Escolar Documentos
Profissional Documentos
Cultura Documentos
Porque algunas veces permite Él que el que tiene injusta causa, a los principios, venza y
castigue, como ministro suyo [...] Esto mismo podemos entender en los desastrados y
calamitosos sucesos que nuestro Señor envía a su Iglesia, con los cuales quiere Él
castigar primero los pecados de los fieles, para que, estando ellos purgados, puedan
después con más razón ser ministros de su divina justicia y castigadores de las
abominaciones ajenas (203).
Lo que sigue es una épica de la derrota, del desengaño y de la melancolía; la que sintió
don Quijote tras su descalabro a manos del caballero de la Blanca Luna y la destrucción
de su primera retórica: «¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó
mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se
oscurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!»
(1998: 1167). El desengaño, el descubrimiento de la verdad detrás de las apariencias,
fue argumento esencial para los españoles de la Contrarreforma. El ideal anhelado no se
correspondía con la realidad histórica; las pompas de la corte eran prisiones; el cuerpo,
materia de corrupción; y el conocimiento, fuente de desconciertos y agonías. El
antirracionalismo más radical impregnó una cultura volcada hacia el prodigio, atraída
por el trasmundo y escéptica frente al humanismo y la ciencia. Sólo la certeza de la
muerte parece anteponerse a cualquier afán de saber, de gloria, de victorias militares o
de deleites del cuerpo. Y esa certidumbre, unida a la soberbia de saberse señalados por
Dios y al esfuerzo vano e inútil, termina engendrando la melancolía, que el padre fray
Juan de los Ángeles definía en 1595 como «humor terrestre y penitencial» (1946: 264).
En el debate al que asisten los protagonistas del Criticón durante su estancia en Roma,
el filósofo Malvezzi censura la «melancolía paradoxa» de «querer reducir la noble
humana naturaleza a la nada», a la que el jurisconsulto Capriata –y el propio Gracián-
responde que «fue siempre la melancolía manjar de discretos», y que, por eso, «los
españoles, que están en opinión de los más detenidos y cuerdos, son llamados de las
otras naciones los tétricos y graves» (1990: 733-736). Tanta gravedad puso a la muerte
–entiéndase, a la destrucción y al nihilismo- en el centro mismo de la cultura
contrarreformista. Pedro de Espinosa presentó en la Epístola II a Heliodoro a un
retirado Hortensio que se esfuerza en desengañar al cortesano Heliodoro, recordándole
los avisos permanentes de la muerte:
Por tanto, ninguna noticia ni aprehensión sobrenatural en este mortal estado le puede
servir de medio próximo para la alta unión de amor con Dios, porque todo lo que puede
entender el entendimiento y gustar la voluntad y fabricar la imaginación es muy disímil y
desproporcionado (como habemos dicho) a Dios [..] De lo dicho se colige que, para que el
entendimiento esté dispuesto para esta divina unión, ha de quedar limpio y vacío de todo
lo que puede caer en el sentido, y desnudo y desocupado de todo lo que puede caer con
claridad en el entendimiento íntimamente sosegado y acallado, puesto en fe; la cuales sola
el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios (1989: 148-149).
Yo no tengo suficienza de estoico, mas tengo afición a los estoicos. Hame asistido su
doctrina por guías en las dudas, por consuelo en los trabajos, por defensa en las
persecuciones, que tanta parte han poseído de mi vida. Yo no he tenido su doctrina
por estudio continuo; no sé si ella ha tenido en mí buen estudiante. (1961: 978)
Como era de esperar en un arte preocupado por la recepción, los lenguajes verbales y
visuales de la Contrarreforma persiguieron la admiratio, la sacudida del público por la
vía de lo insólito. Frente a la imitatio, eje en torno al cual había girado la creación
renacentista, aparece el ingenium, la capacidad de transgredir la preceptiva retórica
tradicional y producir algo nuevo. De ahí que Cervantes titule su novela El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha y anuncie desde el prólogo que de ese nuevo género
«nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada san Basilio, ni alcanzó Cicerón» (1998: 17).
El afán de novedad e ingenio encontró un modo de expresión propio en la agudeza, que
Baltasar Gracián ordenó en tres tipos: la agudeza conceptual, la agudeza verbal y la
agudeza de acción, la que se traslada a la vida. El mismo Gracián extremaba las virtudes
del lenguaje sutil en su Agudeza y arte de ingenio:
Censúranse en los más ingeniosos escritores las agudezas, antes porunas, que
por únicas, y homogéneos sus conceptos: o todos crisis, o todos reparos,
correlaciones o equívocos; y es que falta el arte, por más que exceda el ingenio,
y con ella la variedad, gran madre de la belleza. Es la agudeza pasto del alma
[...] Es la sutileza alimento del espíritu [...] Hállanse gustos felices tan cebados
en la delicadeza, tan hechos a las delicias del concepto, que no pasan otro que
sutilezas. Son cuerpos vivos sus obras, con alma conceptuosa; que los otros son
cadáveres que yacen en sepulcros de polvo, comidos de polilla (1987, I: 49).
Nada mejor que alimentar a un público ávido con la sorpresa, con lo imprevisible, con
el hallazgo inesperado. Los recursos se repiten en la literatura y en el arte: la paradoja;
la coincidentia oppositorum, como unión de lo bello y lo monstruoso, de Polifemo y
Galatea; el dinamismo y la monumentalidad de un pintor tan querido para los reyes
españoles como Rubens; la representación del movimiento, como en la Dafne en plena
metamorfosis en laurel esculpida por Bernini, para quien «el hombre es tanto más
semejante a sí mismo cuanto más se mueve»; el desbordamiento de los límites y la
inserción en el mundo del espectador; la representación de la realidad hasta confundirla
con la realidad misma, como en el trompe-l’ oeil, o su alteración por medio de tinieblas
hasta hacerla irreal; la exuberancia, el decorativismo o el horror vacui.
En literatura, la búsqueda de nuevos lenguajes tuvo su manifestación más relevante en
el conflicto, más teórico que real, entre conceptismo y culteranismo. El concepto,
definido como un acto de entendimiento que exprime la correspondencia entre los
objetos, había sido parte esencial de la poesía española desde el siglo XV. En un
singular proceso de intensificación, durante el XVII, recursos retóricos como la
metáfora, la alegoría, la comparación, enigma o la antítesis se acentuaron hasta
convertirse en razón de ser de una literatura que se valoraba tanto por las cualidades
estéticas como por la capacidad de sorpresa. El conceptismo se inclinó hacia la
contención formal relacionada con el aticismo senequista y hacia la temática de pefiles
realistas. Por el contrario, el culteranismo desarrolló el gusto por el ornato y un
idealismo temático que tenían su raíz en la lírica de Garcilaso de la Vega y Fernando de
Herrera. La renovación iniciada por Luis de Góngora con el Polifemo y las Soledades se
caracterizó por la atención a los aspectos sensoriales del lenguaje, el uso de cultismos y
perífrasis y una profunda complicación sintáctica, que, sin embargo, también
participaba de los procedimientos conceptistas. La novedad del culteranismo dio lugar a
una considerable polémica entre gongorinos y antigongorinos, en la que participaron
Lope de Vega, Francisco Cascales, Juan de Jáuregui o Quevedo, autor de
numerosísimas sátiras contra la lengua culterana, como la «Receta para hacer Soledades
en un día»:
Con estos versos, donde se enumeraban los cultismos lingüísticos incorporados por
Góngora, Quevedo reconocía, acaso a su pesar, el carácter elitista y culto de una poesía
que pretendía distanciarse del vulgo. Junto a conceptismo y culteranismo, la lengua
literaria de la época también buscó la forma de expresión llana y próxima al habla
popular, que a veces utilizaron Lope, Góngora o Quevedo, y una suerte de
neoclasicismo, presente especialmente en la poesía aragonesa y sevillana, que se
vinculó al resurgir del horacianismo, tal como se presenta en los hermanos Argensola,
en Francisco de Rioja o en Rodrigo Caro.
Tanto los lenguajes verbales como los visuales coincidieron en cambiar el punto de
vista en la representación: del centro, la atención se trasladó a lo excéntrico. Este hecho
se manifestó de muy diversos modos: la atención a lo insignificante, como en las
Soledades gongorinas; la retórica del silencio y la elusión del objeto descrito; el gusto
por el desconcierto; la focalización en los márgenes de la acción, como en Las
hilanderas de Velázquez; o los juegos de perspectivas con la realidad, en los que
confluyeron el Quijote y Las meninas del mismo Diego Velázquez. Todos son actos de
ingenio que proponen un desafío lúdico al receptor, que debe decodificar esas
ocultaciones. El arte barroco reclamaba un espectador activo, entrenado para descifrar
claves y que encontraba el placer estético en la solución del problema: «cuanto más
escondida la razón y que cuesta más –escribe Gracián-, hace más estimado el
concepto».
Lo más sorprendente es que, en buena medida, estos lenguajes estaban dirigidos a un
público iletrado y mayoritariamente analfabeto, el que asistía a las celebraciones
públicas o a los corrales de comedias: mosqueteros y lavanderas educados en el
desciframiento de los enigmas alegóricos que porponía el arte contrarreformista. Sirvan
como muestra de esa comunidad de códigos las palabras de Sebastián de Covarrubias al
tratar de la simbología de los colores: «Tienen las colores, en el vulgo, sus
significaciones particulares, que todas las saben, y no hay para qué gastar tiempo en
esto» (1989: 339). Y es que el patán más ignorante entendía sin esfuerzo el significado
amoroso que tenían los versos de Lope en El despertar a quien duerme:
Esto soneto puede servir también como ejemplo de otra de las temáticas características
del arte barroco: el popularismo y su relectura culta. Refraneros, tipos y lenguajes
marginales pasaron a formar parte del arsenal artístico y literario, tal como puede verse
en el éxito de romances y letrillas; en piezas de teatro menor, como entremeses y
jácaras; en el uso literario de la germanía como jerga de la delincuencia; en personajes
como el Escarramán de Quevedo; o en tendencias pictóricas como el realismo del
primer Velázquez o los retratos populares de Murillo.
Pero lo que más claramente caracteriza el arte contrarreformista son los asuntos
morales. Entre ellos, el desengaño, como conocimiento de sí mismo y desvelamiento de
una realidad postiza, se convirtió en signo de la ideología religiosa del momento. En
unos de sus Sueños, significativamente titulado El mundo por de dentro, Quevedo lo
encarnó como un viejo venerable que declara:
Yo soy el Desengaño. Estos rasgones de la ropa son de los tirones que dan de mí los que
dicen en el mundo que me quieren, y estos cardenales del rostro, estos golpes y coces me
dan, en llegando, porque vine y porque me vaya. Que en el mundo todos decís que
queréis desengaño, y, en teniéndole, unos os desesperáis, otros maldecís a quien os le
dio, y los más corteses no le creéis. Si tú quieres, hijo, ver el mundo, ven conmigo, que
yo te llevaré a la calle mayor, que es adonde salen todas las figuras, y allí verás juntos los
que por aquí van divididos, sin cansarte. Yo te enseñaré el mundo como es: que tú no
alcanzas a ver sino lo que parece.
-¿Y cómo se llama –dije yo- la calle mayor del mundo donde hemos de ir?
-Llámase –respondió- Hipocresía. Calle que empieza con el mundo y se acabará con él, y
no hay nadie casi que no tenga, si no una casa, un cuarto o un aposento en ella (1980:
165).
Otros motivos, como el mundo al revés, la locura como envés de la razón o la metáfora
de la vida como teatro o como quimera, formaron parte del arsenal teológico-moral del
que surtieron los iconos de la época y reaparecen una y otra vez en textos como El gran
teatro del mundo y La vida es sueño de Calderón de la Barca o el mismo Quijote, donde
el caballero afirma:
Pues lo mesmo acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen
los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas figuras se
pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se
acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y
quedan iguales en la sepultura.
Alegoría que el escudero reconoce de inmediato, sin duda por haberla oído a los
predicadores de su pueblo: