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Voces del sur: narrativa argentina del siglo XXI

F EDERICO G UZMÁN R UBIO

Como en cualquier país, en Argentina conviven varias literaturas, muchas


veces antagónicas, incluso excluyentes entre sí. A éstas no les queda más re-
medio que convivir por dictados ajenos y cercanos a la escritura, que van del
trazado tantas veces arbitrario y decimonónico de las fronteras a la lectura
compartida de una tradición letrada, expresada en una variedad lingüística
nacional que alguna vez fue negada y censurada: no fue sino hasta bien entra-
do el siglo XX cuando los escritores argentinos abandonaron el tú por el vos.
En pocas literaturas de la lengua se dialoga tanto con la propia tradi-
ción como en la argentina, y en pocas también las diferentes corrientes se
muestran de manera tan evidente que pareciera que, antes de tomar la plu-
ma, el escritor se ve obligado a decidir quiénes son sus predecesores y con
quién no quiere tener nada que ver. Aquí subyace, por supuesto, la libertad
impuesta en uno de los ensayos fundacionales de las letras rioplatenses, “El
escritor argentino y la tradición”, en que Borges –en la estela de Alfonso
Reyes– decretó que, para el argentino, cosmopolita por elección y orfandad,
todo valía y cualquier manifestación artística del mundo podía ser propia,
siempre y cuando lo hiciera, por supuesto, hablándole de vos.
Resulta complicado clasificar un panorama tan variado y tan vital como
el argentino, y quizás esta dificultad explique en parte el porqué, siendo pro-
bablemente la literatura más prestigiosa de la lengua, su contemporaneidad
ya no tan estricta –llevamos quince años de siglo nuevo– permanece, a pesar
de la publicación constante de libros de primera calidad, hasta cierto punto
desconocida. Pareciera que la literatura argentina se detuvo en esos grandes

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nombres que gozaron y siguen gozando –unos más que otros, naturalmente–
de enorme popularidad, al menos fuera de la propia Argentina, donde los
relevos generacionales, motivados por esa pasión crítica frente a la propia
tradición, se suceden con mayor rapidez, y a veces injusticia, que en otras
partes.
Borges, Cortázar, Sabato, Puig, Mujica Lainez, Soriano, Bioy; todos
ellos muertos, muchos cuestionados, casi ninguno con herederos claros, pro-
yectan una sombra tan fuerte que más se escribe contra ellos que como ellos.
Pocas cosas aterrorizan más a un escritor argentino joven que compartir el
barroco de Mujica Lainez o la solemnidad y gravedad de Sabato, dos autores
cuyos nombres son negados y cada vez ocupan un espacio más minúsculo, en
el mejor de los casos, en las nuevas historias de la literatura. Eso no quita,
claro, que el rastro esté ahí; por ejemplo, un autor tan peculiar como Rodrigo
Fresán, cuyo barroco pop y su conocida anglofilia parecerían alejarlo de la
órbita argentina, puede leerse como una mezcla imposible entre las tramas
cerebrales y alucinadas de Bioy, el cruce entre lo cotidiano y lo mediático de
Puig, y el ansia enciclopédica, reciclada, de Mujica Lainez.
Con la excepción de Borges, cuya figura cada vez ocupa un centro me-
nos disputado en el canon argentino, son otros los nombres cuya influencia
se palpa en lo que se escribe hoy y que, a grandes rasgos, marcan las líneas
determinantes: bien podría afirmarse que Piglia, Saer, Di Benedetto, Fogwill
y Aira son los últimos escritores que aspiran a cierta perdurabilidad, y su
reinado es aún muy reciente, y quizás modesto en comparación con el de
sus predecesores, como para ya ser destronados en las crueles y constantes
guerras literarias argentinas. Piglia, en cuyas obras, bien conocidas en Mé-
xico, se mezcla con singular acierto la pasión narrativa con la disquisición
literaria, sería el ejemplo paradigmático del afán argentino por construir una
tradición personal; de ahí su obsesión por reinstalar en una posición privile-
giada a Roberto Arlt y a Macedonio Fernández, dos escritores que no acaban
de estar presentes ni de desaparecer. Saer y Di Benedetto representarían otra
literatura argentina, surgida del interior, a veces más cercana a París que a
Buenos Aires. A través de una incisiva lectura del nouveau roman y de un
existencialismo algo tardío crearon, el primero, un territorio mítico ubicado
en el “río sin orillas”, el Paraná, y el segundo, mediante una sintaxis siempre
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desconcertante y un léxico sin miedo


al regionalismo, una obra tendiente al
silencio, en la que los personajes, ya sea
en el Paraguay colonial o en los desier-
tos del norte, se internan en sí mismos
hasta la estaticidad más desesperante.
Si la obra de Saer y Di Benedetto
es atemporal y privilegia la experimen-
tación lingüística y la hondura filosó-
fica sobre la actualidad en cualquiera
de sus facetas, la de Fogwill, sin descui-
RODOLFO FOGWILL
dar estos aspectos, está rabiosamente
impregnada de contemporaneidad. Inseparable de su figura pública, polé-
mica e incómoda, Fogwill escribió la que hasta ahora se considera la novela
paradigmática sobre la catastrófica guerra de Malvinas: Los pichiciegos. En
ella se cuentan las vivencias de un grupo de soldados argentinos (aunque
llamarles soldados a los adolescentes reclutados por la dictadura militar raya
en el colaboracionismo) que desertan y se esconden en un refugio subterrá-
neo a esperar que la guerra pase, que la muerte no llegue, que el horror no
se haga presente, lo que en la Argentina de 1982 era bastante probable que
sucediera. A propósito de Malvinas, también resultan esenciales Las islas,
de Carlos Gamerro, novela ubicada en un Buenos Aires en apariencia lejano
temporal, y espacialmente de las dichosas islas, pero en el que las secuelas
de la guerra absurda están presentes, así como Trasfondo, de Patricia Ratto,
que narra las peripecias del único submarino de guerra argentino, el San
Luis, que es lanzado a combatir a pesar de sus graves desperfectos técnicos
(ni siquiera los torpedos funcionan), y que se convierte en una triste metáfora
de la sociedad argentina.
Es esta sociedad la radiografiada en la otra gran novela de Fogwill, Vivir
afuera, que muestra de forma convulsa la crisis subyacente en un país que se
soñó feliz y rico durante el finalmente explosivo menemismo. Y si de crisis
hablamos, una de las pocas aristas positivas que presentan las consuetudi-
narias debacles económicas argentinas son su genial reflejo en la literatura,
a diferencia de España, en donde su célebre cataclismo financiero produjo
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una serie de novelas de estéril costumbrismo, o de México, donde a juzgar


por el número de novelas que hablan sobre la precariedad, en los últimos
treinta años se ha vivido en una cómoda bonanza económica.
A la crisis de 2001 también se debe, paradójicamente, el surgimiento de
un gran número de sellos nacionales que aprovecharon el relativo abandono
de las multinacionales españolas. A estos pequeños sellos, agrupados bajo
el elusivo término de “independientes”, se debe en buena medida la renova-
ción de la literatura argentina, pues, a diferencia de lo que suele ocurrir en
otros sistemas literarios como el español o el mexicano, publican en especial
nueva literatura nacional; entre los más destacados se puede mencionar a las
consolidadas Eterna Cadencia, Adriana Hidalgo, Beatriz Viterbo, Entropía,
Mansalva, Interzona, y a las aún flamantes Mardulce (abocada, por cierto,
a la publicación de Elena Garro), Blatt & Ríos, Bajo la Luna y Momofuku.
Pero volviendo a lo estrictamente literario, en la serie de novelas que
reflexionan sobre la debilidad argentina por la decadencia destaca El tra-
ductor, de Salvador Benesdra, que Elvio Gandolfo, uno de los críticos más
respetados –aparte de original cuentista–, no dudó en calificar como “una de
las mejores novelas argentinas que se hayan escrito desde 1810”. Lírica, ex-
cesiva, inteligentísima, divertida y tristemente vigente, El traductor cuenta
las transformaciones que emprende una editorial “progresista” que decide
adaptarse a los nuevos tiempos. Ricardo Zevi, uno de sus empleados –prime-
ro fijo, después externo– experimenta, de esta forma, el triunfo incontestable
del capitalismo al tiempo que descubre –primero con azoro, después con
agrado– que el machismo salvaje, que hasta entonces había reprimido, será
la clave para sobrevivir. La novela, por supuesto, trasciende las fronteras de
Argentina y del menemismo, la época en que está ambientada, y no es exage-
rado afirmar que, en su radical apuesta política, es la obra narrativa que con
mayor desgarramiento y fortuna ha tratado el neoliberalismo en cualquier
idioma. A El traductor habría que sumar otra novela de título igualmente
parco y contenido explosivo, El trabajo, de Aníbal Jarcowsky, que muestra
que los viejos mecanismos de control funcionan como antes, o incluso mejor,
al no existir ya un contrapeso que los obligue a mostrar un rostro un tanto
más amable.
La magnitud de la crisis de 2001 fue tan hiperbólica que su represen-
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tación literaria se plasmó en no pocas distopías. Tal es el caso de El año


del desierto, de Pedro Mairal, que muestra el desmantelamiento de la clase
media a causa del avance de “la intemperie”, acompañada de la invasión de
los bárbaros, lo que en Argentina, un país que se ha considerado europeo a la par
que ha ignorado –cuando no exterminado– a franjas masivas de la población de
origen indígena, tiene connotaciones incómodas y recuerda el binomio civili-
zación-barbarie sobre el que se construyó la nación. Más apegada al subgéne-
ro es la magnífica Plop, de Rafael Pinedo, que con una estética minimalista
construye un mundo coherente y de extrema sordidez; en comparación, el
nuestro nos parece benigno, salvo cuando nos damos cuenta de que cada vez
se asemeja más al imaginado, ¿o vislumbrado?, por el malogrado Pinedo.
En Argentina, donde, a tenor del resto de América Latina, la inseguri-
dad cada vez preocupa más, es tan lógico como oportunista que este miedo
justificado se plasme en la novela. Guillermo Saccomanno lo trata, de nuevo
con elementos distópicos, en su premiada El oficinista, y, posteriormente, en
el fresco realista Villa Gesel. Hermana menor de la distopía, la ucronía tam-
bién ha servido a los escritores argentinos para cuestionar su nación; el mejor
ejemplo de ello sería El vampiro argentino, de Juan Terranova, el chico malo
de las letras argentinas. Terranova, cuyo peronismo declarado y cuestiona-
miento de la retórica sobre los desaparecidos incomodan por igual, imagina
en su ucronía una Buenos Aires nazi, convertida en una de las capitales
sudamericanas del Tercer Reich triunfante.
Pero si hay un tema que ha acaparado la atención de los narradores
argentinos, así como los mexicanos se muestran obsesionados con el narco-
tráfico y los españoles con la Guerra civil, es el de la última dictadura militar
y las decenas de miles de asesinados y desaparecidos que dejó tras su maca-
bro paso. El triste y sugerente tema ha sido tratado de muchas formas, algu-
nas más evidentes que otras. Muchas novelas exitosas han sabido explotar la
relación no muy elaborada entre desaparición y búsqueda, como El espíritu
de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron, que reivindica el
papel de la militancia armada peronista al tiempo que elabora un emotivo
retrato de su padre; otras se preocupan por cuestionar el silencio cómplice
que la mayor parte de la población mostró ante las atrocidades militares,
como Una misma noche, de Leopoldo Brizuela. Marcelo Figueras, en Kam-
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chatka, escribe un efectivo melodrama


en el que narra la desaparición de un
hombre y una mujer vista por su hijo
pequeño; Angélica Gorodisher explora
en Tumba de jaguares el sentido o, mejor
aún, la mera posibilidad de escribir sobre
los desparecidos, mientras que Martín
Kohan estructura Dos veces junio a tra-
vés de una pregunta reiterada, extraída
de un diálogo real, de carácter técnico,
que figura en las actas de los juicios a
los torturadores: “a partir de qué edad
CÉSAR AIRA
se puede empezar a torturar a un niño”.
De especial interés resultan el libro de cuentos 76 y la novela Los topos, de
Félix Bruzzone, él mismo hijo de desaparecidos, en los que logra escapar
del lugar común, evadir la conmiseración que su propio caso despierta y
deslindarse del discurso oficial para construir una mirada absolutamente
personal y original sobre estos nefastos sucesos, tratándolos por medio de
subgéneros inéditos –de la parodia a la comedia sexual–, con lo que defiende
la opción de escribir sobre los asuntos más espinosos de forma novedosa,
incorrecta incluso. Así, alcanza nuevas verdades que la corrección política y
las buenas intenciones institucionalizadas habían sepultado; como señala la
mítica crítica Beatriz Sarlo a propósito de Bruzzone: “Cuando un tema grave
logra, finalmente, liberarse del biempensantismo, se convierte en algo que la
literatura puede tocar.”
Más allá de los temas recurrentes, si algo ha caracterizado a la litera-
tura argentina, o a una de sus líneas más sugerentes, desde hace al menos
cien años, es su marcada vocación experimental. Esta rama muestra espe-
cial vitalidad a través de una serie de propuestas únicas que comparten
la concepción de la literatura como un laboratorio en el que no se descar-
tan de ninguna manera la subversión lingüística ni la propuesta lúdica. Al
hablar de nuevos caminos textuales surge antes que ninguna otra la figura
persistente y evasiva de César Aira, autor de más de sesenta (¿o ya serán
setenta?) “novelitas”, como él mismo las denomina, en las que, si hemos
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de creerle y retomando el discurso de las vanguardias, importa más el pro-


ceso de elaboración que el resultado final. Así, no puede hablarse de obras
acabadas sino de un “continuo” cercano al de la empresa de fabricar nove-
las que imaginara Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas y lejano a la
postura tradicional de autor. El discurso resulta sugerente, pero lo cierto es
que las novelitas de Aira –escritas en un lenguaje engañosamente sencillo,
propensas a la digresión siempre original e interesante y, sobre todo, plenas
de tramas desquiciadas y renovadoras– se defienden por sí mismas. Cada
lector de Aira tiene sus novelitas preferidas, aunque existe el consenso de
que Cómo me hice monja, La costurera y el viento y Ema, la cautiva, se cuen-
tan entre las más características, a las que podrían agregarse las hilarantes
Parménides, Un cuento chino y Diario de la hepatitis. Aira –no podía ser la
excepción– se ha preocupado por rescatar la obra de Osvaldo Lamborghini,
y con ello emprendió su propia interpretación de la literatura argentina, en
la que el Fiord, un texto de apenas una treintena de páginas y de difusión
muy limitada, supuso, gracias a su visceralismo y a la relación que plantea
entre política y escatología, un quiebre en la corrección que amenazaba con
imponerse como norma. Lamborghini –a veces pareciera que más la figura
que la obra (otra tentación del mundo literario argentino, al pensar en Ma-
cedonio Fernández y en Fogwill)– sintetiza la variante argentina del escritor
maldito, en el que la vida nómada y subterránea, propensa al escándalo y a
la miseria, no puede desligarse de la creación de una literatura culta, oscura
y demoledora, cuyas páginas suelen ser menos numerosas que su biografía
(la suya, de Ricardo Strafacce, ronda las mil páginas).
Pero Aira, faltaba más, no es ni de lejos el único autor cuya obra mues-
tra una concepción meditada y particular de la literatura. El también polémi-
co Damián Tabarovski, en Literatura de izquierda, clamaba por la escritura
de riesgo, basándose sorpresivamente en el Flaubert de Bouvard y Pécuchet,
del que rescataba la elaboración de un mecanismo literario potencialmen-
te infinito y tan perfecto que contuviera su propia refutación. Él mismo ha
desarrollado algunas de sus ideas irrealizables en obras como Autobiogra-
fía médica, en la que un sociólogo, debido a inoportunas enfermedades, se
ve obligado a retomar rutinariamente su vida (laboral) desde cero, o Una
belleza vulgar, que narra, de manera sorprendentemente amena, a veces in-
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cluso sentimental y épica, el recorrido que completa una hojita desde que
se desprende de un árbol a la altura de un quinto piso hasta que cae en el
pavimento, con lo que de pasada comprueba que cualquier asunto es sus-
ceptible de ser contado en el tono que sea. Otro nombre que ha sobresaltado
el panorama literario argentino –lo que no es decir poco, pues a estas alturas
ya debería estar curado de espantos– es el de Pablo Katchadjian, quien en
El Martín Fierro ordenado alfabéticamente reelabora con un simple teclazo
el clásico argentino, y en El Aleph engordado reescribe, o sobreescribe, el
célebre cuento de Borges, lo que predeciblemente le hizo ganarse una de-
manda penal de María Kodama. Daniel Guebel y Sergio Chejfec son otros
dos escritores raros y por momentos geniales; el primero, creador de novelas
delirantes y humorísticas y, el segundo, un auténtico transgresor de los géne-
ros, pues sus libros lo mismo pueden leerse como novelas que como relatos
de viajes, ensayos y casi ejercicios de escritura automática, sin embargo
obsesivamente lógica, que tienen en común un estilo frío y a la vez cercano.
Una buena forma de acercarse a Chejfec es a través de su reciente colección
de cuentos: Modo linterna.
Hablar de Argentina, contra la costumbre, es hablar también del inte-
rior, y en los últimos años la literatura de algunas provincias ha conocido un
auge tan importante como la del sordo centro. La ciudad de Córdoba contaba
ya con figuras importantes en su propia historia literaria, de Leopoldo Lu-
gones a Juan Filloy, y en los últimos años lo ha renovado, sobre todo en el
terreno del cuento; Federico Falco y Luciano Lamberti, combinando con sa-
biduría el minimalismo norteamericano con el fantástico porteño, han creado
una cuentística extraña y fascinante, en que la realidad se revela demasiado
extraña como para ser simple realidad y la fantasía se parece demasiado al
mundo de todos los días como para ser calificada de tal. A estos dos nombres
habría que agregar el de Carlos Busqued, autor de una novela de extraña
belleza, Bajo un sol tremendo, en la que un joven abúlico se mueve en un
ambiente literal y figuradamente pútrido entre Córdoba y El Chaco.
Esta segunda provincia conforma, junto con Misiones y Entre Ríos, una
región tropical, con una cultura propia, fuertemente influida por el cercano
Brasil, que también ha sabido ocupar un espacio en la renovación literaria,
sobre todo con el nombre de Selva Almada, quien en El viento que arrasa
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construye una historia cercana al gótico


sureño estadunidense. Almada cosechó
un gran éxito con esta novela, y contra la
costumbre que dicta que el escritor ar-
gentino con resonancia acaba escribien-
do en una lengua neutra sobre temas
prestigiosos, en la siguiente, Ladrilleros,
ahondó la apuesta local mediante la re-
creación de una voz desinhibidamente
regional. El habla particular del litoral
también fue utilizada en Chamamé. Al
ritmo de esta música popular, Leonardo
Oyola desarrolla una novela negra en la
que el lenguaje le roba protagonismo a
la violencia, que es mucha. Dentro de la
capital, a veces forzadamente cosmopo-
lita, también surgen apuestas locales,
rescatando para la literatura historias
delimitadas en barrios específicos, como
Fabián Casas hace con un Boedo nostálgico, decadente y pop (“la dictadura
fue la música disco”, sentencia en uno de los cuentos de Los lemmnings), o
bien introduciendo en la literatura ritmos en principio ajenos a la argentini-
dad más exportada, como la cumbia villera en Cosa de negros, de Washington
Cucurto, una de las apuestas lingüísticas más radicales en una literatura que
se muestra extrañamente timorata con el uso de jergas y hablas populares.
Dejando de lado los temas nacionales y las escrituras locales, las letras
argentinas también han reservado un espacio para la intimidad, en libros
que se olvidan de crisis apocalípticas para concentrarse en el yo más inte-
rior, primero, y luego más impúdicamente explícito. En la perturbadora El
desierto y su semilla, Jorge Barón Biza, último miembro de una estirpe aris-
tocrática de suicidas, cuenta el proceso de reconstrucción del rostro de su
madre tras haber sufrido un ataque con ácido perpetrado por su padre. Con
este duro testimonio, Barón Biza se adelantó a la literatura del duelo que
en los últimos años ha brindado buenos libros en varios países de nuestra
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lengua, categoría a la que también pertenece Mi libro enterrado, de Mauro


Libertella, que cuenta los últimos días de Héctor Libertella, su padre, autor
de culto por sus novelas y por un ensayo clave para entender la literatura ar-
gentina, Nueva escritura en Latinoamérica. En esta rama también habría que
destacar La pausa, de Diego Meret, una especie de autobiografía lectora, y
las dos novelas de Ariana Harwicz, Matate, amor y La débil mental, en las
que desmonta con crueldad lírica los estereotipos más arraigados impuestos
a la mujer, empezando por el de la maternidad.
En este panorama general no puede dejarse fuera el género con el que
más lectores relacionan la literatura argentina: el cuento, y, dentro del cuen-
to, el género fantástico. El primer nombre que habría que mencionar es el de
Marcelo Cohen, autor clave dentro del país y muy poco conocido fuera de él,
lo que le valdría el dudoso mérito de ser hoy el secreto mejor guardado de la lite-
ratura argentina. En los cuentos de Cohen se combinan elementos de ciencia
ficción con un estilo personal muy marcado, proclive a la innovación e inclu-
so al neologismo, de forma que los mundos descritos resultan tan familiares
y extraños como la prosa en que se les describe. En Argentina, Alfaguara
acaba de publicar sus Relatos reunidos (y ya hizo lo propio con Fogwill y
con Fontanarrosa; sí, el creador de Boogie, el aceitoso también fue un cuen-
tista popular en su país), así que existen esperanzas de que los cuentos de
Cohen gocen de mayor circulación. En la estela de Cohen se encuentran los
cuentos de Oliverio Coelho, autor con una sensibilidad fantástica no exenta
de lirismo. A los nombres mencionados, habría que agregar el de Samanta
Schweblin, quien, por increíble que parezca, si bien con un fuerte influjo
cortazariano, halló un modo de darle una vuelta de tuerca al género fantás-
tico mediante un uso virtuoso de la elipsis. Schweblin parece moverse con
igual facilidad en el género fantástico que en el realista; al leer, entonces, un
volumen entero de sus cuentos, como Pájaros en la boca, queda la impresión
de que, más que los textos, lo que parece dialogar entre sí, en igualdad de
circunstancias, es la realidad con la fantasía. También en el orbe fantástico,
pero más influida por el imaginario popular, Mariana Enríquez mezcla ele-
mentos disímiles en Los peligros de fumar en la cama y encuentra relaciones
enriquecedoras e inesperadas, por ejemplo, al concebir a los desaparecidos
como zombis. Otro autor interesante es Hernán Vanoli, difícil de encasillar,
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aunque tampoco le hace el feo a la distopía ni al fantástico. Tras una primera


lectura, los cuentos de Varadero y Habana maravillosa resultan de una frial-
dad adecuada y desasosegante; es después, al volver a ellos o al recordarlos,
cuando surgen nuevos sentidos e, inesperadamente, Vanoli se revela como
un autor irónico, quien a través de su prosa directa y a veces agresiva narra
situaciones distópicas sin caer nunca en la tentación de explicarlas.
Queda mucho por decir. Libros importantes, al ser inclasificables, no
se prestan a la agrupación e injustamente quedan fuera de este recuento.
Así sucede con La familia fortuna, de Tulio Stella, una rareza y una de las
novelas más hilarantes –publicada en cinco pequeños libros que forman un
estuche– que se han escrito en los últimos años; con Informe sobre ectoplas-
ma animal, la novela ilustrada de Roque Larraquy; con la culta y ácida Las
teorías salvajes, de Pola Oloixarac, o con El pasado, de Alan Pauls, quien
escribe un retrato generacional a través de una historia de amor. Pero más
allá de las presencias y las ausencias, de la recomendación puntual o de los
gustos subjetivos, lo que este panorama pretende es mostrar una evidencia:
Borges y Cortázar y Bioy murieron, es cierto, pero la literatura argentina
sigue escribiéndose, y ahí está, esperando ser leída. Después de todo, la
argentina, al igual que la totalidad de la literatura, está escrita para nosotros.

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