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Pedir señales: Una mala señal

Alvin Góngora

"Mientras el sabio apunta a la luna, el bobo se queda mirando el dedo"


(Antiguo dicho oriental)

El chiste de mal gusto sostiene que de haber sido Moisés una mujer, el pueblo de Israel no hubiera
vagado errante por el desierto durante 40 años. A los hombres se les endilga una cierta dosis de
arrogancia que les impide preguntar por la dirección a la que van cuando están perdidos. No se si
eso se debe a que uno no se contenta con una señal; uno preferiría tener la historia completa,
contar con mapa completo antes de emprender la aventura.

Henos aquí como pentecostales buscando, pidiendo y viviendo de señales. Las generaciones más
recientes de entre las nuestros, aquellas a las que conocemos anteponiéndoles el prefijo neo-
(neopentecostales, neocarismáticos, neoevangélicos), enriquecen nuestro léxico y a las señales les
agregan sus apellidos: señales y maravillas / señales y milagros. Así se llama ahora el paquete de
servicios (kit, debería decir ya que ando hablando de cosas contemporáneas). No nos han dicho
exactamente en qué se diferencian las dos, cuándo terminan las señales y comienzan las
maravillas. Supone uno, por ejemplo, que ante la cura de la caries tras alguna cruzada de señales
y milagros la maravilla está ahí reflejada automáticamente en la nueva sonrisa adquirida.

La práctica y el lenguaje nos ponen unos pasos adelante de Moisés. De haber sido pentecostal,
con seguridad hubiera pedido señales y encontrado más rápidamente la manera de salir del
atolladero del desierto. Démosle una mayor contundencia a esta suposición y digamos que de
haber sido neopentecostal, Moisés hubiese desencadenado la señal, la maravilla, el milagro de
haber llevado a su pueblo a feliz puerto con una celeridad mayor a la que los niños al salir de la
escuela dan cuenta del proverbial pastel que los espera en la puerta.

Dicen los que saben de códigos de comunicación que la señal no pasa de ser un indicio. A
diferencia del signo, la señal no cuenta toda la historia. Se trata, entonces, de un balbuceo, pero
uno que hace sentir su peso si tú no le prestas atención. Mira nada más las señales de tránsito. La
que te dice que a continuación viene una curva cerrada no te informa lo que vendrá justo después.
A lo sumo la tal señal espera que te mantengas despabilada porque vienen más señales. O quizá
no venga ninguna más. En este trecho puedes acelerar hasta alcanzar 100 km/h, pero en el
siguiente tendrás que contentarte con los aburridores 30 km/h de siempre. La señal te pone en una
cadena de señales. Te educa para que andes de señal en señal, para que tras la señal que te
advirtió que es una mala idea adelantar en una curva esperes otra que te diga que vayas
esculcando el monedero porque te estás acercando a la caseta del peaje. La señal te mal educa: te
obliga a esperar señales. Te dice que sin ellas no puedes avanzar, te enceguece hasta el punto
que si te topas en un trecho de un kilómetro sin señal alguna, te sientes perdida, desorientada.

Sin embargo, se supone que si la señal es un balbuceo hay una historia mayor a la que está
aludiendo. ¿Cuál es esa historia? Esa es la pregunta que confunde, si nos atenemos a los
fragmentos que proporcionan las señales. ¿Cuál es la historia total de tránsito que leemos tras
agotar nuestra paciencia y arriesgar nuestro buen nombre atascados en el tráfico imposible de
nuestra bienamada Bogotá si la señal de 30 km/h se traduce en la práctica a los 5 km/h que
gastaríamos si de haber sido inteligentes nos hubiéramos ido a pie?

¿Cuál es la historia del reino de Dios si nos atenemos a las señales como nuestros faros y guías?
Los hay quienes te dicen que se trata de una historia de dominio y control. Ven en la señales un
relato de reinauguración de pompas monárquicas ya sepultadas al pasar el tiempo. Un reino
implica un rey, o reina, y a su alrededor un séquito de nobles con sus privilegios y
responsabilidades, un palacio al estilo del Templo de Salomón, inaugurado por la multinacional
brasileña religiosa del Obispo Edir Macedo, en Sao Paulo, hace unos meses
(http://sites.universal.org/templodesalomao/). El peso político de esa monumental obra quedó
evidenciado en el hecho de que a su inauguración no pudieron faltar los que se consideran
importantes en la vida social, política y económica de Brasil. Incluso su Presidenta, quien por sus
convicciones de izquierda camina por la acera justamente opuesta a la de Macedo, se vio obligada
a hacerse presente en la ceremonia que ocurrió justo cuando ese país y el mundo entero (este
escribiente incluido) andábamos engolosinados con el campeonato mundial de fútbol.

A Jesús también le vinieron con esa pregunta. En Mateo 12:38-42 se nos cuenta la ocasión en que
un grupo de escribas y fariseos se le acercaron preguntándole por alguna señal. La exasperación
de Jesús se hizo clara en su respuesta: "Una generación malvada y adúltera pide señales..." La
popularidad de las señales instala a quienes las buscan en varios escalones más abajo de las más
perversas generaciones en la historia. En el relato de Mateo, un punto de referencia fue la Nínive
de tiempo atrás. La crueldad asiria está documentada en la historia. El de Nínive fue un imperio
construido sobre la destrucción de pueblos enteros, tal como suelen hacer los imperios hasta el día
de hoy. Sin embargo, su dureza se resquebrajó, no ante una señal, sino ante la presencia de un
profeta renuente, díscolo y portador de un mensaje de escasa popularidad.

También es posible que la búsqueda de señales sea un indicio de cinismo. En ese mismo relato,
Jesús les reclama a los buscadores de señales la carencia de una sed que sí tuvo la agraciada
reina de Sabah que, tras ir buscando la señal de Salomón, descubrió que su amor por la sabiduría
demandaba otro tipo de búsquedas.

Desde los tiempos antiguos de nuestro relato pentecostal fundante hemos entendido que la
dinámica consiste en buscar sumergirnos en la historia mayor, la del dador de las señales. No hay
duda que, cual Nínive, nos acostumbramos a las crueldades de la vida hasta el punto que
quisiéramos señales que nos indiquen que la tal crueldad no lo constituye todo y que hay otros
mundos posibles. Sin embargo, el glamour de las señales no cuestionan los fundamentos de un
mundo cruel. Los pentecostales queremos ser los que le apuestan a la predicación profética,
carente de señales. Es posible que, cual la reina de Sabah, anhelemos los frutos sexys del saber
salomónico, pero nuestro talante pentecostal nos dice que la historia del reino no se reduce a un
par de señales con las que podríamos acicalarnos. El relato del reino transita las trochas de la
reflexión sabia carente de señales.

La señal es, pues, el dedo del sabio que apunta hacia la luna. La generación perversa se queda
mirando el dedo. Pedir señales, ya es una mala señal.

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