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Humildad
La belleza de la santidad

Rev. Andrew Murray

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Humildad, La belleza de la santidad

Copyright 2018 Editorial Tesoro Bíblico

Editorial Tesoro Bíblico, 1313 Commercial St., Bellingham, WA 98225

Versión en inglés: Humility, The Beauty of Holiness

Primera impresión 1800

Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro puede ser reproducida, ni
almacenada en ningún sistema de memoria, ni transmitida por cualquier medio sea electrónico,
mecánico, fotocopia, grabado etc., excepto por citas breves en artículos analíticos, sin permiso
previo de la editorial.

Las citas bíblicas son tomadas de la Biblia Reina Valera (RVR) 1960.

© Sociedades Bíblicas Unidas. Usado con permiso.

Traducción: Noemí Cox

Digital ISBN: 9781683592594

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Contenido:
1. Prefacio

2. Humildad: La gloria de la creación

3. Humildad: El secreto de la redención

4. La humildad de Jesús

5. La humildad en la enseñanza de Jesús

6. La humildad en los discípulos de Jesús

7. La humildad en la vida diaria

8. La humildad y la santidad

9. La humildad y el pecado

10. La humildad y la fe

11. La humildad y la muerte del ego

12. La humildad y la felicidad

13. La humildad y la exaltación

14. Notas

Una oración por la humildad

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Prefacio
Hay tres grandes motivos que nos instan a alcanzar la humildad puesto que: nos convierte en
seres creados, en pecadores y en santos. El primer aspecto lo vemos en las huestes celestiales,
en el hombre antes de la caída y en Jesús como Hijo del Hombre. El segundo tiene que ver con
nuestra naturaleza caída, y señala el único camino por el que podemos volver a nuestro lugar
adecuado como creación. En el tercero, se encuentra el misterio de la gracia, que nos enseña
que, al perdernos a nosotros mismos en la inmensidad del amor redentor, la humildad es para
nosotros el cumplimiento de la bienaventuranza y adoración eternas.

En nuestra enseñanza religiosa habitual, el segundo aspecto se ha puesto en primer plano


de manera muy exclusiva, de manera que algunos se han ido incluso al extremo de afirmar que
debemos seguir pecando si queremos seguir siendo humildes. Otros, por su parte, han pensado
que en la fortaleza de la auto-condenación es donde reside el secreto de la humildad. Y la vida
cristiana ha sufrido pérdida donde los creyentes no han sido claramente guiados para ver que,
incluso en nuestra relación como seres creados, nada es más natural, hermoso y de bendición
que no ser nada, de modo que Dios lo sea todo; o donde no se ha aclarado que no es el pecado
lo que más humilla, sino la gracia, y que es el alma, guiada por medio de su pecaminosidad a ser
ocupada con Dios en Su maravillosa gloria como Dios, Creador y Redentor, la que de verdad
escogerá el lugar más bajo ante Él.

A través de estas meditaciones, por más de una razón, he dirigido la atención de manera
casi exclusiva a la humildad que nos convierte en seres creados. No se trata solamente de que
la conexión entre la humildad y el pecado esté expuesta de manera muy abundante en todas
nuestras enseñanzas religiosas, sino de que creo que para alcanzar la plenitud de la vida cristiana
es indispensable que se le otorgue prominencia al otro aspecto. Si Jesús es verdaderamente
nuestro ejemplo en humildad, necesitamos entender los principios en los que se arraigó y en los
que encontramos la base común sobre la que nos encontramos con Él, así como los principios
en los que debemos alcanzar ser semejantes a Él. Si queremos ser humildes, no solo ante Dios
sino también hacia los hombres, si la humildad debe ser nuestro gozo, tenemos que entender
que no se trata únicamente de la marca de la vergüenza a causa del pecado, sino que, aparte de
todo pecado, se trata de ser un ser vestido con la belleza y la bendición del cielo y de Jesús.
Tenemos que ser conscientes de que al igual que Jesús encontró Su gloria al tomar forma de
siervo, de manera que, cuando Él nos dijo: “el que quiera ser el primero entre vosotros será
vuestro siervo”, sencillamente nos enseñó la bendita verdad de que no hay nada tan divino y
celestial como ser siervo y ayudador de todos. El siervo fiel, quien reconoce su posición,
encuentra verdadero placer en suplir los deseos del amo o de sus invitados. Cuando
comprendemos que la humildad es algo infinitamente más profundo que el remordimiento y la
aceptamos como nuestra participación en la vida de Jesús, empezamos a aprender que en ella
reside nuestra verdadera grandeza, y que demostrarlo como siervos de todos es el cumplimiento
más elevado de nuestro destino, como hombres creados a la imagen de Dios.

Cuando miro atrás a mi propia experiencia religiosa, o a la Iglesia de Cristo en el mundo, me


quedo maravillado con el hecho de la poca humildad que se busca como rasgo distintivo del
discipulado de Jesús. En la predicación y en el vivir, en el trato diario en el hogar y en la vida
social, en la comunión más especial con los cristianos, en la dirección y en el desempeño de la
labor para Cristo… ¡vaya!, cuánta evidencia hay de que la humildad no se considera la virtud
cardinal, es decir, la única raíz desde la cual las bendiciones pueden crecer y la condición

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indispensable de la verdadera comunión con Jesús. Que personas puedan decir de aquellos que
aseguran estar buscando una mayor santidad que esta no ha estado acompañada de una
humildad cada vez mayor en sus vidas, independientemente de la abundante o escasa verdad
que haya en el cargo, es un fuerte toque de atención a todos los cristianos honestos para
demostrar que la mansedumbre y la humildad de corazón son la señal principal por medio de la
cual se conoce a aquellos que siguen al Cordero de Dios, que es manso y humilde.

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Humildad: La gloria de la creación
‘Y echan sus coronas delante del trono, diciendo: Señor, digno eres de recibir la gloria y
la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron
creadas’. (Apocalipsis 4:11)

Cuando Dios creó el universo fue con el objetivo de hacer a sus criaturas partícipes de Su
perfección y bienaventuranza, y así mostrar la gloria de Su amor, de Su sabiduría y de Su poder.
Dios anhelaba revelarse a sí mismo en y a través de seres creados al comunicarles Su propia
bondad y gloria, tanto como fueran capaces de recibir. Sin embargo, esta comunicación no se
trataba de darle al ser humano algo que pudiera poseer por sí mismo, como una cierta vida o
bondad, o de lo que tuviera el cargo y la disposición; de ninguna manera. Pero como Dios es
eterno, omnipresente, quien actúa en todo tiempo y sustenta todas las cosas con la palabra de
Su poder y en quien todas las cosas subsisten, es entonces que la relación de la creación con
Dios únicamente puede ser de dependencia incesante, absoluta y universal. Tan cierto como
que Dios por Su poder llevó a cabo la creación, así también por medio de este mismo poder Dios
la mantiene en todo tiempo. El ser humano no sólo tiene que mirar atrás al origen y primer
comienzo de la existencia para darse cuenta de que todo se debe a Dios; nuestro principal
cuidado, nuestra más elevada virtud, nuestra única felicidad, desde ahora y para toda la
eternidad, se trata de presentarnos como vasijas vacías en las que Dios pueda morar y
manifestar Su poder y bondad.

La vida que Dios ofrece no se confiere de una vez para siempre, sino que se lleva a cabo en
cada momento de manera continuada por medio del funcionamiento incesante de Su
majestuoso poder. La humildad, ese lugar de dependencia total en Dios, se caracteriza por ser,
desde la naturaleza misma de las cosas, el primer deber y la virtud más elevada de la creación,
así como la raíz de toda virtud.

Y, por consiguiente, la raíz de todo pecado y todo mal es el orgullo, es decir, la pérdida de
esta humildad. Cuando los ángeles caídos empezaron a mirarse a sí mismos con
autocomplacencia, les llevó a la desobediencia y fueron arrojados de la luz del cielo a las tinieblas
de afuera. Aun así, cuando la serpiente infundió en los corazones de nuestros primeros padres
el veneno de su orgullo, es decir, el deseo de ser como Dios, estos también cayeron de su estado
elevado a toda la miseria en la que el ser humano se encuentra ahora sumido. En el cielo y en la
tierra, el orgullo, es decir, la exaltación propia, es la puerta, el nacimiento y la maldición del
infierno. (Véase Nota A)

Por consiguiente, nada puede sernos de redención salvo la restauración de la humildad


perdida, la relación primera y única de la creación con su Dios. Y por ello vino Jesús para traer
humildad a la tierra, para hacernos partícipes y por medio de ello salvarnos. En el cielo se humilló
a sí mismo para hacerse hombre. La humildad que vemos en Él formaba parte de su naturaleza
en el cielo; y fue esta humildad la que lo trajo a Él, y Jesús la trajo aquí. En la tierra, “se humilló
a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte”; Su humildad le dio a la muerte de Cristo
valor y de este modo se convirtió en nuestra redención. Y ahora la salvación que Él imparte no
es nada menos ni nada más que un mensaje de Su propia vida y muerte, Su propia disposición y
espíritu, Su propia humildad, como base principal de Su relación con Dios y Su obra redentora.
Jesucristo tomó el lugar y cumplió el destino del hombre, como criatura, por medio de Su vida
en perfecta humildad. Su humildad es nuestra salvación; y Su salvación es nuestra humildad.

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De este modo, la vida de los redimidos, de los santos, debe contar con este sello de
liberación del pecado y completa restitución a su estado original; una humildad omnipresente
tiene que marcar su completa relación con Dios y el hombre. Sin esto no puede haber una verdad
constante en la presencia de Dios, o una experiencia de Su favor y del poder de Su Espírito; y sin
esto no puede haber fe o amor o gozo o fuerza permanentes. La humildad es la única tierra en
la que las bendiciones echan raíces; la falta de humildad, por su parte, es explicación suficiente
para cada fallo y fracaso. La humildad no es tanto una gracia o virtud con los demás; sino que es
la raíz de todo, porque por sí misma se toma la actitud correcta delante de Dios, y permite que
Él, como Dios, lo haga todo.

Dios nos ha constituido como seres razonables, así que cuanto más verdadera sea la
comprensión de nuestra naturaleza real o de la necesidad absoluta que tenemos de un
mandamiento, tanto más preparada y plena será nuestra obediencia. El llamado a la humildad
se ha considerado muy poco en la Iglesia, porque se ha comprendido muy poco su verdadera
naturaleza e importancia. No se trata de algo que le traemos a Dios, o que Él nos ofrece; se trata
sencillamente del sentido de no ser nada en absoluto, que viene cuando vemos cómo Dios lo es
todo, y por medio de lo cual hacemos espacio para que Dios lo sea todo. Cuando el ser humano
se da cuenta de que esta es la grandeza verdadera y acepta alinear su voluntad, su mente y sus
afectos, la forma, la vasija en la que la vida y gloria de Dios tienen que trabajar y manifestarse,
este ve que esa humildad está sencillamente reconociendo la verdad de su posición como parte
de la creación y le cede a Dios Su lugar.

En la vida de los cristianos honestos, de aquellos que procuran y profesan santidad, la


humildad tiene que ser la señal principal de su rectitud. Pero a menudo se dice que no es así.
¿Puede que una razón de esto sea que en la enseñanza y ejemplo de la Iglesia nunca ha tenido
ese lugar de suprema importancia que le corresponde? Y que esto, de nuevo, se debe al descuido
de esta verdad, al considerar que dependiendo de cuán grande sea el pecado así se cuenta con
un motivo para ser humilde; pero hay una influencia todavía más amplia y poderosa, y esta es
la que hace tan humilde a los ángeles, así como lo hizo con Jesús y lo hace con el más santo de
los santos en el cielo. La primera y principal señal de la relación de la creación, el secreto de su
bendición, es, pues, la humildad y el no considerarse nada lo que deja libertad a Dios para serlo
todo.

Estoy seguro de que hay muchos cristianos que confesarán que su experiencia ha sido muy
similar a la mía en que habíamos conocido por mucho tiempo al Señor sin darnos cuenta de que
la mansedumbre y humildad de corazón deben ser la característica distintiva del discípulo, tal y
como lo fueron del Maestro. Y aún más, que esta humildad no es una característica que viene
por sí misma, sino que debe convertirse en objeto de especial deseo y oración y fe y práctica.
Conforme estudiamos la palabra, vemos las instrucciones claras y constantes que Jesús dio a Sus
discípulos en relación a este aspecto, y cuánto tiempo les llevó entenderlo. Déjenos, al comienzo
de nuestras meditaciones, admitir que no hay nada tan natural en el hombre, nada tan insidioso
y oculto de nuestra vista, nada tan difícil y peligroso como el orgullo. Tan solo una espera muy
determinada y perseverante en Dios es lo que hará evidente la gran carencia que tenemos en la
gracia de la humildad y cuán incapaces somos de obtener lo que buscamos. Estudiemos el
carácter de Cristo hasta que nuestras almas se llenen del amor y de la admiración de Su
humildad. Y creamos que, cuando nos encontramos desolados por un sentimiento de orgullo y
por nuestra incapacidad para quitarlo de nosotros, Jesucristo mismo nos impartirá esta gracia
también, como parte de Su maravillosa vida dentro de nosotros.

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Humildad: El secreto de la redención
‘Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo
en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se
despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres’
(Filipenses 2:5–7)

Ningún árbol puede crecer si no es en la raíz de la que brotó. A través de toda su existencia, solo
puede vivir con la vida que estaba en la semilla de la que brotó. La comprensión completa de
esta verdad en su aplicación al primero y Segundo Adán puede ayudarnos en gran manera a
entender tanto la necesidad como la naturaleza de la redención que hay en Jesús.

La necesidad. Cuando la Serpiente Antigua, que había sido expulsada del cielo por su orgullo,
cuya entera naturaleza como diablo era el orgullo, pronunció sus palabras de tentación en el
oído de Eva, dichas palabras llevaron consigo el mismo veneno del infierno. Y cuando ella le
escuchó y cedió su deseo y voluntad a la posibilidad de ser como Dios, conociendo el bien y el
mal, el veneno entró en su alma, sangre y vida destruyendo para siempre esa bendita humildad
y dependencia de Dios que habría sido nuestra eterna felicidad. En lugar de esto, su vida y la
vida de la raza que surgió de ella se corrompió hasta la misma raíz con todos los pecados y todas
las maldiciones más terribles, el veneno del propio orgullo de Satanás. Toda la miseria de la que
este mundo ha sido la escena, todas las guerras y los derramamientos de sangre entre las
naciones, todo el egoísmo y el sufrimiento, todas las ambiciones y celos, todos los corazones
rotos y las vidas resentidas, con toda la infelicidad diaria, tienen su origen en lo que este orgullo
maldito e infernal, ya sea el nuestro o el de otros, nos ha traído. Es el orgullo lo que hizo que la
redención sea necesaria. Y nuestra comprensión de la necesidad de redención dependerá en
gran medida de nuestro conocimiento de la terrible naturaleza del poder que ha entrado en
nuestro ser.

Ningún árbol puede crecer si no es en la raíz de la que brotó. El poder que Satanás trajo del
infierno y lanzó dentro de la vida del hombre está operando diariamente, a cada hora, con gran
poder por todo el mundo. Los hombres lo sufren; temen, luchan y huyen, y aun así no saben de
dónde viene, de dónde proviene su terrible supremacía. No es de extrañar que no sepan dónde
o cómo vencerlo. El orgullo tiene su raíz y fuerza en un terrible poder espiritual, fuera y dentro
de nosotros. Tan necesario como es que lo confesemos y lo condenemos como nuestro propio,
es que lo conozcamos en su origen satánico. Si nos lleva a la desesperación absoluta de
conquistarlo o expulsarlo, nos conducirá más pronto al único poder sobrenatural en el que
podremos encontrar nuestra liberación: la redención del Cordero de Dios. La lucha sin esperanza
contra el funcionamiento del yo y del orgullo dentro de nosotros puede volverse más imposible
si pensamos en el poder de oscuridad que hay detrás; la desesperación absoluta nos servirá para
comprender y aceptar que hay un poder y una vida fuera de nosotros mismos, que es la
humildad del cielo que el Cordero de Dios trajo y acercó a nosotros para expulsar a Satanás y su
orgullo.

Ningún árbol puede crecer si no es en la raíz de la que brotó. Incluso cuando miramos al
primer Adán y su caída para conocer el poder del pecado que hay en nosotros, tenemos que
conocer bien al Segundo Adán y Su poder para darnos una vida de humildad tan real, duradera
y con dominio como ha sido la del orgullo. Tenemos nuestra vida desde Cristo y en Cristo, como
verdadera, y más verdadera, que desde Adán y en Adán. Tenemos que caminar “enraizados en
Él”, “aferrándonos a la Cabeza de la cual todo el cuerpo crece con el crecimiento de Cristo”. La

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vida de Dios que entró en la naturaleza humana en la encarnación es la raíz en la que debemos
estar firmes y creer; es el mismo poder omnipotente el que obró allí, y de ahí en adelante en la
resurrección, el que obra a diario en nosotros. Nuestra única necesidad es estudiar, conocer y
confiar en la vida que nos ha sido revelada en Cristo como la vida que es ahora nuestra y que
espera nuestro consentimiento para obtener la posesión y el dominio de todo nuestro ser.

Desde este punto de vista, es de una importancia inconcebible que tengamos pensamientos
correctos de quién es Cristo, de lo que realmente lo constituye a Él el Cristo, y especialmente de
lo que puede considerarse Su principal característica, la raíz y la esencia de todo Su carácter
como nuestro Redentor. Solo puede haber una respuesta: es Su humildad. ¿Qué es la
encarnación sino Su humildad celestial, Su vacío de Sí mismo y hacerse hombre? ¿Qué
caracteriza Su vida en la tierra sino la humildad, Él tomando forma de siervo? ¿Y cuál es Su
expiación sino la humildad? “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz”. ¿Y qué es Su ascensión y Su gloria sino la humildad exaltada al trono y coronada
con gloria? “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo”. En el cielo, donde estaba con el
Padre, en Su nacimiento, en Su vida, en Su muerte, en Su trono, todo es humildad. Cristo es la
humildad de Dios encarnada en la naturaleza humana; el Amor Eterno humillándose a sí mismo,
vistiéndose con el manto de mansedumbre y bondad, para ganarnos, servirnos y salvarnos.
Como el amor y la condescendencia de Dios lo hacen a Él benefactor, ayudador y siervo de todos,
así Jesús, de manera necesaria, se hizo la Humildad Encarnada. Y así Él está todavía en medio
del trono, el Cordero de Dios manso y humilde.

Si esta es la raíz del árbol, su naturaleza debe verse en cada rama, hoja y fruto. Si la humildad
es lo primero, la gracia que todo lo incluye de la vida de Jesús, si la humildad es el secreto de Su
expiación, entonces la salud y la fuerza de nuestra vida espiritual dependerá por completo de
que nosotros pongamos esta gracia primero también y de que hagamos de la humildad lo
primero que admirar en Él, lo primero que pedirle, aquello por lo que sacrifiquemos todo lo
demás.

¿Es de extrañar que la vida cristiana sea a menudo tan débil e infructífera cuando la misma
raíz de la vida de Cristo se descuida y desconoce? ¿Es de extrañar que el gozo de la salvación se
sienta tan poco cuando se busca tan poco donde Cristo la encontró y la trae? Hasta una humildad
que descansará en nada menos que en el final y en la muerte del yo; que rechaza todo el honor
de los hombres como Jesús lo hizo para buscar el honor que proviene solo de Dios; que no se
considera ni hace de sí absolutamente nada para que Dios pueda serlo todo, para que solamente
el Señor sea exaltado. Hasta que tal humildad sea lo que buscamos en Cristo por encima de
nuestra mayor alegría, y sea bienvenida a cualquier precio, hay muy poca esperanza de que haya
una religión que venza al mundo.

No puedo pedirle a mi lector con demasiada sinceridad, en el caso de que todavía no se haya
percatado de la falta de humildad que hay en él o a su alrededor, que se pare y cuestione si ve
mucho del espíritu del Cordero de Dios manso y humilde en aquellos que son llamados por Su
nombre. Dejemos que considere cómo toda falta de amor, toda la indiferencia ante las
necesidades, los sentimientos, la debilidad de los demás, toda expresión y juicio severo y
precipitado, a menudo bajo la justificación de ser sincera y honesta, todas las manifestaciones
de temperamento, susceptibilidad e irritación, todos los sentimientos de rencor y
distanciamiento, tienen su raíz en el orgullo, que siempre busca para sí mismo. Entonces, sus
ojos serán abiertos para ver cómo un orgullo tenebroso, por no decir diabólico, penetra en casi
todo lugar, sin estar exentas las reuniones de los santos. Dejemos que empiece a cuestionar cuál
sería el efecto dentro de él y en aquellos a su alrededor, en los compañeros santos y el mundo,

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si los creyentes son guiados de manera permanente por la humildad de Jesús; y dejemos que
diga si el clamor de nuestro corazón, noche y día, no debería ser: “Que la humildad de Jesús esté
en mí y en quienes me rodean”. Dejemos que con honestidad vea su corazón falto de humildad
que se ha revelado en la semejanza de la vida de Cristo y en todo el carácter de Su redención.
Comenzará así a sentir que nunca ha entendido en verdad quién es Cristo y Su salvación.

Creyente, estudia la humildad de Jesús. Ese es el secreto, la raíz oculta de tu redención.


Profundiza en ella día a día. Cree con todo tu corazón que este Cristo, a quien Dios te dio, así
como Su divina humildad hizo el trabajo por ti, entrará para habitar y obrar en ti también, y hará
de ti como el Padre desee.

La humildad de Jesús
‘Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve.’—LUCAS 22:27b.

En el Evangelio de Juan tenemos la vida interna de nuestro Señor de manera expuesta. Jesús
habla con frecuencia de Su relación con el Padre, de los motivos por los que es guiado, de Su
conciencia del poder y del espíritu en los cuales Él actúa. Aunque la palabra “humilde” no se
encuentra presente, no hay otro lugar en las Escrituras en la que podamos ver con tanta claridad
en qué consistía Su humildad. Ya dijimos que esa gracia es simplemente el consentimiento del
ser creado de permitir que Dios lo sea todo, en virtud de rendirse a uno mismo de manera
exclusiva a Su obra. En Jesús vemos cómo tanto como Hijo de Dios en el cielo como hombre
sobre la tierra, Él tomó una posición de subordinación total y le dio a Dios el honor y la gloria
que a Él le son debidas. Y lo que Él enseñó tan a menudo se hizo verdad en Sí mismo: “[…] el que
se humilla, será enaltecido”. Y está escrito: “Se humilló a sí mismo […]. Por lo cual Dios también
lo exaltó hasta lo sumo […]”.

Presta atención a las palabras en las que el Señor habla de Su relación con el Padre y observa
cómo de manera incesante hace uso de las palabras “no” y “nada”. El “no yo”, por medio del
cual Pablo expresa su relación con Cristo, es el mismo espíritu que afirma Cristo sobre Su relación
con el Padre.

“No puede el Hijo hacer nada por sí mismo” (Juan 5:19).

“No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo,
porque no busco mi voluntad” (Juan 5:30).

“Gloria de los hombres no recibo” (Juan 5:41).

“Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad” (Juan 6:38).

“Mi doctrina no es mía” (Juan 7:16).

“Y no he venido de mí mismo” (Juan 7:28).

“Y que nada hago por mí mismo” (Juan 8:28).

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“Pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió” (Juan 8:42).

“Pero yo no busco mi gloria” (Juan 8:50).

“Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta” (Juan 14:10).

“La palabra que habéis oído no es mía” (Juan 14:24).

Estas palabras nos abren las raíces más profundas de la vida y obra de Cristo. Nos enseñan cómo
el Dios Todopoderoso pudo obrar Su redención maravillosa por medio de Él. Muestran lo que
Cristo consideró la condición del corazón que se convirtió en Él como el Hijo del Padre. Nos
enseñan lo que son la naturaleza y la vida esencial de esa redención que Cristo cumplió y ahora
transmite. Es esto: Él no era nada, de manera que Dios lo fuera todo. Él renunció a Sí mismo, con
Su voluntad y Sus poderes, para que el Padre obrara en Él de manera completa. De Su propio
poder, Su propia voluntad y Su propia gloria, de toda Su misión con todas Sus obras y
enseñanzas, de todo lo que dijo, Él afirmó: No soy Yo, Yo no soy nada. Yo me he dado al Padre
para que obre, Yo no soy nada, el Padre lo es todo.

Cristo encontró un gozo y una paz perfecta en esta vida de completa abnegación, de
absoluta sumisión y de dependencia en la voluntad del Padre. No perdió nada dándoselo todo a
Dios. Dios honró Su confianza y lo hizo todo para Él, y luego lo exaltó poniéndolo a Su derecha
en gloria. Debido a que Cristo se había humillado a Sí mismo ante Dios y a que Dios siempre
estaba ante Él, pudo humillarse a Sí mismo ante los hombres también y ser Siervo de todos. Su
humildad era simplemente la entrega de Sí mismo a Dios para permitirle hacer en Él lo que le
placiera, no importando lo que los hombres pudieran decir de Él o pudieran hacerle.

Es en esa mentalidad, en ese espíritu y en esa disposición que la redención de Cristo tiene
su virtud y eficacia. Nos trae esa disposición de que somos hechos participantes de Cristo. Esta
es la verdadera abnegación a la que nuestro Salvador nos llama, el reconocimiento de que el
ego no tiene nada de bueno, excepto como una vasija vacía que Dios tiene que llenar y que no
debe permitirse, ni por un momento, su reivindicación para hacer cualquier cosa. Es en esto, por
encima y ante cualquier otra cosa, en lo que consiste la conformidad con Jesús, en no ser ni
hacer nada por nosotros mismos para que Dios lo sea todo.

Aquí tenemos la raíz y la naturaleza de la verdadera humildad. Nuestra humildad es tan


superficial y débil debido a que no se entiende ni se desea. Tenemos que aprender de Jesús que
Él es manso y humilde de corazón. Nos enseña dónde tiene su origen la verdadera humildad y
dónde encuentra su fuerza: en el conocimiento de que es Dios quien opera todo en todos, que
nuestro deber es rendirnos a Él en una perfecta resignación y dependencia, en consentimiento
completo de no ser ni hacer nada por nosotros mismos. Esta es la vida que Cristo vino a revelar
y a impartir: una vida para Dios que vino a través de la muerte al pecado y al ego. Si sentimos
que esta vida es demasiado elevada para nosotros y que se encuentra más allá de nuestro
alcance, debemos buscarla en Él; Cristo que habita en nosotros es quien vivirá esa vida, de
manera mansa y humilde. Si lo anhelamos por encima de todas las cosas, si buscamos el secreto
santo del conocimiento de la naturaleza de Dios, entonces Él obra en cada momento todo en
todos; el secreto del cual toda la naturaleza y ser creado, sobre todo cada hijo de Dios, debe ser
testigo es que: solo por medio de una vasija el Dios viviente puede manifestar las riquezas de Su
sabiduría, poder y bondad. La raíz de toda virtud y gracia, de toda fe y adoración aceptable es
que sepamos que no tenemos nada, tan solo tenemos lo que recibimos de Él y nos
reverenciamos en la más profunda humildad esperando en Dios.

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Esa humildad no era un sentimiento temporal que se despertó y se ejercitó cuando Él
enseñaba de Dios, sino que era el mismo espíritu de toda Su vida, Jesús era tan humilde en Su
relación con los hombres como lo era con Dios. Él se sintió Siervo de Dios por los hombres a
quienes Dios creó y amaba; y como consecuencia natural, Él se consideró a Sí mismo como Siervo
de los hombres para que por medio de Él hiciera Dios Su obra de amor. Ni por un momento Él
pensó en buscar Su honra o en usar Su poder para vindicarse a Sí mismo. Su espíritu fue por
completo el de una vida de entrega a Dios para que obrara. No es hasta que los cristianos
estudian la humildad de Jesús como la propia esencia de Su redención, como la propia
bienaventuranza de la vida del Hijo de Dios, como la única relación verdadera con el Padre y,
por consiguiente, como la que Jesús tiene que darnos si queremos tener parte con Él, que la
terrible carencia de humildad real, celestial y manifiesta se convertirá en una carga y en una
pena, y nuestra religión ordinaria se pondrá de lado para garantizarlo, la primera y principal de
las marcas de Cristo en nosotros.

Hermano, ¿estás revestido de humildad? Pregúntale a tu diario vivir. Pregúntale a Jesús.


Pregúntales a tus amigos. Pregúntale al mundo. Y empieza a alabar a Dios, pues en Jesús ha sido
abierta la humildad celestial de la que apenas has conocido y por medio de la cual las
bendiciones del cielo, que tal vez jamás hayas probado, podrán venir a ti.

La humildad en la enseñanza de Jesús


“Aprended de mí, que soy manso y humilde” (Mateo 20:27). “Y el que quiera ser el
primero entre vosotros será vuestro siervo” (Mateo 20:27).

Hemos visto humildad en la vida de Cristo cuando nos reveló Su corazón: escuchemos Su
enseñanza. Para ello, debemos escuchar cómo habla de ella y cuánto espera Él que los hombres,
en especial Sus discípulos, sean humildes como Él lo fue. Estudiemos con detenimiento los
pasajes (los cuales rara vez hago más que citar) para recibir la completa impresión de con qué
frecuencia y con cuánta seriedad las enseñaba. Esto puede ayudarnos a darnos cuenta de lo que
Él demanda de nosotros.

1. Observa el inicio de Su ministerio. En las Bienaventuranzas con las que se comienza


el Sermón del Monte, Él dice: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos
es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por
heredad”. Las primeras palabras de Su proclamación del reino de los cielos revelan la
puerta abierta que es la única por la cual entrar. A los pobres, que no tienen nada, viene
el reino. De los mansos, que no buscan nada en sí mismos, será la tierra. Las bendiciones
del cielo y la tierra son para los humildes. La humildad es el secreto de la bendición para
la vida celestial y la terrenal.

2. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para
vuestras almas”. Jesús se ofreció a Sí mismo como Maestro. Él nos dice lo que es el
espíritu, que podemos encontrarlo en Él como Maestro, y que podemos aprenderlo y
recibirlo de Él. La mansedumbre y la humildad es lo único que Él nos ofrece; en eso

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debemos encontrar descanso perfecto para nuestra alma. La humildad es nuestra
salvación.

3. Los discípulos habían estado discutiendo sobre quién sería el mayor en el reino, y
habían acordado preguntarle al Maestro (Lucas 9:46; Mateo 18:3). Él colocó a un niño
en medio de ellos y dijo: “Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el
mayor en el reino de los cielos”. “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?” La
pregunta presenta, de hecho, grandes implicaciones. ¿Cuál será la principal distinción
en el reino de los cielos? La respuesta sólo podía darla Jesús. La principal gloria en los
cielos, la verdadera inclinación celestial, la principal de las gracias es la humildad. “El
que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande”.

4. Los hijos de Zebedeo le habían pedido a Jesús sentarse a Su derecha y a Su izquierda,


el lugar más elevado en el reino. Jesús dijo que no era Él quien lo concedía, sino el Padre,
quien lo daría para quienes estaba preparado. Ellos no deben pedirlo. Su pensamiento
tiene que estar en la copa y en el bautismo de la humillación. Después añadió: “El que
quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no
vino para ser servido, sino para servir”. La humildad, al igual que es la marca de Cristo,
será el único estándar de gloria en el cielo: el más humilde es quien estará más cerca de
Dios. La prioridad en la Iglesia se promete a los más humildes.

5. Una vez que Cristo hablaba a la multitud y a los discípulos sobre los fariseos y su amor
a los primeros lugares, dijo: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo” (Mateo
23:11). La humildad es la única escalera para honrar en el reino de Dios.

6. En otra ocasión, en la casa de un fariseo, Él contó la parábola de un invitado a quien


se le invita a ocupar un lugar más elevado (Lucas 14:1–11), y añadió: “Porque cualquiera
que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido”. La exigencia es
inexorable. No hay otro camino. Solamente quienes se humillen serán exaltados.

7. Después de la parábola del fariseo y el publicano, Cristo dijo (Lucas 18:14):


“Cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. En el
templo, en la presencia y en la adoración de Dios, todo carece de valor si no está
impregnado de una humildad verdadera y profunda hacia Dios y hacia los hombres.

8. Tras lavar los pies de los discípulos, Jesús dijo: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he
lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Juan
13:14). La autoridad del liderazgo y del ejemplo, todo pensamiento, tanto de obediencia
como de conformidad, hace de la humildad el principal y más esencial elemento del
discipulado.

9. En la mesa de la Santa Cena, los discípulos todavía disputaban sobre quién sería el
mayor (Lucas 22:26). Jesús dijo: “Sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el
que dirige, como el que sirve”. El camino por el que Jesús caminaba y que nos abrió, el
poder y el espíritu en los cuales forjó la salvación, y por el que nos salva, es siempre la
humildad que me hace siervo de todos.

Qué poco se predica al respecto de esto. Qué poco se practica. Qué poco se siente o se confiesa
su carencia. Por no decir cuán pocos alcanzan una medida reconocible de semejanza a Jesús en
Su humildad. Más bien, cuán pocos piensan en hacer de ello un objeto específico de continuo

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deseo u oración. Qué poco lo ha visto el mundo. Qué poco se ha visto, incluso en el círculo de la
Iglesia.

“Y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo”. Que Dios nos permita
creer lo que Jesús realmente está diciendo. Todos sabemos lo que implica el carácter de un
siervo o esclavo fiel. Implica devoción a los intereses del amo, un estudio cuidadoso y una
preocupación por complacerlo, deleitarse en su prosperidad, en su honra y en su felicidad. Hay
siervos en la tierra en quienes se ha podido ver dicha disposición y para quienes el nombre de
siervos ha sido toda una alabanza. Para cuántos de nosotros no ha sido un nuevo gozo en la vida
cristiana saber que podemos rendirnos a nosotros mismos como siervos, como esclavos de Dios,
y descubrir que Su servicio es nuestra más grande libertad, la libertad del pecado y del egoísmo.
Tenemos que aprender otra lección: que Jesús nos llama a ser siervos los unos de los otros y que
si lo aceptamos de corazón, ese servicio también será el más bendecido de todos, una libertad
nueva y completa del pecado y del ego. Al principio puede parecer duro porque el orgullo
todavía se considera importante. Si aprendemos que no ser nada ante Dios es la gloria de los
seres creados, el espíritu de Jesús, el gozo del cielo, recibiremos con todo nuestro corazón la
disciplina que tenemos al servir incluso a aquellos que quieren molestarnos. Cuando nuestro
corazón llegue a la verdadera santificación, estudiaremos cada palabra de Jesús sobre la
humillación de Sí mismo con un nuevo ánimo y ningún lugar será demasiado bajo ni ninguna
acción de rebajarse será demasiado humillante, y ningún servicio será demasiado insignificante
ni demasiado prolongado; pero para ello, debemos compartir y probar la comunión que
tenemos con Aquél que dijo: “Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve”.

Hermanos, aquí está el camino para la vida superior. ¡Bajo, más bajo! Eso es lo que Jesús les
dijo siempre a Sus discípulos que estaban pensando en ser grandes en el Reino y en sentarse a
Su derecha y a Su izquierda. No busquéis ni pidáis una explicación, pues esa es obra de Dios.
Más bien, humillaos a vosotros mismos y no ocupéis ningún lugar delante de Dios o de los
hombres, sino ocupad el lugar de siervo; esa es vuestra labor; que ese sea vuestro único
propósito y oración. Dios es fiel. De igual modo que el agua busca y llena el lugar más bajo, así
hace Dios cuando nos encuentra humillados y vacíos, Su gloria y poder fluye en nosotros para
exaltar y bendecir. Quien se humilla a sí mismo (esa debe ser nuestra única preocupación) será
exaltado. Es el cuidado de Dios; por Su poder maravilloso y en Su gran amor, Él lo hará.

A veces los hombres hablan como si la humildad y la mansedumbre fuera a quitarnos lo que
es noble, audaz y humano en nosotros. ¡Que todos crean que humillarse para convertirse en
siervo de todos es la nobleza del reino de los cielos, el espíritu real que el Rey del cielo mostró,
algo divino! Ese es el camino al gozo y a la gloria de la presencia de Cristo que hay en nosotros,
Su poder que reposa en nosotros.

Jesús, manso y humilde, nos llama para aprender de Él el camino hacia Dios. Estudiemos las
palabras que hemos estado leyendo hasta que nuestro corazón se llene del pensamiento: Mi
única necesidad es la humildad. Y creamos en lo que Él muestra, en lo que Él da, en quién es Él,
en lo que imparte. Como manso y humilde que es, Él vendrá y habitará en los corazones que lo
anhelen.

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La humildad en los discípulos de Jesús
“Sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve”
(LUCAS 22:26).

Hemos estudiado la humildad en la persona y en la enseñanza de Jesús; enfoquémonos ahora


en el círculo de Sus compañeros escogidos: los doce apóstoles. Si, en la carencia de la humildad,
el contraste entre Cristo y los hombres es más evidente, eso nos ayudará a apreciar el poderoso
cambio que Pentecostés hizo en ellos y demostrará cuán real puede ser nuestra participación
en el triunfo perfecto de la humildad de Cristo sobre el orgullo que Satanás infundió en el
hombre.

En los textos citados de la enseñanza de Jesús, ya hemos visto cuáles fueron las ocasiones
en que los discípulos habían demostrado cuánta falta tenían de la gracia de la humildad. Una
vez, habían estado disputando sobre cuál de ellos sería el mayor. Otra vez, los hijos de Zebedeo
con su madre preguntaron acerca de los primeros lugares, para sentarse a Su derecha y a Su
izquierda. Más adelante, en la Santa Cena en la última noche, hubo de nuevo una contienda que
se podría considerar como la más grande. No es que no hubiera momentos en que realmente
se humillaron delante de Su Señor. Pedro, por ejemplo, dijo: “Apártate de mí, Señor, porque soy
hombre pecador”. Y también con los discípulos cuando cayeron en tierra y adoraron al Señor
que había calmado la tempestad. Pero esas expresiones ocasionales de humildad simplemente
contrastan con su actitud habitual, como se muestra en la revelación natural y espontánea del
poder del ego que se dio en otras ocasiones. El estudio del significado de todo esto nos enseñará
las lecciones más importantes.

En primer lugar, cuánta religión enérgica y activa puede haber mientras la humildad siga
estando tristemente ausente. Veámoslo en los discípulos. En ellos había un apego intenso por
Jesús; lo habían abandonado todo por Él. El Padre les había revelado que Él era el Cristo de Dios.
Creyeron en Él, lo amaron, obedecieron Sus mandamientos. Lo dejaron todo para seguir a Jesús.
Cuando otros retrocedían, ellos seguían con Él. Estaban listos para morir con Jesús. Pero más
profundo que todo esto, había un poder oculto y abominable de cuya existencia no eran
conscientes, y debía matarse y expulsarse ese poder, de manera que pudieran ser testigos del
poder de Jesús para salvar. Y sigue siendo así. Podemos encontrar profesores y ministros,
evangelistas y obreros, misioneros y maestros, en quienes los dones del Espíritu son muchos y
manifiestos, y son los canales de bendiciones a multitudes, pero cuando les llega el tiempo de
las pruebas, o bien una relación más íntima nos permite conocerlos más detenidamente, es
dolorosamente obvio que la gracia de la humildad, como característica permanente, raramente
puede verse en sus vidas. Todo parece afirmar que la lección de la humildad es la principal y más
elevada de todas las gracias; una de las más difíciles de obtener; a la cual nuestros primeros y
principales esfuerzos deberían dirigirse; una que solo viene en poder cuando la plenitud del
Espíritu nos hace partícipes del Cristo que habita y vive en nosotros.

En segundo lugar, cuán impotentes son todas las enseñanzas externas y todos los esfuerzos
personales para vencer el orgullo y poseer un corazón manso y humilde. Durante tres años, los
discípulos habían estado en la escuela de entrenamiento de Jesús. Él les había dicho cuál era la
lección principal que deseaba enseñarles: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón”. Una y otra vez, les había enseñado a los fariseos y a la multitud que la humildad era
el único camino a la gloria de Dios. No había vivido solo ante ellos como el Cordero de Dios en
Su divina humildad, sino que más de una vez había desarrollado el íntimo secreto de Su vida: “El

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Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir”; “Yo estoy entre vosotros como el
que sirve”. Había lavado sus pies y les había dicho que debían seguir Su ejemplo. Pero todo fue
de poco provecho. En la Santa Cena, aún hubo contienda sobre quién de ellos sería el mayor.
Sin duda alguna, a menudo intentaron aprender Sus enseñanzas y no apenarlo de nuevo. Pero
todo fue en vano. Quiso enseñarles a ellos y a nosotros las lecciones más necesarias, que
ninguna instrucción exterior, ni siquiera de Cristo mismo, ningún argumento, aunque pueda
parecer convincente, ningún sentido de la belleza de la humildad, aunque fuera profundo,
ningún esfuerzo personal, aunque fuera sincero, puede echar fuera el mal del orgullo. Cuando
Satanás echa fuera a Satanás, solo sirve para introducir de nuevo un poder aún más fuerte. Lo
único que puede resultar eficaz es que la nueva naturaleza en su divina humildad se revele en
poder para tomar el lugar de la vieja naturaleza, para así convertir nuestra naturaleza en una
tan verdadera como nunca antes.

En tercer lugar, solo podemos ser verdaderamente humildes porque Cristo mora en nosotros
y por Su divina humildad. Nuestro orgullo vino de Adán, por lo que nuestra humildad debe venir
de Alguien también. El orgullo es nuestro, y nos gobierna con un poder terrible porque es
nuestro, nuestra propia naturaleza. La humildad tiene que ser nuestra de la misma manera, debe
estar en nuestra misma naturaleza. Tal y como ha sido natural y fácil ser orgulloso, así debe ser
y será el ser humilde. La promesa es incluso en el corazón, “cuando el pecado abundó,
sobreabundó la gracia”. Todas las enseñanzas de Cristo a Sus discípulos y todos sus esfuerzos en
vano eran la preparación necesaria para que el Señor entrara en ellos con poder divino para
darles y ser en ellos lo que Él les había enseñado a desear. En Su muerte, destruyó el poder del
mal, alejó el pecado y consumió una redención eterna. En Su resurrección, recibió del Padre una
vida completamente nueva, la vida del hombre en el poder de Dios, capaz de ser transmitida a
los hombres y de entrar y renovar sus vidas con Su divino poder. En Su ascensión, recibió el
Espíritu del Padre, por medio del cual haría lo que no podía hacer mientras estaba sobre la tierra,
puesto que se hizo a Sí mismo uno con aquellos a quienes Él amaba, viviendo en verdad su vida
por ellos para que pudieran vivir delante del Padre en una humildad como la Suya, ya que fue Él
mismo quien vivía y respiraba en ellos. Y en Pentecostés Él vino y tomó posesión. La obra de la
preparación y de la condena, el despertar del deseo y la esperanza que Sus enseñanzas
efectuaron, todo fue perfeccionado por el asombroso poder que trajo Pentecostés. Y la vida y
las epístolas de Santiago, Pedro y Juan evidencian que todo cambió y que el espíritu de
mansedumbre y de sufrimiento de Jesús se apoderó de ellos.

¿Qué podemos decir de todo esto? Estoy seguro de que entre mis lectores hay más de un
tipo de persona. Puede que haya algunos que nunca hayan pensado sobre el asunto y no pueden
percibir de una vez su inmensa importancia como una cuestión de vida para la Iglesia y para
todos sus miembros. Hay otros que se han sentido condenados por sus defectos y se han
esforzado con sinceridad, pero han fallado y se sienten desanimados. Otros pueden dar
testimonio de bendición espiritual y poder, y, sin embargo, nunca han tenido la convicción
necesaria de lo que aquellos que están a su alrededor siguen anhelando. Y otros pueden
testificar que en relación a esta gracia también el Señor ha dado liberación y victoria, a la par
que Él les ha enseñado cuánto necesitan todavía la plenitud de Jesús. Sin importar a la clase que
pertenezcamos, debemos darnos cuenta de la necesidad de realizar una búsqueda con una
profunda convicción del lugar único que la humildad ocupa en la religión de Cristo y la completa
imposibilidad de que la Iglesia o el creyente sea lo que Cristo quiere que sea si Su humildad no
se reconoce como Su principal gloria, Su primer mandamiento y nuestra más elevada bendición.
Consideremos con profundidad cuánto avanzaron los discípulos mientras seguían teniendo
tanta carencia de esta gracia y oremos para que los otros dones no nos satisfagan, para que

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nunca nos acostumbremos a que es debido a la ausencia de esta gracia que el poder de Dios no
puede hacer su obra poderosa. Solamente cuando estemos en ese lugar en el que, como el Hijo,
seamos realmente conscientes y mostremos que no podemos hacer nada por nosotros mismos,
que Dios lo hará todo.

Cuando la verdad de que Cristo habita en nuestro interior ocupa el lugar que se merece en
la vida de los creyentes, la Iglesia se pondrá sus hermosos vestidos y la humildad se verá en sus
maestros y en los miembros, como la belleza de la santidad.

La humildad en la vida diaria


“El que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha
visto?” (1 Juan 4:20).

Qué pensamiento más solemne es este, que nuestro amor a Dios se medirá por nuestra relación
diaria con los hombres y el amor que demuestra. Nuestro amor a Dios será tenido como un
engaño a no ser que su veracidad se pruebe en las situaciones de prueba de la vida diaria con
nuestros semejantes. También ocurre así con nuestra humildad. Es fácil pensar que nos
humillamos delante de Dios, pero la humildad hacia los hombres será la única prueba de que
nuestra humildad ante Dios es real, de que la humildad ha hecho su morada en nosotros y se
hace nuestra propia naturaleza, de que en verdad, como Cristo, hemos hecho de nosotros
personas que no buscan la reputación. Cuando en la presencia de Dios hay un corazón humilde,
no una postura que asumimos durante un tiempo, cuando pensamos en Él u oramos, este mismo
espíritu de nuestra vida se manifestará en nuestra manera de proceder con nuestros hermanos.
La lección es de gran importancia: la única humildad que es realmente nuestra no es la que
intentamos reflejar para mostrarla delante de Dios en oración, sino aquella que llevamos con
nosotros y la reflejamos en nuestra conducta diaria. Las cosas insignificantes de la vida diaria
son la importancia y la prueba de la eternidad, pues prueban cuál es en verdad el espíritu que
hay en nosotros. En los momentos más espontáneos es cuando de verdad mostramos y vemos
lo que somos. Para conocer al hombre humilde, para saber cuán humilde es, tienes que seguirlo
en el curso común de la vida diaria.

¿No es esto lo que Jesús enseñó? Él les enseñó sobre la humildad cuando los discípulos
discutían sobre quién sería el mayor, cuando Él vio cómo los fariseos amaban los principales
lugares en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, y cuando les enseñó con el
ejemplo de lavarles los pies. La humildad ante Dios no es nada si no se muestra en humildad
ante los hombres.

También ocurre así en las enseñanzas de Pablo a los Romanos cuando les escribe:
“Prefiriéndoos los unos a los otros”; “No altivos, sino asociándoos con el que es humilde”; “No
seáis sabios en vuestra propia opinión”. A los Corintios, también, les escribe: “El amor [y no hay
amor sin humildad como raíz] es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es
jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda
rencor”. A los Gálatas les escribe: “No nos hagamos vanagloriosos, irritándoos unos a otros,
envidiándonos unos a otros”. A los Efesios, inmediatamente después de los tres maravillosos

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capítulos sobre la vida celestial, les escribe: “Os ruego que andéis como es digno de la vocación
con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los
unos a los otros en amor”; “Dando siempre gracias por todo […]. Someteos unos a otros en el
temor de Dios”. A los Filipenses: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con
humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo […]. Haya, pues, en
vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no
estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando
forma de siervo, hecho semejante a los hombres”. Y a los Colosenses: “Vestíos, pues, como
escogidos, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de
mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno
tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros”.
Es en nuestra relación unos con otros que se muestra la verdadera humildad de mente y
corazón. Nuestra humildad delante de Dios no tiene valor, pero nos prepara para revelar la
humildad de Jesús a los hombres. Vamos a estudiar la humildad en la vida diaria a la luz de estas
palabras.

El hombre humilde busca en todo tiempo actuar de acuerdo con esta regla: “En honra
prefiriéndoos los unos a los otros; siervos los unos de los otros; considerando cada uno a los
demás como superiores a sí mismo; sujetándoos los unos a los otros”. La cuestión es cómo
podemos considerar a otros como superiores a nosotros mismos cuando vemos que están por
debajo en sabiduría y santidad, en los dones naturales o en la gracia que han recibido. La
cuestión demuestra que entendemos muy poco de lo que en realidad es la humildad. La
verdadera humildad viene cuando, a la luz de Dios, nos vemos a nosotros mismos como nada y
decidimos deshacernos de nuestro ego para que Dios lo sea todo. El alma que ha hecho esto y
puede decir: “Me he perdido a mí mismo encontrándote a Ti” no se compara con otra; ha dejado
todo pensamiento de ego en la presencia de Dios, no se estima superior a nadie y no busca nada
para sí, es siervo de Dios y por causa de Él, siervo de todos. Un siervo fiel puede ser más sabio
que el maestro y, aun así, conservar el verdadero espíritu y postura de un siervo. El hombre
humilde respeta a cada hijo de Dios, aunque sea el más débil y el más indigno, y lo honra como
al hijo de un Rey. El espíritu de Aquél que lavó los pies de los discípulos hace que nos sea gozoso
ser los menores, ser siervos los unos de los otros.

El hombre humilde no siente celos ni envidia. Puede alabar a Dios cuando se prefiere a otro
o se le bendice antes que a él. Puede soportar escuchar que alaban a otros y ser olvidado, porque
en la presencia de Dios ha aprendido a decir con Pablo “Nada soy”. Ha recibido como propio el
espíritu de Jesús, que no se agradó a Sí mismo ni buscó Su propia honra.

Cuando se encuentra frente a la impaciencia y la irritación, las duras opiniones y las palabras
bruscas que vienen de los fallos y de los pecados de cristianos, el hombre humilde lleva en su
corazón una determinación y la muestra en su vida: “Soportándoos unos a otros, y perdonándoos
unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también
hacedlo vosotros”. Lo ha aprendido revistiéndose del Señor Jesús, que ha puesto en el corazón
compasión, bondad, humildad, mansedumbre y longanimidad. Jesús venció el ego y no es
imposible perdonar como Jesús perdonó. La humildad de Jesús no consiste meramente en
opiniones o en palabras de desvalorización personal, sino, como señala Pablo, consiste en “un
corazón de humildad” lleno de compasión y amabilidad, mansedumbre y longanimidad, la
gentileza dulce y humilde que se reconoce como la marca del Cordero de Dios.

Al esforzarse por conseguir las más altas experiencias de la vida cristiana, el creyente a
menudo está en peligro de pretender alcanzar y regocijarse en lo que se conocen como las

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virtudes más humanas y valiosas como la valentía, la alegría, el desprecio del mundo, el
entusiasmo, el sacrificio propio (incluso los antiguos estoicos lo enseñaban y practicaban). Sin
embargo, raramente se consideran o valoran las gracias más profundas, gentiles, divinas y
celestiales, es decir, aquellas que Jesús enseñó sobre la tierra, porque las trajo del cielo; las que
están más conectadas con Su cruz y Su muerte, es decir, la pobreza de espíritu, la mansedumbre
y la humildad. Por consiguiente, revistámonos de un corazón de compasión, bondad, humildad,
mansedumbre y longanimidad, y probemos nuestra semejanza a Cristo, no solo en nuestro celo
por salvar a los perdidos, sino en toda nuestra relación con los hermanos, soportándonos y
perdonándonos los unos a los otros, así como el Señor nos perdonó a nosotros.

Hermanos cristianos, estudiemos la postura de la Biblia con respecto al hombre humilde.


Preguntémosle a nuestros hermanos y al mundo si pueden reconocer en nosotros la semejanza
al original. No nos contentemos con nada menos que con tomar cada uno de estos textos como
la promesa de lo que Dios hará en nosotros, como la revelación en palabras de lo que el Espíritu
de Jesús nos dará dentro de nosotros. Que cada fallo y flaqueza nos animen a ser humildes y
mansos para el manso y humilde Cordero de Dios, en la certeza de que donde Él es puesto en el
trono del corazón, Su humildad y gentileza será de torrentes de agua viva que fluyen de dentro
de nosotros.

Una vez más, repito lo que he dicho con anterioridad. Siento profundamente que tenemos
muy poca percepción de lo que la Iglesia sufre por la falta de esta divina humildad, el ser nada
que deja lugar para que Dios demuestre Su poder. No hace mucho que un cristiano, con un
espíritu humilde y amable, familiarizado con varios puntos de misión de varias sociedades,
expresó su profunda tristeza puesto que, en algunos casos, el espíritu de amor y de tolerancia
estaba tristemente ausente. Hombres y mujeres, que en Europa podían elegir su propio círculo
de amigos, encuentran difícil soportar, amar y mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de
la paz por estar cerca de otras personas con opiniones incompatibles con la de ellos. Quienes
deberían haber sido compañeros y ayudadores del gozo de los otros, se convirtieron en un
obstáculo y en un fastidio. Y todo esto por una razón, la ausencia de humildad que se considera
a uno mismo como nada, que se regocija en ser contado como el menor y que solo busca, como
Jesús, ser siervo, el ayudador y consolador de los demás, incluso del más débil e indigno.

¿Cómo puede ser que hombres que con gozo se han dado a sí mismos por Cristo encuentren
muy difícil darse a sí mismos por sus hermanos? ¿Es culpa de la Iglesia? Ha enseñado muy poco
a sus hijos que la humildad de Cristo es la primera de las virtudes, la mejor de todas las gracias
y poderes del Espíritu. Ha demostrado muy poco que una humildad como la de Cristo es lo que
debe colocarse y predicares primero, como algo que es en verdad necesario y posible a la vez.
Pero no nos desanimemos. Dejemos que el descubrimiento de la ausencia de esta gracia nos
mueva a una mayor expectativa de Dios. Veamos a cada hermano que intenta fastidiarnos como
un instrumento de Dios para nuestra purificación, para que ejercitemos la humildad que Jesús
sopla en nosotros. Tengamos esa fe en todo de Dios y en nada de nosotros para que solo en el
poder de Dios podamos servir a los demás en amor.

La humildad y la santidad
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“Que dicen: Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isaías
65:5).

Hablamos sobre el movimiento de la Santidad en nuestros tiempos y alabamos a Dios por ello.
Escuchamos de una gran cantidad de buscadores de santidad y maestros de santidad, de
enseñanzas santas y de reuniones santas. Las verdades bendecidas de santidad en Cristo y la
santidad por la fe se enfatizan como nunca antes. La mayor prueba de si la santidad que
profesamos buscar o alcanzar es verdadera será si se manifiesta en la humildad creciente que
produce. En el ser humano, la humildad es lo más necesario para permitir que la santidad de
Dios habite en él y brille. En Jesús, el Santo de Dios que nos santifica, una humildad divina fue el
secreto de Su vida, Su muerte y Su exaltación. La única prueba infalible de nuestra humildad será
la humildad delante de Dios y de los hombres que nos marca. La humildad es la fuerza y la belleza
de la santidad.

La principal marca de la santidad falsa es su falta de humildad. Todo aquel que busca la
santidad necesita estar vigilando, para que, no inconscientemente, lo que se empezó en el
espíritu se perfeccione en la carne, y que el orgullo no entre donde su presencia no se espera.
Dos hombres fueron al templo para orar: uno era un fariseo, el otro un publicano. No hay un
lugar o una posición tan sagrada en la que el fariseo no entre. El orgullo puede subírsele en el
propio templo de Dios y hacer de la adoración a Dios la escena de su propia exaltación. Desde
que Cristo expuso el orgullo del fariseo, éste se puso la vestimenta del publicano; y deben estar
alerta el confesor de la profunda pecaminosidad así como el profesor de la más elevada
santidad. Cuando estemos muy ansiosos por tener nuestro corazón como templo de Dios,
encontraremos a los dos hombres subiendo al templo para orar. El publicano demostrará que
su peligro no viene del fariseo que está a su lado, quien lo desprecia, sino del fariseo interior
que elogia y exalta. En el templo de Dios, cuando pensamos que estamos en el lugar más santo
de todos, en la presencia de Su santidad, debemos tener cuidado con el orgullo. “Un día vinieron
a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás”.

“Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros,
ni aun como este publicano”. El ego encuentra su satisfacción en el motivo de las acciones de
gracias, en las propias acciones de gracia que rendimos a Dios y en la misma confesión de que
Dios lo ha hecho todo. Incluso cuando en el templo el lenguaje de penitencia y confianza en la
misericordia de Dios es duro, el fariseo puede comenzar a alabar y a agradecer a Dios por estar
felicitándolo a él. El orgullo puede vestirse con ropas de alabanza o de penitencia. Aunque las
palabras “No soy como los otros hombres” se rechazan y se condenan, su espíritu puede
encontrarse a menudo en nuestros sentimientos y en nuestro lenguaje hacia nuestros
compañeros adoradores y otros cristianos. Si quieres saber si esto es así, simplemente tienes
que escuchar la manera en la que a menudo hablan los unos de los otros las iglesias y los
cristianos.

Qué poco de la mansedumbre y de la bondad de Jesús se ve. Se recuerda muy poco que la
humildad profunda debe ser el principio predominante de lo que los siervos de Jesús dicen de
ellos mismos o de los demás. Hay muchas iglesias o asambleas de los santos, muchas misiones
o conferencias, muchas sociedades o comités, incluso muchas misiones en lugares paganos,
donde la armonía se ha perturbado y la obra de Dios se ha impedido porque los hombres que se
cuentan como santos han demostrado en susceptibilidad, en precipitación, en impaciencia, en
autodefensa, en autoafirmación, en juicios severos y en palabras groseras, que ellos no
consideran a los demás como mejores que ellos mismos y que su santidad tiene poco de la

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mansedumbre de los santos. En su historia espiritual, los hombres han tenido tiempos de gran
humildad y quebrantamiento, pero esto es muy diferente de estar vestido en humildad, de tener
un espíritu humilde, de tener una opinión humilde en la que cada uno se tiene a sí mismo como
siervo de los demás y así lo muestra, como lo hizo Jesucristo.

“Quédate donde estás, porque soy más santo que tú”: Qué parodia sobre la santidad. Jesús,
el Santo, es el Humilde: el más santo siempre será el más humilde. No hay ningún santo sino
solo Dios. Tenemos de santidad como tenemos de Dios. Y de acuerdo con lo que tengamos de
Dios, así será nuestra verdadera humildad, porque la humildad es la desaparición del ego en la
visión de que Dios lo es todo. El más santo será el más humilde. Pero, ¡ay!, aunque no se
encuentra a menudo al judío de los tiempos de Isaías que se jactaba de su insolencia, incluso
nuestras maneras nos han enseñado a no hablar así, con qué frecuencia todavía se ve su espíritu,
ya sea en el trato de los santos o de los hijos del mundo. En el espíritu en el que se dan las
opiniones, y se lleva a cabo el trabajo, y se descubren los errores, con qué frecuencia, aunque la
vestimenta sea la del publicano, la voz sigue siendo la del fariseo: “Dios, te doy gracias porque
no soy como los otros hombres”.

¿Se puede encontrar, entonces, dicha humildad por la que los hombres se consideran
“menos que el más pequeño de todos los santos”, siervos de todos? Sí se puede. “El amor es
sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace
nada indebido, no busca lo suyo”. Donde se derrama el espíritu de amor en el corazón, donde
la naturaleza divina llega a un nacimiento pleno, donde Cristo, el manso y el humilde Cordero
de Dios es verdaderamente formado dentro de nosotros, ahí es donde se da el poder de un amor
perfecto que se olvida de sí mismo y encuentra su bendición al bendecir a los demás, al
soportarlos y honrarlos, sin importar lo débiles que puedan ser. Donde entra este amor, ahí
entra Dios. Y donde Dios ha entrado en Su poder y se revela a Sí mismo como Todo, allí el ser
humano se convierte en nada. Y donde el ser humano se hace nada ante Dios, no puede haber
otra cosa que humildad hacia los demás. La presencia de Dios no se convierte en un asunto de
los tiempos o de las estaciones, sino en la cubierta bajo la cual mora el alma, y su profunda
humillación ante Dios se convierte en el lugar santo de Su presencia de donde proceden todas
sus palabras y sus obras.

Que Dios nos enseñe que nuestros pensamientos, palabras y sentimientos con respecto a
nuestros semejantes son Su prueba de nuestra humildad hacia Él, y que nuestra humildad ante
Él es el único poder que puede capacitarnos para ser siempre humildes con los demás. Nuestra
humildad debe ser la vida de Cristo, el Cordero de Dios, dentro de nosotros.

Que todos los maestros de santidad, ya sea en el púlpito o en la plataforma, y todos los que
buscan la santidad, ya sea en secreto o en una convención, tengan presente dicha advertencia.
No hay orgullo tan peligroso, porque ninguno es tan sutil e insidioso, como el orgullo de la
santidad. No es que un hombre diga ni piense: “Soy más santo que tú”. No, de hecho, el
pensamiento sería considerado como aborrecimiento. Pero crece, de manera inconsciente, un
hábito oculto del alma, que siente complacencia en sus logros y no puede evitar ver cuál lejos
está por delante de los demás. Se puede reconocer, no siempre en una autoafirmación especial
o en un elogio propio, con la ausencia de esa profunda autodegradación que no puede ser sino
la marca del alma que ha visto la gloria de Dios (Job 42:5; 6; Isaías 6:5). Se revela a sí mismo, no
solo en palabras o pensamientos, sino en un todo, una manera de hablar de los demás, en la
que quienes tienen el don del discernimiento de espíritu pueden reconocer el poder del ego.
Incluso el mundo con sus ojos penetrantes lo nota y lo señala como una prueba de que la
profesión de una vida celestial no da ningún fruto especialmente celestial. Hermanos, tengamos

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cuidado. A menos que hagamos, con cada avance en lo que pensamos que es santidad, del
incremento de humildad nuestro estudio, podemos pensar que nos hemos estado deleitando
en pensamientos hermosos y sentimientos, en actos solemnes de consagración y fe, mientras la
única marca segura de la presencia de Dios, es decir, la desaparición del ego, era todo el tiempo
deficiente. Ven y huyamos hacia Jesús, y escondámonos en Él hasta que seamos cubiertos con
Su humildad. Solo esto es nuestra santidad.

La humildad y el pecado
“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”
(1 Timoteo 1:15).

La humildad a menudo se identifica con la penitencia y el remordimiento. Como consecuencia,


parece que no hay forma de fomentar la humildad que no sea manteniendo al alma ocupada
con su pecado. Hemos aprendido, creo, que la humildad es algo más. Hemos visto en la
enseñanza de nuestro Señor Jesús y en las Epístolas con qué frecuencia se inculca la virtud sin
ninguna referencia al pecado. En la naturaleza misma de las cosas, en la relación total del ser
humano con su Creador, en la vida de Jesús tal como Él la vivió y nos la imparte, la humildad es
la esencia misma de la santidad como de la bienaventuranza. Es el desplazamiento del ego por
la entronización de Dios. Donde Dios lo es todo, el egoísmo no es nada.

Pero a pesar de que es este aspecto de la verdad el que he sentido especialmente necesario
presionar, no necesito decir qué nueva profundidad e intensidad el pecado del hombre y la
gracia de Dios otorgan a la humildad de los santos. Solo tenemos que mirar al hombre como el
apóstol Pablo para ver cómo, a través de su vida como un hombre rescatado y santo, la profunda
conciencia de haber sido un pecador vive de manera inextinguible. Todos conocemos los pasajes
en los que se refiere a su vida como un perseguidor y blasfemo: “Porque yo soy el más pequeño
de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios.
Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he
trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios 15:9–10).
“A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de
anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios 3:8).
“Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia
porque lo hice por ignorancia, en incredulidad […]. Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:13, 15). La gracia de Dios lo había
salvado; Dios no recordó sus pecados ya nunca más, pero él nunca podría olvidar cuán
terriblemente había pecado. Cuanto más se regocijaba en la salvación de Dios, y cuanto más lo
llenaba su experiencia de la gracia de Dios con un gozo indescriptible, más clara era su conciencia
de que él era un pecador salvado y que la salvación no tenía significado o dulzura, excepto con
el sentido de ser un pecador, que fue lo que lo hizo precioso y real para él. Nunca podía olvidar
por un momento que era un pecador a quien Dios había tomado en Sus brazos y a quien había
coronado con Su amor.

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Los textos que acabamos de citar a menudo se apelan a la confesión de Pablo sobre el
pecado diario. Uno solo tiene que leerlos cuidadosamente en su conexión para ver cuán
pequeño este es el caso. Tienen un significado mucho más profundo, se refieren a lo que dura
toda la eternidad y que dará su trasfondo profundo de asombro y adoración a la humildad con
la que los rescatados se inclinan ante el trono, como aquellos que han sido lavados de sus
pecados en la sangre del Cordero. Nunca, nunca, ni siquiera en la gloria, pueden ser otros que
los pecadores rescatados; nunca por un momento en esta vida el hijo de Dios puede vivir en la
plena luz de Su amor, sino que siente que el pecado, del cual ha sido salvado, es su único derecho
y título para todo lo que la gracia ha prometido hacer. La humildad con la que primero vino como
pecador adquiere un significado nuevo cuando aprende cómo se convierte en él como criatura.
Y una vez más, la humildad, en la que nació como ser creado, tiene sus más profundos y ricos
tonos de adoración en la memoria de lo que es ser un monumento del maravilloso amor
redentor de Dios.

La verdadera importancia de lo que nos enseñan estas expresiones de San Pablo surge con
más fuerza cuando nos damos cuenta del hecho notable de que, a lo largo de su vida cristiana,
nunca encontramos de su pluma, ni siquiera en las epístolas en las que tenemos más aspectos
personales, nada que tenga que ver con la confesión de pecado. En ninguna parte se menciona
ninguna deficiencia o defecto, en ninguna parte se sugiere a sus lectores que ha fallado en su
deber o que haya pecado contra la ley del amor perfecto. Por el contrario, hay pasajes, y no
pocos, en los que se reivindica a sí mismo en un lenguaje que no significa nada si no apela a una
vida intachable ante Dios y los hombres. “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa,
justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses
2:10). “Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y
sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido
en el mundo, y mucho más con vosotros” (2 Corintios 1:12). No es un ideal o una aspiración, es
una apelación a lo que había sido su vida real. Sin embargo, podemos dar cuenta de esta
ausencia de confesión de pecado, todos admitirán que debe apuntar a una vida en el poder del
Espíritu Santo, tal como rara vez se realiza o se espera en estos días.

El punto que quiero enfatizar es este: que el solo hecho de la ausencia de tal confesión de
pecado solo da más fuerza a la verdad de que no es en el pecado diario donde se encuentra el
secreto de la humildad más profunda, sino en lo habitual. Nunca debemos olvidarnos de nuestra
posición, y que cuanto más abundante sea la gracia, más viva se mantendrá. Nuestro único lugar,
el único lugar de bendición, nuestra única posición permanente ante Dios, tiene que ser el de
confesarse como pecadores salvados por gracia.

Con el profundo recuerdo de Pablo de haber pecado tan terriblemente en el pasado, antes
de que la gracia lo conociera, y la conciencia de ser apartado del pecado presente, siempre hubo
un recordatorio permanente del oscuro poder oculto del pecado siempre listo para entrar, y
solo mantenido fuera por la presencia y el poder del Cristo que mora en nosotros. “Y yo sé que
en mí, esto es, mi carne, no mora el bien”, estas palabras de Romanos 7:18 describen la carne
como es hasta el final. La gloriosa liberación de Romanos 8, “Porque la ley del Espíritu de vida
en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte”, no es ni la aniquilación ni la
santificación de la carne, sino una victoria continuada dada por el Espíritu conforme mortifica
las obras del cuerpo. Como la salud expulsa la enfermedad, y la luz se traga la oscuridad, y la
vida conquista la muerte, la morada de Cristo por medio del Espíritu es la salud, la luz y la vida
del alma. Pero con esto, la convicción de impotencia y peligro siempre atempera la fe en la
acción momentánea e ininterrumpida del Espíritu Santo en ese sentido de dependencia

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disciplinada que hace de la fe y el gozo más elevados los siervos de una humildad que solo vive
por la gracia de Dios.

Los tres pasajes arriba citados muestran que fue la maravillosa gracia que se le otorgó a
Pablo, y de la cual él sentía la necesidad en cada momento, la que lo humilló tan profundamente.
Fue la gracia de Dios que estaba con él y que le permitió obrar más abundantemente que todos
ellos, la gracia de predicar a los paganos las inescrutables riquezas de Cristo, la gracia que
excedía en abundancia con la fe y el amor que está en Cristo Jesús, la cual es la misma naturaleza
y gloria que es para los pecadores, la que mantuvo su conciencia de haber pecado una vez y ser
responsable del pecado tan intensamente viva. “Cuando el pecado abundó, sobreabundó la
gracia”. Esto revela cómo la esencia misma de la gracia es tratar con el pecado y quitarlo, y cómo
debe ser: cuanto mayor sea la experiencia de gracia, más intensa será la conciencia de ser un
pecador. No es el pecado, sino la gracia que Dios le muestra al hombre y le recuerda siempre lo
pecador que era, lo que le mantendrá verdaderamente humilde. No es el pecado, sino la gracia,
lo que me hará conocerme a mí mismo como pecador, y hacer del lugar de la más profunda
humillación propia del pecador el lugar del que nunca me voy.

Me temo que no son pocos quienes, con fuertes expresiones de auto-condenación y


denuncia, han tratado de humillarse a sí mismos y deben confesar con tristeza que el corazón
humilde, un “corazón de humildad”, con sus acompañamientos de bondad y compasión, de
mansedumbre y paciencia, todavía sigue tan lejos como siempre. Estar ocupados con el ego,
incluso en medio de la abnegación más profunda, no puede liberarnos nunca de nosotros
mismos. La revelación de Dios es la que nos hará humildes, no solo por la ley que condena el
pecado, sino por Su gracia que nos libera. La ley puede romper el corazón con temor. Solo la
gracia es la que obra esa dulce humildad que se convierte en gozo para el alma como su segunda
naturaleza. Fue la revelación de Dios en Su santidad, acercándose para darse a conocer en Su
gracia, la que hizo que se inclinaran en tanta humildad Abraham, Jacob, Job e Isaías. El alma en
la que Dios el Creador, como el Todo de los seres creados en su nada, Dios el Redentor en Su
gracia, como el Todo de los pecadores en su pecaminosidad, es esperado, creído y adorado, se
encontrará a sí misma tan llena de Su presencia que no habrá lugar para el egoísmo. Tan solo se
puede cumplir la promesa: “La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los
hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día”.

Es el pecador que mora en la plena luz del amor santo y redentor de Dios, en la experiencia
de esa total morada del amor divino, que viene por medio de Cristo y del Espíritu Santo, quien
solo puede humillarse. No estar ocupado con tu pecado, sino ocuparse en Dios, trae liberación
del ego.

La humildad y la fe
“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la
gloria que viene del Dios único?” (Juan 5:44).

En un discurso que escuché recientemente, el orador dijo que las bendiciones de la vida Cristiana
más elevada eran a menudo como objetos que se exponen en un escaparate: los puedes ver con

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claridad y, sin embargo, no puedes alcanzarlos. Si se le dice a alguien que extienda la mano y lo
coja, éste diría: “No puedo, hay un panel grueso de vidrio entre eso y yo”. Y del mismo modo,
los cristianos pueden ver con claridad las promesas benditas de la paz y del reposo perfecto, del
amor y de la alegría rebosante, de la comunión y de la productividad duradera y, sin embargo,
sienten que había algo en medio que dificultaba la verdadera posesión. ¿Y qué podría ser? El
orgullo. Las promesas hechas en fe son muy libres y seguras, las invitaciones y los estímulos son
muy fuertes, el poder asombroso de Dios con que contamos está muy cerca y libre, por lo que
debe haber algo que obstaculice la fe y que impida que la bendición sea nuestra. En nuestro
texto, Jesús nos descubre que es, de hecho, el orgullo lo que hace que la fe sea imposible.
“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que
viene del Dios único?” Cuando vemos cómo en su misma naturaleza tanto el orgullo como la fe
están irreconciliablemente en desacuerdo, aprendemos que la fe y la humildad están en la raíz
y que nunca podemos tener más de la fe verdadera de lo que tenemos de la verdadera humildad.
Veremos que podemos tener fuertes convicciones intelectuales y certeza de la verdad mientras
que el orgullo sigue en el corazón, pero que hace que la fe viva, que tiene poder con Dios, se
convierta en algo imposible.

Solo necesitamos pensar por un momento lo que es la fe. ¿No es la confesión de la nada y
la impotencia, la rendición y la espera para dejar que Dios obre? ¿No es en sí mismo lo más
humilde que puede haber, la aceptación de nuestra posición como dependientes que no
podemos hacer, ni reclamar ni obtener nada, salvo por lo que la gracia nos otorga? La humildad
es simplemente la disposición que prepara al alma para vivir con confianza. Y todo, incluso la
respiración más secreta de orgullo, la búsqueda de uno mismo, la voluntad propia o la exaltación
de uno mismo, es solo la fortaleza de ese yo que no puede entrar en el reino ni poseer las cosas
del reino, porque rechaza permitir que Dios sea lo que Él es y debe estar ahí, el Todo en Todo.

La fe es el órgano o el sentido para la percepción y aprehensión del mundo celestial y sus


bendiciones. La fe busca la gloria que viene de Dios, que solo viene donde Dios lo es Todo.
Mientras nos apoderemos de la gloria de los demás, mientras busquemos, amemos y guardemos
celosamente la gloria de esta vida, el honor y la reputación que viene de los hombres, no
buscaremos ni recibiremos la gloria que viene de Dios. El orgullo hace que la fe sea imposible.
La salvación viene a través de una cruz y de un Cristo crucificado. La salvación es la comunión
con el Cristo crucificado en el espíritu de Su cruz. La salvación es unión y deleite; la salvación es
la participación en la humildad de Jesús. ¿Es de extrañar que nuestra fe sea tan débil cuando el
orgullo todavía reina tanto y apenas hemos aprendido a anhelar u orar por la humildad como la
parte más necesaria y bendita de la salvación?

La humildad y la fe están más relacionadas en las Escritura de lo que muchos piensan. Se


puede ver en la vida de Cristo. Hay dos casos en los que Él habla de una gran fe. ¿Acaso el
centurión, de cuya fe Él se maravilló y dijo: “Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe”, no
dijo: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo”? ¿Y acaso no aceptó la madre a quien
Jesús le dijo: “Oh mujer, grande es tu fe” que se refiriese a ella como a un perro y le contestó
ella: “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”?
La humildad es la que hace que el alma se presente ante Dios como nada, también quita todo lo
que obstaculice a la fe, y hace que el único temor sea deshonrar a Dios al no confiar totalmente
en Él.

Hermano, ¿acaso no hemos sido aquí la causa del fracaso en la búsqueda de la santidad?
¿No es esto, aunque no lo sabíamos, lo que hizo que tanto nuestra consagración como nuestra
fe fueran tan superficiales y efímeras? No teníamos idea hasta qué punto el orgullo y el ego

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estaban obrando secretamente en nosotros, y cómo solo Dios por medio de Su entrada en
nosotros y Su asombroso poder podía expulsarlos. Entendimos cómo solo la naturaleza nueva y
divina, tomando por completo el lugar del viejo yo, podía hacernos humildes de verdad. No
sabíamos que la humildad absoluta, incesante y universal debe ser la raíz de cada oración y de
cada acercamiento a Dios, así como de cada trato con el hombre; y que podríamos intentar mirar
sin ojos o vivir sin aliento, como creer o acercarnos a Dios o vivir en Su amor, sin una humildad
omnipresente y de corazón.

Hermano, ¿no hemos estado cometiendo un error al tener tantos problemas para creer,
mientras que todo el tiempo ha estado en nosotros el viejo ego en su orgullo que busca poseer
las bendiciones y las riquezas de Dios? No es de extrañar que no podamos creer. Cambiemos
nuestro curso. Busquemos primero humillarnos bajo la poderosa mano de Dios: Él nos exaltará.
La cruz, y la muerte, y la tumba, en la cual Jesús se humilló a Sí mismo, eran Su camino a la gloria
de Dios. Y asimismo, también son nuestro camino. Dejemos que nuestro único deseo y que
nuestra oración ferviente sea ser humillados con Él y como Él; aceptemos con alegría todo lo
que nos humille delante de Dios o de los hombres, pues es el único camino a la gloria de Dios.

Quizás te sientas inclinado a hacer una pregunta. He hablado de algunos que tienen
experiencias que bendicen o que son medios para traer bendiciones a los demás y, sin embargo,
están carentes de humildad. Preguntas si esto no prueba que tienen una fe verdadera e incluso
fuerte, aunque muestran demasiado claramente que todavía buscan demasiado el honor que
proviene de los hombres. Se puede dar al respecto más de una respuesta. Pero la respuesta
principal en nuestra conexión actual es esta: en verdad tienen una medida de fe, en proporción
a la cual, con los dones especiales que se les otorgan, es la bendición que aportan a los demás.
Pero en esa misma bendición la obra de su fe se ve obstaculizada por la falta de humildad. La
bendición es a menudo superficial o transitoria, porque simplemente no son la nada que abre el
camino para que Dios lo sea todo. Una humildad más profunda traería, sin duda alguna, una
bendición más profunda y completa. El Espíritu Santo no solo trabaja en ellos como un Espíritu
de poder, sino que también mora en ellos en la plenitud de Su gracia y, en especial, en la
humildad; se comunicaría a través de ellos con estos conversos para una vida de poder, santidad
y firmeza, una vida que tan raramente se ve en la actualidad.

“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria
que viene del Dios único?” Hermano, nada puede curarte del deseo de recibir gloria de los
hombres, ni de la sensibilidad, el dolor y el enfado que viene cuando no se da, sino solamente
darte a ti mismo para buscar únicamente la gloria que viene de Dios. Deja que la gloria del Dios
glorioso lo sea todo para ti. Serás liberado de la gloria de los hombres y del ego, y estarás gozoso
y feliz de no ser nada. De esta nada crecerás fuerte en la fe, dándole la gloria a Dios, y
encontrarás que cuanto más profundamente te hundes en humildad ante Él, más cerca está de
cumplir cada deseo de tu fe.

La humildad y la muerte del ego


“[Él] se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (Filipenses 2:8).

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La humildad es el camino a la muerte, porque en la muerte da la mayor prueba de Su perfección.
La humildad es la flor de la cual la muerte del ego es el fruto perfecto. Jesús se humilló a Sí
mismo hasta la muerte, y abrió el camino por el que también nosotros debemos caminar. Como
no había forma de que Él demostrara Su entrega a Dios hasta el extremo, o de renunciar y
elevarse de nuestra naturaleza humana a la gloria del Padre si no era por medio de la muerte,
así sucede de igual modo con nosotros. La humildad debe conducirnos a la muerte del ego: así
demostramos cuánto nos hemos entregado a ella y a Dios. Por consiguiente, tan solo somos
liberados de la naturaleza caída y encontramos el camino que conduce a la vida en Dios, por
medio de ese nacimiento completo de la nueva naturaleza, de la cual la humildad es el aliento y
el gozo.

Hemos hablado de lo que Jesús hizo por Sus discípulos cuando les comunicó Su vida de
resurrección, cuando en la venida del Espíritu Santo, Él, el Manso glorificado y entronado, vino
del cielo para habitar en ellos. Él ganó el poder de hacerlo a través de la muerte: en su naturaleza
más íntima, impartió una vida fuera de la muerte, una vida que se había entregado a la muerte
y que había ganado por medio de la muerte. El que vino a habitar en ellos era Él mismo, quien
había muerto y que ahora vive para siempre. Su vida, Su persona, Su presencia, llevan las marcas
de la muerte, de ser una vida engendrada fuera de la muerte. Esa vida en Sus discípulos siempre
lleva las marcas de la muerte también. Solo conforme el Espíritu de la muerte mora y obra en el
alma es que el poder de Su vida puede conocerse. La primera y principal marca de la muerte del
Señor Jesús, así como las marcas de la muerte que muestran quién es un verdadero seguidor de
Jesús, es la humildad. Por estas dos razones: solo la humildad conduce a la muerte perfecta, y
solo la muerte perfecciona la humildad. La humildad y la muerte son una en su naturaleza: la
humildad es el capullo, y en la muerte el fruto madura hasta alcanzar la perfección.

La humildad conduce a la muerte perfecta. La humildad significa renunciar al ego y tomar la


posición de la nada perfecta delante de Dios. Jesús se humilló a Sí mismo y se hizo obediente
hasta la muerte. En la muerte, Él dio la prueba más alta y perfecta de haber entregado Su
voluntad a la voluntad de Dios. En la muerte, se entregó a Sí mismo, con su reticencia natural a
beber la copa. Renunció a la vida que tenía en unión con nuestra naturaleza humana, murió a Sí
mismo, y el pecado que lo tentaba. Por lo tanto, como hombre, entró a la perfecta vida de Dios.
Si no hubiese sido por Su humildad sin límites, considerándose a Sí mismo como nada más que
un siervo que debía hacer y sufrir la voluntad de Dios, nunca habría muerto.

Esto nos da la respuesta a la pregunta que tan a menudo se hace y de la cual el significado
rara vez se comprende con claridad: ¿Cómo puedo morir a mí mismo? La muerte del ego no es
trabajo tuyo, es la obra de Dios. En Cristo estás muerto al pecado; la vida que hay en ti ha pasado
por el proceso de la muerte y la resurrección; puedes estar seguro de que estás muerto al
pecado. Pero la plena manifestación del poder de esta muerte en tu disposición y conducta,
depende de la medida en que el Espíritu Santo imparte el poder de la muerte de Cristo. Y esta
es la enseñanza: si entras en una comunión total con Cristo en Su muerte y conoces la liberación
total del ego, humíllate. Este es tu único deber. Ponte delante de Dios en tu total incapacidad,
acepta de corazón el hecho de tu impotencia para matar o darte vida a ti mismo, sumérgete en
tu propia nada, en el espíritu de una rendición a Dios que sea mansa, paciente y confiada. Acepta
cada humillación y mira a cada prójimo que intenta molestarte como un medio de gracia para
humillarte. Usa cada oportunidad de humillarte ante tus semejantes como una ayuda para
permanecer humilde ante Dios. Dios aceptará dicha humildad de tu parte como prueba de que
todo tu corazón lo desea, como la mejor oración para ello, como tu preparación para Su
poderosa obra de gracia cuando por el poderoso fortalecimiento de Su Espíritu, Él revele a Cristo

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plenamente en ti, de modo que Él, en Su forma de siervo, se forme verdaderamente en ti y
habite en tu corazón. Es el camino de la humildad la que conduce a la muerte perfecta, la
experiencia plena y perfecta de que estamos muertos en Cristo.

Luego sigue: Solo esta muerte conduce a la humildad perfecta. Ten cuidado del error que
muchos cometen, quienes preferirían ser humildes pero tienen miedo de ser demasiado
humildes. Tienen tantas calificaciones y limitaciones, tantos razonamientos y preguntas, como
qué se supone que es la verdadera humildad, que nunca se entregan sin reservas. Cuidado con
esto. Humíllate hasta la muerte. En la muerte del ego la humildad se perfecciona. Asegúrate de
que en la raíz de toda experiencia real de más gracia, de todo avance verdadero en la
consagración, de toda conformidad realmente creciente con la semejanza de Jesús, debe haber
una ausencia del ego que se demuestre a Dios y a los hombres en nuestras actitudes y hábitos.
Es tristemente posible hablar de la vida de la muerte y del caminar en el Espíritu mientras que
incluso el amor más tierno solo puede ver la gran cantidad que hay de egoísmo. La muerte del
ego no tiene una marca de muerte más segura que una humildad que deja a uno mismo sin
reputación, que le vacía y le da forma de siervo. Es posible hablar mucho y con honestidad de la
comunión con un Jesús despreciado y rechazado, y de llevar Su cruz, mientras que no se ve ni se
busca apenas la gentil y amable humildad del Cordero de Dios. El Cordero de Dios quiere decir
dos cosas: mansedumbre y muerte. Busquemos recibirlo en ambas formas. En Él son
inseparables, por lo que deben estar en nosotros también.

¡Qué tarea tan desesperada si tuviéramos que hacer el trabajo nosotros! La naturaleza
nunca puede vencer a la naturaleza, ni siquiera con la ayuda de la gracia. El ego nunca puede
echarse fuera a sí mismo, ni siquiera en el hombre regenerado. ¡Alabado sea el Señor! El trabajo
ha sido hecho y terminado y perfeccionado para siempre. La muerte de Jesús, de una vez para
siempre, es nuestra muerte a nosotros mismos. Y la ascensión de Jesús, Su entrada una vez y
para siempre en el Lugar Santísimo, nos ha dado el Espíritu Santo para comunicarse con nosotros
en poder y para hacer nuestro el poder de la vida de muerte. Cuando el alma, en la búsqueda y
práctica de la humildad, sigue los pasos de Jesús, se despierta su conciencia de la necesidad de
algo más, se acelera su deseo y esperanza, se fortalece su fe y aprende a buscar, a reclamar y a
recibir esa verdadera plenitud del Espíritu de Jesús, que diariamente puede mantener Su muerte
al ego y al pecado en su pleno poder, y hacer de la humildad el espíritu omnipresente de nuestra
vida.

“¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido
bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el
bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en vida nueva”. Toda la autoconciencia del cristiano debe ser imbuida y
caracterizada por el espíritu que animó la muerte de Cristo. Siempre debe presentarse a sí
mismo ante Dios como quien ha muerto en Cristo, y en Cristo está vivo de la muerte, llevando
en su cuerpo la muerte del Señor Jesús. Su vida siempre tiene la doble marca: sus raíces golpean
con verdadera humildad en las profundidades de la tumba de Jesús, la muerte del pecado y del
ego; su cabeza se elevó en poder de resurrección al cielo donde está Jesús.

Creyente, reclama en fe la muerte y la vida de Jesús como tuya. Entra en Su tumba, en el


reposo del ego y de su trabajo, entra en el reposo de Dios. Humíllate, con Cristo que entregó Su
espíritu en las manos del Padre, y desciende cada día a esa dependencia perfecta de Dios. Dios
te levantará y te exaltará. Húndete cada mañana en la nada absoluta en la tumba de Jesús; la
vida de Jesús se manifestará en ti todos los días. Que la humildad voluntaria, amorosa y gozosa
sea la marca que has reclamado como tu derecho natural: el bautismo en la muerte de Cristo.

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“Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”. Las almas que
entran en Su humillación encontrarán en Él el poder de ver y contar su propia muerte y, como
aquellos que han aprendido y recibido de Él, de caminar con toda humildad y mansedumbre,
indulgentes entre sí en amor. La vida de la muerte se ve en una mansedumbre y humildad como
la de Cristo.

La humildad y la felicidad
“Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose
sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades,
en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil,
entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:9, 10).

En caso de que Pablo se exaltase a sí mismo, debido a la extrema grandeza de las revelaciones,
se le envió un aguijón en la carne para mantenerlo humilde. El primer deseo de Pablo era que
se le quitara y le rogó al Señor tres veces que se fuera. La respuesta fue que la prueba era una
bendición, que en la debilidad y en la humillación, la gracia y la fuerza del Señor podía
manifestarse mejor. Inmediatamente, Pablo entró en una nueva etapa en su relación con la
prueba: en lugar de simplemente soportarla, se glorió en ella con gozo; en lugar de pedir
liberación, se deleitó en ella. Había aprendido que el lugar de la humillación es el lugar de la
bendición, del poder y del gozo.

Todo cristiano prácticamente pasa por estas dos etapas en su búsqueda de humildad. Al
principio, teme, huye y busca liberación de todo lo que puede humillarlo. No ha aprendido
todavía a buscar la humildad a cualquier precio. Ha aceptado el mandato de ser humilde y de
busca obedecerlo, aunque solo sea para descubrir cuánto falla. Ora por humildad, a veces muy
en serio, pero en su corazón secreto su oración es incluso mayor, si no lo hace con palabras,
porque su deseo es ser librado de aquello que lo harán humillarse. Todavía no está tan
enamorado de la humildad como la belleza del Cordero de Dios y el gozo del cielo como para
venderlo todo con el fin de procurarla. En su búsqueda y en su oración todavía sigue habiendo
un sentido de carga y esclavitud; humillarse todavía no se ha convertido en la expresión
espontánea de una vida y una naturaleza que es en esencia humilde. Todavía no se ha convertido
en su gozo y en su único placer. Aún no puede decir: “De buena gana me gloriaré más bien en
mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”.

Pero, ¿podemos esperar alcanzar la etapa en la que este sea el caso? Sin duda alguna. ¿Y
qué nos llevará allí? Lo que llevó a Pablo allí: una nueva revelación del Señor Jesús. Solo la
presencia de Dios puede revelan y expulsar el ego. Se le debió dar a Pablo una visión más clara
de la profundidad de la verdad de que la presencia de Jesús aleja todo deseo de buscar cualquier
cosa en nosotros mismos y que nos hace deleitarnos en toda humillación que nos prepare para
Su manifestación más plena. Nuestras humillaciones nos llevan, en la experiencia de la presencia
y el poder de Jesús, a elegir la humildad como la bendición más elevada. Probemos y
aprendamos las lecciones que nos enseña la historia de Pablo.

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Es posible que contemos con creyentes avanzados, maestros eminentes, hombres de
experiencias celestiales, que todavía no hayan aprendido por completo la lección de la humildad
perfecta, que con gozo se gloría en la debilidad. Lo vemos en Pablo. El peligro de exaltarse a sí
mismo se acercaba mucho. Todavía no sabía a la perfección lo que implicaba no ser nada, morir
para que Cristo solo viviera en él, complacerse en todo lo que lo humillaba. Parece como si fuera
la lección más importante que tuvo que aprender, la conformidad plena con Su Señor en ese
vaciamiento propio en el que se glorió en la debilidad para que Dios pudiera serlo todo.

La lección más elevada que un cristiano tiene que aprender es la humildad. ¡Que todo
cristiano que busque avanzar en santidad lo recuerde bien! Puede haber una consagración
intensa, un celo ferviente, una experiencia celestial y, sin embargo, si no se previene con tratos
muy especiales del Señor, puede haber una exaltación del ego con todo ello. Aprendamos la
lección: la máxima santidad es la humildad más profunda. Recordemos que no viene por sí
misma, sino que se trata de un trato especial por parte de nuestro fiel Señor y Su fiel siervo.

Echemos un vistazo a nuestras vidas a la luz de esta experiencia y veamos si con alegría nos
gloriamos en la debilidad, si nos complacemos, como hizo Pablo, en las debilidades, en afrentas,
en necesidades, en persecuciones, en angustias. Sí, preguntémonos si hemos aprendido a
considerar una reprensión, justa o injusta, un reproche de un amigo o de un enemigo, un daño,
una prueba o una dificultad que otros nos puedan ocasionar como una oportunidad de ver cómo
Jesús lo es todo para nosotros, cómo nuestro propio placer y honra no son nada, y cómo la
humillación es en verdad en lo que nos complacemos. Es en verdad una bendición, la felicidad
profunda del cielo, estar tan libre del ego que cualquier cosa que nos digan o nos hagan se pierda
y se trague en el pensamiento de que Jesús lo es todo.

Confiemos en Aquél que se hizo cargo de Pablo que también lo hará con nosotros. Pablo
necesitaba una disciplina especial y con ella una instrucción especial para aprender, lo que era
más precioso que incluso las cosas indecibles que había escuchado en el cielo, qué es gloriarse
en la debilidad y en la humildad. Nosotros también lo necesitamos muchísimo. Aquél que se
preocupó por él también nos cuidará. La escuela en la que Jesús enseñó a Pablo también es
nuestra escuela. Él vela por nosotros con celo y amor, “no sea que nos exaltemos a nosotros
mismo”. Cuando lo hacemos, Él busca descubrirnos el mal y librarnos. En la prueba, en la
debilidad y en los problemas, Él busca humillarnos hasta que aprendamos que Su gracia lo es
todo, para que nos complazcamos en cada situación que nos trae y mantiene humildes. Su fuerza
se perfecciona en nuestra debilidad, Su presencia llena y satisface nuestro vacío, ese es el
secreto de la humildad que nunca fallará. Podemos así decir, como Pablo, a la vista de lo que
Dios obra en nosotros y por medio de nosotros, que: “En nada he sido menos que aquellos
grandes apóstoles, aunque nada soy”. Sus humillaciones lo habían llevado a la humildad
verdadera, con su maravilloso gozo y complacencia en todo lo que produce humildad.

“De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder
de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades”. El hombre humilde ha
aprendido el secreto de la felicidad duradera. Cuanto más débil se siente, más humilde está y
más grandes son sus humillaciones, tanto más el poder y la presencia de Cristo son su porción,
hasta que, cuando dice: “nada soy”, la palabra de su Señor le trae incluso más gozo: “Bástate mi
gracia”.

Me gustaría volver a resumir todo en las dos lecciones: el peligro del orgullo es mayor y está
más cercano a nosotros de lo que pensamos, y también la gracia de la humildad.

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El peligro del orgullo es mayor y está más cercano de lo que pensamos, especialmente en los
momentos de nuestras experiencias más elevadas. El predicador de la verdad espiritual con una
congregación llena de admiración, el orador talentoso en una plataforma de santidad que
expone los secretos de la vida celestial, el cristiano que da testimonio de una experiencia de
bendición, el evangelista que sigue en triunfo e hizo de una bendición el regocijo de multitudes…
ningún hombre sabe el peligro oculto e inconsciente al que están expuestos. Pablo estaba en
peligro sin saberlo: lo que Jesús hizo por él está escrito para advertirnos de nuestro peligro y
para que sepamos cuál es nuestra única seguridad. Si alguna vez se ha dicho de un maestro de
santidad que está muy lleno de egoísmo, o que no practica lo que predica, o que sus bendiciones
no lo han hecho humillarse más, no lo digamos nunca más. Jesús, en quien confiamos, puede
hacernos humildes.

Sí, la gracia para la humildad es mayor y está más cerca también de lo que pensamos. La
humildad de Jesús es nuestra salvación: Jesús mismo es nuestra humildad. Nuestra humildad es
Su cuidado y Su obra. Su gracia es suficiente para nosotros, para enfrentar la tentación del
orgullo también. Su fuerza se perfeccionará en nuestra debilidad. Decidamos ser débiles,
humildes, no ser nada. Que la humildad sea nuestro gozo y felicidad. Gocémonos con alegría y
complazcámonos en la debilidad, en todo lo que puede humillarnos y mantenernos humildes; el
poder de Cristo estará sobre nosotros. Cristo se humilló a Sí mismo, por lo que Dios lo exaltó.
Cristo nos humillará y nos mantendrá humildes; consintámoslo con sinceridad, aceptemos con
confianza y alegría todo lo que nos humille; el poder de Cristo estará sobre nosotros.
Entenderemos que la humildad más profunda es el secreto de la felicidad más verdadera, de un
gozo que nada puede destruir.

La humildad y la exaltación
“El que se humilla, será enaltecido” (Lucas 14:11; 18:13).

“Dios da gracia a los humildes. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará” (Santiago
4:10).

“Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere
tiempo” (1 Pedro 5:6).

Ayer mismo me preguntaron: ¿Cómo voy a conquistar este orgullo? La respuesta fue simple. Se
necesitan dos cosas. Haz lo que Dios dice que es tu trabajo: humíllate. Confía en Él para hacer lo
que Él dice que es Su obra: Él te exaltará.

El mandamiento está claro: humíllate. Eso no quiere decir que sea tu trabajo conquistar y
sacar el orgullo de tu naturaleza, y formar dentro de ti la humildad del santo Jesús. No, esta es
la obra de Dios; la esencia misma de esa exaltación, donde Él os eleva a la auténtica semejanza
del Hijo amado. Lo que el mandamiento quiere decir es esto: aprovecha cada oportunidad de
humillarte ante Dios y los hombres. En la fe de la gracia que ya está trabajando en ti, en la
seguridad de más gracia para lograr la victoria que viene, hasta la luz que la conciencia irradia
cada vez sobre el orgullo del corazón y su funcionamiento, a pesar de todo lo que pueda haber

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fracasado, aguanta con persistencia bajo el mandato inmutable: humíllate. Acepta con gratitud
todo lo que Dios permite desde dentro o fuera, ya venga de un amigo o de un enemigo, en lo
natural o en la gracia, para recordarte tu necesidad de humillarte y de ayudarte a lograrlo.
Considera que la humildad es la virtud madre, tu primer deber ante Dios, la única protección
perpetua del alma, y pon tu corazón sobre ella, ya que es la fuente de toda bendición. La
promesa es divina y segura: quien se humille será exaltado. Asegúrate de hacer lo único que
Dios pide: humíllate. Él hará lo que ha prometido. Él dará más gracia; Él te exaltará a su debido
tiempo.

Todos los tratos de Dios con el hombre se caracterizan por dos etapas. Está el tiempo de la
preparación, cuando ordena y promete, con la experiencia mezclada de esfuerzo e impotencia,
de fracaso y éxito parcial, con la expectativa santa de algo mejor que despierte, entrene y
discipline a los hombres para alcanzar una etapa superior. Luego llega el tiempo del
cumplimiento, cuando la fe hereda la promesa y disfruta de lo que tantas veces había luchado
en vano. Esta ley es buena en cada parte de la vida cristiana y en la búsqueda de cada virtud por
separado. Y eso se debe a que está basado en la naturaleza misma de las cosas. En todo lo que
concierne a nuestra redención, Dios debe tomar la iniciativa. Cuando eso se ha hecho, llega el
turno del hombre. En el esfuerzo después de la obediencia y el esfuerzo, debe aprender a
conocer su impotencia, en la desesperación de sí mismo por morir al ego y adaptarse de manera
voluntaria e inteligente para recibir de Dios el final, la realización de aquello que había aceptado
al principio en ignorancia. Así, Dios, quien había sido el Principio, antes de que el hombre lo
conociera correctamente o que entendiera completamente cuál era Su propósito, es anhelado
y recibido como el Fin, como el Todo en Todo.

Es así, también, en la búsqueda de la humildad. A cada cristiano el mandamiento le viene


desde el trono de Dios mismo: humíllate. El intento sincero de escuchar y obedecer será
recompensado, sí, recompensado, con el doloroso descubrimiento de dos cosas. La primera
tiene que ver con la profundidad del orgullo, que es la falta de voluntad para tenerse a uno
mismo y ser tenido como nada, para someterse absolutamente a Dios, y que nadie sabía que
existía. La otra tiene que ver con la importancia absoluta que hay en todos nuestros esfuerzos y
en todas nuestras oraciones por la ayuda de Dios para destruir al monstruo horrible.
Bienaventurado el hombre que ahora aprende a poner su esperanza en Dios y preservarla a
pesar de todo el poder del orgullo dentro de él, en actos de humillación ante Dios y los hombres.
Conocemos la ley de la naturaleza humana: los actos producen hábitos, los hábitos generan
disposiciones, las disposiciones forman la voluntad y la voluntad formada correctamente es el
carácter. No es de otra manera en la obra de la gracia. Como los actos, repetidos de manera
persistente, engendran hábitos y disposiciones, y estos fortalecen la voluntad. Aquél que trabaja
tanto en la voluntad como en el hacer viene con Su poder asombroso y Su Espíritu; y la humildad
del corazón orgulloso con el que el santo arrepentido se arroja tan a menudo delante de Dios es
recompensado con “más gracia” del corazón humilde, en el cual el Espíritu de Jesús ha
conquistado y ha traído la nueva naturaleza a su madurez, y Él, el manso y humilde, ahora habita
para siempre.

Humillaos delante del Señor, y Él os exaltará. ¿Y en qué consiste la exaltación? La mayor


gloria de la criatura es ser solo un recipiente para recibir, disfrutar y mostrar progresivamente
la gloria de Dios. Puede hacer esto solo porque está dispuesto a no ser nada en sí mismo, de
manera que Dios pueda serlo todo. El agua siempre llena primero los lugares más bajos. Cuanto
más bajo, cuanto más vacío esté el hombre ante Dios, más rápido y más pleno será el influjo de
la gloria divina. La exaltación que Dios promete no es, no puede ser, ninguna cosa externa aparte

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de Él mismo: todo lo que tiene que dar o puede dar es solo más de Sí mismo, para tomar Él una
posesión más completa. La exaltación no es, como un premio terrenal, algo arbitrario, sin
ninguna conexión necesaria con la conducta a ser recompensada. No, pero es en su propia
naturaleza el efecto y el resultado de la humildad de nosotros mismos. No es más que el don de
tal humildad divina y permanente, tal conformidad y posesión de la humildad del Cordero de
Dios, como nos conviene para recibir plenamente la morada de Dios.

Jesús mismo es la prueba de la verdad de estas palabras. Él es la garantía de la certeza de su


cumplimiento para nosotros. Tomemos su yugo sobre nosotros y aprendamos de Él, porque Él
es manso y humilde de corazón. Si estamos dispuestos a inclinarnos ante Él, como Él se ha
rebajado ante nosotros, Él aún se rebajará ante cada uno de nosotros otra vez, y no nos
encontraremos en un yugo desigual con Él. Al entrar más profundamente en la comunión de Su
humillación, y humillarnos o soportar la humillación de los hombres, podemos contar con que
el Espíritu de Su exaltación, “el Espíritu de Dios y de gloria”, descansará sobre nosotros. La
presencia y el poder del Cristo glorificado vendrán a aquellos que son de un espíritu humilde.
Cuando Dios pueda nuevamente ocupar Su lugar legítimo en nosotros, Él nos levantará. Haz de
Su gloria tu cuidado al humillarte; Él hará de tu gloria Su cuidado para perfeccionar tu humildad
y para soplar dentro de ti, como tu vida permanente, el mismo Espíritu de Su Hijo. Como la vida
omnipresente de Dios te posee, no habrá nada tan natural ni nada tan dulce como no ser nada,
sin un pensamiento o deseo de egoísmo, porque todo está ocupado con Aquél que lo llena todo.
“De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de
Cristo”.

Hermano, ¿no tenemos aquí la razón por la cual nuestra consagración y nuestra fe han
servido de tan poco en la búsqueda de la santidad? Fue por el ego y por su fuerza que la labor
se hizo bajo el nombre de la fe; fue por el ego y su felicidad que se llamó a Dios; fue, de manera
inconsciente, en el ego y en su santidad que el alma se regocijó. Nunca supimos que el elemento
más esencial de la vida de la santidad que buscábamos era la humildad, absoluta, duradera,
presente, semejante a Jesús y que marca toda nuestra vida con Dios y con el hombre.

Solo en la posesión de Dios me pierdo a mí mismo. Como se ve en la altura, en la amplitud


y en la gloria de la luz del sol que la pequeñez de la mota juega en sus rayos, así la humildad es
tomar nuestro lugar en la presencia de Dios para no ser nada sino morar en la luz del sol de Su
amor.

“¡Qué grande es Dios! ¡Qué pequeño soy yo!

Perdido, tragado en la inmensidad del Amor.

Ahí solo Dios, no yo”.

Que Dios nos enseñe a creer que ser humilde, no ser nada en Su presencia, es el logro más
elevado y la bendición más completa de la vida cristiana. Él nos dice: “Yo habito en la altura y la
santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu”. ¡Que esa sea nuestra porción!

“Más vacío, más humilde,

Más miserable, desapercibido y desconocido,

Y ser para Dios un recipiente más santo,

¡Lleno de Cristo y solo de Cristo!

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Notas
NOTA A. “Todo esto para dar a conocer a través de la región de la eternidad que el orgullo puede
degradar a los ángeles más elevados en demonios, y la humildad puede elevar la carne caída y
la sangre a los tronos de los ángeles. Por lo tanto, este es el gran fin de Dios, levantar una
creación nueva fuera de un reino caído de ángeles; para este fin se encuentra en su estado de
guerra entre el fuego y el orgullo de los ángeles caídos, y la humildad del Cordero de Dios, de
modo que la última trompeta suene la gran verdad a través de las profundidades de la eternidad,
de manera que el mal no pueda empezar si no es desde el orgullo, y sin fin si no es desde la
humildad. La verdad es esta: el orgullo debe morir en ti o nada del cielo puede vivir en ti. Bajo
la bandera de la verdad, entrégate al espíritu manso y humilde del santo Jesús. La humildad
debe sembrar la semilla o no puede haber cosecha en el cielo. No mires al orgullo solo como un
temperamento indecoroso, ni a la humildad solo como una virtud decente: porque una es la
muerte y la otra es la vida; una es todo el infierno, la otra es todo el cielo. Por mucho que tengas
de orgullo dentro de ti, tienes al ángel caído vivo en ti; tanto como tienes de humildad
verdadera, así tienes del Cordero de Dios en ti. Si pudieras ver lo que cada arrebato de orgullo
le hace a tu alma, rogarías a todo lo que encuentres para que te arranque la víbora, aunque eso
implique perder una mano o un ojo. Si pudieras ver cuán dulce, divino y transformador es el
poder que hay en la humildad, cómo expulsa el veneno de tu naturaleza y deja espacio para que
el Espíritu de Dios viva en ti, entonces desearías ser el reposapiés de todo el mundo antes que
desear el grado más pequeño de esto”. Spirit of Prayer, Pt II. p. 73, Edición de Moreton,
Canterbury, 1893.

NOTA B. “Necesitamos saber dos cosas: 1. Que nuestra salvación consiste completamente en ser
salvados de nosotros mismos, o de lo que somos por naturaleza; 2. Que en toda la naturaleza de
las cosas, nada podría ser esta salvación o nuestro salvador si no es por la humildad de Dios que
va más allá de toda expresión. De ahí el primer término inalterable del Salvador para el hombre
caído: salvo que un hombre se niegue a sí mismo, no puede ser Mi discípulo. El ego es todo el
mal de la naturaleza caída: la abnegación es nuestra capacidad para ser salvados; la humildad es
lo que nos salva… El ego es la raíz, las ramas y el árbol de todo el mal de nuestro estado caído.
Todos los males de los ángeles caídos y de los hombres nacen del orgullo del ego. Por otro lado,
todas las virtudes de la vida celestial son las virtudes de la humildad. Solo la humildad es lo que
hace que el abismo sea indestructible entre el cielo y el infierno. ¿Qué es entonces, o en qué se
basa, la gran lucha por la vida eterna? Todo se basa en la lucha entre el orgullo y la humildad: el
orgullo y la humildad son los dos poderes maestros, los dos reinos en lucha por la posesión
eterna del hombre. Nunca hubo ni existirá una humildad que sea como la humildad de Cristo. El
orgullo y el ego tienen el todo del hombre, hasta que el hombre tenga todo de Cristo. Por lo
tanto, solo lucha la buena batalla cuya lucha es que la naturaleza auto idólatra que tiene de Adán
sea matada por la humildad sobrenatural de Cristo que ha cobrado vida en él”. W. LAW, Address
to the Clergy, p. 52.

NOTA C. “Morir a uno mismo, o salir de debajo de su poder, no se puede hacer por ninguna
resistencia activa que podamos hacer por medio de los poderes de la naturaleza. La única forma
verdadera de morir al ego es el camino de la paciencia, la mansedumbre y la resignación ante
Dios. Esta es la verdad y la perfección de morir a uno mismo… Porque si te pregunto lo que
quiere decir el Cordero de Dios, ¿no me dirías que es la perfección de la paciencia, la
mansedumbre, la humildad y la resignación ante Dios? Por lo tanto, el deseo y la fe de estas
virtudes es una necesidad de Cristo, es entregarte a Él y a la perfección de la fe en Él. Entonces,

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debido a que esta inclinación de tu corazón a hundirte en paciencia, mansedumbre, humildad y
resignación ante Dios, implica en verdad abandonar todo lo que eres y todo lo que tienes del
Adán caído, es dejar de manera perfecta todo lo que tienes para seguir a Cristo; es tu mayor
acto de fe en Él. Cristo no está en ninguna otra parte sino en estas virtudes; cuando están ahí, Él
está en Su propio reino. Deja que este sea el Cristo al que sigues.

El Espíritu de amor divino no puede nacer en ninguna criatura caída, hasta que quiera y
decida estar muerto a todo el ego, en una resignación paciente y humilde al poder y la
misericordia de Dios.

Busco toda mi salvación a través de los méritos y la mediación del Cordero de Dios manso,
humilde, paciente y sufriente, quien por Sí solo tiene poder para dar luz al bendito nacimiento
de estas virtudes celestiales en mi alma. No hay posibilidad de salvación si no es en y por el
nacimiento en nuestras almas del Cordero de Dios manso, humilde, paciente y resignado.
Cuando el Cordero de Dios ha dado a luz un verdadero nacimiento de Su propia mansedumbre,
humildad y resignación completa ante Dios en nuestras almas, entonces es el nacimiento del
Espíritu de amor en nuestras almas, el cual, cada vez que lo logramos, se deleitará con nuestras
almas con tanta paz y alegría en Dios que borrarán todo recuerdo de lo que antes llamábamos
paz y gozo.

Esta manera para Dios es infalible. Esta infalibilidad se basa en el doble carácter de nuestro
Salvador: 1. Él es el Cordero de Dios, un principio de toda mansedumbre y humildad en el alma;
2. Él es la Luz del cielo, bendice la naturaleza eterna y la convierte en un reino del cielo (cuando
estamos dispuestos a descansar en resignación mansa y humilde ante Dios, entonces Él, como
la Luz de Dios y del cielo, con gozo irrumpe en nosotros, transforma nuestra oscuridad en luz y
empieza en nosotros ese reino de Dios y de amor que nunca tendrá fin”.—Véase Wholly for God,
pp. 84–102. [Todo el pasaje merece un estudio detallado, mostrando de manera muy notable
cómo el hundimiento continuo en humildad delante de Dios es, desde el lado del hombre, la
única forma de morir a uno mismo].

NOTA D. Un secreto de secretos: Humildad, el alma de la verdadera oración. Hasta que se renueve
el espíritu del corazón, hasta que se vacíe de todos los deseos terrenales y se encuentre en un
hambre y sed habitual de Dios, que es el verdadero espíritu de la oración, hasta entonces, todas
nuestras oraciones serán, más o menos, pero demasiado, como oraciones dadas a los eruditos
y en su mayoría las diremos solo porque no nos atrevemos a descuidarlas. Pero no te desanimes,
toma el siguiente consejo y puede que luego vayas a la iglesia sin ningún peligro de hipocresía,
aunque debería haber un himno o una oración cuyo lenguaje sea más elevado que el de tu
corazón. Haz esto: ve a la iglesia como el publicano fue al templo, permanece por dentro en el
espíritu de tu mente en la forma que expresó exteriormente cuando miró hacia abajo y solo
pudo decir: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Permanece inmutable, al menos en tu deseo, con
tu corazón en este estado; esto santificará cada petición que salga de tu boca y cuando algo se
lea, se cante o se ore y esté más exaltado de lo que está tu corazón, si haces de esto una ocasión
para hundirte aún más en el espíritu del publicano, entonces serás ayudado y altamente
bendecido por aquellas oraciones y alabanzas que parecen pertenecer únicamente a un corazón
mejor que el tuyo.

Esto, amigo mío, es un secreto de secretos; te ayudará a cosechar donde no has sembrado
y a que haya en tu alma una fuente continua de gracia, porque todo lo que interiormente se
agita en ti, o lo que te sucede externamente, se convierte en un bien real para ti, si es que esto
encuentra o provoca en ti este humilde estado de ánimo. Nada es en vano ni sin provecho para

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el alma humilde. Permanece siempre en un estado de crecimiento divino; todo será entonces
como un rocío del cielo. Guarda silencio, por lo tanto, en esta forma de humildad; todo lo bueno
está encerrado ahí, es agua del cielo que convierte el fuego del alma caída en la mansedumbre
de la vida divina y crea ese aceite del cual el amor a Dios y a los hombres recibe su llama. Por
consiguiente, enciérrate siempre ahí; deja que sea como una prenda con la que siempre estás
cubierto y una faja con la que estás ceñido. No respires nada que no sea de este espíritu, ni veas
nada si no es con Sus ojos, ni escuches nada si no es con Sus oídos. Entones, tanto si estás en la
iglesia o fuera de ella, escuchando las alabanzas de Dios o recibiendo los males de los hombres
y del mundo, todo te será de edificación y todo te ayudará a avanzar en tu crecimiento en la vida
de Dios”. The Spirit of Prayer, Pt. II. p. 121.

Una oración por la humildad


Te daré un referente que probará todo a la luz de la verdad. Es el siguiente: aléjate del mundo y
de toda conversación, solo durante un mes. No escribas, ni leas, ni debatas nada contigo mismo,
deja todas las obras pasadas de tu corazón y de tu mente, y con toda la fuerza de tu corazón
permanece todo este mes, con tanta continuidad como puedas en la siguiente forma de oración
a Dios. Ofrécela con frecuencia de rodillas, pero ya sea que estés sentado, caminando o de pie,
anhélalo siempre en tu interior y ora con fervor esta oración a Dios: “Que de Su gran bondad Él
se te dará a conocer y quitará de tu corazón toda clase, forma y grado de orgullo, ya sea que
provenga de espíritus malos o de tu propia naturaleza corrupta. Él despertará en ti la más intensa
profundidad y verdad de esa humildad que te puede capacitar en Su luz y Su Espíritu Santo”.
Rechaza cada pensamiento salvo el de esperar y orar en este asunto desde lo profundo de tu
corazón, con tal verdad y sinceridad como las personas que están en tormento y desean orar y
ser libradas… Si puedes y te entregas en verdad y sinceridad a este espíritu de oración, me
atreveré a decirte que, si tuvieras el doble de espíritus malignos dentro de ti de los que tuvo
María Magdalena, serían todos expulsados de ti y te verías obligado a llorar con lágrimas de
amor a los pies del santo Jesús. Ibídem. p. 124

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