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Un día como hoy hace 186 años, el sábado 28 de julio de 1821, en una solemne

ceremonia pública en la Plaza Mayor de Lima, el general José de San Martín proclamó
la independencia del Perú de la dominación española y cualquiera otra extranjera.
Sonaron como nunca las campanas, las salvas de artillería y las aclamaciones eran un
eco continuado del pueblo.
Ahora, en este nuevo aniversario patrio, además de los homenajes, discursos,
mensajes y desfiles, es nuestra obligación hacer una profunda reflexión sobre nuestra
historia –reconviniendo en el legado de Gonzales Prada: “el pasado nos habla con
claridad”– y recurrir a ella para enfrentar y mejorar la situación actual y nuestro futuro.
A la proclamación de la independencia después de tres siglos de colonialismo, el 3 de
agosto de 1821, se instituyó el protectorado señalando el nacimiento del Estado. Se
crearon los símbolos de la Patria y el Himno Nacional, se implementó el Estatuto del
Gobierno y se estableció una organización territorial, pero se continuaron respetando
los títulos de nobleza del Estado colonial.

El siglo XIX el país tuvo que enfrentar el costo de una dura crisis económica y de un
caudillismo militar. Después de la guerra con Chile (1879-1883) nuestro Estado quedó
en bancarrota y apareció una élite terrateniente formando una especie de Estado
aristocrático. El inicio del siglo XX, nos enmarca en una prolongada dictadura civil. El
Estado no pudo enfrentar la grave crisis económica mundial (crack) de 1929. Resurgió
el caudillismo militar y los golpes de Estado se hicieron más frecuentes, pero
posteriormente, aparte del Gobierno Militar (1968-1980) y el autogolpe de abril 1992,
se extendió la democracia representativa. Sin embargo, desde 1821 nuestro país ha
tenido 112 gobernantes con un mandato promedio de 7 meses y nada menos que 16
Constituciones.

En este contexto histórico, después de 186 años el Estado peruano continúa siendo
muy débil. A pesar del impulso económico de los últimos años que nos permiten
mostrar importantes cifras macroeconómicas, existen profundas brechas de
desigualdad, pobreza extrema y exclusión en nuestra sociedad. Esto nos debe obligar
a efectuar una reforma integral del Estado vinculada a la toma de decisiones, combate
de la corrupción, mejora de la distribución de la riqueza y calidad de vida así como
fomentar mayor participación de la sociedad en los asuntos del gobierno.
Más allá de los anuncios del mensaje presidencial de hoy, el Estado debe proyectarse
hacia el futuro sobre la base de una visión de desarrollo y la elaboración de un plan
estratégico de mediano y largo plazo. Debemos determinar nuestros objetivos
nacionales –que increíblemente no tenemos fijados–, los que conjugados a las
posibilidades de explotación de los recursos del potencial nacional, nos permitirán
construir las políticas de Estado –invariables para cada cambio de Gobierno–, sustentar
el establecimiento y ejecución de prioridades y aplicar adecuadas y eficaces políticas
públicas para bien de toda nuestra población.

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