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FUNERAL DE MANUEL DIAZ MATEOS S.J.

Carlos Cardó Franco S.J.

Convocados por la muerte de Manolo Díaz Mateos sentimos cuánto lo hemos querido y
lo seguiremos queriendo y cuánto nos ha ayudado su persona, su pensamiento, su
servicio a la Iglesia y a nuestro país.

Sabemos por la fe que la muerte no rompe ni destruye definitivamente las relaciones


que constituyen nuestra vida. Ella nos permite más bien poder relacionarnos unos con
otros y con Dios de manera perdurable, sin fin. Por eso seguiremos llamando por su
nombre al hermano que se nos ha ido y le seguiremos diciendo Manolo, Manolito, ya
que, por lo demás, ¿cómo podríamos llamarlo de otro modo a él que no era sino un
hombre al que sólo se le puede amar como hermano y querer como amigo entrañable?
Ayer, justamente, una persona me escribía dándome el pésame: “Era buenísimo,
muchísima gente lo amaba. Se hacía querer, era como un "pan" que la gente encontraba
para alimentarse. Se dio a los demás, sin medida”.

Por eso damos gracias a Dios, por su vida y porque le está haciendo gozar ya de su
luminosa presencia –La Belleza de nuestro Dios– que buscó en todas las cosas y que
nos enseñó a contemplar ya casi al final de su vida -¡maestro hasta el fin!- como su
postrera lección, su testamento espiritual, que nos llegó al alma.

Vida intensa, cargada de búsqueda y de estudio, pero también de acogida, encuentros y


compartires, de actividad intelectual fecunda, fruto de su meditación y del cuidado que
tenía de su propia interioridad. Admiraba la belleza de la creación, cuidaba las plantas,
amaba las flores, pero vivía cargado del dolor de los débiles y por eso su palabra y sus

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escritos, aunque nunca dejaban de hacernos sentir lo bello de la gracia y la belleza de lo
humano, nos conmovían con su vivencia testimonial y provocadora del Dios de
Jesucristo, “que escucha el grito de las víctimas y se pone radicalmente al lado de ellas,
no porque sean buenas o malas, sino porque son débiles y porque él es Dios de gracia,
de gratuidad y de ternura” (El grito de los pobres atraviesa las nubes, Eclo 35,9).

Su amor y respeto a toda persona estaba a la base de su afabilidad y bondad. Nadie


podía sentirse excluido, su sencillez hacía surgir pronto la empatía, que facilitaba el
diálogo y la confidencia. Nadie que hablara con Manolo podía salir después turbado,
angustiado o desanimado; todos eran comprendidos, acogidos, alentados. Fue siempre
capaz de descubrir “la belleza de esa imagen (de Dios) que es el ser humano”, y por eso
supo mantener su actitud de acogida del otro y su búsqueda de lo positivo en él, para
alentarlo, su escucha del otro para comprenderlo y respetarlo. La sacralidad de la
persona era un tema recurrente en sus libros y en su conversación y enseñanza. Llevaba
grabada en su memoria la frase de Séneca: Res sacra homo y recalcaba que el filósofo
pagano la empleo “para censurar y proscribir el uso del ser humano para espectáculos
públicos, al enfrentarlo con las fieras o contra otro ser humano en la lucha de
gladiadores. Es decir, se afirma la sacralidad de todo ser humano para condenar la
brutalidad de la violencia contra la persona humana, la degradación o los abusos contra
su dignidad” (Tan humano, solo Dios).

¡Recuperar al ser humano!, parece haber sido el lema de Manolo. Recuperarlo, porque
en su servicio nos realizamos y humanizamos, porque es imagen de Dios y en él Dios
quiere ser amado y servido, y porque ayudar a vivir, sanar y liberar es lo que
corresponde a lo más central y nuclear de la revelación bíblica: la revelación del
corazón de Dios, que está puesto en su criatura. Con los sentimientos de su corazón
Dios crea al ser humano, lo ama por sí mismo, lo busca, le habla y sólo quiere liberarlo
y llevarlo a su misma plenitud de vida. Este amor apasionado de Dios por nosotros es lo
que Manuel nos quiso hacer sentir; por eso sus libros tiene títulos tan humanos y
humanizadores como: Dios tiene un corazón, El Dios que libera, La Solidaridad de
Dios, La Justicia que brota de la Fe, Imágenes de Dios y dignidad humana, Tan
humano, sólo Dios.

Repetía muchas veces con dolor: “…a los hombres de hoy se les ha hecho difícil el
creer en Dios tal vez por la responsabilidad de los creyentes, ya que no hemos revelado
a un Dios que convenza. Y ahí está para probarlo la historia de inhumanidad que hemos
vivido, porque las injusticias y el sufrimiento de los inocentes, frente a los que hemos
pasado con indiferencia, hacen poco creíble nuestro lenguaje sobre Dios, sobre todo del
Dios que se hizo hombre para salvar a la humanidad”. Y añadía: “Por eso hemos podido
preguntarnos si es posible hablar de Dios después de Auschwitz o después de
Ayacucho”.

Lo humano de Dios se muestra de manera impactante en su búsqueda y defensa del


pobre y del excluido. Por eso, Manuel consideraba la opción por los pobres como la
consecuencia de una triple fidelidad al Dios de nuestra fe, a la Iglesia que no se cansa de
recordarla, y a la realidad misma en que vivimos, de escandalosa pobreza. Sentía
verdadero desconcierto al observar cómo, a pesar de los impactos que producían los
acontecimientos nacionales y mundiales de fines del siglo XX y comienzos del XXI, la
opción preferencial por los pobres se iba diluyendo en ciertos ambientes eclesiásticos,
en los que se alude a ciertas posturas radicales de izquierda, venidas abajo con el ocaso

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de las ideologías, o se arguye frívolamente que ya se ha hablado demasiado de los
pobres y que la Iglesia tiene otras opciones igualmente válidas. Lo mismo está pasando
con la palabra del Papa Francisco: “Mucha misericordia, mucha misericordia, dicen, hay
que hablar también de conversión y arrepentimiento”.

Para Manuel estaba claro que “el fenómeno de la pobreza no es sólo económico,
político o estructural, sino sobre todo humano, afectivo y religioso”. Y por eso es que,
aunque crezcan los niveles económicos con el incremento de los porcentajes de la
producción, seguirá la exclusión y la marginalidad, aparecerán nuevos rostros de
pobreza, porque el término pobre “no se asocia ya únicamente a la falta de dinero, sino
a todo tipo de discriminación y exclusión, a todo desprecio por el apellido, el color de la
piel, el género o el sexo, e incluso la religión”. Pobres son los puestos de lado por la
cultura del descarte, de la que habla hoy –con nueva sensibilidad– el Papa Francisco.

De todo esto sacaba Manolo la motivación profunda de su lucha y quehacer diario para
que la Iglesia no se aleje –pues sería su muerte– del camino seguido por Jesucristo,
quien apartándose de la vía de la ley y de lo sagrado del templo y del sábado, abrió a la
humanidad otro acceso a Dios, el camino de la relación con el prójimo, la relación ética
vivida como servicio a los demás, y llevada hasta la entrega de uno mismo. La Iglesia y
los creyentes no pueden renunciar a este camino sin traicionarse a sí mismo. Se juega en
ello la verdad de la fe en el Dios que escucha el clamor de su pueblo: porque es un Dios
justo que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del
oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja;
mientras le corren las lágrimas por las mejillas y el gemido se añade a las lágrimas,
sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes; la reclamación del pobre
atraviesa las nubes y hasta alcanza a Dios no descansa; no ceja hasta que Dios le
atiende, y el juez justo le hace justicia (Eclo 35, 15-21).

Muchas cosas quisiéramos decirte, Manolo, que no te dijimos. Poco a poco te fuiste
alejando de nosotros, recorriendo en la soledad y silencio de tu enfermedad el último
tramo que te quedaba para alcanzar tu máxima realización humana sumergiéndote en el
abismo de la belleza infinita de Dios. Por eso sólo quiero decirte que nos quedan en el
corazón tus grandes amores: amor a las cosas bellas de la vida en las que contemplaste a
su Creador, amor apasionado a esa imagen sagrada de Dios que es el ser humano, amor
a los pobres a quienes Dios ama con cuidado, protección y ternura, y amor a la Iglesia
por la que trabajaste hasta el agotamiento para que sea tan humana como Jesús.

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