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Musiquita para cantar dentro de sí

Luis Ricardo Palma de Jesús

La poesía que se escribe en Guerrero, sobre todo de autores como Antonio Salinas, tiene que
ver mucho con la realidad: hay una extrapolación de las emociones más intrínsecas y juega,
de manera constante, con la metáfora. Primero lo hizo con Serial, libro publicado en Tierra
Adentro, en donde describe, con pinceladas precisas, la cruda realidad de un Acapulco (y me
parece que la sombra del puerto lo va a perseguir siempre). Ahora, en La canción de los
ahogados, Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta, ocurre un fenómeno similar. El autor
escudriña y retoma los elementos que lo habitan: el agua, el pez, los ahogados, la familia y
la infancia. En el primer apartado, titulado “Las marcas del pez”, nos refiere que “aunque
vivimos en un arca de cemento varilla y agua, y vemos desde acá una honda pecera de sal”
(10) siempre habitará en nuestro presente un Noé que esté dispuesto a recuperar las
reminiscencias del olvido. Y precisamente en esta parte del libro incursiona en los lugares
periféricos de Acapulco: las naves con peces, los olores de las tiendas, el vaivén de las
personas comunes que van al mercado a hacer su compra. Nos habla del bacalao, mojarras y
sardinas; nos cuenta cómo su madre, en medio de tanta agua, menciona la soledad de una
mujer que vive en una pecera llena de peces hijos. Y es aquí donde Antonio Salines se
convierte en una especie de Noé, en donde su arca se llena de recuerdos y de todo lo necesario
para perpetuar la memoria.

Todos aquéllos que alguna vez hayan ido a un mercado donde vendan pescados,
donde uno respira el olor de las escamas y el sudor del medio día, comprenderá que la poesía
de Antonio Salinas es una metáfora del abandono. Todo depende del ojo del pescado y de la
retina con que se lea. Y ésta, la de su voz poética, es la de un pez que nunca muere, porque
sabe que la pecera donde uno se ahoga está afuera del mar. Es preciso comentar este apartado
que considero medular en el libro. “Las moscas algún día fueron ángeles”, refiere Antonio
Salinas al mencionar a Simic, y es aquí en donde entra una dualidad: mosca y ángeles. Los
dos vuelan, tienen un mecanismo semántico; pero el poeta hace que la sentencia de Simic se
evapore y reivindica a su madre como una poeta, como hacedora de la palabra y de la creación
misma. Al final de este apartado, la voz poética nos da señales para comprender que hay
semejanzas con la vida del poeta. Quizá (y esto lo digo como una interpretación) Antonio
Salinas es el cúmulo de todos los peces nombrados en el poema, y que a su vez se pregunta
en qué momento aprendió a nadar; se vuelve pez telescopio, pez globo; se asume como un
pez que navega en cada uno de los versos llenos de agua y de infancia.

En la tercera parte (me salté la segunda porque la tercera fue la que me hizo llorar y
de la cual quiero mencionar algunos aspectos), que está titulada “La canción de los
ahogados”, es una de las más intensas de todas, no sólo por las complejas frases poéticas,
sino porque la triada pez, ahogado y huracán se conjugan de manera perfecta. “La nostalgia
es la canción de los ahogados” (45), refiere Antonio Salinas, y esto es porque las tormentas,
disfrazadas de agua, son todo ese diluvio que nos observa desde lo más íntimo de nuestro ser;
el poeta trastoca las profundidades del lector al comparar el ojo del pez y de un ahogado;
porque simplemente el poeta se ve a sí mismo como la creación de estos tres elementos.
Además, no sólo se transforma en un híbrido, sino que la nostalgia se vuelve su hamaca de
agua, su melodía favorita y su peculiar manera de percibir los sonidos. Estos tres elementos
son seres que dejan de existir y que sin embargo sienten más que cualquier otro ser vivo.
Todos llevamos una tormenta, un ahogado y un pez dentro de sí que navega sin astrolabio ni
sextante y que, en muchos casos, se extravía en la nostalgia.

La última parte, que lleva por título “Fotografía de la cocina”, está dedicada a su
madre. El poeta se instala en algún lugar de la casa, acechando cada movimiento de la madre,
hasta captar el momento en que canta mientras realiza las labores domésticas. “La he
escuchado cantarlas de memoria, cuando tiende la ropa en la azotea” (61), y así donde
permanece la voz poética: hay una rememoración de la infancia y de los momentos más
importantes que lo marcaron. No es una casualidad que haya un retorno a la infancia, pues
cada uno de nosotros va guardando, memorizando los detalles más importantes que nos
brinda una madre en esa etapa de la vida. Incluso, hemos sentido, estoy seguro, que muchas
veces mientras nos prepara algo, que ella se convierte en el vapor del caldo de olla, o en el
rumor de lo delicioso de un platillo, como si la madre fuera el aroma hecha una mariposa que
aletea en el patio (61). La conformación de este poema radica en que el poeta no olvida la
significación figural que tiene la madre, pues él mismo dice que “Pienso en mi madre, lectura
pluvial, barro de Dios, pez que no duerme” (61) y pienso que nadie más vigila nuestras vidas,
así como un pez que nunca duerme.

La canción de los ahogados, de Antonio Salinas, es uno de esos pocos libros que
como lector he sentido la necesidad de salir a buscar a mi madre y decirle cuánto es que la
quiero. Son miles de imágenes que se me vienen a la memoria y pienso que la poesía está en
casa, en los rincones más inesperados y en las personajes que vemos todos los días. Toño
hace exactamente eso: capturar con metáforas su realidad que, también, es nuestra realidad.
Acapulco, la tormenta Manuel y el olor a pescado puede estar en nuestras vidas sin que
necesariamente hayamos vivido en el Puerto. La canción de los ahogados es un libro de
poesía que va a quedar en el colectivo, no sólo de la comunidad cultural, sino de los lectores
que se atrevan a sumergirse en este mar de versos llenos de infancia y recuerdo. Dejemos,
pues, que la voz de este poeta siga encallando en cada muelle de su vida y siga regalándonos
un pedazo de mar; un pedazo de nostalgia, un instante de recuerdo.

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