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COMUNIDADES IMAGINADAS

Al delinear cualquier nación, siempre se corre el riesgo de sumergirnos


demasiado en el uso ―en muchas ocasiones enredoso― de las etiquetas.
El investigador, por tanto, enfrenta la ardua tarea de sostener un análisis
que reconozca sabiamente la realidad de la vox populi sin por ello alejarse
de la imparcialidad, y a partir de allí, entablar una crítica. Una aproximación
interesante a esta cuestión la tenemos en el académico Benedict Anderson
en Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del
nacionalismo (Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of
Nationalism, en inglés), un texto que aquí suscita un interés especial.
El capítulo primero (Introducción) tiene dos segmentos: el propósito del
libro y la elaboración de una definición sobria de nación. Los cimientos de
sus disertaciones manan, lógicamente, de las deficiencias de teorías que
no fueron satisfactorias y, por tanto, en un intento de ofrecer un enfoque
alterno:
Creo que, sobre este tema, tanto la teoría marxista como la liberal se han esfumado
en un tardío esfuerzo tolemaico por “salvar al fenómeno”; y que se requiere con
urgencia una reorientación de perspectiva en un espíritu copernicano, por decirlo
así. Mi punto de partida es la afirmación de que la nacionalidad, o la “calidad de
nación” ―como podríamos preferir decirlo, en vista de las variadas significaciones
de la primera palabra―, al igual que el nacionalismo, son artefactos culturales de
una clase particular. A fin de entenderlos adecuadamente, necesitamos considerar
con cuidado cómo han llegado a ser en la historia, en qué formas han cambiado
sus significados a través del tiempo y por qué, en la actualidad, tienen una
legitimidad emocional tan profunda. Trataré de demostrar que la creación de estos
artefactos, a fines del siglo XVIII, fue la destilación espontánea de un “cruce”
complejo de fuerzas históricas discretas; pero que, una vez creados, se volvieron
“modulares”, capaces de ser trasplantados, con grados variables de autoconciencia,
a una gran diversidad de terrenos sociales, de mezclarse con una diversidad
correspondientemente amplia de constelaciones políticas e ideológicas. También
trataré de explicar por qué estos artefactos culturales particulares han generado
apegos tan profundos. (p. 21)

Inmediatamente después, se traen a colación los rompecabezas de los


teóricos del nacionalismo, resumibles a un asunto de objetividad,
universalidad y coherencia (p. 22); de allí que señala a la nación como “una
comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”
(p. 23). Seguidamente, esta proposición es rápidamente “destejida” en
fracciones que esclarezco entre corchetes (pp. 23-25):
Es imaginada, porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán
jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de
ellos, pero en la mente de cada uno de ellos vive la imagen de su comunión. [Toda
nación es una efigie sicológica que subyace en cada uno de sus individuos]
La nación se imagina limitada porque incluso la mayor de ellas, que alberga tal
vez a mil millones de seres humanos vivos, tiene fronteras finitas, aunque elásticas,
más allá de las cuales se encuentran otras naciones. Ninguna nación se imagina
con las dimensiones de la humanidad. Los nacionalistas más mesiánicos no sueñan
con que habrá un día en que todos los miembros de la humanidad se unirán a su
nación, como en ciertas épocas pudieron pensar los cristianos, por ejemplo, en un
planeta enteramente cristiano. [Los límites de toda nación siguen el criterio básico
del “nosotros” y “ellos”; la noción de identidad demarca la línea que separa un
grupo humano de otro]
Se imagina soberana porque el concepto nació en una época en que la Ilustración
y la Revolución estaban destruyendo la legitimidad del reino dinástico jerárquico,
divinamente ordenado. Habiendo llegado a la madurez en una etapa de la historia
humana en la que incluso los más devotos fieles de cualquier religión universal
afrontaban sin poder evitarlo el pluralismo vivo de tales religiones y el
alomorfismo entre las pretensiones ontológicas de cada fe y la extensión territorial,
las naciones sueñan con ser libres y con serlo directamente en el reinado de Dios.
La garantía y el emblema de esta libertad es el Estado soberano. [Aunque no
desaparecen los jefes de estado, el poder llega al pueblo, quien tiene la potestad de
tomar las riendas de su país de acuerdo a sus intereses]
[…] se imagina como comunidad porque, independientemente de la desigualdad y
la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe
siempre como un compañerismo profundo, horizontal. [Una nación se imagina
como comunidad porque considera que su unidad depende de sus similitudes, no
de sus diferencias]
Presentado el esbozo de lo que significa una nación, se asoma en el
capítulo segundo (Las raíces culturales) una averiguación más profunda de
esos “artefactos culturales”. ¿Cómo deberíamos entender el
nacionalismo? Anderson sostiene que éste no está estrictamente
relacionado con las ideologías políticas, sino con la evolución de las
concepciones de esas comunidades que forjaron nuevas ideas y creencias
a partir de aspectos puntuales de aquellas que les precedieron (p. 30).
Un par de “sistemas culturales” análogos ilustran comparativamente el
auge y declive del nacionalismo (pp. 30-43):

 La comunidad religiosa: se mantuvo firme gracias a una unanimidad


lingüística mediante la cual se compartía una cosmovisión entre todos los
creyentes, sin importar su procedencia, pero sabiendo distanciar
lo civilizado de lo bárbaro y lo sacro de lo profano. Los preceptos fideístas
se expresaron en lenguas “verdaderas”; aquellas que, como el latín o el árabe
clásico, denotaban una pureza espiritual perfectamente compatible con sus
dogmas. Sin embargo, para el final del Medioevo se hundió a raíz de las
exploraciones que extendieron el pensamiento humano y la mengua de la
hegemonía de las lenguas sagradas en pro de las vernáculas.
 El reino dinástico: supuso la única forma de gobierno mientras perduraron
sus bases conceptuales: el reino como axioma divino, los habitantes como
súbditos leales, el poder concentrado y organizado “alrededor de un centro
elevado”, y su propagación por vías bélicas o maritales. En el transcurso del
Siglo XVII comenzó su paulatina caída a causa de diversas revoluciones y
reformas que transformaron sustancialmente aquel statu quo.
Adicionalmente, se suman a esta lista Las aprehensiones del tiempo, las
cuales pasaron de ser yuxtaposiciones cosmológico-históricas a una
simultaneidad donde los países son colectividades que se desenvuelven
paralelamente, como los eventos de un periódico o una novela (pp. 43-62).
De esta manera se corrobora una apreciación ya advertida por Anderson:
las “comunidades de naciones imaginadas” no se concibieron para
reemplazar las religiones ni las dinastías (p. 43).
Los cambios que rigieron estos sucesos contaron con la plena
participación de la sociedad, la ciencia y la tecnología. Sobre esto último
se habla en el capítulo tercero (El origen de la conciencia nacional), donde
se discierne el “capitalismo impreso” (p. 70): la combinación de un sistema
económico productivo (i.e., capitalismo), una herramienta de comunicación
masiva (i.e., la imprenta) y una diversidad lingüística impulsada por:
 Modificaciones del latín: la literatura grecorromana se revive gracias a los
esfuerzos de los humanistas, quienes ayudaron a difundirla en las
impresiones y a revalorizarla como una forma culta ciceroniana que relegó
la forma eclesiástica a un plano inferior. Por consiguiente, el latín en sí
mismo “adquirió un carácter esotérico”; “se volvía arcano” (p. 65).
 La Reforma: Martín Lutero y sus seguidores significaron un duro golpe a
la cristiandad católica encabezada por el Vaticano y una amenaza a las
dinastías europeas (e.g., Francisco I de Francia). Aprovechando las ventajas
de publicar en lenguas vernáculas disponibles en ediciones de bajo costo, el
número de lectores ascendió velozmente y, por tanto, se logró la
movilización de masas convencidas de doctrinas “subversivas” al orden
establecido (pp. 66-67).
 Institucionalización idiomática: la burocracia se escribía en una lengua
oficial, aunque esta no fue una regla unívoca en Occidente. Un elemento,
empero, es común aquí; las lenguas vernáculas rivalizaron con el latín hasta
destronarlo. La selección de las mismas no siempre fue deliberada: “En
todos los casos, la ‘elección’ de la lengua es gradual, inconsciente,
pragmática, por no decir aleatoria. En consecuencia, fue algo totalmente
diferente de las políticas idiomáticas conscientes aplicadas por las dinastías
del siglo XIX que afrontaron el surgimiento de hostiles nacionalismos
lingüísticos populares” (pp. 68-70).
La “fatalidad”, entonces, entra a la discusión. ¿Cómo pudo el “capitalismo
impreso”, en medio de sus prodigios, dejar por fuera un detalle tan
importante como la muerte de las lenguas vernáculas? Si bien es inevitable
la extinción de un idioma particular, y que tampoco ha sido posible una
unificación lingüística, el “capitalismo impreso” subsanó estas
inconvenientes al diseminar “lenguas impresas” que recopilaron los
idiolectos circundantes (pp. 71-72) y a su vez fundamentaron la
“conciencia nacional” (pp. 72-74) brindando a los hablantes de
distintas comunidades imaginadas una información escrita en una lengua
intermediadora, fijando la estructura de las lenguas en que se exteriorizó
e introduciendo lenguas que certificaron un influjo más preponderante que
sus antecesoras.
Dicho paradigma posee matices relevantes. Los podemos hallar en el
capítulo cuarto (Los pioneros criollos), el cual resuelve las inquietudes del
nacionalismo en las colonias europeas, principalmente en la América
Española:
[…] ¿por qué fueron precisamente las comunidades criollas las que concibieron en
época tan temprana la idea de su nacionalidad, mucho antes que la mayor parte de
Europa? ¿Por qué produjeron tales provincias coloniales, que de ordinario
albergaban grandes poblaciones de oprimidos que no hablaban español, criollos
que conscientemente redefinían a estas poblaciones como connacionales? ¿Ya
España, a la que estaban ligados en tantos sentidos, como a un enemigo extranjero?
¿Por qué el Imperio hispanoamericano, que había persistido tranquilamente
durante casi tres siglos, se fragmentó de repente en 18 Estados distintos? (p. 81)
La respuesta contempla estos factores:

 Control enérgico de la metrópoli: Madrid implementó medidas


financieras que incrementaron las ganancias de la Corona; el monopolio y
las restricciones al comercio interno de sus dominios garantizó una
centralización mercantil nada amigable a las clases altas criollas. No
obstante, esta aglutinación no se hizo efectiva sin las “unidades
administrativas” que poco a poco adquirieron una autonomía no muy
agradable a los ojos de las autoridades; las provincias que rompieron ese
centralismo y se convirtieron en nuevas naciones. De aquí se infiere que la
exclusión en las mismas, antes de la independencia, tenía un patrón
geográfico: ni los blancos nacidos en América eran españoles, ni los blancos
nacidos en España eran americanos (pp. 81, 84-85, 92).
 La Ilustración: selló el corpus ideológico de la Independencia de los
Estados Unidos y de la Revolución francesa, entre otros procesos afines,
por el marcado republicanismo que estuvo en boga (p. 82) y por afianzar la
dicotomía metropolitano/criollo, presente incluso en Asia (p. 94). África no
fue una excepción. Con esta cita abordamos la temática de la esclavitud, el
mestizaje y la integración que fueron una preocupación en los estados
engendrados por los levantamientos emancipadores:
Más típicamente, ejercían gran influencia las obras de Rousseau y de Herder,
quienes afirmaban que el clima y la “ecología” tenían un efecto elemental sobre la
cultura y el carácter. A partir de este punto se obtenía muy fácilmente la deducción
conveniente, vulgar, de que los criollos, nacidos en un hemisferio salvaje, eran por
naturaleza diferentes de los metropolitanos e inferiores a ellos, y por ende no
estaban capacitados para ocupar altos puestos. (p. 95)

Inicialmente, una revuelta de las “clases bajas” era una piedra en el


zapato para personajes como Simón Bolívar o José de San Martín; pero al
jugarse la carta de la abolición, la partida giró a favor de sus proyectos y
los de sus antagonistas. Subsecuentemente, las conflagraciones dejaron
tras de sí naciones cuya identidad precolombina fue anulada por la
identidad nacional; el indígena inca se renombró a peruano (pp. 78-80).
Por supuesto, la “conciencia nacional” de la América liberada no habría
florecido de no ser por el “capitalismo impreso”. La prensa contribuyó a
poner en contacto a los ciudadanos del Nuevo Mundo, a reconocerse
como entes de una comunidad imaginadaorgullosa de su “americanidad” (p.
98), dividida en no pocas ramas provenientes del mismo árbol; ramas que
se escindieron en otras, como la Gran Colombia y las Provincias Unidas del
Río de la Plata, o se agrandaron, como el avance hacia el Oeste de los
Estados Unidos.
Así, tenemos como resultado un conjunto de pueblos que en el Siglo XIX
anduvieron entre innovaciones e inmovilismos. En el capítulo quinto
(Lenguas antiguas, modelos nuevos) se discurre la nación observada desde
“la lengua impresa y la piratería” (p. 102). Mientras América culminaba sus
pugnas, Europa arrancó las suyas y emprendió un nacionalismo que se
abría paso conforme se multiplicaban los “descubrimientos” (en vigor
desde el Siglo XVI) en zonas cuasi inverosímiles del mapamundi.
Los “descubrimientos”, en suma, “habían acabado con la necesidad de
buscar modelos en una Antigüedad desaparecida”; las “sociedades
contemporáneas” fueron criticadas por las utopías de autores como
Jonathan Swift y Tomás Moro. El pluralismo, aparte de socavar el
“eurocentrismo”, ensanchó el conocimiento de las lenguas; la filología y la
gramática comparada (e.g., William Jones estudió el sánscrito; Jean
Champollion descifró los jeroglíficos egipcios) llenaron los espacios vacíos
de la historia e igualó las “antiguas lenguas sagradas” al mezclarlas con
“una variada multitud plebeya de rivales vernáculas” (pp. 104-107). Sobran
los trabajos científicos que reencuentran a rumanos, húngaros, checos,
rusos, griegos, finlandeses, noruegos, ucranianos, afrikáners y árabes con
su legado cultural y literario, con su “conciencia nacional” estimulada por
las lenguas oficiales (pp. 107-113).

Asimismo (pp. 116-119), los consumidores habituales estaban


alfabetizados, las lenguas oficiales (e.g., español, francés, inglés, etc.)
marginaron a las vernáculas (e.g., catalán, bretón, gaélico, etc.) y la
alfabetización, que iba in crescendo, “facilitaba la obtención del apoyo
popular”.
Como las ideas carecen de patente, éstas se pueden “piratear”, se pueden
convertir en conceptos adaptables a la consecución de unos planes
específicos contrapuestos a otros que le adversan. Las “realidades
imaginadas” representan los valores que se apartan del pretérito, aunque
no del todo: los sectores reaccionarios siempre eluden cualquier
desviación notoria de las normas a las cuales están acostumbrados. Los
“modelos nuevos” de los primeros nacionalismos (tanto en Europa como
en América) pululaban de conservadurismo, populismo y demagogia en
sus líderes más prominentes (pp. 120-122).
Subsiguientemente, la segunda mitad del Siglo XIX está repleta de luchas
internas y externas. El capítulo sexto (El nacionalismo oficial y el
imperialismo) narra la imposición de un dictamen que agrupó la nación con
el imperio dinástico, tratando de asentar (y alargar) su lugar en el globo
terráqueo (p. 127). Esta imposición se consigue por (pp. 124-130, 138-144,
159-160):
 Oficialización: la nacionalidad se homogeneiza en el país, sobre todo
mediante el idioma. El sentimiento del estado se hace “oficial” y encarna la
imagen que ha de ser transmitida al extranjero. La simpatía de unos y la
antipatía de otros genera tensiones civiles, las cuales pueden “incendiar” la
estabilidad de las conexiones recién creadas en el territorio en el que viven.
O bien, estas divergencias pueden disolverse y cooperar en la formación de
la nación. Ejemplos: el imperio austro-húngaro, alemán y ruso.
 Expansión: se asegura un poder internacional, fuera de sus confines
“normales” situados en la metrópoli, subordinando a los habitantes de las
áreas dominadas a través de la política, la economía o el ejército. La
soberanía es elástica para los conquistadores y estrecha para los
conquistados. La tolerancia cultural es parcial. Ejemplos: el imperio
británico, holandés y japonés.
La huella de estos soberbios gobiernos, sin embargo, se fue borrando. El
capítulo séptimo (La última oleada) cuenta su estrepitosa decadencia (p.
161) y la aparición de los nacionalismos postrimeros que recorrieron
sendas similares a las de sus homólogos americanos. En Asia, Suwardi
Surjaningrat protestó contra la celebración de la independencia holandesa
en Indonesia (1913); Birmania fundó la Asociación Budista de Jóvenes de
Rangún (1908); en Malasia (1938), la Unión de la Juventud Malaya alzó su
voz; lo mismo hizo Sun Yat-sen en China y Son Ngoc Thanh en Camboya
(pp. 166-169, 178, 185). En Europa, Suiza recibió el nacionalismo en 1892,
debido a su atraso socioeconómico y al arribo tardío del “capitalismo
impreso” (pp. 195-197).
Cabe destacar que estos movimientos fueron “una reacción al
imperialismo mundial de nuevo estilo hecho posible por los logros del
capitalismo industrial”, los cuales fueron el epicentro de
inesperadas comunidades imaginadas que emergieron como naciones
independientes émulas de otras (pp. 197-199).
Generalmente, el “despertar” nacionalista parece intrínsecamente bueno
por haber empujado los reinos dinásticos al precipicio. No obstante, este
atributo tiene su contraparte enteramente negativa que muestra el capítulo
octavo (Patriotismo y racismo) acerca del “amor patrio”. Sacrificarse por el
país supone una “grandeza moral” sin parangón (p. 203). Una actitud
exaltada, digamos, en ciertas letras musicales.
Véanse los himnos nacionales, por ejemplo, cantados en festividades nacionales.
Por triviales que sean las palabras y mediocres las tonadas, hay en esta canción una
experiencia de simultaneidad. Precisamente en tales momentos, personas del todo
desconocidas entre sí pronuncian los mismos versos con la misma melodía. La
imagen: unisonancia. Cantando la Marsellesa, la Waltzing Matilda y
la Raya indonesia se puede experimentar la unisonalidad, la realización física de
la comunidad imaginada en forma de eco. (p. 204)
La literatura (especialmente la poesía) y el arte son también símbolos de
una abnegación que caracteriza a la nación como “simultáneamente
abierta y cerrada” (p. 205). “Abierta”, porque a ella puede acceder
cualquiera a través de la lengua; “cerrada”, porque es “sentida” sólo por
sus correligionarios. Cualquier cosa que esté “fuera del círculo” es
inmediatamente desestimada; o es “foráneo”, o es un potencial “enemigo”
a la “pureza” que se desea preservar. El afecto a “lo nuestro” es el desdén
hacia “lo ajeno”. El racismo evade “contaminarse” de otras “razas”; el
nacionalismo no quiere impregnarse de rasgos “exóticos” de culturas
“neocoloniales”; la supremacía y la xenofobia se traducen en guerras; “los
pasados se respetan, las camaraderías se imaginan y los futuros se
sueñan” (pp. 210-217).

¿Pero quiénes están a cargo de estas profusas “sacudidas”? En el capítulo


noveno (El ángel de la historia) se indica que son las figuras de autoridad.
Destaco a los dirigentes, porque son los líderes, no los individuos, quienes heredan
el mando y los palacios antiguos. Supongo que nadie pensará que las grandes
masas del pueblo chino tienen algún interés por lo que ocurra a lo largo de la
frontera colonial entre Camboya y Vietnam. Tampoco es probable que los
campesinos jmers y los vietnamitas desearan la guerra entre sus pueblos, ni que
fuesen consultados sobre este punto. En un sentido muy real, éstas eran “guerras
de cancillería” donde el nacionalismo popular se movilizaba en gran medida
después del hecho y siempre en términos de defensa propia. (Así se explica el
entusiasmo particularmente tan tibio de China, donde ese lenguaje era menos
verosímil, incluso bajo la apariencia ostentosa del “hegemonismo soviético”) (p.
226)
Figuras que condujeron derrocamientos, revoluciones y hasta genocidios
en naciones como Cuba, Albania, China, Vietnam, Camboya y la exánime
Unión Soviética cuyos paradójicos zócalos ideológicos aprendieron de una
experiencia “pirateada” desde el Siglo XVIII.

Posteriormente, se realiza una corrección de la edición original


de Comunidades imaginadas en el capítulo décimo (El censo, el mapa y el
museo) en materia del nacionalismo en Asia y África. Su disquisición, cuyas
conclusiones tentativas, indaga en el sureste asiático unas instituciones
―las expongo sucintamente― que al juntarse “moldearon profundamente
el modo en que el Estado colonial imaginó sus dominios: la naturaleza de
los seres humanos que gobernaba, la geografía de sus dominios y la
legitimidad de su linaje” (pp. 228-229).
 El censo: los registros fueron instrumentos legales que contaron a la gente,
la etiquetaba según su etnicidad y religión, y regulaba sus actividades.
 El mapa: en países como Tailandia, la cartografía tuvo una metamorfosis
que la mutó de sus fines cosmológicos, castrenses y navales a fines de
clasificación nacional en relación a sus vecinos.
 El museo: las reliquias arqueológicas, al desenterrarse, examinarse,
restaurarse y exhibirse, asistieron la identidad nacional por su “iconicidad”,
por ser estampas de una herencia cultural legendaria de la cual muchos se
sienten parte.
De más está mencionar el “capitalismo impreso”, con todas las majestades
de la ciencia y la tecnología que hicieron posible la combinación del censo,
el mapa y el museo en las naciones que fueron serviles a los estados
coloniales. Finalmente, el capítulo undécimo (La memoria y el olvido)
clausura esta obra en cuatro secciones:
 Espacios nuevos y espacios viejos: la novedad y el arcaísmo están en
contraste, en una diacronía donde los acontecimientos son paralelos por
doquier; acontecimientos usuales de naciones que por “su tierra” pudieron
conocerse, imaginarse, adentrarse entre sí, retroalimentarse, unirse,
separarse, someterse, rebelarse, cruzarse, pelearse hasta la muerte y
reconciliarse durante muchos años. Las naciones de hoy están hechas de
reminiscencias.
 El tiempo nuevo y el tiempo viejo: unas naciones brotaron queriendo una
ruptura absoluta con el pasado, mientras que otras se levantaron para atarse
a la “gloria” de sus ancestros. Otras, por su parte, exhuman a civilizaciones
fenecidas y hablan en su nombre, como los ventrílocuos con sus muñecos.
Todas son contemporáneas, caminan hacia adelante y miran hacia atrás.
 La tranquilidad del fratricidio: los polos opuestos de una misma nación, a
menudo, son recordados como las dos caras de una moneda, como hermanos
de sangre. Esto, empero, no es tan cierto: es una visión reciente que
desconoce la situación de países otrora inexistentes o que no estaban
cabalmente formados.
 La biografía de las naciones: las naciones no tienen un alfa ni omega
exactos. El alfa, difícilmente determinable, tiene un omega que suele
acaecer abruptamente. La reconstrucción de la historia depende de una larga
genealogía legible desde nuestra actualidad, con todas sus virtudes y
defectos.
No hay la menor duda de que las ideas de nación y nacionalismo están
más allá de los linderos políticos, pues también involucra a la gente y a los
cambios históricos cuyas repercusiones se perciben todavía. Este paisaje
es un cuadro pintado de innumerables trazos, colores y estilos dinámicos;
es una construcción moderna a la que Benedict Anderson, en
sus Comunidades imaginadas, ofrece un sensato acercamiento.

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