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PSICOLOGÍA

18 de mayo de 2017

Una crítica a la moda de las neurociencias

La felicidad al alcance de cualquier cerebro


La autora advierte que la neurociencia cognitiva se inscribe en un proyecto de un mundo
basado en leyes de la biología, reducido a la naturaleza, planteado con criterios funcionales,
pragmáticos y utilitarios. Un discurso ideológico totalitario con un argumento pretendidamente
científico.

Por Laura Kiel

Una mamá me pregunta por qué no me gustan las neurociencias si


están tan de moda. Me toma desprevenida y titubeo en la respuesta.
Sin lugar a dudas, el discurso de las neurociencias resulta seductor
para un público masivo que llena plazas y teatros como si fuera un
show. Me pregunto cómo se introdujo ese significante en el campo
de la cultura y cuánto hace que circula en el lenguaje coloquial.
Tengo la impresión de que detrás de la moda de las neurociencias
hay un fenómeno que no alcanzo a vislumbrar: ¿Cuál es el sentido
de introducir una campaña de divulgación social de las
neurociencias, ampliando un escenario que solía quedar restringido
a ámbitos clínicos o académicos?

Me dediqué entonces a leer cuanto libro tuviera en su tapa las


palabras neurociencias, cerebro a secas, cerebro que aprende,
cerebro pobre, cerebro lector, cerebro moral, cerebro para vivir mejor
y otros cerebros. Me encuentro con un prólogo que dice lo siguiente:
“Hoy las neurociencias cognitivas están tomando por asalto no solo
a la comunidad científica sino a la sociedad en su conjunto: todo,
desde el marketing hasta la ley, y desde la educación hasta la
política, exige una explicación basada en los hallazgos de esta
disciplina que cada vez atrae a un mayor número de adeptos”1.
¿Adeptos? Según la RAE, son partidarios o seguidores de alguien o
algo, como una idea o un movimiento. ¿Por qué necesitarán
algo, como una idea o un movimiento. ¿Por qué necesitarán
adeptos?

Hay un tono de euforia casi megalómana que impregna la redacción


de estos libros de divulgación. Si no apelaran a las ciencias, creería
que por momentos se deslizan a un discurso religioso. ¿Cuál es la
buena nueva tan bien recibida por tantos adeptos?

El libro del neurocientífico más popular propone “pensar el cerebro


con el objetivo de que podamos vivir mejor”. Parte de la siguiente
hipótesis: “cuanto uno más comprende sobre sí mismo, más va a
atenderse y cuidarse, es decir, vivir plenamente”2.

Evidentemente hay algo que se me escapa. No puede ser que todo


un libro de neurociencias se base en una hipótesis de sentido
común, que no forma parte de su campo disciplinar y que ni siquiera
se verifica en la realidad.

Si la promesa de vivir mejor se sigue justificando en el equilibrio


químico del cerebro y los niveles de neurotransmisores, esa
revolución “científica” ya se produjo a finales de los 80 de la mano
de la psicofarmacología, que pasó de una medicación al servicio de
curar la enfermedad mental a un consumo masivo precisamente con
la promesa de “la felicidad” garantizada, el famoso “garomboll” de
ChaChaCha.

Sin embargo, a casi tres décadas de ese descubrimiento de la


pastilla de la felicidad, el número de enfermos mentales se ha
disparado a cifras inauditas y estamos lejos de aprender a vivir
mejor. La realidad actual en cifras y estadísticas resulta aterradora.
Según, Alan Frances, quien dirigió durante años el DSM (Manual de
la Psiquiatría Mundial): “Durante los últimos quince años, cuatro
grandes epidemias de trastornos mentales han hecho explosión
repentinamente, el número de niños bipolares ha aumentado
extrañamente en un 40 por ciento, los autistas en 30 por ciento, los
hiperactivos con déficit de atención se han triplicado, mientras que la
hiperactivos con déficit de atención se han triplicado, mientras que la
proporción de adultos candidatos a un diagnóstico de bipolaridad se
ha duplicado”. Un pantallazo por las condiciones de salud de la
población alcanzaría para disipar tanta esperanza. Sobre todo,
cuando los avances del reino del cerebro y los embates de las
Terapias Cognitivo-Comportamentales (TCC), ambos de la mano de
la creciente industria farmacológica son responsables de transformar
la salud en una mercancía dirigida al público en tanto consumidor.

Como señala David Healy, profesor de la Universidad de Cardiff: “El


factor que hizo que el Prozac fuese popular no fue su potencia sino
su buena y estudiada comercialización”. Es el mercado quien
distribuye hoy las nuevas categorías de síndromes y trastornos, en
una maquinaria fuera de control donde la población en su conjunto
devino consumidora. Las publicidades dirigidas a los padres –
induciendo al consumo de psicofármacos para que la crianza de los
niños resulte más sencilla– se realizan en medios de comunicación
masiva; los tests para detectar dislexia o autismo están disponibles
on line para el público en general con la aclaración de que no
demoran más de un par de minutos; los usuarios eligen su
diagnóstico en un catálogo ordenado por ítems que se llama DSM V.
Los debates profesionales se legitiman como espectáculo.

Quizás lo más perturbador de estas alianzas del poder político-


económico-científico sea que la población infantil devino en el sector
más atractivo para los mercados. Nuevas enfermedades se
inventaron para satisfacer el ritmo de producción de los grandes
laboratorios, lo confirmó Leon Eisenberg, el inventor del ADDH
(Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad), quien confesó
meses antes de morir su connivencia con los laboratorios a la hora
de pretender lanzar la Ritalina al mercado. Y el resultado es hoy una
infancia hipermedicalizada, equipos de terapeutas repartiéndose una
cantidad indiscriminada de sesiones, el crecimiento desmedido de
certificados de discapacidad, las demandas abusivas de
integraciones escolares.
integraciones escolares.

Esta crisis no la denunciamos solo los psicoanalistas, se hace oir


desde el corazón mismo del sistema de salud en términos de
seguridad social, gasto público, etc. Traducido en términos
económicos, no hay sistema de salud que aguante la hiperinflación
diagnóstica con su consecuente medicalización.

Hasta aquí un pantallazo del contexto en el que los divulgadores de


las neurociencias insisten en transmitir hoy un renovado optimismo.

En las líneas que me quedan quisiera introducirlos en el texto


mismo. Como supongo que no todos han tenido la oportunidad de su
lectura, comparto mi corte y pegue de ciertos enunciados que
recorren estos libros dirigidos a un público lego. El armado es de mi
autoría pero las frases son textuales.

¿Qué nos hace humanos? Una región del cerebro –la prefrontal–
nos hace humanos... La ciencia está comenzando a iluminar el
camino que nos permitirá entender por qué elegimos cuando
elegimos... La neuroquímica es el principal factor determinante de la
variabilidad en la conducta humana... La evidencia científica indica
que las personas deciden, básicamente, con las emociones... Queda
demostrado en investigaciones recientes que la toma de decisiones
es un proceso que depende de áreas cerebrales involucradas en el
control de las emociones... Los neurotransmisores o sustancias
químicas que el cerebro produce son responsables de las
emociones... Nuestro cerebro tiene el gran poder de modificar su
propia neuroquímica... Sería muy bueno entrenarnos para producir
nosotros mismos –o sea nuestro cerebro– la dopamina –un
neurotransmisor– que nos atrae a aquellas elecciones de vida que
nos encaminan a la felicidad verdadera... La agresión tiene una
neurobiología subyacente que recién se está empezando a
comprender... ciertos defectos en la distribución normal de la
serotonina se vinculan a la agresión y la violencia...
La construcción de la falacia es perfecta. Quien domine las
emociones dominará las conductas y las elecciones de la sociedad.
El sueño totalitario toma la forma de la biopolítica. En un futuro
cercano, el control del flagelo social de la violencia y una felicidad
dopamínica estarán garantizados. No puedo evitar recordar la frase
del presidente Macri en su discurso sobre “la construcción de un
país en el que todos podamos conseguir nuestra forma de felicidad”.
La felicidad ha devenido una cuestión de Estado.

Por último: Ya no se trata de esperar en forma pasiva que los


pacientes lleguen a la consulta: proyectos de investigación a gran
escala han demostrado que es posible identificar en forma precoz a
las personas en riesgo de enfermar, y de esta manera, modificar la
trayectoria de la enfermedad… Pese a los grandes avances de las
neurociencias, los diagnósticos en psiquiatría se siguen llevando a
cabo a partir de conversaciones con el paciente y su familia sobre
sus síntomas y su historia. En la medida en que los trastornos
mentales son alteraciones cerebrales, podemos esperar que algunos
indicadores biológicos o cognitivos sutiles (pero, aun así, medibles)
podrían ser detectados antes de la aparición de todos los síntomas
de la enfermedad... Se trata de anticiparse al futuro”3.

La neurociencia cognitiva es el discurso ideológico más totalitario


hasta aquí alcanzado bajo la forma de un argumento
pretendidamente científico. El proyecto de un mundo basado en
leyes de la biología, reducido a la naturaleza, planteado con criterios
funcionales, pragmáticos y utilitarios desde el punto de vista
evolutivo de la especie, con una lógica del costo-beneficio,
simplificado a preguntas simples y respuestas de laboratorio no deja
de ser una cosmovisión con tintes científicas.

Cierro con una frase de Freud: “Una cosmovisión es una


construcción intelectual que soluciona de manera unitaria todos los
problemas de nuestra existencia a partir de una hipótesis suprema;
dentro de ella, por tanto, ninguna cuestión permanece abierta y todo
lo que recaba nuestro interés halla su lugar preciso”. Ya lo había
advertido, refiriéndose al siglo XX. “Estaba reservado a nuestro siglo
descubrir el presuntuoso argumento de que semejante cosmovisión
es tan pobre como desconsoladora, que descuida las exigencias del
espíritu y las necesidades del alma humana”. El sujeto y la palabra
nunca dejarán de ser un estorbo para cualquier ficción con tintes
absolutistas.

Pero en el mientras tanto, cuidemos a nuestros niños y jóvenes,


preservándolos de la perversa maquinaria de evaluar, expender
psicofármacos y consumir terapias conductistas.

Ahora sí, estaríamos en condiciones de preguntarnos por las


consecuencias para la clínica o para la educación de la legitimación
de esta operación de reducción que va de la biologización de la
conducta a la biologización del ser humano. Pero eso quedará para
otra oportunidad.

* Psicoanalista. Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana


y de la Asociación Mundial del Psicoanálisis. Docente e
investigadora (Untref).
1. Ibáñez, A. y García A. Qué son las neurociencias. CABA: Paidós,
2015. Nora Bär en el prólogo.
2. Manes, Facundo. Usar el cerebro. 26ª ed. CABA: Planeta, 2016.
3. Entiendo que la forma de divulgación de estos conocimientos
pseudocientíficos, sin referencias y sin sujeto de la enunciación, me
exime de abrumarlos con citas pero pueden corroborarlo haciendo
ustedes la propia lectura.

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