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FEDERICO GUZMÁN RUBIO
nombres que gozaron y siguen gozando –unos más que otros, naturalmente–
de enorme popularidad, al menos fuera de la propia Argentina, donde los
relevos generacionales, motivados por esa pasión crítica frente a la propia
tradición, se suceden con mayor rapidez, y a veces injusticia, que en otras
partes.
Borges, Cortázar, Sabato, Puig, Mujica Lainez, Soriano, Bioy; todos
ellos muertos, muchos cuestionados, casi ninguno con herederos claros, pro-
yectan una sombra tan fuerte que más se escribe contra ellos que como ellos.
Pocas cosas aterrorizan más a un escritor argentino joven que compartir el
barroco de Mujica Lainez o la solemnidad y gravedad de Sabato, dos autores
cuyos nombres son negados y cada vez ocupan un espacio más minúsculo, en
el mejor de los casos, en las nuevas historias de la literatura. Eso no quita,
claro, que el rastro esté ahí; por ejemplo, un autor tan peculiar como Rodrigo
Fresán, cuyo barroco pop y su conocida anglofilia parecerían alejarlo de la
órbita argentina, puede leerse como una mezcla imposible entre las tramas
cerebrales y alucinadas de Bioy, el cruce entre lo cotidiano y lo mediático de
Puig, y el ansia enciclopédica, reciclada, de Mujica Lainez.
Con la excepción de Borges, cuya figura cada vez ocupa un centro me-
nos disputado en el canon argentino, son otros los nombres cuya influencia
se palpa en lo que se escribe hoy y que, a grandes rasgos, marcan las líneas
determinantes: bien podría afirmarse que Piglia, Saer, Di Benedetto, Fogwill
y Aira son los últimos escritores que aspiran a cierta perdurabilidad, y su
reinado es aún muy reciente, y quizás modesto en comparación con el de
sus predecesores, como para ya ser destronados en las crueles y constantes
guerras literarias argentinas. Piglia, en cuyas obras, bien conocidas en Mé-
xico, se mezcla con singular acierto la pasión narrativa con la disquisición
literaria, sería el ejemplo paradigmático del afán argentino por construir una
tradición personal; de ahí su obsesión por reinstalar en una posición privile-
giada a Roberto Arlt y a Macedonio Fernández, dos escritores que no acaban
de estar presentes ni de desaparecer. Saer y Di Benedetto representarían otra
literatura argentina, surgida del interior, a veces más cercana a París que a
Buenos Aires. A través de una incisiva lectura del nouveau roman y de un
existencialismo algo tardío crearon, el primero, un territorio mítico ubicado
en el “río sin orillas”, el Paraná, y el segundo, mediante una sintaxis siempre
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cluso sentimental y épica, el recorrido que completa una hojita desde que
se desprende de un árbol a la altura de un quinto piso hasta que cae en el
pavimento, con lo que de pasada comprueba que cualquier asunto es sus-
ceptible de ser contado en el tono que sea. Otro nombre que ha sobresaltado
el panorama literario argentino –lo que no es decir poco, pues a estas alturas
ya debería estar curado de espantos– es el de Pablo Katchadjian, quien en
El Martín Fierro ordenado alfabéticamente reelabora con un simple teclazo
el clásico argentino, y en El Aleph engordado reescribe, o sobreescribe, el
célebre cuento de Borges, lo que predeciblemente le hizo ganarse una de-
manda penal de María Kodama. Daniel Guebel y Sergio Chejfec son otros
dos escritores raros y por momentos geniales; el primero, creador de novelas
delirantes y humorísticas y, el segundo, un auténtico transgresor de los géne-
ros, pues sus libros lo mismo pueden leerse como novelas que como relatos
de viajes, ensayos y casi ejercicios de escritura automática, sin embargo
obsesivamente lógica, que tienen en común un estilo frío y a la vez cercano.
Una buena forma de acercarse a Chejfec es a través de su reciente colección
de cuentos: Modo linterna.
Hablar de Argentina, contra la costumbre, es hablar también del inte-
rior, y en los últimos años la literatura de algunas provincias ha conocido un
auge tan importante como la del sordo centro. La ciudad de Córdoba contaba
ya con figuras importantes en su propia historia literaria, de Leopoldo Lu-
gones a Juan Filloy, y en los últimos años lo ha renovado, sobre todo en el
terreno del cuento; Federico Falco y Luciano Lamberti, combinando con sa-
biduría el minimalismo norteamericano con el fantástico porteño, han creado
una cuentística extraña y fascinante, en que la realidad se revela demasiado
extraña como para ser simple realidad y la fantasía se parece demasiado al
mundo de todos los días como para ser calificada de tal. A estos dos nombres
habría que agregar el de Carlos Busqued, autor de una novela de extraña
belleza, Bajo un sol tremendo, en la que un joven abúlico se mueve en un
ambiente literal y figuradamente pútrido entre Córdoba y El Chaco.
Esta segunda provincia conforma, junto con Misiones y Entre Ríos, una
región tropical, con una cultura propia, fuertemente influida por el cercano
Brasil, que también ha sabido ocupar un espacio en la renovación literaria,
sobre todo con el nombre de Selva Almada, quien en El viento que arrasa
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