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Los sabios que aparecen en el relato del nacimiento de Jesús de Mateo, desde el
momento en que él los introdujera, a mediados de la década de los ochenta del siglo I,
han quedado fuertemente vinculados a nuestras celebraciones de Navidad. Montados
en sus camellos, los reconocemos de inmediato cuando su perfil aparece en nuestras
tarjetas de felicitación, en los escaparates y anuncios, y en nuestras cabalgatas. Su
tradición particular ha llegado a desarrollarse hasta incluso ponerles un nombre:
Gaspar, Melchor y Baltasar. Y se los ha interpretado como símbolos de la diversidad de
razas humanas: caucásicos, africanos y asiáticos. Además, se han compuesto villancicos
sobre ellos cuyas letras nos sabemos de memoria y muchos hemos sido uno de ellos en
alguna ocasión ya sea en nuestra ciudad o en un ambiente más familiar.
Estos personajes están tan profundamente arraigados en nuestra vida y en nuestra
cultura que pocos de entre nosotros somos conscientes de que, fuera del evangelio de
Mateo, no se mencionan nunca más, en ningún otro sitio del Nuevo Testamento. Estos
hombres sabios solo existen gracias a Mateo, que sólo los menciona en su relato del
nacimiento de Jesús. Además, cuando acudimos a esta fuente y la examinamos con
algo de detalle, descubrimos, no sin sorpresa, que en ningún momento se dice que
aquellos sabios fuesen tres ni que viajasen en camellos. Parece que ambos detalles (ser
tres y viajar en camello) ¡parece que fue la imaginación la que los introdujo en la
tradición!
Estos datos deberían bastar para leer más críticamente esta historia bíblica tan familiar,
y preguntarnos si hay algo más que mitología en este relato de los magos. Pero, si
concluimos que los magos fueron personajes mitológicos y no personas que existieron
históricamente, entonces hemos de volver a preguntarnos por cuál fue su significado y
por qué los creó Mateo. Ésta es la cuestión que quiero examinar en esta columna con la
que continuamos nuestra serie sobre su Evangelio.
En primer lugar, tenemos que tener en cuenta que las señales cósmicas que acompañan
el nacimiento de algún ser humano siempre son un ejercicio de interpretación y tienen
carácter mitológico. Las estrellas del cielo son cuerpos que se rigen por las leyes de la
naturaleza. Relacionarse con ellas como si pudiesen revelar acontecimientos de la
historia humana, e incluso anticipar el futuro, no es más que superstición e ignorancia.
Esta ha sido siempre una tendencia humana, tal como pone de manifiesto lo extendida
que está la astrología. Pero interpretar la historia humana a base de estudiar las
estrellas no es otra cosa que un sinsentido.
En segundo lugar, la idea de que el nacimiento de Jesús fue o pudo haber sido
anunciado por una estrella especial implica la concepción de las estrellas como
lumbreras colgadas del cielo por la divinidad, que vive justo encima de dicho cielo. En
los tiempos bíblicos, la gente no tenía la noción actual del espacio ni de las vastas
distancias en el universo. Copérnico no nacería hasta 1600 años después. En la
mentalidad del siglo I, la idea de que una estrella pudiese aparecer para anunciar un
acontecimiento en la tierra era tan poco problemática como la de que Dios, que se
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