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CUADERNO Nº. 10.

Dimensiones de la existencia humana: el hombre


como ser libre, moral y político.
Autores: José Francisco Juárez y Victoria Tenreiro
1) PODEMOS ELEGIR
1.1 De la racionalidad a la libertad: La libertad como condición del ser
humano.
Una de las definiciones clásicas del ser humano es la de origen
aristotélico, que lo identifica como un animal racional. Pareciera que con esa
palabra se estuviera concentrando la grandeza de lo que nos permite
llamarnos “humanos” y, sin embargo, cuando se trata de explicar lo que
significa, la respuesta tiende a hacerse pequeña.
La primera idea que suele surgir es la que plantea que ser racional
significa poder resolver problemas; “ser racional es poder pensar”, dicen
algunos, y “se piensa para resolver problemas”. Pero, “¿los animales no
resuelven también problemas? Entonces, ¿también son racionales? ¿O es
que en el caso humano se trata de resolver los problemas de cierta manera?”
Allí, cuando decidimos indagar un poco más en lo que se está diciendo
cuando se afirma que el ser humano es racional, nos damos cuenta de que
las cosas son más complejas; aunque ser racional se pueda sintetizar en la
capacidad para resolver problemas, cuando profundizamos en ello nos
vamos encontrando con otra serie de realidades humanas que se esconden
bajo el concepto de racionalidad pero se hacen posibles, en gran proporción,
gracias a ella. Una de esas realidades es la libertad.
¿Qué implica que seamos racionales en nuestra vida cotidiana?
Echar un vistazo al día a día puede ser una de las formas de comprender
mejor lo que significa ser racionales; llegaremos allí poco a poco.
Según José Luis Aranguren (1997) todos los seres vivos tenemos la
necesidad de ajustarnos al medio en el que toca desenvolvernos, en otras
palabras, hacer posible nuestra propia vida, hacerla viable; parece natural el
impulso a la vida, a vivir y hacer lo posible por relacionarnos de modo
adecuado con lo que no somos nosotros (el medio). Frente al calor buscamos
el aire fresco, frente a la lluvia el resguardo, frente al frío la calidez. Este
impulso es propio de todos los seres vivos, aunque se expresa de distintas
maneras; tanto la planta como el león o la persona requieren, en primer lugar,
sobrevivir, siempre en la medida de sus posibilidades. Para ello, sin embargo,
los vegetales, los animales y las personas estamos equipados naturalmente
de modos diversos.
Los vegetales y los animales parecen ajustarse casi automáticamente.
El margen de respuestas posibles frente a los estímulos del medio es
predecible en gran proporción, pues está de algún modo prefijado en su
constitución natural. De hecho, bajo esta premisa se construyen –por
ejemplo- enormes gallineros donde la luz se mantiene prendida de 12 a 16
horas al día y la respuesta de las gallinas es siempre la misma (salvo en
contados casos que se atribuyen a problemas externos a la situación):

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mientras la luz está prendida el animal está despierto, come más y pone más
huevos. Es lo que Aranguren llama la justeza, propia del animal.
Los seres humanos en cambio, no nos ajustamos de la misma
manera, no tenemos sólo respuestas prefijadas en nuestra constitución
natural como personas; en su lugar, ante nosotros se abren posibilidades. Si
sometemos un conjunto de personas al mismo estímulo, puede ser posible
que obtengamos respuestas parecidas pero, en último caso, cada ser
humano responde y podrá responder siempre de modos diferentes. Frente a
la necesidad de alimento hay quienes buscan comida de manera inmediata,
otros aguantan, algunos comen sólo lo necesario, otros hasta que ya no
pueden más, algunos hacen dieta e incluso, otros pueden decidir morir en
una huelga de hambre. Frente al encierro algunos se deprimen en su
soledad, otros se hacen amigos de sus captores, unos construyen
esperanzas, e incluso, hay quienes realmente llegan a sentirse “seguros”
mientras están encerrados, y prefieren no ser liberados. Es lo que Aranguren
identifica como el ajustamiento propio del ser humano, donde a cada uno le
toca elaborar su respuesta; es lo que nos empieza a descubrir ante nosotros
mismos como personas, y que podemos interpretar como semilla de la
libertad en el ser humano.
Parece cierto que, como personas, podemos elegir nuestras acciones,
es decir, somos seres autodeterminados; sin embargo, tampoco podemos
olvidar que hay momentos, hechos, situaciones, que a veces no podemos
controlar como queremos, que nos “superan” y nos llevan a responder de
modos que no siempre son fruto de nuestra elección. Pensemos en el caso
de una rabieta, del cómo reaccionamos cuando otros nos hacen daño: a
veces, reaccionamos impulsivamente haciendo daño también al otro, como si
la fuerza de ese impulso pudiera más que nuestra capacidad de pensar en lo
que podemos hacer; o, en otra situación como el parto de un bebé, donde la
vitalidad del cuerpo se impone sobre el pensamiento como si se estuvieran
alineando todas las fuerzas que el ser humano tiene –en su mente, en su
cuerpo, en su corazón- para ser vaciadas en una sola dirección, que es la
expulsión del bebé que viene al mundo. En esos momentos, más que
personas, nos vivimos como animales –no en sentido peyorativo- cuya fuerza
y dirección de las acciones proviene de algo más que nuestra capacidad para
decidir lo que queremos. Es la animalidad también presente en los seres
humanos.
La racionalidad en la persona le brinda la capacidad de pensárselas
antes de responder, de sorprender a los demás y de sorprenderse a sí mismo
respondiendo de modos muy diversos. Los estímulos llegan a muchos seres
humanos por igual y sin embargo, el margen de posibles respuestas que se
abre frente a cada uno de ellos es indefinidamente amplio. Sin embargo, si
admitimos la imagen de que los animales no racionales son seres
programados en cuanto están naturalmente dotados de una serie de
respuestas predeterminadas, ¿qué podríamos decir de los animales
racionales, los seres humanos, las personas? No parece adecuado decir que
son seres no programados, pues al parecer también tienen una dotación
natural que no es fácil eludir; pero podríamos admitir que si bien hay
respuestas naturales y en ese sentido programadas, lo que nos hace

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propiamente humanos es la posibilidad de generar respuestas nuevas o de
recrear o reinventar las respuestas naturales a partir de nuestra capacidad
para decidir, por ese margen de respuestas posibles o mundo de
posibilidades que se abre ante nosotros desde la relación con el medio y los
estímulos que allí se generan. En resumen, quizás podríamos identificar a
los seres humanos como seres semi-programados, es decir, seres con
respuestas naturales y, al mismo tiempo, con posibilidades de reconstruirlas,
reinventarlas o crear otras nuevas.
Si bien es importante que tengamos presente esa visión integral del
ser humano que nos permite reconocernos como seres naturales y libres a la
vez, cuando se trata de destacar lo que somos capaces de hacer, construir y
crear, el acento lo ponemos en la libertad, en la posibilidad de orientar
nuestras acciones en diversas direcciones; allí radica la fuerza propiamente
humana; lo otro es quizás lo común –y no por ello menos importante- con
otros seres vivos del mundo.
De esta manera, ser racional implica que ante cada situación al ser
humano se le abren infinitas posibilidades, y es esa la primera muestra de su
libertad. La libertad no es el resultado de una elección más, sino es aquello
que hace posible que el ser humano pueda elegir durante su vida; es una
condición de la vida del ser humano en el mundo. Existimos como seres que
se tienen que autodeterminar, que tienen que hacerse, elegir el modo de vivir
su vida; en este sentido, vivir es una tarea ante la cual todo ser humano se
encuentra. Parte importante de lo que se quiere expresar cuando se define a
los seres humanos como seres racionales, es su condición de seres libres.
1.2 La libertad como posibilidad
Existen algunas interpretaciones controversiales sobre la libertad
entendida como condición de autodeterminación y desarrollo del ser humano.
Una de ellas defiende la idea de que la libertad no existe, que es una utopía,
o en otras palabras, que es irrealizable. Quienes así piensan, afirman que
hay factores biológicos, culturales, religiosos, ideológicos, que influyen en
nuestras decisiones, anulando cualquier posibilidad de un juicio autónomo.
Según esta apreciación, no hay libertad porque todo movimiento
responde a un estímulo, sea externo o interno al sujeto, que conduce
inevitablemente a una respuesta que se puede pronosticar si se conocen las
causas que lo producen. O sea, que todo lo que ocurre en la vida se limita a
un ciclo que se repite de manera constante y es infinito. Todo lo que hacemos
se reduce al mundo de las ciencias naturales: nacer, alimentarse, crecer,
reproducirse y morir. De acuerdo con esta idea, no tenemos alternativas, ni
podemos hacer nada para cambiar nuestro destino.
Esta negación de la libertad la llamaremos determinismo. Es un
rechazo a la voluntad en términos radicales y sobreestima las limitaciones
que tenemos que superar para alcanzar el progreso. Todo lo que hubo, lo
que hay y lo que habrá de ocurrir está de antemano designado por una
especie de destino o hado que decide por la persona. Por eso se dice que
siempre, o casi siempre este pensamiento está asociado a la idea de una
causalidad que rige el universo entero (Mora, 1994).

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Esta perspectiva comprende la vida como un reloj que se maneja con
una precisión mecánica dentro del cual se cumple un ciclo donde todo lo que
ocurre tiene una razón de ser. Vivir no es más que ocupar un lugar en el
cosmos, haciendo lo que le toca a cada uno de acuerdo a lo establecido por
la madre naturaleza. Como se podrá intuir, el determinismo fomenta el
conformismo. Es decir, si hay factores externos o internos que nos
condicionan para actuar de una u otra manera, independientemente de
nuestras apetencias o motivaciones, de nuestra creatividad, reflexión y
abstracción, entonces no hay necesidad de hacer esfuerzos personales para
progresar o innovar porque el cambio ocurrirá igualmente, bien sea por las
fuerzas del destino, por alguna ideología, por una presencia divina o por el
paso arrollador de los sucesos históricos que terminan en transformaciones
culturales. Lo cierto, en todo caso, es que esta propuesta niega la libertad
como posibilidad de realización humana.
Pero para nosotros, la libertad no es un ideal, sino una realidad. No se
trata sólo de una condición mental –el pensar en ser libre- sino que tiene que
ver con las actuaciones, con la posibilidad de hacer cosas.
La libertad caracteriza, define lo que somos. Es propio de la naturaleza
humana tomar decisiones y ese hecho particular es lo que básicamente
explica nuestra condición racional. Aun cuando existan limitaciones físicas o
circunstancias sociales e ideológicas que nos impulsen a actuar de
determinada manera, todos tenemos la posibilidad de elegir o tomar una
decisión para hacer lo que más nos convenga. Se puede elegir hacer el bien
o el mal a otros o a uno mismo.
La libertad nos impulsa a trascender las propias limitaciones de
nuestra condición humana. Esta posibilidad de ser libre y de actuar de
manera auténtica o autónoma, es lo que llamaremos autodeterminación.
Consiste en interpretar la vida como un fenómeno complejo que no se limita a
las condiciones ambientales, físicas, genéticas o culturales que nos inducen a
preferir ciertas cosas en detrimento de otras. Va más allá, porque aunque
existen circunstancias que podrían condicionar nuestras decisiones en un
momento determinado, al final la última palabra depende de cada uno.
Por eso se dice que la libertad es infinita y posible. Para el ser humano
no hay obstáculos insalvables que le impidan su realización como persona.
Toda experiencia humana es susceptible de ser corregida, modificada,
mejorada, por el bien de la humanidad. En cuestiones del vivir nada está
escrito de forma que no se pueda cambiar. Todo depende de la decisión de
cada uno. Por más limitación física que se tenga, si se quiere progresar
realmente, con perseverancia se puede llegar lejos.
Sobre este aspecto merece la pena presentar la experiencia que vivió
un grupo de estudiantes de la Escuela de Administración de la Universidad
Católica Andrés Bello. Un joven dio ejemplo a sus compañeros de lo que se
puede hacer con voluntad y tenacidad, desafiando las oscuras
interpretaciones sobre el destino de las personas con discapacidad. Este
muchacho nació sin los dos brazos. Frente a esta noticia, cualquier
desprevenido pudiera decir que su vida estaba condenada al fracaso, sin

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embargo, el joven resultó ser uno de los mejores estudiantes de la cátedra
antropología filosófica. Se esmeró por presentar bien sus trabajos y tenía
buena redacción. Pudo resolver el tema académico porque había
desarrollado la capacidad de escribir con uno de sus pies. Para él, su
impedimento físico no fue un obstáculo, sino una oportunidad para demostrar
cuán lejos se puede llegar en la vida. Este es un ejemplo de cómo la libertad
puede llegar a ser una posibilidad de realización personal.
La libertad, según hemos visto en los dos planteamientos anteriores –
determinismo y autodeterminación- es situada, está circunscrita a un espacio
y a un tiempo determinado. Ayllón (2005) afirma que su limitación es triple:
física, psicológica y moral. Por lo tanto, y esto es muy importante, no es
absoluta. Es situada en el sentido de que no podemos hacer lo que nos
venga en gana sino más bien tenemos que obrar de acuerdo a lo que cabe
dentro de nuestra condición natural.
Desde el punto de vista del poder hacer hay unas limitaciones y desde
el punto de vista del deber hay unas responsabilidades que no se pueden
dejar de lado a la hora de actuar. Existen realidades biológicas, sociales y
culturales en la historia de cada uno que nos condicionan, pero con todo y
eso, la libertad es posible. ¿Por qué?, porque como se ha dicho, dentro de
ese contexto de realidades evidentes, podemos conducirnos de tal forma que
nuestra vida se convierte a la larga en algo único, irrepetible, e incluso, puede
llegar a ser un ejemplo para los demás.
En palabras de Ayllón (2005), visto un león, están vistos todos, pero
visto un hombre, sólo está visto uno, y además mal conocido. Las
posibilidades del ser humano de elegir son infinitas y por eso cada uno de
nosotros somos únicos, no estamos programados del todo, progresamos y
tenemos historia. No estamos amarrados a un destino, sino que lo forjamos
todos los días, a partir de las decisiones que tomamos. A pesar de las
limitaciones expresadas en las líneas anteriores, se puede alcanzar un
estado de plenitud personal. A ese estado ideal lo podemos llamar felicidad.
Sin embargo, en la sociedad actual frecuentemente se pone en duda
la pertinencia de la libertad como medio eficaz para alcanzar la felicidad. Esto
ocurre porque algunos recurren a ella para justificar todo tipo de conductas,
estén o no reñidas con lo que es debido o con lo que corresponde a la
naturaleza humana.
El “dejar hacer” de la época moderna, todavía sigue presente en
nuestra sociedad, ahora fomentando con más fuerza el relativismo moral,
pretendiendo justificar el sinsentido de una libertad sin ataduras o una libertad
Light, que todo lo tolera. Pero una libertad bajo esa justificación, sin
limitaciones, sin valoraciones de las decisiones tomadas, sin
responsabilidades y con menosprecio hacia todo lo que signifique límites, se
convierte en cualquier cosa, menos en libertad. Más bien vacía de contenido
dicho concepto. Se elimina su significación y se diluye en la nada. Esta
apreciación equivocada de la existencia humana, deja de lado la relación de
la libertad con la racionalidad y a ésta con lo que es propio de su naturaleza.
Expliquemos este asunto con más detenimiento.

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Todo ser humano nace para ser feliz. Esto significa que toda persona
procura en su sano juicio el bien para sí mismo y para los demás. Lo
contrario a esta exigencia de la naturaleza humana sería contraproducente
porque estaría en juego hasta su propia vida. Así pues, la búsqueda del
bienestar, del progreso y el desarrollo es un acto absolutamente racional. Sin
embargo, hay quienes se empeñan en ir contra corriente y, privados de
autonomía o actuando de manera enajenada, atentan contra su propia vida y
la de otros. La guerra, la violencia, el odio, la injusticia, son manifestaciones
de esa insistencia que tienen algunos de actuar en contra de aquello que es
bueno. Por lo tanto, todo exceso es contrario a la búsqueda de la perfección
humana, que no es más que hacer lo que nos corresponde: buscar lo que es
bueno.
En la libertad entran en juego dos facultades de la condición humana:
la inteligencia y la voluntad. La primera conoce, la segunda elige. Pero antes
de elegir, delibera, analiza, reflexiona, lo cual hace posible que nunca se
pueda decir de antemano cuál es la respuesta que dará un sujeto ante una
situación en la que tiene que tomar decisiones. Bochenski (1986) dice
respecto a esta condición humana, que el hombre es un animal porque
comparte las características biológicas del resto de los animales, pero es un
animal raro, de especie única, porque aunque debió extinguirse hace mucho,
ha sobrevivido por esa capacidad de progresar, superando notablemente lo
que han hecho sus antepasados, no tanto desde el punto de vista físico, sino
cultural. Ese salto cualitativo ha dejado atrás a las demás criaturas. Desde
esta particularidad del ser humano la libertad ha sido y será sumamente
importante.
En la sociedad consumista y relativista de hoy hay que saber valorar la
realidad en su justa medida. No todo el mundo piensa que la libertad es
posible y menos aún que es necesaria. Por eso hay que demostrar con
hechos que es factible y que siendo responsables, se puede alcanzar el éxito
en la vida. En todo caso, considerando la actual coyuntura histórica que
vivimos, la realización del sujeto a través de la libertad es una necesidad
insoslayable.

1.3 Ser responsable: Expresión de una auténtica libertad


Se suele afirmar que la persona auténticamente libre es aquella que
actúa sin presiones externas, de acuerdo a creencias que no están en
contradicción con principios de vida aceptados universalmente. Esto significa
que puede responder a las exigencias de su entorno convencida de lo que
hace de manera deliberada y consciente. Es responsable quien responde por
sus propios actos. Por eso la libertad, para ser auténtica, tiene que ser
responsable. De manera que un sujeto ha de tener presente que su conducta
acarrea consecuencias y éstas tienen que ser asumidas en su totalidad. De lo
contrario, no sería auténtico porque estaría evadiendo su responsabilidad,
desvirtuando con ello el sentido de la libertad.

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Algo es auténtico cuando se establece su identidad, sin que quepa
duda de ello y se comprueba de modo definitivo que es cierto aquello que se
suponía ser. Por ejemplo, si un sujeto encuentra en un sitio cercano a una
mina de carbón un mineral de color amarillo, translúcido, isométrico, duro,
probablemente tendrá en sus manos un diamante. Pero también podría ser
otro mineral producto de la variación de los átomos del carbón. Para
corroborar esa percepción le tocará verificar que dichas características sean
propiedades exclusivas del diamante. Tendrá que hacer las pruebas
correspondientes para afirmar que ese objeto es una piedra preciosa y que
es auténtica en virtud de la armonía de todos sus componentes que
caracterizan su naturaleza. En el caso de las personas ocurre algo parecido.
Alguien es auténtico en la medida en que actúa de acuerdo o en armonía con
su naturaleza. No se extralimita en su conducta y su proceder es más bien
equilibrado. Todo lo que hace está situado en el contexto de la racionalidad.
De modo que la auténtica libertad es aquella que nos identifica con lo que
corresponde a nuestra naturaleza humana. Actuar fuera de ella desvirtúa el
sentido mismo de la vida.
Si la libertad es el poder de elección, “la responsabilidad es la aptitud
para dar cuenta de esas elecciones” (Ayllón, 2005: 28). El sentido de
responsabilidad lleva al sujeto a comprometerse con lo que está haciendo, a
cumplir con los planes previstos, a finalizar la tarea programada. Su acción se
orienta a responder de manera armónica con lo previsto y su libertad se
fundamenta en la obligación de hacer lo que se debe. El sujeto no puede
abandonarse a sus conveniencias individuales porque estaría traicionando su
propia naturaleza social, los pactos o convenios culturales que hacen posible
una sana convivencia.
Por ello que se suele afirmar que una persona responsable asume las
consecuencias de sus actos intencionados o no intencionados, resultado de
las decisiones que tome o acepte y tratando que los demás queden
beneficiados o al menos no perjudicados (Isaacs, 1981).
La responsabilidad implica dar cuenta de lo que se hace. Porque todo
acto es atribuible a alguien. Por tanto, el sujeto que lo realiza debe responder
de él. Pertenecen al sujeto porque sin su querer no se producen. Quizás por
ello es muy difícil para algunas personas asumir que la libertad comporta la
responsabilidad. Se piensa que ser libre es actuar de acuerdo a las
motivaciones personales, sin rendirle cuentas a nadie y por eso no hay por
qué preocuparse de lo que se hace. Pero esa actitud egoísta sólo conduce a
que el sujeto se aísle de los demás y poco a poco se deshumanice. La
humanización se profundiza en la relación con los demás. Cuando se tiene
conciencia de los límites personales es porque se ha reconocido la condición
social como inherente a la naturaleza humana.
El sujeto auténtico comprende que su libertad es posible en medio de
las limitaciones propias de su condición. Reconociéndolas, toma las
decisiones más acertadas, busca alternativas, siempre teniendo presente que
sin los otros no hay progreso y bienestar posibles.

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Señala Ayllón (2005) que el carácter instrumental de la libertad hace
que su uso pueda ser doble y contradictorio y como un arma de doble filo se
vuelva sobre uno mismo o contra los demás, desencadenando esclavitud,
asesinato, alcoholismo, drogadicción y también pereza, cinismo,
irresponsabilidad, mal carácter, envidia, entre otros vicios. La mala elección
podría ser una oportunidad para el sujeto de aprender de esa experiencia, de
manera que lo vivido podría tener un alcance educativo para el propio sujeto
y para los demás.
Un elemento característico de la auténtica libertad es que a través de
ella se puede motivar a otros para que actúen de manera positiva. En otras
palabras, quien asume su libertad con responsabilidad manifestará conductas
buenas que redundarán, no sólo en beneficio propio, sino también en los
demás.
En la reflexión aristotélica se refleja el alcance de la responsabilidad
en la libertad del sujeto: no depende de nosotros el sentir calor o frío, pero sí
dependen los actos libres; cada hombre es responsable de sus acciones
voluntarias y es evidente que las virtudes y los vicios están entre las cosas
voluntarias. Por eso es una tarea personal ser responsable y hacerle ver a los
otros los errores o las faltas que están cometiendo. Asumiendo esa actitud se
evitarían muchos males sociales donde queda al descubierto la falta se
sensibilización y una idea distorsionada de lo que es la responsabilidad.

2) SER MORAL: DAR UN SENTIDO A NUESTRA VIDA


2.1 Tú y yo somos sujetos morales. Principio antropológico de la moral.
Cuando hablamos de moral o moralidad, que en este caso trataremos
como sinónimos, nos estamos refiriendo a una condición de la existencia del
ser humano, tal como nos referimos anteriormente a la libertad. Por lo tanto,
su definición no se reduce a la calidad de nuestros actos -identificados como
buenos o malos- sino se amplía en la consideración de la raíz antropológica
de nuestras acciones.
Como ya lo hemos mencionado, podemos entendernos como seres
libres; con esto queremos decir que ante cada persona se abren infinitas
posibilidades de acción. Pero las cosas no llegan hasta aquí. En el mismo
momento en que surgen las posibilidades y nos toca elegir una línea de
actuación, lo hacemos en un sentido u otro; dado que no podemos tomar
todos los caminos que se abren frente a nosotros, no nos queda más remedio
que optar por uno de ellos –o en el mejor de los casos por algunos de ellos-
dejando fuera los otros.
El simple hecho de toparnos con la necesidad de dar un sentido
determinado a nuestra vida, y no poder eludirlo, es lo que nos permite afirmar
que todos somos sujetos morales. Ser moral se trata entonces, en un primer
momento, de dar sentido a la vida, independientemente de cuál sea ese
sentido. Es por ello que podemos afirmar que, tanto tú como yo, aunque

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tengamos vidas diferentes y a veces no estemos de acuerdo en cómo
llevarla, somos personas morales.
Mientras la primera noción de libertad se refiere a las posibilidades que
se abren frente a la vida de la persona, la noción de moralidad agrega sobre
ello el sentido o valor de la elección hecha.
La necesidad de dar sentido no es exclusiva de algunas personas,
sino resulta de la tarea derivada de la libertad que todos los seres humanos
poseemos, de nuestra capacidad para elegir el tipo de vida que queremos
vivir, y que está vinculada al tipo de persona que queremos ser. De allí la
importancia de la pregunta por quién soy, quién quiero ser.
Sin embargo, esto no es todo. Aunque en un primer momento se trate
sólo de la tarea de dar sentido a la vida, no es posible comprendernos como
personas integrales si no tomamos en cuenta que ese sentido que damos no
es elegido al azar, sino sobre la base de impulsos, preferencias, creencias,
convicciones, valores, opciones, que nos hacen ver unos caminos como
mejores que otros, unas líneas de acción como buenas, mientras otras no lo
parecen tanto o quizás llegamos a calificarlas como malas. Este es el
segundo momento o dimensión que debemos tomar en cuenta para
comprender de qué se trata ser moral: el sentido elegido es calificado, es
establecido, por nosotros y nuestras relaciones, como bueno o malo, mejor o
peor, dentro de las escalas que entre estos dos extremos puedan existir.
En resumen, la moralidad se expresa en la existencia de la persona a
través de dos momentos: el primero, referido a la necesidad de dar sentido a
la vida, y que llamaremos la estructura moral, y el segundo momento, que
señala el valor que ese sentido tiene, su “bondad o maldad”, y que
identificaremos como los contenidos morales (Cortina, 1998). Mientras la
presencia de la estructura moral depende fundamentalmente de que seamos
humanos y personas, los contenidos morales están vinculados a la cultura en
la que hemos crecido, la familia, nuestros valores, creencias, convicciones,
etc.; sólo desde esos contextos personales y sociales podremos decir que
una determinada elección es “buena” o “mala”.
Esto es lo que nos permite afirmar la doble condición de la moral:
mientras la estructura moral es universal, los contenidos morales la hacen
relativa. Y todo ello en la misma persona. Aunque las separamos para
estudiarlas y tratar de comprenderlas, no cabe duda que se dan, ambas,
como parte de la unidad de la persona.
Quizás ahora sea posible entender qué es lo que se quiere expresar
cuando se dice que no existe alguien amoral, que “todos somos sujetos
morales” o que “tú y yo somos sujetos morales” independientemente de
nuestras coincidencias o no sobre el sentido de la vida; eso sólo es posible
afirmarlo si tomamos como punto de referencia la estructura moral de la
persona. Sin embargo, cuando ampliamos la visión y tomamos en cuenta los
contenidos morales, podremos afirmar que alguien es “inmoral” o ha hecho
algo “malo”; es entonces cuando se hacen más evidentes nuestros juicios de
aprobación o desaprobación sobre las actuaciones de nosotros mismos y los
demás.

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Ser moral, como vemos, es parte de la vida de la persona. Pero es
importante tomar en cuenta que no siempre somos morales; no se trata de
moralizarlo todo. Pensemos en los primeros años de vida: en un bebé, en un
niño de 3 ó 4 años; en esos momentos de nuestra evolución biológica, si
bien ya el niño o la niña se encuentran con la necesidad de ir eligiendo líneas
de acción, aún no lo hacen con una conciencia clara sobre el sentido de sus
actos que nos permita hablar de acciones plenamente libres y responsables,
y por lo tanto indudablemente morales. Sobre esas etapas de la vida
estaríamos de acuerdo en hablar más de personas cuya conciencia moral
está en plena formación (Kohlberg, Power y Higgins, 1997) y no tanto de
personas que puedan ser juzgadas moralmente, tal como lo hacemos con los
jóvenes o los adultos. En esos momentos quizás no somos morales, pero sí
nos estamos haciendo o formando moralmente.
Del mismo modo podemos hacer referencia a nosotros mismos, a los
jóvenes o los adultos. Si bien diariamente nos toca elegir líneas de acción y
decidir de qué modo actuar, no todo el tiempo lo hacemos con la conciencia y
la voluntad que implican las acciones libres y responsables. A veces
abrazamos a alguien o tenemos con esa persona un gesto agradable,
simplemente porque la queremos, por nuestros afectos, y no necesariamente
estos tienen su origen directo en el tipo de persona que hemos elegido ser,
sino en muchos otros factores que pueden incluir o no lo moral. Quizás estos
momentos nos llevan a recordar que como personas somos seres integrales,
es decir, al mismo tiempo racionales, corpóreos, seres de afectos, de
relaciones, trascendentes; ser persona implica la interacción de todas las
dimensiones, aunque a veces una de ellas se imponga con más fuerza sobre
las otras.
En cuanto seres libres somos sujetos morales, es decir, personas que
elegimos el sentido de nuestra vida, que no nos basta ser empujados por
algo o alguien, sino requerimos hacer nuestras propias elecciones, tomar las
riendas de la vida en nuestras manos. Esta es nuestra tarea como personas
y es uno de los significados más importantes y olvidados de lo que es la
moralidad. Para los seres humanos no se trata sólo de vivir la vida, sino de
una vida humanamente vivida (Savater, 1991) es decir, lo más relevante es
cómo elegimos vivir la vida que de una manera u otra nos ha sido dada.

2.2 Relación de la moral con la ética.


Tanto la moral como la ética se utilizan en muchas ocasiones
indistintamente para señalar algún aspecto referido a la conducta de los
sujetos. De manera que si una persona hace algo fuera de lo aceptado
socialmente, corre el riesgo de que se le tilde de inmoral o de ser poco ética.
Ambos términos suelen usarse más o menos con un mismo fin: expresar un
juicio sobre la conducta del sujeto en relación con su medio. Sin embargo,
aunque actualmente se les utilice como sinónimos, no siempre ha sido así.
Por eso revisaremos la distinción entre estos conceptos y su uso cotidiano.
En la antigua Grecia la palabra ética (ethos) hacía referencia a
morada, cueva, refugio y lugar donde se vive; en ese mismo sentido se

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aplicaba para señalar el modo de ser o el carácter de las personas. La ética
en ese entonces se refería al modo de comportarse el sujeto. Esa expresión
semántica la usaron tiempo después los romanos con la palabra moral (mos,
moris) la cual terminó siendo la versión latina de la expresión griega. La moral
es la costumbre, el modo de ser y de comportarse el sujeto en la sociedad.
Es la moral de cada sujeto la que lo identifica al resto de los demás y
dependiendo de su calidad, se establecerá si éste es bueno o malo. La
calidad tiene que ver con la disposición de la persona para realizar las cosas,
si es buena, entonces se acepta, si es mala, se reprocha. También tiene que
ver con el aspecto social inherente a la naturaleza humana: si es aceptado
por la mayoría o si es rechazado. La costumbre cobra en este contexto una
importancia vital. Tiene que ver con hábito, usos, ideas, creencias,
tradiciones y maneras de vivir que definen a un grupo, a una comunidad o a
un pueblo de otro. Son prácticas que se transmiten de generación en
generación y van constituyendo nuestras normas y nos regulan. Se
transforman en códigos morales y tienen una influencia muy importante en
nuestras decisiones.
Ahora bien, la moral es una condición exclusiva de los seres humanos,
como bien ya se explicó. Somos morales porque somos racionales, porque
podemos tomar decisiones, porque tenemos libertad. Esta condición es una
realidad humana a través de la cual desarrollamos nuestras facultades, y
haciendo un uso correcto de ella nos hacemos más humanos. Tal como se
comentó anteriormente, la libertad no consiste en hacer cualquier cosa que
se nos ocurra, sino aquello que es debido. Lo correcto sería actuar de
acuerdo con lo que es bueno para mi y para los demás. De eso se trata la
moral.
En la actualidad, cuando se habla de la moral se suele hacer
referencia a un conjunto de principios, preceptos, mandatos, prohibiciones,
permisos, patrones de conducta, valores e ideales de vida que en su conjunto
forman parte de un grupo humano, en una época histórica determinada pero
que han sido asumidos individualmente como necesarios para el
fortalecimiento de la especie humana (Beller: 2006). De manera que es vista
como la que prescribe las normas que son necesarias practicar en un
momento determinado y a través de las cuales orientamos nuestras
conductas.
Hay una distinción importante entre moral y ética que se consolida
sobre todo a partir de la Modernidad. La ética analiza y evalúa las normas y
códigos morales que a través del tiempo se han convertido en convenciones
que nos inclinan a actuar de una manera determinada. La ética parte del
hecho mismo de la moral, de que existen normas o códigos normativos
relativos a ella. Por eso profundiza en los fundamentos que la justifican. De
allí que se distinga la moral como algo muy íntimo, propia de cada sujeto,
como algo inviolable y que depende de las decisiones personales mientras
que la ética se visualiza como las normas o preceptos que han sido
aceptados socialmente y que sirven de orientadores de la conducta humana
a partir de los convencionalismos o acuerdos sociales.

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La moral, desde cualquier punto de vista que se le quiera estudiar, es
importante. Es una dimensión imprescindible de la sociedad. Sin ella no
existirían límites en nuestras actuaciones y esto sería realmente catastrófico.
Los seres humanos establecemos convenciones para convivir. Pensemos por
un instante qué hubiera ocurrido si las civilizaciones anteriores a la nuestra
no se hubieran puesto de acuerdo en ciertos aspectos mínimos para
coexistir. Los pactos, las negociaciones, los acuerdos o como se le quiera
llamar a esta necesidad humana de vivir bien ha sido posible por el
establecimiento de límites en la conducta de los individuos para
desenvolverse en su comunidad; la moral y la ética han sido parte
imprescindible en este asunto.
La moral responde a la pregunta, ¿qué debo hacer? Cuando nos
cuestionamos si debemos o no ayudar a un amigo y esa ayuda pone en crisis
nuestras convicciones, entonces surge una disyuntiva cuya respuesta
dependerá de la moral de cada uno. El “deber moral” es una exigencia a
actuar de acuerdo con aquello que corresponde hacer. Mientras que la ética
responde a la pregunta, ¿por qué debo obedecer a las normas morales?
Esta respuesta sugiere un conjunto de razones que orientan la decisión
correspondiente. La ética analiza “el deber moral” para definir en qué
consiste, cuál es su naturaleza, de dónde proviene la justicia o la bondad del
deber, cómo se expresa y en cuáles normas se plasman los deberes
morales. En todo caso, la moral y la ética son conceptos interrelacionados
que se refieren a la formación del carácter, a lo que nos distingue como
personas, por lo tanto, su estudio es necesario para comprender las
relaciones humanas y su progreso o desarrollo en la historia.

2.3 En búsqueda de la felicidad


Ahora bien, cabe reflexionar acerca de la pertinencia de la moral.
Algunas personas, empujadas por la incertidumbre que vivimos en muchos
órdenes -social, económico, político, religioso, ideológico-, podrían
preguntarse por su sentido. La moral nos ayuda a visualizar lo que se debe y
lo que no se debe hacer. Imaginemos por un momento una sociedad en la
que esté permitido hacer de todo, en la cual cada quien asumiera que su
actuación es la correcta y se desconocieran los derechos de los demás. Lo
más probable es que todo sería un caos y como colectivo humano
estaríamos condenados al fracaso.
No hay posibilidad de una sana convivencia sin el consenso, sin leyes
o normas que rijan las relaciones humanas. La moral establece ese
parámetro, resaltando la dignidad de las personas. Kisnerman (2001) enfatiza
este aspecto afirmando que la moralidad no es sólo un asunto individual, por
eso no es algo que se queda dentro del sujeto sino que es una acción que
posee sentido sólo dentro del ámbito particular de la inteligibilidad cultural. Es
decir, nace del sujeto pero tiene significado cuando se inserta en una realidad
y se socializa.
La moral es una forma de participación comunitaria a través de la cual
se perfecciona la humanidad. La reflexión en este campo permite la

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búsqueda de lo bueno, de lo que es beneficioso para todos. Persigue el
desarrollo de la persona en todas sus facetas. Nuestra condición racional nos
permite de manera exclusiva tomar decisiones, es decir, nos ayuda a ser
libres. Esa escogencia necesita de una guía u orientación que haga más
sencilla la tarea. La moral es esa brújula que hace posible una vida digna. La
libertad y la racionalidad del ser humano inclinan al sujeto a buscar la
felicidad y para no desviarse de ese camino está la moral: “El hombre hace
honor a su condición de sujeto sujetando sus actos, llevando las riendas de
su conducta, conduciéndose”. (Ayllón, 2005:13).
Nacemos para ser felices. Como señala Hortta (1999), la felicidad es
el efecto gozoso de la posesión de un bien completo; es el gozo o la
satisfacción que se experimenta cuando se ha alcanzado un fin o las metas
que se valoran, colmando toda nuestra existencia. Por eso se afirma que es
la consecuencia de la consecución de un fin que está de acuerdo con la
naturaleza humana. Eso explica que cualquiera de nosotros en su sano juicio
no intente ni hacerse daño a sí mismo ni hacerle mal a los demás. Porque, si
así lo hiciera, se alejaría de su condición humana para convertirse en otra
cosa.
Con frecuencia escuchamos afirmaciones hechas sobre actuaciones
de algunos sujetos que por la gravedad del caso son tildados de “monstruos”
o “animales”. Con tales adjetivos se indica que la naturaleza de lo cometido
está al margen de lo que es estrictamente humano, o al menos de lo que se
espera de una persona. Por eso afirmamos que la búsqueda de lo que nos
hace bien es una tarea permanente, de todos los días. Nuestra existencia
tiene sentido en la medida que desarrollamos todas las potencialidades de la
condición humana y eso es vivir en sintonía con la realidad que nos define
como sujetos racionales.
Esta claro que todos aspiramos a vivir bien. Eso es lo que busca
cualquier persona. Pero para que no exista confusión en torno a lo que es el
bien, porque puede ser que sobre dicha palabra surjan diversas opiniones (lo
bueno para una cultura, quizás sea algo dañino para otra cultura), es
necesario determinar el alcance de dicho término. El bien se puede definir
como lo que conviene a una cosa (Ayllón, 2005); es aquello que la
perfecciona, con independencia del dolor o del placer que la pueda
ocasionar. En tal sentido hay que recalcar que el bien es objetivo porque por
ejemplo, la necesidad del aire que se respira o del agua que se bebe es
evidente y es un bien para el ser humano. Asimismo la paz, la justicia, son
bienes en tanto son preferibles o deseables para las personas, a pesar de
que algunas se regodeen en la injusticia o en atizar vientos de guerra como
mecanismos de supervivencia y de dominación.
El bien, según Aristóteles, “es todo a lo que las cosas aspiran” (p.3) y
desde luego, lo hacen desde la vida misma. De manera que vida y tendencia
al bien son aspectos que promueven una reflexión ética en el ser humano,
planteando una forma de cómo vivir. La felicidad es la satisfacción del buen
vivir, el cual se resume en una vida digna, es decir, en una existencia en la
cual se respeta la condición de la naturaleza humana en todas sus
dimensiones. El respeto a la vida, a la libertad de expresar las ideas, el

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acceso a los servicios básicos, una sana alimentación, una educación digna,
el cuidado del medio ambiente, son algunos aspectos que en la actualidad
son fundamentales en el establecimiento de lo que se llama el buen vivir, los
cuales, además, están brillantemente recogidos en la Declaración de los
Derechos Humanos.
Pero hay que estar muy atentos al modo en que se busca la felicidad.
Al tomar decisiones los riesgos estarán presentes porque existe la posibilidad
de equivocación. Pretendiendo alcanzar la felicidad, a veces se consigue
todo lo contrario: el desencanto y el dolor de saber que se ha hecho daño a
otros o a uno mismo. Hay quienes causan sufrimiento a comunidades enteras
con el pretexto de traer felicidad a un cierto sector de la población. El caso de
la Alemania Nazi puso en evidencia cómo desde el poder se pueden viciar las
leyes para conseguir objetivos personales en perjuicio de grupos humanos.
Estos sufrieron todo tipo de vejámenes por quienes consideraban que
estaban llevando a su pueblo por el camino de la felicidad. La guerra y la
destrucción fue la consecuencia de esa práctica perversa del poder.
Por eso la moral facilita la interpretación de la realidad. Su exigencia
establece la pauta de lo que se debe hacer. De manera que todos tendríamos
que actuar en armonía con nuestra naturaleza. Aristóteles lo planteaba en
términos del equilibrio humano y a eso lo llamó virtud. Estaría en aquellos
cuya actuación fuera equilibrada, sin salirse de lo establecido y de acuerdo a
la propia naturaleza humana. En otras palabras, todo exceso es negativo
para los fines del bienestar que intenta conquistar cualquier persona. Por
ejemplo, el acto heroico se considera bueno, pero los extremos de esa
actuación pueden ser dañinos, como ser miedoso o temerario.
En todo caso, conviene tener presente que la felicidad es un estado de
de satisfacción cuando se alcanzan las metas estimadas. Sin embargo, en
una sociedad pragmática como la nuestra, en la cual se presentan señuelos
que promueven una seudo felicidad reducida a sensaciones carentes de
significados trascendentes para el sujeto, ¿cómo llegar a ser feliz? Creemos
que son necesarias tres condiciones para tener conciencia de ella: Primero,
una comprensión de la realidad para que se dé la necesaria vinculación entre
lo que se piensa y lo que existe en el entorno. Segundo, una aceptación de
las limitaciones humanas que no quiere decir resignación ante aquello que no
se puede hacer, sino más bien creatividad, innovación y capacidad de
asombro ante las posibilidades infinitas que tenemos para convertir
debilidades en fortalezas. El tercer aspecto es la búsqueda del bien como
cualidad indispensable del quehacer cotidiano, viéndolo como un fin y no
como un medio de provecho personal.
2.4 Ser moral es esperar algo de los demás y de mí mismo
La moralidad, tal como lo hemos ido señalando hasta ahora, no es
algo que decidimos tener o no en nuestra vida cotidiana; dicho en otras
palabras, no podemos simplemente tomarla o dejarla de acuerdo a nuestras
preferencias o estados de ánimo. Mientras vivimos dando algún sentido a
nuestra vida, estamos siendo morales.

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Quizás lo que podría suceder en algunas ocasiones es que estemos
un poco agotados o desanimados en la tarea que significa vivir, que pasemos
algunas crisis y eso requiera pedir consejos, buscar energías con otros, pedir
ayuda, o simplemente tomar un poco de tiempo para reflexionar e intentar ver
las cosas de otro modo, y de esta manera recuperar o reorientar el sentido de
nuestra vida. Son los momentos en los que estamos desmoralizados
(Cortina, 2002). Pero estos momentos no anulan nuestra existencia como
sujetos morales.
Así como hemos podido distinguir la moral a partir de la búsqueda en
la condición humana de la libertad y la necesidad de dar sentido a la vida,
también la podemos descubrir a través de la manera como nos relacionamos
con las otras personas.
Las actuaciones de los demás no nos son indiferentes: nos sentimos
con derecho a reclamarles sensatez, respeto, solidaridad, responsabilidad,
sobre todo cuando nos vemos directamente amenazados o hay alguna
persona cercana que por diversas razones lo está. Tampoco somos
indiferentes frente a las acciones propias: no nos da lo mismo ser de
cualquier manera; en realidad preferimos y queremos ser tal como nos lo
hemos propuesto, o por lo menos aproximarnos a ello.
En distintos momentos de nuestra vida, de nuestra semana y a veces
de nuestro día, casi sin pensarlo, emitimos juicios que expresan valoraciones
sobre la conducta propia y de los demás: “Gracias por lo que hiciste”,
“¡¿Cómo es posible que me haya hecho eso?!”, “Me siento mal: quise decirle
todo, pero no pude”, “¡No es posible que le mientan a la gente con promesas
falsas”! Cuando nos sentimos directamente agradecidos u ofendidos por otro,
cuando nos sentimos culpables sobre lo que hemos hecho a alguien o
cuando observamos con indignación lo que un tercero hace a un determinado
grupo de personas, estamos poniendo en evidencia que esperamos algo de
la conducta propia y de los demás. Las personas forman parte de una trama
de relaciones humanas donde se asumen formas de acción que les permiten
esperar ciertas actitudes y reacciones de los demás, aunque se trate
simplemente de alguien desconocido. No tenemos que conocer a alguien
para reclamarle que no se nos adelante en una cola, que respete la fila;
simplemente lo asumimos como parte tácita o implícita de la convivencia
diaria.
El resentimiento, la culpa o remordimiento, la indignación (entre otros),
son sentimientos que surgen a partir de la expectativa que tenemos sobre la
conducta propia y la ajena. Sólo partiendo de la premisa de que el otro debe
tratarme bien, puedo yo reclamarle lo que he considerado un maltrato. Son
los llamados sentimientos morales: sentimientos que surgen respecto a las
expectativas mutuas que tenemos sobre lo que debe ser la conducta de unos
y otros. Parecen surgir de manera inmediata, casi inconscientemente, pero
cuando los analizamos un poco nos damos cuenta de que están relacionados
también con nuestros modos de ver el mundo, con la manera como creemos
que debe ser ese mundo. Se trata de sentimientos vinculados a la dimensión
afectiva y a la dimensión racional de la persona; afectos y razones vinculados
en la tarea cotidiana de vivir.

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Esos sentimientos muestran la presencia de la moralidad en nuestra
vida cotidiana; hacen evidente, no sólo que las personas dan un sentido a
sus acciones, sino que ese sentido puede ser adecuado o inadecuado, bueno
o malo, mejor o peor, en el marco de las relaciones con los demás.
Igualmente, los sentimientos morales nos hacen posible distinguir un
aspecto más de nuestra vida moral: vivir no se trata sólo de cada uno de
nosotros dando sentido a sus acciones con independencia absoluta de los
demás, sino se trata de cada uno de nosotros en la trama de la convivencia
humana, dando sentido a acciones propias y comunes.

2.5 No todos damos el mismo sentido a la vida: la moralidad pone límites y


hace vínculos.
Parte de lo que significa nuestro desarrollo como personas implica el
darnos cuenta de la manera como los otros participan de nuestra propia vida.
En este sentido podemos asumir dos perspectivas:
a) El otro como límite: las otras personas son límites de mi desarrollo
personal. Desde esta posición mi libertad llega hasta donde comienza la de
los demás y la moral es, principalmente, un conjunto de normas que de
alguna manera definen la frontera de mis preferencias, deseos y proyectos
más profundos.
b) El otro como posibilidad: Las otras personas amplían y enriquecen
mi desarrollo. Desde esta perspectiva mi libertad incluye considerar a los
demás dentro de los proyectos que me planteo y la moral pasa a ser el modo
como me voy haciendo capaz de sentirme parte de un proyecto común,
donde mi participación y la del otro se dan en igualdad de condiciones.
No se trata simplemente de elegir entre las dos perspectivas, sino de
procurar que una no se reduzca a la otra. Si bien las normas como limitantes
son indispensables para evitar los abusos, la violencia, el maltrato y procurar
un orden mínimo inmediato, también es cierto que la mayoría de las personas
no constituyen sólo posibles amenazas para los demás, sino posibilidades de
crecimiento personal. Los proyectos comunes no se encuentran ya
construidos; una de las formas dadas de nuestra existencia en el mundo es la
de individuos, diferentes unos de otros; por otra parte, nos encontramos
formando parte de una comunidad; pero los proyectos comunes, en cambio,
se van haciendo.
Si sólo pensamos las normas morales como un conjunto de reglas que
limitan nuestras acciones reducimos el impulso para la búsqueda y
construcción de proyectos comunes. Si vemos en el otro sólo un límite o un
punto de cierre de nuestros impulsos, ideas y proyectos, estaremos siempre
pensándonos como participantes de una relación de diferencia y probable
lucha, enfrentamiento. En el segundo sentido, si vemos en el otro también
una posibilidad, la diferencia no tiene que dejar de estar presente pero
resultará más fácil percibir la complementariedad y, en el mejor de los casos,

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descubrir lo común. Las normas morales también nos plantean formas de
promover las relaciones con los otros.
Las dos perspectivas constituyen puntos de partida para ir
construyendo cierto tipo de relaciones con los otros e ir asumiendo actitudes
que favorezcan la atención a la complejidad de nuestra vida humana.
La persona no se desarrolla en el marco de su estricta individualidad.
Todos nos hacemos como personas en el vínculo con los otros. De ahí que
elegir el sentido de nuestra vida no sea sólo un asunto de lo que queremos
para nosotros mismos y nada más, sino requiere poner esos deseos y
proyectos en el espacio de las relaciones con los otros. Pensemos entonces
cómo transcurren esas relaciones en nuestra propia vida.

3) LA POLÍTICA COMO UNA FORMA DE CONVIVIR MEJOR


3.1 El bien personal, el bien común y la democracia
El sentido que le damos a nuestra vida lo elegimos en función de un fin
que nos trazamos, al que identificamos como bien. Una persona es capaz de
ir tomando decisiones sobre qué hacer ante diversas situaciones mientras
tiene claro qué es aquello que persigue o por lo menos se empeña en irlo
descubriendo.
Algunas de las preguntas fundamentales que nos llevan a responder
con el bien que buscamos es: ¿quién quiero ser?, ¿qué quiero hacer?, ¿qué
necesito?, ¿cómo conseguirlo? Todas ellas abordan el problema de vivir, y la
necesidad de no hacerlo de cualquier manera sino de la mejor posible. Pero
¿“mejor” para quién? ¿Para mí, para mis padres, mis amigos? He ahí el
dilema.
La tarea de vivir requiere ir resolviendo ciertas situaciones
problemáticas, que no por ello son situaciones negativas; al contrario, son los
retos que nos toca ir enfrentando diariamente. Pero hay varias formas de
afrontar tales situaciones (Habermas, 2000):
La primera de ellas es la más sencilla. Es el enfoque pragmático con el
cual resolvemos nuestros problemas. Si queremos ganar un Trofeo deportivo,
lo que necesitamos es comenzar a entrenar; estamos seguros de que el
trofeo no va a llegar si no somos capaces de seguir un entrenamiento. Que
después lo ganemos o no, dependerá de múltiples factores que tendremos
que ir tomando en cuenta poco a poco, pero lo que sí es seguro es que si no
iniciamos un entrenamiento deportivo, el Trofeo nunca tendrá posibilidades
de llegar a nosotros. Esa es una razón pragmática para tomar la decisión de
entrenar, y que responde al enfoque sencillo y “en frío” de lo que nos toca
hacer si queremos alcanzar un determinado bien que, en este caso, es ganar
un Trofeo deportivo. El enfoque pragmático lo podríamos resumir como aquel
que centra su análisis en los medios que se requieren para lograr el fin
propuesto; las preguntas fundamentales son: ¿qué necesito para lograr lo
que quiero hacer o tener? El protagonista de la situación soy yo.

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La segunda forma de afrontar ese tipo de situaciones es lo que
podríamos identificar como el enfoque ético, donde lo más importante es el
fin que persigo, la felicidad que busco. La pregunta clave aquí es: ¿qué
quiero para mi vida?, ¿cuál es mi proyecto? Ya no se trata sólo de buscar los
medios para lograr el fin establecido, sino de buscar el fin que realmente
persigo. Este enfoque se vuelve un poco más complejo, pues me empuja a la
tarea de preguntarme por el tipo de persona que quiero ser. Los medios
serán igualmente importantes, pero como elementos secundarios o derivados
del bien mayor o más importante, que es la felicidad personal que aspiro
alcanzar, lo que me hace realmente feliz. Quizás entrenar ya no sea
suficiente bajo esta perspectiva, sino además me preguntaré si realmente
quiero llevar una vida de deportista o si hay alguna otra meta que me planteo
por encima de ésta. El enfoque ético se resume en la búsqueda de la
felicidad o bien personal, donde el protagonista sigue siendo la persona en su
particularidad.
La tercera forma es el enfoque moral. Es un enfoque realmente
diferente. Incluye una nueva forma de ver el problema, ya no como un asunto
que me incluye sólo a mi, sino que me hace parte de un conjunto de
personas que conviven juntas. No se trata de lo que es bueno para mí o para
los demás, sino de lo que es bueno para el conjunto: es el enfoque que se
refiere al bien como un resultado de la comunión entre las personas, y no
como algo que sólo lo puede definir cada uno de manera privada e individual.
Desde esta perspectiva no se considera bien aquello que a ti o a mi nos
parece adecuado antes de deliberar, sino se trata de aquello que podemos
definir en común, entre los dos. Es la oportunidad de cada uno de nosotros
para formar parte activa de una vida en común con otros. En el enfoque
moral las preguntas están dirigidas al bien común: ¿qué queremos hacer?,
¿qué necesitamos?, ¿quiénes queremos ser? Como vemos, cambia la
pregunta y, en consecuencia, la respuesta sólo es posible elaborarla en
diálogo con los otros. El protagonista deja de ser la persona en su
particularidad y pasa a ser un grupo o conjunto de personas.
Se trata de tres enfoques que la persona asume en distintos
momentos de su vida. Nos muestran la necesidad de no reducir nuestra idea
del bien a una u otra perspectiva, sino tener siempre en cuenta que, como
personas, somos al mismo tiempo seres individuales y seres políticos, es
decir, seres que formamos parte de una comunidad donde hay otros con
iguales capacidades a las nuestras.
Cuando decimos que la persona es un ser político, lo que estamos
diciendo es que puede querer el bien común, es decir, tiene la posibilidad de
aspirar a algo más que su propio beneficio, la capacidad de mirar más allá de
las fronteras individuales para preguntarse por un bien que incluiría a otros
seres como él. Si lo pensamos bien, se trata de una realidad humana que le
da un gran potencial a los seres humanos. Aunque no somos sólo seres
políticos, esa es una de nuestras mejores formas de desarrollo humano.
De ahí la importancia de la democracia como sistema de gobierno. Si
bien no es sencillo afirmar que la democracia sea “el mejor” sistema de
gobierno, sí podemos decir que se trata, hasta ahora, del más abierto y

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flexible. Y esto se hace muy importante en la actualidad, pues ha sido dentro
de sistemas democráticos donde la mayoría de las personas ha logrado
conseguir pequeños espacios de participación, independientemente del color
de su piel, raza, religión, procedencia, etc. La democracia es, en este sentido,
una de las mejores posibilidades que tienen las comunidades políticas para
alcanzar el bien común.
3.2 Los asuntos de la ciudad nos competen a los ciudadanos: participación y
organización social
“Es ciudadano el que pertenece, como miembro de pleno derecho, a
una comunidad política, con la que tiene contraídas unas especiales
obligaciones de lealtad” (Cortina, 2000:66). La definición presentada por la
autora subraya al menos dos cuestiones fundamentales sobre el tema de la
ciudadanía. En primer lugar, la noción de comunidad según la cual cuando
hay principios y valores compartidos se evidencia un consenso entre sus
miembros. Pero todo acuerdo supone la aprobación de lo que conviene a la
mayoría, de manera que sentirse miembro de una comunidad requiere el
esfuerzo personal para dialogar y llegar a acuerdos que sean beneficios al
conjunto de la sociedad. El ciudadano se reconoce entre iguales y tal
reconocimiento sólo es posible en un contexto en el cual a las personas se
les trate de acuerdo a criterios establecidos por la ley. En segundo término se
valoran las obligaciones como parte fundamental de las relaciones con los
otros. La obligación puede ser usada como un sinónimo del término deber. Es
decir, estamos ligados o atados a cumplir con lo que corresponde hacer,
según lo establecido en los controles sociales. El ciudadano tiene deberes y
derechos y no puede dejar a un lado lo que le toca porque es parte
fundamental del entramado social.
El término ciudadano no es nuevo. Los griegos lo utilizaban para
referirse a quienes formaban parte de la ciudad. Los hombres, al cumplir la
mayoría de edad, eran responsables, tanto como los dirigentes electos, de
buscar soluciones a los problemas suscitados en comunidad. Ese mismo
término, con otros matices y con una mayor complejidad semántica en cuanto
a su alcance, se sigue utilizando actualmente. Quizás el elemento novedoso
es que dicha expresión hoy se aplica sin distinciones de ningún tipo para
cualquier persona sin importar el color, la raza, el género o la condición social
y más bien se asume que es un derecho natural propio de las sociedades
democráticas. Desde esta perspectiva, todos los sujetos adquieren la
ciudadanía en tanto comparten una misma naturaleza, la de ser libres, con
capacidad ilimitada para desarrollar sus potencialidades en medio del
contexto en el que les toca vivir con sus semejantes.
Además, lleva implícita consigo el aspecto social. Este rasgo es una
condición típicamente humana. Nosotros modificamos considerablemente
nuestra vida en la medida en que entramos en contacto con los demás y el
desarrollo humano es consecuencia de esa interacción, de ese intercambio
de ideas y del consenso para alcanzar objetivos comunes. Por supuesto, hay
un principio básico que sustenta el progreso y es la propia racionalidad
humana, pero ésta se proyecta y consolida en compañía de otras
intencionalidades y creatividades.

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Por eso la participación en los asuntos públicos y la organización como
mecanismo de convivencia, son vitales para fortalecer la esencia de la
ciudadanía como un ejercicio de las libertades individuales con proyección
en la comunidad. Cuevas (2006) afirma que la participación es un modo de
realizar las cosas de manera compartida y es un derecho ciudadano. Incluye
no sólo la motivación que surge del sujeto que quiere aportar algo a su
entorno, sino que la respuesta de éste es consecuencia de lo que las
condiciones externas a la propia realidad le sugieren y estimulan.
De acuerdo con esta idea, en el caso venezolano, la participación
ciudadana tiene responsablemente que expresarse considerando dos
aspectos fundamentales: Primero, la comprensión de una realidad que nos
exige respuestas sin ambigüedades, y por otra parte, el reconocimiento de
las capacidades personales que nos llevarían a intervenir o a incidir en
distintas actividades grupales o de la comunidad que tienen como finalidad
resolver los problemas que nos agobian. Para lograr este fin conviene
conocer y propiciar la organización social por ser la fuente del fortalecimiento
de las políticas públicas.

3.3 Ser sujeto de deberes y derechos


Tal como lo presentamos anteriormente, un aspecto que define al ser
humano es su condición social. Afirma Izquierdo (2003) que es inconcebible
la vida en el planeta si no es en sociedad. Es una inclinación natural de toda
persona a vivir, a comunicarse, a aprender y a desarrollar sus
potencialidades con los demás. Y de acuerdo al planteamiento de Pérez
(2002), con una simple observación basta para corroborarlo. Por sí solo el
hombre no puede crecer, no puede educarse ni satisfacer sus necesidades
más elementales: “Si un individuo viviera aislado de otros hombres, sólo en
convivencia con la naturaleza, construiría una forma de sobrevivencia tan
elemental como la de cualquier animal” (278). La película “El Náufrago”, cuyo
protagonista es el reconocido actor Tom Hanks, pone en evidencia lo descrito
anteriormente. El protagonista de dicho filme, después de sobrevivir a un
accidente aéreo y quedar atrapado en una isla desierta, hace todo lo posible
por subsistir en medio de la nada. Para ello tiene que adecuarse a las
restricciones de la naturaleza, pero lo más difícil de su estadía en la isla es no
tener la compañía de otros seres humanos. Para no perder la cordura, se
inventa un amigo. Le da rasgos humanos a un balón y con él discute,
reflexiona, pelea, llora, en fin, expresa sus sentimientos, manifiesta aquello
que lo define como ser humano. Esto le ayuda a no perder su condición de
persona. De ese filme se puede deducir que el encuentro con los demás es
fundamental en la consolidación de las dimensiones de la existencia humana.
La condición social implica la aceptación de la cultura como creación
humana en la cual se concretan las normas, los principios y los valores
aceptados por el colectivo para asegurar la perpetuación de la propia
especie. Los deberes y los derechos están relacionados con la cultura pues
ésta, como lo señala Martín (1998), sirve de pegamento a las diversas
creaciones humanas de un colectivo, dándole sentido de pertenencia a sus

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miembros. Sin embargo, el factor clave en todo este proceso es el
cumplimiento de lo pautado culturalmente, de que realmente las personas
cumplan sus deberes y hagan valer sus derechos. Desde ese plano
normativo se consolida la estructura social y las instituciones que se derivan
de los diversos acuerdos humanos, respetando la diversidad de tendencias
culturales, buscan desarrollar al máximo las potencialidades de los sujetos
que en ella conviven.
Somos sujetos de deberes y derechos porque los valores, las normas
y los principios morales son aspectos constitutivos de la naturaleza humana.
La racionalidad se manifiesta no sólo en la capacidad de crear y de
progresar. También tiene su fundamento en la estructura social que nos
define a través de las leyes y los reglamentos los cuales se presentan como
elementos normativos para una sana convivencia entre los miembros de la
comunidad. Si se conocen los limites de la actuación humana, es porque
existe un sentido de pertenencia al grupo. Cuando se respetan las normas
sociales el sujeto manifiesta con su conducta la condición humana que lo
define. Lo mismo ocurre cuando al sujeto se le ofrecen las oportunidades
para que desarrolle todas sus potencialidades como ser humano.
Cualquier constitución del mundo democrático contiene los principios
declarados en el año 1947 sobre los Derechos Humanos. Nuestro país
también los tiene recogidos en diversos artículos de la Constitución. Allí se
establecen los deberes a los cuales se someten los ciudadanos para lograr
objetivos comunes en beneficio de la colectividad. La interrogante que
dejamos para la discusión es qué tanto se cumple lo estipulado en dichas
normas y qué sentido de responsabilidad ciudadana existe en el venezolano
en cuanto al cumplimiento de sus deberes y el respeto por parte de las
autoridades de sus derechos.

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Referencias bibliográficas:
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Aristóteles.1985. Ética nicomaquea, ética eudemia. Editorial Gredos. Madrid.
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