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EL EVANGELIO ECLESIAL DE S.

MATEO

Carlo María Martini SJ

EL PECADO DE DAVID
Pedir no sólo “Sentir el desorden interno de la vida” como algo que me toca personalmente, sino ampliar la consideración y
sentir el desorden interior de mi vida aun como algo que me impide realmente formar comunidad. Comprender, por
consiguiente, cómo mi pecado es el obstáculo real para llevar a cabo relaciones humanas auténticas, y, por tanto, para la creación
de una auténtica comunidad.

ANALOGÍA ENTRE EL DESARROLLO DE UNA COMUNIDAD Y EL RITMO DE LOS EJERCICIOS.


Es muy interesante un artículo del P. Riman, hasta hace poco responsable mundial de Vida Cristiana, que hizo un breve estudio
entre el desarrollo de una comunidad y el ritmo de los Ejercicios ignacianos. El mismo dice que se trata de una analogía y que no
hay que insistir demasiado en las similitudes; pero hay en el desarrollo de una comunidad algo de análogo con el ritmo de las
cuatro semanas de los Ejercicios.
Generalmente una comunidad comienza con lo que se llama el Principio y Fundamento: es decir, se ve la grandeza, la belleza del
estar juntos, se aprecian las ventajas de ser comprendidos, de sentirse apoyados en la propia acción personal, social, apostólica, la
posibilidad de comunicar.
Pero después sigue lo que él llama, según los estudios de sicología social, la crisis comunitaria: después de un poco de tiempo se
comienza a ver que en el fondo el estar juntos no es que sea tan bello, tan color de rosa, ni tan fácil como parecía. A una cierta
ceguedad por los defectos de los demás se le va mezclando la percepción de muchas cosas, tal vez pequeñas, pero fastidiosas e
irritantes, que lo vuelven a uno nervioso. Se empieza a ver que es muy difícil vivir en comunidad, aparecen los personalismos,
cada uno se revela a sí mismo, los propios conflictos, los temores, las agresividades, los choques nerviosos, y entonces todo se va
volviendo pesado.
A este punto, o la situación estalla, o se estabiliza en “homeóstasis”, es decir, un cierto ajuste de los conflictos internos de tal
manera que la fachada queda intacta y se puede presentar exteriormente como comunidad.
Aunque las cosas interiormente no vayan tan bien, se sigue adelante por amor de paz y para hacer buena figura.
Se parece a la historia de muchos matrimonios: se va adelante porque hay que hacerle ver a la gente que viven unidos, aunque no
lo estén, pero a eso se han comprometido con honor. En este caso la comunidad se vuelve muy formal, sin las verdaderas
ventajas de la vida comunitaria, que sólo se logran en mínima parte.
La crisis de la comunidad encuentra su verdadera solución cuando, aun como comunidad, nos reconocemos pecadores delante de
Dios, incapaces de vivir juntos y nos lo confesamos mutuamente: si Dios no nos salva, no somos capaces de formar comunidad,
esto solamente es un don suyo. Es una especie de bautismo colectivo, una oración bautismal hecha juntos, en la que cada uno
reconoce sus propias faltas, limitaciones, culpas; se reconoce que solamente Dios puede mantenernos unidos y se pide poder
someterse todos juntos a su potencia.
De aquí, entonces, puede comenzar el segundo estadio, el verdadero positivo del discernimiento, de la elección. El P. Riman dice
que no se puede hacer ningún discernimiento antes de este estadio.
Claro que periódicamente se puede repetir esta situación a niveles más altos y más sutiles, con la necesidad de unirse y volver a
confesar que solamente el Señor nos tiene unidos, mientras nuestro pecado trata de desunirnos, incluso por cosas muy santas,
por los modos de ver, por ejemplo, cómo se vive la pobreza o el compromiso apostólico, cosas muy elevadas pero que chocan
entre sí y causan chispas.
El Señor siempre nos vuelve a llevar a la humildad bautismal: Déjense salvar por mí, dice él, reconozcan que no son capaces de
salvarse por ustedes mismos, ni juntos: Yo soy la salvación. Este es el sentido de esta reflexión.
Ahora les propongo tres puntos para meditar. Pensé en estos tres, unidos entre sí, aunque tomados de varias partes de la Biblia,
y sólo el último es de Mateo. Los tres responden a la pregunta inicial: Señor, ¿qué es lo que hay en nosotros que no nos permite
formar comunidad, no nos deja reconocerte en las necesidades reales del prójimo, ni establecer relaciones auténticas de amistad?.
La respuesta puede ser triple: en cada uno de nosotros está el hombre David (leeremos una página de la vida de David, que me
parece iluminadora para reconocer la ambigüedad de la existencia humana); en nosotros está todo lo que hay en el corazón del
hombre, según Marcos 7, 21-22; hay en nosotros todo lo que está presente en el corazón del hombre religioso y comprometido,
según las cinco antítesis de Mateo 5, 20-48, en el discurso de la montaña.

DAVID: LA AMBIGÜEDAD DE LA EXISTENCIA HUMANA.


Comencemos con una síntesis de Samuel (cap. 11 y 12), en donde se describe el pecado de David con Betsabé. Literariamente es
una de las páginas más bellas del antiguo Testamento. Estos capítulos, llamados también los “Anales de David”, son
históricamente muy antiguos, escritos desde el punto de vista estilístico con una maestría incomparable: hay una finura, un
conocimiento sicológico, un humorismo sutil que está detrás de las palabras, verdaderamente encantador, si no existiera la
dramaticidad de la narración que nos arrastra.
David ha mandado su ejército a la guerra contra los Ammonitas, pero él se queda en Jerusalén; una tarde se pone a pasear en la
terraza de su palacio.
“Desde la terraza vio una mujer que estaba bañándose. Esta mujer era muy bella. David hizo que se informasen de aquella mujer,
y le dijeron: “Es Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías el Jeteo”. Entonces David mandó mensajeros a buscarla. Vino ella a su
casa y él se acostó con ella; ella acababa de purificarse de su impureza menstrual. Después se volvió a su casa. La mujer concibió
y mandó a decir a David: “Estoy encinta”.
Entonces comenzaron las dificultades de David: manda llamar a Urías, el marido, que viene. Lo invita a ir a su casa, pero él
duerme ante la puerta del palacio real. David lo vuelve a llamar, trata de embriagarlo y de hacerlo ir a su casa, pero el marido se
detiene a la puerta de su casa. Finalmente David escribe una carta, para que cuando Urías regrese al campamento se lo ponga en
el punto más peligroso de la batalla y se lo deje solo, de tal manera que el enemigo lo mate. Brevemente esta es la historia que
todos conocemos.
Tratemos de analizarla un poco. ¿Quién es este hombre David, que se metió en semejante problema? ¿Quién es David en este
momento de su carrera? Es un hombre maduro, tan es así que ni siquiera se la siente de ir a la guerra; él, que era un gran
guerrero, manda a los otros. Está en la cumbre de su carrera, aun moral: es un hombre fundamental piadoso, que ama mucho a
Yavé, ha escrito también muchos salmos que se le atribuyen a él.
Uno de los más bellos es el salmo 18, en donde él habla de tú a tú con Dios que lo ha liberado: “Oh Yavé, tú mi Roca y mi
fortaleza, mi refugio, mi Dios; tú mi Roca, a quien me acojo; mi escudo y cuerno de mi salvación, mi asilo y mi refugio”. Un
hombre, pues de una religiosidad profundísima, uno de los hombres más religiosos de la historia del Antiguo Testamento, que
escribió palabras tan bellas que todavía nosotros usamos; un hombre piadoso en el verdadero sentido de la palabra.
También es un hombre profundamente bueno, que no es capaz de hacerles mal a los enemigos: pocos capítulos antes (cap. 9, 7 y
siguiente) se cuenta cómo hace buscar por todas partes a los descendientes de Saúl y de Jonatán, lisiado de ambos pies, y lo hace
llamar. Este va lleno de miedo, cree que David lo va a matar, en cambio le dice: “No temas, porque quiero tratarte con bondad
por amor de Jonatán, tu padre, y te restituyo todos los campos de Saúl, tu abuelo, y siempre comerás a mi mesa”. Un hombre
incapaz de odio, capaz de amar hasta el más miserable de sus enemigos.
Un hombre también profundamente leal. Entre las narraciones más bellas de la vida de David está la de 1 S. 24, 6 y siguientes en
donde se dice cómo David, cuando huía de Saúl, tenía que vivir en las montañas, en cuevas. Una noche logra entrar al lugar en
donde Saúl está durmiendo. “Y la gente de David le dijo: hoy es el día del que te dijo Yavé: Yo pongo a tu enemigo en tu mano;
trátalo como bien te parezca. David se levantó y cortó calladamente la orla del manto de Saúl. Después le latía fuertemente el
corazón por haber cortado la orla del manto de Saúl. Y dijo a sus hombres: Yavé me libre de hacer tal cosa a mi señor, el ungido
de Yavé, de poner mi mano sobre él, porque él es el ungido de Yavé… Después se levantó David, salió de la gruta y gritó a Saúl:
¡Oh rey, mi señor!… ¿Contra quién ha salido a campaña el rey de Israel? ¿A quién persigues? ¡A un perro muerto, a una pulga!
Que sea Yavé el árbitro entre tú y yo. Que él examine y defienda mi causa y me haga justicia librándome de tu mano”. Por tanto,
David es un hombre de una integridad y de una lealtad que se vuelven proverbiales en la historia de Israel.
Es también un hombre maduro, no carente de experiencias afectivas a este punto de su vida, ha tenido lo que ha querido, sabe
qué es la vida, se conoce a sí mismo, sus limitaciones, la debilidad humana.
Pero he aquí que un hombre así, en pocas horas, pasa de un instante de curiosidad a un momento de debilidad, tal vez como
consecuencia de un gesto de casi orgullo: ¿acaso no soy el rey, no puedo hacer lo que quiero, no son todos súbditos míos? Y
entonces, tan lleno de sí, ahí lo tenemos en poco tiempo metido en una situación que rápidamente se vuelve insostenible.
Probablemente, antes del anuncio de Betsabé, David tenía todavía esperanzas: todo quedará oculto, nadie sabrá nada. Pero
cuando Betsabé le dice: he concebido, se siente perdido y piensa: ¿qué hice? No sólo perjudiqué a una mujer, sino que perjudiqué
a su marido penetrando en su matrimonio; además queda expuesto a la vergüenza pública: el gran rey, el piadoso, el que no hace
mal ni siquiera a sus enemigos… La gente comienza a maliciar: él es también como todos nosotros. Entonces siente miedo y
vergüenza.
Reflexionemos un poco sobre la situación del hombre David: en el fondo es un hombre bueno, que ama a Betsabé y no quiere
hacer nada contra ella, ama al niño que va a nacer, por tanto no quiere hacer nada contra él; también ama a Urías, que es uno de
sus soldados más fieles, y tampoco quiere hacer nada en contra de él; pero también se ama a sí mismo, su nombre y su fama de
rey: pero estas cuatro cosas no van todas juntas. Así se encuentra en una situación dramática porque, muy a pesar suyo, no logra
evitar cometer el mal, no logra salir de este problema en el que se ha metido, primero por diversión, luego por algo de orgullo.
No sabe qué hacer.
Esta es, pues, la situación descriptiva de la fragilidad del hombre, que puede pasar rápidamente de la tranquilidad, de la posesión,
del dominio de sí, a una situación en la que cualquier decisión es dramática desde cualquier punto que se la tome.
Pero David es también un hombre astuto, es un hombre que ha combatido en muchas guerras, que conoce todos los vericuetos
políticos para llegar a donde él quiere. Es inteligente y piensa: ya sé lo que voy a hacer: llamaré a Urías, a escondidas lo haré
regresar a casa y todo quedará arreglado, oculto. En su astucia trata de salvarse por sí mismo, de hallar el camino honorable para
todos, pero la solución no le resulta. Podemos imaginar la rabia cuando, después de la primera noche, el siervo que mandó a
vigilar todos los movimientos de Urías le informa: durmió aquí a la puerta de tu palacio real, junto con sus soldados.
Se llena de ira al verse burlado en su astucia; tal vez Urías se dio cuenta, es más astuto que él, tal vez se siente como una pulga
ante el poder del rey, pero piensa: tampoco yo voy a ceder. Entonces el rey refuerza su astucia, pasa a la falsedad, abraza a Urías:
lo llama, lo hace beber, lo embriaga. Vean cómo aquí un hombre leal comienza a llenarse de astucia, de maldad, de doblez,
obligado por la situación, pero no logra salir borracho, es llevado casi a la fuerza a su casa, pero luego reacciona y se acuesta en
la puerta con sus soldados, y el rey nuevamente queda burlado.
Entrando un poco más personalmente en la narración, preguntémonos qué hubiéramos hecho nosotros en el puesto de David,
qué le hubiéramos aconsejado. David no sabe cómo salir de este lío y finalmente piensa: alguien tiene que pagar. No quiero que
se perjudique la mujer, ni el niño, tampoco yo quiero perjudicarme, uno tiene que pagar: será Urías. Siguiendo su astucia,
nuevamente, no quiere matarlo abiertamente, ni hacerse reo de la sangre de nadie, pero se inventa una situación para que los
enemigos lo maten.
Todos los capítulos anteriores sobre David quedan aquí por el suelo: un hombre leal, honesto, justo, que no se atreve a tocar a
ningún enemigo, como a Saúl mientras dormía, lo encontramos aquí transformado en un hombre hipócrita, injusto, deshonesto,
desleal, que manda asesinar a su propio soldado, se ha puesto de parte del enemigo.
¡He ahí la paradoja a la que puede llegar el hombre en poco tiempo! Ha quedado revelada su verdad de hombre, que antes estaba
oculta aun para él. Si pocos días antes le hubieran dicho: tú te pondrás de parte del enemigo contra un súbdito fiel tuyo, lo habría
tomado como un insulto; pero en realidad ha llegado a este punto.
Aquí el texto abunda en humorismo y sarcasmo: podemos leer también esta parte del texto, que es muy fina sicológica y
literariamente. Urías cayó bajo la ciudad, porque lo han hecho ir hasta las murallas, luego se retiran, lo dejan solo y los enemigos
lo matan. Ahora hay que anunciarle esto a David. El comandante del ejército, que conoce muy bien a su rey, dice al mensajero
que informe que se perdió la batalla, y cuando el rey monte en cólera y se enfurezca contra sus soldados, la anuncie que también
su fiel Urías ha caído muerto. El mensajero informa como le había ordenado el capitán.
“David montó en cólera contra Joab y dijo al mensajero: ¿Por qué os habéis acercado tanto a la ciudad para atacarla? ¿No sabíais
que tiran desde lo alto de los muros?… ¿Por qué os habéis acercado tanto a la muralla? El mensajero respondió a David:
Aquellos hombres tuvieron ventaja sobre nosotros; hicieron una salida contra nosotros al campo y nosotros los rechazamos
hasta la entrada de la puerta, pero los arqueros tiraron sobre tus siervos desde lo alto de los muros y murieron muchos siervos
del rey y tu siervo Urías, el Jeteo, murió también. Entonces David dijo al mensajero: Esto dirás a Joab: No te aflijas por este
asunto, porque la espalda unas veces devora a unos y otras veces a otros. Refuerza tus ataques contra la ciudad hasta destruirla.
Así le darás ánimo”.
Pero el rey no logra ocultar su alegría porque el engaño salió perfecto; él salvó su reputación, salvó a las personas más queridas,
y uno pagó por todos, pero hay que tener paciencia, ¡son cosas que suceden!.

LA VERDAD DE SÍ FRENTE A DIOS.


El texto continúa: “El Señor envió el profeta Natán a David. Se presentó a él y le dijo…”. Natán es también muy astuto, conoce
al rey y no lo afronta directamente, sino que ante todo trata de que David juzgue él mismo sobre un hecho en sí, y luego le dice
claramente: “Tú eres ese hombre”.
Como sabemos, Natán le dijo que había dos hombres, uno rico y uno pobre; el rico tenía mucho ganado, y el pobre solamente una
ovejita, que había crecido en su casa junto con los hijos, comía de su pan y bebía en su copa, dormía en su cama. Al hombre rico le
llega un huésped, y para atenderlo le roba la ovejita al pobre para no gastar nada de lo suyo. David se llenó de ira y dijo: “Vive
Yavé que el que ha hecho tal cosa es digno de muerte, y pagará cuatro veces el valor de la corderilla por haber hecho esto y
haber obrado sin piedad. Entonces Natán dijo a David: ¡Tú eres ese hombre!”.
Ante la palabra de Dios que le revela su verdad (por sí solo no hubiera podido) David comprende y dice: “He pecado contra
Dios”. Noten: aquí David reconoce que en todo lo que ha hecho, en todos esos embustes de relaciones humanas, es a Dios a quien
ha ofendido. Dios fue quien puso este orden, estas relaciones humanas en la verdad.
David, pues, es hombre que ante Dios vuelve a encontrar la verdad de sí mismo, y al reencontrarla ya no le teme a nada de lo que
antes lo tenía como sofocado. No tiene miedo de reconocer públicamente su pecado, ni de aceptar que él es el perdedor: el Señor
haga de mí lo que quiera, porque yo soy un pecador. No tiene miedo de que se sepa públicamente lo que él ha hecho; si nosotros
conocemos esta narración, fue porque se divulgó públicamente.
Vemos que un hombre, que en defensa de sí había llegado hasta matar a un hermano, cuando renuncia a esta pretendida
honestidad y se reconoce pecador ante Dios, recupera su libertad, la fuerza de aceptar la situación, de mirar con la frente alta a
los demás, de reconstruir, de dejarse purificar por el Señor.
¡Qué no habría dado este hombre, cuando todavía no sabía resolver el problema, para lograr salir de esa situación! Si hubiera
tenido que dar de comer a todos los pobres de Jerusalén durante un año, lo habría hecho, con tal que el Señor lo librara de ese lío.
Pero no se atrevía a hacer la única cosa verdadera, es decir, reconocer su pecado. A un cierto punto tiene que hacerlo, pero
porque el Señor ha permitido que terminara en un homicidio: entonces abre los ojos y se revela por lo que es.
Respecto de esto podemos meditar: Señor, nosotros no nos conocemos, no sabemos que hay situaciones que en poco tiempo
pueden arrollarnos y llevarnos a donde no podemos ya hacer nada. Sabemos que si seguimos considerándonos justos en estas
situaciones, sin aceptar nuestro pecado, no hacemos sino endurecerlas.
Más en general podemos decir: Señor, cuán miserable es la suerte del hombre que, aun queriendo amar a todos los hermanos, se
ve obligado por el miedo a oprimir a uno y a otro con tal de salvarse a sí mismo.
Aquí vemos la profundidad a la que Jesús quiere que lleguemos al interpretar su palabra: “Tuve hambre y no me disteis de
comer, tuve sed y no me disteis de beber…”. No se trata sólo de obras de caridad, que David hubiera hecho sin fin, sino de
aquella caridad que acepta relaciones justas y no puede aceptarlas sin reconocer algunas veces que es pecador y ser públicamente
humillado por la propia incapacidad para realizarlas.

DEL CORAZÓN DEL HOMBRE SALEN LAS MALAS INTENCIONES…


La segunda reflexión que les propongo se refiere también a la pregunta: ¿qué hay en el corazón del hombre? Ya hemos visto el
ejemplo concreto de David, que es como la actitud del hombre en general.
Pero ahora le preguntamos una vez más a Jesús y le pedimos que nos diga con su palabra revelada y reveladora qué hay en
nuestro corazón que nos impide realmente formar comunidad, vencer las dificultades comunitarias que surgen después del
primer idilio del encontrarse juntos y del aparecer los unos para los otros tan preciosos. Jesús nos contesta con una frase que no
está en Mateo, porque él la amplía catequéticamente, pero que la encontramos en Marcos, que tiene frases muy lapidarias ( Mc
07 21-22).
Jesús nos hace una descripción de lo que es el hombre, diciendo que no son las cosas externas las que contaminan al hombre, sino
que la verdadera contaminación está dentro: “De dentro del corazón del hombre proceden los malos pensamientos”. Puede
parecer extraño que aquí Marcos no diga: las malas acciones, en realidad muchas veces éstas no aparecen, porque las
circunstancias son tranquilas. Si David no se hubiera encontrado en esa circunstancia, nunca hubiéramos sabido que era capaz de
matar a un hombre; pero la situación hizo emerger aquella profundidad de miseria que estaba presente en su corazón.
Jesús dice, pues, en este capítulo que… “de dentro, del corazón del hombre proceden los malos pensamientos (“las malas
intenciones” dice el texto griego): las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, engaño, intemperancia,
envidia, blasfemia, soberbia, insensatez. Todas esas malas cosas salen de dentro y hacen impuro al hombre”. Tenemos aquí, pues,
una doctrina sobre la negatividad del hombre, la respuesta a la pregunta: ¿por qué, Señor, no somos capaces de amar
verdaderamente al prójimo?.
Sugiero reflexionar aquí sobre estos doce potenciales negativos que llevamos dentro de nosotros, sin decir demasiado fácilmente
que algunos no tienen nada que ver con nosotros; en el fondo sí nos atañen, porque nosotros somos capaces de todas estas cosas.
Comencemos por la última, y veamos sólo algún ejemplo: la insensatez. La palabra griega “afrosüne”, o mejor el adjetivo “afros”,
insensato, se encuentra también en esa narración de Lucas ( Lc 12 20) en la que se dice que un hombre había tenido un buena
cosecha ese año, y entonces se dijo: construiré enormes graneros, pondré todo en el granero, así tendré asegurado todo mi
bienestar. ¡Alma mía, come, bebe, diviértete, pues ya estás segura! Y Dios le dijo: insensato, esta noche se te pedirá tu vida. Esta
insensatez es, pues, la propiedad del hombre de hacer proyectos sin Dios, de hacerse un proyecto seguro, tranquilo, en el que
puede navegar bien, sin tener en cuenta que él no es sino un pajita en la historia y que una nonada puede hacerla desaparecer.
(“palitos de romero seco”, decía la Madre Teresa de Jesús) David, en el fondo, era insensato, cuando paseaba en la terraza y decía:
yo soy el rey, ¿quién puede venir contra mí, quién me puede decir algo? Ya tengo asegurada mi fama de Israel, soy el más santo,
el más justo, el más piadoso.
El penúltimo, la soberbia, es aquello de lo que habla la Virgen en el Cántico: “Dispersa a los soberbios de corazón”. En efecto, la
soberbia es afín a la insensatez: es la pretensión de salvarse por sí mismos, de poder caminar solos y decir: ya he logrado un
cierto estadio de seguridad, de tranquilidad, soy capaz de formar comunidad, tengo una experiencia espiritual, pastoral, ya puedo
calificarme. Es la situación de quien no hace sus cuentas con Dios.
Vean, yendo un poco más atrás, lo que aquí el texto griego llama “blasfemia”, esto es, cuando no logramos soportar el bien del
prójimo, cuando tenemos que hacernos valer destruyendo un poco al otro, cuando restablecemos el equilibrio entre lo menos que
no tenemos y lo más que el otro tiene, con algún pequeño engaño, alguna alusión conflictual que restablece, según nuestro
parecer, nuestra integridad. Así podemos examinar cada una de estas palabras y ver cómo el hombre está presente en estas
realidades.

LAS ANTÍTESIS DEL DISCURSO DE LA MONTAÑA.


Finalmente, la reflexión última que les propongo (la oración los pondrá ante Dios tal como el Espíritu Santo les inspire) es el
trozo de Mt 05 20-48 sobre la antítesis del discurso de la montaña. No voy a examinarlo exegéticamente, pues sería demasiado
largo. Aquí tenemos cinco antítesis; todas comienzan con las palabras: “Se os ha dicho”; por tanto, se os ha propuesto una cierta
norma moral, se os ha dicho qué debe hacer el hombre para ser honesto, “pero yo os digo” que eso no basta. Todo esto está
resumido en el v. 20: “Os digo que si vuestra justicia no supera la de los escribas y fariseos no entraréis en el Reino de los cielos”.
Ahora bien, esta palabra nos asusta, porque la justicia de los Escribas y Fariseos era muy grande: es la de los hombres honestos
en todas las relaciones de la vida, de hombres-piadosos, devotos, deseosos de dar a Dios y al prójimo lo que les pertenece. Pero
Jesús dice que no es suficiente y en estas antítesis dice el porqué. ¿Por qué no bastan las obras de caridad y de justicia que
practicaban los Escribas? Porque, si el hombre no se abre a la potencia de Dios y sólo quiere hacerse honesto por sí mismo, no
logra ni siquiera llegar al límite decente, justo, de honestidad.
Jesús lo especifica todavía más diciendo: “Se os ha dicho: no matar”; pero si el corazón no se ha purificado interiormente, por
medio de la benevolencia, no se cumple el mandamiento. David no lo cumplió, porque su corazón estaba lleno de preocupación
por sí mismo, por el miedo de la humillación, por la defensa del propio orgullo.
Dice la segunda antítesis: “No cometer adulterio”. No basta observar esto, dice Jesús, si el corazón no está purificado de la codicia
interior. Me parece ver en las palabras que siguen, aquí en el v. 29: “sácate el ojo, córtate la mano”, casi una tentativa desesperada
del hombre que dice: yo quiero observar la ley, pero es más fuerte que yo! Es decir, a un cierto punto el hombre llega a reconocer:
si Dios no me salva, yo no puedo observar la ley sólo con mi buena voluntad.
Sigue la tercera antítesis en el v. 33: “No jurar en falso”. Jesús dice: no basta no jurar falsamente, si el corazón no está purificado
de la continua doblez que lo anima, del deseo de aparecer ante los demás por lo que no es, de basarse siempre en las palabras, de
hacer ver las cosas como no son, esto es, de la continua mentira de la vida. David tuvo miedo de que el pueblo viera quién era él y
entonces recurrió a todos los subterfugios posibles.
Jesús dice: no basta, no llegarás a no jurar en falso, si no quitas de tu vida la mentira y tu continua preocupación por ocultar a los
demás tu verdadero yo, por miedo de perder la estimación, de ser marginado, abandonado, por el afán de hacer ver lo que no
eres.
Añade Jesús: “Se ha dicho: no exageres en la venganza, conserva la justa medida de la justicia”. Pero no se llega a esto, dice Jesús,
si el corazón no está listo a ceder. Aquí nos vemos verdaderamente desconcertados… si el corazón no abandona todas las
defensas ante el prójimo: me hace caminar un kilómetro y yo camino dos; me quita el vestido y yo le doy el manto, me pega en la
mejilla y yo le pongo la otra… ¿Cómo es posible? Son palabras que todos escuchamos continuamente como un reproche, porque
sabemos que no somos capaces de hacer esto. Pero Jesús quiere decirnos: es inútil que trates de conservar la medida de la justicia
en todas las relaciones, si en el fondo tienes un gran deseo de defenderte; siempre miras a los demás como posibles agresores y
nunca aceptas la perspectiva de someterte algún día.
Aquí aparece ya, oscuramente, la sombra de la Cruz: esto no se puede entender sino en el Señor crucificado. El Señor nos dice: tú
crees poder obrar por ti mismo, pero no es posible, porque dentro de ti hay un gran deseo de resaca tan potente y violenta que a
un cierto punto surgirá.
Finalmente dice Jesús: “Se os ha dicho: hay que amar al prójimo”, pero no es suficiente, si tú no logras dar el primer paso hacia
quien te explota, hacia el que abusa de ti, es decir, hacia el enemigo. Es muy hermoso hablar del enemigo en abstracto, pero en el
fondo el enemigo es cualquiera que me causa daño, a quien de cualquier modo trato siempre de alejar. También aquí nos parece
estar en la paradoja y solamente en el camino de la Cruz podremos comprender algo.
Claro que Jesús no quiere decirnos que vivamos de manera imposible; nos presenta un modelo ideal, pero realizable de
humanidad, y nos lo presenta de un modo tal que nos abofetea, diciendo: tú pretendes saber amar al prójimo, saber formar
comunidad; pero si a un cierto punto no sabes también convivir con quien te da fastidio, con quien te es hostil, es inútil que digas
que amas al prójimo, tienes que reconocer tu incapacidad para formar verdadera- mente comunidad. Aquí aparece la crisis
salvífica, saludable, de la comunidad en la que el hombre dice: Señor, solamente tú eres la salvación.
Creo que aquí tenemos que llegar a nuestra oración, la oración penitencial que nos pone delante de Dios, no como quien dice:
Señor, haré esto o aquello y seré perfecto; sino: Señor, cualquier cosa que yo haga, sé que no será perfecto, no lograré tener
buenas relaciones. Tal vez logre tenerlas, cuando todo esté tranquilo, como cuando el mar está tranquilo, y casi todos pueden
conducir una barca. Pero la vida no es un mar tranquilo, y, entonces, en cualquier momento estallará la contradicción conflictual
que hay en nosotros. El señor nos invita a reconocerla ante él, en la oración penitencial: Señor, tengo necesidad de tu
misericordia.
He aquí la verdad de nosotros mismos, que debe emerger aun ante la Iglesia con el Bautismo. Pidamos que esta sea
verdaderamente una aceptación alegre del Evangelio, es decir, que la misericordia de Dios se nos presente como Evangelio de
salvación; no como acusación que nos humilla, sino como la única posibilidad de salvación.
Podemos hacer un momento de reflexión y de oración bajo esta luz: Te adoramos, Señor, desde lo profundo de nuestro misterio
y del misterio de todo hombre, del misterio que está en las profundidades insondables de todo hombre y que solamente tú
conoces. Señor, tú conoces profundamente quiénes somos y quiénes podremos ser. Desde el fondo de este abismo nos confiamos
en ti, invocamos tu salvación, nos abandonamos en tu misericordia.
Humildemente te pedimos que no nos abandones, Señor, sino que nos salves a cada uno y como grupo, como Iglesia, como
comunidad, como sociedad. Ten compasión de nosotros, Señor, que no sabemos vivir juntos; haznos ver que eres tú, Señor, la
fuerza de nuestro vivir juntos.
Tú que vives y reinas con el Padre, tú que en virtud de tu Muerte y Resurrección nos das el Espíritu de unidad y de salvación, tú
que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

VOCACIÓN

CONCIENCIA DEL PECADO Y VOCACIÓN


¿Cómo se puede unir directamente una consideración de nuestra verdad ante Dios, de nuestro pecado y su misericordia, con la
llamada? A mí me parece que esta unión la encontramos ya en la Biblia: en el mismo momento en que Dios hace tomar
conciencia a un hombre de su incurable situación de pecado, contemporáneamente este hombre, ya colocado en la verdad, está
listo para la llamada.
Basta citar algún ejemplo que todos ustedes conocen, como la vocación de Isaías (Is 06 05ss): “Ay de mí, estoy perdido, porque
soy un hombre de labios impuros y vivo entre un pueblo de labios impuros”. Un hombre, pues, al que, ante la majestad de Dios,
se le hace evidente la propia situación de pecado, personal y colectiva. A él se le envía el querubín que le toca la boca y le dice:
“Mira, esto ha tocado tus labios: tu iniquidad ha sido suprimida, queda expiado tu pecado. Y oí la voz del Señor que decía: ¿A
quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros? Y respondí: Heme aquí, mándame a mí. El me dijo: Vete y dile a este pueblo…”. Por
consiguiente, aquí tenemos juntas la percepción de la incapacidad del hombre para salir de una situación tan ambigua, como la
suya y la del pueblo, y la llamada de Dios: las dos intuiciones se ponen en el mismo momento.
Algo semejante encontramos en la llamada de Jeremías,( Jr 01 06ss). Ante la palabra de Dios, dice Jeremías: “¡Ay de mí, Señor,
no sé hablar, soy un muchacho!”. Reconoce sus límites, su poquedad: ¿qué soy yo, qué sabiduría tengo? Pero el Señor le dice: “No
digas: soy un muchacho, sino ve a los que te voy a enviar, anuncia lo que te mandaré”. El Señor, pues, interviene sobre la verdad
que Jeremías reconoce.
Por lo demás, también en el Nuevo Testamento, en la llamada de Pedro, Lucas se expresa exactamente así, ( Lc 05 08ss), ante la
extraordinaria manifestación de la bondad de Jesús, Pedro dice: “Apártate de mí que soy un pecador”, y Jesús: “No temas, serás
pecador de hombres”.
Para Pablo también, en el fondo, la llamada es manifestación juntamente de acogida del pecador y de Dios. Sobre todo está claro
en la última narración, la teológicamente más elaborada: Hch 26 15ss. “Yo soy Jesús a quien tú persigues”. La verdad de la
situación equivocada de Pablo le cae encima; inmediatamente después continúa: Levántate y ponte en pie; que me he aparecido a
ti para hacerte ministro y testigo tanto de lo que has visto como de lo que te haré ver”.
Esta unión, por tanto, se encuentra varias veces expresada en la revelación bíblica; nos puede, pues, servir muchísimo para
profundizar nuestra experiencia, la de llamada pastoral, que se basa en el conocimiento de la propia pobreza, y la de llamada
apostólica en general, que también se basa en el conocimiento de lo poco que somos y de lo mucho que Dios, fiándose de
nosotros, nos llama a ser.

ALGUNAS SITUACIONES BAUTISMALES.


Entonces les propongo para su lectura meditativa nueve situaciones bautismales, es decir, las nueve narraciones de curación que
Mateo condensa, inmediatamente después del discurso de la montaña, en los capítulos 8 y 9, divididos en tres grupos, sobre los
cuales siguen discutiendo los exégetas.
Ayer no más leía el último comentario, muy bien hecho, del P. Savourin, del Pontificio Instituto Bíblico, que discute todas las
opiniones anteriores: ¿por qué Mateo ordenó así estos milagros, cambiando el de Marcos? En realidad no sabemos por qué,
seguimos tratando de entender.
Por eso yo también les propongo mi modo de entender, una lectura eclesial de estos nueve milagros. Ante todo me parece
importante recordar estos milagros, que vamos a ver brevemente: curación del leproso, del siervo del centurión, de la suegra de
Pedro. Un breve intermedio narrativo y luego los otros tres milagros: los dos endemoniados gerasenos, la tempestad calmada, el
paralítico a quién se le perdonan los pecados.
Otro intermedio narrativo y finalmente los otros tres milagros: la hija de Jairo y la hemorroísa, los dos ciegos que gritaban:
“Hijo de Dios, ten piedad de nosotros” y un mudo endemoniado. Sigue un resumen final: Jesús que sigue recorriendo ciudades y
pueblos enseñando y predicando.
Es claro que esta sección la concibe Mateo de modo unitario, reuniendo los milagros que, en cambio, Marcos y Lucas dejaron
dispersos; por eso tiene un significado particular. Quien lee el discurso de la montaña, como hemos tratado de hacerlo nosotros,
queda impresionado y dice: ¿quién podrá practicar todo esto? ¿Quién podrá llegar a ese estado de corazón indefenso hasta el
punto de dejarse pisotear con gusto? ¡Nadie! ¿Quien puede entender este trastorno del modo de ser con los demás que permite el
perdón de los enemigos, el amor a quien lo explota?.
Parece la descripción de un hombre nuevo tan distinto que nos parece absurdo e irrazonable. Aunque logremos, con la gracia de
Dios, comprender que aun lo que parece paradójico es el único comportamiento que nos permite vivir juntos con amor, aún
entonces decimos: ¡Señor, no puedo más!.
Esto lo sabe muy bien Mateo, por eso pone en relación dinámica el discurso de la montaña con estos nueve milagros de Jesús.
Tenemos que leerlos en conjunto, de lo contrario nos asustamos y decimos, como se ha dicho muchas veces, que el discurso de la
montaña es una moral escatológica, que sirve muy bien para los tiempos definitivos, pero no para nuestro tiempo, en el que la
aplicamos como podemos; o también podemos creer que se trata de exageraciones o que sencillamente se trata de una moral de
los consejos. Pero Jesús nos da “consejos” que nos dicen cómo ser hombres auténticos en auténticas relaciones humanas; por
tanto, si no los ponemos en práctica, nos privamos de una parte de humanidad.
Me parece, entonces, que ninguna de estas interpretaciones capta hasta el fondo la seriedad del discurso de la montaña. En
cambio, me parece que Mateo nos muestra toda la seriedad cuando dice, en el capítulo 9, 35: “Jesús recorría las ciudades y las
aldeas enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia”. El Señor nos da
aquí la clave del verdadero modo de vivir y también la compasión por nuestra incapacidad de vivir así, junto con la promesa de
estar con nosotros. El que obra esta nueva vida, de ser El que nos sana.
He aquí por qué yo llamo a estos milagros “situaciones bautismales”, en las que leo lo que Mateo espera de quien ha tomado en
serio el discurso de la montaña. Que uno diga, como el leproso: Señor, si quieres, puedes curarme; o también, como el centurión:
Señor, yo no soy digno que tú entres en mi casa, pero di una palabra y todo quedará arreglado.
El discurso de la montaña debe suscitar en nosotros la actitud bautismal de petición de curación, de purificación, de poder salir
de situaciones imposibles, como la de David después del pecado. Así son estos enfermos, absolutamente impotentes para
ayudarse, y el Reino de Dios viene a ellos con el ofrecimiento del poder de Jesús y de la Trinidad, que cambia al hombre en el
Bautismo.
Así propongo yo leer estas situaciones, colocándonos de modo particular en las que el Señor nos sugiere que vivamos. Si Mateo
transmitió estas cosas para su comunidad, fue porque pensaba que tenían un valor permanente, esto es, que el cristiano podía en
la oración, con verdad y sin artificio, revivir estas situaciones ante el Señor, que está con nosotros todos los días, en estas
realidades narradas y proclamadas como fuerza de Dios para nosotros.
Por eso, yo me limito simplemente a invitarlos a leerlas, examinando antes su estructura. Preguntémonos: qué clase de
situaciones es esa en la que Jesús interviene, cuáles son las actitudes de oración y de diálogo de los que son curados por Jesús,
cómo se refleja en todo esto mi situación y mi diálogo con el Señor.

ACTITUDES DIALOGALES ABIERTAS.


Las primeras tres situaciones se refieren a simple enfermedad, que aparece exteriormente a los ojos de todos: el leproso, es
evidente, no tiene necesidad de que nadie le señale su mal, él mismo la siente y no puede salir de ella; sólo puede decir: Señor, si
quieres, puedes curarme. El siervo del centurión y la suegra de Pedro también sufren sus males visibles, los interesados no
pueden hacer nada y el Señor interviene para curarlos. ¿Cuáles son las actitudes de diálogo de estas tres personas? La primera
actitud es muy bella: Señor, ¡si quieres, puedes sanarme! Mt. 08 02 ¡Cuánta fe en esta palabra, cuánta seguridad de que Jesús es la
encarnación del poder de Dios misericordioso para con un pobre leproso, por el que nadie se interesa! Parece casi decir: Señor,
hasta ahora nadie se ha interesado por mí; nadie ha podido hacer nada; soy un desamparado, un rechazado, un ser que tiene que
esconderse, pero tú, si quieres, tienes una palabra para mí.
El centurión tiene también una actitud perfectamente dialogal. Mt. 08 05-13 Primero se limita a decir: Señor, mi siervo sufre
terriblemente. Se sobreentiende casi: sé que a los ojos del mundo vale poco, porque es un esclavo de quien nadie se interesa, pero
para ti vale mucho, sé que tú amas también a los humildes. Este hombre sufre, y por tanto te interesa más: hay ya una apertura al
Señor poderoso. Se añade también una gran percepción de sí: Señor, ¿quién soy yo que vengo y te llamo a mi casa? Es cierto, a
mí se me considera una autoridad, pero ¿ante ti quién soy? Aquí se reconoce claramente al Señor.
El tercer milagro aparentemente no tiene diálogo, pero se lo alcanza a ver por el contexto: la suegra de Pedro, que está en cama
por la fiebre, tal vez ni siquiera puede hablar, pero su misma presencia silenciosa es una petición; Jesús la toca con la mano y la
fiebre desaparece.
Son tres modos de estar ante el Señor; cada uno corresponde a diversas situaciones, a diversos tipos de diálogo, aún modo, pero
abierto al Señor. Son tres situaciones en las que una enfermedad externa, visible, clara, que los hombres no son capaces de curar,
se la somete con gusto al poder del Señor.

SITUACIONES DIALOGALES COMPLEJAS.


En la segunda serie que comienza en el capítulo 8, 23 y siguientes, encontramos tres situaciones más complejas, en las que
entran en juego fuerzas cósmicas a las que se les tiene miedo. La tempestad, para los antiguos, era como la personificación del
mal, ante la que el hombre no sabe cómo reaccionar y se siente como aplastado. Los endemoniados son también víctimas de
fuerzas adversas, incomprensibles, secretas. Más aun el tercer caso, que por revelación de Jesús aparece un pecador, por tanto
tiene un mal que nadie conoce, pero que Jesús ha intuido, aunque oculto en profundidad. Aquí Jesús es Aquel que entra en la
complejidad de las situaciones humanas, en las que no sólo se encuentra la debilidad personal, sino un convergir de fuerzas
cósmicas, sobrehumanas, en las que uno se encuentra sumergido, y que parecen inextricables y a cuyo encuentro viene el Señor.
Notemos la diversidad de las actitudes dialogales. La primera es aparentemente clara. Mt. 08 23-27:Los apóstoles en la
tempestad dicen: ¡Señor, sálvanos, estamos perdidos! Las olas amenazan la barca, y Jesús duerme. Pero Jesús revela que esta
actitud aparentemente clara, no lo es de ninguna manera”… ¿por qué teméis, hombres de poca fe?”. En la petición misma de los
apóstoles él denuncia algo que no está bien; acepta la oración, pero al mismo tiempo la corrige porque es una oración ansiosa.
Si Jesús nos inspira que nos pongamos en esta situación, querrá decirnos: tu oración no siempre me gusta; a veces parece
confiada, pero en realidad está llena de ansiedad que no me honra. No es como la del centurión, que deja todo en sus manos. Hay
la ansiedad de quien quiere salvarse con los remos, con el timón y luego también con el Señor, pero está dividido entre la
salvación que quiere por sí mismo y la que acepta del Señor: es la situación de quien todavía no ha comprendido claramente
quién es el Señor para él.
En efecto, dicen los discípulos: “¿Quién es éste a quien los vientos y el mar le obedecen?”. Esta frase nos maravilla un poco. El
leproso sabía quién era Jesús y tiene un comportamiento exacto a su respecto; el centurión romano sabía y Jesús también lo
alaba: “No he hallado a nadie con una fe tan grande en Israel”. En cambio, los apóstoles, que están cerca de Jesús, reciben un
reproche.
Podemos reflexionar sobre por qué sucede todo esto. Probablemente Jesús exige algo más a sus apóstoles, tenían que
comprenderlo más: por eso, mientras podría aceptar una oración ansiosa por parte de quien no lo conoce bien, porque podría
significar ya fe, de los apóstoles exige una actitud más confiada, más abandonada, con una percepción más clara de quién es
Aquel a quien se dirigen.
También es interesante el carácter dialogal de la siguiente situación, que parecería un diálogo rechazado. Mt. 08 28-34:Los dos
endemoniados furiosos, que llenan de temor a todos los que les están cerca, comienzan gritando: “¿Qué tenemos en común
contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí, antes de tiempo, a atormentarnos?”. Aparentemente encontramos un rechazo de
diálogo, incluso la situación de los endemoniados es típica de la incomunicabilidad, todos los hombres rehuyen de ellos. ¿Qué
notamos, entonces, en Jesús en este trozo? En la línea que he señalado, veo a Jesús que afronta esta incomunicabilidad, que de
este rechazo de diálogo toma ese poco de positivo que tiene; en efecto, el rechazo, incluso, es ya una forma de diálogo. Decir: no
te quiero, denota una cierta atención, una cierta relación. Jesús toma este mínimo y dialoga hasta con los demonios para
humanizar a esta gente.
Aquí se ve la posibilidad de Jesús para desenredar las situaciones más absurdas. Estos hombres vivían alejados de las ciudades,
entre los sepulcros, ya no entre los vivos, sino entre los muertos. Jesús afronta esta situación aparentemente desesperada,
reinsertando a estos hombres en la convivencia de los hermanos.

SITUACIONES DE INCOMUNICABILIDAD. MT. 09 18-26


En el tercer grupo de los milagros, sin querer sistematizar a toda costa, está la hemorroísa que no se atreve a hablar y ni siquiera
a proclamar su enfermedad. Hasta ahora todas las personas han sido abiertas con Jesús, de un modo o de otro ha salido a flote su
mal; ésta expresa su pensamiento sólo internamente, igual que su petición: “Con sólo que logre tocar su manto, quedaré curada”.
Jesús acepta aun este instante de diálogo mental, y lo hace público: “Animo, hija, tu fe te ha salvado”. Por tanto, restituye a esta
mujer aun la valentía para ser alguien delante de los demás. Una pobre mujer que trataba de esconderse, de que nadie la notara,
es colocada ante los demás, alabada como ejemplo de fe, y por tanto, restituida al diálogo con la comunidad.
Tenemos ahora a la niña muerta que, como tal, está totalmente separada del consorcio de los vivos y perdida para el diálogo de la
intimidad familiar. También a ella Jesús le restituye la posibilidad de estar con sus padres, de regresar a la vida.
Hay también otros dos episodios: los dos ciegos y el mudo endemoniado. Los mudos y los ciegos son también personas
separadas, en cierto modo, de la convivencia humana: los ciegos están privados de lo que constituye gran parte de la posibilidad
de diálogo, es decir, ver, comunicar las cosas; el endemoniado mudo no tiene la inmensa posibilidad de comunicar, que nace del
lenguaje humano. En todos los casos Jesús interviene para reinserir a las personas en la comunidad.
No me detengo en los particulares, porque cada uno puede, en esta línea, reflexionar sobre el significado que ellos tienen, para
demostrar la capacidad que Jesús tiene para reinserir a estas criaturas en el gran río de las relaciones humanas, del diálogo.
En el último milagro encontramos una situación de diálogo aparente; en efecto, el paralítico que le presentan a Jesús está en la
camilla, pero si se lo han llevado es porque desean, piden que haga algo. Pero está la iniciativa de Jesús para un diálogo a distinto
nivel. Aparentemente sin ponerle atención a la situación que le han presentado, lleva el diálogo a un nivel más profundo: “Te son
perdonados tus pecados”. De aquí pasa a la situación inicial.
Esto nos hace reflexionar mucho sobre la capacidad de Jesús de no dejarse bloquear por las apariencias. Frecuentemente
nosotros nos dejamos imponer el diálogo por otros: si uno viene, se lamenta, nosotros nos dejamos llevar por su modo de hablar,
nos preocupamos por lo que dice, quisiéramos ayudarlo, poner orden en esa situación. En realidad, muchas veces la situación más
grave es otra, la que la persona ni siquiera sabe expresar; pero nosotros, con la gracia del Señor, podemos ayudar a que salga a
flote, a hacer comprender cuál es el verdadero problema. Deberíamos tener la valentía de comportarnos siempre así ante
personas que parecen exigir algo de nosotros y a las que, precisamente por timidez, por prisa o por comodidad, comentamos
fácilmente con superficialidad.
Veamos cómo Jesús entra en estas situaciones y coloquémonos en alguna de ellas, como nos lo inspire la oración.
Podríamos reflejarnos en esta última y decir: Señor, siempre te pido con insistencia las mismas cosas, continuamente te estoy
repitiendo: cuando finalmente me hayas concedido vencer este defecto, cuando haya logrado cambiar este pésimo carácter…
Pero el Señor dirá: este no es el problema; casi como lo que le contestaba a San Pablo que quería ser liberado de un aguijón que
lo atormentaba.
Pidamos que el Señor nos reconduzca a un verdadero diálogo con él, ya sea que nos llame hombres de poca fe, ya sea que nos
diga que el problema es otro; pongámonos, así en situaciones de escucha de lo que el Señor quiera decirnos.
Quisiera añadir una segunda sugerencia, sobre este mismo texto, para terminar luego con una palabra sobre el Sacramento de la
reconciliación, que me parece oportuno en este momento de los Ejercicios.

TRES CLAVES INTERPRETATIVAS.


Me parece que para comprender estos textos no basta leerlos uno por uno, comparándolos con el discurso de la montaña,
interpretándolos en situaciones de diálogos comunitarios. Hay otras tres pequeñas claves de lectura que nos sugiere Mateo, y
que nos brindan los tres intermedios narrativos, que se encuentran entre una y otra serie de milagros. De ellos subrayo
solamente la frase fundamental.
La primera se encuentra en Mt. 08 17: después de haber narrado la primera serie de milagros, Mateo concluye: “…para que se
cumpliera lo que había sido dicho por medio del profeta Isaías: El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”.
En realidad, esta palabra de Isaías, referida aquí por Mateo, nos ofrece una nueva visión de formidable apertura. Los exégetas
notan que aquí Mateo tiene un motivo especial, pero que no es fácil de individuar.
Me impresiona mucho el hecho de que este pasaje tiene dos caras, una consciente ambigüedad, que se manifiesta de una riqueza
insospechada. Un primer aspecto sería este: Jesús ha llevado consigo nuestras debilidades, ha cargado con nuestras enfermedades
para acabar con ellas. Esta sería la interpretación obvia; Jesús ha reunido todos nuestros males como se recoge las inmundicias
de las ciudades para botarlas afuera.
Esta interpretación, aquí obvia, es tomada por otro contexto, el cántico del siervo de Yavé, que tiene otro sentido. En efecto, en
Isaías estas palabras significan que Jesús vino a tomar sobre sí nuestras debilidades y a cargar con nuestras enfermedades; es
decir, a hacerse enfermo, débil por nosotros, a dejarse contaminar por nuestros males.
El doble juego del texto se comprende solamente en una perspectiva de Misterio Pascual. Jesús tiene tanto deseo de curarnos
porque viene a obrar no sólo como sanador, sino que participa de nuestra suerte, entra en el pecado y en el sufrimiento del
mundo. Aquí ya podemos vislumbrar qué precio paga Jesús para liberarnos porque, para podernos dar una mano y levantarnos,
se deja contaminar por nuestro mal, hasta el punto de morir él mismo por este sufrimiento del mundo.
Vemos que Jesús cumple todo esto no con mucha facilidad, sino pagando personalmente, dejándose contagiar por la lepra,
sumergir por la tempestad, maltratar por las fuerzas malignas y diabólicas, dejándose enmudecer, enceguecer, asesinar.
Como ven, aquí nos encontramos ya en la parábola del Reino, en la segunda semana de los Ejercicios: Jesús que viene a
redimirnos llevando sobre sí nuestras cargas, bajando a nuestro nivel y hundiéndose con nosotros. De aquí debe partir nuestra
oración, que cada vez más claramente debe dirigirse y mirar al Señor crucificado, muerto y resucitado por nosotros.
La segunda clave de lectura yo la veo también ambivalente, en Mt. 09 13. Después que Jesús llama a Mateo y se sienta a la mesa
con los pecadores y publicanos, se lo reprocha (éste es el comienzo de los reproches que terminarán con el definitivo: su condena
a muerte) pero concluirá diciendo: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos; id y aprended, pues,
lo que significa: misericordia quiero y no sacrificio; en efecto, no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”.
Paradójicamente, Jesús tiene como necesidad de nuestra enfermedad, de nuestro pecado, porque de otro modo, no sería auténtico
con nosotros. Cuando somos auténticos, es decir, enfermos y pecadores, entonces también él es auténtico y el diálogo es
auténtico: El es lo que quiere ser para nosotros y nosotros somos lo que somos realmente ante él. Pero hay una segunda
ambivalencia en esta frase, que me parece pueda sugerirse: Jesús pronuncia esta frase después que ha llamado a Mateo
claramente un pecador, un amigo de publicanos. Por eso no me parece que Jesús diga genéricamente: Yo he venido para los
pecadores; sino, más precisamente: es a los pecadores a quienes yo he llamado a seguirme en el apostolado, a colaborar. Los que
han reconocido su situación de pecado son aquellos en los cuales he puesto mi confianza, los que se han dejado liberar por mí, a
ellos los recibo con gusto como discípulos.
Claro que aquí vemos un doble sentido del verbo “llamar”: llamar a penitencia, como pone Marcos, y llamar a seguirlo. Estando
colocado después de la llamada de Mateo, hay que aceptar este segundo significado, aunque no me parece que lo propongan los
exégetas.
Creo que en situación de meditación eclesial, a la luz de todo lo que hemos dicho de Isaías, de Jeremías, de Pedro, podemos
aplicarlo también a nosotros: Señor, te doy gracias porque me llamas así como soy, débil, incapaz de hablar como Jeremías, con
los labios impuros como Isaías, hostil a ti como Pablo, pesado, torpe, calculador como Pedro: Tú me llamas como has llamado a
cada una de estas personas, me llamas porque soy así y acepto serlo.
Finalmente, la tercera clave de lectura de estas situaciones bautismales, que transformamos luego para nosotros en
situaciones penitenciales, es la final, en Mt. 09 36-37: la compasión de Jesús.
Mateo concluye la narración diciendo que Jesús predica el Reino, cura las enfermedades y se compadece de la gente porque anda
dispersa, postrada, como ovejas sin pastor. Es decir, como esas ovejas locas que después de correr por aquí y por allí se echan
sobre la yerba a dejarse morir de sed porque no saben a dónde ir. Jesús se interesa por estas ovejas.
Esta clave de lectura nos dice no sólo que Jesús movido por la compasión, hace suya esta situación y se nos acerca, sino también
que comunica a sus seguidores este interés especial de él. En efecto, en el v. 37 dice: “La mies es mucha, los obreros son pocos,
pedid al dueño…”; luego continúa en el cap. 10, 1: “…llama a sí a los Doce y les da el poder sobre los espíritus inmundos”. Jesús,
atento a la situación de miseria de los hombres, de los pobres, de los hambrientos, de los encarcelados, nos comunica como don
esta situación suya.
Aquí podemos comprender mejor la respuesta a la pregunta: Señor, ¿Por qué no te he visto desnudo, hambriento, enfermo…?
Porque no te has dejado comunicar mi capacidad de atención, has pretendido saber estar atento tú mismo a las situaciones. Deja
que yo te comunique interiormente mi misericordia. Has querido, haciendo muchos estudios sociológicos, considerarte capaz de
comprender a los demás. Deja que yo te cure aun de esta escasa capacidad de percepción, que yo quiero infundirte con mi poder
de Muerto y Resucitado.
Sígueme en mi Pasión y Resurrección, déjate bautizar en ellas para que puedas recibir de mí esta nueva y auténtica atención para
con el hermano. (MARTINI-2. Pág. 100ss)
Mt. 23 13-22
“En aquel tiempo habló Jesús diciendo: ¡Ay de ustedes escribas y fariseos, hipócritas, que cierran el Reino de los Cielos a los
hombres! ¡No entran ustedes, ni dejan entrar a los que quieren! Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mares
y tierras para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, lo hacen hijo de la gehenna dos veces más que ustedes. iAy de ustedes
guías ciegos que dicen: Si se jura por el santuario, no es nada; pero el que jura por el oro del Santuario, queda obligado! ¡Necios y
ciegos! ¿qué es más? ¿el oro o el Santuario que santifica al oro? Y dicen además: Jurar por el altar no es nada; pero el que jura por
lo ofrendado sobre él, queda obligado. ¡Ciegos! ¿qué es más? ¿la ofrenda o el altar que santifica a la ofrenda? Pues el que jura por
el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él; el que jura por el Santuario, jura por él y por quien lo habita; y el que jura por
el cielo, jura por el trono de Dios y por el que está sentado en él”. La página de Mateo que la liturgia propone no es una de las
páginas que más nos entusiasman, pero si quedó escrita, quiere decir que no vale sólo para los escribas y fariseos del tiempo de
Jesús; es para quienes aún en las comunidades cristianas, perpetúan ese espíritu y ese modo de obrar. ¿Qué hacen estos hombres?
Cierran las puertas en vez de abrirlas, cierran el Reino, son guías ciegos. Su actitud fundamental es la de quien no tiene el ojo
abierto sobre el don radical de la Buena Noticia de la que deriva toda la vida, y entonces se nutren con mezquindad, sectarismo,
hipocresía, moralismo.
Y nosotros, desgraciadamente, somos tentados por esas actitudes. Cuanto más somos corresponsables del cuerpo organizado de
la Iglesia, tanto más tenemos necesidad de mirar al Evangelio como faro iluminador de toda la multiplicidad de las cosas que se
hacen; si no lo miramos así, nuestra suerte será, indudablemente, la mezquindad y el miedo, cerrar el Reino, cerrar las puertas y
no abrirlas, y, con seguridad, el sectarismo que, en cambio de llevar el Evangelio como don gratuito de Dios, prefiere aumentar
el propio grupo, tal vez recorriendo mar y tierra con tal de hacer otro prosélito. Entonces la Iglesia no será ya un cuerpo, sino
una corporación que piensa en alimentarse a sí misma, en autoelogiarse, en sobresalir entre las demás asociaciones; el celo que
nace de ahí no es celo del Evangelio, es celo de la propia identidad privatizada. Es la tristeza del moralismo que ha olvidado la
luz de la Buena Nueva y lo juzga todo según balanzas de observación penosísimas y fatigosísimas.
Pero hay un termómetro de referencia para distinguir el espíritu farisaico del espíritu evangélico, aunque a veces hacen las
mismas cosas o cosas semejantes -porque también el espíritu evangélico es riguroso en la moral, también el espíritu evangélico
va a anunciar la Buena Nueva y recorre mar y tierra, también el espíritu evangélico debe a un cierto punto saber atar y desatar-;
y el termómetro es la presencia o la ausencia de lo que San Pablo llama en la carta a los Gálatas, cap. 5: “los frutos del Espíritu”,
es decir, amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí. Cuando ante las realidades de la vida,
los compromisos morales, el mismo trabajo apostólico, la mirada nos dilata el corazón, produce serenidad, anima, entusiasma,
abre nuevos caminos, entonces somos guiados por la estrella de la evangelización; en cambio, cuando el contexto de una sociedad
suscita miedo, encierro, temores, atención exagerada y ansiosa por minucias cuyo significado no se sabe valorar bien, entonces
quiere decir que nos estamos dejando invadir por el espíritu farisaico e hipócrita que convive en nosotros; por nuestro ser
egoísta, orgulloso, sectario que continuamente nos rebulle dentro.
En estos días estamos aquí precisamente para pedir: “Oh Señor, haz que conozcamos la fuerza de tu Evangelio para que ella
limpie en nosotros todo aquello que es espíritu miedoso, meticuloso, farisaico, y más bien nos abra el corazón -como tú lo abriste
a los discípulos de Emaús- a la gratitud y a la alegría de tu palabra”.

MEDITACIÓN SOBRE PEDRO


Lo que hemos hecho hasta ahora ha sido un mirar al Señor, pero sobre todo sacando de ahí conocimiento de nosotros mismos.
Ahora se trata de mirarlo a él para obtener conocimiento de él (y esto no se puede lograr sin entrar en el misterio trinitario del
Padre que nos da al Hijo, y sobre todo en el misterio de la Muerte de Dios).
En el fondo Pedro es cada uno de nosotros, es el hombre que por primera vez se ve deslumbrado por el hecho inconcebible de la
Pasión de Jesús y esto lo impacta personalmente, porque se da cuenta que ella se refleja en él.
Leeremos del cap. 14, 28 de Mateo: Pedro sobre las aguas, hasta el llanto final, en Mateo cap. 26, 75, es decir, desde la primera
presunción de Pedro, que se cambió en miedo y pronto quedó curada, hasta estallar en llanto que es una manifestación de que se
le acabaron todas sus seguridades ante Cristo que sufre y ante lo que él había pensado de sí mismo y de Jesús.

LA PRESUNCIÓN Y EL MIEDO. MT 14 27-31


Comencemos, pues, por Mateo 14, 28. Al ver a Jesús que, como un fantasma, se acerca a la barca y dice: “Animo, no temáis”…
Pedro dice: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas”. Es una palabra muy fuerte, “caminar sobre las aguas” es propio de
Yavé, es una característica de Dios en el Antiguo Testamento; por tanto, Pedro es muy atrevido: pedir hacer lo que hace Jesús es
participar de la fuerza de Dios. Esto corresponde al sueño de Pedro: siguiendo a Jesús, quedamos investidos de su fuerza; ¿acaso
no nos ha comunicado sus poderes para expulsar demonios y curar enfermos? Por tanto, entremos en esta comunicación de
poder con fe, con amor, con generosidad, participando del poder de Dios. Jesús acepta. “…Y Jesús le dijo: Ven. Y bajando Pedro
de la barca, andaba sobre las aguas hacia Jesús. Mas, al ver la fuerza del viento, se asustó y, como empezaba a hundirse, gritó:
¡Señor, sálvame! Al punto, Jesús le tendió la mano, lo agarró y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?.
Pedro quiere participar de la potencia de Jesús, pero no se conoce y no sabe que participar de este poder significa condividir
también las pruebas de Jesús, soportar el viento y el agua. No había pensado en esto, le parecía una cosa fácil y, entonces,
asustado, grita.
Este grito revela el hecho de que Pedro no se conocía a sí mismo, porque presumía de sí, se consideraba ya capaz de participar de
la debilidad de Dios: no conocía a Jesús, porque a un cierto punto no se confió en él, no entendió que es el Salvador y que en
medio de la fuerza del huracán, allí donde se manifestaba su debilidad, Jesús estaba allí para salvarlo. Para Pedro esta es la
primera experiencia de la Pasión, pero es una experiencia sin fruto, cerrada, apenas inicial, de la que, como nos sucede a nosotros
muchas veces, no aprende mucho. Probablemente se pregunta qué fue lo que le sucedió, por qué se asustó. El asunto le queda un
poco vago, como muchas experiencias nuestras que no nos impactan hasta cuando otras más grandes no nos revelan su sentido.

EVOLUCIÓN SICOLÓGICA DE PEDRO.


Ahora veamos sencillamente todos los lugares en los que se habla de Pedro, preguntándonos qué pueden significar para la
evolución sicológica de este hombre. En Mt 15 15 dice Pedro con mucha sencillez: “Señor, explícanos esta parábola: lo que sale
de la boca hace impuro al hombre, no lo que entra”. Jesús le contesta: “También vosotros estáis sin entendimiento”. Pedro es,
pues, un hombre que tiene valentía, desea entender algo, pero su conocimiento de las cosas de Dios es todavía muy embrional,
todavía en movimiento y esto se manifiesta en todo su camino.
El siguiente capítulo ( Mt 16 16ss) nos muestra el punto culminante de este camino; Pedro, en nombre de todos, es el único que
tiene la valentía de hablar, y a la pregunta de Jesús: “¿ Y vosotros quién decís que soy yo?” contesta: “Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo”. Y Jesús: “Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Te daré las llaves del Reino de los cielos”.
Ante estas palabras Pedro se siente muy contento: ha correspondido a la confianza que el Maestro ha puesto en él. El lo llamó
cerca de la barca cuando todavía era un pobre pescador, un rústico, tuvo confianza, y él ahora ha demostrado que sabía
corresponder. Claro que Jesús dijo: “La carne ni la sangre te lo han revelado”; por tanto, la revelación es de Dios, pero le fue
hecha a él, a Pedro; Dios le dio la posibilidad de hacer esta manifestación y por tanto de tener una responsabilidad en el Reino.
Esto, naturalmente, no le disgusta, como no nos disgusta a ninguno de nosotros.
Imaginémonos, pues, el desconcierto de Pedro cuando, inmediatamente después, piensa abrir la boca y ejercer un poco sus
funciones, se le contesta duramente. En efecto, cuando Jesús, inmediatamente después, comienza a decir abiertamente que debe ir
a Jerusalén, sufrir mucho por parte de los Ancianos, de los Sumos Sacerdotes, de los Escribas, ser muerto (aquí aparece la Pasión
por primera vez), Pedro, como hombre prudente, no lo contradice en público, sino que lo lleva aparte para decirle al Maestro con
honestidad algo que le será útil. Lo recombino diciendo: “¡Dios te libre, Señor, no te sucederá eso!”.
Es una palabra que le nace del corazón, porque Pedro ama mucho a Jesús y cree que ellos son los que deben morir y no él, que
debe seguir adelante por el Reino. Me parece que Pedro es muy generoso, prefiere él morir, porque sabe muy bien que la vida
que han comenzado está llena de contrastes, hay enemigos, hay dificultades. No se hace ilusiones, pero razona lógicamente: si la
Palabra calla, ¿quién la dirá? La Palabra no debe callar, entonces preferimos morir por ti.
Nos podemos imaginar, pues, el desagrado, el desconcierto por la respuesta de Jesús: “Lejos de mí, Satanás, pues eres mi
obstáculo, porque tus sentimientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Pedro ha hablado con toda generosidad de su
corazón, ha hablado por el bien de Jesús y de los compañeros para que la Palabra permanezca, y ahora se lo trata como si fuera
Satanás. Está confundido, calla y no hace lo único que me parece tenía que hacer: pedirle al Señor que le explicara, y manifestarle
su perplejidad. Poco después lo encontramos de nuevo con su plena confianza de “mayordomo” del Reino, cuando (en el Mt 17,
4), en el monte de la Transfiguración toma la palabra y dice: “Señor, qué bien se está aquí”. De nuevo toma la palabra por todos,
ya ha comprendido que le toca a él interpretar el pensamiento común: “Si quieres haré aquí tres tiendas, una para ti, una para
Moisés y otra para Elías”. Tratando de ponerme en la sicología de Pedro leo en estas palabras suyas: ¡proveo yo! Y con mucha
generosidad, porque no piensas hacer una tienda para él; él es ahora quien organiza el Reino de Dios. Mateo no lo dice, pero
Lucas añade: “El no sabía lo que decía”.
Ciertamente aquí brota la alegría de tener un puesto y de querer hacer lo posible para ser digno de la confianza que se ha puesto
en él. Puesto que el Reino de Dios es algo grande, hay que hacer cosas grandes, por tanto una tienda para cada uno, que en
Oriente es un lujo grande. Ciertamente aquí Pedro no reflexiona mucho sobre sí mismo, dice lo que le parece, y Jesús no lo
reprocha, porque la escena cambia inmediatamente.
Se escucha la voz de lo alto: “Este es mi Hijo en el cual me he complacido”. Tal vez Pedro hubiera podido comprender que no era
el caso de hacer tres tiendas, sino mirar a este Hijo, el modo de comportarse, cómo Dios lo está manifestando en la gloria y en la
pobreza; pero todo esto no le cabe en la cabeza.
Podemos imaginar el momento cuando bajan de la montaña y se acercan a la muchedumbre que está cerca del lugar en donde el
epiléptico no ha podido ser curado por los discípulos: Pedro, Santiago y Juan están de parte de la razón, son los que no se han
quemado con el experimento fracasado. Creo que Pedro con una cierta satisfacción interna se una a Jesús que dice: “Oh
generación incrédula y perversa, hasta cuándo estaré con vosotros” pensando que ciertamente, si hubieran estado ellos, lo
habrían curado, mientras estos otros discípulos “de segunda clase” no fueron capaces de hacerlo.
En este capítulo hay otro episodio muy interesante, rico de simbolismo (en Mt 17 24-27): el episodio del impuesto del Templo,
en el que Jesús dice despreocupadamente: echa el anzuelo, agarra el primer pez y entrega la moneda. Lo que impacta es: “Tómala
y entrégala a ellos por mí y por ti”. Me parece muy hermoso este gesto de Jesús de entregar una sola moneda por él y por Pedro,
parece una advertencia: fíjate que estamos juntos, trata de unirte a mi destino y no pretenderás tener uno distinto para ti, o mirar
al mío como separado del tuyo.
No sé si Pedro entendió la riqueza de significado de esta única moneda, la delicadeza de esta palabra. En efecto, lo vemos aquí no
ya directamente citado, sino junto con los diez, en el cap. 20, 24-28 dice Jesús: “Sabéis que los príncipes de las naciones las
tiranizan, y que los grandes las oprimen con su poderío. No será así entre vosotros, sino que aquel de entre vosotros que quiera
ser grande, que sea vuestro servidor; y el que quiera de entre vosotros ser el primero, que sea vuestro siervo. Como el Hijo del
hombre no vino a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en redención de muchos”.
El texto no dice qué pensarían los apóstoles, pero es claro, por lo que sigue, que todavía no han comprendido. Jesús habla, pero
como nos sucede también a nosotros con frecuencia, escuchamos las cosas pero no las realizamos, es decir, no las percibimos
hasta cuando un acontecimiento imprevisto, duro, no nos pone en contacto con la realidad. Tenemos, pues, el mismo fenómeno,
el sicológicamente ya codificado del punto ciego; es decir, hay cosas que no vemos, ante las que somos ciegos o sordos; las cosas
que nos dicen y se nos repiten, decimos que las entendimos, pero no las asimilamos. Pedro se encuentra en esta misma línea.
Muchas veces tenemos esta experiencia sobre nosotros o tal vez sobre los demás: comprendemos solamente lo que podemos
experimentar, lo demás es agua que pasa.

EL DRAMA DE PEDRO.
Pasemos ahora directamente a los últimos puntos del drama de Pedro, que hemos visto tan poco preparado ( Mt 26 32-35).
Mientras se dirigen al Huerto de los Olivos, después de haber cantado el himno al final de la cena, dice Jesús: “Todos vosotros
tendréis en mí ocasión de caída esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño”. Aquí se
hace ver la debilidad de los apóstoles: son como ovejas, si no está el pastor, no saben hacer nada.
“Pero después resucitaré e iré delante de vosotros a Galilea. Mas Pedro le respondió: Aunque fueras para todos ocasión de caída,
para mí no. Jesús le dijo: En verdad te digo que esta misma noche, antes de que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le
dijo: Aunque tuviera que morir contigo, no te negaré. Y lo mismo dijeron todos los demás”. Reflexionemos un instante sobre
estas palabras. Naturalmente, tenemos que creer en la honestidad de Pedro y en su generosidad. Aquí ciertamente Pedro habla
creyendo conocerse plenamente a sí mismo, y de todo corazón. En el fondo, acaba de recibir la Eucaristía, sale del momento
culminante de la vida de Jesús, no podemos pensar que hable con ligereza; sus palabras son también muy hermosas: aunque
tuviera que morir contigo. Aquel “contigo” es la palabra esencial de la vida cristiana.
Podría pensarse que aquí Pedro ya ha comprendido el sentido de la única moneda para dos: estoy contigo, Señor, en la vida y en
la muerte. ¿Cuántas veces hemos dicho esto? Los Ejercicios de San Ignacio nos hacen decir en la famosa parábola del Reino:
“Quien quiera venir conmigo”, por tanto, es una palabra clave. Pedro dice una palabra muy exacta, es sincero, no se equivoca en
las palabras. Pero Jesús no ha dicho: “me negaréis”, sino “os escandalizaréis”; según la expresión bíblica: encontrarás una piedra
imprevista. El escándalo es un obstáculo imprevisto que sirve de trampa.
Para los discípulos será el imprevisto contraste entre la idea que tenían de Dios y la que se revelará en aquella noche. El Dios de
Israel, el grande, el poderoso, el vencedor de los enemigos, que por lo tanto no abandonará jamás a Jesús, es su idea de Dios, la
que aprendieron del Antiguo Testamento. Jesús les advierte que nunca sabrán resistir al contraste entre lo que piensan y lo que
va a suceder.
Pedro no acepta para él esta advertencia, cree que conoce al Señor totalmente; ya aceptó el reproche anterior, ya entendió que
tiene que confiar plenamente en Jesús, por eso va hasta el fondo, o por lo menos trata de ir hasta las últimas consecuencias:
“Aunque tenga que morir contigo, no te negaré”.
Aquí yo veo no sólo un poco de presunción en el no conocerse, sino también un error: cree tener ya la idea de Dios, pero no la
tiene todavía, porque ninguno tiene la verdadera idea de Dios hasta cuando no haya conocido al Crucificado.
Además, Pedro sí habla de muerte, pero por lo que sigue me parece que entienda la muerte heroica, la muerte del mártir,
gloriosa; morir con la espada en la mano, en el heroísmo, como los Macabeos, como los héroes del Antiguo Testamento: la
muerte de aquel en cuyo último grito contra los enemigos aparece brillante la verdad de Dios, la injusticia y la vergüenza de
quien ha tratado de asaltarlo. Creo que Pedro llegue hasta aquí, pero no acepta morir humillado, en silencio, siendo objeto de la
burla pública.
Leamos el siguiente trozo ( Mt 26 37-45): “Tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a
sentir angustia. Y les dijo: Triste está mi alma hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo. El, avanzando un paso más, cayó
de bruces y oraba diciendo: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; mas no sea como yo quiero, sino como quieres tú.
Volvió a los discípulos, los encontró dormidos, y dijo a Pedro: ¿Con que no habéis podido velar una hora conmigo?”.
Parece imposible que Pedro tuviera tanto sueño después de acontecimientos tan excitantes como los de esa noche, después de la
Eucaristía, después de las palabras del Maestro. Como todos, él había visto que en la ciudad la gente corría, que algo se estaba
tramando, corrían voces, había reuniones. En semejantes ocasiones ninguno de nosotros nos dejamos llevar por el sueño, el
nerviosismo se apodera de nosotros y esto no deja dormir.
Me parece ver en el sueño de Pedro ese disgusto sicológico de una situación inaceptable como la de Jesús en el Huerto. Poco
antes había dicho Pedro: moriré contigo, vamos juntos a una muerte heroica, cantando contra el enemigo; en cambio, Jesús siente
miedo, y comete el error de revelarse, de mostrar su verdad que los otros no están preparados para recibir.
Entonces, comienza el escándalo ante un hombre que tiene miedo, que se asusta. De aquí el desconcierto y el deseo de no pensar
en eso, como nos sucede a todos nosotros ante ciertos sufrimientos de amigos, de personas queridas, porque no podemos
soportarlos todos juntos, no tenemos la fuerza suficiente. Entonces sucede en la siquis una fuerza muy poderosa de cancelación,
esto es, ese desánimo de quien no sabe ya qué hacer. A Pedro le bastó que Jesús se revelara “auténtico” y no fuera más el Maestro
en el que se apoyaban, el que siempre tenía la palabra precisa, sino un hombre como los otros, un amigo para consolar, y esto lo
hizo escandalizar, hizo que ya no entendiera nada. “Tenían los ojos cargados”, pesados, dice el Evangelio: esta me parece también
una expresión que hace pensar en un estado de enceguecimiento interior, de confusión mental que pesa sobre el espíritu y lo hace
turbio, ofuscado.
Jesús tiene que orar solo y cuando vuelve a despertar a los discípulos sufre un nuevo choque: le ven la cara tan asustada,
angustiada, y empieza a aparecer la duda: ¿es en verdad el Mesías? ¿Cómo puede Dios manifestarse en un hombre tan pobre?
Este Jesús que se humilla, que parece un trapo, que camina con inseguridad, los desconcierta cada vez más, derrumba su castillo
de fuerzas mentales, su idea de cómo Dios debe manifestarse y debe salvar a un hombre que le ha sido fiel, que es su Cristo.
Este titubear interior de Pedro se derrumba, cuando llega “Judas, uno de los Doce, con mucha gente, espadas, palos”, se acerca a
Jesús y lo besa. Jesús no reacciona, solamente dice: “¡Amigo, a esto has venido!”, luego lo arrestan: “Echaron mano a Jesús y lo
prendieron.
Uno de los que estaban con Jesús, sacó la espada, hirió al siervo del pontífice, y le cortó una oreja”. Pedro, pues, hace el último
intento de morir como un héroe. Naturalmente, ante la multitud es un acto desesperado, pero también valiente.
Pero el último golpe a su ya demasiado mezquina seguridad, que aquí ha buscado un desquite, es la palabra de Jesús: “Mete la
espada en la vaina”. Jesús desautoriza públicamente a Pedro, que ya no entiende nada y se pregunta por qué el Señor los invitó a
seguirlo, siendo que quería morir.
Peor aún, si ahora Jesús parece dialogar con sus adversarios: “¡Habéis venido a prenderme como contra un ladrón, con espadas y
palos!. Todos los días enseñaba sentado en el Templo, y no me prendisteis. Pero todo esto ha sucedido, para que se cumplan las
Escrituras de los profetas”. Si nosotros no podemos echar mano a la espada, piensa Pedro, ¿por qué no vienen esas famosas
legiones de ángeles, por qué Dios no salva a su consagrado, o por lo menos lo hace arrestar en el Templo, mientras la
muchedumbre grita y se hace un tumulto? En cambio, así, en la noche, ¡como si fuera un malhechor! ¡Y él no reacciona!.
Entonces, dice el texto en el versículo 56: “Todos los discípulos lo abandonaron y huyeron”. Aquí se ve precisamente su
desconcierto, claro que no total, porque conservan por lo menos la fe, en el fondo, pero como nos sucede también a nosotros, los
pensamientos tenebrosos se agrupan tanto que nos parece que ya no entendemos quién es Dios.
Pedro está confuso también en su identidad: ya no sabe quién es, qué tiene que hacer, cuál es su papel en el Reino de Dios, no
sabe quién es este Jesús que se ve abandonado por Dios. Todo esto se resuelve en el ánimo de Pedro que, a pesar de todo, ama
muchísimo a Jesús y, por tanto, como dice inmediatamente después, en el versículo 58: “Lo había seguido de lejos”. No se atreve a
seguirlo de cerca, porque ya no sabe qué es lo que debe hacer, pero no puede menos de seguirlo.
Es un hombre dividido, que ya ha sido atraído por Cristo, pero siente al mismo tiempo que quiere rechazarlo, por eso lo sigue de
lejos: he aquí el compromiso, negación, que no es, me parece, sino la manifestación, ahora pública, del desconcierto de Pedro. No
sabiendo ya quién es él ni quién es Jesús, Pedro da respuestas que, paradójicamente, son verdaderas. “Se le acercó una criada y le
dijo: Tú también estabas con Jesús, el galileo. Pero él negó ante todos, diciendo: No sé qué dices’. Esto es un acto de bellaquería,
pero que no nace del puro miedo, porque Pedro estaba listo a morir, sino del desconcierto.
A la segunda pregunta: “Este estaba con Jesús el Nazareno, negó: no conozco a ese hombre”. Aquí parece que el Evangelista
juega con el doble sentido: en verdad no sé quién sea ese hombre, para mí ahora es un enigma, ya no puedo hacer nada por él,
porque no sé quién sea, no sé qué es lo que quiere, todo se está derrumbando. Dios siempre interviene en favor del justo, luego
este no es justo, nos ha engañado. Este estado de confusión lo lleva a jurar y a imprecar contra ese hombre.

LA CONVERSIÓN.
Añade el evangelio: “Inmediatamente cantó un gallo. Y Pedro se acordó de las palabras de Jesús: antes que el gallo cante, me
negarás tres veces. Salió afuera y lloró amargamente”.
El evangelista es sumamente sobrio, pero nosotros podemos preguntarnos qué fue lo que sucedió. El canto del gallo parece
llegarle a un hombre todavía confundido, después el recuerdo de la palabras de Jesús, luego gradualmente la percepción: Jesús
había querido en realidad todas estas cosas, y si corresponden a su plan, corresponden también al plan de Dios. Entonces no he
captado nada el plan de Dios, he sido un ciego durante toda la vida, he vivido hasta ahora con un hombre del que no he entendido
nada.
Dice Lucas: “Jesús pasó y lo miró”. Mateo no habla de eso, pero podemos intuirlo simplemente por la escena. Pedro piensa: ese es
el hombre a quien yo no he comprendido, de quien siempre me serví en el fondo para tener una posición de privilegio, y que
ahora va a morir por mí.
Nace el conocimiento de Jesús y de sí mismo, finalmente se rompe el velo y Pedro comienza a intuir entre lágrimas que Dios se
revela en Cristo abofeteado, insultado, renegado por él, Pedro, y que va a morir por él. Pedro, que hubiera querido morir por
Jesús, ahora comprende: mi puesto es dejar que él muera por mí, que sea más bueno, más grande que yo. Quería hacer más que él,
quería precederlo, en cambio es él quien va a morir por mí que soy un gusano, que durante toda la vida no fui capaz de entender
qué sería; ahora él me ofrece esta vida suya que yo he rechazado. Pedro entra, por medio de esta laceración, esta humillación
vergonzosa, en el conocimiento del misterio de Dios. Pidámosle a él que nos conceda también a nosotros entrar un poco, a través
de la reflexión sobre nuestra experiencia, en este conocimiento del misterio de la Pasión y de la Muerte del Señor.

OREMOS JUNTOS:
Señor, Hijo de Dios crucificado, nosotros no te conocemos. Nos es muy difícil reconocerte en la cruz, reconocerte en nuestra
vida.
Te pedimos que nos abras los ojos, que nos hagas ver el significado de las experiencias dolorosas a través de las cuales tú rompes
el velo de nuestra ignorancia, nos permites conocer quién es el Padre que te ha enviado, quién eres tú que nos revelas al Padre en
la ignominia de la Cruz, quiénes somos nosotros que tenemos una revelación tuya en la humillación de nuestra pobreza.
Te pedimos, oh Señor, que te sigamos con humildad por el don de tu Espíritu, que contigo y con el Padre vive y reina por los
siglos de los siglos. Amén.

LA FUERZA DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO.


Ante todo les propongo una reflexión sobre la idea que el Antiguo Testamento tiene de la fuerza de Dios, es decir, la Revelación
de Dios que nos presenta (teniendo de fondo el Éxodo principalmente, pero también partiendo de la creación) un Dios fuerte, que
hace lo que quiere, para quien nada es imposible, un Dios que es capaz de exterminar el ejército de los egipcios, devorar con el
fuego a los pecadores; un Dios que arranca los cedros del Líbano, que trastorna los abismos del mar, que hace temblar las
montañas como cabritos que saltan en los prados.
El Antiguo Testamento, pues, educa a un sentido de la fuerza irresistible de Yavé: “¿Quién podrá resistir ante él?”. El Antiguo
Testamento nos hace comprender que esta fuerza es característica de Dios; es decir, según nuestro modo de entender, Dios no
puede renunciar a ella sin renunciar a ser Dios, porque Dios es el fuerte, el poderoso, por tanto lo es por su naturaleza; su
potencia es su poder, su ser es capacidad de trastornarlo todo. Dios es fuerte y no puede renunciar a su fuerza, porque no puede
renunciar a ser Dios.

LA IRA DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO.


Una segunda consideración que el Antiguo Testamento nos hace hacer y en la que educa al creyente es que Dios no puede no
odiar el mal con toda su fuerza, porque Dios y el mal son tan opuestos que no se pueden tolerar; por tanto, Dios destruye el mal,
lo aniquila. Su naturaleza de fuerza, ante el mal, se convierte en “ira”, la ira de Dios; no hay paz entre Dios y el mal; el mal no
puede sino disolverse, sentirse destruido delante de Dios.

LA “DEBILIDAD DE DIOS” EN EL NUEVO TESTAMENTO…


Teniendo como fondo estas verdades del Antiguo Testamento, a las que no se pide renunciar, creo yo, he aquí a Jesús, el Siervo
que Dios se escogió, el predilecto en el que Dios se ha complacido. Mateo amplió el texto de Isaías, en el que decía sencillamente:
“Mi elegido”. Aquí es mi predilecto, mi muy amado, por tanto vemos aquí ya la idea de hijo único.

…ES ESCONDIMIENTO Y MANSEDUMBRE


Entonces Jesús, siervo predilecto, escogido, elegido, no es solamente el que cumple la voluntad de Dios, sino también el que hace
que Dios esté cerca de nosotros, el Dios con nosotros por consiguiente, que nos lo manifiesta, que nos hace ver quién es Dios,
que sólo con mirarlo nos hace comprender quién es Dios.
Y he aquí la paradoja inesperada y para los apóstoles muy difícil de comprender: este Jesús que es Dios con nosotros, el
predilecto, el Hijo amadísimo, es débil y se manifiesta como tal. Cuando los fariseos se reúnen para acabar con él, Jesús se aleja,
cede, o sea deja que esa ira avance, se encienda.
En ese alejamiento de Jesús hay dos aspectos negativos: uno, que esta ira no es detenida inmediatamente, no se la aplasta, por
tanto puede aumentar; el otro, que Cristo parece un débil, por tanto después podrán triunfar contra él, porque en el fondo no
tiene fuerza. Jesús se retira, se aleja, y esta es una primera señal de su debilidad.
Después sigue otro aspecto que impacta más a Mateo: curaba a todos, pero ordenaba que no lo divulgaran. Esto es más extraño
todavía para Mateo y para Pedro. Como lo decían, en efecto, los hermanos de Jesús, muéstrate al mundo; si viniste para hablarle
al mundo, ¿por qué no te haces sentir? Por consiguiente, Jesús no busca adhesiones, no sabe hacerse propaganda, no sabe hacerse
valer; ¿pero esto cómo puede ir de acuerdo con su ser como enviado de Dios, Palabra de Dios? Esto hacía vacilar a sus discípulos.
Se refuerza la impresión general que los discípulos tienen: este hombre no es fuerte, no sabe hacerse valer; es un hombre que nos
obliga a ceder, a alejarnos con él, es un hombre que dice que quiere hablarle al mundo, pero después no usa los medios
necesarios. ¿Qué dice la profecía? “Derramaré mi espíritu sobre él, anunciará la justicia a las gentes, pero no peleará, ni gritará,
no se escuchará su voz en las plazas”. Por ahora es el único consuelo que tienen los discípulos: obra así, no sabemos por qué, pero
en el fondo ya lo habían dicho los profetas. Pero esto los discípulos lo entenderán mucho más tarde; sólo lo pueden comprender
después de la Resurrección.
Podemos imaginarnos cuánto turbaba a los discípulos el hecho de que Jesús no disputara. Este particular parece añadido aquí por
Mateo: en efecto, el texto hebreo decía: “No gritará, no levantará la voz”. Aquí, en cambio, se dice: “No disputará”. Ahora bien, la
imagen del Mesías que quiere hacerse valer contra los enemigos es la de uno que combate el mal, que lo afronta directamente;
aquí, en cambio, se dice: “No disputará, ni gritará, ni se escuchará su voz en las plazas”. Es decir, no usará los medios para
impresionar a las muchedumbres. Al contrario: “No quebrantará la caña cascada y no apagará la mecha humeante”. Es, pues, un
manso, uno que no sabe ser prepotente, es respetuoso, tímido. He aquí la paradoja de la fuerza de Dios que, en cambio, se
manifiesta débil, que viene para derrotar el mal, pero parece tener una voz tan débil que el mal puede gritar y sofocarla. Pero la
profecía conserva el carácter de misión universal. Hará estas cosas débiles hasta cuando no haya hecho triunfar la justicia: “En su
nombre esperarán las gentes”. Por tanto, Dios se revela en él; no sólo Dios está contento de él, sino que el mundo, en el fondo,
espera a uno así como él.
Pero el misterio sigue: existe un poder de Dios, existe un poder que destruye el mal, pero tenemos aquí un hombre que no es
capaz de hacerse valer, que no derrota a los enemigos, no combate la injusticia aplastándola, al contrario, hasta se retira y
permite así que la injusticia prevalezca, que alce la voz.
Tal vez podríamos leer aquí algo más, si entendiéramos esta palabra, como me parece lo hace Mateo, ya en clave de Pasión y
Muerte de Jesús: la caña cascada no se romperá, pero él mismo será roto, precisamente por esta debilidad suya; no apagará la
mecha humeante, pero otros serán los que lo apagarán a él por no haber sabido hacerse valer. Aquí podemos meditar: Tú, Dios
grande, que riges los cielos, que gobiernas la tierra, que tienes en mano todo, ¿por qué te manifiestas con escándalo permanente
durante toda la historia de los buenos, de los llamados justos?.
Fíjense bien, Dios no nos aniquila, no nos destruye. El Dios que se nos presenta aquí se deja mofar de quien apuesta y dice: pues
bien, si existe Dios, que venga y me aniquile. Aquí entramos en una paradoja misteriosa, en la que vivimos en este mundo, en la
que (como dicen a menudo los salmos) el injusto triunfa y aquel a quien no le importa Dios hace sus negocios y le va muy bien.
He aquí cómo nosotros mismos vivimos el misterio de la debilidad de Dios, en la debilidad que, en cierto modo, se alinea con
Jesús. Tratemos en la meditación de reflexionar sobre todo esto, pues lo experimentamos todos los días.

…ES CONFIANZA Y AMOR.


Una segunda reflexión sobre la debilidad de Dios, que se manifiesta en Jesús, la tomo de Mt 21 33-45. Es la parábola que Jesús
pronuncia en Jerusalén, en un momento de polémica muy tensa con sus adversarios, cuando dice: “Un hacendado plantó una
viña, la cercó, cavó en ella un lagar, edificó una torre”. Hasta aquí es Isaías 5, es decir, el amor de Dios por su viña: la viña es el
pueblo de Israel que Dios ama, por el cual ha hecho mucho. Jesús añade: “La arrendó a unos viñadores y se fue a tierras
extrañas”. Aquí diríamos: he aquí el error del dueño: si le interesa tanto la viña, hubiera debido estarse ahí, cuidarla él y no
confiarla a otros.
Aquí comienza precisamente la historia de la debilidad de Dios, que le confía al hombre sus cosas más queridas; su misma viña,
que tanto le interesa, se la confía a gente de la cual no debería fiarse, pero se fía. He aquí la debilidad de Dios que se fía de la
libertad humana. Y se le corresponde mal. “Cuando llegó el tiempo de los frutos, mandó sus siervos a los viñadores, para recibir
los frutos. Pero los viñadores agarraron a los siervos y a uno le pegaron, a otro lo mataron y a otro lo apedrearon”. Aquí los
exégetas quedan perplejos sobre lo que quiere decir el texto, pero lo esencial es lo que hacen esos viñadores.
Leamos la parábola que se refiere a los viñadores. Estos piensan: la viña es nuestra, hacemos con ella lo que queramos. Están
acostumbrados a hacer lo que quieren, pues el patrón los ha dejado libres, se llenaron de confianza y olvidaron que su libertad
era para cultivar bien la viña, para hacerla producir frutos.
Cuando llegan los primeros siervos a exigir los frutos, hacen como los niños cuando llega una nueva maestra, es decir,
comienzan a hacer alguna broma para ver cómo reacciona, si es capaz o no de mantener la disciplina; si ven que la cosa funciona,
entonces siguen cada vez peor. Así me parece que obran estos viñadores: al principio son un poco prudentes, después los reciben
a la mesa, comienzan a fingir que están enfadados, uno abofetea a uno y otro a otro. Los siervos estudian, pues la fuerza del
patrón: tal vez no es muy fuerte, tal vez lo logremos, tal vez la viña queda para nosotros.
El Evangelio continúa: “Mandó de nuevo otros siervos, más que antes, e hicieron con ellos lo mismo”. Los siervos son más
numerosos, pero seguramente llaman a amigos, comienzan a pelear y se repite la escena, es decir, echan a los siervos y los
viñadores piensan: en realidad este patrón no sabe hacerse valer, es un hombre débil. Y he aquí la prueba definitiva: “Finalmente
les mandó a su hijo diciendo: ¡Respetarán a mi hijo!”. Los siervos se han vuelto ya tan malvados y raros que no son capaces de
comprender la situación. Piensan: ¿Por qué nos manda al hijo, después de lo que les ha sucedido a los siervos anteriores? No le
importa mucho el hijo, a lo mejor quiere salir de él. Y si le importa el hijo, sigue siendo de todos modos un ingenuo, un iluso; ya
nos hemos dado cuenta que no tiene la fuerza que temíamos. Entonces se dicen: “Este es el heredero. Ea, matémoslo y
quedémonos con su herencia. Lo prendieron, lo echaron fuera de la viña y lo mataron”.
Ahora veremos las cosas desde la parte del patrón. El patrón quiere dar confianza: esta viña, que quiero muchísimo, se la doy a
esta gente para darles la posibilidad de progresar, de prestar un servicio importante aun en beneficio propio. Después, cuando
manda los siervos y ve que regresan tan maltrechos, piensa: seguramente fue un momento difícil, no comprendieron, tengo que
ayudarlos a comprender, son gente que piensa, se convencerán.
Finalmente manda al hijo, arriesga todo por la confianza que ha depositado en ellos: respetarán a mi hijo, finalmente
comprenderán lo que están haciendo. La debilidad del dueño es, pues, amor, es voluntad de promover, en el bien, la libertad de
los viñadores, arriesgando todo. He aquí cómo la Cruz nos manifiesta el amor salvífico a toda costa, la increíble confianza de
Dios respecto del hombre, respecto de cada uno de nosotros, hasta el punto de arriesgarlo todo. Ahora es ya difícil trabajar con
comparaciones. Nos parece extraño que el patrón mande al hijo creyendo que va a ser asesinado, pero en la Escritura se dice que
Dios entrega al Hijo, lo entrega a los hombres incondicionalmente, sin reservas, porque hay que darles confianza hasta el fondo.
Que el patrón no sea un débil lo demuestran las palabras siguientes en las que aparece la ira de Dios. Jesús dice: “Cuando venga
el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores?” (es decir, cuando el tiempo de la prueba y de la libertad haya terminado?).
Le contestan: “Impondrá a los malvados dura muerte, y arrendará la viña a otros viñadores que le paguen los frutos a su tiempo”.
Y Jesús les dijo: “¿No habéis leído nunca en las Escrituras: La piedra que los constructores rechazaron, esa vino a ser piedra
angular” y luego “El que cayere sobre esta piedra se despedazará; y sobre quien cayere ella, será triturado?”.
Por tanto, la Cruz no sólo es potencia de Dios, es también terrible juicio, pero puede serlo precisamente porque es la prueba sin
reservas de que Dios nos quiere libres, que quiere darnos la posibilidad de expresar nuestra libertad en el servicio. Al darnos esta
libertad, nos da también la libertad opuesta. Demos otro paso y constatemos cómo esta debilidad de Dios no es sólo un artificio
retórico; esto es, Dios que dice: Yo soy fuerte, pero para humillarlos a ustedes que creen en la fuerza, me hago débil. Podemos
ver también el aspecto dialogal de Dios con la libertad humana, relación que para nosotros llega hasta lo increíble. Para nosotros
resultaba casi inconcebible, cuando leíamos las palabras del discurso de la montaña, que fuese necesario carecer de tanta defensa
para entregarse al enemigo.
¿Cómo se puede llegar a esto? He aquí al Padre que entrega a su Hijo al enemigo, no como enemigo, sino esperando que
comprendan.

…SE ENCARNA EN LOS PEQUEÑOS Y EN LOS DÉBILES.


Ahora les propongo considerar el aspecto de esta debilidad de Dios que se encarna en los pequeños y en los débiles, en la Iglesia,
en la comunidad, en la historia. Me limito simplemente al comentario que Barbaglio hace al cap. 18 de Mateo (Mt 18 01-10), el
discurso eclesial, cuya primera parte está toda dedicada a los pequeños: “¿Quién es el más grande en el Reino de los cielos?
Entonces Jesús llamó un niño y dijo: si no os hacéis pequeños no entraréis en el Reino”. “…el que recibiere en mi nombre a un
niño como éste, a mí me recibe…”. No seáis escándalo para ellos; córtate manos y pies antes que ser de escándalo para uno de
estos pequeños”.
Luego continúa: “¿Si uno tiene cien ovejas, no deja noventa y nueve por una?”. “…Así es la voluntad de vuestro Padre celestial
que no se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos”. De aquí pasa a la bondad para con el hermano pecador: “Si tu hermano ha
pecado, repréndelo a solas, si no busca testigos”. Finalmente ordena que se perdone sin fin “siete veces siete” al hermano. Esta es
la substancia del capítulo. Me baso en Barbaglio, quien en su comentario a este capítulo, después de un excursus sobre cada
individuo en la comunidad cristiana, cita una frase de René Gruisan: “El único individualismo que el Evangelio autoriza es el de
la oveja descarriada”. Mateo, pues, es un Evangelio eclesial, en el que aparece el sentido del único, del particular. Bajo esta luz he
vuelto a leer atentamente el cap. 18 y me he dado cuenta de que, dentro del discurso eclesial, uno de los motivos más
característicos es precisamente la importancia que se le da al particular, al individuo, sobre todo en la primera parte, polarizada
sobre la realidad de los pequeños, esto es, de los creyentes humildes y vacilantes, a quienes no se considera como grupos, estado
o clase, sino en su individualidad.
Cinco veces aparece el pronombre numeral indefinido “uno”. Quien recibe a uno como este niño”, “Quien escandaliza a uno de
estos pequeñuelos”, “Qué hace un hombre que tiene cien ovejas y se le pierde una”. Así el Padre celestial no quiere se pierda ni
siquiera uno de estos”. Recordemos también el discurso final: “Cuanto habéis hecho a uno solo de estos pequeñuelos, lo habéis a
mí”. Nos encontramos claramente en esta línea del juicio de Dios sobre las cosas.
El comentador añade: “Toda la comunidad está llamada por su Señor a asumir actitudes precisas respecto de cada creyente que
se encuentra marginado y sin importancia social. Ella tiene que acogerlo en el amor, con atención premurosa, consideración, y es
corresponsable de su posible ruina.
En el Evangelio apócrifo de Tomás se dice que la oveja descarriada era la más gorda del rebaño. Pero el Evangelio no dice así,
dice que era una oveja cualquiera, solamente descarriada: es suficiente para que sea buscada; estaba sola, desorientada, no sabe
cómo reunirse con las otras: eso basta para que haya que ir en su busca inmediatamente. Fuera de la parábola: un miembro de la
comunidad se ha descarriado, es un creyente humilde, débil, que tiene dificultad en el camino de la fe. Lo que importa es su
individualidad, sin atributos especiales; la Iglesia tiene que movilizarse para buscarlo, aunque sea uno solo y no tenga ninguna
importancia.
Después se pregunta: ¿cuál es el motivo de tanta premura y de tanto amor por el individuo? Se debe a la importancia que él tiene
ante el Padre, que no se resigna pasivamente a su pérdida. Entremos, pues, en la que el autor llama “la lógica del Padre”: ama
inmensamente a los pequeños, a los vacilantes, a los marginados, a los descarriados. Aquí nos unimos directamente con nuestra
reflexión: he aquí a Dios que busca a los débiles y por esto se hace débil; por consiguiente, quien reconoce en esta debilidad al
Hijo de Dios, empieza a entrar en los designios de Dios, a comprender algo de los paradójicos modos de revelarse de Dios.
Por eso, me parece, dice Jesús: “Cuando hayáis hecho algo a alguno, lo habéis hecho a mí”. No sólo por una identificación de
comodidad o de misericordia, sino porque así se entra en el misterio de Dios, que se reveló en la debilidad y se comienza a intuir
algo de lo que Dios es. Una doble vía, por tanto: el reconocimiento de Dios en el pequeño, en el débil, y el reconocimiento de
Cristo, fuerza de Dios, en la debilidad. Tratemos de meditar y de vivir en cada una de estas vías, que nos permiten entrar en el
misterio revelador del Señor. Pidámosle al Señor que nos dé la fuerza para entrar en este misterio.

LA VULNERABILIDAD DE DIOS: JUDAS

JUDAS: MEZQUINDAD Y NOSTALGIAS DE GRANDEZA.


Los textos son: el de la traición (inmediatamente después de la alabanza que Jesús hace a la mujer que rompe el frasco de aceite
perfumado muy precioso y a quien Jesús defiende contra los apóstoles): Mt. 26, 14-16: “Entonces uno de los Doce, llamado Judas
Iscariote, fue donde los Sumos Sacerdotes y les dijo: ¿Qué me queréis dar y yo os los entrego?…”. Y más todavía Mt. 26, 20-26.
47-50; 27, 3-10.
Quién es Judas. Como sabemos, no hay figura evangélica que más haya servido a la fantasía de los novelistas y cineastas; una
figura que atrae a sicólogos y literatos, precisamente porque representa muchas contradicciones de las existencia humana. No
quiero tentar con ustedes una nueva y repetidísima reconstrucción de los hechos anteriores, de los porqué; pero mirando las
cosas muy sencillamente, me parece poder, basándome en los textos citados, contestar a la pregunta: ¿Quién es Judas?.
En el fondo es un hombre lleno de mezquindad y nostalgia de grandeza. La mezquindad se ve en la cuestión del dinero: incluso,
parece trivial pensar en el dinero en un hecho tan trágico, pero cuando uno es mezquino, la trivialidad sale a flote aun en las
situaciones más dramáticas. Pero es un hombre que tiene también nostalgias de grandeza; su muerte es “grande” en cierto modo,
quiere ser una tragedia vivida en sí misma, ante todos.
Probablemente es un hombre desilusionado de Jesús. No podemos pensar que Jesús, desde el comienzo, haya elegido tan mal sin
darse cuenta que se trataba de un hombre que no tenía ningún interés por él. Probablemente era un apóstol deseoso, entusiasta,
comprometido (Jesús los escogió entre centenares y miles de seguidores), pero después de algún tiempo, se desilusionó de Dios:
¿por qué Dios se manifiesta así, por qué no interviene, por qué este Maestro va de debilidad en debilidad? No es aceptable, Dios
no está con él. Por tanto, está desilusionado por el modo como Dios se manifiesta en Jesús, y por el modo como Jesús manifiesta
la potencia de Yavé en el que él esperaba, un poder tal vez de carácter político y moral de la nación.
Jesús no es ese líder que se esperaba y entonces, si no lo es, se puede perseguir el propio sueño de grandeza haciendo algo contra
él. En todo caso, quiere hacer algo grande; no se aleja como los mediocres, desilusionado y basta. No, está desilusionado, está
resentido e irritado. Dice: Si Jesús en el fondo hace mal a mi pueblo, tenemos que impedirlo, por tanto es mejor que caiga pronto,
si ha de caer.
Es un hombre que, desilusionado en sí mismo, se deja llevar por un espejismo de grandeza, de resentimiento, que a un cierto
punto lo envuelve. En efecto, cuando dice: “He entregado sangre inocente”, quiere decir que tenía la verdad en su mano, sólo que
se había dejado envolver por la emotividad política, por el resentimiento personal, por la amargura y al mismo tiempo por la
mezquindad de la propia pasión, todo un conjunto de cosas que obraron en él. Este es, pues Judas.
Cómo se comporta Jesús con Judas. Aquí admiramos en la meditación, en la contemplación, la “vulnerabilidad” de Dios en Jesús,
Jesús se comporta como se hace con un hombre libre, leal, honesto, es decir, amonestando, hablando claro, tratando de mover;
pero en el fondo no impide, se ofrece a Judas, lo deja obrar. Y tenemos que añadir algo más: Jesús facilita la tarea de Judas; nos
encontramos aquí precisamente en el límite de la comprensión de lo que hace Jesús.
Hay dos textos que nos hacen pensar en la Escritura. Uno, más claro, es el de Juan: “Lo que has de hacer, hazlo pronto” que en
cierto modo le permite a Judas realizar lo que quiere. Como si Jesús le dijera, con el lenguaje de la libertad: realiza lo que te
parece justo, ve hasta el fondo de lo que te parece tu visión de Dios y de las cosas, obra con libertad y mira lo que resulta.
Otro pasaje más misterioso de Mateo es el ya citado: la respuesta de Jesús al beso de Judas. Objetivamente Jesús le da facilidad,
porque al ir al Huerto de los Olivos, a un lugar que Judas conocía, se deja poner preso; si Jesús esa noche hubiera huido a Galilea,
las cosas hubieran salido de otra manera. Por tanto, se tiene la impresión de que Jesús se abandone, se entregue y, al beso de
Judas, contesta con una frase misteriosa: “¡Amigo, para esto estás aquí!”. El texto griego dice: “Amigo, he aquí esto por lo que
estás aquí”. No es que anime a Judas, pero se limita a hacerle caer en cuenta: ¡mira quién eres, fíjate en lo que haces! ¡Si quieres,
haz esto, pero fíjate en lo que haces! ¡Si quieres, haz esto, pero fíjate en la imagen que vas a tener por lo que haces!.
Siguiendo la narración, preguntémonos ahora qué resulta del hecho de que Judas se propone ejercer hasta el fondo la propia
libertad, el propio resentimiento, el deseo de hacer algo grande, desilusionado porque Jesús no le ha permitido hacer.
El resultado es la desesperación de Judas que, al ver cómo todo lo que él soñaba de grande se le rompe en la mano y un hombre
inocente es condenado, reconoce que se ha equivocado. Pero tenemos que leer esta narración teniendo presente que se encuentra
en el capítulo 27 de Mateo, es decir, paralelo a la descripción de Jesús, que va a morir hasta por Judas. Aquí vemos también la
relación Dios-hombre: Dios que concede al hombre la libertad contra Dios mismo, en Cristo, y SE ofrece por esta libertad
equivocada. Entonces, Jesús muere también por Judas, y será culpa de Judas si no comprende, como sí comprendió Pedro, quién
es Dios para él.
Concluyamos esta consideración preguntándonos más todavía: ¿quién es Judas? ¿Quién es el traidor? ¿Quién es el hombre
desconcertado, que abusa de su libertad hasta cuando se da cuenta de que todo es equivocado? Soy yo, es cada uno de nosotros.
Soy yo cuando desilusionado, amargado, en vez de reflexionar internamente y sacar fuera los presupuestos equivocados de esta
desilusión, me hago una imagen falsa de Dios y de mí mismo. Por no admitir esto, me apego a algún espejismo exterior de
puntillo, y llego quién sabe dónde.
¿Quién es Jesús ante mí? Es todo hermano mío víctima de mis puntillos, de mis cobardías, del mal uso de mi libertad. He aquí
cómo continúa en nosotros, a nuestro alrededor, junto a nosotros este juego dramático de Jesús y Judas, este malentendido
substancial de un hombre que, no queriendo ver en sí mismo, se lanza contra los otros.
Aquí está la respuesta a la pregunta, que tal vez nos hicimos al final de la meditación sobre la parábola de los viñedos (Mt 21, 33-
45) y del hijo del dueño. Cuando hacemos estas consideraciones, siempre pensamos: el hijo se presentó a estos agricultores
malvados y lo mataron, pero si se presentara a nosotros su Hijo, lo recibiríamos muy bien. Dios ahora ya no nos manda
directamente al Hijo, sino que nos manda a nuestros hermanos, es decir, nos confía los unos a los otros.
Ese Dios que confió su Hijo a la libertad, a la discreción, a la comprensión de los viñadores, confía cada hermano nuestro a
nuestra libertad. Podemos hacer lo que queramos con estos hermanos y hermanas: podemos hacer el peor de los usos de nuestra
libertad. Es tremendo pensar que el uso de la libertad humana respecto de los demás no tiene límites, esto es, Dios nos confía
cada hermano, y a nosotros a los demás.
Aquí se realiza precisamente la escena final del juicio: se han reconocido entre ustedes, ¿qué han hecho de su recíproca libertad,
me han acogido, se han acogido? O se han servido del otro como lo hizo Judas con Jesús, como si fuera un objeto de desquite,
como desahogo de su sed insatisfecha por no haber llegado a ser alguien? ¡Cuántas veces esta sed insatisfecha se refleja sobre el
otro! Evidentemente aquí tenemos que razonar no sólo a nivel familiar, sino también a nivel social y político. Reflexiono sobre
cómo los reparos de los grupos, los puntillos, los personalismos entran en juego en todos los conflictos de la vida política y
social, nacional e internacional, formando fuerzas que lanzan a los unos contra los otros y llevan a algunos a seguir adelante con
su orgullo, tal vez enmascarado por fines humanitarios, pero siempre en perjuicio de los demás. Por tanto, el juicio de Jesús va
para las naciones, los grupos sociales, las clases sociales: ¿cómo han usado su fuerza, su poder, la confianza con la que se les
entregó otras personas y otros grupos? -Los guardias: frustración y deseo de represalia.
La segunda consideración es sobre Jesús y los guardias, o mejor sobre Jesús y el Sanedrín. Esto no está muy claro en Mateo,
pero sí en Lucas (v. Lc 22 63-65): “Entonces el Sumo Sacerdote se rasgó las vestiduras, diciendo: Ha blasfemado… Entonces lo
escupieron en la cara y lo abofetearon…”. Aquí no está claro quién hace la acción. Según el contexto de Mateo parecería que fue
obra del Sanedrín; sin embargo, parece que se refiera a los soldados, a los siervos del Sanedrín que, al ver que este hombre ya no
tiene dignidad, se desahogan contra él. Es difícil entender esto con toda exactitud, es posible que hayan participado también los
miembros del Sanedrín, podemos imaginar la escena de modo confuso.
En todo caso, entremos en la escena y preguntémonos quiénes son estos hombres que abofetean, golpean, escupen y se burlan de
Jesús, diciendo: si eres profeta, adivina, deja ver tus capacidades (aquí es la única vez que en los Evangelios se usa el término:
“Cristo”). Por tanto, aquí la burla que se hace a Jesús va directamente al corazón de su misión y se hace burla del Padre en Jesús,
precisamente en el don más precioso que hace al hombre. Es una escena trivial, muy mezquina.
Quiénes son estos hombres. Son personas muy infelices, gente mal pagada, que lleva una vida pobre y miserable, que tiene que
trasnochar quién sabe por qué, que está a merced de quien la manda, de quien la hace ir de aquí para allí; gente sin dignidad, cuya
familia, si la tiene, está llena de problemas. Gente servil, que odia el trabajo que hace, acostumbrada a ser mal mandada, a ser
tratada mal por quien tiene el poder, y, por tanto, tiene necesidad de desquitarse. Se les presenta la ocasión de tener poder, y lo
ejercen; probablemente han sido muchas veces abofeteados, tratados mal o castigados injustamente, y ahora tienen un hombre
sobre el cual pueden desquitarse, y así hacer ver que son alguien, que también ellos tienen una dignidad, y cuando hay alguien
inferior, aprovechan para demostrar su superioridad.
No son sino la naturaleza humana que está dentro de nosotros, que alterna el servilismo con el desquite contra quien les parece
inferior a ellos. Hay varias formas de represalia: la cultural (quien sabe hablar por quien no sabe), la de educación (quien tiene
modales finos respecto de quien no los tiene), formas que sirven para mantenerse en una cierta superioridad. Estos hombres
desahogan contra Jesús sus frustraciones, las horas de guardia pesadísimas, su vida oscura, sin futuro, siempre con el peligro de
que algo les pueda suceder.
¿Qué hace Jesús? Según el trozo evangélico, no hace nada, no dice nada; siendo el Hijo de Dios entregado a nosotros, Jesús deja
que hagan lo que quieran. Pero Juan nos trasmite una palabra que nos hace ver qué quiere decir Jesús con su actitud. Podemos
pedir en la oración, como San Francisco de Asís, que se nos permita entrar en el corazón del Señor crucificado y humillado.
Señor, ¿qué vivías en ese momento, cuando te sentías abandonado de todos, mientras afuera los apóstoles te negaban, huían y
nadie se presentaba para defenderte? Tú ya no eras para nadie, las personas que podían hacer algo por ti se habían ido. Es un
momento terrible.
No sé si ustedes han leído la biografía del Card. Mindszenty, cuando él habla de un momento semejante: había sido encarcelado
varias veces, pero siempre como cardenal, es decir, con honor, como un hombre temible, y siempre liberado después de algunos
días.
Por tanto, había estado siempre con esa aureola de gloria de quien sí va a la cárcel, pero va sabiendo que muchos hombres
poderosos están con él, que él tiene un nombre que cuenta en el campo internacional. Después él habla de la vez que lo llevaron a
la prisión definitivamente, lo condujeron a los subterráneos, lo despojaron de sus vestidos y comenzaron a golpearlo. Dice que en
ese momento le cayó el mundo encima, el mundo en el que había vivido hasta ahora con peligro, pero también con honor,
sabiendo que era “alguien”. Desde ese momento había comprendido que no era “nada” para nadie. Muy parecido debió de ser el
momento que Jesús vivió.
En el Evangelio de Juan Jesús le dice a quien lo golpea: “Si hablé mal, demuéstramelo; pero si he hablado bien, ¿por qué me
pegas?”. Lo que me parece formidable en esta palabra es nuevamente el llamamiento de Dios a la libertad humana: si he hecho
mal, aquí me tienes en tus manos; si he obrado bien, ¿entonces quién eres tú para pegarme? Mírate a ti mismo, ¿qué te está
sucediendo, por qué obras así? ¿Qué series de frustraciones, de servilismos, de temores, te han llevado a este punto? He aquí a
Jesús, la vulnerabilidad de Dios que se ofrece al hombre, como espejo de su mezquindad, para que el hombre se vea y tenga
horror de sí mismo, y acepte por tanto la salvación que este humillado le ofrece con su silencio.
Es la vulnerabilidad que Dios me ofrece en cada hermano débil, que no sabe reaccionar ni con simplicidad, que no tiene la
presencia de espíritu para contestar a un ataque mío, a una palabra amarga. Dios se ofrece a nosotros en Jesús para curarnos, se
ofrece a nosotros en los hermanos para confundirnos, pero también para liberarnos, para hacernos ver quiénes somos.

PILATO: EL RESPETO HUMANO.


En Mt. 27, 11-16 Jesús es nuevamente llevado a Pilato y el gobernador le pregunta: “¿Eres tú el rey de los judíos? Tú lo dices”,
le contesta Jesús. Siguen después las acusaciones de los Sacerdotes y de los Ancianos, pero Jesús ya no contesta nada. Pilato le
dice: “¿No oyes cuántas cosas dicen contra ti?”. Pero Jesús no le contesta ni una palabra, y el gobernador se sorprende.
Siguen las tentativas ansiosas de Pilato para salir con honor de este problema. Primero trata de liberar a Barrabás: “¿A quién
queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús llamado el Cristo? Sabía bien, en efecto, que se lo habían entregado por envidia”.
Pilato es un hombre intuitivo, un hombre de ley y de gobierno, que comprende inmediatamente qué es lo que está sucediendo. La
situación se agrava en su corazón, cuando la esposa le manda decir: “No resuelvas nada contra ese justo: porque he sufrido
mucho hoy, en sueños, por causa de él”.
Mientras tanto los Sumos Sacerdotes y los Ancianos convencen a la muchedumbre para que pidan a Barrabás, y cuando el
gobernador pregunta: “¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Ellos contestaron: ¡a Barrabás! Les dijo Pilato: ¿Qué haré
entonces con Jesús, el llamado Cristo? Dijeron todos: ¡Sea crucificado! Replicó él: ¿Pues qué mal ha hecho? Ellos gritaron más
fuerte: Sea crucificado. Viendo Pilato que nada conseguía, sino que aumentaba el alboroto, tomó agua y se lavó las manos ante el
pueblo, diciendo: Soy inocente de esta sangre. ¡Vosotros veréis! Y respondió el pueblo: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre
nuestros hijos. Entonces puso en libertad a Barrabás y les entregó a Jesús, después de azotarlo, para que fuera crucificado”.
¿Quién es, pues, Pilato? Es el “burócrata” apegado al puesto; lo más importante para él es no perder su puesto. Pero se encuentra
entre dos fuegos, como sucede a menudo: de arriba órdenes, maniobras, tempestades, cosas por hacer; de abajo inquietudes,
descontentos. Por tanto, el esfuerzo amargo, cotidiano, de mantener un cierto equilibrio entre los dos fuegos, tratar de no
perjudicar su carrera y de no disgustar a nadie; de no disgustar su conciencia, pero tampoco al emperador, ni a la gente, porque
en el fondo el emperador está lejos, pero él tiene que vivir con la gente.
He aquí el drama de este pobre hombre que hasta tiene una cierta cultura, un sentido de la dignidad, de honestidad fundamental,
aunque tenga sus grandes defectos. Aquí aparece también como un hombre que sigue una línea, pero quiere salvarlo todo: el
puesto, el favor del emperador, las buenas relaciones con las autoridades judías y el aprecio del pueblo. Por tanto, le viene la idea
de Barrabás, cree que va a salir con las suyas y quedar bien con todos. El pueblo queda contento porque ha liberado un
prisionero; queda contento el emperador porque no le llegan quejas; queda contenta la conciencia porque ese hombre merecía la
muerte. Pero no le resulta bien el asunto y entonces se vuelve hasta ingenuo, porque se presenta ante una muchedumbre
enfurecida, creyendo poder convencerla.
Esto demuestra hasta qué punto ha llegado su desconcierto y también su sabiduría política, porque se ve que ya no se da cuenta
de las reacciones normales de la gente. Se ve que trata de salir de la situación desesperadamente, como un león enjaulado: busca
una salida que no vaya contra su conciencia, que lo salve a él y al mismo tiempo al hombre que no ha hecho nada de malo. La
vida probablemente no lo había preparado para esta situación, que de trivial se convierte de repente en fastidiosa y humillante.
Busca todos los caminos de salida, menos el verdadero, es decir, el uso de su libertad, de su dignidad.
¿Qué hace Jesús? Dice lo único que puede decir en ese momento: “Tú lo dices”. Aquí me parece también, como en el caso de
Judas y de los guardias, hay un llamamiento a la dignidad de la persona: tú ves, tú sabes; si soy culpable, estoy listo a ser
condenado, si no lo soy, interroga tu conciencia, si eres un hombre libre, muéstrate como tal, haz que tu dignidad triunfe.
Aquí sin duda yo entro en una consideración de imaginación, pero que me parece aceptable. A este punto, me gusta imaginar que
Pilato haya tenido un instante de incertidumbre y se haya preguntado: ¿soy un funcionario o soy un hombre? Si soy un hombre,
tengo mi libertad y este hombre que tengo delante me interesa; tal vez tenga algo que decirme, tal vez puede explicarme por qué
me siento tan inquieto, qué es lo que me sucede; si nos sentamos juntos me dirá alguna palabra de las suyas. Así Pilato habría
abandonado su vestidura de funcionario y se habría colocado a nivel de hombre.
¿Qué le habría dicho Jesús? Más o menos lo que ya estaba explícito en su “Tú lo dices”. Como funcionario puedes condenarme,
tienes el poder y si me encuentras culpable, estás en libertad de hacerlo. Pero si no soy culpable, lo puedes hacer igualmente,
estoy en tus manos. Pero pregúntate por qué tienes esta inquietud, por qué en el fondo no eres capaz de avanzar, por qué tienes
miedo, qué es lo que quieres.
Creo que entonces Pilato, por primera vez en su vida, se habría sentido en un coloquio de hombre a hombre, con uno que no lo
adulaba, pero tampoco lo rechazaba, sino que hablaba con él libremente. Y me imagino que, si Pilato hubiera hecho este gesto, en
este coloquio se habría sentido libre del respeto humano respecto del emperador y del Sanedrín, capaz de afrontar el peligro del
tumulto de la muchedumbre.
A esto se llega en un coloquio de tú a tú con Jesús: hace al hombre auténtico, libre de todos los temores absurdos, que
improvisamente lo hacen sentir ridículo. Jesús muere para revelar aun a Pilato cuál es el camino de salida. Este es el coloquio
liberador que Jesús quiere tener con cada uno de nosotros; la única solución para Pilato era la de ponerse al nivel del hermano y
hablarle, porque la persona era más importante que las leyes, la carrera, la burocracia.
Jesús nos enseña que siempre, en cualquier situación, hay la posibilidad de una relación auténtica con él, que nos lleva a nuestra
autenticidad. Nos enseña que siempre hay la posibilidad de un momento de pausa, aun en las situaciones más complicadas, más
absurdas, más ridículas, para descubrir el significado más profundo, para encontrar la verdadera relación con las personas, para
dar importancia al hombre y no a las cosas ni a las estructuras.
Nos encontramos ante Jesús que, como hombre, nos revela la vulnerabilidad de Dios, que se deja tratar como queramos, que
quiere que cada uno de nosotros lo reconozcamos en su vulnerabilidad. Somos este Pilato que tiene una cara, una honorabilidad,
una etiqueta que quiere salvar a toda costa delante de los demás.
Preguntémonos qué hay en nosotros de Pilato, qué es lo que nos impide ser libres. Cuáles son nuestros temores, nuestras
etiquetas, las vestiduras y las máscaras que llevamos en público, por las que no somos capaces de arriesgarnos. Ante el caso
concreto aparece todo lo que es absurdo en nosotros, la capacidad de descuidar y pisotear al otro para salvar la apariencia, para
conservar la fama o el puesto importante o el aprecio de la gente por nuestra honorabilidad.
Habla conmigo, nos dice el Señor, hazte liberar, debes saber que en cualquier momento se te puede presentar el caso de aplastar
al otro por defender un mundo que te construiste, te puede suceder encontrarte en una situación irreparable, sin caminos de
salida.
Con su confiarse en nosotros, con su vulnerabilidad, Dios nos revela esto: Yo quiero iluminarlos sobre lo que ustedes son y sobre
lo que pueden llegar a ser, si me reconocen.

PRESENCIA DE JESÚS
He tratado simplemente de reunir, para proponerlas a su reflexión, siete situaciones, o mejor siete dichos de Jesús, sacados del
Evangelio de Mateo, en donde aparece de un modo o de otro el concepto de que Jesús está con nosotros, entre nosotros, para
nosotros.
Los leo no como se encuentran en Mateo, sino según un orden que me parece progresivo, yendo de lo interno hacia lo externo.

“…EL ESPÍRITU DE VUESTRO PADRE ES EL QUE HABLA EN VOSOTROS. ”.


En este sentido el primer texto es el de Mt. 10 11-20: “Cuando os entreguen, no os angustiéis sobre cómo habéis de hablar o qué
habéis de decir, porque se os dará en aquel momento lo que debéis decir. Pues no sois vosotros los que habláis, es el Espíritu de
vuestro Padre el que habla en vosotros”. Como ven, aquí no son las idénticas palabras Mt. 28, 40, porque dice: “el Espíritu del
Padre”, pero es claro por todo el Evangelio que se trata de una presencia enviada por Jesús, en la cual Jesús mismo, la fuerza de
Dios que él nos ha dado, se hace presente a los suyos. Tratemos de comprender el sentido de este versículo: “El Espíritu de
vuestro Padre habla en vosotros”. Ustedes no son los que hablan, sino que es el Espíritu del Padre el que habla en ustedes.
Estamos en el cap. 10 en el “discurso de la misión”, por tanto en una situación muy semejante a la del cap. 28, cuando Jesús
manda en misión: “Id a todas las gentes…”; en efecto, están introducidas en el versículo 16 con las palabras “He aquí que yo os
envío como ovejas en medio de lobos…”; por tanto, recuerda muy de cerca” …id a los paganos, yo os envío…”.
Estamos en situación de misión, inmediatamente descrita por Jesús como situación de peligro y de oposición. Por tanto, no de
éxito; no van a cosechar las mies, no se los espera con gusto, van a un mundo hostil, en una situación de gente que, o no los desea
o, si los desea, es sólo para aniquilarlos; gente que, como lo dicen los versículos siguientes, los echa a la cárcel, los hace flagelar,
los lleva ante los tribunales; gente que, a la luz de la meditación sobre la Resurrección, se defiende de la novedad del Evangelio,
trata de rechazarla porque le tiene miedo. Esta situación viene descrita como propia de Pablo (2Tm 04, 16 y siguientes), cuando
dice amargamente: “En mi primera defensa nadie me asistió, sino que todos me abandonaron. ¡Qué no les sea tenido en cuenta!
Pero el Señor me asistió y me fortaleció”.
La misma situación el Señor prevé para los suyos, pero con algo más: no sólo dice, como Pablo, el Señor les estará cerca (aquí el
término usado es muy jurídico, forense: fue mi “defensor”. Me parece que es un término de confrontación para comprender el
sentido de la palabra “Paráclito”, es decir, el que está con ustedes cuando encuentren oposición, cuando estén solos,
desorientados, sin palabras), sino que esta promesa dice algo más: habla en ustedes. Por tanto, Jesús afirma con amplitud: “No os
angustiéis”, es la misma palabra que usa en la exhortaciones del cristiano a la fe: “No os preocupéis del mañana, qué beberéis, con
qué os vestiréis… Vuestro Padre sabe todas estas cosas”. Aquí dice: No se preocupen de cómo van a hablar, qué van a decir, si
tienen que usar un lenguaje agresivo o remisivo, si tienen que demostrarse moderados o si tienen que proclamar el mensaje sin
defenderse: Dios les dirá cómo y también qué decir.
Tenemos también una ilustración de todo esto en los Hechos de los
Apóstoles (cap. 22, 24; 26), en donde Pablo en sus tres apologías se defiende de manera muy diversa: a veces acusando, a veces
aceptando, a veces con dulzura hacia quien le habla, otras con dureza: es el Espíritu que suscita la variedad de los modos de
defenderse, no hay necesidad de preocuparse de esto con anterioridad. Esta exhortación está, pues, unida a todo el Evangelio; si
Dios nos ha tomado de la mano, si ha venido a nuestro encuentro, mucho más estará presente en esta situación dramática en la
que un pobre hebreo iletrado, ante un tribunal, tal vez entre gente de idioma distinto, no sabe qué hacer, se siente rodeado por
todos. Todas las veces que nos encontramos ante el tribunal del mundo, que nos juzga, que nos critica y trata de hacernos caer
en contradicción, podemos refugiarnos en las palabras de Jesús: “El Espíritu estará con vosotros”. Cuando nos encontramos en el
límite del miedo, de la tristeza, de la desolación, solos en la fe, incapaces de defenderla, en situaciones en las que la fe parece
comprometida y nosotros con ella, en esos casos sentiremos la potencia de Dios.
Fue lo que Pablo afirmó muchas veces diciendo: “He sentido en mí la muerte que me rondaba, dentro y fuera, y esto sucedió para
que la potencia de Dios triunfe”. Recuerden, por ejemplo, al comienzo de la segunda carta a los Corintios, cuando él se refiere a
las pruebas que ha tenido que soportar por la fe, todos los ostracismos y los peligros, las situaciones de soledad que acompañaron
esta prueba: “No queremos hermanos, que ignoréis la tribulación que nos sobrevino en Asia. Nos abatió hasta el extremo sobre
nuestras fuerzas, que desesperamos de nuestra vida. Hasta tuvimos como cierta la sentencia de muerte, para que no confiemos en
nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos”. Esta es la situación del Apóstol a quien el Señor deja aparentemente
abandonado a las olas de la oposición, pero en la cual Dios está presente.

“…DONDE DOS O TRES ESTÉN REUNIDOS EN MI NOMBRE, ALLÍ ESTARÉ EN MEDIO DE ELLOS”. MT. 18 10-20
Otra situación en la que encontramos a Jesús, según Mateo (cap. 18, 20), es la del discurso eclesial, en donde se habla de la vida
de la Iglesia dentro de la comunidad: “En donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos”. Noten:
no ya “en ellos”, sino “en medio de ellos”. El versículo anterior (Mt. 18, 19) nos da un ejemplo concreto de este estar juntos: “En
verdad os digo que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo sobre la tierra, cualquier cosa que pidan les será otorgada por mi
Padre que está en los cielos”. Según este ejemplo, es claro que Jesús no habla de una reunión cualquiera, de un estar juntos sólo
materialmente, de cualquier modo, sino de un estar reunidos en la fe.
Este estar juntos, concretamente, se nos describe con algunas características que es interesante notar. Al leer el versículo 19, me
pregunto por qué se hace hincapié en : “sobre la tierra”, tal vez porque es muy raro que en la tierra dos se pongan de acuerdo,
probablemente esto sucede sólo en el cielo. “Cuando dos se pongan de acuerdo”: el texto griego es muy bello, dice exactamente
“cuando cantan con la misma voz”, es, pues, el acorde sinfónico del canto en común, la melodía de las personas que saben cantar
juntas, por tanto, cuando hay esta consonancia.
“Cualquier cosa”: aquí impacta también la expresión; no importa lo que se pida, lo que importa más, lo que vale más es la
consonancia. Se trata, pues, claramente de una situación de fe: gente que se reúne con confianza en el Padre; con consonancia;
gente que busca algo en conjunto; con oración: gente que pide. Por consiguiente, la oración comunitaria en la fe es el lugar por
excelencia de la presencia de Jesús; siempre Jesús está presente en donde se hace comunidad, pero esto se logra cuando hay
consonancia de oración en la fe. Debemos agradecer al Señor porque nos ha permitido en estos días sentir frecuentemente esa
presencia suya.
Como decía respecto de la oración comunitaria como oración característica del cristiano “en el Espíritu”, todos nos damos cuenta
cuando hay una cierta “cualidad” en la oración de la comunidad, es decir, cuando a un cierto momento cada uno de nosotros se
olvida de sí mismo; he aquí el acorde de todos para pedir la misma cosa, cuando todos piensan en el Reino, entonces el Reino
viene, el Reino ya se hace.
Hemos descrito aquí una comunidad: gente que reunida busca el Reino, y en la oración y en la fe se pone de acuerdo para
buscarlo; y el Reino viene, porque Jesús está ahí; se anticipa la Parusía; el Señor ya ha resucitado en medio de ellos. Notemos la
fórmula apremiante: “Yo estoy ahí” que recuerda la fórmula de Yavé: “Soy yo”. Esta segunda situación de una presencia del
Señor, como ya les decía, podemos experimentarla sobre todo cuando la oración nos une verdaderamente, y entonces hay “un no
sé qué”, por lo cual cada uno dice: ¡cómo se estaba de bien todos juntos, cómo se rezaba de bien! Ha sucedido algo nuevo, que no
es la suma de cada una de las buenas voluntades, sino que es el Espíritu el que nos ha transformado.

“QUIEN OS RECIBE A VOSOTROS, ME RECIBE A MÍ”.


La tercera situación, la de la acogida, se encuentra en Mt. 10 40-42. Nos encontramos en el final del “discurso de misión”, y Jesús
presenta no la comunidad que acoge a alguien, sino a alguien que es recibido en el pueblo misionero: “El que os recibe, a mí me
recibe; y quien me recibe, recibe a quien me ha enviado. El que recibe a un profeta como profeta, recibirá premio de profeta; y el
que recibe a un justo como justo, recibirá el premio de justo; el que diere de beber a uno de estos pequeñuelos tan solo un baso de
agua fresca, porque es mi discípulo, os digo que no perderá su recompensa”. Aquí tenemos una situación de misión, en la que la
persona no es rechazada, sino acogida; si se la rechaza, el Espíritu está en ella para hablar con valentía. Si se la recibe, entonces
ella misma es el Señor para los demás a quienes les lleva la bendición. Por tanto, Jesús está en nosotros cada vez que vamos hacia
un hermano, con una palabra evangélica en el corazón, y quien nos recibe, recibe al Señor. Es un modo especialísimo del Señor
de estar con sus misioneros. El vocablo “misioneros” se puede entender ampliamente: todos los suyos que van hacia otro
llevándole su palabra.
Noten el crescendo, al menos así me parece poder leer en los versículos 41 y 42. El versículo 41 me parece una palabra genérica,
que después se especifica en el siguiente: “El que recibe a un profeta como profeta, recibirá premio de profeta”. Este podría
también ser un proverbio general sacado del Antiguo Testamento; por ejemplo, la viuda de Sarepta que recibió al profeta Elías, y
a la que recibió a Eliseo tuvieron la recompensa de quien recibe a un profeta. Por consiguiente, quien acoge las palabras de Jesús,
el que viene a él por medio de un hermano, también él participa de esa bendición que acompaña a quien lleva la palabra del
Señor. ”El que recibe a un justo como justo, recibirá premio de justo”, pero continúa: “el que diere de beber (aquí vuelve aquélla
fórmula: aun a uno solo) a uno de estos pequeñuelos, tan solo un vaso de agua fresca, porque es mi discípulo… no perderá su
recompensa”. Me parece que se va en un crescendo: primero un profeta, después un justo, finalmente un sencillo, que no tiene
mucho qué decir, pero viene con alguna palabra del Señor, aunque no la sepa decir muy bien.
Aun el más pequeño de los que llevan la palabra del Señor al hermano, por tanto también cada uno de nosotros que lleva la
palabra de modo muy embrional, poco elaborada, pero con un mínimo de buena voluntad, es Jesús para el hermano y es la
presencia de Jesús en él: todo lo que hace en su acogida participa de la bendición del Señor. Por tanto, Jesús está con nosotros
que nos esforzamos de hacer algo, de llevar a alguno a los Ejercicios, de decir una palabra buena.
En (Mt. 18,05) el cap. 18, 5 notamos la misma palabra, pero vista dentro de la comunidad, en donde ya no es el discípulo el que
va y es recibido, sino que es la comunidad lugar de acogida: “El que recibe a uno solo de estos pequeñuelos en mi nombre, a mí
me recibe”. Creo que aquí se hace referencia precisamente a la comunidad, porque estamos en el capítulo 18, en donde el tema es
precisamente la comunidad.
Cuando la comunidad es capaz de acogida, es decir, no sólo recibe a quien viene de afuera, sino que le da el justo valor a cada uno
de sus
miembros, trata de no defraudar a nadie, de poner a cada uno en su puesto, de atraer a los que forzosamente han quedado
marginados, esta comunidad, dice el Señor, me acoge a mí, si lo hace no sólo para demostrarse capaz y dinámica, sino en mi
nombre, en nombre del amor que yo quiero infundir en ella.
Estas palabras tienen su contrario: “Ay de quien escandaliza a uno solo de estos pequeñuelos que creen en mí”, en donde
escandalizar creo que tiene el mismo significado que se le atribuye en el Nuevo Testamento, que aquí aparece en contraste con
las palabras “que creen en mí”; es decir, ay de quien hace difícil creer en mí. Ellos creen en mí, pero por el modo como son
aceptados en la comunidad, por el modo como se manifiestan la Iglesia y sus ministros, el creer que puede llegar a ser muy difícil
para ellos, pueden tropezar, perder la fe.
De nuevo, sin quererlo, volvemos a la primera semana de los Ejercicios: de este modo estamos llamados a formar comunidad,
pero es fácil que la comunidad sea un obstáculo para la fe de alguien, porque es difícil que una comunidad sea siempre tan
acogedora, tan amplia, que no impida el acercamiento al Señor. Solamente el Señor puede permitirnos vivir una semejante vida
comunitaria, nosotros no somos capaces, tenemos que reconocerlo. El Concilio Vaticano II lo hizo aun como Iglesia oficial,
confesando en la Gaudium et Spes: “Si muchos no creen en Dios es culpa nuestra”.
Ciertamente esta palabra de Jesús, terrible, nos lleva a esta confesión humillante: “Sería mejor para él que le colgaran una rueda
de molino al cuello y lo echaran a los abismos del mar. Es inevitable que haya escándalos, pero ay del hombre por cuya culpa
viene el escándalo”. No existen comunidades perfectas, nunca existirán; pero Jesús nos dice dónde quiere estar presente, nos
ayuda a reconocer nuestra debilidad y a admitir que sin él no podemos abrirle las puertas en nuestro vivir juntos.

“… CUANDO HICISTEIS ESTAS COSAS… A MÍ LAS HICISTEIS”.


Como quinta situación, cito el pasaje de Mt. 25 40 en donde la identificación aparece muchas veces: “Cuándo te vimos desnudo,
enfermo, en la cárcel… en verdad os digo que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis”. He aquí otro modo de presencia de Jesús a nuestro alrededor, en todo el mundo, en todo nuestro prójimo. Según la
parábola de Lucas, en todo el que encuentre y que esté en dificultad, en él está Jesús presente; o mejor, haciendo algo por él, lo
has hecho a Jesús.
Aquí la visión se amplía de la comunidad hacia cualquier forma de promoción. Se señalan los ejemplos más evidentes y fáciles,
como en la parábola del Samaritano, en donde es evidente la necesidad del herido; aquí se habla del hambriento, desnudos… de
los necesitados más elementales, pero claro está que se entienden todos los otros casos en donde hay una necesidad.

“… NO HASTA SIETE, SINO HASTA SETENTA VECES SIETE”.


He dejado de última la situación más difícil, aquella en la que no se nos exige solamente tener valentía, no omitir algo, hacer
algo, sino soportar algo. En el mismo discurso comunitario se ve evidente la dificultad para vivir juntos, para no hacer el mal,
para no ser obstáculo para nadie, y al mismo tiempo se crean continuamente adversidades, porque cada uno se siente engañado
por los demás. Por eso Jesús, al final de este discurso, después de todos los avisos que dio para vivir en comunidad, dice a Pedro,
que le pregunta cuántas veces tiene que perdonar al hermano que peca contra él: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta
veces siete”. Es interesante ver cómo este es prácticamente el último precepto comunitario, porque en el fondo la comunidad es
una comunidad de perdón, de mutua reconciliación, de mutua soportación amorosa, paciente. San Pablo dirá: “Llevad los unos las
cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo”. Para él este es también un precepto conclusivo: sopórtense mutuamente y
serán capaces de todo el resto.
A esto se une una parábola ( Mt. 18 23-35), muy conocida y que apenas les quiero recordar: el rey que pide cuentas a sus siervos.
(…)Aquí el rey se identifica con el siervo más débil y le dice al otro: al no perdonarlo a él, cometiste una falta contra mí. No hay
una verdadera identificación como en las otras situaciones, pero también aquí vemos que el rey se pone en el lugar del deudor, de
tal manera que el acreedor, tratando con él, en cierto sentido es como si tratara con el rey. Es muy importante esta afirmación
inserta en el discurso de la comunidad, porque demuestra cómo Jesús nos ha perdonado una deuda irreparable, es decir, la
incapacidad de amar, y exige que nosotros hagamos lo mismo los unos con los otros. Este es también un modo de presencia de
Jesús, porque nosotros continuamos su acción perdonante. Esta palabra de Jesús es la ley fundamental del vivir en la Iglesia:
sabernos perdonar sin límites, porque sin límites el Señor nos perdona. Sin esta voluntad de perdón no hay comunidad.

“… YO ESTOY CONTIGO”.
Volvamos a la última palabra de Mt. 28 20 : “Yo estaré con vosotros, paralela al Emmanuel de Mt. 01 23: “Dios con vosotros”.
”Estaré con vosotros” con la fórmula de alianza y de promesa que Yavé hizo con su pueblo en el Antiguo Testamento y en la que
podemos ver alguna explicación muy hermosa, por ejemplo en Isaías; son los pasajes que más inspiraron al Nuevo Testamento, y
nos damos cuenta cómo frecuentemente resuena la fórmula “Contigo”. Is 43 01ss: Dios forma la comunidad de los que ama, que
no puede abandonar, de los que no puede olvidarse, porque a cada uno le ha dado el nombre bautismal de salvación, a los cuales
les está siempre cerca para que se reúnan en la comunidad de los salvados. Jesús en medio de nosotros es la presencia de Dios
que nos reúne, que hace de nosotros un pueblo, que, por medio de la acción de los que suscitan discípulos, reúne al pueblo de
Dios desde los extremos de la tierra, desde todas las naciones, desde todas las situaciones humanas, hacia una ciudad en donde
reine la justicia, la verdad de las relaciones humanas, de la amistad vivida, la capacidad de conocerse, de amarse. Este Reino tiene
en el centro a Jesús Señor, a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra y que es el único que puede hacer todas esas
cosas.
Pidámosle al Señor que quite de nuestro corazón el temor, incluso por el porvenir, porque él está con nosotros. Muchas veces se
regresa de los Ejercicios a casa con un poco de angustia y de ansiedad. Este temor no tiene nada de malo, porque en el fondo
somos vasos de barro y el Señor no nos quita esta fragilidad; pero nos repite la palabra: “No temas, yo estoy contigo”. Dejemos
que nos repita estas palabras y oremos: Te damos gracias, Señor, porque estás con nosotros y estarás con nosotros. Estás con
nosotros hoy, aquí reunidos en esta tranquilidad, en este lugar en donde estamos protegidos de los vientos y de las tempestades,
de todo lo externo que nos puede perturbar.
Te damos gracias porque estás con nosotros en nuestra oración y en nuestro canto, has estado con nosotros en nuestro esfuerzo
por sostenernos mutuamente, aunque solamente con el silencio, con el servicio discreto, con la atención de los unos para con los
otros. Te damos gracias, Señor, porque estarás con nosotros mañana y pasado mañana, y siempre: no habrá día en que no estés
con nosotros. Concédenos, Señor, aceptar de ti esta certidumbre de que aunque no destruya totalmente nuestros temores, nos
cambia internamente el corazón.
Te damos gracias, Señor, Dios Padre, que por medio de la Muerte y Resurrección de Jesús nos das el Espíritu Santo que pone en
nuestro corazón este certidumbre, destinada a permanecer por los siglos de los siglos. Amén.

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