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presenta elementos comunes con algunos conceptos que aparecen en la obra del filósofo
judío. En especial, destaca el uso del término “Logos”, que aparece en el prólogo del
Evangelio de Juan y en la obra de Filón. Otros puntos de contacto son el valor de la
Escritura, el uso del simbolismo para designar lo divino (luz, fuente de agua viva,
pastor), la idea de conocimiento de Dios como vida eterna, etc. Pero el sentido y la
utilización de estos elementos son distintos en cada autor. Por eso se piensa que ambos
comparten un trasfondo cultural y religioso común, especialmente en relación a la
tradición sapiencial bíblica.
Como se ha dicho, Palestina también se vio influida por la cultura griega aunque
muchos de sus habitantes mostraron recelo hacia ella. De hecho se siguió hablando el
arameo. No obstante, la manera de entender y vivir el judaísmo no era uniforme en la
tierra de Israel. Desde la época macabea se habían creado diversas escuelas que dieron
lugar a modos distintos de entender la religiosidad judía. Junto a las corrientes fariseas y
saduceas, con las que estamos más familiarizados por los evangelios canónicos, existían
también otros grupos o tendencias que no tenían la misma comprensión de la Ley. Entre
estos estaban los esenios, de los que no se sabe demasiado. Muchos estudiosos piensan
que, cuando el asmoneo Jonatán asumió en el siglo II a.C. el sumo sacerdocio, un grupo
de esenios, liderados por el denominado Maestro de Justicia, se retiró al desierto a un
lugar cercano al Mar Muerto llamado Qumrán, donde formaron una comunidad de estilo
cenobita, que desaparece con ocasión de la guerra judía a finales de la década de los
sesenta del siglo I d.C. A mediados del siglo XX se encontraron allí numerosos
manuscritos. Su comparación con los escritos del Nuevo Testamento ha puesto en
evidencia algunos paralelismos y ha llevado en concreto a debatir la posible relación
entre los documentos de Qumrán y el cuarto evangelio. En efecto, el Evangelio de Juan
comparte con las obras encontradas en el desierto algunos elementos, lo que ayuda a
situar el cuarto evangelio en el mundo palestinense de la época. Pero con independencia
de algunas semejanzas de lenguaje, sobre todo la concepción dualista de la realidad
(luz-tinieblas, verdad-mentira, espíritu-carne, etc.), en la que los dos mundos
contrapuestos están en conflicto, aunque la victoria es de Dios, el fuerte carácter
apocalíptico de los manuscritos de Qumrán no es comparable en su mensaje con el del
Evangelio de Juan. Por otra parte, la fe en Jesucristo que fundamenta el evangelio
distingue radicalmente la obra de Juan de esos escritos.
1.2. La primera expansión del cristianismo
Durante la segunda mitad del siglo I se produce la expansión misionera de la Iglesia.
Aunque en el Nuevo Testamento quedan recogidas noticias que hacen referencia
fundamentalmente a las comunidades de Jerusalén, Antioquía, Roma y a las fundadas o
relacionadas con Pablo, surgieron –seguramente también muy pronto– comunidades
cristianas vinculados a la diáspora judía en otros lugares del Imperio (Egipto, Libia,
Hispania, Mesopotamia, etc.). Allí donde había judíos, acudían los cristianos
anunciando a Jesús como el Mesías Salvador en quien se habían cumplido las
Escrituras. En la mayor parte de los casos, predicaban el Evangelio en la lengua franca
de la época, utilizando la traducción griega de los libros sagrados del pueblo de Israel. A
la vez que a los judíos, extendían su predicación a todos aquellos, prosélitos de los
judíos o gentiles, que quisieran escucharles.
A los ojos de las autoridades del Imperio los cristianos no eran un grupo diferente
del judaísmo durante los primeros años de expansión misionera. Vivían al amparo de
los privilegios que gozaban los judíos como miembros de una religio licita. Con todo,
para muchos del mundo pagano, la religión de los descendientes de Abrahán era
merecedora de rechazo e incluso desprecio. No veían con buenos ojos que los judíos
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considerasen a su Dios como el único verdadero ni que tuvieran una actitud tan negativa
hacia los que no compartían sus creencias. A ello se unían las envidias por el estatus
peculiar de que gozaban. Sin embargo, debido a razones históricas, las autoridades
romanas no solo admitían la existencia de Israel como una nación y permitían a los
miembros de ese pueblo practicar su religión, sino que les había concedido varios
privilegios: se les respetaba el sábado como día de descanso, quedaban exentos del culto
al emperador y a los dioses oficiales; y les estaba permitido, y exigido, pagar el
didracma, un impuesto para el templo de Jerusalén.
Tan solo a raíz de la persecución de Nerón en el año 64 las autoridades imperiales
empiezan a considerar a los cristianos como miembros de un grupo desestabilizador,
diferenciado de alguna manera de los judíos. Aun así es posible que esta percepción de
la religión cristiana fuera solo fuera temporal o propia de Roma y de sus alrededores. A
pesar de todo, a medida que las comunidades cristianas se ven acrecentadas por
personas no judías, empiezan a carecer del estatus judaico y no se les permiten las
excepciones, los “privilegios” de que gozaba el pueblo hebreo. Hacia finales del siglo I,
la posición de los cristianos como un grupo diferenciado también a los ojos de las
autoridades es ya una realidad.
La presencia cristiana llegó muy pronto a varios lugares del Imperio. Uno de ellos
fue la península de Anatolia (Asia Menor), y en concreto Éfeso, la capital de la
provincia romana denominada Asia. Es posible que los judíos procedentes de esa región
que estaban presentes el día de Pentecostés en Jerusalén llevaran a su lugar de origen la
nueva fe (Hch 2,9). Lo cierto es que hacia los años 50, cuando san Pablo llegó a Éfeso
encontró allí algunos seguidores de Cristo (Hch 19,1). De todas formas, hasta que Pablo
no pasara en Éfeso tres años predicando el Evangelio, no parece que existieran
comunidades cristianas propiamente constituidas. En cualquier caso, durante la segunda
mitad del siglo I la Iglesia crece en toda esa región y surgen comunidades vinculadas a
la actividad misionera de san Pablo y quizá de otros apóstoles. La Primera Carta de san
Pedro muestra la difusión del cristianismo en regiones del norte del Asia Menor (Ponto,
Bitinia), que no consta que hubieran sido evangelizadas por el apóstol de las gentes.
Fuentes cristianas y no cristianas (como la carta de Plinio el Joven, gobernador de
Bitinia, al emperador Trajano hacia el año 111, en la que explica su actuación con los
cristianos) confirman que para finales del siglo I y principios del segundo el
cristianismo se había extendido por toda aquella zona.
En todo este tiempo, especialmente desde el último cuarto del siglo I, la Iglesia se ve
obligada a dar respuesta a los problemas que se derivaban de las circunstancias políticas
y sociales en que vivían los cristianos. Por una parte, van desapareciendo aquellos
apóstoles, testigos de Jesús, que estaban al frente de la Iglesia. Como consecuencia, era
preciso encontrar los medios para que no se desvirtuara o malinterpretara el mensaje de
Jesús y sobre Jesús, el Evangelio. El mismo transcurrir del tiempo va forzando una
reflexión cada vez mayor en algunos puntos doctrinales de especial importancia. Así,
por ejemplo, ante las interpretaciones de algunos que pensaban que la parusía sería
inminente, se hacía necesario precisar la doctrina de Jesús al respecto: la necesidad de la
vigilancia, pues no se sabe cuándo ocurrirá. Y frente a los que negaban que Cristo fuera
a venir por segunda vez, se debía establecer la certeza y el fundamento de esta verdad,
y, como subraya el Evangelio de Juan, hacía falta experimentar la salvación en Cristo en
el momento presente.
Por otra parte, dentro de las mismas comunidades cristianas se da una diversidad de
tendencias que ponían en peligro su unidad. Por ejemplo, la mayor o menor vinculación
a la Ley de Moisés, las influencias de la sabiduría judeohelenista o, como se deduce de
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las cartas de Juan, algunos errores cristológicos hacían necesario reafirmar esta unidad
que antes estaba apoyada sobre los apóstoles testigos y salir al paso de las doctrinas que
no fueran concordes con la tradición originaria.
En este tiempo, que algunos han llamado “época subapostólica”, caracterizada por
ser un momento de transición o discernimiento, los apóstoles y sus colaboradores fueron
guiando la Iglesia mediante la predicación de la Palabra y mediante escritos que servían
para fortalecer la fe de los creyentes, y clarificar los puntos de carácter doctrinal que se
planteaban en las distintas comunidades. Aquí es donde se enmarcan los escritos de
Juan.
1.3. La revuelta judía y sus consecuencias
En el terreno político los sucesos que se vivieron en Palestina en la segunda mitad
del siglo I tuvieron consecuencias decisivas para judíos y cristianos. Después de la
muerte del rey Herodes Agripa I en el año 44, Palestina pasó de nuevo a ser provincia
romana. Las revueltas se sucedieron constantemente y en el 66 desembocaron en una
guerra abierta. Nerón envió a Vespasiano y sus legiones. Durante el avance, en el año
68, murió Nerón y tras él, los emperadores Galba, Otón y Vitelio. Finalmente
Vespasiano accedió al trono y encargó a su hijo Tito que continuara la campaña judía.
En el año 70, después de varios meses de asedio, Jerusalén fue conquistada y el templo
destruido.
La destrucción de Jerusalén tuvo una enorme repercusión en el judaísmo. Muchas
cosas habían de cambiar. Los saduceos –que estaban unidos al sumo sacerdocio y eran
colaboradores de los romanos– desaparecieron. Los esenios, al ser destruido Qumrán en
el año 68, se unieron a otros grupos: algunos fueron a Masada que sería destruida el 73;
de otros no se sabe. Los celotas siguieron activos en el desierto instando a la rebelión en
años posteriores. Los fariseos, en cambio, se reorganizaron en una ciudad de la costa,
Yabné o Yamnia, bajo la dirección de Johanan ben Zakkay y centraron su atención en el
estudio y la aplicación de la Ley, para salvar la herencia del judaísmo. A Yamnia se
trasladó el “Gran Sanedrín” y la ciudad se convirtió en el centro religioso y nacional de
los judíos. Allí se formó una escuela que llegó a ser con el paso del tiempo autoritativa
y central para el judaísmo. No hay datos que confirmen que en esta ciudad se celebrara
la así llamada “Asamblea de Yamnia”, en la que se estableciera el canon judío y se
determinara la exclusión de los cristianos de las sinagogas. Sí parece, en cambio, que
durante este tiempo en Yamnia se discutió la canonicidad de algunos libros de las
Escrituras –que más tarde se acabarían por excluir del canon judío por no estar escritos
en hebreo– y se fueron estableciendo los puntos doctrinales que sirvieran para defender
la identidad del pueblo en las nuevas circunstancias. En cualquier caso en Yamnia se
consolidó la línea farisea reconstituida, que se impuso sobre las demás y dio lugar a
finales del siglo I al judaísmo rabínico.
Además de los conflictos con los judíos, las persecuciones que se habían desatado
ya contra los cristianos en algunos lugares del Imperio, como por ejemplo en Roma, y la
destrucción de Jerusalén en el año 70 tuvieron consecuencias importantes, no solo para
la comunidad judía y los cristianos de Jerusalén, sino también para las comunidades
cristianas en todo el Imperio. Los cristianos de Palestina, según Eusebio de Cesarea, se
refugiaron en Pella (Transjordania) antes del sitio de la ciudad, y, después del 70, según
Epifanio, volvieron a Jerusalén, donde un rabino judío, Rabbí Eleazar, abrió de nuevo la
sinagoga de los Alejandrinos. Pero, las relaciones con las autoridades romanas (para
quienes los cristianos eran una secta judía) y con los judíos se fueron haciendo más
tensas y, por tanto, necesitadas de nuevas respuestas y actitudes.
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La misma expresión aparece en Jn 12,42: “Sin embargo, creyeron en él incluso muchos de los judíos
principales, pero no le confesaban a causa de los fariseos, para no ser expulsados de la sinagoga”, y Jn
16,2: “Os expulsarán de las sinagogas; más aún: llega la hora en la que todo el que os dé muerte pensará
que hace un servicio a Dios”.
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ciertos judíos trataban de sembrar el desconcierto entre los seguidores de Cristo (Ap
2,9; 3,9).
2.2. Religiosidad gnostizante
En el tiempo en que se escribe el corpus joánico era evidente el peligro del
eclecticismo religioso que acechaba a los cristianos. La influencia que en el Imperio
romano tenían las religiones orientales y las corrientes de pensamiento derivadas del
apocalipticismo y de la religiosidad helénica suponían una amenaza y una tentación para
los seguidores de Cristo. Corrientes de pensamiento oriental y tradiciones judías se
habían unido a elementos del pensamiento griego dando lugar a una comprensión del
hombre y del mundo de gran atractivo para los espíritus. En este marco, por ejemplo,
parece que se empezó a forjar el gnosticismo. No hay acuerdo en establecer su origen o
definición, pero bajo el nombre de gnosticismo se incluye una variedad de movimientos
de carácter dualista que creen en un redentor celestial, que vino al mundo para salvar a
la humanidad de la esclavitud del mundo material mediante el ofrecimiento a los
hombres de un “conocimiento divino” (gnosis). Estos movimientos religiosos de
salvación tuvieron una gran influencia en el siglo II y contra ellos escribieron muchos
Padres de la Iglesia.
Las cartas de san Juan muestran cómo entre los cristianos a quienes iban dirigidas se
habían infiltrado algunos errores que afectaban a la buena marcha de la comunidad. El
tipo de error cristológico de los cismáticos es complejo y no hay acuerdo sobre su
naturaleza exacta. Tiene elementos de carácter doceta y podría ser un antecesor de lo
que luego aparece en algunos movimientos gnósticos. En cualquier caso, evidencia una
conexión entre las cartas y ambientes gnostizantes.
Por otra parte, tampoco se excluye que el evangelio tuviera como finalidad
confirmar la fe de unos cristianos que se veían tentados de entender la figura de Jesús
como luego la entendieron algunas corrientes gnósticas. De hecho san Ireneo (Adv.
Haer. 3,11,7) recoge una tradición según la cual Juan habría escrito su evangelio contra
la herejía de Cerinto, que consideraba que Cristo, un ser celestial, se unió a Jesús el hijo
de José en el bautismo y lo abandonó antes de su muerte. En la misma línea, algunos
piensan que la finalidad del evangelista habría sido salir al paso del docetismo (del
griego dokein, parecer). Este error, que brota de una concepción negativa de la carne y
de todo el mundo material que también caracterizó más tarde algunas corrientes del
gnosticismo, interpretó la encarnación del Verbo como una mera apariencia. Según los
docetas, Cristo solo parecía humano. Su cuerpo no sería un cuerpo real sino una
apariencia de cuerpo. Así pues, ante estos errores y la polémica suscitada sobre la
divinidad y humanidad de Jesús, el evangelista habría querido profundizar en el misterio
de la encarnación y muerte de Cristo. Y ante la posible tentación de huir del mundo por
considerarlo como algo malo, se habría propuesto exhortar a los discípulos a afianzar su
fe en Jesús, y, unidos a él, salir al mundo para dar testimonio de la verdad. La hipótesis
es razonable. En el evangelio aparece claramente la verdad de la encarnación negada
por los docetas: “Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (1,14). Lo mismo
se afirma en las cartas de Juan en las que se denuncian y censuran los errores de los
cismáticos que perturbaban la comunidad: “En esto conocéis el espíritu de Dios: todo
espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no
confiesa a Jesús, no es de Dios. Ése es el espíritu del Anticristo, de quien habéis oído
que va a venir, y ya está en el mundo” (1 Jn 4,2-3); “han aparecido en el mundo muchos
seductores, que no confiesan a Jesucristo venido en carne. Ése es el seductor y el
Anticristo” (2 Jn 7).
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Tiatira es la única de las siete iglesias a las que el autor del Apocalipsis escribe de la que
no tenemos noticias de que se diera entonces culto al emperador.
3. LA COMUNIDAD JOÁNICA
Es razonable que la variedad de géneros presentes en los escritos atribuidos por la
tradición a Juan, con sus semejanzas y evidentes diferencias, plantee problemas sobre la
autoría de estas obras. Que el evangelio y las cartas provengan de un mismo autor o
autores cercanos puede no ofrecer excesivas dificultades, pero ciertamente el
Apocalipsis presenta muchas diferencias con esos otros escritos y suscita dudas sobre
quién pudo ser su autor. Y sin embargo, la tradición ha atribuido las cinco obras a un
mismo personaje.
La solución aparentemente más lógica, y por ello más tentadora, consiste en afirmar
que la tradición ha identificado a varios autores que se llamaban Juan con una figura
emblemática, la del apóstol Juan, el hijo del Zebedeo. De ese modo habrían conferido
autoridad a diversos escritos heterogéneos (el evangelio, las cartas, el Apocalipsis). Esta
explicación, aunque resuelve algunos problemas, choca con otros igualmente difíciles y
choca con una tradición que se ha trasmitido con gran solidez. De manera que parece
más adecuado aceptar el marco amplio de la tradición y ver cómo esta variedad de
escritos puede insertarse en ese marco.
Para este propósito resulta interesante señalar que, a pesar de las notables
diferencias, el evangelio, las cartas y el Apocalipsis se pueden referir a un ambiente
vital común. Los destinatarios del evangelio y de las cartas sufren problemas que de
alguna forma también se reflejan en las comunidades a las que el autor del Apocalipsis
se dirige. Por otra parte, existen algunas coincidencias temáticas y de vocabulario –
especialmente, designar a Jesús como Logos o la referencia “al que traspasaron”, que
solo aparecen en el evangelio y en el Apocalipsis–, que acercan estas dos obras.
Además, el Apocalipsis y el cuarto evangelio comparten un cierto carácter litúrgico. En
el evangelio se marcan fuertemente las festividades judías, reinterpretadas a la luz de la
fe en Cristo (así ocurre con la liturgia del templo, las referencias sacramentales, etc.) y
en el Apocalipsis las revelaciones tienen lugar en el día del Señor (domingo) y se
desarrollan en ambiente cultual. Pero, sobre todo, desde el punto de vista del contenido
ambos escritos coinciden en el mensaje de fondo: Jesús es el vencedor en el combate
entre los “hijos de las tinieblas” y los “hijos de la luz”, haciendo partícipes de su
victoria a los que se adhieren a la luz y creen en él.
Muchos piensan que los testimonios de la tradición y estos rasgos comunes orientan
hacia una comunidad particular que tenía su propia identidad. Esta comunidad sería
precisamente la comunidad que surgió en torno a la figura del “discípulo amado”, que
está en el origen del cuarto evangelio y que la tradición identifica con Juan apóstol. Los
escritos joánicos serían un reflejo de la vida de esta comunidad. Así se explicaría que
los diversos escritos se atribuyeran a Juan, porque, en definitiva, él era la figura y la
autoridad apostólica que estaba detrás de esas obras, aunque él no los hubiera redactado
personalmente.
Más específicamente, hay quienes, como por ejemplo R. A. Culpepper, proponen la
hipótesis de una escuela joánica según el tipo de las escuelas de la antigüedad. Estas
escuelas eran conocidas tanto en el ambiente helenista (Pitágoras, Platón, Aristóteles,
Epicuro…) como en el ambiente judío (Hillel, Shammai, Filón…). La escuela se
constituía en torno a su fundador, un personaje o un pensador eminente que aglutinaba a
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fueran el producto de una pequeña comunidad con complejo de inferioridad. Más bien
sugiere la misma universalidad que tiene el Apocalipsis.
Sea lo que fuere el ambiente concreto en que se redactó el corpus joánico, su estudio
debe ir unido a los datos de la tradición. Desde el punto de vista histórico, no se explica
que estos escritos hayan tenido tanto peso y autoridad en la vida de la Iglesia si no
hubiera sido porque tuvieron el respaldo de la tradición apostólica. Por remontarse al
testimonio de los apóstoles, la Iglesia los trasmitió como verdadero testimonio sobre
Jesús, distinto del que podían ofrecer otros libros de la época que no entraron a formar
parte del canon. Desde el punto de vista de la fe, es natural que haya sido así, porque las
obras de Juan reflejan la comunidad de fe en que nacen, donde gozaron de una especial
asistencia divina a la hora de su composición, de manera que cuando su autor o autores
pusieron por escrito su testimonio expresaron en sus obras unos aspectos esenciales de
la fe de la Iglesia –el “nosotros” al que con frecuencia se refiere Benedicto XVI–, tal
como el Espíritu Santo los iba guiando, hasta el punto de constituir revelación de Dios a
los hombres.