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D IV Á N EL TERRIBLE

C olección dirigida p o r

Carlos Farrés • C ristina Fontana • María Unceta

con la colaboración de

Francis G uijarro • José Lasaga • Marie-Ange Lebas Royer


ceníes

Diván
eBfeRwIss
BIBLIOTECA NUEVA
I

© Manuel Baldiz y M .a Inés Rosales, 2005


© E d ito ria l B ib liote ca N ueva, S. L., M a drid, 2005
A lm agro, 38 - 28010 M a drid (España)

ISBN: 84-974 2-3 73-9


D e p ó s ito Legal: M -6 .1 53-2005

Im p re so en Top P rin te r Plus


Im p reso en España - Printed in Spain
0. Introducción ................................................ 9

1. T ú adolesces - Creces, cambias , sufres... I5

2. «¿Qué podría ser?» - ¿Qué eres o qué que­


rrías se r-h a ce r? .............................................. 27

3. ¡O h, tus padres! - ¿Q u é quieren de ti? ... 45

4. Te encuentras-desencuentras con ella,


con él - ¿Amor, sexo? .................................. 71

5. Tus am igos y... los otros - ¿Sem eja ntes


o d ife re n tes? .................................................. 87

6. La «prueba» de las drogas - Pasar o que­


darse ................................................................. 107

7. D e bulimias y anorexias - C o m er dema­


siado o dem asiado p o c o ............................. 133

8. Epílogo (a m odo de despedida) ............... I5I


introducción

ola. N o creas que nos resultará sencillo escribir

h sobre ti, sobre vosotros, los y las adolescentes


de hoy; a la vez que para ti, para vosotros; es
decir, tal como hemos comenzado: tomándote como
interlocutor y como lector.

¿Ves? Ya estamos en un prim er dilema. ¿Hablamos en


singular o en plural? ¿A ti o a vosotros? Bien, no hay
más remedio que elegir: nos quedamos contigo, aun­
que no todo lo que digamos hablará de ti, porque tú
eres único o única y particular.

Estarás viendo que un segundo dilema es cómo resol­


vemos el masculino y el femenino. Pensamos que así,
com o nos está saliendo: a veces te nombraremos
como él y como ella; pero permítenos que no siem­
pre, porque admitirás que cansa un p o co ... Después
de todo, si la cuestión de la diferencia sexual se resol­
viera tan fácilmente como poner todo el tiempo «los
adolescentes y las ad olescentes»... ¡Ah! Aprovecha­
mos esto de la sexualidad (de lo que hablaremos, cla­
ro está) para decirte que somos psicoanalistas.
Y precisamente si nos atrevemos a intentar hablarte o escri­
birte sobre algunas cosas que puede ser que te pasen, que
las pienses, que te preocupen o te hagan sufrir en este trán­
sito desde el niño que eras al chico o a la chica grande que
ya empiezas a s e r ... bien, es porque muchos como tú, desde
hace muchos años, nos vienen hablando en nuestras consul­
tas, y también en algunas charlas con debates.de esas que se
organizan para jóvenes. De tanto escucharlos hemos creído
entender algunas cosas de las que hablaremos en este libro.
C laro que no escuchamos de cualquier manera, sino desde
lo que hemos aprendido cuando nos hemos psicoanalizado
y también cuando estudiamos a Freud, a Lacan (ya los irás
conociendo) y a otros.

D e modo que no nos limitaremos a describir lo que se


supone que es la adolescencia, o lo que se dice que sienten,
piensan o hacen los adolescentes.También intentaremos dar­
te cuenta de ciertas causas, o de com entarte algunos con­
ceptos psicoanalíticos desde donde nosotros pensamos la
cuestión.

Pero no te asustes, tratarem os de explicarte las cosas con


sencillez, si bien contamos con tu curiosidad por sa b e r...
Y si luego de haber leído el libro has aprendido algo de psi­
coanálisis (como quien no quiere la co sa ... o a lo m ejor sí la
quieres, y luego deseas saber más, nunca se sabe), bueno,
mucho mejor. Pues se trata de un aspecto del conocimiento
que está arraigado en nuestra cultura; lo sabrás por el cine y
por algunas series de televisión, aunque muchas veces se
banaliza y se muestra lo que en verdad no es. Además, pue­
de que te permita una forma más abierta y a la vez más c rí­
tica de pensar y de entender ciertas cuestiones.

Te adelantamos que lo que fundamentalmente el psicoanáli­


sis nos ha enseñado es que los sujetos (tú, en este caso) tie­
nen un inconsciente-, quiere decir que a veces saben cosas, sin
saber que las saben, o sin querer saberlas, pero las dicen de
alguna manera, de otra manera. ¿Cómo? Por medio de los
sueños que nos cuentan, de los lapsus que cometen, o de las
interrupciones, silencios o repeticiones al hablar. N osotros,
como psicoanalistas, apuntamos a que ellos se hagan respon­
sables de saberlo, o m ejor dicho, de seguir negando eso
que saben. Ésta es una responsabilidad distinta a la respon-
i ilidad moral, que por supuesto no desdeñamos y hasta
h ia incluirla, sólo que es de una especie diferente (Este
sii . i lo proseguiremos en otros lugares).

¡10 eres nuestro paciente, está claro, ya que no eres tú


¡■un está hablando en nuestra consulta. Por eso, te lo decía-
•. ya, no es de tu experiencia particular de lo que vamos a
■ribir, sino de cuestiones que, siendo generales, pueden
. ;■<-rte pensar en otras más tuyas o de tus amigos y amigas
¡no te cuentan cosas. Puede que esta lectura te provoque pre­
cintas, o ganas de saber más sobre lo nuevo que estás expe-
; unentando y su relación con lo más antiguo (quizá ya sepas
que para los psicoanalistas es importante que la gente arme
u historia infantil). Si eso pasa — que te surgen preguntas—
no te preocupes si no hallas demasiadas ni inmediatas res­
puestas. ¡Las preguntas valen por sí mismas! Puede que te val­
gan, por ejemplo, para confrontarte con algunas dificultades
que te hayan surgido en esta travesía que es la adolescencia, y
que siempre es mejor reconocer, y si hace falta luego, tratar.

A veces ilustrarem os algún tema con un pequeño ejemplo:


dichos o avatares de jóvenes que hemos conocido en nues­
tra práctica.

Bueno, pero antes de com entarte las cuestiones sobre las


que vamos a tratar contigo, te querríam os decir que no pen­
samos que debamos excluir a tus padres, profesores, psicó­
logos y otros adultos de esta lectura, así, sin más, como si de
una censura se tratara. Tenemos claro que nuestro inter­
locutor o interlocutora eres tú. Pero si ellos se enteran un
poco de estas cuestiones de los jóvenes, en general, ¿no
crees que podrían entender algo más de ti? De todas formas,
tú decides.

Co m o ves, éste es un pequeño libro que forma parte de una


colección mayor. De modo que no necesitas pasarte meses
para acabarlo, si es que decides hacerlo.

Verás que, de entrada, nos detenemos en la palabra adoles­


cencia, que evoca tanto el crecim iento, la renovada sexuali­
dad y los cambios en el cuerpo, como también por la seme­
janza del sonido: el dolor por lo que se pierde, por lo que se
deja atrás, y el adolecer (faltar) de tal o cual cosa que hace
sufrir a cada uno.
También hablamos (porque los chicos y las chicas nos hablan
de ello) de ideas e ideales nuevos acerca de lo que crees que
eres y de lo que querrías o no querrías ser; de lo que espe­
ras de los otros y ellos de ti; de las ganas de separarte de lo
que ellos — ¿tus padres?— son o te han mostrado; de lo que
te piden; ¡de cómo han cambiado! (¿O ha cambiado tu mira­
da hacia ellos?)

¡Y del amor! ¿O del sexo? ¿Se funden, se con-funden, se dis­


tancian? ¡Del lío entre lo femenino y lo masculino!

N o nos olvidamos de tus amigos porque tú no los olvidas


(aunque a veces ellos te dejen fuera de a lg o ... ¿O siendo tú
tan popular jamás harían tal cosa?) Y tampoco de los otros, de
los que a veces te resaltan demasiado sus diferencias... que
se visten de otra forma, que escuchan otra música, que vie­
nen de otra parte. ¡Que te dan ganas de pelearte!, sobre
todo cuando te da por pensar que ellos o e lla s... se lo pasan
m ejor que tú! ¿Y qué diremos del colegio o del instituto
donde se encuentran los amigos y más cosas, algunas de las
cuales te gustan menos?

N o me dirás que tenemos que pasar por alto las drogas y el


alcohol. N o seríamos justos con la mayoría: algunos y algu­
nas los consumen, preocupados o no; otros piensan que no
desean hacerlo; pero casi seguro, muchos querrían saber de
qué se trata ese objeto de consumo tan particular que deja
a algunas personas tan prendidas, tan prendadas de él, casi
como si de un novio o novia se tra ta ra ...

Y, finalmente, creem os que debemos reflexionar un poco


sobre algunos adolescentes, generalmente chicas (puede que
conozcas alguna), que lo están pasando mucho peor que tú
cuando te dueles por tus cosas que fallan o que pierdes; que
han cambiado últimamente, pero de una forma algo diferen­
te de como tú has cambiado; que sus padres han acudido
con ellos al médico de familia y luego al psiquiatra, al psicó­
logo o a algún centro (y no sólo porque quieren saber por
qué les pasan algunas cosas que no les gustan. Ya sabes que
ese querer saber es interesante, y es una buena razón para
pedir consulta). Nos referim os a quienes se encuentran en
un serio riesgo para su salud, psíquica y física: aquellas que
están alimentándose de form a tan irregular, insuficiente o
excesiva, que has oído nombrarlas com o anoréxicas o bulí-
micas.

Por último, queremos inform arte un poco más sobre nos­


otros, los autores de este libro, cuyos nombres ya habrás leí­
do en la cubierta: uno, Manuel Baldiz, es médico psiquiatra; la
otra, M.a I nés Rosales, es psicóloga clínica.Y ambos, como te
hemos dicho, nos hemos formado en la teoría y en la prác­
tica psicoanalítica, y hemos investigado, estudiado y tratado
bastante el tema de la adolescencia y a los adolescentes mis­
mos. De modo que ambos conocem os suficientemente cada
uno de los temas o capítulos propuestos. Sin embargo, por
una cuestión eminentemente práctica, como es evitarnos la
dificultad de redactar de form a conjunta, hemos preferido
repartirnos los temas. D e esta manera, cada uno ha elegido
algunas cuestiones para desarrollar, lógicamente poniendo su
escrito a la lectura del otro: el que hacía de lector se tomaba
el trabajo de sugerir al escritor correcciones, agregados, etc.,
etc. ¿Q uieres saber qué capítulos escribió cada uno? Vale,
satisfaremos tu curiosidad (om itirem os los subtítulos).

M.a Inés Rosales redactó: esta Introducción; I .T ú adoleces;


2. «¿Qué podría ser?»; 4 .Te encuentras y desencuentras con
ella, con él; 5 .Tus am igos... y los otros.

Manuel Baldiz redactó: 3. ¡O h, tus padres!; 6. La «prueba» de


las drogas; 7. D e anorexias y bulimias; y el Epílogo.

Bueno, si este pequeño programa, que no agota el tema de


los jóvenes, ni mucho menos, ya lo sabes, llega a nombrarte
en tu particularidad; si, a pesar de eso, ha despertado tu inte­
rés, ya puedes empezar a andar a través de nuestros siete
capítulos. Hasta luego.
tú adolesces - creces, cambias, sufres...
A m odo de justificación

a irás sabiendo hasta qué punto los psicoanalistas nos

y
ocupamos de las palabras: son nuestro instrumento
de trabajo porque el inconsciente de cada cual está
hecho de lenguaje, es decir, en tu caso, de todo lo que se dice
y se ha dicho de ti, incluso desde antes de que tú n acieras...

Entonces, como te decíamos en la Introducción, vamos a


pensar en las palabras adolescencia y adolescente. Y lo vamos
a hacer desde la etimología y desde el sonido. (Intentaremos
ser breves, y tú un poco paciente.Te interesará).

Etimológicamente provienen del latín: adulescentia y adules-


cent o adolescent que, a su vez, derivan del verbo adolescere,
que significa crecer. Pero gráfica y fonéticamente (por las
letras y por el sonido) este verbo, que traducido sería ado-
lescer, se escribe y suena muy parecido a adolecer, que signi­
fica padecer de algo, o carecer de alguna cosa.Y ambos con­
tienen la partícula dol que remite a dolor. Adolescencia,
entonces, parece conllevar crecimiento, cambio, dolor y falta.
(¿Sientes que podrías estar de acuerdo, así, en una primera
lectura?) Las definiciones que dan los diccionarios de la len­
gua castellana destacan la vertiente de tránsito, de pasaje,
entre la niñez y la edad adulta: «Edad que sucede a la niñez, y
que transcurre desde la pubertad hasta el pleno desarrollo».

Utilizando el verbo como se hacía en latín podríamos conju­


gar: «tú adolesces», que querría decir: «tú creces».Y es verdad,
no sabemos si fue recientemente o hace ya algunos años,
pero es posible que hayas pegado un buen estirón. ¡Y cuán­
tos cambios en tu cuerpo! Además de ganar en altura, peso,
masa muscular (con el consiguiente aumento de tu fuerza físi­
ca), han cambiado tus proporciones: puede que se hayan alar­
gado tus piernas, que se hayan redondeado tus caderas y cre­
cido los pechos si eres una chica, y que tu espalda se haya
puesto más cuadrada y te haya salido barba si eres un chico;
y fundamentalmente tu aparato genital ha tomado la forma,
el tamaño, la anatomía y la fisiología del adulto.

Y como el YO de cada uno está ligado a la imagen del cuerpo


propio en el espejo (te contaremos más de esto en otro capí­
tulo), entonces, al m irarte allí y ver qué diferente e stás...
empiezas a sentir que tu Y O también ha cambiado, y es posi­
ble que comiences a preguntarte ¿quién soy?, y a constatar
que el niño o niña que eras, irremediablemente se ha perdido;
se ha perdido para ti, y también para ellos, tus padres (cues­
tión sobre la que también volveremos en otro lugar). Posible­
mente éstos sean momentos de adolecer sobreviniendo senti­
mientos de falta, de pérdida, de inseguridad y de d o lo r...

T ú cam bias, él cam b ia...

Pero además están los otros chicos y chicas, tus semejantes,


que también funcionan como espejos: tú te miras en ellos,
que, al igual que tú, también han crecido y han cambiado.
Algunos de los jóvenes de ambos sexos que escuchamos en
nuestras consultas, creen que los otros están mejor que
ellos. ¿Quizá les ven más altos, más fuertes, más delgadas o
m ejor formadas, con proporciones casi perfectas, o faccio­
nes más delicadas o más recias, según el gusto o m ejor dicho
el ideal de cada uno? Entonces, si es así, puede que a veces
no se gusten tanto y sueñen con se r diferentes o con modi­
ficar alguna parte de su cuerpo; y hasta es posible que lo
piensen con reiteración, y que miren a los demás y se com ­
paren con insistencia...Tam bién en este punto ellos y ellas
se duelen, y sienten que adolecen de lo que querrían tener,
de lo que creen que el otro o la otra tiene más y mejor.

No sabemos si en algunos momentos esto te pasará a ti,


pero, si es así, te vamos a confesar un secreto: casi podemos
asegurarte que ese íntimo amigo o amiga con quien te com ­
paras y que crees que siempre sale ganando, también piensa
que quien tiene las cosas (sean físicas o de otro tipo) que a
él le faltan, de las que adolece, ¡precisamente eres tú! ¿Por
qué pasa esto?

El Psicoanálisis nos enseña que lo que se desea nunca está


del todo disponible, no se encuentra, está como perdido
para cada u n o ... Entonces.se tenga lo que se tenga (belleza,
dinero, gran inteligencia, etc.), nunca es suficiente para el
sujeto, porque nunca es eso que busca sin cesar, y que supo­
ne (pero sólo supone) que quizá el otro sí tenga la suerte de
poseerlo.Y aunque se vayan obteniendo cosas, lo que en un
momento se cree que es el verdadero objeto deseado ¡va
cambiando constantemente! y va tomando diferentes nom­
bres. ¿Has visto que a veces piensas que lo que a ti te falta
es tal o cual cosa y, después de obtenerla, empiezas a pensar
que lo que en realidad quieres es lo de más allá? Bien, esto
es así; lo cual no significa que no intentes conseguir lo que
te gusta, ni mucho menos. Pero sí está bien poder pensar
que lo que se va consiguiendo nunca es todo, porque todo no
puede tenerse, ya que siempre habrá esa impresión de que
lo deseado está precisamente más allá; y eso vale para ti y
para el más admirado o (¿por qué no d ecirlo ?) envidiado de
tus amigos y amigas.

Pero no sólo el espejo y tus semejantes en los que te miras te


indican que has cambiado.También los adultos te miran y te
ven muy diferente de como lo hacían hasta hace unos años.
Y si las cosas van más o menos bien, ellos te dan más dere­
chos; pero también ¡te piden más responsabilidades! Y eso es
así no sólo en casa y en el colegio (que ahora es enseñanza
secundaria). También en lo social, en general.se te toma muy en
cuenta. Fíjate: aunque no gusta pensar en esto, en muchos paí­
ses la llamada «responsabilidad penal» comienza en la adoles­
cencia. Y en otro orden de cosas, la misma publicidad te tiene
muy en cuenta: jóvenes como tú (o tú mismo, vaya a sab er...)
salen como protagonistas en muchos anuncios; y en todo caso,
muchos de estos reclamos van dirigidos a ti.Y es que se te con­
sidera un potencial comprador, y muy importante, ¡un consu­
midor hecho y derecho! Y claro, te quieren vender de todo,
porque de alguna manera ellos también saben que tú buscas y
no cesas de buscar esos objetos de deseo que, como decía­
mos, van cambiando constantem ente... La ropa de moda, el
móvil de última generación, ¡a veces la moto! (¿a que has teni­
do no pocas discusiones por ella con tus padres?).

No sé si te habrás dado cuenta de que esta nueva mirada de los


adultos hacia los adolescentes no siempre es confiada. En oca­
siones, a algunos mayores les resultan un poco intranquilizantes
los más jóvenes... Y es que, de la misma forma como tú eres
visto de manera distinta, también tu mirada hacia ellos ha cam­
biado: ya no les ves ni tan grandes (a muchos tú les has sobre­
pasado en altura, posiblemente), ni tan poderosos (tú ahora tie­
nes ganas de desobedecerles, y lo haces a menudo). Tú les
desafías de diferentes formas más de una vez, y casi seguro te
gusta un poco descubrir que ellos van con más cuidado cuan­
do se dirigen a ti. Pero, a veces, este juego de miradas y de
mutuas desconfianzas puede agrandar las distancias que tu cre­
cimiento ha hecho en cierto modo inevitable, causando dolor a
ambas partes, a ti y a ellos; y más dolor aún cuando esos adul­
tos son tus padres (tema que trataremos especialmente). ¿Ves?
Aquí también se arma la serie: crecimiento-cambio-dolor.

Preguntem os a Freud

Bueno, pero hay algo más, y muy fundamental que está con­
tenido en los significados posibles de la palabra adolescencia
que hemos ido apuntando. Es decir, algo que también y, sobre
todo, tiene que ver con el crecimiento y con el cambio en el
cuerpo; con lo infantil de lo que te estás separando; con algo
que falta y que se pierde; y con el sufrim iento; pero, a la vez,
con una forma inédita de gozar: de gozar tu cuerpo y tam ­
bién, cuando eso ocurre, y por algunos momentos, el cu er­
po del otro. N os estamos refiriendo a la nueva sexualidad
que este crecim iento te ha aportado; esa que posiblemente
traiga ligado (¿o desligado?) al a m o r... Pero este tema sí que
m erece un capítulo aparte, ¿no lo crees?

N o obstante, te vamos a adelantar de qué forma Sigmund


Freud (com o ya sabes, el creador de la teoría y de la prácti­
ca psicoanalítica) concibió la adolescencia.

Él hablaba de pubertad, que en el diccionario se define como:


«Época de la vida en que comienzan a manifestarse los
caracteres de la madurez sexual.» Y llama específicamente a
uno de sus escritos: «M etamorfosis de la pubertad.»

Freud también ponía el acento en el cambio para explicar


esta edad; en aquel que se produce en la sexualidad. Lógica­
mente a ese cambio sexual lo vinculaba a algo muy real,
como es un cuerpo que madura genitalmente hasta hacerse
apto para la reproducción.

Pero, ¿en qué otra cosa consiste ese cambio en materia


sexual? Porque si se dice que la sexualidad del adolescente
cambia, es en tanto se supone que antes de la pubertad o de
la adolescencia lo sexual ya estaba, aunque de otra manera
(¿lo habías pensado o experim entado acaso?).

Pues sí, para Freud hay una sexualidad infantil; y aún más, lo
sexual se hace presente desde que el cachorro humano vie­
ne al mundo. ¿Cóm o es esto? Bueno, eso puede pensarse así
porque Freud dejó muy claro que la sexualidad es algo más
amplio que la genitalidad (que es la posesión y el uso de los
órganos genitales, masculinos y femeninos, ya maduros para
poder reproducir).

Una vez hecha esta distinción, podemos entender que Freud


hable de diferentes etapas de la sexualidad infantil, a las que
también llama fases libidinales (a la energía sexual la llama libi­
do). Te las contarem os brevemente.

D ice que luego del nacimiento, el bebé, niño o niña, concen­


tra todo su placer, su energía, su libido en la boca y en el obje­
to que chupa; porque mamar o chupar es su principal fuen­
te vital; por donde consigue el alimento y el placer de suc­
cionar, y por donde empieza a conectarse con algo que el
pequeño más tarde comprenderá que está fuera de él: la
madre o quien la sustituya. El ama el pecho o el biberón que
le da la madre y hasta su propia boca o sus labios, más allá
del alim ento.Y con su llanto pide más satisfacción aun cuan­
do ya haya saciado su hambre; y se duele cuando el otro no
responde, y él siente que su objeto preferido se halla perdi­
do. Toda su sexualidad (¡ojo!, recuerda: no sus órganos geni­
tales) está puesta en esa zona corporal y en esos objetos
que le dan placer cuando los tiene, y dolor cuando se alejan
de él. Esto es lo que Freud llama: «Etapa (o fase) oral».

Pasado un tiempo, la madre, o quien lo cuida, empieza a exi­


girle a la niña o niño que sea más higiénico: que controle sus
esfínteres, y que haga caca o pipí en el orinal, y ya no en los
pañales. Esto le trae un poco de conflicto (y también a
los padres), pero cuando consigue hacerlo donde su madre
le pide, ¡oh!, ella se pone muy contenta, y le dice «¡muy bien,
cuánta caquita!», etc. (¿Verdad que lo has olvidado? Aunque
quizá te su e n e ...) Entonces el niño o la niña descubre un
gran placer en soltar su caca en el orinal cuando la madre se
lo pide, por am or a ella; o en retenerla, para luego volver a
dejarla en los pantalones... ¡por odio a ella! C la ro ,e l peque­
ño ya está aprendiendo que a veces se siente amor, y otras
odio (o los dos sentimientos al mismo tiempo ¡qué lío!)
Y, probablemente, ha descubierto también que su caca, tan
aplaudida y tan bonita, es ahora arrojada al W .C . por la mis­
ma persona que antes la alababa. ¿Qué pasa aquí? Lo cierto
es que, por todo eso, casi toda su libido, sus sensaciones pla­
centeras o su sexualidad infantil están puesta en el ano y en
los esfínteres que él hace (¿has observado que algunos niños
pequeños, si los grandes se descuidan, son capaces de poner­
se a jugar encantados con su caca?). Bien, a esta época
corresponde lo que Freud llama: «Etapa (o fase) anal».

En otro momento, ya menos interesado por los placeres que


le da su boca o su ano, si es un niño descubre su pene, con
las sensaciones que esa parte de su cuerpo le produce.
Cuando ve que las niñas y su madre no tienen lo mismo que
él, prim ero intentará negarlo, dice Freud. Luego creerá que
la niña lo ha perdido, quizá por haberse portado mal (quizá
un adulto la ha castigado de esa manera) y teme que a él le
pase lo mismo. (Freud dice que el niño tem ería en este sen­
tido a su padre, por rivalizar con él por el am or de su
madre). Es lo que Freud llama en el niño «Com plejo de cas­
tración». ¿Y qué piensa la niña cuando ve la diferencia sexual?
P u e s... según Freud, ella también cree que debería tener
pene como los n iñ o s... Q ue quizá se lo han sacado, o tal vez
le crezca cuando pase el tie m p o ... Parece ser que ambos,
niño y niña, temen o creen en una posible pérdida.

En fin, resulta un poco mítico todo esto; y es posible que lo


sea. Es decir, que no necesariamente se constata tal cual así
en la historia infantil de cada uno. Pero a nosotros los psico­
analistas nos sirve para entender algunas fantasías, o algunos
síntomas de los sujetos, hombres y mujeres, quienes con fre­
cuencia parecen evocar recuerdos o producir sueños que
hacen alguna referencia a esto que dice Freud, y que para él
constituye la tercera etapa de la libido o de la sexualidad
infantil, a la que llama: «Etapa (o fase) fálica», tanto para el
niño como para la niña.

Antes de continuar, te vamos a narrar a propósito de esto,


el recuerdo que nos contó un adolescente: nos dijo que,
cuando él estaba en Párvulos a los cuatro años, tenía una
banda de niños que se dedicaban a perseguir a las niñas (nadie
se hacía daño, ni había conductas agresivas, y todos, chicos y
chicas, parecían divertirse). Cuando las niñas, en razón del
mismo juego, les decían tontos o les hacían burlas, los niños
les respondían: «¡Si vosotras sois unos niños que os han co r­
tado el pitito!» Y te aclaro que el chico que nos lo contó, no
era para nada machista, ni había tenido una educación sexis­
ta, sino todo lo contrario: tanto sus padres como el colegio
donde asistía se caracterizaban por ser muy progresistas, en
el sentido de no establecer ninguna supremacía ni el mínimo
privilegio por pertenecer a un sexo biológico o a otro; que
es, por otra parte, lo que corresponde. Pero, te repetimos,
no todos los sujetos pueden dar cuenta con esa claridad de
esa etapa, tal como Freud la describe.

Bueno, y después de esas tres fases, ¿qué caminos toma la


sexualidad? Freud dice que, pasado ese tiempo que te hemos
descrito, el niño entra en la escuela, sus intereses sexuales infan­
tiles se desvían hacia otros intereses superiores como los
aprendizajes, hacia sus maestros, sus amigos y sus juegos; y hay
como un tiempo de silencio de la sexualidad,al que llama: «Eta­
pa de latencia» (aunque aclara que no se trata de un silencio
to ta l... muchos niños y niñas siguen investigando en su propio
cuerpo o en de los com pañeros... ¡jugando a médicos!).

Pero el tiempo pasa, las gónadas sexuales m aduran... Y se


produce el despertar de la sexualidad. Y según Freud, todos
los objetos que habían estado sexualizados en la infancia (los
objetos orales, anales, fálicos), despiertan, sí, pero ahora al
servicio de la nueva genitalidad que, a su vez, estará dispuesta
para la reproducción. Bueno, ¿qué te parece? Contado así
parece muy lógico, muy natural: el chico crece, maduran sus
órganos genitales y tiende a unirse a una chica. La chica crece,
hace el mismo proceso y se encuentra con él. Pasado un tiem­
po, pueden ser padres de un bebé. Pero el mismo Freud se da
cuenta de que no todo es tan sencillo en los hum anos... ¿Ver­
dad que no? Continuaremos este tema en otro capítulo.

Y, ¿cuánto dura?

A sí, en abstracto, es imposible determ inar cuándo empieza y


cuándo acaba la adolescencia; cuáles son sus hipotéticos lími­
tes temporales, por abajo y por arriba. Varía mucho según las
épocas, según los sujetos y según los criterios que se utilicen
para considerar que alguien ya, o a ú n ... adolesce. Dicho de
otro modo: hay tres tipos de variaciones que, si te parece,
podemos ver algo de cada una, para entenderlas m ejor:

I. Las variaciones históricas. Piensa en la actualidad: se ha


producido algo así como un fenómeno de inflación o de
ensanchamiento de la adolescencia, de modo tal que, en
general, se inicia más pronto pero también se tarda más
en abandonarla. ¿Has visto que a algunas niñas de I I ó 12 años
ya les gusta maquillarse y vestirse como chicas mayores? ¿Y
qué me dices de muchos chicos que casi llegando a los 30
años siguen viviendo con sus padres? Pensando en ir a la dis­
co, vistiendo y hablando una jerga muy adolescente; o bien
no pudiendo situarse en ningún oficio o profesión (más allá
o más acá de los problemas reales que se producen en algu­
nos momentos y lugares para encontrar trabajo y que, por
supuesto, hay que reconocerlo para saber dónde empieza la
responsabilidad subjetiva, de ese joven, lo cual conecta con
el punto que sigue).

2. Las variaciones individuales. Son las que dependen de los


rasgos particulares de cada caso. Es decir, que, más allá de la
influencia de la época, tanto un chico o chica que adelanta
la adolescencia como otro que la retrasa están respondien­
do a cuestiones propias, subjetivas, de su historia individual,
que lo llevan a querer ser mayor más pronto o más ta rd e ...

3. Las variaciones conceptuales. Son aquellas que hacen


referencia al modo en que entendemos qué es eso de la ado­
lescencia. Según lo que entendamos como más característi­
co o específico de la edad adolescente, situaremos su inicio
o su final en un momento u otro de la evolución psicológi­
ca; y hasta sería factible en algunos casos hablar de adoles­
cencia perpetua, inacabable.

Los anglosajones utilizan un térm ino que casi seguro cono­


ces: teenagers. Y aquí incluyen las edades comprendidas entre
los trece y los veinte, que son las cifras que en inglés term i­
nan en la partícula «teen»: thirteen, fourteen, fifteen seventeen,
eighteen, nineteen. Pero com prenderás que es algo bastante
a rb itra rio ... aunque no deja de tener cierto interés. Porque
la cifra de los 13 tiene su gracia. En muchas chicas esa edad
suele coincidir con la menarquia, es decir, con el inicio de la
menstruación. Pero, además, el número 13 tiene leyenda, tra ­
d ició n ... Digamos que es un número difícil. (¡O h! Eso tam­
bién se dice de los adolescentes!) Y a veces hasta es, para
algunos supersticiosos, un número maldito, de la mala suer­
t e ... ¡Esto sí que no! N o es ninguna mala suerte co nvertir­
se en adolescente. (Bueno, a veces la «mala suerte» es para
algunos padres en los momentos en que sus chicos adoles­
centes se les ponen re b e ld e s...) ¡Y lo de malditos es pura
calumnia! Aunque, entre n o so tro s... ¿Verdad que alguna vez
cierta viejecita cruzó la calle para no toparse contigo y con
tu banda? Es que veníais casi arrasando.Tanta energía y tan­
ta vitalidad, según cómo y a quién, puede dar temor. ¿A que
te habías dado cuenta?
Bueno, basta de bromas y pasemos a los 20. Es la cifra que
se pone en el otro extrem o. ¿Sabes que a algunos jóvenes les
cae mal cumplir 20 años? Cuando ya han pasado realmente
muchos años más resulta incomprensible ese sentimiento.
Y sin embargo alguna vez eso ocurre, y el chico siente como
que ha concluido algo, como que debe despedirse, hacer el
duelo de alguna co sa ...

Com o medida del fin de la adolescencia, la edad de los 20 es


igualmente arbitraria. N o obstante, evoca el fin de una déca­
da, un cambio de dígitos; en definitiva, un salto simbólico.
¿Será por eso que da un poco de tristeza?

Fíjate que el origen del sistema decimal se basa en el hecho


de que los seres humanos empezamos a contar con las
manos, y con ellas podemos contar hasta diez. De ahí que los
cambios de década siempre tengan un valor simbólico muy
fuerte. Y aunque el pasaje de la adolescencia a la edad adul­
ta no tiene por qué coincidir con el momento de los 20 años
(¡hay veinteañeros muy poco adultos!), puede resultar una
cifra adecuada para representar algo de una especie de aca­
bamiento o de final. Un equivalente imaginario de un cuerpo
completo con sus veinte dedos de las manos y los pies.

P e ro ... ¿no nos estamos adelantando demasiado, hablando


de un posible final de la adolescencia, cuando todvía vamos
por el prim er capítulo?
¿qué podría ser?» - ¿qué eres o qué querrías ser-hacer?
omo ves, el título de este capítulo es una frase inte­

C rrogativa que lleva comillas. Si te intriga, te lo explica­


mos: estamos citando a un adolescente de quince
años al que llamaremos Pablo, que un día lanzó esa pregun­
ta. Sus padres habían consultado por él ya que estaban preo­
cupados por sus malas notas en el Instituto, por su form a de
vestirse (parecía una mezcla de squatter y de punky) y otras
novedades de su manera de actuar desde hacía algún tiempo,
tan diferente de su conducta infantil, según su familia. Entre
las cosas que contaron figura ésta:

El hermano de Pablo, a quien llamaremos Marcelo, tenía unos


años menos, y aún no había comenzado la adolescencia. Esta­
ba en esa época que te dijimos de latencia, donde las cosas
están para los niños y las niñas más o menos en orden: buen
alumno, interesado por todo, bastante obediente en ca sa ...
Bueno, en ese momento, Marcelo era lo opuesto de Pablo,
su hermano mayor. Sin embargo, también se mostraba muy
interesado en observar todos esos cambios que su herma­
no estaba experim entando; y trataba por todos los medios
que éste le dejase participar de ellos, entrar en su habitación,
curiosear los extravagantes posters que colgaban de sus
paredes, etc. En fin. Ese día, luego de pasarse algún rato con
Pablo, Marcelo co rrió a explicar a sus padres que su herma­
no había llenado una hoja de dibujos. Eran signos de las más
variadas y también contrapuestas ideologías, muchas de ellas
muy radicales: la hoz y el martillo de los comunistas, la cruz
esvástica de los nazis, la A rodeada de un círculo de los anar­
quistas, una especie de lanza que dibujan los llamados «cabe­
zas rapadas» (como ya sabrás, son unos jóvenes bastante
agresivos que a veces pegan a los extranjeros y algunos dicen
reivindicar a H itler), la flecha quebrada que simboliza a los
okupas o squatters (los que ocupan casas vacías, y dicen estar
en contra del sistema y de la especulación inmobiliaria), etc.
Y con una mezcla de extrañeza, admiración e intriga, el más
pequeño dijo a sus padres que mientras Pablo miraba muy
serio sus dibujos preguntó a su hermano m enor (o más bien
hablaba consigo mismo): «¿qué podría ser?».

Bueno, la frase tiene su interés. Fíjate que él quería decir «¿a


qué ideología o grupo se podría adherir?». En cambio, nom­
bró su ser. Y en este caso no dijo «¿qué soy»? (Una pregun­
ta que los adolescentes se suelen hacer con frecuencia,
como vimos en el capítulo anterior), sino que le agregó el
«podría ser», como si él pensara de alguna manera que aún
no es. O que no es del todo. Además de ponerlo en interro­
gante, lo cual obviamente apunta a algo que no se sabe o, al
menos, se duda, o se trata de averiguar...

Pero, ¿por qué necesita buscar qué ser, o buscar su ser? Es


que efectivamente ¿cree que no es, o que no es lo suficien­
te? ¿O que no es aún lo que debería ser? ¿Es eso lo que tú
y mucha gente llama «sentirse inseguro de sí mismo?» Es
posible que se trate algo de todo eso.

Nos falta un poco de ser

Prim ero te diremos algo que es general a toda persona, a


todo sujeto que habla, independientemente de su edad o de
su etapa vital: justamente, porque hablamos, todos sentimos
y sabemos de alguna manera que algo falta en nosotros, que
hay algo que no está com pleto en nuestro ser. Por eso esta­
mos en una búsqueda permanente.

¿Con qué tiene que ver esto que nos falta? Lógicamente con
muchas cosas; pero te nom brarem os tres (aunque verás que
tú ya las sabes bastante, pero ahora lo verás desde este nue­
vo punto de vista).

De esto ya hemos hablado en el Capítulo I, así que sólo te


lo recordam os: nos falta siempre un objeto que no alcanza­
mos nunca; ya que cuando creem os haberlo conseguido (lo
que sea), siempre cambia, es decir, que lo que antes deseá­
bamos, ahora no ta n to ... y se ha transform ado en otra cosa.
Pero claro, eso nos da una sensación de tener algo de menos,
o sea, de ser o de estar incompletos.

Q ue nuestro ser no esté com pleto también tiene que ver


con que, como hablamos y pensamos, somos los únicos
seres que sabemos sobre la m uerte. Eso quiere decir que
sabemos que somos bastante menos que seres inmortales, y
de ninguna manera e te rn o s ...

Finalmente, ese sentimiento de algo que nos falta también


tiene que ver con una cosa que ya te hemos explicado. Aun­
que vuelva a sonarte algo raro, se trata de esa idea infantil
(que de alguna manera nos queda para siempre) de que un
pedacito del cuerpo (¿parece ser que el p en e...?) se ha per­
dido en algunos (¿las niñas?) y, por lo tanto, cualquiera lo
podría perder (también los n iñ o s...). Esto igualmente puede
suscitar el sentimiento de no estar completo (o de dejar de
estarlo).

Bueno, como te decíamos, esa sensación (o ese saber) de que


algo falta en el ser de cada uno, le sobreviene a cada sujeto
y a todas las edades. Pero es en la adolescencia (época en
que, com o sabes, muchas cosas cambian) cuando este saber
que no se está completo toma una nueva forma de sentirse
y también de expresarse.
Los m otivos de tu pregunta

Bueno, ¿y por qué otras causas (además de las generales)


buscan los y las adolescentes qué poder ser?

Antes de intentar darte algunas respuestas, queremos hacer­


te notar que cuando alguien, por ejemplo Pablo, se pregunta
«qué podría ser» — además de eso que falta en todo ser
humano, incluso por eso mismo— esa pregunta también se
refiere a los deseos y a los ideales de cada uno. Es decir, que
el chico se estaba preguntando, aunque sin decirlo: «¿Qué
deseo ser?» Y también, «¿qué debería ser?». Esto último es
claro, porque no te olvides que cada uno piensa que los
otros esperan algo de é l...

Por lo que nos explican en las consultas, hemos encontrado


algunas causas o motivos por los que los jóvenes se preguntan
qué quieren-pueden-deben ser. Son éstos:

I . Por algo que ya vimos: el espejo te devuelve una nueva


imagen de ti, de tu cuerpo. ¿Lo recuerdas? Entonces te pre­
guntas quién eres aho ra.Y al m irarte emites un juicio sobre
cómo crees que eres, cómo piensas que te ven los demás y
cómo querrías ser desde una imagen ideal que tú te forjas.
Q ue te sientas bien frente a tu imagen, o inseguro y que­
riendo cambiarla y ser de otra manera, ¡ojo!, no depende de
datos supuestamente objetivos. Porque lo que el sujeto mira,
lógicamente ¡siempre es subjetivo! Y mucho más cuando se
mira a sí mismo. Esa valoración depende en cambio de
muchas otras cosas de la vida o de la historia de cada uno,
aunque no siempre se sepa, o al menos de form a conscien­
te (se podría averiguar, aunque caso por caso).

Lo que seguramente es cierto es que tú debes conocer


algún chico o chica, que sin ser demasiado agraciado física­
mente, se siente bien como es; y en cambio habrá otro u
otra que teniendo una cara y una figura agradable se ve a sí
mismo francamente mal. (Sobre este tema insistiremos en
otro capítulo.)

En resumen, aquí los y las adolescentes se preguntan por su


ser y por su querer ser a través de la imagen.
2. El segundo motivo tiene que ver con los padres, o las per­
sonas que han criado al chico o a la chica en cuestión (tema
al que dedicamos un capítulo). ¿Sabes por qué?

Mira, cuando eras pequeño, tú sabías, al menos, una cosa: que


ibas a s e r ... mayor como tus padres.Y el hecho de que tus
padres fueran tan grandes los convertía en tus ideales (por
ser, precisamente, lo que tú no eras). Casi seguro que en más
de un momento los habrás visto muy fuertes, muy podero­
sos, y ¡hasta muy ricos! (a lo m ejor sólo por verlos manejar
dinero para com prar cosas, o sacar billetes del cajero auto­
mático, ¿puedes recordarlo?). Bueno y, con todo eso, tú que­
rías ser como ello s.Y hasta es posible que dijeras que traba­
jarías de mayor de lo mismo que ellos trabajaban. Era la
época en que les amabas mucho, aunque también rivalizabas
con ellos o con alguno de ios dos. E incluso — también
entonces— les tenías manía por momentos, al pensar que
ellos podían tanto y tú tan poco.

Pero el pequeño o la pequeña luego salió de semejante lío


amoroso, se olvidó durante un tiempo de ello (otra vez la épo­
ca de latencia), y al llegar el crecim iento, la adolescencia y la
nueva sexualidad, ¿qué hacer con aquellos padres que des­
pertaban tantas pasiones?

Bien, lo prim ero, como ya eres grande, hay que quitarles ese
apasionamiento. Pero, ¿no te has ido a veces al otro e xtre ­
mo? De papás todopoderosos a totalm ente imperfectos.
Pero entonces, ¿dónde poner ahora el apasionamiento?
¿Dónde los ideales? «¿Qué podría ser, si ya no es seguro que
quiera ser como ellos?»: podemos form ular así otra versión
de la pregunta de Pablo.

¿Encontrando la respuesta?

Pero, entonces, hay que encontrar en otra parte la respues­


ta a la pregunta «¿qué podría ser?» Hay que hallar sustitutos
a esos padres y a esos ideales que ya no están puestos en
ellos. Es lo que los adolescentes se dicen, aunque sin form u­
larlo explícitam ente.
Los jóvenes nos muestran diversos lugares donde creen
encontrar esos nuevos ideales con que responder a su pre­
gunta. Y, a través de ellos, también ensayan o intentan sepa­
rarse de los padres de la infancia.Te comentaremos algunos:

I. Algunos chicos y chicas encuentran ese ideal con el que


identificarse, en personas de la misma generación de sus padres.

En algunos casos sólo imaginan que tienen otros padres, m ejo­


res, más ricos, más guapos o más intelectuales, según el gus­
to de cada uno.

Pero la mayoría de las veces se trata de personas concretas,


como, por ejemplo, un m onitor o una profesora. A lo mejor
a ti mismo te ha pasado, que la ves o la has visto como a
alguien capaz de escucharte, de tom arte en serio, de tran­
quilizarte si estás inseguro o insegura de lo que vales, de
m ostrarte que sí eres capaz, etc. Entonces tú piensas que
podrías ser como él o como ella.Y comparas a esta persona
con tus padres.de los que tal vez estás quejoso porque pien­
sas que te critican en exceso, que les parecen «tonterías» tus
nuevas ideas, que infravaloran tus sentimientos, y hasta tus
pesares.Y claro, ese nuevo adulto sale ganando en la compa­
ración. Si bien tú sabes en el fondo que para esa persona no
debe ser tan difícil aceptar tus particularidades (o tus rare­
zas) como lo es para tus padres, dado que son estos los que,
en realidad, deben responsabilizarse de ti, de tu crecimiento
y de tu educación.

También podría ser que la persona mayor que haya sustitui­


do a tus padres en tu admiración o en tu ideal sea otro
padre u otra m a d re ... de alguno de tus amigos o amigas, a
quien tú veas como el progenitor o la progenitora que te
hubiera gustado tener.Y, entonces, eso se transform a en otro
motivo de envidia hacia ese afortunado hijo que es, precisa­
mente tu amigo o tu amiga.

Sobre esto te vamos a explicar otro ejemplo de nuestra


práctica:

Una chica a la que llamaremos Laura se sentía diferente, no


comprendida y, sobre todo, mal con su madre (separada del
padre desde hacía muchos años) y muy distanciada de ella.
Explicó que al entrar en el Instituto (enseñanza secundaria)
había conocido gente nueva; y había quedado fuertem ente
impresionada por algunos padres de los otros, cultos y pro­
gresistas, que tenían en su casa una nutrida biblioteca y suge-
rentes cuadros con pinturas originales. Y se lamentó de
tener una madre tan «m ediocre». Decidió entonces que ella
también sería culta, intelectual, diferente de su mamá. ¿Q ui­
zá como esos otros padres? Estaba claro que buscaba dife­
renciarse, separarse de la madre que tanto habría querido en
su infancia. De tanto buscar su diferencia, empezó a sentirse
a veces demasiado distinta de todos, a preocuparse, a sentir
miedo de no adaptarse a los otros y al mundo que le toca­
ba {que nos toca a todos) vivir.

En su tratam iento pudo hablar de esto y de muchas cosas


más que la hicieron progresar, m ejorar y acercarse a su
madre. ¿Y sabes qué pudimos saber o, m ejor dicho, qué pudo
decir-saber ella misma? Q ue su mamá (a la que trataba de
ver tan simple y m ediocre) hablaba varias lenguas, y había
vivido en el París de Mayo del 68. (¿Habías oído hablar de esa
especie de revolución o revuelta juvenil francesa, en la cual los
estudiantes clamaban «¡La imaginación al poder!»?). Y tam­
bién había estado en Nueva York cuando el movimiento
hippy pedía el fin de la G u erra de Vietnam. Se lo contó tar­
díamente su madre, cuando la joven estaba m ejor y ya ambas
podían hablar. ¡Oh! Resulta curioso, ¿verdad? Q u e Laura, por
un lado, no hubiera visto rasgos interesantes en la madre,
aunque no conociera esos hechos de su biografía; y que, por
otra parte, ella buscara ser aparentemente como los padres
de los otro s, alguien con ¡deas muy progresistas y con cultu­
ra humanística. Pero en esa aparente diferencia respecto de
su m a d re ... encontró su semejanza.

En este caso, como en muchos otros, la pregunta «¿qué


podría ser?» halló su respuesta en algo que posiblemente fue
un ideal materno. Y ¡ojo! N o hay por qué sentirse mal o
decepcionado cuando se descubre que eso que se quiere ser
coincide con algo fa m iliar... El trabajo en sus sesiones y,
sobre todo, su propia lucidez le perm itió aceptarlo, y luego
sentirse cómoda con la carrera escogida por ella, y con
muchas otras de sus elecciones vitales.

2. O tro s adolescentes tratan de saber qué quieren ser a tra ­


vés de jóvenes de su misma generación y muy cercanos a ellos.
Algunas veces tratan de encontrar la respuesta fijándose en
uno de sus amigos o amigas que de pronto sobresale del
grupo por alguna razón, de acuerdo a los intereses de ese
conjunto. Por ejemplo: si a la pandilla le interesa fundamen­
talmente el deporte, el líder será la chica o el chico más fuer­
te, m ejor dotado y que más destaque en ello. Si se trata de
un grupo más intelectual: que leen, van al cine, discuten
de política o de otras cuestiones, hasta filosóficas... pues el
más admirado será el que se supone que sabe más, que está más
informado o tiene más facilidad de palabra. Si en cambio se
trata de un grupo que prefiere divertirse, salir mucho, bailar
a tope, conquistar (eso que en España se suele decir ligar, o
en Argentina levantar)... bueno, aquí se llevará la palma aquel
o aquella que tenga más éxito social y amoroso; y también
más aguante para bailar más y mejor.

Entonces la mayoría de los del grupo sentirán que lo que


m ejor les podría pasar sería ser como ese amigo que se ha
transformado en el líder.

Y ahora nos vamos a referir a casos un poco extrem os, pero


que no se dan con mucha pero sí con alguna frecuencia.
Freud y otros autores han hablado de eso que se llama
fenómeno de masa o psicología de las masas, y que no sólo se
da en la adolescencia. Pero sabes que aquí estamos hablando
de cómo los jóvenes viven determinadas situaciones y de
qué particular manera:

Bueno. En algunos casos (extrem os, recuérdalo) los chicos o


chicas del grupo no se conformarán con ser como él (como
el líder) tratando de imitarle, sino hasta desearán ser él. Pero
como transform arse realmente en otro es imposible, lo que
sí puede que ocurra es que los demás le depositen casi total­
mente a él o a ella lo que quieren ser, es decir, su ideal. Y, jun­
to con ello, le depositarán también en determinadas ocasio­
nes hasta el amor, la voluntad, la conciencia moral y los
deseos de cada uno, de modo que sólo habrá el deseo de ese
líder. Y, claro, por momentos hasta se sentirán liberados de
ciertas prohibiciones que les habían impuesto sus padres o
la sociedad; aquellas que hacen falta para que exista alguna
civilización. Entonces, cada uno amará al líder, y se sentirá
igual a él; y todos se querrán entre sí sólo por pertenecer,
como hermanos, al mismo clan que tiene un jefe tan fuerte.
Algo así como si todos llevaran la misma marca. C laro que
los que queden por fuera, los que no pertenezcan a ese gru­
po tan fuertem ente identificado con su líder, serán vistos
como demasiado diferentes, demasiado otros, y según en qué
momento se los podrá visualizar como verdaderos enemigos
(sobre esto volverem os en otro capítulo).

Y por aquí puede venir un riesgo importante, si ocurre que


ese amigo-líder tiene una tendencia no muy socializada, si se
dan o aparecen en él impulsos agresivos o violentos. Bueno,
dado que los demás habrían renunciado a sus propias volun­
tades o a su conciencia moral en favor de su líder; que habrían
olvidado lo que siempre había estado prohibido para ellos, lo
que habían aprendido que no debían o no era conveniente
h a c e r... entonces muchos chicos de esa pandilla, en momen­
tos en que el líder detecta a un enemigo pueden encontrarse,
casi sin darse demasiado cuenta, realizando actos muy negati­
vos contra otros, de violencia o de destrucción. Actos que
posiblemente si hubieran estado solos, sin la banda, nunca se
hubiesen permitido realizarlos.

C re o que todo esto te debe sonar un poco, porque te


habrás enterado de actos violentos com etidos por gru­
pos: o relacionados con el fútbol (co n tra alguien del equi­
po co n tra rio ), o co ntra cualquiera que apareció com o
diferente. Incluso hechos te rrib le s com o los causantes de
algunas guerras, por ejem plo de la Segunda G u e rra Mun­
dial, pueden se r entendidos a través de estos fenómenos
de masa. En un m om ento dado H itler, quien p or desgracia
tenía muchas condiciones de líder, provocó en las masas
sem ejantes identificaciones con su persona, que pudieron
to le ra r y hasta participar, bajo su influjo, en un hecho tan
deplorable com o el holocausto judío, verdadera tragedia
para la Hum anidad.

Bueno, todo esto para contarte cómo a veces, el amigo-líder,


de la misma generación, puede venir para algunos adoles­
centes a ocupar el lugar de los padres o de los adultos a los
que se les ha retirado el liderazgo.Y el chico o la chica cree
que podría ser como el líder es. Aunque a veces esta misma
identificación con ese amigo tan im portante cree malestar al
adolescente, y le haga hacerse preguntas incómodas para él
tales com o: «¿qué pasa? ¿Es que no estoy conforme como
soy? ¿Es que no tengo personalidad?» Ya te dijimos que cada
uno siente a veces que es o que tiene algo menos.

3. Y, por último, te diremos que a veces algunos adolescen­


tes, a fin de saber qué o como quién ellos podrían ser, se
consiguen otros líderes no conocidos directamente, pero famo­
sos. De modo que no pueden ejercer una influencia directa
sobre los chicos pero sí indirecta, y a veces muy fuerte: son
los llamados ídolos.

Y en esto también dependerá del gusto o de la orientación


del o de la adolescente en cuestión, que su ideal sea un fut­
bolista de renom bre, una top model de gran éxito y belleza,
el jefe de un movimiento político-ideológico, un actor o
actriz de moda, el líder de una banda musical, etc.

Entonces puede que algunos intenten vestir o com portarse


com o sus ídolos; que estén pendientes de las noticias sobre
su vida, movimientos, idas y venidas; o que se afanen por
propagar o escribir eslóganes sobre la ideología que el líder
so sten ía...

En fin, generalmente sueñan con ellos, fantasean encontrar­


los, imaginan que un día serán sus elegidos, sus sucesores,
o ... sus amores.

Y aquí, como en el punto anterior, también se dan casos


extrem os, de identificaciones masivas a ese ídolo, tan íntimo
como efectivamente tan desconocido. N o sé cuántos años
tienes tú, nuestro lector o lectora, pero ¿te acuerdas de los
jóvenes que se suicidaron tras el suicidio de K u rt Cobain?
Era el líder de la banda musical «N irvana»; tan lleno de
talento como de conflictos, parecía ser. Pero, caramba, ¿qué
les pasó a aquellos adolescentes? ¿Es que confundieron su
ser con el K u rt, de modo que ellos dejaban de ser cuando
él ya no era? ¿O quizá pretendían que ninguno m oriría real­
mente?

Recuerdo que por esa época tenía en consulta varios ado­


lescentes; algunos se sintieron dolidos por ese final del ído­
lo; en cambio, hubo otros que, lejos de m ostrarse afectados
por la muerte y por la pérdida de ese joven talento, asegu­
raban verbalmente, además de llevarlo escrito en sus cami­
setas negras, « K u rt no ha m uerto».
Sí, quizá ésa es la parte menos asimilable: que no se puede
tener todo el ser, porque existe la m uerte y no la inm ortali­
dad. Q uizá aquellos adolescentes suicidas en el fondo tam­
poco quisieron creerlo, e hicieron ese acto como si fuera un
d esafío ... Lástima que no pudieran ver en ese momento que
K u rt Cobain había perdido su se r; en cambio, ellos mismos
sí podían haberlo conservado, si bien no eterno ni comple­
to, ya que se trata de la vida. Y ellos estaban en la primera
parte de su ciclo.

También hay chicos y chicas que adhieren fuertem ente a la


ideología de algunos líderes, que generalmente ya no viven,
de contenido algo extrem o, o al menos así suenan los esló-
ganes que estos chicos eligen para escribir y tratar de difun­
dir. C laro, los elementos más radicales sirven m ejor a las
ganas de rebelarse que tiene cada cual, de rom per moldes,
de separarse del ser como los p a d res... ¿Has visto el retorno
fuerte del Che Guevara? Curiosam ente se trata de un líder
de final de los años 60 y 70, es decir, de la época juvenil y
hasta infantil de los p ad res... ¡Oh! Volvemos a recordar a
Laura que buscando su diferencia se reencuentra sin saber­
lo con los ideales de su madre.

De todos modos, no deja de ser interesante que los jóvenes


gusten de reflexionar sobre cuestiones sociales o políticas, y
que no siempre se conformen ni que encuentren todo OK sin
el mínimo sentido de la crítica. Lo que ocurre es que a veces
esa posición crítica respecto del sistema, que es ciertam en­
te injusto con los más débiles, les lleve a pretender recha­
zarlo todo.

En algunos casos, esta radicalídad es sobre todo retórica, ensa­


yando a veces un montón de argumentos y de ¡deas no siem­
pre ordenadas o sistematizadas (eso que los adultos dicen a
veces: que el chico tiene «una empanada mental»). Pero — si
es tu caso— no tienes por qué inhibirte de seguir pensando
y aprendiendo. Es lógico que tú aún tienes mucho que leer,
que saber y que vivir, para conseguir realmente unas ¡deas
más sólidas y m ejor justificadas. Pero todo eso que tal vez tú
o tus amigos pensáis, revela, sin duda, un interés por lo que
sucede en el mundo en que se vive; como también, ya lo
sabemos, un intento de m ostrar tu oposición, tu ser diferen­
te a través de un decir diferente del convencional.
En otros casos, la radicalidad lleva a algunos jóvenes a desa­
rrollar unas prácticas supuestamente políticas, pero con unas
actuaciones violentas contra las cosas o personas que para
ellos representan ese sistema social o económico que dicen
rechazar. Tienen algo de revolucionarios, es verdad. Pero en
realidad están dominados por otra cosa que Hegel, un filóso­
fo alemán del siglo x ix , llamó «la ley del corazón». ¿Qué quie­
re decir? Que ellos se apasionan con eso que creen y piensan
(que es algo particular), y lo elevan a necesidad universal. De
modo que están convencidos que eso es lo que es y lo que debe
ser para todos. Y todo cuanto se diferencie de sus consignas
particulares será atribuido a la maldad del sistema y vivido
como algo opresor. D e modo tal que al final llegan a sentir a la
Humanidad y al mundo, en general, como un orden violento
(¡ojo!, a veces sí lo es, aunque no siempre ni todo). Porque
sienten que este orden contradice una ley, que es la suya.
Entonces son ellos los que terminan dirigiendo su propia vio­
lencia contra ese otro que ellos ven siempre opresor, distinto,
ajeno. Para ellos la rebelión es una cuestión necesaria. Y para
eso alimentan el desorden contra el que luego se levantan.
C reo que tú debes haber visto en algunas manifestaciones con
fines pacíficos cómo grupos de estos chicos se separan del
resto y comienzan a lanzar botellas y piedras. Luego — se que­
jan con rabia— vienen las fuerzas del orden a reprimir...

Bueno, para no perder el hilo de nuestra reflexión, te re co r­


damos que estos jóvenes radicales también buscan, a su
modo, su ser, su ser diferente.

Y es verdad que tanto éstos como otras clases de jóvenes


en cierta forma no quieren ser homogeneizados. Se niegan a
disfrutar de las mismas cosas que más comúnmente disfru­
tan los jóvenes del prim er mundo: las discotecas, la música
tecno, los juegos electrónicos, Internet, los móviles la moda
con sus m arcas... Porque es cierto que casi todos gozan de
las mismas cosas, y casi de igual manera; vivan en Barcelona,
en Buenos A ires o en T o k io ...Y hasta pueden participar del
mismo juego a través de Internet un chico de Madrid con
una chica de Melbourne. ¿Lo habías pensado?

Pues sí, hay otro estilo de jóvenes que también se resisten a


lo que para ellos es una uniformización, unas normas de uso
que de alguna forma están determinadas por el mercado, por
la llamada economía global.Y no es que esté mal pensado, no
creas.Tam poco los chicos que consumen de manera unifor­
me, todos iguales, consiguen lo que b u scan ... Sólo que, en
casos extrem os, el empuje de ciertos jóvenes por salirse de
esas normas los lleva a excluirse de toda ley, a quedar por
fuera de toda normalidad En fin, a marginarse.

Entonces buscan otras formas de gozar bien diferentes; a veces


se encuentran con las drogas; y se ven de pronto en las zonas
más conflictivas y peligrosas, o viviendo casi en la calle; tenien­
do que delinquir o p ro stituirse... Su vida ahora se confunde
con las de aquellos que por fuerza nunca han tenido nada por­
que han nacido y se han criado en ambientes muy pobres o
muy problemáticos. Estos chicos o chicas de los que te habla­
mos no son originariamente pobres, sino que ellos renuncian,
como te decíamos, a las formas más corrientes de gozar.
Entonces también abandonan las satisfacciones que segura­
mente tú tienes o puedes conseguir; los amigos, los estudios, el
cuidado de la familia, los a m o re s...Y se quedan con nada, e
incluso con lo peor; es decir, con el máximo sufrimiento.

Tú nos podrás preguntar, ¿por qué eligen lo peor? ¿Por qué


semejante renuncia? Es verdad que nosotros sólo te hemos
dado razones muy generales, como ésta de buscar el ser dife­
rente y en el fondo también un ideal a través de la protesta
contra la uniformidad; de creer oscuram ente que quedándo­
se allí fuera van a hallar el ser completo, ese que tú ya sabes
que no es encontrable, etc. Pero no podemos decirte mucho
más, porque la razón particular de cada uno sólo puede
saberse cuando escuchamos hablar a ese chico de su histo­
ria infantil, de sus padres, de su modo de interpretar las
cosas que ha v iv id o ... Es decir,si tenemos la oportunidad de
tratarlo en nuestras consultas — cosa bastante difícil que
ocurra, aunque no imposible— o en alguna institución en la
que él pueda y quiera pedir ayuda.

O tras veces — y ya sin ir tan lejos como van los jóvenes


marginales— ocurre que muchísimos chicos y chicas actua­
les, tratando de buscar la diferencia, ¡se encuentran con otra
uniformidad! ¿Has visto cuántos tatuajes? Son marcas en el
cuerpo. Cada uno quiere llevar su propia marca, su marca
registrada. ¿No te parece un poco curioso, que sean aquellos
que generalmente suelen estar contra las marcas — las que
impone la moda del mercado— los que terminan casi todos
igualmente marcados?

Muchas veces nos hemos preguntado si los jóvenes que bus­


can m arcarse, tatuarse, ¿no tendrán suficiente con las marcas
de su propia historia?

Bueno, quizá nos podrás decir que te estamos deprimiendo,


mostrando algunos imposibles... Pero queremos decirte algo
más: si ser todo es efectivamente imposible, ser algo, o ser
alguien, ¡claro que es posible!

¿Y sabes una cosa? A ser algo ayuda mucho el hacer algo...


algo que te guste. D e hecho, la clásica pregunta adolescente
¿quién soy?, trae aparejada también otras interrogaciones:
¿soy lo suficientemente apto o apta? ¿Para qué? ¿Para qué
valgo? ¿Para hacer qué cosas?

¡O h, ya sabemos! Nos dirás que aún no sabes lo que te gus­


ta. (¿O quizá tú sí ya lo sabes?). Pero si aún lo desconoces,
no te preocupes en exceso. Lo puedes ir descubriendo...

Es verdad que en el colegio secundario ya se te empieza a


presionar para que vayas sabiendo qué otra cosa querrás
ser-hacer después de acabar. Qué oficio, qué profesión. Si
quieres aumentar más tu formación profesional o quieres
entrar en la U niversid ad ... ¿Prefieres las ciencias, las letras,
la tecnología, el arte? Y en este caso, ¿qué carrera?

¡Uf! Q ué momento difícil este de la elección del hacer; de


aquello con lo que conseguirías un poquito más de tu se r...

Mira, volvemos a los deslizamientos de las palabras: hacer


(hacer cosas) es hacer-se; es decir, hacerse s e r ... hacerte un
poco más de tu ser.

Para concluir, un cóm ic

¿Es más fácil ser un tigre? Parece que sí, a juzgar por Calvin
y Hobbes (quizá les conozcas), dos personajes de una tira
cómica muy popular que se edita en periódicos de bastantes
países.
Calvin es un niño inteligente y rebelde, que a menudo hace
preguntas que de hecho no corresponden demasiado con su
edad aparente; eso es un recurso muy utilizado por los dibu­
jantes para representar en un niño diversos conflictos que
no son sólo de la infancia, sino también de la adolescencia y
hasta de la edad adulta.

Bueno, Calvin tiene un amigo imaginario que es Hobbes, su


tigre de felpa; es decir, un juguete inanimado que, sin em bar­
go, cobra vida propia cuando están los dos solos, fuera de las
miradas de los adultos. Hablando con su amigo, Calvin se
lamenta que, a diferencia de Hobbes, él tenga que ir pensan­
do (¡igual que Pablo!) qué podría ser o qué será en el futuro.
Con una mezcla divertida de admiración y envidia, constata
que Hobbes no tiene que preocuparse de ello, porque nació
tigre y siempre será tigre. Esto no quiere decir que la vida de
un tigre sea fácil, ni mucho m e n o s... Pero lo que sí es segu­
ro es que entre sus dificultades no se encuentra la de pre­
guntarse qué «será», qué quiere ser o qué le gustaría ser (o
hacer). Esas son cuestiones específicas y propias del ser
humano, del ser que habla.. .Y que, como hemos ido viendo,
cobran una fuerza especial en la adolescencia.

Con esto te volvemos a mostrar, de otra manera, que a dife­


rencia del resto de los animales, los hablantes no tenemos el
ser completamente, ni definido de entrada.

En este cómic Hobbes le replica al niño que él, en tanto


tigre, es perfecto. ¿Muy vanidoso, no? Pues sí. Pero a pesar de
la vanidad de esa afirmación, Hobbes, en cierto sentido, tie­
ne razón. De lo que se lamenta Calvin es, entonces, de la
imperfección del ser de los humanos, que no está nunca aca­
bado (¡qué bien, por otra parte!), así como del vértigo de
tener que ir construyendo nuestro propio ser y nuestra
identidad.
oh, tus padres! - ¿qué quieren de ti?
us padres. Q ué pereza tener que pensar y/o hablar sobre

t tus padres, ¿verdad?

A tu edad, en la edad de la adolescencia, no suele ser un


tema especialmente atractivo. Más bien todo lo contrario.
Probablemente, en el ranking de los asuntos de tu interés
debe de ocupar uno de los últimos lugares.

Por lo general, con tus amigos y colegas no gastáis demasia­


da saliva hablando de vuestros padres respectivos, excepto
cuando lo hacéis para destacar algún problema ocurrido en
la relación con ellos, algún desacuerdo sobre las normas que
os intentan imponer o simplemente sobre las diferencias
aparentemente abismales entre vuestro modo de ver el
mundo y el de ellos. A veces incluso os avergonzáis de algu­
no de vuestros padres, o de ambos, y no os hace mucha ilu­
sión que vuestros amigos o colegas sean testigos eventuales
de su modo de trataros o incluso de su mera existencia.

Pero no siempre ha sido así como ahora lo sientes. Hasta


hace relativamente poco, aunque te cueste recordarlo, tus
padres ocupaban un lugar central en tu vida, eran todo o casi
todo para ti. Quizás te resulte difícil admitirlo, pero tiene una
lógica aplastante, que vamos a intentar explicarte.

Los padres de tu infancia

El ser humano llega al mundo en un estado de absoluta inde­


fensión y dependencia, y eso va a m arcar profundamente el
vínculo que establece con aquellos que han intervenido en
su llegada. Hay muchos animales que inmediatamente des­
pués de haber salido del cuerpo de la madre, tienen ya un
grado importante de autonomía y son capaces de sobrevivir
bastante bien sin ayuda de nadie. O tro s, por el contrario,
necesitan de la ayuda materna durante un tiempo más o
menos prolongado que suele coincidir con el tiempo en que
la madre vuelve a parir otra criatura. Los mamíferos y los
marsupiales son fundamentalmente los dos grupos a los que
pertenecen estas criaturas materno-dependientes a las
que nos estamos refiriendo. Supongo que sabes (si no tienes
ya un tanto oxidados tus conocimientos de Ciencias de la
Naturaleza) que los seres humanos no pertenecemos a
la categoría de los marsupiales, aunque la verdad es que a
veces nos parecemos bastante a los canguros que tienen que
cargar con sus crías pegadas al cuerpo durante un buen perí­
odo de tiempo.

Los humanos somos mamíferos, y dicha condición implica


que la lactancia (es decir, la alimentación por leche materna
o sustitutos de ésta) juegue un papel básico en las primeras
etapas de nuestra vida. Además de ser mamíferos, pertene­
cemos al género de los primates, constituyendo de algún
modo el eslabón más evolucionado de la cadena evolutiva.

El hecho de hallarnos supuestamente en la cima de la escala


de la evolución, en el punto de máxima sofisticación del desa­
rrollo animal, tiene sus luces y sus sombras. Com o tantas
otras cosas de esta vida, es un asunto con su cara y su cruz,
con sus virtudes y sus miserias. Llegar al mundo con un sis­
tema cerebral tan complejo como el nuestro conlleva una
especial vulnerabilidad en las primeras etapas de la vida,
durante las cuales dicho sistema todavía tiene que acabar de
desarrollarse. Es lo que algunos científicos llaman «fetaliza-
ción», es decir, que salimos del cuerpo de nuestra madre
cuando todavía no estamos acabados de hacer del todo,
como si aún fuésemos un feto inacabado. Por ello, el cacho­
rro humano es tan extraordinariam ente frágil y dependien­
te. Si no hay alguien que se ocupe de alimentarle, darle calor
y protegerle, no tiene ninguna posibilidad de supervivencia.
Y además no sólo necesita que algún adulto se ocupe de
satisfacer sus necesidades fisiológicas básicas, sino que tam ­
bién le resulta indispensable recibir otro tipo de cuidados
que van más allá de lo estrictam ente biológico.

Si a un recién nacido se le cuida solamente en el nivel de las


puras necesidades físicas garantizaremos únicamente su
existencia animal (a veces ni siquiera así), pero no podrá
acceder jamás a la categoría de hijo y de ser humano. El
cachorro humano necesita leche, horas de sueño, una tem ­
peratura ambiental dentro de ciertos límites, etc., pero
necesita también caricias, palabras, mimos, canciones y son­
risas. Para tener un futuro posible, no le basta con ser ali­
mentado; debe ser también hablado, acariciado, m irado,y eso
quiere decir que los adultos que le han dado la vida desean
algo más que abastecer sus necesidades corporales.

Ser padres es mucho más que generar una nueva criatura,


mucho más que engendrar en el plano estrictam ente bioló­
gico. La vida que los padres construyen no puede reducirse
a esa dimensión de lo «bios», es una vida de persona, de
«sujeto» decimos en psicoanálisis.

¿Y el com plejo de Edipo?

A fin de que entiendas m ejor la relación que todos y cada


uno de nosotros hemos establecido inevitablemente con
aquellos que han sido nuestros padres o han funcionado
com o tales, vamos a hablarte un poco del famoso, y a menu­
do malinterpretado, complejo de Edípo. Fíjate que decimos
«aquellos que han sido nuestros padres o han funcionado
como tales». C o n esta última indicación ya estamos introdu­
ciendo una cuestión esencial: no nos referimos tanto a los
progenitores reales (a los llamados padres biológicos) sino a
aquellos que han desempeñado la función materna y pater­
na tal y como en seguida te explicaremos.

En una prim era aproxim ación podríamos decir que el Edípo


es una metáfora muy útil para pensar la compleja trama de
relaciones entre los hijos y los padres. Esa compleja trama
empieza mucho antes de lo que probablemente te imaginas.
En realidad, se inicia incluso antes de la puesta en marcha del
proceso fisiológico de la fecundación. Tanto si la mujer y el
hombre en cuestión desean conscientemente que ella se
quede embarazada como si, por el contrario, no tienen una
intención consciente de que eso ocurra, ambos tienen ideas
propias (conscientes e inconscientes) respecto a la posibili­
dad eventual de llegar a ocupar (o no) el lugar de padres de
un hijo/a. Esas ideas, fantasías, prejuicios, anhelos, etc., depen­
derán a su vez del modo en que ellos hayan vivido la relación
con sus propios padres.

Imaginemos el caso más habitual, es decir, el de una pareja


que decide voluntariamente y de común acuerdo intentar
tener un hijo o una hija. Desde ese mismo momento, antes
pues de la existencia real del hijo/a como cuerpo, como pre­
sencia real en el mundo físico, el hijo/a empieza sin embargo
a existir ya en el discurso de la pareja (es decir, que se habla
de él) y en sus fantasías más o menos explícitas y más o
menos compartidas.

En psicoanálisis interpretam os este hecho diciendo que hay


una anterioridad lógica de lo simbólico. Lo simbólico son las
palabras o lo que llamamos (tomándolo de la lingüística) el
discurso. Utilizamos el térm ino «O tro » (así, con mayúsculas)
para referirnos a todo eso que pre-existe al hijo/a. El cacho­
rro humano deberá sujetarse a ese O tro que le precede
para constituirse como sujeto y en esa sujeción (no siempre
sencilla) las funciones materna y paterna son esenciales.

La madre opera para el recién nacido como el prim er obje­


to de la satisfacción. Ya te hemos anticipado que no hemos
de confundir la madre real con la función materna, la cual
puede ser desempeñada por alguien que no haya traído el
hijo al mundo. Es una función que tiene una vertiente real de
cuidados efectivos y vitales, pero que va mucho más allá
de eso. La función-madre es la que llena de am or el cuerpo
del hijo/a, aunque también es la que le da el lenguaje, lo baña
en el lenguaje. Fíjate que para referirnos a la lengua funda­
mental de cada uno, decimos «lengua materna». La madre,
pues, da am or y lenguaje, y en realidad es difícil separar por
completo el uno del otro. El am or nunca es completamente
ajeno a lo discursivo, por arcaico y profundo que sea, siem­
pre está de algún modo vehiculizado y/o enganchado a las
palabras conscientes e inconscientes, dichas o solamente
pensadas.

En psicoanálisis decimos que la madre «libidiniza» al hijo/a,


retomando un viejo térm ino, el de «libido», que se vincula
con la palabra alemana Liebe (am or) pero que está cargado
también de connotaciones eróticas. Piensa que, de hecho,
cuando hablamos de Eros o de erotism o estamos mezclan­
do algo del am or con algo del sexo. Más tarde, esa erotiza-
ción tendrá que ser limitada, incluso prohibida en parte, pero
al inicio del desarrollo del sujeto es imprescindible que se
produzca, y constituye la reserva energética con la que ese
sujeto se va a ir enfrentando a los sucesivos conflictos que
le vaya deparando la existencia. Esa «libido» materna tam­
bién prepara al hijo/a para que pueda amar a otras personas
cuando crezca.

La función paterna es justamente la que debe ocuparse de


limitar la relación entre el hijo/a y la madre, ayudando a que
el hijo/a vaya adquiriendo autonomía y no se quede captura­
do/a para siempre en dicha relación. Desempeñan dicha fun­
ción, en realidad, tanto la madre como el padre. La primera,
aceptando que hay otras cosas en el mundo que pueden ser
de su interés, más allá de su hijo/a. Y el padre, ubicándose,
colocándose, en el lugar de ser una de esas «cosas» por las
que la madre puede estar interesada. Implica m ostrarle al
hijo/a que hay deseos que circulan por fuera de la relación
dual materno-filial. Implica abrirse a la alteridad, es decir, a
los otros, a la cultura, a lo social, a lo simbólico.

El deseo m aterno puede haberse colmado durante un tiem ­


po en la relación con el hijo/a, pero por fortuna las mujeres
no suelen conform arse con ser madres al ciento por ciento.
Dicho de otro modo: lo materno no debe aplastar lo feme­
nino, y aunque sea extraordinariam ente difícil determinar
qué es eso de lo femenino, en este punto de nuestra argu­
mentación basta señalar que hay una diferencia muy intere­
sante entre ser mujer y ser madre, a pesar de que habrás
oído más de una vez ciertos discursos en los que se sostie­
ne que el súmmun de la feminidad, su supuesta realización
extrem a, es la maternidad.

Una vez más el psicoanálisis le da la vuelta a ciertos tópicos


y prejuicios comunes. Gracias a que la mujer no quiere ser
toda ella madre, tiene otros deseos que van más allá de las
criaturas que trae al mundo, y esos deseos facilitan al hijo/a
la salida hacia lo que llamamos «padre» aunque no siempre
se corresponda exactamente con un padre real.

No nos cansaremos de insistirte en que lo que más debe


interesarnos es la función paterna y no tanto el individuo
concreto que ejerce de padre, aunque también es verdad
que no podemos prescindir por completo de ciertos ele­
mentos particulares que dependen de aquellos que se
encuentran ocupando el papel en cuestión. De todas formas,
un ejemplo nos ayudará a explicar m ejor lo que queremos
decir. Se trata del hecho aparentemente contradictorio de
elegir en la tradición cultural de raíz cristiana a san José
como el representante ejemplar de la figura del padre. ¿No
es ciertam ente curioso que el día de san José sea el día del
padre cuando precisamente en el episodio bíblíco se nos
dice que ese carpintero llamado José nada tuvo que ver con
la concepción real del niño Jesús?

Com o ocurre a menudo con los mitos, hay una verdad estruc­
tural en el fondo de lo imaginario de esa historia en cuestión.
Escoger precisamente a José como paradigma del padre es
una elección muy inteligente dado que pone el acento en la
dimensión no-biológica de la función paterna. ¿Sabes por qué
a menudo a los que llevan el nombre de «José» se les llama
familiarmente «Pepe»? Viene precisamente de «padre putati­
vo», cuyas iniciales son «pe-pe», y que quiere decir ni más ni
menos «aquel a quien se supone que es el padre», el reputa­
do como tal. Es que, en el fondo, todo padre es un padre
«putativo», porque se trata de una nominación sostenida por
la madre (que le da un padre a su hijo) y por el padre (que
recibe esa nominación, y la acepta) independientemente de si
se corresponde o no con la verdad de la biología.

En este sentido (y en otros) los psicoanalistas consideramos


que ser hijo/a adoptivo/a no se diferencia en lo fundamental
de serlo biológicamente. Podríamos decir, para que lo captes
mejor, que incluso los hijos biológicos han de ser «adopta­
dos» por sus padres, y si ello no sucede ese hijo/a tendrá
grandes dificultades para ser algo más que un cuerpo salido
del cuerpo de la madre.

Pues bien, el complejo de Edipo es el recorrid o del hijo/a


por esas dos funciones de las que te estamos hablando.
Habitualmente se vulgariza diciendo que el niño quiere acos­
tarse con su madre y matar a su padre, y que la niña desea
lo contrario, es decir, m atar a la madre y acostarse con el
padre. Hay algo de verdad en ese modo tan rápido de decir­
lo, pero debemos aclarar que se trata de deseos que no
siempre son conscientes. Com o su nombre indica se trata
de un «com plejo», es decir, de una trama complicada de sen­
tim ientos, posiciones y fantasías. Lo de «com plejo» no debes
entenderlo en el sentido negativo de cuando por ejemplo
decimos que alguien tiene un «complejo de inferioridad»,
sino en el sentido de algo que no es simple, no es sencillo.

De niños todos hemos gozado con nuestras madres y nues­


tros padres, en la vida diaria, en los juegos cuerpo-a-cuerpo,
al ser bañados, al ser acariciados, de innumerables maneras.
N o es fácil ir renunciando a esas experiencias de satisfac­
ción. Algunas empiezan a generar cierta culpa sí, por ejem­
plo, se asocian con la excitación sexual, y entonces pueden
ser objeto de la represión. También siendo niños todos (o
casi todos) hemos experim entado sentimientos muy ambi­
valentes frente a nuestros padres. La ambi-valencia quiere
decir que pueden co existir el am or y el odio en una misma
relación. Todos (o casi todos) hemos querido «matar», de
algún modo, a nuestros padres, matarles simbólicamente,
prescindir de ellos, olvidarnos de su presencia.Y eso no quie­
re decir que luego vayamos a ser asesinos en la vida adulta.
Más bien al revés: la posibilidad de «asesinar» simbólicamen­
te a nuestros padres implica un cierto grado de salud psí­
quica, aunque sea un tanto problemático utilizar el térm ino
«salud» desde una perspectiva psicoanalítica.
Matar a los padres quiere decir atravesar de alguna manera
las dependencias infantiles hacia esas figuras que tanto nos
han marcado.Y en la adolescencia precisamente se pone muy
en evidencia esa cuestión del amor-odio hacia los padres y
de la dificultad de salir del Edipo sin algún tipo de sufrimien­
to subjetivo.

¿C ó m o y con quién te identificas?

Un concepto muy importante también para seguir profundi­


zando en esta complejidad del escenario edípico es el de la
«identificación». El hijo/a ama (y odia) a sus padres, pero al
mismo tiempo se identifica a ellos, apropiándose de ciertos
rasgos del padre y de la madre que le ayudan a ir confor­
mando su «yo». A menudo, cuando la relación de amor o de
odio es demasiado fuerte y peligrosa para el sujeto, queda el
recurso a la identificación. En otras palabras, es el pasaje del
«querer» al «querer ser como». En los niños pequeños ese
querer ser como papá o como mamá puede ser muy explíci­
to y transparente, pero a medida que avanza el tiempo pasa
a ser algo más oculto, oculto incluso para el propio sujeto. En
un psicoanálisis cada uno de nosotros puede re-descubrir
esos elementos que fue incorporando en sí mismo y que per­
tenecían de algún modo a sus antecesores (recuerda lo que
dijimos de la anterioridad del O tro con respecto al sujeto).

Si volvemos a la adolescencia, nos habíamos detenido en la


perplejidad que tal vez te causaba nuestra afirmación de que
hubo un tiempo en que los padres eran importantísimos
para ti. Ahora, desde luego, no te lo parecen tanto, incluso a
veces te resultan un verdadero estorbo. ¿A qué se debe ese
cambio? Es bastante inevitable, aunque no siempre ha de
darse con el mismo grado de dramatismo.

Los padres tienen que ir cayendo de su pedestal poco a


poco, y tu modo de percibirlos también se va a ir modifican­
do. Forma parte de la propia estructura de la adolescencia el
cuestionar de un modo bastante radical la autoridad de los
padres, discutirles su saber, sus normas, su form a de ser.
La adolescencia es el momento de máxima rebelión.Ya sabe­
mos que los niños pequeños pueden también rechazar en
ocasiones a sus padres, discutirles, negarse a seguir sus indi­
caciones, etc., pero esa dinámica de rebelión alcanza su m áxi­
mo apogeo en los años adolescentes.

El adolescente empieza a captar que la manera idealizada en


que ha vivido a su madre y a su padre no se corresponde
con la realidad. Seguro que has vivido (o estás viviendo) esa
des-idealización en mayor o m enor grado. A medida que te
vas abriendo al mundo, vas conociendo más adultos y tam­
bién a otros jóvenes de tu edad o algo mayores. Esa apertu­
ra modifica sustancialmente tu percepción de los padres. Lo
que sucede es que, al mismo tiempo que se empieza a librar
esa batalla en la vida cotidiana, en tu inconsciente persisten
inmodificados muchos ingredientes antiguos de tu relación
infantil con los padres, y eso hace que las cosas se compli­
quen un poco. Por ejemplo, es posible que tú o alguno de tus
amigos haya dicho en alguna ocasión que no quiere ser en
absoluto como su padre o su madre y que cuando se inde­
pendice piensa vivir y com portarse de un modo bien dife­
rente a ellos. Pero a pesar de sentir (y decir) eso de un
modo muy intenso, las identificaciones edípicas a las que nos
hemos referido antes siguen operando de una manera silen­
ciosa pero efectiva.

Un joven de 16 años me decía con gran pasión, en una entre­


vista en mi consulta, que él no quería parecerse en nada a su
padre, con el que estaba pasando un período de enfrenta­
mientos bastante duro. Con prudencia, le dije que no estaba
tan seguro de ello, com entario que suscitó una mirada de
compasivo desdén por su parte. Sin embargo, a los pocos
días, en una nueva entrevista, me explicó algo que le había lla­
mado mucho la atención: charlando con unos amigos de sus
diferentes maneras de firm ar, se dio cuenta con gran so r­
presa para sí mismo que la firma que estaba tratando de
co nstruir como «su» firma definitiva era una copia casi exac­
ta de la firma de su padre.

Tener una identidad no es una tarea simple. No basta con la


información heredada genéticamente. Hay otra herencia bien
distinta que es la que tiene que ver con todo aquello que
vamos tomando de nuestros padres, y también de lo social,
de la cultura en la que estamos inmersos, tanto si nos gusta
como si no. A Freud le gustaba citar una frase del pensador
alemán Goethe que dice algo así como «aquello que has
heredado de tus padres, conquístalo para poseerlo». Una
interpretación de dicha frase es la de que al sujeto le convie­
ne ser consciente de aquellos elementos que provienen de
sus antecesores y se repiten en sus maneras de ser y de
desear. En lugar de vivir pasivamente dichos elementos toma­
dos de los otros (fundamentalmente de los padres), lo cual a
veces implica cierto grado de sufrimiento, se puede intentar
hacerlos propios de un modo más activo y saludable.

Ya que no has tenido más remedio que co nstruir tu propia


identidad con fragmentos de tu padre y de tu madre, el psico­
análisis intenta que cada uno de nosotros sea más conscien­
te de cuáles son dichos fragmentos. Se trata de que, en vez
de rechazar las figuras materna y paterna, las «atravesemos»
de alguna manera y nos ubiquemos en una nueva posición
sin ataduras ni rencores.

Los padres fueron como dioses para ti (y para todos), en una


época, tanto si lo recuerdas como si lo has olvidado o lo has
reprimido. Piensa que todas las religiones se nutren de refe­
rencias a las figuras paterna y materna, como una gran pro­
yección en el cosmos de la necesidad infantil de contar con
seres todopoderosos que nos aman y nos protegen, pero
también nos castigan. Más adelante (al margen de si eres o
no creyente en alguna religión) los padres han ido dejando
de ser dioses, y según los casos se han convertido en ogros,
seres molestos, censores patéticos, individuos más o menos
entrañables, o simples adultos con los que convives y a veces
apenas recuerdas que te mantienen. Con el tiem po, cuando
vayas madurando, o eventualmente con ayuda del psicoanáli­
sis, podrás ubicarlos de otra forma y pasarán a ser «perso­
nas», con sus defectos y sus virtudes, con sus síntomas y sus
contradicciones, en definitiva, seres humanos.

Por supuesto que hay casos extremos de padres que han fun­
cionado muy mal en el oficio paterno, por tratarse de perso­
nas muy enfermas, perversas en ocasiones, o por circunstancias
complicadas que han dificultado extraordinariamente que las
cosas se fueran procesando dentro de los límites de una cier­
ta normalidad. Pero incluso en esos casos es posible acceder a
una posición en la que la vivencia de los padres sea distinta y
no cause demasiado dolor. N o te estamos diciendo que haya
que reconciliarse siempre con ellos y/o perdonarles; no se tra­
ta de eso, pero sí de intentar vivirlos de un modo diferente,
recapitulando, re-dimensionando, construyendo respuestas,
aunque no todo pueda ser comprendido ni justificado.

L a crisis de los padres

Examinemos ahora lo que ocurre desde el lado de los


padres.Tal vez será útil que pensemos un poco lo que les
pasa a los padres en el momento en que sus hijos se trans­
forman en adolescentes. N o se trata de que los compadez­
cas, pero ya verás que, al igual que no es nada fácil para vos­
otros, tampoco lo es demasiado para ellos.

Por lo general, en la cultura del mundo occidental que esta­


mos tomando como referencia básica, los padres de los ado­
lescentes suelen tener entre cuarenta y cincuenta años. Sin
necesidad de acudir al tópico de la llamada «crisis de los cua­
renta», se trata de un momento complicado para muchos
adultos.Tú estás explotando a la vida, pletórico/a de fuerzas,
con todas las posibilidades vitales por delante, pero tus
padres están justamente empezando a declinar. Empiezan a
estar tocados de m uerte, si me permites decirlo de un modo
un tanto dramático.Ya no es posible ignorar el decaimiento
físico, se inician los prim eros achaques de la edad adulta (si
no se han iniciado ya hace un tiempo) y, a menudo, los padres
de los padres (tus abuelos) están entrando de pleno en la
vejez o incluso están empezando a faltar de este mundo.

Tus padres tienen que hacer varios duelos a la vez. H acer un


duelo significa aceptar alguna pérdida, despedirse de algo,
digerir el dolor implícito en la renuncia a alguna cosa. ¿Qué
duelos tienen que hacer tus padres?: unos referidos a ti y
otros referidos a ellos mismos y a sus propios padres. El
duelo de su propia juventud ya completamente perdida, en
contraste con la tuya, casi excesiva, casi insultante a veces. El
duelo de sus padres, de sus ideales no alcanzados, de sus
sueños no cumplidos. Y en medio de todo ello, también han
de hacer el duelo del niño/a que tú fuiste para ellos.

Para tus padres seguir considerándote un niño o una niña


puede ser una última defensa en la tentativa de seguir cre­
yéndose jóvenes. Por el contrario, aceptar que tú ya no eres
ese niño/a dependiente y tierno/a que eras hasta hace bien
poco, implica empezar a aceptar que ellos ya no son jóvenes
y que tú, sin quererlo ni beberlo, les estás convirtiendo en
abuelos potenciales.

En ese empuje inevitable de las nuevas generaciones, un


asunto que resulta muy conflictivo para algunos padres de
adolescentes es el de la sexualidad de sus hijos. Dependerá,
como es lógico, del modo en que ellos hayan vivido y resuel­
to su propia sexualidad, pero, casi siempre, en mayor o
m enor grado, suscita algunas dificultades.

Remei Margarit, psicóloga y escritora, lo explicaba así en un


artículo de prensa («El síndrome de Peter Pan», La Vanguar­
dia, enero de 2002):

De mis años de trabajo en centros de planificación fam iliar


recuerdo a madres de adolescentes que acudían a la con­
sulta con el espanto de haber descubierto que sus hijas u ti­
lizaban m étodos anticonceptivos. Parte de nuestro trabajo
consistía en hacerles ver la realidad de que su hija ya era una
m ujer y que podía quedar embarazada si no lo hacía.

Existía un rechazo tan claro hacia esa realidad, que una se


preguntaba y de hecho les preguntábamos a ellas si lo que
temían no era ta n to que su hija fuese sexualmente activa
com o el que ello quería decir también, para la madre, el pase
a segunda división en la escala de la juventud. A hí es cuan­
do se echaban a llo ra r profundam ente, al darse cuenta de
que ya no eran madres de «niñas», sino madres de «m uje­
res». Con ello, la hija se llevaba el protagonism o que había
ostentado hasta entonces su madre.

A todo esto que te estamos diciendo se añaden otras dos


cuestiones generales que configuran un contexto muy espe­
cial en el que encuadrar estos fenómenos desde la vertiente
de tus padres y de lo indigesto que resulta para ellos (no
todo el tiempo, claro está) aceptar tu adolescencia.
Llamaremos a la prim era el declive de la función paterna, o
en todo caso cierta desorientación acerca de cómo ejercer
la autoridad parental, y a la segunda la ¡nfantilízación carac­
terística de la época en la que estamos viviendo.

Desde hace ya algunas décadas estamos asistiendo a un ve r­


dadero eclipse de la función paterna. Muchos son los facto­
res que han incidido en el mismo. Citarem os solamente algu­
nos de ellos, muy rápidamente: la progresiva liberación de la
mujer y el avance en la igualdad de los sexos, el incremento
de los divorcios y de las familias monoparentales, la consoli­
dación y extensión del espíritu dem ocrático, y el empuje cre­
ciente de las nuevas formas de la paternidad y de las técni­
cas de reproducción asistida. En un siglo escaso hemos
pasado de una concepción patriarcal de la familia a un modo
completamente distinto de organización familiar, y ello tiene
efectos indiscutibles en los sujetos.

N o estamos diciendo en absoluto que debamos añorar la


figura del padre autoritario de finales del siglo x ix y princi­
pios del siglo x x ; pero, tal y como sucede a menudo con el
péndulo de los cambios históricos, por momentos parecería
que nos hemos ¡do al otro extrem o. Se constata en muchos
síntomas sociales cierta «dimisión» de los padres respecto a
sus obligaciones como tales dentro de un clima de des­
orientación bastante generalizada. Algunos padres actuales
parecen preferir ser eternos compañeros de juegos de sus
hijos antes que hacerse cargo de las responsabilidades espe­
cíficas de la posición paterna. A menudo quieren ser unos
padres opuestos al modo en que ellos vivieron a los suyos
propios, aquellos del «ordeno y mando» y del «porque lo
digo Yo», pero entonces no saben exactamente desde qué
lugar dirigirse a sus hijos, sobre todo cuando éstos inician los
prim eros gestos de rebeldía.

Es bastante significativo del espíritu de nuestra época el


modo en como aparecen representados los padres en Todo
sobre mi madre, de Alm odóvar, una de las películas españolas
más famosas de todos los tiempos. En dicha película (que
podría subtitularse irónicam ente «C asi nada sobre mi
padre») aparecen dos figuras paternas bien particulares: el
viejo completamente ausente de este mundo, afecto proba­
blemente de A lhzeim er o de otro tipo de demencia, y el tra-
vestí, ejemplo máximo de la ambigüedad sexual. De un modo
semejante, en muchas series de televisión, sobre todo come­
dias estadounidenses, nos presentan familias con unos
padres literalmente ridículos y/o ausentes de lo que se cue­
ce a su alrededor. Un ejemplo entre otros muchos puede ser
el de Los Simpson, esa divertida y exitosa serie de dibujos ani­
mados. A l margen de que pueda ser una excelente y des­
piadada crítica del modelo de vida norteam ericano, Los Simp­
son nos ofrece un verdadero anti-modelo paterno, posible
caricatura del padre actual, el egoísta Homer, enganchado a
la cerveza, a la tele y a la decadencia sin fin.

En este caldo de cultivo que se presta a los malentendidos,


se incorpora el otro ingrediente que te hemos anunciado
antes con el título de «infantilización». Parece como si los
adultos actuales se resistiesen más que nunca a envejecer.
Hay un empuje mundial a la perpetua juventud, el cultivo del
cuerpo siempre bello y sano, las diversiones sin tregua, etc.
Y una de las consecuencias de esa tendencia es el hecho de
que se complica todavía más ese duelo inevitable al que
antes nos hemos referido, el que los padres deben empezar
a hacer cuando sus hijos toman el relevo generacional. ¿No
te has fijado en esos padres que intentan vestir casi igual que
sus hijos adolescentes y com portarse como ellos, en una
búsqueda desesperada y un tanto patética de la inm ortali­
dad? Son un buen ejemplo de la profunda articulación entre
los dos fenómenos que estamos mencionando: cierta deja­
ción de la función paterna (queriendo ser más amigos de sus
hijos que padres de ellos) y cierta resistencia a reconocer el
paso del tiempo.

N o hay que confundir jamás la autoridad con el autoritaris­


mo. El autoritarism o suele ser un ejercicio de la autoridad
completamente arbitrario que, en el fondo, oculta el hecho
de que no se basa en una verdadera autoridad. Por el con­
trario, una verdadera autoridad es aquella que no se ejerce
desde el capricho o desde el poder absoluto, es aquella que
suscita respeto en vez de miedo o rechazo. Pero en nuestra
época se ha producido una especie de desprestigio de la
autoridad tan fuerte que nos emplaza a volver a pensar sus
fundamentos. Tendríamos que dignificar un poco el buen
ejercicio de la autoridad, hacerlo más digno, como cuando
decimos de alguien que es una autoridad en alguna materia,
que sabe mucho de algo.

Tus padres son, en un cierto sentido, tus «autores», los auto­


res de tu existencia como sujeto, tal y com o te hemos ido
explicando más arriba. Ello no quiere decir, claro está, que
eso les dé carta blanca para ejercer la autoridad contigo de
cualquier manera, a su gusto, sin ningún tipo de justificación.
Pero tampoco hemos de olvidar que en muchos momentos,
sobre todo cuando eras más pequeño/a, estaban obligados,
en prim er lugar, a decidirlo todo por ti y, un poco más tarde
a em pezar a ir poniendo ciertas reglas y ciertos límites que
forman parte de lo que llamamos educación. N o hay educa­
ción posible sin una mínima posición de autoridad bien
entendida.

Algunos autores no psicoanalíticos clasifican a los padres de


acuerdo a las maneras de ejercer la autoridad y proponen
cuatro tipos diferentes: autoritarios, permisivos, pasotas y
autoritativos. Quizás, a simple vista, creas que lo m ejor para
ti y para los adolescentes en general sería contar con padres
del segundo o del tercer tipo. Sin embargo, podemos asegu­
rarte que ser demasiado permisivos o directamente pasotas
tampoco es la solución óptima para no caer en los errores
del autoritarism o, y los efectos de unos padres semejantes
no siempre son muy saludables.

El cuarto tipo, los llamados «autoritativos» (neologismo


hecho a partir del inglés «authoritative»), se supone que son
aquellos que conjugan armoniosamente la firmeza y la dul­
zura, la independencia y el respeto de las normas. Com o es
obvio, los defensores de esta clasificación consideran que
este último modelo es el mejor, el más beneficioso para los
hijos. Desde el psicoanálisis podríamos hacer, no obstante,
algunas matizaciones y algunas advertencias al respecto:

— Por regla general, no existen formas puras en los padres


reales, es decir, que se dan mezclas de los diferentes tipos.
Los seres humanos somos seres complejos, plurales, contra­
dictorios incluso, y eso hace que un mismo padre pueda ser
a la vez muy permisivo en determinados ámbitos y muy into­
lerante en otros, por cuestiones sintomáticas que a lo m ejor
no tiene suficientemente elaboradas en su propio psiquismo
y/o elementos conflictivos que reavivan sus vivencias de ado­
lescente frente a las conductas de su hijo/a.

— Además es importante tener en cuenta que estas


supuestas maneras de ser y de intervenir que dan pie a cla­
sificaciones semejantes, nunca son, en la realidad cotidiana,
características estáticas o completamente individuales, sino
que más bien dependen de la relación con los otros. Son ras­
gos interactivos, dialécticos, dinámicos en suma, y con ello
queremos decir que jamás se podrá determ inar a priori cuál
sería la personalidad más adecuada para ejercer de madre o
de padre, porque inevitablemente van a intervenir otros fac­
tores en el juego de la triangulación edípica, entre los cuales
destaca con brillo propio el soporte (o no) del otro miem­
bro de la pareja conyugal (si lo hay) y también las respuestas
del propio adolescente.

— Los factores reales, como son el carácter de tus padres


y su modo de intervenir, cuentan bastante, sin lugar a dudas;
es decir, que tienen efectos también reales, pero no son los
únicos elementos que intervienen. Los padres que tú has ido
interiorizando a lo largo de los años no se corresponden
exactamente con los padres de la realidad, no son una foto­
grafía de dicha realidad, puesto que hay elementos muy
importantes que pertenecen a otro orden de cosas. Así, por
ejemplo, un factor fundamental del que no siempre somos
conscientes es el modo en que circula el deseo entre tu
padre y tu madre, o entre cada uno de ellos (puede ser que
no vivan juntos) respecto a los representantes del otro
sexo.También tiene una gran incidencia el lugar que tú ocu­
pas para ellos en sus fantasías (conscientes o inconscientes)
y, tal y como ya te hemos argumentado en otro momento,
cuáles fueron las circunstancias particulares de tu llegada al
mundo. Eso explica que varios hijos de los mismos padres
puedan tener vivencias muy distintas de cómo son dichos
padres y de sus modos de relacionarse con ellos.
¿Q ué te piden? ¿Q ué les pides?

Pasemos ahora a exam inar la relación entre los padres y los


adolescentes desde otra perspectiva, preguntándonos qué
les piden los unos a los otros, qué les pedís vosotros a ellos
y también ellos a vosotros. En psicoanálisis utilizamos el té r­
mino «demanda» con algunos sentidos bastante diferentes a
como se suele utilizar en el lenguaje co rriente. Uno de
dichos sentidos alude a aquello que alguien pide o espera del
otro y/o al otro, aunque no sea de una form a explícita o ni
siquiera consciente.

Las demandas de los otros (o lo que en psicoanálisis llama­


mos la demanda del O tro , en singular y en mayúsculas) son
fundamentales dado que forman parte del proceso de cons­
trucción del sujeto. C ie rtas co rrientes psicoanalíticas pos­
terio res a Freud intentaron pensar el desarrollo de los
seres humanos como una evolución progresiva impulsada
desde «dentro» del propio niño/a, como una especie de
maduración programada de manera natural. Jacques Lacan,
por el contrario, nos ayudó a entender que los pasajes de
una etapa a otra no son solamente una cuestión de madu­
ración biológica sino que en dichos pasajes tiene una inter­
vención crucial la demanda del O tro . A p artir de las
demandas, el niño/a va cambiando de objeto de interés y de
fase o etapa libidinal.

Entonces, es legítimo preguntarse cuáles son las demandas


del O tro en la adolescencia. Obviam ente, en cada caso par­
ticular, los psicoanalistas escucharemos de boca de vosotros
los adolescentes qué creéis o imagináis que vuestros padres
y vuestras madres os piden en esta etapa tan especial en que
estáis dejando de ser niños/as. Pero desde nuestra escucha
de los padres es posible detectar en algunos casos ciertas
demandas que podemos calificar como contradictorias o
incluso imposibles. Y conviene tenerlas en cuenta dado que
pueden dificultar el tránsito de la adolescencia, convirtién­
dola en una verdadera situación de crisis. La estructura bási­
ca de dichas demandas contradictorias o casi imposibles de
resolver consiste en transm itirle al adolescente la siguiente
solicitud: sepárate de nosotros, pero a la vez continúa
enganchado a nosotros. Intenta imaginártelo, es como si tu
padre, o tu madre, o ambos a la vez, te dijeran al mismo
tiempo que seas autónomo, responsable y con decisiones
propias (¿te suena, verdad?), pero también que permanezcas
completamente enganchado a la pareja paterna en la posi­
ción de niño/a. Además esta demanda paradójica queda a
menudo reduplicada por algo semejante que proviene de lo
social. El empuje al consumo y a las leyes del mercado os
convierte en adultos supuestamente independientes, pero
os homogeneiza y os engancha al sistema. Desde la publici­
dad, por ejemplo, se os promete ser «libres» si utilizáis
determinado teléfono móvil o si compráis determinada mar­
ca de coches. Extraña libertad, si lo piensas bien.

Es parecido a lo que unos investigadores anglosajones de


hace algunas décadas bautizaron como «doble mensaje» o
«doble vínculo». Aunque ellos lo detectaron sobre todo en
la comunicación interna de cierto tipo de familias patológi­
cas con jóvenes esquizofrénicos, la dinámica paradojal es
muy semejante. El ejemplo típico era el de un padre o una
madre que le dice a su hijo «tienes que ser espontáneo».
¿Qué puede hacer un joven frente a un mensaje así? Es una
encrucijada sin salida: si trata de ser espontáneo, no lo es en
realidad porque está siguiendo el consejo paterno; pero si
quiere rebelarse a dicho consejo se negará a sí mismo la
espontaneidad y no podrá jamás ser espontáneo.

Pensémoslo ahora un poco desde el otro lado, es decir, des­


de las demandas que vosotros los adolescentes hacéis a vues­
tros padres. A veces vuestras demandas parecen una imagen
en espejo de las demandas contradictorias de vuestros
padres. Esperáis que os dejen tranquilos y, al mismo tiempo,
confiáis ciegamente en que os continuarán apoyando en todo
momento. En este juego de demandas cruzadas, no siempre
es fácil encontrar el punto exacto, la distancia adecuada.

«¡N o me comáis más el coco!» se oye a menudo de vuestras


bocas apasionadas, pero, de vez en cuando y en según qué
circunstancias, no es raro o ír de esas mismas bocas una que­
ja del estilo de «¡pasáis totalmente de mí!». Ambas deman­
das (dado que en la queja también hay una demanda implíci­
ta: «no paséis tanto, por favor») forman un mensaje
aparentemente contradictorio que es muy característico del
día-a-día en el trato con muchos de vosotros.

O tra cosa fundamental que los adolescentes pedís a los


padres es autoridad, límites, leyes, aunque muy a menudo y a
simple vista parezca absolutamente todo lo contrario. Bas­
tantes de vuestras conductas transgresoras pueden inter­
pretarse con frecuencia como una búsqueda de algún límite.
Con la perspectiva que proporciona el tiempo y/o con la
ayuda del psicoanálisis, los adultos captamos con nitidez que
algunos de nuestros tempestuosos actos adolescentes res­
pondían efectivamente a esa lógica inconsciente de reclamar
alguna intervención sancionadora. Ya te hemos dicho antes
que la autoridad es algo bien distinto del autoritarism o, y
hemos tratado de argumentar un poco las bondades de cie r­
to modo operativo de entender la autoridad. En algunos
cuadros clínicos de adolescentes que acuden a nuestras con­
sultas (solos o acompañados de sus padres) se observan con
claridad las consecuencias nefastas de la falta de límites y de
la falta de ley, y no es raro que los propios padres, y a veces
también los propios adolescentes, le pidan de alguna mane­
ra al psicoanalista que sea él (o ella) quien ocupe transito­
riamente el lugar del representante de la ley.

Sin necesidad de apelar solamente a los casos graves, en casi


todos los conflictos entre adolescentes y padres puede
escucharse algo de la llamada a la autoridad y es, por tanto,
un asunto que aparece tarde o tem prano en las sesiones con
pacientes de vuestra edad.

Laura, una joven muy lúcida con algunos problemas em ocio­


nales, perdió a su padre de una enfermedad fulminante cuan­
do ya estaba acudiendo a mi consulta. Pasó entonces, como
es lógico, un período de duelo con mucha tristeza y pena, y
cuando empezó a recuperarse me dijo que una de las cosas
que añoraba de su padre eran las discusiones con él. ¿No te
parece curioso? Es muy interesante, sin duda. Recordaba
muchos momentos gratos de la relación con el padre pero
echaba sobre todo a faltar sus discusiones. Y añadió, con la
lucidez que le caracteriza:
Es que mi padre sabía discutir, se apasionaba pero sin pasar­
se, y al cabo de un ra to podíamos volver a estar más o
menos tra n q u ilo s. Además no parecían im presionarle
demasiado mis rabietas; entraba en el juego, pero sin p o n e r­
se a mi mismo nivel.Y no daba su brazo a to rc e r fácilmente.
Me obligaba a desplegar mis mejores argumentos, y a veces
ni siquiera así conseguía convencerle. A h o ra con mi madre
es diferente. A ella le cuesta mucho discutir. El o tro día, p o r
ejemplo, yo había intentado hacer un plato para la cena y me
había quedado fatal, to d o enganchado en la bandeja del h o r­
no. Le dije, de malos modos, que no me lo pensaba comer, y
ella, sorprendentem ente, me contestó que no me preocu­
pase, que ya se lo com ería ella. Eso me ir ritó aún más, esa
posición de sacrificio tan suya. Yo quería que me discutiese
y que, de algún m odo, me obligase a com erm e mi parte.

Sugerencias

¿O frece el psicoanálisis alguna solución a todo este laberin­


to que hemos intentado describirte?

En el psicoanálisis no se trata exactamente de dar solucio­


nes, y desde luego no se trata de que las posibles soluciones
se entreguen prefabricadas y con carácter universal, sino
más bien de ayudar a que cada uno construya su propia solu­
ción particular.

Respecto a la cuestión de las relaciones entre los adoles­


centes y los padres, el psicoanálisis puede aportar todo lo
que te hemos estado diciendo hasta aquí, a fin de que lo ten­
gas presente y reflexiones sobre ello, y algunas ideas más que
te brindamos a continuación:

I . No hay padres perfectos. Conviene que tanto tú como


tus amigos/as (pero también tus propios padres y los padres
en general) tengáis claro que la perfección no existe, y
menos todavía en una tarea tan peculiar como la de ser
madre o padre. Esos padres «autoritativos» que te mencio­
nábamos hace un rato no dejan de ser un ideal, un ideal sin
duda muy hermoso, pero imposible de alcanzar al ciento por
ciento, aunque bastantes padres intenten honestamente
acercarse al mismo. Probablemente no es casual que hayan
tenido que inventarse una palabra nueva para tratar de nom­
brar ese modo idealizado de hacer de padre.
Decíam os hace un momento que no es nada fácil encontrar
la medida o la distancia adecuada en el ejercicio de la pater­
nidad. En realidad ese punto exacto no es más que una qui­
mera inexistente. Hasta en aquellas personas que han tenido
una buena relación con sus padres aparecen siempre algunas
quejas, algunos lamentos retroactivos, referidos a alguna viven­
cia de un «demasiado» (demasiada rigidez, demasiada autori­
dad, demasiada sobreprotección, demasiado cariño, etc.) o
bien de un «insuficiente», es decir, de una «falta» (falta de
autoridad, falta de afecto, falta de comunicación, falta de pro­
tección, etc.).

N o existe la perfección en el oficio de ser padres, aunque


algunos libros que circulan por ahí prom eten enseñar a los
adultos unos cuantos consejos de sentido común (general­
mente de un estilo muy norteam ericano) con el propósito
de alcanzar la excelencia en la función paterna. Esos libros,
en el m ejor de los casos, resultan totalm ente inoperantes
y se olvidan a los pocos días de haberlos leído, pero en
otras ocasiones m ortifican todavía más a los atribulados
padres que se desesperan al no lograr llevar a térm ino las
tácticas supuestamente tan sencillas que en ellos se les
recom iendan.

Es importante tener presente que los conflictos no siempre


deben ser apagados a toda prisa, y que cierto grado de con-
flictividad con los padres en la adolescencia no sólo no es
signo de patología sino que incluso puede ser un índice de
que las cosas se están desarrollando de la m ejor forma. Es
curioso el hecho de que aparentemente se escucha cierto
clam or generalizado (tanto p or vuestra parte como por la
de los adultos con hijos de vuestra edad) acerca de las difi­
cultades crecientes en la convivencia diaria entre padres y
adolescentes, pero a la vez hay algunas encuestas que pare­
cen desm entir o al menos corregir bastante esa impresión
general. A sí, por ejemplo, en un estudio efectuado no hace
muchos años en la ciudad de Barcelona, la mayoría de los
adolescentes declararon tener una buena relación con sus
padres. Habría que saber, de todos modos, qué entienden
esos jovencitos por «una buena relación».

Probablemente la verdad está más bien en medio, y co exis­


ten a la vez muchos conflictos reales en la vida cotidiana
(algunos de ellos verdaderamente graves, no nos vamos a
engañar) y una confianza de base relativamente sólida que
ayuda a sobrellevarlos (no en todos los casos, por desgracia).

2. Aunque estamos viviendo en una época de culto e x tre ­


mo a la imagen y con un cierto desprestigio de la palabra,
una época además en la que parece que no tengamos tiem ­
po para nada, siempre con prisas y llenos de todo tipo de
actividades, a pesar de todo ello, el psicoanálisis sigue optan­
do por animar a las personas a hablar.Verbalizar los conflic­
tos no los elimina por arte de magia, por supuesto, pero es
un prim er paso imprescindible para poder tom ar conciencia
personal de lo que ocurre y/o aclarar posibles malentendi­
dos en la relación con los otros.

Los psicoanalistas conocemos bien la eficacia de las palabras,


pero también sus límites. No todo puede ser verbalizado, hay
cuestiones que permanecerán siempre en el borde de la
conciencia, sin poder ser dichas del todo. Y además el hecho
de hablar con tus padres no garantiza que, según y como sea
ese diálogo, no vayan a increm entarse aún más algunas de las
tensiones y de las dificultades. De todos modos, te anima­
mos a intentarlo.

En muchos casos de sufrimiento vinculado a las relaciones


familiares, uno de los ingredientes principales de dicho sufri­
miento es precisamente el hecho de que queda en el nivel
de lo no-dicho. Cosas no dichas, o dichas insuficientemente,
o incluso dichas pero inmediatamente después rechazadas,
quedan en estado latente generando malestar, síntomas e
inhibiciones. Por ello vale la pena hacer el esfuerzo de inten­
tar hablar con los padres, aunque también es cierto que hay
situaciones extrem as en las que el diálogo resulta práctica­
mente imposible.

3. Cuando el diálogo fracasa o incluso empeora las cosas,


queda el recurso al psicoanálisis. A lo m ejor no te has plan­
teado nunca la posibilidad de acudir a un psicoanalista, o qui­
zás si. A lo m ejor conoces a algún amigo o amiga que está
yendo, o tal vez no. Lo im portante, en todo caso, es que ten­
gas bien claro que existe esa opción, y que hacerlo no signi­
fica que estés loco ni que no tengas valor para resolver tus
propios problemas.
Si te decides a intentarlo, comprobarás que de lo que se tra ­
ta es de disponer de un lugar imparcial en el que poder
hablar de tus cosas. Aunque al principio te parezca un tan­
to absurdo ir a hablar de los problemas que tienes con tus
padres (y de otros asuntos, por supuesto) a un adulto que
puede tener más o menos la misma edad que ellos, o quizás
incluso más, luego te irás dando cuenta de lo útil que puede
llegar a ser ese tipo de escucha que no es como la de tus
padres, pero tampoco como la de tus amigos.

Recuerdo el caso de un muchacho al que llamaré Jorge,


cuyos padres se habían separado cuando él tenía pocos años.
Aparentem ente no fue una separación muy traumática en el
sentido de que no hubo gritos, ni llantos, ni maltratos, y todo
se efectuó de un modo muy civilizado. Pero en la vida coti­
diana de Jorge aquel hecho representó un co rte absoluto, un
cambio imprevisto y radical de escenarios, de costumbres y
de actividades. Los padres ya no estaban juntos, surgieron
dificultades económicas que conllevaron ciertas restriccio ­
nes, y hubo incluso un cambio de vivienda que Jorge recuer­
da con dolor, casi como la expulsión del paraíso de su infan­
cia. Todo ello tampoco tendría por qué haberle supuesto un
gran traum a ni una herida psicológica de difícil curación,
pero lo llamativo de la situación de esa familia en concreto
es que nadie habló nunca de lo que estaba sucediendo. Nadie
le dio al pequeño Jorge (ni tampoco a sus hermanos más
mayores) ningún tipo de explicación, por simple que fuera,
creándose una especie de «ley del silencio» respecto a la
ruptura matrimonial y a sus efectos. Tal vez los padres con­
sideraron que no era necesario; incluso es posible que cre ­
yeran que así el daño en sus hijos sería menor. O quizás los
motivos subyacentes del fracaso conyugal eran de una natu­
raleza tal que les impedía, en la práctica, com partirlos míni­
mamente con ellos, por la gravedad de los mismos o porque
ni los propios padres sabían a ciencia cierta lo que les había
sucedido. Sea como fuere, el resultado era un silencio casi
ensordecedor (valga la paradoja) que durante bastantes años
dificultó extraordinariam ente la comunicación en el interior
de aquella familia.

Algún tiempo después, habiendo iniciado ya un psicoanálisis


conmigo, Jorge protagonizó un día un curioso incidente que
le ayudó a empezar a entender hasta qué punto esas cues­
tiones no-dichas estaban operando de alguna manera en su
interior. Estando en los lavabos de una discoteca, vio un vaso
medio roto sobre un mármol y, sin pensárselo dos veces, le
dio un fuerte puñetazo con la intención de rom perlo del
todo, pero lo hizo con tan mala fortuna que se cortó un ten­
dón de la mano y tuvieron que llevarle de urgencias a un
hospital. Es un buen ejemplo de lo que en psicoanálisis
denominamos «actos sintom áticos», es decir, actos aparen­
temente azarosos, accidentales o absurdos, en los que sin
embargo interviene el inconsciente intentando decirnos
algo. Son síntomas de otra cosa, de algún mensaje oculto que
pugna por hacerse palabra. En este caso, y en un prim er
momento, el acto en sí no parecía encubrir demasiadas sig­
nificaciones, a no ser la descarga de cierta agresividad con­
tenida, cierta rabia inespecífica, pero cuando el propio Jorge
se animó a intentar pensar en voz alta, frente a mi escucha,
cuáles eran los elementos mínimos del acto en cuestión,
emergieron con fuerza una y otra vez las palabras «rom per»,
«co rte» y «sin-sentido». Me limité a subrayarlas, devolvién­
doselas para que se percatase de que recordaban poderosa­
mente lo sucedido en su infancia: una ruptura que había
supuesto un verdadero co rte sin-sentido. A raíz de ello ,Jo r­
ge pudo empezar a hablar un poco más de ese extraño silen­
cio mantenido durante tanto tiempo, y también de su parti­
cipación en el mismo. Y pudo empezar a construir algunas
hipótesis, que no necesariamente han de coincidir con la
verdad histórica (de algún modo perdida para siempre) pero
sí con su propia verdad subjetiva, y ese proceso le supuso un
considerable alivio de su malestar.
te encuentras-desencuentras con ella, con él - ¿amor, sexo?
ueno,si te parece vamos a continuar hablando de lo

b que es el cambio central de la adolescencia; casi te


diría que es el que la causa, el que la pone en m ar­
cha: el cambio en la sexualidad.Ya te contamos algo de lo que
decía Freud: que hubo prim ero una sexualidad infantil (ésa
de las etapas y del complejo de Edipo), luego un tiempo de
latencia en que te importaban más los juegos, las colecciones,
los niños o niñas de tu edad y generalmente de tu mismo
sexo; y estabas muy ocupado con la escuela y bastante tran­
quilo, por cierto.

Pero junto al crecim iento de tu cuerpo y de tus órganos, esa


placidez de los ocho o lo diez a ñ o s... ¡O h, empieza a aban­
d o n a rte ...!

Iba a preguntarte si recuerdas los comienzos de esa especie


de inquietud, de esas sensaciones nuevas en tu cuerpo que
no se sabe bien qué o quién las provoca. Pero vaya tontería.
¿Cóm o no vas a recordarlo si sucedió hace muy poco, ten­
gas quince, veinte o algunos años más? Es eso que se llama
el despertar de la sexualidad, el estallido de la misma adoles­
cencia.
Y bien, esto de no saber al principio de todo hacia dónde
dirigir esos impulsos sexuales que empiezas a sentir es bien
curioso, ¿no? Por eso y por otras cosas que iremos viendo,
como te adelantábamos, Freud prim ero dice una cosa apa­
rentemente muy simple sobre la nueva sexualidad del ado­
lescente, pero luego se da cuenta ¡que de simple no tiene
nada! Ya verás:

En un prim er momento intenta explicar que al llegar la


pubertad o adolescencia, toda aquella sexualidad infantil y
sus objetos preferidos (el pecho, la boca, el ano, etc.), se uni­
fican y se ponen al servicio de la relación sexual que ahora
el joven y la joven ya están preparados para realizar. ¿Cómo?
De la forma más natural, parece decir. Algo así: el chico con
la chica, al hacer el amor, hacen entrar todos esos objetos y
partes del cuerpo que fueron tan interesantes en la infancia,
en los juegos preliminares del acto sexual, o mejor dicho,
genital. Pero sería este último acto lo que se buscaría princi­
palmente, por ser el que posibilitará luego la reproducción.

Pero en seguida Freud se da cuenta que ese esquema tan


simple que se resumiría así: el macho para la hembra y la hem­
bra para el m acho... no siempre funciona tan fácilmente
entre los seres humanos.

L a difícil cuestión sexual en los hablantes

Supongo que tú mismo o tú misma te habrás dado cuenta


que efectivamente la cosa no es tan simple, y esto por
muchas razones, de las que te comentaremos algunas:

I. Com o te insinuábamos, cuando comenzaste a sentir tus


impulsos sexuales de una forma algo más parecida a la adul­
ta, es muy probable que no supieras claramente qué te pro­
vocaba las excitaciones que sentías: si eran los del sexo con­
trario o los de tu mismo sexo; si eran determinados chicos
o chicas o cualquiera de ellos por igual. Casi seguro, estabas
lleno de fantasías, probablemente poco claras, que muchas
veces intentabas resolver con la masturbación (que quizá te
provocaba sentimientos de cu lp a ... o no). Pero luego, más o
menos rápidamente, te diste cuenta que lo que te motivaba
sexualmente no era cualquier cosa ni cualquier persona, sino,
seguramente algunas sí y otras no; o algunos chicos o chicas
más que otros. ¿Es más o menos así? Volveremos sobre esto.

2. También recordarás — y es posible que aún te siga pasan­


do— que las caricias de tus padres y su cercanía física que
de pequeño tanto buscabas, al com enzar la ad olescencia...
¡oh!, qué molesto, qué incómodo te hacían s e n tir... como si
experim entaras incluso un rechazo físico hacia ellos. ¿Y esto?
Bueno, no hay que alarm arse. Dijim os que la sexualidad
infantil retom aba en esta edad, aunque transformada. Y así
como volvía el interés por la boca (ahora con los besos), el
pecho (de las chicas), los culitos (en los dos sexos), junto con
el interés por los órganos genitales propiamente d ich o s...
también podría retom ar, aunque de form a muy inconscien­
te, aquel am or prim ero por la madre o por el padre. Pero
como ese amor por los padres no debe ser sexualmente reali­
zado, por tratarse de una prohibición fundamental (llamada pro­
hibición del incesto)... pues entonces, el adolescente, también
de forma inconsciente, se defiende contra ese posible retorno.
¿Cómo? Rechazando los contactos físicos con sus padres,
alejándose de ellos todo lo que puede, incluso enfrentándo­
se, peleando con ellos y fantaseando con irse de su casa.
¿Ves? Esa es otra explicación posible de los líos que a veces
tienes con tus padres; claro que no es ésa la única ra z ó n ...
aunque es de peso.

Pero sí ésa es otra de las razones que nos hacen constatar,


como te decíamos, que la sexualidad humana es sumamente
compleja.

3. Si la cuestión sexual fuera tan simple: el chico para la chi­


ca y viceversa, no habría gente hom osexual.Y tal vez tú sabes
que alguno de tus amigos o amigas se siente atraído sobre
todo por personas de su mismo sexo biológico (no sé si a ti
mismo eso te p a sa ...). ¿Y crees que son anormales o enfer­
mos por eso? ¿Verdad que no? Es una cuestión de elección de
objeto sexual, sí bien no es una elección consciente, en la que
intervenga la voluntad. Sino que más bien de forma incons­
ciente, según los avatares de la historia de cada uno y de
cómo se dieron los prim eros vínculos con los padres, cada
uno de nosotros se inclina sexualm ente o bien hacia las per­
sonas de diferente sexo (los llamados heterosexuales, que
conforman un número más elevado), o bien hacia las perso­
nas del mismo sexo (los homosexuales, que son menos
num erosos); y algunos puede que a ambos.

Bien, Freud también se dio cuenta de esta complejidad,y lue­


go ya no estuvo tan seguro de que al llegar la pubertad toda
la sexualidad se unificaba en la atracción de un sexo por el
otro.

Pero es sobre todo Jacques Lacan, un psicoanalista francés


mucho más contem poráneo (m urió en 1981), quien nos
m uestra claram ente, a través de su teoría y de su práctica,
q u e ...

4. Los seres humanos, por el hecho de hablar, nos hemos


alejado mucho de los instintos propios de los animales, así
como de las cosas en sí mismas. (Fíjate: podemos hablar de
las cosas, sin que ellas estén presentes. Las cosas, entonces,
ya no son independientes de su nombre. Y el nombre de las
cosas las pone ausentes, las aleja de nosotros; ya no son en
sí mismas, en estado puro). Sobre todo hemos quedado muy
lejos del instinto sexual, digamos en su forma animal, origina­
ria, que es una forma bastante simple. ¿Vemos algunas dife­
rencias?

Tus elecciones, tus condiciones,


tus prohibiciones

A sí como los animales machos pueden aparearse con cual­


quier hembra de su especie y viceversa, los humanos, ya lo
hemos visto, no podemos con cualquiera, sino sólo con
quienes cumplan unas ciertas condiciones, que son particu­
lares, propias de cada uno. ¿Verdad que a ti te gustan deter­
minadas personas, con las que, si se diera el caso podrías
hacer el amor? ¿Y no es cierto que otras personas, por muy
agradables que sean, por muy amigas y estimadas por ti, sin
embargo sabes muy bien que no te atraen sexualmente de
ninguna manera? Vale. Es que las primeras entran dentro de
tus condiciones eróticas (aunque no tengas claras o conscien­
tes cuáles son esas condiciones; ya que a veces se saben bien
y otras veces no se tienen claras, aunque generalmente se
pueden descubrir en un psicoanálisis).

Nos parece que esta cuestión es muy im portante para tener


en cuenta en la adolescencia. Porque es verdad que es una
especie de contradicción que en los prim eros momentos no
sabes ni qué ni quién te gusta y luego, pasados ya los prim e­
ros tiempos de ese despertar... resulta que eliges quiénes sí
y quiénes no.

Com o te decíamos, elegir es algo propiamente humano. Es


poder d ecir: me quedo con esto, y esto otro lo dejo. Cuando
tú descubres qué chico o qué chica te atrae, o bien qué cla­
se, qué serie de personas son las que movilizan tu deseo e
incluso tu a m o r... bueno, eso es un gran adelanto. Porque no
es cuestión de decir sí a cualquier persona que muestre un
interés por ti, sólo por com placer o por responder a la
demanda de todo el mundo, ¿verdad? De la misma forma que
no hay obligación de com enzar a hacer el am or antes de
que cada uno sienta que ha llegado el momento, que lo desea
efectivamente, que se siente más o menos tranquilo o con­
form e con su compañero o compañera escogido. ¿Verdad
que los jóvenes, chicos y chicas, a veces sentís la presión de
vuestro propio grupo, de com enzar a dem ostrar rápidamen­
te en el terreno de los vínculos sexuales que se es un hom­
bre o que se es una mujer? ¡Com o si ese acto fuera suficien­
te para probar lo que, por o tra p arte, nada obliga
verdaderam ente a tener que dem ostrarse!

Por eso decimos, precisam ente, que puedes sentirte más o


menos tranquilo; porque al ser lo sexual tan complejo, suele
crear ese tipo de intranquilidades, presiones, inseguridades
y tem ores, sobre todo al com enzar su andadura, como pue­
de ser tu caso o el de tus amigos. Por ejemplo: miedo de no
dar la talla, de no saber lo suficiente cómo se goza, cómo
satisfacer al otro , cóm o situarse cada uno: si como un hom ­
bre frente a una mujer, o com o una mujer frente a un
h om bre.Y eso si lo que a uno le gusta es el sexo o p u esto ...
Pero si a otro le atraen los de su mismo sexo, a la propia
dificultad de aclararse en el terren o de la sexualidad, de la
inclinación y del gusto p a rticu la r... a eso se añade otra difi­
cultad, más de tipo social o fam iliar: ¿cómo asum ir que eso
es así si se teme que los padres no lo acepten, que los ami­
gos de siempre no lo compartan o que la sociedad en gene­
ral lo rechace?

¿Ves qué diferente somos de los animales? Ellos no hablan y,


por lo tanto, ni eligen un tipo especial de pareja, ni tienen
tem ores de no satisfacerla. Tampoco un macho animal, por
ejemplo un gato, se preocupa demasiado si la hembra con la
que se dispone a copular es la que lo ha parido, ¿ves? Los
gatos no tienen la palabra M ADRE para que haga aparecer el
límite, la prohibición de copular con ella. En cambio nosotros sí
conocemos esa palabra y otras, que nos hacen entender lo
que está prohibido. E incluso, aunque tú fueras un hijo adop­
tado, tu madre adoptiva seguiría estando prohibida para ti.
Porque ni siquiera es una cuestión biológica lo que hace que
ella sea tu madre, sino la función y el lugar de madre que ella
ha ocupado. Y así como la madre, también los padres y los
hermanos entran dentro de esa prohibición del incesto.

Entonces, mientras los animales sólo se guían por su instinto


sexual, que es siempre igual, y que es el mismo instinto de repro­
ducción, para los que hablamos, no es lo mismo desear hacer
el am or que desear tener un hijo. Dicho de otra manera: ahí
donde ellos se guían por el instinto que los lleva a reprodu­
cirse, nosotros nos conducimos por nuestro deseo... Y si se es
joven, es lógico que en un momento dado se desee hacer el
amor, pero que se prefiera dejar de lado la cuestión de la
paternidad o m aternidad,o para bastante más adelante... De
ahí el uso de anticonceptivos, muy importante de ser tenido
en cuenta por los que aún ni desean ni les conviene tener un
niño, además de la necesidad de prevenir cualquier tipo de
contagio por vía sexual. Éste es un tema que nunca es sufi­
ciente de insistir, aunque ya ío sepas, aunque muchos adultos
te lo digan con reiteración. Porque tom ar precauciones en
las relaciones sexuales es equivalente a que tú (y también tus
amigos y amigas) te quieras lo suficiente como para desear
cuidarte, estar sano, en fin, vivir, y lo m ejor posible.

Pero aún nos falta nom brar la gran diferencia y la máxima de


las complejidades de la sexualidad humana: en los seres que
hablamos, lo sexual está profundamente ligado a ...
¿El am or!

Tanto que es precisamente en la adolescencia, en la época en


la cual la sexualidad irrum pe con características tan nuevas y
desconocidas, y con tanta fuerza, que rápidamente se vincu­
la lo sexual al amor.

D e este modo es posible que, en la medida que te sientas


atraído por tal o cual persona, sientas que la amas, sueñes
con ser amado por ella, sufras si no le tienes, si no te co rres­
p o n d e... Sólo más adelante podrás diferenciar algo más
cuando se trate únicamente de una atracción física, de cuan­
do se trate — además del gusto sexual— del am or entre tú
y él o entre tú y ella.

Aunque, en realidad, ¿es verdaderamente diferente el amor


del sexo? N os referim os, claro está, al am or romántico y
erótico; y no a otros am ores, como el fraternal, etc.

Hace algún tiempo salió en un periódico español una viñeta


de un dibujante y humorista llamado Máximo, en la que apa­
rece dibujado Dios entre las nubes, acompañado de un ángel.
El prim ero, levantando los brazos dice; «¡Hágase el am or!» El
ángel, entonces, le pregunta; «¿Y el sexo?» A lo que Dios res­
ponde; «Es la misma cosa.» Espero que, si eres creyente, no
te sientas ofendido por esto, porque aunque se trate de
humor, es respetuoso (M áximo lo es mucho, cre o ).Y además
tiene algo interesante. A l menos habla de lo que venimos
diciendo: en estos temas hay complejidad y no siempre la
línea divisoria de aquello a lo que se refieren esas palabras
como amor o sexo está tan c la ro ... Por otra parte, Máximo
juega con la ambigüedad de la frase «Hágase el am or», que
quiere decir, justamente, tanto que se cree el amor como que
se realice el acto sexual.

Lo que sí está más o menos claro para la mayoría es que


cuando uno se enam ora de alguien lo hace en tanto se
siente también sexualm ente atraído por esa persona. En
este sentido podríam os decir, al m enos, que el am or está
condicionado por el sexo. Q uizá la inversa no sería siem­
pre verdadera. Es decir, que no es seguro que cada vez que
una persona se siente atraída sexualm ente por otra siente
el amor.

Cuando decimos el a m or... bueno, no tratamos de definirlo;


sólo intentamos referirnos a ese estado por el cual tú le
pides a tu enamorado... ¿qué? Pues precisamente que te ame
y que te dé pruebas de su amor. (¡O h, qué pedido tan difícil!
¿Es que se puede probar el amor?) Y seguramente muchas
veces, cuando intentes demandarle amor, eso te salga dicho
de otra manera, y term ines pidiéndole otras cosas, más y más
y sumamente variadas: que te hable, que te escuche, que te
lleve o que te traiga; que haga un poco de m a d re... o de
padre. Si él es un chico, puede que a veces le pidas que sea
fuerte y varonil, y otras veces suave y d u lc e ... ¿como una
chica? Y si ella es mujer, puede que le pidas que sea mimosa
y complaciente, y otras veces decidida y fu e rte ... ¿como un
chico?

Pero también intentas darle a él o a ella... a veces lo que no


tienes. O tra vez te nombraremos a Lacan, que precisamente
decía que el am or es «dar lo que no se tiene». ¡Y tiene
razón! Porque quieres que a tu am or nada le falte, que esté
co m p leto ... ¿Pero es que tú mismo estás tan completo?
Seguro que no, p e ro ... si ya has vivido un am or juvenil, ¿ver­
dad que has tenido a veces el deseo de ser U N O con la otra
persona? ¿De que desaparezcan todas las diferencias? Claro
que al rato te has dado cuenta que eso era imposible: que
seguían siendo dos, dos enamorados, y que entre ambos
había una diferencia:estaba un s e x o ... y el otro.

Entonces, como esto es difícil y se forman, como ves, algunas


paradojas... puede ser que luego,después de un tiempo tan
intenso de encuentro, que te sorprende y m aravilla... venga
el desencuentro. O tal vez no. Pero si sobreviene la ruptura, es
posible que también advenga la experiencia de la pérdida y el
sufrimiento. Y al ser este sufrimiento tan nuevo como
el amor, es posible que sea igual de intenso, hasta desespe­
rado, en el sentido que creas que te han abandonado las
esperanzas de volver a sentirte bien, que pienses que ese
padecimiento será así, para siem p re... Incluso es pensable
que en un momento dado tú creas que te gustaría m o rir...
¡O h, qué falsa creencia, ya que los aspectos de la vida que
estás comenzando te interesan mucho! ¿No es verdad?
Bueno, puedes estar tranquilo o tranquila y confiar en que tu
sufrim iento no será así de eterno como im aginas... que muy
pronto verás que otro u otra porta también eso, que aún no
sabes qué es, pero que te enamora; esa condición que es tuya
y particular, por la cual unos te atraen, si la tienen, y otros
no ,si carecen de e lla ...

¿Piensas que somos un poco escépticos? ¿Que vemos esco­


llos, que no creem os en el am or eterno? Mira, la gente nos
habla de sus dificultades en esta materia, lo cual no significa
que pensemos que el am or y el sexo no sean muy im por­
tantes en la vida de los sujetos.Todo lo contrario. Sólo que
es preferible estar advertidos de que no todo puede reci­
birse ni darse a través del amor. Q ue puede que el am or
hacia una persona dure mucho tiem p o ... quizá para siempre.
Pero quizá no, porque esa persona pudo ser reemplazada
por otra.

Muchas cosas son posibles en materia de am or y de sexua­


lidad, porque cada uno es diferente. Y como psicoanalistas
pensamos que cada sujeto debe saber, en este asunto y en
otros, cuál es su diferencia, cuál su particularidad. Y, sobre
todo, cuál es la diferencia del otro con el que se empareja,
durante el tiempo que sea.

¿Y la diferencia sexual?

Hablando de la diferencia del otro, esa que tú has de aceptar


cuando ese otro sea tu p areja... ¿De qué se trata cuando se
habla de diferencia sexual? Porque no sé si sabes que hay per­
sonas que prefieren eliminar esa diferencia porque conside­
ran que sólo sirven a la dominación del macho, como se sue­
le decir. Y se escriben muchos libros sobre eso, e incluso
muchas personas hacen de esa reivindicación de la no dife­
rencia sexual todo un activismo casi político. ¿Has visto algu­
na vez las o los llamados Drag Queens? Son esas personas,
generalmente de se x o biológico masculino, p ero vestidos de
m ujer de una forma muy, muy exagerada, como haciendo una
pantomima de eso. Muchos de ellos no sólo lo hacen por
divertirse o para seguir su propia inclinación, sino también
para burlarse, para protestar, para negar toda diferencia. Para
eso usan esa farsa, hacen esa parodia. Este es un tema difícil,
que no podemos desarrollar aquí; pero si te interesa, puedes
buscar informaciones en las bibliotecas, en Internet (espere­
mos que aquí des con una información seria), consultar con
tus profesores o en la misma universidad.

Bueno, te lo nombramos para decirte que, aunque sea claro


que existen hombres y mujeres desde el punto de vista del sexo
biológico... otra cosa distinta es lo que se llama el género. El
género, femenino o masculino, es algo cultural. Es decir, que
depende de las costum bres de una época y de un lugar
que a un niño y a una niña se les enseñen determinados
com portam ientos que en ese momento se consideran feme­
ninos o masculinos. Por ejemplo: vestir de rosa a las peque­
ñas y de celeste a los pequeños. D ar muñecas a las niñas y
avioncitos a los niños, etc., depende de las concepciones y los
hábitos de un tiempo y una zona determinada.

Finalmente, y resumiendo esto último, creo que debemos


admitir que, por un lado, hay diferencia biológica entre los
sexos: según sus órganos genitales, unos nacen hombres y
otras mujeres. Pero que esos hombres sean considerados en
sus com portam ientos como masculinos o no, y a esas muje­
res se las considere femeninas o no, es muchas veces una
cuestión cultural. Pero, por otra parte, nosotros pensamos
que cada uno, hombre o m ujer biológica, puede situarse fren­
te a lo sexual y gozar de ello según la posición, femenina o mas­
culina, que quieran o puedan tomar. Es verdad que la mayoría
de mujeres adopta en su sexualidad una posición femenina,
y que la mayoría de hombres biológicos adopta una posición
masculina. Sin embargo, no todos.

Desde el punto de vista del psicoanálisis, también habría


mucho más para decir respecto de este tem a.Y si bien, como
te decíamos en la Introducción, nos hemos propuesto infor­
marte desde dónde pensamos las cosas que suelen interesar
a los jóvenes, por lo cual te transmitimos algunos conceptos
de la teoría y algún ejemplo de nuestra práctica; sin embar­
go, no nos hemos propuesto escribirte lecciones de psico­
análisis, sino bastante menos que eso. Pero si quisieras seguir
profundizando sobre ello, claro que también puedes hacerlo.
¿Q ué dicen los jóvenes del am or,
del sexo ...?

Algo dicen, claro que sí. Los chicos y chicas suelen hablar de
estos temas en nuestras consultas. Ellos, com o casi todos, en
el fondo saben eso que Freud descubrió: que el inconscien­
te y sus malestares tienen que ver con lo sexual. Con esa
parte de la sexualidad que no se acaba de asimilar, con esos
aspectos que, como decíamos en los puntos anteriores, no
siempre nos quedan claros, pero en cambio sí son muy com­
plejos para los seres que hablamos. Entonces, nuestros jóve­
nes pacientes a veces se quejan de que, en cuestiones de
sexo y en temas de am ores, las cosas no siempre son como
querrían que fueran.

Por ejemplo: al comienzo de la adolescencia, o del despertar


de esa nueva sexualidad, algunos adolescentes se sienten cul­
pables por todo lo que sienten, por las fantasías eróticas que
no cesan, por los deseos y a la vez tem ores respecto de la
masturbación. Temen que sus padres adivinen sus deseos.
Q uisieran realizar sus fantasías, a la vez que reprim irlas.
Durante esa prim era época nos cuesta un poco a los psico­
analistas conseguir que los chicos y las chicas nos hablen de
todo eso. Pero cuando se logra vencer el pudor y las resis­
tencias a enfrentarse con esas cuestiones del sexo y del
am or que tienen tanto peso para ellos, y comienzan a poner­
lo en palabras... bueno, el alivio es significativo. Hablarlo
entre los amigos también es interesante si confían entre sí.

Algunos jóvenes sufren en estos momentos porque exp eri­


mentan algo así como su pequeñez, su insuficiencia en lo que
ellos piensan que deben ser muy potentes (los chicos) o
tener el máximo sex appeal (las chicas).Y encima aquí vienen
las comparaciones con otros amigos o amigas, a los que se
les supone más encanto para conquistar, o más saber sobre
el sexo para seducir. Pero, ¿recuerdas que en otro capítulo
hablamos sobre algo parecido? Y dijimos que no era seguro
que esos otros no sientan en alguna parte también cierta
inseguridad...
Algunas chicas advierten que generalmente se enamoran de
los novios de sus amigas. Y como esto les trae más de una
complicación y, a veces, pérdida de amistades, etc., se pre­
guntan por qué les ocurre esto. Cada una llega a saber algo
que seguramente está vinculado a su propia historia, a lo que
ella cree que es con relación a sus padres y a sus hermanos.
Pero es cierto que algunas muchachas tienen en común esto:
hace falta otra amiga para saber — a través del deseo de esa
otra— qué desea ella misma. Es como si necesitara que la
otra m ire ... un chico,para saber hacia dónde dirigir su mira­
da. Com o si su deseo fuera, muy claramente, el deseo del
o tro ... o en este caso, de la otra chica.

Algunos chicos nos cuentan que la chica soñada, aquella de


la que se han enamorado, es para ellos tan perfecta, la creen
tan maravillosa q u e ... al convertirla en un ideal se les hace
imposible acercarse a ella. Y sufren entonces viendo cómo
dejan pasar su d e se o ... Tal vez lo recuperen si aceptan aban­
donar ese ideal en que han convertido a su chica; es decir, si
consienten en aceptar que ella también adolece de tal o cual
falta o defecto. Esta cuestión de la excesiva idealización, si
bien es más frecuente entre los chicos, a veces puede ocu-
rrirles a las chicas. Sobre todo cuando la relación con el ena­
morado en cuestión le resulta demasiado familiar. Te vamos
a explicar un pequeño ejemplo clínico:

Sonia quiere mucho a Carlos, su novio desde los 15 años, a


quien conoce desde siempre porque las respectivas familias
son muy amigas.Tanto que los padres de nuestra paciente tra­
tan y quieren al chico como a un hijo. Sonía y su familia le admi­
ran mucho por ser un chico muy inteligente, responsable, con
una excelente carrera ¡y nada feo! Pero ella, por el momento,
no quiere-no puede tener un vínculo sexual con él que le resul­
te satisfactorio. Le ve casi como a un hermano muy preciado.
Y c la ro ... si lo ve así, puede sentirlo como prohibido. ¿Recuer­
das que dijimos que los hermanos lo están? Sin embargo, tam­
poco quiere renunciar a poder, alguna vez, despojarlo de esa
posición que él toma para ella del hijo ideal de sus padres...
Porque en verdad no lo es: ni hijo biológico ni adoptivo, ya que
él tiene sus propios padres. Además insiste en que le am a...

Bueno, Sonia está trabajando ese punto en su análisis. Ya


veremos qué rumbos tom ará su deseo, una vez que ella haya
reconocido de qué deseo se trata. N osotros nos mantene­
mos a la escucha de sus decires, sin expedirnos sobre lo que
sería o no mejor (o peor) para e lla ... entre otras cosas por­
que no lo sabemos. Es de su deseo — y no del nuestro— de
lo que se trata .Y sólo ella ha de saber cuál e s ... a través de
la ayuda de escucharla y, alguna vez, decirle de otra manera lo
que ella nos dice.

O tra cuestión que los jóvenes plantean: muchos dicen que


esperaban tanto del prim er acto sexual que, cuando lo hicie­
r o n ... les decepcionó un poco. Encontraron algo menos de
lo que esperaban... Y es posible. Sólo bastante más adelan­
te, después de hablar mucho y de vivir también muchas más
experiencias, ellos podrán aceptar la satisfacción sexual que
obtienen, aunque no sea tan fabulosa como la imaginada.
Y aquí va otro ejemplo de nuestra práctica:

Cuando Roberto llega a la consulta tiene 19 años y se que­


ja, entre otras cosas, de lo que él nombra como eyaculación
precoz. Para él eso es «correrse pronto» (en el argot español
correrse es igual a eyacular), aunque aclara que no se corre
antes de la penetración, ni mucho menos; sino que, compa­
rado con lo que a él le gustaría, considera que tiene «poco
aguante». Así todo, reconoce que la chica que quiere no se
queja de e llo ...

A medida que transcurre su análisis — que no explicarem os


aquí porque no pretendemos explicar el caso completo, sino
sólo el ejemplo— Roberto llega a asociar el correrse con un
cierto tem or que le provocaría la feminidad de su novia, que
le daría a veces el impulso de salir corriendo.

Pasados unos años de análisis, y habiendo hecho él un inte­


resante recorrid o a través de su historia infantil, de sus fan­
tasías, sueños y un largo etcétera, en una de sus últimas
sesiones pudo decir y construir lo siguiente (lo cual es un
importantísim o progreso):

Recordó que la prim era vez que hizo el amor, pensó: «¡Vaya
poca cosa!» Y no porque le fuera mal o no hubiera obteni­
do p la c e r... sino porque éste era inferio r al esperado, ¡tan
grande y perfecto era lo idealizado! A continuación se refi­
rió a dos libros que había leído: el prim ero hablaba de
Taoísm o y sexualidad.Y en él se enseñaba «cóm o conseguir
multiorgasmos en el h o m b re... evitando la eyaculación». El
segundo libro relataba una extraña historia en la que un
joven tiene una relación sexual con su padre. El hijo tiene
orgasmos, pero no eyacula.

N uestro analizante pudo entender que la eyaculación, que él


rechazaba al considerarla precoz (aunque, en realidad, no lo
fuera), era para él equivalente a — así lo dijo— «mi límite».
Es decir, que para él (no para todos, por supuesto) significa­
ba algo que le permitía poner un freno o alejarse (salir
corriendo). ¿De qué? ¿De su novia? En parte sí, por ser mujer
y m ostrarle su diferencia, lo que ella no tie n e ... Pero cree­
mos que también era un límite a algo más inasible pero ver­
daderamente amenazante para la fantasía de un sujeto: el
suponer un goce o un orgasmo infinito de donde podría no
salir nunca. Algo tan grande y tan perfecto (esa perfección
que él no obtuvo esa prim era vez, ni por suerte, ninguna otra
vez) que lo dejaría atrap ado ... O atrapado en el incesto
como al protagonista del segundo libro.

Roberto entendió que ese goce total que él pretendió era


imposible. Y que, en cambio, sí es posible el placer que
obtiene cuando se encuentra con e lla ... A veces dura más,
otras veces menos. Y también puede se r que, por momen­
tos, los dos se desencuentren para volverse a recuperar,
una y otra vez.

Bueno, como no podemos decirte todo sobre el am or y el


sexo, y no sólo por tratarse de cuestiones muy complejas,
sino porque decirlo todo es im posible... es m ejor que de
momento dejemos aquí este capítulo. Sobre esto tú podrás
leer y también vivir más. Aunque es probable que sigas pen­
sando que no es su ficien te... Y tendrás razón.
tus amigos y... los otros - ¿semejantes o diferentes?
amos a dedicar un capítulo a tus amigos. Recordarás

V que los nombramos cuando hablamos de tus cam­


bios, que son también sus cambios. Y cuando vimos
que, en cuestiones de imagen, a veces tú crees ver en ellos
algo más de lo que tú tienes o algo m ejor de lo que tú eres,
p e ro ... ¡la inversa también era posible! Volvimos a ellos al
pensar que los adolescentes intentan averiguar qué son o
qué quieren ser a través de los de su misma generación; y de
ahí pensamos en ese amigo líder del grupo, ese ideal al que
muchos quisieran parecerse. Y al reflexionar sobre todas
estas cuestiones también nos encontrábamos con los otros.
Bueno, ya volverem os sobre esto; era sólo un recordatorio.

Hay algo que dijimos para ti y que vale también para ellos:
seguramente aquí no encontrarás las cuestiones más parti­
culares que les conciernen a esos chicos o chicas (o ambos)
que pasan tantas horas contigo; porque cada uno de ellos es,
como tú, singular y diferente. De modo que, mientras él o
ella no hable ante nosotros y no se nombre, no sabremos
quién e s ... quiénes son. Pero de entrada ya estamos dicien­
do algo para tener en cuenta: cada uno de ellos es como tú,
pero a su vez diferente de ti, precisamente porque es como tú
de singular. ¿Parecen térm inos contradictorios? Es posible.

T ú , él y el espejo

C reem o s que para entender estas cuestiones y otras vin­


culadas a los amigos (y también a aquellos que no lo son
tanto, y que a veces se te pueden aparecer com o enemigos),
te vamos a explicar de entrada, y lo más sencillamente
posible, un hallazgo que hizo Lacan en 1936 y que luego
siguió desarrollando. N os referim os a lo que él llamó «el
estadio del espejo», que se desenvuelve fundamentalmente
en dos tiempos.

Los seres humanos — observó Lacan— nacemos bastante


prematuros en comparación con muchos animales; como si
hubiéramos nacido antes de tiempo. Fíjate que mientras un
potro al poco rato de nacer se endereza, camina y casi
co rre, un niño necesita un año para aprender a andar. Esta
especie de inmadurez hace de los cachorros humanos unos
seres totalmente dependientes del otro, de quien los cuida,
por ejemplo de su m adre.Y por la misma causa se produce
en ellos un fuerte sentimiento de indefensión, de no poder
hacer nada sin su ayuda, de dependencia de ese otro; y tam­
bién de no poder com prender qué pasa con su cuerpo. Esto
último es fundamental para entender ciertos estados de
malestar en el bebé humano: recostado en su cuna, de pron­
to se ve una manita, luego un pie, después nota cierto dolor
por aquí, unas molestas cosquillas por a llá ... como si estu­
viera hecho a pedazos, fragmentado.

Por eso, cuando entre los seis meses y el año y medio de


vida se coloca al niño ante un espejo (es el prim er tiempo
del estadio del espejo), él capta primeramente una imagen que
se mueve cuando él se m ueve.Y a diferencia de un animal, un
perro por ejemplo, que ladra a su imagen creyendo que se
trata de otro perro, nuestro bebé, luego de pequeños ensa­
yos, descubre rápidamente que algo de su yo está en juego
allí, en ese espejo. ¿Y qué es lo prim ero que hace al com ­
prender eso, vagamente? Probablemente lo habrás observa­
do: le sonríe a su imagen, se alegra, se entusiasma. ¿Sabes
cuál es la razón de ese entusiasmo? Lacan dice que es p or­
que el niño, que se sentía fragmentado, con un cuerpo
hecho como por trozos que no domina en absoluto y ni
siquiera sabe que le pertenece, p u e s... ahora descubre a
través de la imagen que le ofrece el espejo, su unidad co r­
poral, su imagen entera ¡y hasta erguida! C laro que esto
último es también una ilusión y una anticipación; porque, en
verdad, si él consigue verse tan bien desde los seis meses es
porque un adulto, pongamos su madre, lo está literalmente
sosteniendo. Recordemos que aún le faltará tiempo para
mantenerse en p ie ...

De modo que, a través de esta imagen, un poquito engañosa


que le refleja el espejo, el pequeño logra también esto: des­
cub rir algo más de su yo, de lo que él cree que es. C laro que,
como te darás cuenta, el niño logra reconocerse como él
m ism o ... ¡en un lugar donde no está! Porque aunque en
esos momentos él crea que es el niño del espejo, lo cierto
es que él en verdad está más acá del espejo, pequeñito y aún
impotente para hacer casi nada por sí m ism o.Y el hecho de
captar también la imagen de su madre con él, sosteniéndolo,
y mirándolo mirarse en el espejo, lo hace sentir igualmente ple­
n o ... al tiempo que bastante con-fundido con su madre: es
como si sintiera que él completa a la madre; o como si él
captara una imagen única, ideal, donde uno y otro se funden
y hacen uno s o lo ... Lo cual sabrás, porque ya lo vimos al
hablar del amor, que eso es del todo imposible.

Para ejemplificar esto último te contarem os lo que una


paciente adulta, madre de un niño de dieciséis meses, expli­
có en sesión:

Su pequeño Javier, como la mayoría de su edad, aún dice «el


nene» señalando su imagen en el espejo; y cada vez que se le
pregunta «¿dónde está Javier?», corre entusiasmado hacia el
espejo y responde tocándolo con su índice: «¡Aquí!» Pero
aquel día su madre pensó que su hijo se estaba haciendo
mayor,ya caminaba,y que podía por tanto enseñarle quién era
él, con independencia del espejo. Entonces procuró que al pre­
guntarle dónde estaba él, se tocara a sí mismo en el pecho
mientras respondía aquí. El niño, que era muy listo, lo aprendió
en seguida. Pero he aquí que a los pocos días la madre había
momentáneamente extraviado su espejo de mano, y preguntó
a su asistente: «¿sabes dónde está mi espejo?». Javier, al oírlo,
corrió hacia su madre, señalándose a sí mismo en el pecho, al
tiempo que le respondía: «¡aquí!». Com o ves este ejemplo, que
tiene algo de chistoso, ilustra muy bien las dos cuestiones a las
que nos hemos referido:

Una, la formación, bien ilusoria, del yo del humano en un


lugar donde no está, en este caso, en el espejo. O tra, la
dependencia y la con-fusión de ese yo incipiente con el otro
de quien depende, en este caso la m adre.Y aún hay algo más:
y es que, de alguna manera, en esos momentos, la madre cae
en la misma ilusión que su pequeño, de ser completada por
su hijo; de hacer, junto con él, una imagen ideal.

Hay que tener en cuenta que esto que vamos descubriendo es


una estructura que no sólo vale para explicar algo de la con­
ducta infantil, sino que formará parte de una dimensión, de un
registro donde se mueve cualquier sujeto, también tú y nos­
otros, que Lacan llamó el registro de lo Imaginario. Eso quiere
decir que cada uno de nosotros muchas veces quedamos un
poco atrapados en cuestiones de la imagen ideal que pretende­
mos dar a los demás, o engañados en lo que creemos ser, o con­
fundidos y dependientes del otro, y un largo etcétera. Y otra
cuestión que queremos agregar es que, a pesar de lo engañoso
e ilusorio de este proceso de constitución del yo, es, claro está,
absolutamente necesario. Fíjate que en los niños autistas, o con
otro tipo de trastornos importantes, este reconocimiento en el
espejo a través del otro que lo mira y lo sostiene no se produ­
ce, o no de la misma manera. Lo que ocurre es que, aunque apa­
rentemente se trate de una escena que se juega entre dos — el
niño con espejo y la madre (o equivalente)— desde el principio
hay además otro lugar que la madre tiene muy en cuenta: y es o
bien el padre (aunque el niño aún no le haga tanto caso), o bien
algún otro, objeto de interés para la madre. Este lugar que se
sitúa fuera de la escena, como si fuera un tercero, es lo que per­
mitirá que la ilusión se descomplete, y que el niño pueda cre­
cer, salirse en parte de la madre, echar a andar un poco más
so lo ... Lacan llamó a esta dimensión el registro de lo Simbólico o
del lenguaje. (Esto ya lo hemos explicado, de otra manera, en el
capítulo dedicado a los padres).
Bueno, tú te estarás preguntando y, con razón, ¿y los amigos?
¿Qué tiene que ver todo esto con el tema de este capítulo?
Lo entenderás en seguida cuando te expliquemos lo que
hemos anunciado como el segundo tiempo del estadio del
espejo:

Cuando el pequeño, finalmente, consigue reconocer algo de


él mismo, o de su yo con independencia del espejo (lo que
por supuesto logró el pequeño Javier al cabo de poco tiem ­
po, es decir, salirse un poco de su madre), aún necesita dar
otro paso, m irarse en otro espejo para saber más sobre él. Es
el momento en que el niño descubre frente a sí al otro niño,
a su semejante. Habrás notado que al principio, cuando son
muy pequeños, los bebés puestos juntos no se perciben
demasiado, no se miran ni se tocan con mucha atención, no
se descubren del todo. Pero al hacerse más grandes, con dos
o tres años, por ejemplo, el interés que uno despierta sobre
el otro es muy grande. Bien. ¿Qué piensa nuestro niño al
m irarse en el otro pequeño como él? C o m o cuando se des­
cubrió frente al espejo, prim ero se alegra, al sentir lo siguien­
te: si él mismo es como el otro niño, él ha de estar también
entero como el otro, tal como lo ve. Entonces, ¡ahora sabe
cómo es! Y lo sabe gracias al otro. Pero caramba, sin el otro
no lo sa b ría ... Lo necesita, por tanto, así como frente al
espejo necesitó a la madre, ese otro mayor que lo so stenía...
Pero además, él se siente a veces mal, inseguro, con miedo
de caer y con la sensación de no estar siempre entero. ¿En
cam bio el otro niño que tien e en fr e n te ...? C asi seguro
— cree nuestro pequeño— que el otro está perfectamente,
tal como él lo ve. ¡O h, qué mala suerte — piensa— el otro tie­
ne todas las ventajas y ninguna de sus desventajas! Y aún sien­
te más agravios: ese otro, semejante, pero también muy dife­
rente de él,según lo que cree haber co m probado... casi,casi,
está ocupando su mismo lugar, y tiene en sus manos un
juguete que bien podría — o él así lo quiere— que sea su
objeto... Entonces, si hay un lugar para dos, y un objeto para
dos ¡el otro tiene que salir de ahí, desaparecer! Pero como
ese otro también es un sujeto, que está sintiendo lo mismo y
pasando por el mismo proceso de constitución subjetiva que
nuestro niño, en to n ce s... ¡los dos pequeños sujetos term i­
nan entrelazados, enzarzados cuerpo a cuerpo, mordidos o
pegados uno a otro! Pero al rato, como uno no sabe ser sin
el otro, vuelven a buscarse, y a sentir cada uno que el otro es
su semejante y su diferente.

A h ora sí se comienza a ver la vinculación con los amigos (y


también con el amor, ¿verdad?). Porque el estadio del espejo,
al igual que la sexualidad infantil y que tantas otras cosas de
la infancia, también retorna en la adolescencia bajo otras
modalidades y en otros frentes; en este caso, en el terreno
de esa pujante amistad que se te ofrece.

El am igo del alma

Esta es una expresión que tal vez tú o alguno de tus compa­


ñeros habrá utilizado para nom brar a ese amigo o amiga tan
especial, del que también se dice que es tu alma gemela.
Y está claro que lo de gemela recuerda a la identidad entre
el sujeto y su imagen en el espejo, y a la identificación de uno
con su otro semejante.

Lacan hace un juego de palabras en francés que también se


puede hacer en castellano: entre ama y alma. Y dice que a
veces se ama el alma, es decir, aquello que se supone que es
distinto del cuerpo, o sea, donde el sexo queda por fuera.

Porque ciertam ente eso que el o la adolescente siente por


su mejor amigo se parece mucho al amor.Tenemos que decir
que, aunque puede darse, y de hecho se da en ambos sexos,
esta forma de presentarse la amistad suele ser más frecuen­
te en las chicas. Com o el amor, es un sentimiento apasiona­
do y a veces exclusivo.Y también puede ser posesivo y casi
seguro de dependencia. Q uizá habrás sentido algunas o
muchas veces que tenías imperiosos deseos de estar con tu
amiga, de contarle lo que te pasa, porque sólo ella podría
com prenderlo por ser la más semejante a ti. En este senti­
do, podemos decir que, de forma similar al estadio del espejo,
es posible que tú pienses que sabes quién eres o cómo eres
a través de tu amiga. Sobre todo en una época en que tus
padres ya no son lo que eran. ¿Recuerdas que lo hablamos? Ni
tampoco saben lo que antes pensabas que sabían, ni mucho
menos sobre t i ... Entonces ella o él se hacen indispensables.
Si te parece, vamos a re cu rrir a otro ejemplo de nuestra clí­
nica. Se trata del fragmento de una sesión de C lara, una ado­
lescente de dieciocho años:

Clara: Mis padres no saben nada de m í... no me entienden.

Analista: ¿Y tú te entiendes?

Clara: No, yo tam p o co ...

Analista: ¿Eres imposible de entender?

Clara: No, mis verdaderas amigas sí me en tien d en... y yo a


ellas. A veces me dicen: «me conoces más de lo que yo me
conozco».

Com o ves, esta viñeta clínica nos permite repasar varias


cosas de lo que hemos dicho, y algo más:

Una es el modo en que esta chica resta a sus padres toda la


sabiduría que cuando era pequeña seguramente les había
atribuido.

O tra cuestión es la relación bien especular es decir, en espe­


jo, que ella establece con sus verdaderas amigas (está claro
que puede haber más de un amigo del alma): una se conoce
o se reconoce en la otra y viceversa.

Y por último, nosotros también hemos de reconocer que


entre esta forma de vivir la amistad y lo que entendíamos
por el amor hay grandes similitudes. Si lo recuerdas, en el
capítulo que le dedicamos al sentimiento amoroso, entre
otras cosas decíamos que el amor es dar lo que no se tiene a
alguien que ni tiene ni es, como dice Lacan.Y en efecto, Clara
nos lo muestra muy bien; cada amiga da algo que no tiene:
un saber sobre sí misma, su entendim iento... Y lo da a otra
que tampoco tiene el entendimiento de ella misma, y tampo­
co es entendida por los mayores.Tal vez por todo esto, y por
algunas cosas más, es posible que tú o algunos otros u otras
os hayáis preguntado en alguna ocasión si os habíais enamo­
rado de vuestro o de vuestra amiga del alma.
Si sobreviene la decepción.

Sabrás por experiencia propia o ajena que a veces puede


o cu rrir que se quiebre ese vínculo que ha sido tan hondo y
tan próxim o con tu m ejor amigo. O también que continúe a
través de los años, pero que, con el paso del tiempo, se pro­
duzcan modificaciones sobre todo respecto de esos senti­
mientos tan apasionados y exclusivos que hemos observado.
En todo caso, es posible que sobrevenga en uno o en ambos
amigos otro sentimiento, esta vez el de una cierta decepción.
Por decepción entendemos lo que un sujeto experim enta al
com probar que él, el otro o ambos ya no tienen o no son lo
que habían pretendido ser o tener. (C om o estarás consta­
tando el ser-no ser y el tener-no tener son estructuras funda­
mentales que el pensamiento psicoanalítico localiza y sobre
las que trabaja).

Muchas razones pueden llevar al abandono o modificación


de una amistad juvenil, pero podemos indicar algunas, de las
cuales tal vez ya sepas tú mismo:

I . Com o decíamos en el prim er capítulo, la adolescencia es


un tiempo vital que se define por un devenir, por unos cam­
bios esenciales en casi todos los planos en que se desen­
vuelve la vida de un sujeto. Estos cambios no sólo se produ­
cen de una vez, en el momento del paso de la niñez a la
pubertad, sino que continúan operando durante todo ese
trayecto hacia la adultez, que es la adolescencia. Y eso hace
precisamente que alguien como Clara, y como cualquier otra
chica o chico, pueda decir que ella misma no se entiende. ¡C la­
ra no se a-clara! ¿Y cómo se va a aclarar tan fácilmente si un
día dice querer una cosa y otro dice querer otra bien dis­
tinta? Ella, como muchos, va buscando, va construyendo su
propio deseo, y en ese recorrido va cambiando de ¡deas, de
ideales, de imagen p ro p ia... Y bien, durante algún tiempo, ella
y su amiga del alma, es posible que consigan verse reflejadas
una en la otra, haciéndose creer mutuamente que entre
ambas no hay diferencias, ni las habrá. Pero al tratarse en ve r­
dad de sujetos, lejos de hacer uno (como se pretende en el
amor, o en la amistad-amor de la que hablamos) ellas son
ciertam ente d o s... Cada uno,pues,cam biará de acuerdo con
las particularidades de su deseo. Porque lo que cada uno
desea (en cuestiones amorosas, profesionales, de gustos
estéticos, de estilos, etc.) si bien originalmente depende de
lo que desea el otro, finalmente term ina siendo algo absolu­
tamente particular a cada uno; tanto que ese objeto de
deseo que elige cada sujeto es precisamente lo que lo dife­
rencia de los otros sujetos.

La cuestión es, precisamente, en el caso de una íntima amis­


tad adolescente, que cada uno de los amigos sea capaz de
tolerar que el otro realice sus cambios propios, particulares,
ya que la total coincidencia en las nuevas elecciones no se
producirá ¡y por suerte! Aunque sí haría falta coincidir en
esa mutua aceptación de la diferencia de cada cual; lo que
perm itiría que no advenga la ruptura, sino la modificación del
lazo am istoso: quizá menos idealizado, menos excluyente y
más integrador de otros vínculos diferentes.

N o obstante lo dicho, podría o c u rrir que los cambios acae­


cidos en uno o en ambos amigos sean tan rotundos que
resulten inconciliables. Entonces podría haber una imposibi­
lidad de conservar casi nada del antiguo lazo; o al menos has­
ta pasado un largo tiem po.Y lo imposible a veces también se
hace presente y no hay más remedio que hacerle un lugar.
Algo así le pasó a Bea. Ella había asistido siempre al mismo
colegio, y sus amigas del comienzo de su adolescencia eran
las mismas que las de su infancia. Ellas vestían con estilos
semejantes entre sí, y gustaban frecuentar los mismos luga­
res. Pero Bea comenzó a hacer un proceso algo diferente: se
interesó por cuestiones sociales, valoró que frente al sufri­
miento ajeno que estaba descubriendo era superficial ocu­
parse tanto de la ropa y de los sitios de moda, conoció otras
chicas y chicos más semejantes a su nueva form a de enten­
der las co sa s... Y bien, le costó algunas lágrimas y un cierto
sentimiento de culpa por no seguir amando a sus amigas de
siempre; pero tras algún tiempo en que trabajó estos temas
en sus sesiones, pudo aceptar que antes había estado muy
unida a sus antiguas amigas, pero ahora no tanto; acordó con
sus padres el cambio a un instituto de bachillerato que ella
consideraba menos elitista y más progresista, y que, por tanto,
podía integrar algo m ejor sus ideas actuales; y también ella,
en este caso, debió reconocer una diferencia y tolerar algu­
na pérdida.

2. Contrariam ente a lo dicho en el punto anterior, hay oca­


siones en las que la ruptura o el distanciamiento entre los
jóvenes amigos se produce no por los cambios acaecidos
que dejan aparecer las diferencias entre ambos, sino más
bien porque lo que se incrementa es la identificación de uno
(o una) con el otro (u otra). Entonces, ocurre algo semejan­
te a cuando el niño pequeño se enfrenta a otro niño a quien
ve igual a él. ¿Recuerdas qué pasaba? Q u e cada uno quería
para sí exactamente el mismo lugar que el otro ocupaba, o
exactamente el mismo objeto que p o seía... Así, algunas
veces, también el sujeto adolescente quiere eso mismo que
el amigo tiene, no bastándole con conseguir algo similar. El
ejemplo más clásico de esta identificación, y el que más
padecimientos y rupturas amistosas genera, es el enam orar­
se de la misma persona de la que se ha enamorado el queri­
do amigo. Es la fuente de los grandes celos, de la máxima
rivalidad y en ocasiones de una gran agresividad, hasta ese
momento insospechada, entre aquellos o aquellas que se
decían almas gemelas. (¡Y tan gemelas, como que no logran
separar ni diferenciar el deseo de uno del deseo del otro!).

3. Por último, mencionaremos como causa de rompimiento


de la relación amistosa una cierta posición de algunos jóve­
nes, quienes suelen ser vistos por los otros como demasia­
do complicados, exigentes, demandantes, siempre insatisfe­
chos o insatisfechas respecto de lo que consideran que sus
amigos deberían ofrecerles; al tiempo que sobrevaloran lo
mucho que supuestamente ellos hacen por am or a sus ami­
gos, y cuánto sus amigos salen beneficiados gracias a una pre­
tendida generosidad de la que hacen gala, etc.

Bueno, dejando de lado el diagnóstico clínico, que sólo se


puede hacer después de escuchar cada caso, lo cierto es que
esta forma de decir o de situarse frente a los otros es fre­
cuente en algunas personas. Si esa persona es un adolescen­
te, quizá uno de tus amigos o amigas, es interesante que pen­
semos que tal vez el ideal le esté jugando una mala pasada,
más un alto grado — casi m ortificante— de exigencia, que a
veces la dirige hacia él mismo, y otras veces hacia los otros,
en este caso hacia sus amigos. Lo cierto es que el malestar
que genera en sí mismo y en los otros suele hacer difícil la
continuidad de las amistades que en un momento ha logra­
do establecer; precisamente porque la decepción le sobre­
viene rápidamente. Sus vínculos entonces suelen durar poco
tiempo, lo cual alimenta su queja y su sentim iento de desdi­
cha. Cuando al poco tiempo aparece en su horizonte un
nuevo amigo, es posible que repita su propio esquema, es
decir, vuelva a idealizarle, después a exigirle, frustrándose
luego por lo que cree que el otro no le da y en cambio le
su stra e ...

Sentimos no poder dar consejos sobre este punto, salvo


hacer notar que ha de ser cada uno el que reconozca que
algo le pasa que no le perm ite obtener satisfacciones de sus
«pares», sino más bien sufrim iento; que eso no cesa de repe­
tirse cada vez; y que quizá necesite ayuda para saberlo y
mejorar, pero él o ella ha de demandarla.

Lo s que son aún m ás otros

Hasta ahora hemos hecho referencia al íntimo amigo o, a lo


sumo, a unos pocos amigos que despiertan sentimientos
intensos, desde el am or hasta el sufrimiento, basados o bien
en la identificación o bien en la aparición de la desemejanza.

Pero no todos los chicos ni las chicas eligen vincularse de


manera tan íntima con un amigo. Muchas veces entre los
jóvenes los lazos no se establecen de forma tan personal
entre uno y otro ; sino que, más bien, sus vínculos sociales se
desenvuelven dentro de un grupo de «pares», en ocasiones
bastante estructurado. No sé de qué form a te estarás vincu­
lando tú con tus amigos; pero ya sabrás que no es excluyen-
te el hecho de tener uno o dos amigos íntimos con el hecho
de form ar parte de un grupo de gente de tu edad.

Pero ahora volverem os a referirnos a lo que en otro capítu­


lo mencionamos sobre algunos grupos de chicos en los que
uno destacaba sobre los demás, porque entre todos suponían
que él era el que m ejor representaba el interés del conjun­
to. (Recuerda que te informamos que Freud escribió sobre
ciertos fenómenos de masas referidos no sólo a la edad juve­
n il).Y que el am or y la admiración que todos los del grupo
sentían hacia ese amigo tan principal y destacado daba fuer­
za y sensación de unidad al grupo. Así, todos querrían pare­
cerse al líder y, a través de él, sentirse semejantes y amables
unos con los otros.

Pero puede o cu rrir que esa fuerza que el grupo le atribuye


al líder en algún momento se desborde, haciendo perder a
cada uno su propia conciencia moral. Generalm ente, esos
excesos que pueden llevar a los miembros de la pandilla a
actos violentos se desencadenan cuando los que se sienten
semejantes llegan a localizar a otra persona o a otro grupo,
generalmente también de jóvenes, que se les aparecen como
diferentes.

Esto nos parece interesante comentarlo contigo, porque es


posible que hayas conocido grupos de chicos que actúen a
veces de esta manera. Según las cuestiones por las que el
grupo se interese, el que aparece recibiendo la agresividad y
a veces la violencia de ese conjunto de jóvenes sería otro
que representaría los intereses contrarios. Por ejemplo, tal
vez conozcas las llamadas, en algunos lugares, «bandas bra­
vas» ligadas a tal o cual club de fútbol. Será suficiente que en
un momento propicio localicen a un hincha del equipo rival
para que, supuestamente empujados por el am or y la identi­
ficación a su líder, dirijan en cambio todo el odio hacia el que
aparece portando esa diferencia. ¿Has visto qué formas tan
contradictorias adoptan algunos sujetos en determinadas
circunstancias, como las que te describimos? Fíjate que ellos
actúan empujados por el amor, producto de una identifica­
ción al amigo líder.Y en cambio el resultado es un desenca­
denamiento del odio hacia el que queda por fuera de esa
especie de hermandad que el grupo se representa.

O tro ejemplo seguramente conocido por ti, de esos fenó­


menos de grupos tan negativos para la vida en comunidad y
para cualquier civilización en general, son los ataques de tipo
racista o xenófobo y, últimamente, también del tipo homofóbi-
co. Es decir, un grupo, por ejemplo formado por jóvenes
blancos, nativos y de la etnia del país donde viven y supues­
tamente heterosexuales, de pronto ataca a un joven o grupo
de otra raza, o a alguien venido de otro país, o a quien supo-
ríen hom osexual.Y hasta con algún mendigo han descargado
su ira.

Pero, ¿qué más les pasa a estos jóvenes? Además de lo que


hemos dicho (la entrega de su voluntad y de su razonamien­
to a un líder; el rechazo o la no aceptación de la diferencia)
¿hay otras causas del odio y de la violencia así desencadena­
dos? A p arte de lo que ya te hemos dicho varias veces (que
la causa de cada uno sólo se puede averiguar si se le escu­
c h a ...) Lacan encontró otra cosa interesante, que vamos a
tratar de explicarte:

Los que son supuestam ente todos sem ejantes entre sí


piensan que también gozan de form a sem ejante. Cuando
aparece uno diferente (p o r ejemplo, alguien exótico hacien­
do un ritual propio de su com unidad), se puede suponer
que goza diferente. Pero entonces, ¡oh!, puede que su goce
sea mayor, o m e jo r... lo cual para alguien puede hacerse
insoportable. Porque cada uno no cesa de buscar un goce
m ejor del que ha logrado y que siem pre resulta insuficien­
te. Entonces, para algunos sujetos que no pueden to le rar
tal insuficiencia, la envidia y el odio hacia aquel al que se le
supone que ha logrado un supuesto goce mejor, p u e s...
están garantizados.

Lo más probable es que tú no pertenezcas a ninguno de


estos grupos que pasan al acto violento y, por tanto, nada de
lo dicho te concierna. Sin embargo, es posible que tengas un
grupo de amigos, aunque sin un líder tan recortado como en
los casos extrem os d escrito s.Y que tú y los demás com par­
tan unos gustos musicales, tal vez un estilo en el vestir, y has­
ta alguna jerga común. ¿Puede ser? Si no es así, conocerás
grupos que se cohesionen según estos hábitos y otros.
Y bien. N o me negarás que cuando aparece otro joven u
o tro grupo, por ejemplo en el instituto, que claramente
representa un estilo bien diferente al v u e s tro ... ¿No des­
pierta un poco la agresividad? ¿No te dan a veces ganas de
enfrentarte con ellos, de decirles que su música no vale, que
dónde van con esa ropa, etc.? ¿Y no te suena un poco eso
que te hemos dicho: que tú también puedes pensaren el fon­
do que esos otros con sus estilos e ideas diferentes a los
v u e s tro s... se lo podrían estar pasando m ejor que tú? Es
decir, que podrían estar gozando más y mejor. Aunque,
como ya sabes a través del segundo tiempo del estadio de
espejo... lo más probable es que ese o esos otros estén pen­
sando casi lo mismo de ti.

Y, por último, te señalaremos otra posibilidad de rivalizar en


grupo con otros. Es cuando aparece, también generalmente
en el mismo ámbito — del instituto o también del barrio—
otro grupo de jóvenes paralelo al vuestro; es decir, que se
rivaliza con ellos o ellas ya no por sus diferencias, sino en
realidad ¡porque son demasiado semejantes! Aunque es
posible que tú y tus amigos os empeñéis en atribuirle califi­
cativos muy diferentes de los que pensáis que os co rres­
ponden a vosotros. Y claro, de tanto representarse mutua­
mente lo que separa a ambos grupos es posible que las
diferencias aparezcan... en este caso, tomando la palabra
«diferencias» como aquello que provoca la discusión o el
enfado entre la gente. En estos casos sí que se cumpliría
aquello que hemos visto de «hay un lugar para d o s ... alguien
debería salir». Pero, ¿sabes qué suele o cu rrir al final? Q ue si
se trata de gente sin demasiados conflictos, tanto de un gru­
po como del otro, es posible que terminen juntándose. D es­
pués de todo, la vida y también la literatura nos dan nume­
rosos ejemplos de grandes amistades e incluso de grandes
amores nacidos al amparo de una originaria y tremenda riva­
lidad; tal el gran am or que Shakespeare ideó entre Romeo y
Julieta, antecedido por el odio ancestral entre los Capuleto
y los Montesco. En este caso podríamos decir que lo que los
padres inscribieron como odio, los hijos lo interpretaron
como amor.

A l hilo del instituto...

Ya que hemos mencionado el instituto o colegio secundario


(sea de bachillerato o de formación profesional), querríamos
decirte alguna cosa sobre ese lugar donde generalmente se
entretejen los lazos sociales más importantes de tu adoles-
cencia.Y precisamente porque tú creces o has crecido en él,
es decir, atraviesas tu adolescencia, cambias, sufres, exp eri­
mentas entre sus paredes, he aquí algunas cuestiones que te
dejamos para tu propia reflexión:

El instituto o colegio de enseñanza secundaria, como tantas


otras cosas, se suele valorar cuando se ha perdido. Mientras
estás en él, es posible que sientas agobio por lo que se te
demanda y, sobre todo, porque de él tendrás que salir con algu­
na elección hecha, ¿lo recuerdas? Algo para hacer y, en cierto
modo, para s e r ... Anna Freud (la hija de Sigmund Freud, que
también fue psicoanalista), cuando escribía sobre la adolescen­
cia, solía lamentar la coincidencia entre ese período de reo r­
denamiento interno y de gran cantidad de energía consumida
en la nueva sexualidad con el período de máxima exigencia
académica y de la mayor responsabilidad de tener que realizar
una opción importante de futuro.Y, sin embargo, cuando ya no
vas porque tu secundaria ha term inado... ¡Oh — piensas—
qué etapa tan bonita, intensa y hasta mágica se ha quedado
atrás! Allí seguramente reclutaste tus amigos del alma o armas­
te tu grupo. Conociste la diversidad, la diferencia tanto entre
tus pares como entre esos adultos que son o fueron tus pro­
fesores. Quizá también aquella excursión o aquel viaje de colo­
nias que organizó tu colegio fueron el marco y la ocasión pro­
picia para tu encuentro con ella, con é l... am or.Y si tu colegio
no es especialmente rígido, allí pudiste encontrar un nuevo
espacio de libertad donde moverte de una forma diferente de
cuando estabas en la escuela primaria, incluso en casa.

Cuando algunos chicos no terminan el instituto, sino que deser­


tan de esa enseñanza, quizá los hayas observado merodeando el
edificio, esperando la salida de sus antiguos compañeros, tra­
tando de espiar sus actividades; y hasta en alguna ocasión bus­
cando peleas con los mismos, como si no pudieran más que
transformar su nostalgia en agresividad. Pero si en el instituto,
desde antes de que tú o tus compañeros llegaran, ya estaban
vuestros nombres escritos en una lista; si se os esperaba; si la
educación es gratuita o casi, en la mayoría de los países; si
la educación se considera un derecho para to d o s... ¿Cómo es
que finalmente deja a algunos fuera de sus aulas, de su ense­
ñanza? ¿Cómo es que esos chicos han quedado excluidos?

No es fácil determinar las razones de esa exclusión. Pero inten­


taremos señalar algunas posibles, como para continuar refle­
xionando:
1. Habría una causa muy general, que tendría que ver con el
fenómeno de la globalización o m ejor de la universalización,
tanto de los bienes de consumo como de los hábitos y cos­
tumbres, que se ha generalizado a partir del desarrollo tecno­
lógico de las comunicaciones y del empuje de un sistema, el
capitalista, que desafortunadamente ha conllevado un cierto
grado de deshumanización y bastante de injusticia. Esto sig­
nifica que casi todos, en una parte del mundo (el llamado pri­
m er mundo), acceden a esos bienes u objetos que se pro­
ducen, y a la protección y oportunidades que les ofrecen sus
respectivas democracias con el Estado de Bienestar que apor­
tan. Bueno, decimos casi porque no son todos los que que­
dan dentro de ese reparto de bienes y ventajas. Siempre
queda un: menos algunos; una franja que no entra, sino que
queda por fuera. Esa franja, a nivel mundial, estaría formada
por los llamados países del tercer mundo. Pero también se da
dentro de un mismo país desarrollado, y está formada por
las personas que no consiguen entrar en esa carrera para
conseguir, por ejemplo, unos estudios, y a veces tampoco
unos objetos de confort o un lugar en lo social que resulte
valorizado por los otros. Entonces, es posible que algunos de
estos chicos que dejan el colegio, a los que se les suele lla­
mar desertores, formen parte de esa banda que queda por
fuera, excluida en este caso de la educación secundaria que
precisamente en los países desarrollados comienza a ser
considerada enseñanza obligatoria.

2. Habría otras razones, menos mundiales pero también


generales, por las cuales esos adolescentes quedan fuera; y
cuando el número es elevado, llevan a concluir que el siste­
ma educativo de ese momento no está funcionando bien.
Tiene que ver con un cierto desfase que se produce entre
los cambios sociales que ocurren en un lugar y una época
determinada y el sistema educativo que a veces queda bas­
tante más acá, alejado de esos cambios; lo cual es acusado
tanto por profesores como por alumnos, que quedan un
poco desconcertados, muchas veces decepcionados, en oca­
siones deprimidos (profesores que piden licencia o baja labo­
ral por el malestar que les genera lo anterior) y con lamen­
table frecuencia, rabiosos (algunos alumnos que llevan la
violencia a las aulas, y que son finalmente expulsados o
excluidos).
Uno de esos cambios producidos en nuestras sociedades
está relacionado con los movimientos de liberación femeni­
na del siglo XX, y también con las revoluciones juveniles de
hace varias décadas (el movimiento hippy, el llamado Moyo
francés de 1968, etc.), que fueron importantes para la con­
quista de ciertas libertades y derechos, com o son la igualdad
ante la ley y ante el trabajo entre hombres y mujeres; y para
poner un freno a determinadas actitudes despóticas que
podían darse desde los padres hacia los hijos. Además de
estas conquistas, estos progresos históricos trajeron otras
consecuencias, como un debilitamiento de la figura del padre
(o del antiguo patriarcado), y con ello un cuestionamiento
sobre la autoridad en general. Si a esto sumamos los pro­
gresos tecnológicos y el acceso que los niños y jóvenes tie­
nen a casi todo lo que produce el mercado especialmente
para ellos, nos estamos encontrando con que algunos de
estos chicos atraviesan peligrosamente cierto s límites,
de modo tal que afectan a la familia, a la sociedad en general
y muy especialmente a la escuela. A veces el aparato esco­
lar no consigue poner un freno a esa especie de goce, que
puede llegar a ser muy destructivo, de algunos alumnos:
com portam ientos agresivos y transgresores, incapacidad de
aceptar la normativa del centro, rechazo a perm itirse a él
mismo la mínima organización mental y el esfuerzo para
poder aprender y estudiar, etc. Esa dificultad de poner un
tope a estas conductas por parte, a veces, de los profesores
se produce, entre otras cosas, a causa de una errónea inter­
pretación del progresismo, cayendo como consecuencia en
otros excesos: de permisividad, de dejar hacer, de soportar
pasivamente los exabruptos y las ofensas de algunos jóvenes,
de situarse los docentes de forma sim étrica con los alum­
nos, cuando sabemos que entre ambos no hay simetría,
como no la hay entre padres e hijos. El chico, en el fondo,
suele esperar del adulto que, frente a él, siga siendo un adul­
to, aunque proteste por ello. ¿No lo crees así?

3. O tra razón de la exclusión de una franja de jóvenes res­


pecto de la enseñanza media sería en sí una especie de para­
doja, también vinculada a algunas de las cuestiones que esta­
mos planteando aquí: y es que, en este prim er mundo, el
Estado de Bienestar ha facilitado la enseñanza secundaria para
todos, e incluso com o te decíamos, la ha hecho obligatoria
hasta los dieciséis años, como en España. Bien, esto que, por
un lado, es una conquista, por el otro, hace que muchos chi­
cos — quienes, por las razones que fueren, se ven en un aula
que no pueden o no quieren estar— se sientan igualmente
e xclu id o s... sólo que por dentro.

4. Y finalmente nos podríamos preguntar por las razones, ya


menos generales aún, por las cuales determinados chicos o
chicas (de los que tú probablemente conocerás alguno) y no
otros, se han quedado excluidos de estos aprendizajes del
ciclo secundario. Bien, habrá algunos jóvenes que, por su
pertenencia a un grupo familiar o social marginal o cultural­
mente muy diferenciado, se les haga bastante difícil encon­
tra r otros modelos identificatorios como para consentir
adecuarse a un orden escolar, tan distinto y distante de su
propia organización. El sistema educativo intenta encontrar
formas de integración para estos adolescentes; y en esto se
constatan algunos éxitos y otros fracasos.

Pero habrá otros jóvenes que, perteneciendo a una clase o


a un grupo familiar alejado de toda conflictividad social, sin
embargo, muestran determinados comportamientos o acti­
tudes que los conducen igualmente a la separación del insti­
tuto antes de finalizar la enseñanza media. Aquí probable­
mente debamos buscar las razones en la posición de ese
sujeto, chico o chica, en su constelación parental, incluso en
el modo en que él ha interpretado su mito familiar; o quizá
debamos conocer su estructura clínica o mental; saber si
cuenta o no con una capacidad intelectual suficiente...
Y, sobre todo, saber si eso (quedarse fuera de la enseñanza
secundaria) constituye un síntoma para él; es decir, algo que
lo hace sufrir y desearía m odificar... o no. Pero entonces, no
tendremos más remedio que repetirnos y decirte una vez
más que de lo particular de cada uno nada podemos decir
mientras el sujeto no pida hablar de lo que le pasa.
la «prueba» de las drogas - pasar o quedarse
o es nada fácil charlar con vosotros los adolescentes

n sobre el tema de las drogas, aunque, a la vez, es fun­


damental poder hacerlo, y hacerlo bien, con tiempo y
con calma, y sin excesivos prejuicios morales. La dificultad
principal, que es la que se nos aparece también de inmedia­
to en el momento de redactar este capítulo, estriba en
encontrar un punto de vista o una posición de partida que
no caiga en ninguno de estos dos extrem os: ni la perm isivi­
dad absoluta e irresponsable ni la actitud radicalmente
opuesta de censura total y dramatización extrem a.

En el prim er caso, se adopta a veces una postura de apa­


riencia abierta y desmitificadora creyendo así que será más
fácil granjearse la confianza del adolescente y sus simpatías.
Es lo que sucede, por ejemplo, con algunos adultos que
intentan com portarse como si fueran vuestros colegas. El
peligro entonces es generar el malentendido de que no hay
que preocuparse demasiado por las drogas, minimizando sus
riesgos o ignorándolos directam ente. En el segundo caso, si
la postura que adoptamos es muy cerrada y alarmista, no se
favorece tam poco la posibilidad de un verdadero diálogo y el
adolescente puede rechazar nuestras advertencias al sentir
que provienen de alguien demasiado «tem eroso», «anticua­
do» y «conservador». Incluso, en ocasiones, esa percepción
hará que el joven todavía se interese más por las drogas,
como un modo de llevarle la contraría al adulto tim orato y
censurador que parece querer contagiarle sus tem ores.

L a im p o rtan cia de la inform ación

Aunque no existe una opción completamente neutra ni tam­


poco un lugar equidistante de los dos extrem os, lo que sí
puede hacerse (y es lo que vamos a intentar aquí) es pro­
porcionar el máximo posible de información y de elementos
de juicio y reflexión para favorecer que cada uno de vos­
otros esté en las m ejores condiciones de resolver cuál va ser
su relación con las drogas. En muchas de las campañas de
prevención de drogodependencias se pone el énfasis en la
¡dea de que el joven debe decir «no» a las drogas. Sí buscas,
por ejemplo, en Internet, te encontrarás incluso con algunas
páginas web que te dirán exactamente lo que se supone que
debes decir cuando te ofrezcan drogas o, dicho de otro
modo, con qué argumentos puedes reforzar tu negativa a
tomarlas. No vamos a criticar esas páginas ni esas campañas,
hechas probablemente con la m ejor fe del mundo. Intentan
brindar argumentos a posibles consumidores de poca edad
que tienen miedo de que al decir «no» frente a las drogas
los otros (sus amigos, sus colegas) vayan a burlarse de ellos
o les convenzan fácilmente de que deben cambiar de actitud.
Es menos que nada, evidentemente, y en algunos casos ya es
mucho, sin lugar a dudas. Lo deseable sería sin embargo que,
más allá de poder repetir unas consignas aprendidas de
memoria, cada uno de vosotros llegase realmente a conven­
cerse de las razones por las cuales prefiere no arriesgarse a
convertirse en un adicto. D ecir «no», pero haciéndolo de un
modo razonado, con razones para el otro pero también para
uno mismo, para ti, ése es el reto, y además de tal manera
que ese «no» no suponga únicamente un rechazo al consu­
mo de ciertas sustancias, sino también una elección cons­
ciente de otros modos de divertirse y de concebir los
momentos de ocio o de buscar soluciones para los proble­
mas de la vida diaria, con alternativas reales a la droga o al
menos a la tendencia errónea a colocar a ésta en el centro
de todo.

Esas sustancias llam adas drogas

Existen sustancias que entran en tu organismo y se asimilan


en el mismo para procurarte energía y nutrientes impres­
cindibles para la vida. Son los alimentos.

O tras sustancias, en el caso de entrar en tu cuerpo, serían


fuertem ente rechazadas por éste, dado que no le interesa ni
puede asimilarlas.

Hay un tercer grupo de sustancias que, al entrar en tu orga­


nismo (ya sea por vía oral, nasal, rectal, intramuscular o
venosa), generan toda una serie de modificaciones físicas y
también psicológicas, alterando las funciones perceptivas, el
estado de ánimo e incluso el campo de la conciencia. En este
grupo se ubican las sustancias que habitualmente llamamos
drogas, aunque también encontram os otras que por regla
general están más asociadas con los llamados venenos. De
hecho, la diferencia entre droga y veneno no es tan sencilla,
pero tampoco lo es la distinción entre droga y medicamen­
to. Los griegos antiguos utilizaban el térm ino Pharmakon (que
dio lugar al vocablo fárm aco) para referirse a una sustancia
que es a la vez un remedio y un veneno, dependiendo de la
dosis utilizada y del modo de empleo. Y el gran seductor
Casanova decía «en manos sensatas, el veneno es medicina;
en manos necias, la medicina es veneno».

Por regla general, se conocen como «drogas» todas aquellas


sustancias en las que concurren las siguientes propiedades:
I) tienen la capacidad de modificar de un modo u otro el
funcionamiento cerebral, y 2) su uso regular puede generar
procesos de tolerancia (necesidad de una mayor cantidad
para conseguir el mismo efecto buscado) así como también
de dependencia, tanto física como psicológica; es decir, que
el consum idor necesita seguir consumiendo la sustancia a fin
de no experim entar síntomas de abstinencia o bien para
afrontar las dificultades propias de la vida cotidiana.

Las drogas pueden clasificarse de muchas maneras, de acuer­


do a diversos criterios. Podemos clasificarlas, en prim er
lugar, en función de su naturaleza química, pero para nos­
otros y en este momento de diálogo contigo esa posible sis­
tematización no tiene apenas ningún interés.

O tra posible manera de clasificarlas responde al hecho de si


son legales o ilegales. Se trata de una dualidad interesante
que pone en evidencia lo caprichoso y lo variable de los cri­
terios sociales y culturales que determinan los límites de lo
legal. A lo largo de la historia dichos criterios han ido
variando sensiblemente. Durante siglos no hubo ningún tipo
de prohibición respecto a las drogas, en parte debido a que
ni siquiera se utilizaba el concepto mismo de droga. Muchas
sustancias que hoy se consideran drogas se consumían a
menudo dentro de diversas ceremonias y rituales, tanto de
orden religioso como social, es decir, para ayudar a conectar
con lo divino o para fortalecer los lazos comunitarios.

Más tarde los Estados y las Iglesias empezaron a legislar


acerca de lo que los ciudadanos podían o no podían consu­
mir, con el efecto de segregar ciertas sustancias a la catego­
ría de sustancias prohibidas. La arbitrariedad de dichas pro­
hibiciones puede ¡lustrarse con un ejemplo divertido: en
Rusia, durante algunas décadas del siglo X IX , estuvo absoluta­
mente prohibido el consumo del café, y algunos ciudadanos
se reunían en secreto para beber litros y litros de café
«embriagándose» a escondidas.

Incluso hoy en día, a pesar de la imparable globalización que


va homogeneizando cada vez más a todos los países del pla­
neta, existen curiosas diferencias culturales respecto a las dro­
gas en los distintos territorios nacionales. Una droga tan legal
en Europa como es el alcohol está, sin embargo, perseguida en
bastantes países islámicos, en algunos de los cuales, por el con­
trario, no es difícil presenciar el consumo de marihuana (o de
derivados de la misma) a plena luz del día y a la vista de todos.

O tra manera de clasificar las drogas, que tal vez hayas escu­
chado en alguna ocasión, es aquella que intenta dividirlas en
«duras» y «blandas». Es una dualidad que, por suerte, ya se
está abandonando casi por completo, debido a su ingenuidad
subyacente. Se suponía que las llamadas drogas duras son las
más peligrosas tanto por sus efectos físicos nocivos como
por su capacidad de crear adicción, mientras que las blandas
serían menos nocivas y crearían menos adicción. Sin em bar­
go, determ inar objetivamente dónde está la frontera entre
unas y otras resulta harto complicado, por no decir prácti­
camente imposible. Piensa una cosa: ¿el alcohol es una droga
blanda o una droga dura? En nuestro contexto socio-cultu­
ral se trata de una sustancia legalizada, que se puede conse­
guir con facilidad (aunque, en teoría, los menores no puedan
adquirirla), profundamente enraizada en la historia y en la
cultura, y alrededor de la cual existen múltiples negocios.
Pese a ello, desde un punto de vista estrictam ente médico,
puede afirmarse que es una sustancia altamente peligrosa,
responsable de muchísimas muertes, numerosísimos acci­
dentes de tráfico y laborales, causante de todo tipo de agre­
siones y maltratos, así como un ingrediente básico en diver­
sas patologías mentales y en el absentismo laboral.

En una guía sobre drogas editada por el Plan Nacional de


Drogas en España (2001) se nos recuerda que, frente al dra­
ma que supone la muerte de alrededor de 470 personas al
año a consecuencia de reacciones negativas a la heroína y la
cocaína, se calculan unas 46.000 m uertes anuales atribuibles
directam ente al consumo de tabaco y otras 12.000 relacio­
nadas de manera directa con el consumo de alcohol. Son
ejemplos concretos para que veas lo complicado y lleno de
aristas que es este asunto de las drogas.

T res grandes grupos:


tre s efectos fundam entales

Lo más lógico y sensato es tratar de clasificar las drogas en


función de sus efectos en los seres humanos, es decir, en
cómo afectan a sus percepciones, sus afectos y su conducta.
Desde ese punto de vista obtenemos tres grandes grupos:
— Drogas depresoras del sistema nervioso. Son sustancias
que, a pesar de sus diferencias, producen un progresivo
adormecimiento. Las más conocidas de este grupo son el
alcohol, los tranquilizantes, los hipnóticos y el amplio sub-
grupo de los opiáceos en el que encontramos la heroína, la
morfina y la metadona.

— Drogas estimulantes del sistema nervioso, es decir, aque­


llas que aceleran de algún modo el funcionamiento del siste­
ma nervioso central, manteniendo despierto al que las con­
sume o incluso llevándole a un estado de gran excitación e
hiperactividad. Suelen distinguirse dentro de este grupo los es­
timulantes menores (com o la cafeína o la nicotina) y los
estimulantes mayores (com o las anfetaminas y la cocaína).

— Drogas perturbadoras del sistema nervioso. A diferen­


cia de los otros dos grupos, su efecto principal no sería tan­
to cuantitativo (depresor, hacia «abajo», o estimulante, hacia
«arriba») sino más bien cualitativo, alterando el funciona­
miento del cerebro y propiciando todo tipo de distorsiones
en la percepción y/o alucinaciones. Las drogas tradicionales
dentro de este terce r grupo son los derivados del cannabis
(marihuana y hachís) y los grandes alucinógenos como la
mescalina o el ácido lisérgico (LSD ).

Cada vez más se tiende a colocar también en este grupo a


las llamadas drogas de síntesis aunque, en realidad, muchas
de ellas están más bien a caballo entre éste y las sustancias
estimulantes. Combinan los efectos euforizantes con cierto
grado de alteración psicodélica. Son la última moda en el
campo de las drogas y cada vez se está hablando más de ellas
en los medios de comunicación. Principalmente se trata de
MDM, también llamado éxtasis, un derivado de la anfetamina
que inicialmente empezó a circular como supuesto afrodi­
síaco (potenciador de la sexualidad) y que ahora se consu­
me asociado a determinados tipos de fiesta y música. O tras
drogas que se suelen vincular al éxtasis son la ketamina y el
G H B , al que se denomina erróneam ente éxtasis líquido aun­
que no es un derivado anfetamínico y sus efectos no tengan
ninguna relación con los del M DM A.

En la actualidad bastantes jóvenes mezclan en un mismo día


muy diversas drogas: tabaco, cannabis, alcohol, cocaína y pas­
tillas sintéticas. En el caso de estas últimas, además, en
muchas ocasiones el consum idor no sabe bien cuál es su
composición real y el vendedor las ofrece al joven sin espe­
cificarle exactamente de qué se trata («pastis», «pirulas»,
cualquier térm ino de argot suficientemente vago e incon­
creto ). Ese tipo de consumo aumenta todavía más los ries­
gos físicos de cada una de las drogas y, por ello, están aumen­
tando también de manera notable las consultas en los
servicios de urgencias hospitalarios de chicos y chicas en
estado de coma y/o de deshidratación (el llamado «golpe de
calor», sobre todo tras el consumo de éxtasis). Por otra par­
te, cada vez se están obteniendo más pruebas de la neuro-
toxicidad de estas nuevas drogas, es decir, que producen
lesiones reales en el sistema nervioso central (el cerebro,
sobre todo) de aquellos que las consumen, y parece ser que
aceleran la aparición de enfermedades degenerativas como
el Parkinson.

Una clasificación com o la que te acabamos de explicar es tan


consistente (a pesar de que algunas drogas no correspondan
de una manera «pura» a uno solo de los grupos) que la
encontram os tanto en un folleto editado por el M inisterio
del Interio r español como en el interesante «Libro de los
venenos» del polémico Antonio Escohotado. En palabras
textuales de dicho autor,

Las drogas del p rim e r tip o proporcionan — o prom eten—


algún tipo de p a z interior, y abarcan desde una sutil hiber­
nación al plácido em brutecim iento. Las drogas del segundo
tip o proporcionan — o p rom eten— algún tip o de energía en
abstracto, com o un aum ento de tensión en los circuitos
eléctricos. Las del te rc e r tip o proporcionan — o p rom e­
ten— algún tip o de excursión a zonas no recorridas del áni­
m o y la conciencia.

En otros textos (libros,fo lletos,revistas,y/o páginas de Inter­


net) podrás encontrar — si así lo deseas— informaciones
mucho más detalladas y completas sobre las sustancias que
llamamos drogas, así como sus efectos fisiológicos y sus
indiscutibles riesgos físicos. Desplacemos ahora el punto de
vista y enfoquemos hacia aquello que verdaderamente debe
interesarnos: la relación que las personas establecemos con
dichas sustancias.
Tom ar drogas ¿por qué? ¿para qué?

¿Por qué los seres humanos consumimos drogas? Por muy


diversos motivos, pero si hubiera que resumirlos en una pri­
mera aproximación podríamos responder la pregunta dicien­
do: por la insatisfacción que sienten la mayoría de los seres
humanos, por su sensación de incompletud y/o de malestar
frente al mundo y en su relación con sus semejantes.

En las drogas el ser humano va a buscar, consciente o incons­


cientem ente, alguno de esos tres efectos fundamentales a los
que nos hemos referido: la pacificación, el estímulo o la
exploración de nuevos territo rio s perceptivos. La droga, en
un prim er momento, funciona como una solución para el
sujeto, sobre todo en los dos prim eros casos. Se produce al
principio de la relación una especie de «luna de miel» entre
el consumidor y la sustancia elegida, una fase en la que los
vacíos existenciales y/o los conflictos personales quedan
tapados, aparentemente anulados por el efecto de la droga.
Por ello podemos decir que en dicha etapa la droga es más
una solución que un problema. Pero evidentemente se trata
de una solución falsa, transitoria y peligrosa. Falsa porque el
problema a resolver está intacto aunque temporalmente
cubierto. Transitoria porque tarde o temprano demostrará
ser una solución insuficiente y el problema podrá volver a
emerger a la superficie. Y peligrosa porque, más allá de los
riesgos físicos reales de muchas drogas, el propio consumo
acaba convirtiéndose en un nuevo problema para el sujeto
que le hace las cosas todavía más difíciles.

La adolescencia es la época más habitual del inicio en el con­


sumo de drogas. Las razones son varias:

— La gran curiosidad por experim entar es una característi­


ca típica de la adolescencia, y está bien que así sea. Esa curio­
sidad es fuente de crecim iento y de vida, pero si no se pone
en juego dentro de ciertos límites y con informaciones pre­
vias que minimicen los riesgos puede convertirse en todo lo
contrario y llevar al adolescente hacia situaciones muy peli­
grosas.
— Los adolescentes, más allá de vuestra curiosidad estruc­
tural, a menudo empezáis a consum ir drogas como un modo
de identificaros a un grupo determinado. Consciente o
inconscientemente estáis sometidos a una presión que os
empuja a hacer lo mismo que hacen otros de vuestra misma
edad o un poco mayores. Las primeras veces que los niños
consumen drogas suelen ser sustancias legales como el alco­
hol o el tabaco y dicho consumo inicial suele tener lugar en
ambientes familiares (celebraciones, por ejemplo), en un jue­
go descarado de imitación de las conductas de los adultos.
Pero más tarde, ya en la adolescencia, determinados consu­
mos adquieren un significado aparentemente opuesto. Se
realizan a espaldas de los padres y sirven como una señal de
identidad grupal, una conducta que homogeneiza al grupo
de amigos y los diferencia, en teoría, de los adultos de los
que en ese momento se quiere tom ar distancia como sea. Si
los otros lo hacen (los colegas más lanzados o los hermanos
mayores) el adolescente se siente de algún modo obligado a
hacerlo también. Teme quedarse fuera de juego en un
momento en el que, como ya te hemos dicho, la cuestión de
la identidad (¿ser niño?, ¿ser joven?, ¿ser adulto?, ¿cómo ser?,
quién ser?) está en un prim er plano.

— Ese consumo «rebelde» al que nos estamos refiriendo


puede efectuarse con sustancias legales (tabaco, alcohol),
pero hay que tener en cuenta que al ser consumidas fuera
de las miradas paternas y a menudo en contra de los deseos
de los padres es como si adquiriesen un carácter diferente,
transgresor. A menudo se mezcla también con el consumo
de sustancias ilegales, fundamentalmente marihuana, con lo
que entram os de lleno en otro factor esencial: el encanto de
lo prohibido.

A estos animales pensantes tan extraños que somos los


seres humanos nos suele atraer de manera especial todo
aquello que cae dentro de la categoría de lo prohibido. Con
gran sentido del humor y de la sabiduría popular, un conjun­
to de rock flamenco compuso hace algunos años una can­
ción cuyo estribillo dice: «Todo lo que me gusta es ilegal, es
inmoral o engorda.»

Muchas prohibiciones incrementan el deseo en vez de apa­


ciguarlo y, por ello, las leyes prohibicionistas saben por expe-
rienda que sus resultados efectivos suelen ser muy limita­
dos: dejan mucho que desear, nunca m ejor dicho. Quien
escribe estas páginas está completamente a favor de la des-
penalización de las drogas, pero sin duda es un tema lo bas­
tante complejo como para no poder desarrollarlo ahora
profundamente. Debes saber que hay partidarios de dicha
despenalización y otros contrarios a dicha ¡dea. Los contra­
rios a la despenalización argumentan que si las drogas deja­
sen de estar prohibidas aumentaría peligrosamente su con­
sumo. Los partidarios de la despenalización sostienen, sin
embargo, que la misma, además de ser un modo de luchar
contra el narcotráfico y contra la adulteración de las sustan­
cias, no necesariamente incrementaría el número de consu­
midores dado que desaparecería ese ingrediente tan parti­
cular del morboso encanto de lo ilegal.

A sí pues, recopilando, y a grandes rasgos, tenemos tres


poderosas razones de la especial vinculación del adolescen­
te con el consumo de drogas: la curiosidad propia de la edad,
la necesidad de identificarse con el grupo de semejantes y el
atractivo de lo prohibido. Pero, como es lógico, a todo ello
hay que añadir las motivaciones más profundas que pueden
llevar a cualquier sujeto, sea cual sea su edad, a ser presa fácil
de las sustancias adictivas (hablaremos de ello en seguida) y
también algunas características particulares de los tiempos
actuales.

En la época actual, en los inicios del siglo X X I, concurren una


serie de circunstancias que la hacen especialmente favorable
al consumo de drogas. Estamos viviendo una época de crisis
de valores tradicionales como el esfuerzo y la disciplina. Los
jóvenes actuales habéis vivido desde vuestra infancia en el
mundo de la televisión, los ordenadores y los teléfonos
móviles, la cultura del videoclip y el zapping, de Internet y la
globalización. N o se os ha cultivado en la paciencia y en la
espera, ahora todo puede y debe ser inmediato y asequible,
basta con apretar un botón para tener lo que supuestamen­
te se desea. Parece como sí se huyese de los momentos vacíos,
siempre hay que estar «conectado», enviando mensajes a
través del móvil o enganchado en un chat o escuchando
música en los walkman. El equivalente biológico de esos
fenómenos de la técnica son las llamadas drogas de diseño,
que se han añadido al consumo de otras más tradicionales.
En ciertos contextos juveniles se impone cada vez más una
idea muy empobrecida de la diversión, un modo de entender
la fiesta y lo lúdico bastante penoso, si lo analizas con cierta
distancia. Ya no se trata, como casi todos hemos hecho algu­
na vez en nuestros años adolescentes, de «pasarse» ocasio­
nalmente y de perder un poco los límites, sino que resulta
com o si ya no se concibiese otro modo de enfocar las sali­
das con los amigos y el hecho de divertirse en compañía. La
consigna actual es, en algunos casos, solamente «beber por
beber», a veces incluso con el propósito explícito de embo­
rracharse y colocarse al máximo, como en esas discotecas
que ya tienen en la puerta una ambulancia preparada para
llevarse a los que alcanzan el coma etílico. O tom ar pastillas
por pura inercia, y por su fácil acceso, con la excusa de que
servirán para desinhibirse más en el momento de bailar sin
descanso y para, en teoría, aguantar m ejor hasta la salida del
sol. Un reciente eslogan publicitario de una bebida alcohóli­
ca decía textualm ente: «Vive la noche, duerme cuando mue­
ras.» De entrada podría parecer muy divertido ese mensaje,
pero en el fondo es escalofriante. Mensajes así pueden llevar
justamente a la m uerte de muchos jóvenes que se los toman
(consciente o inconscientemente) casi al pie de la letra.

Tus padres y las drogas

Tal vez te preguntes por qué los padres suelen ponerse tan
pesados con el tema de las drogas y su constante tem or a
que acabes convirtiéndote en una víctima de las mismas. En
algunos casos, se trata de un problema de desinformación.
No tienen los elementos suficientes para distinguir entre
unas sustancias y otras, y entre diferentes modalidades de
consumo. Están aplastados por ciertos discursos demasiado
simplistas que circulan en los medios de comunicación.
Co m o ya explicábamos en el capítulo dedicado a los padres,
no es nada fácil desempeñar bien el papel de padres. El asun­
to de las drogas es uno de los muchos que pone en eviden­
cia esa dificultad. Un padre puede estar echándole un ser-
món a su hijo acerca de los peligros de las drogas con un
vaso de güisqui en la mano o incluso con algunas copas de
más en el cuerpo, y sin darse cuenta de la contradicción en
la que está instalado. En éste, como en otros terrenos, suele
ser más eficaz el buen ejemplo cotidiano que los discursos
apasionados. Vosotros los jóvenes tenéis una sensibilidad
especial para captar los modelos de vida de los mayores y las
posibles incoherencias de los mismos.

Un adolescente que vino a mi consulta cuando el consumo


de anfetaminas y drogas de diseño se estaba apoderando por
completo de su voluntad, relataba con gran sentimiento
cómo había estado presenciando durante toda su infancia el
constante consumo de fármacos de todo tipo por parte de
su madre y su padre. Am bos, profesionales brillantes pero
totalmente sometidos a sus trabajos respectivos, utilizaban
cantidades industriales de medicamentos en cuanto sentían
la más pequeña molestia que podía poner en peligro su alto
rendimiento laboral: analgésicos para el dolor de cabeza,
somníferos para conciliar el sueño lo más deprisa posible,
estimulantes diversos para alejar el fantasma del estrés, anti­
bióticos a la m enor sospecha de un resfriado, e incluso en
ocasiones, medicamentos que no estaban en absoluto justifi­
cados pero que les apaciguaban sus tem ores hipocondríacos
de contraer alguna enfermedad im portante. N o se trata de
interpretar el inicio de adicción de mi joven consultante
como un efecto simple y directo del abuso de medicamen­
tos por parte de sus padres, pero sin lugar a dudas ese abu­
so le había condicionado extraordinariam ente, casi como si
el mensaje que hubiera estado recibiendo durante muchos
años fuese «si tienes algún problema, basta con que te tomes
algunas pastillas para solucionarlo».

En otros casos, la dificultad que experimentan los padres se


debe en parte a que ellos mismos tuvieron relaciones con las
drogas ¡legales en sus años de juventud y saben bastante a
qué atenerse. Justamente su conocimiento de causa les hace
tener miedo de que quizás sus hijos no vayan a ser tan afor­
tunados como ellos. Ellos tal vez pudieron coquetear duran­
te un tiempo con ciertas drogas sin quedarse enganchados,
pero también pudieron ver cómo algunos de sus contempo­
ráneos no salieron indemnes de la experiencia o incluso per­
dieron la vida en el intento. Una vez más, la posibilidad del
diálogo es la que perm itirá despejar tem ores y malentendi­
dos. Si no se opta por la vía de la palabra, ya sea porque el
adolescente se cierra en banda y no quiere hablar con sus
padres del tema en absoluto, o ya sea porque los propios
padres no sepan de qué manera abordar dicho asunto de
una forma explícita y sincera, podemos llegar a extrem os tan
aberrantes como el que se acaba de plantear recientem ente
en la prensa: un invento diseñado para saber si el hijo se ha
drogado utilizando restos de su sudor o de su orina. El
invento en cuestión consiste en una especie de reactivo
(com o el que se utiliza, por ejemplo, para saber si una mujer
está embarazada) que en contacto con una prenda de ropa
utilizada por un joven en su salida nocturna a la discoteca
puede determ inar si éste ha consumido droga e incluso qué
tipo de sustancia. A sí los padres, sin mediar palabra, pueden
coger una camiseta sudada de su hijo/a y aplicar el reactivo
para saber — sin preguntarle— si se ha drogado el viernes
por la noche.

¿No te parece que cuando se llega a algo así es que se han


perdido las más mínimas normas de convivencia, respeto y
confianza? Tanto por parte de unos (los padres), que se con­
vierten en policías antidoping de sus propios hijos, como de
los otros (los hijos adolescentes), que con su conducta y sus
silencios probablemente han propiciado un penoso clima de
incomunicación.

U n a infantilización disfrazada de rebeldía

Si has empezado a consum ir algunas drogas, quizás piensas


que tú podrás con ellas, que a ti no te anularán la voluntad,
pero vale la pena que tengas en cuenta que eso lo han pen­
sado prácticamente todos los que después se han quedado
enganchados. Es lógico que te creas diferente, que a ti no te
va a pasar, se parece a lo que a todos los seres humanos nos
ocurre con la m uerte: siempre creem os que le va a tocar a
otro. Inconscientem ente, cada ser humano se cree de algún
modo inmortal, y respecto a las adicciones cada uno piensa
que a él no le va a suceder. Gran error, sin duda. ¿Acaso te
crees más inteligente o con más recursos que Jimmy Hen-
d rix, Marilyn M o n ro e jim M orrison, SidVicious, Cam arón de
la Isla o K u rt Cobain? Todos ellos (y muchos más) fueron
personas con un gran talento y, sin embargo, a pesar de ello,
sucumbieron a la dependencia de las drogas.

Si estás iniciándote en el consumo de drogas, quizás te sien­


tes «rebelde» por hacerlo. Es posible incluso que ello te haga
sentir orgulloso y diferente frente al «Sistema» imperante
que no te acaba de convencer, pero en realidad ese consu­
mo responde también, en parte, a la lógica del «Sistema», es
otro mecanismo más del «Sistema» para alienarte. N o te
creas que está tan claro eso de que el «Sistema» está en
contra de las drogas. Probablemente hayas oído el térm ino
«estupefacientes» que se utiliza a menudo en el ámbito jurí­
dico y policial como sinónimo de drogas. El origen de esa
palabra tiene que ver con estar «estupefacto», atontado, sin
enterarse de nada, y su raíz es la misma que la de «estúpi­
do». A menudo los jóvenes drogados están efectivamente
como atontados, como si sufrieran un proceso de estupidi-
zación,y con frecuencia el consumo de ciertas sustancias les
convierte en seres dormidos y egocéntricos, en lugar de
convertirles en revolucionarios apasionados que puedan
intentar transform ar algo de la sociedad en la que viven
canalizando lo m ejor de su potencial juvenil.

Desde luego aprender a disfrutar del tiempo libre sin recu­


rrir a las drogas no siempre es sencillo. Implica ir un poco a
contrapelo de lo que está de moda, implica a veces enfren­
tarse a los propios vacíos existenciales, pero te podemos
asegurar que hay muchas compensaciones en intentarlo, y
que en el fondo es mucho más revolucionario.

A menudo los adolescentes que se drogan se creen muy


modernos por el hecho de hacerlo, modernos y valientes,
como si al drogarse fueran más lanzados que los que no lo
hacen, más «in», más «cool», más interesantes, más «enrolla­
dos» que el resto, como si estuvieran en la vanguardia del
mundo. Sin embargo, el psicoanálisis nos ayuda a pensar que
en el fondo se trata de algo bien diferente, casi exactam en­
te lo contrario.
La dinámica oculta en el acto de drogarse es, en realidad, en
muchos de los casos, un viaje hacia el pasado, una verdadera
infantilización. Se trata de una búsqueda inconsciente de
objetos radicalmente perdidos, objetos que en la infancia
proporcionaban calma, satisfacción e incluso sensaciones de
omnipotencia. El prim ero de esos objetos, real y simbólico a
la vez, es el pecho materno o sus sustitutos más inmediatos:
el biberón y el chupete. El joven que necesita beber
(«m am ar», dicen a menudo los que toman alcohol) y tom ar
ciertas sustancias para poder salir de juerga con los amigos
es, en realidad, como el niño pequeño que necesita el chu­
pete a todas horas, o el dedo pulgar para succionar incesan­
temente, o como aquellos crios que no pueden desplazarse
sin algún muñeco muy querido o alguna pieza de ropa que
está revestida imaginariamente de propiedades mágicas.
Q uizás conoces a Linus, el amigo de C harlie Brown que va a
todas partes con una vieja manta de la que jamás se des­
prende.Todos, en algún momento de nuestra evolución psí­
quica, hemos sido como ese personaje de cómic y hemos
necesitado en mayor o m enor grado de ciertos objetos para
tira r adelante, incluso hemos dependido de ellos; pero justa­
mente la maduración y el crecim iento implican el poder
adquirir ciertos grados de autonomía.

Esos objetos, como los chupetes o la manta de Linus, tienen


una función muy im portante en una fase de la vida, actuando
como facilitadores de la relación cada vez más complicada
con el mundo. Son interm ediarios entre el sujeto y el resto
del mundo, pero tarde o temprano hemos de desprendernos
de ellos. Cuando se consumen drogas, y sobre todo cuando
ese consumo tiene ya el carácter de una verdadera adicción,
se produce una reedición patológica de esa necesidad infan­
til de tener objetos para abordar la existencia.

Las drogas tienen la característica indiscutible de «colocar»


a quien las toma, y podemos tom ar el térm ino «colocar» no
solamente en el sentido que se le da habitualmente referido
a sus capacidades de alterar la conciencia del consumidor
sino también en el sentido (m etafórico y real a la vez) de
colocar al sujeto en el mundo, dándole un lugar, ayudándole
a ubicarse en él. Pero la cara de esa «colocación» tiene una
cruz indiscutible, que es el hecho de que en la mayoría de los
casos ese consumo «colocador» termina separándole irre ­
mediablemente de los otros y del mundo. Lo prioritario pasa
a ser entonces el consumo en sí mismo y no tanto aquello
que se suponía que se iba a conseguir con él. Y todo lo que
interfiera en ese consumo pasa a ser secundario, cuando no
directamente molesto.

La droga es, por tanto, un objeto que aparentemente «colo­


ca» (y que, en una prim era etapa, incluso puede favorecer la
relación con los otros) pero que acaba por separar al suje­
to del resto de los objetos, dificultando cada vez más el vín­
culo con los demás. Si el niño no abandonase algún día el
chupete y la manta mugrienta, sus relaciones personales y
sus vínculos sociales no podrían avanzar gran cosa dado que
siempre privilegiaría esos objetos ante el resto de las cosas.
A los adictos les pasa exactamente eso, acaban privilegiando
y dando más importancia a su relación individual con la dro­
ga (una especie de autoerotism o disfrazado) que al resto de
sus relaciones personales. Un objeto que en teoría tenía que
ayudarles a «abrirse» y a funcionar mejor, no tarda en mos­
tra r su faz más arcaica y regresiva, convirtiéndose en el ver­
dadero centro de gravedad de la existencia, «cerrando» en
lugar de abrir, infantilizando en lugar de contribuir al creci­
miento. D e la supuesta aspiración a ser «todos amigos» gra­
cias a la desinhibición que facilitan las «pastis», por poner un
ejemplo bien actual, bastantes jovencitos/as acaban cayendo
en el polo opuesto: ningún amigo, ninguna relación duradera
y consistente.

L a dependencia

Más allá de sus riesgos físicos innegables, uno de los peligros


potenciales más importantes del consumo de drogas tiene
que ver con sus efectos sobre la libertad de aquel que las
consume. ¡Libertad!, menuda palabra, y vaya concepto. No
vamos ahora a amargarte la vida con inagotables disquisicio­
nes filosóficas y éticas alrededor del espinoso asunto de la
libertad, pero puedes estar bien seguro/a que es un asunto
que nos concierne muy directamente a todos y a cada uno.
Podríamos discutir durante horas y días si realmente existe
o no eso a lo que llamamos libertad, y no es probable que
nos pusiéramos de acuerdo. Sabemos que, en tanto seres
biológicos, estamos muy condicionados por nuestros genes
y por nuestra biología en general. Sabemos también que, en
tanto seres de lenguaje, estamos asimismo muy condiciona­
dos por nuestra infancia y por la relación con nuestros
padres. Pero todo ello no quita que podamos seguir aspi­
rando a tener cierto margen de libertad respecto a nuestras
decisiones y nuestros actos.

La dialéctica entre la libertad y las drogas es un asunto clá­


sico. Los defensores acérrim os de la libertad individual
esgrimen que todo ser humano debe poder ser libre de con­
sum ir lo que quiera y de hacer cuanto desee con su cuerpo.
No les falta parte de razón, pero hay que co ntrarrestar ese
punto de partida con dos consideraciones más que nos ayu­
darán a m atizar bastante esa prim era declaración:

— Aquellos que en nombre de su libertad consumen lo que


quieren a veces acaban causando grandes sufrimientos a
otros seres humanos que no han elegido libremente dicho
sufrim iento (es el caso, a menudo, de los familiares de quie­
nes abusan de las drogas).

— Ese consumo elegido supuestamente desde la propia


libertad no es raro que term ine reduciendo de manera nota­
ble los márgenes del ejercicio de dicha libertad. Si a cual­
quiera de nosotros ya nos es muy difícil ser realmente libres
en algunas parcelas de nuestra vida cotidiana, esa libertad
queda todavía más empequeñecida o francamente coartada
cuando estamos sometidos a los efectos de algunas drogas
y/o somos víctimas de la dependencia crónica de las mismas.
Tal vez el consumo de drogas ha podido iniciarse como un
acto de suprema libertad individual, pero uno de sus riesgos
reales es que lleve al sujeto a una situación en la que ya no
pueda ni siquiera ser libre de decidir si desea seguir consu­
miendo.

La dependencia física es el estado de adaptación fisiológica


de un organismo que necesita de la droga para continuar su
funcionamiento y se manifiesta por la aparición de diversos
síntomas de malestar físico (más o menos acentuados) cuan­
do se suspende su consumo. Es el llamado «mono» o sín­
drome de abstinencia. Si bien es cierto que en algunos casos
puede llegar a ser muy doloroso, con la adecuada asistencia
médica se resuelve favorablemente y se restablece la diná­
mica fisiológica anterior al consumo sin demasiadas dificul­
tades. El problema mayor no es ése, por mucho que a veces
la gente crea que ésa es la mayor dificultad; la dependencia
más difícil de resolver es otra, es aquella a la que habitual­
mente llamamos «dependencia psicológica».

Si fuésemos algo más exigentes con el rigor de la ciencia y


del pensamiento no deberíamos separar de un modo tan
radical lo psíquico y lo físico, pero los mismos investigadores
así lo hacen a menudo y es una forma clásica de hacernos
entender. Sin lugar a dudas, podríamos postular que también
en la mayor o m enor incidencia de los síntomas reales del
«mono» pueden intervenir factores psicológicos diversos, e
incluso que en la dependencia psicológica a una sustancia
pueden operan ciertos procesos corporales (sin determ inar
qué es causa y qué efecto en las interacciones entre lo psí­
quico y lo som ático), pero todo eso no interfiere realmente
en nuestra argumentación.

Hace poco tiempo se dio a conocer la noticia de que un


estudio de un grupo de investigación del Instituto de A ten ­
ción Psiquiátrica del Hospital del Mar de Barcelona había
determinado científicamente que el chocolate no crea adic­
ción y no puede, por tanto, a la luz de dicho estudio, consi­
derarse una droga. Por si no lo has entendido bien, el estu­
dio hacía referencia al chocolate, sí, ese apreciado alimento
procedente del cacao que seguramente has tomado desde
pequeño/a, y te lo aclaramos porque no nos referim os al
idéntico térm ino de argot con el que a menudo se apela a
ciertos derivados del cannabis. Pues bien, los investigadores
en cuestión descubrieron que para que el chocolate crease
una adicción física real debería consumirse una cantidad dia­
ria imposible, unos 15 kilos para ser más exactos, ¿te imagi­
nas qué atracón, qué dolor de estómago? Y a pesar de todo
ello, es innegable que existen numerosas personas que son
de algún modo «adictas» al chocolate. Tal vez conozcas a
alguna, no es tan inhabitual, son personas (con más frecuen­
cia mujeres) que «creen necesitar» el consumo de bombo­
nes, pasteles y/o helados de chocolate con el fin de que la
existencia les resulte un poco más llevadera. N o estamos tri-
vializando, el tema es muy interesante. Necesitan esa dosis
de chocolate, de alguna manera. Para un discurso estricta­
mente médico en esos casos no puede hablarse de adicción
porque no hay dependencia física real de la sustancia. Pero
desde una perspectiva más amplia, nos topamos con el pro­
blema de la existencia indiscutible de fuertes dependencias
psíquicas respecto de sustancias que se supone que no son
propiamente adictivas o, incluso (para que acabes de enten­
der bien lo que estamos intentando transm itirte), adicciones
en las que el sujeto ni siquiera depende de una sustancia
determinada sino de un acto de conducta que no puede
dejar de efectuar: es el caso de las llamadas «adicciones sin
sustancia» como pueden ser las adicciones al juego (ludopa-
tías) o a Internet. ¿Acaso ese tipo de dependencias cada vez
más habituales no son también «reales» de algún modo?
Desde luego, para el psicoanálisis sí lo son. ¿Por qué lo psí­
quico no m erecería poder ser calificado también como
«real»? Uno de los aportes esenciales del psicoanálisis freu-
diano es el concepto de «realidad psíquica». De hecho es tan
real y consistente que, aunque no pueda medirse ni objeti­
varse fácilmente con criterios cientifistas, suele ser lo más
duro de resolver en los tratam ientos de las toxicomanías.

Otras cuestiones a tener en cuenta

Una vez resuelta la dependencia fisiológica de una persona


respecto de una sustancia, queda siempre un largo trabajo
por hacer en torno a la necesidad emocional que sigue vin­
culando al sujeto con la droga que sea. Hay muchos ingre­
dientes ocultos a simple vista que, sin embargo, atan de una
manera muy fuerte al abusador de drogas con la sustancia
que está intentando abandonar.

El psicoanálisis puede ayudarnos a pensar y desvelar esos


lazos ocultos entre el sujeto y la droga que a menudo son
más duros y rebeldes que los circuitos fisiológicos respon­
sables de la dependencia estrictam ente física. Se trata de
dinámicas inconscientes en las que intervienen diversos fac­
tores. Algunos ya los hemos ¡do explicando, como la nece­
sidad de identificarse a un grupo de pertenencia o el signifi­
cado profundo de rebeldía paradójica que lleva en el fondo
a un reencuentro con objetos no demasiado diferentes de
los de la infancia. Pero hay todavía otros elementos más a
tener en cuenta, de los que destacaremos dos que podemos
anunciarte así: la tendencia humana a la repetición, y el oscu­
ro vínculo de las personas con la m uerte y el dolor.

Una de las dificultades mayores para abandonar el consumo


de drogas es que dicho consumo se ve reforzado por la ten­
dencia que tenemos los seres humanos a repetir las con­
ductas, y pocas cosas hay tan repetitivas como la relación de
un sujeto con su droga. Por regla general nos dejamos
enganchar fácilmente en todo aquello que se incorpora a
nuestra vida como un hábito más, aunque a la vez a menudo
nos quejamos de lo rutinario de nuestras vidas. Las rutinas,
conscientemente, pueden resultarnos antipáticas y aburri­
das, aunque también es verdad que hay algunos sujetos que
las buscan de un modo premeditado huyendo intencionada­
mente de las sorpresas y de los cambios. Pero, al margen de
esas variaciones individuales, hay un fondo estructural en la
mayoría de los sujetos (por no decir en todos) que nos
encadena a las conductas repetitivas. N o sería fácilmente
soportable una vida en la que siempre se estuviese partien­
do de cero y haciendo tabla rasa de todas las experiencias
anteriores. En ese sentido, las drogas son objetos en los que
el sujeto que ya las conoce obtiene casi siempre un efecto
semejante, una respuesta más o menos conocida. Ese carác­
ter afianza su consumo, aunque a veces, por cuestiones de
sobredosis y/o de impurezas añadidas a la sustancia original,
las drogas pueden deparar terribles sorpresas. Lo que se
busca en ellas muy a menudo es lo ya sabido, a veces año­
rando de form a muy clara los efectos de las primeras veces.
Además, cuando la dependencia es ya muy radical, la droga
organiza en cierto modo la vida de aquel que depende de
ella. Desde que se levanta hasta que se acuesta ya sabe lo
que debe hacer: buscarse la dosis. N o es extraño (aunque
sea triste) que con cierta frecuencia la relación con la droga
acabe siendo para el adicto preferible a su relación de pare­
ja. En esta última, en la relación de pareja, puede haber con­
flictos, disparidad de criterios, decepciones, exigencias... Por
el contrario, la droga difícilmente se pondrá a discutir con su
consumidor, no le llevará nunca la contraria, no le aportará
sorpresas intempestivas (si hay suerte), pero lo irá atrapan­
do en las redes de lo idéntico a sí m ism o.de la repetición sin
cambios. ¿No te parece más enriquecedora la relación con
un otro de carne y hueso, aunque a veces te sorprenda o te
desconcierte, que la relación siniestram ente repetitiva con
un objeto silencioso que acaba adueñándose de tu voluntad?

La dialéctica entre lo repetitivo y lo novedoso es esencial en


nuestras vidas. Una posible manera de pensar la salud psí­
quica es tal vez cierto grado de equilibrio (dinámico, no está­
tico) entre nuestra necesidad inconsciente de repetir y
nuestras búsquedas conscientes de cambios y novedades. En
una lectura superficial y simplista del problema de las drogas,
podría parecer que su consumo se debe preferentem ente a
lo segundo, pero, en el sustrato más profundo de nuestras
tendencias adictivas, se escucha con claridad esa inercia radi­
cal de la repetición. Prescindir del consumo repetitivo de
drogas significa en realidad apostar por una vida más valien­
te y más llena de sorpresas.

Te hemos anunciado un último factor que también opera en


el enganche de algunos humanos a las drogas nombrándolo
como «el oscuro vínculo de las personas con la muerte y el
dolor». Es muy difícil explicar de un modo detallado y com­
prensible a la vez en qué consiste ese oscuro vínculo. Freud
lo llamó «pulsión de m uerte», verdadera paradoja concep­
tual sobre la que se han escrito ríos de tinta a lo largo de la
historia ya centenaria del psicoanálisis. A simple vista puede
parecer que lo que mueve a las personas es siempre la bús­
queda del placer y, sin embargo, si nos fijamos en toda una
serie de fenómenos cotidianos nos podemos dar cuenta de
que las cosas son bastante más complicadas. Más allá de la
tendencia al placer, en muchos síntomas y en numerosas
conductas de nuestros semejantes no es difícil escuchar la
inquietante presencia de eso que Freud bautizó como pul­
sión de m uerte. Piensa en todas esas personas que parecen
tener un imán para las desgracias, o esas otras que eligen
siempre a individuos problemáticos y/o agresivos como
compañeros sentimentales. En ese sentido, el consumidor de
drogas es en ocasiones alguien que, a pesar de ser conscien­
te del daño que está haciendo a su organismo y a su volun­
tad, prioriza de un modo inconsciente la búsqueda de la
autodestrucción. En el consumo de heroína se percibe a
menudo de una forma muy clara esa pendiente autodestruc-
tiva. Algunos heroinómanos de los que toman la heroína
por vía intravenosa le dan un valor muy particular al acto de
pincharse, hasta el punto de que en situaciones extrem as, al
no disponer de la dosis necesaria, pueden llegar a pincharse
cualquier cosa por el puro gusto de sentir la inyección. ¿No
es sorprendente que algo que alguna vez fue tan temido o
simplemente desagradable, como es un pinchazo en la vena,
llegue a convertirse para algunos sujetos en un acto profun­
damente deseado? Recuerdo un caso especialmente duro de
un joven consumidor de heroína que, cada vez que conseguía
pasar un par de semanas sin pincharse, celebraba su supues­
ta victoria sobre la droga inyectándose una nueva dosis que
le enganchaba una vez más al tóxico que supuestamente
quería abandonar.

Te hemos explicado algunos de los principales riesgos inhe­


rentes al uso de las drogas, deteniéndonos más en los ries­
gos psicológicos de la dependencia, pero sin olvidar también
los relativos a la salud física. Para concluir nos referirem os a
otro peligro vinculado directamente al uso de ciertas drogas:
el riesgo de enloquecer. Dicho así puede parecer muy poco
científico, pero es un riesgo muy real que se da en aquellos
de vosotros que tengáis cierta predisposición previa a pade­
cer algunos trastornos mentales.

Algunas drogas pueden desencadenar crisis esquizofrénicas


agudas en adolescentes que a lo m ejor hasta entonces no
habían mostrado apenas signos de patología mental. Un
muchacho inteligente que había mostrado cierta prudencia
en el consumo de drogas, un día, a raíz de su fiesta de cum­
pleaños, decidió «desmadrarse» con un cóctel brutal de
todo tipo de sustancias. Cuarenta y ocho horas después los
amigos se dieron cuenta de que algo no marchaba bien cuan­
do les empezó a llamar por teléfono explicándoles muy
angustiado que había una conspiración contra todos ellos y
que debían huir todos juntos del país lo antes posible. Era el
inicio de una crisis delirante que obligó, incluso, a su ingreso
en un centro hospitalario.

Com o sería demasiado truculento (incluso tendencioso)


finalizar este capítulo con un ejemplo así, volvamos en todo
caso al principio para insistir en que, desde nuestra perspec­
tiva, no se trata de «satanizar» indiscriminadamente cual­
quier uso de cualquier droga, pero sí de apostar por el m áxi­
mo de información posible, y que esa información (com o la
que hemos intentado darte aquí) se refiera no sólo a las sus­
tancias adjetivas sino muy especialmente a los mecanismos
psicológicos e inconscientes que intervienen, a fin de que los
jóvenes podáis evaluar por vosotros mismos si vale o no vale
la pena tom ar drogas y también preguntaros por qué y para
qué tom arlas, así como qué otras cosas podríais hacer en
lugar de buscar el recurso fácil de la utilización de determ i­
nadas sustancias.
ulimias y anorexias - comer demasiado o demasiado
n este capítulo vamos a hablar de una problemática

e muy seria: los llamados trastornos de la alimentación

o de la conducta alimentaria, fundamentalmente la


anorexia y la bulimia. Puede ser que conozcas indirectamen­
te dicha patología a través de algún conocido/a o amigo/a, o
más directam ente aún a través de tu propia experiencia o de
la experiencia de algún familiar cercano.

Hemos dicho «los llamados» trastornos de la alimentación, y


con esta forma de decirlo ya queremos sugerir algo, colocan­
do cierta interrogación crítica en ese modo de denominarlos
que se ha extendido en los medios de comunicación y en los
ámbitos estrictamente médicos. Querem os decir que es una
posible forma de llamarlos, a esos trastornos, pero que vale la
pena pararse a pensar si efectivamente de lo que se trata en
ellos es solamente de un problema de la alimentación. Ade­
lantamos nuestra respuesta: no se trata en absoluto de tras­
tornos referidos únicamente a la función alimentaria, aunque es
cierto que las manifestaciones clínicas más visibles y evidentes
en un prim er momento son las que tienen que ver con el
com er o no comer y con el modo de hacerlo o no hacerlo.
Quizás pienses a estas alturas que los psicoanalistas somos
unos seres un tanto retorcidos que queremos complicarlo
todo siempre y que le buscamos los tres pies al gato. Pero
es que resulta que el gato tiene cuatro, y una cola, y bigo­
t e s ... y las conductas humanas tienen una gran complejidad
que es necesario conocer para no quedarnos en visiones
excesivamente ingenuas y simplistas de las cosas.

Así pues, desde nuestra perspectiva y desde nuestra expe­


riencia clínica, podemos afirmar, aunque parezca una parado­
ja, que los trastornos de la alimentación son mucho más que
trastornos de la alimentación. Por dos tipos de razones
importantes que pasaremos a desarrollar en seguida pero
que, de momento, podríamos anunciarte así: a) porque la
anorexia y la bulimia son síntomas de procesos psicológicos
subyacentes, es decir, que están escondidos tras la máscara
de dichos síntomas, y b) porque la alimentación en los seres
humanos es mucho más que la mera satisfacción de una
necesidad física.

Empezaremos por la segunda, que es más básica y además es


aplicable a cualquiera de nosotros, sufra o no sufra alguno de
los llamados trastornos de la alimentación. Alim entarse no
es solamente satisfacer una necesidad corporal. Eso sería
simplemente nutrirse, como hacen la mayoría de los anima­
les, por no decir todos.

Com er, para los humanos, es un acto complejo. En otros


capítulos (por ejemplo, cuando hablábamos de los padres y
del Edipo) ya hemos dicho de qué modo hay que entender
la palabra «complejo». C o m er es un acto en el que conver­
gen diversos planos de interpretación, diversos ingredientes
psíquicos. Es un acto social, aunque se puede com er a solas,
como es obvio. Es un acto simbólico, aunque la comida pue­
da ser muy real. Es también un acto erótico (en el amplio
sentido del erotismo, de la búsqueda de un placer), y es ade­
más un modo de relación con el propio cuerpo y con la ima­
gen del mismo, es decir, no sólo con el cuerpo como orga­
nismo a satisfacer. Vamos a ver cómo te explicamos todos
estos componentes del acto de comer.

En otros lugares de este mismo libro hemos hablado de la


«fase oral» como una de las etapas básicas de la libido, es
decir.de la energía que nos vincula desde niños a los objetos
del mundo. Si observas a un bebé, verás que su modo de
relación con las cosas pasa fundamentalmente por la boca.
Todo se lo lleva a la boca, tanto las diversas partes de su pro­
pio cuerpo y de su ropa como también los objetos e xte rio ­
res a él. Es la importancia de la oralidad. La teta materna y/o
los biberones han despertado desde el prim er instante el
placer oral de la succión. Y ese placer va a quedar fuerte­
mente grabado en todos los sujetos, incluso cuando no hay
un objeto alimenticio para succionar. Es el caso de los chu­
petes y de todos aquellos objetos que el niño chupa o m o r­
disquea, aunque no obtenga una satisfacción directamente
alimentaria.

Com o la boca sirve al mismo tiempo para alimentarse y para


succionar objetos no estrictam ente alimenticios, esa duali­
dad marca para siempre una especie de «plus» de satisfac­
ción en el hecho de llevarse algo a la boca. Piensa en la
importancia de los besos, tanto en los niños como en la vida
erótica de los adultos. Y piensa también en ciertos hábitos
orales que, en algunas personas, se mantienen a lo largo de
toda la vida como una especie de inercia invencible de la
oralidad: la costumbre de fumar o la de com erse las uñas.

C ierto s usos del lenguaje que hacemos servir para referirnos


a determinadas prácticas sexuales y/o para ensalzar los atrac­
tivos eróticos de alguna persona presentifican de un modo
transparente esa íntima conexión estructural entre el com er
y el erotismo. Así, por ejemplo: «fulanita está buenísima», «a
menganito me lo com ería», «hacer una mamada», etc.

En otros lugares te hemos explicado también que los padres


que alimentan a un hijo/a no lo hacen solamente con comi­
da, sino que le dan muchas otras cosas importantes: so nri­
sas, caricias y, sobre todo, am or y palabras. El modo particu­
lar en que cada niño/a percibe al adulto cuando éste lo está
alimentando (en este sentido más amplio del verbo) tendrá
consecuencias futuras respecto a cómo ese sujeto se rela­
cionará con la comida.

No vamos a idealizar una situación perfecta, pero está claro


que no será lo mismo para el futuro de un sujeto ser ali­
mentado por una madre que está satisfecha de hacerlo y se
siente a gusto mientras lo hace, que, por el contrario, aquel
otro caso en donde (por las circunstancias que sean) la
madre tiene serias dificultades en desempeñar esa función
de una manera más o menos agradable y placentera. Incluso
en esa segunda situación deberemos ser muy cuidadosos y
no dar por supuesto que ello vaya a ser la causa única del
trastorno posterior, pero habrá que tenerla de algún modo
en cuenta.

Los dos cuadros clínicos fundamentales dentro de los tras­


tornos de la alimentación son, como ya te lo hemos adelan­
tado, la anorexia y la bulimia. En ciertos ámbitos clínicos hay
una creciente tendencia a co nstruir nuevos diagnósticos, y
así, por ejemplo, algunos autores intentan distinguir de la
bulimia otra entidad nosológica (supuesta enfermedad) a la
que llaman «hiperingesta compulsiva de alimentos», pero
nosotros vamos a prescindir de esa diferenciación. Los
anglosajones, muy aficionados a las etiquetas, insisten recien­
temente en otros dos supuestos cuadros clínicos: la vigore-
xia y la orto rexia.

La prim era, la vigorexia, se define como una especie de


reverso moderno de la anorexia que afecta más a hombres
que a mujeres. Se supone que son personas que dedican
cada vez más horas a ir al gimnasio con el objetivo de lograr
un cuerpo musculado que asocian con el éxito y la salud.
Además, para alcanzar ese propósito, comen desmesurada­
mente, sobre todo alimentos muy ricos en proteínas y suple­
mentos vitamínicos y anabolizantes. Es como si nunca se vie­
sen suficientemente musculosos y fuertes.

La segunda, la o rto rexia, no es más que la obsesión por la


comida sana y la dietética llevada al paroxismo, al exceso
total. Son personas que se pasan el día vigilando y pensando
lo que comen, estudiando la procedencia de los alimentos,
obsesionándose con la alimentación de muy diversas mane­
ras, y buscando sin cesar nuevas dietas cada vez más perfec­
tas, o más «biológicas», o supuestamente más sanas.

Son curiosos síntomas de la posmodernidad, sin lugar a


dudas, pero los que nos interesan de verdad son las dos
grandes entidades de la anorexia y la bulimia, y en ellos
vamos a concentrarnos.
La anorexia se caracteriza fundamentalmente por una tríada
clásica, descrita ya por los médicos y psiquiatras del siglo x ix
y conocida entre los clínicos como las tres «a», dado que
son tres síntomas que en nuestro idioma empiezan por esa
letra: anorexia, am enorrea (pérdida de la menstruación) y
adelgazamiento.

Anorexia, etimológicamente, quiere decir «falta de apetito».


En realidad, los pacientes afectos de anorexia pueden sentir
ganas físicas de comer, pero el rechazo a hacerlo es más fuer­
te y se acaba imponiendo. Algunas pacientes explican muy
claramente que no han perdido el apetito, pero es como si
consiguieran revestir de un extraño placer la experiencia del
hambre. N o es raro que hablen de la impresión de «flash» que
les produce la sensación de vacío y de hambre insatisfecha, e
incluso de la vivencia de triunfo personal sobre el cuerpo.

El rechazo a com er no se debe a causas físicas que lo justifi­


quen, y por ello a menudo a la anorexia se le ha puesto el
adjetivo de «mental» y/o «nerviosa», queriendo indicar así
que el verdadero origen del problema no es directamente
corporal. Hay un miedo a engordar exagerado, terrible, inclu­
so cuando el peso ya está por debajo de la normalidad, y una
negativa radical a mantener el peso por encima de los míni­
mos que se consideran normales. Mezclado con ello, puede
haber incluso vivencias distorsionadas de la imagen del pro­
pio cuerpo, es decir, que se ven (o creen verse) en el espejo
(y en las miradas de los otros) con más volumen y formas
que en la realidad.

La im portante pérdida de peso se consigue no solamente


con la reducción de las cantidades de comida, sino también
con el aumento de la actividad física y, a veces, con el consu­
mo de laxantes.Todo ello implica además una serie de reper­
cusiones psicofísicas como la desaparición de la regla, des­
ajustes hormonales y desequilibrios de las constantes vitales
que, en los casos extrem os, pueden llevar a la m uerte. Sola­
mente por ese riesgo real de m uerte ya puedes hacerte a la
idea de que puede llegar a ser un trastorno muy serio con
el que conviene ir con mucho cuidado.

Se trata de un cuadro mucho más frecuente en las mujeres


que en los hombres, aunque últimamente empieza a incre­
mentarse el número de los chicos que también lo padecen.
Los estudios estadísticos son variados según los métodos
utilizados y los países en los que se efectúan, pero se calcu­
la que se da aproximadamente entre el 0,1 y el 1,5 por 100
de toda la población, lo cual es una tasa realmente elevada.
O tra cifra espectacular es la que afirma que son anoréxicas
el 4,5 por 100 de las mujeres entre 14 y 21 años. La adoles­
cencia está, pues, íntimamente vinculada con la anorexia y los
trastornos alimentarios en general. Aunque algunos casos
pueden empezar a manifestarse muy precozmente, la mayo­
ría se producen en la época adolescente. Dicha época, con
tantos cambios psicológicos y físicos, es especialmente pro­
picia a la presentación de este tipo de patología, al igual que
la bulimia.

La bulimia (que etimológicamente significa «hambre de


buey») se presenta con un apetito desmesurado en el que se
instaura un ciclo de ingestiones abundantes de comida y de
vómitos posteriores de los alimentos ingeridos, que puede
acompañarse o no con una pérdida de peso corporal. Hay
momentos en los que se come compulsivamente, en forma
de atracones, la mayoría de veces en solitario, y al mismo
tiempo pueden co existir ayunos y dietas rigurosas para com ­
pensar todo lo ingerido, además de los vómitos ya mencio­
nados.

En bastantes ocasiones se mezcla la anorexia con la bulimia,


no siendo del todo fácil determ inar las form as clínicas puras,
y además tienes que tener en cuenta que, más allá de estas
descripciones generales, cada caso es realmente particular,
con sus matices diferenciales, propios y únicos.

En bastantes casos es evidente la preocupación obsesiva por


el peso y por la imagen corporal, pero en otros lo más
patente no es exactamente eso sino una especie de des-gana
generalizada, a pesar de que en los momentos de los atra­
cones parezca todo lo contrario. Por regla general, son jóve­
nes cuyo trastorno alimentario pone en evidencia un fondo
depresivo im portante, como si no hubiera en ellos deseos
vitales, nada que les apetezca ni les motive lo suficiente.

Freud y Lacan no se ocuparon demasiado de estos cuadros


clínicos, pero nos dejaron no obstante algunas indicaciones
muy esclarecedoras para intentar entenderlos. Una idea fun­
damental es la que acabamos de m encionarte, el hecho de
que las supuestas alteraciones del apetito se basan en el fon­
do en alteraciones profundas de las ganas de vivir. O tra es
que el verdadero origen de la anorexia y la bulimia hay que
buscarlo en la infancia, en ciertos malentendidos aconteci­
dos entre el niño/a y aquellos que lo alimentaron. El psico­
análisis sostiene la hipótesis (discutible, como todas las hipó­
tesis científicas, dado que si no serían dogmas de fe) de que
una situación característica que puede favorecer la génesis
de estos desórdenes alimentarios es aquella en la que la
madre trata de codificar toda la relación con el hijo/a en té r­
minos de comida.Vamos a intentar explicártelo en seguida.

Desde la más tierna infancia el sujeto quiere ser reconocido


como sujeto deseante para dejarse alimentar. Eso se ve muy
bien en los juegos, rituales y caprichos que los niños/as exi­
gen muy precozmente para aceptar la comida. Es como si
dijeran: «no quiero ser solamente un sujeto de la necesidad,
quiero ser también un sujeto del deseo». Pero a veces, en cir­
cunstancias desfavorables, la respuesta del O tro no facilita
esa emergencia del deseo en el hijo/a. Es como si el O tro
(fundamentalmente quien desempeña la posición materna)
respondiera exclusivamente en el plano de la necesidad, es
decir, con comida. N o obstante, nos encontramos con casos
muy diversos cuyos relatos no siempre coinciden con esa
situación. Es necesario recordar además que de lo que se tra­
ta en el fondo es de la «interpretación» de la realidad que ha
hecho el propio sujeto y no de la realidad con mayúsculas,
supuestamente ajena a las diferentes vivencias particulares.

N o vamos a acusar a las madres y a los padres de ser los úni­


cos causantes de los trastornos alim entarios de sus hijos/as.
Eso sería un e rro r científico y una injusticia, pero hay que
tener en cuenta (aunque a veces cueste reconocerlo)
que algunos estudios de las familias de estos sujetos ponen
en evidencia cierto grado de patología y/o de conflictividad
en las mismas. A sí, por ejemplo, en algunas ocasiones pode­
mos encontrar madres que a su vez han tenido (o siguen
teniendo) problemas con la comida y con la imagen, y padres
con problemas en relación al consumo de alcohol. En algu­
nas historias de estos pacientes destaca el hecho (previo al
estallido de los síntomas) de que la comida familiar es vivida
como un momento de gran tensión o de incomunicación
extrem a, en lugar de constituir un momento agradable de
convivencia y diálogo en torno a una mesa conjunta.

En los tratam ientos psicoanalíticos pueden descubrirse las


claves específicas que han coagulado estos síntomas en cada
adolescente. Recuerdo una joven afecta de bulimia que vivía
su necesidad de com er compulsivamente como algo seme­
jante a una toxicomanía. Precisamente las toxicomanías eran
un asunto que le atraía oscuram ente desde niña y al que se
quería dedicar en su futuro profesional. En sus sesiones de
psicoanálisis conmigo, se resistía a hablar de su madre y
decía tener la impresión de que yo la forzaba a reconocer
dificultades en su relación con ella, cuando en realidad me
limitaba a preguntarle cómo era dicha relación. Prefería, por
el contrario, explicarm e una y otra vez sus atracones solita­
rios y la gran culpa que después experimentaba. En esos
atracones se llenaba el estómago de productos de bollería y
fundamentalmente de pan, cantidades ingentes de pan, con
leche, con aceite, o incluso solo, sin acompañante ninguno.

En una sesión memorable, enfadada de mis supuestas insi­


nuaciones de algún conflicto con su madre (cosa que, sin
embargo, se podía deducir fácilmente de sus propias pala­
bras), exclam ó casi gritando: «. . . no tengo nada más que
decir de mi m a d re... ¡pero si mi madre es un trozo de pan!»
Ella misma, que no era nada tonta, se quedó sorprendida de
lo que había dicho sin darse cuenta. Fue un feliz encuentro
con su inconsciente. Quizás era cierto que no podía decir
gran cosa de su madre. N o es que fuera una bruja ni alguien
que le hubiera hecho la vida imposible de un modo mani­
fiesto, era simplemente «un trozo de pan». Al decirlo de esa
manera tan precisa, mi joven paciente quería decir conscien­
temente que su madre no era una mala persona, utilizando
esa metáfora habitual en nuestra lengua que afirma que las
buenas personas son «trozos de pan». Pero estaba diciendo
mucho más que eso. Su crítica inconsciente a su madre era
que hubiese funcionado sólo como un trozo de pan, es decir,
como un objeto de la necesidad y no como una verdadera
madre, en la línea de lo que hemos teorizado antes. Y cada
vez que se dedicaba a tragar pan hasta no poder más, estaba
efectuando, sin saberlo, un ritual de amor-odio hacia su
madre.

Para profundizar en estas patologías, te ofrecemos a conti­


nuación algunas reflexiones más sobre diversos aspectos
fundamentales de la anorexia y la bulimia.

U n poco de historia

La anorexia no es una enfermedad nueva, aunque ahora esté


especialmente «de moda». Ha existido siempre, desde la
noche de los tiempos, aunque su presentación clínica y su
interpretación hayan ido variando a lo largo de los siglos
dependiendo del discurso cultural o religioso de cada época.
Algunos autores han estudiado en detalle la historia del ayu­
no, una práctica cuyo significado ha sufrido modificaciones de
acuerdo al espíritu de cada etapa de la historia. En ocasiones
el ayuno ha tenido connotaciones de santidad, como un rito
purificador del espíritu que supera así el vínculo que ata a las
personas con el reino de las necesidades terrenales, como un
medio privilegiado para lograr el éxtasis o la comunicación
con lo divino. Más tarde fue interpretado com o el efecto de
una posible posesión diabólica, después como magia o acaso
simulación, y finalmente ha caído en el campo de la medicina
pasándose a interpretar como una mera enfermedad, como
un desarreglo somático, del cuerpo.

Más allá de las variaciones históricas permanece un fondo


común que nos permite afirm ar el gran interés que tiene la
anorexia para una m ejor comprensión de los sujetos huma­
nos. La anorexia nos muestra al desnudo que los humanos
(como no nos cansaremos de repetir) no nos alimentamos
solamente de comida, e incluso yendo al extrem o podríamos
postular la existencia de cierto núcleo anoréxico en cual­
quier sujeto, en cada uno de nosotros. Q uizás la pulsión mis­
ma de los seres humanos, la libido de la que ya hemos habla­
do, es anoréxica de algún modo, a pesar de su gran avidez, o
a causa de su gran avidez, dado que no se conforma sólo con
objetos materiales, busca otra cosa.
Dos grupos fundam entales

La anorexia, para el psicoanálisis, es un síntoma transclínico.


¿Qué quiere decir eso? Q ue se puede presentar en estruc­
turas clínicas diversas (neurosis, psicosis) y desde personali­
dades muy diferentes o, dicho de otro modo, que no hay una
única manera de desarrollar una anorexia. N o obstante, con­
viene distinguir dos posiciones fundamentales.

Una, que tiene mucho m ejor pronóstico (aunque no siempre


se resuelva con facilidad), es la posición anoréxica de pro­
testa, como tentativa inconsciente de procurarse una espe­
cie de deseo que vaya más allá de la pura necesidad.

O tra , mucho más difícil y peligrosa, es aquella posición en la


que lo prioritario es un goce muy siniestro que apenas deja
margen al deseo de vivir, una morbosa y paradójica satisfac­
ción masoquista. Algunos autores califican a esta posición
como «las novias de la m uerte».

La patología que se oculta en las primeras es más evolucio­


nada, implica una llamada a los otros, una queja sintomática
abierta a una posible respuesta. Pero en las segundas se
esconde una patología mucho más preocupante, sin casi nin­
guna apertura al vínculo social, un sufrimiento cerrado en sí
mismo con un abordaje terapéutico mucho más problemáti­
co, aunque no del todo imposible.

Los factores inconscientes

Nunca hay que olvidar que en la anorexia y en la bulimia


intervienen factores inconscientes más allá de lo biológico y
de lo social. En ocasiones es una verdadera lástima asistir al
modo en que esos factores personales son completamente
omitidos, ignorados o desestimados, en los medios de comu­
nicación por muchos de los que trabajan estos temas. Te
pondremos un ejemplo. En una entrevista a un famoso médi­
co especialista en trastornos de la alimentación aparecida en
la prensa diaria, cuando le preguntaron la razón por la cual
de cada diez pacientes anoréxicos nueve son mujeres, con­
testó lo siguiente: «El modelo estético femenino vigente es
el delgado, mientras que el masculino es el mismo de Grecia
y Roma. También hay otras causas. En los últimos tiempos
han aparecido estudios que permiten decir que la mujer es
más vulnerable biológicamente a la m alnutrición.»

Resulta muy significativo. Analicemos detalladamente su


respuesta. Tenemos el recurso al modelo estético en un
extrem o y a la predisposición o vulnerabilidad biológica en
el otro, pero ¿y en medio?, ¿entre lo biológico y lo social?, ¿en
el psiquismo?, ¿no hay nada? Además, la referencia al modelo
estético es un tanto discutible. Habría que estudiar seria­
mente si el modelo de belleza masculina no ha experim en­
tado también profundas mutaciones. D e cualquier modo, lo
más decepcionante es cuando anuncia que «hay otras cau­
sas» pero a continuación se limita a citar esos estudios bio­
lógicos. Nadie va a negar posibles predisposiciones físicas
diferentes entre los varones y las féminas. Es probable que
sea cierto eso de una mayor vulnerabilidad a la malnutrición
en las mujeres que puede facilitar la entrada en el círculo
vicioso de la anorexia.También parece existir una mayor vul­
nerabilidad de las mujeres al alcohol, pero en ese caso se
esgrime el argumento de que justamente eso las protege de
caer en el alcoholismo con la facilidad con la que caen
muchos sujetos masculinos. Peligrosas argumentaciones las
que olvidan que la diferencia sexual va mucho más allá de
las diferencias anatómicas o bioquímicas.

El psicoanálisis podría ayudarnos a responder de otra mane­


ra a esa pregunta periodística. Desde nuestra práctica clínica
y desde nuestra teoría, puede entenderse esa mayor fre­
cuencia femenina de la anorexia como un síntoma que mues­
tra la dificultad que supone para muchas niñas convertirse
en m ujeres, así como lo enormemente compleja que puede
llegar a ser, en algunos casos, la relación entre una adoles­
cente y su madre. En muchos cuadros de anorexia el recha­
zo del alimento está causado en gran parte por un rechazo
de los caracteres sexuales secundarios (crecim iento de los
pechos y del vello púbico, y redondeamiento de las form as),
que confrontan a la jovencita con la prueba real de su iden­
tidad sexual. Para las adolescentes, el acceso a la posición de
mujer implica atravesar de alguna manera el modelo de la
propia madre, y en ocasiones dicho atravesamiento se les
antoja tan complicado que es como si la jovencita prefiriese
proseguir teniendo un cuerpo asexuado.

L a influencia social

Con ayuda del psicoanálisis podemos también intentar pen­


sar de un modo más crítico y radical el asunto de los facto­
res sociales que favorecen la explosión actual de la anorexia.
En lugar de acusar tanto al supuesto culto a la belleza y a la
delgadez, es preciso tener en cuenta otras cuestiones menos
visibles pero de efectos probablemente mucho más profun­
dos. No vamos a negar que los modelos estéticos influyen en
algún porcentaje en la génesis de las conductas anoréxicas,
pero queremos ayudarte a pensar en otra serie de causas
sociales. Además, si te das cuenta, ¿no es un poco absurdo
suponer que esos cuerpos cadavéricos tan impresionantes
sean el efecto puro y simple de una tentativa de alcanzar la
belleza?, ¿no te parecen más bien una especie de burla sinies­
tra y despiadada de esos ideales estéticos?

¿A qué otras causas sociales nos estamos refiriendo? Desde


finales del siglo XX, vivimos una extraña época (fascinante,
pero difícil al mismo tiempo) en la que parece que nada pue­
da faltarnos. Desde el pago a plazos (cada vez más extendi­
do) para obtener el objeto ansiado de forma inmediata, has­
ta esos eslóganes que dicen algo así como que «sí no le gusta
le devolvemos el dinero», o ese otro de «tenemos un pro­
ducto para cada necesidad». Es una época de saturación
inmediata del deseo que intenta evitar a toda costa el tener
que enfrentarnos a las pérdidas.

Nadie quiere esperar, nadie quiere sufrir, nadie quiere estar


enfermo, nadie quiere envejecer, e incluso se empieza a
hablar por vez prim era de la posibilidad científica de la
inmortalidad. Los progresos de la técnica nos empujan a una
especie de idolatría de la avidez y de la satisfacción inmedia­
ta y completa: lo posible se vuelve deseable de inmediato, y
lo deseable se convierte en instantáneamente necesario.

En este contexto, la posición anoréxica adquiere otro posi­


ble sentido, como si los sujetos afectos de ese mal inquie­
tante nos estuvieran reclamando otro modo de entender las
cosas, otra temporalidad, y una separación más definida
entre las necesidades y los deseos. Algunos sujetos anoré-
xicos (por no decir muchos de ellos) nos están enviando
un mensaje en el que hay una parte de solicitud de ayuda, un
SO S, pero también otra parte que puede leerse como una
negativa a integrarse en un mundo adulto sin demasiadas
esperanzas, completamente saturado de objetos y de inme­
diatez, el mundo del fast-food (la comida rápida) y del fast-
todo.

¿La prevención?

Hay cierto peligro en algunas campañas y algunos reportajes


sobre los trastornos de la alimentación, dado que pueden
favorecer una especie de contagio por identificación. A u n­
que las campañas supuestamente preventivas, o algunos
reportajes informativos, se hagan con la m ejor voluntad
posible, los efectos que a veces producen en los adolescen­
tes son un tanto opuestos a los que se quieren conseguir.
Contem plar en televisión las imágenes esqueléticas de
jovencitas anoréxicas no siempre tiene como efecto que
aquel o aquella que contempla dichas imágenes rechace con
fuerza la idea de coquetear con el adelgazamiento extrem o.
Por el contrario, en algunos de vosotros esas imágenes pue­
den despertar morbosas fascinaciones inconscientes y un
terrible impulso hacia la imitación de esas conductas.

Co m o es obvio, la solución no consiste en prohibir esas


campañas ni en ejercer la censura informativa, pero puedes
estar bien seguro/a que los fenómenos de identificación tie­
nen una fuerza inconsciente muy poderosa que los respon­
sables de la salud pública no siempre saben calibrar a priori.
En ciertas «epidemias» de trastornos mentales interviene
este factor de identificación masiva al que estamos refirién­
donos, el cual consigue que determinadas patologías se con­
viertan en algo casi idealizado. Una colega que trabaja en un
instituto de enseñanza media se quedó temblando al escu­
char un día a dos alumnas adolescentes la siguiente conver­
sación:

— «C arlo s no me hace ningún caso,ya no sé que h a c e r...»

— «Hazte anoréxica, así seguro que se interesará por t i . . . »

— «¿Quieres decir? Sí, quizás es una buena idea, es tan


ro m án tico ...»

L a responsabilidad de los padres

Los padres están indiscutiblemente implicados en los tras­


tornos de alimentación de sus hijos. Eso no quiere decir, sin
embargo, que tengamos que culpabilizarles. No se trata de
eso, desde luego, pero tampoco de dejarles completamente
al margen del problema, como si la irrupción de la anorexia
de la hija o del hijo fuese un mero accidente sin ninguna rela­
ción con la vida familiar.

Q ue los padres son, en parte, responsables de la anorexia de


su hijo o su hija es un hecho comprobable en la práctica
cotidiana, pero a la vez es algo muy difícil de admitir. Los
padres prefieren un discurso médico que lo reduce todo a la
hipótesis de enfermedades individuales. Y es por ello que a
veces los psicoanalistas hemos de ir con mucho cuidado al
intentar aclarar de qué tipo de responsabilidad se trata. Hay
que aclarar, por ejemplo, que una gran parte de esa respon­
sabilidad es inconsciente y que pertenece además a hechos
acaecidos en el pasado. También es preciso aclarar que no
siempre que nos referim os a los padres estamos pensando
exactamente en los padres de verdad, los padres reales, sino
(com o también lo hemos explicado en otro capítulo) en el
modo en que cada sujeto los ha construido y los ha inscrip­
to a su vez en su propio inconsciente.
En algunos abordajes terapéuticos de estos trastornos es
importante hacer participar también a los padres y no dejar­
les al margen del problema.

Los tratam ien to s

Por todo lo que te estamos diciendo, el tratam iento de la


anorexia y la bulimia no puede efectuarse únicamente desde
una perspectiva médica. Si así se hace, se está ignorando una
parte fundamental del trastorno. Por desgracia, algunos cen­
tros especializados parecen empeñados en reducir su abor­
daje terapéutico a esa única perspectiva, ocupándose sola­
mente de la vigilancia del peso y la comida. Se trata, en esos
tratam ientos meramente médicos, de anular la particulari­
dad del caso y hacer entrar al sujeto en una especie de pro­
grama estándar donde todo se homogeneiza para una
supuesta mayor eficacia, y todo se cuantifica para un supues­
to m ejor cálculo objetivo (kilos de peso, raciones de com i­
da, días de ingreso).

Los factores psicológicos e inconscientes en juego, en cada


caso particular, hacen necesario el ofrecim iento de algo más
que un tratam iento médico-alimentario. Hay que buscar al
sujeto, aunque esté escondido. No hay que borrarlo, como a
veces parecen hacer esas terapias médicas que se limitan a
atib orrar: «a-ti-borrar-te».

Es imprescindible abrir un espacio de escucha en el que


los/as adolescentes anoréxicos/as puedan intentar enfren­
tarse a las verdades ocultas en sus síntomas.

La ética de la medicina apunta a salvar la vida, y está bien que


así sea. La ética del psicoanálisis también dice que sí a la vida,
pero prefiere que sea una vida con deseo, no únicamente
una vida en el plano de lo biológico.
epílogo (a modo de despedida)
a adolescencia es un viaje. Siendo sinceros, la metáfora

I del viaje se utiliza para muchas cosas, tal vez demasiadas,


incluso para la vida misma en su totalidad; pero la verdad
es que se presta bastante bien al caso especial de los años
adolescentes. Com o todo viaje digno de serlo, tiene momen­
tos difíciles y otros muy herm osos. Com o muchos viajes
también, la experiencia final dependerá en gran parte de los
compañeros con los que se viaja, así com o de los recursos
con los que se cuenta al partir y las posibilidades de ir con­
siguiendo nuevos durante el camino.

El viaje de la adolescencia parte de la infancia, pero no regre­


sa a ésta; no es como esos viajes clásicos en los que el héroe
vuelve siempre al punto de partida. Coincide, no obstante,
con dichos viajes míticos en el hecho esencial de que aquel
que concluye el viaje ya no es nunca el mismo que lo inició.
Se ha producido en el trayecto una metamorfosis, un cambio
subjetivo, que es en realidad el objetivo básico del viaje. En
la adolescencia se trata de cambiar, es una metamorfosis.

¿Te das cuenta de que el viaje de la adolescencia ejerce una


especial fascinación sobre los artistas, motivo por el cual
abundan las obras literarias y cinematográficas que exploran
esa época tan especial de los seres humanos? Los artistas
saben conservar en su espíritu algo de la creatividad sin
barreras propia de la infancia y, con frecuencia, en esas obras
que recrean el tránsito de la adolescencia intentan m ostrar al
resto de los mortales el modo en que podemos hacernos
adultos sin renegar por completo de la niñez. Los «genios»
mantienen vivas algunas parcelas de su psiquismo infantil y de
la ingenuidad propia de los primeros años. Se dice que las raí­
ces etimológicas de genio e ingenuo son las mismas. «Se non
é vero, é ben trovato», es decir, que aunque no fuera cierto
sería bastante convincente. Pero no sólo los genios de verdad
pueden mantener a perpetuidad algunos aspectos de los años
infantiles.Todo adolescente libra su particular batalla entre las
fuerzas que lo estiran a fin de no perm itirle abandonar nun­
ca el supuesto paraíso de la infancia y aquellas otras, antagó­
nicas, que lo empujan hacia el mundo de los adultos y las res­
ponsabilidades. Cada uno irá construyendo su peculiar modo
de conseguir un mosaico personal de ingredientes infantiles y
adultos, una particular mezcla de pulsiones sin reprim ir y de
adaptaciones al principio de realidad. Hay muchas posibilida­
des diferentes, muchos matices, todo un abanico de posicio­
nes subjetivas diversas, desde algunos que hacen como Peter
Pan que se niega radicalmente a dejar de ser niño y prefiere
seguir jugando eternamente, hasta, en el otro extrem o, aque­
llos jóvenes que con una inquietante rapidez se convierten en
adultos dando la espalda demasiado deprisa a los juegos, las
bromas y las preguntas.

Los adolescentes tenéis que hacer un trabajo de duelo de la


infancia, aunque — como acabamos de decir— la renuncia a
la misma no sea nunca del todo completa. En el inconscien­
te siempre quedan, ajenos al paso del tiempo, los aconteci­
mientos esenciales de la niñez de cada uno. El adolescente
no es ni niño ni adulto, es un híbrido, una transición. C o n ­
serva aspectos de esa infancia que está intentando abando­
nar, y a la vez se ha apropiado ya de otros que pertenecen al
mundo de los mayores. A veces ese carácter híbrido resul­
ta encantador, fascinante, pero, en otras ocasiones, tiene algo
de monstruoso. Los chistes, las burlas y las parodias que sue­
len hacerse sobre la adolescencia explotan sobre todo esa
dimensión monstruosa y disarmónica del niño que no sabe
qué hacer con su nuevo cuerpo y con sus nuevas inquietu­
des, aquel o aquella que apenas se reconoce en el espejo y
que ensaya nuevas maneras de comunicarse con sus seme­
jantes tratando de reinventar el mundo.

Abandonar la infancia implica renunciar a algunas certezas


que hasta entonces funcionaban proporcionando cierta
seguridad y confort. Los padres ya no son tan sólidos ni tan
protectores como antes y se inicia un período de conflictos
y malentendidos inevitables con ellos y con cualquier figura
de autoridad. El adolescente ya no «cree» en los padres,
pero no siempre encuentra otras creencias a las que poder
sujetarse. Es la época en la que ya no tenéis más remedio
que enfrentar de manera directa dos de las cuestiones fun­
damentales de la existencia: el sexo y la m uerte, y el discur­
so que viene de los adultos no siempre os ayuda a resolver
adecuadamente esos ejes ineludibles de lo humano.

De ambas cuestiones ya teníais sobradas noticias desde


hacía tiempo, pero es en la etapa adolescente cuando sexo y
m uerte adquieren toda su fuerza. La sexualidad infantil, poli­
morfa, balbuceante, y a menudo reprimida, da paso a una
explosión sexual imparable con la novedad de que ahora el
cuerpo adolescente ya está en condiciones reales de acce­
der a las relaciones genitales propiamente dichas.Y simultá­
neamente, como si fuera la otra cara de un dios bicéfalo,
acompañando a Eros encontram os a Thanatos, la m uerte.
Los niños y las niñas, con el paso de los años, habíais ido asi­
milando paulatinamente vuestra condición de seres m orta­
les, abandonando no sin resistencias la fantasía de la inm or­
talidad, pero es en los años de la adolescencia cuando todos
y cada uno nos percatamos con crudeza de nuestro destino
m ortal. Ello se modula de maneras muy diversas, algunas más
graves que otras desde un punto de vista clínico.Tentativas
de suicidio de todo tipo, conductas de riesgo que juegan con
los límites del propio cuerpo y de la vida, urgencias e impa­
ciencias que llevan a tratar de disfrutar al máximo cada
momento y que no siempre esconden con fortuna cierta
sensación de vacío y de desorientación de base.

Algunas obras de ficción que abordan la temática adolescente


muestran de manera muy lúcida esa profunda unión entre el
despertar sexual y la conciencia de la muerte. Uno de los
ejemplos más clásicos es El despertar de la primavera, de Wede-
kind, al que Lacan hizo referencia en más de una ocasión. Un
ejemplo más moderno podría ser, entre otros muchos, la pelí­
cula Cuenta conmigo (Stand by me), basada en un relato de Ste-
phen King, que nos describe con gran acento de verdad el via­
je iniciático de unos muchachos que quieren ver a un hombre
muerto. El objetivo de ver un cadáver sin trampa ni cartón, un
cadáver auténtico, les lleva a emprender un pequeño viaje por
el bosque durante el cual viven diversas experiencias en una
suerte de metáfora de la propia adolescencia. Llegar a ver al
hombre muerto es probablemente reconocer algo de la pro­
pia muerte a la que cada uno está condenado en un futuro
cierto e incierto al mismo tiempo. Convertirse en adulto no es
exactamente lo mismo que estar ya muerto, pero para los ado­
lescentes es a veces casi equivalente. Recordemos esos esló-
ganes rebeldes como «antes dejar un cadáver bien hermoso
que llegar a los cuarenta años», y otros parecidos.

¿Cóm o no va a ser apasionante y difícil a la vez una época (la


adolescencia) en la que se trata de resolver algo de la pro­
pia posición subjetiva respecto al sexo y a la muerte?

Algunos sostienen que en la época actual es más difícil que


nunca ser adolescente. Es peligroso hacer afirmaciones de
esa índole, pero lo que es cierto es que algunas particulari­
dades del mundo que vivimos actualmente inciden de un
modo bien especial en las dificultades propias de la adoles­
cencia. Citem os solamente algunas de esas cuestiones:

— El contraste entre la desorientación general que viven


los padres y los docentes respecto a cómo ejercer la auto­
ridad y, por el otro lado, la gran influencia que pueden llegar
a tener los mass media sobre los adolescentes hasta el pun­
to de que constituyen ya uno de los sectores de consumo
más tenidos en cuenta desde la publicidad por las multi­
nacionales de la ropa, del entretenimiento, de las bebidas, etc.

— La gran importancia que se le concede a la imagen co r­


poral, y no sólo en lo que respecta a la cuestión del culto a
la delgadez femenina y/o a los músculos masculinos, sino
también respecto a los supuestos signos de identidad de las
llamadas «tribus» urbanas y de los diferentes colectivos de
jóvenes. Incluso aquellos adolescentes que creen estar en
contra de esa manipulación de la imagen, no dejan de caer a
su manera en determinados estereotipos acerca de cómo
vestirse y cómo presentarse ante los otros. El predominio de
la imagen en los tiempos que vivimos es, en parte, el resul­
tado o la consecuencia de la falta de ideales simbólicos a los
que aferrarse y/o contra los cuales poder rebelarse.

— El grave problema del sida, una enfermedad que ha modi­


ficado los hábitos sexuales de libertad casi total que se dis­
pararon a raíz de la píldora anticonceptiva. A hora el sexo ya
no es una experiencia de goce revolucionaria como pudo
pretender serlo hace escasas décadas, su percepción se ha
complicado de manera notable, y los jóvenes viven respecto
del mismo un doble movimiento un tanto peculiar: su trivia-
lización extrem a en los mass media y el hecho real de no
poder abordarlo de una form a despreocupada. El sida vincu­
la de una forma trágica la práctica del sexo con el peligro
real de la m uerte, como una triste metáfora de la vida mis­
ma que, al decir de W oody A lien, no deja de ser una enfer­
medad de transmisión sexual de la que nadie sale indemne.

— La llamada cultura digital.Juegos on-line,chats, SMS de móvil


y otras tecnologías aún por advenir llevan a muchos adoles­
centes a enclaustrarse en lo que ya se empieza a denominar
«la habitación tecnificada», sintiéndose a veces más a gusto
charlando por la pantalla que haciéndolo en persona. El caso
más extrem o es el de un síndrome estudiado en Japón y bau­
tizado como «hikiko mori» en el que los adolescentes pue­
den estar incluso años sin salir de su habitación, frente a la
inquietante impotencia de los padres que no saben qué hacer
para convencerles de que vale la pena salir al mundo.

Quizás todas las épocas son complicadas para los adoles­


centes pero, en cualquier caso, siempre han de tener la opor­
tunidad de poder solicitar ayuda y ser escuchados si es pre­
ciso. Muchas veces solicitáis ayuda de manera indirecta, con
determinados síntomas que perturban el orden familiar. Los
síntomas del malestar afloran en diversos ámbitos de la vida
cotidiana, la mayoría de los cuales han sido abordados en los
capítulos precedentes.

A l adolescente que lo está pasando mal no suele resultarle


fácil pedir ayuda directam ente, y menos aún dirigiéndose a
los adultos, y por ello conviene que éstos, los adultos, estén
atentos (aunque sin pasarse) a esos otros modos de decir las
cosas. N o obstante, si los adultos han de arm arse de pacien­
cia y tratar de discrim inar cuando determinada conducta
empieza a suponer un grito silencioso de so corro y ya no es
una simple muestra de rebelión juvenil, los adolescentes por
vuestro lado deberíais recordar que todos los adultos pasa­
ron en un momento u otro de sus vidas por situaciones
parecidas a las que ahora estáis experimentando, nunca ¡gua­
les, por supuesto, pero sí de algún modo semejantes. A u n ­
que ahora os resulte muy extraño imaginar que esos adultos
tan adultos fueron también un chico o una chica que tuvie­
ron que atravesar a su modo los laberintos de la adolescen­
cia, vale la pena que lo tengáis bien presente. N o siempre es
factible resolver todos los dilemas en el círculo de los ami­
gos íntímos. En ocasiones, y aunque os cueste dar el prim er
paso, es más útil dirigirse a alguien que pueda escuchar des­
de esa doble dimensión de adulto y de ex adolescente. Y a
veces, si las dificultades traspasan ciertos límites de lo sopor­
table, debéis saber que podéis contarle lo que os ocurre a
un (o una) psicoanalista y contar con que éste (o ésta) os
ayudará con su atenta escucha y con sus intervenciones a
seguir avanzando en ese curioso viaje que todos hemos de
hacer desde el duelo de la niñez hasta la asunción de la
supuesta edad adulta.

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