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Autores de las más variadas líneas como Freud (1912), Patterson (1974), Yalom Irving
(1980) e incluso Wolpe (1969) han manifestado la notoria incidencia de la relación
terapéutica en la eficacia de los tratamientos. Actualmente, sabemos que la psicoterapia
no puede ser concebida al margen del establecimiento de una adecuada relación
interpersonal cliente – terapeuta (Sidelski, 2005) y sabemos que ésta resulta ser un buen
predictor de los resultados terapeuticos de todas las líneas psicologicas (Luborsky,
2000). La relación que establece el terapeuta con su paciente, y aquello que puede
brindarle en ese marco, predicen alrededor del 30% de las posibilidades de mejoría
(Fernández Álvarez, 2004).
Historicamente, las corrientes psicodinámicas fueron tal vez pioneras en sacar a relucir
la importancia de la alianza terapéutica. El propio Freud (The Dynamics of Transference,
1912) planteó la importancia de que el analista mantuviera un interés y una actitud
comprensiva hacia el paciente para permitir que la parte más saludable de éste
estableciera una relación positiva con el psicoterapeuta.
Si bien parecería ser natural el fomentar un vínculo con características especiales con un
otro (paciente), muchas personas presentan ciertas dificultades -asociadas a historias
complejas de apego- que les impide contribuir con que éste vínculo florezca y por tanto
se afecta esa capacidad de mejoría antes mencionada.
Tenemos entonces que dado que las posibilidades de cambio dependen en gran parte
del contexto social y relacional del individuo, la instancia terapéutica resulta ser un
excelente escenario -seguro y estable- para transitar las experiencias emocionales
correctivas necesarias para el paciente. Es decir, donde se pueden ensayar y señalar
patrones relacionales en las mismas sesiones a fin de que los resultados se generalicen
en las múltiples otras relaciones del sujeto.