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Adaptado de: Luis González Carvajal, “Esta es

nuestra fe”, Sal Terrae, Santander


La «otra» vida (Formación Religiosa)
Los libros antiguos de teología hacían descripciones exactas y precisas del cielo, el purgatorio, el juicio, la resurrección de
los muertos y la forma y el tiempo de ésta, el limbo de los niños... Todo ese mundo del «más allá» era descrito en
exhaustivos “reportajes”, cargados de imaginación. Baste decir que un profesor de Münster, llamado Baus, se atrevió a
calcular la temperatura del fuego del infierno.
Quede claro desde ahora que es inútil especular sobre el «modo» de lo que ocurrirá al final de los tiempos. Dios no lo ha
revelado, como no ha manifestado el «modo» de la creación, del principio de los tiempos. Lo mismo que hemos aceptado
como lenguaje literario las descripciones de la creación que trae la Biblia, debemos hacerlo con las descripciones
imaginativas del final. Ha llegado el momento de intentar una nueva formulación.

¿Vida después de la vida?

Si recordamos lo que dijimos sobre el cuerpo y el alma, nos daremos cuenta en seguida de que «muerte», «inmortalidad»,
«resurrección», tienen que significar necesariamente cosas muy diversas para una antropología dualista, como la de
Platón, o para una antropología unitaria, como la cristiana.
Desde una antropología dualista la muerte es simplemente la separación del alma inmortal y el cuerpo mortal. Este se
corrompe bajo tierra y aquella queda liberada para siempre. Desde una antropología unitaria, en cambio, la muerte aparece
mucho más terrible porque es el final del hombre entero. Si al hombre se le promete un futuro después de la muerte, sólo
podrá entenderse como resurrección (cuerpo y alma resucitados como unidad).
Dado que el alma separada del cuerpo se encontraría en un estado contrario a su naturaleza muchos teólogos defienden
hoy la tesis de que la resurrección tiene lugar en el momento mismo de la muerte. En tal caso la muerte sería la frontera
entre dos formas de existencia, de las cuales sólo la actual conocemos bien. En efecto, no tenemos la menor idea de cómo
será el cuerpo resucitado, pero podemos asegurar con toda seguridad que no estará formado por las moléculas que se
descomponen en el sepulcro. Tanto en el caso de Jesús, como en el de todos, la resurrección no es la reanimación del
cadáver:
Dice la Biblia: «Se siembra corrupción, resucita incorrupción;... se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un
cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44).
Evidentemente, no cabe ninguna comprobación empírica de la existencia de esa vida al otro lado de la muerte. Tampoco
de su no existencia. Se trata de otra dimensión del ser.

El juicio, una fiesta casi segura

Nos hemos imaginado el juicio de Dios que sigue a la muerte como un acto judicial del que brotarán para unas sentencias
de absolución y para otros de condenación. Pero es necesario tener presente que el verbo hebreo safat no significaba origi-
nalmente «juzgar», sino «hacer justicia» en el sentido de liberar del enemigo, salvar.
El juicio de Dios será, pues, la definitiva y aplastante victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. Por eso los primeros
cristianos deseaban ardientemente ese día. Después, por la influencia del concepto latino de justicia, se empezó a ver el
juicio como una rendición de cuentas. Ya no evocaba la confianza en el triunfo, sino la angustia y la inseguridad ante la
sentencia incierta. En la Edad Media se pensaba que la inmensa mayoría de los hombres iba a ser condenada.
Así se pensaba en el Antiguo Testamento. Pero una maravillosa originalidad de Jesús con respecto a los profetas que le
precedieron es que El anuncia sólo la salvación: «Convertios, porque el Reino de Dios ha llegado» (Mt 4, 17). Y es que el
infierno difícilmente podría pertenecer al Evangelio que, traducido de forma literal, significa «Buena Noticia», anuncio
de salvación (y no de salvación o condenación).
Mientras que la victoria final de Cristo y del conjunto de la humanidad es para el creyente una certeza absoluta («¡Ha
llegado el Reino de Dios!»), la condenación sería en el peor de los casos únicamente una posibilidad para personas
individuales. Una concepción simétrica del juicio que concediera la misma probabilidad a la salvación eterna y a la
muerte eterna traicionaría el espíritu cristiano.
Precisamente por esa «asimetría» la Iglesia se ha considerado siempre capacitada para canonizar a muchos fieles, pero
nunca ha emitido un testimonio de condena definitiva (ni siquiera de Judas).

El cielo: patria de la identidad

Por descontado, el cielo de la fe no es el de los astronautas. El «cielo» no es otra cosa que el Reino de Dios. Ocurre que
Mateo (y sólo él), puesto que escribió su Evangelio para los judíos, empleó casi siempre la expresión «Reino de los
Cielos»; es decir, una perífrasis para evitar pronunciar el sacratísimo nombre de Dios. En los siglos posteriores, olvidado
ya el origen de la expresión, se empezó a hablar de «cielo» a secas. Así, pues, dejemos de hablar del «cielo» y digamos
que la bienaventuranza eterna se llama Reino de Dios; la situación de reconciliación definitiva con nosotros mismos, con
nuestros hermanos, con el mundo y con Dios. A esa situación accederán todos cuantos ya aquí intentaron vivir así, y se
mantuvieron firmes en su propósito, aun con los altibajos de cualquier ser humano. Tras la muerte, sin posibilidad ya de
retroceso, permanecerán para siempre en ese estado que eligieron.
Soy consciente de que apenas he dicho nada sobre el cielo. Me he limitado a emplear algunas imágenes, pero es que —
como decía San Anselmo— la bienaventuranza es más fácil conseguirla que explicarla. Hoy por hoy, «ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9).
Yo me contento con saber que en el Reino de Dios veremos la auténtica realización humana. «Cuando llegue allá,
entonces seré hombre» .

La suerte de estar en el purgatorio

A menudo vemos en la Biblia cómo el encuentro con Dios provoca en el hombre una conciencia repentina de su
indignidad, de su pecaminosidad. Pues bien, esa es la experiencia del purgatorio. La mayoría de los hombres llegan al
final de sus vidas no como hombres plenamente madurados, sino como aspirantes inacabados a la humanidad. Cuando
esos hombres se encuentran cara a cara con el Dios santo, infinito y misericordioso se desencadena un proceso por el que
se actualizan todas su potencialidades no desarrolladas hasta entonces. Es —naturalmente— un proceso doloroso
(pensemos en los penosos ejercicios de rehabilitación o fisioterapia que son necesarios para recuperar la agilidad de
miembros que se habían atrofiado como consecuencia de fuertes traumatismos).
No debemos preguntar dónde está el purgatorio porque sería convertir la situación que acabamos de describir en sitio. La
mirada llena de gracia y amor que dirige Cristo al hombre que va a su encuentro es el «lugar» del purgatorio.
Tampoco tiene sentido preguntar cuánto dura. Al otro lado de la muerte quedan abolidas nuestras categorías temporales.
Y, desde luego, a la luz de lo anterior no deberíamos ver el purgatorio como un castigo por el pasado pecador del hombre
—una especie de «infierno temporal»—, sino más bien como la última gracia concedida por Dios al hombre para que se
purifique con vistas a su futuro junto a El. Por eso dice la liturgia que quienes están allá «duermen ya el sueño de la paz».
Sin duda llevaba razón Santa Catalina de Génova: «No hay felicidad comparable a la de quienes están en el purgatorio, a
no ser la de los santos del cielo».

Infierno: La ausencia de Amor

Llega ahora el momento de hablar del infierno; una verdad de fe «incómoda» que desde la Ilustración ha sido frecuente-
mente repudiada. Ante todo debemos erradicar todas esas descripciones fantásticas y terribles de los calabozos y el fuego.
En segundo lugar, aclaremos lo más importante: Dios no ha creado el infierno. Todo lo que tiene su origen en El es
bueno: Al acabar la creación «vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1, 31).
Más aún, Dios no pudo crearlo porque el infierno es una situación humana y, por lo tanto, no es algo que pueda existir con
independencia de que alguien decida colocarse en dicha situación. (La Iglesia siempre se opuso al predestinacionismo, es
decir, a la afirmación de que Dios hubiera destinado de antemano a alguien a la condenación).
Desarrollemos esta idea un poco más: El infierno es la situación existencial que resulta del endurecimiento definitivo de
una persona en el mal. Es una existencia absurda que se ha petrificado en el absurdo. Por lo tanto, el infierno lo han
creado los propios condenados. Recordemos el descubrimiento que hacen aquellos tres asesinos de la tragedia Huis-clos
(SARTRE, Jean-Paul, A puerta cerrada, Obras completas, t. 1, Aguilar, Madrid, 1974, p. 175) que deben vivir
eternamente juntos, bajo sus miradas recíprocas:
«Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas... Qué
tontería todo eso... ¿Para qué las parrillas? El infierno son los otros» .
Y esto es muy importante. Si el cielo fuera un lugar, sería inconcebible que Dios excluyese de él a nadie; pero si es un
estado de amor, ni siquiera Dios puede introducir en él a quien se niega a amar.
Así, pues, existe infierno porque la amistad no se puede imponer. Es algo que se ofrece gratuitamente y libremente se
acepta. La oferta divina es la salvación total. Rehusada se convierte en la total perdición. Por eso se puede decir que el
infierno “es no aceptar el que se ahoga la mano que se le tiende”.
Pero, ¿habrá algún hombre a la vez suficientemente maduro y perverso para rechazar lúcidamente la salvación? Es
conocida la frase del abate Mugnier: «Existe el infierno, pero está vacío. ¡Los hombres no son suficientemente malos para
poder merecerlo!».
La Iglesia ha condenado la doctrina según la cual la salvación universal se producirá automática y necesariamente ; pero
ha preservado la esperanza de que pueda ocurrir tal cosa: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4).

Ejercicio Verdadero o Falso (comprensión de texto)


Sobre cómo será el final (Introducción)
1- La Biblia indica claramente cómo ocurrirá todo.
2- La Biblia usa un lenguaje figurado, que hay que interpretar.
Sobre la muerte (Apartado “¿Vida después de la vida?”)
1. El cristianismo cree que se trata de una separación del cuerpo (que muere) y el alma (inmortal).
2. El cristianismo cree que el hombre es una unidad, y por tanto es el ser entero el que muere y el que vuelve a la
vida (resurrección).
3. El cuerpo resucitado será igual al que tenía la persona antes de morir.

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