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Paukar

Autor: D. Pineiden

El sol ya caía con fuerza sobre el árido salar y los treinta hombres que buscaban con

su propia fuerza el mineral, rasguñando la superficie, se detuvieron a descansar. El último tiro

que hicieron estallar sobre el desierto abrió un boquete del cual pudieron terminar de llenar

las carretillas. Unos se sentaron a tomar un sorbo del agua tibia que traía el aguatero, otros

secaron su sudor con la manga a sus camisas, algunos terminaron de moler los terrones

grandes con sus barretas. Paukar retiró el gorro de su cabeza y lo dejó sobre el montón de

mineral recolectado, a un costado de donde se sentó. Sus manos gruesas por los callos

tomaron un terrón del suelo y lo desintegraron por completo.

– ¡Ni una sombra!

– ¿Y qué quiere pos compañero? Si esta cuestión es el desierto.

– ¡Ah! Es que echo de menos el sur, sus árboles, los ríos.

– Pero de allá se vino por algo, ¿no?

– Pues, porque no había trabajo para un hombre como yo, además alimentar mujer y

niños no es cosa fácil en estos días.

– Allá usted, hermanito. Por el norte, en Lima, tampoco es fácil vivir.

– ¡En ningún lado!

– ¿Y cómo quiere que sea fácil? Si está muy mal pelado el chancho. Trabajamos de

sol a sol y ni las chauchas pues.

– ¡Qué chauchas, ni que ocho cuartos! Acá andamos a puras fichas.

– Progreso le dicen los patrones.

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– ¡Esclavitud, más sería!

– ¡Vos callate! No veís que siempre andan sapos entre nosotros, ¿cierto compadre

Juancho, que hay regalones del patrón?

– No sé nada yo, pero si se que es mejor seguir trabajando para que no nos pase

nada malo.

– Seguro pos, usted que sabe tanto, el amigo que sabe juntar las letras.

– Acá se hacen los cuchos no más y andan puro sacando la vuelta.

– ¡Salga usted! Si usted también saca la vuelta pues – aunque no le gustaba hablar,

saca el habla Paukar.

– ¡Usted, amigo Paukar! Es muy joven para andar opinando.

– Opino, ¿Y qué tanto? Si igual sé leer.

– Todo porque le enseño la señorita.

– ¡Feliz! De algo que valga la pena estar por estos lados sacándose la mugre.

No tenía más de diecisiete años el joven Paukar, era el menor del grupo pero no por

eso el menos fuerte. Levantó las cejas para pedir a su compañero la cantimplora que estaba

a un par de metros de él. Las diez carretillas estaban llenas de material, Alguien tendría que

llevarlas a la correa transportadora; en realidad diez de los treinta, dejando cinco carretillas

en reserva mientras volvían de la descarga. A los minutos se levantó y se refregó con el

polvo las manos, tomó los mangos de la carretilla sobre la cual dejó su gorro.

– Mejor me llevo una carretilla ahora, así no andan pelando después.

– ¡Adelante! Yo le sigo en un ratito.

– Los espero a la vuelta.

Se levanta el tercio que le correspondía mover la carga mientras se aleja Paukar por la

senda hacia el centro de acopio, amontonaron las herramientas al lado de una roca y

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sonreían por el último chiste que salió de entre todos. No tenían la prisa juvenil, pero si más

firmeza, la calma de una espera casi eterna en la que no sucede nada. Hicieron lo mismo

que Paukar, rompieron un terron para pasar el polvo por sus manos y cogieron cada uno su

carretilla. A paso lento, en una fila irregular de hombres de distinto tamaño, avanzaron por el

camino.

Mientras caminaba veía su gorro, a cada paso que daba podía observar cada detalle

de los colores perdidos ya hace tiempo, lo nuevo era el pardo terroso que lo recubría y los

tonos que aún no habían desaparecido. De los tonos pasó a recordar los colores originales,

aquellos que llevaba cuando el gorro aún no era suyo, sino de su padre; de su padre pasó a

recordar el dolor de haberlo perdido y de sentirse perdido en la pampa. Otro cielo, otra tierra,

otro aire, otros sonidos, otras caras, y la pena de no ser lo que podía haber sido con los

suyos. La vida había sido perversa con Paukar, pero algo le movía a mantenerse en pie.

Tomó al gorro, y lo olió, aún tenía ese algo de su padre y de su madre que lo llevaban

a tiempos más felices e inocentes. Ya eran muchos los años que había dejado a su madre y

luego perdido a su padre. No tenía idea porque su vida había sido así, pero lo único que

quería era cambiar, ser libre, volver a su antiguo hogar. Las barreras eran muchas, sin

embargo, pensó en aprovechar la primera oportunidad que se le diera para cumplir tal

objetivo. Su decisión era irrevocable, una nube de esperanza comenzó a resurgir.

II

El sol casi se levantaba atravesando las montañas más altas de la cordillera, pero solo

habían retazos luminosos y muchas sombras mañaneras cubriendo todo el poniente. Paukar

respiraba el aire frío y húmedo mientras sus ojos se llenaban con el azul profundo del cielo

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limpio y los rojos terrosos de la tierra que lo vio nacer. La montaña a un lado y a otro el

altiplano, las champas de pasto que mimetizaban las manadas de llamas y alpacas era todo

lo que cabía en la imaginación infantil de un niño que no superaba la decena.

Estaba agitado porque era primera vez que viajaría con su tayta y eso lo ponía feliz,

no había dormido en toda la noche de los nervios pero se sentía con mucha energía luego de

masticar chuño a la salida del caserío del ayllu, recostado junto al llamo que lo acompañaria

durante el viaje. Debían bajar atravesando todas las montañas, llegar al valle y recoger una

carga de qulloa que les serviría para mejorar las cosechas, traerían de vuelta además una

carga de guano. Paukar conocería el mar, lo único que sabía era el vértigo de mirar algo sin

fin. Era su madre la que venía de allá y siempre le contaba las historias de su pueblo, la

pesca, el mar y su abismo refrescante.

El taita Chikan salió al rato con el resto de los animales amarrados entre sí con una

cuerda. Era el año que le tocaba hacer la ruta comercial de la comunidad hacia donde cae el

sol. Recolectaría guano y salitre, tendrían los mejores cultivos en mucho tiempo. La

asamblea del ayllu lo había decidido, era hora de aumentar la cosecha. Haría además

intercambios de lana por charqui durante el viaje. Como estaba el tiempo calculaba que, en

veinte días podría cruzar con Paukar las montañas y llegar al valle. De ahí otros quince días

luego de encontrar el camino. Se sentía orgulloso de su fuerte hijo, le encargó a su mujer que

le tejiera un nuevo Ch'ullu colorido para cubrir su cabecita. Haría feliz a Paukar, su primer

hijo.

– Rimaykullayki, churi Paukar.

– Rimaykullayki, tayta Chikan, ¿ya nos vamos?

– Si, hijo, si. Vamos caminando por el sendero. Tu guiarás a los animales por un rato,

ya debieses saber. – Le pasa la mano por la cabeza, desordenándole el pelo. – Ve a tomar

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las provisiones y cárgalas en el llamo.

– Voy, tayta.

Se dirigió Paukar a su casa a buscar el saco con los alimentos para el viaje que

realizaría con su padre, el saco era grande por lo que no podía cargarlo solo, comenzó a

arrastrarlo por el camino. Vio salir a su mama, le hizo una seña para que lo ayudara.

– Rimaykullayki, churi Paukar.

– Rimaykullayki, mamak Achik– Paukar corre y la abraza, la huele y le da un beso en

la cara. – ¿me ayuda a cargar el saco?

– Claro, siempre que pueda te ayudo mi niño, debes cuidar de tu viejo churi, a veces

se le olvidan algunas cosas, a veces se desabriga.

– No se preocupe mamak, yo soy hijo de los dos, los quiero tanto como inti a pacha.

– Mi niño grande, serás un gran hombre cuando crezcas – lo mira con un brillo en la

mirada y ríe.

– Y usted siempre una gran mamak, nunca la olvidaré.

Cargaron el saco en el llamo, las vejigas con agua a cada lado. Se abrazaron la madre

y el hijo, se despidieron y Achik se alejó. No quería verlos irse, entro a la casa a descansar.

En tanto padre e hijo se alejaban lentamente por la senda, el viejo apoyado en su bastón y el

niño dando saltitos cortos entre roca y roca. Todo el valle ya estaba iluminado y los pájaros

comenzaban a moverse de un lado a otro para conseguir el alimento del día.

Efectivamente el viaje fue de veinte días, bajando por las quebradas, siguiendo los

cursos de agua, no tuvieron muchos problemas durante el trayecto. Recogieron algunas

hojas de coca al pasar por la primera de las quebradas y se fueron masticándolas para

engañar al estómago. Frío no pasaron nada, ya que siempre que se hacía noche

acomodaban la recua de animales en torno a ellos y hacían un pequeño fuego. Lo único que

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tenían que cuidar era que no llegase el puma a atacarlos y llevarse algún animal.

Y, como el miedo a algo es casi también como una invocación a ese algo. No pasaron

muchos días cuando, acurrucados típicamente en torno a las llamas del fuego y las llamas en

torno a ellos, ¡Sas! Y sienten el rugido del puma a unos cien metros, un estremecimiento

atravesó por sus espaldas y los animales se movieron agitados.

– Es un puma Paukar, quédate con los animales ¡que no les pase nada!

– Bueno, tayta, no se preocupe.

Desenvolvió del cinturón su honda, recogió unas cuantas piedras redondas del suelo y

las fue preparando para lanzarlas. No pasaron más de cinco minutos cuando la bestia

apareció con todas sus fauces abiertas, saltando sobre uno de los animales de la recua. La

asombrosa habilidad de Chikan impidió que el puma hiriera a una de las llamas, cayó

fulminado con la piedra que dio de lleno sobre la cabeza.

Con el animal muerto, se calmaron los ánimos entre todos, como no se come la carne

de puma no la comieron, sin embargo lo despellejaron para obtener su piel. La venderían a

algún peletero a cambio de alimentos, que les serviría algo más que un pedazo de piel. Esta

la cambiaron al llegar al valle central a un comerciante en el tambo ubicado en la

precordillera. Llegaron cerca del mediodía ya cansados, los pies doloridos y el cuerpo

descompuesto, necesitaban un descanso. En el tambo se enterarían de las últimas noticias

de la zona. Entraron y cuatro ojos se levantaron para mirarlos y ver que tan amigos serían los

últimos llegados. Sonrieron, el más viejo habló.

– Rimaykullayki, amigos.

– Rimaykullayki, me llamo Chikan y este es mi churi Paukar.

– Y, ¿de donde son? ¿Para donde van?

– Nosotros somos de allá el altiplano, donde sale el sol primero. Vamos a buscar algo

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de salitre y guano para mejorar las plantaciones. La asamblea lo decidió y era mi turno.

Aprovecho también de traer al cabro chico para que aprenda, conozca tierras distintas. Que

se haga grande.

– Bueno, – le dijo el viejo – no espere compadrito que más para la costa le vaya bien,

se están poniendo peligrosas las cosas. Se está llenando de estos chilenos violentos, no se

aún para que, pero mejor no acercarse mientras no pase esta tormenta.

– ¡Quizás para cuando compadrito! – dijo el otro, que terminó siendo el comerciante –

¿me deja ver su piel de puma? Parece nueva.

– Claro pues, se la cambio si quiere, ¡Paukar, trae el puma que matamos! Yo creo que

igual vamos a ir por lo nuestro, no creo que nos pase nada malo, la mamapacha nos ha

protegido todo el viaje y lo hará en el resto.

– Tiene que puro cuidarse, son malos zorros estos chilenos.

– Tome amigo, se la cambio por las provisiones para llegar a la costa y volver para

acá.

– Pues, buen precio le va a sacar, deme también su churi y le cambio además cinco

llamas más.

– No, al churi no me lo toca, su mama me mata si no llego de vuelta con él.

– ¡Buen tayta ha de ser usted!

– El intento hago, nada más.

Se quedaron descansando un día completo y una noche, como la misión

encomendada por todo el ayllu era recoger el material para mejorar las cosechas, la decisión

era terminantemente formal y estricta. Continuar pese a los posibles peligros que se

avecinaban. Paukar no se había enterado de la conversación, pero veía el nerviosismo de su

padre, la cara cambiada por la preocupación, algo malo sentía en el aire.

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El plan era llegar a la costa, recoger el guano que es más liviano y cortar hasta el salar

más próximo a la cordillera para ahorrarse el viaje, debían hacer un desvío al sur de unos

cincuenta kilómetros. Tenían que llegar a Caleta Chica, donde seguramente se encontrarían

con familiares de Achik, comerían pescado y otros animales marinos, cargarían el guano y

descansarían unos días antes de volverse. A la vuelta pasaría por el salar Surire cuyo camino

era directo pero más peligroso del que habían hecho. Se cargaron de provisiones y dieron

pie a la segunda etapa del viaje.

III

Si en la anterior etapa lo que tenían que hacer es intentar pasar el frío cordillerano,

soportar la presión en altitud. En el valle, pleno desierto, debían soportar el calor, la

sequedad y un paisaje árido. Un paisaje que, al pasar de los días, puede transformarse en un

tormento que siempre es mejor olvidar. Siguiendo siempre la quebrada del río Camarones,

no debían perderse ni demorarse mucho. Desafortunadamente ese año fue muy seco, por lo

que de haber agua, nada. Soportaron estoicamente los cerca de quince días que demoraron

en cruzar el valle, se adentraron en la cordillera costera durante seis días más. Apareció el

mar.

Un viento fresco azotó los rostros morenos del Paukar y su padre, agitó los filamentos

de todo el cuerpo de cada llama y con solo un respiro limpiaron los pulmones resecos por el

viaje. Ambos se volvieron a revisar los animales, los contaron y vieron que todo estaba bien.

Hasta el momento, la Mamapacha los había protegido, lo sabían pero no lo decían para no

romper la magia de haberlo logrado. Fue un largo silencio que dedicaron para contemplar el

vasto espejo marino y agradecer al tayta Inti por guiar con su luz el camino.

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– Es el mar, churi Paukar.

– Es grande, como el desierto, pero más grande.

– Dicen que no tiene fin.

– ¿Quién?

– Las historias que los viejos dicen.

– Entonces, ¿de donde vienen los otros hombres? ¿los de Chile, del Perú, que son tan

distintos a nosotros?

– De más allá, nadie sabe muy bien, pero llegaron con un hambre voraz. Llegan y se

lo llevan todo, llegan y lo ocupan todo.

– De hambre sé, tengo hambre, usted me dijo que del mar podemos sacar unos

mariscos y pescar algo ¿no?

– Así fue como te dije Paukar, vas a recordar este momento, el sabor de los animales

que nos da el mar es lo mejor.

– ¿Por eso es qué hay tantos pájaros?

– Por eso, esas son gaviotas, esos con el pico grande pelícanos, esos chicos y

rechonchos pingüinos.

– Me gustan.

– Esos no se comen.

– Me gusta verlos, tayta pues.

– ¡Ah! A mí también. Si encontramos a la familia de tu mama se pondrán felices de

vernos. Los buscaremos después de almorzar. ¡Vamos a Challwa jap'iy!

Desempaquetaron los enseres que llevaban en el saco, sacaron la red que Achik les

había preparado, recordando los viejos tiempos con su familia. Era una mujer de mar, así que

conocía todas las técnicas para obtener el alimento de él y las había enseñado a su marido

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cuando se conocieron. El pequeño Paukar miraba la red y el resto de los instrumentos

asombrado, no sabía como usarlos pero intuía que servirían para atrapar el alimento del día.

Caminaron por toda la costa hasta la punta, atravesando algunos charcos de mar y llegando

al islote más extremo. En el islote se encontraron con unos lobos de mas, así que tuvieron

que ahuyentarlos para poder pescar tranquilos. No esperaron mucho cuando sintieron un

tirón en la red, la levantaron y contenía tres merluzas de tamaño mediano.

– Estos que son los challwa más ricos según tu mamak.

– ¿Cómo se cocinan?

– Al fuego, con un poco de sal y listo.

Recogieron la pesca y volvieron al campamento. Ahí hicieron el primer fuego del día y

prepararon los peces, sacándoles las escamas y limpiándoles las entrañas. No podían estar

más contentos, luego de semanas sin alimentos frescos, el sabor y la textura blanda de la

carne les despertó el apetito, que tenían en conserva todo ese tiempo. Comieron todo, lo

acompañaron además con un poco del chuño que les quedaba y tomaron los últimos restos

del mate que ocuparon durante el viaje.

– Me cuenta de nuevo como conoció a la mamak.

– Fue en este mismo viaje, con mi tayta, tu abuelo. Tenía cerca de veinte años y ya me

tenía que casar. Conocimos a un grupo de Camanchacas e intercambiamos presentes,

acampamos cerca de ellos por unos días. Achik era la más linda de todas y más encima

dejaba que le conversara, al principio no nos entendíamos mucho, así que con señas me

explicó todo como funcionaban en su ayllu.

– ¿Y que pasó después?

– Ya era tiempo de volver a casa, ella no quería separarse de mí yo tampoco de ella.

Así que celebramos la ceremonia y les dejamos algunos animales que traíamos de reserva.

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De ese entonces que ella es de nuestro pueblo y se hizo tu madre.

– Linda ella. La hecho de menos.

– Ella también te debe echar de menos, pero está orgullosa de ti. Tiene un gran hijo.

– Quiero conocer a la familia de mi mamak, tayta.

– Si tenemos suerte los encontramos, ellos siempre viajan, para el sur, para el norte.

¡Quién sabe!

– Me gusta el mar. Me hace sentir grande, tayta. Me dan ganas de conocerlo

completo.

– Mi churi, debe ser porque llevas el espíritu de los Camanchacas también, pero ellos

son sufridos. Más que nosotros. Además nos pondríamos muy tristes si nos dejas solos en el

ayllu por allá adentro.

– Solo hablo, tayta. Solo hablo.

Se durmieron profundamente recostados en un par de animales. No despertaron hasta

que el sol se escondía atrás en el mar. Decidieron quedarse ahí acampando y partir un poco

más al sur al día siguiente. Como no podían dormir más, Paukar y su padre conversaron

acerca de todo lo ocurrido durante el viaje. Lo que les había parecido más divertido, lo más

terrorífico, lo más cansador, los recuerdos de los colores y la inmensa vastedad del altiplano,

desierto y mar. Al final, todo tendía a ser lo mismo para los distintos seres que habitaban el

mismo mundo. Al final, todos venían del mismo lugar para ir al mismo lugar.

Bajo la luz de la luna, que apareció pasado la medianoche se quedaron nuevamente

dormidos y al cobijo de las llamas, que tan útiles les fueron en el viaje. El ruido del mar

chocando con la playa les parecía tremendo, pero como un ronroneo que, después de todo,

resultaba placentero y relajante. Despertaron con el griterío de las aves marinas, con todas

las energías de un nuevo días. Decidieron pescar algo más y partir. Comerían el pescado

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cocinado en el cacharro portátil, en donde podían dejar carbón para mantener los alimentos

en cocción. Esta vez tuvieron más suerte y se triplicó la cantidad de merluzas tomadas de la

red. Devolvieron cinco ya que no sabían como llevarlas sin que les pasara nada. De esa

forma emprendieron el camino sinuoso de la costa, a veces arenoso, a veces rocoso.

Siempre con chispas de agua salada humedeciendo la ropa y los rostros de estos dos seres

que guiaban a los animales con los cuales llevarían un preciado cargamento a su pueblo.

– ¡Llegamos!

– Yo lo veo igual a lo de antes

– No, churi, acá está el tesoro que dejan los pájaros. Acá se juntan por miles cada año

y nacen más pájaros, acá todo lo que sacan ellos del mar lo depositan como sus desechos

en el suelo. Con los años se acumula, se seca y ya se puede recolectar. Las aves nos dan su

regalo para lo que no volamos y nos alimentamos de la tierra. Trae las palas.

– Bueno, tayta.

No pudieron encontrar a los camanchacas familiares de Achik. Los días que estuvieron

llenando de guano los sacos se encontraron con otra banda, que les dieron indicaciones de

donde estaban ellos. Habían partido más al sur y no volverían en un año más. No tenía

sentido seguir buscándolos. Sin embargo, lograron cambiar algunos tejidos por charqui de

pescado, les serviría para el viaje de retorno y algo les quedaría como presente para los del

ayllu. Llenaron todos los sacos que traían, venderían antes de llegar al salar la mitad. De

esta manera les quedarían más reservas. Chikan sabía como negociar en esas tierras.

Descansaron una semana, debían volver antes que comenzara el mayor calor del año, antes

de que se desatara el invierno boliviano.

IV

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Con los animales cargados, el viaje se hizo más lento, pero como ya era conocido el

camino, hicieron el viaje sin problemas hasta la entrada del valle central. Nuevamente era el

desierto y cada vez más caluroso. Decidieron cambiar los horarios de viaje, lo harían durante

la noche y la mañana, en las horas de calor descansarían. Lo importante era seguir la

cuenca.

Pasaron por un tambo a reposar y lograron cambiar el guano con un par de

comerciantes, se lo llevaron casi de inmediato. Algo urgente les llevaba en su viaje, sin

embargo no hablaron más que lo sugifiente.

– Allá veremos los pájaros más grandes de la tierra los suri y los que se paran en una

pata, las parinas. Te van a gustar, Paukar.

– ¿Y de ahí sacamos el salitre?

– El caliche, luego hay que separar con calor lo bueno de lo malo. Como el cielo está

separado de la tierra. Lo que prende es el salitre, lo que apaga el fuego no es.

A lo lejos, cada cierto tiempo, veían pasar caravanas repletas de hombres. Era algo

inesperado, pero no se preocuparon ya que la distancia les hacía ganar confianza. De todos

modos apresuraron el paso, avanzaron más deprisa demoraron casi un mes en llegar a ver

el salar. Nuevamente, a la vista, era otro mas, más calmo, más blanco, manchado de lagunas

aquí y allá, con vegetación rastrera por los bordes e infinidad de pájaros. Los suris a un lado,

bandadas de parinas por otro. Llamas y alpacas silvestres pastando. Una fauna exhuberante.

Un osasis dentro de tanto desierto. Nuevamente, Paukar quedó pasmado por la belleza

insospechada del lugar.

– ¡Corren como nubes!

– Y las parinas vuelan como ellas solas

– El salitre, tayta, ¿de donde lo sacamos?

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– Donde esté blanco, ahí hay que picar. Es duro, nos demoraremos más que con el

guano. Por otro lado estate atento, los zorros pueden atacar las provisiones, nos dejarían sin

nada.

Descargaron las herramientas, un par de picas y un par de palas, fueron

desenvolviendo los sacos para ir llenándolos. El olor a guano apestaba aún en los sacos

vacíos, con un poco de aire que los ventilase se aliviaría la pestilencia. Durante los días que

trabajaron, por la mañana llenaban un par de sacos de caliche y por la tarde lo procesaban

artesanalmente. Lograban obtener la mitad del material en salitre. El trabajo se hacía tedioso

y cansador. Las manos de Paukar se ampollaron por completo y ya no miraba con los

mismos ojos el lugar. Eso si que era un trabajo duro.

A lo lejos, una sombra a caballo observa las labores de ambos. Azuza a la bestia para

que se acerque a los dos indios desgraciados que le estas escarbando su propiedad. Lo

impediría, terminaría de inmediato con tal falta de respeto. Así se trata a la gente del norte,

van bajo tierra o van bajo el látigo del trabajo.

– Y ustedes, ¿quienes son, que están en mis tierras indios de porquería?

Se levanta el viejo Chikan a responder, la voz iracunda lo atemoriza, pero no

demuestra miedo. Esta vez es distinto al puma, este animal si ataca mata, debe de tener

cuidado.

– Yoooo, patroncito, me llamo Chikan y este es mi churi Paukar.

– Ya, ¿Y que andan haciendo por aquí?

– Nosotros, andamos sacando algo de salitre para llevar el pueblo.

– ¿Y quien te dio permiso para sacar el salitre de aquí? ¡Desgraciado!

– Pues, en mi ayllu tenemos la autorización desde mis abuelos para extraer el caliche

de aquí. Aquí esta el documento.

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– ¡A ver! – lo examina detenidamente – ¡Esto ya no vale! Ahora es territorio chileno y,

como tal, los papeles deben ser chilenos. Este salar es mio, tengo el documento, y comienzo

a explotarlo este año. Así que te vas a tener que ir no más.

– Muy bien, muy bien, patroncito, como quiera. – con la voz llena de ira contenida–

Paukar, guarda todo que partimos a casa.

Paukar lo guardo todo rápidamente, a la mirada del hombre oscuro todo lo hacía con

temblores espasmódicos. El tono de voz de este lo aterrorizó por completo. Sintió la tensión

entre ambos hombres. Una tensión histórica, que venía de ya más de trescientos años

cuando llegaron los hombres blancos y toda su prepotencia. Cuando estuvo listo, el hombre

se retiró y Chikan comenzó a guiar a sus bestias a casa.

Se habían alejado bastante, apurados y asustados lo mejor era no quedarse mucho

más tiempo en el lugar. Atardecía cuando nuevamente sienten sonido de caballos al trote.

Son cinco hombres los que se acercan. Suena un disparo, Chikan cae fulminado. Los

hombres se detienen.

– Está muerto – Uno de ellos le toca el cuello para medir las pulsaciones.

– El patrón dijo que quiere al cabro chico. Que le llevamos los animales y el salitre que

se llevan estos indios se acumule en la bodega.

Amarraron al niño y lo subieron a una silla del caballo del que daba las órdenes.

Paukar se quedó completamente pasmado por el shock recién recibido. No respondió hasta

tres horas después cuando llegaban al campamento que recién se estaba formando. Los

animales, la mitad de ellos, fueron faenados para alimentar a los hombres, el resto quedó en

reserva. El guano fué desechado, repartido los víveres que llevaban. El viaje completo de un

padre y un hijo, que poco querían de violencia, fue saqueado completamente.

Durante dos años el niño fue tratado como un esclavo, a punta de huascas aprendió a

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limpiar las habitaciones, botar los desechos de los hombres, cocinar el rancho. Con diez

años tuvo que aprender a ser un hombre maduro.

La salitrera se había transformado en un lugar próspero. Al poco tiempo de fundar el

campamento, don Ignacio Cañas, dueño del salar, pudo hacer jugosos negocios con el

mineral extraído. Pudo hacer brotar todo un pueblo, la casa del patrón, la casa del capataz,

la iglesia que se vio presionado a construir por los curas misioneros. Se hacía prospera la

industria, sin embargo, aparecieron obviamente las consecuencias. Los agitadores, una y

otra vez se levantaban, pidiendo mejores sueldos, mejores tratos, en fin, nada de lo que

podía darles. De otra manera no sería negocio, ¿cierto?

Es así como, un caso entre tantos, permitió forjar una de las primeras riquezas del

Chile independiente, triunfante y conquistador. Pasando a llevar todo lo que convenía ignorar,

saqueando las riquezas naturales que abundan en todo el territorio de la angosta faja de

tierra. Así es como fue que un niño indio, que desconocía toda esta crueldad, se vio

enfrentado a esta realidad. Los dos años que pasaron, lo hicieron crecer tal como al pueblo.

Llego un prestamista, una cantina, una chingana. Lo necesario para una vida de pueblo.

Estaban por construir un teatro, pero eso debía de estar a cargo de una visita muy

importante, experta en tales construcciones. Era la hija del patrón, la señorita Cecilia, por lo

que decían artista y arquitecta reconocida en Paris.

Un día cualquiera llegó una carta avisando que la fueran a buscar al puerto de Iquique.

Muy ocupado don Ignacio, ordenó con urgencia una comitiva que la fuera a recibir. Entregó el

dinero para veinte caballos de tiro y diez bueyes al Caregato, hombre de confianza del

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patrón. Envió a Paukar como paje, era el único niño que había en el campamento, así que no

le quedó otra pese a que desconfiaba completamente de los indios. A otro par de hombres

como compañía de seguridad. Así fue como, en cerca de un mes los recibió el puerto, con

todos sus aromas, bienes y males. El buque de la señorita Cecilia aún no llegaba, así que

tuvieron que esperar una par de semanas más, se había retrasado en Lima debido a

complicaciones políticas, a este nivel de las relaciones todo era muy complicado.

En tanto, aprovecharon de hacer todas las adquisiciones, se alojaban en la casa de un

buen amigo de don Ignacio, don Carlos Montes. Recorrieron las calles y disfrutaron de sus

pequeños placeres. El cebiche fresco, algunas sopaipillas y otros alimentos callejeros. Los

días que no salieron con Paukar, los aprovecharon en cosas para mayores. Hasta que

apareció el gran buque inglés que supuestamente traería a la señorita.

Apareció despampanante. Vestida de blanco y con un quitasol, seguida por un séquito

de jóvenes y muchachas, todos con la apariencia de ser mucho más que personas normales,

eran los artistas que vendrían a pasar una temporada en la salitrera. Con seguridad la paga

sería bueno, los parisienses no se mueven de esa ciudad a no ser que la bolsa de monedas

pese mucho. El niño Paukar salió a recibirla.

– ¿Usted es la señorita Cecilia, hija de don Ignacio?

– Así es, mi pequeño amigo, ¿cuál es tu nombre?

– Paukar y tengo que ser su acompañante durante el viaje.

El puerto hervía de sonidos, olores y personas que se dirigían a uno y otro lado,

embarcaban y desembarcaban, cargaban y descargaban los buques mercantes. Hacia el

mar, el horizonte estaba cubierto de embarcaciones que esperaban su turno para entrar a

puerto, algunos llevaban un par de días y deberían esperar hasta un día más. Era una ciudad

bullente de personas, un indicio claro de la riqueza que estaba generando la producción y

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exportación de salitre. Había una sección especial de bodegas en donde se acumulaba el

material para la construcción del ferrocarril a Arica-La Paz, demorarían unos cinco años más

en terminarlo, al menos eso decían los informes de los periódicos aparte de poner en relieve

la alta tecnología con que estaban confeccionados los modernos trenes de esta via.

– Señorita Cecila, ¿Cómo está?¿No la ha molestado el cabro chico? – pregunta el

Caregato.

– Muy bien, gracias. No, Humberto, ha sido muy amable. ¿Cómo esta mi padre?

– Pues bien, sacándose la mugre para levantar la calichera. Dijo que usted se

encargará de construir un teatro, ¿no? Estaría bien bueno.

– Así es, querido. Precisamente te esperaba para que que te preocupes de bajar todas

las piezas y con mucho cuidado las ajustas en las carretas. Son piezas muy delicadas, si se

rompe alguna será imposible construirlo.

– No se preocupe. Acá con el Huarén vamos a hacer todo lo necesario para que ande

todo bien.

– Bueno, entonces ahora me retiro al hotel. – Volviéndose a la comitiva – Hoy

descansaremos en el hotel , partimos mañana a la calichera. Mi padre estará feliz de

recibirlos. ¡Paukar! ¿Puedes llevar esta maleta?

– Si.

– Pues, entonces vamos. Tengo algunas cosas que preguntarte en el hotel.

Rápidamente se encaminaron al hotel, pidieron una pieza el el muchacho que atendía

la recepción le entregó a Cecilia el tercer cuarto del segundo piso. Tenía vista al mar, pero

eso no era lo que le importaba. Se veía agitada y no era porque hicieron el camino desde el

embarcadero muy rápido, sino porque hasta el momento todo había salido bien.

– Alberto, este niño es Paukar, me acompañara durante toda mi estadia en Chile. No

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será problemático para lo que tenemos que hacer.

– Tendremos que repartir una considerable cantidad de textos, ¿el niño podrá ayudar?

– No lo creo, no se si sabe leer. Si no, no podrá. – Se voltea hacia Paukar – Niño,

¿Sabes leer?

– No señorita, a los pobres no nos dejan leer.

– Pues, por eso estamos aquí. No es el teatro fastuoso que se construirá en la

salitrera, es para traer algo de esperanza a este pueblo chileno. Entonces, ¡Tendré que

enseñarte!

– Si el patrón se entera, capacito que me mate.

– Es mi padre y si te envió a ti, yo me haré cargo de tu educación y no debiera

meterse más-

– Entonces, Beto querido. Debes repartir los cinco paquetes con el manifiesto, un

paquete por hombre. Tu te quedaras con el resto de la carga y esperar aquí, recibiendo toda

la información. Yo iré a la salitrera de mi padre, guiaré la construcción del teatro y cuando

termine vuelvo. Si todo funciona bien, en ese momento el norte, este norte se moverá.

– ¡Haremos lo imposible! Hasta entonces, compañera.

Luego de haber descansado del viaje un par de días y preparar a todos los bueyes

con la carga en material para la construcción del teatro, partió la caravana interminable hacia

la salitrera. El viaje sería de por lo menos un mes, con descansos durante el día cuando las

llamas solares lamen cada centrímetro de superficie y de noche cuando el frio cuela hasta los

huesos. Por suerte las habilidades de la comitiva de artístas era variada, los músicos y

humoristas, los actores se divertían haciendo morisquetas y canciones molestas para el

Ceragato y el Huarén que, en presencia de la señorita, no harían nada. Paukar aprovechó

esas ocasiones para reírse de ellos como núnca lo había hecho, en tanto las lecciones de

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lectura y matemáticas avanzaban sin mayores problemas.

Pero el desierto agota a cualquiera, ya los últimos días casi nadie se soportaba ni

entre sí ni a sí mismos, el peso del silencio natural de ese ambiente provocaba sinnúmero de

meditaciones, pensamientos y nuevas ideas. Muchos silencios, pocos ruidos. Lo único que

incitaba un ansia de avanzar eran los pocos pastos que aparecián a lo lejos, indicando un

altiplano aún lejano pero que pulsaba por aparecer. No pasó mucho tiempo para que, en una

de las mañanas apareció un fulgor del sol a nivel de la tierra, eran las calaminas que

conformaban esa construcción indefinida bajo el cual se cobiajan los trabajadores del salitre

y se reflejaban, indicando el camino. Se alivió el corazón de todos, vendría el refresco y un

buen descanso, pronto tocaría la construcción del teatro que recrearía la vida de la oficina.

VI

La pulpería rebosaba de clientes, el alcohol preparado con alambiques en el patio

trasero ya casi se había acabado, algunos borrachos jugaban a las cartas a la salida. La

ocasión era especial, todos esperaban por entrar a su turno para ver la obra de teatro. La

primera en la oficina y, por lo que comentaban los que algo sabían, de lo que habían visto u

oido de los ensayos, sería el espectáculo del año.

En tanto las cosas se volvían cada día más agitadas. Poco a poco en las oficinas se

estaban formando organizaciones de obreros llamadas mancomunales, era la única forma en

que podían exigir mejores condiciones pero los reclamos e intenciones de mejorar quedaban

en nada, los patrones hacían oidos sordos y se encargaban rápidamente de reemplazar a los

más revoltosos. Los mensajeros que llegaban a la salitrera para informar de los avances de

las tareas encomendadas por la organización fueron poniéndose cada vez más cautelosos,

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pasara lo que pasara debía existir la coordinación entre todas las oficinas en las que había

una operación del partido y Cecilia.

Cecilia fue preparando a Paukar para actuar en la última presentación, logró hacerlo

leer con fluidez y juntar los números. En el teatro se programó la primera función para el

dueño y funcionarios de la oficina con sus familias, luego vendrían los funcionarios de menor

rango y, por último dos funciones para los obreros.

La escena mostraba el mismo desierto que los atormentaba a todos por igual, con su

calor ardiente, pero desierto de civilización. Narraba la historia de los colonizadores cuando

se embarcarón en la fabulosa empresa de atravesar esa angosta faja de tierra que ahora

sería Chile, eran don Diego de Almagro con sus quinientos hombres atravesándolo.

Buscaban lugares donde abrevar sus animales, hasta ese momento el número del grupo

había mermado, importantes prisioneros incas, un importante sumo sacerdote llamado

Huillac Huma y su hija Ñusta con sus seguidores, habían escaparon hace algunas noches.

Los hombres pasan, pero los ex-prisioneros reaparecen reestablecidos en un oasis de

la pampa del tamarugal y secuenta su dominio de sangre. Cada vez que aparece en el

horizonte algún explorador extranjero o indio cristianizado, logrando capturarlo y

posteriormente lo sacrifican. Así fue como logró dominio de la zona, de su libertad también, a

sangre y a fuego . La princesa emblemática comenzó a ser llamada la Tirana del Tamarugal,

su nula piedad la hizo famosa.

Cuando ya convertida en leyenda viviente sucedió que un español, don Vasco de

Almeida, buscando alguna veta de mineral precioso para explotar para hacerse rico y volver

a la Madre Patria como un gran señor. El buscavidas y la matavidas terminaron por

encontrarse, jamás el desierto ha sido tan grande como para que se eviten estos encuentros

fortuitos. Algo sucedió en la princesa tirana que no solo no lo mató sino que se enamoró y se

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convirtió al cristianismo. Fue lo que desató la tragedia.

El resto de los supervivientes, su padre y seguidores, no tuvieron otra solución que el

sacrificio de ambos. Fueron descubiertos juntos rezando frente a una cruz de tamarugales.

No dudaron un instante y cientos de flechas los atravezaron de lado a lado. Ambos murieron

en instantes, dejando su sangre correr y regar al desierto. A los días nacio un ramillete de

flores del desierto donde murieron. Era un milagro para todos, lo divino en la tierra. Entonces

de a poco fue corriendo la voz de la tragedia, del milagro. Al tiempo contruyeron una capilla

en su memoria y el lugar se convirtió en lugar de pergrinación.

Todo termina con una tremenda representación de los bailes, hombres vestidos de

diablos, con vestimentas coloridas, música que llama a danzar y saltos de a uno y otro lado

se levanta el ceremonial de adoración de la virgen del pueblo nortino. Entonces, en la última

función se levanta Paukar, declamando las palabras para el cierre de la obra.

Con la barreta molemos

el espanto del sol que machaca

carne de hombre y bebemos

el sudor de todas nuestras partes

No prende el caliche a los huesos

no escucha la virgen de la pampa

porque el dolor no despierta

hasta que se levanten los puños

y digamos fuera al patrón

fin a la explotación.

El público asistente se agita, quizás conmovidos por las palabras y la música que

cerraban la historia trágica de la Virgen de la Tirana, o el mismo alcohol que se les subió a

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todos a la cabeza. Todos agitados salieron, algunos comenzaron a cantar canciones de

protesta, otros incitaron a los asistentes a marchar a la casa del patrón para exigir justicia.

Se fue sumando casi todo el pueblo al movimiento, algunos se quedaban mirando, otros

simplemente se limitaron a cerrar las puertas y ventanas, atemorizados por la multitud

enardecida.

A cien metros de distancia de las oficina y la casa del patrón aparecieron veinte

hombres a caballo, armados y apuntando. No permitirían que nadie sobrepasase la línea.

Las cosas se estaban desbordando, las noticias que llegaban de otras oficinas mostraban

que algo se podía ganar con eso, los hombres avanzaban paso a paso, lentamente. Se

detuvo el grupo a unos seis pasos del portón, los hombre fieles a don Ignacio prepararon

armas. El ambiente tenso, en veinte segundos Cecilia reaccionó, no era el momento aún de

llegar a los extremos, eso sería después, pasaban esas ideas unas tras otras en su mente.

– ¡Detenganse, todos! ¡Ya basta! No debe morir ningún hombre, sangre inútil sería

para el futuro.

Los hombres con los cuales había planificado la situación que se había salido de

control comenzaron a calmar los ánimos. Los hombres a caballo bajaron las armas. Desde la

casa salió don Ignacio, había sido despertado por la turba y estaba furioso.

– ¿Qué sucede aquí?¡Carajo!

– ¡Son estos revoltosos, patrón! A la salida del teatro los trajeron a todos acá.

– Atrápenlos, no quiero estos rotos en mi oficina. Me desmotivan a los los hombres,

sacamos menos caliche y yo me enojo – rojo de ira, vio como su misma hija protegía al resto

de los hombres con su cuerpo – ¡Y tú! Cecilia, te vas a Santiago. Te dije que no te metieras

en estos asuntos. ¡Vaya mierda que trajiste!

A las dos semanas no quedaba nada de la revuelta, no se hablaba y si se hacía era

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con sumo cuidado. Todos los que pudieron reconocerse en la protesta fueron enviados a la

explotación más alejada de la calichera. Que sufrieran por su rebeldía, era el acuerdo de los

jefes. Entre estos iba Paukar, el que había aprendido a leer y el que ayudo a Cecilia con la

revuelta del teatro. Con sólo catorce años fue destinado a pasar las peores penurias que un

hombre viviría en el desierto, pero el niño era fuerte, había aprendido a soportarlo todo, había

aprendido a ser libre por un tiempo, por eso dudaría en abandonar la vida.

VII

Apoyó las ásperas manos sobre su rostro, los años habían tejido como roble de piel

aquellas zonas en donde el trabajo lo exigía. Los músculos crecieron, Paukar ya era tan

fuerte como el más experto de los barreteros, pero el polvo y el sol lo tenían agotado. Daría

lo que fuera por volver atrás a los días en que podía tocar la hierba del altiplano con sus

manos aún blandas. El cura le hablaba del destino, que era lo que era y había que aceptarlo,

pero el cura era también el que almorzaba todos los domingos con el patrón, no podía confiar

en él. Sin embargo, podría ayudarlo en conseguir algo mejor, sabía leer y escribir, eso le

ayudaría en algunas de las labores administrativas. Decidió ir de inmediato a hablar con el

padre José, se levantó y caminó los tres kilómetros que lo separaban de la oficina. Serían

algo menos de sueldo pero el riesgo lo valía.

Encontró al padre Carlos rezando en la capilla, dudó unos segundos antes de

interrumpirlo, atravesó lentamente la nave por el pasillo central, veía distintas figuras

religiosas, desde vírgenes y algunas situaciones como la Anunciación o la Visita de los

Pastores al Niño Jesús. Tocó con suavidad el hombro del hombre que rondaba los cincuenta

años.

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– Padrecito, necesito hablar con usted.

Se dio vuelta lentamente y se irguió, le tendió la mano a Paukar con suavidad y la

apretó levemente.

– ¡Dios te bendiga, hijo mio!

– A usted también, padrecito

– ¿Para qué me necesita?

– Pues vine para pedirle un favor – dejó escapar unos segundos de silencio.

– ¡Adelante!

– Necesito que me apoye en conseguir un puesto en el la Oficina de Telégrafos, se

leer y puedo aprender a enviar mensajes con la máquina.

– Y, ¿cúal es la causa del cambio que deseas?

– He pensado que ayudaría más ahí que en la pampa, rascándole la piel al desierto.

– Puede ser, Arturo ha tenido que viajar de vuelta a Santiago, su madre se muere. Lo

hablaré con Ignacio, sólo el puede dar una respuesta positiva. ¡Que Dios te apoye hijo mio!

– ¡Gracias!

Con esto, Paukar quedó contento por los días que faltaban para el día domingo. En la

misa de la mañana el cura Carlos le diría como le fue con el nuevo trabajo. Trabajó con más

ganas que nunca, dormía poco por los nervios y hasta retomó las lecturas que su maestra le

había dejado. Por suerte, nadie se enteró que las tenía, escondidos los libros entre unos

retazos de lanas, se habían conservado salvo las hojas resecas en los bordes. El día

domingo se lavó y vistió su mejor tenida, quería recibir la noticia de la mejor forma.

Esa mañana la iglesia estaba llena, se acercaba la cuaresma y todos querían saber

como se organizaría. Tuvo que esperar a que terminará todo, que se alejaran los feligreses

para poder llegar a hablar con el padre Carlos.

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– ¡Padrecito!

– Paukar, ¡hijo mío! ¿Cómo estas?

– ¡Bien, estuvo muy linda la misa hoy!

– Solo hago el intento, los halagos aunque bienvenidos son el fruto de la tentación.

– Digo no más, padrecito. ¿Cómo le fue con el favor que le pedí?

– Hablé con tu patrón y me pidió antecedentes. Le dije que eras el niño que

encontraron perdido cuando recién se estaban instalando.

Paukar se perturbó al recordar la historia, el dolor podría reflotar en cualquier

momento de su garganta. La verdad estaba oculta por lo que se decía desde la casa del

patrón. A él no lo encontraron, lo capturaron pero nadie le creería después de tanto tiempo.

– Y, ¿entonces?

– Se acordó de tí, recordó que eras muy callado hasta la llegada de la niña Cecilia. Se

acordó de tu colorido gorro, se rió y dijo que si servías para algo que la oficina necesitase

entonces, adelante.

Saltó Paukar de la emoción, sus deseos se habían cumplido en parte y faltaba nada

más que seguir adelante. Abrazó agradecido al cura y se alejó corriendo.

– Debes aparecer mañana en la Oficina de Telégrafos, ¡Temprano!

–¡No se preocupe! Es lo primero que haré en la semana.

Paukar se afanó en su nuevo trabajo, aprendió rápidamente el código morse y a

manejar la maquina pulsadora. La cantidad de mensajes que llegaban y traducirlos era como

coser y cantar según el mismo le decía a sus amigos. Todos ellos parecían contentos de

verlo feliz. En tanto, Paukar iba preparando el plan final, el que le devolvería lo que se le

quitó. En medida que recibía más confianza del jefe directo, podía intervenir más los

mensajes. Poco a poco fue distorsionando la información, comunicando reportes incompletos

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y mentirosos, generando pequeños conflictos con los encargados de los suministros y el

transporte, pretendía hacer llevar a la oficina a su auge decadencia.

Durante dos año fue soltando los engranajes. Los jefes desesperaban, el patrón veía

que se le iba la riqueza que con tanta rapidez le llegó, había logrado debilitar en forma

considerable la estructura de la organización. Su trabajo de hormiga había hecho casi caer al

árbol.

Aquel día se encargó de hacer el último informe del mes y llevárselo a don Ignacio, le

explicaría todo lo que había recibido en datos de cargas, ganancias y pérdidas. Ahora tenía

el acceso completo a sus superiores. Ellos hasta llegaban a confiar en el muchacho indio que

les llevaba las notas.

Era tarde de viernes y don Ignacio había aprovechado de abrir un par de botellas de

whiskey inglés. Las había disfrutado primero con sus amigos más fieles y luego los despachó

para recibir a Paukar.

– ¡Ehh! Chico, ¿Cómo te va?

– Bien patrón. Le traigo el informe de la calichera.

– A ver, paśame ese papel.

Paukar se acerca con el papel, el patrón le indica el vaso para que se lo llene. Le

explica cómo van ordenados los datos y le llena cada poco tiempo nuevamente el vaso, a las

horas don Ignacio estaba completamente borracho y dormido.

Se desabrocha un poco la chaqueta que llevaba puesta para tomar una cuchilla que

llevaba oculta en la espalda. No era hora de dudar, todo su plan de ser libre dependía de ese

momento. Sudaba perlas de agua fría, temía que lo descubrieran antes de haber muerto al

odioso viejo. La levanta y con rapidez la clava desde la espalda, atravesando sus órganos,

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una y otra vez por veintitrés veces, hasta dejarlo desangrado, sin movimiento, asegurado que

dejó de vivir.

Se levanta y deja el pedazo de metal sobre la mesa, la casa está completamente a

oscuras pero siente pegajosas sus manos y húmeda su ropa. Escapar es el siguiente paso,

la montaña el paso, el altiplano su destino. Años de pesadilla bajo el sol no habían calmado

su niñez perdida, solo quería gritar pero correr era lo primero.

Se escabulló por las sombras hasta el establo, todos los hombres estaban bebiendo,

otros jugando y otros con mujeres. Esa hora no era para preocupaciones, ensilló la yegua

que ocupaban para pasear a los niños de los funcionarios y la montó. Salió al galope al

desierto a buscar al mundo que había perdido, el gorro que su madre la había prometido.

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