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1.

LA CREACIÓN

a) Los días de la creación

Como todo un arquitecto Dios planificó y creo todo perfectamente y por etapas [1]:

Días 1-3: Dando forma

Primer día: Tiempo (Gn 1, 3-5)

Segundo día: Espacio (Gn 1, 6-8)

Tercer día: Vida (Gn 1, 9-13)

Días 4-6: Llenando el vacío

Cuarto día: Los que gobiernan el tiempo (Gn 1, 14-19)

Quinto día: Los que gobiernan el espacio (Gn 1, 20-23)

Sexto día: Los que gobiernan la vida (Gn 1, 24-31)

Día 7: La alianza del sábado con la creación (Gn 2, 1-3)

Y quedaron concluidos el cielo, la tierra y todo su ornato. Terminó Dios en el día séptimo la obra que había hecho, y
descansó en el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque ese día
descansó Dios de toda la obra que había hecho.

b) La creación una alianza de Dios con el universo

Es importante reflexionar sobre ¿Cuál es el verdadero propósito del relato de la creación?

“En el principio creó Dios el cielo y la tierra”. Dios crea por el poder de su Palabra. Simplemente llama al mundo a la
existencia. Esa misma Palabra de Dios es la que se hizo carne y habitó entre nosotros. En el Nuevo Testamento se
descubre que la Palabra no es una declaración impersonal. Es el Hijo de Dios, nuestro Salvador.

“La tierra era caos y vació”. No había estructura en la tierra y nadie vivía en ella. Una forma de ver el relato de la creación es
dividirlo en dos grupos de tres días. En los tres primeros días, Dios crea el lugar; la estructura de la tierra. En los tres días
siguientes, Dios crea los habitantes que la llenan. En otras palabras, Dios primero crea unas estructuras y luego las llena
con habitantes.

En los tres primero días Dios crea un mundo apto para vivir. Ha proporcionado las tres formas de vida terrena. El día y la
noche nos dan el tiempo; el cielo y el mar nos dan espacio; y la tierra y la vegetación nos dan un lugar para vivir.

Los tres siguientes corresponden con los tres primeros:

El cuarto día, Dios crea el sol para gobernar el día, y la luna y las estrellas para brillar en la noche.

El quinto día, Dios crea las aves y los peces para llenar el cielo y los mares.

El sexto día, Dios crea las bestias del campo y al final a los seres humanos para que vivan en una tierra dotada de
vegetación.

Finalmente el séptimo día Dios descansa.

La palabra hebrea que significa “sellar la alianza” se basa en la palabra hebrea “siete”. Alguien que dijera “sellar una
alianza” diría literalmente en hebreo “Yo hago un siete”.

Al mencionar séptimo día, significa que Dios está sellando una alianza con el universo. Él no es simplemente el Señor y
nosotros no somos meros esclavos. Él es más que el Creador y nosotros más que sus criaturas. Si Dios se hubiera
detenido el sexto día, solo seriamos criaturas: seriamos esclavos y propiedad de Dios. Pero Dios fue más allá. “Y bendijo
Dios el día séptimo y lo santificó porque ese día descansó Dios de toda la obra que había realizado en la creación”. Dios
nos invita a participar en ese descanso, porque este descanso representa la relación de alianza que Dios establece con su
creación.

Toda la creación es un gran templo para dar culto a Dios creador:

La creación es revelada como primer paso hacia la Alianza, como el primer testimonio del amor todopoderoso de Dios (cf.
Gn 15, 5; Jr 33, 19-26). Por eso, la verdad de la creación se expresa con un vigor creciente en el mensaje de los profetas
(cf. Is 44, 24), en la oración de los salmos (cf. Sal 104) y de la liturgia, en la reflexión de la sabiduría (cf. Pro 8, 22-31) del
pueblo elegido (CEC 288).

c) La creación del ser humano a imagen de Dios.

Polvo y carne

Entonces YHWH Dios formó al hombre con polvo del suelo: Gen 2,6-7ª. El hombre hunde sus raíces en el polvo de que fue
tomado. La materia no le es inferior puesto que el mismo es materia.

Un ser viviente

E insufló en sus narices aliento de vida y resulto el hombre un ser viviente: Gen 2,7b. El hombre no es solo materia; le fue
dada la vida.

Un espíritu

El Espíritu da consistencia al compuesto carne-vida. El Espíritu capacita al hombre para la comunicación con Dios y para
comprender las realidades divinas. El hombre no es un compuesto de partes, sino una unidad. Si lo dividimos es sólo para
distinguir y dar a cada uno de sus componentes la importancia merecida.

Imagen y semejanza de Dios

"Hagamos al hombre a imagen nuestra según nuestra semejanza... y creó al hombre a imagen suya a imagen de Dios le
creó": Gen 1,26-27. Todo el hombre es imagen y semejanza de Dios

Imagen (sélem: copia, reproducción exacta): Suscita la presencia real de aquello que reproduce. Es la representación de la
realidad.

Semejanza (demut: parecido similitud): Incita a considerar distintos dos elementos que se parecen. Así por ejemplo: Andrés
y Pedro se asemejan entre sí porque son hermanos, pero son distintos el uno del otro.

d) Las características de Dios en el hombre

El hombre es la representación visible (imagen) de Dios, pero al mismo tiempo es diferente de Él. Sólo le es semejante. El
hombre no es Dios. Siendo imagen de Dios en el mundo, es la proyección de la vida divina. Por eso, para comprender a
fondo nuestra realidad, debemos buscar las raíces de nuestro ser en Dios mismo.

Dios es comunidad: La comunidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Dios es amor: 1 Juan 4,8.

Dios es creador: de todo cuanto existe.

Estas tres características se reflejan en el hombre:

El hombre llamado a vivir en comunidad

Macho y hembra los creó: Gen 1, 27. El género humano es hecho comunidad, como Dios es comunidad: "No es bueno que
el hombre este solo. Voy hacerle una ayuda ´adecuada´” (Kenegdó): Gen. 2, 18.

El termino hebreo kenegdó, que se ha traducido por “adecuada”, tiene un sentido más profundo. Significa “su
correspondiente con quien embona perfectamente”, “su enfrente,” “la parte complementaria de sí” “el otro yo”.
Para que el hombre no se sintiera solo, comenzó la maravillosa peregrinación que los ojos humanos hayan complementado.
Todos los seres de la creación se engalanaron para presentarse ante su señor. Sin embargo, el hombre se limitó a poner
nombre tanto a las cosas como a los animales.

Dar el nombre el nombre en la mentalidad bíblica significa tomar posesión de, dar su sentido a, estar sobre.

Todos los seres de la creación le eran inferiores como para que pudiera contentarse con alguno de ellos. Como en toda la
creación no pudo encontrar su ayuda adecuada, su “Kenegdó”, entonces Dios intervino: YHWH Dios hizo caer un profundo
sueño sobre el hombre el cual se durmió. Y le quito una de las costillas...de la costilla que YHWH Dios había tomado, formo
una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: "esta si es huesos de mis huesos y carne de mi carne. Será
llamada varona porque del varón ha sido tomada" Gen: 2, 21-23.

El hombre encontró su complemento perfecto, su Kenegdo, y reconoció, gracias a la diferencia, su identidad como hombre.

En este plan de Dios el hombre no es superior a la mujer. Ambos son de la misma naturaleza; dos seres que se
complementan. Así lo sugiere el relato: “is”, “issáh”, (hombre, mujer) recalca la igualdad de naturaleza de los dos sexos.
Hombre y mujer están íntimamente unidos en el plan de Dios: El hombre no podrá llegar a su plenitud prescindiendo de ella,
pues a pesar de su amistad con Dios y ser el rey de la creación, se sentía terriblemente solo.

La relación de unión y dependencia de la mujer con respecto al hombre no puede ser expresada con mayor claridad que
con la imagen de que ella fue formada de una costilla del varón. Ciertamente ambos son interdependiente y se necesitan
mutuamente.

El hombre creado para amar

Al amar y ser amados se van realizar ambos como personas. El hombre y la mujer son la imagen de Dios que es amor y
que es comunidad. Así como en la divinidad encontramos en el hombre y la mujer, la imagen de Dios, algo semejante: El
hombre y la mujer, siendo dos personas distintas participan de la misma naturaleza. Pero, lo que significa al hombre y la
mujer, más que la naturaleza, es el amor que es el vínculo de unión entre las tres Personas divinas en la Trinidad. La
imagen y la semejanza que se refleja en la comunidad adquiere mayor interés cuando el amor se proyecta entre el varón y
la varona. Hombre y mujer son una imagen muy bien lograda de la misma Trinidad. “Entre Dios y el hombre existe el mayor
parentesco” (San Macario).

El hombre es co-creador

El hombre es el creador y responsable de la creación. Y los bendijo Dios y les dijo: “Sean fecundos y multiplíquense, y
llenen la tierra y sométanla. Dominen en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la
tierra” Gen 1,28.

Dios quiso hacer al hombre participe de su acción creadora. Creación que terminó no con el Shabbat, cuando Dios
descansó al ver que todas las cosas estaban muy bien hechas. El reposó al confiar y participar su poder creador al hombre
y encomendarle la obra de sus manos.

El hombre es responsable de este mundo que le ha sido encomendado:

"Tomo YHWH Dios al hombre y lo puso en un jardín para que lo labrase y lo cultivase" Gen 2,15.

"Lo hiciste señor de la obra de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes todos juntos, y aun las
bestias salvajes, y las aves del cielo y los peces del mar que surcan las sendas de las aguas. Los cielos son cielos del
Señor. La tierra se le ha dado a los hijos de Adán" Sal 8,7; 115,16.

Desde entonces el trabajo es esencial al hombre. El hombre para “ser” necesita trabajar. El hombre es hombre en la medida
que realiza el plan de Dios: labra la tierra, hacerla dar frutos cada vez mejores, construir la Nueva Tierra con la semilla de
nuestro mundo.

Dios creador, ha hecho al hombre cocreador, responsable de la creación. Estamos en el séptimo día de la creación: "Así
fueron constituidos los cielos y la tierra con todo su aparato; y el día séptimo ceso Dios de toda la tarea que había
hecho.Estos fueron los orígenes de los cielos y la tierra cuando fueron creados" Gen 2,1-4a.

La culminación de este maravilloso proyecto divino es expresado con un superlativo: Vio Dios todo cuanto había hecho y he
aquí que todo estaba muy bien hecho" Gen 1, 31a.
2. EL PECADO.

a) Origen y causas del pecado.

ORIGEN

Para hablar del pecado hay que encontrar su origen en la historia de la creación del hombre, específicamente en el
momento de la caída que narra el Génesis 3, generando el pecado original, se llama así porque se dio en el origen de la
humanidad.

El Catecismo de la Iglesia Católica en el numeral 390 dice que “La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia
humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres”.[1] El pecado original fue la
desobediencia de nuestros primeros padres, que se dejaron seducir por esa voz seductora, opuesta a Dios, y al ser
tentados por el diablo: "Serán como dioses", dejaron morir su corazón la confianza en su Creador, rompiendo la amistad
que Dios estableció al crearlos, por tanto, “en adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza
en su bondad”, y desde este hecho se da una verdadera invasión del pecado en el mundo, lo cual se refleja y confirma en la
historia de la salvación, como por ejemplo el fratricidio cometido por Caín en Abel (Gn. 4, 3-15), Lamec tuvo dos esposas
(Adá y Silá): es el primer caso de bigamia o poligamia que se menciona en la Biblia (Gen. 4. 23-24) dándose la ruptura de la
alianza matrimonial, las depravaciones graves (Gn 19,1-29; Rm 1,24-27; 1 Co 6,10; 1 Tm 1,10), El incesto de Lot y sus hijas
(Gn. 20, 30-38), el asesinato del hijo e Dios en la cruz del calvario, etc.

CAUSAS

La causa del pecado es el mismo hombre que abusa de su libertad, haciendo lo que me más le gusta y le agrada, sin
embargo, hay unos factores que inclinan al hombre a pecar:

El principal es el demonio: que nos presenta realidades desfiguradas como si fueran algo deseable y bueno, aunque
realmente sean malas. Provoca al hombre tentándolo.

Carne o concupiscencia: instintos y apetitos humanos desordenados. La carne convierte en pecado realidades que son
buenas en sí mismas, dentro del plan de la creación de Dios: convierte el sexo en lujuria, el deseo de buena fama en
vanidad, la justa aspiración a poseer lo necesario en avaricia, el amor a la patria en nacionalismo exarcebado.

Vicios o hábitos de pecado: repetición de actos malos que hacen más difícil la enmienda. Un hombre habituado a la
pereza, a malgastar su tiempo, fácilmente tenderá a rehuir el esfuerzo, a no rendir en su trabajo y estará robando a su
empresa.

Tentaciones: realidades desfiguradas que aparecen ante el hombre como bienes deseables, cuando realmente son
nocivas. Hay muchos campos y pueden ser muy sutiles, internas o externas.

Peligros de pecado: situaciones externas que propician el ambiente de pecado: falta de educación, hambre, ociosidad,
malos ejemplos, anomalías familiares, influencia de estereotipos sociales. Por ejemplo, hoy está muy difundida la
promiscuidad sexual juvenil a causa de los modelos de comportamiento que se presentan en el cine, la televisión, etc.

Atractivos del mundo: poder, riquezas, situación social. Son valores buenos en sí mismos si van ordenados al fin de la
propia felicidad, a la gloria de Dios y a la salvación del alma. Sin embargo, cuando se convierten en fines en sí mismos nos
llevan fácilmente al pecado. Por ejemplo, matar para adquirir poder, hacer trampas para conseguir dinero, arruinar a otros
para ganar estatus social, etc.

Simple egoísmo o apego desordenado a sí mismo: el que sólo busca satisfacer sus deseos es fácil presa de
desviaciones morales. Al contrario, el hombre altruista que piensa siempre en los demás, que vive para Dios... tiene
grandes garantías de perseverar en el bien.

b) Definición de pecado.

El pecado dice San Agustín, es “toda palabra, acto o deseo contra la Ley de Dios (cfr. Contra Faustum, 22 c. 27: PL
42,418), también lo define como “dejar a Dios por preferir las criaturas”.
El Catecismo de la Iglesia Católica lo define como: “una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al
amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del
hombre y atenta contra la solidaridad humana” (CEC 1849).

La definición clásica de pecado es: “la transgresión”: es decir, violación o desobediencia “voluntaria”: porque se trata no
sólo de un acto puramente material, sino de una acción formal, advertida y consentida contra “de la ley divina”: o sea, de
cualquier ley obligatoria, ya que todas reciben su fuerza de la ley eterna.

Por tanto, el pecado es una ofensa a Dios. Por el pecado el hombre se rebela contra el amor de su Creador,
desobedeciendo a la Ley Divina, demostrando un amor a sí mismos y un desprecio a Dios. Por consiguiente, el pecado es
la mayor tragedia que puede acontecer al hombre: en pocos momentos ha negado a Dios y se ha negado también a sí
mismo a causa de un capricho pasajero.

El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando
cooperamos a ellos (CEC 1879):

Participando directa y voluntariamente.

Ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos

No revelando o no impidiendo el acto de pecado, cuando se tiene obligación de hacerlo.

Protegiendo a los que hacen el mal.

c) Clasificación general del pecado.

El Catecismo de la Iglesia Católica establece una variedad de pecados:

En la Carta de San Pablo a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu Santo: fornicación, impurezas,
libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces,
orgías y cosas semejantes (CEC 1852).

Los pecados también se pueden distinguir por:

Su objeto como en todo acto humano: el objeto es el bien hacia el cual tiende deliberadamente la voluntad.

Según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto.

Según los mandamientos que quebrantan.

Según que se refieran a Dios (blasfemia, perjuicio, etc.), al prójimo (homicidio, adulterio, etc.), a sí mismo.

Se los puede dividir en pecados espirituales y carnales o también en pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión.

d) Clasificación más conocida del pecado.

Pero la clasificación más conocida es la de los pecados según su gravedad: veniales, mortales y contra el Espíritu Santo.

PECADO VENIAL

“Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se
desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento” (CEC 1862).

Venial viene de la palabra “venia”, que significa perdón, y alude al más fácil perdón de este tipo de faltas: se remite no
exclusivamente en el fuero sacramental sino también por otros medios.

“El pecado venial difiere sustancialmente del mortal, ya que no implica el elemento esencial del pecado mortal que es la
aversión a Dios con la transgresión deliberada y voluntaria de la ley moral”.
El papa Juan Pablo II lo explica de la siguiente manera: “cada vez que la acción desordenada permanece en los límites de
la separación de Dios, entonces el pecado es venial. Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de
la amistad con Dios, de la caridad, ni por tanto, de la bienaventuranza eterna”

Para que haya pecado venial se requiere de las siguientes condiciones:

Porque la materia es leve, por ejemplo: mentira jocosa, falta de aprovechamiento del tiempo, pequeñas desobediencia a los
padres, etc.

Porque siendo la materia grave, la advertencia o el consentimiento no han sido perfectos, por ejemplo: pensamientos
impuros semi-consentidos, una ofensa en un partido de fútbol, etc.

Así también es importante recordar que el pecado venial objetivamente considerado puede hacerse subjetivamente mortal
por las siguientes causas:

Por conciencia errónea (ejemplo: si se cree que una mentira leve es pecado grave, y se dice, se peca gravemente).

Por un fin gravemente malo (ejemplo: si se dice una pequeña mentira y gracias a ella se puede cometer un hurto grave).

Por acumulación de materia (cometer varias veces el mismo pecado venial y no arrepentirse de ello).

Por el grave detrimento que siga del pecado venial: daños materiales, por ejemplo: que por descuido médico leve ocasione
un daño irreparable al paciente.

Peligro de pecado mortal, por ejemplo la persona que acude a espectáculos que luego será ocasión de pecado y por peligro
de escándalo, por ejemplo quien inventa aventuras que luego se convertirán en pecado.

EFECTOS DEL PECADO VENIAL

Debilita la caridad

Entraña un afecto desordenado a bienes creados

Impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral.

Merece penas temporales.

El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal.[1]

No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es
humanamente reparable con la gracia de Dios. “No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni,
por tanto, de la bienaventuranza eterna”.[2]

«El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos, los pecados leves. Pero estos
pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los
cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un
montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión...»[3]

PECADO MORTAL

"Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y
deliberado consentimiento"[4]

Es el que separa totalmente al hombre de Dios y requiere del sacramento de la Reconciliación para que sea perdonado.

El pecado mortal destruye la caridad del corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de
Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.[5]

El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia
de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el sacramento de la Reconciliación.[6]
Para que un pecado sea mortal, se requiere de tres condiciones: materia grave, pleno conocimiento y deliberado
consentimiento.[7]

Materia grave: es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico (MC 10, 19). La gravedad
de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta
también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.[8]

Pleno conocimiento y deliberado consentimiento: presupone que se conoce el carácter pecaminoso del acto, de su
oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal.
La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el
carácter voluntario del pecado.[9]

EFECTOS DEL PECADO MORTAL

Los principales efectos que causa en el alma un solo pecado mortal voluntario son:[10]

Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia.

Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del
infierno.

Pérdida de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo.

Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma, que es incompatible con la aversión a Dios propia del
pecado mortal.

De modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos
juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de
Dios.

PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO

“Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada” (Mc
3, 29; cf Mt 12, 32; Lc 12, 10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la
misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu
Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.[11]

Entre los pecados se incluyen la presunción de salvarse sin méritos, la desesperación, la impugnación de la verdad cristiana
conocida, la obstinación en el pecado y la impenitencia final.

3. LA PROMESA DE SALVACIÓN

a) El protoevangelio: Génesis 3, 15.

Dios que es amor, no quiso dejar abandonado al hombre a su suerte, ni que pereciera en las garras del pecado, que trajo la
muerte al mundo, por la desobediencia de Adán y Eva, sino le anuncia a este la Promesa de Salvación, el plan salvífico de
Dios para la su creación.

El Señor maldice a la serpiente, figura del espíritu del mal, diciendo: “Haré que haya enemistad entre ti y la mujer, entre tu
descendencia y la suya. Ella te pisará la cabeza mientras tú herirás su talón” (Gén 3,15). Este pasaje bíblico nos perfila la
figura de María, la imagen de la Inmaculada que es símbolo del triunfo de Dios sobre el mal. Dios prometió en el paraíso
que una mujer humillaría a la serpiente al dar a luz a su hijo. Esa mujer es María, la nueva Eva, libre del pecado original
desde antes de su concepción, gracias a la obra redentora de su Hijo Jesús, quien nos libera del mal y de la muerte eterna.

Los primeros cristianos llaman al texto bíblico de Génesis capítulo 3, versículo 15, como el Protoevangelio, «Primer
Evangelio», es decir, primera buena nueva, que deja entrever la voluntad salvífica de Dios ya desde los orígenes de la
humanidad.

Frente al pecado, la primera reacción del Señor no consistió en castigar a los culpables, aunque les hizo saber las
consecuencias del mismo, sin embargo a través de su Palabra, Dios les abre una perspectiva de salvación y los
compromete activamente en la obra redentora, mostrando su gran generosidad también hacia quienes lo habían ofendido.
Las palabras del Protoevangelio revelan, además, el singular destino de la mujer que, a pesar de haber precedido al
hombre al ceder ante la tentación de la serpiente, luego se convierte, en virtud del plan divino, en la primera aliada de Dios.

Eva fue la aliada de la serpiente para arrastrar al hombre al pecado. Dios anuncia que, invirtiendo esta situación, él hará de
la mujer la enemiga de la serpiente, por eso es que se le considera a María, como la nueva Eva.

b) Jesucristo descendiente del linaje de la mujer.

Retomando el texto de Génesis 3, 15, «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la
cabeza mientras acechas tú su calcañar» que, según el original hebreo, no atribuye directamente a la mujer la acción contra
la serpiente, sino a su linaje, es decir a su descendencia, al hijo: Cristo Jesús, quien es el que aplasta la cabeza de la
serpiente, da muerte al pecado, a través de su pasión, muerte, resurrección y ascensión a los cielos.

El Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), en su numeral 411, incorpora un elemento nuevo al mencionar que: «la tradición
cristiana ve en esta cita bíblica (Gn 3, 15) un anuncio del “nuevo Adán” que por su “obediencia hasta la muerte en la cruz”
repara con sobreabundancia la descendencia de Adán; y además nos recalca lo mencionado anteriormente sobre la mujer
anunciada en el “Protoevangelio,” la madre de Cristo, María, como “nueva Eva”, quien de manera única, se benefició de la
victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: DS 2803)

Estamos frente a la profecía y promesa más grande e importante de todo el Antiguo Testamento, que dará su cumplimiento
en El Nuevo Testamento, aunque la bondad y el amor de Dios superan los límites que aquí se proyectan. En razón de esta
promesa vendrán todas las elecciones y las alianzas, las intervenciones de Dios y su mensaje; toda la Historia de la
Salvación parte de este vértice.

La historia del pueblo de Israel no será sino el ir preparando el camino y determinando con rasgos más claros el bosquejo
que ahora se deja entrever. En una palabra, podemos decir que es la promesa de nuestro retorno a la casa del Padre.

Y los echó YHWH Dios del jardín del Edén: Gen3, 23, desde entonces el hombre anda errante con nostalgia del paraíso
perdido. Su corazón arde con sed de infinito que nada apacigua ni sacia.

Sin embargo, antes de arrojarlos fuera, Dios se preocupó todavía de hacerles túnica de piel. Nuevo rasgo de delicadeza de
Dios para con el hombre caído. Pero no sólo eso. El texto quiere decir que únicamente Dios puede cubrir la desnudez del
hombre y la mujer. Al elaborar Dios los vestidos a nuestros primeros padres estaba prometiendo que, aparte de quitar el
pecado, iba a suprimir también todas las consecuencias.

c) Todos necesitamos salvación.

Si Adán y Eva representan a toda la humanidad como a cada hombre en particular, no son menos típicos sus dos hijos Caín
y Abel que simbolizan los tipos de hombres que existen en la tierra: Abel, el prototipo de la buena semilla que se ha de dar
en toda la historia de la salvación; Caín, la cizaña que crecerá en el mismo campo.

Ellos encarnan el interior de cada hombre, dentro de nosotros existe el Caín y el Abel, que son descritos por San Pablo
como el hombre viejo y el hombre nuevo que luchan entre sí.

A la rebelión del hombre contra Dios, le siguió la lucha fratricida del hombre contra el hombre, que es su hermano. Las
guerras, odios, rencores y envidias de los hombres contra los hombres son consecuencia del pecado. Al separarse el
hombre de Dios, se separó de su hermano.

Por lo tanto, todo hombre necesita de salvación, la cual encuentra en Jesucristo, el Hijo de Dios Hecho Hombre, que vino al
mundo para salvarnos.

Tema 2: El Nacimiento del Pueblo de Dios.

1. Abram - Habraham
Los patriarcas eran hombres de fe, su testimonio lo encontramos, en primer lugar, en el Antiguo Testamento, y, de manera
especial, en el libro del Génesis. En él, Abraham, nuestro padre en la fe, ocupa un lugar destacado. En su vida sucede algo
desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. Abraham no ve a
Dios, pero oye su voz y le obedece.

LAS PROMESAS: TIERRA Y DESCENDENCIA, ENGRANDECIMIENTO DE SU NOMBRE, SER UNA BENDICIÓN.

Abraham es el primero de los patriarcas, y su historia se nos narra en catorce capítulos de Génesis (11,10-25,10). Para
llevar a cabo su obra de salvación, Dios se elige un pueblo suyo mediante el cual sus promesas llegarán a todos los
pueblos. (Gn 12,1; Gál 3,8 y 14). Como punto de partida de la Historia Sagrada, Dios llama a Abraham. El llamado de Dios
a Abraham incluye una doble promesa: Él le dará una descendencia (Gn 15,4; 18,10), y una tierra (Gn 12,7). Dios hace una
alianza con él. En adelante, será el Dios de Abraham y sus descendientes para siempre (Gn 15,18; 17,7; Is 51,2). Esta
alianza hace de Abraham (y sus descendientes) el servidor de Dios y su obra en este mundo, para que la bendición de Dios
llegue a todas las naciones (Gn 12,3; 28,14).

La alianza con Abraham, es parte de un plan de salvación que alcanzará a toda la humanidad. Dios revela su plan de
salvación: A través de los acontecimientos en la vida de Abraham nos damos cuenta de esta revelación especial histórica:
una vida, un destino, todos los caminos y las decisiones son aquí palabra, voluntad y acción de un Dios que se dirige a un
individuo particular y se descubre, de este modo, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad salvífica.

Abraham nació, su familia estaba viviendo en Ur, una antigua ciudad de Mesopotamia. Ur era una gran ciudad portuaria,
con un alto zigurat, miles de casas y comercios y mercaderes de todo el mundo que hablaban una gran multitud de lenguas.
Algunos de estos mercaderes habían llegado por barco desde lugares tan lejanos, como La India. Pero Téraj y su familia,
incluyendo su hijo mayor, Abraham, eran, probablemente, mercaderes llegados de caravanas que venían del Oeste.
Estaban acostumbrados a realizar grandes viajes por tierra llevando consigo sus ganados en busca de pasto. Los clanes
patriarcales son grupos nómadas que no poseen tierras. El poder del padre es absoluto.

Téraj tenía tres hijos: Abraham, Najor y Arán. Todos crecieron y se casaron. Arán murió dejando un hijo llamado Lot. Parece
ser que Téraj crió a Lot como a hijo propio. Lot y su tío Abraham mantuvieron estrecha relación.

Téraj decidió sacar a su familia de Ur. La Escritura solo nos dice que “salieron juntos desde Ur de Caldea para ir a la tierra
de Canaán”.

Cuando Téraj llegó a la ciudad de Jarán decidió quedarse allí sin continuar su viaje a Canaán. Jarán se parecía mucho a Ur,
una bulliciosa ciudad con comerciantes de todo el mundo, que acudían allí a vender sus mercancías. En ella podía
continuar con el estilo de vida que le era familiar (mercader). Así pues, Téraj y su familia se establecieron en Jarán y
prosperaron allí. Téraj murió en Jarán y Abraham se fue haciendo viejo. La historia de Abraham comienza cuando tiene 75
años de edad. Es entonces cuando recibe el llamado de Dios:

Yavé dijo a Abraham: “Deja tu país, a los de tu raza y a la familia de tu padre y anda a la tierra que yo te mostraré. Haré de
ti una gran nación y te bendeciré; voy a engrandecer tu nombre y tú serás una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y
maldeciré a quienes te maldigan. En ti serán bendecidas todas las razas de la tierra". (Gn 12,1-3)

La bendición se comprende como una fuerza interna que irrumpe en la estirpe de Abraham, desemboca en la constitución
del pueblo de Israel y se extiende a todas las naciones que tienen alguna relación con el pueblo de Dios (12,2-3; 26,3).
Abraham intercede por los que están sometidos a la ira divina (18,17-18), se alía con los que eran sus enemigos (26,29) e
interviene favorablemente en el sector de la prosperidad material.

EL CUMPLIMIENTO DE LAS PROMESAS HECHAS A ABRAHAM

Las tres promesas se cumplirán en tres alianzas posteriores que marcarán, un momento decisivo en la historia de la
salvación. La promesa de una tierra y una nación se cumplirá en la alianza con Moisés. La promesa de un reino y un
nombre se cumplirá en la alianza con David; y la promesa de una bendición para las naciones se cumplirá en Jesucristo. El
primer versículo del Nuevo Testamento (Mt 1,1) nos recuerda que todo el plan de salvación comienza con Abraham:
“Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”.

Abraham era muy rico. Sin embargo, le preocupaba no tener hijos, descendientes legítimos. No tenía forma de hacer
perdurar su casa.

Después de estos sucesos, Yavé dirigió su palabra a Abraham en una visión, y le dijo: “No temas Abraham, yo soy tu
escudo. Tu recompensa será muy grande”. Abraham respondió: “Señor Yavé, ¿Qué me quieres dar? Soy un hombre sin
hijos y todo lo que poseo pasará a Eliézer de Damasco. Ya que no me diste descendencia, tendré por heredero a uno de
mis sirvientes” (Gn 15,1-3).

Entonces le llegó una palabra de Yavé: “Tu heredero no será Eliezer sino un hijo tuyo, nacido de tu propia carne y sangre.”
Yavé lo sacó afuera y le dijo: “Mira el cielo y cuenta las estrellas, si puedes. Así será tu descendencia” (Gn 15, 4-5) y creyó
Abraham a Yavé, el que lo tuvo en adelante por hombre justo (15,6). Yavé le dijo: “Yo soy Yavé que te sacó de Ur de los
Caldeos, para entregarte esta tierra en propiedad.

Aun cuando la promesa estaba hecha sobre un imposible –según la razón humana-, Abram cree. Sin embargo, pide una
señal y lanza una pregunta retórica: “Señor, ¿en qué conoceré yo que será mía? Y el Señor hace un pacto con él,
sellándolo con un sacrificio, como era costumbre en la antigüedad. Sabemos por inscripciones antiguas que los animales de
los sacrificios simbolizaban a las personas que estaban haciendo el juramento. “Si rompo este juramento”, decían, “que mi
sangre sea derramada por tierra en lugar de la de estos animales”. Un modo especialmente solemne de hacer un juramento
era dividir el animal sacrificado en dos y después caminar entre las dos mitades del animal. Por eso, en respuesta a la
pregunta de Abraham, Dios le pide animales para el sacrificio (Gn 15,8ss). Abraham los trae y los sacrifica de acuerdo a las
costumbres y, al caer la tarde, mientras cayó en un profundo sueño, Dios habló a Abraham. Le reitera que le entregará la
tierra de Canaán a sus descendientes, pero le advierte que primero serán forasteros en tierra extraña y que serán
esclavizados 400 años. Luego, al caer la noche, un horno humeante y una antorcha pasaron por medio de aquellos
animales partidos (Gn 15,17). Esto quiere decir que Dios hizo un pacto solemne con Abraham (como si no bastara su
omnipotencia. Pero esto lo hizo para que Abraham se sintiera confiado. Una voluntad divina expresada con modos
humanos).

Ahora volvamos al tema de la descendencia. Un anciano decrépito y una anciana estéril esperan en una promesa. Ven la
necesidad de colaborar con Dios en el cumplimiento de esa promesa y por eso Saray ofrece su esclava a Abraham para
procrear un descendiente. Una de las costumbres de la época (la poligamia era normal en aquellos tiempos) consistía en
que una mujer podía dar su esclava a su esposo -para la procreación- y después reclamar el hijo como suyo. Saray tenía
una esclava egipcia llamada Agar (Gn 16) y se la da a Abraham para que procree un hijo. De ella nació Ismael. Para gloria
de Abraham, de él hizo Dios también una gran nación, pues sus descendientes son los árabes. Pero el plan de Dios tenía
que cumplirse con Abraham y su propia esposa, Saray. Ismael no era el heredero prometido. Sin embargo, Abraham tenía
ya 86 años y Saray solo 10 años menos. Ismael parecía la única solución. Durante 13 años Dios guardó silencio.

Tenía Abraham 99 años cuando Yavé se le apareció y le dijo: “Yo soy el Dios de las alturas. Camina en mi presencia y se
perfecto. Yo estableceré mi alianza contigo y te multiplicaré más y más”. Abraham cayó rostro en tierra y Dios le habló así:
“Esta es mi alianza que voy a pactar contigo: tú serás el padre de una multitud de naciones. No te llamarás más *Abram
sino Abraham, pues te tengo destinado a ser padre de una multitud de naciones. Te haré fecundo sin medida. De ti saldrán
naciones y reyes de generación en generación. Pacto mi alianza contigo y con tu descendencia después de ti: esta es una
alianza eterna” (17,1-7).

Dios confirma a Abraham la segunda parte de su promesa. Un reinado y un nombre. Según la concepción del antiguo
Oriente, un cambio de nombre significa un cambio de destino. De su descendencia nacerán reyes y será conocido como
“padre de una multitud”. Pero de nuevo, aparte de la promesa de Dios, aparece un signo externo.

Dijo Dios a Abraham: “Guarda mi alianza, tú y tus descendientes después de ti, de generación en generación. Esta es mi
alianza contigo y con tu raza después de ti, que ustedes deberán guardar: todo varón entre ustedes será circuncidado.
Ustedes cortarán el prepucio y esta será la señal de la alianza entre yo y ustedes. En adelante y para siempre, todo varón
entre ustedes deberá ser circuncidado a los ocho días después de su nacimiento… esta alianza mía grabada en la carne de
ustedes es una alianza perpetua… (Gn 17,9-13).

Y después de esta alianza, Dios sorprende a Abraham con la siguiente promesa:

A Saray, tu esposa, ya no la llamarás Saray sino Sara. Yo la bendeciré y daré de ella un hijo. La bendeciré de tal manera
que pueblos y reyes saldrán de ella.

Al oir esto Saray se ríe por eso el nombre de Isaac significa en hebreo “hará reir”. Abraham se tomará en serio la promesa
de Dios. Ese mismo día se hizo circuncidar e hizo circuncidar a todos los varones de su familia, incluyendo a Ismael que
tenía 13 años. La circuncisión a los trece años era la costumbre egipcia. Los israelitas que oyeran esta historia entenderían
que Ismael, el hijo de la esclava concubina, no era un israelita sino un extranjero (en otras palabras, que la promesa hecha
a Abraham no habría de cumplirse por medio de Ismael.

¿Por qué la esposa de Lot fue convertida en estatua de sal?

DESTRUCCIÓN DE SODOMA Y GOMORRA


Abraham era el elegido para fundar el Pueblo de Dios. Por tanto, era necesario que supiera cómo el Señor trataba la
infidelidad. Las ciudades de Sodoma y Gomorra se habían ganado tal reputación de pecado, que Dios había decidido
intervenir. Dios haría un viaje de inspección para ver si los rumores eran ciertos (por supuesto, Dios sabía perfectamente la
verdad sobre Sodoma y Gomorra, pero se relacionaba con Abraham al modo humano para que Abraham pudiera
entenderlo).

Lot, el sobrino de Abraham, vivía en Sodoma. Lo que hizo que Abraham se interesara por el lugar. Entonces, Abraham
suplica a Dios como un hijo haría con un padre por la salvación de la ciudad. Sin embargo, Dios prefirió salvar a Lot,
sacándolo de Sodoma y no salvar a una ciudad corrompida por el pecado. Allí, ni perecieron los justos por causa de los
impíos, ni se salvaron los impíos por causa de los justos: a cada uno se le dio su merecido

2. Isaac, depositario del Alianza

Yavé visitó a Sara, tal como lo había dicho; Yavé hizo con Sara aquello que le había prometido. Sara quedó embarazada,
dio a luz un hijo de Abraham siendo ya anciana y en la misma fecha que Dios había señalado. Abraham le puso por nombre
Isaac al hijo que le nació, al hijo que Sara dio a luz. Lo circuncidó a los ocho días como Dios le había ordenado. Abraham
tenía cien años de edad cuando le nació Isaac (Gn 21,1-5).

Abraham gana un hijo con Isaac, pero pierde a Ismael por los celos de Sara. Tiempo después, cuando su hijo estaba
creciendo, Dios quiso probar a Abraham y lo llamó:

Abraham. Y él respondió: Aquí estoy. Y Dios le dijo: Toma a tu hijo, al único que tienes y al que amas, Isaac, y vete a la
región de Moriah. Allí me lo ofrecerás en holocausto en un lugar que yo te indicaré (Gn 22,1-2).

Cuando Dios le pide que sacrifique al hijo que le queda, Abraham obedece.

El sacrificio de Isaac es tipo[1] del sacrificio de Cristo. Pero no solo Abraham obedece. Isaac se somete voluntario al
mandato que Dios había dado a su padre[2]. En este Abraham anciano, vacío ante Dios y sacrificando su última esperanza,
viene a desvelarse la hondura del nuevo comienzo israelita, común a judíos y cristianos. Unos y otros nos sabemos
vinculados al patriarca de la fe, que sube a la montaña para ofrecer a Dios aquello que más quiere (todo lo que tiene)[3].
Dios suscita ahora por Abraham una paternidad nueva expresada y realizada en dimensión de fe:

Juro por mí mismo, -palabra de Yavé- que, ya que has hecho esto y no me has negado a tu hijo, al único que tienes, te
colmaré de bendiciones y multiplicaré tanto tus descendientes que serán tan numerosos como las estrellas del cielo o como
las arenas que hay a orillas del mar. Y porque has obedecido a mi voz, todos los pueblos de la tierra serán bendecidos a
través de tu descendencia (Gn 16-18).

Solo porque ha puesto en manos de Dios su propio hijo, solo porque ha dado el mismo contenido y centro de su vida,
esperando contra toda esperanza, Abraham puede desvelarse como padre en fe (desde la fe) sobre la tierra. Abraham ya
no sacrifica a su hijo porque Dios se lo impide. A cambio ofrece en sacrificio el cordero que Dios le provee por medio del
ángel. Dios no huele el humo de la grasa o carne que se quema en el altar; Él acoge y celebra con gozo fecundo la fe del
patriarca. Este es el Dios de la fe que nos abre con gratuidad a la esperanza[4].

Y bien, pasada la escena del sacrificio, llegado el momento adecuado, Isaac debería casarse. Aunque Abraham se había
establecido permanentemente en Canaán, era ahí un extranjero. Vivía entre gentes que tenían costumbres distintas. Que
tenían acento distinto y adoraban a distintos dioses. Si Dios había prometido aquella tierra a sus descendientes, sería
terrible que cayeran en la idolatría de los cananeos. Esto es lo que le podía pasar a Isaac si se casaba con alguna mujer del
lugar.

Todas las promesas de Dios deberían cumplirse en Isaac. Abraham pensó que la única forma de preservar a Isaac de la
idolatría, era mantenerlo separado de los cananeos. Por eso pidió a su siervo de más confianza que fuera a Mesopotamia,
donde vivían aún parientes[5]. Así pues, parte el sirviente en busca de esposa para Isaac (Gn 24) hacia la ciudad de Najor,
en el país de Arán. Había pedido a Dios una señal para escoger la mujer adecuada a Isaac. Dios le proporciona dicha
señal. Es así como llega a casa de Batuel, hijo de Najor, donde, iluminado por Dios, escoge por esposa de Isaac a Rebeca,
Hija de Batuel.

3. Jacob y el nacimiento del Pueblo de Israel

¿QUIÉN ES JACOB?

Jacob es uno de los tres antepasados del pueblo elegido; a él se vinculan las doce tribus que formaron el pueblo de Israel.
Las bendiciones a Abraham se prolongan en su descendencia. El protagonismo de la historia pasa a Isaac y de este, a
Jacob.

Del matrimonio entre Isaac y rebeca, van a nacer dos hijos: Esaú y Jacob. (Gn 25,2). Sin embargo, la tensión sufrida por
Abraham y Sara se repite: Rebeca era estéril. En esta situación de angustia, Rebeca consulta a Yavé. Y Dios responde a
Rebeca: Dos pueblos hay en tu vientre, y dos naciones desde tus entrañas se dividirán. La una dominará a la otra; el mayor
servirá al menor (Gn 25,23).

Yahvé, que lo sabe todo y fija los destinos de los hombres y los pueblos, empieza a despejar las incógnitas:

Son dos hijos, o más bien dos pueblos o naciones que de esos hijos procederán. Bien merece la pena alguna molestia en el
embarazo.

El que se entrechoquen es que las naciones empiezan a dividirse desde antes de nacer los niños. Una nación, no se dice
todavía cuál, dominará a la otra.

El mayor será siervo del menor. Se comprende que los mellizos pugnen entre sí, ya que era muy importante nacer el
primero: tendría todo el derecho de primogenitura.

Rebeca tuvo efectivamente mellizos. Del primero se dice que era rojizo, a quien dieron por nombre Esaú. La nación que
nacerá de él será Edom[1].

Todavía estaban luchando cuando nacieron. El segundo nació agarrando el talón del primero. Y le llamaron Jacob. Ya que
en hebreo suena a “el que agarra el talón o “él suplanta”. A medida que crecían, Esaú era el favorito de su padre. Pero
Jacob lo era de su madre. (Gn 25, 29-4).

¿CUÁL ERA LA IMPORTANCIA DE SER PRIMOGÉNITO?

Ser primogénito era un privilegio enorme. El primogénito se convertía en jefe de familia. Tenía derecho a una doble
participación en la herencia. Pues bien. Los niños crecieron. Comienza el drama. Jacob desea la bendición de Isaac. Su
madre, Rebeca, desea arduamente que su pálido y lampiño hijo menor posea la bendición de su padre. Una bendición era
algo importante. Una vez dada no podía retirarse (Gn. 27, 21-23; Gn, 27, 29; Gn 27,33; 27, 39-40). Esaú enfurecido trama la
venganza. Rebeca decide enviarle a oriente, donde su hermano Labán y le aconseja que no regrese hasta que la ira de
Esaú se haya aplacado. Pero ella no tiene potestad absoluta sobre su hijo. Necesita que sea el padre quien le dé la orden
de partida y de nuevo tiene un plan entre manos para hacer que Isaac haga lo que ella quiere. Esaú había tomado por
esposas a mujeres Hititas[2] y de eso se vale Rebeca para decirle a Isaac: “Me da asco vivir al lado de las hijas de Het. Si
Jacob toma mujer de las hijas de Het como las que hay por aquí, ¿para qué seguir viviendo?” [3] dicho esto Rebeca, Isaac
llamó a su hijo Jacob, lo bendijo y le dio esta orden: “Levántate y ve a Paddán Aram, a casa de Betuel, padre de tu madre, y
toma allí mujer de entre las hijas de Labán, hermano de tu madre. Que El Sadday[4] te bendiga, te haga fecundo y te
acreciente, y que te conviertas en asamblea de pueblos.

Y bien, aquí está Jacob. Los episodios de la vida del tercer patriarca ofrecen una realidad humana poco edificante. En
efecto, se asiste a ciertas situaciones en donde se recurre a procedimientos típicos del campesino astuto (Jacob contra
Labán) o del diplomático mañoso (relaciones con el hermano mayor, Esaú). Jacob actúa por propia voluntad y está decidido
a hacerla con todos los medios a su alcance. Por ejemplo, le compra a Esaú la primogenitura al precio de un plato de
lentejas.

Aquí está en juego quién será el portador de las promesas divinas, el padre del pueblo que poseerá Canaán y en cuya
numerosa descendencia se bendecirán todos los pueblos de la tierra.

Dios se vale de este hombre duro y rebelde, le bendice y le acompaña adondequiera que va. Durante su vida el patriarca
expía las culpas cometidas según la ley del talión. Se había mostrado odioso con su hermano Esaú explotando su hambre
(Gn 25, 29-34), pero encontrará en Labán a alguien más odioso que él; en efecto, el arameo sabrá explotar su necesidad y
el amor que Jacob tiene por su hija (29, 15-20). El patriarca había engañado a su anciano padre (27, 18-21); por eso,
cuando él sea anciano se verá cruelmente engañado por sus hijos, que le harán creer que José ha sido devorado por las
fieras (37, 12-35). Habiendo reemplazado a su hermano para apropiarse de la bendición paterna (27, 22-40), él será
víctima, a su vez, de una sustitución de persona cuando, creyendo que se casaba con Raquel, se dio cuenta de haberse
casado con Lía por un engaño de Labán, que de este modo le arrancará siete años de trabajo (29, 21-29). Los hijos, que
constituyen su gloria, son igualmente causa de su dolor, bien se trate de la violencia de Simeón y de Leví (34, 24-31), bien
del incesto de Rubén (35, 21-22) o de la angustia que le ocasiona la suerte de José y de Benjamín[5] (42, 30-34).

La renovación de la alianza con Jacob (Gn 28, 12-14) Era una renovación de la alianza con Abraham. Las mismas
promesas: la tierra, una descendencia y, lo más importante, una bendición universal por mediación de sus descendientes.
Esa es para nosotros.

Dios había elegido que fuera Jacob, el hermano menor quien transmitiera la promesa. Jacob había engañado a su hermano
mayor con motivo de la primogenitura, pero Dios no nos escoge porque lo merezcamos. Jacob sería aquel cuyos
descendientes recibirían la bendición de Abraham. Pero antes Jacob experimentaría en su carne lo que significa ser
engañado (Gn 29, 25-27). Y Jacob fue bendecido. Ha robado la bendición a su hermano. En toda esta lucha tan humana
por la bendición del moribundo, son los planes de Dios los que en definitiva se realizan; Isaac no puede recobrar la
bendición porque es el propio Dios quien ha actuado por él y en él, y le ha impuesto su voluntad. De sus dos esposas (la
poligamia era admitida en tiempo de los patriarcas) le nacerán doce hijos que serán los padres del pueblo de Israel.

Los hijos de Israel en el orden que aparecen en el Gn 35, 23-26:

Hijos de Lía: el primogénito de Jacob, Rubén; después Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón. Hijos de Raquel: José y
Benjamín. Hijos de Bilhá, la esclava de Raquel: Dan y Neftalí. Hijos de Zilpá, la esclava de Lía: Gad y Aser. Estos fueron los
hijos de Jacob, que le nacieron en Paddán Aram.

Estos serían los padres de las doce tribus de Israel.

EL PUEBLO DE ISRAEL

Dios le dio a Jacob un nuevo nombre, al igual que a Abraham. Lucho contra el Ángel del Señor y salió victorioso (Gn 32, 10-
13). El ángel le bendijo y le dio un nuevo nombre: Israel[6] o sea, “fuerza de Dios” (Biblia Latinoamérica, 158ª ed.). Según
Flavio Josefo[7], fue llamado Israel porque había resistido contra el ángel. Israel significa, “el que luchó con el ángel divino”.
Jacob salió vencedor porque Dios quiso ser condescendiente con sus súplicas (Gn 32, 12-14). Jacob ha luchado a brazo
partido con el mismo Dios, y que ha salido del encuentro mermado físicamente pero robustecido con la bendición divina,
que Yahvé el Dios de los padres le ha concedido, pero tras una lucha a muerte. Ahora Jacob puede afrontar el encuentro
con Esaú. Quien ha sido fuerte con Dios, con mayor razón lo será con los hombres.

La historia de Esaú y Jacob toca a su fin. Tras el fraudulento robo de la bendición paterna, Jacob ha tenido que huir de la ira
de Esaú. Refugiado en casa de Labán en Mesopotamia, se ha casado y ha tenido sus hijos y se ha enriquecido (cap. 27),
(caps. 28-30). Pero tiene que volver. Esta vuelta encerraba dos problemas: primero, el de escapar de Labán, lo que se
consigue en el cap. 31; segundo, el de encontrarse con su hermano Esaú. Jacob prepara cuidadosamente este encuentro,
enviando por delante mensajeros y espléndidos regalos, y dividiendo su gente en dos caravanas (cap. 33). Lo que
realmente sucedió se cuenta en este capítulo: o es que Esaú acepta las muestras de arrepentimiento de Jacob, o no se
acuerda de la fechoría de su hermano -que estaba tan presente en el recuerdo de éste-, o no le da importancia. Al fin y al
cabo, aunque ha tenido que morar, según la bendición/maldición de su padre, lejos de la tierra fértil de Canaán, y ha tenido
que vivir de la espada (27,39-40), es rico y poderoso. A la vista está que la bendición del padre no ha sido tan determinante
de los destinos como todos pensaban. Después de este encuentro, Dios se le aparecerá de nuevo a Jacob mientras
regresaba de Padán-Aram y lo bendijo nuevamente, reiterándole las promesas hechas a Abraham (Gn 35, 9,13)

4. Judá, hijo de Jacob

JUDÁ Y TAMAR

(Historia de Judá como hilo conductor en la historia de la Salvación)

La bella historia de José está interrumpida por este capítulo -38- sobre la familia de Judá. Quiso el autor advertir al lector
que la superioridad de José no impedirá ser el heredero de las promesas hechas a Abraham, ya que de Judá habría de
provenir el rey David, heredero de las promesas mesiánicas -de la bendición para todos los pueblos de la tierra-. la historia
de Judá es un paréntesis en la historia de José, solo para ubicarnos en el hilo conductor de la historia de la Salvación. No
debemos perder de vista el carácter fragmentario y heterogéneo de los relatos bíblicos, presididos siempre por ideas
religiosas, y en este caso se busca los antepasados históricos de la familia davídica. El estilo del relato es realista, pero por
eso lleva un marcado sello de autenticidad. Los detalles del relato se encuadran perfectamente en el ambiente cotidiano de
la época patriarcal[1].
El padre de la tribu de Judá va a casa de un cananeo, ve a una cananea y se casa con ella. Esto se cuenta como la cosa
más natural. Qué diferencia con Gn 24,3, donde se considera un desastre que Isaac se case con una cananea, o con 26,34;
27,46; 28,1, donde ni Rebeca ni Isaac pueden soportar que Esaú se haya casado con mujeres “hititas”, y evitan a toda costa
que lo imite Jacob[2].

La Ley mosaica no estaba aún dada, y el principio en que se fundaba la conducta de los patriarcas, a saber, la estima de la
propia sangre y el no querer mancharla con la de los extraños, no podía ser tan poderosa como para obligar a toda la
numerosa familia de Jacob a seguirla.[4].

Es difícil situar cuándo tuvo lugar este episodio dentro de la historia de los patriarcas. El texto dice vagamente que “sucedió
entonces” que Judá se separó de sus hermanos. Vemos que una de las tribus de Jacob se separó de las otras desde el
principio. En el canto de Débora no aparece nombrado Judá (Ju 5, 2-31). Aquí Judá se fue a habitar con un hombre de
Adulam, localidad de la parte sudoeste de Palestina, en las estribaciones de las montañas de Judá, cerca ya de la llanura
de la costa, o “sefela.” Allí donde se casa con la cananea. ¿Cuándo ocurrió esto? ¿Antes de bajar a Egipto con los demás
hermanos? En el texto se dice que tuvo tres hijos, por tanto, hemos de suponer que Judá habitó en esta región durante
mucho tiempo. Como es la parte meridional (mediterránea) de Palestina, no lejos del delta egipcio, y las comunicaciones
por la ruta de la costa eran frecuentes, muy bien podemos suponer que Judá se separó de sus hermanos de Egipto y se
estableció en la tierra de Canaán.

No es necesario suponer que los doce hijos de Jacob quedaran todos en Egipto. Lo más normal es que algunos de ellos, y
muchos de sus descendientes, hayan vuelto a Palestina, sobre todo cuando los egipcios se mostraron adversos a los
hebreos.

Este relato concerniente a la vida de Judá es sumamente interesante y abre mucho las perspectivas histórico-geográficas
de Israel como pueblo, ya que vemos que una tribu se separó de las otras en sus albores y llevó vida aparte en la zona
meridional palestiniana. De seguro que también otras tribus hicieron lo mismo, según la suerte que les haya cabido en el
modo de encontrar medio de vida. No hemos de concebir a las doce tribus como un bloque indiviso que vive pastoreando
en el delta del Nilo. Al crecer y surgir dificultades ambientales, de seguro que algunas tomaron otros rumbos, y se volvieron
a la tierra de sus antepasados. Una de ellas — lo sabemos — es Judá. Este no tuvo inconveniente en tomar mujer cananea
y cananeas para sus tres hijos. Una de ellas se llamaba Tamar (palmera). El primogénito de Judá, Er, murió pronto en
castigo por unas malas acciones que no se especifican (v.7). Al (pg 236) morir Er, Judá cumple con la ley casando a Tamar
con su segundo hijo Onán. Pero éste evita dar un hijo a su difunto hermano. Muerto su hermano sin descendencia, él y sus
descendientes serían los herederos de Judá. Por eso se rehusaba a engendrar un hijo a Tamar, hijo que después
aventajaría en derechos a los suyos. Onán murió demasiado pronto, lo que se explica porque aquello desagradó a Yahvé,
que castigó a Onán con la muerte. Entonces Judá debía casar a Tamar con su tercer hijo, Selá. Aquí se trata de la ley del
levirato.

LA LEY DEL LEVIRATO

La ley del levirato puede decirse que nació del ansia de sobrevivir en la posteridad. Según esta ley, el pariente más próximo
del difunto debía casarse con la viuda de éste, de forma que el primer hijo que tuviera de ésta fuera considerado
jurídicamente como hijo del difunto y continuador de su nombre. La finalidad era hacer valer el derecho de propiedad sobre
la mujer, que el difunto marido o sus padres habían comprado con su dinero[6].

Dios castigó a Onán murió, por no querer dar descendencia a su hermano. Quedando viuda de nuevo Tamar. Judá, que no
conoce la verdadera causa de la muerte de Onán, sospecha algún maleficio de aquella mujer, pues dos de sus maridos
habían muerto en poco tiempo y pone disculpas: Selá es demasiado joven. Así pues, Tamar tiene que volver a casa de su
padre. Para la viuda, volver a la casa paterna por no haber tenido hijos era deshonroso y como una maldición de Dios. Por
eso, la vida de la desgraciada viuda era muy penosa y llena de desprecio. Esto nos dará a comprender el interés de Tamar
por tener hijos. Durante su reclusión murió la esposa de Judá, y entonces Tamar concibió la esperanza de ser esposa de
Judá y tener descendencia de él. Y así procuró hacerse encontradiza con Judá cuando éste subía a Timná, donde tenía sus
rebaños.

La artimaña de Tamar es muy original. Era la ocasión del esquileo de las ovejas, en que se solían celebrar regocijos. Tamar
esperó a su suegro en el camino vestida de prostituta, con la cabeza cubierta (v.14), sin duda para no ser reconocida. Ella
se puso a la vera del camino como una cortesana[7]. Judá la solicita y promete en recompensa un cabrito de su rebaño.
Quizá Judá en esto seguía una antigua costumbre cananea (Tamar exige como garantía que le entregue el sello, el cordón
y el báculo (v.18), que eran los objetos más personales[8].
Toda persona de algún rango debía llevar consigo un sello para signar los contratos, bien en el dedo a modo de anillo o
colgando del cuello, con un cordón, que es el caso actual, y el báculo o bastón, cincelado con determinados adornos que
sirvieran para identificar a la personalidad de su dueño[9]. Judá entrega estos objetos personalísimos, sin sospechar la
intención de Tamar que los exigía. Más tarde envió a su amigo Jirá para que llevara el cabrito convenido a la cortesana,
pero no la encontró, y nadie le dio noticias de ella. Judá se conformó con la pérdida de sus objetos personales, callándolo
para que no se divulgara su acción y perdiera el honor (v.23). Pocos meses después le comunican que Tamar está encinta.
Judá manda quemarla, según la costumbre. A Judá pertenece decidir la pena contra su nuera, porque legalmente es la
prometida de su hijo menor. En la Ley mosaica se manda quemar a la hija de un sacerdote que se prostituya, pero en otros
casos la pena es la lapidación. Tamar, cuando era llevada a la hoguera, mandó enviar los objetos personales que tenía de
Judá a éste, para que reconociera la paternidad del hijo que iba a tener (v.25). Judá los reconoció, admitió su culpabilidad,
confesando que Tamar era mejor que él, ya que debió entregarle su hijo en matrimonio. Pero después no tuvo relaciones
maritales con Tamar, considerando deshonroso casarse con una nuera.

Tamar tuvo dos gemelos, que también parecen luchar por la primogenitura antes de nacer. Uno de ellos, Peres -Fares
(según la Bilbia Nácar Colunga-) suplantó al otro, Zeraj -Zaraj, que había sacado primero la mano. Y se da la explicación del
nombre del primero, Fares (en heb. “rotura, brecha”): “¡Vaya rotura que has hecho!,” exclama la partera, aludiendo a la
violencia con que salió a luz, deseoso de suplantar a su hermano Zeraj. Como en el caso de Esaú y de Jacob, también aquí
muchos comentaristas ven una alusión a la lucha entre estas dos colectividades, cuya hostilidad se traslada
legendariamente al origen de los dos supuestos antepasados en el seno materno. De hecho, los descendientes de Feres
son más numerosos que los de Zeraj, y, sobre todo, de aquél había de nacer David, el rey predestinado de Israel.

En la genealogía de Cristo según San Mateo, Fares figura entre los antepasados. Los autores sagrados, fieles a la historia,
no se atreven a borrar las manchas genealógicas. Un autor falsario de la época de la monarquía no pondría como
antepasado de David a uno que nació de una acción fornicaria entre suegro y nuera, y lo mismo un falsario del Ν. T. habría
buscado unos antepasados más limpios a la ascendencia de Cristo. Pero la historia es la historia, y los autores sagrados la
recogen como está, viendo en sus vicisitudes la providencia misteriosa de Dios, cuyos inescrutables designios no caben en
cálculos meramente humanos.

5. La Historia de José

¿Cómo se manifiesta la providencia de Dios en la vida de José?

La figura de José como sabio difiere del tipo común. No fue educado en ninguna escuela -aunque Filón opina diferente-, y
llegó de un salto al más elevado puesto en la administración egipcia gracias a que tenía el Espíritu de Dios (41,38), o
porque Dios le dio a conocer (41,39). En los caps. 45 y 50, porque tiene los sentidos abiertos para rastrear el plan salvífico
de Dios (45,5b.7-8; 50,20). José no es un joven principal educado para cortesano. Su perspicacia no aprendida, contrastada
con la incapacidad de todos los sabios cortesanos, es un descrédito para las lecciones de sabiduría que se impartían en la
corte.

Y bien, vamos a la historia. José tenía diecisiete años. Estaba de pastor de ovejas con sus hermanos, él, muchacho
todavía, con los hijos de Bilhá y los de Zilpá (esclavas de Lía), mujeres de su padre. Y José comunicó a su padre lo mal que
se hablaba de ellos. Ahora bien, Israel amaba a José más que a todos sus hijos, por ser para él el hijo de la ancianidad. Le
había hecho una túnica de manga larga. Vieron pues sus hermanos cómo le prefería su padre a todos ellos, y le
aborrecieron hasta el punto de no poder hablarle pacíficamente. Pero las cosas no quedarían allí. Cierto día, decidieron
matarle ocultando su cuerpo en una cisterna. En un primer momento, es Rubén quien lo salva de la muerte al convencer a
sus hermanos de que no lo mataran. Por eso decidieron despojarlo de sus ropas y arrojarlo en un pozo sin agua donde, al
final de cuentas moriría sin poder salir -aunque Rubén tenía planes de rescatarlo- a escondidas de sus hermanos-.
Seguidamente, mientras comían, vieron una caravana de mercaderes ismaelitas, Judá sugiere a sus hermanos venderle
como esclavo en vez de mancharse las manos de sangre. Básicamente, José le debe la vida a Judá. De no haber sido así,
de todas maneras iba a ser salvado por Rubén. Pero en los planes de Dios, José debía ir a Egipto. Esto lo reconocerá José
más adelante. Así pues, cuando pasó otra caravana de mercaderes, en este caso madianitas, terminaron vendiéndolo como
esclavo a escondidas de su padre (37,27-28). Cuando Rubén regresó, (Gn 37, 29-30), -parece ser que Rubén se separó del
resto por un tiempo breve- ya no encontró a José en el pozo. Ya no pudo cumplir con el plan de salvarlo. Matan un cabrito y
manchan de sangre la túnica de José para que Jacob piense que una fiera le ha devorado. Aquí todos, tanto Rubén que
quería salvarle como Judá que sugiere su venta y el resto, son igualmente culpables de la mala jugada a José. Así es como
va a parar a Egipto. Los madianitas lo vendieron a Putifar, funcionario del Faraón.

Con la ayuda de Dios se gana la confianza de Putifar y éste es bendecido por causa de José. Interpreta los sueños del
copero y del panadero del faraón (40, 5-23) y dos años más tarde, los sueños del mismo Faraón (41, 14-26). Faraón lo
recompensa dándole poder. Él que había entrado en Egipto como un esclavo extranjero, vendido por sus propios hermanos,
y hasta había ido a parar a la cárcel por artimañas de la mujer de Putifar. José no reacciona con la maldad a la desgracia
que le golpea, actitud sin embargo corriente en los seres humanos. Adopta más bien una actitud de sabio, de la que aquí
señalaré dos grandes características:

La primera es su solicitud con respecto a los demás: Ésta se transparenta en sus relaciones con los egipcios. Enfrentado al
angustioso desasosiego de los funcionarios reales encarcelados con él, se inquieta por ellos y ofrece sus servicios con la
esperanza de calmarlos (40,6-8). Del mismo modo, llevado a presencia de un faraón agitado después de una mala noche,
no sólo le explica sus sueños, Sino que además le da consejos, como si estuviera preocupado para no dejarle
desamparado frente a la desgracia que Dios acaba de anunciarle mediante los sueños (41,33-36).

La segunda característica de la actitud sabia de José: manera de tratar de arreglárselas, pero no a cualquier precio, como lo
muestra su comportamiento frente a la mujer de Putifar Para sustraerse a su desgracia, José da muestras de Inteligencia e
Iniciativa. No sólo se muestra como un servidor diligente y eficaz sino que, sobre todo, aprovecha las buenas ocasiones.
Habiendo anunciado al copero su próxima rehabilitación, no deja de presentarle su súplica para que Intervenga en su favor
y le saque del agujero en que le han metido por error (40,14-15). Pero es sobre todo ante el faraón cuando su agudeza se
despliega. Cuando el rey le pide que explique sus sueños, José cumple la orden invocando la figura de un DIOS que
concede el don de la Interpretación.

Después de todo esto, aparece como el administrador de Egipto, casado con una mujer de la nobleza, que le ha dado dos
hijos. La historia de José da pie a diversas lecturas. Pero su sentido final nos lo da su mismo autor, poniendo lo en boca de
José:

Yo soy José, su hermano, el que ustedes vendieron a los egipcios. Pero no se apenen ni les pese por haberme vendido,
porque Dios me ha enviado aquí delante de ustedes para salvarles la vida. Ya van dos años de hambre en la tierra y aún
quedan cinco en que no se podrá arar ni cosechar. Dios, pues, me ha enviado delante de ustedes, para que nuestra raza
sobreviva en este país: ustedes vivirán aquí hasta que suceda una gran liberación. No han sido ustedes, sino Dios quien me
envió aquí; Él me ha hecho familiar de Faraón, administrador de su palacio, y gobernador de todo el país de Egipto (Gn
45,5-8).

No teman. ¿Acaso podría ponerme yo en lugar de Dios? Ustedes quisieron hacerme daño, pero Dios quiso convertirlo en
bien para que se realizara lo que hoy ven: conservar la vida de un pueblo numeroso. Nada teman, pues. Yo los mantendré a
ustedes y a sus hijos. Luego los consoló, hablándoles con palabras cariñosas (Gn 50,19-21).

El reconocimiento de que la mano de Dios, ocultamente, como ya en otros episodios de la historia de los patriarcas, sobre
todo de Jacob, había sabido escribir derecho con líneas torcidas, para prepararse, con la semilla de los patriarcas, un gran
pueblo en tierra de Egipto, es el jugo de toda la historia. Además, esta historia estaba profetizada. Antes de poseer la tierra
prometida, los descendientes de Abraham debían pasar por la esclavitud (de Egipto). José fue el instrumento de Dios para
llevar a su pueblo escogido a Egipto y salvarlo de la hambruna. Por causa de José los descendientes de Israel se instalan
en Egipto. La muerte de José es el principio de las desdichas del pueblo (aunque también el cambio de gobierno en el país).
Pero todo se enmarca dentro de los designios de Dios que, sin violentar la libertad del hombre ni atentar contra su dignidad,
conoce su historia de principio a fin. Anuncia sucesos que no verán quienes reciben el anuncio. Pero ahí entra en juego la
fe. Creer en lo que no se ve. Esperar. Aún en los momentos en los que pensamos que Dios no actúa, Él se hace presente
en nuestra vida, ahí en la cotidianeidad. Él dirige los hilos de la historia. Si no advertimos su actuar es porque en su infinito
poder, es simple -entiéndase simple = perfecto-. Solo advertimos su acción cuando hacemos una mirada retrospectiva a
nuestras vidas. No seríamos lo que ahora somos, sin la ayuda de Dios, sin su intervención. En ésta historia -la de los
Patriarcas de Israel en su conjunto-, como en cualquier otra historia humana, Dios está detrás de las diferentes tramas, aun
de las más perversas, para conducirlas hacia la vida y la salvación. Porque el único Dios, Nuestro Dios, es Señor de los
sucesos de la historia también fuera de la tierra de Canaán y es también el dueño del tiempo.

Tema 3: La Comunidad de Israel.

1. Dios llama a Moisés.

Durante 400 años los israelitas vivieron en Egipto sin mayores problemas. Aquí empezaron a llamarse hebreos (que
significa extranjeros). Los egipcios al ver que los hebreos se multiplicaban mucho y no se mezclaban con la gente del lugar,
empezaron a perseguirlos, sospechando que algún día pudieran causar problemas a la nación, como por ejemplo apoyando
alguna invasión extranjera.

Los obligaron a trabajar como esclavos y les ordenaron matar a sus hijos varones recién nacidos, echándolos al río Nilo.

“El pueblo de Israel sufría bajo esclavitud. Gritaban y su clamor llegó hasta Dios. Oyó Dios sus lamentos, y se acordó de su
alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios con bondad a los hijos de Israel, y los atendió” (Ex 2,23-25).
Moisés era un hombre perteneciente al pueblo de Israel. Dios lo había salvado de las aguas del río Nilo y después de
muchos problemas fue a parar a la península del Sinaí.

Pues bien, encontrándose lejos de su tierra, Dios le habló, invitándolo a regresar a Egipto para pedir al faraón que dejara
libre al Pueblo de Israel. El faraón no le hizo caso, hasta que Dios lo castigó de muchas maneras. Enviándole plagas.

2. ¿Cuáles son las instrucciones de la cena de pascua?

Encuentrelas en este video

El último castigo fue la muerte de todos los primogénitos de los egipcios, desde el hijo del faraón hasta el hijo del más
humilde habitante de Egipto. Se salvaron solamente los hijos del pueblo de Israel, porque, que sus casas estaban
señaladas con la sangre del cordero, según lo que había mandado Yahvé.

Los israelitas hablaban una lengua que se llama: "hebreo" y para decir PASO, decían PASCUA. Todos los años celebraron
los israelitas la fiesta de PASCUA. Así se acordaban de las maravillas que Dios había hecho con ellos. Se acordaban del
paso de Dios castigando a los egipcios; del paso de los israelitas por el mar rojo y por el desierto, con la ayuda de Dios. Dijo
Dios: Habla en la reunión de los hijos de Israel, y diles: "Escoged un corderillo y ofrecerlo en sacrificio a Dios, al atardecer."
"Con su sangre marcaréis la puesta de la casa; y esa misma noche os lo comeréis asado al fuego." "La sangre en vuestras
casas será la contraseña."

Después de la muerte de los primogénitos y tras celebrar la cena pascual, los israelitas salieron de Egipto.

Moisés los guió hacia la tierra del Sinaí. “Yahvé iba delante de ellos señalándoles el camino de día iba en una columna de
nube; de noche en una columna de fuego” (Ex 13,21). Después que el Pueblo de Israel se fue de Egipto, el faraón se
arrepintió y mandó los soldados para que los hicieran regresar. Entonces Dios abrió las aguas del Mar Rojo para que
pasaran los Hijos de Israel; llegando los soldados del faraón, se cerraron otra vez y murieron todos los soldados (Ex 14,19-
31). Dios Libera a su Pueblo: Plagas, Pascua y Salida.

3. El Paso del Mar Rojo

Llegado el momento de partir, el pueblo emprende entusiasta su marcha hacia la libertad (Ex 13, 18-22). Dios se hace
visible en medio de su pueblo por una nube.

Pero el Faraón se arrepiente de haberlos dejado ir, privándose de sus servicios, y sale en su persecución (Ex 14, 5-8).
Entonces trató de arrebatar la libertad que él no había concedido. Convocó a sus guerreros, enganchó los carros y se lanzó
a la persecución de los hebreos.

Mientras tanto, Israel había acampado frente al mar de las Cañas. Delante de ellos, el camino estaba cerrado. A sus
espaldas, una creciente nube de arena delató al ejército egipcio que se acercaba con carros y caballos, espadas y
caballeros. ¿Qué puede hacer Israel? Parece que solamente tiene una alternativa: morir a mano de los egipcios o sucumbir
en las aguas del mar. El ejército egipcio infunde miedo a los israelitas, pero Dios les respalda y les pide confianza (Ex 14,
11-14).

Cuando las esperanzas humanas desaparecen, Dios reafirma su voluntad salvífica. Esto se ha de repetir tanto en la Historia
de la Salvación, como en nuestra propia historia. Esta es la fe que siempre precede al milagro. ¡Y el milagro se dio! No
sabemos cómo sucedió; mas por la fe, atravesaron el mar Rojo como por tierra seca y se salvaron. El mar se vuelve
entonces camino seguro para los israelitas y sepulcro para los egipcios. (Ex 14, 21-22.27).

Aunque no lo narran de la misma manera, los diversos relatos bíblicos concuerdan en afirmar que hubo un acontecimiento
providencial cuando llegaron al mar los hebreos, perseguidos por los egipcios. Que haya sido un viento fuerte, un maremoto
o la subida de la marea, o simplemente la Palabra de Dios, eso no importa mucho, hasta cierto punto. Lo principal es que
sucedió algo. Un acontecimiento que se convirtió en signo de la presencia protectora de Yavé, del cual nació la fe. (Ex 14,
31).

Hasta el Éxodo no existía la experiencia real de un Dios que se relaciona con el hombre para salvarlo, es decir: la
experiencia del Dios Yavé. Y esta experiencia es muy distinta de la de las otras religiones egipcias o mesopotámicas, cuyos
dioses, por estar ligados a lugares o a fuerzas de la naturaleza, pueden ser controlados por el hombre haciendo ritos o
sacrificios o templos que contenten a esos dioses.

El Dios de Israel, por el contrario, se experimenta como un Dios totalmente distinto, vinculado a las personas. Un Dios que
se preocupa por los hombres y se hace presente en la historia. Un Dios que lleva la iniciativa y no puede ser manipulado.
Un Dios que no es neutral. Un Dios que toma partido a favor de unos y en contra de otros. Así pues, lo fundamental de la
experiencia de la fe de Israel es el descubrimiento de un Dios no dominado por los hombres ni por los ritos, un Dios sin
necesidad de templo, comprometido con los hombres, compañero de camino, activo y liberador.

Para aquel puñado de gente desorganizada, el éxito de la huida fue una experiencia extraordinaria de liberación. Puede ser
que unos cuantos carros de guerra de algún destacamento fronterizo egipcio se vieran trabados y hundidos en alguno de
los pantanos al norte del Mar de las Cañas. Para los fugitivos se trataba de una victoria de su Dios que había luchado por
ellos.

El Faraón y su poderoso ejército fueron sepultados en la misma tumba que ellos tenían preparada para el pueblo de Dios.
En el mar de las Cañas, más conocido como mar Rojo, Dios liberó definitivamente al pueblo hebreo del dominio egipcio. Las
mismas aguas son perdición para quien se opone a los designios divinos; o trata de detenerlos. El mismo elemento es
susceptible de convertirse en vida o muerte. Depende de la disposición con la que se le aborde.

La Biblia nos transmite un canto que expresa la alegría y el júbilo del pueblo por haber obtenido la liberación. (Ex 15).

4. El Desierto

¿Por qué Dios mandó a Moisés construir una serpiente bronce?

La intervención de Yavé abrió la frontera del mar, pero antes de ser plenamente libres debían sentir el desencanto y la
prueba del desierto, además de consolidarse ahí la conciencia religiosa del pueblo. Durante 40 años el Pueblo de Israel
vivió en el desierto (Dt 8,2), meditando la Ley de Dios y preparándose para la conquista de la tierra prometida.

La marcha por el desierto supone cambiar el cautiverio por la libertad. Se asocia el desierto al itinerar errante hacia la
libertad. Yavé se deja encontrar en la soledad del desierto más que en el bullicio de la ciudad. El desierto en la Biblia es
expresión de soledad, tinieblas y aridez, oscuridad, inseguridad, caos original, habitáculo de demonios y bestias salvajes,
tierras terribles y expresión de muerte.

En este desierto Dios acrisola la fe de su pueblo; por eso el desierto será paradójicamente un signo de bendición. La
marcha por el desierto está jalonada por las murmuraciones de Israel: contra la sed, contra el hambre, contra los peligros de
guerra. El pueblo prefería la mezquina seguridad del cautiverio a la zozobra de la libertad. Echaba de menos las pequeñas
comodidades de la vida ordinaria.

En medio de las pruebas e infidelidades de Israel, siempre prevaleció la misericordia de Dios sobre la inconstancia del
pueblo. Los profetas Oseas y Jeremías presentan el desierto como los días de noviazgo y de las bodas, cuando se
realizaron las relaciones ideales entre el Señor y el pueblo.

La experiencia del desierto es un momento excepcional para depurar la fe de Israel del contagio religioso y cultural
contraído en Egipto y anclarla definitivamente en el ideal nómada vivido por los Patriarcas. Sirve además, un período de
tiempo tan prolongado para adiestrar al pueblo ante las nuevas necesidades de conquistadores de la Tierra Prometida.

5. El Maná

Israel experimentó continuamente la asistencia divina en toda su travesía: una columna de fuego por la noche y una nube
durante el día, atestiguaban la protección y la compañía divina. (Ex 13,21). Sin embargo, el desierto es un lugar de prueba,
crisol de la fe donde nunca faltaron los problemas. Uno de ellos fue la falta de alimento.

Entonces el pueblo comenzó a quejarse, añorando la comida de Egipto. (Ex 16,3) Quería regresar otra vez allá. El hambre
de Israel no es sino un miedo a la libertad. La tentación de volver a la esclavitud está latente en el decaído ánimo de los
hebreos.

Pero las aguas del mar de las Cañas, que por amor eterno se abrieron para permitir el paso libre a los hijos de Israel, se
cerraron para siempre a sus espaldas. Yavé que separó las aguas para liberar a su pueblo, ¿acaso las volverá a abrir para
que su pueblo regrese a la esclavitud? ¿Se repetirá el milagro para satisfacer la cobardía de Israel? Seguramente que no,
Israel no puede regresar.

Dios responde a Israel no cediendo a sus demandas, sino confiriendo algo incomparablemente mejor de lo que el pueblo
pudiera haber solicitado, aquel día y todos los días: Dios otorga el alimento al amanecer, el Maná. (Ex 16, 4-15).

Si Dios providente daba el alimento necesario, Israel debía recibirlo diariamente. Su seguridad no se iba a fundamentar en
graneros repletos de reservas, sino en la fidelidad cotidiana y permanente de Dios. Israel no debe atesorar para el día
siguiente. Dios le va a conceder cada día todo lo que precisa, pero únicamente esto. No le otorga la fuerza para atravesar
todo el desierto, sino sólo la necesaria para la jornada de ese día.

El pan es para hoy, no para mañana. Mañana se bastará a sí mismo y se volverá a depender otra vez de Dios. Mañana se
dará el prodigio que sea necesario. Israel ha de vivir del milagro. Su seguridad debe estar apoyada sólo en la fidelidad
divina.

Dios es luz de nuestros pasos, no luz de toda la carretera. Ilumina únicamente el paso que se está dando. El camino del
pueblo de Israel a través del desierto es figura de nuestro peregrinar a la tierra prometida. En nuestra vida tenemos
asegurado por Dios el pan de cada día, mas no una panadería.

Solamente el día sexto se habría de recoger doble ración, porque al día siguiente el milagro se interrumpiría. La pedagogía
divina, al suspender el alimento por un día, quería que Israel continuará considerando extraordinario el prodigio del maná,
que comenzaba a ser ordinario.

Los cristianos pueden ver cómo Dios hizo algo más que saciar el hambre y la sed de su pueblo. El maná era, como el
mismo Cristo señalaría más tarde, una figura de la Eucaristía. (Jn 6, 30-35).

6. El Intercesor: Moisés

Cada problema y circunstancia difícil por la que atravesaba el pueblo, era resuelto gracias a la intercesión de Moisés, el
hombre de Dios (Dt 33, 1). Tal vez donde más evidente se manifiesta el poder de la oración de este amigo de Dios, lo
encontramos en la guerra contra los amalecitas. (Ex 17, 6-16).

Israel se encontraba indefenso ante el enemigo que lo acosaba. Combatiría, sí, pero debía tener conciencia de que la
victoria no dependía de sus fuerzas o de sus armas, sino de la oración del intercesor que extendía sus manos al cielo,
invocando a Dios.

Ciertamente, Dios exigía la batalla de su pueblo, pero dejaba ver con claridad que el solo esfuerzo de los suyos no era
definitivo para un óptimo resultado en la guerra. Aunque el hombre debía poner todo lo que estaba de su parte, el triunfo
dependería directamente de Dios.

“Es difícil que una multitud caiga en manos de unos pocos. Al cielo le da lo mismo salvar con muchos que salvar con pocos.
En la guerra no depende la victoria de la muchedumbre del ejército, sino de la fuerza que viene del cielo”. (1 Mac 3, 18-19).

Gran parte de la vida de Moisés durante la conducción del pueblo de Israel a la libertad, fue de una continua intercesión por
este pueblo rebelde, que nunca estaba satisfecho de lo que Dios le proporcionaba. Entonces ahí estaba Moisés
intercediendo ante Dios, para satisfacer las necesidades del pueblo. (Ex 15, 23-25).

Otro pasaje importante de la intercesión de Moisés, es con motivo de la fabricación del becerro de oro, hecho por el cual
Dios se enojó mucho, a tal grado de querer destruir al pueblo, y formar otro nuevo, siendo Moisés el jefe, como se verá en
el siguiente numeral ya que este caso sucedió después de la Alianza.

En este hecho de la idolatría de Israel, fue con el consentimiento de Aarón, hermano de Moisés. Y cuando Moisés baja del
monte y ve el pecado de Israel monta en cólera y hasta rompe las tablas de la Ley, destruye el ídolo, lo quema, lo muele, lo
revuelve con agua y se lo da a beber al pueblo. La respuesta de Aarón es una excusa infantil, pues dice que el pueblo le
pide fabricar dioses, a su vez les pide objetos de oro, se los dan, los funde, y como por arte de magia resulta la imagen de
un becerro. (Ex 32, 17-24).

Es la condición humana frente al pecado, el hombre no se hace responsable y le echa la culpa a los demás.

7. La Alianza del Sinaí y la Ley

LA ALIANZA

Después del paso del mar Rojo y bajo la guía de Moisés, se va realizando poco a poco una toma de conciencia de que
Israel es importante para Dios, Él los conoce y quiere entablar un diálogo con ellos.

La Alianza o Pacto del Sinaí les va a constituir como el Pueblo de Dios. Más aún, la invitación de un pacto permanente entre
Dios e Israel va a ser como la meta y la coronación de la salida de Egipto. (Ex 3,18 y 5,1). La Alianza tendrá en la Biblia
una importancia excepcional pues es el tema que unifica todos sus libros.
Moisés no inventó las normas o códigos. Todas las sociedades organizadas de la antigüedad: asirios, babilonios, egipcios,
tenían sus leyes. Coinciden en los puntos elementales y hacen posible la convivencia. Por eso la ley de Moisés encierra
muchas semejanzas con las leyes de las sociedades vecinas.

Entre dos países era habitual establecer tratados y alianzas. Según el esquema corriente era el rey soberano, el más
poderoso, el que toma la iniciativa y, alegando sus derechos, es el que pone las condiciones o cláusulas. Cabe pensar que
Moisés conoció este tipo de tratados y lo utilizó para definir el cuadro de las nuevas relaciones entre Dios y su pueblo.

Esta es la estructura de los tratados antiguos entre un rey soberano y otro vasallo se daban los siguientes elementos:

Preámbulo: se da a conocer el nombre y el título del rey que ofrece la alianza..

Prólogo histórico: se recuerdan los beneficios que el rey soberano ha hecho al rey vasallo, los mérito que aquel tiene.

Cláusulas: son las condiciones que debe cumplir el rey vasallo (tributos o prestaciones personales en caso de guerra) y lo
que el rey soberano aporta por su parte.

Invocaciones a los dioses: como testigos de la alianza y garantes de su cumplimiento.

Bendiciones y maldiciones: premios y castigos que se piden a los dioses para los que sean fieles o infieles en el
cumplimiento de lo estipulado.

Rito final: equivale a la firma del tratado entre los pactantes, que unas veces consistía en un sacrificio y otras en un
banquete.

En este caso de la Alianza de Dios con su pueblo, no es un pacto frío, con términos jurídicos, sino una relación de amor.

Dios había venido preparando al hombre para este momento tan trascendente. Con pedagogía, había hecho poco antes
una alianza con Adán, luego con Noé, pasado el diluvio. Posteriormente hizo lo mismo con Abraham.

Ex 19, 16-20 constituye el marco para expresar en qué consiste la Alianza: “Yo seré tu Dios. Tú serás mi pueblo” Esta frase
tan corta sintetiza el mutuo compromiso de cada una de las partes en el pacto (Ex 6,7; Lev 26,12; Ez 14,17; Jer 7,23).

Dios: así como Él tomó la iniciativa, Él es el primero en comprometerse: ¡Tú serás mi pueblo! Dios se liga con Israel de
forma exclusiva. Se une voluntariamente en matrimonio indisoluble, prometiendo una singular protección y una ayuda
incondicional. Israel será el único pueblo de Dios entre los pueblos de la tierra (Ex 19, 5-6).

Israel: la referencia de Dios demanda ciertas condiciones. ¡No tendrás otro Dios fuera de mí. Yo seré tu único Dios!
Reclama un amor de exclusividad de parte del pueblo que se debe manifestar en la aceptación de la voluntad divina
expresada en la ley. Se rendirá culto a Yavé y se abolirá la idolatría. Israel no debe esperar su salvación de las grandes
potencias.

En el Sinaí nace Israel como Pueblo de Dios debido a su profesión de fe en un solo Dios. La Alianza entre Dios y su pueblo
es condicional. Si una de las partes falla a su responsabilidad, la otra no permanece obligada a cumplir. Por lo que respecta
a Dios, no hay ningún problema, pues Él es rico en amor y fidelidad (Ex 34, 6). La dificultad reside en Israel, que puede
frustrar el plan divino. Si cumple, le esperan toda clase de bendiciones espirituales y materiales; pero si falla, el repudio y el
castigo serán su paga (Dt 30, 15-20).

Si Israel no observa su compromiso, Dios lo arrancará de la superficie de la tierra, quedando como escarmiento para todos
los pueblos (1 Re 9, 6-10).

Pero antes de que el pueblo de Israel pudiera siquiera concebir su posible infidelidad, Dios, sabiendo de qué estaba hecho,
ya la preveía. Por eso, añade una cláusula a este contrato, para que cuando Israel se haya visto sorprendido por el pecado,
tenga una nueva oportunidad de volver a Dios: Yavé es misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia que perdona a
quien se arrepiente (2 Cro 7, 14; Ex 34, 6-7).

Esta Alianza fue firmada con sangre, símbolo de la vida, y fue vertida tanto sobre el altar que representaba a Dios, como
sobre el pueblo. Así Israel comenzó a participar de la vida divina.

Pero, apenas se había firmado la alianza de amor entre Dios y su pueblo, Israel la quebrantó por su infidelidad: fabricó un
becerro de oro y lo proclamó como “su” Dios. Entonces Yavé, Dios celoso reclamó a Moisés (Ex 32, 7).
Dios no llama a Israel “mi” pueblo, según lo estipulado en la Alianza, sino pertenencia de Moisés, y no sólo lo desconoce,
sino que quiere exterminarlo, y le sugiere un plan a Moisés: (Ex 32, 10).

Parece que Dios le pide permiso a su siervo fiel para destruir a los degenerados, al mismo tiempo que le sugiere la
proposición más tentadora que se haya presentado a hombre alguno sobre la tierra, la de formar un nuevo pueblo.

Moisés se enfrenta entonces a Dios. Su respuesta, llena de osadía y atrevimiento, es propia de un espíritu magnánimo.
Para comenzar, aclara el punto capital de donde depende toda su argumentación (Ex 32, 11).

Moisés recuerda a Yahvé que Israel es pueblo suyo, que le pertenece a Él y que fue Él quien lo liberó de Egipto. Israel no
es de ninguna propiedad humana. El pueblo no es de Moisés, sino de Yahvé.

Por otro lado, Moisés no toma en cuenta la proposición divina, ni siquiera hace alusión a ella. Más que nunca, la figura de
Moisés se agiganta. En vez de la gloria que se le ofrecía, se arriesgó a correr la misma suerte que sus hermanos pecadores
(Ex 32, 31-32).

Moisés implora el perdón para los suyos, y en caso de que Dios no lo otorgara, añade: ¡Bórrame a mí junto con ellos!

Nunca como entonces la figura de Moisés es tan majestuosa y significativa. No pidió nada para sí, al contrario; en lugar del
gozo que se le proponía, se humilló y quiso correr la misma suerte de sus hermanos.

LA LEY

Para que Israel conociese la voluntad divina y pudiera cumplirla sin excusas, Dios le otorgó la ley. La ley es el vínculo entre
Dios y el pueblo.

El amor de Israel ha de ser mostrado mediante la obediencia en fe de esta ley que se resume en dos mandamientos: Amar
a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo (Mt 22, 37-40).

Esta ley grabada en tablas de piedra para la perpetuidad, guardada en el Arca de la Alianza, fue signo de la presencia y la
fidelidad de Dios en medio de su pueblo (Ex 25, 10-20). Esta ley es la carta magna del judaísmo.

Estas prescripciones ni son superiores a las fuerzas del hombre, ni son una carga que Yavé impone sobre los hombros del
pueblo. Todo lo contrario. Fueron dadas para que, cumpliéndolas, Israel sea feliz (Dt 10,12).

Conviene resaltar que la Alianza no se realiza con un pueblo esclavo, sino con quienes han emprendido el camino de la
libertad. De igual manera, la ley se otorga, no a los esclavos, sino a aquellos que han firmado un pacto de fidelidad con su
Dios. Si la Alianza se realiza hasta después de salir de la esclavitud, la Ley se da después de una teofanía, manifestación
gloriosa y poderosa de la fidelidad y del amor de Yahvé.

Estamos en la verdadera creación del Pueblo de Dios, su auténtico nacimiento, debido no a la carne ni a la sangre, sino a la
voluntad de Dios.

Tema 4. La Tierra y la Monarquía

La Conquista

Moisés murió a la edad de 120 años, dejando en su lugar como autoridad para el pueblo de Israel a Josué, quien sería el
encargado de dirigir la conquista de Canaán.

A pesar de la infidelidad de Israel, mostrada en el desierto, YHWH acompañó a su pueblo en la lucha por la conquista. Fue
una lucha larga y sangrienta, aun cuando los israelitas conquistaron Canaán, nunca lograron librarse por completo de sus
enemigos cananeos que los tentaban constantemente a alejarse de la fe verdadera y a adorar falsos ídolos cananeos.

El primer objetivo fue la amurallada ciudad de Jericó, pues era un lugar estratégico de acceso a palestina, una ciudad fuerte
e importante situada en el centro de la tierra prometida.

Cuando Dios dijo a Josué que era el momento de comenzar la conquista, decidió enviar dos expías a la ciudad. Cuando el
rey de Jericó se enteró de la llegada de los espías israelitas, ellos se alojaron en la casa de una mujer llamada Rajab,
descrita como una prostituta, los escondió y luego hicieron un trato: podían esconderse en su casa, siempre y cuando al
momento de la conquista los israelitas respetarían la vida de Rajab y su familia, un listón rojo amarrado a su ventana seria
la señal para los Israel de que la casa de Rajab permanecería intacta.

Después de escapar por una ventana, los espías llegaron hasta Josué y le contaron lo que habían visto, los habitantes de
Jericó estaban atemorizados de Israel, era el momento adecuado para iniciar la conquista por lo que Josué dispuso al
pueblo diciendo: “Purificaos, que el Señor va a hacer mañana cosas prodigiosas entre vosotros”.

Josué ordenó a los levitas que levantaran el Arca de la Alianza y se dirigieron al río Jordán, y al tocar sus pies las aguas del
río, éstas se secaron y nuevamente el pueblo cruzo a pie las aguas. Para los cristianos el paso del Jordán es una
prefiguración del bautismo en el que nosotros como nuevo Israel, pasamos por el agua a la tierra prometida.

Al renovar la alianza con Dios, Josué hizo circuncidar a todos los hombres, pues la generación nacida en el desierto no se
había circuncidado todavía, después inició la conquista.

Siguiendo las instrucciones de Dios, los Israelitas atacaron Jericó de forma poco convencional, marcharon alrededor de la
ciudad una vez al día, mientras los sacerdotes sonaban las trompetas, durante seis días.

El séptimo día, dieron siete vueltas a la ciudad, y a la séptima, el pueblo alzó un fuerte grito y la muralla de la ciudad se
derrumbó y los judíos tomaron la ciudad, respetando la vida de Rajab y su familia.

Rajab se considera una figura importante en la historia cristiana, pues contrajo matrimonio con un Israelita y San Mateo la
ubica dentro de los antepasados de David y por consecuencia dentro de los antepasados de Jesús.

Dios había prometido mandar “avispas” delante de su pueblo para ayudarle a sacar a los cananeos de la tierra prometida, y
mantuvo su promesa, no mandó una plaga de avispas literalmente, sino que mandó a los cananeos plagas de guerras y
tiempos difíciles. Mucho tiempo antes de la llegada de los hebreos, Canaán estuvo bajo la influencia de los egipcios, las
tribus cananeas estaban un poco unidas entre si y podían contar con el ejército egipcio para defenderse. En la época en la
que comenzó la conquista de la tierra prometida, Egipto ya se había retirado y sin un poderoso aliado que las mantuviera
unidas, las ciudades y tribus de Canaán empezaron a pelear entre ellas y en lugar de unirse contra la invasión de los
Israelitas continuaron con sus guerras.

Con un enemigo desunido, los Israelitas pudieron conquistar una ciudad tras otra aunque tuvieron que luchar para ganar el
territorio centímetro a centímetro. Una vez más Dios cumplió la promesa que había hecho a su pueblo.

Mientras Josué fue su líder, Israel guardó fidelidad a Dios, y sus conquistas fueron continuas y exitosas. Al cumplir 110 años
Josué reunió a todos los jefes de las tribus en Siquem, en el mismo lugar en el que Dios le prometió esa tierra a Abrahán y
donde después el mismo Josué seria enterrado.

Allí en Siquem todas las tribus juraron lealtad y fidelidad a Dios, aun cuando Josué les advirtiera de lo difícil que sería
cumplir este juramento, el pueblo insistió en que serviría al Señor.

“Entonces Josué dijo al pueblo: - Vosotros sois testigos ante vosotros mismos de que habéis escogido servir al señor. Y
ellos dijeron: -Somos testigos. Ahora pues , apartad los dioses extranjeros que tenéis entre vosotros e inclinad vuestros
corazones ante el Señor, Dios de Israel. El pueblo dijo a Josué: -Serviremos al Señor nuestro Dios y obedeceremos su voz.
Aquel día en Siquem Josué hizo una alianza con el pueblo y le impuso leyes y normas.

Después de esto Josué murió, todos los ancianos de las tribus de Israel que habían hecho el juramento se mantuvieron
fieles y sirvieron al Dios verdadero mientras vivieron, sin embargo al morir ellos, el pueblo volvió a ser infiel.

2. Los Jueces

Los cananeos gustaban de vivir en ciudades, construían templos de piedra y habitaban cómodas casas de ladrillo, en
contraste con los israelitas que eran nómadas acostumbrados a vivir en tiendas a quienes les pareció atractiva esta nueva
forma de vida. Atraídos por la civilización cananea, también su religión y sus deidades les fueron agradando, muy pronto
las ciudades cananeas se fueron llenando de israelitas admiradores de sus templos y de sus ceremonias.

Entre tanto, las tribus israelitas comenzaron a comportarse como unidades independientes, no como una nación unida, lo
que en un momento los condujo a una guerra civil en la que casi es exterminada la tribu de Benjamín, tanta división
convertía a Israel en presa fácil para sus adversarios.
Aunque Dios inspiró nuevos líderes para liberar a su pueblo de los enemigos, Israel solo permanecía fiel a Dios por poco
tiempo y luego regresaba a la idolatría y todo por que no habían sido capaces de expulsar a los cananeos y preferían
asentarse junto a ellos e ignorarlos y luego contagiarse de sus creencias.

Entonces como justicia por su infidelidad Dios permitía que cayeran en manos de otro conquistador, pero en su infinita
misericordia, en las horas más oscuras de su pueblo Dios hizo surgir jueces, que rescataron a Israel de sus enemigos. Sin
embargo cuando ya estaban a salvo se olvidaban otra vez de Dios y el ciclo volvía a empezar.

Cada juez del pueblo de Israel tuvo una actuación distinta según la época en que le toco servir, siendo en total catorce
jueces de los cuales Débora fue la única mujer juez y quien logro una victoria importante para su pueblo, el último de los
jueces fue Samuel considerado primero de los profetas y puente entre el periodo de los jueces y los reyes.

Los jueces de Israel: portadores de la ley, luchadores por la libertad.

3. La Monarquía

INTRODUCCIÓN

Israel era una nación diferente de las demás, no era gobernada por leyes humanas sino por el mismo Dios por medio de
sus profetas, pero su apego a lo mundano era tal que dispuso ser como las demás naciones, tener gobierno y un rey, lo
que era un rechazo directo a Dios.

Sin embargo, Dios se sirvió de este rechazo para hacer una nueva alianza con su pueblo que vendría reparar la relación
con Dios rota por el pecado de Adán y que a demás servirá de antesala a la Alianza hecha con Jesucristo.

El primogénito de Dios (el pueblo) llegó al estado en que no respetaba autoridad alguna, incluso los levitas se enriquecían
con los sacrificios que ofrecían los pobres del pueblo. Era necesario algo radical pero en lugar de arrepentirse y buscar
humildemente a Dios, decidieron que querían un rey que los uniese y luchara al frente en sus batallas.

Samuel, el último de los jueces había sido líder de Israel durante mucho tiempo, había logrado grandes victorias contra sus
enemigos, al envejecer nombró a sus hijos como sus sucesores, lo que fue un error pues sus hijos fueron codiciosos,
aceptaban sobornos pervirtiendo la justicia.

Los ancianos de Israel y el pidieron entonces a Samuel que les nombrara un rey, él lo tomó como algo personal pero al
hablar con Dios le aclaró que el rechazo era para Dios y no para Samuel, le dijo que les nombrara un rey y a demás le
recordó lo profetizado por Moisés en el Deuteronomio sobre las exigencias que tener un rey demandan para el pueblo como
impuestos, servicio militar y opresión. Pero el pueblo insistió, Samuel obedeció a sus deseos y a la voz de Dios.

EL REY SAÚL

Dios llevó a Samuel hasta un hombre llamado Saúl, que pertenecía a la tribu de Benjamín, con apariencia de rey bien
parecido pero que no tenía ni idea de que sería rey ni de cómo serlo. Saúl fue a ver a Samuel para preguntarle por una
parte de su rebaño que se le había perdido, quedó muy sorprendido al ver que Samuel le tenía preparado un gran
banquete y más aun al ver que Samuel tomó el recipiente del aceite y lo derramó sobre la cabeza de Saúl y luego le besó
diciendo: “He aquí que el Señor te ha ungido como príncipe de mi pueblo Israel”.

“Ungir” significa derramar aceite sobre algo como signo de consagración. El aceite era un signo evidente de que Saúl había
sido elegido por Dios, después de esto se convirtió en un ungido, “mesías” en hebreo o “cristo” en griego y ambas palabras
significan precisamente eso alguien elegido por Dios para ser el guía y salvador de su pueblo.

Hasta ese día solo los sacerdotes habían sido ungidos en Israel, mas después de ser ungido Saúl comenzó a profetizar y el
Espíritu de Dios de derramó sobre él. Aunque el pueblo rechazó la idea de ser gobernado por Dios él seguía gobernando a
través de Saúl, el pueblo tenía un rey pero Dios lo eligió.

Al principio todo iba bien pero pronto a Saúl se le subió el poder a la cabeza, y cometerá ciertos errores que le costarán la
dinastía y el reinado, demostró su actitud arrogante cuando al comenzar una nueva guerra contra los filisteos cuando ellos
reunieron un gran ejército en Micmás y el pueblo de Israel no sabía qué hacer pues la mayoría estaba segura de que los
filisteos vencerían.
Ante tales circunstancias lo más sensato era pedir ayuda a Dios y así lo hizo Saúl, Samuel dio instrucciones a Saúl de que
debía esperarlo en Guilgal siete días hasta que llegara a ofrecer sacrificios. Samuel se retrasó un poco entonces Saúl
decidió obrar por su cuenta pidió los sacrificios y el mismo los ofreció.

Al llegar Samuel y darse cuenta de lo sucedido, le dijo a Saúl: “has obrado como un necio, no has guardado los preceptos
que el Señor tu Dios te ordenó. El Señor habría consolidado tu reino para siempre. Pero ahora tu reinado no se mantendrá.
El Señor se ha buscado un hombre según su corazón y le ha constituido guía de su pueblo porque tu no has guardado lo el
Señor te había ordenado”.

Todo es porque Dios conoce muy bien el corazón de cada uno y Saúl ofreció los sacrificios no por amor a Dios, sino más
bien por que quería que Dios hiciera algo por él, ayudarle a ganar la guerra con los filisteos, y pensó que un sacrificio era el
precio exigido por Dios, decidió adorar a Dios a su manera y no como Dios lo había establecido.

El siguiente gran error ocurrió cuando por medio de Samuel Dios le dijo que debía destruir la ciudad de Amalec por
completo, los amalecitas eran uno de los enemigos más peligrosos de Israel, con frecuencia atacaban de modo cruel y
sanguinario las pacíficas ciudades israelitas.

Pero Saúl y sus hombres se apropiaron de lo mejor del ganado, no quisieron entregarlo al anatema, solo ofrecieron a Dios
cosas inútiles y sin valor. Samuel se enteró de lo ocurrido y muy enojado volvió a cuestionar su comportamiento, Saúl
intentó excusarse diciendo que lo que había tomado lo ofrecería en sacrificios, pero Samuel no le creyó, Saúl no había
entendido aún lo más importante.

Los dos grandes errores de Saúl tuvieron que pagarse con un precio muy alto le costaron su reinado y la dinastía, pero
también sirvieron para que Dios eligiera un nuevo rey para su pueblo según su corazón y no según las apariencias.

EL REY DAVID

Después de morir Saúl, David tuvo que enfrentar algunos problemas de rebeldía con una parte de las tribus que querían
como rey a un descendiente de Saúl, pero al final logró establecer su reinado situando como capital de su reino en
Jerusalén una antigua ciudad justo en la frontera entre Judá y las otras tribus, y construyo allí también su palacio.

Después de establecerse en Jerusalén, David quiso traer con el Arca de la Alianza y construir para Dios un templo, pero el
Señor tenía otros planes, pues dijo a David: “…El Señor te anuncia que Él te edificará una casa. Cuando hayas completado
los días de tu vida y descanses con tus padres, suscitaré de ti un linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino. Él
edificará una casa en honor de mi nombre y yo mantendré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un padre y
él será para mí un hijo, si algo hace mal le castigaré con vara de hombres y con golpes humanos. Pero no apartaré de él mi
amor como lo hice con Saúl a quien aleje de tu presencia, tu casa y tu reino permanecerán para siempre en mi presencia y
su trono será firme también para siempre” (2 Samuel 7, 11-16).

De las promesas hechas por Dios a David, pueden destacarse siete rasgos principales:

El linaje de David tendrá un reino (Salmo 89,28).

La alianza se establece con toda la dinastía de David (2 Samuel 7, 11-13).

Cuando el hijo de David es ungido es adoptado como el hijo propio de Dios (2 Samuel 7, 14; Sal 2,7).

La alianza es ilimitada en el tiempo y el espacio (Salmo 89,37-38).

Jerusalén se convierte en centro espiritual del mundo (Isaías 2,3).

El templo es el signo arquitectónico de la alianza davídica, un edificio donde toda la gente de la tierra es invitada a adorar al
Dios de Israel.

La sabiduría es la nueva ley. A Salomón, el hijo de David se le dará sabiduría para gobernar la literatura sapiensal es para
la alianza davídica lo que fue el pentateuco para la alianza mosaica.

EL REY SALOMÓN
Después de la muerte de David y cuando Salomón ya se había consolidado en el trono, Dios se dirigió a Salomón en un
sueño y le dijo: “…pídeme lo que quieres que te conceda. Salomón respondió: obraste con misericordia con mi padre y
ahora me has hecho rey en su lugar; cumple ahora Señor tu promesa hecha a mi padre ya que me has hecho rey de un
pueblo tan numeroso como el polvo de la tierra, concédeme sabiduría y prudencia para poder guiar a este pueblo”. (2 Cro.
1, 7-10).

Entonces Dios concedió a Salomón lo que había pedido y a demás todas aquellas cosas que no había pedido, y llegaría a
ser famoso por su riqueza y poder pero sobre todo sería símbolo de la sabiduría a lo largo de todos los siglos.

El reino de Salomón llegó a ser un imperio de ámbito internacional, los logros militares de David extendieron los límites
fronterizos del imperio pero la fama de sabiduría y riqueza de Salomón atraería visitantes y comerciantes de muchas
naciones lo que beneficiaría sobremanera las relaciones y la economía de Israel.

De todos los logros de Salomón el más recordado fue el de la construcción del templo que representaba un símbolo
arquitectónico de la alianza de Dios con su padre David, sería el lugar donde la gloria de Dios moraba entre ellos. David
había preparado el camino adquiriendo el terreno donde habría de edificarse el templo pero sería su hijo el que supervisaría
por si mismo la construcción.

La gloria de Salomón estaba en boca de todo el mundo pero esto también requería un sacrificio, se hizo necesario cargar a
la población con pesados impuestos para pagar los ambiciosos proyectos de las construcciones realizadas por Salomón y
miles de Israelitas se vieron obligados a trabajar para su rey.

El pueblo comenzó a quejarse de que la gloria de Salomón los hacia infelices, de hecho ya se había convertido en el tipo de
rey que Samuel había predicho años antes: “Samuel transmitió estas palabras del Señor a su pueblo que solicitaba un rey y
les dijo: Estos son los derechos del rey que reine sobre vosotros: tomará a vuestros hijos, los destinará a sus carros y a sus
caballos y les hará correr delante de sus carrozas. Los utilizará en su ejército como jefes de centuria y oficiales. Les hará
sembrar y segar sus campos y fabricar armas y carros. a vuestras hijas las tomará como perfumistas, panaderas y
cocineras. Vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares os los tomará para dárselos a sus sirvientes. De
vuestras cosechas y de vuestras vendimias os exigirá el diezmo para dárselo a sus cortesanos y servidores. Vuestros
siervos y siervas y vuestros mejores bueyes y borricos los llevará para emplearlos en sus labores. Hasta de vuestros
rebaños os exigirá diezmos y vosotros mismos seréis sus siervos…” (1S 8,10-20).

Pero a pesar de todo esto la carga más insoportable eran las mujeres de Salomón, el rey se había casado con muchas
mujeres de naciones vecinas, de esas mismas naciones sobre las que se había advertido al pueblo de Dios que no debía
relacionarse en absoluto.

Con setecientas mujeres y trescientas concubinas, Salomón no podía negar que tenía un gran número de esposas, ellas lo
convencieron de construir templos a sus dioses en los alrededores de Jerusalén entonces Salomón en lugar de llevar a los
gentiles a adorar al verdadero Dios, acabó arrastrando a su propio pueblo a adorar a dioses extranjeros, lo que constituyo
una falta grave y un motivo para el declive del reinado de Salomón.

Influenciado por sus mujeres, “cuando Salomón llegó a la ancianidad, ellas inclinaron su corazón tras dioses extraños y su
corazón no fue por entero para el Señor, su Dios, como había sido el corazón de su padre David. Salomón siguió a Astarté,
diosa de los sidonios, y a Milcom, ídolo de los amonitas. Salomón hizo el mal ante los ojos del Señor y no se entregó
completamente al Señor como su padre David” (1R.11, 4-6).

A pesar de los errores de Salomón Dios una vez más muestra misericordia por su pueblo y no lo abandona, cumple su
promesa hecha a David: “si algo hace mal le castigaré con vara de hombres y con golpes humanos pero no apartaré de él
mi amor”.

Luego se da la división del reino con el reinado Roboam hijo de salomón. Después viene una sucesión de reyes buenos y
malos para ambos reinos.
1. La vocación profética.

Al hablar de vocación profética conviene señalar que el fenómeno del profetismo no es exclusivo del pueblo de Israel, al
menos en términos generales, pues, como ya veremos dicho fenómeno presente en Israel tiene unas características propias
que la hacen diferente a la de algunos pueblos vecinos a Israel.

En este sentido, se puede hablar de un cierto profetismo en Egipto, donde el gobernante consultaba a cierto personaje y
éste le predecía algunas cosas futuras; también en Asiria Antigua, en Mesopotamia. Sin embargo estos dos acercamientos
al fenómeno profético no pasan de ser una mezcla de magia, adivinación y religión.

Algo más cercano al profetismo de Israel, se encuentra en documentos provenientes de Mari, también ciudad de
Mesopotamia, cuyos textos presentan un paralelismo con el profetismo israelita: “Hay analogías extraordinarias: primacía
del mensaje oral sobre el escrito; personajes que se presentan como mensajeros de Dios; reciben el mensaje durante el
culto o en éxtasis o en presencia de Dios; los mensajes divinos que portan van casi exclusivamente dirigidos al rey; unas
veces le amenazan, otras le anuncian la salvación, normalmente con alguna condición.”[1] A pesar de esta similitud, no deja
de haber claras diferencias, así por ejemplo se nota en Mari una ausencia de acción profética; el Antiguo Testamento a
diferencia de Mari, posee una vigorosa tradición literaria de origen profético; el impacto profético de Israel es mucho más
vigorosa desde el punto de vista doctrinal, descubriendo el pecado del pueblo y poniendo en juego la existencia humana;
tampoco se encuentra en Mari, una llamada a la conversión, y ningún rastro de esperanza escatológica.

Un caso excepcional muy significativo de profetismo es el de Balaam, un moabita que pronuncia oráculos del Señor (cfr.
Num 22-24).

2. ¿Qué es un profeta?

Vocabulario y etimología

Respecto al término profeta, aclarar que originalmente proviene de dos antiguos idiomas. En primer lugar, el término
“profeta” tiene origen griego: pro-phetes, que significa “hablar en vez de”, “ser portavoz de”, “hablar ante alguien”, “hablar en
voz alta”. Esto es según el sentido de la preposición pro (nunca en el sentido temporal: “antes de” lo cual equivaldría a “pre-
decir”, para este significado los griegos empleaban el vocablo proagoreuo). El término es empleado en la versión griega del
Antiguo Testamento (Versión de los LXX) y en el Nuevo Testamento.

La otra referencia de su origen la encontramos en la versión hebrea del Antiguo Testamento donde se usa la palabra “nabí”
para referirse al mismo significado del término griego, pero traduce a otros vocablos así: hozeh = “vidente” (2 Sam 24, 11);
roeh = “vidente” (1 Sam 9, 9.11.18.19). También se usa “hombre de Dios” (1 Sam 9, 6); soñador (Dt 13, 2), etc., pero el
vocablo más empleado es nabí.

Actualmente, es aceptada su etimología de la raíz acadia “nb” (El acadio es una lengua semítica actualmente extinta,
hablada en la antigua Mesopotamia principalmente por asirios y babilonios durante el II milenio a. C. El nombre deriva de la
ciudad de Acad)[1] y significa llamar (correspondiente al vocablo latín “vocare”) o convocar. La forma hebrea sería pasiva,
por la secuencia vocálica “a-i”, reconocida en otros vocablos como mesiah y nagid. En efecto, etimológicamente significa
“llamado”, “convocado” al consejo de Dios o para una vocación o misión concreta.

Usos del vocabulario en cuanto a las funciones proféticas

Se da una gran variedad en el uso de la palabra nabí respecto a las funciones que supone: un nabí manifiesta elementos de
éxtasis; se presenta como un mediador de la palabra; es quien predica; quien entona un himno o promulga las maldiciones
de la Ley; quien consulta a Dios; el taumaturgo (Persona que tiene poderes para hacer milagros o actos prodigiosos)[2];
quien intercede entre Dios y el pueblo. Por otra parte señalar que, unas veces actúan en grupo y otra de forma individual.

Tomando en cuenta estos significados del término, antes de la entrada a la tierra prometida sólo se les llamará nabí a
Abraham cuando intercede (Gn 7, 20); a Aarón como portavoz de Moisés (Ex 7, 1); a María hermana de Moisés y de Aarón
cuando entona el canto de victoria (Ex 15, 20); y Moisés, es el mayor de los profetas porque ve a Dios cara a cara (Num 12,
6-8; Dt 34, 10).

El profetismo en la tierra prometida

En sentido amplio, el fenómeno profético tiene su aparición, cuando el pueblo ha conquistado la tierra prometida y se ha
establecido en ella. En efecto antes de la monarquía unificada ya existen grupos de profetas a quienes se les denomina
nebiim (por el uso plural de nabí: grupos proféticos); durante la monarquía unificada siguen existiendo los grupos proféticos,
pero sobre todo se destacan algunos más sobresalientes como Elías y Eliseo relacionados con estos grupos. Estos grupos
viven juntos, en torno a un maestro, a quien llaman “padre”. Existen algunos profetas y grupos de profetas falsos, que se
identifican con facilidad porque sus profecías no se cumplen y no rinden culto al verdadero Dios, ejemplo de ello son los
profetas que rinden culto a Baal, contrarios al verdadero profetismo (1 Re 18, 19ss); Además están los denominados
profetas de la corte o relacionados con el rey, son los casos de Samuel (1 Sm 10, 1ss; 1Sm 16) y Natán (1Re 1, 32ss)
quienes ungen reyes, pero conservan una cierta distancia y libertad de palabra respecto a la persona del rey para
aconsejarle y para reprenderle cuando sea necesario. Durante la monarquía dividida, es la época del conocido “profetismo
clásico”, donde aparece una serie de profetas, por medio de quienes se puede consultar al Señor, y están a disposición del
rey (aunque con cierta distancia), de personas individuales y de todo el pueblo para transmitirles la Palabra del Señor; en
sentido estricto, es en esta época cuando surge el fenómeno profético propiamente dicho; aquí surgen los personajes
denominados propiamente profetas, de quienes conocemos y poseemos colecciones de oráculos recogidos en libros cuyo
nombre está plasmado en el mismo. De esta última etapa del profetismo se tratará con más detalle en los puntos que
siguen a continuación.

Clasificación cronológica de los profetas:

Profetas pre-exílicos: Amós, Oseas, Isaías (CAPÍTULOS 1-39), Miqueas, Sofonías, Jeremías, Habacuc, Nahúm, Abdías.

Profetas de tiempo del exilio: Ezequiel, Isaías (CAPÍTULOS 40-55).

Profetas post-exílicos: Isaías (CAPÍTULOS 56-66), Ageo, Joel, Jonás, Baruc, Zacarías, Malaquías.
Clasificación de los profetas por sus escritos:

Existen profetas escritores y profetas no escritores, entre los escritores están los mayores y menores, esta última
clasificación se debe a la longitud de sus escritos. En efecto se reconocen como profetas mayores aquellos cuyos escritos
son más extensos y como profetas menores aquellos cuyos escritos son menos extensos.

Profetas mayores: Isaías, Jeremías y Ezequiel (Daniel, Lamentaciones Baruc) [3]

Profetas menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Abacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías.

Profetas no escritores: Aparte de los mencionados en el literal b)[4], sigue la lista con Josué (Num 27, 18), Samuel (1Sam 3,
20), profetisa Débora (Jue 4, 4), Gad (1Sam 22, 5), Grupo profetas (1Sam 10, 5), Natán (2 Sam 7, 2ss), Elías y Eliseo,
hermanos profetas (2Re 2), profetisa Juldá (2Re 22, 14ss), Urías (Jer 26, 20), Semaías (2Cro 12, 5ss), Azarías (2Cro 15,
1ss), Oded (2Cro 28, 9ss), etc.

¿Cómo distinguir un profeta verdadero de un falso?

Como ya se mencionó en un apartado anterior, que en Israel también hubo falsos profetas, por lo mismo, en el presente
literal, se tratarán de una manera breve algunos elementos que nos ayudarán a hacer esta distinción.

Criterios referidos al mensaje:

Al profeta verdadero se le cumplen las profecías, por el contrario al falso profeta no se le cumplen (Dt 18, 22; 1Re 22, 28;
Jer 28, 9); promesa de salvación o el anuncio de juicio contra alguien o contra naciones, por el contrario los falsos profetas
anuncian la salvación o pronuncian juicios según su conveniencia (Jer 28, 8-9; Miq 3, 5b); a los verdaderos profetas Dios les
comunica su palabra como un fuego que les quema por dentro y que les impulsa a transmitir su mensaje, en cambio los
falsos profetas dicen tener sueños reveladores (Jer 23, 25-28); los verdaderos profetas son leales al Señor, a diferencia de
los falsos profetas que se van tras otros dioses ( Dt 13, 1-2; Jer 2, 8. 26. 27).

Criterios referidos a la persona:

Existían profetas vinculados con la corte real que solo decían lo que el rey quería oír, sin embargo el verdadero profeta
anuncia lo que Dios le comunica aunque su mensaje vaya en contra del rey (1Re 22); conducta inmoral por parte de los
falsos profetas y conducta moral recta por parte de los verdaderos profetas (Miq 3, 11;Is 28, 7; Jer 23, 14; cfr Mt 7, 16); los
verdaderos profetas tiene plena convicción de haber sido enviados por Dios (Am 7, 10-14; Miq 3, 8).

Criterio cronológico:

“Según cierta tradición judía, tras la muerte de Zacarías y de Malaquías se acabó el espíritu de profecía”[5]. Pero con más
seguridad se puede afirmar que después de tiempos de Esdras y Nehemías ya no hubo más profetas[6]. Este criterio es
externo a los libros proféticos, por lo mismo no tiene citas bíblicas.

3. El mensaje de los profetas.

Introducción

El mensaje de los profetas es expresado a través de cuatro formas: narraciones proféticas, acciones simbólicas, oráculos y
oraciones. Llegado a este punto conviene aclarar que los profetas son hombres de su tiempo, conscientes de la realidad del
pueblo de Israel, en donde transmiten su mensaje. Los profetas “intervienen en los períodos de crisis que preceden o
acompañan los momentos capitales de la historia nacional: la amenaza asiria y la ruina del reino del Norte, la ruina del reino
de Judá, y la salida para el Destierro y el regreso. No se dirigen al rey (sólo en ocasiones -cita no textual-), sino al
pueblo”[1]. El mensaje de los profetas pre-exílicos gira en torno a la ruina del pueblo y la eminente conquista babilónica
(para los del reino de Judá) y la ruina del reino del norte, con una invitación a volver a Yahvé; los profetas del exilio
alimentan la esperanza del pueblo y lo consuelan; los profetas del pos-exilio se dedican a la restauración del pueblo. Por
eso es que el mensaje de los profetas tiene las características de ser: severo, exhortativo, consolador y edificante.

Relatos de vocación profética

Cuando Dios llama, el hombre obedece. A lo largo de la historia Dios ha llamado a personas para encargarles una misión
especial, es el caso de los profetas del Antiguo Testamento, tema que nos ocupa. Los relatos de vocación forman parte del
mensaje que el profeta quiere transmitir. Para conocer los elementos que contienen los relatos de vocación se hace
referencia a dos ejemplos: el llamado de Jeremías y el llamado de Ezequiel.

ELEMENTOS

JEREMÍAS

EZEQUIEL

1. Manifestación divina

Jr 1, 4

Ez 1, 1-28a

2. Palabra introductoria

Jr 1, 5a

Ez 1,28b-2,2

3. Encargo

Jr 1, 5b

Ez 2,3-5

4. Objeción

Jr 1, 6

Ez 2,6.8

5. Confirmación

Jr 1, 7-8

Ez 2,6-7

6. Signo

Jr 1, 9-10

Ez 2,8-3,11
La vocación es un proceso dinámico, descrito en un momento puntual. La manifestación divina (1) expresa que Dios
irrumpe en la vida del profeta; no se trata de su presencia habitual, se trata de una manifestación divina no corriente. La
palabra introductoria (2) recoge el cariz personal de la comunicación establecida, de manera que no se trata de algo
anónimo o casual. Además en la vocación se recibe un encargo (3) que se expresa en imperativo: “antes de que tú
nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones” (Jer 1, 5b), no se la puede adjudicar nadie a sí mismo,
viene de otro y se experimenta como perentoria. Siempre hay una objeción (4) en los relatos de vocación, ésta no se trata
de falsa humildad, sino que expresa en primer lugar la libertad del enviado; es también un grito de desahogo no tanto ante
la dificultad prevista, cuanto ante la dificultad experimentada; la objeción es el primer signo del oficio de mediador que tiene
todo profeta. Finalmente, la confirmación (5) y el signo que la acompaña (6) constituyen la respuesta de Dios a la objeción
real. La confirmación vale sólo para el profeta y es importante la fórmula “Yo estoy contigo” que se repite en Gedeón,
Moisés y Jeremías; el signo que a veces se ofrece no trata de satisfacer la curiosidad personal ni del profeta ni de su
público, sino que en sí mismo constituye la credencial pública del profeta.

Veamos con más detalle la vocación de uno de los profetas más sobresalientes del Antiguo Testamento:

La vocación de Jeremías Jer 1, 4-10. 17a:

Me llegó una palabra de Yahvé: “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te
consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones”. Yo exclamé: “Ay, Señor, Yahvé, ¡cómo podría hablar yo, que soy un
muchacho!” Y Yahvé me contestó: “No me digas que eres un muchacho. Irás adondequiera que te envíe, y proclamarás
todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, porque estaré contigo para protegerte -palabra de Yahvé”. Entonces Yahvé
extendió su mano y me tocó la boca, diciéndome: “En este momento pongo mis palabras en tu boca. En este día te encargo
los pueblos y las naciones: Arrancarás y derribarás, perderás y destruirás, edificarás y plantarás”. Tú, ahora, muévete y
anda a decirles todo lo que yo te mande.

EL APORTE DOCTRINAL DE LOS PROFETAS

Para hablar de cada profeta en particular, se necesitaría mucho más tiempo y el material sería muy extenso. Ya hay varios
autores que tocan el tema de un modo profundo, por el momento nos detendremos a reflexionar sobre el mensaje central de
los profetas. En efecto, después de hablar de los relatos de vocación profética, nos dirigimos al aporte doctrinal de los
profetas, el cual se puede agrupar en tres aspectos: El monoteísmo, la doctrina moral y la espera de la salvación.

El monoteísmo

El monoteísmo es la afirmación de la existencia de un Dios único y la negación de la existencia de cualquier otro dios. Este
Dios ha elegido como pueblo suyo a Israel con quien ha pactado una Alianza y ha dado una tierra, y habita en el templo.
Este Dios único también dirige los destinos de los demás pueblos (Am 9, 7), juzga a las pequeñas naciones y a los grandes
imperios (Am 1-2). Yahvé impera sobre las fuerzas de la naturaleza y es el dueño de los hombres y de los acontecimientos,
es dueño de todas la tierra, por lo mismo no deja espacio para otros dioses. Los profetas luchan contra el sincretismo
religioso y afirman la impotencia de los falsos dioses y la vanidad de los ídolos (Os 2, 7-15; Jer 2, 5-13. 27-28; 5, 7; 16, 20).
El Dios único es trascendente, en boca de los profetas: “Dios es santo”[2] (Is 1, 4; 6; 5, 19. 24; 10, 17.20; Os 11, 9; etc., Jer
50, 29; 51, 5; Hab 1, 12; 3, 3). Está rodeado de misterio (Is 6). Pero también es un Dios cercano a los hombres, por el amor
y la ternura que muestra a su pueblo (Os 2; Jer 2, 2-7; 3, 6-8; Ez 16; 23).

La doctrina moral
Si el Dios de Israel es Santo, el hombre también debe ser santo. A la Santidad de Dios se opone la impureza del hombre
(Is 6, 5), por este contraste, los profetas adquieren una aguda conciencia del pecado y en consecuencia lo denuncian. El
pecado es lo que separa al hombre de Dios (Is 59, 2), es un atentado contra el Dios de la justicia predicado por Amós,
contra el Dios del amor y de la misericordia predicado por Oseas, contra el Dios de la Santidad predicado por Isaías; en
consecuencia el pecado reclama el castigo de Dios, el juicio de Dios (Is 2, 6-22; 5, 18-20; Os 5, 9-14; Jl 2, 1-2; So 1, 14-18).
¿Qué hacer para escapar del castigo de Dios? La respuesta es que, hay que convertirse, para escapar del castigo de Dios,
se debe buscar a Dios (Am 5, 4; Jer 50, 4; So 2, 3), hay que cumplir sus mandatos, caminar en rectitud y vivir en humildad
(Is 1, 17; Am 5, 24; Os 10, 12; Miq 6, 8). En fin, lo que Dios pide es una religión interior, lo cual es una condición para la
Alianza nueva (Jer 31, 31-34). Este espíritu de conversión debe animar toda la vida religiosa y las manifestaciones
exteriores del culto, por eso los profetas criticarán el culto vacío, protestan contra un ritualismo ajeno a toda preocupación
moral (Is 1, 11-17; Jer 6, 20; Os 6, 6; Miq 6, 6-8).

El anuncio y espera de la salvación

Ciertamente Dios permitirá el castigo para su pueblo, por sus continuas infidelidades, serán dispersados (reino del norte) y
exiliados (reino del Sur), sin embargo, a pesar de la apostasía del pueblo, Dios, sigue siendo fiel a sus promesas y prosigue
en su realización, por lo mismo “Dios se reservará un resto, Is 4, 3”.[3] Este resto será librado del castigo y se beneficiará de
la salvación final. Pero, ¿Quiénes conforman el resto? Son aquellos que sobreviven después de cada prueba, aquellos
habitantes que quedaron en Israel o Judá después de la caída de Samaria o la invasión de Senaquerib (Am 5, 15; Is 37, 31-
32), son los desterrados a Babilonia tras la ruina y destrucción de Jerusalén (Jer 24, 8), es la comunidad que vuelve a
Palestina después del Exilio, ellos son el germen, el vástago de un pueblo santo al que le está prometido un futuro (Is 11,
10; 37, 31; Miq 4, 7; 5, 6-7; Ez 37, 12-14; Za 8, 11-13). Se le promete una era de felicidad inaudita, los dispersos de Israel y
de Judá volverán a la tierra santa que será prodigiosamente próspera (Is 11, 12-13; Jer 30-31; Is 30, 23-26; 32, 15-17). Pero
esta promesa de prosperidad material es solo figura de la llegada del Reino de Dios, la verdadera Tierra Prometida, cuya
presencia supone un clima de espiritual de justicia y santidad (Is 29, 19-24), conversión interior y perdón divino (Jer 31, 31-
34), también requiere conocimiento de Dios (Is 2, 3; 11, 9; Jer 31, 34), además paz y gozo (Is 2, 4; 9, 6; 11, 6-8; 29, 19). Y
para establecer y regir su Reino sobre la tierra, Dios Yahvé, enviará su Mesías. Este es el salvado que vislumbran los
profetas, especialmente Isaías, Miqueas y Jeremías. El Mesías será del linaje de David, saldrá de Belén de Efratá, recibirá
los títulos más grandiosos y el Espíritu de Yahvé reposará en el con todos sus dones (2 Sam 2, 7; Is 11, 1; Jer 23, 5; 33, 15;
Miq 5, 1; Is 9, 5; 11, 1-5). En boca se del profeta Isaías será el Emmanuel, “Dios con nosotros” (Is 7, 14); Ezequiel no
anuncia como mediador y pastor (Ez 34, 23-24; 37, 24-25); Zacarías por su anuncia la venida de un rey humilde y pacífico
(Za 9, 9-10); para el segundo Isaías, el salvador será Siervo de Yahvé, maestro de su pueblo, luz de las naciones, que
predica con dulzura el derecho de Dios, será rechazado por los suyos pero les conseguirá la salvación al precio de su
propia vida (Is 42, 1-7; 49, 1-9; 50, 4-9; 52, 13-53, 12); finalmente, Daniel, ve venir sobre las nubes del cielo como un Hijo de
hombre, que recibe de Dios el imperio sobre todos los pueblos, cuyo reino será para siempre (cfr. Dn 7).

En la visión de la primera comunidad cristiana y por supuesto para la actual, todos estos pasajes proféticos están referidos
a Jesús, el profeta por excelencia. El es el Salvador, el Cristo, es de decir, el Mesías, descendiente de David, nacido en
Belén, el rey pacífico anunciado por Zacarías, y el siervo doliente del segundo Isaías, el niño Emmanuel anunciado por
Isaías, el Hijo del hombre contemplado por Daniel. Jesús ha realizado las profecías, pero las ha rebasado y ha repudiado la
noción política tradicional del mesianismo real. Él es el verdadero profeta de quien los antiguos profetas eran solo figura.

4. Ser profeta hoy.

En el punto anterior se concluyó que en Jesús se cumplen todas las profecías, Él es el ungido del Señor, que nos trae la
buena nueva (Lc 4, 16-19). Jesús es el profeta, Sacerdote y Rey por excelencia (CEC 1546). ÉL escogió a doce hombres a
quienes llamó apóstoles, los instruyó y les dio esta mandato “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-
20; Cfr.Mc 16,15-16). En efecto, por el Bautismo y la Confirmación, los fieles cristianos participamos de la triple misión de
Cristo (CEC 1546).
En la Iglesia existe el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, estos últimos son elegidos y llamados por Cristo para
ejercer la triple misión de Cristo de un modo especial (CEC 1547ss), ambos se necesitan mutuamente y ambos nacen del
único Sacerdocio de Cristo. En esta ocasión trataremos solo la función profética del pueblo de Dios, la Iglesia. De ahí que,
la Iglesia entera, fiel al mandato de Cristo, su fundador tiene la tarea de predicar el Evangelio a todas la gentes. Y cada
miembro ha de realizar esta misión según su competencia, es decir, como sacerdocio ministerial o como sacerdocio común.
Así, en primer lugar, quienes tienen la misión de enseñar son los obispos, quienes a su vez cuentan con la colaboración de
los presbíteros y diáconos (LG 25ss); luego se extiende esta misión a los fieles consagrados y a los fieles laicos, quienes
han de ejercerla en estrecha relación y comunión con la jerarquía, en su propio ámbito y según su estado de vida (Cfr LG
37), empleando para ello los diversos medios, entre los cuales el principal es el testimonio de vida (EN 41). En efecto todos
debemos ser profetas: el obispo, en su calidad de obispo; el presbítero, en su calidad de presbítero; el diácono; en su
calidad de diácono; el consagrado, en calidad de consagrado; el laico no consagrado, lo han de hacer en su calidad de
laicos no consagrados, es decir, los padres de familia han de cumplir su misión profética dentro de su familia y por su
puesto en el medio social en el que se mueven, los hijos con sus hermanos y padres en un ambiente respeto y corrección
fraterna; los amigos se vuelven profetas para sus amigos, las parejas de novios para sus novios, los estudiantes para con
sus compañeros estudiantes, etc., de manera que todos nos ayudemos mutuamente a alcanzar la perfección y por ende la
salvación.

Se concluye este punto, con un elocuente párrafo de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, lleno de fuerza y
significado, que nos invita a cumplir bien nuestra misión de profeta: “Cristo, el gran Profeta, que por el testimonio de su vida
y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la
gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a
quienes por ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Act., 2,17-18; Ap.,
19,10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la
promesa cuando fuertes en la fe y la esperanza aprovechan el tiempo presente (cf. Ef., 5,16; Col., 4,5) y esperan con
paciencia la gloria futura (cf. Rom., 8,25). Pero que no escondan esta esperanza en la interioridad del alma, sino
manifiéstenla con una continua conversión y lucha ´contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus
malignos´ (Ef., 6,12), incluso a través de las estructuras de la vida secular”[1]

Tema 6: El sufrimiento del destierro.

1. El Cisma Político.

Con el reinado de Salomón, la gloria de Israel llegó a su punto culminante. Los impuestos y los trabajos forzados
convirtieron a Salomón en una figura impopular entre sus súbditos, además su orgullo y su idolatría fueron las semillas del
declive del imperio.

Cuando Salomón muere, su hijo Roboam estaba preparado para sucederle. Pero había crecido en la magnífica corte de su
padre y no había conocido nada más que el lujo y la ociosidad. El pueblo había estado sufriendo bajo el reinado de
Salomón y cuando le sucedió Roboam, los ancianos acompañados por Jeroboam (quien tenía uno de los altos cargos
durante el reinado de Salomón), acudieron a Roboam para pedirle que aliviara un poco el peso que llevaban sobre sus
hombros: “Tu padre nos impuso un duro yugo. Tú, ahora, aligera la dura servidumbre de tu padre y el pesado yugo que nos
impuso y te serviremos” (1 Re 12,4).

Roboam pidió a los ancianos que volvieran después de tres días, para darles la respuesta. Entonces acudió a los sabios
que habían sido los consejeros de su padre Salomón: “¿Qué me aconsejan que conteste a esta gente?” Ellos respondieron:
“Si hoy te pones a disposición de este pueblo y le sirves, le respondes y le hablas con buenas palabras, estará siempre a tu
servicio”(1 Re 12, 7).
Pero esto no era lo que Roboam quería escuchar; entonces consultó a los jóvenes que habían crecido con él, los amigos
que habían compartido sus lujos y malgastado su juventud con él en la corte de Salomón. Ellos le aconsejaron que fuera
duro con ellos.

En efecto, cuando los ancianos llegaron nuevamente, Roboam les dio esta respuesta: “Mi padre hizo pesado el yugo de
ustedes, y yo lo aumentaré: mi padre los castigaba con látigos y yo los castigaré con escorpiones” (1 Re 12, 12).

Aunque Israel había sido un único reino durante más de un siglo, las tradiciones tribales eran todavía muy importantes. De
ahí que, a la respuesta de Roboam, las diez tribus del norte se rebelaron y eligieron por rey a Jeroboam, en cambio al sur,
la grande y poderosa tribu de Judá y la pequeña tribu de Benjamín permanecieron fieles a la casa de David, y quedaron
gobernadas por Roboam (Scott Hahn, 2004).

En el norte 10 tribus formaron el reino de Israel, erigiendo más tarde a Samaria como capital. Al sur, Judá y Benjamín
constituyen el reino de Judá conservando a la ciudad santa de Jerusalén como capital.

2. El Cisma Religioso.

Según Scott Hahn (2004), Jeroboam, tal como el profeta Ajías había dicho, fue proclamado rey porque esto era parte del
plan de Dios, pero en realidad, Jeroboam no confiaba en las promesas del Señor. Por lo mismo al cisma político le sigue
inmediatamente la escisión religiosa. Así, “Jeroboam pensó: El reino podría muy bien volver otra vez a los descendientes de
David. Si este pueblo continúa yendo a Jerusalén para ofrecer sus sacrificios en la Casa de Yavé, se reconciliarán con su
señor Roboam, rey de Judá. Entonces me matarán y mi reino volverá a Roboam” (1 Re 12, 26-27). Por lo que en lugar de
confiar en Dios, Jeroboam tomó la decisión de fabricar dos becerros de oro, y dijo al pueblo: “Ya han subido bastante a
Jerusalén. Israel, aquí están tus dioses que te sacaron del país de Egipto”. Y colocó uno en Betel y el otro lo llevó a Dan
(Cfr. 1 Re 12, 28-29). De este modo, Israel volvió a adorar al becerro de oro, pecado que cometieron los israelitas en el
desierto (Cfr. Ex 23, 4). Dios había elegido a Jerusalén como el lugar para su tiemplo. Y como Jerusalén estaba en Judá,
para conservar la lealtad de sus súbditos, Jeroboam volvió a cometer el pecado que casi había destruido a Israel en el
desierto. Este hecho va a marcar el nuevo reino de Israel durante siglos.

El pecado de Jeroboam marcó la pauta de comportamiento de los impíos reyes de Israel durante el resto de su historia.
Desde ese momento, tanto Judá como Israel alternaron reyes piadosos y reyes impíos. Los reyes piadosos, fueron aquellos
que reformaron el culto y condujeron al pueblo nuevamente a Dios; por el contrario, los reyes impíos introdujeron dioses
extranjeros y en ocasiones llegaron a perseguir a los verdaderos adoradores de Dios (Scott Hahn, 2004).

Y en estas circunstancias Dios busca a cualquier precio que el pueblo regrese al fervor del desposorio en el desierto cuando
su entrega era total y la obediencia a la Ley era generosa y fiel. Se trata de una llamada a la esposa infiel para que retorne
otra vez a la entrega del primer amor.

Dios no abandonó a su pueblo sino que le envió nuevos guías, es entonces cuando surgen los profetas tanto en Israel como
en Judá. Son ellos quienes denunciarán al pueblo y a sus gobernantes sus idolatrías, injusticias y alejamiento de Dios e
intentarán hacer volver al pueblo a la fe verdadera. El tema de los profetas se trata en otro apartado por separado, aquí no
más se hace una alusión.

Se pueden citar algunos ejemplos de reforma del pueblo para volver a Dios:

Bajo el reinado del rey Ezequías (729-687)[1], éste auxiliado por los profetas Isaías y Miqueas, promueve una reforma
purificativa, invitando al pueblo a regresar al auténtico Yavismo.
Y al ser encontrado el libro de la Ley en el Templo, en tiempos del rey Josías (640-609)[2] se le presenta al pueblo como la
norma que debe ser seguida por todos.

Los resultados de estos dos intentos de fidelidad a Yhwh son notorios, pero fugaces.

Por eso, Dios se queja de cómo su amor no ha sido correspondido: “Cuanto más lo amaba tanto más se alejaba de mí.
Sacrificaban a los Baales e incensaban a los ídolos. Y con todo, yo enseñé a Efraím a caminar, tomándolo en mis brazos.
Pero no supieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como un
padre que alza a un niño contra su mejilla. Me inclinaba hacía él para darle de comer” (Os 11,2-4).

El pueblo de desestabilizó política, moral y religiosamente sobre todo cuando se dan las conquistas. De hecho, el norte fue
conquistado por los asirios, quienes aparte de dispersarlos y deportarlos los mezclaron con gente pagana que tenían sus
creencias y adoraban sus propios dioses, contrarios al Dios de Israel; de esta manera los israelitas del norte perderán su fe
verdadera y se volverán sincretistas. Por su parte, los del reino del sur, conquistados por Nabucodonosor y exiliados a
Babilonia, un resto de ellos permanecerá fiel a Dios, son ellos quienes volverán más tarde y volverán a construir el templo
de Jerusalén, obra en la cual quisieron unirse los samaritanos, pero los judíos - fieles y celosos de la fe verdadera - no se lo
permitieron porque ellos (los samaritanos) aparte de adorar a Dios Yhwh, adoraban a los dioses de los paganos. Como
represalia los samaritanos sabotean la obra evitando la construcción del templo. Y es entonces cuando el cisma religioso
llega a su culmen, se da la histórica división religiosa entre judías y samaritanos y se volverán irremediablemente enemigos
(Cfr. Scott Hahn, 2004).

3. La Deportación.

Todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de las
gentes, y mancharon la casa de Yhwh que se había consagrado en Jerusalén. Yhwh, el Dios de sus padres, les envió
avisos por medio de sus mensajeros, los profetas, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se
burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus Palabras y los asesinaron, provocando la ira de Yhwh a tal punto que
no hubo otro remedio que entregar a su pueblo en manos de sus enemigos (Cfr. 2Cro 36,14-16).

CAÍDA DEL REINO DEL NORTE

El reino del norte sucumbe bajo las campañas conquistadoras de Salmanasar V (726-722 a. C.) y Sergón II (722-705 a. C.).

El rey Oseas, último de Israel (732-724), trató de enfrentar a los asirios con la ayuda de los egipcios, esto fue un grave
error. En efecto, después de perder una batalla frente a los asirios, Oseas fue obligado a pagar tributo anual a Nínive, pero
un año retuvo el tributo. Entonces el rey asirio Salmanasar se dio cuenta que Oseas había estado enviando mensajeros a
Egipto, lo que le hizo sospechar que Israel se había aliado a Egipto en secreto para librarse de Asiria.

Lo que menos querían los asirios era que los egipcios pusieran pie en Israel. Por eso Salmanasar llegó con un gran ejército
y asedió Samaria, capital de Israel. Durante tres años la ciudad resistió, pero al final cayó. Hacia el año 721, Sargón II, al
mando del ejército asirio toma la capital de Samaria, y a sus habitantes los lleva como cautivos a Nínive. “Los asirios
deportaron a todo aquel que encontraron, fundamentalmente a todos los ciudadanos importantes de Israel, más de 27.000
según fuentes asirias”[1].

De este modo el reino del norte llegó a su fin. Probablemente solo a algunos sencillos agricultores se les permitió quedarse
en sus casas, pero los ciudadanos importantes fueron deportados y la estructura tribal de la mayor parte de la población del
norte se disolvió. Únicamente las tribus de Zabulón y Neftalí, cuyo territorio había sido conquistado por los asirios con
anterioridad, permanecieron en su tierra, en la zona rural de Galilea.

Y para asegurarse de que Israel no volviera a dar problemas y para repoblar las ciudades de la parte central de Israel, los
asirios llevaron gente de los más remotos lugares de su imperio. Ellos llegaron consigo sus propios dioses, también fueron
uniéndose en matrimonio con quienes no habían sido deportados. De ahí que la nueva población mixta daba culto al Dios
verdadero, pero también continuaron dando culto a dioses extranjeros procedentes de todos los rincones del imperio asirio.
Debido a que se asentaron alrededor de Samaria, fueron llamados samaritanos (Scott Hahn, 2004).

CAÍDA DEL REINO DEL SUR

Como ya se sabe, el rey Josías (rey de Judá) hizo una reforma para volver al pueblo al Dios verdadero, pero después de la
muerte de este rey[2], Judá fue de mal en peor. Todos los hijos de Josías fueron un desastre y condujeron a Judá
nuevamente al paganismo. Pero el juicio de Dios fue rápido. Los hijos de Josías, uno detrás de otro, fueron eliminados por
reyes más poderosos.

Primero el faraón egipcio hizo pagar tributo a Judá y depuso a rey Joacaz, colocando en su lugar a su hermano Joaquim.
Después Nabucodonosor, rey de Babilonia, se llevó a Joaquim y lo mejor del mobiliario del templo a Babilonia, dejando al
hijo de Joaquim - quien apenas tenía dieciocho años de edad –como rey títere (el hijo se llamaba Joaquín). Pero tres
meses más tarde el mismo Nabucodonosor se llevó también al hijo de Joaquim, lo que quedaba del templo, los mejores
soldados y artesanos a Babilonia. Dejó a Sedecías, el último hijo de Josías, para que gobernara como su vasallo (Cfr. 2
Reyes 24, 1-20)[3].

Sin embargo a pesar de las malas noticias, no había arrepentimiento. Y aunque Jerusalén había sufrido un ataque tras otro,
había falsos profetas aduladores, deseosos de decirle al rey que la prosperidad estaba por llegar.

No era fácil ser un verdadero profeta en ese tiempo, pues todas las noticias que llegaban eran malas, y la gente no quería
oír malas noticias. Por lo mismo el gran profeta Jeremías fue encarcelado, golpeado, arrojado a un pozo y repetidamente
amenazado a muerte. Pero la tozudez de Jeremías fue el mejor testimonio de la verdad de sus profecías.

Incluso el impío rey Sedecías consultó a Jeremías en secreto. Sedecías había decidido rebelarse contra Nabucodonosor,
confiando en la ayuda de Egipto. Era el mismo error que había cometido un siglo y medio antes Oseas, el último rey de
Israel (reino del norte). Aunque los profetas de la corte de Sedecías le adulaban prometiéndole que Egipto salvaría a Judá,
Sedecías mandó a llamar en secreto a Jeremías para saber las posibilidades de su éxito frente a Nabucodonosor. Jeremías
le dijo que Egipto no le ayudaría.

“Yavé les recomienda, pues, a ustedes, que no se engañen pensando que los caldeos se van a ir para siempre de aquí,
pues ¡no se van a ir! Aunque ustedes destrozaran todo el ejército de los caldeos y no les quedaran más que algunos
heridos, se levantaría cada uno de ellos de su tienda y prenderían fuego a esta ciudad”. Jer 37, 9-10.

Jeremías tenía la verdad y, aunque no quisieran reconocerlo, el rey y el pueblo lo sabían. Jeremías dijo al pueblo de Judá
que pronto habría una destrucción tan horrorosa, tan espantosa, casi inexpresable con palabras.
Tal destrucción Jeremías la dio a conocer con un ejemplo práctico:

Esta fue la palabra de Yavé: «Anda a comprarte un jarro de greda. Que te acompañen algunos ancianos del pueblo y
algunos sacerdotes. Parte después en dirección del valle de Ben-Hinón, a la entrada de la Puerta de los Alfareros, y
pronuncia allí este discurso, que yo te dictaré. Comenzarás así: Escuchen la palabra de Yavé, reyes de Judá y habitantes
de Jerusalén. Así dice Yavé de los Ejércitos, el Dios de Israel. Voy a mandar una calamidad tal sobre este lugar, que le
zumbarán los oídos a quien la oiga, por haberme abandonado, profanando este lugar, y ofrecido incienso a dioses
extranjeros que ni ellos, ni sus padres, ni los reyes de Judá conocían. Han llenado este lugar de sangre inocente y han
construido santuarios altos a Baal para quemar a sus hijos… Por esto se está acercando el día en que este lugar ya no se
llamará Tofet ni valle de Ben-Hinón, sino Valle de la Muerte. Reduciré a nada las esperanzas de Judá y Jerusalén en este
lugar; los haré caer bajo la espada de sus enemigos, a manos de los que buscan su muerte; daré sus cadáveres por comida
a las aves de rapiña y a las fieras salvajes. Transformaré este lugar en un desierto, en un objeto de risa, de manera que
cualquiera que pase quedará admirado y silbará al ver tantas heridas. Les haré comer la carne de sus hijos e hijas, y se
devorarán entre ellos, en medio del angustioso asedio y de la miseria a que los reducirán sus enemigos, que quieren
quitarles la vida. Después de decirles todo esto, harás pedazos este jarro en presencia de los que te hayan acompañado, y
les dirás: Así habla Yavé de los Ejércitos: Voy a despedazar a este pueblo y esta ciudad, como se hace añicos un vaso de
greda, sin que pueda componerse… (Jeremías 19, 1-11).

Como escribe Scott Hahn (2004), la destrucción debió ser tan terrible como lo había predicho Jeremías. En efecto, en
busca de seguridad, la gente se refugiaba tras los muros de la capital de la región, ahí el enemigo la sitiaba y pronto sus
habitantes comenzaban a morir de hambre.

Según J. Gonzales, J. Asurmendi, F. García (1990) y Scott Hahn (2004), cuando Nabucodonosor por fin tomó la ciudad de
Jerusalén, decidió que ya tenía bastante con aquella ciudad rebelde. Las defensas de la ciudad ceden el año once del
reinado de Sedecías, el año 587 a. C. El rey Sedecías huye con un grupo de soldados, pero son alcanzados en la llanura de
Jericó y conducidos a Riblá, donde Nabucodonosor había instalado su cuartel general, sus hijos fueron degollados en su
presencia, y este tras sacarle los ojos, es encarcelado y conducido a Babilonia, donde muere. Un grupo de funcionarios de
Judá son igualmente ajusticiados en Riblá (Jeremías 52, 7-11; 2 Reyes 25, 3-7). Se llevaron los utensilios del templo y
todos los elementos valiosos que poseía (Cfr. Jeremías 52, 17-27; 2 Reyes 25, 13-17). En fin, la ciudad de Jerusalén fue
tomada, las murallas destruidas; el templo, el palacio del rey y todos los edificios importantes de la ciudad fueron
incendiados. Nabucodonosor deportó a Babilonia a la mayor parte de los ciudadanos influyentes, y organizó el resto de la
población que quedaba en Judá, dejando como gobernador a Godolías, nieto de Safán, del partido reformador, protector y
amigo de Jeremías (2 Reyes 25, 22). Por otra parte, hay que destacar que, Nabucodonosor y Nebuzaradán, jefe de la
guarda, estaban informados de la existencia de Jeremías y de sus opiniones, por ello Nabucodonosor agradeció los
servicios del profeta y le dejó libre de hacer lo que él quisiera y le proporcionó medios de subsistencia (Jeremías 39, 11-14).
El profeta se fue a vivir con la gente a que aun había quedado en el pueblo.

Sin embargo los amonitas, aliados de Jerusalén en la última conspiración, incitaron a los últimos rebeldes del pueblo a
deshacerse de Godolías y lo asesinaron. Las personas que se habían unido al profeta Jeremías tuvieron miedo de una
represalia por parte de los babilonios y, a pesar de los consejos del profeta de quedarse en el país, huyeron a Egipto y
obligaron al profeta a acompañarles (2 Reyes 25, 22-26; Jeremías 42-43).

Trágicamente así terminó el reino del sur, probablemente sólo se quedaron algunos, los más pobres, la gente de la zona
rural, pues la más afectada fue la gente de la ciudad. En palabras de J. Gonzales, J. Asurmendi, F. García (1990), estas
gentes ocupan los campos y casas dejadas por los exiliados y se creen los únicos poseedores legítimos del país, lo que va
a crear serios y agudos problemas cuando los exiliados regresan de Babilonia a su tierra el año 538 a.C. por decreto de
Ciro, rey persa (Cfr. Zacarías 5, 1-5; Ageo 1, 2-11; Ezequiel 33, 23-39).

Situación de los judíos exiliados.


El salmo 137, 1-6 ilustra de una manera muy gráfica la situación del pueblo de Judá en tierra de Babilonia:

Al borde de los canales de Babilonia nos sentábamos,

y llorábamos al acordarnos de Sión;

en los sauces que por allí se encuentran habíamos colgado nuestras arpas.

Allí los que nos habían deportado nos pedían palabras de una canción y nuestros raptores,

un canto de alegría: "¡Cántennos un canto de Sión!"

¿Cómo íbamos a cantar un canto del Señor en un suelo extranjero?

¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que mi derecha se olvide de mí!

Que mi lengua se pegue al paladar si de ti no me acuerdo,

si no considero a Jerusalén como mi máxima alegría.

En palabra de Scott Hahn (2004), Jerusalén lo había sido todo para el pueblo de Judá. Era una ciudad hermosa, la ciudad
santa, el sitio elegido por Dios entre todos los lugares de la tierra para establecer su morada. Ahora la ciudad había sido
quemada y la tierra prometida perdida. El templo había desaparecido, ¿cómo podía continuar el culto sin el templo?

Babilonia era una ciudad inmensa, un lugar donde Nabucodonosor moraba entre inmensos y templos desde donde regía el
mundo; era también lugar donde se concentraban todos los vicios del mundo. Era magnífica, terrible y completamente
diferente a Jerusalén.

No podemos imaginarnos el dolor que causó el exilio en el pueblo de Judá, deportado en un lugar lejano del oriente. Pero
ocurrió algo extraño: despojados de todo cuanto poseían, comenzaron a acordarse de Dios. Rodeados de maravillosos
monumentos paganos, comenzaron a entender el valor de lo que habían perdido, nuevamente tomaron conciencia de que
eran el pueblo escogido por Dios.

El resultado fue un resurgimiento de la cultura judía como nadie podía imaginarse. En efecto, muchos de los libros del
Antiguo Testamento fueron redactados en su forma actual durante el exilio a Babilonia. Hay un dicho popular que afirma:
“La historia la escriben los vencedores”. Sin embargo, en el caso de los judíos nos encontramos con una sorprendente
excepción, pues ellos expulsados de sus casas, llevados como esclavos al extranjero, escribieron la historia de cómo su
pueblo lo habían perdido todo, y además sabían el por qué de la pérdida: porque se habían alejado de Dios y porque le
habían sido infiel.

Tema 7: La Esperanza en el Mesías.

1. Los pobres de Yhvh.

Más que nunca, en esta etapa de la Historia de la Salvación, quienes llevan adelante el plan de Dios no son los sabios y
poderosos de este mundo sino los pequeños y los sencillos: los pobres de YHWH. Por pobres no debemos entender
solamente una condición económica y social delante de los hombres, sino ante todo una disposición interior frente a Dios.
Su misión consiste en preparar el camino del Señor. El descendiente de la mujer, el hijo de David, rey y profeta, está más
cerca que nunca. Esta certeza aviva la llama de la esperanza que se convierte en el calor que moldea y forma a los hijos de
Israel.

La promesa está a punto de realizarse y esta perspectiva es el motor dinámico de su fe. La esperanza se convierte en un
medio de educación del pueblo elegido. Tan cercana está la llegada de Emmanuel, que Dios se sirve precisamente de esta
proximidad para listar a su pueblo.

Dios había construido a Israel por la palabra de los profetas y por el sufrimiento del destierro. Ahora lo hace mediante la
certeza de que el Mesías está por venir de un momento a otro.

El pueblo, que lo presiente así, aspira cada vez más a una mayor intimidad y cercanía con YHWH. Siempre sucede lo
mismo en la relación con Dios: entre más cercano se está a Él, se aspira a una mayor unión e intimidad. La fuerza divina de
atracción aumenta a medida que nos acercamos más a Él.

En la esfera de Dios, quien más tiene, más quiere y más necesita; en una palabra, es más pobre, más pobre de Dios. La
esperanza en la venida del Mesías es un método eficaz para que el pueblo se convierta al Señor, enderece sus caminos y
rectifique sus sendas.

El fin principal de la economía (plan salvífico de Dios) del Antiguo Testamento era reparar y anunciar la venida de Cristo y
de su reino. Los pobres de YHWH encarnan y personifican esta misión esencial de la antigua economía.

Ellos son “el resto de Israel”, que permanece fiel a la Elección y a la Alianza. Esperan el cumplimiento de la Promesa y son
sencillos cumplidores de la Ley divina. Son aquellos que se entregan y se comprometen a preparar el camino del Señor con
todo su corazón, con toda su alma y todas sus fuerzas. Sin embargo, no lo hacen como individuos aislados, sino como
comunidad y en nombre de todo Israel.

Reconocen su limitación. Tienen conciencia de haber pecado, no sólo de pensamiento, palabra, obra y omisión, sino que el
pecado destila por cada poro de su piel. Por eso, los pobres piden a Dios la verdadera riqueza: que transforme su corazón
de piedra en un corazón de carne.

Experimentan y expresan una ardiente sed de salvación. No se creen justificados, como el fariseo del Evangelio (Lc 18,11-
12). Todo lo contrario. Su oración es tan humilde como confiada: Perdóname, Señor, porque soy un pecador: Lc 18,13.

También son los que han sentido, como el hijo pródigo, la llamada de su padre en lo más íntimo de su corazón, y se
levantan para ir donde él para confesar su pecado: confiando en que el Padre misericordioso no los va a echar fuera, sino
que les otorgará su perdón y les devolverá la herencia perdida.

Con toda certeza saben que está a punto de aparecer el Salvador que quita el pecado del mundo. Confían
incondicio-nalmente en que la salvación es un don del cielo más que una conquista personal. Además, la historia les ha
demostrado que siempre que se han alejado de Dios ha sido por una sobrada confianza en ellos mismos. Su experiencia
les confirma que sin Él no es posible hacer nada.
El sentimiento de la propia insuficiencia engendra en su corazón el deseo del Redentor, seguros de que todo lo han de
poder en Aquel que los conforta. Saben que la salvación no vendrá de ellos mismos, ni de sus instituciones o costumbres; ni
siquiera de la santa Ley del Sinaí.

Los pobres de YHWH se sienten necesitados de un nuevo Mesías libertador, que conceda la salvación no sólo social o
política, sino de toda opresión que coaccione la libertad humana.

Se reconocen en tinieblas, paso totalmente indispensable para aceptar la luz. La luz del mundo sólo brilla en las tinieblas
del pecado. Allí donde abunda la conciencia de pecado sobreabunda la gracia de Dios. Sólo aquel que siente una urgente
necesidad de ser salvado es el único que puede ser justificado. El médico viene a los enfermos, la salvación a los
pecadores y la luz a las tinieblas.

Los pobres de YHWH esperan y creen en el Salvador del mundo. Oran para que descienda del cielo y su expectativa los
hace contemplarlo y alcanzar la justificación en la fe. En la esperanza viven el advenimiento del Mesías, anunciado desde
antiguo.

Dos son los pasos totalmente indispensables para ser salvados: reconocer que se necesita de la salvación y aceptar al
único Salvador.

Entre la larga lista de pobres de YHWH que preparan la venida del Señor encontramos a Jeremías, Juan Bautista, José, el
esposo de María, y otros muchos nombres que desconocemos, pero que trabajaron con ahínco[1] en la viña del Señor,
preparando la plenitud de los tiempos.

Como la Historia de la Salvación es nuestra propia historia, cada uno de nosotros estamos viviendo esta etapa. Algunos
más intensamente que otros, pero todos de alguna forma. El pueblo de Dios está velando y orando, esperando el regreso
de su Señor.

Hoy vuelve a resonar actual la voz de Juan: preparen el camino del Señor, rectifiquen sus sendas: Mt 3,3b. El Señor está
cerca. En el momento en que menos lo pensemos, aparecerá otra vez.

La alegría es una actitud que acompaña a la esperanza. Y, ¿qué es lo que esperamos los cristianos? El regreso del Mesías
y de su Reino, en el cual florecerá la justicia y la paz; una nueva realidad en la cual "el lobo y el cordero convivirán, y el
leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá" (Is 11,6). El
Reino de Dios que esperamos se abre camino día a día, y hemos de saber descubrir su presencia en medio de nosotros.
Para el mundo en el que vivimos, tan falto como está de paz y de concordia, de justicia y de amor, ¡cuán necesaria es la
esperanza de los cristianos! Una esperanza que no nace de un optimismo natural o de una falsa ilusión, sino que viene de
Dios mismo.

Sin embargo, la esperanza cristiana, que es luz y calor para el mundo, sólo podrá tenerla aquel que sea sencillo y humilde
de corazón, porque Dios resiste a los soberbios pero da su gracias a los humildes y sencillos [2]

2. María, la Madre Jesús.

El peregrinar del pueblo elegido llega a su culmen en María, la madre de Jesús. En ella se encarna la vocación del pueblo
elegido. En ella termina la primera mitad de la historia de la humanidad, al mismo tiempo que en su corazón y en su vientre
se inician los últimos tiempos, la era mesiánica. Ella es el final glorioso de todas las etapas preparatorias a la venida del
Salvador y el lazo de unión con el Nuevo Testamento. Con ella y en ella estamos ante el cumplimiento de la promesa más
grande e importante que Dios había hecho al hombre caído. María es la mujer, hija de Adán e hija de Abraham, de la que
nace el descendiente que aplasta la cabeza del Mal. Los textos más luminosos del Antiguo Testamento que revelan su
papel en el misterio de la Salvación son dos: El “protoevangelio’, llamado así por ser el primer anuncio de la Buena Nueva:
Dios le dijo a la serpiente: Enemistad pondré entre ti la mujer, entre tu linaje y el de ella. El te aplastará la cabeza: Gen 3,15.
Era la promesa de que uno, del linaje de la mujer, vencería definitivamente el egoísmo y la mentira. María es esa mujer.
Nueva Eva, de quien nace el Salvador. El otro texto lo encontramos en el profeta Isaías: He aquí que una doncella va a
concebir y a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel: Is 7,14.

La doncella que no conoció varón y cuyo hijo no es otro sino el mismo Jesús, es María, la esclava del Señor.

Si en el primer texto del Génesis se hace resaltar su pertenencia género humano, el contexto de Isaías la presenta injertada
en historia y en la vida del pueblo de Israel. Dios la llama para ser madre de su Hijo, a lo que ella responde con sencillo
incondicional “sí”: He aquí/a esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra: 11,38.

Todos los demás privilegios con que el Señor adornó a es singular criatura eran siempre en vistas de su maternidad o con
fruto de la misma. Ella lo sabe perfectamente. Por eso, aunque reconoce que se han hecho grandes cosas en su vida, da
toda gloria al Dios de Israel.

Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios ¡Salvador; porque ha puesto sus ojos en la humildad de
sierva. Por eso, desde ahora me llamarán bienaventurada todo las generaciones, porque ha hecho maravillas en mí -
Poderoso. Santo es su Nombre: Lc 1,46-49.

Solo Dios salva, pero quiso que hombres colaboraran en esta empresa. Por eso, a lo largo de toda la Historia de la
Salvación llama a ciertas personas para que trabajaran íntimamente unidas a Él. S-in embargo, nadie como María aporta
tanto a este proyecto, ya que gracias al poder del Altísimo, de ella nace el único mediador entre Dios y los hombres.

Llegada la plenitud de los tiempos Dios envió a su hijo, nació de mujer, bajo la ley, para escalar a los que estaban bajo la
Ley para que recibiéramos la filiación adoptiva: Gal 4,4-6.

Lo más importante no es lo que María hizo por Dios, sino lo que el Señor hizo en ella: ser portadora de Jesús. Ella es el
modelo la vocación de cada creyente: dar a Jesús al mundo.

La peor deformación que podríamos hacer de ella sería si nos centráramos más en lo accidental que en su maternidad o
atribuir- un papel diferente al que Dios le confió en la Historia de Salvación.

Ella está siempre con Jesús y bajo él, en orden a la salvación del género humano. Sus últimas palabras es el signo que nos
indican tanto el secreto de su vida como el verdadero camino a seguir: Hagan todo lo que él les diga: Jn 2,4.

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