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1. Introducción
2. Sentido dinámico de las formas y de la luz en las artes plásticas
2.1. Arquitectura barroca
2.2. Escultura barroca
2.3. Pintura barroca
3. El barroco en España
3.1. Arquitectura
3.2. Escultura
3.3. Pintura
BIBLIOGRAFÍA
ARGAN, G.C. Renacimiento y Barroco. De Miguel Ángel a Tiépolo. Ed Akal. Madrid, 1987
WITTKOWER, R. Arte y Arquitectura en Italia, 1600-1750. Ed. Cátedra. Madrid, 1978
TRIADO, J.R. Las claves del Barroco. Ed. Ariel. Barcelona.
1. INTRODUCCIÓN
El Barroco se inicia en Italia, Roma concretamente, en el último tercio del XVI, para
afirmarse en el resto de Europa en la década siguiente. La terminología alude a lo confuso
y artificioso, a lo irregular. Empleada, la palabra, inicialmente como término peyorativo,
decadente, se relaciona con la influencia de la contrarreforma y los últimos coletazos del
tardío manierismo. Las edificaciones muestran líneas curvas, dinámicas y vibrantes. Los
conjuntos arquitectónicos trabajan hacia un espacio infinito a través de fachadas y plantas
en conjunto movimiento. El espacio queda incluido en la construcción en múltiples
entrantes y salientes. Eludiendo la geometría, definida en el Renacimiento, el edificio
forma parte del espacio que le circunda, se construye en función de la calle, la plaza o el
paisaje que acoge la edificación, ocultando la línea guía bajo abundante ornamentación.
La diferentes soluciones por países evidencian la evolución ideológica de cada país. El
cambio de poder global sobre Europa, ahora en manos de los franceses, marca el origen
de las influencias de este estilo, cuyos principales focos de expresión se localizan en la
Roma contrareformista, el París del rey Sol y la española corte de los Austrias con sus
contactos flamencos. Cabe destacar su importancia en América.
- Características generales
En la última década del XVI, se vislumbran en Roma dos tendencias distintas en la nueva
civilización figurativa como reacción al cansado Manierismo tardío. Desde la Academia
boloñesa llegaron novedades que reformaban el estudio de la realidad, incluyendo lo
humilde y lo feo. Bien, directamente, siguiendo a Caravaggio, bien filtrándolo a través de
la historia, manteniendo cierto aire clasicista, a lo Carracci, se concede gran valor a la
libertad del artista, a su sentir y temperamento hasta llegar al eclecticismo y a la
contradicción. Pero siempre se atiende a la necesaria renovación iconográfica que reflejen
la nueva religiosidad dimanada del Concilio de Trento. La renovación formal se resuelve
con la introducción de dos elementos fundamentales: el ya nombrado realismo y la luz. El
primero huyendo del imperante amaneramiento y la luz como dominio del color sobre lo
lineal. Se pintan las cosas como se ven, sin contornos definidos y a manchas de color, se
abandona la visión táctil a favor de la visión pictórica. La desvalorización del contorno
lleva implícita la desvalorización del plano y lo superficial es definido por lo profundo,
estableciéndose nuevas relaciones entre primeros u últimos términos, revelando una
nueva dificultad al tener que ceñirse al marco. Son muy apreciados los trabajos en
escorzo. El desnudo queda proscrito en las representaciones religiosas y solo se pueden
ver en las alegorías y mitologías. Se condenan los personajes inútiles que no contribuyan
a la claridad compositiva. Se simplifican las escenas y se enriquece la iconografía. En
este enfrentamiento entre manieristas y eclécticos aparece la figura de Caravaggio,
rompiendo todo lazo de continuidad, ofreciendo grandes escenas realistas y estudios
lumínicos. Todo lo que ve le sirve de tema, lo vulgar y lo popular. Realza las figuras con
luz, haciéndolas destacar sobre un fondo oscuro. Esta luz nunca será suave, sino que cae
lateral y crudamente sobre las figuras. Esta forma de trabajar le obliga a simplificar las
escenas como se observa en caída de San Pablo, “Santo Entierro”, o Muerte de la Virgen.
Esta crudeza no siempre fue del agrado de sus contemporáneos, pero creó escuela.
Los Carracci se centraron en marcar una reacción absoluta contra el manierismo del XVI.
Asumen todos los ideales de la Contrarreforma y proclaman la necesidad de un
eclecticismo ordenado. Toman el relieve de Miguel Ángel, el dibujo de Rafael, el colorido
veneciano y el sfumato de Leonardo, impidiendo el desarrollo de la libre fantasía. Se
obligan a seguir normas fijas.
Ludovico Carracci esel fundador de la Academia Boloñesa (1595). Entre sus
composiciones destacaremos “Madonna entre santos” y la “Transfiguración”.
Agostino Carracci colabora estrechamente con su hermano en la academia, siendo
excelente grabador.
Aníbal Carracci es el más representativo de los tres. Viaja mucho por Italia, de Venecia a
Roma, absorbiendo influencias de todos los genios renacentistas. Su colorido y
composición influye mucho en toda la producción pictórica francesa. Inicia un tratamiento
del paisaje que será ampliamente repetido a lo lrgo de todo el Barroco. Destacar entre su
obra “Huida a Egipto” y “Paisaje con músicos”.
Por último la escuela veneciana, ya entrando en el siglo XVIII asimila su propia tradición
cromática y el sentido decorativo de sus contemporáneos. Cabe destacar la importancia
de los paisajistas, que extienden su tarea hasta los telones de las escenografías barrocas.
Hay que resaltar las luminosas vistas venecianas de Canaletto y la visión impresionista
del paisaje de Francesco Guardi.
Fuera de Italia son los países bajos, los más representativos de la pintura europea
(excluyendo a Velázquez). La Escuela Flamenca tiene como principal representante, a
Rubens, perfecto encarnador de los ideales barrocos. Siempre evitó la influencia siendo
fiel a la escuela local. Sus embajadas diplomáticas le permiten contemplar lo que se hace
en el resto del continente y asimilar todos los temas novedosos, paisajes, iconografía
contrarreformista, a los que transformaba con su asombrosa capacidad colorista, se habla
mucho de su fecundidad plástica que engloba retratos, paisajes y representaciones
religiosas, pero es en los temas paganos y mitológicos donde trabaja con más libertad,
mejor color y dotes de gran fisonomista. “Las tres gracias”, “La vía láctea” o la cara de
Atalante nos sirven para ilustrar su destreza. Políticamente enfrentados Flandes y
Holanda tienen características plásticas independientes. El artista holandés se dedica a
retratar a sus compatriotas y a su país. Se prodigan los retratos colectivos de las
corporaciones y los deliciosos interiores, magníficos por sus estadios de luz. Destaca
entre los pintores holandeses Rembrandt, cuyo primer cuadro de prestigio “Lección de
antomía” revela influencias de Caravaggio y, como lo ocurrió al italiano, es mal aceptado
por sus contemporáneos. Junto al gran maestro conviene recordar a pequeños maestros
de la categoría de Hals, como retratista y Vermeer de Delft como paisajista de interiores.
La pintura francesa, influida por la italiana tiene como máximos representantes a Poussin
y Lorrain. Ambos destacando en sus admirables paisajes por los efectos de luz y color.
3. EL BARROCO EN ESPAÑA
3.1. Arquitectura
Arquitectura barroca en España, se produjo durante el siglo XVII y los dos primeros
tercios del siglo XVIII, periodo histórico correspondiente a distintas conformaciones
territoriales de la Monarquía Hispánica de los últimos Austrias y los primeros Borbones.
Para la arquitectura española en la América española de la época se suele utilizar el
término Barroco colonial.
En la Corte, durante el siglo XVII, se cultivó un barroco autóctono con raíces herrerianas,
basado en la construcción tradicional con ladrillo y granito, y el uso de empinados
chapiteles o cubiertas de pizarra, que se rastrea en el llamado Madrid de los Austrias. El
principal representante de esta línea fue Juan Gómez de Mora. También destacaron los
religiosos Fray Alberto de la Madre de Dios, Pedro Sánchez, autor de la iglesia de San
Antonio de los Alemanes, el hermano Francisco Bautista, inventor de un quinto orden
arquitectónico, compuesto de dórico y corintio e introductor de las cúpulas encamonadas
teorizadas por Fray Lorenzo de San Nicolás, a quien se debe, entre otras, la iglesia de las
Calatravas. Buenos ejemplos del momento son la Plaza Mayor y el Palacio del Buen
Retiro. Este último, obra de Alonso Carbonel, fue casi totalmente destruido durante la
Guerra de la Independencia Española, aunque sus jardines aún se conservan
parcialmente y algunas de las partes supervivientes se convirtieron en el Casón del Buen
Retiro y el Museo del Ejército. Otras muestras de este sobrio estilo barroco del siglo XVII
son la Casa de la Villa, el Palacio de Santa Cruz, el Palacio de los Consejos, las iglesias
de San Martín, de San Andrés, de San Ildefonso de Toledo, de Montserrat, de San Isidro y
los Estudios jesuíticos anejos, el Monasterio de laEncarnación, las Descalzas Reales, el
convento de las Calatravas, de las Comendadoras de Santiago, etc.
En la arquitectura andaluza del siglo XVII destacan las fachadas de la Catedral de Jaén,
obra de Eufrasio López de Rojas que se inspira en la fachada de Carlo Maderno para San
Pedro del Vaticano, y de la Catedral de Granada, diseñada en sus últimos días por Alonso
Cano. Su modernidad, basada en su personal uso de las placas y elementos de claro
acento geometrizante, así como el empleo de un orden abstracto, la sitúan a la
vanguardia del barroco español.
En el siglo XVIII se dio una dualidad de estilos, aunque las cesuras no siempre están
claras. Por un lado estuvo la línea del barroco tradicional, castizo o mudéjar (según el
autor) cultivada por los arquitectos autóctonos y, por otro, un barroco mucho más
europeo, traído por arquitectos foráneos a iniciativa de la monarquía, que implanta un
gusto francés e italiano en la Corte. A la primera tendencia pertenecen arquitectos y
retablistas tan destacados como Pedro de Ribera, Narciso Tomé, Fernando de Casas
Novoa, Francisco Hurtado Izquierdo, Jerónimo de Balbás, Leonardo de Figueroa,
Conrado Rudolf.
Buen exponente de la pervivencia del barroco tradicional en la Corte durante el siglo XVIII
fue Pedro de Ribera, cuya obra más destacada es el Real Hospicio de San Fernando en
Madrid. De los Tomé (Narciso y Diego) destaca el famoso Transparente de la catedral de
Toledo y, como obra estrictamente arquitectónica, la Universidad de Valladolid. El foco
gallego estuvo magistralmente representado por Fernando de Casas y Novoa, cuya obra
cumbre es la fachada del Obradoiro de la catedral compostelana. En Andalucía
destacaron dos focos: Granada y Sevilla. En el primero sobresalió el arquitecto lucentino
Francisco Hurtado Izquierdo, autor de los sagrarios de las cartujas de Granada y de El
Paular (Rascafría), y asimismo relacionado con una de las obras más deslumbrantes del
barroco español, la sacristía de la cartuja granadina. En Sevilla destacaron el zamorano
Jerónimo Balbás, que propagó el uso del estípite en Andalucía y la Nueva España, y
Leonardo de Figueroa, autor de la remodelación del Colegio de San Telmo y de un
conjunto tan sobresaliente como el noviciado jesuítico de San Luis de los Franceses. Otro
de los focos que gozó de gran vitalidad durante el barroco fue el valenciano. Un
destacado arquitecto fue Conrado Rudolf y una fachada paradigmática es la del Palacio
del Marqués de Dos Aguas (1740-1744), diseñada por el pintor Hipólito Rovira. En Murcia,
el gran renovador de la arquitectura fue Jaime Bort con el potente imafronte o fachada de
la catedral (1737-1754).
El ascenso al trono de Carlos III en 1759 traería consigo la liquidación del barroco. En la
Corte, el rey llevó a cabo una serie de reformas urbanísticas destinadas a higienizar y
ennoblecer el insalubre Madrid de los Austrias. Muchas de estas obras fueron acometidas
por su arquitecto predilecto, el italiano Francesco Sabatini, en un lenguaje clasicista
bastante depurado y sobrio. Este clasicismo académico, cultivado por él y otros
arquitectos académicos, está preparando las bases del incipiente neoclasicismo español.
Los ilustrados abominaron de las formas barrocas precedentes, por apelar a los sentidos
y ser afectas al pueblo; en su lugar, propugnaban la recuperación del clasicismo, por
identificarlo con el estilo de la razón. Las presiones que, desde la Real Academia de San
Fernando, su secretario, Antonio Ponz, trasladó al rey, desembocaron en una serie de
Reales Decretos a partir de 1777, que prohibieron la realización de retablos en madera y
supeditaron todos los diseños arquitectónicos de iglesias y retablos al dictamen de la
Academia. En la práctica, estas medidas suponían el acta de defunción del barroco y la
liquidación de sus variantes regionales, para imponer un clasicismo académico desde la
capital del reino.
3.2. Escultura
La pintura barroca española es aquella realizada a lo largo del siglo XVII y primera mitad
del siglo XVIII en España. La reacción frente a la belleza en exceso idealizada y las
distorsiones manieristas, presente en la pintura de comienzos de siglo, perseguirá, ante
todo, la verosimilitud para hacer fácil la comprensión de lo narrado, sin pérdida del
«decoro» de acuerdo con las demandas de la iglesia contrarreformista. La introducción,
poco después de 1610, de los modelos naturalistas propios del caravaggismo italiano, con
la iluminación tenebrista, determinará el estilo dominante en la pintura española de la
primera mitad del siglo. Más adelante llegarán las influencias del barroco flamenco debido
al mandato que se ejerce en la zona, pero no tanto a consecuencia de la llegada de
Rubens a España, donde se encuentra en 1603 y 1628, como por la afluencia masiva de
sus obras, junto con las de sus discípulos, que tiene lugar a partir de 1638. Su influencia,
sin embargo, se verá matizada por la del viejo Tiziano y su técnica de pincelada suelta y
factura deshecha sin la que no podría explicarse la obra de Velázquez. El pleno barroco
de la segunda mitad del siglo, con su vitalidad e inventiva, será el resultado de conjugar
las influencias flamencas con las nuevas corrientes que vienen de Italia con la llegada de
los decoradores al fresco Mitelli y Colonna en 1658 y la de Luca Giordano en 1692. A
pesar de la crisis general que afectó de forma especialmente grave a España, esta época
es conocida como el Siglo de Oro de la pintura española, por la gran cantidad, calidad y
originalidad de figuras de primera fila que produjo.
Durante la primera mitad del siglo los más importantes centros de producción se
localizaron en Madrid, Toledo, Sevilla y Valencia. Pero aunque sea habitual clasificar a los
pintores en relación con el lugar donde trabajaron, esto no sirve para explicar ni las
grandes diferencias entre los pintores ni tampoco la propia evolución de la pintura barroca
en España. En la segunda mitad de siglo, decaen en importancia Toledo y Valencia,
centrándose la producción pictórica en Madrid y en Sevilla principalmente aunque nunca
dejase de haber pintores de cierto relieve repartidos por toda la geografía española.
La escuela toledana. En Toledo se creó una escuela pictórica en la que sobresale Juan
Sánchez Cotán (1560?- 1627), pintor ecléctico y variado del que se estiman
especialmente sus bodegones. En esta España de principios de siglo alcanzó especial
relieve el tipo de bodegón dedicado a las frutas y las hortalizas. Sánchez Cotán, que no
pudo conocer la obra de Caravaggio, lo mismo que Juan van der Hamen, desarrolla un
estilo cercano a lo que hacían pintores –y pintoras- holandeses o flamencos como Osias
Beert y Clara Peeters, e italianos como Fede Galizia, estrictamente contemporáneos e
igualmente interesados en la iluminación tenebrista, lejos de las más complicadas
naturalezas muertas de otros maestros flamencos. La composición en los bodegones de
Cotán es sencilla: unas pocas piezas colocadas geométricamente en el espacio. Para
explicar estos bodegones se han dado interpretaciones místicas y se ha dicho que la
ordenación de sus elementos se podía relacionar con la proporción y la armonía, tal como
las entendía el neoplatonismo. Debe advertirse, con todo, que los escritores
contemporáneos nunca encontraron explicaciones de esas características, limitándose a
ponderar la exactitud en la imitación del natural. En su Naturaleza muerta con frutos
(Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino) de la Fine Arts Gallery de San Diego se
aprecia la sencillez de este tipo de representación: cuatro frutos colocados en un marco
geométrico, en el borde inferior y el extremo izquierdo, dejando en intenso negro el centro
y la mitad derecha del cuadro, con lo que cada una de las piezas puede verse en todo
detalle. Llama la atención ese marco arquitectónico en el que encuadra sus frutos y
piezas de caza; puede que aluda a las alacenas típicas de la España de la época, pero
también le sirve, indudablemente, para reforzar la ilusión de perspectiva.
Otros artistas toledanos destacados fueron Luis Tristán y Pedro Orrente. Tristán fue
discípulo del Greco, y estudió en Italia entre 1606 y 1611. Desarrolló un tenebrismo de
corte personal y ecléctico, como se puede apreciar en el retablo mayor de la iglesia de
Yepes (1616). Orrente residió igualmente en Italia entre 1604 y 1612, donde trabajó en el
taller de los Bassano en Venecia. Su obra, llevada a cabo entre Murcia, Toledo y Valencia,
se centró en los temas bíblicos, con un tratamiento muy realista de las figuras, animales y
objetos, como en el San Sebastián de la Catedral de Valencia (1616) y la Aparición de
Santa Leocadia de la Catedral de Toledo (1617).
Aunque por su origen se le menciona en esta escuela, lo cierto es que José de Ribera
trabajó siempre en Italia, donde ya estaba en 1611, antes de cumplir los veinte años, no
ejerciendo influencia alguna en Valencia. En Roma entró en contacto con los ambientes
caravaggistas, adoptando el naturalismo tenebrista. Sus modelos eran gentes sencillas, a
quienes representaba caracterizados como apóstoles o filósofos con toda naturalidad,
reproduciendo gestos, expresiones y arrugas. Establecido en Nápoles, y tras un
encuentro con Velázquez, sus claroscuros se fueron suavizando influido por el clasicismo
veneciano. Entre sus obras más célebres se encuentran La Magdalena penitente del
Museo del Prado, parte de una serie de santos penitentes, El martirio de San Felipe, El
sueño de Jacob, San Andrés, Santísima Trinidad, Inmaculada Concepción (Agustinas de
Monterrey, Salamanca) y la serie de obras maestras que al final de su carrera pintó para
la cartuja de San Martino en Nápoles, entre ellas la Comunión de los Apóstoles; también
pintó un par de luminosos paisajes puros (colección de los duques de Alba en el Palacio
de Monterrey) y temas mitológicos, algunos de ellos encargados por los virreyes
españoles en Nápoles: Apolo y Marsias, Venus y Adonis, Teoxenia o La visita de los
dioses a los hombres, Sileno borracho, además de retratos como el ecuestre de don Juan
José de Austria o el ya mencionado El pie varo que, como el de la Mujer barbuda pintado
para el III duque de Alcalá, responde al gusto propio de la época por los casos
extraordinarios.
En este rico ambiente de Sevilla, ciudad entonces en pleno auge económico derivado del
comercio con América, se formaron Zurbarán, Alonso Cano y Velázquez. El extremeño
Francisco de Zurbarán (1598-1664) es, sin duda, el máximo exponente de la pintura
religiosa, al que no por casualidad le motejaron de «pintor de frailes». No obstante,
también son notables sus bodegones, aunque ni en su época se le conoció especialmente
por ellos ni, de hecho, han sobrevivido muchos ejemplos porque se dedicó a ellos de
manera puramente circunstancial. Su estilo es tenebrista, de composición sencilla, y
velando siempre por lograr una representación real de los objetos y de las personas.
Realiza varias series de pinturas de monjes de distintas órdenes, como los cartujos de
Sevilla o los jerónimos de la Sacristía del Monasterio de Guadalupe, siendo sus obras
más conocidas: Fray Gonzalo de Illescas, Fray Pedro Machado, Inmaculada, La misa del
Padre Cabañuelas, La visión del Padre Salmerón, San Hugo en el refectorio de los
Cartujos, Santa Catalina, Tentación de San Jerónimo.
Por otro lado, su coetáneo Alonso Cano (1601-1667) es considerado fundador de la
escuela barroca granadina. Inicialmente tenebrista, cambió el estilo al conocer la pintura
veneciana en las colecciones reales cuando fue nombrado pintor de cámara por el
Condeduque de Olivares. Alonso Cano, compañero y amigo de Velázquez en el taller de
su común maestro, Francisco Pacheco, adoptó formas idealizadas, clásicas, huyendo del
crudo realismo de otros contemporáneos. Entres sus obras maestras se cuentan los
lienzos sobre la «Vida de la Virgen», en la Catedral de Granada.
Descuella en este siglo la figura de Diego Velázquez, uno de los genios de la pintura
universal. Nacido en Sevilla en el año 1599 y muerto en Madrid en 1660, se le considera
pleno dominador de la luz y la oscuridad. Es el máximo retratista, dedicando sus
esfuerzos no sólo a los reyes y su familia, sino también a figuras menores como los
bufones de la corte, a quienes reviste de gran dignidad y seriedad. En su época
precisamente se le consideró como el mejor retratista, incluso por aquellos de sus
contemporáneos como Vicente Carducho que, imbuidos del clasicismo, criticaban su
naturalismo o que se dedicara a un género como éste, considerado menor.
En su primera época sevillana, Velázquez pintó escenas de género que Francisco
Pacheco y Antonio Palomino denominaron «bodegones», que no hacía sino seguir el
modelo de los cuadros de cocinas creados por Aertsen y Beuckelaer en las provincias del
sur de los Países Bajos, entonces bajo el poder de los Austria, existiendo unas relaciones
comerciales muy intensas entre Flandes y Sevilla. Estas escenas darían a Velázquez su
primera fama, no siendo simples «pinturas de flores y frutos», sino escenas de género.
Entrarían en esta categoría, entre otros cuadros, varios que se encuentran en museos
fuera de España, hecho que revela lo atractivo que resultaban estas composiciones para
el gusto europeo: El almuerzo (h. 1617, Museo del Ermitage), Vieja friendo huevos (1618,
Galería nacional de Escocia), Cristo en casa de Marta y María (1618, National Gallery de
Londres) y El aguador de Sevilla (1620, Apsley House). Son escenas que tienen detalles
de bodegón típicos con jarras de cerámica, pescados, huevos, etc. Estas escenas se
representan con gran realismo, en un ambiente marcadamente tenebrista y con una
paleta de colores muy reducida.
Este momento ya no está dominado por el caravagismo, sino que se siente la influencia
del barroco flamenco rubensiano y el barroco italiano. Ya no son cuadros con profundos
contrastes de luz y sombras, sino que predomina en ellos un intenso cromatismo que
recuerda a la escuela veneciana. Se produce una teatralidad propia del barroco pleno, lo
cual tiene cierta lógica dado que se emplea para expresar, por un lado, el triunfo de la
Iglesia contrarreformista pero, también, a un tiempo, es una especie de telón o aparato
teatral que pretende ocultar la inexorable decadencia del imperio español. Se incorpora
además la pintura decorativa al fresco de grandes paredes y bóvedas, con efectos
escénicos y trampantojo. En relación con ese ambiente de decadencia está la
proliferación de ciertos temas como la vanitas, para señalar la fugacidad de las cosas
terrenales, y que a diferencia de las vanitas holandesas, por tener que reforzar el aspecto
religioso de este tema, solían incluir referencias sobrenaturales muy explícitas.47
La escuela madrileña. Entre las figuras que mejor representan la transición desde el
tenebrismo hacia el barroco pleno se encuentran fray Juan Andrés Ricci (1600-1681) y
Francisco de Herrera el Mozo (1627-1685), hijo de Herrera el Viejo. Herrera el Mozo
marchó muy temprano a estudiar a Italia y al volver en 1654, difundió el gran barroco
decorativo italiano, como puede verse en su San Hermenegildo del Museo del Prado. Se
convirtió en el copresidente de la Academia de Sevilla, presidida por Murillo, pero trabajó
sobre todo en Madrid. El vallisoletano Antonio de Pereda (1611-1678), centrado
principalmente en la pintura religiosa para iglesias y conventos madrileños, pintó algunas
vanitas en las que se aludía a la fugacidad de los placeres terrenales y que proporcionan
el tono que dominaba en este subgénero dentro del bodegón o naturaleza muerta a
mediados de siglo. Entre ellas se le atribuye la celebérrima El sueño del caballero (Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando), en la que, junto al caballero dormido, hay
todo un repertorio de las vanidades de este mundo: insignias de poder (el globo
terráqueo, coronas) y objetos preciosos (joyas, dinero, libros), junto a las calaveras, las
flores que pronto se marchitan y la vela medio gastada que recuerdan que las cosas
humanas son breves. Por si hubiera alguna duda sobre el sentido del cuadro, un ángel
corre junto al caballero con una cinta en la que, a modo de charada, se dibujan un sol
atravesado por un arco y flecha con la inscripción: AETERNE PUNGIT, CITO VOLAT ET
OCCIDIT, esto es, «[El tiempo] hiere siempre, vuela rápido y mata», lo que en su conjunto
se podría interpretar como una advertencia: «La fama de las grandes hazañas se
desvanecerá como un sueño». Su Alegoría de la vanidad de la vida, en el
Kunsthistorisches de Viena está protagonizada por una figura alada en torno a la cual se
repiten los mismos temas: el globo terráqueo, numerosas calaveras, un reloj, dinero, etc.
En otras ocasiones, sin embargo (Vanitas del Museo de Zaragoza), se limitará a unos
pocos elementos esenciales: calaveras y reloj, más acomodados a su personal estilo,
poco dado a las composiciones complejas. El pleno barroco viene representado por
Francisco Rizi (1614-1685), hermano de Juan Ricci y también por Juan Carreño de
Miranda (1614-1685). Se considera que Carreño de Miranda es el segundo mejor
retratista de su época, detrás de Velázquez; muy conocidos son sus retratos de Carlos II y
de la reina viuda, Mariana de Austria. De entre sus discípulos, destaca Mateo Cerezo
(1637-1666), admirador de Tiziano y Van Dyck. Otro artista destacado fue José Antolínez,
discípulo de Francisco Rizi, aunque con fuerte influencia veneciana y flamenca. Autor de
obras religiosas y de género, donde destacan sus Inmaculadas, de influencia velazqueña
en la intensidad cromática, con preponderancia de los tonos plateados. Sebastián Herrera
Barnuevo, discípulo de Alonso Cano, fue arquitecto, pintor y escultor, destacando en el
retrato, con un estilo influido por la escuela veneciana, especialmente Tintoretto y Veronés
La última gran figura del barroco madrileño es Claudio Coello (1642-1693), pintor de corte.
Sus mejores obras, sin embargo, no son los retratos sino las pinturas religiosas, en las
que aúna un dibujo y perspectiva velazqueños con una aparatosidad teatral que recuerda
a Rubens: La adoración de la Sagrada Forma y El Triunfo de San Agustín.
Por su parte, el cordobés Juan de Valdés Leal (1622-1690) es conocido sobre todo por los
dos cuadros llamados las Postrimerías pintados para el Hospital de la Caridad de Sevilla,
grandes composiciones en las que se representa el triunfo de la Muerte (alegóricamente
representada por esqueletos y calaveras) sobre las vanidades del mundo (simbolizadas
en armaduras y libros). Encontraría su paralelismo en la literatura ascética de la época, e
incluso en temas medievales que se ocupan del poder igualatorio de la muerte, pues la
muerte no hace distinciones entre estados, como ocurría en las danzas de la Muerte. Su
estilo es dinámico y violento, descarnado, primando el color sobre el dibujo.
- El siglo XVIII
Durante las primeras décadas del siglo XVIII perduraron las formas barrocas en la pintura,
hasta la irrupción del estilo rococó, de influencia francesa, a mediados de siglo. La llegada
de los Borbones supuso una gran afluencia de artistas extranjeros a la corte, como Jean
Ranc, Louis-Michel Van Loo y Michel-Ange Houasse. Sin embargo, en las zonas
periféricas continuó la labor iniciada por las principales escuelas seiscentistas: en Sevilla,
por ejemplo, los discípulos de Murillo continuaron su estilo casi hasta 1750. Cabe
remarcar que fuera de la corte, el clero y la nobleza regional se mantuvieron fieles a la
estética barroca, existiendo una continuidad ininterrumpida de las formas artísticas hasta
bien entrado el siglo XVIII.
Una figura de transición fue Acisclo Antonio Palomino, que, nacido en 1655, vivió hasta
1726, por lo que realizó una intensa labor en ambos siglos. Iniciado en la carrera
eclesiástica, la abandonó por la pintura, trasladándose de su Córdoba natal a Madrid en
1678, donde estudió con Carreño y Claudio Coello. En 1688 obtuvo el título de pintor del
rey, recibiendo el encargo de pintar las bóvedas de la capilla del Ayuntamiento de Madrid
(1693-1699). Colaboró estrechamente con Luca Giordano, del que aprendió el estilo
barroco pleno italiano. Entre 1697 y 1701 realizó los frescos de la iglesia de los Santos
Juanes en Valencia, y entre 1705 y 1707 decoró el Convento de San Esteban de
Salamanca. Sus inicios se enmarcaron en un estilo cercano al de la escuela madrileña,
con especial influencia de Coello, pero tras su contacto con Giordano se aclaró su paleta,
realizando composiciones donde demuestra su gran dominio del escorzo.
Otra figura de relevancia fue Miguel Jacinto Meléndez, ovetense instalado en Madrid,
donde conoció a Palomino, como él nombrado pintor del rey en 1712. Fue retratista,
realizando numerosos retratos de Felipe V y sus hijos, pero se dedicó principalmente a la
pintura religiosa, influida por Coello y Rizi, con un gran refinamiento y delicado colorido
que apuntan al rococó: Anunciación (1718), Sagrada Familia (1722).
Por último, cabría mencionar al catalán Antonio Viladomat, que acusó su colaboración con
el pintor italiano Ferdinando Galli Bibbiena en la época en que Barcelona fue sede de la
corte del archiduque Carlos de Austria, pretendiente a la corona española. Por su influjo el
estilo de Viladomat fluctuó entre una curiosa pervivencia del naturalismo seiscentista y el
pleno barroco. Destacan sus pinturas en la Capilla de los Dolores de Mataró (1722) y la
serie sobre la vida de San Francisco del Museo Nacional de Arte de Cataluña (1727).
También realizó bodegones y escenas de género, como las Cuatro Estaciones del Museo
Nacional de Arte de Cataluña