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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol.

4, Fall 2006  |  pages 309–325

Asesinatos por sugestión:


estética, histeria y transgresión

Gabriela Nouzeilles, Princeton University

I.
En su ensayo On Murder Considered as One of the Fine Arts (1827), Thomas
De Quincey propone un modo inesperado y escandaloso de dar sentido al
asesinato. “Everything in this world has two handles. Murder, for instance,
may be laid hold of by its moral handle […]; and that is, I confess, its weak
side; or it may also be treated aesthetically […]” (105–106). El criterio moral
resultaba reductor para un público cada vez más numeroso de aficiona-
dos a las crónicas policiales; se imponía por ello la necesidad de evaluar
el asesinato con un criterio estético, desinteresado, en el sentido en que
usaban el término “estética” (del griego aistheta: “cosas perceptibles”) los
románticos alemanes, es decir, desde el punto de vista del gusto. Desde
esta perspectiva, la ejecución de un asesinato debía responder, como en
toda obra de arte, a una poética rigurosa que todo crítico que se preciara
debía considerar a la hora de evaluar un hecho violento. “People begin to
see that something more goes to the composition of a fine murder than two
blockheads to kill and to be killed–a knife–a purse–and a dark lane” (106).
El diseño, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sen-
timiento, eran factores indispensables para juzgar el valor (estético) de la
obra criminal. El desplazamiento de la estética al campo de la criminalidad
no debe tomarse como el efecto superfluo de la excentricidad de un provo-
cador. Por el contrario, su ingreso en la filosofía del crimen es, por un lado,
un síntoma de una articulación histórica específica de la cultura moderna
de la transgresión y sus sentidos en el siglo XIX; y por el otro, un ejemplo
paradigmático de la relación problemática que la estética ha mantenido
con la ética en la modernidad en general, hasta nuestros días.
En la formulación de De Quincey, la violencia criminal del asesinato
configura un ritual anti-moderno a través del cual irrumpe en el mundo
social la contra-lógica de la magia y la sinrazón, la cual desestabiliza el 
continuum de la reificación y el disciplinamiento que progresivamente con-
trolaban la vida cotidiana en las grandes ciudades. Pensar el crimen a partir de

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esta interrupción ritual, sugiere el crítico cultural Joel Black, supone recono- 
cer la tendencia generalizada de la modernidad a tratar el asesinato y otras
formas de la violencia extrema primariamente como actos estéticos, ligados
a la sensibilidad y la experiencia de lo sublime, y no exclusivamente como ac-
tos morales, legales y/o físicos (14–15). Solamente la víctima, sugiere Black,
experimentaría la realidad brutal del asesinato; el resto la contemplaría a dis-
tancia, a menudo como testigos fascinados que interpretan la violencia física
como el epítome de la experiencia estética. Dentro de esa escena excepcional,
el asesino deviene una especie de artista performativo cuya obra se basa, no
en la creación, sino en la posesión y aniquilación del cuerpo del otro.1
Las ficciones modernas sobre crímenes que circularon en Buenos Aires
durante el fin de siglo insistieron en esa vacilación entre ética y estética. Para
entonces, el crimen se había convertido en objeto de interés generalizado
entre el público, y la prensa, la ciencia y la literatura competían en la pro-
ducción de relatos sobre delitos. En 1890 los diarios La Nación y La Prensa
ya tenían una sección fija de crónicas policiales que cada semana cubría, en
detalle, un homicidio notable (Caimari 171).2 En el campo de la ciencia, te-
sis médicas, estudios de antropología criminal como Los hombres de presa
(1888) de Luis María Drago, y publicaciones periódicas como los Archivos
de criminología, psiquiatría y ciencias afines se encargaron de establecer y
hacer circular versiones medicalizadas del crimen. Complementariamente,
en la literatura, las ficciones paranoicas del relato policial y la novela natu-
ralista creaban su propia galería de sujetos criminaloides.
Esta explosión narrativa se relacionó, entre otras cosas, con el notable
aumento del número de crímenes en la ciudad, que miembros de las clases
acomodadas y profesionales inmediatamente atribuyeron a la llegada ma-
siva de inmigrantes y a los efectos perniciosos de la modernidad, cuyo ritmo
vertiginoso debilitaba la moral y la salud mediante el estímulo excesivo de
los sentidos (Vezzetti, capítulos 3 y 5). Pero la ansiedad provocada por la
modernización no fue el único disparador de la obsesión con el crimen;
el placer innegable que el público encontraba en lo que Nietzsche llamó
el “festival de la crueldad”, con sus retratos pormenorizados de violencia
física (Nietzsche, On the Genealogy 65–67), tuvo también un peso conside- 
rable. El apetito por representaciones de actos violentos era aún mayor si
se trataba de asesinatos. Esto se debía en parte a la visión del asesino como
sujeto patológico, cuya excepcionalidad provocaba en el público reacciones
de rechazo y de fascinación de igual intensidad. La naturaleza ambigua del
saber médico como discurso dominante sobre la transgresión potenció la
inestabilidad significante de la ficción criminal. Puesto que, si bien la me-
dicina proporcionaba al aparato estatal sus códigos y métodos para facilitar
su actividad vigilante (Vezzetti), la relativa autonomía del saber científico la
convertía en vía de acceso a una curiosidad mórbida, experimental, por lo
raro y lo anormal, particularmente en el campo de la psiquiatría con su pre-
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ocupación por patologías mentales imprecisas, o neuropatías, que como la


histeria y la monomanía operaban en la frontera entre la locura y la razón, y
que se decía estaban en el origen de todo comportamiento criminal. 3
En su análisis sobre la relación entre literatura y delito en la cultura
finisecular argentina, Josefina Ludmer identifica la publicación de una se-
rie de “cuentos de transmutación” entre 1890 y 1915, como el momento en
que la progresiva y simultánea autonomización de la literatura y la cien-
cia intensifica la tensión entre estética y ética hasta producir un divorcio
en la que el criterio estético prevalece. Uno de los efectos textuales de la
transformación del aparato de producción de ficciones literarias sobre el
delito fue la fusión de las figuras del científico y el artista o escritor con
las del asesino neurópata, cuya “obra” se basaba en la experimentación so-
bre el cuerpo de sujetos subalternos (o de animales) (ver Ludmer). Nuevos
géneros literarios como el relato policial, la ciencia ficción, la literatura fan-
tástica y la ficción gótica proveyeron los moldes narrativos donde poner en
escena una visión estética del asesinato y una versión transgresiva del arte y
la literatura como prácticas liminales, “más allá de la ley”.
Dentro de ese corpus me interesa aislar dos textos, el relato policial “La
bolsa de huesos” (1898) de Eduardo Holmberg y el relato gótico “El libro
imposible” incluido en Borderland (1907) de Atilio Chiappori. En ellos, la
transmutación de que habla Ludmer produce una articulación específica
entre estética, histeria y sugestión hipnótica que culmina necesariamente
en el cadáver de una mujer aniquilada por la fuerza de una idea. Se trata de
ficciones criminales que escenifican “asesinatos” telepáticos o a distancia,
cometidos por escritores, y que son consecuencia de la manipulación del
sistema de representación que rige tanto la gestualidad histérica como la
producción artística. En este esquema, no sólo el artista es un criminal
sino que el mero acto de pensar resulta letal. La imaginación y la fanta-
sía, consustanciales al campo del arte y la literatura, se convierten en dis-
paradores de un crimen concebido primero en el pensamiento, pero cuya
violencia pasa a manifestarse en el mundo real. Aunque los autores arman
sus ficciones literarias apelando a esquemas narrativos, conceptos y prác-
ticas que provienen de la medicina, sus historias se colocan en las zonas
más vulnerables e imprecisas de ese saber, en un espacio fronterizo, bor-
derland o shadowland—como lo llama Chiappori—en que los principios
de la razón científica se aplican parcialmente, o quedan en suspenso.4 El
asesinato como acto estético-performativo tiene lugar precisamente en el
límite inestable entre cuerpo y mente, síntoma físico e idea, en el que ope- 
raban patologías mentales como la histeria, entendida como un desorden
de la representación, y métodos terapéuticos como la sugestión hipnótica,
que planteaban la posibilidad de transmisión del pensamiento puro y la
permeabilidad del cerebro. Como en De Quincey, la violencia criminal
configura un ritual anti-moderno a través del cual irrumpe en el mundo
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social la lógica alternativa de la magia y lo irracional, interrumpiendo el


continuum de la reificación moderna, con la salvedad de que en la ficción
criminal finisecular, el pensamiento “mágico” tiene como punto de partida
la reflexión científica sobre los límites difusos de la razón y la conciencia, y
el ritual tiene como objeto sacrificial a una mujer.
Los relatos criminales de Holmberg y Chiappori implican el encuentro
de dos sujetos, un hombre con sensibilidad artística, afectado por ideas y
deseos criminales, que controla mentalmente a una mujer vulnerable, de
sintomatología histérica, que se somete, voluntaria o involuntariamente, a
la voluntad de poder del primero. El cuerpo histerizado provee el espacio de
experimentación estética y la materia prima en que se expresa el deseo del
artista/escritor, cuya obra toma “forma” en las poses adoptadas por la mujer
bajo su influjo. La ventriloquización de las fantasías masculinas a través de
la sugestión hipnótica termina por destruir el cuerpo poseído de la histérica,
cuya aniquilación, lejos de ser accidental, señala la culminación misma de la
obra de arte. Inversamente al mito clásico de Pigmaleón y Galatea, en las fic-
ciones estético-criminales de Holmberg y Chiappori, el artista convierte la
inestabilidad significante de la sexualidad femenina en la rigidez escultural
del cadáver. En ese remate sublime, el cuerpo inerte de una bella mujer pro-
duce una visión placentera, la cual, momentáneamente al menos, expresa la
idea de armonía, de compleción, incluso de inmortalidad. Su belleza escul-
tural en la muerte marca la purificación y el distanciamiento con respecto
de dos fuentes de ansiedad modernas: la sexualidad femenina y el dete- 
rioro físico. En este sentido, como gran parte de la iconografía erótica ligada
a la cultura finisecular, se trata de ficciones literalmente montadas sobre el
cadáver de una mujer como figuración de lo bello. 5
Pero ¿cuál es el marco de referencia cultural que hace legible la violencia
simbólica sobre el cuerpo de las mujeres que Holmberg y Chiappori ponen
en escena? ¿Hasta qué punto sus crímenes telepáticos conjuran fantasías
colectivas de la época?

II.
¿Por qué no deberían los hombres de ciencia repetir en sus clínicas los
milagros practicados otrora por taumaturgos incultos?”
—José Ingenieros. Histeria y sugestión (1919)

“¿No ven acaso los tremendos males que se esconden en el hipnotismo?”


­—Mme. Blavatsky. Collected Writings, 1874–1878

Para comprender la dinámica que rige la significación de los relatos


criminales de Holmberg y Chiappori, así como los de otros escritores liga-
dos al modernismo como Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga, es necesa-
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rio prestar atención a un cir-


cuito más amplio de ideas y
relatos acerca de fenómenos
mentales poco comunes que
atravesó una variedad de
discursos sociales, cientí-
ficos y artísticos, cultos y
populares, en el Buenos
Aires de la época.6 No sólo
en la literatura sino tam-
bién en la medicina, la psi-
cología social, la sociología,
la fotografía y el espiritismo
existía un interés creciente
por las posibilidades de la
comunicación a distancia,
tales como la sugestión, la
hipnosis y la telepatía, y
sus efectos sobre mujeres,
neuróticos y marginales.
Invenciones recientes tales
como el telégrafo, el telé-
fono y los rayos X proporcionaban modelos a través de los cuales repensar
la relación entre lo visible y lo invisible, entre cuerpo y pensamiento. Para
muchos, el hecho comprobado de que la voz incorpórea pudiera viajar a
gran distancia, y que se pudieran usar rayos invisibles que penetraban el
cuerpo revelando su interior como en una foto, hacía perfectamente creíble
la posibilidad de que existieran formas de la comunicación que cancelaban
la separación entre los cuerpos y permitían el acceso directo a la mente de
otros. La posibilidad de afectar, e incluso controlar, la voluntad de un tercero
a través de la comunicación a distancia, o la transferencia de pensamiento,
generó una preocupación por formas difusas del delito en un período en que
la sugestión y la persuasión se encontraban tanto en la base de la formación
del ciudadano moderno a través de la escuela, como en la fuerza hipnótica
que aparentemente dominaba el comportamiento mimético, y a veces des- 
tructivo, de las multitudes urbanas.7 Finalmente, la experimentación con
la comunicación a distancia y la postulación de fuerzas invisibles capaces
de penetrar cuerpos y conciencias, conectó la medicina mental y su uso
de la hipnosis con expresiones contemporáneas del pensamiento mágico 8
tales como el espiritismo, la parapsicología y la literatura fantástica.
La histeria, considerada primariamente como un síndrome patológico
de la representación, ocupó un lugar central en los debates sobre el poder
de la autosugestión y la sugestión sobre terceros, considerándosela a la
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vez objeto de estudio y paradigma de los mecanismos de la sugestibilidad


como principio operador de la imaginación colectiva moderna. Ésta es la
premisa que adopta el psiquiatra José Ingenieros en Histeria y sugestión
(1905). Inspirado en los trabajos de Hippolythe Bernheim de la Escuela de
Nancy, Ingenieros se aparta de la concepción clínica de la histeria esbo-
zada por Jean Martin Charcot e interpreta los fenómenos histéricos como
efectos de la autosugestión.9 En sentido amplio, y según el grado de emo-
tividad de cada uno, afirma Ingenieros, “todos somos histéricos en cierta
proporción” (29). Con todo, cabría marcar diferencias fundamentales. En
el mundo moderno no todos eran iguales. Cada individuo, sin importar su
estado de salud, se enfrentaba al mismo dilema: ser autoritario o ser suges-
tionable. Entre las personas más fácilmente sugestionables se encontraban
las mujeres, cuya anatomía genésica las hacía, en teoría, propensas a los
desarreglos de la imaginación, y en particular a la histeria.
En el sentido técnico riguroso, la sugestión debía entenderse como la
presión moral que una persona ejercía sobre otra; la presión era moral, es
decir, no una operación física, sino una influencia que actuaba por medio
de las ideas y las emociones. El poder de la sugestión era tal que se podía
prescindir del uso de la palabra: “basta que el pensamiento sea compren-
dido, o solamente adivinado, para producir la sugestión; el gesto, la activi-
dad, y aun más que eso, el simple silencio, basta a menudo para determinar
sugestiones irreversibles” (Histeria y sugestión 306–307).
Mientras la histeria era resultado de la autosugestión, el sueño hipnótico
siempre suponía la influencia forzada de un psiquismo sobre otro. El hip-
notismo era un método terapéutico ideal para tratar afecciones neuróticas
que, como la histeria, consistían en el predominio de ideas fijas y obsesio-
nes. La sugestión hipnótica operaba sobre el paciente a la manera de una
“ortopedia mental” que ejercía su acción correctiva destruyendo la idea
mórbida por medio de una serie de sugestiones. A pesar de sus beneficios,
los peligros del hipnotismo eran muchos, puesto que así como curaba,
también podía crear o acentuar la desagregación de la personalidad. Era
pernicioso provocar alucinaciones experimentales en las histéricas; “por
ese medio es fácil hacerles comer papas y esponjas diciéndoles que son
bombones, o hacerlas deleitar oliendo el imaginario perfume de rosas que
emana de una alcachofa puesta en su mano. Son juegos poco serios y peli- 
grosos, pues despiertan en la enferma la posibilidad de fenómenos alucina-
torios (Histeria y sugestión 68).
La fascinación por lo raro y el placer que generaba la manipulación de
los pacientes en trance ponía constantemente a prueba la capacidad de au-
tocontrol de los médicos. En Histeria y sugestión, Ingenieros cuenta cómo,
ante la imposibilidad de reproducir un fenómeno de sudor de sangre en
una histérica a través de una orden directa, le requiere un gran esfuerzo re-
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sistir la tentación de provocarle alucinaciones terroríficas a que lo incita su


propia curiosidad mórbida (y la del padre de la misma paciente que insiste
en continuar con el experimento). En La sugestión en terapéutica (1892),
Gregorio Rebasa refiere el caso de un paciente histérico, José, en cuyo trata-
miento la ortopedia mental y la experimentación megalómana conviven.
Su control sobre la voluntad de José llega a tal punto que, según Rebasa, a
veces ni siquiera necesita verbalizar sus instrucciones sino que basta que
las piense para que, telepáticamente, se actualicen en la mente del otro.
Bajo el dominio telepático del médico, José deviene un autómata que obe-
dece ciegamente cualquier sugerencia que se le haga: “lo mismo podría con
este sujeto mandarle a cometer un crimen, y sugerirle que no se acordara
absolutamente quién se lo había mandado a ejecutar” (Rebasa, La sugestión
97). El crimen aparece como una posibilidad cierta en los dos extremos del
circuito de comunicación inconsciente creado por la sugestión hipnótica.
En un extremo, es el sugestionador quien puede actuar criminalmente 
sobre los pacientes, dañándolos mental o físicamente; en el otro, es el 
sugestionado quien, convertido en un autómata, puede llegar a cometer un
crimen imaginado por otro.
Si bien los médicos usaban la sugestión hipnótica para tratar tanto a
hombres como a mujeres, y todo tipo de afecciones, las histéricas fueron las
destinatarias predilectas de esta modalidad terapéutica. En ellas la auto-
sugestión producía una perversión del sistema de representación corporal
de modo tal que la enferma, mediante un proceso de metaforización, ac- 
tuaba en su cuerpo los signos de otras enfermedades o escenas imaginarias
en que ella era siempre protagonista. De acuerdo con la mentalidad pa-
triarcal dominante, la histeria no era más que una exacerbación de una
tendencia innata en las mujeres a la exageración, la hipersensibilidad y el
histrionismo (Yzaurralde, Histeria 17–18). En tanto se concebía la histeria
como un desorden mimético que afectaba la capacidad de auto represen-
tarse (Meroño, Risa 31), la sugestión hipnótica era un modo de coaccionar el
cuerpo femenino mediante la manipulación de la imaginación. El proceso
de ortopedia mental facilitado por la sugestión operaba como un acto de
ventriloquia mediante el cual el cuerpo de la histérica era progresivamente
“hablado” por una voluntad que le era ajena. En esa escena de sujeción,
la espectacularidad de los ataques convulsivos que caracterizaban el des-
pliegue público de la enfermedad, y cuya gramática iconográfica había sido
establecida por Charcot, acrecienta la espectacularidad misma del proceso
de sujeción hipnótica por medio del cual el médico controlaba, como un
prestidigitador o un mago, el cuerpo de la histérica, obligándolo a actuar
según su voluntad. Los objetivos de la investigación médica se confunden
allí con los placeres del voyeurismo erótico, la contemplación estética y el
pensamiento mágico, mientras el cuerpo inerte de una mujer joven y en
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trance es el objeto en el que confluyen todas las miradas y todas las pasio-
nes.10 Esa es la escena de saber y poder donde, según Ingenieros, ocurrían
los “milagros de la ciencia,” y alrededor de la cual Holmberg y Chiappori
fabricaron sus asesinatos estéticos.

III.
The woman is perfected.
Her dead
Body wears the smile of accomplishment”
—Sylvia Plath, “Edge”

El relato detectivesco La bolsa de huesos (1896) del médico y escritor Eduardo


Holmberg es un ejemplo paradigmático de la tensión entre ética y estética
que caracteriza las representaciones literarias de crímenes en la moderni-
dad. Su contradictoria lógica jurídica deja a las claras que, contrariamente
a lo que afirma cierta crítica, no todas las variantes del género policial fun-
cionan como ejercicios virtuales de restauración de la ley.11 El texto está
encuadrado por un marco narrativo que simultáneamente afirma y pro- 
blematiza la autonomía literaria del texto, su para-legalidad. En ese marco,
el autor-narrador, el mismo Holmberg, discute explícitamente con Belisario
Otamendi, el jefe de pesquisas de la policía de la ciudad de Buenos Aires, si
el desenlace de su historia policial, supuestamente basada en un caso “real”,
es apropiado o no desde el punto de vista de la ley. Mientras el jefe de policía
considera que el final es inmoral, e incluso “criminal”, por no ajustarse a los
códigos legales, Holmberg defiende la libertad del escritor y la del médico,
y su derecho a tratar el caso según las reglas propias de la literatura y de la
ciencia experimental entendidas como prácticas separadas de lo político.
Holmberg ve en el debate desatado por su “juguete policial” la prueba más
completa de la eficacia literaria de su ficción criminal: “He consignado esto
porque envuelve para mí el mayor elogio: ¡Insistir con enfado al jefe de la
oficina de pesquisas de la policía de Buenos Aires en llevar a la cárcel a un
fantasma de novela! Nunca soñé un éxito semejante” (169).
El “juguete policial” de Holmberg no sólo es notable por su inestabili-
dad jurídica sino también por el sistema de correlación que establece en-
tre las figuras del detective y del criminal. Siguiendo las convenciones del
relato clásico de investigación, el texto propone una serie de operaciones
lógico-deductivas por medio de las cuales un detective resuelve un enigma.
El enigma en “La bolsa de huesos” es doble. El detective no solo tiene que
establecer la identidad del criminal, sino también la identidad de sus víc-
timas, las cuales han quedado reducidas a dos bolsas de huesos. Los hue-
sos son nada menos que las piezas sueltas de un rompecabezas, las claves
de lectura de la “obra” criminal que el brillante autor-asesino deja tras de
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sí como un desafío intelectual para el detective. Dentro de esta dinámica


tantálica, el artista del crimen establece un juego de seducción por el que
tanto el detective como el lector son impulsados por el deseo de resolver
las incógnitas despertadas por los huesos dispersos. Mediante el arte de
la detección y del diagnóstico médico, el detective resuelve el enigma y
triunfalmente establece tanto la identidad de los restos óseos como la del
criminal. El asesino es la neurótica Clara, quien, vestida de hombre y apro- 
piándose del saber científico, seduce estudiantes de medicina, les extirpa
quirúrgicamente una costilla y luego los mata, envenenándolos. Su “obra”
sobre las víctimas, a las que abre, corta y mata, culmina con la reducción
de sus cuerpos a la expresión mínima del esqueleto. El texto se resuelve
en dos niveles. Epistemológicamente, Holmberg inmoviliza la ductilidad
proteica de Clara clasificándola como un caso de histeria, fijando así en su
sexualidad la etiología del delito. Jurídicamente, Holmberg salva a Clara
del castigo estatal facilitando su suicidio. Las dos resoluciones son el resul-
tado de una escena críptica, narrada a medias, en la que Holmberg disci- 
plina al monstruo travestido que representa Clara, exigiéndole, mediante la 
sugestión, que se vista de mujer, y obligándola a autodestruirse.
La destrucción final de la histérica podría fácilmente interpretarse
como realización narrativa del impulso disciplinario que canaliza toda fic-
ción policial, la cual, al castigar al transgresor, restaura el orden quebran-
tado por el crimen. En el caso de Clara, la justicia poética tendría también
un referente contextual, en tanto su figura transgresiva de madre soltera,
intelectual y mujer independiente se hace eco de la desestabilización de
los papeles sexuales tradicionalmente asignados a la mujer, causada por la
modernización de la sociedad porteña. Sin embargo, la restauración jus-
ticiera tiene su contrapartida perversa. En la misma escena en que somete a
Clara, el detective-médico-escritor se permite disfrutar momentáneamente
a solas, en trance seudo-masturbatorio, del esplendor erótico del cuerpo de
la histérica: “[al verla] sentí que todas las inserciones musculares parecían
desprenderse de sus respectivos asientos, y que todas las auroras me en-
viaban soplos de vida joven y fresca, en la plenitud de un esplendor que
se remontaba sobre los sueños y las ilusiones. ¡Qué soberana belleza vie- 
ron mis ojos asombrados!” (223). El objeto de la investigación detectivesca
deviene entonces objeto carnal.
Paradójicamente, la resolución del texto policial contrasta y a la vez equi-
para al detective hipocrático y a la asesina histérica. Por un lado, Holmberg
y Clara se oponen uno al otro como el hombre se opone a la mujer, el
policía al asesino, el médico a la histérica, y la ley a la transgresión. Por
el otro, se trata de figuras especulares. Ambos coinciden en su uso trans-
gresivo del saber médico, su capacidad para crear ficciones, y en su talento
para ejercer control sobre el cuerpo y la mente de los otros.12 Hasta cierto
punto, el paralelismo revela una inversión simétrica que pasa de la figura
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del criminal-como-artista (Clara) al artista-como-criminal (Holmberg).


Por ello, el problema ético que el marco textual del texto pone de relieve no
se relaciona solamente con la ambigüedad de un final “fuera de la ley”, que
substrae el cuerpo de la bella histérica de la jurisdicción del Estado, sino
también con la imposibilidad de dar una respuesta definitiva a la pregunta
sobre quién es “responsable” por la muerte de Clara. Hasta cierto punto, se
podría arriesgar que la estructura de “La bolsa de huesos” es un quiasmo,
según la cual su historia policial no sólo comienza, sino también culmina
con asesinatos. Mientras los dos primeros se resuelven, el tercer “asesinato”,
o “crimen telepático”, no sólo permanece abierto sino que es el disparador
de la ficción que leemos. La perspectiva disciplinaria del relato policial, que
debería coincidir con la del poder disciplinario estatal, queda de este modo
desplazada por la del escritor que coloca su propia conducta transgresiva
en el origen de su escritura. En ese límite, ley y literatura se opondrían radi- 
calmente: “mi corazón artístico se estremece todavía al recordar la belleza
de Clara, y cuando la ley escrita, desenterrada de algún código apolillado,
me fulmine una sentencia por ocultación o […] ‘instigación al suicidio’,
gritaré a los jueces desde el fondo de mi celda: ‘¡Envidiosos! Con todas sus
leyes, no han podido verla en su esplendor radiante e inmortal’ ” (236).
Del mismo modo, el relato policial de Holmberg se abre y se cierra con
cadáveres. Pero mientras los esqueletos desarmados, des-carnados, de
las víctimas masculinas se reducen a ser las piezas neutras y asépticas de
la investigación, la revelación del cuerpo de la histérica Clara es a la vez
botín epistemológico y espectáculo sensible destinado a la contemplación
estética. Haciéndose quizás eco de la idea de Edgar Allan Poe de que la
muerte de una mujer hermosa es el tema más poético del mundo (“The
Philosophy of Composition”), al morir, el cuerpo erotizado de la bella
Clara se convierte en objeto último de la representación. Los periódicos
que difunden el hallazgo de su cadáver resaltan su belleza inusual y la irre- 
sistible atracción erótica que ejerce; su boca delicada modela las curvas de
un beso, mientras la visión de sus ojos muertos y abiertos, “profundos y
aterciopelados”, estremece a los testigos. Lejos de causar horror, su inmo-
vilidad remite a la imagen de un cuerpo en suspensión, entre la vida y la
muerte; simultáneamente cadáver, cuerpo en trance hipnótico y escultura
corpórea (234). Mientras, en su famoso ensayo, De Quincey resalta el papel
del testigo involuntario en la respuesta casi física que provoca en el lector
la reconstrucción narrativa de un crimen violento, el relato de Holmberg
proyecta la experiencia sensible de lo estético en el disfrute escopofílico del
cadáver de una mujer, petrificada por la voluntad “telepática” del médico-
detective convertido en artista transgresor.
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IV.
Una obra de arte es un sueño de asesinato realizado mediante un acto
—­Jean Paul Sartre, Saint Genet

Borderland de Atilio Chiappori desarrolla y lleva al límite las líneas de


sentido insinuadas en la ficción policial de Holmberg. El libro consiste en
una serie cíclica de narraciones criminales por las que desfilan, como en
un catálogo, diferentes maneras de matar a una mujer, cuyo espléndido
cadáver idealmente concluiría cada ficción ejemplar; aun cuando el asesi- 
nato no se realice en la práctica, la matriz significante del texto lo pos-
tula. Los asesinos son artistas, escritores o médicos para quienes el cuerpo 
femenino representa un objeto de deseo, un instrumento y/o un obstáculo.
En la mayoría de los casos los asesinatos, o sus intentos fallidos, suceden
de manera espontánea y gratuita, y resultan inesperados tanto para los
victimarios como para las víctimas que, en ocasiones, reflejan en sus ojos
muertos y vacíos el estupor con que enfrentaron su fin. Si bien las causas
inmediatas de la muerte difieren (síncope cardíaco, suicidio, hemorragia),
existe un hilo común que conecta los asesinatos entre sí, y que postula una
relación de traducción entre pensamiento y acción homicida, que incluye
la sugestión y la telepatía, por el que ciertas fantasías violentas se hacen
realidad, inscribiéndose en el cuerpo de las mujeres. En “La corbata azul”,
Máximo Lerma concretiza en el cuello de su esposa el deseo aberrante de
estrangularla, condensado en la fijación neurótica en una corbata azul; en
“El daño” la promiscua y vengativa Flora Nist destruye a la virginal Irene
implantando en su mente, bajo el sueño hipnótico, la idea de una hemorra-
gia incontenible en su noche de bodas; finalmente, en “El libro imposible”
el escritor decadente Augusto Caro sugestiona a su esposa y colaboradora
para que actúe su propio estrangulamiento en una performance mimética
tan perfecta y convincente que muere haciendo que se muere.13 En estas ope- 
raciones de literalización de una fantasía homicida, cuando el homicida
es un hombre, el paroxismo de placer que promete la violencia física del
asesinato se confunde con la experiencia erótica, entendida como el de-
seo de desintegración y fusión absoluta con el cuerpo de la amante.14 Estos
son ciertamente los términos en que Máximo Lerma experimenta, “con
espanto voluptuoso”, la progresiva cercanía del asesinato que se dispone
a cometer: “Y era tanta la vehemencia de su orgasmo que, a la mera idea
de aprisionar [su cuello], su sensibilidad hiperexcitada trasmitíale aluci-
naciones físicas; ya se le ahuecaban las manos, en cuyas palmas tenía la
sensación anticipada del contacto” (Chiáppori, Prosa narrativa 75).
En contraste con el relato policial de Holmberg donde el horizonte
ético es problemático pero sigue vigente, las narraciones estetizantes de
Chiappori reniegan de toda interpelación moral y apelan a la autonomía
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literaria para colocar sus crímenes aberrantes definitivamente más allá de


la ley, en el espacio experimental de la imaginación y la locura donde los
impulsos criminales del inconsciente se hacen realidad. Pero en tanto se
trata de delitos mentales, o creados en la virtualidad de lo imaginario, la
causalidad final del relato permanece en el terreno de lo indecidible, donde
conviven en tensión irresoluble dos planos de la experiencia, el de la cons- 
tatación empírica y la razón científica, y el de la imaginación y la experien- 
cia paranormal. En concordancia con la vacilación interpretativa que,
según Todorov, caracteriza la literatura fantástica, tanto la explicación ra-
cional como la maravillosa son posibles (The Fantastic). Así, puede que las
mujeres en trance mueran como consecuencia de la violencia telepática;
puede que sean víctimas fatales de reflejos automáticos producidos por el
miedo; o puede que mueran por causas orgánicas. La exploración de las
fronteras de la razón y la moral tiene, con todo, sus riesgos. En Chiappori,
quien se atreve a experimentar con lo aberrante corre el riesgo de no poder
regresar de los abismos a los que se asoma, y terminar suicidándose o, 
delirante, tras las paredes del manicomio.
Según Sylvia Molloy, la insistencia en la violencia de género que carac-
teriza la serie narrativa de Chiappori constituye “una suerte de histriónico
acting out ideológico” que revela lo que el “buen” modernismo reprime, en
particular, sus construcciones problemáticas de lo femenino y de lo sexual
(Molloy, “La violencia del género” 535). La redundancia estilística, el des-
pliegue melodramático de ideologemas centrales de la literatura moder- 
nista, hacen de Borderland una suerte de catálogo de las fantasías sado-
masoquistas en que se expresa la economía libidinal de la estética finisecu-
lar. Esto explicaría también uno de los rasgos más perturbadores del texto,
su marco narrativo, en el que un narrador cuenta, en la intimidad de un
jardín, las historias de violencia a una mujer, Leticia, ávida de horror.15
Desde esta perspectiva, el relato que inaugura el libro, “El libro impo-
sible”, es el más revelador, dado que en él se explicita el paradigma de sig-
nificación que se encuentra en la base del resto de los relatos. El hecho de
que sea una ficción gótica que gira alrededor de una casa señorial siniestra,
en la que ronda el fantasma intranquilo de una mujer asesinada, resulta
particularmente relevante para mi argumento. Se podría conjeturar que,
si la lógica fantasmática de lo gótico depende de un secreto que remite en
lenguaje cifrado a una experiencia traumática pasada o a una deuda, el se-
creto que se insinúa, sin nunca revelarse del todo, en “El libro imposible”
es que tanto la poética como la iconografía del modernismo literario, con
sus mujeres etéreas, silenciosas e inmóviles, se basa en la posesión y oblite- 
ración (violenta) de la voz y cuerpo femeninos como condición de posibili-
dad de la producción artística . No es otra, en mi opinión, la lógica que sub-
yace a textos modernistas tales como De sobremesa (1892) de José Asunción
Silva, El triunfo del ideal (1901) de César Dominici, Novela erótica (1907) de
Asesinatos por sugestión 321

Hernández Catá, y el que podríamos llamar el epítome del “texto-cripta”,


La amada inmóvil (1912) de Amado Nervo, en los cuales la muerte de la
mujer amada es el paso necesario para des-corporalizarla, des-sexualizarla
y convertirla, a través de la escritura, en ideal, imagen, fantasma.16 La fi-
sura de la representación que introduce lo espectral17 en la ficción gótica de
Chiappori apunta en una doble dirección. Por un lado, remite al trazo que
deja detrás de sí la mujer que pierde su identidad para que la adquiera el
artista, pero por el otro, supone el retorno perturbador de una proyección
que tiene el potencial de adquirir vida propia, independiente de su autor.
El crimen encubierto al que remite insistentemente la estructura gótica
del texto con sus pausas, interrupciones y silencios pavorosos, es el asesi- 
nato “telepático” de Anna María como consecuencia de la literalización en
su propio cuerpo de una fantasía criminal de su esposo, el escritor experi-
mental Augusto Caro. Como en las sesiones hipnóticas que se llevaban a
cabo en los hospitales o la escena cripto-gramatical de domesticación en
el texto de Holmberg, el cuerpo automatizado de la histérica vuelve a ser
“hablado por otro”, adoptando alternativamente los papeles y poses que se
le sugieren; pero esta vez, la sugestión hipnótica no tiene por objetivo la
extirpación de una idea mórbida o el autocastigo disciplinario, sino más
bien la ventriloquización expresiva de una idea mórbida ajena, una puesta
en acto (estético) de un mensaje sugerido que culmina en la rigidez escul-
tural de la muerte. A través del proceso de traducción de la voluntad de
poder artística, el cuerpo femenino, congelado, estático en los escenarios
virtuales que se le sugieren, se convierte él mismo en “obra de arte,” la cual
depende para su existencia, primero, de la apropiación de los mecanismos
de conversión simbólica de la histeria, y luego, de la supresión absoluta de la
inestabilidad significante de la sexualidad femenina a través de la muerte.18
En tanto se trata de un texto autorreferencial, “El libro imposible” ex-
plicita las convenciones poéticas que lo sostienen. El título mismo remite
a un lugar común del modernismo, resumido en el famoso verso de Darío
“Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, que declara el ideal
estético en términos de un objeto imposible, también fantasmático, que se
aleja continuamente del alcance del poeta que lo persigue en vano, a través
de diferentes fórmulas y tradiciones literarias. El escritor decadente, aco-
sado por el temor de la página en blanco, siempre linda con la figura del es-
critor fracasado, estéril, incapaz de crear nada. Augusto Caro, quien según
el narrador ni siquiera podía aspirar a la denominación de “raro” tan cara
a Darío, diseña un plan con el cual tener acceso a la anhelada obra maestra.
El plan consiste en usar su propia hiperestesia, o exagerada susceptibili-
dad neurótica, para encarnar vidas posibles que, según teorías de la época
como la de William James, permanecen en estado virtual hasta que los
sonámbulos, los videntes, los hipnotizados y los artistas las convocan, no a
través de la inteligencia, sino de las sensaciones y de las emociones. A pesar
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de sus esfuerzos, la obra de Augusto permanece incompleta, porque no 


puede representar a las mujeres. Inspirado por la afirmación de Baudelaire
de que toda mujer es fatalmente sugestiva, porque es capaz de vivir otras
vidas además de la propia, Augusto sale en busca de una modelo que fa-
cilite la realización de su proyecto. La solución es Anna María, una actriz
italiana, con quien se conecta telepáticamente a través de la comunicación
intercerebral “que se manifiesta por las vías de la inconsciencia y de una
manera imprevista y sin que se requiera entre los dos seres una relación
previa” (59). Anna María no solo tiene el talento de actualizar las ideas
ajenas sino también de reencarnar otros espíritus bajo la guía directriz de
Augusto. El cuerpo resonador de Anna María remite tanto a la figura de
la histérica como a la de su doble complementario, y de igual fama en el
Buenos Aires finisecular, la médium: 19
[…] bastábame, para verla encarnar una vida imaginaria, con hacerle
una descripción exaltada del momento patético. Recogíase unos minutos
en la penumbra de ese camarín, y un temblor imperceptible recorría su
cuerpo. Poco después era la ella la otra, la “imaginada.” Por eso he dicho
encarnar. […] Sentía como era la otra, sufría o alegrábase como la otra, su
voz cambiaba de timbre y hasta sus facciones sugerían la fisonomía virtual
(Chiáppori 60).
La metamorfosis continua de la amante de Augusto en otras mujeres
imaginarias reproduce en su cuerpo la búsqueda modernista de una
forma/mujer que siempre resulta insatisfactoria, insuficiente. Anna actúa
las ideas y los fantasmas que convoca Augusto en su obra experimental,
borrando su propia identidad hasta el punto de que su fisonomía empieza
a desdibujarse. Sin embargo, a Augusto nada parece bastarle. Finalmente,
una noche de tormenta, decide pedirle a Anna la suprema prueba de
amor, su identificación absoluta con el amo: imaginar y actuar su propio
estrangulamiento:
Le dije: “¿ves? Yo te comprimo hasta sofocarte—eso sí, no llegue a tocarla,
¡te juro!—tú sientes que el corazón te quiere estallar, sientes una onda de
sombra de sombra en tu alma y un frío que te sube a la garganta…” Ella
sentóse aquí, a mi lado, en este mismo lecho, en este mismo sitio en que me
ves y se fue repitiendo: “Te perdonaría, te amaría, y me iría así, así, así, así!
(Chiáppori 64–65).
Sumisa y complaciente, Anna María actúa su propia aniquilación
(imaginaria) a manos de Augusto, y muere fingiendo que se muere. El pa- 
saje dramatiza la transición desde la orden verbal, formulada como la 
descripción detallada de una situación ficticia, a la aceptación oral del pacto
sadomasoquista, seguida de la mímica exacta de la imagen sugerida.20 El
talento mismo de la histérica, su capacidad extraordinaria de recreación de
lo quimérico, cancela la distinción entre original y copia, y como la Clara
Asesinatos por sugestión 323

de Holmberg, se autodestruye al incorporar el deseo del otro. El objeto re-


sidual del pacto mimético es el cadáver vaciado y petrificado de la amada,
significante material de lo estético. Si bien esa materialización estética no
aparece al final de “El libro imposible,” la serie narrativa de Borderland
la explicita en otros relatos, como al final de “El daño” donde se pone en
escena de manera espectacular en el escenario erótico por excelencia, el
lecho, la amada inmóvil: “En el amplio lecho nupcial, rojo de sangre aún
tibia, destacábase Irene, tendida de través, tan blanca, tan blanca e inmóvil,
que se la hubiese tomado como una estatua yacente.” (95).

Notas
1 El público, por su parte, en su calidad de testigo consustanciado, es una suerte de cómplice, quien
disfruta del espectáculo a salvo de todo juicio moral.
2 El papel de la prensa y las secciones policiales es fundamental para entender la cultura profana del
crimen en el siglo siguiente. Para la década de 1920 y el carácter experimental y ficcional de las
crónicas policiales del diario Crítica, ver Saíta, Regueros de tinta.
3 Sobre los usos transgresivos del saber médico y su interés por fenómenos raros o anormales, se
puede consultar Molloy, “Diagnósticos del fin de siglo”.
4 Sobre los usos estetizantes de la medicina y la cultura de la enfermedad, ver Nouzeilles “Narrar el
cuerpo propio”.
5 Según Bronfen, la proliferación desde fines del siglo XIX de representaciones de cadáveres de
mujeres subraya la fuerte asociación entre muerte, estética y la condición femenina en la
literatura y el arte modernos (Over her Dead Body, en particular capítulos 4, 9 y 15).
6 Un entramado discursivo semejante marcó la producción de la mayoría de los escritores moder-
nistas latinoamericanos, incluyendo la obra de Rubén Darío, José Asunción Silva, José María
Vargas Vila y Delmira Agustini.
7 Textos de psicología social como Las multitudes argentinas (1899) y Los simuladores de talento
(1904) de José María Ramos Mejía, y La simulación en la lucha por la vida (1900) de José Ingenieros
serían en parte respuestas a esa preocupación por fenómenos como el control mental, el conta-
gio de ideas, la seducción de las masas.
8 Aludo aquí a la noción de pensamiento mágico en el sentido que le da Freud, es decir, un sistema
de creencias basado en la convicción de que los deseos y los pensamientos pueden modificar el
mundo material sin mediación alguna. Ver Totem and Taboo.
9 Sobre las tradiciones interpretativas de la histeria en la modernidad, que también afectaron las
representaciones locales de la enfermedad en Buenos Aires en el entresiglo, ver Micale, capítulo 1.
10 Allí tenían lugar los “milagros” de ciencia, fenómenos de naturaleza extraordinaria que
estudiantes de medicina, escritores y meros curiosos acudían a ver en las sesiones públicas
que se ofrecían en los hospitales de Buenos Aires.
11 Porter, por ejemplo, opone el relato detectivesco a la tradición transgresiva inaugurada por
De Quincey. Esta sería también la posición de Miller, para quien todas las manifestaciones del
realismo, incluido el relato policial, reproducen la relación entre saber, poder y representación
características de la modernidad disciplinaria. Ver Porter, The Pursuit of Crime y Miller The Novel
and the Police.
12 El médico-escritor y la histérica criminal también comparten un deseo de justicia para-estatal,
que difiere de la noción estatal de justicia. Para un excelente análisis de Clara como parte de
una serie de ficciones sobre mujeres que matan en busca de formas alternativas de justicia, ver
Ludmer “Mujeres que matan”. Sobre la lógica narrativa de “La bolsa de huesos” y su relación con
las políticas médicas de la histeria y el cuerpo femenino en Buenos Aires en el fin de siglo, ver
Nouzeilles “Políticas médicas”.
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13 Aunque el protagonista de “El pensamiento oculto”, otro de los relatos, no realiza su deseo
homicida, la lógica del relato es la misma: de la idea fija pasa a la acción de arrojar a su esposa al río.
14 En este sentido, algunos de los asesinos de Chiappori actúan como los amantes de Bataille, para
quien lo erótico suponía un deseo de muerte que podía manifestarse como asesinato. Ver Bataille,
Erotism 11–19.
15 El marco narrativo conecta Borderland con otra novela de Chiappori, La eterna angustia (1908),
en que el narrador y Leticia son los personajes principales, y donde Leticia misma es víctima de la
violencia. Ver Molloy, “La violencia”.
16 La relación entre escritura y cadáver no puede ser más directa en el caso de Nervo, que según se
dice, escribió La amada inmóvil mientras velaba los restos de Ana Cecilia Dailliez, su secreta com-
pañera, en Madrid.
17 Conviene recordar que etimológicamente “fantasma” proviene de la palabra griega “phantasma”:
imagen. Sobre el efecto de dispersión y fragmentación de lo gótico, ver Wolfreys 6.
18 La posesión del cuerpo histérico en beneficio del arte presenta semejanzas con la posesión
que ejerce otro personaje finisecular, el vampiro, sobre sus víctimas, con quienes también se
comunica telepáticamente, y cuya sangre y energía vital necesita para continuar viviendo.
19 En las últimas décadas del siglo XIX, el espiritismo alcanzó una gran popularidad entre las
nuevas clases medias pero también entre la clase oligárquica. Algunas mediums, como María A.
de Rolland, llegaron a ser célebres por la espectacularidad y carácter convincente de sus trances.
Se sabe que Wilde, Holmberg, Ramos Mejía, Roca e Ingenieros asistían con frecuencia a sesiones
espiritistas en La Plata y en Buenos Aires (ver Bianchi. “Los espiritistas”). En Histeria y sugestión,
Ingenieros identifica a las mediums con las histéricas, y atribuye los fenómenos paranormales de
los que toman parte a manifestaciones extraordinarias de la sensibilidad y el movimiento bajo
sugestión (317).
20 El acuerdo performativo entre Augusto y Anna María se asemeja al pacto narrativo entre el
narrador general de Borderland y su destinataria explícita, la nerviosa Leticia, quien, como lectora,
“revive” sugestivamente las historias de violencia genérica que se le cuentan, identificándose con
sus víctimas. Las interperlaciones del narrador apuntan en esa dirección, como cuando, al final de
“La corbata azul”, pregunta a su interlocutora: “Se imagina usted—pregunté interrumpiendo el
relato–todo el horror, la inaudita confusión de ideas y de sentimientos que experimentara Luisa
en aquel minuto, al ver a su esposo, a quien amaba con delirio, siniestramente transfigurado,
ahogándola sin piedad?” (76).

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