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NO ES PARA TANTO, MI TÍO

SANSÓN CARRASCO

NO ES PARA TANTO,
MI TÍO
PRÓLOGO DE
HEBER RAVIOLO

Ediciones de la Banda Oriental


ISBN 978-9974-1-1044-1

©
EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL SRL
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Queda hecho el depósito que ordena la ley


Impreso en Uruguay - 2017
Prólogo

La fortuna literaria de Sansón Carrasco (seudónimo de


Daniel Muñoz, 1841-1930) es uno de los casos más intere-
santes y reveladores de nuestra historia literaria.
Celebrado en su época en los más diversos círculos y
ambientes como el cronista por excelencia de Montevideo,
le bastaron cuatro o cinco años y un par de cientos de breves
artículos publicados en La Razón –diario al que fundó en
1878 junto con otros tres amigos más jóvenes que él y al que
dirigió durante algunos años– para permanecer, durante dos
décadas o más, en la consideración de sus compatriotas como
una figura de primera línea y de una permanente actualidad,
siquiera virtual, si se nos permite esta expresión anacrónica(1).
Dos publicaciones realizadas en 1884 y 1893, con un
total de 42 artículos, recogieron parte de esa producción y
confirmaron, con el prestigio naciente del libro en aquella
sociedad que pugnaba por definir su identidad, la popularidad
del autor, requerido y reconocido en espectáculos teatrales,
conciertos, corridas de toros, frontones de pelota y otras

(1) Por esos años fue también muy estimado en la República Argenti-
na, con cuya prensa colaboró asiduamente. Lucio V. Mansilla, en un artículo
recogido en Entre-nos (Causeries del jueves), titulado “Académicos de número,
honorarios, correspondientes y electos” (c.1888), da una nómina de cerca de
setenta nombres de “una serie no interrumpida de hombres de pensamiento” a
los que considera como “un almácigo” de la cultura americana. En un número
de siete u ocho uruguayos incluye a Daniel Muñoz: “Magariños Cervantes,
Figueroa (el poeta), Juan Carlos Gómez, los Ramírez, Blanco [¿Juan Carlos?],
Sansón Carrasco, [Andrés] Lamas”.
El relevamiento de sus colaboraciones en la prensa argentina (El Nacional,
La Nación, etcétera) está aún por hacerse.
8 Sansón Carrasco

variadas circunstancias, así como en la opinión de sus colegas


escritores y periodistas.
Después: fue el silencio o, a lo sumo, un vago resplandor
que mantuvo débilmente su memoria durante más de medio
siglo, sin que su seudónimo de Sansón Carrasco dejase de ser
poco más que una referencia de segundo orden en el panorama
de las letras del siglo XIX, vinculado a lo que, académicamen-
te, se tendía a considerar un género menor.
En buena medida, podríamos sentenciar, él se lo buscó, pues
en su larga vida, después de sus ímpetus juveniles, demostró
una curiosa indiferencia por el magnífico material que había
quedado enterrado en las páginas de La Razón. Habiendo vi-
vido hasta 1930, tuvo casi 40 años, después de la publicación
del breve libro de cien páginas del año 1893 y, si tenemos
en cuenta que este fue el fruto, más que de su voluntad, de
un compromiso amistoso, tuvo en realidad casi medio siglo
para recoger y publicar lo mejor de su producción, ya que
definitivamente, a partir de los últimos años de la década del
ochenta, su actividad burocrática y diplomática eclipsó en gran
medida al escritor.
El año 1953 pudo ser de reivindicación y justicia para
Sansón Carrasco, pues por entonces don Juan Pivel Devoto
incluyó una hermosa edición de sus artículos en uno de los
primeros volúmenes de la colección de Clásicos Uruguayos.
Bien es cierto que la edición, con un excelente prólogo de
José Pereira Rodríguez y la muy interesante introducción de
Juan Carlos Blanco a la publicación de 1884, solo incluía dos
crónicas inéditas, pero el largo período de veda que había
soportado su creación le daba a esos artículos un carácter
totalmente novedoso para la gran mayoría del público.
Hubo una buena recepción, comentarios y críticas favo-
rables(2), el libro se agotó y... después pasó otro medio siglo
durante el cual la obra de Sansón Carrasco fue entrando nueva-
mente en el terreno del mito, de la referencia rápida y sesgada,

(2)  Emir Rodríguez Monegal, por ejemplo, le dedicó un amplio y elogioso


artículo. Cfr. Marcha Nº 766, año 1955, pp. 20-22: “Daniel Muñoz, escritor: la
visión y el estilo de un periodista”.
No es para tanto, mi tío | 9

del encierro en el desván –casi clausurado para nuestra crítica


académica, si es que la hay–, de la literatura costumbrista.
En ese largo período solo hubo dos intentos nuestros de
volver a poner a Sansón Carrasco en el tapete, pero sus redu-
cidas dimensiones no le hacían la justicia que merecía, hasta
que en el año 2006 pudimos realizar una amplia selección de
su obra en la que incluimos sus mejores artículos ya publicados
y casi medio centenar de piezas inéditas, con la esperanza de
contribuir a una revaloración del lugar que le corresponde
dentro de nuestras letras(3).
Un artículo de Carina Blixen publicado en El País Cul-
tural(4) parece recoger el guante, pues termina con esta afir-
mación:
“Miradas en perspectiva, estas Crónicas de un fin de siglo
desestabilizan las ideas generalmente admitidas sobre nuestra
literatura decimonónica”.
Es un buen desafío que, aunque no será tema de esta intro-
ducción, queda planteado.

Daniel Muñoz perteneció a una familia de raigambre


patricia, intensamente vinculada, por otra parte, por lazos de
parentesco, con muchos de los principales actores políticos y
militares de nuestro borrascoso siglo XIX.
La primera y la segunda mitad de ese siglo contaron entre
sus protagonistas de primera línea con dos representantes de
la familia Muñoz. En la primera, Francisco Joaquín Muñoz,
abuelo de Daniel, nacido en 1790 y muerto en 1851, fue miem-
bro del Gobierno Provisorio de 1825, ministro de Hacienda de
Rondeau en 1829, constituyente del año 30 y figura importante
del Gobierno de la Defensa.
En la segunda mitad del siglo se destacó la figura de José
María Muñoz, nacido en 1816 y fallecido en 1899. Era hijo del
anterior y tío de Daniel. Personaje verdaderamente novelesco

(3) Véase Crónicas de un fin de siglo por el montevideano Sansón Carrasco,


Montevideo, Banda Oriental, 2006, selección, prólogo y notas de Heber Raviolo.
(4)  Carina Blixen, “Montevideo, en tiempo presente”, El País Cultural,
Montevideo, 1º de setiembre de 2006.
10 Sansón Carrasco

y colorado en principio como todos los Muñoz, vinculado


a los revolucionarios conservadores y enemigo del general
Venancio Flores, después de la Paz de Abril de 1872 estuvo a
punto de ser presidente de la República: le faltó un voto en la
Asamblea General, que era el órgano elector(5).
Fue jefe de la oposición principista, organizó la derrotada
Revolución Tricolor de 1875 contra el gobierno de Pedro
Varela, y adhirió en 1880 al Partido Constitucional, que quiso
estar por encima de las divisas históricas y que también ter-
minó en un fracaso.
El padre de Daniel Muñoz, el doctor Henrique Muñoz, fue
uno de nuestros primeros médicos y pudo llegar a tener una
actuación política también relevante, pero murió muy joven, a
los 39 años, cuando Daniel tenía 11. Era protestante ferviente
y masón militante, según nos cuenta su hijo.
Nos ha parecido interesante situar, aunque sea muy con-
cisamente, a Daniel Muñoz en su ámbito familiar, social y
político porque es evidente que, por su origen, parecía estar
destinado al ejercicio de una profesión liberal y a cultivar la
acción política con mayor o menor suceso(6).
Pero sus inclinaciones lo llevaron por otros caminos y,
todavía joven, en 1878, se metió de lleno en el periodismo y
fundó, con sus tres amigos, el diario La Razón. Esta vocación
también se debilitó(7), pero le bastaron menos de diez años, y en
lo esencial apenas la mitad, para dejarnos una obra periodística
estupenda, que está a la par de las mejores creaciones de nuestra
literatura del siglo XIX y que se lee hoy sin la menor necesidad
de acomodarse a la a menudo penosa retórica de la época.

(5)  Era el candidato más popular y contaba con mayoría, pero los votantes
de su principal adversario, Tomás Gomensoro, volcaron sus votos a favor del ter-
cero en discordia, José E. Ellauri, quien resultó electo y en enero de 1875 terminó
derrocado por un motín militar.
(6)  Tuvo lazos de parentesco, también, con los dos políticos más impor-
tantes de la primera mitad del siglo XX: José Batlle y Ordóñez y Luis Alberto de
Herrera.
(7)  “Porque yo, hermano, a la política de diario no volveré nunca. Le he
echado a la prensa ¡jamás palabra! y la mantendré”, le decía a su hermano Enrique,
en una carta fechada en Roma el 11 de marzo de 1898.
No es para tanto, mi tío | 11

La Razón era un periódico liberal; polemizaba, sobre el


tema religioso, a veces con violencia, con El Bien Público
de Zorrilla de San Martín, fundado también en 1878. Y, en la
medida de lo posible, lanzaba sus dardos y sus pullas contra
los gobiernos de Francisco Antonino Vidal y de Máximo
Santos, de apariencia constitucional y esencia autoritaria. Era
muy peligrosa entonces la profesión de periodista y estaban
a la orden del día los ataques por patotas y la invasión y des-
trucción de imprentas opositoras, empastelándolas –es decir,
entreverando todos sus millares de tipos en una época en que
aún no existía la linotipia y los diarios y los libros se compo-
nían a mano, letra por letra–, cosa que, por cierto, le sucedió a
La Razón, un 20 de mayo del año 1881. Es muy posible que,
al menos en parte, por ese motivo, a partir de 1882, con el
seudónimo de Sansón Carrasco –el Bachiller del Don Quijote
de Cervantes– haya comenzado a publicar unos artículos cuyo
tema era recurrente: la ciudad de Montevideo, sus costumbres,
sus barrios, sus espectáculos artísticos cultos y populares, sus
personajes públicos de la más diversa índole, las industrias,
la prensa, los remates, las payadas de contrapunto, las riñas
de gallos, los viejos negros y sus tradiciones que parecían ya
batirse en retirada, las corridas de toros, los tramways a caballo
que recorrían la ciudad en sus vastas y despobladas extensiones
contribuyendo al nacimiento algo caótico de nuevos barrios, el
ferrocarril a vapor que cruzaba sus calles céntricas anunciado
por un jinete a caballo con una bandera en la mano, las severas
costumbres mortuorias, los bailes y los juegos infantiles.
Artículos que, aunque nunca lo declarara con énfasis, eran
una manifestación palpable del interés del autor por la vida
cotidiana de su ciudad natal, la que no se mide por los grandes
hechos militares o políticos sino por la aguda captación de los
personajes singulares, de las costumbres arraigadas o en cami-
no de desaparecer, de los nuevos elementos que van pautando
la evolución urbana e industrial, pero también de los aspectos y
modos de vida que el ritmo acelerado de las transformaciones
sociales y materiales va dejando irremisiblemente atrás.
12 Sansón Carrasco

En el calor que pone el cronista, en la corriente de simpatía


que se establece continuamente entre él y sus personajes, a los
que define eficazmente en pocos rasgos, o en algún anónimo
rincón ciudadano que describe con trazos rápidos e incisivos,
se trasluce una especie de “necesidad” de llegar al alma de las
cosas y de los seres, un tal vez nebuloso propósito de rescatar
lo que de esencialmente montevideano podía hallarse en esos
sujetos que atraían el vuelo de su pluma.
Sansón Carrasco fue un maravilloso –y casi providen-
cial– cronista de la ciudad de Montevideo, en el momento
preciso en que esta realizaba su primera gran transformación
y comenzaba a adquirir los caracteres de una urbe cosmopolita
sin haber perdido aún totalmente los rasgos y los rastros de la
vieja aldea colonial.
Y aunque su labor fue fundamentalmente periodística y
encuadrada, por un lado, en la aceptación que tuvo en toda
la América hispánica el artículo de costumbres bajo la figura
rectora de Mariano José de Larra, y por otro, y aparentemente,
en el auge de la escuela Naturalista de Émile Zola, fue capaz
de superar, tanto la fugacidad de la crónica de prensa, como
el adocenamiento al que llegó la literatura costumbrista en
muchos de sus cultores. Y en cuanto a la posible influencia de
Zola, al que cita repetidas veces con admiración, en realidad
no es tal. Como lo decimos en otro lugar, si con algún escritor
francés de la época pudiera compararse es con Maupassant y
su culto de un estilo de simplicidad y equilibrio, de una ex-
presión verbal ajustada, sin rebuscamientos, sin palabras de
más ni afirmaciones altisonantes. Aunque comparte la fe en
el progreso científico de Zola, jamás utiliza la “ficha” natura-
lista ni escribe nunca para justificar una teoría. Su búsqueda
será, empleando la expresión de Maupassant, la de “l’humble
verité”, la simple verdad de las cosas.
Así surgieron estos artículos, hechos en una noche, a la luz
de una mala lámpara y con el apremio de la hora de cierre de
la edición, día tras día, en una lengua medida y límpida, sin
más desprolijidades que alguna aislada y explicable repetición
o, muy ocasionalmente, alguna imagen que pagaba tributo a
No es para tanto, mi tío | 13

la mala retórica de la época. Y, siempre, con un extraordinario


poder de sugestión que expande anchamente los límites del
relato.

–––––––

Cuando preparamos la edición de Crónicas de un fin de


siglo nos vimos limitados por la necesidad editorial de no
sobrepasar el límite de las 400 páginas en un formato mayor.
Como ya lo expresamos, eso nos permitió una amplia selección
de artículos éditos e inéditos que ha contribuido a enriquecer
y revalorizar la obra de este autor.
Pero quedaron afuera muchas páginas. Algunas, nos ha
parecido oportuno recogerlas en este tomo, en el entendido
de que son textos de un nivel que no desmerece frente a los
artículos ya publicados.
Si Crónicas de un fin de siglo resultó un volumen aunque
no sistemático, sí poseedor de una coherencia interna, en este
caso la edición tiene un carácter más misceláneo y nos pone
en cierto sentido, frente a la obra de Sansón Carrasco, en una
situación semejante a la del montevideano contemporáneo de
sus crónicas, que se enfrentaba a ellas con la espontaneidad
del lector que hojeaba al azar las páginas periodísticas.
En realidad, el primer texto que presentamos no es estric-
tamente una crónica, sino un fragmento de una carta, aunque
tenga el mismo sabor y un interés excepcional por las refe-
rencias a la vida del autor, que no son frecuentes en su obra,
así como a las singulares relaciones familiares que atravesa-
ban la lucha política en aquella asendereada aldea. Fue publi-
cada por primera vez por F. Mañé Garzón y Ángel Ayestarán
en el año 1995 y la tomamos directamente de su libro, pues
no hemos podido consultar el original mecanografiado de que
se valieron. (Véase nota 1, p. 15).
En nuestra edición de Crónicas de un fin de siglo, explicá-
bamos que no habíamos tenido en cuenta para esa selección
los artículos, muy numerosos, que SC dedicó a los conciertos
14 Sansón Carrasco

y espectáculos teatrales, y en especial a los grandes intérpre-


tes y actores que por esa época visitaban Montevideo.
En esta ocasión incluimos tres crónicas relativas al mundo
del teatro, aunque de características muy especiales. En “Los
partiquines” y “Manuel Fernández Guitard” el autor se re-
fiere a dos personajes montevideanos a los que incluye entre
los “soldados del ejército del teatro”. “No tienen aplausos,
ni gloria, ni esperanzas de ascender...”. Y el mismo crítico
que había alabado a Eleonora Duse, Eva Tetrazzini y otros
grandes personajes de la escena nos brinda dos crónicas,
llenas de cálida simpatía, que desnudan los entretelones de
aquella sacrificada actividad teatral montevideana en torno a
dos figuras que hace emerger del absoluto anonimato en que
hubieran quedado, al mismo nivel de Misericordia Campana
o el Corneta Sayago. En cuanto al artículo titulado “¡Todo
se va!”, es un lamento de Sansón Carrasco, una especie de
elegía “a propósito de la transformación del teatro de la Vic-
toria en depósito de comestibles y bebidas”(8).
Si uno de los rasgos singulares de Daniel Muñoz fue su
afición por la música y el teatro, así como su interés por la
producción de nuestros artistas plásticos, ello no le impidió
ocuparse también de espectáculos de otra índole, de raigam-
bre popular. Fue uno de nuestros primeros comentaristas de
aquellas disciplinas artísticas, pero también un precursor de
nuestros cronistas deportivos. Jugador de pelota de frontón
en su juventud, aficionado a los espectáculos que brindaban
nuestros payadores, hábil jugador de billar, fue sobre todo un
fanático y entusiasta propulsor de las corridas de toros, sobre
las cuales escribió numerosas y estupendas crónicas.
Para tener una idea del lugar que ocupaba el toreo por
aquella época, pensemos que en el año 1855 (un año antes
que el Teatro Solís) se había inaugurado la Plaza de Toros de
la Unión, en el espacio que ocupan las actuales calles Puri-

(8)  Se trataba de un teatro porteño, pues SC era un asiduo visitante de la


ciudad de Buenos Aires. Allí tuvo un breve exilio en su niñez (1858-59), vivió un
tiempo después de la muerte de su padre a fines de 1860, se autoexilió hacia el
final de la época de Santos y fue embajador ya entrado el siglo XX.
No es para tanto, mi tío | 15

ficación, Odense, Trípoli y Pamplona. Tenía capacidad para


unos diez mil espectadores, aunque algunos hablan de ocho
y otros de doce mil. No siempre se llenaba, pero sí en las
grandes jornadas con toros y toreros llegados de España. Si se
piensa que Montevideo, por la década del ochenta, tenía una
población de unos 200.000 habitantes, la cantidad de público
es insólita y demuestra la popularidad de un espectáculo que,
sin embargo, pocas décadas después iba a ser sustituido por
el auge impactante del fútbol. La afluencia de espectadores
es más asombrosa aún, si se tiene en cuenta que la Plaza de
Toros estaba situada totalmente extramuros. Hasta 1868 solo
se podía llegar a ella a caballo o en carruaje, por un camino,
que correspondía a las actuales avenidas 18 de Julio y 8 de
Octubre, lleno de grietas, albardones y pantanos; en ese mismo
año se inauguró la línea de tramways a caballos y el riel solu-
cionó hasta cierto punto las dificultades del camino, aunque
la jornada era larga y fatigosa. Y diez años después, en 1878,
llegó a la Unión el Ferrocarril del Este, movido por la fuerza
del vapor, que es la gran fuente de energía que se despliega
en este mundo de Sansón Carrasco, antes de que irrumpieran
y se impusieran el petróleo y la electricidad.
Las crónicas taurinas de Sansón Carrasco son una verdadera
maravilla de color, gracejo, movimiento y variedad. Su arte de
escritor se muestra en ellas en todo su esplendor y todos los
detalles de la fiesta –el público y sus reacciones, el espectáculo,
el ambiente, los toreros, las autoridades, y hasta los mismos
toros– son dibujados con un brillante toque de inspiración.
En la edición de Crónicas de un fin de siglo incluimos
siete de esas crónicas. En esta completamos la visión que nos
dan esos artículos con dos textos, si se quiere más “progra-
máticos”, sobre el tema (“Una ley por una cornada” y “¡To-
ros!”) aunque recorridos de principio a fin por la mano del
narrador nato que era Sansón Carrasco, y culminados por una
vuelta de tuerca paradójica (¿O por dos?).
No nos detendremos en los demás artículos, que van des-
de el humor juguetón de “Una fortuna en sellos” o “Abordo
de la África” hasta el magnífico homenaje a los caballos ára-
16 Sansón Carrasco

bes; desde la minuciosa relación de una yerra hasta la fina


ironía con que resuelve su inopinada situación de cronista
de “sociales” en “El baile de los solteros”. Solo diremos que
“Las fiestas del Palio en Siena” es una estupenda crónica en-
viada por el autor desde Roma en el año 1898, cuando podría
suponerse que su veta creadora había ya entrado en cuarteles
de invierno. De acuerdo a lo que dice en una carta a su her-
mano que transcribimos en la nota de página 68 de este libro,
esa crónica habría sido publicada en La Nación de Buenos
Aires, a la que ya había enviado dos y prometía otras. Esto
deja planteada una tarea que debería completar la que hemos
realizado para sus colaboraciones periodísticas montevidea-
nas: el relevamiento de sus artículos publicados en la prensa
argentina, donde puede encontrarse, tal vez, mucho material
de valor.

–––––––
Hombre del siglo XIX con plena fe en el progreso –por
lo menos en sus años jóvenes– los artículos de SC suelen ser
un contrapunto entre las novedades de la ciencia y la técnica
que irrumpen con vértigo y las carencias de la joven nación,
“un país –nos dice– donde no hay municipios, donde no hay
caminos, ni puentes, donde el presupuesto absorbe las rentas
dejando déficit, donde no hay colonias, en cuya legislación hay
mil deficiencias, cuya administración no está todavía organi-
zada y en el que, en una palabra, casi todo está por hacerse”.
Ese contraste se da también en el entusiasmo con que encara
la crónica de los emprendimientos de la modernidad –la crea-
ción de empresas industriales y comerciales, de abastecimien-
tos, balnearios o escuelas públicas–, o el retrato de personajes
que se destacan por su actividad en los más diversos rubros:
Francisco Piria, Dalmiro Costa, su adversario político Zorrilla
de San Martín, y, por otro lado toda una serie de individuos
representantes de un mundo que ya empieza a pertenecer irre-
mediablemente al pasado, especie de seres morosolianos avant
la lettre, como Misericordia Campana, El Gaucho Florido, El
Corneta Sayago, El Capitán Viruta, Cristino Grajera, Bernar-
No es para tanto, mi tío | 17

do Rojas y muchos otros a los cuales refleja con el rasgo de


afecto y de melancolía de quien sabe que el tiempo no puede
detenerse, aunque, a veces, podría valer la pena.
Esa fe última en el progreso se ve representada por la pre-
sencia y el protagonismo de aquellas máquinas a vapor que
achicaban el tiempo y las distancias y atravesaban literalmente
la creciente ciudad de Montevideo. Por aquella época había
dos líneas férreas principales: una, que se conserva hasta hoy,
bordeaba la bahía “como una inmensa serpiente”, como él nos
dice, y pasando por Las Piedras llegaba hasta la ciudad de Santa
Lucía. La otra, suprimida hacia 1938, era la del Ferrocarril del
Este, que cortaba literalmente en dos la ciudad, pues salía de
Río Branco y La Paz, seguía por esta calle, tomaba Galicia, pa-
saba por los tres puentes del Cordón aún existentes, atravesaba
en diagonal la zona de La Comercial, seguía el trazado de las
actuales calles Montecaseros y Avellaneda, dejaba al público
en la plaza de toros y algo más adelante en el hipódromo, y
siguiendo por Cuchilla Grande, actual José Belloni, continuaba
hasta Manga y de allí hasta Joaquín Suárez y Pando, donde
por 1883 había que seguir el viaje en diligencia, pues recién
en 1889 la vía llegaría a la ciudad de Minas.
La lectura de los artículos de Sansón Carrasco nos deja,
entre otras, una sensación de movimiento continuo, y en buena
medida esa sensación está provocada por las idas y venidas
del autor en aquellos antiguos vagones de ferrocarril, cuan-
do no en los frágiles tramways con sus caballitos trotadores
o las enormes diligencias que se convertían en verdaderas
casas rodantes. Y en todos los casos, el viaje lleva consigo el
descubrimiento de un panorama extenso e inabarcable en el
cual la ciudad, y en ocasiones el campo, parecen entregarse a
la contemplación gozosa del escritor que se embebe en esos
panoramas, en una especie de comunión laica con el espec-
táculo que se desenvuelve ante sus ojos. Es como una íntima
posesión de aquel territorio que tiene todavía algo de virgen,
o de recién nacido.

Heber Raviolo
[No es para tanto, mi tío](9)

[...]
No me considero yo el indicado para escribir la biografía
de mi padre. Hace tiempo que tengo el propósito de reconstruir
la crónica de su vida y, empezando por lo primero, pienso ir
muy pronto a Edimburgo para buscar en los archivos de aquella
Facultad de Medicina datos sobre los estudios que allí hizo,
época en que recibió su título de médico-cirujano, tesis que
presentó, etc., etc., y aún tengo esperanza de encontrar allí una
señora muy anciana que habló de mi padre a Lolita Jackson, la
esposa de Massot(10), hace algunos años. La conversación a ese
respecto la motivó el haber sabido aquella señora que Lolita
era también Muñoz de apellido. Yo, lo único que recuerdo
positivamente de mi padre, en lo físico, es que era un hombre
de mi estatura poco más o menos, esbelto, muy atildado en
el vestir, casi siempre de frac y sombrero de copa, hasta para
montar a caballo; muy nervioso, exaltado en sus opiniones,
muy vehemente en su expresión, contrastando su mímica y sus
entusiasmos meridionales con sus costumbres anglómanas. Mi
padre era protestante ferviente y era también masón militante,
afiliado a la Logia Madre “Asilo de la Virtud”, dato que me

(9)  Esta magnífica “semblanza de Henrique Muñoz hecha por su hijo Daniel
Muñoz, Londres, 22 de abril de 1908” forma parte de una carta del autor a su
amigo, el Dr. Alfredo E. Castellanos. Fue publicada originalmente en Fernando
Mañé Garzón / Ángel Ayestarán: ¡No es para tanto mi tío! El Dr. Henrique Muñoz
y su época (1820-1860), Montevideo, 1995, pp. 498 a 512, quienes la tomaron del
Archivo de Marta Behrens Muñoz de Cáceres, sobrina nieta de Daniel Muñoz
fallecida en 2006.
(10)  Lolita Jackson Muñoz de Massot era hija de Eduardo C. Jackson Ram-
sdell, natural de Estados Unidos, y de Carlota Muñoz Correa, esta última hija
de Francisco Luis Muñoz Herrera y de Dolores Correa Aldecoa. Lolita Jackson
Muñoz de Massot era, por tanto, sobrina nieta de Henrique Muñoz. (Arch. Ricardo
Goldaracena). (Nota de Mañé / Ayestarán, op. cit.)
20 Sansón Carrasco

consta porque fui solicitado por el Venerable de esa Logia para


que me incorporase a ella por haber sido en la que él militó. En
los papeles de la “Caja de Fierro”, abierta en mi ausencia, se
encontraban muchos manuscritos de mi padre sobre cuestio-
nes religiosas y masónicas. También debían haber allí varios
ejemplares de algunas publicaciones muy violentas que hizo
y que se repartieron en hoja suelta, sobre temas políticos. Una
de ellas creo recordar que fue con motivo de los funerales de
don Manuel Oribe(11), y la otra en ocasión del fallecimiento
del coronel Lasala. ¿Qué se habrá hecho todo eso que tengo
seguridad existía en la famosa caja de fierro? En caso de que
se encontrase, no desearía sin embargo que se diese publicidad
a esos panfletos, cuyo tono se consideraría hoy exagerado,
extrañas como son las generaciones del presente a las pasiones
de aquellas épocas tan inmediatas a los acontecimientos que
se desarrollaron durante el Sitio Grande(12).
Yo entiendo que mi padre regresó al país como Cirujano
Mayor del ejército de vanguardia, a las órdenes del general
Garzón, siendo esa circunstancia la que hizo nacer la estrecha
amistad que ligaba a ambos, pues yo recuerdo perfectamente
que las dos familias se visitaban casi a diario.
También recuerdo, como si la estuviese viendo, la escena
del destierro de mi padre, a fines de 1857 o principios del
58(13). Yo tenía entonces cerca de nueve años, y como el suceso
fue tan dramático y ruidoso, quedó grabado en mi memoria
indeleblemente. Tú sabrás que, escapando a la vigilancia de
mi madre, que había quedado consternada, yo seguí a mi padre
en todo el trayecto desde nuestra casa de la calle Misiones(14)

(11)  Con este motivo Henrique Muñoz publicó un violento ataque contra el
líder blanco en el Comercio del Plata del 23-24/11/1857. Puede verse en F. Mañé
/ A. Ayestarán, op. cit. pp. 391 a 393.
(12)  El Sitio Grande de Montevideo finalizó el 8 de octubre de 1851. Manuel
Oribe murió el 12 de noviembre de 1857.
(13)  El destierro del general César Díaz y de otro grupo de dirigentes políticos
a los que el gobierno de Gabriel Pereira acusaba de conspiración fue decidido el
16 de diciembre de 1857.
(14)  La casa en que habitaba estaba en la calle Misiones 197, acera oeste,
hoy demolida. (Nota de Mañé /Ayestarán, op. cit.).
No es para tanto, mi tío | 21

hasta el antiguo muelle Gowland, donde lo embarcaron a bordo


del vapor “Constitución”, en el cual me instalé yo también,
acompañando a mi padre hasta Buenos Aires, donde quedé a
su lado durante todo el tiempo de su destierro hasta que regresé
con él. Ya ves cuán tempranamente empecé a experimentar los
zangoloteos de la política. ¡Quién había de decirme que des-
pués de haber salvado ileso a través de tantas escabrosidades,
hubiera de ser la política misma la que me asestase en mi vejez
el golpe más cruel que haya sufrido en toda mi accidentada
vida! Nessun maggior dolore...(15).
Vuelvo a los tiempos de mi niñez: a poco más de mediodía,
se presentó en mi casa el comisario Montoro. Recuerdo per-
fectamente que así se llamaba. Preguntó por mi padre, que no
estaba en casa, y pidió entonces ver a mi madre, a quien hizo
saber que tenía orden superior de conducir a aquel a bordo.
Mi madre le dijo que él estaría de regreso antes de una hora
y, en efecto, mi padre entró a casa poco después, antes de que
se presentase de nuevo el comisario, quien volvió al poco
rato, recibiéndolo mi madre y hablando con él a través de la
puerta de rastrillo que cerraba el patio. Montoro, al saber que
mi padre estaba ya en casa, hizo ademán de abrir el pestillo
de la puerta, pero mi madre, sin darle tiempo, echó llave por
el lado de adentro y la tomó en su mano.
En esto se presentó mi padre, que estaba en su escritorio
revisando papeles, y violentamente interrogó al comisario
sobre el objeto de su venida a casa.
Montoro le contestó:
–Doctor Muñoz, se ha dictado orden de destierro contra
usted y vengo a hacerla cumplir.
–¿Por mandato de quién? –interrumpió mi padre.
–¿Por mandato de mi Superior, que es el Jefe Político de
la Capital.
–Yo soy un Senador de la Nación –gritó mi padre– y como
tal no puedo ser desterrado.

(15)  Debe referirse a la muerte de su hijo Óscar (Pipo) –que había hecho la
carrera militar–, acaecida en la batalla de Masoller, el 1 de setiembre de 1904. La
cita es de Dante, Divina Comedia, Infierno, Canto V, verso 121.
22 Sansón Carrasco

–Yo no vengo a discutir, doctor Muñoz –contestó muy


moderadamente Montoro– sino a cumplir una orden de mi
Superior, por muy penoso que me sea hacerlo.
Mi padre, ya muy exaltado, vociferó:
–Pues sepa usted que yo no me someto a una autoridad tan
subalterna como la de un Comisario de Policía, y vaya usted
a decir a su Superior, mi tío don Luis Herrera, que Enrique
Muñoz no saldrá de su casa, mientras no venga él mismo a
notificarle la orden de destierro, asumiendo las responsabili-
dades del atentado que se comete contra un Senador.
–Doctor Muñoz –insistió muy cortésmente Montoro– yo le
ruego a usted que reflexione, que no provoque con su actitud
un acto de violencia, siquiera sea por su pobre señora, que
está ya tan afligida...
–¡Basta! –interrumpió mi padre–; solo cederé ante la
intimación directa y personal del Jefe Político.
Montoro se retiró, y tras de él hizo cerrar mi padre la puerta
de calle por un muchacho, Máximo, que tenía como agregado
más que como sirviente. No había pasado media hora cuando
retumbó la puerta al golpe repetido del llamador.
Al mismo tiempo se sintió en la calle el ruido seco de fu-
siles puestos en descanso, y se coronaron de soldados armados
las azoteas vecinas que dominaban la nuestra: la de la casa de
la esquina que ocupaba actualmente la familia Veyra, si mal
no recuerdo, y la de los fondos de la nuestra, en que vivió don
Tomás Tomkinson(16), como para evitar que mi padre se esca-
pase por las azoteas. Pero nunca fue esa su intención ni hizo la
menor tentativa por esquivar el atentado. Antes por el contrario,
así que oyó llamar a la puerta, mandó abrirla, y apareció en el
umbral mi tío abuelo Don Luis de Herrera, a quien yo conocía
muy bien, pues visitaba con frecuencia nuestra casa antes de
estallar la revolución encabezada por el general César Díaz.
Me parece verlo ahora mismo a don Luis Herrera como lo
vi en aquel momento, hace ahora cincuenta años. Era un lindo

(16)  La casa de Tomás Tomkinson (1804-1879), financista inglés radicado en


nuestra capital, estaba situada en la calle Sarandí entre Misiones y Zabala. (Mañé
Garzón, F. y Ayestarán, A. El gringo de confianza (1992): 5,37 y 289).
No es para tanto, mi tío | 23

hombre, como lo fue en sus buenos años su hijo don Juan José
y como lo es actualmente su nieto, don Luis Alberto(17). Tenía
los aires de un gran señor y era de una refinada cultura en su
trato, pero un energúmeno como partidario. Probablemente,
cuando fue el comisario Montoro a avisarle de la resistencia
que oponía mi padre a acatar la orden de destierro, estaba don
Luis sesteando, pues se presentó en mi casa con el cuello de la
camisa desabotonado, sin corbata ni chaleco. Se conocía que,
llevado de un ímpetu de ira, había prescindido de su habitual
corrección en el vestir, y sin perder más tiempo que el indis-
pensable para ponerse un saco, se había echado a la calle, no
sin armarse de un par de pistolas que empuñaba en cada mano,
y así, iracundo y descompuesto, entró al zaguán, y viendo a
mi padre que estaba en el patio, abrazado a él mi madre como
para protegerlo y yo tomado de su mano izquierda, le gritó:
–¡Enrique! ¡O te entregás, o te levanto la tapa de los sesos!
(textualísimo). –Mi padre le contestó muy serenamente:
–No es para tanto, mi tío. Al resistirme al comisario
Montoro solo he querido hacer constar que el atentado que
conmigo se comete no es debido al celo exagerado o a la
mala interpretación de un subalterno, sino que es obra de las
autoridades superiores de mi país con violación de mis fueros
constitucionales como Senador de la República.
Y agregó:
–Puede usted retirarse, mi tío, y hacer retirar esa tropa que
sitia mi casa. Iré a embarcarme inmediatamente.
Don Luis refunfuñó algo, y se retiró. Poco después se re-
tiraron también los soldados que estaban en la calle y los que
coronaban las azoteas dominantes por el costado norte y por
el fondo oeste de la nuestra; quedó solo en la puerta de calle el
comisario Montoro, a quien mi padre hizo entrar invitándolo a
pasar a su escritorio mientras él preparaba su equipaje.
A todo esto, mi madre se había puesto a escribir una carta
a su tía carnal doña Dolores Vidal, esposa del Presidente de la

(17)  Su hijo Juan José de Herrera (1832-1898), ministro y legislador, fue el


padre del gran caudillo nacionalista Luis Alberto de Herrera (1873-1959). (Nota
de Mañé / Ayestarán, op. cit.).
24 Sansón Carrasco

República, que lo era entonces, don Gabriel Pereira(18). ¡Curio-


sas complicaciones de la política partidista! ¡El Presidente que
firmaba la orden de destierro de mi padre era su tío político,
y el funcionario encargado de hacerla cumplir por la fuerza
era su tío carnal, hermano de su señora madre, doña Cipriana
Herrera de Muñoz, esposa de uno de los prohombres del sitio,
mi abuelo don Francisco Joaquín!
Yo no recuerdo lo que decía la carta de mi madre, a pesar
de que me la leyó encargándome de llevarla yo mismo a mi
tía abuela doña Dolores, pero mi padre se enteró y se opuso
a que se mandase aquella súplica. Pero tanto se lo rogó mi
pobre madre llorando, que por fin consintió en el envío, pero
no en que yo fuese el portador; ni quiso tampoco retardar su
partida por más que aquella se lo imploraba, esperanzada en
conmover la clemencia de la esposa del Presidente.
La despedida fue desgarradora: lloraba mi madre desespe-
radamente; mi hermana Cochona había abrazado a mi padre
por una pierna dando alaridos de terror; mi pobre hermano
Pancho, muy chicuelo aún, y Enrique, más pequeño, lloraban
prendidos a la pollera de nuestra madre(19). El comisario Mon-
toro, discretamente apartado, estaba también muy conmovido,
y tal vez alguna lágrima abrillantó sus ojos, porque vi que mi
padre le extendió la mano y se la estrechó en silencio. Por
último pudo arrancarse mi padre de aquellos brazos amoro-
sos que lo retenían y salió a la calle, siguiéndolo yo. Cuando
me vio a su lado me mandó volver a casa, pero yo le tomé la
mano, y él no hizo por soltarla. A poco de andar encontró a
una persona conocida, creo que a don Francisco Hordeñana,
que era muy su amigo, y de una acera a la otra le gritó lo que

(18)  Dolores Vidal Villagrán de Pereira, nacida en 1798, era hija de Pedro
Vidal Loaiza y de Margarita Villagrán Artigas, hermana por tanto de Daniel Vidal,
el suegro de Henrique Muñoz. Había contraído matrimonio en 1821 con su primo
hermano Gabriel Antonio Pereira Villagrán, presidente de la República entre 1856
y 1860. (Apolant, J. A. Génesis de la familia uruguaya (1975), 2: 887-893 y 3:1732-
1733). (Nota de Mañé / Ayestarán, op.cit.).
(19)  Los hijos de Henrique Muñoz que se citan tenían en ese momento:
Daniel, autor de esta semblanza, 9 años de edad, Concepción 8, Francisco 6 y
Enrique 5 años. (Nota de Mañé / Ayestarán, op. cit.).
No es para tanto, mi tío | 25

le pasaba, protestando contra el atropello de que se le hacía


víctima. Aquellas voces iracundas atrajeron a varios pasantes,
y desde ese momento mi padre no cesó de hablar. Estaba muy
agitado, tembloroso de ira, los ojos exorbitantes(20), más de lo
que ya habitualmente los tenía, a causa sin duda de la afección
cardíaca que muy pocos años después lo llevó a la tumba. ¡Lo
que dijo por aquella boca! ¡Dios nos libre! Exaltado como lo
era por temperamento, más lo estaba en aquel momento por la
sinrazón de aquel destierro arbitrario, y todo su camino lo iba
haciendo perorando a voz en cuello, con una elocuencia que
me asombraba y deslumbraba. Yo solo una vez lo había oído
hablar en público, durante una sesión de la Cámara a que él
mismo me llevó como para que me fuese aleccionando en las
prácticas de la democracia. Pero aquel discurso parlamentario,
sobre materias que sin duda no estaban al alcance de mi niñez,
no me produjo gran efecto, mientras que aquello que decía por
la calle yo lo entendía perfectamente, y me entusiasmaba con
él al oír sus acentos violentos de protesta y de anatema. Por
primera vez se despertó en mí la noción de lo que significaban
las palabras libertad y tiranía; y personificaba a la libertad en
mi padre, que decía aquellas cosas tan hermosas con una gran-
dilocuencia para mí desconocida, y a la tiranía en mi tío don
Luis de Herrera, a quien me parecía ver todavía, despechugado
y furibundo, apuntando contra mi padre sus pistolas amarti-
lladas, que no eran en sus manos una vana amenaza, pues era
un tirador dextérrimo(21), a punto de haberlo visto una vez, en
la quinta de Vilardebó, descabezar de un balazo a un jilguero
que redoblaba posado en la copa de un árbol altísimo, tomando
por blanco de su puntería infalible el morrión aterciopelado
del pobre pajarito. Recuerdo que aquella tarde le cobré rabia
a mi tío... A todo esto, y siguiendo con mi cuento, o más bien
dicho, con mi historia, continuaba mi padre vociferando por la
calle Misiones, hasta llegar a la de Cerrito, por donde doblamos
para bajar hasta el muelle de Gowland por la de Colón; pero

(20)  “Exorbitantes”: excesivos, exagerados (DRAE). En la premura de una


carta, parece una confusión del autor por “desorbitados”.
(21)  Dextérrimo: muy diestro.
26 Sansón Carrasco

no sé por qué se le ocurrió al comisario Montoro doblar por la


de Solís, donde se produjo el incidente culminante de aquella
tarde para mí inolvidable. Montoro trataba de calmar a mi
padre, y con tono más de amigo que de autoridad, le repetía
muy moderadamente:
–Cálmese usted, doctor Muñoz, no se exalte; tenga usted
en cuenta que hace mi situación muy violenta al pronunciarse
en esos términos contra el Gobierno a cuyo servicio estoy.
Pero mi padre o no lo oía, o no le hacía caso, y seguía en sus
declaraciones virulentas. Ya era un gran grupo el que lo seguía:
los vecinos de las calles por donde pasábamos se asomaban a
las ventanas y salían a los balcones, y fue sin duda para evitar
el pasar por la de Colón, más transitada y habitada que la de
Solís, que tomó por esta hacia la de Piedras, en cuya esquina,
en los altos del escritorio en que por muchos años ha estado,
y está quizás todavía, el “Telégrafo Marítimo”, habitaba por
aquel entonces la familia del coronel argentino don Mariano
Maza. Al rumor de las vociferaciones de mi padre, salió Maza
al balcón de su casa y... ¡aquí fue Troya! Lo que oyó aquel
hombre aquella tarde no es para contarlo. Mi padre, al verlo, no
siguió caminando sino que se detuvo, y encarándose con Maza,
lo apostrofó con cuanto epíteto podía sugerirle el recuerdo de
sus sanguinarias proezas. Lo menos que lo llamó fue asesino,
degollador, sicario de Rosas, seide de Oribe, mazorquero, y
tal granizada de denuestos le echó encima, que el hombre,
considerando sin duda que no le quedaba otra disyuntiva que
el matarlo de un tiro o retirarse, optó felizmente por lo segun-
do, y metió violín en bolsa, a pesar de lo aficionado que era a
tocarlo, cerrando su balcón, con lo que puso término a aquella
escena que iba tomando un carácter tumultuario, pues ya no era
mi padre solo el que apostrofaba, sino que muchos de los del
acompañamiento, que eran correligionarios suyos, le hacían
coro, y yo mismo, que me consideraba también perseguido y
desterrado, chillaba a mi vez como un energúmeno, héroe de
Revolución Francesa, cuyos fastos de sangre y de grandeza
me habían calentado la cabeza en mis lecturas elementales de
la historia en unos compendios, más anecdóticos y episódicos
No es para tanto, mi tío | 27

que políticos, que nos daban para entretenernos a los niños de


aquella época, en vez de las aventuras de Gulliver o la historia
de Simón el Bobito, que más tarde fueron el pasatiempo de la
generación subsiguiente a la mía, no sé si con más o menos
provecho para la cultura intelectual y la educación del carácter.
¡Tal [vez] era mejor aquello...! Es sin duda mejor levadura
para las facultades imaginativas de la niñez el conocimiento,
siquiera elementalísimo, de las hazañas de Leonidas y de la
jornada de la toma de la Bastilla, que la historia banal de Rin-
rin renacuajo o las aventuras nocturnas de Juan Joroba “con
su gorro, y su cuerno y su escoba”...
Y dejando el desvío de esta digresión para tomar de nuevo
el riel en que dejé la narración de los incidentes del destierro
de mi padre, solo me falta agregar, para completarla, que des-
pués de la violenta escena frente al balcón del coronel Maza,
no sucedió nada digno de mención, y llegamos sin tropiezo al
muelle de Gowland donde, siempre acompañados del comisario
Montoro, nos embarcamos en un bote que nos llevó a bordo
del vapor “Constitución”, el cual partió dos horas después para
Buenos Aires, donde quedamos hasta el mes de abril de 1858,
viéndonos obligados a nuestro regreso, que hicimos en compañía
de la familia Villegas y mi tía abuela Juana Vidal, a hacer una
cuarentena de doce días en la fortaleza del Cerro, cuya pequeña
guarnición estaba entonces al mando del coronel don Pascual
Díaz, tradicionalmente conocido por el apodo de don Pascua-
lón(22); y de esa circunstancia nació la amistad que este ligó con
mi padre, a cuya casa iba con frecuencia, casi siempre a la hora
de la sobremesa de la comida, oyéndole yo relatar, boquiabierto y
con religiosa atención, muchas de las descomunales y estupendas
proezas que la tradición oral ha desnaturalizado y exagerado más
tarde pues no era don Pascual lo que las generaciones presentes
lo creen, es decir, un mentiroso vulgar y narrador pretencioso

(22)  Durante algunas décadas este Pascualón fue un personaje famoso en


Montevideo. Isidoro de María lo cita varias veces en Montevideo Antiguo (véase
la tercera edición de este libro en Banda Oriental, p. 198, nota 23 bis). En 1898
Arturo Giménez Pastor (Mi Montevideo, en Memorias del Novecientos, Banda
Oriental, 2007, p. 199) dudaba de su existencia.
28 Sansón Carrasco

de aventuras de su pura invención, sino un amplificador de


anécdotas y percances que tenían siempre un fondo de verdad.
Era un hombre alto, delgado, de luenga barba blanca; tenía toda
la marcialidad y el empaque de los soldados de la guerra de la
Independencia; era muy locuaz expresándose con cierta elegante
desenvoltura y dando grande animación mímica a su discurso.
Cuando narraba episodios guerreros ponía en la voz acentos
broncos de redobles de tambores y reproducía las peripecias de
la acción dando voces de mando, de ataque y de repliegue, de
cargas por la derecha y concentración de guerrillas a la izquierda;
y de tal manera se entusiasmaba al evocar sus recuerdos bélicos,
que ya no le bastaba accionar sentado, sino que se ponía de pie y
repartía tajos y mandobles al aire, echando chispas por los ojos
como si de verdad se encontrase en el entrevero con las huestes
enemigas. Recuerdo [que] una vez, queriendo dar mayor realce
a la realidad de su cuento, se enhorquetó sobre su silla, como
quien salta un pingo en pelo, empuñó su grueso bastón a guisa
de lanza, y amagó una carga contra un adversario invisible, con
grave peligro de los cristales y candelabros que adornaban nuestra
mesa. ¡Felizmente no dio el lanzazo...! Cuando, muchos años
después, leí la historia de Don Quijote de la Mancha, al llegar
al pasaje en que Cervantes narra el episodio del retablo de Don
Gaiferos y Melisendra que exhibía el pícaro de Maese Pedro(23),
me parecía ver reproducidas las escenas que yo había visto en mi
casa cuando niño, en que era protagonista don Pascualón, pues tal
vez como a Don Quijote se le hicieron ser hombres de verdad los
muñecos del titiritero, y cargó sobre ellos a destajo, descabezan-
do y malhiriendo a los moros que retenían cautiva a la hermosa
Melisendra, sin cuidar de los lamentos de Maese Pedro al ver a
toda su morisma de cartón maltrecha y descalabrada, así también
a don Pascual, a poco de entrar en el calor de sus narraciones
belicosas, se le hacían de carne y hueso los fantasmas y visiones
que su exuberante imaginación creaba, y embestía contra ellas
con impetuoso denuedo, sembrando la muerte en su entorno y el
espanto en mi imaginación infantil, ¡pareciéndome encontrarme

(23) Cfr. Don Quijote, Segunda Parte, capítulos XXV a XXVII.


No es para tanto, mi tío | 29

entre el estruendo y la confusión de una batalla campal! ¡Qué


tiempos y qué memorias felices...!
Pero ya es tiempo de bajar de estos cerros de Úbeda(24)
a que insensiblemente me he trepado, y también es tiempo
ya de poner punto final a este mamotreto, pero no lo haré sin
confirmar lo que te han dicho respecto a la muerte de mi padre,
que en efecto falleció en casa del Dr. Luis Michaelsson, de
quien era muy amigo y además mediaban entre ambos rela-
ciones de parentesco político, pues Michaelsson era casado
con Doña Gertrudis Batlle, tía de mi madre. Mi padre murió
repentinamente, a eso de la media noche, levantándose de la
cabecera de su amigo y colega enfermo, para ir a caer en el
patio de la casa, que era adjunta a la que actualmente ocupa
el Banco de la República.
Hace algunos años, hablando con el Dr. Visca, me dijo
de repente:
–¿Sabe usted de qué murió su señor padre?
–Yo entiendo –le contesté– que falleció de resultas de una
afección cardíaca.
–Pues no señor –repuso el doctor Visca, y agregó–: Su
padre murió de una angina de pecho.
–Y cómo lo sabe usted –le objeté– siendo como era usted
más niño que yo cuando él falleció?(25)
–Pues lo sé –me repuso– más por inducción que por noticia
directa. Varias personas me han contado los diversos ataques
que sufrió su padre, y la forma en que se produjo su muerte, y
todos los detalles que a ese respecto he recogido me han dado
base para diagnosticar que el doctor Muñoz falleció de angina de
pecho, enfermedad poco conocida en aquella época en que todas
esas muertes repentinas se atribuían a una aneurisma al corazón.
Esto es cuanto puedo decirte de mis recuerdos de mi padre.

––––––––––––

(24)  Andar por los cerros de Úbeda: por lugar muy remoto y fuera de
caminos. Irse por las ramas.
(25)  Daniel Muñoz aquí comete un error, pues Pedro Visca era nacido en
1840, es decir nueve años antes que él. (Nota de Mañé / Ayestarán, op. cit.).
30 Sansón Carrasco

Antes de terminar, Alfredo, permíteme que te haga una


advertencia amistosa: como tú comprenderás, a mí me halaga
mucho eso que tú me cuentas de que te complaces en leer mis
cartas a los tuyos y a algunos amigos, porque de ello deduzco
que tú consideras que tienen algún interés. Esta carta lo tiene,
sin duda alguna, más que las otras, por las reminiscencias que
encierra sobre un incidente histórico de nuestra turbulenta
vida política, ignorado tal vez por los hombres de figuración
presente y mal sabido por los más de los que la tuvieron en los
tiempos en que acaeció. Pudiera pues esta consideración ten-
tarte a publicar algo de lo que he escrito, pero, aun a riesgo de
pasar por pretencioso por el hecho de suponer que esa tentación
te asaltase, yo te ruego que no publiques nada. No pretendo
coartar tu derecho de leer la carta a quien discretamente creas
que puedes hacerlo, y hasta te pido la leas o la hagas leer a tus
hijos y a mis hermanos, por el interés íntimo que para ellos
debe tener este episodio de familia, y aun te pediría la leyeses
especialmente a dos personas: a José Pedro Ramírez y a Maria-
no Ferreira, a quienes creo los mejor enterados de lo que dejo
narrado, y son por consiguiente los que mejor podrían abonar
o rectificar la veracidad de mi narración(26). ¡Pero nada de letra
de molde! Eso sí, te pido encarecidamente que conserves esta
carta de la que, como comprenderás, no guardo copia, y quizás
algún día pudiera servirme para algo, evitándome la tarea de
reproducir detalles, porque nada es más pesado y fastidioso
para mí que copiarme o repetirme.
Daniel
[Londres, 22 de abril de 1908]

(26)  José Pedro Ramírez (1836-1913) y Mariano Ferreira (1834-1925).


Puede verse sus semblanzas en J.M. Fernández Saldaña, Diccionario uruguayo de
Biografías, Montevideo, 1945.
Una ley
por una cornada

El día 26 de febrero del año de gracia que corre, el toro


Cocinero, de la ganadería de D. Felipe Victora, y tercero de
la tarde, dio una cornada al primer espada de la cuadrilla,
Francisco Sanz, alias Punteret, a consecuencia de la cual
murió el diestro dos días después, víctima de una peritonitis
según algunos, de tétano según otros, pero indiscutiblemente
de resultas de lo que el cuerno hizo, o más bien dicho, deshizo,
en el cuerpo del malhadado matador.
Y porque tal aconteció, un día después se alzó en el sa-
grado recinto de las leyes una voz que dijo: ¡Que se abolan, o
se abulan, o se abuelan las corridas de toros! Hubo apoyados,
se destinó el asunto a la Comisión correspondiente, y esta es
la hora en que sobre el arte taurómaco pende, a manera de
aquella famosa espada colgada de un cabello, un informe tan
contundente como la histórica tizona, que para fortuna del
amenazado, nunca cayó, y es de esperarse que tampoco caiga
esta vez, porque el pelo tiene fuerte, y no se reventará, Dios
y los votos mediante(27).
Toda la gruesa terminología de la horripilación ha salido a
luz ayer para fulminar las corridas de toros: “¡Espectáculo bár-
baro! ¡Atentado contra la civilización! ¡Rezago de costumbres
sanguinarias! ¡Ejemplo corruptor para los pueblos! ¡Escuela
de barbarie! ¡Cátedra de ignominia! ¡Teatro de inmoralidades!
¿Qué más? Hasta el acicalado y pulido hombre de sociedad y de
letras, D. Nicolás Granada, ha encontrado en su aljaba dardos
de punta para asaetear al abominable espectáculo.

(27)  El autor se distrae, y atribuye a la famosa espada del Cid Campeador


(Tizona) una circunstancia que corresponde a la de Damocles, que pendía de un
cabello sobre este.
32 Sansón Carrasco

¡Y todo esto, porque murió el Punteret!(28)


Es de deplorarse, no lo niego, pero no hay en el hecho razón
para decretar el exterminio de las fiestas taurinas, porque, por
esa pauta, habría que abolir otras mil costumbres y pasatiempos
en que muere mucha más gente que en la lidia de toros.
El accidente de Punteret fue casi un suicidio, como lo
sería el abocarse a la sien una pistola cargada, aun sin ánimo
de disparar el tiro. Basta entender medianamente lo que es el
toreo, para darse cuenta de que aquello, con ajuste a las reglas
del arte, no debió suceder. El matador se ensartó en el cuerno,
como se estrella un albañil contra el suelo al pisar un andamio
flojo. Culpa de su imprudencia fue la desgracia y no del po-
bre animalito, que en definitiva, no hacía más que ejercer su
legítimo derecho de atacar cuando lo acosaban.
Cocinero era un toro quedao, como se dice en la jerga, y
que salió del brete como si saliera de la escuela, sabiéndose
ya de memoria todo lo que le iba a suceder, como acontece
con la mayor parte de los criollos de la ganadería de Victora,
a los que les tientan el pelo dos o tres días antes de la corrida
para saber si hacen por los caballos, de modo que el toro, ya
rejoneado en el corral, queda escamado, y no embiste sino
después de medir bien el golpe.
Salió tan alegre Cocinero y con tantos pies del chiquero(29),
que al Serranito se le hizo bueno para saltarlo de garrocha(30).
Dos veces lo citó en los medios(31), y otras tantas se arrancó
el toro con tanta voluntad, que parecía iba a estrellarse en las
barreras, pero no bien el chulo(32) armaba la percha para dar el

(28)  El Punteret: la expresión puede resultarnos hoy cruelmente despectiva.


Pero el uso del artículo era muy corriente y de recibo en la época para referirse a
artistas y otros personajes públicos.
(29)  Chiquero: cada uno de los compartimientos del toril en que están los
toros encerrados antes de empezar la corrida. (DRAE).
(30)  Garrocha: Vara larga en la que el torero se apoya para saltar de frente
sobre el toro. (DRAE).
(31)  Citar: provocar al toro para que embista. En los medios: en el centro
del ruedo.
(32)  Chulo: el que en las corridas asiste a los lidiadores y les da rejones,
banderillas, etcétera y, si se da el caso, hace la suerte de garrocha.
No es para tanto, mi tío | 33

salto, el animal se plantaba sobre los cuatro remos, y en seguida


de medir el bulto, de nuevo se arrancaba, rascándole en la em-
bestida los zancos al banderillero, que libró el pellejo merced
a ser ligero como un gamo y saltador como una langosta.
Hubo que renunciar a la suerte(33), y el toro entró a varas tan
receloso e intencionado como ya se mostrara, no embistiendo
sino cuando podía colarse, sorteando la puya como un tirador
de florete esquiva la punta del acero del adversario.
Pasó a banderillas Cocinero tan entero como había salido,
y para aplomarlo, Ecijano y Hierro tomaron una capa cada cual
por cada una de las puntas, y empezaron a pasarlo citándolo
muy en corto. Dos veces hizo el toro por el trapo ciegamente,
pero a la tercera, en vez de acudir al engaño, miró los bultos,
y eligiendo al Ecijano, le dio un acosón tal, que por poco lo
estrena.
Aquel toreo de capa muy aplaudido por el público, fue
aguijón para el amor propio de Punteret, quien deseoso de re-
coger algunas palmas de la cosecha, decidió poner banderillas
sentado. Le arrebató a Pepete el par con que ya alegraba al
toro, pidió una silla cuyo respaldar se descalabró al cogerla, y
la colocó tan malamente, que se puso dentro de la jurisdicción
del toro, es decir, dentro del radio en que el animal engendra
la carrera y no da por consiguiente tiempo a hacer el cambio.
Para todos los entendidos en la manera como se producen
las suertes, era evidente que Punteret sería cogido en cuanto el
toro hiciese por él. Podría del accidente resultar un hocicazo o
un varetazo(34) sin consecuencias, pero era indiscutible que el
animal arrollaría al hombre. Y más claro se presentó el caso
previsto, cuando el toro no remató la carrera engendrada de
primera intención, sino que al ver que el blanco de su ataque
se removía, se quedó, y ajustándolo entonces muy de cerca, dio
la embestida antes de que el diestro pudiese hacer uso de las
piernas, que para mayor lucimiento de la suerte y demostración
de serenidad había cruzado.

(33)  Suerte: cada uno de los lances de la lidia: suerte de garrocha, de varas,
de banderillas y de muerte.
(34)  Varetazo: golpe de lado que da el toro con el asta.
34 Sansón Carrasco

No hubo más que ver. El torero quedó tendido a lo largo


como cuerpo muerto, y el toro hubo de hacerle pedazos allí
mismo, pues se revolvió con furia para recargar, solo que
como la silla sobresalía más del suelo que el torero caído, con
el mueble la emprendió dejando al hombre, y en seguida los
chulos lo alejaron con los capotes, dando tiempo a que otros
compañeros levantasen al herido.
Así murió Punteret, tontamente puede decirse, pues nadie
lo obligaba a hacer aquella suerte, ni el toro se prestaba para
ello, ni el público se lo exigía, ni estaba en el programa de la
tarde.
He narrado el caso a pesar de no ser reciente, porque no he
visto que se hayan detallado los antecedentes que lo explican,
y que demuestran que más que como consecuencia natural
del toreo, fue la desgracia hija de la imprudencia del diestro,
que demostró no serlo en esa ocasión, al intentar una suerte
con una res que no tenía condiciones, pues para todo lance de
cambio a cuerpo gentil, se necesita un toro claro(35), abanto(36),
sin recelos ni malicias, de esos que una vez que engendran el
ataque, lo rematan en las tablas por ser el primer obstáculo en
que tropiezan.
Pero suprimir por eso las corridas de toros sería como abo-
lir los juegos acrobáticos porque un volatín resbaló del trapecio,
o prohibir la caza porque a un aficionado le salió el tiro por la
culata dejándolo tieso en el sitio, y no han de dictarse todos
los días leyes en previsión de la imprudencia de los unos, de
la impericia de los otros, o de la torpeza de los demás.
De bárbaro, nada tiene el toreo, porque todo en él es arte,
y el arte está reñido con la barbarie. Si para algunos no resulta
artístico el espectáculo, es porque no lo entienden, como no
es arte la música para los que no saben oírla. Con perdón de
los abolicionistas, es el salvajismo de la ignorancia el que
pretende hacer salvaje un espectáculo que tiene atractivos
y despierta emociones que ningún otro tiene ni despierta.

(35)  Toro claro: el que no tiene resabios y acomete francamente y sin re-
pararse.
(36)  Abanto: el toro que al empezar la lidia parece aturdido.
No es para tanto, mi tío | 35

Lleven a un hotentote a oír Los Hugonotes de Meyerbeer o el


Mefistófeles de Boito, y saldrá a escape tapándose los oídos,
aturdido con el ruido, para él infernal, de tantos instrumentos
y voces concertadas en armonías para nosotros grandiosas. Y
vuelto a sus tolderías, contaría el bárbaro a sus semejantes la
barbarie de los cristianos, que se deleitan en hacerse romper los
tímpanos al ruido de violones, clarinetes, fagotes y trombones.
Pues igual cuentan de los toros los que de ellos entienden
como los hotentotes de la música de Meyerbeer: “Vean ustedes,
¡cómo destripan a los caballos! ¡Vean cómo mortifican al toro
con las banderillas! ¡Vean cómo lo inmolan a espadazos!”. Pero
no paran mientes en cómo puso la vara el picador, ni cómo
acudió el capeador al quite, ni cómo caminó el banderillero en
la cabeza de la fiera al clavarle los alfileres, ni cómo pasó de
muleta el diestro y se tiró en corto y por derecho ahondando
hasta mojar los dedos en los rubios(37).
Cierto que mueren caballos en las corridas, pero cierto es
también que el ultimarlos así, es aliviarlos de penas, porque de
los pencos que al redondel salen, el que no es perniquebrado,
es manco de los encuentros, y el que no es manco tiene los
lomos en llaga, y el que no es llagado está tan en los huesos,
que envidiaría como suprema bienandanza las magruras de Ro-
cinante. Y entre que mueran ignorados en una cuchilla desierta,
extenuados por el muermo, o desangrados por la garrapata, o
aniquilados por la flacura después de lenta y penosa agonía,
vale más que caigan despanzurrados por un toro, entre músicas
y víctores, aplaudidos y compadecidos como los gladiadores
que sucumbían regando con su sangre la arena del circo; como
fue para Punteret más glorioso morir de una cornada, que si
hubiera muerto de un cólico o de una fluxión de pecho, que
todo pudo suceder aquella misma tarde, si Cocinero le yerra
el puntazo, pues que para un desorden intestinal o para un aire
colado no hay capote ni quiebro que valgan.
Que el espectáculo incite a la barbarie y despierte instintos
sangrientos, es cosa que está por probarse todavía. Va para

(37)  Rubio: centro de la cruz en el lomo del toro.


36 Sansón Carrasco

más de medio siglo que se lidian toros en Montevideo, y no ha


habido ejemplo de que alguien haya asesinado a otro durante
la corrida, en tanto que no pasa una semana, ni una noche casi,
en que no se hieran o se maten los concurrentes a las llamadas
Academias de baile, semilleros de crímenes, antros de vicios,
escuelas de truhanerías, focos de escándalos, viveros en que
crecen y se amaestran los que no tienen en la carrera de la vida
otra meta que la cárcel para purgar sus delitos, o el hospital
para morir devorados por las llagas que laceran sus cuerpos
corrompidos; y entretanto, no hay una voz que se levante para
condenar, ni una energía que se manifieste para extirpar ese
cáncer social que entra hasta en los hogares honestos para
inficionar jóvenes inexpertos, inutilizándolos para el trabajo,
y arrastrándolos a la perdición.
¡Ahí de las indignaciones y de los denuestos que contra las
corridas de toros ahora estallan! Yo no sé de nadie que se haya
corrompido ni barbarizado en la Plaza de la Unión, pero sé de
muchos que se han encanallado y envilecido en las Academias
de baile de Montevideo, como sé de muchos que han perdido
lo propio y lo ajeno, la dignidad y la vergüenza, en garitos que
están fuera del alcance de la acción policial.
Prueba que la lidia de toros no es un espectáculo bárbaro
es que a él concurren principalmente las clases educadas de
la sociedad. Para cada espectador en los tendidos(38) de sol,
hay diez en los de sombra; y no se diga que sea por razón de
que los que están en posición desahogada pueden costearse
la diversión, y no los obreros, porque en estos países, no hay
nadie tan pobre a quien le falte un peso para malgastarlo el
domingo en lo que mejor le acomode.
No es por falta de dinero que el pueblo trabajador no
concurre a los toros, sino por falta de cultura para apreciar el
espectáculo en sus múltiples atractivos, espectáculo en que
todo es arte, desde el toro que se presenta en toda la soberbia de
su fiereza, hasta los mínimos detalles de la lidia, el traje de los
toreros, el colorido de las capas, la gracia de los movimientos,

(38)  Tendido: tribuna. Los tendidos de sol eran las localidades populares,
por carecer de protección.
No es para tanto, mi tío | 37

lo variado de las suertes, evidenciando en todos los lances la


prepotencia del hombre sobre el bruto, y la entereza con que
expone la vida en cambio de un aplauso.
Bien está que se procure que los espectáculos públicos
sirvan para morigerar las costumbres, concurran a cultivar el
espíritu y propendan a moralizar las sociedades, pero bien está
también que los haya que contribuyan a virilizar los caracteres,
y que enseñen a arriesgar la vida, hoy por lidiar un toro, maña-
na por vengar una ofensa, otro día por defender la honra y la
integridad de la patria, familiarizando al hombre con la vista
de la sangre, que ha sido y es hasta ahora la única sustancia
con que se hace la mezcla para cimentar las instituciones y
las nacionalidades.
Yo no le cedo un ápice a nadie en lo tocante a tenden-
cias de civilización, a hábitos de cultura, a temperancia
de carácter y a moralidad de costumbres, y entretanto yo
he sido y seré un asiduo concurrente a las corridas de to-
ros, y pongo en ellas toda mi atención, y sigo con interés
todas las peripecias de la lidia, y me apasiono en ella con
entusiasmo, sin que para nada se resienta mi delicadeza de
hombre civilizado. Anhelo como mi aspiración más íntima
ir a visitar los Museos y las grandezas artísticas de Europa,
pero no menor atractivo me ofrece la perspectiva de admirar
las obras maestras de Murillo y de Velázquez, que la de ver
una corrida de toros en Madrid, toreando las cuadrillas de
Frascuelo, de Lagartijo y de Mazzantini, pisando el redondel
la flor de las ganaderías de Veraguas y de Miura, colmada la
plaza de espectadores ataviados con los trajes pintorescos de
majos y de manolas, de esas que echan fuego por los ojos y
derraman sal por los labios. Con la pálida idea que nuestras
corridas dan de lo atrayente del espectáculo, yo me explico
los entusiasmos y las emociones de todos los hombres de
letras que han visitado la España, desde el romántico Gau-
tier hasta el bueno de De Amicis, que han dedicado muchas
de sus más brillantes páginas a esa diversión que se quiere
ahora calificar de bárbara, y que se condena en nombre de la
civilización y de la moralidad, que no se sienten ofendidas
38 Sansón Carrasco

en lo más mínimo por el hecho de que a los hombres les


guste lidiar y ver lidiar toros.
Hace pocos años, como cosa muy extraordinaria, se permi-
tía en el Sur de Francia dar una o dos corridas en las grandes
fiestas, pero con toros embolados, consistiendo todas las suer-
tes en torearlos de capa y simular estoquearlos, marcando el
sitio por donde debería haber entrado la espada con una flor o
una moña clavada con un pequeño anzuelo. Hoy día, se lidian
ya toros de puntas en Cautteretes y en Nimes ante millares de
espectadores que victorean en francés a los toreros españoles.
Se habla ya de dar cuatro o cinco corridas de verdad en París
durante la Exposición(39), y al efecto se trata de construir allí
una plaza que servirá después, dicen, para ejercicios ecuestres
y juegos olímpicos, pero que en realidad se aprovechará para
tener todos los años una temporadita de barbarie. Cuando
hace poco tiempo visitaron Frascuelo y Lagartijo la capital
de Francia, fueron más agasajados

que lo fuera Lanzarote


cuando de Bretaña vino(40),

pues aparte de que muchas doncellas cuidaron de ellos, fueron


obsequiados por literatos y periodistas con banquetes y fiestas
en honor de aquellos Gayarre y Tamagno(41) del arte tauromá-
quico, y todos los diarios les dedicaron artículos encomiásti-
cos, y no se daban punto a reposo para atender los convites y
agasajos que de todas partes recibían.
Hoy mismo, los yankees, se van por barcadas de a millares
a ver torear a Mazzantini en Méjico, y no está lejano el día

(39)  Se refiere a la Exposición Internacional de 1889, en la que se inauguró


la Torre Eiffel.
(40)  Versos del antiguo romance de Lanzarote, mínimamente adaptados:
Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido / como fuera Lanzarote / cuando
de Bretaña vino.
(41)  Julián Gayarre (1844-1890). Tenor español. Se consagró en 1876 en la
Scala de Milán con “La favorita” de Donizetti y llegó a ser considerado el primer
tenor de su época. Franceso Tamagno (1850-1905), tenor italiano.
No es para tanto, mi tío | 39

en que lo llevarán a Nueva York aquellos bárbaros que han


constituido la nación más floreciente del mundo.
¡Y cuando así cunde en razas extrañas la afición a los toros,
es cuando nosotros, más pulcros y más cultos que todo el resto
de la humanidad civilizada, vamos a abolir el espectáculo,
enternecidos por la irreparable desgracia de la muerte del
Punteret! ¡Y ese tema es el que amenaza preocupar la atención
de los legisladores durante tres o cuatro sesiones, en un país
donde no hay municipios, donde no hay caminos ni puentes,
donde el presupuesto absorbe las rentas dejando déficit, donde
no hay colonias, en cuya legislación hay mil deficiencias, cuya
administración no está todavía organizada, y en el que, en una
palabra, casi todo está por hacerse!
¡Una ley para abolir un espectáculo! Es cuanto puede pe-
dirse. Cualquiera al saberlo, creerá que hemos complementado
tan minuciosamente nuestra legislación, que no teniendo ya en
qué aplicarla a las instituciones, la hacemos extensiva hasta a
las costumbres. Vivimos en plena Grecia antigua, reglamentan-
do administrativa y legislativamente nuestras fiestas. ¡Mañana
o pasado nos han de obligar por ley a que comamos todos los
ciudadanos en mesa redonda en la Plaza Independencia, a la
espartana!
¡Se argumenta que las corridas de toros son motivo de es-
cándalos y desórdenes, como los recientemente presenciados,
en que el público arrojó un par de docenas de banquetas al
redondel y estropeó el desvencijado maderamen de los palcos!
Pero eso se ve en todas partes, en los principales teatros teni-
dos por más cultos y distinguidos. Yo he visto en Río Janeiro,
en el teatro principal, estando presente el Emperador, silbar
y vocear de la manera más estrepitosa a un prestidigitador
que lo hacía mal; y una vez que Don Pedro se retiró para no
presenciar el escándalo, las butacas de la platea y las sillas de
los palcos llovieron sobre el proscenio a centenares. El año
pasado, en el teatro Colón de Buenos Aires, donde concurre
el público más selecto de la sociedad porteña, he visto dar la
más espantosa silba, con pífaros y trompetas, y esto no por un
momento, sino durante los cuatro actos de la ejecución de una
40 Sansón Carrasco

ópera, en una sala llena de damas distinguidas y de hombres


altamente colocados.
¿Y por eso han de abolirse las óperas y de prohibirse las
funciones de prestidigitación? Lo sucedido en el circo de la
Unión, es la repetición de lo que dejo narrado, acaecido en
Río Janeiro y en Buenos Aires. El público arma escándalo
cuando el espectáculo es malo. Haya buenos toros y buenas
cuadrillas, y habrá concurrencia numerosa y aplausos en vez de
banquetazos, como hay aclamaciones para Massini y silbidos
para los tenorinos de cuarto orden.
Pero los caballos ¡los pobres caballos!, ¡esas infelices
víctimas sacrificadas a la saña de los cuernos! ¿Y qué dicen
estos compadecidos por los caballos corneados, de los caballos
mortificados y estropeados para alimentar el interés del juego?
Es más triste la condición de un caballo de carrera que la de uno
de esos mancarrones inservibles que antes de que lo sueñen si-
quiera mueren despanzurrados de una cornada. Aquellos viven
meses y meses mortificados por el cuidado, pesado el pienso
por adarmes(42), tasada el agua por gotas, medido el sueño por
minutos, fajados con cinchas que les oprimen el pecho y el
vientre, traqueados(43) diariamente en vareos vertiginosos, hasta
el día de la carrera en que les rompen los flancos con las púas
de las espuelas, y les ensangrentan las verijas a latigazos, y los
azuzan hasta hacerles echar los pulmones, cuando no tropiezan,
y ruedan, matándose y matando al jinete, como ha sucedido
muchas veces. ¿Y todo esto, por qué? Por ganar unos pesos,
por satisfacer la avaricia del interés, exponiendo la vida de
bestias y de hombres, que si sucumben, antes que la compasión
de nadie, llevan la maldición de los que arriesgan su dinero a
las patas del corcel o la habilidad del corredor.
Pero no hay que censurar nada de lo que a carreras atañe,
porque eso viene de la civilizada Inglaterra. Si viniera de
España, ya sería otra cosa, y hasta inmoral se consideraría
eso de mortificar animales para lucrar con apuestas. Pero una

(42)  Adarme: medida de peso de unos 179 centigramos. Porción mínima


de una cosa.
(43)  Traquear: traquetear.
No es para tanto, mi tío | 41

diversión que se llama sport, en que a los jinetes se les llama


jockeys, en que a la pista se le dice ring, en que al que da señal
se le denomina starter, y en que la proporcionalidad de peso
que han de llevar los caballos es un handicap, ¡oh!, ¡eso es
soberbio, magnífico, sorprendente!, ¡excelsior! ¡como lo serían
las corridas de toros si a los toreros se les llamara bullfighters,
y a los monos sabios(44) cualquiera otra barbaridad por el estilo!
Porque como descendemos de españoles, y hablamos
español, debemos repudiar todo lo que a español huela. ¡Tore-
ro!, ¡banderillero!, ¡muleta!, ¡quiebro!… ¡shoking! ¡Llenarse
de tolondrones a puñetazos, hacer saltar un ojo, aplastar las
narices de un box! ¡Sublime! ¡Tocar con la punta de la bota
en la frente de la pareja en una pirueta de can-cán! ¡Bravo,
bis! Todo eso es civilizado, moral, pulcro. ¡Torear! ¡Horror!
Y en tanto que un centenar de aficionados siguen con
interesadas emociones las peripecias de una riña de gallos,
descamisándose en favor del bataraz o del canelo, la augusta
Legislatura nacional, llevando de portavoz al más ocurrente y
melindroso de sus miembros(45), fulmina los espectáculos tauri-
nos en nombre de la civilización y de la moral, que permanecen
imperturbables a la vista de la sangre derramada en un reñidero
de gallos, pero que se espeluznan ante un caballo destripado
o ante un toro estoqueado por todo lo alto, sin duda porque la
moralidad y la cultura de los espectáculos está en razón directa
del tamaño de los animales que en ellos se mutilan. Según este
principio ¡ira de Dios!, ¡qué sería si se lidiasen elefantes…!
Y esto, admitiendo la comparación entre una diversión y
otra, que no la tienen, porque mientras las riñas de gallos solo
llevan por objetivo la apuesta, el afán de ganar explotando la
valentía de aquellos, en el toreo no hay más aliciente para el
espectador que el que el valor despierta, la satisfacción del

(44)  Monosabio se llamaba al muchacho que ayudaba al picador (el torero


de a caballo que realizaba la suerte de varas). Con ese sentido usa aquí el término
SC. Pero era también el apodo con el que se conocía, por sus modestos comien-
zos, a Antonio Rodero, quien llegó a ser director de las temporadas taurinas más
exitosas y a quien se dirige la carta que se incluye a continuación de este artículo.
(45)  Se refiere a Nicolás Granada, a quien mencionó al comienzo del artículo.
42 Sansón Carrasco

orgullo humano al ver la dominación del hombre sobre fieras


que en absoluto son cien veces más fuertes que él, y aparte de
esto, el carácter artístico de las suertes, como deben serlo por
su origen, pues no fue en la plebe que nació la afición por el
toreo, sino en la nobleza, y no entre la de los feudales semi-
bárbaros de la Edad Media, sino entre la nobleza más dada
a los refinamientos del arte, como era la que dominaba en el
Mediodía de España.
Se tolera y se aplaude en todas partes del mundo, en Lon-
dres, en París, en Nueva York, en Río Janeiro, en Buenos Aires,
un espectáculo mucho más bárbaro que el de los toros, y sobre
todo mucho más estúpido: el de los domadores de fieras. Y no
hay ley en parte ninguna del orbe que prohíba a un hombre o a
una mujer entrar en una jaula de leones, o de tigres, o de hienas
y panteras, que el mejor de los días se almuerzan al domador
o se meriendan a la domadora de un bocado, mordiéndole la
cabeza como quien muerde un durazno. Otro día se aplaude a
un gandul que por toda gracia tiene la de hacer puntería con
un rifle a una naranja colocada sobre la cabeza de una niña,
hasta que una noche, en el momento de ajustar el arma, le pica
al tirador un mosquito, o se le para en la punta de la nariz una
mosca, y sale la bala, y hace blanco en la frente de la infeliz
criatura, y todo concluye con enterrar a la muerta, e irse por
ahí el nuevo Guillermo Tell a lucir sus habilidades hasta que
comete otro asesinato.
¿Y qué decir de los pobres chicuelos descoyuntados para
hacer pruebas, y de los que se estrellan al caer de lo alto de
un trapecio, y de los que mueren reventados de una coz dada
por el caballo más amaestrado del circo?
Pues todo eso es mucho más inhumano, más brutal, más
inmoral que las corridas de toros; y más absurda que la muerte
de Punteret, fue la del aeronauta Baraille(46) y la de todos los
que se lanzan por los aires, y a nadie sin embargo se le ha
ocurrido hasta ahora que eso ha de prohibirse por leyes, porque
son espectáculos que están en las costumbres de los pueblos,

(46)  Sobre este episodio véase Milton Schinca, Boulevard Sarandí, “Aero-
nautas en Montevideo”, Banda Oriental, 2007, pp. 375-376.
No es para tanto, mi tío | 43

y las leyes no pueden ir contra las costumbres, porque sería


herir aficiones, contrariar gustos y cohibir expansiones que
están en la índole de las colectividades.
No habrá corridas de toros el día que nadie vaya a ellas,
porque son los pueblos mismos lo que se encargan de abolir sus
costumbres cuando estas quedan fuera del carril de su progreso.
Pero con los toros ha de suceder todo lo contrario, pues
vemos que lejos de ir en decadencia, ganan terreno todos los
días, y yo tengo por seguro que no ha de concluir el presente
siglo sin que se toree en todo lo que hay de mundo civilizado
y artístico, y me fundo para creerlo así en el innegable entu-
siasmo con que los extraños a la raza española se aficionan al
espectáculo. Hubiera toreros franceses o ingleses, y no habría
mejores circos de toros en parte ninguna que en París o Lon-
dres, pues si no ha entrado por completo el espectáculo en la
afición de aquellos pueblos, es porque tan rebeldes como son
todos para aceptar la implantación de cultos religiosos extra-
ños, lo son para admitir extrañas costumbres, cuya invasión
llega a ser como una dominación.
¡Pobre Punteret! Nunca soñarías tú que habías de preocu-
par a toda una Asamblea Legislativa, y a servir de carozo de
una ley prohibitiva de las corridas de toros.
Si en las alturas a que el cuerno de Cocinero te echó,
conservas aún tu personalidad torera, dedica un recuerdo a
los que llevaron tu nombre al augusto recinto de las leyes, y
particularizándote con mi amigo, el Doctor Don Carlos María
Ramírez, que fue quien rompió plaza en la corrida de la abo-
lición, sácate la montera(47), y con permiso del Padre Eterno,
¡dirígele al diputado mocionante tu brindis de ultra-tumba!
–¡Señor de Ramírez! ¡Brindo por Usía, y por su amable
compañía, y por toos los forasteros; vaya por don Nicolás
Granada!

(47)  Montera: gorra que lleva el torero en armonía con el traje de luces.
44 Sansón Carrasco

Y a falta de cosa mejor, que no la merece, hunde un golle-


tazo(48) por todo lo bajo en ese proyecto de ley, que debió ser
sacado por los mansos(49) desde que pisó el redondel legislativo.
¡Una ley por una cornada!
¡Cómo estarán de orgullosos los toros de Victora al saber
el alto honor que ha merecido la ganadería a que pertenecen!
Yo los veo reunidos en conciliábulo en el rodeo, muy
graves y muy orondos, pensando como las lagartijas:
¡Valemos mucho por más que digan!

La Razón Nº 2802, 25 de marzo de 1888(50).

(48)  Golletazo: estocada en la tabla del cuello del toro, que penetra en el pecho
y atraviesa los pulmones. Es una torpeza. En La Razón, por errata, dice “galletazo”.
(49)  Mansos: bueyes o mulillas que retiraban los toros muertos del redondel.
(50)  Este artículo fue reproducido en folleto [c. 1909-1911], poco antes de
que, en 1912, se clausuraran definitivamente las corridas. En ese tiempo, SC era
intendente de Montevideo. Como es poco probable que se haya difundido sin su
autorización, agrega un nuevo factor de incertidumbre a las cambiantes opiniones
del autor sobre el tema, que se manifiestan en el artículo que sigue.
¡Toros!

Roma, 25 de junio de 1899


Sr. D. Antonio Rodero.
Montevideo.
Muy señor mío:

Recibí en oportunidad la atenta carta que hace algunos


meses se sirvió usted dirigirme pidiéndome que desde estas
lejanas tierras(51) ayudase a la propaganda que en la mía se hacía
para conseguir el restablecimiento de las corridas de toros, y
hube de contestarle por aquellos días diciéndole mi opinión,
pero muy a tiempo me retrajo de mi propósito un artículo de
mi malogrado amigo Carlos María Ramírez(52), en el cual, sin
entrar en mayores argumentaciones, demostraba que no era de
la competencia del Consejo de Estado meterse en honduras
taurinas, y así lo creía yo también, porque incuestionablemente
aquella corporación de existencia anormal, no podía tener otra
misión que la de condividir las responsabilidades del Gobierno
Provisorio que la creó con el laudable propósito de hacer de
ella un fiscal de sus actos y un asesor de sus deliberaciones.
Además de esto, carecía el Consejo de Estado de toda repre-
sentación popular y de toda autoridad institucional, de modo
que su entrometimiento en cualquier cuestión que no fuese de
imprescindible necesidad resolver hubiera sido una extralimi-
tación de sus funciones.

(51)  Por esa fecha, Daniel Muñoz era embajador en Italia.


(52)  Carlos María Ramírez (1848-19 de setiembre de 1898) era amigo de
DM y había sido director de La Razón. El Gobierno Provisorio del que habla líneas
más adelante era el gobierno dictatorial de Juan Lindolfo Cuestas (10 de febrero
de 1898 a 1º de marzo de 1899).
46 Sansón Carrasco

Tan acertado me pareció el artículo de aquel ilustre escritor,


que consideré ocioso entrar en faena, pues algo entendido en
esto de toreo, consideré que aquella era una estocada puesta
muy en su lugar y que el proyecto saldría muy en breve del
redondel del Consejo, si no arrastrado por las mulillas, pues
no estaba del todo muerto, llevado por el señuelo del buen
sentido, porque a decir verdad no eran aquellos momentos los
más apropiados para lidiar semejante bicho.
¡Pero ahora ya es otra cosa! El proyecto ha sido vuelto a
presentar ante quienes tienen jurisdicción para estudiarlo y
discutirlo, y como ya ha entrado en brega, dando por cierto
mucho juego a la elocuencia de quienes lo atacan y de quienes
están al quite, cabe aquí y encaja como de molde mi contes-
tación a su amable carta, que aunque en retardo, siempre irá a
tiempo, y sobre todo que vale más tarde que nunca, quitando
así a usted motivo para que me acuse de descomedido y me
moteje de mal educado.
El haber presentado usted el proyecto acompañado del ar-
tículo que escribí en ocasión de haberse formulado el proyecto
de ley prohibitiva de las lidias de toros me evita el repetir los
argumentos que en aquel escrito aduje para combatir aquella
medida, pero insisto en que toda declamación conmiserativa en
favor de las bestias no es propia en hombres que se alimentan
de carne, que se recrean con la caza, que se deleitan en la pesca
y que se procuran la mayor parte de sus necesidades y de sus
diversiones mortificando a cuanto bicho ha criado Dios, sin
excluir a sus propios semejantes que por lo general son víctimas
de las asechanzas y persecuciones del prójimo.
Estudiado en principio, el hombre es el animal más feroz
de toda la creación. Ni el más terrible león numida, ni el más
sanguinario tigre bengalino, ni el más voraz lobo siberiano, ni
el más formidable oso de las regiones hiperbóreas, ni la más
traidora pantera de las Indias, ni la más astuta serpiente de
los bosques tropicales, ni alimaña alguna de colmillo o garra
es más terrible, más sanguinaria, más voraz, más formidable,
más traicionera, más astuta que el hombre, único viviente que
ha logrado hacerse dueño de cuanto camina sobre la tierra, de
No es para tanto, mi tío | 47

cuanto vuela por los aires, de cuanto nada por las profundidades
de las aguas, invadiendo los dominios de todos, avasallando
para su alimentación, para sus necesidades, para sus recreos
a toda la bestialidad diseminada en la redondez de la tierra.
Por lo pronto, el único animal que para su propio provecho
hace trabajar a otro es el hombre. Por no cansarse se horcaja
sobre el caballo o se hace arrastrar por él cómodamente re-
pantigado en un carruaje; por no fatigar sus fuerzas, hace que
el buey tire del arado; para su golosina(53) hace que la abeja le
fabrique la miel; para su solaz adiestra halcones y gerifaltes
para que le cacen las aves silvestres; para no padecer de frío
trasquila a la indefensa oveja; y así a cada animal le impone
un tributo, sin perjuicio de que cuando ya la pobre bestia, ani-
quilada por la fatiga y por los años, no puede prestarle servicio
alguno, sucumba a sus manos para sacar correas de su cuero
y hacer peines y botones de sus huesos.
Y toda esta prepotencia para aprovechar de los demás
animales en beneficio propio es nada en comparación de la
ferocidad que demuestra el hombre para nutrirse. El lidiar
toros, y enfurecerlos a capotazos, y mortificarlos con las
puyas, y acribillarlos con las banderillas, es una bobería en
comparación con toda la refinada maldad que implica el criar
un pollo, cebarlo premeditadamente con granos y hierbas
que hagan sabrosa y perfumada su carne, tantearlo cada día
para ver si ha alcanzado ya el deseado engorde y retorcerle
finalmente el gañote para asarlo y engullirlo. ¡Y hablamos
después de la ferocidad de los leones y de los tigres! Pobres
animalitos condenados a andar por los bosques muchos días,
semanas enteras, en ayunas, buscando a salto de mata una
presa cualquiera, gorda o flaca, grande o chica, lo que caiga,
para saciar su apetito; y si por acaso, urgidos por el hambre, se
acercan a poblado y asaltan un redil para comerse una oveja,
ponen todos los vecinos el grito en el cielo, se engavillan en
hueste armada, reclutan toda la perrada de los contornos, piden
el auxilio de la autoridad, y salen a caza de la miseranda fiera

(53)  Golosina: en este caso, “deseo o apetito de una cosa”. (DRAE)


48 Sansón Carrasco

y la persiguen hasta darle muerte por el horrible delito de ha-


ber despanzurrado una oveja, mientras ellos, los vengadores,
festejan el exterminio de la bestia carnicera carneando a su
vez los más gordos corderos, los más suculentos lechones,
orgullosos de su hazaña!
¡El egoísmo humano! Para entretener a su hijo, chicuelo
de ocho años, le leía la madre algunas fábulas, explicándole
la moraleja, y entre ellas la muy conocida del corderillo que
desoyendo los consejos de la oveja se fue apartando del rebaño,
y tanto se alejó, que un lobo que estaba en acecho lo asaltó y
se lo devoró antes de que el pastor pudiese llegar en su auxilio.
Y para sacar provecho de la enseñanza, decía la solícita mamá
al chicuelo que atentamente la escuchaba: “¿Ves, hijo mío? Si
el corderito no hubiera desobedecido los consejos de la madre,
no se lo hubiera comido el lobo”. “Es verdad”, repuso el niño
después de un momento, y agregó repentinamente: “Qué lás-
tima!; ¡nos lo hubiéramos comido nosotros!”. ¡Si sospecharía
el autor de la fábula que un chicuelo, en su inocencia ajena
a toda hipocresía, había de deducir la verdadera moraleja del
cuento del corderillo y el lobo, poniendo en evidencia el refi-
namiento del egoísmo humano que legitima para sí lo mismo
que condena en los demás!
Mortificar a un toro para encontrar solaz en su enfureci-
miento no es por cierto obra piadosa, pero ¿lo es por acaso
castrarlo para comer su carne más tierna y sin tufo? Si pu-
dieran los toros entender lo que se les dice y manifestar su
opinión, yo pediría que se convocase a todos los que pastan
en los campos de la República y una vez reunidos en un gran
rodeo se les propusiese el siguiente dilema: ¿Qué prefieren
ustedes? ¿Seguir siendo toros, a riesgo de que muchos de
ustedes sean llevados al redondel de una plaza y durante un
cuarto de hora los pinchen, los acosen, los mortifiquen de
todas maneras hasta caer estoqueados por un diestro entre
músicas y aplausos, o dejar de ser toros para ir la mayor parte
de ustedes a morir a manos de un desnucador en el brete de
un saladero?... Me parece estar ya oyendo un mugido for-
midable, ensordecedor, el voto unánime de todos los toros
No es para tanto, mi tío | 49

a favor de la primera propuesta, la de seguir siendo toros a


riesgo de cualquier evento.
¿Qué animal de la creación, fuera del hombre, tiene la
perversidad de mutilar a otro como hace el hombre con el toro,
con el carnero, para comérselo más a su sabor? ¿Qué fiera, la
más maligna, es capaz de hacer lo que hace el hombre con el
ganso, que por la sola glotonería de comerle los hígados tiernos
lo enceguece, lo encierra en una jaula en que apenas puede
moverse, lo priva del sueño, lo hurgonea, lo hace pasar sed y
hambre, hasta que la tristeza enferma al pobre animalito y se
le hipertrofia el órgano codiciado? Y esa monstruosidad, esa
infamia, es tolerada por las autoridades, está patentada por las
leyes, es fomentada por las sociedades más civilizadas que se
deleitan y se chupan los dedos saboreando la pasta trufada
de hígados de ganso, que constituye una de las más ricas in-
dustrias de Estrasburgo y de muchas ciudades de Francia, de
Bélgica, de Italia.
En los tres años que llevo de estadía en Roma he presen-
ciado, durante los cuatro meses de la estación fría, la caza al
zorro, diversión en la que toman parte las más encumbradas
clases sociales y que consiste en reunirse en un punto cualquie-
ra de la despoblada campaña romana unos cincuenta o sesenta
jinetes y amazonas, vestidos con levitas y casaquillas de paño
rojo, y llevando por delante una traílla de treinta o cuarenta
perros echan a andar hasta que los canes dan con la pista de
un zorro y entonces se lanzan todos en carrera desenfrenada,
salvan fosos, saltan cercos, arrasan los sembrados que en el
trayecto encuentran, y siguen durante una, dos, tres horas al
pobre zorro que huye como llevado de mil demonios tratando
de distanciarse de sus perseguidores, azorado por el ladrido
de los perros que ya le husmean los zancajos, aturdido por el
vocerío de los azuzadores, que estimulan el ardor de la jauría,
hasta que por fin, rendido de fuerzas, exhausto de alientos, se
revuelve para dar siquiera un mordisco al perro que más de cer-
ca lo acosa, pero antes de que pueda satisfacer aquella suprema
venganza ya anda la infeliz bestia por el aire, disputada por los
canes que la descuartizan a tarascones, y a poco no quedarían
50 Sansón Carrasco

ni restos de aquella piltrafa sangrienta a no llegar el director


de la batida que dispersando a latigazos la enfurecida traílla
se posesiona de la presa y separando la cola y la cabeza las
distribuye entre los dos jinetes que más de cerca han seguido
la persecución, y poco a poco van llegando al teatro de la vic-
toria los demás caballeros y amazonas retrasados, aparte de
los que han quedado fuera de combate, quien con una pierna
quebrada, quien con un brazo dislocado, quien con la cabeza
rota, quien solamente desmontado mientras el noble caballo
que lo llevaba yace moribundo junto al muro o a la estacada
que no logró salvar en el salto.
No faltará quien alegue que el matar un zorro es más prove-
choso que matar un toro, aunque para conseguirlo se inutilicen
caballos de gran precio y se estropeen jinetes de alta alcurnia,
porque al fin y al cabo el zorro es un animal dañino, aunque
creo que los pobres zorros romanos no se regalan con patos
y gallinas, como que no los hay en esta desierta campiña en
la que no se ven más vestigios de la obra de los hombres que
las ruinas de los sepulcros y monumentos de la Via Apia y los
fragmentos de los célebres acueductos que acusan la artística e
inteligente laboriosidad de los súbditos de los Césares. Acepto
pues que sea lícita la caza del zorro a título del daño que pueda
causar al hombre comiéndole alguna de las aves que él cría
para su nutrición o para su comercio, pero, vamos a ver ¿qué
daño hace el ciervo? Pues este año, se alternó con la caza al
zorro, la caza al ciervo, y no ciervos salvajes cuyo exterminio
podría interesar a alguno, sino ciervos criados expresamente
en parques cerrados, como animales de lujo, alimentándolos
bien para que tengan resistencia, adiestrándolos en la carrera
y en el salto para que sean más ágiles, preparándolos con toda
premeditación para que den mayor juego a los perros y a los
caballeros que reunidos en el punto de cita esperan a que se dé
suelta al destinado al sacrificio, y apenas el hermoso animal
se echa al campo, empieza la batida, una persecución tenaz y
sin cuartel, al son de las trompas de los ojeadores que estraté-
gicamente apostados van anunciando la dirección que toma la
res saliéndole al paso cuando intenta ganar la espesura de los
No es para tanto, mi tío | 51

bosques o las escarpas de los cerros para que siga corriendo


en la planicie seguido de los lebreles que gradualmente le van
ganando terreno, y al oír ya muy cerca los ladridos se deses-
pera por alejarse, en vez de correr huye a saltos creyendo así
interponer mayor distancia, pero aquel esfuerzo es su ruina y
a poco más andar los perros lo cercan, lo atacan a dentelladas
y el pobre ciervo cae rendido, mientras los perseguidores
festejan la hazaña con el habalí de la victoria en que nada han
arriesgado sino algún porrazo y la inutilización de uno o más
caballos que han quedado despaturrados(54) en el trayecto.
Y yo pregunto ¿no es mayor el sufrimiento del zorro o del
ciervo en su larga persecución durante horas enteras, huyendo
en alas del pavor ante un enemigo contra el cual ni intenta de-
fenderse, que el sufrimiento del toro que nada siente en el ardor
de la lucha ni en el paroxismo de su ferocidad excitada? ¿No es
mayor crueldad estropear o hacer que se mate un caballo joven,
vigoroso, sano de remos, lleno de vida, en una persecución es-
téril de todo provecho y de toda gloria, que hacer despanzurrar
por un toro un jamelgo viejo, arruinado por las fatigas, lleno de
lacras y de mañas, inservible ya para todo trabajo útil? Porque
de todas maneras, si no es el cuerno del toro el que da fin y
remate a la vida del pobre animal inutilizado por los años, es
el cuchillo del carnicero el que le destina la misma suerte para
aprovechar del cuero y dar la carne a los perros o a los cerdos…
cuando no la condimenta y adereza para hacer con ella embu-
tidos vendiéndola a su incauto prójimo en forma de chorizos y
longanizas. Y eso, porque en nuestro país no tenemos un jardín
de fieras, que de tenerlo, esos mismos caballos tan llorados
porque los destripa un toro, serían sacrificados para regalo
de los leones, tigres, panteras, hienas y lobos que el hombre
civilizado tiene en cautiverio para su solaz disimulado bajo el
pretexto de que sirven para instrucción, como si no fuera más
instructivo para el conocimiento de su estructura tenerlos en
esqueleto, y para el conocimiento de su forma y pelaje tenerlos
embalsamados; sin contar con que hay también quienes tienen

(54)  Despaturrado: despachurrado, estropeado.


52 Sansón Carrasco

fieras enjauladas para su propio lucro, a las que mortifican con


hierros candentes y látigos armados de púas para enseñarlos a
que diviertan con sus saltos y habilidades a los espectadores,
para los cuales es también una fiesta la hora de dar de comer a
aquellas fieras hambrientas que echan vorazmente la zarpa al
cuarto de caballo o de carnero todavía palpitante que le arrojan
a través de los barrotes de la jaula. ¡Pero el mayor atractivo
es el ver a la serpiente boa engullirse una paloma o un conejo
vivos! ¡Se paga entrada doble para presenciar ese edificante
espectáculo! Y ni hay ley que lo prohíba, ni seres piadosos
que protesten contra semejante crueldad inútil, que no puede
tener más atractivo que el de azuzar la natural perversidad
humana, que más se deleita cuanto mayor es la maldad que a
su curiosidad se ofrece.
Todas estas demostraciones que son de una evidencia
incontestable vienen a probar que la conmiseración por los
sufrimientos de los toros y caballos en las lides taurinas tie-
ne más de hipocresía que de sinceridad, pues a otras bestias
hace sufrir el hombre mucho más para satisfacer su gula o su
divertimiento sin que por ello se preocupen gobernantes ni
parlamentos. El mismo buey, que tanto sirve al hombre, es más
mortificado durante su laboriosa vida por la picana de quien lo
guía que el toro durante la media hora que dura su lidia. Bajo
ese punto de vista, pues, no hay nada que argumentar contra
los toros. Si ante la ley natural el hombre tiene derecho de
matarlos para su alimentación, que es la salud del cuerpo, tiene
también derecho de hacerlos lidiar para su entretenimiento,
que es la salud del espíritu.
Pero es que las corridas de toros, objetan otros, estimulan
el desenfreno de las muchedumbres, hacen revivir todos los
malos instintos adormentados(55) por la educación y dan motivo
a escándalos y reyertas, incitando al público a cometer toda
clase de excesos cuando el espectáculo deja algo que desear
por falta de destreza e intrepidez en los lidiadores o falta de
bravura en los toros, acabando muchas veces por destrozar los

(55)  Adormentado: adormecido.


No es para tanto, mi tío | 53

palcos y estropear las sillas y hasta por dar fuego a la plaza.


Todo lo cual es muy cierto y muy censurable, y sería por sí solo
motivo más que suficiente para no permitir un espectáculo que
tales escándalos provoca si no fuera que las muchedumbres no
necesitan del incitante de los toros para cometer semejantes y
aun peores fechorías, como lo estamos viendo todos los días
en ciudades donde nunca se han lidiado bichos con cuernos
ni sin ellos.
Las muchedumbres de todos los países son por lo general
inclinadas a la destrucción cuando quieren manifestar su des-
contento, lo cual demuestra que la educación no es bastante a
sofrenar los malos instintos. Siquiera el daño que se hace en las
plazas de toros destruyendo palcos y rompiendo sillas puede
tener como atenuante el propósito de perjudicar al empresario
de la fiesta, directamente responsable del éxito del espectáculo,
pues de su voluntad depende contratar buenos lidiadores y
comprar toros de ganaderías afamadas.
Pero ¿qué culpa tienen las vidrieras de las tiendas y los
faroles del público alumbrado, de las opiniones políticas o
sociales que profesen los que se echan a las calles en son de
manifestantes? Yo recuerdo que hace algunos años anunció un
aeronauta una ascensión en globo. Llegado el día y la hora del
acontecimiento, se reunió gran muchedumbre, para presenciar
la arriesgada empresa, pero sea que la montgolfiera(56) era de-
fectuosa, sea que no supieran inflarla, sea que el protagonista
tuviese sus recelos de llevar un soberano porrazo, el hecho fue
que pasó una hora, pasaron dos, y el globo no subía, con lo que
empezó a inquietarse el gentío, y a manifestar su malhumor,
primeramente con silbidos, después a grito herido denostando
con términos soeces al aeronauta, y por fin se dispersó arrasan-
do a su paso los árboles plantados en las calles para sombrear
las aceras y rompiendo los vidrios de los faroles, ¡vengando
así en su propia hacienda, pues todo lo que es municipal es

(56)  Los hermanos Joseph y Étienne Montgolfier, industriales franceses,


fueron los inventores de los primeros globos aerostáticos (1783), de ahí el nombre
con que se los conoció.
54 Sansón Carrasco

de propiedad del pueblo, el desencanto de no haber visto un


globo volando por los aires!(57)
Ya me parece estar oyendo quien, de este ejemplo que he
citado, deduce la consecuencia de que tales excesos y violen-
cias eran precisamente el fruto recogido en la escuela de la
plaza de toros de Montevideo, que fue la ciudad en que ocurrió
la historia del globo; pero al tal que así argumente le replicaré
que no hace aún cuatro días, en París, donde no se lidian toros,
un fulano tuvo la mala ocurrencia de hablar del Presidente de
la República, en un café, en términos irrespetuosos, y todo fue
oírlo algunos concurrentes que allí estaban, e írsele al pelo,
quien apostrofándole de mala manera, quien pegándole por
donde caía, y una vez enardecidos en la brega, ya no fue el
solo indiscreto hablador quien pagó el pato, sino también el
pobre cafetero, que en un santiamén vio volar sus botellas, sus
copas, sus tazas, sus platos; y no paró en esto la refriega, pues
a poco fueron llegando atraídos por el ruido otros grupos de
gente, y al ver que se trataba de romper, sin preguntar por qué
ni contra quién, pusieron mano a la obra vandálica empren-
diéndola a palos y botellazos contra las vidrieras, contra los
espejos, contra los candelabros y arañas, y cuando ya todo lo
que era de quebradizo cristal quedó maltrecho y descalabrado,
entraron de tanda las losas de mármol de las mesas, las sillas,
las cortinas; y pronto habría concluido aquello en un finimundo
a no haber acudido la gendarmería haciendo entrar en juicio
a la turba abarrabasada que pretendía arrasar y pegar fuego a
todas las pertenencias del pobre cafetero, ¡cuyo único delito
consistía en ser dueño del local en que un malavisado ciuda-
dano cometió la torpeza de expresarse descomedidamente
respecto del Presidente de la República!
Y cuando no es por esa causa, es por cualquier otra: los
cristianos contra los judíos, los musulmanes contra los cris-
tianos, los obreros contra los patrones, los pobres contra los
ricos, los contribuyentes contra los impuestos; pero siempre,
cualquiera sea la causa de la asonada, son los vidrios, los fa-

(57)  El episodio sucedió el 25 de agosto de 1886.


No es para tanto, mi tío | 55

roles, los árboles de la calle las víctimas expiatorias de ajenas


culpas, porque las muchedumbres son así: se bestializan apenas
se enardecen por cualquier pretexto. ¿Quiere usted apostar algo
a que si se restablecen en Montevideo las corridas de toros la
muchedumbre adversa al espectáculo va a la Unión a romper
las sillas, a quemar los palcos y a no dejar si es posible títere
con cabeza… para evitar que rompan, y quemen y destrocen
los aficionados a la tauromaquia? Pues si acepta usted la
apuesta, puede usted desde luego echar mano a la faltriquera
para pagarme, porque doy por ganado el envite.
¿Encuentra usted, señor Rodero, que en todo lo que dejo
escrito he dicho algo?
¿Le parece a usted que he estado feliz en los ejemplos y
comparaciones, lógico en la demostración, vigoroso en los
argumentos, templado y medido en los términos sin daño de
la necesaria energía para sustentar la tesis? ¿Pues si así lo ha
encontrado usted y así le ha parecido, cáigase ahora de espaldas
ante la siguiente declaración que con entera sinceridad le hago:
si de mi sola voluntad pendiese y sobre mi sola responsabilidad
pesase la restauración de las corridas de toros en mi país, ¡yo
resolvería su petitorio negativamente!
Y si me preguntase usted por qué yo le contestaría con
la más desrazonada y al mismo tiempo la más contundente
de todas las razones. ¡Porque no! Porque no se decretan las
costumbres, ni se legislan las tradiciones, ni se improvisan
las aficiones, ni se puede ir atrás en la marcha ordenada de
las sociedades.
Tal vez cuando se prohibieron las corridas de toros en
Montevideo no hubo motivo para hacerlo ni hubo tampoco con-
veniencia en ello porque al espectáculo había ligados muchos
intereses que no era justo ni útil herir; pero los perjudicados
de entonces han ya remediado su daño; toda aquella gente
que trabajaba solo los domingos con la ambición de ganar lo
necesario para holgazanear durante todo el resto de la semana
ha encontrado ya más sosegada y provechosa ocupación; los
toros bravos ya no existen en nuestro país y para procurarlos
habría que enviar por ellos a Europa empleando capitales que
56 Sansón Carrasco

redituarían mucho más convenientemente aplicados a la ad-


quisición de animales finos para mestizar y mejorar nuestros
ganados, de manera que por ese lado de los intereses materiales
no hay nada positivo que alegar.
No vaya usted a caer en la debilidad de prestar oídos a la
sugestión de algún tinterillo que le aconseje poner en cotejo
lo que antes dije con lo que ahora opino, primeramente por-
que eso sería una vulgaridad y una inepcia una vez que soy
yo mismo quien reconoce la discordancia entre lo de antaño
y lo de hogaño; y en segundo lugar porque ha de saber usted
que no me hace mella el verme cogido en un renuncio pues
no me jacto de ser mula empacadiza que allí donde se planta
se empecina sin ceder a dulzuras ni a violencias, sino que me
enorgullezco de ser un hombre encauzado en las corrientes de
la civilización, y la civilización no es otra cosa que la resultante
de la progresiva evolución de las ideas.
Es al empuje de esa continua evolución que han caído
muchas tradiciones, muchas costumbres, muchas preocupa-
ciones abriendo paso al progreso humano que solo hace y
solo innova aquello que tiende al bienestar de las sociedades
y a la perfectibilidad de las instituciones. Y pensando yo así,
señor Rodero, ya comprenderá que la lógica me obliga y me
fuerza a no contribuir con mi opinión, por pobre que ella sea,
a prestigiar el restablecimiento de las corridas de toros que
a ninguna conveniencia pública responden, sino a servir de
solaz a los aficionados, entre los cuales me cuento, y tan me
cuento, que si otros cargan con la responsabilidad de derogar
la ley prohibitiva del espectáculo, ya me verá usted cuando
regrese a mi país, en camino a la Unión todos los domingos.
Porque, ¡eso sí!, yo reconozco que las corridas de toros
no representan un progreso ni contribuyen a la morigeración
de las costumbres, pero reconozco también que ofrecen uno
de los pocos espectáculos realmente artísticos, con aquellos
vistosos trajes de los lidiadores, con la gracia de aquellos
galleos(58) y recortes, con los fieros ímpetus de la fiera altiva,

(58)  Galleo: Quiebro que, ayudado con la capa, hace el torero ante el toro.
Recorte: Finta para evitar ser alcanzado por el toro.
No es para tanto, mi tío | 57

con aquel abigarrado colorido de los capotes, con aquella gran


luz de las tardes del estío que todo lo alegra y vivifica, con
aquellas emocionantes situaciones que a cada suerte se ofrecen
variadamente atrayendo la vista y despertando las ansiedades
del espectador…
¡Qué curiosas alternativas en esta carta! ¡Qué luchas entre
las reflexiones del espíritu y las espontaneidades del instinto!
Debí haber concluido allí donde la sinceridad de mi conciencia
me dictó la negativa al restablecimiento de las corridas, pero
no quise dejarlo bajo la mala impresión de haber encontrado in
cauda venenum, y por eso preferí dar suelta a los entusiasmos
de mi afición para que saborease usted dulcis in fundo.
Con lo que quedo de usted atento y
S.S.
Daniel Muñoz(59).
La Razón-25 de julio de 1899

(59)  Antonio Rodero, nativo de Andalucía, llegó a la Plaza de Toros de la


Unión con el humilde oficio de “monosabio” (“Mozo que ayuda al picador en la
plaza”, DRAE). Era el peón que iba detrás del caballo del picador con una vara en
la mano y que debía auxiliarlo pero sin tocar al toro. De ahí se lo conoció como
“Félix, el monosabio”. (Su nieto supone que el “Félix” fue error o invento de algún
cronista). “Escaló posiciones hasta ser director de las temporadas taurinas más
exitosas. Su crédito era considerable. Sus pedidos a ganaderos y toreros eran famosos
en España”. (Gori Muñoz, Toros y toreros en el Río de la Plata, Schapire ed., Buenos
Aires, 1970, p. 129). Sansón Carrasco lo presenta en una regocijante página de su
artículo “Antes del combate”, en Crónicas de un fin de siglo por el montevideano
Sansón Carrasco, Banda Oriental, 2006, pp. 93 ss. Agradecemos la ubicación de
este texto al Sr. Ernesto Daragnés Rodero, nieto del destinatario.
Las fiestas del Palio
en Siena

La ciudad de Siena, la antiquísima Sena Vetus, de origen


etrusco, la rival fuerte y temida de Florencia durante las largas
guerras entre güelfos y gibelinos, la vencedora en la titánica
batalla de Monteaperto, en que corrió la sangre hasta enroje-
cer las tumultuosas aguas del Arbia, patria de los Tolomei, de
Santa Catalina, de pintores y escultores ilustres, es sin duda,
entre las cien ciudades de Italia, la que conserva más intacta y
más pura la tradición de la antigua grandeza perpetuada en sus
espléndidos palacios señoriales, en sus artísticos templos, en
sus monumentos históricos, presidida toda esa magnificencia
arquitectónica por la altísima Torre de Mangia, imponente en
la gran pureza de sus líneas, en la severidad de su fábrica, toda
de ladrillos, en cuya cima se encastran los soportes de granito
en que se apoya el balcón almenado que la circunda y el cam-
panario que la corona. Alta de más de cien metros, la Torre del
Mangia domina la famosa Piazza del Campo, centro de todas
las agitaciones y de las fiestas públicas sienesas, empinándose
por sobre los palacios que abren sus ventanas ojivales a la
gran plaza, trazada en forma de concha marina, dibujadas las
estrías con radios de granito blanco que se destacan sobre el
enladrillado del suelo, reuniéndose como varillas de un gran
abanico abierto frente al portón del Palacio de la Señoría, hoy
Palacio Comunal, soberbio edificio gótico, con alto piso de
piedra hasta el primer orden de ventanas, y el resto todo de
ladrillo oscuro, festonado de almenas, solemne y majestuoso
en su sobriedad arquitectónica, teniendo por atalaya la altísima
torre apoyada a su derecho flanco.
Y otra torre altísima también se eleva por encima de los
edificios que cierran el costado izquierdo del Campo, la torre
No es para tanto, mi tío | 59

de la catedral, que como la mayor parte de los campanili de


las catedrales de la Edad Media, no surge del mismo edificio,
sino que está construida separadamente, como el de Venecia,
como el de Pisa, como el de Florencia. Esta de Siena es toda
de mármol, a fajas horizontales blancas y negras, copiando
los colores del escudo de la ciudad, simplemente dividido en
dos campos, blanco el superior y el inferior negro, sin otra
insignia ni atributo, como símbolo de la majestad soberbia de
su grandeza que desdeña toda alegoría o emblema y prescinde
del atractivo de los colores llamativos.
Blanca y negra era también la bandera de Siena, y esos dos
colores campean en todos sus monumentos, principalmente
en el Duomo, en esa espléndida catedral toda revestida de
mármol tanto en el exterior como en el interno(60), alternados
ambos colores a rayas horizontales, y esa sencillez de deco-
ración da al vasto templo un carácter imponente y sugestivo
del sentimiento místico.
La fachada tricúspide es una maravilla de arte, aunque
la profusión ornamental desentona un tanto con la sobriedad
decorativa del interior, pero con todo es hermosísima en su
conjunto grandioso y en sus detalles, desde las dos columnas
que sostienen el arco romano de la puerta central, floreadas
de altos relieves, hasta las pilastras, tabernáculos, minaretes y
panículos que dan realce y esbeltez a toda aquella fábrica de
mármol, obra de diversos artistas, cada uno de los cuales dejó
en ella el sello de su inspiración y de su época.
Pero ese mismo hibridismo arquitectónico de la fachada
hace resaltar más aun la pureza de estilo del interior de la ca-
tedral, tan majestuoso, tan severo, que impone un sentimiento
de respeto aun al más espléndido, y aun cuando no fuera de
precepto el descubrirse al entrar a un templo de cualquiera
religión que sea, nadie osaría entrar en el Duomo de Siena sin
hacer espontáneamente aquella demostración de acatamiento
y reverencia, si no en honor del Dios que allí se adora, en ho-

(60)  Interno: interior. Es más usual la forma “en lo interno”, aunque hoy
pulula, sobre todo entre periodistas, sociólogos y cientistas sociales, el barbarismo
“al interior”.
60 Sansón Carrasco

menaje al menos a los hombres que concibieron y realizaron


tanta grandeza inspirados sin duda en un ideal que ha muerto
para las presentes generaciones.
Era la mañana del 15 de agosto, día de la Asunción, la
virgen patrona de Siena, en cuyo honor se celebran todos los
años grandes festejos religiosos y populares. El altar mayor
de la catedral resplandecía con centenares de cirios, cuyas
luces no eran bastantes a dominar la del sol que se entraba
por las grandes ventanas ojivales transparentando los cristales
historiados con pasajes bíblicos e inundando todo el templo
de una gran claridad que ponía de relieve todas las riquezas
atesoradas en aquel grandioso recinto, imposible de detallar,
porque el solo púlpito exigiría todo un volumen para describir
sus minuciosidades artísticas, la variedad y rareza de sus már-
moles y alabastros, la graciosa esbeltez de las columnas que lo
sostienen, la delicada florescencia de chapiteles, la corrección
de los bajo-relieves que presentan los principales pasajes de la
vida del Nazareno, y otros muchos detalles que hacen de ese
púlpito una joya bastante a inmortalizar a su autor, Nicolás
Peruzzi, que vivió en los albores del Renacimiento, haciendo
resucitar en sus manos el cincel griego.
Para aquella solemnidad de la Asunción estaba la nave
principal de la Catedral adornada con las banderas de los diez y
siete barrios de Siena, las famosas contrade que desde el 1605
se disputan año tras año el Palio en las carreras que se corren
en la Plaza del Campo, fiesta tradicional que despierta siempre
entusiasmo y rivalidades. Cada contrada tiene sus colores que
combinan en sus banderas y pendones con variados dibujos,
y en aquel día las colocan en las columnas de la Catedral para
que reciban la bendición del prelado. Ensartadas en lanzas y
alabardas artísticas, cuelgan las banderas sostenidas por brazos
de hierro empotrados en el mármol, dando al templo vistosa
decoración con todas aquellas sedas de vivos colores, y en tor-
no de cada una de aquellas enseñas se agitaban sus partidarios,
vaticinándola como vencedora del Palio, un estandarte con
que el municipio premia a la contrada que gana la carrera. La
ceremonia tenía más de teatral que de religiosa. La música, falta
No es para tanto, mi tío | 61

de misticismo, rayaba en dramática y pasional, reminiscente


de diversas óperas, a veces con sonoridades de fanfarria. Un
momento, en el Salutaris, se oyeron algunos compases de clá-
sica inspiración sagrada, pero fue solo un revuelo para volver
a caer en la melodía mundana con rebuscado acompañamiento
orquestal que más que a despertar el sentimiento parecía in-
tencionado a provocar el aplauso. El ideal místico estaba en
el ambiente del templo, en su sencilla decoración marmórea,
que en el conjunto absorbe todos los detalles, imponiéndose
como sello característico de su arquitectura, reunidas las es-
beltas columnas en haces sobre cuyos chapiteles se apoyan
las nervadas bóvedas ojivales consteladas de astros de oro.
Por sobre los arquitrabes asoman las cabezas esculpidas de
cien pontífices mitrados, cada una con diversa expresión, tan
animada, que tal parecen espectadores que contemplan desde
aquella alta balconada la magnificencia del santuario.
Aquella ceremonia religiosa era solo el preludio de la gran
fiesta en la Plaza del Campo que debía celebrarse al siguiente
día con toda pompa, la carrera del Palio, que se corre sin em-
bargo por vía de ensayo durante tres días anteriores, mañana y
tarde, en presencia de toda Siena y de los miles de forasteros
que de todas partes de Italia y aun del extranjero se congregan
en la vetusta ciudad para estas famosas fiestas de la virgen de
la Asunción, universalmente renombradas, por ser tal vez las
únicas que perpetúan una tradición de casi tres siglos sucesi-
vos, sin que las nuevas costumbres hayan podido innovarla,
repitiéndose año tras año las mismas ceremonias, con iguales
trajes, con idénticos entusiasmos, reviviendo por una semana
el siglo XVII que se impone con sus usos y sus vestimentas
aún en las postrimerías del nuestro, y tan de verdad resucita
el remoto pasado, que los espectadores aparecen todos como
advenedizos en una época que no es la suya, desentonando por
sus trajes, por sus modales, por su habla en aquel ambiente
purísimo de la vieja Toscana de que es inmarcesible insignia
la Torre del Mangia, cuya larguísima sombra traza durante el
día como el rayo de un compás el semicírculo de la edificación
que cierra el costado norte del recinto.
62 Sansón Carrasco

Diez y siete son los barrios o contrade en que está dividida


la ciudad de Siena: Contrada dell´ Aquila, bandera de campo
amarillo con fajas y dibujos celestes y negras y en el centro un
águila bicápite; Contrada del Bruco, bandera amarilla, verde
y azul, llevando por emblema una oruga que se arrastra sobre
una rama; Contrada della Chioccola, bandera roja amarilla y
azul, teniendo por emblema un caracol; Contrada della Civetta,
bandera blanca con dibujos negros y rojos, en el centro una
lechuza; Contrada del Drago, bandera verde, roja y amarilla,
en que campea un dragón negro, la lengua, las garras y la sagita
caudal rojas; Contrada della Giraffa, bandera blanca y roja, en
un ángulo una jirafa; Contrada dell´ Istrice, bandera carmín,
blanca, celeste y negra, llevando en el centro un puercoespín;
Contrada della Lupa, reproduce en su bandera los colores de
Siena, blanco y negro, y el emblema de la misma ciudad cuando
dependía de Roma: la loba que amamanta a Rómulo y Remo,
emblema que aún actualmente ostentan todos los monumentos
públicos de Siena; Contrada del Montone, bandera blanca,
roja y amarilla, en un ángulo un carnero blanco; Contrada
del Nicchio, bandera de campo azul a listas amarillas y rojas
y en el centro una concha marina sujeta entre las ramas de un
coral arborescente. Contrada dell´ Oca, bandera verde, blanca
y roja, los mismos colores de la actual bandera de Italia, cir-
cunstancia que dio a esta contrada gran popularidad en la época
del resurgimiento y que daba motivo a los patriotas para vivar
y aclamar los colores nacionales aun durante la dominación
austriaca; en el centro lleva la bandera por emblema un ganso.
Contrada dell´ Onda, saludada con gran entusiasmo por los
argentinos y orientales que presenciaban el desfile, por ser
los colores de su bandera el celeste y el blanco, llevando en
el centro un delfín que nada sobre las ondas; Contrada della
Pantera, bandera roja, blanca y celeste, con una pantera pintada
en campo blanco; Contrada della Selva, bandera blanca, verde
y anaranjada con un roble en el centro; Contrada della Tarcuta,
bandera amarilla y celeste, campeando en ella una tortuga;
Contrada della Torre, bandera carmesí, blanca y azul, en el
centro un elefante que lleva sobre el lomo una torre; Contrada
No es para tanto, mi tío | 63

dell´ Unicorno, bandera de campo blanco a listas color oro y


celestes, llevando por emblema un leocorno.
De estas diez y siete contrade solo diez corren el palio,
siete de las cuales son las que [no] quedaron eliminadas en la
carrera anterior y las tres restantes son sacadas a la suerte. En
los comienzos de la institución de esta fiesta corrían todas las
contrade, pero es tan estrecha la pista, tan bruscos sus recodos,
uno de los cuales forma un ángulo agudo, que fue necesario
reducir el número de los corredores, y desde hace casi dos
siglos corren solo diez caballos, aunque todas las contrade
toman parte en el lucido cortejo que desfila por la pista antes de
la carrera, siendo esta la parte más interesante de la fiesta, por
los juegos que los portaestandartes hacen con las banderas, por
el lucimiento de los trajes en que están combinados los colores
de cada barrio, por el señorío de aquella marcha acompasada
al son de largas cornetas y trompas embanderadas que tocan
un aire antiguo lleno de marcialidad.
Paso por alto todos los incidentes precursores de la fiesta,
los ensayos de mañana y tarde, los vaticinios, y las disputas de
la muchedumbre que pulula en la plaza y por las calles, pero
citaré un detalle que explica en gran parte por qué no se han
introducido en esta carrera los caballos de pura sangre ni si-
quiera los mestizos, lo que hubiera indudablemente adulterado
la fiesta y prostituido su tradición convirtiéndola en uno de los
modernos concursos hípicos de Longchamps o de Ascott. Y
el detalle es el siguiente; ninguna contrada corre con caballo
propio. Cada una presenta el suyo, y elegidos entre los diez y
siete los diez más aptos para la carrera, se tiran a la suerte, en
presencia de las autoridades municipales, que conservan desde
su institución el patronato del Palio, presidiendo y dirigiendo la
fiesta desde sus primeros preparativos. Los caballos han de ser
todos nacidos en la provincia, provenientes de padres de origen
también sienés, que son por lo general pequeños y delgados,
muy ágiles y muy vivaces. Adjudicados así los caballos a la
suerte, cada contrada se lleva el que le ha tocado y lo cuida con
todo esmero, velando hasta su sueño, para evitar que alguno
64 Sansón Carrasco

de los partidarios de los barrios rivales trate de dañar al bruto


destinado a sostener los colores de la bandera.
Es ya la tarde del 16 de agosto, día en que se ha de co-
rrer el Palio. Desde la una en adelante se oye el rumor de los
tambores de cada contrada que convocan a sus adeptos y
empiezan a formarse las comparsas, cada una de las cuales
la componen un capitán, dos alféreces, cuatro escuderos, seis
pajes, dos porta-banderas, el corredor y un palafrenero que
lleva el caballo. Cada comparsa recorre las calles de su barrio
deteniéndose ante las casas de los señores protectores de la
contrada, bajo cuyos balcones hacen evoluciones y juegos
habilísimos con las vistosas banderas de seda hasta arrojarlas
por el aire a grande altura cogiéndolas al caer por el mango
con gran destreza. Y una vez hechas estas demostraciones de
cortesía, se pone la comparsa en marcha hacia la iglesia de su
parroquia, pues cada contrada tiene la propia y entra solem-
nemente en ella llevando el caballo que ha de correr, al cual
conduce el palafrenero hasta las mismas gradas del altar mayor,
donde lo espera el párroco lujosamente revestido y acompa-
ñado de acólitos. La iglesia se llena con todos los habitantes
del barrio que acompañan a su caballo en aquella ceremonia,
y todos se afanan en acariciarlo, pues el noble bruto arisquea
y se encabrita al encontrarse en aquel recinto y en medio de
gentes tan extrañamente vestidas, y sube de punto su espanto
cuando ve que se le acerca el párroco rezándole unos latines
y lo asperjea con el hisopo, bendiciéndolo en nombre de la
Madonna o del Santo protector de la parroquia.
Apenas echada la bendición al caballo, prorrumpe la
multitud en aclamaciones y vítores, dándolo ya por vence-
dor, después de aquella sacra unción, trepándose los que han
quedado detrás sobre los altares, para ver al campeón de su
bandera bendecido, y en el mismo orden en que entró, vuelve
a desfilar por la nave central el cortejo, seguido del caballo
todo empenachado con plumas de los colores de la contrada
y cubierto con un rico mandil de seda, en cuyos ángulos cam-
pea el emblema regional. Solo quedan en la iglesia las viejas
comadres del barrio rogando a la virgen de su devoción por
No es para tanto, mi tío | 65

el triunfo de la contrada, mientras la comparsa, al compás de


sus tambores y haciendo flamear sus hermosas banderas, se
dirige a la plaza de San Agustín, donde han de reunirse todas,
para de allí entrar en procesión a la plaza del Campo en que
se ha de correr la carrera.
Mientras se organiza el gran cortejo y se espera a las auto-
ridades municipales que dirigen la fiesta, los magnates de cada
contrada tratan de sobornar a los corredores de las contradas
rivales y de propiciarse a los de las otras para que por todos
medios dificulten la carrera del competidor más temible, y todo
esto es cosa admitida, subiendo las ofertas hasta miles de liras,
rivalizando entre todos a cuál ofrece más para vencer a toda
costa por el honor de llevar el Palio al salón de reunión de la
contrada. Todo mal juego es permitido, lo mismo el dar de
latigazos por la cabeza al caballo que amaga puntear, que el
dárselos al mismo jinete para ofuscarlo y acobardarlo, coger
la rienda del caballo contrario, impedirle el libre movimiento
de las patas calzándolo por los sobacos, y en fin, valerse de
toda maña y picardía para vencer, “vincesere per virtude o per
inganno, ch´íl vencer sempre fu laudibil cosa”, como dijo el
altísimo poeta.
No es una carrera, es una batalla en la que la destreza y
el valor de los corredores entra por más(61) que las patas de los
caballos. Unos se venden para no hacer correr el propio caballo,
otros se comprometen, mediante gruesa propina, a hostilizar
a tal o cual jinete; y el ser estos sobornos y malas tretas de
pública notoriedad hace que nadie apueste en favor de tal o
cual caballo, porque no hay que atenerse ni aun a los pactos
que en público se hacen, pues, ya a las calladas y con días de
anticipación se han hecho otros tratos que el público ignora,
preparando para el momento decisivo grandes sorpresas. En
este año eran dos las contrade manifiestamente rivales: la
dell´ Oca y la de la Tartuca. Los unos cifraban su victoria en
algunos miles de libras repartidas entre varios corredores de
otros caballos; los otros la esperaban de las bondades de su

(61)  Entra por más: Así en el original. El sentido es: valen más…
66 Sansón Carrasco

caballo que en los ensayos había mostrado ligerezas insupe-


rables. Las demás contrade eran partidarias de la una o de la
otra de las rivales. Solo la de la Torre se mantenía aislada, sin
afiliarse ni a uno ni a otro bando, aspirando a la victoria para
sí. Y todo esto se decía a voces y se discutía acaloradamente
entre la gran multitud reunida en la plaza de San Agustín,
donde iban formándose las comparsas para hacer el desfile
que impacientemente esperaban los miles de espectadores
congregados en la plaza del Campo, toda circundada para la
circunstancia por una gradería adosada a los palacios, hasta la
altura de los balcones y ventanas, adornadas con colgaduras
de ricos tapices de variadísimos colores y dibujos.
Un disparo de mortero anuncia que está ya pronto el
cortejo e inmediatamente empiezan los carabineros a caba-
llo a desalojar la pista de la muchedumbre que la ocupa. La
gran plaza del Campo, cercada para el caso con una palizada,
empieza a llenarse de gente. Por las cuatro aberturas dejadas
de propósito se precipita el torrente humano, toda Siena y
diez mil forasteros más, los contadine de muchas leguas a la
redonda, ellos con sus vestidos de fiesta, encorbatados de rojo
y de verde; ellas con polleras de alegres colores, cubierta la
cabeza con sombrero de paja de anchísimas alas, tan finamente
tejidos, que al solo andar se agitan como las alas de grandes
mariposas, sirviendo de marco de oro al rostro trigueño de ojos
brillantes de estas contadine toscanas que tienen fama por su
belleza campestre, el talle recio ceñido dentro del justillo de
tonos chillones, el seno abundoso, negro el cabello y los ojos,
todas con esa expresión de bondad característica de los cam-
pesinos de esta fertilísima zona de Italia, patria de los vinos
de Chiante. La gran plaza se ha llenado hasta no caber una
persona más, las graderías del contorno crujen bajo el peso de
millares de espectadores, en las ventanas y balcones se apiñan
multitud de cabezas, hasta en los tejados pendientes se trepan
los curiosos que no han encontrado otro puesto, y todas las
miradas convergen hacia la calle del Casato, por donde ha de
hacer su entrada a la plaza el cortejo, que ya formado espera
la señal para emprender la marcha.
No es para tanto, mi tío | 67

Estalla el segundo disparo de mortero, un gran silencio se


hace entre la apretada muchedumbre, y en seguida desemboca
por el Casato el portaestandarte del municipio, vestido a la
antigua usanza, llevando en alto el pendón blanco y negro de
Siena, seguido de la sonora fanfarria, la Música di palazzo, que
entona una marcha tradicional con las largas trompetas de que
cuelgan banderolas de colores orladas de flecos de oro, vestidos
los músicos de malla roja y casaquillas verdes, cubiertos con
birretes de alas almenadas. Sigue detrás el paje del capitán de
justicia, llevando el escudo de guerra finamente cincelado, y
en seguida, jinete en un poderoso caballo todo cubierto con
gualdrapas de oro desde las orejas hasta las ancas, aparece el
capitán de justicia, Messer Calisto Fucci de la Cittá di Castello,
todo armado con pesados y ricos arneses guerreros, cubierto
con luciente yelmo de alto penacho de plumas, la visera calada,
el pecho encorazado, las piernas y los brazos defendidos con
finísimas mallas de acero de que sobresalen las rodilleras y
guardacodos de bruñidas chapas articuladas, sosteniendo con
derecha mano enguantelada el pesado lanzón con el cuento(62)
apoyado al estribo, y con la izquierda las anchas y trabajadas
bridas con que sofrena al brioso corcel. Detrás siguen sus dos
escuderos, portadores de las insignias y armas de repuesto
del caballero, y más atrás va un pelotón de alabarderos, todos
vestidos con trajes de los comienzos del siglo XVII, cuyos
usos y vestimentas esta fiesta reproduce.
Pasado este cortejo oficial que representa la autoridad
comunal, empieza el desfile de las comparsas de las contra-
de, procedida cada una de un atambor que bate acompasada
marcha, al que siguen dos alféreces, el capitán armado con
arreos de guerra, empuñando una luciente espada de rica em-
puñadura y los pajes. Viene en seguida el portaestandarte con
la insignia de la contrada, y detrás el corredor del caballo, il
fantino, a pie, mientras el palafrenero, montado en un bridón
paramentado, lleva del diestro el caballo de carrera, sin otro
jaez que las cabezadas y el freno, adornada la testera con plu-

(62)  Cuento: regatón o contera de la pica, la lanza, el bastón, etc. (DRAE).


68 Sansón Carrasco

mas de los colores del barrio. Los alféreces hacen flamear las
vistosísimas banderas de seda multicolores dando recortes y
galleos, envolviéndose en ellas, destendiéndolas con graciosos
movimientos, arrojándolas al aire a grande altura para volverlas
a coger por el asta y continuar desplegándolas airosamente,
siempre al compás de los atambores. Una tras otra desfilaban
así las comparsas de las diez contrade que han de tomar parte
en la carrera, con sus alféreces abanderados, sus capitanes
ataviados con ricas armaduras, sus pajes, sus portaestandartes,
sus corredores y sus palafreneros que llevan de tiro los corceles
que han de disputar el Palio, y poco a poco va aquel curioso
cortejo llenando la pista, saludada cada contrada a su paso
por sus partidarios diseminados en la plaza, en las gradas,
en las ventanas, en los balcones, que ya no pueden contener
más gente.
Tras de esas diez primeras comparsas viene la guardia
comunal, precedida de un tambor y un capitán también ri-
camente armado, que comanda un pelotón de arcabuceros,
ballesteros, alabarderos, arqueros con trajes y armas auténticas
de la pasada época, y en seguida un gran carro triunfal sobre
el cual van de pie dos farautes(63) y un doncel que sostiene el
palio, premio de la carrera, que consiste en un pendón de seda
que lleva al tope una rodela argentada, y pintada en el campo
blanco la imagen de la Virgen de la Asunción. Las banderas de
las diez y siete contrade rodean el palio, y este vistoso trofeo
da al carro un gran lucimiento. Lo siguen las comparsas de los
siete barrios que no toman parte en la carrera, dispuestas en
el mismo orden y número de personal que las primeras, con
la sola diferencia de que estas no llevan el caballo, sirviendo
de escolta a las que van a disputarse el premio. Sigue detrás
otro gran carro magníficamente decorado, en el cual, sobre un
alto solio, va sentada una hermosa doncella alegóricamente
vestida simbolizando el Regimen Comunis, custodiada por
guardias armados con alabardas de artísticos recortes y calados,
y escoltada por otro pelotón de arcabuceros y ballesteros que

(63)  Faraute: caballero que en las cortes de la Edad Media tenía el cometido,
entre otros, de ordenar las grandes ceremonias.
No es para tanto, mi tío | 69

cierran el desfile. Y cuando estas últimas hileras de gentes de


armas entran a la plaza, ya la vanguardia ha llegado frente al
Palacio Comunal, en cuyos balcones presencian el espectáculo
las autoridades municipales y demás dignatarios de la ciudad,
de manera que el cortejo ocupa toda la pista, ofreciendo un
conjunto maravilloso con los trajes de tan variado colorido,
con las lucientes armaduras de los caballeros, con los ricos
paramentos de los palafrenes(64), con aquel ventelear de las
vistosísimas banderas que suben y bajan por los aires mez-
clando sus vivos colores con los carros triunfales decorados
con refinado gusto, y todo resulta tan de verdad y apropiado
que en vez de parecer el espectáculo una rememoración de
otras épocas y de otras costumbres, se diría que son ellas del
momento y apócrifos e intrusos y anacrónicos los espectadores,
pues son aquellos trajes, aquellas armas, aquellas alegorías,
aquellas músicas las que condicen y entonan con aquel am-
biente de la plaza del Campo circundada con aquellos severos
palacios ojivales de altas ventanas triforadas que recortan la
corona de sus almenas en el límpido azul del cielo y presidida
por la monumental torre del Mangia, tan austera en su sencilla
fábrica de ladrillos como graciosa en la esbeltez de sus líneas
purísimas. Y era tan poderosa la sugestión del ambiente, tan
real la evocación de otros hombres y de otras edades, que por
un momento se me hizo la ilusión de que desaparecían de los
balcones del palacio comunal el alcalde, el prefecto y demás
autoridades contemporáneas y se presentaban en ellos el mag-
nífico y terrible Casino(65) del de Medici lujosamente armado y
rodeado de su séquito de señores y meznaderos(66) que en otros
tiempos poblaban aquel Palazzo della Signoria tan solemne y
tan clásico en su arquitectura medioeval.
A todo esto, a medida que las comparsas van llegando
frente a la puerta del palacio, se desvían de la pista para ir a
ocupar una gradería expresamente dispuesta para ellas bajo los

(64)  Palafrén: caballo manso para montar.


(65)  Casino: en el sentido de “Asociación [...] formada por los adeptos de
un partido político o por hombres de una misma clase o condición”. (DRAE).
(66)  Meznadero: integrante de una meznada, compañía de gente de armas.
70 Sansón Carrasco

balcones del municipio, y allí toman puesto todas por su orden,


agrupando en la grada superior las banderas, mientras los co-
rredores entran con sus caballos al gran patio del palacio y tras
ellos los carros, quedando la pista completamente despejada
para la carrera. Por un momento recobra la concurrencia su
personería, libre de la obsesión de aquel cortejo que la eclipsa
y anonada, y el vocerío de las disputas y de los pronósticos se
alza de la gran plaza que hormiguea de gente apiñada en una
masa compacta, en la cual se destacan, entre los trajes oscuros
de los hombres, los grandes sombreros de paja de trigo de las
contadine cuyas anchas alas mariposean agitadas por la suave
brisa de la tarde que no es bastante a mitigar el gran calor
reinante entre aquella muchedumbre a pesar de haber ya el
sol traspuesto las altas almenas de los palacios dejando en la
sombra el gran anfiteatro.
Suena por fin el tercer disparo de mortero y a esa señal,
los encargados de la pista la cierran en la raya de partida, que
es también la de ganar, con una cuerda grosísima estirada por
medio de una cabria de tal manera dispuesta que en el momento
deseado la suelta violentamente dejando libre la cancha.
Cuatro o cinco metros detrás estiran otro calabrote, de-
jando a un extremo un estrecho pasadizo, y así, a medida que
los caballos se presentan, van quedando entre aquellas dos
barreras que no les permiten adelantar ni retroceder, por más
que se encabriten y abalancen. Uno a uno van llegando los
caballos y ocupando el puesto que la suerte les ha designado.
Los corredores llevan espuelas y en la mano un grueso nervio
de toro, único látigo que se les permite, previo examen de que
no tienen injerida alguna varilla de hierro. Los jinetes corren
siempre con su propio peso, por lo cual son siempre elegidos
entre los más delgados, sin descuidar por eso la robustez, por-
que como ya he dicho, entran por más en la carrera los brazos
y las piernas de los corredores que las patas de los caballos.
Ya están los diez corceles entre las dos cuerdas, ya se
abalanzan para tomar la delantera, los jueces dan la señal y
antes de que caiga la cuerda que los detiene, ya los corredores
se dan despiadadamente de vergazos. Arrancan por fin en una
No es para tanto, mi tío | 71

confusión indescriptible, punteando el caballo de la contrada


del Nicchio perseguido por el dell´ Oca que es uno de los
vencedores pronosticados, pero al cual los demás hacen una
guerra sin cuartel. El corredor delantero del Nicchio castiga
furiosamente al caballo de la Oca por la cabeza para no dejarle
adelantar, mientras que el de la Tartuca que lo sigue, lo agarra
de la cola, al mismo tiempo que otro que lo lleva apareado pega
furiosamente al corredor por la cabeza y por las espaldas. El
pobre hombre tiene que defenderse él y a su caballo del triple
ataque que por adelante, por detrás y por el costado le llevan
sus adversarios, pero con todo da la primera vuelta de la pista
sin perder terreno, doblando con toda felicidad el peligrosísimo
recodo llamado de San Martino que forma un ángulo agudo y
presenta un fuerte declive, siendo tan inminente el riesgo de
caer que en aquella parte no se permite a ningún espectador
estacionarse ni colocar graderías, estando el costado exterior
cerrado con una tablazón acolchada para amortiguar el porrazo
del jinete y del caballo, lo que sin embargo no evita que ambos
queden descalabrados y maltrechos si tienen la desgracia de
rodar, como generalmente sucede, habiéndose dado caso de que
hayan terminado la carrera solo cuatro caballos de los diez que
la corren, pues aquel mal paso tienen que salvarlo tres veces,
siendo la carrera de tres vueltas, que suma aproximadamente
un tiro de mil metros.
A la segunda vuelta pierde el Nicchio su puesto delantero
al bajar el recodo de San Martino y puntea por un momento
la Torre en medio de grandes aclamaciones de sus partidarios,
mientras que los demás siguen acosando sin descanso a la Oca,
principalmente el corredor de la Tartuca que montado en un
buen caballo lo lleva al freno, acobardando a vergazos a su
rival, que no tiene ya manos para atajarse aquella lluvia de azo-
tes. Los de la contrada della Torre creen ya seguro su triunfo
y alientan al fantino y a su caballo con gritos entusiastas: “Vai
torrina mia, vai! ¡Dagli! Dagli! Sopra! Morte all´Oca! Fuggi
torrina mia! La Madonna ti benedica!”.
Los caballos han dado ya la segunda vuelta sin que ninguno
de ellos haya caído e inician la tercera, la decisiva, peleando los
72 Sansón Carrasco

corredores con mayor ardor, concentrada la lucha entre la Oca


y la Tartuca, pues la Torre ha quedado ya rezagada. Al doblar el
violento ángulo de San Martino, cae el caballo de la contrada
del Drago, y queda muerto en el golpe, pues fatalmente ha ido
a estrellarse contra la columna de hierro de un farol, mientras
al corredor lo levantan apresuradamente los comisarios de la
pista expresamente apostados en aquel peligroso recodo. Fe-
lizmente el pobre hombre no ha sufrido más que un desmayo
pasajero. Los caballos que han salvado el mal paso afirman
la carrera al pisar en el repecho, corriendo a rienda suelta, y
allí atropella el corredor de la Tartuca apartándose del tropel
para evitar los zurriagazos y toma resueltamente la delantera
que ya en vano tratan de disputarle los demás, pues por más
que apuran solo alcanzan a castigar al caballo vencedor por
las ancas, azuzándolo más, y así pasa la raya del triunfo en
medio de aclamaciones ensordecedoras, contagiados aun los
indiferentes por el entusiasmo de los partidarios de la contrada
que invaden la pista para festejar al caballo vencedor y abrazar
y besar al corredor afortunado que alcanza honores de héroe,
victoriado por la muchedumbre, agasajado por sus amigos, ado-
rado por las mujeres, paseado en brazos por toda la pista hasta
llevarlo bajo el palco de los jueces que le adjudican el Palio
y al presentarse con aquella insignia de la victoria alcanzada,
suben de punto las aclamaciones, estalla con mayor frenesí
el entusiasmo, los alféreces de la contrada hacen flamear las
variopintas banderas con graciosas evoluciones, vuelan por
los aires sombreros y pañuelos, entona la fanfarria una briosa
diana triunfal y de todos aquellos festejos y expansiones par-
ticipa también el caballo, que todo azorado se deja palmear y
abrazar por los fanáticos de la contrada, mientras las mujeres
le tiran besos y le dirigen palabras de cariño y amor, y de
todas partes los vitorean y aplauden en medio del atronar de
los cohetes y bombas, del ruido de las músicas, del repique
de las grandes campanas de la torre del Mangia, del clamoreo
de toda aquella muchedumbre delirante que va poco a poco
desparramándose por las calles vecinas, dirigiéndose en gran
parte hacia el barrio del caballo vencedor, cuyas casas están
No es para tanto, mi tío | 73

ya todas embanderadas y empiezan a colgar en las ventanas y


balcones vistosos farolillos para la iluminación de la noche.
Pero la gran aglomeración es en las adyacencias de la iglesia
de la parroquia, hacia donde se dirige la comparsa vencedora
acompañada de las amigas y aliadas, llevando el caballo y su
corredor para que reciba la bendición del triunfo. Nuevamente
entran todos a la iglesia, y dejando al centro de la nave mayor
un espacio libre, dejan pasar al caballo llevado del diestro por
su jinete hasta acercarlo a las gradas del altar, donde vuelve
a bendecirlo el cura en medio de cantos de gratitud a la Ma-
donna o al santo protector de la contrada, a cuya intercesión
atribuyen el triunfo.
El jolgorio continúa por toda la noche, rociado con copio-
sas libaciones de Chianti cuyas consecuencias se manifiestan
en disputas y riñas con los partidarios de las contrade rivales,
y esta rivalidad ha sido a veces tan intensa que toda relación
quedaba rota entre los vecinos de los barrios hostiles, riñendo
donde por acaso se encontraban, impidiendo noviazgos y ma-
trimonios entre los mozos y doncellas de una y otra contrada,
reproduciendo en pequeño las luchas y antagonismos de los
antiguos Capuletti y Montechi, todo por la ambición del Palio,
en cuya conquista cifra su honor y su orgullo el barrio entero,
sin distinción de clases.
Y todavía los días y noches siguientes sigue la jarana y
el alboroto, hasta la del primer domingo subsiguiente en que
se festeja solemnemente el triunfo, reuniéndose los vecinos
de la contrada vencedora en un gran banquete al aire libre,
dispuestas las largas mesas en la calle principal, profusa-
mente iluminada, colgando de los balcones y ventanas ricos
cortinados y tapicería y en aquella gran fiesta popular toman
su puesto de honor los señores protectores de la contrada, y
la preside la Virgen entronizada en un adornado retablo res-
plandeciente de cirios. Ya están todos dispuestos en torno de la
extensísima mesa decorada con jarrones de flores y hermosos
candelabros de plata que suministran los señores, humean
en grandes fuentes las sabrosas minestras y condimentadas
pastas, rimeros de frascos empajados de Chianti se alzan de
74 Sansón Carrasco

trecho en trecho, pero nadie pone mano a los cubiertos, a la


espera del héroe de la fiesta, del caballo vencedor, que llega
por último traído por su palafrenero, y toma puesto en una de
las cabeceras de la mesa donde le sirven una copiosa ración
de avena y cebada contornada con mazos de heno y alfalfa. Y
cuando el noble bruto, vencido el asombro de encontrarse entre
tanta gente clamorosa, entre tantas luces que lo deslumbran,
cubierto con los ricos paramentos que lo adornan, olfatea la
apetitosa ración y le hinca el diente, entonces toda la asamblea
prorrumpe en frenéticas aclamaciones y ataca intrépidamente
los manjares, confundidos en aquellas ruidosas expansiones
hombres y mujeres, orgullosos de verse acompañados por los
señores de la contrada en cuyo honor beben repetidamente y
complacidos de tener a la cabecera de la mesa al caballo ven-
cedor, que ya familiarizado con el bullicioso ambiente come
concienzudamente su ración a manteles sin darse por enten-
dido de los brindis que sus admiradores le dirigen rociándolo
generosamente con el residuo de las copas.
A los postres llegan las autoridades comunales a saludar
a la contrada vencedora y son saludadas con entusiastas ma-
nifestaciones de agradecimiento a la cortesía. Aceptan una
copa de vino que chocan con las de los señores y primaces
del barrio y la beben cambiándose mutuos augurios felices,
repican a todo esto las campanas de la parroquia, suenan las
músicas, estallan petardos y cohetes que vuelan dejando un
surco de luz en el ambiente de la noche serena, hienden los
aires vistosos globos que lucen los colores de la contrada, y
retiradas las autoridades y los señores y levantadas las mesas,
empieza en la calle el baile que se prolonga hasta altas horas,
siempre bajo el patronato de la Virgen, en cuyo honor cantan
himnos y loores, cubriéndola de flores y engalanándola con
cintas y coronas.
Y así terminaron estas originalísimas fiestas del Palio, las
más características de toda Italia, las únicas que conservan el
prestigio de una tradición nunca interrumpida por tres siglos, y
durante las cuales revive con toda suntuosidad la remota época
cuya grandeza atestiguan los soberbios monumentos de Siena,
No es para tanto, mi tío | 75

el Duomo marmóreo, los magníficos palacios medioevales, la


Piazza del Campo, perpetuo teatro de las contiendas de las diez
y siete contrade, y la imponente Torre del Mangia que alza la
corona de sus almenas por sobre toda la ciudad, dominando la
campiña que la circunda y en la que se cosechan los nobilísimos
productos de esta privilegiada región de la Toscana, emporio
de las artes, centro de magnificencia y poderío, cuna de los
grandes señores que ilustraron con sus hazañas su historia y
enriquecieron con imperecederos monumentos sus ciudades(67).

Daniel Muñoz.
Roma, agosto de 1898.

(67)  En una carta a su hermano Enrique –radicado entonces en Buenos


Aires– fechada en Roma el 23 de junio de 1896, dice DM: “Supongo que a la fecha
habrás ya leído dos correspondencias mías que he mandado a La Nación y pronto
enviaré otras, pues no me falta tema, sin tener que recorrer el camino ya trillado
por otros. Los monumentos y panoramas ya están descritos, pero las costumbres
ofrecen siempre ancho campo, y ese es el que yo voy a cultivar, dando algo nuevo
a los ya cansados lectores de Baedeker y demás guías más o menos ilustrativas”.
En otra carta a su hermano, del 4 de octubre de 1898, le advierte que el 15 de se-
tiembre mandó para La Nación de Buenos Aires una “reseña de las fiestas que vi
en Siena”. El texto de este artículo que, como se ve, debe haber sido publicado en
La Nación, lo tomamos de un librito existente en la Biblioteca Nacional: Las fiestas
del Palio en Siena, San José de Mayo, 1898. Véase Crónicas de un fin de siglo…, cit.,
nota 20, en pp. 10-11. La fiesta del palio se celebra en Siena hasta el día de hoy,
tal vez con algunos de sus aspectos atemperados. No obstante, una información
publicada el 15 de agosto de 2007 en El País de Montevideo, p. B15, respecto a la
próxima película de James Bond –que incluirá la filmación de varios minutos de
la tradicional carrera– anota que “en los últimos años han muerto 55 caballos en
estas competencias en las que los jinetes montan en pelo y lo único que importa
es que el caballo llegue a la meta con o sin hombre”. (Agencia EFE).
El baile de los solteros

Varios jóvenes de la sociedad inglesa que entre nosotros


reside, resolvieron organizar un baile para obsequiar a sus
relaciones, y como los ingleses no son muy amigos de perder
el tiempo hablando, todo fue proyectar la fiesta, y ponerse en
seguida a la obra para llevarla a efecto.
La inmensa sala del teatro Solís se adornó esmeradamente
con flores y guirnaldas, circularon las invitaciones, las modistas
tuvieron una semana de trabajo sin descanso, y anteanoche,
en la del jueves 24 de abril, se abrían de par en par las puertas
de nuestro gran teatro para recibir a la escogida concurrencia
que acudía a la fiesta de los solteros, los single men, que eran
los que organizaban y costeaban la soirée.
Recibía a las familias invitadas una comisión de respe-
tables matronas, que hacían los honores de la casa; y otra
numerosa comisión de caballeros acompañaba a las niñas y
señoras desde la puerta del teatro hasta el tocador, situado a
la derecha del amplio vestíbulo de entrada.
Dancing at 9.30 p.m., decían las tarjetas; pero sea que
nuestras bellas criollas no entienden el inglés, sea que para
ellas no rija el reloj, ello es que a las once empezaban recién
a entrar las invitadas, con gran contento de los bachelors que,
como buenos ingleses, estaban firmes en sus puestos desde las
nueve y media en punto.
Yo, que tampoco soy inglés, ni bachelor, hice mi entrada
a las doce y pico de la noche, hora en que estaba ya la fiesta
au grand complet, poblada por más de doscientas parejas, que
holgadamente discurrían por el vastísimo salón.
Como a mí me gusta siempre empezar por darme cuenta
del conjunto antes de entrar al examen de los detalles, pedí a
uno de los miembros de la Comisión que me hiciese abrir un
No es para tanto, mi tío | 77

palco para dominar desde la altura toda la sala. Pero no me


fue tan fácil conseguirlo como esperaba. Cuando los ingleses
dicen una cosa, la cumplen al pie de la letra. La Comisión
había resuelto que los palcos estarían cerrados, y cerrados
estaban, sin excepción para nadie. Pero esa rigidez inglesa no
está reñida con la galantería, así es que una vez que expliqué
el objeto que me llevaba a mirar por unos minutos desde un
palco, se me concedió el permiso, y entré a mi observatorio.
La sala presentaba un espléndido golpe de vista. En el fon-
do, grupos de banderas cosmopolitas, dispuestas en forma de
trofeos, combinados armónicamente los colores, destacándose
en el centro el campo rojo del pabellón inglés, con su yacht
cruzado de rayas azules, coloradas y blancas. Grandes espejos
de marcos dorados vestían los vanos laterales del proscenio;
y de las bambalinas, colgaban ocho arañas de cristal con pro-
fusión de luces rojas y blancas.
En el testero(68) de entrada al salón, pendía una elegante
cenefa de seda celeste y blanca, cubriendo el palco de la Pre-
sidencia. Las columnas de los balcones estaban vestidas con
espirales de flores, y ligando una a otra, guirnaldas de follaje
verde salpicadas de dalias multicolores.
En el centro de la sala había una elegante fuente, que por
cien tubos arrojaba hilos de agua, cayendo unos de lo alto,
subiendo otros desde la base, cruzándose y entretejiéndose
como una malla de hebras de cristal, ora rojas, ora azules, ora
anaranjadas, tomando todos los cambiantes de las luces, de los
vestidos, de las banderas, de las flores, murmurando con un
susurro blando al caer en el pequeño lago, en cuyas aguas se
retrataban y humedecían sus amplias hojas los plátanos enanos,
y sus flexibles tallos los helechos, alternados con ovas, con
begonias, con todas esas plantas de hojas satinadas que viven
en la húmeda sombra de las grutas.
La orquesta, dirigida por Formentini, hace oír los primeros
compases de un waltz de Waldteufel(69), y todas aquellas pare-

(68)  Testero. Testera; frente o fachada principal.


(69)  Emile Waldteufel (1837-1915), compositor francés de origen judío-ale-
mán, autor de valses que en el 900 tuvieron amplia circulación en el Río de la Plata.
78 Sansón Carrasco

jas que discurren sosegadamente por la sala haciendo resaltar


sobre el rameado rojo de la alfombra los variados matices de
los trajes, empiezan a girar, lentamente primero, más ligero
después, hasta que se confunden todas en agitado torbellino,
mezclando los trajes, los colores, las cabelleras; reluciendo
como luciérnagas que se iluminan repentinamente y repentina-
mente se apagan, los brillantes de los tocados, de las pulseras,
de los pendientes; y en medio de toda aquella luz, de aquella
vida, de aquella alegría, de aquellos cambiantes de colores y
rayos de iris de las piedras preciosas, se destacan como triste y
prosaica realidad, las calvas lustrosas de los acompañantes de
aquellas bellezas resplandecientes de juventud y lozanía, que
irradian vida y calor por los redondeados hombros y por los
turgentes pechos palpitantes con las agitaciones de la danza.
No distingo nada en medio de aquel torbellino. Todo es un
abigarramiento de colores que a cada minuto se cambian como
si mirase por el lente de un caleidoscopio. Quiero descubrir
quiénes forman esta pareja, aquella, la de más allá, pero en
seguida se me pierden, se me confunden, se me ocultan tras de
otras parejas, y otras, que pasan girando vertiginosamente, al
compás de la música que se acelera a medida que se acerca el
final del waltz. Los últimos compases son rápidos, violentos;
las parejas parecen arrastradas por un vértigo; ya no hablan, no
sonríen, se ocupan solo de bailar; ellas con los labios rojos y
entreabiertos, los rostros encendidos, los ojos brillantes; ellos
agitados, sudorosos, saltando como impulsados por un resorte,
liadas las piernas en las largas faldas de los vestidos que se
enroscan siguiendo las rápidas vueltas del waltz.
Pero en medio de la confusión, del movimiento, del enredo
de telas, de cintas y de flores, distingo algo que con nada se
confunde, algo que se destaca del conjunto: una cabeza rubia,
y otra cabeza negra; la cabecita redonda, como un ovillo de
hilachas de oro, de Paulina Munroe, y la cabellera de azabache
de Clara Arteaga; y más allá, la blancura deslumbrante de los
hombros de María Lafone en toda la lozanía de sus quince años.
De repente, cesa el waltz; algunas parejas, arrastradas aún
por el envión, siguen dando vueltas en seco; las otras se detie-
No es para tanto, mi tío | 79

nen, trastabillean un momento hasta afirmar el pie, y siguen


paseando lánguidamente, como postradas por la agitación. Los
caballeros se acercan a las damas; algunas se ven asediadas por
tres o cuatro que solicitan el honor de tomarlas del brazo; este
alega sus derechos de primacía, el otro invoca una promesa
anterior, un tercero pretende que es a él a quien le corresponde
el turno, hasta que llega un cuarto y exhibe su memorándum,
en el cual consta por escrito que el compromiso es con él. No
hay más remedio que rendirse. ¡Papelito canta!(70)
Nuevamente se hace oír la música. Ahora tocan unas cua-
drillas de Suppé(71), alegres, bulliciosas, a paso de carga. Las
parejas se forman unas frente a otras y empiezan a hacer sus
figuras y mudanzas. Se saludan, se toman de la mano, hacen
cadena; uno de los bailarines toma a su compañera y la del
que le hace frente; este a su vez rescata la suya y se trae a la
otra, hasta que en medio de giros y saludos, vuelve cada cual
a quedar con la propia.
Ahora se pueden apreciar mejor los trajes y los talles. En
la cuadrilla toman parte todas las señoras y los que tienen ya
los huesos duros para saltos y volteretas. Don Ambrosio Montt,
Ministro de Chile, lleva del brazo a la señora de Perey: don
Tomás Eastman, representante, no oficial, pero sí social de la
high-life porteña, acompaña a la señora del Ministro Montt;
el Barón de Alencar, Plenipotenciario del Brasil, pasea a la
señora de Eastman; el Ministro español Ojeda, lleva a la señora
Isabel de Castro; don Agustín de Castro hace compañía a la
señora de Ojeda, regiamente ataviada; y entre tanto la cuadrilla
sigue, saltando la música de un tema a otro, según la figura
que corresponde.
Es ya la una y media de la noche. Algunas parejas empiezan
a abandonar el salón, y suben por las escaleras de mármol,
cuyas balaustradas están tejidas con guirnaldas de follaje. Por

(70)  Expresión hoy en desuso, era común en esa época. Se la encuentra a


menudo en Isidoro de María, Montevideo Antiguo.
(71)  Cuadrilla: baile de salón muy en boga en la época. Franz von Suppé
(1819-1895) fue un destacado compositor vienés de origen dálmata, autor de
operetas y danzas populares.
80 Sansón Carrasco

curiosear lo que hacen, me voy detrás de la última pareja que


veo salir, y al llegar al corredor de los palcos balcones, siento
el clic clic de los aceros. Parece que estuvieran jugando al
florete. Me pregunto si estarán tirando algún asalto de esgrima
en el foyer; subo para ver, y me encuentro efectivamente con
un asalto, pero no de armas, sino de pavos, jamones, pollos y
otros manjares suculentos. La mesa forma un cuadro, en tor-
no del cual están sentadas las parejas. ¡Buenos vinos!, ¡muy
buenos! Entre el ruido de los cubiertos sobre los platos, se
oyen las detonaciones alegres del Champagne que, libre de
su prisión, rebosa en blancas espumas por el angosto gollete
de las botellas.
Se habla mucho, se ríe, se bromea sobre el apetito; las
señoronas comen con conciencia, casi con devoción, sin perdo-
nar un plato; las niñas pellizcan apenas una pechuga de pollo;
Pascal, el dueño del Hotel de París, que es el encargado de la
cena, va, viene, observa, da órdenes, acude aquí, sirve allí,
atiende al de allá, y en medio de aquel bullicio de cuchillos y
tenedores, de copas y botellas, de tapones que saltan y platos
que se chocan, parece un general, dirigiendo las maniobras de
la batalla que libran los dientes contra los manjares.

Perdonen ustedes, lectores, y sobre todo, lectoras mías,


todas estas descripciones. Me voy extendiendo, para hacer
tiempo esperando la relación detallada que me ha prometido un
amigo, lo nombraré: es Joaquín Salterain(72), quien, al retirarme
del baile anteanoche, me detuvo para preguntarme:
–¿Usted va a hacer la crónica?
–Hombre, no estoy yo ya para esos trotes.
–Entonces la escribiré yo –me contestó.
–Se lo agradezco de mil amores.
–¿Hasta qué hora puedo mandar los originales? –insistió
todavía.

(72)  José Miguel Joaquín de Salterain (1856-1926), médico (oftalmólogo),


filántropo y político, inició la primera campaña en el país contra la tuberculosis
y otra semejante contra el alcoholismo. Fue ministro de Relaciones Exteriores de
Juan Lindolfo Cuestas (1897-98).
No es para tanto, mi tío | 81

–Hasta la hora que usted quiera.


–¿A las cinco?
–A las cinco.
Y como para sellar la promesa, me estrechó la mano. Son
las seis, dadas ya hace rato, y los tales originales no aparecen.
No sé qué hacer. Me voy a comer y vuelvo.
¡Nada! Empiezo a hablar mal de Salterain: “Esto no es
serio; me prometió formalmente que haría la crónica; yo,
confiado en su promesa, he dicho que aparecerá crónica en La
Razón; y entretanto se me viene la noche encima”.
Para colmo de mis males, abro el Siglito, y me encuentro
con una buena crónica, en la cual se anuncia que yo he de
escribir una mucho más completa y detallada. El Piccolo, que
la firma, es García Santos, el del Bien Público. Gracias, hijo,
por la gracia.
El portero (que es gallego):
–Esta tarde, cuando usté se ha idu, han traidu esta carta
para usté.
–¿Y recién se le ocurre a usted entregármela, alma de Dios?
Hago trizas el sobre, y me encuentro... ¿con qué creerán
ustedes que me encuentro?... Pues con esto:

Mi estimado amigo:
¿Qué tiempo, eh? Con este calor y esta humedad, estoy
como atontado. Diez veces me he sentado con el propósito
de escribir algo sobre el baile, y otras tantas me he levantado
para ponerme paños de agua sedativa en la cabeza. No puedo
escribir. El insomnio y el tiempo me tienen en una excitación
nerviosa que me imposibilita para todo trabajo intelectual.
Escriba usted, y seguramente que con ello ganarán sus
lectores. No se vaya a olvidar de ponérmele dos palabras
a Isolinita Eastman y otras dos a Aurora Wildner. Estaban
preciosas con sus trajes blancos. No me olvide tampoco a la
Eastman porteña, que es una monada. Diga algo, pero algo
bueno, muy bueno, sobre Sara Magariños; quiero ver qué es
lo que le inspiran esos ojos.
82 Sansón Carrasco

...que en despojos
convierten a mis ojos con sus tajos;
esos ojos más negros que dos grajos,
valientes ojos son ¡vaya unos ojos!(73)

¿Se acordará de dedicarle un párrafo poético a la delicada


Teresa Lizarralde? Sí, seguramente se acordará, y seguramente
que dirá también algo sobre las distinguidas señoritas de Ace-
vedo. Y por supuesto que no me dejará en el tintero a Lucía
Ruano, esa estrella que recién aparece en el cielo etc. etc. etc.
Usted pondrá lo demás.
¿Quiere que le ahorre trabajo? Pues le haré una lista de
todas las que estaban, y así podrá usted poner a cada una lo
que sea más de su gusto. Ya tiene usted cómo elegir entre las
de Arteaga, de Roosen, de Piñeyrúa, de Arrien, de Lafone, de
Rodríguez, de Kubly, de Reymond, de Carreras, de Alzaga,
Richards, Towers, Bond, Jones, Laurie, Jefferies, Mac Coll,
Mac-Eachen y muchas otras.
Hágame un párrafo aparte para Marta Costa, que vestía de
celeste, y otro párrafo para la de Sánchez, de Buenos Aires.
No vaya a pasar por alto a María Inés Herrera, que era una de
las más interesantes, ni a María Lafone, que se hacía notar no
solo por su frescura, sino también por la elegancia del traje. Me
dijo una señora que era hechura del célebre Worth, de París.
De las señoras, no me atrevo a decir nada; pero usted, que
sabe decir tan delicadamente todo lo que quiere, creo que bien
pudiera escribir algo sobre la belleza de la señora de Perey,
sobre la distinción de la señora de Ojeda, sobre las líneas
griegas de la señora de Gurméndez, sobre la delicadeza de
la que hasta ayer hubiera llamado yo Celia Arteaga, y que es
hoy la señora de Rodríguez, sobre el donaire de la señora de
Montojo, sobre la hermosura de la señora de Castro, y sobre
la elegancia de la señora de Jefferies.

(73)  Son versos de un soneto anónimo cuyos dos cuartetos se citaban en son
de burla en su artículo “El abanico álbum”. (Cfr. en Crónicas de un fin de siglo por
el montevideano Sansón Carrasco, Banda Oriental, 2006, p. 199).
No es para tanto, mi tío | 83

Veo que sin pensarlo ni quererlo, le voy haciendo una cró-


nica. Para completársela, le diré que entre las señoras estaban
también las de Calamet, de Roosen, de Herrera, de Zumarán,
de Eastman, de Bouton, de Echenique, de Arteaga, de Brian,
de Granada, de Carreras, de Illa, de Magariños, de Howard,
de Theobald, de Nuttal, de Monroe, de Yarrow, de Brooks, de
Bourse, de Wingate, de Williams, de Laenbridge, de Hudson,
de Norman, de Thode, de Broad, de Chamberlain, de Montt...
A propósito de Montt ¿recuerda usted, qué simpáticas son
las niñas del señor Ministro de Chile? Pues si recuerda, diga
algo de ellas, que bien merecen especial mención.
De los hombres no le digo nada, porque francamente, los
hombres me aburren. Pan con pan, comida de bobo, suelen
decir, así es que si quiere noticias de los hombres, pídaselas a
alguna de sus amigas. A mí se me cae ya la pluma de la mano,
se me nublan los ojos, y... voy a ponerme otro paño de agua
sedativa.
Adiós, y disculpe a su affmo. amigo.

Ahí tienen ustedes la carta que recibí a las siete de la noche,


y por ella verán que en cuanto a pedir, el mozo no se queda
corto. ¿Qué diablos voy yo a decir ahora sobre todo eso que
me encargan? No entiendo nada de lo relativo a las señoras;
no sé lo que es panier, ni túnica, ni surah, ni damassée, ni
Chantilly, ni... vamos, que no sé nada.
Lo que sí sé es que el baile estuvo espléndido, y que los
bachelors deben estar muy satisfechos del resultado de su
fiesta. Concurrencia numerosa y distinguida, lujo, elegancia,
animación, todo en fin contribuyó a que el baile de los solteros
sea de esos que hacen época.
A las cinco de la mañana todavía se bailaba, y no solo con
música, sino con acompañamiento de truenos. El cielo era todo
una luz. Antes de extinguirse un relámpago, ya fulguraba otro,
y al resplandor fosfórico con que iluminaban la ciudad, se veían
las azoteas, las paredes, las calles, todo lustroso de agua. Para
que los lectores no estén con cuidado temiendo que la humedad
84 Sansón Carrasco

me haya hecho daño a la salud, les haré saber que Piccolo me


llevó en carruaje hasta la puerta de mi casa. Gracias.
A los señores de la Comisión del Bachelors' Ball, un
amistoso shakehands por sus atenciones y finezas.
[La Razón, Nº 1648, 26 de abril de 1884, p. 2.]
Los partiquines(74)

Ellos son los soldados del ejército del teatro. No tienen


aplausos, ni glorias, ni obsequios, ni esperanzas de ascender en
su ingrata carrera que soportan con resignación, firmes siempre
en sus puestos, desafiando las burlas del público ingrato que
ceba en ellos sus instintos maleantes(75), riendo de su traje,
de su figura, de sus modales, de su voz, sin tener en cuenta
que la mísera paga que reciben no merece ni más voz, ni más
modales, ni más figura, ni más traje.
Hay entre ellos veteranos, como hay veteranos en los
cuarteles, de esos que permanecen firmes en el batallón aunque
cambie de nombre, o de jefe, o que milite bajo un partido u
otro, adictos siempre al cuerpo, desempeñando las funciones
de cabo o de sargento en ciertas circunstancias imprevistas,
para volver al siguiente día a formar entre la tropa.
Yo conozco muchos veteranos de nuestro teatro Solís, pero
entre todos ellos recuerdo siempre con preferencia a Luis He-
ricourt, cuya muerte he venido recién a saber al notar su falta
entre los coros de la última compañía de ópera que nos visitó.
Hericourt era hijo del dueño de la antigua Zapatería de París,
que ya no existe, pero que por muchos años permaneció abierta
en la calle del 25 de Mayo, frente a la Botica Inglesa(76), al lado
de la botería de Lacolley, que era especialista en calzados de
hombre como Hericourt era especialista en calzados de señora.
Desde muy joven había abandonado Luis el oficio de
sus padres para dedicarse al teatro, al que lo arrastraba una

(74)  Partiquino: Cantante que ejecuta en la ópera una parte de escasa


importancia.
(75)  Maleante: en el sentido de dañino, burlón, maligno. (DRAE, acepciones
1 y 2).
(76)  En la esquina de 25 de Mayo e Ituzaingó.
86 Sansón Carrasco

vocación tanto más profunda cuanto que no tenía facultades


para sobresalir en nada. Amaba el arte lírico sin ambiciones
y sin esperanzas, como ama un lacayo a su aristocrática ama,
contentándose con llevarle el tapado o con sentir el roce de
su crujiente pollera al subir al carruaje cuya portezuela abre.
Hericourt era tenor, o cuando menos por tal se tenía.
Principió su carrera de corista, y en los grandes conjuntos de
las óperas que cantaba se le veía enrojecerse hasta la raíz del
cabello por hacer destacar sus notas agudas sobre las de sus
compañeros. Pero no era un corista de pacotilla, de estos que
no hacen más que abrir la boca sin darse cuenta del papel que
desempeñan. Hericourt hacía especial estudio de las escenas en
que tomaba parte, y ora se enfurecía contra el tenor, ora apos-
trofaba a la soprano, ora aprobaba lo que el barítono cantaba,
según la situación lo exigiese, cantando a voz en cuello a la par
que accionaba y gesticulaba, estirando el brazo, frunciendo el
ceño, o dirigiéndose a su vecino como si a solas con él hiciera
comentarios sobre lo que pasaba.
Al salir los coros a la escena, no era él el primero en apa-
recer, pero así que todos estaban formados en semicírculo, se
presentaba Hericourt y con paso altivo atravesaba el tablado
para ocupar el primer puesto que por antigüedad o por sus
méritos le correspondía.
Entre todos se hacía notar por su traje, siempre pulcro y
apropiado a la época en que la obra se desarrollaba. Sus viseras
eran las más caladas, sus yelmos los más bruñidos, sus cascos
los más empenachados con plumas multicolores y rizadas, y sus
botas las más elegantes, cuando de guerrero salía ataviado. Si
asistía a un sarao en palacio, su traje de gala era irreprochable,
con su juboncillo de terciopelo, de mangas abullonadas, con
sus gregüescos acuchillados(77), con sus medias de seda sin una
arruga y el guante prolijamente ajustado a la mano.
Su caballo de batalla era el Hernani(78). Primero aparecía
de bandido, armado hasta los dientes con trabucos, pistolas y

(77)  Gregüesco: calzón muy ancho que se usó en los siglos XVI y XVII.
Acuchillados: con aberturas como cuchilladas bajo las cuales se ve una tela distinta.
(78)  Hernani: ópera de Verdi (1813-1901) compuesta en 1843 sobre el drama
No es para tanto, mi tío | 87

puñales, la ancha ala del sombrero cubriéndole media cara y


la copa puntiaguda adornada con profusión de cintas. Allí se
hacía el despreocupado, se acostaba por el suelo, fingía beber
un vaso tras otro, y todo su empeño era lucir la faja por cuyos
bordes asomaban los mangos y las puntas de todas aquellas
armas mortíferas con que se adornaba.
Después, cambiada la escena, aparecía en el palacio de
Doña Elvira, vestido de guerrero, colgándole a los flancos una
ancha espada, y anunciaba la presencia del Rey, ante quien se
descubría y hacía descubrir a los demás, mostrándose indigna-
dísimo del desacato que se había cometido con su señor a quien
se le hacía aparecer complicado en una aventura amorosa. Y
entonces, destacándose de sus compañeros de coro, se paraba
junto a las candilejas, en el mismo plan que Hernani y Doña
Elvira y Carlos V y el viejo Silva, y tomaba parte en el gran
settimino que cierra el acto, desgañitándose el pobre Hericourt
por hacer ver que él alternaba con los principales personajes,
repitiendo con aire consternado: In presenza de il suo Re!, de
cuyo lado no se apartaba como para defenderlo contra cualquier
ataque del desalmado Hernani.
En el tercer acto aparecía Hericourt de conspirador, todo
embozado en su negra y amplia capa, lleno de misterios, ha-
ciéndose solo conocer del público por sus bien calzadas botas
y las desmesuradas alas de su sombrero que se distinguía de
todos los demás, y entraba con paso tácito, receloso, y jura-
ba matar al tirano blandiendo el puñal homicida, hasta que
descubierta la conspiración y perdonada la falta, se ponía de
rodillas ante el magnánimo rey, cantando con entusiasmo: ¡A
Carlo Quinto sia gloria ed onor!
Y levantado nuevamente el telón, se presentaba el bandido,
el heraldo, el conspirador, transformado en galán de corte,
lujosamente vestido para la fiesta, paseando del brazo a su
compañera, con quien se derretía en cumplidos y agasajos,
haciendo dudar por un rato si era él el protagonista de la boda

romántico de Víctor Hugo estrenado en París en 1830. Con ella se inauguró el


teatro Solís, el 24 de agosto de 1856.
88 Sansón Carrasco

que el cuerno del vengativo Silva había de desbaratar mo-


mentos después, dando por tálamo a los novios un sepulcro.
Poco a poco fue Hericourt ascendiendo en categoría, sin
que por ello mejorase su voz, aquella voz que le salía de la
garganta como si estuviese atorado, hinchándole las venas del
cuello hasta temerse que se le reventaran al atacar las notas
agudas que en vano trataba él de hacer oír en medio del es-
truendo de las otras voces del coro. El primer papel importante
que desempeñó fue el de amante de Violeta en la Traviata, en
el tercer acto, en la fiesta en que ella vuelve a encontrarse con
Alfredo. ¡Con qué orgullo se presentó Hericourt lujosamente
vestido, adornado el calzón corto y las bocamangas de la ropilla
con largas y almidonadas puntillas, y con cuello de encajes, y
la pechera rígidamente encanutada(79), mirando por encima del
hombro con aire provocativo al antiguo amante de su querida,
con quien empeña una reñida partida de juego!
Era la primera vez que representaba un papel importan-
te; y el bueno de Hericourt había echado el resto en el traje,
presentándose con más lujo que el tenor, de quien era rival en
aquella escena. ¡Con qué importancia arrojaba sobre el tapete
las monedas que arriesgaba en la partida! ¡Con cuánto despre-
cio aceptaba el envite redoblado de su adversario, cantando
con sus notas estranguladas: il doppio sia! como si le fuera
indiferente ganar o perder aquella miseria!
¡Oh, Hericourt! Entonces eras grande, entonces te ponías
por arriba de todos, espléndido en tu traje, soberbio en tu
apostura, dominando el tablado con tu elevada planta, la pier-
na enérgicamente tendida, el pecho saltado, altiva la frente,
relampagueante la mirada, ¡y tiesas, más tiesas que nunca, las
puntillas encanutadas de la pechera!
¡Y siguió subiendo! De amante de Violeta, ascendió a
novio de Lucía(80). Aquel fue su más grandioso triunfo teatral.
Sus sueldos de todo un año los empleó en el traje que aquella
noche había de lucir, pero ¿qué le importaba aquel derroche

(79)  Con “puntillas encanutadas”, como aclara más adelante.


(80)  Debe referirse a la protagonista de Lucía de Lammermoor, ópera de
Gaetano Donizetti (1797-1848).
No es para tanto, mi tío | 89

al lado del éxito que él esperaba? Y lo consiguió completo,


estruendoso, cuando se presentó vestido de raso blanco, blan-
co el jubón, blancos los gregüescos, las medias blancas, los
zapatos blancos, blanca la almidonada corbata cuyas lazadas
parecían las alas de una mariposa enorme, y resaltando en
medio de toda aquella blancura, el rostro de Hericourt, amo-
ratado, apoplético de orgullo y de satisfacción al verse solo
en la escena con la atribulada Lucía, cubierta con los blancos
velos de la desposada.
No cantó, porque no podía cantar. El canto en aquella esce-
na era para él cuestión secundaria. Lo importante, lo saliente,
era el traje que valía él solo por toda una romanza, y Hericourt
exhibió el traje por todos lados, manteniéndose durante algunos
minutos en ciertas posturas para dejar ver toda la elegancia del
corte y la riqueza de la tela. Aquello fue un relámpago de gloria,
una exhalación brillante en su carrera artística, pero aquel solo
minuto le compensó todos los esfuerzos de quince años para
llegar a verse en primera línea, atrayendo sobre sí todas las
miradas de un público cuya atención había ido poco a poco
conquistando con sus bruñidos yelmos, con sus penachos de
vistosas plumas, y con sus descomunales espadas pendientes
de intrincados arreos.
¡Pobre Hericourt! Murió ignorado después de aquel triunfo
en que por única vez pudo lucir su arrogante figura, solo, en
el escenario de Solís, teniendo a su lado a la prima donna, a
Lucía, conquistada por él en rivalidad con el tenor, con quien
competía siempre, si no en la voz, porque no la tenía, en el
traje, que era en lo que cifraba toda su gloria.
Durante veinte años no dejó de cantar una sola noche,
mientras había ópera, apareciendo siempre irreprochable,
distinguiéndose entre todos con sus botas de campaña y sus
sombreros fantásticos y, cuando la temporada lírica terminaba,
Hericourt desaparecía por completo, sin que jamás se le viera
ni en teatros ni en paseos: especie de golondrina del arte que
solo se presentaba al calor de las candilejas y arañas de Solís,
gorgoreando con su garganta atorada aquellas notas ásperas,
apretadas, como de gallo que recién comienza a cantar.
90 Sansón Carrasco

¡Pobre Luis Hericourt! Era bueno, afable, puntual como


un reloj, siempre en su papel, siempre en la época que repre-
sentaba, siempre pulcro, viviendo solo para el arte y por el
arte, supliendo lo que la naturaleza le negó con las exteriori-
dades del adorno; él daba carácter a la escena, él interpretaba
las situaciones con el gesto, ora iracundo, ora sonriente, ora
sarcástico, como en la escena en que Renato se encuentra
con que está cuidando a Amelia, su propia mujer, mientras el
amante huye, y tiene él que soportar la burla de los que entre
carcajadas le cantan: Vesse di note, qui colla sposa. Ahí era
de ver el sarcasmo, la sátira con que Hericourt zumbaba al
engañado esposo, riendo con una carcajada capaz de sacar de
juicio al más paciente de los maridos!
Hericourt ha muerto, pero su recuerdo vivirá imperecedero
en la memoria de la generación que lo conoció. Yo le debo
muy buenos ratos, y en pago de ellos, le dedico estas líneas,
exhumándolo de su tumba para que lo conozcan los que han
venido después que él desapareció del escenario en que desde
bandido de la mesnada de Hernani ascendió hasta novio de la
desventurada Lucía.

[La Razón, Nº 1586, 10 de febrero de 1884]


España-Montevideo

Están ustedes, lectores, pasando la vista sobre estas líneas,


y al mismo tiempo llega a sus oídos el redoblar de los tambo-
riles(81), los tañidos gangosos de las gaitas, los bullangueros
rasgueos de las guitarras, el puntillado sonoro de las bandurrias,
el alegre sonajeo de las panderetas, y ecos de pífanos agudos y
toques marciales de fanfarrias, interrumpidas las armonías de
la música con estallidos de cohetes y estampidos de bombas,
dando toda esta algarabía y bullanga un extraño aspecto a nues-
tra habitualmente tranquila y sosegada ciudad de Montevideo,
patronada por los santos Felipe y Santiago, y gobernada por
otros Santos... no muy católicos allá que digamos.
¿Por qué este desusado ruido? ¿Por qué van las gentes
riendo y cantando, munidas de hinchadas botas(82) y aprovi-
sionadas de manjares suculentos? ¿Por qué sobre el eco de las
risas, y sobre los acordes de las músicas, y sobre el estallido
de los cohetes, predomina e impera, como el canto del gallo
sobre el gorjeo de las otras aves, el grito de: ¡Viva España!?
Es porque hoy es la fiesta de los Españoles; el día clásico
en que reviven aquí, en la lejana América, las tradiciones y
las costumbres de la madre patria, y en que salen del fondo
de las arcas los trajes típicos de cada provincia de España,
condenados a reclusión durante el resto del año por el rasero
nivelador de nuestro cosmopolitismo americano, que iguala
todas las costumbres, que corta por un mismo patrón todos
los trajes, que borra todas las diferencias de castas y de razas
para no ver en su torno más que hombres libres, emancipados

(81)  Tamboril: en este caso, tambor pequeño que, colgado del brazo izquier-
do, se toca con un palillo.
(82)  Bota: pequeño recipiente de cuero que remata en un cuello con brocal
de cuerno o madera, por donde se llena de vino y se bebe (DRAE).
92 Sansón Carrasco

por el trabajo, única cruzada en que se conquistan títulos


nobiliarios, que a nadie costaron sangre ni exterminio, y que
solo representan civilización y riqueza.
Pero hoy, por algunas horas, vuelven los españoles a sus
costumbres, a sus trajes y a sus bailes. Salen a lucir las sayas
cortas de llamativos colores y las anchas fajas, los calañés(83)
y las monteras, las alpargatas y las boinas, los zurrones y las
botas impregnadas de lo añejo; y vuelven los andaluces a vestir
de corto con sus chaquetillas ceñidas y sus entallados calzones;
y tornan los gallegos a su caliente vestimenta de velludo; y
retoman los catalanes sus trajes de vellorí botoneados de plata;
y las vascas se presentan atado el rodete con los intrincados
lazos de sus pañuelos de seda; y cada región acude con sus
colores y atributos, y todos se revuelven y se confunden, los
sevillanos esbeltos y airosos con los gallegos recios y macizos;
los vascos ágiles con los fornidos catalanes, y los valencianos
y los de Murcia, y los de Asturias y los granadinos, todos
hacinados en un solo grupo en torno de la bandera bicolor
que ondea desde las saladas playas de Cádiz hasta las ásperas
serranías del Pirineo.
Y juntos con los españoles, vamos a su fiesta los orientales,
y van con ellos todos los elementos cosmopolitas que nos traen
sus brazos y sus industrias, convirtiendo así la romería en una
fiesta nacional en que todos toman parte. Treinta o cuarenta mil
personas habrá esta tarde esparcidas en el Prado, animando con
sus cantos, con sus bailes, con sus trajes, las quietas orillas del
Miguelete, acrecido y turbulento con las avenidas de la lluvia
reciente, tributo con que la naturaleza quiso asociarse a la fiesta
para aplacar el polvo del camino y reverdecer el follaje de la
espesa arboleda que cubre aquellos sitios.
No determinada gloria de las que la epopeya de España
componen, festejan en este día sus hijos, sino que celebran el
sentimiento español que en lejana tierra los une para protegerse
mutuamente, para atender a los necesitados, para asistir a sus
enfermos, para dar sepultura a sus muertos, para reempatriar

(83)  Debería decir calañeses. El sombrero calañés es de ala vuelta hacia arriba
y copa generalmente baja en forma de cono truncado. La montera es una gorra.
No es para tanto, mi tío | 93

a los inválidos del trabajo, propósitos y fines que determinan


la existencia de la más poderosa de las Asociaciones, la de
Socorros Mutuos, fundada desde veinte y cinco años atrás(84),
y que año tras año acrece su importancia, merced al infatigable
empeño con que sus directores se afanan en su prosperidad.
La fiesta española es la celebración de la fundación de ese
Centro, y las simpatías que despiertan sus nobilísimos fines
son las que allegan ese inmenso concurso que va a henchir
los campos del Prado, dejando a Montevideo huérfano de la
mitad de sus habitantes.
Desde las primeras horas de la mañana, todo es bullicio en
las calles: carros toldados y enramados, coches atestados de
gentes, tramvías con sus caballos empenachados de amarillo
y rojo, comparsas de transeúntes contentos y bullangueros,
vendedores ambulantes que van a hacer su agosto, todos co-
rriendo y atropellándose en dirección al Prado, convirtiendo
la ancha calle de la Agraciada en ruidosa y continua romería
de gente que va alegre y vuelve más alegre aún, repitiendo en
medio de cantos y de risas el grito de: ¡Viva España!
¡Allá todos! Al Prado, a aquel pedazo de España tras-
plantado en las riberas del Miguelete, con sus guitarras y sus
bandurrias, con sus gaitas y sus zampoñas, con sus tamboriles
y sus pífanos, que rasguean boleros, y que tañen muñeiras, y
que tocan zortzicos, mientras otros cantan malagueñas y pe-
teneras saladas como el mar y picantes como el ají, con toda
la sandunga y el ¡ole! de la tierra.
Allá voy yo también, y no como mero curioso, sino como uno
de la fiesta, a la cual me asocio de todo corazón con un sonoro:
¡Viva España!
[La Razón, Nº 1.500, 11 de noviembre de 1883.]

(84)  La Asociación se fundó el 29 de setiembre de 1853, por lo cual se


cumplían en realidad treinta años. En su artículo “Los españoles en el Prado”, La
Razón, 24/10/82, recogido en Sansón Carrasco, Crónicas de un fin de siglo, cit., p.
72, el autor había puesto el dato correcto.
Los caballos árabes de Serantes

Buenos Aires, setiembre 15

La emulación que el refinamiento de la raza caballar ha


despertado desde algunos años atrás entre los criadores y afi-
cionados, ha hecho cerrar los ojos a todo sacrificio de dinero
con tal de adelantarse los unos a los otros en la adquisición
de reproductores tipos, abriendo aquí un verdadero mercado
que tiene ya nombre en Europa por la cantidad y calidad de
los animales que importa.
El móvil inicial de esta importación caballar fue la afición a
las carreras, y por consiguiente los primeros caballos de sangre
introducidos en el país fueron los ingleses, que no constituyen
una raza, pues son fruto de la cruza de diversas razas, reunien-
do en un solo tipo la resistencia de la una, la ligereza de la
otra, la alzada de esta y la estructura de aquella, hasta formar
ejemplares que reúnen todas las condiciones requeridas para
la carrera, y cuya reproducción exige un constante cuidado
en la selección y en la cruza para evitar la degeneración de
las crías, que volverían a uno de los tipos primitivos si se las
dejase procrear entre sí.
Más tarde, refinados los gustos por la frecuencia de los
viajes a Europa, vino la afición por los animales de tiro liviano,
de los que fue uno de los primeros importadores don Vicente
Casares, trayendo el famoso Lyon, de raza Morgan, y poco
después otro soberbio padrillo, el Young American Eagle de
la misma raza. Algunos productos mestizos de estos padres
han alcanzado el precio de tres mil pesos fuertes, que es un
resultado alentador para los criadores.
A los Morgan siguieron los rusos, que son los grandes
caballos de tiro, no solo por ser famosos trotones, sino también
No es para tanto, mi tío | 95

por la alzada y por la belleza proporcional de sus formas. Los


primeros tipos de esa raza que se presentaron en Buenos Aires
fueron los tordillos negros(85) del señor Dorado. Algún tiempo
después importaron los señores Basualdo dos ejemplares más
de la misma raza, dos magníficos padrillos oscuros que atraen
todas las tardes la atención de los aficionados en la Avenida de
Palermo, enjaezados con los arneses rusos, que contribuyen al
realce de la belleza de esos caballos.
Casi al mismo tiempo que los de Basualdo llegaron otros
animales rusos traídos por el señor Leloir, un padrillo y dos
yeguas, destinados a la cría, y en seguida llegó un tordillo
enviado al señor Serantes, un soberbio potro, tal vez el más
hermoso ejemplar de la raza que haya venido a Buenos Aires,
y que se exhibía en casa de los señores Tallaferro y Sánchez,
conjuntamente con un zaino colorado Morgan, notable caballo
importado por el señor Kemmis.
Parecía que ya nada nuevo quedaba por traer a Buenos
Aires en materia de caballos, pues además de los de carrera
y los Morgan y los rusos y los Trakeneu y los Cleveland, hay
los andaluces del señor Unzué, y algunos de origen árabe
comprados en Turquía, cuando se les ocurrió a los señores
Serantes mandar traer ejemplares genuinos de la raza tipo, la
que ha servido de plantel, por decirlo así, a todas las cruzas de
caballos, famosos por la ligereza y la hermosura de formas:
el potro árabe, el nacido y criado en el aduar(86), el hijo del
desierto, [que] está fuera del comercio por las dificultades
que ofrece el acceso a aquellas comarcas, por la repugnancia
del beduino a vender su caballo, y más que todo por no ser

(85)  El tordillo es un animal salpicado de pelos blancos y negros. El más


común es el tordillo blanco, en el que predominan los pelos blancos. En el tordillo
negro predominan los pelos negros. “Pelaje hermoso cuando los pelos de uno de
los colores se disponen formando lunares o medallones, cosa que sucede gene-
ralmente en los cuartos y paletas. Pero hay tordillos negros, de color uniforme,
que se diferencian de los moros en que los pelos de estos últimos son de un color
negro-pizarra”. (Roberto J. Bouton, La vida rural en el Uruguay, Montevideo,
1961, pp. 185-186).
(86)  Aduar: pequeña población de beduinos, formada de tiendas, chozas
o cabañas.
96 Sansón Carrasco

permitida la exportación de animales de esa raza privilegiada,


que se conserva pura, sin mezcla de ninguna otra desde tiempos
remotísimos. El árbol genealógico de cada uno de esos caballos
está arraigado en siglos y siglos atrás.
La tradición árabe hace remontar el origen del caballo
hasta Salomón, que fue, según ellos, quien primero los domó
y utilizó para la guerra dejando a su muerte cinco de sus favo-
ritos que fueron los que propagaron la cría en Arabia, cuyos
descendientes llevan en la frente la señal que los distingue de
los demás, y que consiste en unos remolinos paralelos algo
más arriba de los ojos.
El proyecto de los señores Serantes encontró viva acogida
en un hombre emprendedor que desde hace años trabaja en sus
establecimientos de campo, un señor Newmayer, cuyo nombre
sonó mucho hace algún tiempo ligado a sucesos políticos de
la República Oriental.
Newmayer es uno de esos hombres que tienen la fiebre de
lo extraordinario y desconocido, así es que el viaje a Arabia lo
sedujo desde el primer momento y resolvió hacerlo prometién-
dose conseguir un éxito completo en su expedición.
¡Caso curioso! Toda la actividad y espíritu emprendedor
de Newmayer hubieron de fracasar en la empresa por cuestión
de unos pelos. Usaba él, desde muchos años atrás, unas sober-
bias patillas que lo señalaban entre mil, y que eran objeto de
todos sus cuidados. Sea por preocupación religiosa, sea porque
fuesen contravención a las modas del país, ello es que los pri-
meros árabes con quienes topó Newmayer en su excursión le
pusieron muy mala cara, y no quisieron ni oírle proposiciones
de ningún género. Tratando de investigar la causa de aquellas
resistencias, uno de sus guías le dijo que difícilmente entraría
en la gracia árabe mientras conservase aquellas patillas, y
entonces Newmayer, ante la posibilidad de que su empresa
escollase en aquellos pelos, resolvió sacrificarlos; sacrificio
que le valió ser muy bien recibido de los beduinos, y hasta
agasajado por ellos en agradecimiento de la cortesía.
Newmayer se instaló en Damasco, y de allí emprendió
sus negociaciones con las tribus nómades, teniendo que hacer
No es para tanto, mi tío | 97

frecuentes excursiones al desierto en procura de los caballos


que quería comprar; y como sería una historia larga la narra-
ción de esas correrías por un país inhospitalario y desierto,
abreviaré diciendo que tuvo que internarse hasta el corazón
del valle del Éufrates, donde, después de tener que luchar con
dificultades venciéndolas a fuerza de astucia, de actividad y de
dinero, consiguió adquirir ocho animales de pura raza árabe:
dos padrillos, cuatro yeguas y dos potrancos(87), unos de los
cuales tiene apenas seis meses de edad.
La adquisición más difícil fue la de las yeguas, que los ára-
bes estiman más que los caballos, y cada una de las cuales suele
pertenecer a diversos dueños de distintas tribus, lo que hace
trabajosísima la compra, teniendo que apelar a la influencia de
los cheiks(88) para decidir a sus súbditos a desprenderse de sus
yeguas, hecho que ocasiona llantos y tristezas en las familias
propietarias, por el grande amor que tienen a sus caballos.
Tantas o más dificultades que para la adquisición, tuvo
Newmayer para sacar del país a los animales, para lo cual
tenía que luchar con la prohibición absoluta que hay para la
exportación caballar, y sobre todo de yeguas. Pero... poderoso
caballero es don Dinero, y esto, unido a la actividad e iniciativa
de Newmayer, dio por resultado que pudiese embarcar sus
caballos en Beirut, capital de Saida, en la Turquía asiática.
Llegado a Marsella desembarcó su cargamento hípico,
llevándolo a París, donde fueron los caballos árabes de Seran-
tes sujeto de la pública curiosidad durante quince días dando
motivo a que se ocupasen detenidamente de ellos todos los
diarios: el “Fígaro”, “Le Temps”, “Gil Blas”, “La République
Française” y varios periódicos consagrados al sport, uno de los
cuales, conjuntamente con la descripción, insertó los retratos
de estos soberbios animales, que eclipsaban por completo a
otros, árabes también, que como preciado regalo había enviado
el Rey de Túnez al Presidente de la República Francesa.

(87)  Potranco (forma hoy en desuso): potrillo.


(88)  cheik: jeque, jefe árabe que gobierna un territorio o provincia. SC
emplea la forma francesa.
98 Sansón Carrasco

En París se hicieron tentativas para comprar a Newmayer


algunos de los animales a fin de destinarlos al Haras Nacional,
pero el enviado de los señores Serantes se desentendió de toda
negociación y emprendió viaje para Buenos Aires, después de
haberse atraído todas las miradas de los paseantes del Bois de
Boulogne, jineteando los potros árabes que él había desente-
rrado de las comarcas del Éufrates.
Y motivo había para llamar la atención, porque en verdad
no hay ni idea de lo que es uno de estos animales antes de
verlos. Es la belleza de las formas, la elegancia de los mo-
vimientos, lo sedoso del pelo, que no es cerda, sino un vello
finísimo y corto como el de un sombrero alto; la finura del
cuero, que deja de serlo para ser un cutis delicado como un
guante de piel de Suecia, la viveza de la mirada, todo, en fin,
que se reúne para hacer de esos brutos algo que los distingue
de sus semejantes, como se distingue de entre los suyos el
hombre esmeradamente educado, criado entre el mimo y el
regalo de la molicie y de la fortuna.
Cuando fui a verlos estaban los caballos árabes en sus
pesebres, muy tranquilos. Son mansísimos. Se dejan acariciar y
palmear sin hacer la más ligera tentativa de cocear o de morder,
antes bien agradeciendo las caricias.
Pero a medida que los iban sacando para pasearlos, se
transformaban, irguiendo con altivez la cabeza, haciendo
graciosas corvetas(89) y cabriolas, como si se esmerasen en
presentarse con todas sus gracias.
De los dos padrillos, el uno es tordillo negro, y tostado
requemado el otro. El tordillo es un animal ya hecho, de cuatro
para cinco años, fuerte de caja, ancho de pechos y muy seco
de remos, como todos ellos, que parece que no tienen carne
en las patas, sino el hueso y los nervios revestidos por la piel.
Es un hermosísimo animal hasta por la alzada, que supera a
la generalidad de su raza.
El otro, el tostado, es el colmo de la esbeltez de formas
y de la elegancia de movimientos. Parece de raso, tal es de

(89)  Corveta: movimiento que se enseña al caballo, haciéndolo andar con


los brazos en el aire.
No es para tanto, mi tío | 99

brillante y sedoso el pelo. Es una gacela, de patas finísimas y


de bellísima cabeza. El hocico es tan fino, que podría beber
en un pocillo de café. Tiene en la frente los dos remolinos
salomónicos de que ya hablé. La mirada es de una viveza y
elocuencia que parecen humanas. Se puso a trotar en el pica-
dero, y parecía que no ponía los cascos en el suelo.
Otra particularidad de estos caballos árabes es la de que,
así que echan a andar, paran el rabo, haciendo flamear las
cerdas finísimas como barbas de plumas, que se esfuman con
una tenuidad de humo.
Y a toda esa perfección de formas y delicadeza de piel, se
reúne una gracia tal de los movimientos, que no se puede dudar
de que haya algo de presunción en el animal. ¡Qué elegancia
para sacar los brazos y afirmar las patas! ¡Qué manera de ar-
quear el cuello y sacudir las crines! ¡Qué agilidad de acróbata
para brincar airosamente! ¡Qué dilataciones nerviosas de las
narices para aspirar el aire! No hay un solo detalle que no sea
una perfección, desde la oreja, pequeña e inquieta, sin pelo,
hasta el casco, que parece ligado a la pata por una muñeca de
mujer delicada.
Y luego, la proporcionalidad de las formas, que comple-
tan un conjunto estético irreprochable, con una suavidad de
contornos y una armonía de líneas que parece que el buril del
arte las hubiera pulido.
Este precioso animal, cuyo cuerpo se cimbra como un
junco, y que es noble desde el hocico hasta el rabo, tiene poco
más de tres años de edad, y no ha llegado todavía a su completo
desarrollo. Creo que es, fuera de duda, el más fino de todos
los animales importados por Newmayer, aunque a bien decir,
es casi una injusticia darle la primacía sobre una yegua de su
mismo pelo, de la que un diario parisién dijo que tenía en sus
actitudes refinamientos de cocotte. Verdaderamente, hay algo
de la coquetería femenina en esta yegua, que se creería tiene
conciencia de su belleza, tales son las monadas mujeriles con
que recoge el cuello y contonea el cuerpo, como si fuera arras-
trando un vestido de gran cola. La piel le brilla como la felpa,
100 Sansón Carrasco

y los remos se dirían brazos, por la morbidez de los hombros


y la aristocrática delgadez de las muñecas.
Las otras dos yeguas, colorada la una y alazana la otra,
son también animales sobresalientes, a pesar de estar algo
deformadas por la avanzada preñez en que han llegado. La
colorada, sobre todo, es notable por la gran alzada y la esbelta
fortaleza de sus miembros.
Pero, sin quererlo, vuelvo al padrillo tostado, que me
lo represento paseando a gran trote, alta la cabeza, el andar
desenvuelto pisando como sobre elásticos, los cuatro cascos
al parecer en el aire a la vez, muy abiertas las narices, miran-
do a un lado y a otro con sus ojos negros y brillantes, la cola
tenue y vaporosa volante como una gasa, corveteando como
una cabra, y el cuerpo viboreando como una gacela asustada.
Y a poco que la agitación del trote y el fuego de la sangre lo
hacían transpirar un poco, aparecían dibujadas sobre la piel
todas las venas y arterias, y nervios y tendones, como los ríos
y arroyos de un mapa, palpitantes y pletóricos de la savia de
vida que alimenta su organismo, a la par delicado y vigoroso.
Pueden estar satisfechos los señores Serantes de su ad-
quisición, no solo como aficionados a los buenos caballos,
sino también por su interés de criadores, pues puede ase-
gurarse que los productos de esos tipos, cualquiera que sea
la cruza que con ellos se haga, deben de ser sobresalientes;
y contribuirán principalmente al mejoramiento de las crías
criollas que debieron en su origen tener algo de sangre
árabe, por haber sido andaluces los primeros caballos que
se importaron.
Pero bueno será recordar, cuando se hable de las mejoras
que obtengan los señores Serantes con su cría de árabes, lo que
decía aquel habitante de un país, más allá de las islas Filipinas,
cuando todos se entregaban a ponderar los variados y sabrosos
condimentos de los huevos:
–¡Gracias al que nos trajo las gallinas!
Gracias a Newmayer, a cuyo espíritu emprendedor y dado
a las aventuras arriesgadas se debe el haberse internado en la
Siria para traer a estos genuinos descendientes de los caba-
No es para tanto, mi tío | 101

llos de Salomón, como lo acredita el siguiente documento,


escrito en lengua arábiga con caracteres de la más intrincada
configuración, que viene refrendado por cinco firmas con sus
correspondientes sellos, y que dice así:

“En el nombre de Dios Clemente y Misericordioso!


“Alabado sea Allah, que creó los caballos del viento
del Sud, que puso la felicidad en ellos y en sus miembros.
“Que por ellos venció a sus enemigos, y les hizo obedecer
a los profetas aunque sean indomables y devoren el espacio!
“El primero que los domó fue Salomón, el hijo de David.
Que la paz sea con él! Este Rey tenía la pasión de los caballos,
de los cuales decía:
“–Yo amo los caballos; yo encuentro en ellos mi felicidad.
“Ningún rey tuvo criaderos como Salomón. De sus nobles
caballos, solo cinco quedaron. ¡Ni uno más!
“De ellos proviene la descendencia bendita que Dios ha
llamado: los corceles jadeantes, los corceles que hacen chis-
pear el fuego con sus herraduras, los caballos que sorprenden
al enemigo al clarar(90) el día.
“De ellos fue que el profeta Mahomed dijo: ¡La felicidad
está estampada en la frente de los caballos!
“En cuanto al caballo alazán que tiene una mancha negra
sobre la nariz [se refiere al padrillo tostado de que he hablado],
Aboutikoul, y su madre Hamdanieh, pertenecen a la renom-
brada raza árabe Rawoleh.
“Miradlo, examinadlo; es más límpido que la leche.
“Los abajo firmados atestiguan esta declaración”.

(90)  Clarar (hoy en desuso): aclarar, clarear.


102 Sansón Carrasco

Y siguen en efecto once firmas de cheiks y hadjs y


cayeds,[caíds] autoridades de las tribus nómades en que fue-
ron adquiridos los soberbios caballos árabes de los señores
Serantes.

[La Razón, Año VIII, Nº 2.058,


jueves 17 de setiembre de 1885](91)

(91)  Por esta fecha Sansón Carrasco estaba exiliado en Buenos Aires.
Una fortuna en sellos

No hay en todo lo que vive, animal más azacán(92) que el


hombre. No contento ya de vivir con lo que la superficie de
la tierra le ofrece, busca su sustento en las profundas entrañas
de la madre común, o se remonta por los aires en un pellejo
inflado, aventurándose a un porrazo, a trueque de ganarse los
medios de hacer frente a la diaria exigencia del estómago.
Dicen que el camaleón vive del aire... ¡Bah! ¡Tontería! Para
eso de vivir del aire, no hay camaleón como el hombre. Y no
ya del aire, sino hasta de lo que es menos que aire: vive de la
preocupación, de las tentaciones, de la moda, de lo impalpable
convertido en sustancia por la imaginación, que a semejanza
del Dios bíblico, crea mundos de la nada.
Tal curiosidad que hasta ayer era tenida como un capricho,
una fantasía, se hace mañana una necesidad que poco a poco va
creciendo hasta convertirse en un verdadero ramo de industria,
que constituye un modo de vivir para muchas personas.
Antojósele por ejemplo a algún desocupado empezar un
día a juntar las estampillas de correo pegadas en las cartas que
recibía y, probablemente después de reunir un centenar, mostró
como curiosidad la colección a un amigo. Este no quiso ser
menos, y recolectó por su parte las que pudo. Siguió un tercero
el ejemplo, y a poco andar, la emulación fue ensanchando las
proporciones de aquella diversión, hasta convertirla en una
verdadera preocupación, en la que pronto se cebó la especu-
lación(93) instalando agencias ramificadas en todas las partes

(92)  Azacán: que se ocupa de todo tipo de trabajos penosos.


(93)  Teniendo en cuenta la prisa con que por lo general eran redactados,
los artículos de prensa de Sansón Carrasco gozaban de una corrección estilística
notable aunque de tanto en tanto podían adolecer de alguna palabra repetida o
alguna cacofonía. En este párrafo, se le escapan cuatro palabras terminadas en on
en otras tantas líneas.
104 Sansón Carrasco

del mundo para la compra y venta de estampillas de correo,


tarjetas postales, sobres timbrados, y todo, en fin, lo que se
relaciona con el franqueo de la correspondencia.
Hoy día es ya una verdadera industria que alimenta muchas
otras. Ya no hay solo quien vive del comercio de sellos, sino
que también vive el que fabrica álbumes especiales para las
colecciones, el comisionista que va de un país a otro en busca
de novedades postales, el periodista que exclusivamente se
ocupa de lo que a timbres de correo se refiere, y en fin, todo
un pequeño mundo que se afana, trabaja y come merced a la
emulación de los coleccionistas, que darían hasta un ojo de la
cara por conseguir un sello que nadie tuviera.
La Inglaterra fue el primer país que empleó en el mundo el
timbre postal, allá por el año 40, y como todo lo que importe
imponer contribuciones encuentra siempre pronta acogida,
no tardó en cundir el ejemplo, y antes de diez años se usaba
ya la estampilla en todos los países que componen el mundo
civilizado. No más de quince hace que la pasión por colec-
cionar esas estampillas se desarrolló entre los aficionados a
curiosidades, y claro está que tropezaron con dificultades para
proporcionarse los primitivos.
No quedó carta vieja que no fuese escrupulosamente re-
gistrada, ni archivos de Correos que no se espulgase hasta el
fondo para encontrar las reliquias que constituían la gloria de
los que lograban hacerlas figurar en sus colecciones.
Y como el crimen no duerme, y como la picardía huma-
na está siempre en acecho para jugarle una mala pasada al
prójimo, no hay para qué decir que pronto aparecieron los
falsificadores, que reproducían por docenas y centenas aquellos
sellos que más escaseaban, y que por consiguiente se pagaban
a mejor precio. Pero, como siempre sucede, descubriose el
fraude, y con ese motivo se duplicó la vigilancia, activose la
escrupulosidad y, hoy día, un sello raro no cuela sin haber pa-
sado por una inspección minuciosa, y se le mira con poderosos
lentes por el derecho, por el revés, contra la luz, se examina la
calidad del papel, el color de la tinta, y pasa en fin por mayores
pruebas que si se tratase de un billete de banco. También, la
No es para tanto, mi tío | 105

mayor deshonra para un coleccionista, es que le metan gato


por liebre. Al que tal le suceda, es indigno de formar parte de
ninguna Sociedad Filatélica, nombre con que se designan los
que al aumento y depuración de las colecciones se dedican.
Una hay en Montevideo que en estos días ha organizado
una exposición en la espaciosa sala del Club Industrial. Para
quien no está en el secreto, imposible le parecerá que haya
cómo interesar a las personas con solo mostrarles estampillas
de correo, y sin embargo confieso que yo me he gastado dos
horas, y otras cuatro me gastaría viendo y oyendo las minu-
ciosas explicaciones que los socios de la Filatélica dan con
solícita deferencia a los que visitan su Exposición.
Figura allí como principal expositor el caballero don Lu-
cidoro Durante, cuya colección de estampillas encierra más
de veinte mil de todas partes del mundo, no ya de los países
medianamente conocidos, sino hasta de algunos que para mí
están todavía para descubrirse. Por lo menos, los conocimien-
tos geográficos del tiempo en que yo estudiaba el mapa, no
llegaban a esas latitudes.
De los veinte mil sellos del señor Durante, diez mil a lo
menos tienen estampado el busto de la Reina Victoria. Los
dominios de Su Graciosa Majestad abarcan tan extenso radio,
que no hay pedazo de tierra conocida donde no flamee el pa-
bellón rojo, y cada una de esas posesiones tiene su estampilla
especial, que si bien difiere de las otras en la forma y el color,
no difiere en cuanto a ostentar la efigie de la que es hoy Reina
de Inglaterra y Emperatriz de las Indias.
El sello de correo, que parece cosa tan insignificante,
graba, sin embargo un rasgo característico de cada nación.
Así, la estabilidad de la política inglesa está representada
en ese busto de la Reina que viene reproduciéndose con la
misma plancha, desde que por primera vez se emitieron
estampillas. Las hay rojas, azules, anaranjadas, verdes,
largas y cortas, cuadradas y exágonas, redondas y oblongas,
pero en ninguna de ellas falta la encarnación de su forma
de gobierno. Las de la India difieren de las demás en llevar
una corona imperial.
106 Sansón Carrasco

El movimiento político de Francia está también historiado


en sus estampillas postales. Las primeras traían el busto del
viejo Luis Felipe; vino el 48, y las estampillas ostentaron el
emblema de la segunda república; llegó después el 2 de Di-
ciembre, y desde entonces la efigie de Napoleón III adornó
por espacio de 19 años los sobres de las cartas franqueadas
en los correos del Imperio, hasta que derrumbado este con la
catástrofe de Sedan(94), fue reemplazado el emperador por la
alegoría de la República bajo cuyo régimen vive y vivirá la
Francia, por largos años, próspera y feliz.
Los Estados Unidos Norte Americanos, son los que mayor
lujo ostentan en el grabado de sus estampillas, y en todas ellas
descuellan los retratos de sus prohombres, conservando en los
timbres de mayor precio el busto de aquel gran patriota que fue
el primero en la guerra, el primero en la paz, y el primero en el
corazón de sus conciudadanos: Jorge Washington, el modelo
de las virtudes republicanas.
También figuramos en la exposición nosotros, los orienta-
les, y también los orientales de Egipto, que por no ser menos
que nadie, tienen sus estampillas con sus pirámides grabadas
y sus obeliscos, dando así la clave para descifrar los garabatos
que ellos nos quieren hacer pasar por letras.
Lo que es a mí, no me pasan. Yo no soy de los que me
chupo el dedo para creer que esas rayitas y medias lunas
quieren decir algo. Lo que he extrañado es no ver en los tales
sellos el retrato de Arabí. Tampoco tienen ustedes el del joven
general que los gobierna, nos objetarán los egipcios, y a eso
nada tendríamos que responder, efectivamente, no lo tenemos.
Pero si no lo tenemos grabado en las estampillas, en cambio
lo tenemos gravando el presupuesto, y... váyase lo uno por lo
otro, que todo es grabar, con la sola diferencia de una b más
corta o más larga.
Nuestra colección, y no se asuste el señor Durante con el
posesivo, pues solo me refiero a lo que como país nos con-
cierne; nuestra colección, decía, es lo más variada, no porque

(94)  Sedan. Ciudad de Francia, en las Ardenas, donde en 1870 capituló


Napoleón III ante el ejército prusiano.
No es para tanto, mi tío | 107

haya gran variedad de modelos, sino porque cada vez que se


ha hecho una emisión se ha modificado en algún detalle la
anterior. En los colores, por ejemplo, se encuentran de todos
los matices. Si es en los azules, los hay desde el celeste más
desvaído, hasta el turquí más oscuro; los colorados van desde
el rosa pálido hasta el rojo sangriento; los amarillos pasan del
color caña al anaranjado subido, y así los demás. En unos dice
centésimos, en otros, centécimos, en unos han suprimido la
primera c y en otros se han comido la última s, y todas estas
pequeñas diferencias son cuidadosamente observadas por los
coleccionistas, que andan a caza de variedades para enriquecer
sus colecciones.
La del señor Durante encierra verdaderas curiosidades
en materia de estas alteraciones. Con prolija minuciosidad
ha ido recogiendo todas las estampillas que ofrecían alguna
particularidad y las tiene desde las impresas a medias hasta
las cortadas expresamente para reemplazar la falta de las que
representaban un valor menor. Así por ejemplo hay estampillas
de 20 centavos cortadas por el medio, otras divididas en cuar-
tos para los franqueos de cinco centavos, y otras valorizadas
con números postizos, sobre cargo que llaman los filatélicos.
Debe ser entretenida la diversión, dirá el lector que no está
en las intimidades de la tarea. ¿Divertida? Pues a fe que no es
de envidiarse. Hay sello que para descifrar su procedencia y
valor exige más paciencia y estudio que para traducir un ma-
nuscrito sánscrito o kamítico. Sobre todo, hay unos sellos de
Cachemira, que el más abigarrado pañuelo de esa procedencia
es más inteligible que aquellos garabatos. ¡Hay que ver cómo
se dice tarjeta postal en japonés! ¡Jesús! ¡Qué barbaridad!
Y barata la diversión, muy barata. Hay sellos que no valen
más que quinientos pesos, y el que menos no siendo allá de
los muy comunes, cuesta la friolera de 20 duros.
Un millón de francos dicen que representa la colección del
Barón de Rostchild. En ciento cuarenta mil pesos se vendió
recientemente una colección en los Estados Unidos, y la del
señor Durante, que es la más variada y completa del Río de la
Plata, y tal vez de la América, han querido comprarla en veinte
108 Sansón Carrasco

y cinco mil duros, los mismos que ha rechazado el dueño por


estimar en más su trabajo y sus desembolsos.
¿Cómo sabe usted todo eso?, me preguntará el lector asom-
brado al verme tan al corriente en materias filatélicas. Pues lo
sé de buena tinta, por haberlo leído en las cien publicaciones
que de ello tratan, publicaciones que componen la biblioteca de
la Sociedad Filatélica Uruguaya, a la que deseo yo todo género
de prosperidades, felicitándola por su exposición que puede
servir de materia de estudio para las personas curiosas. Aunque
no lo parezca, algo y aun mucho se aprende viendo sellos.
Hasta políglota puede uno hacerse con solo aprender a
descifrar los garabatos chinos, japoneses, egipcios y turcos que
adornan cada estampilla, eso admitiendo que tales jeroglíficos
sean letras, que lo que es a mí, no me cuelan, porque, como
decía aquel paisano a quien le explicaban el significado de
algunas palabras francesas: que al pan, le llamen pain, pase;
pero que al sombrero le digan chapeao, eso no.

[La Razón, Nº 1148, 9 de setiembre de 1882]


¡Todo se va!

(Artículo de circunstancias, a propósito de la transformación


del teatro de la Victoria en depósito de comestibles y bebidas).

¡Todo se va! Las costumbres, los recuerdos, la juventud,


aquella ingenuidad primitiva, la dulce intimidad de barrio, la
consoladora fe... hasta los Dioses, ceden al impulso de la no-
vedad, y van a confundirse en el torbellino de lo pasado, que el
tiempo y las nuevas impresiones reducen a la nada, como el sol
y la lluvia convierten la osamenta abandonada en la llanura en
sutil polvo que el viento dispersa en imperceptibles moléculas.
Tal edificio que fue hasta ayer emblema de una tradición
gloriosa o jalón de un acontecimiento siniestro, cae derruido a
los golpes de la azuela y el pico, arrastrando en sus escombros
los recuerdos que encerraba y que se borran ante la elegancia
y el lujo de la nueva construcción levantada sobre los viejos
cimientos.
Ni los que fueron templos del arte escapan a la fiebre de
mercantilismo que agita hoy a la antes tranquila ciudad colo-
nial, cuyo silencio solo turbaban los tañidos de las campanas,
especie de lenguas metálicas con que el mundo místico del
claustro se comunica con el mundo activo de la sociedad.
Ayer fue el Teatro Argentino, cuna de la primera genera-
ción artística, el que pagó su tributo a la especulación mercantil.
Hoy toca su turno al Teatro de la Victoria(95), que después de
casi medio siglo de servir de templo al arte, se ve profanado
por el materialismo comercial, convertida su antes ruidosa

(95)  El Teatro de la Victoria fue la primera sala que se construyó en Buenos


Aires con un destino específicamente teatral. Se inauguró el 24 de mayo de 1838
y estaba situado en la calle Victoria (actual Hipólito Yrigoyen, entre Tacuabé y
Bernardo Irigoyen). Tenía una capacidad de 2.000 espectadores. (Luis Ordaz:
Historia del teatro argentino, Centro Editor de América Latina, 1982). El Teatro
Argentino, que se menciona antes, había sido demolido en 1872.
110 Sansón Carrasco

platea en silencioso depósito de cascos de vino y barricas de


azúcar, y sus palcos y cazuela en estantes donde se almacenan
cajones de almidón y fideos, envases de aceitunas y conser-
vas, tercios de yerba, botellas de licores y esos mil artículos
que constituyen todo lo comprendido bajo el amplio rubro de
comestibles y bebidas.
¡Todo se va! Al ruido insólito del rodar de los barriles y
del golpear de los cajones, huyen espantadas las sombras ve-
nerandas que por tantos años anidaron en aquel hogar del arte,
en aquel templo donde fueron objeto de culto el armonioso
Orfeo, la burlona Talía y la ceñuda Melpómene.
Ante la inaudita profanación, desfilan embozados en sus
mantos de gloria, el ingenioso Moreto, el inagotable Lope,
Calderón el caballeresco, el ático Moratín, el satírico Bretón,
Larra con su enamorado Doncel, Zárate con sus interminables
dramones, Martínez de la Rosa con sus artificiosas comedias,
el armonioso Zorrilla, el mojigato Larra(96), el anacreóntico
Eguilaz, y toda aquella pléyade de autores buenos y malos,
de prosistas y poetas, de españoles y franceses, sin que escape
a la ignominiosa expulsión el portentoso Shakespeare, cuyo
Otelo fue allí real y verdaderamente ejecutado por Jordán, con
refinada barbarie, gozándose en atormentar al celoso moro
con todo el encarnizamiento con que un castellano viejo debía
martirizar a un perro judío.
Y entre esas encarnaciones del arte dramático salen con-
fundidos los representantes del arte lírico y la memoria inolvi-
dable de la Ida, de la Lagrange, de la Lorini, de Lelmi, de aquel
buen Lelmi de garganta acorazada, que en cada temporada
recorría todo el repertorio del clásico Rossini, del melodioso
Bellini, del armónico Donizetti y del ecléctico Verdi, desde la
Gazza Ladra y el Barbero, hasta el Trovador y la Favorita, sin
cansarse nunca, con la voz cada día más fresca y más robusta,

(96)  Debe referirse a Luis Mariano de Larra (1830-1901), hijo de Mariano


José de Larra. Fue libretista de zarzuelas, novelista y autor teatral. “En su produc-
ción [hermanó] lo cómico y lo sentimental; en sus obras sobresale la intención
moralizante". (G. Bleiberg en Diccionario de Literatura española, Madrid, Revista
de Occidente, cuarta edición, 1972).
No es para tanto, mi tío | 111

hasta que un viento colado de la Pampa vino a inutilizar aquel


órgano privilegiado.
Aquellos eran los buenos tiempos en que se iba al teatro
por treinta pesos papel con asiento y entrada: y se oía la gran
música, aquella música franca, redonda, llena de melodías
cuya interpretación estaba al alcance del sentimiento sin que
la inteligencia tuviese que trabajar para encontrar o forjar una
belleza hija muchas veces tan solo de la imaginación o de la
moda, y lo digo aun a trueque de pasar por rancio, despren-
diéndome de todas las preocupaciones y del prurito de echarlas
de inteligente, como hacen más de uno y más de dos, que van
boquiabiertos tras de la armonía rebuscada, como van todos
los Vicentes al ruido de las gentes, sin darse cuenta de lo que
ven ni oyen.
Al eco animado y alegre de los aplausos y de las risas, ha
sucedido el ruido monótono y destemplado de los cajones que
caen y de las pipas que ruedan. Aquellas paredes y aquel techo
que más de una vez vibraron al eco de los raudales de armonía
del settimino de Hernani y de los guerreros coros de Norma,
sirven hoy de recuesto a inmóviles sacos de arroz y de harina,
inertes ocupantes de un sitio que otrora llenaba un auditorio
entusiasmado y bullicioso, que apostrofaba a voz en cuello
al avariento Mendilueta de los Pobres de Madrid y lloraba a
moco tendido ante los desastres del Terremoto de la Martinica.
¡Cuán rico y variado museo de recuerdos era el Teatro de
la Victoria! Seguro estoy de que, si por medio del moderno
micrófono fuera posible despertar los ecos que duermen en
las rendijas de su apolillada tablazón y en los vericuetos de
sus sótanos, resucitarían con su argentado timbre las agudas
notas de la Lagrange y de Lelmi, los angustiosos soponcios
de la buena Vigones, el abaritonado acento del inolvidable
Fernández, los rugidos de Jordán, los gritos de Torres, la
simpática voz de la Carbajo, la sonora habla de Candel, y el
ruido de las patadas con que tantos cómicos de la legua han
hecho temblar el carcomido escenario de aquel vetusto coliseo,
con gran aplauso de ese buen público que juzga del mérito del
112 Sansón Carrasco

artista por el ahuecamiento de la voz, lo ceñudo del gesto y la


violencia del ademán.
Allí donde Montes, el anticuado boletero, tenía antes su
covacha para la venta de localidades y billetes, tiene hoy su
escritorio el activo dependiente que toma nota de las entradas
de los artículos que van al depósito o salen para el consumo.
Las cuerdas y roldanas que servían antes para transformar
un palacio en un bosque, según la escena lo demandase, utilí-
zanse hoy para izar lingadas de cajones que van a depositarse
en el estante que fue antes campo en que las pobladoras de
la cazuela libraban sus homéricas luchas para conseguir un
asiento cómodo, estrujándose, pellizcándose, insultándose y
promoviendo a veces tan infernal algarabía, que era necesaria
la intervención de la platea para con sus gritos de: ¡orden!
¡orden! restablecer la calma y el silencio entre las bellas y
ardientes batalladoras.
¡Cuántos dramas y comedias representaron los que a
aquel teatro concurrían como simples espectadores! ¡Cuántos
enamorados Macías(97) miraban arrobados desde las butacas a
sus suspiradas Elviras, que hacían prodigios de equilibrio en
la cazuela, apoyado el pie en el respaldo de una luneta, y suje-
tándose con las manos a la columna que sostenía el andamio!
¡Cuántos celosos Otelos espiaban por entre las rendijas de los
palcos entreabiertos los manejos de sus infieles Desdémonas!
¡Cuántos aventureros Tenorios guiñaban el ojo a las cándidas
Ineses que se dejaban engañar con miradas traidoras y femen-
tidas promesas!...
Pero dejemos de lado los recuerdos del pasado y volvamos
los ojos a las realidades del presente.
El teatro de la Victoria está hoy convertido en un prosaico
depósito de comestibles y bebidas. El arte ha cedido ante el
materialismo del comercio. Lo que antes fue almacén de los
productos del ingenio humano que alimenta la imaginación,

(97)  Macías es un drama romántico de Mariano José de Larra (1809-1837),


célebre por sus artículos de costumbres y autor de una novela, El doncel de Don
Enrique el Doliente, a cuya adaptación teatral parece aludir Sansón Carrasco en
la p. 107.
No es para tanto, mi tío | 113

es hoy receptáculo donde se aglomeran los productos de la


industria que sirven de alimento al estómago.
Dura veritas, sed veritas!
Mercurio ha entrado con su mercantil caduceo en el nido
de las Musas, desalojándolas de sus altares para erigirse él
en único Dios que ha de presidir en aquel recinto, frío y si-
lencioso hoy, tibio y bullicioso ayer al calor y al ruido de las
alegres carcajadas y de los entusiastas palmoteos con que el
auditorio saludaba las inspiraciones del poeta y festejaba la
interpretación de los artistas.
¡Horrible sarcasmo de los contrastes! Por la una puerta
de lo que hasta ayer fue teatro, dos fornidos peones hacían
entrar rodando una enorme pipa de aguardiente, al mismo
tiempo que por la otra salía un mocetón llevando a cuestas la
estatua de cartón blanqueada del Comendador, y otro sacaba
el último biombo ondulante que había servido para representar
el oleaje en que se sepultaron los desgraciados protagonistas
de La Plegaria de los Náufragos!
¡Todo se va!, repito, y al ruido insólito del rodar de los
barriles y del golpear de los cajones, huyen espantadas las
sombras venerandas que por tantos años anidaron en aquel
hogar del Arte, en aquel templo donde fueron objeto de culto
la burlona Talía, el armonioso Orfeo, y la ceñuda Melpómene,
convertido hoy por la fiebre de mercantilismo reinante, en un
prosaico almacén de comestibles y bebidas.

[La Razón, Nº 1034, 28 de abril de 1882]


A bordo de la “África”

Por qué tuve el honor de ser invitado a un almuerzo por


los señores oficiales de la corbeta española “África”, es cosa
que ya se sospechará el lector que esté al cabo de lo que en
estos días ha ocurrido.
Ello es que el viernes último recibí una tarjeta, que tex-
tualmente decía así:

Los Oficiales
De la Corbeta de S. M. C. “África”
Saludan muy afectuosamente al bachiller Sansón Ca-
rrasco, y le suplican al mismo tiempo tenga la bondad de
acompañarles a almorzar el Domingo 16, a las once de la
mañana. Un bote de la corbeta esperará en el muelle de la
Capitanía del Puerto.

Agradecido sinceramente el saludo, y aceptado el convite


de mil amores, creo inútil decir que todavía no había sonado
la última campanada de las once en la torre de la Catedral,
cuando ya estaba yo en el punto de cita, donde, como la tarjeta
lo decía, me esperaba un bote de la “África”, tripulado por
diez robustos mocetones.
Un violento envión apartó a la ligera embarcación de la
escalera del muelle, los marineros golpearon a una el agua con
las palas de los remos, y al compás del ruido que estos hacían
al apoyarse en los toletes, empezamos a navegar en dirección
a la corbeta, que a poca distancia se veía, como enclavada en
una chapa de bruñido acero, tal estaba de tersa y brillante la
superficie del puerto.
Los remos, al salir del mar, aparecían orlados con un
fleco de hebras de agua que semejaban barbas de plumas
No es para tanto, mi tío | 115

doradas por el sol, que con todos sus ardores veraniegos se


dejaba caer en lluvia de fuego, inundando el paisaje de luz
y de alegría.
Boga que boga, en pocos minutos llegó el bote al costado
de la corbeta, y por una cómoda escalera trepé a la cubierta,
donde encontré a los señores oficiales, a varios de los cuales
tenía ya el gusto de conocer, cambiando con ellos y con los
que en seguida me fueron presentados, afectuosos saludos.
De la cubierta, pasé a la cámara del señor comandante don
José Gómez Imaz, cuya presentación me fue en extremo
agradable, pues encontré en él un distinguido caballero, de
afabilísimo trato, de delicadas maneras, y de poco común
ilustración.
Un marinero anunció que la mesa estaba servida, y
sin esperar nuevo aviso, nos dirigimos todos, invitantes
y convidados, a la toldilla de popa del barco, donde por
amor(98) del fresco y para recreo de la vista, se había servido
el almuerzo. El panorama que desde allí se abarcaba con la
vista era espléndido. Al sur, la ciudad, en primer término
la Aduana, con sus cien ventanas cuyos cristales servían de
reverberos al sol, reproduciendo cada uno de ellos un foco
de luz intensa; y en seguida las casas, subiendo desde la
costa hasta la cumbre de la loma cuyo espinazo corre por la
calle de Sarandí, formando las azoteas como las gradas de
una inmensa escalinata, coronada por los miradores, sobre
los cuales se empinan todavía las altas torres de la iglesia
principal, perforando con sus agujas el ambiente azul.
Al este, el campo, vestido con todos los tonos del verde,
desde el esmeralda pálido de los sauces, hasta el bronce
oxidado de los eucaliptus, blanqueando entre la arboleda
los caseríos, sobresaliendo las agujas góticas y los mina-
retes moriscos de los caprichosos palacetes de las quintas.
Y franjeando el mar, el murallón de la playa, sobre el cual
van y vienen las locomotivas(99) del ferrocarril, empenacha-

(98)  Por amor: puede ser errata en lugar de por mor. La expresión “por mor
de” (por amor de, por causa de) era muy común en la época.
(99)  Locomotivas: galicismo por locomotoras.
116 Sansón Carrasco

das de blanco, dejando en la atmósfera la estela de su ruta


con motas de algodón, que en seguida se deshilachan en
invisibles hebras.
Al norte el Cerro, con sus médanos como de azúcar
molida, con sus saladeros sobre la costa, con sus laderas
verdes y sus casitas blancas, custodiadas por la fortaleza
que corona el vértice del cono, y cuya farola, herida por el
sol, parecía una inmensa fragua. Al oeste el mar abierto,
sin más barrera que el horizonte, reflejando en su superficie
chata el azul del cielo con esmaltes de luz, como lentejuelas
de oro formadas por el cabrilleo de los rayos solares en las
imperceptibles ondulaciones con que la brisa inquietaba a las
aguas, y en las que los mástiles de los buques y las cuerdas
de los aparejos se retrataban con contracciones de víboras.
La ciudad alegre, el campo frondoso, el mar tranquilo,
el cielo intensamente azul, todo sonreía y brillaba bajo aquel
sol de estío, y contribuía a rodear con un marco encantador
la fiesta que se celebraba en la toldilla de la “África”, desde
donde se divisaba todo y mucho más de lo que he descrito,
no impidiendo el deleite de la vista que funcionasen con
actividad los brazos y los dientes, dando cuenta de los man-
jares que por delante nos ponían los reposteros.
Hizo notar uno de los presentes que éramos trece de
mesa; se rió y se chanceó sobre la preocupación que hace
fatídico ese número; pero el Comandante, para acallar los
escrúpulos de algún supersticioso, si lo había, ordenó que
se pusiese uno más a la mesa; y como no hubiese persona
a quien recurrir, se echó mano de un canario, cuya jaula,
colgada en la botavara merced a una filástica, quedó sobre
el centro de la mesa a modo de lámpara. Y parece que el
pájaro tomó posesión del papel importante que en aquella
escena representaba, pues para que no se le tuviese por na-
die, se hizo oír con prolongados trinos y variados gorjeos,
que iban en crescendo a medida que las conversaciones se
hacían más ruidosas, y más sonoras las risas.
Entre amistosas expansiones y anécdotas graciosas, y
chistes más o menos festejados, se pasaron dos horas, y otras
No es para tanto, mi tío | 117

dos hubieran transcurrido sin sentirlas, si no fuera que desde


tierra llegaban hasta abordo ecos lejanos y sordos de redo-
bles de tambores, cuya significación nadie ignoraba, como
que se trataba nada menos que de la corrida de toros que a
beneficio de los diestros había de tener lugar aquella tarde.
Llegaron los postres, pero antes de catarlos, un marinero
presentó sobre la mesa un plato humeante, cuyos vapores
fueron bastantes a despertar nuevamente el apetito, adorme-
cido ya después de la pesada faena que había desempeñado.
Era aquel plato sacado del rancho de la marinería y tropa, y
consistía en lo que en Andalucía llaman menudos, callos en
el Norte de España, y que nosotros conocemos vulgarmente
por mondongos, tan sabrosa y prolijamente condimentados,
que a gritos estaban diciendo: ¡comedme!
Confieso que el tufillo aquel me llegó al estómago,
despertándome la voluntad de probar el sabroso plato, que
a dos carrillos veía yo comer a los marineros y soldados en
las mesas instaladas sobre la cubierta. Y cuando mi volun-
tad no fuese suficiente para hincar el diente a los menudos,
aguijoneábanme a ello los gestos y ademanes del Doctor
Cabello que a mi frente tenía, y el cual, a diferencia de aquel
su colega de Tirteafuera(100) que ponía veto a todo lo que
el comilón de Sancho quería engullir, se empeñaba en que
había yo de comer de cuanto por delante se me ponía, en lo
que yo le obedecía ciegamente, pues como médico que es,
él sabrá lo que me conviene.
Probé pues de los menudos, y entre chanzas de: ¿por
qué no come usté? y ¡que se va usted(101) a pasar en ayunas!
un bocado tras otro, dejé limpio el plato, y por cierto que
no fui yo el único, con gran contento de los marineros que
holgaban de ver a los señoritos comer con tan buena gana
de su rancho.

(100)  El doctor Pedro Recio de Agüero, natural de Tirteafuera, es un perso-


naje que aparece en el capítulo 47 de la Segunda Parte del Quijote.
(101)  El pronombre de segunda persona aparece sucesivamente con las
dos ortografías.
118 Sansón Carrasco

Don Federico Sáenz de Urraca, Dios se lo perdone,


intentó un brindis en mi honor, que no le dejé terminar para
que la fiesta no tomase un sesgo sentimental; y vaciadas las
últimas copas de un jerez más pálido que cabellera de albino,
y saboreado el café, y obsequiado con un buen puro, eché
mano al bolsillo y saqué la fosforera.
¡Alto! Me dijo el de enfrente; el de mi lado me cogió la
mano, y antes de que yo me diese cuenta de la falta que podía
haber cometido, gritó Elduayen desde la cabecera: ¡Mecha!
Instintivamente miré a un pequeño cañón que a mi vera
tenía, creyendo que allí iban a aplicar la mecha para hacerme
volar como reo de un delito que inocentemente hubiera co-
metido; y doblemente me lo creí, cuando vi aparecer sobre
la toldilla un artillero, armado de un globo de bronce que se
me antojó una metralla, y en la derecha una cuerda ardiendo.
No me encomendé en aquel momento a todos los Santos(102),
porque maldito si creo en ninguno de ellos, pero confieso
que estaba tamañito, y más cuando ya no me quedó duda
de que la cosa era conmigo, pues el artillero se me cuadró
por delante, y me miró muy serio, y yo a él, hasta que el
alférez Pasquín me volvió el alma al cuerpo diciéndome:
–¡Encienda usted su tabaco!
Recién entonces recordé que a bordo de los buques de
la Armada Española está prohibido hacer uso de fósforos,
ni de yesquero, ni de ningún combustible, por cuya razón
hay siempre sobre cubierta una mecha ardiendo dentro de
aquel globo de bronce que a mí se me figuró metralla, y que
está al cuidado de un cabo artillero, que es quien suministra
a todos el fuego para encender las pipas y cigarros.
Repuesto del entripado que la tal mecha me había meti-
do, y recordando la entonación especial con que Elduayen
había dado la voz, hice que como de casualidad se me apa-
gase el cigarro, y cuando estaban ya renovados los diálogos
y habían recomenzado los chistes, a todos puse silencio con

(102)  La mayúscula hace alusión al general Máximo Santos, que el 1º de


marzo de 1882 había sido elegido presidente por una Asamblea General obsecuente.
Se prolongaba así el período militarista iniciado por Lorenzo Latorre.
No es para tanto, mi tío | 119

un ¡mecha! desencajado de la garganta, que no había más


que pedir. Volvió el artillero, me presentó la cuerda, encendí
nuevamente mi cigarro, y... a visitar el barco antes de que
se haga más tarde.
Primero entramos en la cámara del comandante, com-
puesta de un dormitorio, cuarto de baño, sala y comedor,
todo en miniatura, pero perfectamente distribuido, aprove-
chado el espacio pulgada por pulgada. Pasamos después al
sollado de proa, aseado como un salón de baile, rodeado de
pequeños retretes(103): este con herramientas de carpintero,
simétricamente dispuestas en panoplias; el otro con peque-
ñas piezas de repuesto para la máquina; aquí la despensa; en
la sentina la bodega de vinos, todo perfectamente arreglado
y limpio, pudiendo llegar hasta el último rincón sin que ni
la vista ni el olfato tengan nada que censurar. En el ángulo
que forma la proa, está la enfermería, provista de buenas
camas y de un botiquín muy bien surtido. Ni un enfermo
había allí a la sazón, y según los informes del comandante,
se pasan los meses enteros sin que se dé el caso de que
tenga que hacer cama ninguno de los de la tripulación, tal
es de arreglada en su vida y pacífica en sus costumbres la
marinería española, que jamás promueve disturbios en tierra
ni da motivo a las correcciones policiales, como sucede con
las tripulaciones de otros barcos de las estaciones de guerra,
que a cada paso arman escándalos, y libran combates entre
sí y con los guardianes del orden público.
De la enfermería, pasamos a la máquina, relucientes
como oro sus bronces, y plateados a fuerza de limpieza los
hierros. Aquellos músculos de acero, tan imponentes cuando
están en acción, yacían allí mudos y tranquilos, como los
miembros de un gigante en reposo, esperando la sangre de
vapor que las calderas hacen circular por aquellas gruesas
arterias de cobre, para dar impulso a todo ese complicado
organismo de metal bruñido. El arreglo y la deslumbrante

(103)  Retrete. En este caso, “cuarto pequeño (en desuso)” (DRAE).


120 Sansón Carrasco

limpieza que en aquel departamento reina, hablan mucho a


favor del primer maquinista de la “África”.
En seguida visitamos la Cámara de oficiales, a popa. En
el extremo, está de un lado el escritorio del segundo coman-
dante D. Orestes Paadin, y del otro su camarote. Y a ambos
costados del saloncillo que recibe la luz por una claraboya
abierta en la cubierta, están los cuartos de los oficiales,
todo lo más pequeños que puede uno imaginárselos, pero
al mismo tiempo, llenos de comodidades en su estrechez,
asombrándonos, a los que en tierra no sabemos revolver-
nos en un cuarto de veinte varas, el ver cómo viven ellos
holgadamente en cuatro, sin que nada les falte: la cama, el
armario, la biblioteca, el lavatorio, mesa de escribir, cómoda;
cubiertas las paredes de perchas y cuadros con retratos de la
familia ausente; aprovechados los ángulos con rinconeras,
y hasta en el techo sujetos los bastones y paraguas, para no
dejar ni una pulgada de desperdicio.
Y ahora llegamos ya a lo más serio: al armamento del
barco, consistente en dos grandes cañones de retrocarga, de
la fundición de Trubia, armados en el centro de la cubierta,
a proa y a popa del palo mayor, sobre montajes de acero
construidos en La Carraca(104). Un niño puede manejar
aquellas grandes piezas, que corren sobre rieles, girando de
babor a estribor con suma rapidez. Arrojan aquellos cañones
proyectiles huecos de más que regular calibre, que salen del
ánima torneada en espiral con una impulsión giratoria, y
alcanzan prolongadas distancias. Sobre la toldilla de popa
hay dos piezas pequeñas que fácilmente se desmontan y se
arman sobre cureñas de desembarque, fundidas también en
el arsenal de Trubia, y también de retrocarga.
Distribuidos en varias secciones del barco, hay armeros
cargados de fusiles y carabinas de sistema Remington, pano-
plias de sables y machetes; y hachas de abordaje dispuestas
en forma de abanico, remedando los mangos reunidos por

(104)  Trubia es una población de Asturias. La Carraca, una localidad de


Cádiz, conocida por su arsenal, en la que estuvo prisionero y murió Francisco
de Miranda.
No es para tanto, mi tío | 121

el extremo, el envarillado, y las hojas de acero, el país(105);


abanicos imponentes con los cuales maldita la gracia que
me haría que me echasen aire.
¿Queda aún algo por ver? Queda mucho, pero el tiempo
apremia, y la memoria no da para más; que si el uno holgara
y la otra fuese más solícita, tendría para decir otro tanto de
lo que dejo dicho, detallando los cables dispuestos en carre-
teles; las banderas y gallardetes prolijamente almacenados
cada cual en su casilla; los cronómetros cuidadosamente
guardados en un estuche apropiado; las baterías de cocina
esmeradamente fregadas; los bronces, los aceros, los hierros
y los cobres, bruñidos hasta la exageración, rompiéndose en
cada uno de ellos los rayos del sol en agujas de oro, como
se rompe en hebras de plata un chorro de agua al caer sobre
las lozas.
Ciento cuarenta hombres hay a bordo de la “África”,
de capitán a paje, como antiguamente se decía, o si lo
quieren ustedes más claro, desde el comandante hasta el
último grumete; y nadie está allí ocioso, ocupados todos
cuando no en las maniobras de ejercicio, en los deberes de
la escuela, aprendiendo a leer y escribir los que no saben,
e instruyéndose en otros conocimientos útiles los demás,
bajo la vigilancia inmediata del oficial de guardia, cargo
en que diariamente se turnan el alférez de navío don Ángel
Elduayen, y sus compañeros don Manuel Pasquín, don Fran-
cisco Llanos y don José Rivera, todos jóvenes, caballeros
distinguidos, francos y joviales en su trato, leales amigos,
que a nadie envidian, sino es al doctor Cabello, para quien
no hay día de guardia, especie de suplicio de Tántalo para el
que está de turno, condenado a contemplar la ciudad desde
lejos, pensando de día en las niñas que a tal hora están en
los balcones, y a tal otra cruzan por la ancha acera de la
Plaza Independencia. Y cuando cierra la noche, y queda la
ciudad envuelta en las brumas que surgen de la mar, todavía
tiene motivo para llorar su suplicio Elduayen, o Pasquín,

(105)  País: papel, piel o tela que cubre la parte superior del varillaje del
abanico. (DRAE).
122 Sansón Carrasco

o Llanos, o Rivera, quien sea el que esté de guardia, al ver


en medio de la oscuridad la linterna roja del teatro(106), que
como el ojo del demonio está tentando al pobre recluso,
forjándole visiones de mujeres hermosas y remedándole
ecos de armonías de Poliuto o de Aída; hermosuras que no
puede ver y armonías que no puede oír, como no podía el
mitológico Tántalo beber de las aguas que hasta el labio le
llegaban, ni morder las frutas que sobre su cabeza pendían.
Da gusto ver aquella marinería y aquella tropa, com-
puesta toda la dotación de mocetones fornidos, quemados
por las brisas saladas del mar y dorados por el sol, todos
prolijamente aseados, rebosando salud y vendiendo con-
tento, ocupando los ocios del domingo en llenar pliegos de
papel para la familia lejana los que están de guardia, que los
francos andan ya en tierra, y nada se arriesga en asegurar
que van caminito de la Unión, porque españoles son todos
ellos, y con decirlo basta para comprender que van a los
toros, por aquello de que: ¿dónde irá el buey que no are?
Este recuerdo me trae el de la hora, y como son ya
cerca de las dos, y como la corrida empieza a las tres y
media, y como desde a bordo hasta la Plaza(107) hay su hora
y pico de camino... ¡nada! A tierra los que van a tierra, y
un afectuoso apretón de manos al señor comandante que se
queda al cuidado de su barco, y otro de pésame a Pasquín,
que está de guardia, y se divierte mucho... mirando partir a
los que se van, entre los cuales voy yo, lleno de gratísimas
impresiones, y sin saber cómo retribuir las finas atenciones
de que inmerecidamente he sido objeto.
Ahí queda la “África”, de la cual nos vamos alejando a
golpes acompasados de remo, meciéndose graciosamente
sobre el ondulante manto azul del mar, erguidos los más-
tiles entretejidos con cuerdas que semejan las mallas de
una inmensa telaraña, flameando en la popa el pabellón
aurigrana, y paseándose sobre el castillo de proa, el centi-
nela, mientras desde la toldilla en que almorzamos nos dan

(106)  Se refiere al Teatro Solís, que prendía su linterna los días de función.
(107)  La Plaza de Toros de la Unión.
No es para tanto, mi tío | 123

el último adiós el comandante, el oficial de guardia, y el


contador señor Pérez, que tampoco va a los toros, ¡Dios se
lo tendrá en cuenta!

[La Razón, Nº 1541, 19 de diciembre de 1883]


Una hierra(108)

Toda la estancia estaba en movimiento en aquella tarde, en


la víspera de la marcación, una tarde de abril, serena, ahumados
los horizontes, en que se perfilaban con recortes azulados las
sierras lejanas. Los peones contratados para la faena llegaban
uno a uno, de distintas direcciones, y después de saludar a los
presentes, desensillaban sus caballos soltándolos en seguida
en el potrero fuera del guarda-patio. Los caballos, sudorosos
con el galope, salían al paso, oliendo la tierra, resoplando y
sacudiéndose, buscando el terreno seco y polvoroso para re-
volcarse. Y después de desperezarse en el suelo, salían al trote,
las orejas tendidas, relinchando en reclamo de la querencia.
A cada relincho contestaban otros de los que habían llegado
primero, y luego de reconocerse, seguían pastando, con el ojo y
la oreja alerta, como desconfiados al encontrarse en pago ajeno.
Los peones habían hecho círculo en torno de una hoguera,
acuclillados unos, sentados otros en troncos de leña o echados
de bruces sobre los cojinillos, mirando todos el fuego a cuyo
amor chillaba una caldera de agua echando bocanadas de
vapor por el pico.
–Tenemos sol por luna hoy –indicó uno de los presentes,
y todos miraron a los dos extremos del horizonte. En efecto,
por el poniente, moría el sol entre resplandores de incendio,
sumergiéndose tras de una loma oscurecida en la sombra,
mientras que por el naciente surgía la luna enorme, tan grande
como el sol, amarillenta, veteada con manchas grises. El paisaje
se oscurecía todo hacia el ocaso. Del sol no quedaban más

(108)  Yerra: “R. de la Plata, acción de marcar con hierro los ganados”
(DRAE). La forma castiza que emplea Sansón Carrasco era aún usual en la época,
como puede verse en el Diccionario Rioplatense Razonado (1890), de Daniel Gra-
nada: Hierra: “marcación del ganado mediante un hierro caldeado”.
No es para tanto, mi tío | 125

vestigios que los cambiantes opalinos de unas nubes tenues


que mudaban de color en una gradación suave, anaranjadas
primero, rosadas después, escarlatas más tarde, desvanecién-
dose por último en filamentos violáceos, como si el último
rayo del sol las hubiese vaporizado.
El cielo resplandecía con un brillo metálico, y el día se
fundía en la noche en un crepúsculo prolongado, como dos
amantes que no acertaran a desprenderse del postrer abrazo
de despedida. Por último la luna dominó el paisaje, dibujó
con líneas de plata los perfiles de las lomas, clareó las hon-
donadas, bruñó con reflejos cristálicos la corriente del arroyo
y engastada en el cielo purísimo siguió presidiendo aquella
noche serena, diáfana, solemne en la silenciosa majestad de
la naturaleza adormecida.
La velada no se prolongó. Un cantor pulsó por un rato la
guitarra entonando una décima amorosa. Al concluir, dos o
tres de los oyentes dispararon sus armas en señal de festejo,
a cuya detonación graznaron azorados los gansos, corriendo
con las alas abiertas como despavoridos.
Después, cada cual hizo cama con su recado en el largo
corredor de la casa, se cubrió con el poncho, y solo quedaron
vigilantes los perros, acostados en el patio. A la madrugada
debían salir los recogedores para parar rodeo, batiendo todo el
campo, pues había que marcar el ganado de cría de la hacienda
y unas ochocientas reses de corte(109) traídas para la invernada,
novillos y toros en su mayor parte.
Al salir el sol montamos a caballo los que íbamos de
simples espectadores de la faena. La peonada había salido
al campo al pintar las barras del día, y había empezado ya la
recogida. Nosotros marchábamos directamente al rodeo, que
negreaba como una gran mancha en la meseta de una cuchilla.
La mañana era bastante fresca. Soplaba del norte una
brisa sutil que penetraba hasta los huesos. El campo parecía
un laberinto de islotes. Solo se veían las lomas y cuchillas, de-
sapareciendo los bajos entre una niebla blanquecina que flotaba

(109)  Res de corte: de corral (DRAE).


126 Sansón Carrasco

en las llanadas. Por momentos se veían puntas de ganado que


coronaban las alturas y bajaban al trote en dirección al rodeo,
a los gritos de los recogedores.
El sol desvanecía la niebla, apareciendo el paisaje en todo
su verdor, un verde tierno, de pasto naciente, condenado a
morir en la primera helada. Los vapores flotantes en los bajos
se condensaban a lo lejos, en fajas grises, cerniéndose en el
espacio, ya desprendidos de la tierra.
Haciendo de vanguardia a una punta de ganado, aparecie-
ron trotando a grandes zancadas diez o doce avestruces(110), que
al vernos se arremolinaron, y batiendo las alas y meneando
las ancas, apuraron la carrera buscando salida por las alturas
de las cuchillas.
El ganado criollo avanzaba en grupos al rodeo, manso,
con paso tardo, acostumbrado a la querencia, en medio de los
balidos de los terneros en reclamo de las madres. Las reses de
invernada venían en tropel, a galope, ariscas e inciertas, bus-
cando escapar por entre los claros que dejaban los recogedores.
Era todo ganado mayor, muy sacudido de carnes, receloso y
huraño al encontrarse fuera de la querencia, después de algunos
días de marcha.
La mañana avanzaba. En el rodeo hormigueaban ya más
de mil reses, revolviéndose en abigarrado laberinto. Los toros
mugían embravecidos los unos con los otros. Dos de ellos, un
hosco y un negro bragado(111), se habían apartado de la masa,
y trenzados los cuernos, el testuz contra el testuz, libraban
encarnizada lucha, ganando y perdiendo terreno alternativa-
mente, como en un asalto de esgrima. Los bueyes del señuelo,
enormes, viejos, la cerviz inclinada al suelo, se apartaban
solos, buscando quietud y sosiego como fastidiados de aquella
agitación del rodeo.
Por las alturas circunvecinas se veían aparecer los recoge-
dores, arreando las reses que habían quedado rezagadas. Por
un minuto se dibujó en la cresta de una loma la silueta de un

(110)  En realidad, ñandúes, aunque era usual llamarlos avestruces.


(111)  Hosco: de color moreno muy oscuro. Bragado: el que tiene la entre-
pierna de color diferente que el resto del cuerpo.
No es para tanto, mi tío | 127

venado, seguido de dos hembras y un cervatillo. Allí hizo alto,


azorado, irguiendo la cabeza rameada(112), como para reconocer
el terreno, y en seguida, apurado por los que traían la recogida,
dio un respingo y apretó la carrera, seguido de su tribu hasta
desaparecer todos tras de una cuesta.
Entretanto, de las casas habían llegado dos carretas, carga-
das con leña y los hierros para la marcación. Todo el ganado
estaba ya reunido en el rodeo, custodiado por los peones apos-
tados en círculo, haciendo retroceder con gritos y chasquidos
de arreador a las reses que amagaban buscar el campo.
A unos cincuenta pasos, al lado de las carretas desunci-
das(113), ardía una hoguera, en cuyas brasas se calentaban los
hierros de marcar. Tres hombres entraron en el rodeo, y abrién-
dose paso por entre el ganado, reconocían los animales uno por
uno. De repente atropellaron los tres a una ternera barrosa(114),
y flanqueándola dos de ellos y arreándola el tercero, la sacaron
campo afuera en vertiginosa carrera. Y sin detenerse, desataron
los lazos que llevaban prendidos a los tientos, prepararon la
armada, y revoleando uno de ellos lanzó el lazo en dirección
a la ternera que huía. Pero sea que el animal se asustase de
aquella soga que viboreaba sobre su cabeza, sea que resolviese
de repente escapar por otro lado, ello es que se desvió de la
dirección que llevaba, y la armada apenas alcanzó a azotarle
el flanco. Errado el tiro, otro de los jinetes atropelló y echó el
lazo, ciñéndoselo en las guampas cortas y rectas a la ternera,
que siguió corriendo, hasta sentir el tirón. El animal giró sobre
las patas delanteras, y quedó como enclavado al suelo sobre
los cuatro remos despatarrados, sacudiendo la cabeza como
para libertarse del lazo que la oprimía. El tercero se acercó,
echó la armada abierta sobre el anca de la res, la azuzó para
que caminase, y al moverse, dio el jinete un fuerte tirón al lazo,

(112)  Rameada: que tiene la cornamenta con forma de ramas. El venado


fue el principal poblador de nuestros campos, antes de la introducción del ganado
vacuno. Hoy está casi extinguido.
(113)  Como en el caso de hierra, el autor utiliza el término castizo (uncir).
Nuestros paisanos dicen desuñidas (uñir).
(114)  Barrosa: color de barro, que tira a ladrillo oscuro.
128 Sansón Carrasco

amarrando la ternera por las dos patas traseras y tirando hasta


hacerla perder pie. No bien cayó sentada sobre los garrones,
echó pie a tierra el peón que no había enlazado, sacó un cu-
chillo, se acercó a la res, y sujetándola por uno de los cuernos,
le abrió una ancha herida en la degolladura. El animal gimió
en un largo mugido, reviró los ojos, se hamacó en las ansias
de la agonía como esforzándose por pararse, y en seguida se
desplomó, arrojando un chorro de sangre espesa por la herida.
Todo el ganado del rodeo seguía con atención las peri-
pecias de la escena, como comprendiéndola. Un toro mugía
furioso, escarbando la tierra con la pezuña y azotándose los
flancos con el penacho de la cola. Parecía que quisiera vengar
a la víctima.
Entretanto, los carneadores despostaban la res sin deso-
llarla, preparando los asados con cuero para dar de almorzar
a la gente. Un perro lengüeteaba en el charco de sangre, y los
demás merodeaban en torno, esperando que los carneadores
concluyesen la faena para repartirse los desperdicios.
A la voz de que los fierros estaban a punto, se empezó la
faena. Diez o doce enlazadores entraron en el rodeo y comen-
zaron a apartar el terneraje criollo. El ganado se arremolinaba
amagando a los jinetes, pero sin atropellarlos. No se oía más
que el tropel de los caballos de los enlazadores corriendo a
toda rienda tras de los terneros, unos disparando hacia el re-
pecho, otros hacia la falda de la cuchilla, haciendo resonar el
suelo con el redoble sordo de los cascos. Los encargados de
marcar corrían de un lado para otro con los hierros enrojecidos,
encabados en huesos de caracú. Apenas caía un ternero, lo
apretaban los peones, y el marcador le plantaba el hierro en el
cuarto trasero, que humeaba y chirriaba por un momento. Los
becerros berreaban de dolor, y a cada quejido contestaban las
madres desde el rodeo con roncos mugidos, buscando salida
para juntarse con las crías.
La escena era de una agitación pintoresca: los terneros
corriendo alocados, perseguidos por los enlazadores, caballos
lanzados a todo lo que daban, ponchos y pañuelos flameantes,
lazos silbando por los aires, chasquidos de arreadores, gritos,
No es para tanto, mi tío | 129

risas, burlas, voces de ¡fierro! ¡fierro! ¡largue! ¡apriete! ¡ya le


erró esa maula! ¡chambón!, mezclado todo esto con los balidos
lastimosos de los terneros marcados y los mugidos amenaza-
dores de las madres y los toros enfurecidos.
A las once terminó la marcación de las crías del ganado
criollo, y antes de empezar la de los toros y novillos de la
invernada, la gente se dispuso a churrasquear.
Cuatro o cinco quedaron cuidando del rodeo, del cual se
había ya refugado(115) el vacaje y las crías. Los demás desen-
sillaron los caballos para que oreasen el sudor, y formaron
círculo en torno de la hoguera, cuyas llamas lamían los asados
ensartados en largos hierros. El almuerzo fue breve: unos
bocados de carne, unos tragos de vino, un cigarrillo mientras
circulaba el mate, y en seguida empezaron todos a ensillar de
nuevo. Los trabajadores habían aumentado. De las estancias
vecinas habían venido los patrones trayendo sus peones para
ayudar. No menos de cincuenta jinetes caracoleaban en torno
del ganado, preparando los lazos. Había que trabajar fuerte
para acabar la faena antes de la puesta del sol. Los marcadores
avivaron la hoguera para recalentar los hierros, y cuando todo
estuvo dispuesto, empezó el trabajo.
Pronto cayó el primer animal, un toro oscuro, muy en-
cunado(116) de cuernos, bravo y de cuerpo. Al sentirse sujeto,
se vino sobre el lazo buscando al jinete, que picó su caballo,
guardando distancia para no dejarse alcanzar. Otro de los
enlazadores logró ceñirle las patas, y así, amarrada por los
extremos, cayó la res fatigada, resoplando por las narices, el
vientre palpitante. Tres hombres de a pie rodearon al animal,
lo trincaron fuertemente para que no se moviese, y haciendo
uno de ellos uso de un serrucho que al efecto traía, empezó a
descornarlo, cortándole las extremidades de los pitones pun-
tiagudos. Una gota de sangre oscura apareció al extremo de
cada aspa cortada. Al mismo tiempo el marcador le ponía el
hierro candente sobre el cuarto trasero, y, al chirriar la carne
chamuscada, el toro mugió con bramidos de dolor, de ira,

(115)  Refugado: apartado.


(116)  Encunado: con la cornamenta muy amplia.
130 Sansón Carrasco

encogiéndose en contorsiones impotentes para libertarse de


las ligaduras que lo apresaban.
Pero todavía no había concluido la tortura. Los peones
desligaron las patas traseras del animal, y las sujetaron sepa-
radamente. Entonces uno de los jinetes se apeó, desenvainó
el cuchillo, y con sorprendente rapidez, dando solo dos tajos
despiadados, castró al toro, arrojando a los perros las glándu-
las palpitantes todavía, mientras el pobre animal, después de
retorcerse en un esfuerzo supremo, quedaba postrado y mustio,
sin alientos ya para quejarse. Los peones desataron los lazos
que sujetaban a la res, y se apartaron, azuzándola a gritos para
que se levantase. Al chicotazo de un lazo con que le azotaron
el flanco, el toro se incorporó lentamente, como entumido por
las ligaduras. Después se levantó completamente, irguió la
cabeza, y como si comprendiese la afrenta hecha a su virili-
dad, bufó furioso y acometió ciego a los que lo rodeaban. Los
jinetes picaron los caballos sacando el cuerpo a la embestida;
uno de los de a pie, acosado por la fiera, se echó de bruces al
suelo; saltó el toro por encima, y ciego de rabia fue a estrellar
el testuz contra la rueda de la carreta; recargó allí al encontrar
aquel objeto resistente como deseando despedazarlo, retroce-
dió convencido de su impotencia, recogió del suelo con los
ensangrentados cuernos los ponchos y cojinillos esparcidos en
torno del fogón, y ganó el campo rugiendo de rabia, de dolor,
despuntadas las aspas, el cuarto achicharrado, chorreándole la
sangre por las verijas, flanqueado por los perros que le ladraban
amagándole tarascones al hocico y a las patas.
La misma escena de mutilación se reproducía en diversos
sitios en torno del rodeo. El ganado, azorado con la faena,
se revolvía inquieto, intentando escapar al campo. Los cui-
dadores tenían que estar rondando continuamente, haciendo
chasquear los arreadores para contener los pelotones de reses
que buscaban salida. Y a cada momento entraban nuevos
enlazadores que apartaban los toros y novillos, sacándolos al
campo para derribarlos y marcarlos, desempeñando aquella
ruda y peligrosa tarea entre gritos y risas, azuzando las reses
bravas con riesgo de su vida y de la de sus caballos. Se toreaba
No es para tanto, mi tío | 131

a campo abierto, sin barreras ni burladeros(117), a pie y a caballo,


y se hacían alardes de valor temerario, jugando con aquellas
fieras embravecidas por el ayuno, por la sed, por los dolores
de la marca y de la castración, ávidas de venganza contra sus
martirizadores.
La tarde caía serena, fría, listado el cielo hacia el poniente
con franjas purpúreas, mientras que al sud, la humedad flotante
en el ambiente se condensaba en nubes redondeadas, espesas
y blancas, como humareda de salvas de cañón. Era necesario
activar la faena para terminar antes de que entrase el sol. Los
animales ya marcados se reunían a lo lejos en grupos, pastan-
do inquietos, alerta al primer grito que les llegaba, como si
temiesen una nueva tortura.
De entre los últimos toros que quedaban en el rodeo, apartaron
los jinetes uno, barcino chorreado, crespo el testuz y el morro,
fino de cuerna, animal ya de peso. Hubo que sacarlo a pechadas,
pues no quería apartarse del señuelo, como si comprendiese lo
que iba a pasarle. No bien salió al campo, arrancó a toda ca-
rrera, amagando a los que de cerca lo flanqueaban. Uno de los
enlazadores reboleó la armada, y lo enlazó de media espalda. El
animal, al sentir el chicotazo de la soga, se revolvió furioso y lo
embistió. El enlazador trató de soslayar el pingo para evitar la
cornada, y pareció que en efecto había esquivado el choque, pues
el toro rozó apenas al caballo siguiendo su carrera hasta pegar el
tirón en seco. El lazo ramaleado se cortó por la falla, y la cuerda
viboreó silbando por el aire. El jinete se echó a un lado pegándose
al costillar de su caballo para evitar el latigazo, mientras que la
otra punta del lazo azotaba al toro haciéndole bramar de dolor y
apurar la carrera hacia el bajo, perseguido por dos enlazadores
que trataban de repuntarlo.
El que había perdido el lazo quiso también ayudar a sus
compañeros, pero al tantear al caballo para darle riendas,
este no obedeció. Era un caballo bayo claro, blanco de
cola y crines, de cuerpo delgado. Una pinta roja tras de la

(117)  En las plazas de toros, barrera: antepecho de madera con que se cierra
alrededor el redondel. Burladero: valla que se pone de a trechos delante de las
barreras para que el torero pueda refugiarse si debe escapar del toro.
132 Sansón Carrasco

última costilla del lado de enlazar, marcaba la herida que


le había hecho el toro al pasar. El animal, sin atreverse a
dar un paso, temblaba desde las orejas hasta las ranillas, el
ojo triste, el pescuezo estirado. El jinete se apeó, desensilló
apuradamente, pidió agua y caña, y empezó a lavar la heri-
da, que parecía nada, pues apenas corría un hilo de sangre.
Pero el bayo estaba herido de muerte a pesar de la aparente
insignificancia de la cornada. El temblor se acentuaba en
chuchos mortales, y dos minutos después el noble animal
se derrumbaba pesadamente, las cuatro patas tiesas agitadas
en convulsiones, la respiración anhelosa, los ojos en blanco,
hasta acabársele la vida en un hipo ronco.
El jinete sacó el cuchillo, cerdeó de cola y crin al caballo
muerto; recogió aquellos despojos de su bayo, y acercán-
dose a uno de los compañeros que estaban montados, se
horquetó de un salto en las ancas del caballo, que al sentir
el recargo de peso se encabritó como queriendo arrancar.
Todos se alejaron en seguida, dejando solo el cadáver del
bayo, enjutos los flancos, tiesos los remos, mal tusada la
crin, pelado el marlo de la cola, los ojos entornados. No se
diría que era el mismo que diez minutos antes caracoleaba
brioso y altivo, dócil a la rienda, codicioso tras de la res
perseguida por su jinete.
La faena de la marcación terminó por fin sin más accidente. El
ganado se retiraba en puntas, en diversas direcciones, alejándose
de aquel teatro de torturas. Los caballos, sudorosos y fatigados,
permanecían quietos, con las riendas sueltas, sin intentar escapar,
esperando a sus dueños que recogían sus prendas y tomaban el
último mate en torno de la hoguera casi apagada.
La tarde moría triste, el cielo pálido, el campo oscuro,
verdeando solo en las lomas. Todos nos retirábamos al tranco,
en pelotón, hablando de las peripecias de la faena. A la cabeza
del grupo tres peones arreaban una vaca que debía carnearse
para la cena. Detrás, sobre el cadáver del caballo muerto, se
cernían en vuelo espiral tres cuervos, como haciendo el amor
a la presa que la casualidad les deparaba.
Cuando llegamos a las casas, encontramos fuera del
guarda-patio a los peones carneando la vaca, despostando
No es para tanto, mi tío | 133

los cuartos sobre el mismo cuero de la res, blanco, veteado


de sangre.
Poco a poco se hizo la noche, en una transición lenta, en-
friándose por momentos el aire inmóvil. Los jinetes, después
de desensillar los caballos, les rascaban con el cuchillo el lomo
sudoroso, soltándolos en seguida al campo.
Todos estaban rendidos por el trabajo y solo esperaban
la cena para irse a descansar. Reunidos dentro de la cocina,
los paisanos hablaban despacio de las novedades del pago,
midiendo las palabras, contestando con monosílabos, como
si les fuese fatigoso el hablar. Uno de ellos, dibujaba con
el cabo del cuchillo en la ceniza del fogón la marca de un
caballo forastero que unos vecinos habían traído para las
próximas carreras. Los demás examinaron detenidamente
la marca, sin conocerla.
Se siguió la cena, silenciosa, y con los últimos bocados
cada cual rumbeó por su lado buscando el reposo sobre el re-
cado. Los árboles, desnudos de hojas, dibujaban sobre el cielo
claro el esqueleto de sus ramas abrillantadas por el rocío, en
cuyo cristal bruñía la luna aristas de plata.
La noche avanzó en silencio por un rato todavía. Media
hora después se oyó un mugido triste, lastimero, al que contestó
otro y otro, hasta formar un coro de llanto estentóreo, en el
que se mezclaban acentos de hondo dolor, de desesperación,
de venganza. Era el ganado tambero, que al olor de la sangre
de la res carneada, se había acercado a las casas, y entonaba
su plañidero responso rodeando la osamenta(118).
Por último, los perros, incomodados por aquella canturria,
atropellaron ladrando, y se oyó el tropel de las vacas que huían,
seguidas de la perrada, cuyos ladridos fueron alejándose hasta
percibirse solo como ecos amortiguados allá en el bajo de la
cañada.
[La Razón, (Ed. de la tarde) Nº 605, 31de diciembre de
1890]

(118)  A propósito de esta escena, se puede leer “El velorio vacuno”, de Manuel
Bernárdez (1867-1942), en Narraciones, Montevideo, Biblioteca Artigas, Colección
de Clásicos Uruguayos Nº 17, Montevideo, 1955.
Manuel Fernández Guitard
(actor dramático)
1862-1882

¡No es Provost, no es Samson, ni Maíquez, ni Romea, ni


siquiera Gil Pérez, el muerto esta vez! Cuando la vida deja de
animar la máscara humana de uno de esos grandes asimila-
dores, cuando se empaña para siempre ese espejo del arte que
reflejaba la mueca satírica de la musa que ríe o el gesto ceñudo
de la tragedia, en cuya voz sobreviven Corneille y Molière,
Tirso y Moreto, ¿qué tiene de extraño que Houdin(119) labre los
bustos de los grandes actores y que los grandes poetas y los
grandes críticos leguen a la posteridad el monumento literario
de sus glorias?
Cuando uno de esos desaparecidos se va, lo sigue un
cortejo de grandes sombras, de famosos fantasmas que él solo
tenía el privilegio de evocar; mueren Tartufo, el Avaro, Scapin,
el Cid y los Horacios, y tenemos que esperar que el tiempo
caprichoso engendre y alumbre al nuevo evocador.
Manuel Fernández Guitard, el conocido actor dramático
que acaba de morir, no era una celebridad; pero su muerte
merece un recuerdo y su nombre no puede olvidarse por
aquellos que lo hemos visto aparecer y desaparecer en la
modesta escena española de los teatros del Río de la Plata.
Nuestros padres, que nos cuentan todavía el pasaje luminoso
de Lapuerta, de Casacuberta y de la Antonina por los teatros de
su tiempo, ellos, que abrazados por la revolución literaria, les
tradujeron los dramas de Hugo y de Dumas y se los hicieron
representar en Chile y en Buenos Aires, defienden aquellas

(119)  Errata por Houdon. Jean Antoine Houdon (1741-1828), escultor fran-
cés, fue famoso por sus esculturas funerarias, figuras mitológicas, retratos y bustos.
No es para tanto, mi tío | 135

grandes celebridades dramáticas, y en la tradición argentina


les han hecho un nombre tan notorio, como el que dejó en el
teatro francés Federico Lemaître, en el cual podíamos creer
que habían trasmigrádose Garrick y Kean juntos para animar
al coloso de la escena moderna.
¡Pobre Manuel Fernández! Tú no eras un genio, no habías
pisado tal vez nunca en ningún conservatorio, habías sido
pobre y carecido de educación elemental, te habían faltado
los estímulos de buen gusto artístico y literario, balbuceaste
tal vez en tus primeros años los preceptos secos de Blair y de
Hermosilla y te habías hecho actor en España, cuando en sus
teatros se apagaba la voz de los grandes maestros. Pero en cam-
bio, con tus defectos, tu tosquedad de castellano viejo, nunca
pulimentada, tu ignorancia histórica, tu falta de conocimientos
arqueológicos sobre el traje y la escena, y tu incompatibilidad
refractaria, pero inocente, con la elegancia y el buen tono,
tenías un raro y envidiable talento de asimilación en tu arte;
nadie te ha sobrepasado en el número de creaciones, y solo
Lelmi en el suyo puede decir que ha devorado el repertorio
entero de un teatro y de veinte empresarios.
Yo debo a este simpático y querido actor, mis primeras
impresiones teatrales. Era en 1862 o 63, no recuerdo bien.
Tenía mis doce o trece años y la cabeza montada con todos
los prestigios del drama histórico: Fernández vino en una
compañía con Vila y otros: tendría entonces unos treinta años
a lo sumo: era delgado, alto, proporcionado y lindo mozo: casi
podría afirmar que lo vi en Ricardo de Arlington, ese drama de
Dumas que tanta sensación había hecho en su tiempo; hacía
los papeles de galán joven y en mi imaginación, virgen de
comparaciones, abierta y desprevenida, su figura, su voz, su
ademán, reinaban con una facilidad que no han podido obtener
en la edad madura ni Rossi ni Salvini.
Y no era solo en el drama francés donde Fernández me
seducía, no era solo en Ricardo de Arlington, ni en Don César
de Bazán, ni en Margarita de Borgoña, ni en Los Hijos de
Eduardo; era, y lo confieso con gusto y con valiente franque-
za, en Don Juan de Serrallonga, en la Venganza Catalana,
136 Sansón Carrasco

Guzmán el Bueno, en Don Pedro el Cruel, todos esos malos


pero sublimes e inolvidables dramas españoles, en donde la
abundancia rítmica de las tiradas matamorescas, los retos, los
carteles, los anatemas, los juramentos, los amores y los odios,
se vaciaban en versos huecos, redondos y cadenciosos que
sonaban en mis oídos y hacían ruido en mi cabeza produciendo
el delirio del asombro y de la admiración.
Fernández era el veterano de las escenas dramáticas del
Río de la Plata. Con Francisco Torres, con García Delgado,
con Enamorado, con Jordán, con todos los primeros actores
ha trabajado él. Todos han pasado, menos él; veinte años ha
estado en la brecha, ganando día a día el pan de su honrado
hogar. Siempre era el personaje secundario pero simpático
de los horrores y dolores dramáticos. Cuando Torres hacía su
grotesca gimnasia de hospital en el último cuadro de los Seis
grados del Crimen y culebreaba por entre las sillas, pintado el
rostro cadavéricamente, sombreados los ojos por dos surcos
colosales de carbón para sembrar el espanto y el horror entre
los espectadores magnetizados por las pinceladas de brocha
gorda del drama, Fernández aparecía para decirnos la moral del
desenlace penosamente esperado, pero obtenido al fin a la una
de la noche, después de cinco horas en que aquella pesadilla
dramática nos había apretado el corazón con sus garras. Él era
el buen ángel transfigurado en agente de la Policía que llega
a tiempo; en la víctima inocente de las maldades del protago-
nista recompensada al fin por la justicia; o en el vencedor y
salvador providencial de los perseguidos durante siete actos
consecutivos.
¡Qué importa! Aquellos teatros y aquellas compañías nos
hicieron un gran servicio, y toda mi vida las recordaré con
profundo reconocimiento. Nos arrancaron de las manos los
textos rituales de la retórica ética(120) de don Andrés Bello, el

(120)  Ética o hética: tísica o, en sentido más general, enferma, muy flaca.
Es singular la violencia con que SC, generalmente más cuidadoso en este tipo de
juicios, ataca a la retórica de don Andrés Bello (Caracas, 1781-Santiago de Chile,
1865), filólogo, poeta y jurisconsulto muy valorado hasta hoy. En el artículo “Al-
caro” (La Razón Nº 1105, 20 de julio de 1882, inédito en libro) Sansón Carrasco,
No es para tanto, mi tío | 137

Boileau de la América Latina que a toda la aridez rocallosa de


Malherbe, reunía el pedantismo olímpico de Despreaux, exacto
y monótono mentor de la métrica, sordo a los ecos y ciego
a los colores de la poesía. Esos dramas de todas menas(121),
buenos y malos, extranjeros y españoles, que Fernández re-
presentaba, nos pusieron en las manos la novela histórica, nos
hicieron leer a Quintana, a Cienfuegos, a Lista, al afeminado y
quejumbroso Meléndez, a Cadalso, a Mora, y remontando ese
gran río de las letras españolas que brota con Juan de Mena y
Jorge Manrique, llegamos hasta los últimos años de Felipe IV
y los primeros muy escasos de Carlos II, absorbiendo todo lo
que nuestra lengua tiene de noble, de grande y de eterno en su
panteón literario, y riendo con la risa infantil e inconsciente de
los niños, de El Licenciado Vidriera, de El Celoso Extremeño,
de El Diablo Cojuelo, de El Lazarillo de Tormes y del Guzmán
de Alfarache, las fuentes inagotables del gran Molière, más
grande hoy que sus modelos, por un sarcasmo de la suerte y
de la historia literaria!
¡La muerte de Fernández me aviva todos estos recuerdos!
Veo el viejo teatro(122) sostenido por sus toscas y sólidas vigas
blanqueadas, sus quinqués despatarrados, sus corredores bajos
y tortuosos, su piso desigual, su atmósfera impregnada de ese
característico olor a cola, sus telones y decoraciones exiguos
y pintarrajeados: simpático actor lleno de buena fe, estimulado
por un público que lo aplaudía frenéticamente, ante el cual
pasaban fácilmente todos los anacronismos del escenario y
del traje: El Trovador en plena edad media, saliendo de un
templete greco-romano vestido para sus nupcias con una

a propósito de una colaboración anónima a la que elogia, hace consideraciones


más medidas sobre el gramático venezolano: “Llamome sin embargo la atención
la ortografía del misterioso Alcaro. O es chileno o educose en Chile, presunción
lógicamente fundada en el uso y hasta abuso que hace de la i latina, en sustitución
de la y griega. Ese detalle demuestra que mi hombre hizo su lactancia literaria a
los pechos de la gramática de don Andrés Bello”.
(121)  De todas menas: de toda clase, de todo tamaño.
(122)  Se refiere a la antigua Casa de Comedias, o Coliseo, o Teatro San
Felipe, como se la llamó sucesivamente, demolida en 1879. En su lugar se levantó
el Nuevo Teatro San Felipe (1880) y en 1910 el Palacio Taranco.
138 Sansón Carrasco

prenda de un guarda ropas de los tiempos de Francisco I y de


Carlos V, completada (oh, inocente enlace de los tiempos y
de las modas) con las blondas, los encajes y el talón rojo de
los desbordantes y espumosos trajes del reinado de Luis XIV.
¡Pobre Fernández! Él alcanzó todas las épocas, los grandes
y los tristes días; él recorrió todas las ciudades y los pueblos
orientales y argentinos. Buenos Aires y Montevideo lo han
visto aparecer y reaparecer seguido siempre de sus hijos y de
su inseparable y virtuosa compañera. Los pueblos de campo
de una y otra banda lo conocen, porque en los malos tiempos,
¡Fernández ha tenido que ser hasta cómico de la legua! Yo he
sido muchos años su vecino; vivíamos frente a frente: lo he
visto ensayar y estudiar día a día como un escolar: dirigir el
corte y la costura de sus trajes de carácter, y a su lado, traba-
jando valientemente con él, sus hijos y su mujer, de cuyas dotes
artísticas nunca tuvo ella pretensiones, pero de cuyas virtudes
pueden tomar ejemplo todas las madres y las esposas, aunque
no pertenezcan al teatro.
¡Buena familia aquella! Su hogar era una colmena; allí
nadie estaba inactivo: en los tiempos prósperos, la felicidad
se repartía entre propios y extraños, y en los tiempos difíciles,
tanto algunas veces como los de Dickens, cuando algún em-
presario sórdido los contrataba por unos cuantos cuartos, la
bandera del honor y de la integridad flotaba alta y desplegada
sobre el hogar del buen Fernández y el trabajo se redoblaba
aunque disminuyera la recompensa.
El advenimiento de la zarzuela en los teatros del Plata fue
un cataclismo para las compañías de drama. Cuando Conde
vino a Buenos Aires en 1866 con Allú y Fábregas, don Juan
Tenorio, el Trovador y la misma Campana de la Almudaina,
sintieron hambre y emigraron al Rosario, a Córdoba, a Chile,
al Perú! Fernández fue de las víctimas. Toda la razón estaba
de parte de los actores dramáticos, pero toda la suerte fue de
los zarzuelistas. La tragedia, el drama, la comedia, eran las
manifestaciones de un arte puro: la zarzuela no era arte; no
era ópera, ni era drama: era un concubinaje innoble de las dos
musas, y en el que ni la una ni la otra, por la homogeneidad
No es para tanto, mi tío | 139

del sexo, podían engendrar nada. Aquello gustaba porque era


fácil, trivial y nuevo; la escena dramática sufrió una larga
crisis, semejante a la que produjo la introducción de las má-
quinas en las antiguas ciudades industriales; ¡la zarzuela era
una máquina al fin!
Fernández no sabía manejarla –debió sufrir mucho, vaciló
y abjuró de sus ritos ante los altares de Clío y de Melpóme-
ne(123). Su elástico talento asimilador atacó el nuevo arte: no
tenía voz, pero él se hizo una voz de barítono o de bajo: no
sabía música, pero aprendió la música: arremetió el pequeño
repertorio del Niño, de la Vieja, del Pleito, del Grumete, y
muy pronto dominó el grande repertorio de las zarzuelas en
tres actos. ¡El Fernández de 1868, no era ya el de 1862! ¡Ah
no!, había renegado de su arte, pero lo había hecho ante los
deberes imperiosos del trabajo. Al poco tiempo no hubo com-
pañía de zarzuela que no lo contara entre sus cuadros y el gran
Ricardo de Arlington de mi niñez, se había transformado en
el Caballero Particular y el Espada de las Astas del Toro que
cantaba con todo el salero de un chulo:

Lo que las astas del toro


Nunca pudieron hacer
Lo hizo con sus ojos negros
Una pícara mujer!

Fernández había envejecido mucho en sus últimos años; no


tenía nada del joven actor que conocimos cuando niños, pero su
edad le favorecía admirablemente para crear el chacotón papel
de El Caballero Particular, en el que los postrimeros admira-
dores de la zarzuela lo aclamaban estruendosamente. Lo vimos
por última vez en la Marquesa de Altamira desempeñarse en
su papel secundario con una superioridad incontestable sobre
todo lo que lo rodeaba: concienzudo, modesto, natural y fiel
a la antigua escuela dramática en que se había formado; en-

(123)  Las musas de la poesía épica y de la tragedia, respectivamente.


140 Sansón Carrasco

contrábase entonces grueso y cargado de espaldas, ¡pero cuán


lejos estábamos de creer que debía morir a los pocos meses!
Hemos querido consagrar a su memoria estas líneas. No
es una gloria dramática la que ha desaparecido; pero es un
honrado y discreto actor que no carecía de talento. Son las
sociedades y sus gustos educados las que forman los artistas.
Quién sabe, si Fernández, educado en otro teatro social donde
hubiese limado sus asperezas y pulimentado su acento, corri-
giendo sus ademanes, quién sabe, repito, si en sus simples dotes
naturales, no hubieran podido engarzarse todos los delicados
resortes que forman un Gil Pérez o un Brasseur.

[La Razón Nº 995, 12 de marzo de 1882]


Índice

Prólogo........................................................................................7
[No es para tanto, mi tío]..........................................................19
Una ley por una cornada...........................................................31
¡Toros!.......................................................................................45
Las fiestas del Palio en Siena....................................................58
El baile de los solteros..............................................................76
Los partiquines..........................................................................85
España-Montevideo..................................................................91
Los caballos árabes de Serantes................................................94
Una fortuna en sellos..............................................................103
¡Todo se va!.............................................................................109
A bordo de la “África”............................................................114
Una hierra................................................................................124
Manuel Fernández Guitard (actor dramático)1862-1882.......134

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