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Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado | 85

Vol. XXVIII / Nº 2 / mayo-agosto 2014 / 85-107

Bolivia: lucha indígena hacia las autonomías

María Fernanda Herrera*


Universidad Andrés Bello, Santiago, Chile

Resumen
La historia de Bolivia se encuentra marcada por una larga y profunda lucha de sus
indígenas en contra del proceso de colonización que determinó su invisibilización
hasta el 2009 cuando, luego de una fuerte y masiva etapa de movimientos sociales
y originarios, se establece como Estado plurinacional. La nueva Constitución pro-
mulga como logro indianista la formación de autonomías territoriales originarias
campesinas: espacios de reivindicación de los territorios autóctonos expropiados
y locus de gobierno propio de sus nativos habitantes. Hasta la fecha, dichas au-
tonomías, no obstante encontrarse señaladas y delimitadas en la Carta Magna,
no se han realizado, pues el propio entretejimiento y determinaciones normativas
institucionales limitan de tal manera su construcción que desacreditan el largo
camino insurreccional del devenir aborigen.

Palabras clave
Colonización, luchas indígenas, autonomías indígenas campesinas, Constitución,
limitaciones a las AIOC

Bolivia: Indigenous struggle toward autonomy

Abstract
Bolivia’s history is marked by a long and deep struggle against its indigenous
colonization process that led to its invisibility to 2009. After this period of strong
mass social movements generate by indigenous people, the multinational state is
established. However, the New Constitution has not been made, such as overlap-

* Magíster en Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV); magíster en Educación


Superior, Universidad Mayor; doctoranda en Procesos Políticos Latinoamericanos, Universidad ARCIS.
Profesora Universidad Nacional Andrés Bello (UNAB). Correo electrónico: fdaherrerahotmail.com
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María Fernanda Herrera

ping regulations and limited institutional determinations themselves, so their base


discredits Aboriginal long way insurrectionary becoming.

Keywords
Colonization, indigenous battle, autonomy, indigenous peasants, Constitution,
limitations to AIOC

Introducción

Los indígenas bolivianos padecieron desde la llegada de los españoles de una


situación de subalternidad mediante la implementación de una interpretación
civilizatoria dominante y destructiva de sus bases cosmogónicas propias. La llegada
del blanco no solo trajo el concepto de pigmentocracia como determinante de una
sociedad, sino también, introdujo ontológicamente el concepto de modernidad
lineal y capitalista en un universo donde la Pachamama y los ciclos de su devenir
marcaban el ritmo de la vida del hombre.
La mirada colonizadora eurocéntrica cruzó las fronteras de la conquista para
quedarse, incluso, en las nuevas formas nacionales de organización del Estado
boliviano. Los indígenas han soportado una suerte de colonialismo interno en
el que las relaciones de explotación, discriminación, racismo y dominación han
calado su identidad, su propiedad, el control de sus territorios, el uso de su len-
gua, sus instituciones políticas y sociales, sus formas de organización, tradiciones,
prácticas religiosas y sus valores culturales. Pues, si bien, al conformarse Bolivia
se nacionalizaron los poderes y se configuraron constituciones que demarcaron
los lineamientos de poder, las estructuras excluyentes entre etnias, existentes con
anterioridad, perduraron y mantuvieron la epistemología y teoría colonial.
Los indígenas, durante los primeros años de conquista, defendieron con sangre
su territorio e identidad. Con el transcurso del tiempo, dentro ya de los límites del
Estado, su posición de subalternidad y dominio prosiguió. A pesar de ciertos enlaces
con los criollos e, inclusive, con su obligada participación en la Guerra del Chaco,
la dimensión bipolar de etnias se mantuvo. La Revolución de 1952 les introdujo al
concepto de clase y, denominados como campesinos, fueron incluidos dentro de
la mirada homogeneizadora de la nación. El sindicalismo les posibilitó organizarse
y demandar igualdad en confederaciones propias, según el locus geográfico al que
pertenecían. Fuertes corrientes teóricas y prácticas, como el indianismo y el kataris-
mo, fundamentaron las movilizaciones y expectativas indianistas. La Ley de Parti-
cipación Popular de 1994 plasmó la apertura al multiculturalismo, permitiéndoles
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una activa presencia en lo político. Con el regreso de la democracia, las peticiones y


exigencias indígenas se constituyeron en movimientos sociales. La Marcha Indígena
por el Territorio y la Dignidad visibilizó a aquellos miembros de la sociedad que
por siglos se encontraban velados. La llegada de Evo Morales y la refundación de
Bolivia parecen, hoy en día, incluir a todos quienes por años han sido degradados.
Las luchas indígenas y el nuevo proceso en construcción de la nueva matriz
civilizatoria boliviana han abierto, en la nueva Constitución, un espacio fun-
dante y estructural de la propia plurinacionalidad; a saber, las Autonomías indí-
gena originaria campesinas (AIOC), que viabilizan, según el marco normativo,
el reconocimiento de la libre determinación de las naciones y pueblos indígena
originario campesinos en el contexto no solo de la libertad, dignidad, territorio y
respeto de su identidad, sino también, según sus formas de organización propias
y su administración de justicia.
Las autonomías, no obstante su importancia constitucional y posibilitadoras del
devenir plurinacional, en la práctica no se han concretado no solo por burocráticos
procesos normativos, sino también, porque su propia implementación implicaría,
supuestamente, una serie de cambios u ordenamientos administrativos que aún
no se tienen del todo claro.
Para entender el origen, desarrollo, importancia e implicancias de las AIOC
se ha dividido el presente trabajo en un cuerpo central, compuesto primeramente
por las luchas indígenas, que muestran el origen y el devenir combativo del pueblo
originario, con la intención de recuperar y redefinir su posición en un mundo
colonizado. Seguidamente, se revisan, como logro indígena, las AIOC: sus orí-
genes, sus actores y sus marcos legales. Posteriormente, cerrando el cuerpo del
escrito, se observan las limitaciones de las autonomías, según su constitución legal
y trascendencia administrativa y jurídica. Y, finalmente, a modo de conclusiones,
se analiza el porqué, en la praxis, resulta compleja su instalación y cuáles serían
las barreras –ya reales, ya hipotéticas– de su desarrollo.

Luchas indígenas

Al llegar los españoles al continente americano quebraron y destruyeron los modelos


culturales de los pueblos originarios del Abia Yala. Los conquistadores sometieron,
con sangre, a sus habitantes a un régimen esclavista y exploratorio, que devino en
años de confrontaciones, sublevaciones y dominación.
Los indígenas, desde los inicios de la Conquista, intentaron rebelarse frente a
los abusos provocados por los españoles. El líder quechua, Tomas Katari, en 1779
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dirigió un levantamiento de indígenas aymaras en Cahtayana. En 1780, Túpac


Amaru II y Julián Apaza, en el Cuzco y en el Alto Perú, respectivamente, lidera-
ron grandes levantamientos quechua-aymaras. Andrés Túpac Amaru, hermano
del líder quechua, quien había asumido la dirección del movimiento después de
la captura y ejecución de Túpac Amaru, se unió a Túpac Katari en el segundo
cerco a La Paz, pero maniobras políticas y militares, así como líderes originarios
contrarios a la insurrección, acabaron con la misma. Los cabecillas fueron apresa-
dos y ejecutados. Katari fue descuartizado en vida mediante el procedimiento de
ser amarrado de pies y manos a cuatro caballos que jalaban en sentido contrario.
A partir de 1776, la Audiencia de Charcas, que formaba parte del Virreinato del
Perú, se anexó al nuevo Virreinato de la Plata. Aunque era una sociedad pequeña
–apenas sobrepasaba los trescientos mil individuos (Zurita, s/d), concentrados en
algunas ciudades y pueblos autónomos entre sí– no deseaba formar parte de las
Provincias Unidas, sino formar un Estado independiente. Este extenso territorio
era compartido por una masa mayor de comunidades indígenas, que sumaban
aproximadamente un millón de individuos, y estaba compuesta principalmente por
aymaras y quechuas, además de otras menores, como los urus, chipayas, cunzas y
changos, entremezclados con varios grupos étnicos repartidos en toda la extensión
de los límites orientales de la antigua Audiencia. Esto permitió la conformación
de republiquetas o áreas de organización rebelde liberadas del dominio español,
constituidas no solo por criollos, sino también por indígenas, siendo estos los más
estables y combativos.
A pesar de algunas situaciones de común acuerdo entre criollos e indígenas,
la situación de opresión de las sociedades aborígenes era lo usual. Los indígenas
se encontraban dominados no solo por la ocupación de sus territorios, sino por el
sistema legal que los coartaba en sus actividades diarias, tales como el vasallaje.
En la independencia, la unidad nacional jamás existió y el panorama bipolar de
etnias se mantuvo. El Estado criollo estaba configurado por dos estamentos. Por
una parte, el inferior, en el que estaba la inmensa población indígena refugiada
en su territorio y defendiendo, como podía, la vida comunitaria en los restos de
los ayllus, ya muy modificados por la Conquista. Sobre los indígenas pesaba el
yugo de la ignorancia, que les impedía ejercer la ciudadanía1 y favorecía el sur-
gimiento de caudillos, que con falsas promesas los arengaban a levantamientos e
insurrecciones. Por otra parte, el superior, en el que se encontraban la oligarquía

1
La normativa legal de la República boliviana había eliminado la figura del cacique, intermediario entre
las comunidades y el Estado colonial. Los indígenas fueron considerados incapaces de civilidad, es decir,
considerados como bolivianos, pero no como ciudadanos de la Nueva República.
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minera y terrateniente, conformada por una minoría de blancos y mestizos,


que controlaban el país política, económica y militarmente (Almeyra, 2012).
Las elites criollas tenían la percepción de que los indígenas eran incapaces de
gobernarse y de que incluso eran incompetentes de asumir una idea de nación
basada en los preceptos del liberalismo europeo y las formas constitucionales
estadounidenses (Mesa, 2012).
El 6 de agosto de 1825, al formarse la República de Bolivia –tras una serie de
negociaciones con Lima y Buenos Aires–, se planteó el problema de los recursos
económicos para el desarrollo del país. Además de la minería, se decidió expropiar
las tierras de los indígenas tributarios. En 1879 ese proceso se agudizó al máximo,
pues las clases dominantes de Bolivia recibieron, a fines de siglo, un apoyo de los
capitalistas chilenos e ingleses para la explotación del guano y del salitre con el fin
de construir ferrocarriles para la explotación de las minas de plata y otros mine-
rales. La Constitución boliviana de 1826 no consideró a los indígenas, aunque si
bien el régimen esclavista fue eliminado, estos seguían viviendo bajo ese sistema
en las haciendas y en las obras mineras.
Este escenario de la sociedad boliviana, que se manifiesta como un proceso por
parte de las elites –que tiende a la monopolización de la tierra, los mercados y el
poder político–, creó una jerarquía de dominación que, sin embargo, nunca logró
conformarse como un orden bien acabado. Aún más, la resistencia indígena, que
se produjo durante los años consecuentes, llegó al borde del colapso durante la
Guerra Federal, que implicaría “el surgimiento de nuevas formas de organización
política que marcarían el devenir histórico del movimiento indígena campesino”
(Salazar, 2013, p. 24).
La Guerra Federal (1898-1899) no fue sino una guerra civil en la que concu-
rrieron dos disputas: por un lado, una de larga duración referida al proceso de
dominación, exclusión y explotación de las mayorías indígenas por parte de la
elite boliviana y, por otro lado, más circunstancial, referida a la conformación
del Estado oligárquico, en el que la elite sucrense, representada por el Partido
Conservador y relacionada con la minería de la plata, excluía a la emergente elite
del estaño consolidada en la ciudad de la Paz y representada por el Partido Li-
beral, agrupación que utilizó, como mecanismo para ganar adeptos, un discurso
inclusivo frente a quienes no detentaban la ciudadanía, como fue el caso de los
apoderados indígenas, que resultaban ser –la mayoría de las veces– los propios
caciques. Los liberales, con el fin de recluir más indígenas, establecieron un plan
estratégico federalista, que no solo acabaría con el centralismo apropiado por las
elites del país, sino también posibilitaría la recuperación de tierras por parte de los
indígenas. Promesa que con el transcurso de los acontecimientos no respetaron.
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A pesar de los enlaces que podían establecerse entre criollos e indígenas, las
elites criollas, de ambas partes, temían cualquier convenio con los nativos, pues
los consideraban “una amenaza permanente a los cuales no se les podía depositar
confianza alguna” (Salazar, 2013, p. 27). Empero, Pando –quien lideraba la junta
de gobierno paceña– consolidó una alianza con Zárate Wilka y el movimiento de
los apoderados indígenas, quienes le otorgarían recursos a los soldados y realizarían
ataques frontales con los pocos pertrechos que poseían. Durante las batallas, la
colaboración indígena fue estratégica; si bien no siempre ganaron, sus constantes
ataques fueron desgastadores para las vencidas tropas conservadoras. Así y todo,
el triunfo de los liberales no mejoró las condiciones de los indígenas; incluso, en
los tiempos venideros empeorarían con las sucesivas expropiaciones de tierra.
En el decenio de 1930, los indígenas establecieron relaciones con el Estado a
fin de maximizar, legalmente, todas las posibilidades normativas que les permi-
tiesen resistir al latifundio, inclusive, las veces que fuera necesario, provocando
levantamientos, entre los que se destaca la rebelión de Chayanta en 1927, en la
que los apoderados caciques y los colonos de las haciendas reclamaron –mediante
discursos antiesclavistas– educación y reconocimiento de sus autoridades y de sus
tierras, en alianza con sectores de la izquierda urbana (Stefanoni, 2010).
Fue en este período que Bolivia vivió, por una parte, en lo económico, una
profunda desestabilización social, debido a una grave crisis provocada por la dis-
minución de los precios del estaño, la que produjo despidos masivos de mineros.
Por otra parte, en lo político, se vio fuertemente presionada por un nuevo poder
generado por las organizaciones de izquierda. Daniel Salamanca, Presidente en
ejercicio, optó por responder a dicha crisis con una errada decisión: la Guerra del
Chaco. Allí los indígenas y campesinos se llevaron la peor parte, pues la fuerza
mayoritaria del ejército fue reclutada de los campos y llevados, sin saber bien por
qué, a los Andes –zona cruenta para ellos– y puestos en la primera línea de com-
bate. La guerra cobró alrededor de cincuenta mil vidas de indígenas. Sin embargo,
en el campo de batalla, la Bolivia republicana descubrió la multiplicidad de las
representaciones étnicas, la presencia de quechuas y aymaras, el complejo camino
hacia el mestizaje y la necesidad de entender que no se podía construir Bolivia sin
contar con una gran mayoría de la población, que había sido sistemáticamente
excluida por mucho tiempo. Y, por otra parte, posibilitó que aymaras, quechuas
y guaraníes, aprendieran de los sindicalizados –obreros fabriles y otros sectores
sociales de la ciudad– sus formas de lucha, acontecimiento que más adelante
tendría un gran impacto, ya que, percibiendo que todos habían sido arrancados
de sus comunidades y que todos tenían el mismo origen, comenzaron a utilizar
este modelo de organización como instrumento de movilización y lucha, sobre
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todo quienes se encontraban en un régimen de esclavitud al interior de las ha-


ciendas u obrajes.
Como consecuencia de la Guerra del Chaco se formó un clima de resentimiento
contra el Estado, formándose, en las ciudades, organizaciones y partidos políticos
contrarios a la oligarquía dominante durante la guerra –culpada por la derrota–,
lo que conllevó a un ambiente de cuestionamiento sobre los órdenes sociales
existentes, estableciéndose nuevas topologías de poder y el posicionamiento de
gobiernos socialistas militares.
En 1952 se produjo la conocida Revolución Popular, que no fue una revolución
exclusiva de las ciudades y de los obreros mineros bolivianos encabezados por
el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), sino que fue impulsada,
indirectamente, por la Gran Depresión y, concretamente, por la Guerra del
Chaco. La Depresión debilitó la gran minería e impulsó el ingreso del Estado a
la economía mediante el control de divisas y cupos de exportación del estaño.
La derrota del Chaco puso de manifiesto las limitaciones del modelo político
existente hasta entonces, agotando a los partidos políticos tradicionales al tiempo
que evidenció la fragilidad del Estado boliviano (Salazar, 2013). Sin embargo,
la Revolución de 1952 no puede ser entendida sin el componente indígena, pues
no fueron sino los levantamientos y las luchas indígenas de siempre, los que
tendieron las raíces revolucionarias.
La Revolución de 1952 resultó ser un proceso homogeneizador en el criterio
identitario, pues trató de integrar a la población indígena, asentada en el área rural,
bajo un discurso campesinista que convocaba al indígena como sujeto de clase para
integrarse al proyecto de modernización nacionalista (Zuazo, Baguet y Bonifaz,
2012). Desde esta perspectiva, el gobierno del MNR rebautizó a los indígenas con
el nombre de campesinos y creó la Confederación Nacional de Campesinos de
Bolivia. Sus sindicatos agrarios cayeron en manos del gobierno, que los obligaba
a votar por sus representantes.
Los trabajadores, en el sentido más amplio de la palabra, le disputaron el Esta-
do a la burguesía, construyendo desde abajo las bases de otro paralelo y lidiaron
por el futuro del país (Almeyra, 2012). Los sindicatos agrarios, con la influencia
de los mineros, empezaron la toma de haciendas, expulsando a los terratenientes,
hasta lograr la aprobación de la Reforma Agraria (Condo, 2006). A su vez, en
1955, se realizó la reforma a la educación, basada en el concepto de nación boli-
viana que buscaba una construcción colectiva de la sociedad y apostaba –según
la universalización del Estado moderno– por una visión expresada en un único
idioma: el castellano. Junto con las pretensiones de entender Bolivia como una
nación unificada, se introdujo una dualidad entre sistema educativo urbano y
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sistema educativo rural, que posibilitaría la permanencia de las lenguas étnicas


propias de cada grupo.
Así, pues, este Estado nacional moderno, ideado por el nacionalismo revolu-
cionario, intentó establecer una sola nación unificada y centralizada con la idea de
construir una única identidad, un sentimiento nacional, un proyecto de futuro, un
discurso interclasista y una homogenización cultural a través de la promoción de
un mismo idioma y los mismos valores sociales. Todo esto para lograr la unidad
del Estado-nación en lo económico, administrativo y jurídico, con el objetivo de
que quienes comparten las mismas leyes y el mismo territorio, también compartan
un mismo sentimiento nacional y una misma identidad: la identidad mestiza.
Tanto las unidades territoriales o ayllus, como las comunidades fueron ignora-
das, limitándose, de manera general, solo al aspecto de la propiedad productiva,
parámetro sobre el cual no se consideraba una relación clara y determinante para
con los indígenas.
Sin embargo el mestizaje, ya cultural, ya óntico, no se iguala a la superación
del prejuicio de la desigualdad en el intercambio social. Por el contrario, en la
misma medida en que el mestizaje cultural y la vida urbana se expanden en la
población, asimismo se profundiza una mentalidad de discriminación que opera
según jerarquías, discriminando a los sujetos que ocupan los peldaños inferiores.
El criterio hegemónico –de igualdad universal nacional– frente al indígena pro-
siguió, pues, si bien al principio fue hegemónicamente separatista, ahora lo sería
hegemónicamente homogeneizador. Aún no se conseguía ver y admitir al indígena
frente a su ontología de “otro”, con su auténtica y propia valía.
En los primeros años de la década de 1960 surgió una corriente indianista
–compuesta por migrantes rurales aymaras o hijos de estos, que se establecieron
en La Paz– que, no conforme con el obrerismo vanguardista que dejaba a los
indígenas como ciudadanos de segunda clase, propugnó por estos como sujetos
políticos centrales de la revolución (Escárzaga, 2012). Fausto Reinaga, uno de sus
máximos exponentes, apeló al conflicto entre el indígena y el mundo occidental
en su versión subdesarrollada, nutriendo la aparición y desarrollo del katarismo.
El katarismo –que se presentó en dos vertientes: rural y urbana– interpela al
Estado por su no reconocimiento de Bolivia como país multicultural, planteando
así la necesidad de reformarlo (Salazar, 2013). En 1973, el katarismo gestó el Ma-
nifiesto de Tiwanaku,2 que se convertiría en un documento que daría un nuevo
2
El manifiesto empieza con la frase del Inca Yupanqui a los españoles: “Un pueblo que oprime a otro pue-
blo no puede ser libre”. Este documento, firmado por el Centro de Coordinación y Promoción Campesi-
na MINK’A, el Centro Campesino Túpac Katari, la Asociación de Estudiantes Campesinos de Bolivia y
la Asociación Nacional de Profesores Campesinos, considera la dimensión identitaria y la estructura social
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discurso y una nueva práctica a la lucha indígena, constituyéndose el indianismo


y el katarismo en intermediarios culturales de las bases indígenas aymaras respecto
del resto de la sociedad.
En 1979 emergió la Confederación Sindical Única de Trabajadores Bolivianos
(CSUTCB), agrupación que aunó a la mayoría del movimiento campesino boliviano,
dentro de la cual se encontraban las nueve federaciones campesinas departamentales
y otras tantas regionales, abarcando tanto las tierras altas como las bajas. En un
principio llegaron a integrarla incluso los pueblos amazónicos y la por entonces lla-
mada Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), pero poco después
la CSUTCB fue quedando circunscrita a las comunidades campesinas aymaras,
quechuas y castellano hablantes. Hacia inicios de 1990 abarcó, al mismo tiempo, a
minorías amazónicas y guaraníes. Aunque, desde entonces, se han producido varios
momentos de desarticulación paulatina en esas estructuras nacionales campesinas
e indígenas, no se ha mellado, sin embargo, la movilización finalmente expresada
en varias semiinsurrecciones urbanas, lo que demuestra la profundidad de este pro-
ceso que también, a momentos, fuerza a las organizaciones nacionales y regionales
indígenas y campesinas a concertar propuestas de acción común.
La sequía de 1980 –y la supuesta integración indígena de 1952 que ocasionó,
al mismo tiempo, la mudanza hacia la urbe de población indígena– provocó la
migración de miles de campesinos a la ciudad, configurando de este modo una
red de pobreza indígena urbana, y con esto una profundización de la brecha entre
lo indígena y lo no indígena. Más tarde, en la década de 1990 se dio origen a un
espacio de revalorización y reencuentro con los valores de los pueblos indígenas y
de acercarmiento de la posición de estos hacia los partidos políticos, pues no había
estamento que no requiriera de su voto para cada elección.
Por entonces, el movimiento indígena boliviano se destacó por su capacidad
de fundar agrupaciones y partidos políticos que representaron a una serie de or-
ganizaciones, cuyos líderes solían rivalizar entre sí. La franja central de disputa
se encontraba, principalmente, entre los aymaras y los quechuas, y cuyo punto
de divergencia no solo se remitía a diferentes posturas ideológicas, sino también
a aspiraciones de liderazgo, manifestadas en dos corrientes que se enfrentaron; a
saber, el katarismo altiplánico y el movimiento quechua, que agrupaba a produc-
tores de coca de Chapare.
Por una parte, el katarismo se presentó en la política gracias a Felipe Quispe,
quien en el año 2000 fundó el partido Movimiento Indígena Pachacuti (MIP), cuyo

del país. La afirmación siguiente contiene una de las ideas centrales: “Nos sentimos económicamente
explotados y cultural y políticamente oprimidos” (Manifiesto de Tiwanaku, 20 de octubre de 1973).
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programa apuntaba a la autodeterminación de las naciones originarias –aymaras,


quechuas y pueblos indígenas del oriente– según la deconstrucción y acusación
de los mecanismos racistas que los oprimían secularmente. Demandaba, de igual
manera, la reconstitución filosófica y económica de valores y autoridades del an-
tiguo Qullasuyu, apelando a la moral tradicional andina que resalta los valores y
símbolos indígenas, junto con solicitar, económica y políticamente hablando, la
reconstrucción del sistema comunitario de ayllu para aplicarlo en el presente como
“fuente de inspiración de una lucha armada moderna de campesinos, mineros y
fabriles” (Escárzaga, 2012, p. 202). En la práctica, estas peticiones solicitaban
la mejora económica de los pueblos indígenas y el derecho a la tierra, y de paso
planteaban una crítica a las políticas neoliberales.
Por otra parte, los cocaleros crearon en 1987 el Movimiento al Socialismo
(MAS), agrupación que emergió de la ruralización de la política y de la coalición
de organizaciones indígenas, campesinas y populares, que defendían los cultivos
de coca y se oponían a su erradicación, pues los consideraban como propios de
la cultura originaria. Orgullosos de su pasado incaico y utilizando la simbología
indígena, repudiaban los conflictos de orden interno y externo. No obstante, su
lucha no era por cambiar la forma del Estado ni las políticas económicas sino,
más que nada, la reivindicación de la dignidad y mejoras indígenas. La ideología
del MAS evolucionó con el correr del tiempo y sus petitorios y defensas se univer-
salizaron hacia los ámbitos del ambiente, la biodiversidad, agricultura amigable
y las reivindicaciones étnicas, además de otras que involucraron a la sociedad en
general. Si bien el MAS desde el 2000 tuvo representantes en el parlamento, sus
movimientos y luchas sociales continuaron en las calles, ya que el bloqueo de la
coalición liberal-conservadora frenaba sus iniciativas. En todo caso, cabe consignar
que hubo algunos grupos indígenas que no participaron del MAS formalmente,
sino que incluso se ubicaron contrarios a sus propuestas, como la CIDOB, la
Coordinación de Pueblos Étnicos de Santa Cruz (CEPESC) o el Consejo Nacional
de Ayllus y Markas del Qullasuyo (CONAMAQ).
En 1990, se produjo la Marcha por el Territorio y la Dignidad –preludio de las
demandas indígenas y campesinas de 2000–, evento con el que finalizó un complejo
y extenso proceso de articulación política, discursiva e identitaria de comunidades y
cabildos del Beni, que se habían opuesto de manera aislada y local a la expropiación
y destrucción de sus territorios por parte de madereras y ganaderos. Dicha marcha
fue la primera acción colectiva de los pueblos de tierras bajas –que buscaban auto-
representación–, la Amazonia y el Chaco (Zibechi, 2011), y logró generar los pri-
meros quiebres en el frente reaccionario, ejerciendo un fuerte impacto mediático
y contando con la simpatía de los sectores urbanos (Reglasky, 2003). Además,
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al permitir la visibilización de pueblos que durante años estuvieron sumergidos


y no organizados políticamente más que en comunidades, produjo una serie de
acontecimientos que abrieron posibilidades a que los indígenas fuesen considerados
como iguales dentro de la sociedad boliviana y colocó sobre la mesa un tema fun-
damental para la futura reconstrucción boliviana: los territorios, tema que aludía
al espacio público y que denota, para las culturas indígenas, la base ancestral y
moral del poder político, económico y cultural (Romero, 2009).
Frente a estos acontecimientos, el gobierno de Jaime Paz Zamora (1989-1993)
se apresuró a aprobar tres decretos supremos mediante los cuales se reconoció
legalmente algunos territorios indígenas: Territorio Indígena del Parque Nacional
Isiboro Secure (TIPNIS), Territorio Indígena Multiétnico Chimanes (TIMCH)
y Territorio Indígena Sirionó (TIS).
Fue la Constitución de 1994 la que plasmó la apertura al multiculturalismo,
particularmente con la Ley de Participación Popular (LPP) y las tierras comuni-
tarias, lo que provocaría, a la larga, una politización del mundo rural. Mediante
la transferencia de recursos, competencias y legitimidad a los espacios donde no
llegaba el Estado, posibilitó la conformación de nuevas elites campesinas e indíge-
nas. Con el correr del tiempo, dichas elites rurales fueron instrumentalizando a los
partidos políticos tradicionales y buscando una autorrepresentación, inclusive por
fuera del sistema, que produjo, a partir de esta, un proceso de descentralización
a través de la municipalización.
El período histórico que abarca desde 2000 hasta 2005 fue esclarecedor para
los indígenas, y en general para los bolivianos en su camino a la refundación del
Estado bajo el concepto del ‘vivir bien’.3 Dicho cohorte es conocido como Ciclo
Rebelde y se articuló, sobre todo, bajo la lucha contra las medidas económicas del
Estado boliviano. En tal ciclo se produjeron importantes movimientos sociales con
instantes de mucha fuerza y otros de latencia: la Guerra del Agua (2000), el movimien-
to popular de septiembre de 2000, Febrero Negro (2003), la Guerra del gas (2003),
la movilización alteña para expulsar a Aguas del Illimani (2005) y las movilizaciones
de junio de 2005; todos ellos con objetivos comunes y que utilizaron la rebelión para

3
El ‘vivir bien’ expresa el encuentro entre pueblos y comunidades bajo el respeto a la diversidad e identidad
cultural; es decir, vivir bien entre todos. Es una convivencia comunitaria, con interculturalidad y sin
asimetrías de poder. “No se puede vivir bien si los demás viven mal”, ya que vivir bien en armonía con
la naturaleza significa “vivir en equilibrio con lo que nos rodea”. También por extensión con los otros:
“vivir bien contigo y conmigo” (Choquehuanca, 2010, s/p). Lo anterior implica una realización afectiva,
subjetiva, intelectual y de disfrute, en armonía con la naturaleza y en comunidad con los seres humanos.
Al mismo tiempo, no se pretenden rechazar todos los aportes de la modernidad, sino que se deben res-
catar sus mejores aportes y apartar aquellos basados en la dominación, manipulación o reduccionismo
(Gudynas, 2010).
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conseguirlos. Dichas acciones colectivas se caracterizaron por una emergencia de la


etnicidad, constituyendo esta un factor de cohesión identitaria de primer orden junto
con contribuir al empuje, fuerza y unión de las reclamaciones de otros actores, tales
como campesinos y pobres, superando así los antiguos enlaces que unían antaño
y que se desmoronaron con la quiebra de la minería y la consiguiente pérdida de
horizonte del sindicalismo minero (1985), que era la identidad hegemónica dentro
del polo subalterno (Cabezas, 2005).
Así, pues, los movimientos sociales y las reivindicaciones directas durante la
década de 2000 se tradujeron en presentes y continuas exigencias y demandas por
cambios que llevaron a la implementación de la Asamblea Constituyente de 2006
y a la puesta en marcha de la Nueva Constitución política el año 2009, junto con
el logro de las autonomías al año siguiente.

Logro indígena: autonomías indígenas originarias campesinas

El proceso autonómico boliviano surge en un contexto histórico muy particular


y responde a dos reivindicaciones que hunden sus raíces en procesos históricos de
largo alcance; a saber, la lucha de los pueblos indígenas y la lucha regional cruceña,
fundamentalmente. Tal proceso se cristaliza en el periodo 2006-2010, como parte
de la reconstrucción del Estado boliviano a través de la Asamblea Constituyente.
El gobierno del MAS, aunque parezca contradictorio, no tenía dentro de sus
consideraciones, en la primera candidatura, el tema de las autonomías. Más que un
petitorio, directo y programado, originado por el espacio indígena, fue una conse-
cuencia del ala derecha conservadora y reaccionaria, sector que vio “en la consigna
autonómica una oportunidad […] de rearticulación del poder, que encontraron
amenazado por la intervención popular en los asuntos públicos y la irrupción
indígena en los espacios gubernamentales” (Chávez, 2008, p. 52). Bajo esta pers-
pectiva, los departamentos que conformaban la “media luna” comenzaron desde
2003 a mostrar interés por formar autonomías independientes, como una reacción
inmediata a las revueltas protagonizadas por indígenas, mineros y otros sectores.
El tema autonómico fue el producto de los intersticios entre Gobierno y opo-
sición, ya que la insurgencia autonómica coincidió con la insurgencia indígena.
En 2006, Evo Morales realizó una fuerte campaña por el NO a las autonomías
departamentales, que en el referéndum de ese año, efectivamente, la mayoría de
los departamentos votaron por la negación. Sin embargo, se decidió aceptar los
resultados por individualidades. En diciembre de 2009, junto con las elecciones
presidenciales, se realizó el referéndum por las autonomías en aquellos departamentos
Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado | 97
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que habían votado negativamente. En esa ocasión, el gobierno y el Presidente enten-


dieron que la forma de frenar una tendencia imparable, en el Oriente de Bolivia, era
apropiarse de la bandera autonómica y moldearla según sus deslindes de poder, por
lo que hicieron una fuerte campaña por el SÍ (Mesa, 2012). Los resultados fueron
absolutamente favorables a las autonomías. Los nueve departamentos de Bolivia
aprobaron el nuevo régimen autonómico que consagró la Constitución.
Entretanto, los movimientos indígenas de las tierras bajas4 (2000-2005) for-
mularon demandas y propuestas que tenían una extensión global, nacional y local
(Mayorga, Córdova, Pérez y Rojas, 2005). Global, porque apuntan a la confron-
tación contra el capitalismo; nacional, porque defienden el petróleo contra las
transnacionales; y local, porque entienden los recursos naturales como un bien
colectivo de sus pueblos. En 2003 dieron un vuelco a sus luchas, dirigiendo sus
objetivos a la creación de una nueva jurisdicción política-territorial en el país, al
demandar la creación del décimo Departamento, que los separaría del Departa-
mento de Santa Cruz, introduciendo de este modo el concepto de autonomía. Esta
demanda los situó en el frente de las luchas nacionales por el poder político, que
impela la refundación del Estado y que ofrece la posibilidad del autogobierno a los
pueblos originarios de las tierras bajas en la puja por la reorganización territorial
y los distintos grados de autonomías, cuya agenda en la Asamblea Constituyente
vino a debatirse en el primer semestre de 2007 (Burguete, 2007).
Los pueblos originarios del Oriente, mediante la Asamblea del pueblo guaraní,
fueron los primeros que sugirieron la realización de una Asamblea Constituyente
y posteriormente lo haría la CIDOB. Luego de constantes pedidos formulados
por estos indígenas a distintos gobiernos, dichas solicitudes fueron retomadas por
el MAS, que puso como fecha de su realización el año 2006. A continuación de
una serie de propuestas de anticonstituyentes, realizadas por diversos organismos
–CIDOB, CONAMAQ, CSUTCB–, se presentó un documento conjunto de las
organizaciones indígenas y campesinas en 2006, las que conformaron el denomi-
nado Pacto de Unidad. Después de una serie de negociaciones entre el gobierno y
los asambleístas entró en vigencia la Nueva Constitución del Estado el 9 de febrero
de 2009, posterior al referéndum del 25 de enero de ese año. El 19 de julio de

4
El movimiento indígena del Oriente boliviano se ha desarrollado de una distinta manera que aquel de
los Andes, pues está conformado por pueblos más pequeños que en su encuentro temprano con los es-
pañoles fueron fuertemente diezmados, lo que les imposibilitó desarrollar la fuerza y los movimientos de
las comunidades altiplánicas. Por esto, la forma en que los indígenas del Oriente podían expresarse no
era, ciertamente, mediante movilizaciones masivas o levantamientos constantes, sino más bien a través
del enfrentamiento legal mediado “por una estructura organizativa bastante institucionalizada y con una
importante presencia de indígenas profesionales y asesores de ONG” (Chavéz, 2008, p. 53).
98 | Bolivia: lucha indígena hacia las autonomías
María Fernanda Herrera

2010 fue promulgada por el Presidente del Estado Plurinacional la “Ley Marco
de Autonomías y Descentralización”(LMAD), reglamento que introdujo en su
sistema político cuatro tipos de autonomías: departamental, regional, municipal
y una nueva e inédita entidad llamada territorio indígena originario campesino.
La Autonomía Indígena Originario Campesina (AIOC) es el reconocimiento
de la Constitución a las naciones y pueblos indígenas campesinos, que se enuncia
en los artículos 2 y 289 de la Carta Magna. El artículo 2 dice: “La autonomía
indígena originaria campesina consiste en el autogobierno como ejercicio de la libre
determinación de las naciones y los pueblos indígena originario campesinos, cuya
población comparte territorio, cultura, historia, lenguas, y organización o institu-
ciones jurídicas, políticas, sociales y económicas propias”. En tanto, el artículo 289
señala: “La autonomía indígena originario campesina consiste en el autogobierno
como ejercicio de la libre determinación de las naciones y pueblos indígena origi-
nario campesinos, cuya población comparte territorio, cultura, historia lenguas,
y organización o instituciones jurídicas, políticas, sociales y económicas propias”.
Y se complementa con los derechos fundamentales y garantías enunciados en el
artículo 30, que dice en el número I: “Es nación y pueblo indígena originario
campesino toda la colectividad humana que comparta identidad cultural, idioma,
tradición histórica, instituciones, territorialidad y cosmovisión, cuya existencia es
anterior a la invasión colonial español”. Y en el numeral II: “la libre determina-
ción y territorialidad”. Y en el acápite III: “A que sus instituciones sean parte de
la estructura general del Estado”.
Las Autonomías Indígena Originaria Campesinas conforman su espacio sobre
la base de territorios indígenas originarios campesinos, municipios o regiones,
pues son las únicas cuyo territorio puede configurarse sin necesidad de sujetarse
a ninguna división política y administrativa del Estado. Su tamaño dependerá de
la voluntad de sus habitantes y estará regulada por la ley. La autonomía implica
la elección directa de las autoridades por los ciudadanos y la administración de
los recursos económicos; el ejercicio de las facultades legislativas, reglamentarias,
fiscalizadoras y ejecutivas, jurisdicción autónoma y competencias y atribuciones
establecidas en la Constitución Política del Estado (CPE) y las leyes.
El reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas originarios y cam-
pesinos es complementario entre el gobierno, el territorio y su jurisdicción. Su
gobierno autonómico – que es consecuencia de la preexistencia de las naciones
y pueblos indígenas originarios campesinos Ley Marco de Autonomías y Des-
centralización– implica, principalmente, que los departamentos, las regiones, los
municipios y las naciones y pueblos indígenas originarios campesinos tienen el
derecho a dotarse de su propia institucionalidad gubernativa y a elegir directamente
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Vol. XXVIII / Nº 2 / mayo-agosto 2014 / 85-107

a sus autoridades en el marco de la autonomía reconocida por la CPE (Vargas,


2013). No obstante, la conformación de estas autonomías, en el caso, por ejemplo,
de ser establecidas en una región, no implica la disolución de aquellas de origen,
sino que se establecen dos niveles de autogobierno: el local y el regional5 (según lo
delimitado por el artículo 46 de la Ley Marco de Autonomías y Descentralización).
La jurisdicción autonómica en el contexto territorial determina un acápite
importante dentro del dominio, considerando que posibilita la factibilidad del
poder político y legislativo como propiedad inherente a su estamento. La institu-
cionalidad donde se expresan los derechos colectivos de manera explícita y más
compleja son los sistemas de administración de la justicia. En efecto, junto a la
jurisdicción ordinaria se establece la jurisdicción indígena originario campesina,
que es ejercida desde sus propias autoridades y detenta una jerarquía igual que la
ordinaria, que la jurisdicción agroambiental y que otras jurisdicciones legalmente
reconocidas. Esta convivencia se basa en los principios del Órgano Judicial –poder
judicial–, establecidos en el artículo 179, bajo el cual se incorporan el pluralismo
jurídico y la interculturalidad. “La potestad de impartir justicia emana del pueblo
boliviano y se sustenta en los principios de pluralismo jurídico, interculturalidad,
equidad, igualdad jurídica, independencia, seguridad jurídica, servicio a la sociedad,
participación ciudadana, armonía social y respeto a los derechos” (artículo 178).

Limitaciones a las AIOC

Bolivia al establecer en su nueva Constitución una democracia representativa,


participativa y comunitaria (artículo 1), dentro de un marco de plurinacionalidad
y profundización del proceso de descentralización por medio de un régimen de
autonomías territoriales, instituye, al mismo tiempo, una serie de cambios y conse-
cuencias en el acontecer de su régimen político. Por una parte, la plurinacionalidad
pretende la apertura transversal del derrotero democrático hacia todos los ciuda-
danos con un afán globalizador en todos los planos: cultural, social, económico y
político. Y, por otra parte, el régimen autonómico involucra una distribución del
poder y una apertura y profundización al mismo proceso democrático, auspician-
do los espacios indígenas y originarios. Tanto uno como el otro nuevo atributo
constitucional involucran una serie de tejidos y articulaciones, discursivas e insti-
5
Este tema de la existencia transversal de las autonomías indígena originario campesinas es un espacio
abierto para la discusión y experimentación, pues si bien se promulga la existencia de dichas autonomías,
su aplicación fáctica dentro de un municipio, región o departamento es un tema cuestionable y en conti-
nua revisión y exigencias.
100 | Bolivia: lucha indígena hacia las autonomías
María Fernanda Herrera

tucionales, que se reflejan, incluso, en ciertas paradojas o limitaciones dentro de


su propia constitucionalidad bajo la unión de matrices indígenas y occidentales.
Es así como, en términos materiales, tal autonomía todavía trasunta una débil
articulación y más bien se trata de una inclusión dentro los marcos de la trama
institucional estatal liberal-republicana de las formas originarias, pero que no
alcanza a su realización.6 No obstante, las medidas asumidas en materia de auto-
nomías intentan iniciar favorablemente, por lo menos en forma virtual, el proceso
de democratización del país en la medida en que pueden contribuir a avanzar
hacia una mayor igualdad política y socio-cultural, aunque acotada hasta ahora
principalmente a su dimensión simbólica (Zegada, Arce, Canedo y Quispe, 2011).
El logro de las autonomías, ciertamente, ha sido un triunfo para el mundo
indígena. Si bien posibilita, según la CPE, un mayor autogobierno y una mayor
redistribución de los recursos, existe, sin embargo, una serie de limitaciones que
frena la práctica misma de lo autonómico. Bolivia, para poner en marcha lo expues-
to en la CPE –a lo que autonomías se refiere–, aprobó dos leyes fundamentales:
la Ley Marco de Autonomías y Descentralización y, algunos meses después, la
Ley de Deslinde Jurisdiccional, las que restringieron ampliamente la factibilidad
misma de las autonomías para la mayoría de los pueblos indígenas y originarios
del país. Fue así que, por un lado, la LMAD limita la construcción de autonomías
indígenas a dos vías; a saber, la conversión de gobiernos municipales a instituciones
autonómicas indígenas originarias campesinas (AIOC) y la conversión de territo-
rios comunitarios de origen (TCO) a instituciones de AIOC (Cameron, s/d). Es
decir, los pueblos indígenas originarios campesinos para solicitar su autonomía
tienen que previamente alcanzar el poder municipal o el estatus de TCO. Para lo
cual, por un lado, en el contexto de la LMAD, los pueblos indígenas tienen que
transitar por una serie de trámites burocráticos y legales que, al mismo tiempo,
limitan sus posibilidades de llegar al AIOC. Por el otro lado, según el criterio del
TOC, solo algunos podrían pasar por la Ley de Deslinde Jurisdiccional, limitando
así la jurisdicción indígena a temas meramente locales de menor trascendencia.
Del mismo modo, existe en la CPE una serie de normativas que interactúan,
restringiendo las aperturas hacia lo autonómico y reforzando ciertas tradiciones
democráticas liberales en la Carta Magna la autonomía implica redistribución del
poder en sus diferentes dimensiones; a saber, la elección directa de sus autoridades
por los ciudadanos; y las facultades legislativas normativo-administrativa, fisca-
lizadora, ejecutiva y técnica, ejercidas por las entidades autónomas en el ámbito


6
De los 18 pueblos que declararon su intención de solicitar la conversión a la AIOC en agosto de 2009,
solamente 12 pudieron pasar por los requisitos legales y llegaron a la etapa del referéndum (Cameron, s/d).
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de su jurisdicción y competencias exclusivas (Art. 274), sin embargo, en lo con-


creto, el proceso de implementación autonómica es de carácter cede solo algunas
competencias a los otros niveles. Por ejemplo, dentro de aquellas instancias más
participativas y populares –como puede ser la constitución partidista–, por ley
no se reconoce ni acepta ninguna organización indígena paralela no promovida
por el gobierno nacional (Argirakis, 2012); es decir, el poder de autodirección es
determinado según las directrices del poder estatal.
Al mismo tiempo, y a pesar de la preponderancia que puede detentar la centra-
lización del poder, la CPE entiende la institucionalización –por parte del Estado
plurinacional– según diversas formas de expresión de la democracia comunitaria
mediante prácticas políticas de antigua data,7 ejercidas por algunas comunidades
andinas que han sabido articularse en conjunto con la administración de los mu-
nicipios a partir del proceso de participación popular o de coparticipación con las
formas de democracia liberal. Dichas formas comunitarias se caracterizan por el
consenso deliberativo a través de asambleas, es decir, se conforman como un foro
de expresión amplia y bajo un proceso colectivo de decisiones, que se manifiestan
como el principal espacio de la práctica democrática en la medida en que las de-
cisiones son tomadas por la colectividad. La asamblea manda, suele afirmarse en
alusión a la importancia de la participación asamblearia a cuyas decisiones están
sometidas las autoridades locales en tanto práctica política existente (Zegada et al.,
2011). No obstante, a pesar de que el texto constitucional en su artículo 2 garantiza
a las naciones y pueblos indígena originario campesinos su libre determinación,
en el marco de la unidad del Estado según su derecho a la autonomía, al autogo-
bierno, a su cultura, al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de
sus entidades territoriales, y al reconocimiento de la democracia comunitaria, al
mismo tiempo tiene un cierre en el artículo 26, 3, en el que se determina que los
procesos electorales, ahí donde se practica la democracia comunitaria, se regirán
por normas y procedimientos propios, siempre y cuando el acto electoral no esté

7
En la Constitución de 2009 se entiende que el ejercicio de la democracia será “directo y participativo, por
medio del referendo, la iniciativa legislativa ciudadana, la revocatoria de mandato, la asamblea, el cabildo
y la consulta previa, entre otros. Las asambleas y cabildos tendrán carácter deliberativo” (artículo 11). La
democracia directa y participativa involucra procedimientos y mecanismos que, claramente, facilitan la
participación de la ciudadanía en la toma de decisiones mediante componentes que no son nuevos para
la nación; sin embargo, la asamblea, el cabildo, así como la revocatoria de mandato y la consulta previa
simbólica –aunque se ejercían en comunidades indígena originaria campesinas– son nuevos instrumentos
que enriquecen la intervención de los individuos en los procesos republicanos. Por una parte, la asamblea
–culturalmente del occidente del país– y el cabildo –originado al oriente de Bolivia– son prácticas de
democracia directa basadas –a modo de mandatos imperativos– en mecanismos por los que la población
toma medidas consensuadas con base en la deliberación y que deben ser respetadas por todos.
102 | Bolivia: lucha indígena hacia las autonomías
María Fernanda Herrera

sujeto al voto igual, universal, directo, secreto, libre y obligatorio, que, evidente-
mente, es el mecanismo tradicional de la democracia liberal representativa. De
lo anterior se deriva que, en cada caso, la decisión dependerá de la correlación de
fuerzas políticas y la capacidad de imponer sus derechos, y será el Órgano Electoral
Plurinacional (artículo 38) el que determine, en última instancia, si se siguen los
mecanismos de democracia comunitaria o los de la democracia representativa; es
decir, la Constitución limita estos procedimientos a una dimensión más que nada
deliberativa y no vinculante al Estado (Zegada et al., 2011), por lo que se queda en
una fase más bien informativa que promotora de cambios efectivos, al no prever
mecanismos intermedios fuertes y resolutivos para su procesamiento político.
Lo mismo ocurre con la consulta previa –ya utilizada para la Ley de Hidro-
carburos de 2005–, en la que se concibe la posibilidad de los pueblos indígenas de
notificarse y participar en las decisiones respecto de planeamientos y políticas que
se pretenden aplicar en sus territorios. En la Constitución, esta figura jurídica está
prevista en los casos de explotación de recursos naturales renovables, expresada,
por ejemplo, en el artículo 352:

la explotación de recursos naturales en determinado territorio estará


sujeta a un proceso de consulta a la población afectada, convocada por
el Estado, que será libre, previa e informada. Se garantiza la participa-
ción ciudadana en el proceso de gestión ambiental y se promoverá la
conservación de los ecosistemas, de acuerdo con la Constitución y la ley.
En las naciones y pueblos indígena originario campesinos, la consulta
tendrá lugar respetando sus normas y procedimientos propios.

Sin embargo, no se establece en forma clara y procedimental cómo influirá tal deci-
sión de la comunidad, del pueblo o de la nación en las políticas públicas del Estado.
Estas instancias confusas de implementación de las AIOC manifiestan uno de
los desafíos más radicales de los propios gobiernos autonómicos indígenas; a saber,
el de la gestión. El juego, por un lado, de las normas administrativo-financieras del
nivel central del Estado con las posibilidades que les permitan a las autonomías
y, por otro lado, las capacidades de dichas autonomías de mantener “un manejo
eficiente y transparente de sus recursos, va a marcar el destino de las futuras ini-
ciativas de autogobierno de los pueblos indígenas” (Peña, 2012, p. 18).
Además, una de las razones de ser de las autonomías indígenas no es sino la
gestión territorial, tarea en la que los gobiernos indígenas deberán demostrar mo-
delos sostenibles y participativos que avalen dicha gestión en beneficio de todos sus
mandantes. El desafío es poder desarrollar una visión estratégica del proceso que
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Vol. XXVIII / Nº 2 / mayo-agosto 2014 / 85-107

comprende cada unidad territorial e implementar una región compartida respecto


del desarrollo regional; tarea que no es fácil si se piensa en que las comunidades
indígenas proceden de una tradición en la que cada pequeño territorio constituía
un pequeño feudo.
Su desarrollo, su implementación y su afianzamiento no solo deben ser con-
siderados desde su perspectiva interna, sino también desde su inserción en una
nueva y ampliada forma de entender la sociedad boliviana, donde el pluralismo,
la inclusión, la participación y la refundación exigen de nuevas estrategias, aso-
ciaciones y estructuraciones del propio mundo indígena.

Conclusión

Bolivia ha dado un gran paso en su lucha por la igualdad e inclusión indígenas,


al determinar la existencia de las AIOC. La posibilidad de un espacio de autode-
terminación propio abre las puertas a un renacer y reconstruirse de todos aquellos
que por largos años se mantuvieron en relaciones de inferioridad frente al poder
gobernante. No obstante, las intenciones de configurar en la realidad dichas auto-
nomías se han visto complicadas no solo por un tema de articulación normativa,
que demora sus implementaciones, sino más que nada por el hecho de tener su
propio sistema de elección o designación de autoridades –que no requieren de
verificación de constitucionalidad por parte del Tribunal Constitucional– y por
la tarea de administrar justicia a partir de una estructura distinta de la justicia
ordinaria, cuestiones que forjan una visión ecléctica de constitucionalismo de no
fácil aplicación (Mesa, 2012).
Desde la visión práctica surge una serie de dificultades. Por una parte, no
queda claro qué ocurriría si el mundo andino demandase la reconstitución de
los ayllus; si bien podría pensarse en una superposición de la división política
existente; a saber, el municipio, es posible que pudiesen romperse ciertos límites
entre municipios, regiones, departamentos y en el seno de las grandes ciudades.
Por otra parte, la administración de justicia en las autonomías colisionaría con la
justicia ordinaria, “salvo que se diseñe un estadio de coordinación y confluencia
entre ambos” (Mesa, 2012, p. 81). Además, la aplicación de sistemas electivos
y de designación, inclusive de mandato colectivo, exigiría la elaboración de un
nivel específicamente indígena, para que los partidos o agrupaciones ciudadanas
puedan participar en los procesos de decisión en las autonomías o que se establez-
can espacios separados a los que no tienen acceso por la organización intrínseca
de las autonomías. Sea como fuere, los procedimientos electivos, bajo el criterio
104 | Bolivia: lucha indígena hacia las autonomías
María Fernanda Herrera

autonómico, aportarían sin lugar a dudas más fuerza a la comunidad para exigir
la elección directa de funcionarios territoriales de los poderes del Estado, ya sea
a nivel municipal o nacional. De ser así, la capacidad de interpelación al Estado
sería el reconocimiento constitucional de los mecanismos políticos comunitarios,
expresada cuenta de una profunda resignificación de la democracia boliviana en
la medida en que admite el valor político y jurídico de la participación ciudadana
como parte del conjunto del sistema democrático del Estado plurinacional.
Existen, al mismo tiempo, otras razones que limitan la gestión para la imple-
mentación autonómica. Por un lado, la autonomía indígena y originaria puede
resultar ser contraproducente con la dependencia económica del país, en cuanto
a la extracción de recursos naturales –sobre todo aquellos no renovables– y, por
otro lado, las autonomías podrían desafiar algunas de las estrategias claves del go-
bierno, enmarcadas en el control político de los municipios que con los cambios a
las autonomías se debilitarían o romperían los vínculos políticos entre los partidos
de gobierno y los propios municipios.
Por esto, las autonomías plantean nuevos desafíos para la democracia, por-
que se irán consolidando progresivamente más espacios de disputa por el poder
con el surgimiento de nuevos sujetos colectivos, con el nacimiento de disímiles
campos de conflictividad, con discursos y liderazgos desconocidos que pueden
modificar la correlación de fuerzas y replantear la distribución del poder a nivel
local, regional y nacional. Así, pues, cada autonomía se muestra como novedosos
espacios políticos propios, en los que se generarán nuevas disputas internas y que,
al mismo tiempo, operan como contrapesos al poder local, a los partidos políticos
y al gobierno central (Argikaris, 2012).
La virtualidad, hasta ahora, de los espacios autonómicos manifiesta la transición
pluralista del Estado, que no es tarea fácil, pues, ciertamente, supone una superación
del colonialismo –capitalismo y ecologismo inmersa en ella- y una nueva funda-
mentación del Estado hacia una nueva matriz civilizatoria, en la que las cosmovi-
siones indígenas alcancen una nueva e igualitaria vinculación con la democracia
liberal y se acepten, en todo los ámbitos, como “sistemas interpretativos dinámicos,
rememorándose y actualizándose, interpretando críticamente las conformaciones
institucionales y estructurales de la modernidad … sobre todo en su condición de
Estado-nación” (Prada, 2012), lo que implicaría el desmantelamiento de este bajo
la modalidad de transformaciones institucionales normativas, administrativas y
de gestión; es decir, cambios estructurales y la búsqueda de verdaderos entrelaza-
mientos culturales que muestren la superación de la linealidad de la modernidad
y el establecimiento de nuevos ciclos –análogos al entendimiento indígena de la
realidad– que permitan la superposición de lo autóctono con lo moderno en un
Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado | 105
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florecimiento de una nueva cultura política, respetuosa de sí misma, de los otros


y del ambiente.
Recibido mayo 28, 2014
Aceptado julio 24, 2014

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