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(1) Conf., por ejemplo, MOODY,R. A., Vida después de la vida, Madrid, 1982. En los
relatos que se narran en este libro y en otros que tratan del mismo tema se da una
coincidencia básica. Se oyó cómo el médico los declaró muertos. Luego se tuvo la
impresión de ser llevado a través ele un túnel oscuro y largo. Se estaba fuera del
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propio cuerpo, pero esta han, sin emhargo, en 1m cuerpo. Los difuntos conocidos se
acercaron a saludar con amabilidad. Se aproxin:aron a una realidad luminosa que
los abrigaba y les daba una sensación de bient,star nunea antes habida. Vieron en
un instante toda su vida. Se sintieron acogidos, en paz.
(2) Traducido con"o La muerte en Occidente, Barcelona, 1982.
(3) París, 1983.
(4) VOVELLE, O.C., 688 ss.
(5) Conf. ZIEC:LEH,Jean, Los viws Ij la muerte, México, 1976, 193 Y ss.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 263
mejor cuanto más logre dulcificar el shock producido por la muerte del
ser querido. En la actualidades incluso posible que el difunto sea tras-
ladado no ya a un cementerio, sino a un "parque". Además, el traslado
del difunto deberá llevarse a cabo de tal manera que resulte inocuo para
el normal funcionamiento de los medios de transporte en las ciudades.
El contacto con el moribundo y, después, con el difunto, queda me-
diado por todo un aparataje tendiente a hacer de la muerte un fenómeno
aséptico. En este sentido, como bien dice Vovelle, "tabú sobre la muerte
no significa de ninguna manera ( ... ) silencio o ausencia de manifesta-
ciones: un nuevo ceremonial se ha impuesto, ritual sociG,1en el cual el
empresario es el gerente puesto para asumir este tránsito aseptizado de
la manera menos traumatizante para la familia de un muerto casi no
muerto, que se despide formalmente" (6).
En estas nuevas costumbres hay un parámetro: el american way 01
dying, que tiene su "Meca" en California. La empresa -o "iniciativa pri-
vada"- ha hecho de la muerte no sólo una mort marchande (7), una mer-
caderia rentable, sino que ha terminado por privatizarla.
En otro campo, el de la prensa escrita, hasta hace muy poco la muerte
era eludida, salvo cuando fuese material de crónica roja, mecanismo que
tenia por función tranquilizar a la "gente bien" y confirmarla en sus
mecanismos evasivos.
Aunque en la última década se ha notado una cierta reacción, todo
lo anteriormente descrito mantiene su vigencia. La pregunta que surge,
entonces, es si este fenómeno se aplica a las sociedades menos desarro-
lladas, como la nuestra. ¿Es la "muerte-tabú" un fenómeno exclusivo de
las sociedades desarrolladas? O en términos más concretos: ¿las socieda-
des latinoamericanas quedan al margen de esta tendencia a tabuizar la
muerte?
En primer lugar, es preciso señalar que esta pregunta carece de fun-
damento en aquellos medios latinoamericanos que se encuentran absolu-
tamente identificados con los parámetros de las sociedades desarrolladas,
es decir, en las burguesias de los grandes centros urbanos en América
Latina. Estos ambientes no parecen tener otra identidad que la que im-
portan del mundo desarrollado. La pregunta concierne más bien a los
medios populares y rurales marcados por la herencia indigena.
Ahora bien, en estos medios hay ciertas costumbres y usos que a pri-
mera vista parecen fundar una respuesta negativa. Baste mencionar los
ritos funerarios que se mantienen en el campo y el fenómeno de las "ani-
mitas" que más que una fuga de la muerte parecen ser expresión de un
culto o afán necrofilico (8). Es preciso, sin embargo, recordar que el culto
de los muertos y hasta las manifestaciones necrofílicas no comportan,
aunque parezca paradójico, de por si una actitud de realismo ante el fenó-
meno. Por el contrario, bajo ellas puede camuflarse una radical inter-
dicción de la muerte. Asi parece confirmarlo la reflexión de un impor-
tan te pensador latinoamericano:
(15) Conf. THIEL1CKE, Heln,ut, Vivir con la muerte. Barcelona, 1984, 124-137.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 267
hace el individuo del espiritu absoluto. Marx y todos los humanismos abs-
tractos son herederos de esta visión hegeliana.
Hemos dicho que no es posible hablar de la muerte como de una
experiencia hecha. Al referirnos a ella decimos cosas en relación a algo
que situamos como futuro o posibilidad. Cuando dicho futuro o posibili-
dad se actualiza, dejamos de hablar y, sólo entonces, hacemos la experien-
cia de la muerte.
Visualizamos, por tanto, a la muerte como una realidad que nos aguar-
da. Esta "futuridad" dificulta nuestra reflexión en dos sentidos: primero,
porque determina un tipo de discurso referido a una experiencia que nos
es todavia ajena y que, desde ese futuro, nos perturba y nos incita a
pensarlo como un destino ignoto y cuestionador a la vez. En segundo lugar,
porque no necesitamos definir, con Heidegger, nuestra realidad como
"ser-para-Ia-muerte" para reconocer un dato de por si innegable: el tener
que morir, propio de todo hombre.
Sea lo que fuere "aquello que nos advendrá", es claro que nos cues-
tiona hoy como un "deber" o un verdadero "tener que ... ". Max Scheller
se refiere a esta situación y la describe como "vivencia de la dirección
de la muerte" dentro de la misma existencia humana (16).
En realidad, nuestra experiencia de vivir es al mismo tiempo la expe-
riencia de tener que morir; en otras palabras, la existencia humana con-
lleva de por si esta suerte de "confrontación anticipada" con la muerte.
Estar vivo y tener que morir son datos inseparables en el ser del hom-
bre (17). Esta experiencia ya la empezamos a hacer cuando somos niños.
Entonces perdemos la "in conciencia" de una vida que se define unívoca-
mente por sí misma, para experimentarnos como un ser vívo al que
aguarda la muerte.
Esta experíencia parece ser contemporánea si no anterior a la del
tiempo. El miedo a morir se manifiesta incluso cuando el niño vive toda-
vía como si fuese eterno, esto es. en la absolutización de su situacíón
presente.
Esta experiencia básica del tener que morir equivale a captar que
nuestra vida se va a terminar. Ello nos permite situar y captar la muerte
como "acabamiento de la vida". Ahora bien, el tomar conciencia de esa
realidad que sucede a la "inconciencia" del estar puramente vivo no es
neutra, sino que aparece como "conciencia infeliz". Estar vivo, pero tener
que morir no es la constatación apática de un hecho normal y natural,
sino que despierta una tensión entre la experiencia de estar vivos -que
vivenciamos como un bien al que instintivamente nos aferramos- y el
tener que morir como un destino que nos asusta y despierta, por ende,
en nosotros rechazo.
Estamos en la vida ante la muerte. Esta es una situación que no cabe
sino reconocer. Tampoco podemos desconocer que, con ello, vida y muerte
se nos plantean como ser y no-ser. Y aunque podamos en algún momento
renegar de estar vivos -decir como Job: "más me valdría la pena no
haber nacido"-, lo determinante es que el carácter índefectible de la
(18) Conf. ELIADE, M., Ocultismo, brujería y modas culturales, Buenos Aires 1977,57-58.
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(24) Barcelona, 1977, segunda edición. Dedica todo un capítulo a este asunto: pp. 47-71.
(25) Sentido teológico de la muerte, Barcelona, 1969, 19.
(26) 12gell; 130c5, citado por PIEPEH, J., Muerte e inmortalidad, Barcelona 1977, 51.
(27) El sueño de Escipión, 16.
(28) "Horno non est anima tantum" (S. Th. l, q.75, a4).
(29) "Anima unitur corpori non sicut nauta navi, sed sicut forma" (De Unitate intelleetu5
l, 6).
272 JUAN NOEMI C.
(.34) Sohre el significado y validez que se le reconoce al tema d-e "la muerte de Dios" en
la teol()~ía más reciente, ver NOEMI, J., Teología del Mundo JI: Escatología, Santiago
1987, ]76-194.
(.'3.5) Cf. VOl\: RAD, G., Der Tod im A.T., en Theologisches WorterlJtlch zum Neuen Testa-
ment n, 848-850.
(36) Cf. la traducción castellana que trae ELIADE, M., La lIIuerte, la vida después de la
lIIuerle y la escatología JII: De los primitivos al Zen, Buenos Aires 1978, .513-524.
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de su mano" (Ps. 88,6). Morir es separarse del Dios vivo que es la vida
misma.
Se da, pues, una tensión entre la afirmación de Yahvéh como único
Dios y como Dios de la vida, y el inevitable destino mortal del hombre.
Esto quiere decir que la afirmación de Dt. 32,39 se explica como reacción
extrema monoteísta. La muerte, empero, no se concilia con la afírmacíón
de un Dios vivo y con la valoracíón de la vída como lo propio de Dios.
Para el yahvista la afírmación de que Yahvéh es "el Dios de la vída" es
tan básica como su radical confesión monoteista (Yahvéh es "el único
Dios") .
La posibilidad de una "buena muerte" no logra contrapesar la lúgu-
bre descripción que el yahvismo más primigenio hace del Sheol, como
destino de justos y pecadores. Nada hace pensar que la tensión entre la
experiencia de la muerte y la afirmación de Yahvéh como único Dios no
esté planteada desde un inicio, mucho más si tenemos presente que lo
común para el hombre religioso primitivo era una no aceptación de la
muerte. La posible resignación que cabe al interior de esta tensión es difí-
cilmente garantizable y resulta inconsistente. De hecho, ni siquiera los
autores que se esfuerzan por delimitar una primigenia concepción yahvista
de la muerte como "mortality-accepting" pueden negar que "resuenan to-
nos negativos" (48).
Ya en los primeros capitulas del Génesis se reconoce una doble etio-
logía de la mortalidad del hombre (49). Por una parte, una concepción
que explica la muerte como secuela de la creaturidad del hombre y como
designio positivo de Dios creador (Gén. 2,7; 19), Y otra que la entiende
como secuela del pecado (Gén. 2,17). En ambos casos se trata de consi-
derar el A.T. no con el afán de contentarse con núcleos arqueológicos
primigenios, sino en una perspectiva dinámica, pero terminará por impo-
nerse el segundo enfoque (Sab. 1,13).
No sólo la muerte prematura, violenta, la del que no deja descenden-
cia, se explica como secuela del pecado, sino la muerte en cuanto tal: "Dios
no hizo la muerte (... ) es por la envidia del diablo que entró la muerte
en el mundo" (Sab. 1,13, 24). En el planteo de Sab no se debe ver un
exabrupto helenizante, sino una afirmación coherente con el credo yahvis-
ta primigenio. Este se establece después de una gran crisis, la cual se va
haciendo cada vez más aguda al interior del desarrollo de la escatología
yahvista. La afirmación de un único Dios de la vida, de su justicia (50),
lleva a entender la muerte no como designio positivo de Dios, sino como
secuela del pecado. De esta manera se resuelve el frágil equilibrio que
representa la actitud resignada ante la muerte (51).
Esta resolución no se debe entender como una banalización de la
muerte en cuanto mal, como podría sugerirlo una comprensión inmanen-
tizante de la inmortalidad del alma. Ello no cabe en la óptica yahvista,
que es teológica. Pero esto no implica que se trate tan sólo de afirmar la
muerte en su mera dimensión biológica como un fatum producto del
pecado. Es preciso afirmar que la muerte en cuanto fin del hombre com-
porta un alejamiento de Dios. La muerte no sólo es el fin (biológico) del
hombre, sino que significa el salir de la vida, que es la esfera propia de
Yahvéh. Morir es adentrarse en el no-Dios: ésta es la comprensión
yahvista de la muerte, y es en este sentido que decimos que su perspectiva
es fundamentalmente teológica.
Los escritos del Nuevo Testamento suponen el tránsito de una visión
profética a una visión apocalíptica de la escatologia. En lo que respecta
a la muerte, esto implica afirmar que ella no es el designio definitivo de
Dios sobre el individuo; y no sólo en cuanto no es creada por Dios, sino
también en cuanto barrera que impide una ulterior intervención salvi-
fica de Yahvéh. Es necesario insistir en que esta convicción no se debe a
una relativiza ción de la muerte como fin de la vida del hombre, sino a
una profundización en la soberania, la justicia y el amor de Yahvéh hacia
el hombre pecador. Esta convicción se especifica -aunque no exclusiva-
mente- como esperanza en la resurrección de los muertos (Dan. 12,2ss;
2Mac. 7,9ss; 12,43ss). Con esta renovada esperanza se quiere superar la
fragilidad de la resignación ante la muerte, que era la actitud del yahvis-
tao Sin embargo, esta misma empresa no establece un anacoluto sino una
superación -en el sentido más estricto- del primitivo yahvismo.
Después de analizar el tema de la resurrección de los muertos en el
A.T., Hans Kessler concluye que "finalmente se da para Israel la espe-
ranza en una resurrección de los muertos a partir de la fe misma en
Yahvéh, como una consecuencia o explicación interna y propia. Ella es
una repercusión del primer mandamiento, es decir, de la confesión en un
Dios de cuyo dominio no puede quedar excluida ninguna esfera" (52).
Kessler ve en este desarrollo una razón pedagógica. La parsimonia del
yahvismo para mirar más allá de la muerte está todavia motivada por
el peligro de que tal mirada se transforme en una evasión de la historia.
En este proceso de la escatologia veterotestamentaria, la resurrección de
los muertos "no constituye tampoco el producto de una proyección a partir
del ansia de vida e inmortalidad del hombre ( ... ), sino que tiene claras
raices biblicas: la fe en el poder creador -que tampoco es limitado por
la muerte-, la simpa tia de vida (Lebensjreundlichkeit) (Ez. 8, 23,32; Jan.
4, 11; Sab. 1, 13s; 11, 26) Y el amor a la justicia (Ps. 17,7; 45,8) de Yahvéh,
que llevará a cabo universalmente su reinado; la fidelidad inacabable y la
promesa de salvación, que tampoco la muerte destruye, para quienes con-
fían en El" (53).
En todo caso, la visión del N.T. sobre la muerte no está condicionada
por una esperanza más o menos indeterminada en la resurrección de los
muertos, como sucede en otros escritos palestinenses de la época (54).
Antes bien, el discurso neotestamentario sobre este tema tiene como con-
dición y como punto de arranque la fe en Aquel que ya ha sido resuci-
(.52) Sucht den LelJellden nichl bei den Tolen. Die illlferlelwng Jesu Christi, Düsscldorf
1985, 67.
(5:3) [bid., 67-68.
(,54) Cf., ibid., 69-78.
278 JUAN NOEMI C.
(55) Cf. SCHUITHALS,vV., Muerte, en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, lII,
Salamanca, 1983.
(56) O. C., no.
(57) Cf. HAH:'iEH, K., Sentido teológico de la muerte, Barcelona, 1965, 36-62.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 279
(62) "Por nosotros": Rom. 5,8; 1 Coro 15, 3; "por muchos": Me. 10, 45; 14,24//; Beb.
9, 28; d. In. 10, 15; "por vosotros": 1 Coro 11, 24.
(63) Cf. Rom. 3, 25; 1 Coro ll, 24; Me. 14, 24; 10, 45.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 281
tampoco podria pasar por la muerte sino como abandono de Dios. Ahora
bien, que esa muerte entre en la aceptación obediente del Hijo y, sin
quitarle el tenor del abandono divino, se transforme en algo completa-
mente distinto: en la llegada de Dios en medio de este vacio y abandono,
y en la manifestación del rendimiento y obediencia del hombre entero al
Dios Santo en medio de su aparente abandono y alejamiento, tal es justa-
mente la maravilla, el milagro de la muerte de Cristo" (93).
Entre los teólogos latinoamericanos, la muerte de Cristo es un tema
que adquiere gran importancia. No pretendemos aqui dar una visión de
conjunto, sino tan sólo considerar el planteamiento de Jan Sobrino, en
una de sus obras más notables: Cristologia desde América Latina (94).
Junto con reconocer su dependencia de J. Moltmann, Sobrino anota
la centralidad que la cruz tiene en el catolicismo latinoamericano. Su
propósito es "profundizar a dos niveles sobre la muerte de Jesús" (95). El
primero es "estrictamente telógico" y consiste en una "reflexión sobre
cómo le afecta al mismo Dios la cruz de Jesús, en cuanto cruz que acaece
en la historia" (96).
El segundo nivel considera las consecuencias que la concepción de un
"Dios crucificado" tiene para la existencia humana.
Divide su exposición en tres partes: la primera es una "consideración
de la muerte de Jesús después de la resurrección" (97), la cual se articula
en cinco tesis. Después de la resurrección se establecen tres afirmaciones
fundamentales: "una nueva definición histórica de Dios" (98), el signifi-
cado soteriológico de la historia de Jesús y, en tercer lugar, la afirmación
de que Jesús es realmente el Hijo de Dios. En las tesis mismas, Sobrino
muestra lo difícil que resulta mantener "lo tipico del cristianismo: el es-
cándalo de la cruz". Esto ya seria perceptible en el mismo N.T.. en la
medida en que el titulo "Siervo de Yahvéh" es desplazado por otros "que
apuntan más en directo no al crucificado, sino al resucitado".
En el N.T. también se ensayan respuestas a la pregunta del "para
qué" de la cruz para expiar, para establecer una nueva alianza ... Con
ello se evita una cuestión fundamental y anterior, dado que "la cruz (no
se puede) explicar lógicamente apelando a Dios a quien se presupone ya
conocido, pues lo primero que la cruz plantea es la pregunta por el mismo
Dios. por la verdadera realidad de la divinidad" (99).
Del mismo modo, en la historia de la Iglesia se ha dado una tenden-
cia a evitar la pregunta básica que plantea el escándalo de la cruz, en
base a un concepto antecedente de Dios que no se cuestiona. Para Sobrino,
"la concepción de metafísica griega sobre el ser y la perfección de Dios
hace imposible una tea-logia de la cruz. Por el contrario, una teologia
como apertura a una nueva y definitiva gracia, que nos aguarda más allá
de esa muerte: la resurrección de todos los hombres. Reconociendo a
Dios como Amor incondicionado, el cristiano se reconoce a si mismo como
hombre resurrecturus.
Para el cristiano, por tanto, la inevitabilidad de la muerte no pierde
su carácter sórdido y absurdo. Lo que a la muerte puede darle un sentido
no proviene de ella misma, que es separación de Dios. Tampoco a partir
del hombre es posible establecer un sentido convincente. Dicho sentido
sólo se funda en Dios mismo, quien, en la muerte de Jesús, se apropia de
la muerte humana.
Desde el hombre el sentido de la muerte sólo puede ser el de la liber-
tad que se abre a la gracia, vale decir, el sentido que proviene de la
apertura y la entrega a ese Otro más grande, que ha asumido nuestra
muerte, permitiéndonos por eso, y sólo por eso, ser re-cogidos de la no-
vida y acogidos en Su vida.
En efecto, es esta acogida lo que posibilita mi entrega en la muerte.
Es el Dios que resucitó a Jesús quien nos permite experimentar la inevi-
tabilidad de la muerte, ya no como fatalidad, sino como "posibilidad de
entregarnos" .
Esta entrega, en todo caso, no puede reducirse a la solitaria vivencia
subjetiva del momento concreto de la muerte. Es decir, no se trata de un
acto puntual desligado y sin antecedentes. Saint-Exupéry dice en alguna
parte: "lo que da sentido a la vida es lo que da sentido a la muerte". Es
decir, si nuestra muerte constituye un acto de entrega o no, es algo que
no se decide en el momento mismo de morir, sino en el transcurso total
de nuestra vida. Parafraseando a Juan, podríamos decir: "el que dice que
se entrega a Dios y no se entrega a sus hermanos, es un mentiroso".
El sentido de la muerte, pues, no se improvisa, sino que se anticipa
y realiza en la entrega a los hermanos, en el amor concreto al más pe-
queño y necesitado. En esto la muerte de Jesús constituye un paradigma.
Sin embargo, toda la dimensión de sentido que es posible articular a par-
tir del hombre, en cuanto libertad que se abre en esperanza a la gracia
de la resurrección, es dependiente y relativa al sentido que la muerte
recibe al ser asumida por Dios y transformada por El mismo. La muer-
te hace patente, y por encima del horror de nuestro pecado, la inefable
ternura de Dios: en lugar de responder a la separación con la separación
responde con una proximidad que es escándalo o desconcierto para toda
lógica humana.
La muerte, así, adquiere un sentido, pero no por si misma, puesto
que Dios no se quedó en ella, como para entronizarla con Su presencia.
Lo que le otorga un sentido a la muerte del hombre es más bien el hecho de
que Dios se acercó, en Jesús, al lugar de los muertos -esto es, al de los
"separados" definitivamente-, con el fin de resucitarlos, acogerlos en
Su seno y entregarse así a los hombres de un modo nuevo.
La razón de nuestra esperanza es una sola: el amor apasionado de
Dios por cada uno de nosotros, que ni siquiera nuestro pecado y nuestra
muerte logran acallar:
"Porque estoy convencido de que ni la muerte ... podrá privarnos del
amor de Dios presente en Jesucristo, Señor Nuestro" (Rom. 8,39).
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