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Gérard Genette
1979
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Como sucede en la famosa teoría del «color de las vocales» resultaría un tanto
pobre observar simplemente que se han atribuido sucesivamente los tiempos a
cada uno de los tres géneros. Hay, de hecho, dos dominantes claras: la afinidad
entre lo épico y el pasado, y la que existe entre lo lírico y el presente; lo
dramático, evidentemente «presente» por su forma (la representación) y
tradicionalmente «pasado» por su objeto, resultaba más difícil de acoplar. Lo
razonable hubiera sido quizás asignarle el término mixto o sintético, y/o no ir
más allá. Por desgracia, existe un tercer tiempo y con él, la irresistible
tentación de utilizarlo para un género, de ahí la equivalencia algo forzada
entre drama y futuro, y otras dos o tres laboriosas invenciones. No se puede
ganar siempre, y si es preciso una disculpa por estos intentos arriesgados, la
encontraré, a la inversa, en la insatisfacción en que nos deja una ingenua
enumeración como la de las nueve formas simples de Jolles -la cual no es,
desde luego, el único defecto ni el único mérito. ¿Nue ve formas simples?
¡Pues vaya' ',11 ¿Como las nueve musas? ¿Porque tres por tres? ¿Porque él ha
olvidado una? Etcétera ¡Qué difícil nos resulta admitir que Jolles ha en
contrado simplemente nueve, ni más ni menos, y ha des deñado el placer fácil,
quiero decir, poco laborioso, de justificar este número! El verdadero
empirismo asombra siempre, como una incongruencia.
VII
Todas las teorías evocadas hasta aquí -desde Batteux hasta Staiger- constituían
tantos sistemas integrados y jerarquizados como el de Aristóteles, en el mismo
sentido que los diversos géneros poéticos se repartían entre las tres categorías
fundamentales, así como en subclases: bajo el épico, epopeya, novela, novela
corta, etc.; bajo el dramático, tragedia, comedia, drama burgués, etc.; bajo el
lírico, oda, himno, epigrama, etc. Pero semejante clasificación es aún muy
elemental, puesto que los géneros vuelven de nuevo al desorden dentro de
cada uno de los términos de esta tripartición motivada, o como mucho se
organizan -de nuevo, como en Aristóteles- según un nuevo principio de
diferenciación, de naturaleza distinta de la que motiva la propia tripartición:
epopeya heroica vs novela sentimental o «prosaica», novela extensa vs novela
corta, tragedia noble vs comedia familiar, etc. Sentimos, pues, la necesidad de
una taxonomía más ajustada que regule según el mismo principio, hasta
distribuir cada categoría.
El medio utilizado con mayor frecuencia consiste simplemente en reintroducir
la tríada en el interior de cada uno de sus términos. Así, Eduard van Hartmann
propone distinguir un género lírico puro, un lírico-épico, un lírico dramático;
un dramático puro, un dramático lírico, un dramático épico; un épico puro, un
épico-lírico, un épico dramático; y de esta manera, al estar cada una de las
nueve clases aparentemente definidas por un rasgo dominante y otro
secundario, y al faltar los términos mixtos inversos (como el épico-lírico y el
lírico-épico ) se igualarían y el sistema se reduciría a seis términos: tres puros
y tres mixtos. Albert Guérard aplica este supuesto e ilustra cada término con
uno o varios ejemplos: para el lírico puro, los Wandrers Nachtlieder de
Goethe; para el lírico dramático, Robert Browning; para el lírico-épico, la
balada (en el sentido germánico); para el épico puro, Hornero; para el épico-
lírico, The Fairie Queene; para el épico dramático, L'Enfer o NotreDame de
Paris; para el dramático puro, Moliere; para el dramático lírico, el Songe
d'une Nuit d'été; para el dramático- épico, Esquilo o Téte d'or.
Pero estos ajustes de tríadas no sólo aumentan, al igual que un abismo, la
división fundamental, sino que, sin quererlo, muestran la existencia de estados
intermedios entre los tipos puros, cerrándose el conjunto sobre sí mismo en
triángulo o en círculo. Esta idea, como una especie de espectro de los géneros,
continuo y cíclico, había sido propuesta por Goethe: «Se pueden combinar
estos tres elementos (lírico, épico, dramático) y hacer variar hasta el infinito
los géneros poéticos, y también por esta razón es muy difícil encontrar un
orden de clasificación de los elementos, ya sea uno junto al otro, ya uno tras
otro. Podremos, por otra parte, superar esta dificultad disponiendo en un
círculo, uno enfrente del otro, los tres elementos principales, y buscando
ejemplos modelo de obras en donde cada elemento predomine aisladamente.
Después reuniremos ejemplos que tenderán hacia uno u otro sentido, hasta que
por fin se haga patente la unión de los tres y el círculo se encuentre
completamente cerrado. Esta idea ha sido retomada en el siglo xx por el esteta
alemán Julius Petersen, cuyo sistema genérico se fundamenta en una serie de
definiciones aparentemente muy homogénea: el epos es la narración (Bericht)
monologada de una acción (Handlung); el drama, la representación
(Darstellung) dialogada de una acción; el lirismo, la representación
monologada de una situación (Zustand). Estas relaciones se configuran, en
primer lugar, mediante un triángulo en el que cada género fundamental,
asociado a su rasgo específico, ocupa una esquina, y en cada uno de los lados
figura el rasgo común a los dos tipos que asocia: entre lirismo y drama
encontramos la representación, o sea, la expresión directa de los pensamientos
o sentimientos, bien del poeta o de los personajes; entre lirismo y epos está el
monólogo; entre epos y drama, la acción:
DRAMA
diálogo
acción representación
EPOS LIRISMO
narración monólogo situación
Este esquema pone en evidencia una asimetría desconcertante y, tal vez,
inevitable (la cual vimos ya en Goethe y volveremos a encontrar más tarde):
consiste en que, al contrario que en el epos y en el drama, cuyo rasgo
específico es formar (narración, diálogo), el lirismo se define por un rasgo
temático: es el único que describe una situación y no una acción, y por esta
razón, el rasgo común al drama y al epos es el rasgo temático (acción),
mientras que el lirismo comparte con los otros dos géneros dos rasgos
formales (monólogo y representación). Pero este triángulo cojo sólo es el
punto dc partida de un sistema más complicado, que pretende, por una parte,
señalar en cada extremo el lugar de algunos géneros mixtos o intermedios,
tales como el drama lírico, el idilio o la novela dialogada, y por otra, tomar en
cuenta la evolución de las formas literarias desde un Ur-Dichtung primitivo,
éste heredado también de Goethe, hasta las «formas eruditas» más
desarrolladas. Esta vez el triángulo llega a ser, según sugiere Goethe, una
rueda en la que el Ur-Dichtung ocupa el centro; los tres géneros
fundamentales, los tres radios; y las formas intermedias, las tres cuartas partes
restantes, a su vez divididas en segmentos de anillos concéntricos, en los que
la evolución de las formas se va escalonando desde el centro hacia la periferia:
Como vemos, el primer círculo a partir del centro está ocupado por géneros en
principio más espontáneos y populares, cercanos a las «formas simples» de
Jolles, que Petersen evoca explícitamente; el segundo es el de las formas
normativas; el último vuelve nuevamente a formas normativas «aplicadas», en
donde el discurso poético se pone al servicio de un mensaje moral, filosófico o
de otra índole. En cada uno de estos círculos, los géneros se escalonan, según
su grado de afinidad o de parentesco con los tres tipos fundamentales.
Aparentemente satisfecho de su esquema, Petersen asegura que éste puede
servir «como una brújula para orientarse entre las distintas direcciones del
sistema de los géneros»; más reservado, Fubini prefiere comparar esta
construcción con «esos veleros de corcho encerrados dentro de una botella,
que decoran algunas casas de Liguria», cuyo ingenio admiramos sin que
descubramos su utilidad. Verdadera brújula o falso navío, la rosa de los
géneros de Petersen quizás no es tan importante, pero tampoco tan inútil. Por
lo demás, y a pesar de las pretensiones expuestas, ésta no cubre en absoluto la
totalidad de los géneros existentes: el sistema de representación adoptado no
deja un espacio bien determinado para los géneros «puros» más normativos,
como la oda, la epopeya o la tragedia; y sus criterios de definición,
esencialmente formales, le impiden cualquier distinción temática, como las
que oponen la tragedia a la comedia o el romance al novel. Quizá hiciera falta
aquí otro compás, es decir, una tercera dimensión y sin duda sería tan difícil
relacionar uno con otro como las distintas cuadrículas, concurrentes y no
siempre compatibles, de las que se compone el «sistema» de Northrop Frye.
Todavía aquí, la fuerza de sugestión supera en mucho la capacidad explicativa,
es decir, simplemente descriptiva. (No) podemos (sino) soñar sobre todo
esto... Sin duda, es para lo que sirven los navíos en las botellas, y a veces
también, las viejas brújulas.
Pero no abandonaremos esta sección de curiosidades sin echar un vistazo a un
último sistema, puramente «histórico», basado en la tripartición romántica: el
de Ernest Bovet, un personaje muy olvidado hoy día, al que Irene Behrens no
ha pasado por alto, como hemos visto anteriormente. Su trabajo, aparecido en
1911, se titula exactamente Lyrisme épopée, drame: une loi de l'évolution
littéraire expliquée par l'évolution générale. Su punto de partida es el Préface
de Cromwell, en donde el propio Hugo sugiere que la ley de sucesión lírica-
épica-dramática puede aplicarse, a este respecto, como si se tratara de una
estructura en abismo, a cada fase de la evolución de cada literatura nacional:
de este modo, para la Biblia: Génesis-Reyes-Job; para la poesía griega: Orfeo-
Homero-Esquilo; para el nacimiento del clasicismo francés: Malherbe-
Chapelain-Corneille. Para Bovet, igual que para Hugo y también para los
Románticos alemanes, los tres «grandes géneros» no son meras formas (el más
formalista habrá sido Petersen), sino «tres modos esenciales para concebir la
vida y el universo», que corresponden a tres épocas de la evolución tanto
ontogenética como filogenética y que funcionan en cualquier nivel de la
unidad. El ejemplo elegido es el de la literatura francesa 65, dividida aquí en
tres grandes eras, las cuales a su vez se subdividen en tres períodos: la
obsesión trinitaria llega a su culmen. Pero debido a una primera alteración en
su sistema, Bovet no ha intentado proyectar el principio evolutivo sobre las
eras, sino solamente sobre los períodos. La primera era, feudal y católica
(desde los orígenes hasta aproximadamente 1520), conoce un primer período
fundamentalmente lírico, desde los orígenes hasta principios del siglo XII: se
trata de un lirismo oral y popular cuyas huellas hoy día están casi perdidas;
después, una era primordialmente épica, desde 1100 hasta 1328
aproximadamente: canciones de gesta, novelas de caballería; el lirismo entra
en crisis, el drama está aún en estado embrionario; se desarrolla en el tercer
período (1328-1520), con los Mistêres y Pathelin, mientras que la epopeya
degenera en prosa, y el lirismo —Villon es la excepción que confirma la regla
—, en Gran Retórica. La segunda era, desde 1520 hasta la Revolución, es la de
la monarquía absoluta; período lírico: 1520-1610, ilustrado por Rabelais, la
Pléiade, las tragedias líricas de Jodelle y de Montchrestien; las epopeyas de
Ronsard y de Du Bartas son abortadas o se malogran, d'Aubigné es lírico;
período épico: 1610-1715, no debido a la epopeya oficial (Chapelain), que no
vale nada, sino a la novela, que domina toda esa época y se ennoblece en.
Corneille, Racine, cuyo talento no es novelesco, es otra excepción y, además,
su obra fue en aquel entonces mal acogida; Molière anuncia el florecimiento
del drama, 1715-1789, característico del tercer período dramático debido a
Turcaret, Fígaro, Le Neveu de Rameau. Rousseau abre el período siguiente,
período lírico de la tercera era, desde 1789 hasta nuestros días, dominada hasta
1840 por el lirismo romántico; Stendhal anuncia el período épico, 1840-1885,
dominado por la novela realista y naturalista, en el que la poesía (parnasiana)
pierde su vena lírica y en el que Dumas hijo y Henry Becque anuncian desde
1885 el maravilloso florecimiento dramático del tercer período, marcado para
siempre por el teatro de Daudet y, por supuesto, por el de Lavedan, Berstein y
otros gigantes de la escena; la poesía lírica, sin embargo, naufraga en la
decadencia simbolista: véase Mallarrné.
VIII
Una observación antes de concluir: la reinterpretación romántica del sistema
de los modos en sistema de géneros no es, ni de hecho ni de derecho, el
epílogo de esta larga historia. Por ejemplo, Kãte Hamburger, al constatar de
alguna forma la imposibilidad de repartir entre los tres géneros la pareja
antitética subjetividad/objetividad, he aquí que decidía hace algunos años
reducir la tríada a dos términos: el lírico (el antiguo «género lírico»,
aumentado por otras formas de expresión personal como la autobiografía e
incluso la «novela en primera persona»), caracterizado por el Ich-Origo de su
enunciación, y la ficción (que agrupa los antiguos géneros épico y dramático,
además de algunas formas de poesía narrativa, como la balada), definida como
una enunciación sin rastro de su origen 67. Como vemos, el gran excluido de
la Poética ocupa aquí, bonita venganza, la mitad del terreno: es cierto que este
campo ya no es el mismo, puesto que ahora engloba toda la literatura, prosa
incluida. Pero, en realidad, ¿qué entendemos hoy día (es decir, una vez más,
desde el romanticismo) por poesía? Pienso que, la mayoría de las veces, lo que
los prerrománticos entendían por lirismo. La fórmula de Wordsworth 63, que
define la poesía en conjunto, más o menos como el traductor de Batteux
definía la sola poesía lírica, parece un poco comprometedora por la
credibilidad que concede a la afectividad y espontaneidad; pero no sucede lo
mismo con la de Stuart Mill, para quien la poesía lírica es «more eminently
and peculiarly poetry than any other», excluyendo toda narración, toda
descripción, todo enunciado didáctico por antipoético, y decretando, de paso,
que todo poema épico «in so far as it is epic... is no poetry at all». Esta idea,
retornada o compartida por Edgar Poe, para quien «no existe poema extenso»,
será, como ya sabemos, tratada por Baudelaire en sus Notices sur Poe, con la
consiguiente condena absoluta del poema épico o didáctico, y pasará de este
modo a nuestra vulgata simbolista y «moderna» bajo el lema, hoy día un poco
vergonzante pero siempre activo, de «poesía pura». En la medida en que toda
distinción de géneros no ha desaparecido aún, por ejemplo, entre poesía y
prosa, nuestro concepto implícito de la poesía se confunde más o menos (este
punto lo sin duda será cuestionado o mal acogido debido a las connotaciones
anticuadas o molestas adheridas al término, era, a mi parecer, la práctica
misma de la escritura y sobre todo de la lectura poética contemporánea lo
pone en evidencia) con el antiguo concepto de poesía lírica. Dicho de otro
modo: desde hace más de un siglo consideramos como «more eminently and
peculiarly poetry»... precisamente el tipo de poesía que Aristóteles excluía de
su Poética. Pero este vuelco absoluto no es quizás la señal de una auténtica
emancipación.
IX
He intentado mostrar por qué y cómo se llegó a concebir y atribuir a Platón y
Aristóteles una división de los «géneros literarios» que su propia doctrina
literaria rechaza. Sería necesario precisar, para acercarnos más a la realidad
histórica, que la atribución ha conocido dos etapas y dos motivos muy
diferentes: a finales del clasicismo, procedía de un respeto aún vigente, a la
vez que de una necesidad de seguridad por parte de la ortodoxia; en el siglo
xx, se explica más debido a la ilusión retrospectiva (la vulgata está tan bien
fijada que es difícil imaginar que no haya existido desde siempre), y también
es manifiesto en Frye, por ejemplo, debido a un resquicio legítimo de interés
por una interpretación modal -es decir, por la situación de enunciación- de los
hechos genéricos. (Entre las dos citadas, la época romántica y post-romántica
se ha ocupado muy poco de mezclar a Platón y Aristóteles en todo esto). Pero
el actual choque de estas distintas posturas -por ejemplo, el hecho de apelar al
mismo tiempo a Aristóteles, Batteux, Schlegel (o, como veremos, a Goethe), a
Jakobson, a Benveniste y a la filosofía analítica anglo-americana- agrava los
inconvenientes teóricos, sobre los que quisiera insistir para terminar con esta
atribución errónea o -por definirla en términos teóricos- con esta confusión
entre modos y géneros.
En Platón, y también en Aristóteles, como hemos observado, la división
fundamental tenía un estatuto bien determinado, ya que ésta se fundamenta
explícitamente en el modo de enunciación de los textos. A medida que se
tomaban en consideración (muy poco en Platón, más en Aristóteles) los
géneros propiamente dichos, se repartían entre los modos en cuanto que eran
reveladores de tal o cual actitud de enunciación: el ditirambo lo era de la
narración pura, la epopeya de la narración mixta, la tragedia y la comedia, de
la imitación dramática. Pero esta relación de inclusión no impedía que el
criterio genérico y el modal fueran completamente heterogéneos y con un
estatuto radicalmente diferente: cada género se caracterizaba esencialmente
por una especificación del contenido que nada señalaba acerca de la definición
del modo del que dependía. La división romántica y post-romántica, por el
contrario, examina de hecho lo lírico, lo épico y lo dramático, no ya como
meros modos de enunciación, sino como auténticos géneros, cuya definición
entraña inevitablemente un elemento temático por muy vago que sea. Lo
observamos entre otros en Hegel, para quien existe un mundo épico,
caracterizado por un tipo determinado de agregación social y de relaciones
humanas, un contenido lírico (el «tema individual»}, un espacio dramático
«hecho de conflictos y colisiones»; también en Hugo, para quien, por ejemplo,
el verdadero drama es inseparable del mensaje cristiano; lo vemos aún en
Viëtor, para quien los tres grandes géneros expresan tres «actitudes
fundamentales» 70: en el lírico, el sentimiento; en el épico, el conocimiento;
en el dramático, la voluntad y la acción.
El paso de un estatuto al otro está ilustrado, si no voluntariamente, sí
claramente, en un célebre texto de Goethe 71, al que hemos vuelto a encontrar
varias veces indirectamente, y que ahora hay que considerar por sí mismo.
Goethe opone las meras «clases poéticas» (Dichtarten), que son los géneros
particulares como la novela, la sátira o la balada, a estas «tres auténticas
formas naturales (dreiechte Naturformen)» de la poesía, que son el epos,
entendido como narración pura (klar erzahlende), el lírico, definido como
delirio apasionado (enthusiastisch aufgeregte), y el drama, como
representación viva (persónlich handelnde). Estos tres modos poéticos
(Dichtweisen), añade él, pueden actuar juntos o por separado. En la oposición
entre Dichtarten y Dichttueisen se esconde con precisión la distinción entre
géneros y modos, y está ratificada por la definición puramente modal del epos
y del drama. En compensación, la del género lírico es más bien temática, lo
cual quita pertinencia al término Dichtweisen y nos remite a la noción más
indecisa de Naturform, que abarca todas las interpretaciones, y que -sin duda,
por esta misma razón-e- es la más comentada por los estudiosos.
Pero precisamente lo que importa es saber si la calificación de «formas
naturales» puede ser aplicada aún legítimamente a la tríada
lírica/épica/dramática redefinida en términos genéricos. Los modos de
enunciación pueden, en todo caso ser calificados como «formas naturales», al
menos en el mismo sentido que cuando hablamos de «lenguas naturales»:
alarde literario aparte, el usuario de la lengua debe constantemente, incluso o
sobre todo inconscientemente, elegir entre actitudes de locución tales como
discurso e historia (en el sentido benvenistiano), cita literal y estilo indirecto,
etc. La diferencia de estatuto entre géneros y modos se encuentra
principalmente ahí: los géneros son categorías propiamente literarias 72, los
modos son categorías que dependen de la lingüística, o más exactamente, de
una antropología de la expresión verbal. «Formas naturales», pues, en este
sentido relativo, y en la medida en que la lengua y su uso se manifiestan como
un don natural frente a la elaboración consciente y deliberada de las formas
estéticas. Pero la tríada romántica y sus derivados posteriores no se sitúan ya
en este terreno: lírico, épico, dramático se oponen aquí a los Dichtarten, ya no
como modos de enunciación verbal, anteriores y exteriores a toda definición
literaria, sino más bien como una especie de archigéneros. Archi- porque cada
uno de ellos se supone que sobrepasa y contiene, jerárquicamente, un
determinado número de géneros empíricos, los cuales son evidentemente, y
sea cual sea la amplitud, duración o capacidad de recurrencia, hechos de
cultura y de historia; pero también (o ya) -géneros porque sus criterios de
definición incluyen siempre, como ya hemos visto, un elemento temático que
supera la descripción puramente formal o lingüística. Este doble estatuto no es
privativo de ellos, ya que un «género» como la novela o la comedia puede
también subdividirse en «especies» más determinadas -novela de caballería,
novela picaresca, etc.; comedia de caracteres, farsa, vodevil, etc.- sin que
ningún límite se haya fijado a priori en esta serie de inclusiones: todo el
mundo sabe, por ejemplo, que la clase novela policiaca puede a su vez
subdividirse en diversas variedades (enigma policiaco, thriller, policiaco
«realista» a la manera de Simenon, etc.), y es que un poco de ingenio siempre
puede multiplicar las apelaciones entre la especie y el individuo, y nadie
puede poner fin aquí a la proliferación de especies: la novela de espionaje
hubiera sido perfectamente imprevisible para un teórico de la poética del siglo
XVIII, y otras muchas especies por venir nos resultan hoy día inimaginables.
En suma, todo género puede siempre contener varios géneros y los
archigéneros de la tríada romántica no tienen ningún privilegio natural que les
haga ser diferentes. Todo lo más, se los podría describir como las últimas
exigencias de la clasificación por aquel entonces en uso: pero el ejemplo de
Käte Hamburger demuestra que una nueva reducción no está a priori
descartada (al contrario, no sería una locura prever una fusión inversa a la
suya entre el lírico y el épico, dejando aparte el dramático, por ser la única
forma de enunciación rigurosamente «objetiva»); y el ejemplo de W. V.
Ruttkowski que también puede proponer, tan razonablemente como el anterior,
otra instancia suprema, en esta ocasión lo didáctico. Y así sucesivamente. En
la clasificación de las especies literarias, como en otra cualquiera, ninguna
instancia es por esencia más «natural» o más «ideal» -excepto sobrepasando
los criterios propiamente literarios, como hacían implícitamente los antiguos
con la instancia modal-. No hay ningún nivel genérico del que pueda afirmarse
que es más «teórico», o que pueda ser alcanzado por un método más
«deductivo» que el resto: todas las clases, todos los subgéneros, géneros o
super-géneros son categorías empíricas, establecidas por la observación del
legado histórico, en última instancia -como hemos visto en Aristóteles o en
Frye- por extrapolación, partiendo de este supuesto, es decir, por un
movimiento deductivo superpuesto a un primer movimiento todavía inductivo
y analítico. Los grandes «tipos» ideales que oponemos tan a menudo 74, desde
Goethe a las formas pequeñas y a los géneros medios, no son más que clases
más amplias y menos especificadas, cuya extensión cultural tiene, por esta
razón, la posibilidad de ser más grande, pero cuyo principio no es ni mucho
menos antihistórico: el «tipo épico» no es más ideal ni más natural que los
géneros «novela» y «epopeya», y se supone que los engloba -a menos que se
le defina como el conjunto de los géneros principalmente narrativos-, lo que
nos lleva enseguida a la división de los modos, ya que tanto el relato como el
diálogo dramático son actitudes fundamentales de enunciación, cosa que no se
puede decir del. género épico ni del dramático, ni, por supuesto, del lírico, en
el sentido romántico de estos términos.
Recordando estas evidencias, a menudo mal conocidas, no pretendo de
ninguna manera negar para los géneros literarios toda clase de fundamento
“natural” y transhistórico: considero, por el contrario, como otra evidencia
(ambigua) la existencia de una postura existencial, de una «estructura
antropológica» (Durand), de una «disposición mental» Jolles), de un
«esquema imaginativo» (Mauron), o, como diríamos corrientemente, de un
«sentimiento» propiamente épico, lírico, dramático -pero también trágico,
cómico, elegíaco, fantástico, novelesco, etc. cuya naturaleza, el origen, la
permanencia y la relación con la historia (entre otras cosas) quedan aún por
estudiar. Niego solamente que una última instancia genérica, y sólo ésta,
pueda definirse por medio de términos que excluyen lo histórico: cualquiera
que sea el nivel de generalidad en que nos situemos, el hecho genérico mezcla
inextricable mente el hecho natural y el hecho cultural, entre otros. También es
evidente que las proporciones y el tipo de relación incluso pueden variar, pero
ninguna instancia viene totalmente dada por la naturaleza o por el espíritu,
como tampoco ninguna está totalmente determinada por la historia 77.
Así pues, hemos visto en dónde reside el inconveniente teórico de una
atribución engañosa, que en principio podría mostrarse como un mero lapsus
histórico sin importancia, aunque no exento de significación: consiste en que
esta atribución proyecta el privilegio de naturalidad («no hay en esto ni puede
haber más que tres maneras de representar las acciones, etc.»), que era
legítimamente el de los tres modos, narración Pura/narración mixta/imitación
dramática, en la tríada de géneros o de archigéneros, lirismo/epopeya/drama:
«no hay ni puede haber más que tres actitudes poéticas fundamentales, etc.».
Al jugar subrepticia (e in conscientemente) con los dos cuadros de la
definición modal y de la definición genérica, convierte estos archigéneros en
tipos ideales o naturales, que no existen ni pueden existir. En la realidad no
hay archigéneros que escapen totalmente de la historicidad y que mantengan a
la vez una definición genérica. Existen modos, por ejemplo, el relato; existen
géneros, por ejemplo, la novela; la relación entre géneros y modos es compleja
y sin duda no es, como sugiere Aristóteles, una relación de simple inclusión.
Los géneros pueden entremezclarse con los modos (el Edipo relatado sigue
siendo trágico), quizá del mismo modo que las obras se imbrican en los
géneros, o tal vez de un modo diferente: pero sabemos muy bien que una
novela no es sólo un relato y que, por lo tanto, no es una especie del relato, ni
siquiera una especie de relato. Esto es todo lo que podemos decir en este
campo del conocimiento y sin duda es, incluso, demasiado. La poética es una
«ciencia» muy vieja y muy joven: lo poco que «sabe», quizás le vendría bien
olvidarlo algunas veces. En cierto sentido, esto es cuanto quería decir, y esto
es también, por supuesto, demasiado.
X
Lo que precede es, con algunos retoques y adiciones añadidos, el texto de un
artículo publicado en Poétique, en noviembre de 1977, bajo el título “Géneros,
“tipos”, modos”. Tal y como me lo hizo observar Philippe Lejeune bien
pronto, la conclusión era excesivamente informal, o figurada: si hace falta
(¿pero es que hace falta?) hablar literalmente, la poética no tiene que “olvidar”
sus errores pasados (o presentes), sino, por supuesto, tiene que conocerlos
mejor para evitar recaer en ellos. En la medida en que la atribución a Platón y
Aristóteles de la teoría de “los tres géneros fundamentales” es un error
histórico que sanciona y valoriza una confusión teórica, pienso evidentemente
que es preciso al mismo tiempo desembarazarse de ello y guardar en mente,
como lección, este accidente (demasiado) significativo.
Pero, por otra parte, esta conclusión evasiva oculta, mal y sin saberlo
demasiado, un aprieto teórico que intentaré retomar ahora por este detalle: “sin
duda, decía yo, (la relación de géneros y modos) no es, como sugiere
Aristóteles, de simple inclusión, etc.” “Como sugiere Aristóteles” es, me doy
cuenta de ello, equívoco: ¿Aristóteles sugiere que lo es o que no lo es? Me
parecía entonces que decía que sí, que lo era, pero no estaba sin duda
demasiado seguro de ello, de ahí el prudente “sugiere” y la construcción
ambigua. ¿Qué es lo que pasa de hecho, o qué es lo que opino de eso ahora?
Que en Aristóteles, y contrariamente a lo que pasa con la mayor parte de los
teóricos ulteriores, clásicos o modernos, la relación entre la categoría del
género y la de aquello que yo denomino “modo” (el término “género”,
después de todo, no está por sí mismo en la Poética) no es de simple inclusión,
o más precisamente no es de simple inclusión. Hay y no hay inclusión, o más
bien hay (al menos) doble inclusión, es decir, intersección. Como queda bien
manifiesto -de esto también me doy cuenta retrospectivamente- la tabla aquí
presente (1) y construida a partir del texto de la Poética, la categoría de género
(como pueda ser la tragedia) viene incluida a la vez en la de modo (dramático)
y en la de objeto (superior), de la que ella releva a otro título, pero al mismo
grado. La diferencia estructural entre el sistema de Aristóteles y el de las
teorías románticas y modernas es que estas últimas se reducen generalmente a
un esquema de inclusión unívoca y jerarquizada (las obras en las especies, las
especies en los géneros, los géneros en los “tipos”), mientras que el sistema
aristotélico -por rudimentario que sea por otro lado- es implícitamente tabular,
supone implícitamente una tabla de (por lo menos) doble entrada donde cada
género releva a la vez (al menos) a una categoría modal y a una categoría
temática: la tragedia, por ejemplo, es (a este nivel) definida al mismo tiempo
como esa clase de obras con sujeto noble que se representan en escena, y
como esa clase de obras representadas en escena en que el sujeto es noble; la
epopeya a la vez como una acción heroica narrada y como el relato de una
acción heroica, etc. Las categorías modales y temáticas no tienen entre ellas
ninguna relación de dependencia, el modo no incluye ni implica el tema, el
tema no implica ni incluye el modo, y de esto debería entenderse que la
presentación espacial de la tabla podría invertirse, con los objetos en abscisas
y los modos en ordenadas; pero los modos y los temas, al entrecruzarse, co-
incluyen y determinan los géneros.
De hecho, ahora me parece que, con todo, y, si hace falta (¿hace falta?) un
sistema, y a pesar de su exclusión, ahora injustificable, de los géneros no
representativos, el de Aristóteles (una vez más, torniamo alla antico…) es en
su estructura más bien superior (es decir, evidentemente, más eficaz) que la
mayor parte de los que le han seguido, y que vicia fundamentalmente su
estructura su taxonomía inclusiva y jerarquizada, la cual en cada ocasión
bloquea desde el principio todo el juego y lo conduce a un impasse.
De ello encuentro un nuevo ejemplo en la obra reciente de Klaus Hempfer,
Gattungstheorie, (2) que se quiere una puesta a punto sintética de los
principios teóricos existentes. Bajo el título a la vez modesto y ambicioso de
“terminología sistemática”, Hempfer propone un sistema implícitamente
jerarquizado en que las clases inclusivas serían, de la más vasta a la más
restringida, los “modos de escritura” (Schreibweisen), fundados en situaciones
de enunciación (estos son nuestros modos, ejemplo: narrativo vs dramático);
los “tipos” (Typen), que son especificaciones de los modos: por ejemplo, en el
seno del modo narrativo, narración “en primera persona” (homodiegética) vs
narración “autorial” (heterodiegética); los “géneros” (Gattungen), que son las
realizaciones concretas históricas (novela, nouvelle, epopeya, etc.); y los
“subgéneros” (Untergattungen), que son especificaciones más restringidas en
el interior de los géneros, como la novela picaresca en el seno del género
novela.
Este sistema es a primera vista seductor (para quien se deja seducir por este
tipo de cosas), para empezar porque coloca en la cima de la pirámide la
categoría de modo, a mi parecer la más innegablemente universal en tanto que
se funda en el hecho, transhistórico y translingüíatico, de situaciones
pragmáticas. Además, porque la categoría de tipo hace aquí justicia
legítimamente a especificaciones sub-modales como las que el estudio de las
formas narrativas ha descubierto desde hace un siclo: si el modo narrativo es
una categoría transgenérica legítima, parece evidente que una teoría del
conjunto de los géneros deba integrar las especificaciones sub-modales de la
narratología, y del mismo modo funcionan naturalmente las eventuales
especificaciones del modo dramático. De la misma manera, no se puede
cuestionar (y ya lo he admitido) que una categoría genérica como la novela se
deje subdividir en especificaciones menos extensivas y más comprehensivas
como las de novela picaresca, sentimental, policial, etc. En otras palabras, la
categoría de modo y la de género nombran inevitablemente, cada una por su
cuenta, sus subdivisiones, y evidentemente nada impide bautizarlas
respectivamente “tipos” y “subgéneros” (aun si el término “tipo” no es
recomendable ni por su transparencia ni por su congruencia paradigmática:
sub-modo sería a la vez más claro y más “sistemático”, es decir, en este caso,
simétrico).
Pero el centro de la cuestión, bien se ve, es cuando se trata de articular en
inclusión la categoría de género a la de “tipo”. Porque si el modo narrativo
incluye en cierta manera, por ejemplo, el género novela, es imposible
subordinar la novela a una especificación particular del modo narrativo: si se
divide lo narrativo en narración homodiegética y heterodiegética, está claro
que el género novela no puede entrar entero en ninguno de esos dos tipos,
porque existen novelas “en primera persona” y novelas “en tercera persona”.
(3) Dicho brevemente, si el “tipo” es un sub-modo, el género no es un sub-
tipo, y la cadena de inclusiones se rompe ahí.
Pero esta systematisch Terminologie aún hace dificultoso otro punto, que he
evitado mencionar hasta ahora: la categoría suprema de Schreibweisen no es
tan homogénea (puramente modal) como he dejado ver, porque comporta otras
“constantes ahistóricas” que los modos narrativo y dramático; Hempfer a decir
verdad menciona una sola, pero su presencia basta para desequilibrar toda la
clase: el modo “satírico”, de la que la determinación es evidentemente de
orden temático -más próxima a la categoría aristotélica de los objetos que la
de los modos.
Esta crítica, que me apresuro a precisar, no apunta sino a la incoherencia
taxonómica de una clase bautizada como “modos de escritura”, y que parece,
de hecho, dispuesta para embarcar indistintamente todas las “constantes”, sean
del orden que sean. Como ya he indicado, admito, en efecto, la existencia, al
menos relativa, de constantes “ahistóricas”, o más bien transhistóricas, no
solamente del lado de los modos de enunciación, sino también de algunas
grandes categorías temáticas como la heroica, la sentimental, la cómica, etc.,
cuyo censo eventual no haría tal vez nada más que diversificarlas y matizarlas,
a la manera de los “modos” según Frye o, de otra manera, la oposición
rudimentaria planteada por Aristóteles entre “objetos” superiores, iguales e
inferiores, sin comprometer necesariamente por el momento el principio de
una tabla de los géneros fundada en la intersección de categorías modales y
temáticas, simplemente más numerosas de un lado y de otro que en la
sistematización de Aristóteles: las temáticas, evidentemente -y recuerdo que lo
esencial de la Poética se consagra a una descripción más especificada del
sujeto trágico, que deja subsistir implícitamente fuera de su definición a
formas menos “eminentemente trágicas” del drama serio; las modales, al
menos porque sería preciso hacerle hueco al modo no representativo (ni
narrativo ni dramático) de la expresión directa (4), y también, sin duda para
diversificar los modos en sus sub-modos reconocidos por Hempfer: hay
múltiples “tipos” del discurso, múltiples “tipos” de representación dramática,
etc.
Podríamos entonces encarar una red de tipo aristotélico, pero mucho más
complejo que el de Aristóteles, donde n clases temáticas referidas a p clases
modales y sub-modales determinarán un número considerable (es decir, np, ni
más ni menos) de los géneros existentes o posibles. Pero nada permite a priori
limitar a dos el número de esta lista de parámetros, y por tanto de salvaguardar
el principio de la tabla de dos dimensiones: cuando Fielding, con espíritu
todavía muy aristotélico, define Joseph Andrews (y, después, Tom Jones y
algunos otros) como una “epopeya cómica en prosa”, incluso si podemos
reducir sin demasiada violencia el término epopeya cómica al cuarto casi
aristotélico, la especificación “en prosa” introduce inevitablemente un tercer
eje de parámetros que desborda e invalida el modelo de la red tabular, porque
la oposición en prosa/en verso no está propiamente al modo narrativo (como
la oposición homo/hetero-diegético), sino que atraviesa también el modo
dramático: existen, al menos después de Molière, comedias, y, al menos desde
el Axiane de Scudéry, tragedias en prosa. Haría falta entonces un volumen de
tres dimensiones -en la que la tercera, lo recuerdo, había sido implícitamente
prevista por Aristóteles bajo la forma de pregunta “¿en qué?” que determina la
elección de los “medios” formales (en qué lengua, en qué verso, etc.) de la
imitación. Estoy suficientemente inclinado a pensar que, tal vez, por una feliz
incapacidad del espíritu humano, los grandes parámetros concebibles del
sistema genérico se reducen a estas tres clases de “constantes”: temáticas,
modales y formales, y que una especie de cubo traslúcido, sin duda menos
manejable -y menos grácil- que el rosetón de Petersen, produciría al menos
durante un tiempo la ilusión de plantarle cara y de rendir cuentas con el
sistema. Pero no estoy muy seguro, y lo he manejado durante mucho tiempo,
aunque fuera con pinzas, de los diversos esquemas y proyecciones de mis
ingeniosos predecesores para entrar a mi vez en ese juego peligroso. Nos
bastará entonces por el momento el plantear que un cierto número de
determinaciones temáticas, modales y formales relativamente constantes y
transhistóricas (es decir, de un ritmo de variación sensiblemente más lento
que los que la Historia –“literaria” y “general”- ha conocido ordinariamente)
dibujan en cierto modo el paisaje donde se inscriben la evolución del campo
literario, y, en gran medida, determinan alguna cosa como la reserva de
virtualidades genéricas en las cuales esta evolución hace su elección -no sin
sorpresas a veces, por supuesto, o repeticiones, caprichos, mutaciones bruscas
o creaciones imprevisibles.
Sé muy bien que una visión semejante de la Historia puede parecer una mala
caricatura de pesadilla estructuralista, favoreciendo aquello que precisamente
hace a la Historia irreductible a ese género de tablas, saber lo acumulativo y lo
irreversible -el mero hecho, por ejemplo, de la memoria genérica (la
Jerusalén liberada se acuerda de la Eneida, que se acuerda de la Odisea, que
se acuerda de la Ilíada)-, que no incita solamente a la imitación, y por tanto al
inmovilismo, sino también a la diferenciación -no se puede evidentemente
repetir lo que se imita-, y por lo tanto a un mínimo de evolución. Pero, por
otra parte, sigo pensando que el relativismo absoluto es un imposible, que el
Historicismo acaba con la Historia, y que el estudio de las transformaciones
implica el examen, y por tanto el tomar en consideración, las permanencias. El
devenir histórico no está evidentemente determinado, pero sí que está en gran
medida previsto por la tabla combinatoria: antes de la era burguesa no era
posible un drama burgués, pero, ya lo hemos visto, el drama burgués se deja
definir bastante bien como la inversión simétrica de la comedia heroica. Y
observo todavía que Philippe Lejeune, que encuentra, sin duda con justeza, en
la autobiografía un género relativamente reciente, la define en términos
(“relato retrospectivo en prosa que una persona hace de su propia existencia,
cuando acentúa su vida individual, en particular la historia de su
personalidad”) donde no interviene ninguna determinación histórica: la
autobiografía no es posible más que en la época moderna, pero su definición,
combinatoria de tres temáticas (provenir de una individualidad real), modales
(narración autodiegética retrospectiva) y formales (en prosa), es típicamente
aristotélica, y rigurosamente intemporal. (5)
XI
-Queda todavía, se me dirá, que esta aproximación es también demasiado
retrospectiva, y que si Lejeune puede recordar a Aristóteles, Aristóteles no
anuncia a Lejeune, y nunca ha definido la autobiografía.
-Estoy de acuerdo, pero ya hemos observado que, algunos siglos antes de
Fielding, sin saberlo y por un detalle cercano (la prosa), él ya había definido la
novela moderna, de Sorel a Joyce: “relato bajo” -¿se ha encontrado algo mejor
después?
-Dicho brevemente, progresos muy lentos en poética. Quizás valdría la pena
renunciar a una empresa tan marginal (en sentido económico), y dejar a los
historiadores de la literatura, a quienes ella vuelve con toda evidencia, el
estudio empírico de los géneros, o quizás de los subgéneros, como
instituciones socio-históricas: la elegía romana, la canción de gesta, la novela
picaresca, la comédie larmoyante, etc.
-Esa sería una derrota muy buena, y aparentemente un buen negocio para todo
el mundo, aunque todos los artículos citados no sean de primera mano. Pero
dudo que se pueda tan fácilmente, o tan pertinentemente, escribir la historia de
una institución que no se habría definido previamente: en la novela picaresca
hay novela y, suponiendo que el pícaro sea un elemento social de la época con
el que la literatura nada tiene que ver (es una suposición un poco grosera),
queda definir esa especie por el género próximo, el género en sí mismo por
otra cosa, y entonces nos volvemos a hallar en plena poética: ¿qué es la
novela?
-Cuestión ociosa. Lo que cuenta es esa novela, y no olvide que el
demostrativo dispensa la definición. Ocupémonos de lo que existe, es decir, de
las obras singulares. Hagamos crítica, la crítica prescinde muy bien de los
universales.
-Prescinde muy mal, porque recurre a ellos sin saberlo y sin conocerlos, y en
el momento mismo en que pretende prescindir: usted ha dicho “esa novela”.
-Digamos “ese texto” y no discutamos más de eso.
-No estoy seguro de que haya usted ganado con el cambio. En el mejor de los
casos, usted cae de la poética a la fenomenología: ¿qué es un texto?
-No me preocupa lo más mínimo: siempre puedo, whatever it is, encerrarme y
comentarlo a mi manera.
-Entonces usted se encierra en un género.
-¿En qué género?
-El comentario de texto, naturalmente, e incluso, de forma más precisa, el
comentario de texto que no se preocupa lo más mínimo de géneros: ese es un
subgénero. Francamente, su discurso me interesa.
-El suyo me interesa también. Me gustaría saber de dónde viene esa manía
suya de salir: del texto por el género, del género por el modo, del modo…
-Por el texto, a la ocasión y por cambiar, o, en segundo grado, salir de la
salida. Pero es un hecho que, por el momento, el texto no me interesa sino por
su trascendencia textual, saber todo lo que lo pone en relación, manifiesta o
secreta, con otros textos. Llamo a esto transtextualidad, y englobo en ello la
intertextualidad en sentido estricto (y “clásico”, desde Julia Kristeva), es
decir, la presencia literal (más o menos literal, integral o no) de un texto en
otro: la cita, es decir, la convocación explícita de un texto a la vez presente y
distanciado por las comillas, es el ejemplo más evidente de este tipo de
funciones, que comportan muchas otras. Subsumo también, bajo el término,
que se impone (mediante el modelo lenguaje/metalenguaje), de
metatextualidad, la relación transtextual que une un comentario al texto que
comenta: todos los críticos literarios, desde hace siglos, producen metatexto
sin saberlo.
-Lo sabrán desde mañana: revelación sorpresiva, promoción inestimable. Os
lo agradezco en su nombre.
-Eso no es nada, ya sabe lo que me gusta a mí ayudar de forma sencilla. Pero
déjeme terminar: propongo aún otras clases de relación -paro lo esencial,
pienso, de imitación y transformación, de la que el pastiche y la parodia
pueden dar una idea, o más bien dos ideas, muy diferentes, aunque
confundidas demasiado a menudo, o distinguidas de forma inexacta- que a
falta de algo mejor bautizaré como paratextualidad (pero es también para mí la
transtextualidad por excelencia), y de la que nos ocuparemos tal vez algún día,
si el azar hace que la Providencia consienta. Reconozco finalmente (salvo
omisión) aquella relación de inclusión que une cada texto a los diversos tipos
de discurso de los que se entresacan. Aquí vienen los géneros, y sus
determinaciones ya entrevistas: temáticas, modales, formales, y otras (?).
Nombremos aquí, como va de suyo, al architexto, y architextualidad, o
simplemente architextura…
-Usted tiene una sencillez algo pesada. Las bromas sobre la palabra texto
forman un género que me parece muy fatigado.
-Estoy de acuerdo. También propondría que esta fuera la última.
-Yo hubiera preferido…
-Yo también, pero qué quiere, esto no se rehace, y no prometo nada después de
haberlo pensado todo muy bien. Llamemos entonces architextualidad a la
relación del texto con su architexto. (6) Esta trascendencia es omnipresente,
independientemente de lo que hayan dicho Croce y otros sobre la invalidez del
punto de vista genérico en literatura, y por otra parte: nos podemos deshacer
de esta objeción recordando que un cierto número de obras, desde la Ilíada, se
han sometido ellas mismas a este tipo de visión, que un cierto número de
otras, como la Divina Comedia, se han sustraído desde el principio, que la
única oposición entre esos dos grupos esboza un sistema de géneros -se podría
decir, de forma más simple, que la mezcla o el desprecio a los géneros es un
género entre otros- y que de este esbozo fuertemente rústico nada puede
escapar y nada puede satisfacer: supone, por tanto, poner la mano en el fuego.
-Yo le dejo poner la mano en el fuego.
-Sale perdiendo: es mi fuego y su mano. El architexto es omnipresente, por
encima, por encima, alrededor del texto, que no teje su tela sino al colgarla,
por aquí y por allá, en esta red de la architextura. Aquello que llamamos teoría
de los géneros, o genología (Van Tieghem), teoría de los modos (propongo
modística; la narrática, o narratología, teoría del relato, en parte), teoría de
las figuras -no, esto no es retórica, o teoría del discurso, que sobrevuela muy
por encima de todo esto; figurática me suena bien; ¿qué diría usted de
figurología?
-…
-No le obligo a decidirse -teoría de los estilos, o estilística trascendental…
-¿Por qué trascendental?
-Para que suene chic, y para oponerse a la crítica estilista de Spitzer, que se
quiere normalmente inmanente al texto; teoría de las formas, o morfología (un
poco desatendida en la actualidad, pero esto podría cambiar; ella comprende,
entre otras, la métrica, entendida, propone Mazaleyrat, como el estudio
general de las formas poéticas), teoría de los temas, o temática (de la que la
crítica así calificada no sería más que una aplicación a las obras singulares),
todas esas disciplinas…
-No me gusta demasiado esa noción.
-He aquí entonces un punto en común entre nosotros. Pero una “disciplina”
(pongamos ahí comillas contestatarias) no es, o al menos no debería ser, una
institución, sino solamente un instrumento, un medio transitorio, rápidamente
abolido en su conclusión, la cual perfectamente puede no ser otra cosa que
otro medio (otra “disciplina”) que, a su vez… y así de seguido: el asunto está
en avanzar. Ya hemos utilizado algunas cuya necrología le ahorraré.
-Un servicio vale por otro: no ha terminado usted su frase.
-Contaba con excusarme, pero veo que nada se le escapa. Todas estas
“disciplinas”, entonces, y algunas otras que quedan por inventar y a concluir a
su vez -el todo que forma y reforma sin cesar la poética, cuyo objeto,
afirmémoslo enérgicamente, no es el texto, sino el architexto-, pueden servir, a
falta de algo mejor, para explorar esa trascendencia architextual, o
architextural. O más modestamente, a navegar por ella. O, aún más
modestamente, a flotar por ella, a alguna parte más allá del texto.
-Tiene usted ahora una modestia aventurera: flotar en una trascendencia a
bordo de una “disciplina” avocada a su conclusión (o reforma) … Señor
teórico, le veo muy mal.
-Mi querido Fréderic, ¿le he dicho ya que me marchaba?
(1) p.
(2) Munich, W. Fink, 1973, p. 26-27
(3) Observamos de pasada que estas especificaciones “formales”, es decir,
(sub)modales, no tienen comúnmente el estatuto de subgéneros, o de especies,
como las novelas picarescas, sentimentales, etc., evocadas más arriba. Las
categorías propiamente (sub)genéricas aparecen aparentemente siempre
ligadas a especificaciones temáticas. Pero es algo que habría que observar más
detalladamente.
(4) Hay en cambio siempre una dificultad, o torpeza, en introducir dentro de
un paradigma de los modos de representación un modo no representativo. Es
un poco la historia de ese bochorno que he detallado en lo que antecede, y de
la que temo estar abriendo aquí un nuevo episodio. ¿A menos que el modo no
representativo pueda entrar en el sistema en tanto que grado cero?
(5) La historicidad, sin duda, se introduce desde que se plantea que las
nociones de devenir y de individualidad son inconcebibles antes del siglo
XVII, pero esta (hipó)tesis es exterior a la definición propiamente dicha -a
decir verdad, no estoy seguro de haber elegido el ejemplo más difícil con la
autobiografía: tendríamos más dificultades si imaginamos a Aristóteles
definiendo el western, o la space opera. Ciertas especificaciones temáticas
portan inevitablemente la marca de su terminus a quo.
(6) El término architextura y el adjetivo architextual han sido utilizados por
Mary-Ann Caws, Le passage du poème, CAIEF, mayo de 1978, en una
concepción totalmente distinta, que se me escapa.