy Hollow, Nueva
York, Rockefeller Family Archives (en adelante RFA), Record Group (en
adelante RG) 2, Cultural, caja 107, folder 961. A menos que indiquemos lo
contrario, todas las traducciones del francés y del inglés al español son
nuestras.
5 Diego Rivera a Nelson A. Rockefeller, Detroit, 10 de octubre de 1932, RAC,
Series: Business Interests (en adelante BI), Rockefeller Center, Inc. Diego
Rivera (en adelante RCI-DR), RG 2, caja 94, folder 708.
6 Ibid.
7 Linda Bank Downs, Diego Rivera: The Detroit Industry Murals, Nueva York,
The Detroit Institute of Arts in association with W. W. Norton, 1991, p. 181.

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~
8 Diego Rivera a Abby Aldrich Rockefeller, Detroit, 5 de noviembre de 1932,
RAC, RFA, BI, RCI-DR, RG 2, caja 94, folder 708.
9 En cuanto corrió la noticia de que Rivera había sido despedido sin que
terminara su encargo pictórico, se desataron todo tipo de críticas y acciones en
apoyo de Rivera y en contra de los Rockefeller: ‘el primer acto en favor de
Rivera se llevó a cabo a escasas dos horas de su despido y fue reprimido por la
policía. A pesar del despliegue de la fuerza policíaca y del cuidado con el que
se intentó sacar a Rivera del Rockefeller Center, el escándalo no se hizo
esperar. La primera manifestación paró el tráfico y generó de inmediato
noticia periodística de primera plana en los principales diarios de Estados
Unidos y de México’. Irene Herner de Larrea, Diego Rivera: paraíso perdido en
Rockefeller Center, México, Edicupes, 1986, p. 51.
10 Telegrama del John Reed Club of Boston a Nelson A. Rockefeller, Boston, 13
de mayo de 1933, RAC, RFA, BI, RCI-DR. RG 2, caja 94, folder 708. Este
telegrama fue redactado a raíz de la enorme quema de libros que los nazis
llevaron a cabo el miércoles 10 de mayo de 1933.
11 Nelson A. Rockefeller a Michael Cuypers, Nueva York, 15 de mayo de 1933,
RAC, RFA, BI, RCI-DR. RG 2, caja 94, folder 706.
12 James G. Norton, de la RCA, a John Roy, gerente de Arrendamiento del
Rockefeller Center, Nueva York, 1 de diciembre de 1933, RAC, RFA, BI, RCI-
DR. RG 2, caja 94, folder 708.
13 Nelson A. Rockefeller a Alan R. Blackburn, Jr., del Museum of Modern Art,
Nueva York, 16 de diciembre de 1933, RAC, RFA, BI, RCI-DR. RG 2, caja 94,
folder 706.
14 Ibid. Entre líneas, se entiende que los Rockefeller estaban dispuestos a
costear el asunto; ni Nelson ni su madre se oponían a enviar donaciones
anónimas al Museo para permitir que éste adquiriera obras en las cuales ellos
tenían un interés particular. Véase, por ejemplo, una carta de Abby Aldrich
Rockefeller a su hijo Nelson, fechada en 1934 y citada en ‘Collection News:
Serendipity at The Rockefeller Archive Center’, Rockefeller Archive Center
Newsletter, primavera de 2002, p. 7. El plan esbozado sugiere que los
Rockefeller estaban dispuestos a pagar por el mismo mural dos veces, una vez
por la obra original realizada sobre los muros del Rockefeller Center; la otra,
por la misma obra transplantada sobre los del Museo.
15 Nelson A. Rockefeller a Blackburn, 16 de diciembre de 1933, RAC, RFA, BI,
RCI-DR, RG 2, caja 94, folder 706. Véase también Morris, Nelson Rockefeller,
p. 104, y Reich, The Life of Nelson A. Rockefeller, p. 110.
16 Patrick Marnham, Dreaming with his Eyes Open, A Life of Diego Rivera,
Berkeley, University of California Press, 1998, pp. 278−79. Joe Alex Morris,
afirma que ‘fracasó’ el plan de Nelson ‘cuando se mostró que era imposible
trasladar el mural’, sin entrar en más detalles. Morris, Nelson Rockefeller, p.
104. Cary Reich, por su parte, asegura que ‘pese a que los administradores del
Rockefeller Center estaban dispuestos a proseguir con el plan, aparentemente
los regentes del Museo [de Arte Moderno] se resistieron’. Reich, The Life of
Nelson A. Rockefeller, p. 110. (Son nuestras las cursivas). Por las

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Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

declaraciones anteriores quedan pocas dudas que Nelson Rockefeller intentó,


hasta donde pudo, evitar que el mural fuera destruido.
17 Morris, Nelson Rockefeller, p. 104.
18 Reich, The Life of Nelson A. Rockefeller, p. 110.
19 Laurance P. Hurlburt, The Mexican Muralists in the United States,
Albuquerque, University of New Mexico Press, 1989, p. 279, en pie de página
176.
20 Una carta enviada a los Rockefeller, aseguró: ‘su familia alcanzó una brizna
de fama inmortal, como destructora de un magnífico ejemplo del único arte
vital que el mundo occidental ha producido en quinientos años’. Carta citada
en Morris, Nelson Rockefeller, p. 104.
21 El suceso tuvo como consecuencia suavizar las críticas que se habían alzado
contra Rivera en la prensa mexicana de la época, y alinearla en su defensa.
Véase Herner de Larrea, Diego Rivera: paraíso perdido, pp. 55−56, e Irene
Herner, ‘Diego Rivera: Paradise Lost in Rockefeller Center, Revisited’, en
María Ángeles González, (coord.), Diego Rivera, Art & Revolution, México,
Instituto Nacional de Bellas Artes; Landucci Editores, 1999, pp. 225−59, en
esp. pp. 256−57.
22 Reich, The Life of Nelson A. Rockefeller, p. 110. Al año siguiente, Rivera
afirmó: ‘el ataque contra el retrato de Lenin fue meramente un pretexto para
destruir todo el fresco del Rockefeller Center. En realidad, todo el mural
resultaba desagradable para la burguesía’. Diego Rivera, Portrait of America,
Nueva York, Covici Friede Publishers, 1934, 28. Por su parte, cuando el padre
de Nelson, John D. Rockefeller Jr., le explicó a John D. Rockefeller padre lo
ocurrido en el Rockefeller Center, le dijo que él aprobaba ‘enteramente’ la
destrucción del mural, puesto que ‘la pintura era obscena y, según el juicio del
Rockefeller Center, una ofensa para el buen gusto’. Reich, The Life of Nelson
A. Rockefeller, p. 111.
23 El incidente llegó a conocerse como ‘la batalla del Centro Rockefeller’. Véase,
por ejemplo, Wolfe, La fabulosa vida, pp. 257−74; Hurlburt, The Mexican
Muralists, p. 172, y Herner de Larrea, Diego Rivera: paraíso perdido, passim.
24 Reich, The Life of Nelson A. Rockefeller, p. 111.
25 José Plá, Grandes tipos, Barcelona, Editorial Aedos, 1959, p. 128.
26 Ibid., p. 133. ‘De Venecia’, afirmó, ‘lo que más me gusta son sus artistas,
porque sintieron el vértigo de pintar paredes. Yo también siento ese afán’.
Ibid., p. 150.
27 La gran oportunidad para Sert no se presentó tan sólo de manera metafórica o
incluso profesional: ‘un cliente—solía decir en la intimidad—ha de tener tres
condiciones: ser rico, rico y rico’. Ibid., p. 140.
28 Sert era uno de los dos ‘consumados pintores, si bien conservadores’, que
habían sido contratados para trabajar en varios de los muros del vestíbulo. El
otro pintor era Frank Brangwyn. Ninguno de los dos alcanzaba la ‘estatura
internacional’ requerida para decorar el mejor de los muros: el que daba a la

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JILAS Journal of Iberian and Latin American Studies, 10:1, July 2004
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entrada principal de la Rockefeller Plaza. Véase Reich, The Life of Nelson A.
Rockefeller, p. 106. Lo siguiente lo escribió una reportera sobre Sert y Rivera:
‘en los primeros días, cuando se decoraba el edificio de la RCA, el diminuto Mr
Sert y el gigantesco Mr Rivera trabajaron uno junto al otro. Pero dadas sus
diferentes posturas políticas, no se mostraban entre sí muy amistosos.
Algunos dicen que apenas se hablaban’. Helen Worden, ‘Fascist Salute
Painted by Sert in RCA Mural’, New York World Telegram, 20 de abril de
1943, recorte de periódico, RAC, RFA, BI-RCI Murals-JM Sert, RG 2, caja 94,
folder 709. La descripción de Worden respecto a lo ‘diminuto’ de Sert respecto
a lo ‘gigantesco’ de Rivera podría entenderse como referencia al sitio en el que
se encontraba el primero respecto del segundo, antes de recibir la comisión
para decorar el vestíbulo en el edificio de la RCA.
29 Diego Rivera a Abby Aldrich Rockefeller, Detroit, 5 de noviembre de 1932,
RAC, RFA, BI, RCI-DR, RG 2, caja 94, folder 708.
30 Según José Plá, basándose en lo que escuchó decir a los expertos, Sert ‘tenía
la intuición de la geometría del espacio en función de la pintura. Entendía las
perspectivas, los escorzos, los planos y las formas aplicadas en los lugares más
difíciles de encajar de la arquitectura. Todo lo hacía a ojo, o
aproximadamente. Situándose en un lugar del complejo de una arquitectura,
imaginaba lo que podría poner en ella. En el momento de la colocación
aceptaba o no aceptaba la tela, colocándose en el lugar que le había incitado a
hacerla. Sert sabía situar las nalgas de un angelito en el punto más
extravagante del espacio y sin que las nalgas dejasen de ser de angelito’. José
Plá, Grandes tipos, p. 156. Como se verá por la correspondencia citada más
adelante, la relación entre su pintura y la arquitectura, era algo que
cautivaba particularmente a Sert.
31 Graham Mattison a Nelson A. Rockefeller, París, 29 de abril de 1938, RAC,
RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
32 José Plá, Grandes tipos, pp. 126−27.
33 Ibid., p. 137.
34 John R. Todd a John D. Rockefeller Jr., París, 15 de abril de 1937, RAC, RFA,
BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
35 Ibid.
36 Ibid.
37 La secuencia de eventos y la conversación entre José María Sert y los gerentes
del Rockefeller Center se resume en una carta de Nelson A. Rockefeller a su
padre, John D. Rockefeller, Jr., Nueva York, 24 de junio de 1938, RAC, RFA,
BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
38 Sert a John R. Todd, París, 27 de junio de 1937, RAC, RFA, BI-RCI Murals,
RG 2, caja 94, folder 709.
39 Webster B. Todd a Nelson A. Rockefeller, Nueva York, 12 de agosto de 1937,
RAC, RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.

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Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

40 Como mediador para exponer mejor sus ideas, Sert empleó los servicios de
Graham Mattison. Véase Graham Mattison a Nelson A. Rockefeller, París, 29
de abril de 1938, RAC, RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
41 Ibid. Como buen negociador que era, Sert se cuidó de mencionar que, a la par
con su proyecto en el vestíbulo del Rockefeller Center, tenía en manos otro
encargo igualmente conspicuo y en el que habría de invertir mucho tiempo en
cabildeo y gestiones diplomáticas: pintar los muros del nuevo edificio de la
Sociedad de Naciones en Ginebra. Véase José Plá, Grandes tipos, pp. 143−44.
42 Sert a Nelson A. Rockefeller, París, 2 de mayo de 1938, RAC, RFA, RG 2, BI-
RCI Murals, caja 94, folder 70. La traducción del francés al inglés fue de
Graham Mattison; la del inglés al español, de los autores.
43 Ibid. El subrayado es del original. Cabe notar que aunque Sert no contaba con
la fortuna millonaria de los Rockefeller, era un hombre rico. Debido a una
combinación de matrimonios estratégicos y a una alta mortalidad en su
familia inmediata, Sert heredó un capital de $300.000 en los años treinta.
Worden, ‘Fascist Salute Painted by Sert’.
44 Nelson A. Rockefeller a John D. Rockefeller Jr., Nueva York, 24 de junio de
1938, RAC, RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
45 Ibid.
46 John D. Rockefeller, Jr., a su hijo Nelson, Londres, 27 de junio de 1938, RAC,
RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
47 El texto del cable está incorporado a un memorándum de Francis T. Christy a
Nelson A. Rockefeller, Nueva York, 20 de julio de 1938, RAC, RFA, BI-RCI
Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
48 Memorandum de Christy a Nelson A. Rockefeller, 20 de julio de 1938, RAC,
RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
49 Las discrepancias entre Sert y los gerentes del Rockefeller Center se resumen
en carta de Sert a John D. Rockefeller, Esq., París, 11 de noviembre de 1939,
RAC, RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
50 Ibid.
51 Sert a John D. Rockefeller, Lisboa, 4 de agosto de 1940, RAC, RFA, BI-RCI
Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
52 Estos puntos los resume Sert en su carta a ‘monsieur Schley’, París, 2 de
septiembre de 1940, RAC, RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 4, folder 709.
53 Ibid.
54 Ibid.
55 John D. Rockefeller Jr. a Sert, Nueva York, 15 de noviembre de 1940, RAC,
RFA, BI-RCI Murals, RG 2, caja 94, folder 709.
56 Worden, ‘Fascist Salute Painted by Sert’. Las cinco figuras, ‘con los brazos
alzados, las palmas extendidas y los dedos mantenidos juntos en la manera
regular de Hitler-Mussolini’ parados sobre ‘la plataforma de un tren en

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JILAS
~ Journal of Iberian and Latin American Studies, 10:1, July 2004

marcha’ puede hablarnos con claridad sobre la postura política de Sert y la


ingenuidad (también política) de los gerentes del Rockefeller Center. Según
Worden, Sert fue agregado diplomático para el gobierno franquista en Roma;
según José Plá, quien llegó a conocer a fondo a Sert por razones fortuitas, el
pintor tenía relaciones cercanas con el director del Instituto Alemán de
Cultura, en París, ‘un sabio importante, más o menos nacionalsocialista’. José
Plá, Grandes tipos, pp. 155−56. (Son nuestras, las cursivas).
57 Wolfe, La fabulosa vida, p. 269.
58 Ibid., p. 270.
59 Ibid., p. 273.
60 Ésta no fue la primera vez que Rockefeller apareció en un mural de Rivera. El
mismo magnate asoma en un perfil caricaturesco en La fiesta de los ricos
(1928).
61 Wolfe, La fabulosa vida, p. 273.
62 Marnham, Diego Rivera, p. 286.
63 Ibid., pp. 286−87.
64 Downs, The Detroit Industry Murals, p. 63.
65 Ibid., p. 56.
66 Wolfe, La fabulosa vida, p. 273.
67 Marnham, Diego Rivera, p. 287.
68 Annie O’Neill, ensayo introductorio en The Nelson A. Rockefeller Collection of
Mexican Folk Art, San Francisco, Chronicle Books for The Mexican Museum,
1986, p. 1.
69 Ibid., p. 2.
70 Según Bertram D. Wolfe, a su regreso a México Diego Rivera contaba con dos
amigos: Covarrubias y Carlos Chávez; su amistad se enfrió con este último.
71 ‘El trabajo de la Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos de 1940
hasta el 20 de mayo de 1946’, escribió Joe Alex Morris, ‘abarcaba un amplio
rango de proyectos con frecuencia complicados, desde reforzar la economía
sacudida por la guerra de países latinoamericanos, hasta producir una
película de caricaturas de Walt Disney sobre América Latina, y enviar la
Caravana del Ballet Americano de Lincoln Kirstein, a un tour de 28 semanas
a otras repúblicas americanas’. Morris, Nelson Rockefeller, p. 145. Para una
relación más detallada, consúltese Reich, The Life of Nelson A. Rockefeller, pp.
174−244.
72 Marnham, Diego Rivera, p. 274.
73 Edward J. Sullivan, ‘From Mexico to Montparnasse and Back’, Art in
America, noviembre de 1999, p. 106.
74 Ibid., p. 109.

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Ortoll y Ramírez de Arellano: Diego Rivera, José María Sert y los Rockefeller

75 Fotografía cortesía del Rockefeller Archive Center, Sleepy Hollow, Nueva


York. Otra imagen, tomada en esa misma reunión y en la que aparece Rosa
Covarrubias, se encuentra reproducida en Adriana Williams, Covarrubias,
Austin, Texas University Press, 1994.
76 Joe Alex Morris, biógrafo oficial de los hermanos Rockefeller, afirmó en uno de
sus libros: ‘era típico de [Nelson A.] Rockefeller no alimentar rencor alguno
contra Rivera, aunque el artista se negó a hablar con él durante años. A la
larga, ambos se volvieron amigos de nuevo’. Morris, Nelson Rockefeller, p. 104.
77 Wolfe, La fabulosa vida, p. 306.

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