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Actitudes y lenguajes

El esquema que forman Contrarreforma, Absolutismo y Barroco no explica por


completo la evolución cultural en España tras el Concilio de Trento. Para empezar, no
se puede hablar de una ruptura radical con el humanismo, que pervivió en la búsqueda
de nuevos métodos científicos y matemáticos. El erasmismo derivó hacia el estoicismo,
como refugio interior, y hacia el tacitismo, como una suerte de política cristiana.
Cuando González de Cellorigo lamenta la conversión del reino en «una república de
hombres encantados que viven fuera del orden natural», estaba glosando la máxima
estoica que propone como ideal la existencia Vivere secundum natura, vivir de acuerdo
al orden natural. Y cuando ese orden natural se quiebra, sólo queda el retiro, el
autocontrol o la prudencia, a la que Baltasar Gracián dedicó en 1647 todo un Óraculo
manual y arte de prudencia.
Ésas fueron las razones para un mundo que vivió a la defensiva y que buscó en la
derrota, individual o colectiva, un consuelo providencial. Del optimismo se había
pasado a la melancolía, de las victorias y conquistas a la derrota y a la retirada. España,
como escribe Quevedo, precisa ser defendida, y se extiende una sensación de acoso
político, militar y hasta divino. El jesuita Pedro de Rivadeneira se esforzó por encontrar
una explicación para la permisión de Dios ante los males de su pueblo en su Tratado de
tribulación:

Porque algunas veces permite Él que el que tiene injusta causa, a los principios, venza y
castigue, como ministro suyo [...] Esto mismo podemos entender en los desastrados y
calamitosos sucesos que nuestro Señor envía a su Iglesia, con los cuales quiere Él
castigar primero los pecados de los fieles, para que, estando ellos purgados, puedan
después con más razón ser ministros de su divina justicia y castigadores de las
abominaciones ajenas (203).

Lo que sigue es una épica de la derrota, del desengaño y de la melancolía; la que sintió
don Quijote tras su descalabro a manos del caballero de la Blanca Luna y la destrucción
de su primera retórica: «¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó
mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se
oscurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!»
(1998: 1167). El desengaño, el descubrimiento de la verdad detrás de las apariencias,
fue argumento esencial para los españoles de la Contrarreforma. El ideal anhelado no se
correspondía con la realidad histórica; las pompas de la corte eran prisiones; el cuerpo,
materia de corrupción; y el conocimiento, fuente de desconciertos y agonías. El
antirracionalismo más radical impregnó una cultura volcada hacia el prodigio, atraída
por el trasmundo y escéptica frente al humanismo y la ciencia. Sólo la certeza de la
muerte parece anteponerse a cualquier afán de saber, de gloria, de victorias militares o
de deleites del cuerpo. Y esa certidumbre, unida a la soberbia de saberse señalados por
Dios y al esfuerzo vano e inútil, termina engendrando la melancolía, que el padre fray
Juan de los Ángeles definía en 1595 como «humor terrestre y penitencial» (1946: 264).
En el debate al que asisten los protagonistas del Criticón durante su estancia en Roma,
el filósofo Malvezzi censura la «melancolía paradoxa» de «querer reducir la noble
humana naturaleza a la nada», a la que el jurisconsulto Capriata –y el propio Gracián-
responde que «fue siempre la melancolía manjar de discretos», y que, por eso, «los
españoles, que están en opinión de los más detenidos y cuerdos, son llamados de las
otras naciones los tétricos y graves» (1990: 733-736). Tanta gravedad puso a la muerte
–entiéndase, a la destrucción y al nihilismo- en el centro mismo de la cultura
contrarreformista. Pedro de Espinosa presentó en la Epístola II a Heliodoro a un
retirado Hortensio que se esfuerza en desengañar al cortesano Heliodoro, recordándole
los avisos permanentes de la muerte:

Espera en todas partes a la muerte, pues en todas te


espera: no en caribes sólo está o en veneno, mas
advierte que está en todos los gustos que recibes.
Hasta en tu propia vida se convierte, pues menos
vivirás cuanto más vives: fiero ladrón, pues antes que
nacieses, te había ya robado nueve meses (1975: 141).

La ideología contrarreformista encontró su lenguaje en el Barroco, cuyas distintas


manifestaciones tuvieron como rasgo común no ya la ocultación metafórica, ingeniosa o
decorativa de la realidad, sino su presentación al receptor por medio de signos visibles.
Prescindiendo de lo analítico, el Barroco se hace materialista: se esfuerza en que el
espectador vea y toque, que se convenza por medio de la conmoción ante lo material.
Los lenguajes barrocos, visuales o verbales, pretendieron hacer perceptible todo lo
invisible: el Deus absconditus de los místicos, el infierno, el milagro o el mismo
sentimiento, pues, más que pensar o meditar, se pretendía que el espectador sintiera, el
mundo y el hombre se convirtieron en un escenario en el que se sucedían imágenes de la
melancolía, contrastes terribles y paradójicos entre la atracción de lo tangible y el
abismo de lo imaginario. San Ignacio de Loyola llevó hasta el extremo esa
confrontación entre lo visible y lo espiritual al proponer como método de oración en los
Ejercicios espirituales la composición de lugar:

El primer preámbulo es composición viendo el lugar. Aquí es de notar que en la


contemplación o meditación visible, así como contemplar a Cristo nuestro Señor el cual es
visible, la composición será ver con la vista de la imaginación el lugar corpóreo donde se
halla la cosa que quiero contemplar. Digo el lugar corpóreo así como un templo o monte
donde se halla Jesucristo o nuestra Señora, según lo que quiero contemplar. En la
invisible, como es aquí de los pecados, la composición será ver con la vista imaginativa y
considerar mi ánima ser encarcerada en este cuerpo corruptible, y todo el compósito en
este valle como desterrado entre brutos animales. Digo todo el compósito de ánima y
cuerpo (1996: 64-65).

San Ignacio lo materializó recomendando unas meditaciones sobre la Pasión que


aspiraban a embriagar la devoción con los sentidos: «El primer punto será ver con la
vista de la imaginación los grandes fuegos, y las ánimas como en cuerpos ígneos. El
segundo, oír con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias contra Cristo nuestro
Señor y contra todos sus santos. El tercero, oler con el olfato humo, piedra azufre,
sentina y cosas pútridas. El cuarto, gustar con el gusto cosas amargas, así como
lágrimas, tristeza y el verme de la conciencia. El quinto, tocar con el tacto, es a saber,
cómo los fuegos tocan y abrasan las ánimas» (1996: 72). Esta propuesta jesuítica de una
oración física y realista se oponía a la de los místicos y espiritualistas, que habían
señalado el camino hacia la unión con Dios en la vía apofática, en la negación de sí
mismo. La oración mental y la vía negativa enlazaban con el humanismo, y a ellas se
refería san Juan de la Cruz cuando afirmaba que «estas visiones y aprehensiones
sensitivas no pueden ser medio para la unión, pues que ninguna proporción tienen con
Dios». La idea se desarrolla en la Subida al Monte Carmelo:

Por tanto, ninguna noticia ni aprehensión sobrenatural en este mortal estado le puede
servir de medio próximo para la alta unión de amor con Dios, porque todo lo que puede
entender el entendimiento y gustar la voluntad y fabricar la imaginación es muy disímil y
desproporcionado (como habemos dicho) a Dios [..] De lo dicho se colige que, para que el
entendimiento esté dispuesto para esta divina unión, ha de quedar limpio y vacío de todo
lo que puede caer en el sentido, y desnudo y desocupado de todo lo que puede caer con
claridad en el entendimiento íntimamente sosegado y acallado, puesto en fe; la cuales sola
el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios (1989: 148-149).

Al antimaterialismo de la mística negativa, los jesuitas opusieron un modo de


contemplación materialista y centrada en lo real, en la carnalidad de Cristo y en lo
sensible. Como ha explicado José Luis Sánchez Lora, el realismo contrarreformista se
opuso al platonismo de la mística del Renacimiento: «Nos hemos deslizado desde el
modelo clásico o de ideas puras, tal como lo plantearon san Dionisio, Cusa, Ficino,
Pico, Castiglione o san Juan de la Cruz, hacia un apoyo cada vez más decidido en las
formas o imágenes de las ideas, y de aquí a una sobrevaloración de lo plástico y realista,
emocional y sensible» (1988: 211). Esa inclinación hacia lo sensitivo fue a misma para
los lenguajes que representaban a la divinidad y para los del arte y la fiesta barrocos,
que también apelaron al embeleso de los sentidos. Sirva el ejemplo de la Descripción de
la aclamación sumptuosa y célebre solemnidad que el Santo Tribunal de la Inquisición
de Granada consagró [...] Don Fernando el Tercero, de 1671, donde el anónimo
cronista apunta: «No tuvo lugar el ocio de los sentidos, pues entre los que se hallaban
oficiosamente suspensos, se empleaba la vista en la hermosura perfecta de la variedad,
el aliento en la olorosa suavidad de los aromas y el oído en la armonía sonora de las
canciones» (1671: 29).
Como era de esperar, el materialismo contrarreformista también renunció a la imagen
simbólica del Renacimiento a cambio de un modo de representación alegórico. Era parte
del regreso pretendido a lo medieval, pues la alegoría fue el sistema propio de la
exégesis escolástica. Durante el período renacentista, platonismo, hermetismo,
neopitagorismo y cabalismo contribuyeron a conformar un concepto de símbolo que
remitía a una realidad trascendente, inexpresable por palabras y sólo accesible por la
revelación. En ese mensaje oscuro y plurisignificativo, aprendido en el Dionisio
Areopagita y en los neoplatónicos, el lenguaje se conjuga con el silencio para expresar
lo sagrado. Lo simbólico es antirrealista, apunta a lo espiritual y unifica el significante
con lo significado. Por el contrario, lo alegórico se ata a las imágenes reales y a lo
visible y produce una factura entre el signo que representa y el objeto representado,
pues la imagen sólo sirve de apoyo superpuesto al significado.
La alegoría, como la misma Contrarreforma, es didáctica, y encontró su modo más
común de representación en el emblema que moralizaba la realidad: una imagen
sentenciosamente explicada para el adoctrinamiento del espectador. Todo lo real era
susceptible de enseñar al hombre la fragilidad de su existencia y el autor apela a su
interlocutor, para poner ante sus ojos la verdad, para provocar una sacudida emocional e
intelectual. Como ha explicado Fernando Rodríguez de la Flor: «Lo propio de los
“hispanísimos” hombres de pensamiento, así como de las tradiciones hermenéuticas que
ellos consolidan, es una concepción alegórica del mundo en cuanto obra emanada y
creación teúrgica, sobre la que el individuo no tiene autoridad ni última capacidad
legitimadora de transformación» (2002: 46). Los lenguajes barrocos eligieron imágenes
adecuadas a sus intereses: viajes, navegaciones o naufragios, como los del Persiles
cervatito, el Criticón o las Soledades de Góngora, para significar la inestabilidad de la
existencia; ruinas, de Roma, Itálica o Cartago, que anuncian el fin de los afanes
terrestres; relojes y calaveras que se apuntan tras la pompa y la hermosura; cuerpos
corrompiéndose en las postrimerías para reconocer lo que seremos. El pintor, el poeta o
el fraile se aprestaron a moralizar ante su receptor y desvelarle la doctrina que se
escondía tras la imagen. Gabriel Bocángel lo hizo, dirigiéndose a un engañado Fabio, en
el soneto «A un velón que era juntamente reloj, moralizando su forma»:

Esta partida imagen de la vida,


reloj luciente o lumbre numerosa,
que la describe fácil como rosa
de un soplo, de un sosiego interrumpida;
esta llama que, al sol desvanecida,
más que llama parece mariposa;
esta esfera fatal que, rigurosa,
cada momento suyo es homicida:
es, Fabio, un doble ejemplo. No te estorbes
al desengaño de tu frágil suerte:
términos tiene el tiempo y la hermosura.
El concertado impulso de las orbes
Es un reloj de sol, y al sol advierte
Que también es mortal lo que más dura (1985: 371).
Los modelos educativos

El otro gran instrumento para instaurar y difundir el pensamiento contrarreformista fue


la educación. El Concilio de Trento había instado a los obispos a que reorganizaran la
enseñanza popular de doctrina católica; y en España, esa recomendación fue incluida en
1564 entre las leyes del reino. De manera que Iglesia y Estado terminaron convergiendo
en la intención de controlar el sistema educativo y utilizarlo para sus propios intereses.
Reforma y Humanismo ya habían considerado la educación clave de la difusión y
asentamiento de sus propuestas, tal como se deduce de la peocupación pedagógica que
manifestaron católicos, como Vives, y protestantes, como Joachim Kammrmeister. A
ese impulso habría que atribuir el modelo educativo que se consagró en la Universidad
de Alcalá y, sobre todo, en los pequeños estudios que en la segunda mitad del siglo XVI
se repartieron por la geografía española. Nombres como los de Gil de Fuentes,
Francisco de Vargas, Juan de Malara, Arias Montano o Juan López de Hoyos, regente
de los Estudios municipales de Madrid desde 1568 y maestro de Cervantes, van unidos
a esa enseñanza humanística, que tendrá su epítome perfecto en el Discurso de las
letras humanas que, en 1600, compuso Baltasar de Céspedes.
Pero no todo fueron grandes ideales o grandes hombres. La desidia o la violencia con
los alumnos fueron moneda común entre los titulares de las escuelas de gramática, con
frecuencia ignorantes y siempre mal pagados. Estas escuelas terminaron convirtiéndose
en base de la enseñanza adolescente para la España del XVI. En ellas, el alumno accedía
al conocimiento del latín y se introducía en otras materias humanísticas, como la
retórica o la filosofía, que, a la postre, le permitirían continuar los estudios
universitarios o entrar al servicio del Estado. La más remota villa pretendió tener sus
propios estudios; y eso facilitó el acceso de las clases menos pudientes al estudio y,
consecuentemente, al ascenso social. En esos riesgos de trasgresión del orden
establecido, favorecidos por la educación, hubo de pensar Felipe II, cuando prohibía la
enseñanza de gramática a los indios en 1583; y lo mismo haría su nieto cuarenta años
después, en 1623, limitando el número de estudios de gramática, que el arbitrista Pedro
Fernández Navarrete cifraba en más de 4.000. Desde entonces, hospicios, poblaciones
menores o fundaciones particulares vieron recortada o abolida la posibilidad de ofrecer
estudios. Aunque esa carencia, promovida por el Estado, se vino a suplir con la
expansión educativa de la Compañía de Jesús.
Siguiendo las indicaciones tridentinas, los jesuitas hicieron de la educación una de sus
prioridades. Para ello formaron un nutrido plantel de profesores bien cualificados e
idearon un sistema de enseñanza homogéneo y sabiamente delineado, que aplicaron en
todos sus colegios. Los primeros atisbos de ese sistema los formuló Juan Bonifacio con
Christiani pueri institutio adolescentiaeque perfugium (1576) y De sapiente fructuoso
epistolares libri V (1589), y terminaron materializándose en la Ratio atque institutio
studiorum promulgada por el General Claudio Acquaviva, en 1599. La Ratio studiorum
se dirigía tanto a los seminaristas de la propia Compañía, como a alumnos externos, y
organizaba la enseñanza en tres niveles. El primero de ellos correspondía a los
«Estudios Inferiores», que se ocupaban en gramática, humanidades y retórica; el
segundo y tercer nivel concernía a las «Facultades Superiores», entre las que se incluían
los estudios de Sagrada Escritura, lengua hebrea, teología escolástica, casos de
conciencia, filosofía, filosofía moral y matemáticas. De entre estos últimos niveles se
seleccionaba un grupo de alumnos destacados que conformaban la «Academia»,
consagrada a «especiales ejercicios relacionados con sus estudios» (Gil et al. 1992:
275).
Frente al gramático insolente y mordaz, los jesuitas se determinaron a formar a un
humanista sometido a la autoridad de la Iglesia y puesto a su sevicio. Para ello
adoptaron muchas de las propuestas y materias renovadas por el humanismo, pero
adaptándolas a sus nuevos fines. El estudio de las lenguas perdía su intención exegética,
los autores clásicos dejaban de ser complemento del cristianismo y se convertían en
simple adorno, el conocimiento devenía en erudición y se mitigaba así la conciencia
crítica que animó al humanismo. Aunque se incluyera la lengua hebrea, se aconsejaba
no insistir «tanto en examinar los hechos y sentencias, cuanto en la fuerza y naturaleza
de las palabras [...] y en los preceptos gramaticales»; para la teología escolástica se
adoptaba «en absoluto la doctrina de Santo Tomás», aunque marcando distancias con
los tomistas acérrimos; la filosofía había de explicarse sobre base aristotélica, «a no ser
que se encuentre con algo contrario a la doctrina que las academias aprueban en todas
partes, y mucho más si se opone a la fe católica»; asimismo se incluía la enseñanza de
física, geografía y astronomía, que, a la postre, habría de convertir a la orden en
avanzada de las ciencias aplicadas (Gil et al. 1992: 129, 133, 143). La intención de los
jesuitas al definir su ideal pedagógico, la virtus literata, era la de formar un nuevo
modelo de hombre cristiano y culto, ajeno a las inquietudes intelectuales del humanismo
e integrado en la ortodoxia social y religiosa.
Desde la fundación de su primer colegio en 1546, la actividad docente de la Compañía
se dirigió de modo simultáneo y complementario a las clases dirigentes y las dirigidas.
Y el éxito fue tal, que a comienzos del XVII el número de colegios superaba los cien.
Consecuencia de ello fue el cierre de numerosos estudios municipales y la progresiva
desaparición de los preceptores para nobles, que terminaron por confiar la educación de
sus herederos a los jesuitas. No sólo eso, ante la debilidad universitaria, la Compañía
había decidido competir con los estudios superiores; y, en 1625, logró fundar los Reales
Estudios del Colegio Imperial de Madrid. Al año siguiente llegaba a España el doctor
Cornelio Jansenio como delegado de la Universidad de Lovaina para conseguir de las
universidades españolas apoyo en una lucha contra los jesuitas, que se había extendido
por todo el continente. A pesar de que universidades como Alcalá, Salamanca,
Valladolid o Valencia se unieron en la lucha, les movió más la intención de preservar
sus privilegios que la conciencia de una deseable reforma universitaria. La proliferación
de nuevas universidades en los últimos años del XVI había ahondado la crisis de una
enseñanza superior alejada de la realidad, anclada en conocimientos obsoletos y de
espaldas a cualquier novedad. La universidad se había convertido en una pieza más del
engranaje social y político, cuyo objetivo no pasaba de surtir de clérigos a la Iglesia y de
funcionarios al Estado. Por eso, el grueso de sus alumnos se matriculaban en las
Facultades de Teología y Derecho, y sólo a finales del siglo XVII se afrontó una mínima
revisión de las materias estudiadas en algunas universidades emergentes, como
Valencia, Barcelona o Zaragoza.

Dos problemas filosóficos: conocimiento y moral

La especulación filosófica del humanismo se ocupó esencialmente de dos materias: el


conocimiento y el comportamiento, esto es, el discernimiento de la verdad y su
aplicación práctica en la conducta humana. El descrédito del sistema de conocimiento
precedente, el escolástico-aristotélico, se mantuvo vivo hasta bien entrado el siglo XVII.
Todavía en 1624, Pierre Gassendi escribió unas Exercitationes paradoxicae adversus
aristotelicos y Descartes se mofaba en su Discurso (1637) de los escolásticos que
buscan en Aristóteles «la solución a varias dificultades, de las cuales no habla y en las
cuales acaso no pensó nunca» (1976: 92). El primer Renacimiento opuso como
alternativa al platonismo, y su rastro se dejó sentir en la mística y, sobre todo, en los
escritores de la orden agustiniana, como Pedro Malón de Chaide (1530-1589) o fray
Luis de León (1527-1591). Pero la relectura de los neoplatónicos, del Hermes
Trimegisto o de los tratados del pseudo-Dionisio tuvieron, a la larga, una vida más
literaria y teológica que filosófica. Fue, sin embargo, una derivación del platonismo, el
escepticismo, la que se asentaría como alternativa filosófica al predominio
neoaristotélico. El nuevo pensamiento escéptico convirtió la duda en instrumento de
conocimiento frente a la verdad preexistente y absoluta que proponía la Escolástica.
Pedro de Valencia publicó su Academica sive de indicio erga verum, un análisis del
criterio escéptico desde Platón hasta la escuela ecléctica de Potamón de Alejandría, en
1596. Su método se aproximaba a los modos de investigación individual: «Una vez
examinadas todas las opiniones de todos y sopesada y reconsiderada la importancia de
los argumentos, dado que, en lo referente a la comprensión y a la percepción, se daban
razones de peso igual en pro y en contra de las cosas, se debía suspender el asentimiento
como si se tratara de cosas, no percibidas, y debían elegirse, los argumentos más
probables» (1987: 159). Los escritos de Francisco Sánchez se publicaron póstumamente
en 1636, y se cerraban con un tratadito titulado De multum nobili et prima universali
scientia quod nihil scitur. Sánchez narraba su personal inquisición de la verdad desde la
infancia hasta llegar a la conclusión que encabeza su libro: que nada se sabe. A pesar de
la penuria de los sentidos humanos, la acción de la mente individual sobre la realidad es
la única opción de certidumbre que poseemos, y por ello reclama una absoluta libertad
de juicio frente a la opinión ajena y la autoridad recibida: «Yo sólo seguiré con la razón
a la naturaleza sola. La autoridad manda creer; la razón demuestra las cosas; aquélla es
apta para la fe; ésta para la ciencia» (1972: 54). Frente a la dialéctica y a la lucubración
filosófica tradicional, Sánchez encontró el camino de una verdad segura en la naturaleza
y en los conocimientos empíricos: «Sólo hay o podría haber una ciencia: la de la
naturaleza de las cosas; por la cual todas ellas serían perfectamente conocidas: ya que
una no puede ser conocida perfectamente sin todas las otras. Las ciencias que tenemos
son vanidades, rapsodias, fragmentos de observaciones contradictorias; lo demás,
imaginaciones, artificios, fantasías…» (1972: 77). Su propuesta, en suma, aplica el
escepticismo al sistema deductivo tradicional y desarrolla una indagación individual de
la realidad particular.
El escepticismo como actitud ya venía vertiéndose en textos literarios o médicos, como
los de Alfonso de Valdés, Andrés Laguna, Huarte de San Juan y su Examen de
ingenios, y todavía llega a Cervantes, que plantea una y otra vez de modo burlesco el
conflicto del conocimiento individual: «Eso que a ti te parece bacía de barbero, me
parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa» (1998: 277). Lo que
había empezado como un simple cuestionamiento del principio de autoridad terminó por
desdibujar los límites de la realidad. Era necesario entonces superar el mero
escepticismo y encontrar un método certero de conocimiento, en la misma dirección
abierta por Francisco Sánchez. En Francia, fueron Martín Mersenne con su La verdad
de las ciencias contra los escépticos y los pirrónicos (1625) y, sobre todo, Descartes,
quienes trazaron la senda del nuevo método científico. Pero antes había sido preciso
destruir el orden antiguo con el instrumento de la duda. En el ámbito hispánico, la
reacción anticartesiana de la escolástica tomista tuvo más eco que el propio Descartes,
que, sin embargo, encontró defensores tempranos, como Juan Caramuel y Lobkowitz
(1606-1682), que advertía en su Theologia intentionalis: «Renato Descartes debe ser
leído e interpretado con benignidad [...] Leyó poco y meditó mucho, de ahí que utilice
las palabras frecuentemente no en el mismo sentido que los escolásticos» (1664: 39).
La provisionalidad del conocimiento y la dificultad de los tiempos, que santa Teresa de
Jesús no dudó en calificar de «recios», favorecieron la búsqueda de un soporte moral
con el que enfrentarse a un mundo aún desconocido. La escolástica, fiel a sus principios,
ofrecía a Aristóteles. Así, la Ratio studiorum avisa al profesor de Filosofía moral que
«tenga entendido que es de su incumbencia no desviarse en modo alguno a las
cuestiones teológicas, sino, avanzando en el texto breve, doctamente y con seriedad,
explicar los principales capítulos de la ciencia moral, que se hallan en los diez libros de
Ética de Aristóteles» (Gil et al., 1992: 153). El humanismo, desde sus inicios, había
optado por el socratismo, el epicureísmo y el estoicismo, desvinculando la práctica
moral de la teología y presentando a los paganos, como hace Erasmo en su Enquiridión,
como ejemplo moral para los mismos cristianos.
La atención a la moral estoica arraigó en el pensamiento europeo desde el siglo XV.
Erasmo editó las obras de Séneca; Calvino publicó un comentario al De clementia; y
desde mediados del siglo XVI, se contaba con ediciones de Epicteto y con su traducción
a diversas lenguas vulgares. La moda senequista llegó incluso a calar en la literatura
católica; así, en florilegios para predicadores, como la Collectanea moralis
philosophiae de Fray Luis de Granada (1571), pueden encontrarse numerosas
sentencias tomadas de Séneca, Epicteto y Plutarco. Este estoicismo humanístico, del que
también participó el erasmismo, dio diversos frutos en la época contrarreformista. Por
un lado, una suerte de cristianismo estoico, al que pertenecería el Tratado de
tribulación (1589) del jesuita Pedro de Rivadeneira (1527-1611) y que encontró su
manual en la Introducción a la vida devota de san Francisco de Sales (1609), traducida
por Quevedo en 1634, por otro, un estoicismo cristiano que enlaza directamente con el
humanismo. En este último grupo habría que incluir a Francisco Sánchez de las Brozas,
que al final de su vida tradujo y glosó la Doctrina del estoico filósofo Epicteto, que se
llama comúnmete Enchiridión (1600), a su juicio, el libro «mayor y mejor más
provechoso que cuantos la antigüedad ha sacado al mundo en esta materia» (1992: 98).
Simultáneamente, desde Flandes, Justo Lipsio, profesor en Leiden y en Lovaina,
encabezó una recuperación de la filosofía estoica con su edición de Séneca (1605) y sus
tratados De constantia (1584) y Manuductio ad stoicam philosophiam (1604). Las
relaciones y correspondencia de Lipsio con Arias Montano o Quevedo reforzaron el
éxito de su pensamiento en España, y probablemente facilitaron la traducción del Libro
de la Constancia por Juan Bautista de Mesa (1616). En 1630, el catedrático salmantino
Gonzalo Correas volvió a traducir Enkiridió de Epicteto como ejemplo para su reforma
ortográfica, y Quevedo lo pondría en verso en 1635 con su Epicteto y Phociliades en
español con consonantes. La obra se publicó junto con dos trataditos de abolengo
estoico, Defensa de Epicuro contra la común opinión y Nombre, origen, intento,
recomendación y descendencia de la doctrina estoica, donde escribió:

Yo no tengo suficienza de estoico, mas tengo afición a los estoicos. Hame asistido su
doctrina por guías en las dudas, por consuelo en los trabajos, por defensa en las
persecuciones, que tanta parte han poseído de mi vida. Yo no he tenido su doctrina
por estudio continuo; no sé si ella ha tenido en mí buen estudiante. (1961: 978)

Quevedo ya había publicado, como parte de su afirmación neoestoica, Vida de fray


Tomás de Villanueva (1620), Doctrina moral del conocimiento propio y desengaño de
las cosas ajenas (1630) y Virtud militante (1634), a la que seguirían La cuna y la
sepultura (1635), De los remedios de cualquier fortuna (1638), Vida de Marco Bruto
(1644), Providencia de Dios (1641) y Vida de san Pablo (1644).
El neoestoicismo contrarreformista encontró una alternativa moral en la doctrina del
Vivere secundum naturam, vivir conforme a la naturaleza, entendiendo por ésta tan la
propia condición, como la ley natural, que se entendía coincidente con la voluntad
divina. El deber del hombre, su officium, era conocerse a sí mismo y aceptar esa
voluntad superior por vía de la razón; al fin y al cabo, nuestra existencia se dividía,
según propuso Epicteto, entre aquello que está en nuestro poder –la razón propia- y lo
que no lo está –todo lo demás-. El camino marcado será el del padecimiento y la
renuncia, que vienen a coincidir con el ascetismo cristiano, aunque los neoestoicos
hicieran énfasis en la racionalidad de la elección. Esa opción por una vida adaptada a la
naturaleza, se manifestó recurrentemente en las alabanzas de la vida retirada y del
Beatus ille horaciano, hasta convertirse en tema esencial de la literatura de la época. De
hecho, este neoestoicismo tuvo una perdurable vida literaria que, más allá de Quevedo,
alcanzó a escritores como Gracián o Calderón y a poetas como Francisco de Aldana, los
hermanos Argensola, Rodrigo Caro, Francisco de Rioja o el capitán Andrés Fernández
de Andrada, que resumió el ideal de la vida estoica en su Epístola moral a Fabio:

Un ángulo me basta entre mis lares,


un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.
Esto tan solamente es cuanto debe
naturaleza al parco y al discreto,
y algún manjar común, honesto y leve.
Los temas y sus lenguajes

Como era de esperar en un arte preocupado por la recepción, los lenguajes verbales y
visuales de la Contrarreforma persiguieron la admiratio, la sacudida del público por la
vía de lo insólito. Frente a la imitatio, eje en torno al cual había girado la creación
renacentista, aparece el ingenium, la capacidad de transgredir la preceptiva retórica
tradicional y producir algo nuevo. De ahí que Cervantes titule su novela El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha y anuncie desde el prólogo que de ese nuevo género
«nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada san Basilio, ni alcanzó Cicerón» (1998: 17).
El afán de novedad e ingenio encontró un modo de expresión propio en la agudeza, que
Baltasar Gracián ordenó en tres tipos: la agudeza conceptual, la agudeza verbal y la
agudeza de acción, la que se traslada a la vida. El mismo Gracián extremaba las virtudes
del lenguaje sutil en su Agudeza y arte de ingenio:

Censúranse en los más ingeniosos escritores las agudezas, antes porunas, que
por únicas, y homogéneos sus conceptos: o todos crisis, o todos reparos,
correlaciones o equívocos; y es que falta el arte, por más que exceda el ingenio,
y con ella la variedad, gran madre de la belleza. Es la agudeza pasto del alma
[...] Es la sutileza alimento del espíritu [...] Hállanse gustos felices tan cebados
en la delicadeza, tan hechos a las delicias del concepto, que no pasan otro que
sutilezas. Son cuerpos vivos sus obras, con alma conceptuosa; que los otros son
cadáveres que yacen en sepulcros de polvo, comidos de polilla (1987, I: 49).

Nada mejor que alimentar a un público ávido con la sorpresa, con lo imprevisible, con
el hallazgo inesperado. Los recursos se repiten en la literatura y en el arte: la paradoja;
la coincidentia oppositorum, como unión de lo bello y lo monstruoso, de Polifemo y
Galatea; el dinamismo y la monumentalidad de un pintor tan querido para los reyes
españoles como Rubens; la representación del movimiento, como en la Dafne en plena
metamorfosis en laurel esculpida por Bernini, para quien «el hombre es tanto más
semejante a sí mismo cuanto más se mueve»; el desbordamiento de los límites y la
inserción en el mundo del espectador; la representación de la realidad hasta confundirla
con la realidad misma, como en el trompe-l’ oeil, o su alteración por medio de tinieblas
hasta hacerla irreal; la exuberancia, el decorativismo o el horror vacui.
En literatura, la búsqueda de nuevos lenguajes tuvo su manifestación más relevante en
el conflicto, más teórico que real, entre conceptismo y culteranismo. El concepto,
definido como un acto de entendimiento que exprime la correspondencia entre los
objetos, había sido parte esencial de la poesía española desde el siglo XV. En un
singular proceso de intensificación, durante el XVII, recursos retóricos como la
metáfora, la alegoría, la comparación, enigma o la antítesis se acentuaron hasta
convertirse en razón de ser de una literatura que se valoraba tanto por las cualidades
estéticas como por la capacidad de sorpresa. El conceptismo se inclinó hacia la
contención formal relacionada con el aticismo senequista y hacia la temática de pefiles
realistas. Por el contrario, el culteranismo desarrolló el gusto por el ornato y un
idealismo temático que tenían su raíz en la lírica de Garcilaso de la Vega y Fernando de
Herrera. La renovación iniciada por Luis de Góngora con el Polifemo y las Soledades se
caracterizó por la atención a los aspectos sensoriales del lenguaje, el uso de cultismos y
perífrasis y una profunda complicación sintáctica, que, sin embargo, también
participaba de los procedimientos conceptistas. La novedad del culteranismo dio lugar a
una considerable polémica entre gongorinos y antigongorinos, en la que participaron
Lope de Vega, Francisco Cascales, Juan de Jáuregui o Quevedo, autor de
numerosísimas sátiras contra la lengua culterana, como la «Receta para hacer Soledades
en un día»:

Quien quisiere ser culto en sólo un día,


la jeri (aprenderá) gonza siguiente:
fulgores, arrogar, joven, presiente,
candor, construye, métrica armonía (1981: 1161).

Con estos versos, donde se enumeraban los cultismos lingüísticos incorporados por
Góngora, Quevedo reconocía, acaso a su pesar, el carácter elitista y culto de una poesía
que pretendía distanciarse del vulgo. Junto a conceptismo y culteranismo, la lengua
literaria de la época también buscó la forma de expresión llana y próxima al habla
popular, que a veces utilizaron Lope, Góngora o Quevedo, y una suerte de
neoclasicismo, presente especialmente en la poesía aragonesa y sevillana, que se
vinculó al resurgir del horacianismo, tal como se presenta en los hermanos Argensola,
en Francisco de Rioja o en Rodrigo Caro.
Tanto los lenguajes verbales como los visuales coincidieron en cambiar el punto de
vista en la representación: del centro, la atención se trasladó a lo excéntrico. Este hecho
se manifestó de muy diversos modos: la atención a lo insignificante, como en las
Soledades gongorinas; la retórica del silencio y la elusión del objeto descrito; el gusto
por el desconcierto; la focalización en los márgenes de la acción, como en Las
hilanderas de Velázquez; o los juegos de perspectivas con la realidad, en los que
confluyeron el Quijote y Las meninas del mismo Diego Velázquez. Todos son actos de
ingenio que proponen un desafío lúdico al receptor, que debe decodificar esas
ocultaciones. El arte barroco reclamaba un espectador activo, entrenado para descifrar
claves y que encontraba el placer estético en la solución del problema: «cuanto más
escondida la razón y que cuesta más –escribe Gracián-, hace más estimado el
concepto».
Lo más sorprendente es que, en buena medida, estos lenguajes estaban dirigidos a un
público iletrado y mayoritariamente analfabeto, el que asistía a las celebraciones
públicas o a los corrales de comedias: mosqueteros y lavanderas educados en el
desciframiento de los enigmas alegóricos que porponía el arte contrarreformista. Sirvan
como muestra de esa comunidad de códigos las palabras de Sebastián de Covarrubias al
tratar de la simbología de los colores: «Tienen las colores, en el vulgo, sus
significaciones particulares, que todas las saben, y no hay para qué gastar tiempo en
esto» (1989: 339). Y es que el patán más ignorante entendía sin esfuerzo el significado
amoroso que tenían los versos de Lope en El despertar a quien duerme:

Azul lleva la librea,


por eso celos se llaman.
Ya corre la crueldad
con su cuadrilla encarnada;
las banderillas partidas
de verde color, de nácar (1950:349)
La búsqueda de novedad desencadenó también la aparición de géneros híbridos, que
alteraron los modelos tradicionales: Lope compara la novela con la comedia; la
picaresca se entremezcla con el sermón en el Guzmán de Alfarache; la narración se hace
alegórica en Los trabajos de Persiles y Sigismunda de Cervantes y, sobre todo, en el
Criticón de Gracián; con el Quijote, el realismo más chusco se une al idealismo literario
en nombre de la verosimilitud-, el teatro se renueva frente a la preceptiva aristotélica; la
épica se hace religiosa o termina convirtiéndose en parodia.
Algunos temas ya presentes en época renacentista reciben una nueva lectura a la luz de
la Contrarreforma. Es el caso del retrato en la pintura, que incide en el realismo
psicológico, o la autobiografía en la literatura, donde se mezclan lo literario de la
picaresca y lo histórico de vidas narradas, como las del capitán Contreras o santa Teresa
de Jesús. Algo similar sucede con la mitología, que se inclina hacia una lectura
alegórica, cristianizada o satírica. Prontuarios mitográficos como Filosofía secreta de
Juan Pérez de Moya (1585) o el Teatro de los dioses de la gentilidad del padre Baltasar
de Vitoria (1620), favorecieron las revisiones del mito que hicieron Velázquez,
Carducho, Góngora o Quevedo, humanizando y alterando los motivos clásicos, a medias
entre la burla, lo decorativo y el didactismo. De ese modo, en el arte de la época
coinciden Faetón convertido en emblema del poeta o del amante atrevido, Baco rodeado
de borrachos, tal como lo pintó Velázquez, o Dánae levantándose las faldas a cambio de
la lluvia de dinero con que Júpiter compra sus favores. Y es que la mitología fue un
motivo recurrente para el erotismo sensual o para la mera obscenidad carnal. En esa
dirección, temas típicamente clásicos o renacentistas encontraron en el XVII una nueva
perspectiva, como la que Lope hizo del carpe diem en las Rimas divinas y humanas del
licenciado Tomé de Burguillos:

Muérome por llamar Juanilla a Juana,


que son de tierno amor afectos vivos,
y la cruel, con ojos fugitivos,
hace papel de yegua galiciana.
Pues, Juana, agora que eres flor temprana
admite los requiebros primitivos;
porque no vienen bien diminutivos
después que una persona se avellana [...]
Créeme, Juan, y llámate Juanilla;
mira que la mejor parte de España,
pudiendo Casta, se llamó Castilla (1989: 1271).

Esto soneto puede servir también como ejemplo de otra de las temáticas características
del arte barroco: el popularismo y su relectura culta. Refraneros, tipos y lenguajes
marginales pasaron a formar parte del arsenal artístico y literario, tal como puede verse
en el éxito de romances y letrillas; en piezas de teatro menor, como entremeses y
jácaras; en el uso literario de la germanía como jerga de la delincuencia; en personajes
como el Escarramán de Quevedo; o en tendencias pictóricas como el realismo del
primer Velázquez o los retratos populares de Murillo.
Pero lo que más claramente caracteriza el arte contrarreformista son los asuntos
morales. Entre ellos, el desengaño, como conocimiento de sí mismo y desvelamiento de
una realidad postiza, se convirtió en signo de la ideología religiosa del momento. En
unos de sus Sueños, significativamente titulado El mundo por de dentro, Quevedo lo
encarnó como un viejo venerable que declara:
Yo soy el Desengaño. Estos rasgones de la ropa son de los tirones que dan de mí los que
dicen en el mundo que me quieren, y estos cardenales del rostro, estos golpes y coces me
dan, en llegando, porque vine y porque me vaya. Que en el mundo todos decís que
queréis desengaño, y, en teniéndole, unos os desesperáis, otros maldecís a quien os le
dio, y los más corteses no le creéis. Si tú quieres, hijo, ver el mundo, ven conmigo, que
yo te llevaré a la calle mayor, que es adonde salen todas las figuras, y allí verás juntos los
que por aquí van divididos, sin cansarte. Yo te enseñaré el mundo como es: que tú no
alcanzas a ver sino lo que parece.
-¿Y cómo se llama –dije yo- la calle mayor del mundo donde hemos de ir?
-Llámase –respondió- Hipocresía. Calle que empieza con el mundo y se acabará con él, y
no hay nadie casi que no tenga, si no una casa, un cuarto o un aposento en ella (1980:
165).
Otros motivos, como el mundo al revés, la locura como envés de la razón o la metáfora
de la vida como teatro o como quimera, formaron parte del arsenal teológico-moral del
que surtieron los iconos de la época y reaparecen una y otra vez en textos como El gran
teatro del mundo y La vida es sueño de Calderón de la Barca o el mismo Quijote, donde
el caballero afirma:

Pues lo mesmo acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen
los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas figuras se
pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se
acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y
quedan iguales en la sepultura.

Alegoría que el escudero reconoce de inmediato, sin duda por haberla oído a los
predicadores de su pueblo:

-Brava comparación –dijo Sancho-, aunque no tan nueva, que yo no la haya


oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras
dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego
todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como
dar con la vida en la sepultura (1998: 719).

Todo converge en la conciencia de lo efímero del mundo y la existencia humana,


escarmiento moral predicado por la Iglesia y el Estado para que fieles y súbditos
pusieran sus anhelos y esperanzas en otro mundo y no en éste. Por eso se encomia al
Guzmán que se salva delatando o se aplaude que el diabólico Burlador de Sevilla sea
arrastrado a los infiernos; por eso se pintan y describen las revueltas de la muere con el
gusano que carcome la monda calavera y con la divisa amenazante del «Como te ves,
me vi. Como me ves, te verás»; por eso Rodrigo Caro apelaba a su receptor para poner
visiblemente ante sus ojos las ruinas de Itálica, símbolo desengañado de la vanidad del
mundo:

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora,


campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa (Blecua:148)

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