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Occidente.

Lo Transparente y lo Siniestro

Occidente. Lo Transparente y lo Siniestro

Occidente. Lo Transparente y lo Siniestro, en


Trama&Fondo, nº 4, Madrid, 1998. (ps. 7/32).

Pensar algunos de los discursos que configuran nuestro


presente: tal es la tarea que proponemos en lo que sigue.

Nos ocuparemos, entonces, del Discurso Cibernético y


del Discurso Artístico. El último en tanto discurso de la
representación. El primero como síntesis de la convergencia
entre el discurso económico y el discurso científico. Pero no
tanto en la perspectiva de establecer sus diferencias, como en
la de anotar sus cadencias comunes. Pues son ellas las que
algo pueden decirnos sobre nuestra contemporaneidad. Serán
necesarias, en cualquier caso, algunas consideraciones
preliminares.

Frente al discurso: dos perspectivas

Los discursos pueden ser abordados desde dos perspectivas.


Una, inmanente, atiende al estudio de los modelos sintácticos,
lógicos y gramaticales que los generan, como al de los que,
en su interior, pueden configurar. Levanta acta, En suma, de
las estructuras de las que el discurso se reclama y de las que
configura en tanto espacio de una cierta productividad
semiótica. Esta es la perspectiva del análisis, que proclama
justamente la cientificidad que su inmanencia -en el sentido
saussuriano- le concede.

La segunda perspectiva es la de la interpretación.


Puede ser esotérica -lo ha sido muchas veces-, pero también
puede alinearse en el proyecto de racionalidad de la ciencia
occidental, y en cuanto tal conocer de criterios de control que
le conceden un estatuto científico. Deberá, en todo caso,
orientarse en relación a la filosofía, y en ello desbordará los
límites que se impone la perspectiva analítica, aún cuando
trabaje -y deberá hacerlo para escapar al esoterismo- con los
procedimientos de análisis que aquella configura. Anotémoslo
de paso: la distancia que separa a la interpretación
racionalista de la esotérica es la misma que trazó el inevitable
desacuerdo entre Freud y Jung, entre Marx y Proudhon, y, más
generalmente, entre la filosofía y la mitología.

Conociendo los procedimientos del análisis inmanente,


la interpretación racionalista no puede en cualquier caso
limitarse a su ámbito: no sólo analiza, sino que también lee y
al hacerlo, asume la interrogación sobre el sujeto involucrado
en esa lectura. Es así, en este movimiento, donde la Filosofía
resulta necesariamente involucrada. Pues, anotémoslo desde
ahora, el saber que incumbe a la filosofía es el saber del
Sujeto.

Filosofía, Ciencias, Sujeto. El Perfil

La Filosofía es un lugar móvil: en ello se diferencia de las


Ciencias que se definen por la delimitación de su espacio:
tanto empírico -cierta gama de objetos- como teórico -cierta
dimensión conceptual. La filosofía, en cambio, se desplaza,
pues siendo saber sobre el Sujeto, debe interrogar lo que las
Ciencias de él pueden perfilar en las dimensiones de
conocimiento que constituyen.

Perfilar, decimos, pero esta palabra no quiere ser


metafórica: el Sujeto no está nunca en los espacios de
conocimiento que las Ciencias constituyen y, sin embargo,
algo tienen que ver con él. Muy precisamente: su perfil: el
perfil de su ausencia en todo espacio y en todo enunciado
constituido.

Es la tarea de la Ciencia construir objetos: objetos de


conocimiento. Y ello requiere una disciplina de eficacia
probada: la exclusión del sujeto: toda ciencia nace del olvido
de su origen, es decir, del acto de enunciación que la inicia.
Así pues, el Sujeto no está, pero deja su perfil en el objeto al
que esa ciencia se dedica. Como si se sospechara que, para
que pueda haber objeto, fuera necesaria la eclipsación del
sujeto.

Es así como la dialéctica del sujeto y el objeto, tal y


como la reconoce la epistemología o la psicología del
conocimiento, descubre su otra cara que ya no es la del
conocimiento mismo, sino la del deseo que lo alimenta. Así, la
evacuación del sujeto que permite la objetividad en el
conocimiento del objeto encuentra su correspondencia en el
plano del deseo: el Sujeto evacuado por el procedimiento
metodológico que ha de garantizar Objetividad, corresponde
bien a la eclipsación del Sujeto en la constitución del Objeto
de su Deseo.

La dialéctica del deseo es la de la carencia: el Sujeto


radica en esa carencia en la que se constituye, a la vez que su
deseo constituye el Objeto que -imaginariamente- debiera
colmarla. De ahí la eclipsación: la postulación del Objeto por
el deseo del Sujeto pasa por el borrado del carácter
constitutivo de la carencia.

En la dinámica imaginaria del deseo, el Sujeto se


esconde tras el Yo y sólo reconoce una carencia funcional: si
hay objeto posible es porque la carencia no puede ser
esencial.

Se hace así visible la correspondencia: la objetividad


excluye al sujeto para acceder al conocimiento del objeto,
como el deseo eclipsa al sujeto —su Carencia— para
configurar su objeto.

Tal es, pues, el perfil que nos interesa: ese del Sujeto
que se dibuja en los ámbitos de objetividad que las Ciencias
constituyen.
La Filosofía entonces, por interesarse por el saber del
Sujeto, se desplaza de manera diferente según las épocas,
persiguiendo la densidad nueva que ese perfil alcanza, en
cada momento, en unas u otras ciencias.

La Filosofía se diferencia esencialmente de las Ciencias


en que no tiene objeto ni espacio. Si se desplaza por los
espacios que las ciencias constituyen —espacios de
conocimiento—, es porque los objetos que los configuran —el
espacio de una ciencia es el acotado por las manifestaciones
empíricas que responden al objeto teórico que ha configurado
— devuelven un cierto perfil del Sujeto. La Filosofía, entonces,
se sitúa del otro lado de la barrera —pero que esta vez es el
lado del toro—: lejos de excluir metodológicamente al sujeto,
es en él en lo que se interesa. Y porque se interesa por el
Sujeto —por su saber—, carece de objeto; entiéndase esto
bien: el sujeto no puede nunca ser tomado por un objeto; a
ello se debe el que no pueda ser objeto de conocimiento
científico.

El trabajo de la Ciencia y los procedimientos de la Filosofía

Y bien, porque es el perfil del Sujeto lo que le interesa, la


Filosofía atiende mucho más a los momentos inaugurales -o
reinauguradores- de las ciencias que a aquellos otros en que
su maquinarias se hallan consolidadas. Es este un hecho
significativo que mucho puede aclararnos de los
procedimientos de la Filosofía.

El trabajo de la ciencia es en buena medida trabajo del


lenguaje o, si se prefiere, trabajo semiótico: construye teorías,
modelos, con herramientas que son básicamente las del
lenguaje en su dimensión más precisa: los conceptos. Así
pues, en primer grado, los científicos construyen discursos
—en ocasiones extraordinariamente precisos: matemáticos,
los números también son signos— eficaces: capaces de
dominar segmentos de lo real, de configurar una realidad
ordenada y controlable.
Por ello, los discursos de la ciencia son especiales; lo
hemos dicho, los identificamos como modelos, como teorías
sometidas a exigencias de extraordinaria precisión que bien
los diferencian del resto de los discursos. Conviene detenerse
en su especificidad semiótica —la que se refiere no a los
referentes que constituye, sino a sus procedimientos formales,
inmanentes a su tejido discursivo. Podemos resumirlos así:

1. Precisión denotativa de sus signos —conceptos


científicos—, que bien se manifiesta en la exigencia de
definición.
2.
2. Para ello, el discurso científico define con precisión
los códigos —de los que se espera que sean precisos,
rigurosos, cerrados, unívocamente denotativos— que lo
sustentan.
3. Extrema y explicitada gramaticalización no sólo de
sus enunciados, sino del discurso en su conjunto. El Método
Científico ¿no es acaso un patrón de gramaticalidad para los
discursos científicos en su integridad?
4. La coherencia denotativa exigida es, pues, gramatical
y, tendencialmente, algebraica -el modelo matemático priva
necesariamente.
5. En el límite, tiende a cerrarse en forma de código.
Una teoría bien construida es, después de todo, un código -un
programa, en el sentido cibernético- para la generación de
programas de uso de ciertos objetos —esto es la tecnología:
patrones de programas de uso fundados por teorías
científicas.
En la misma medida en que el discurso se cierra en
código, en conjunto de enunciados no sólo gramaticales en sí
mismos, sino gramaticalizados en sus relaciones, la
enunciación se eclipsa y con ella el Sujeto.
Del Sujeto sólo queda, pues su perfil, pero es un perfil
invertido: el objeto es el perfil invertido de la carencia que
tapa.
Y bien, porque la Filosofía se interesa por el Sujeto, ha
de interesarse, en el trabajo de las Ciencias, por el proceso de
enunciación en que se originan y que es eclipsado en el
mismo momento en que se constituyen.
De ahí que la Filosofía atienda especialmente a esos
periodos de incertidumbre en que cierto orden de discurso
solidificado se conmueve ante la emergencia de una nueva
teoría y, con ella, de un nuevo objeto. Cuando el objeto
apunta, cuando todavía no ha cristalizado: ese es el tiempo en
el que mejor se percibe el perfil del sujeto.

Lectura

Han aparecido ya algunas de las figuras mayores: la Carencia,


la Eclipsación, la Incertidumbre. Figuras mayores de la
Lectura, en tanto interrogación -que ya no sólo análisis— de
los discursos.
La Lectura, aún cuando no desdeña las disciplinas de
análisis, interroga en el discurso al Sujeto. Es decir: se
interroga en el discurso. Este "se", este momento reflexivo
consustancial a la interrogación (interrogar es siempre
interrogarse, en ello diferencia su matiz del preguntar, eso
que hace el que ya sabe -el que cree saber- la respuesta)
acusa la posición del Sujeto.
Por todo ello, la Lectura -a diferencia del Análisis- es
tarea destinada a encontrarse con la Filosofía: su objeto no es
el discurso en su positividad -sistema de enunciados- sino esa
su negatividad que traza el perfil del Sujeto. Pero, es justo
reconocerlo, eso ya no es un objeto: sólo un Perfil.

El Discurso Cibernético

El Discurso Cibernético: realización extrema del modelo de la


comunicación como circulación de información, pero
realización no menos extrema del modelo semiótico allí donde
converge con aquel: orden del signo plenamente funcional,
del código como perfecta estructura de significantes. La
eficacia ya no es una metáfora: los ordenadores gobiernan el
tráfico de las ciudades, elaboran los planos que conformarán
las estructuras de los edificios e, incluso, comandan las naves
que permiten al hombre llegar a la Luna.

También, en no menor medida, discurso de la


Transparencia: los signos que el ordenador conoce son signos
puros, significantes plenos en su diferencialidad, en su
inmaterialidad: en tanto ahí no hay cuerpo -nada cabe del
cuerpo de las palabras-, ninguna materia se resiste. El
lenguaje del ordenador es el de los números, con la nitidez de
ese orden discreto que nada conoce del continuo de lo real. Y
así sucede que, aún cuando se viste con la apariencia de las
palabras, se percibe bien como sus signos
-expresivamente llamados comandos, funciones, operadores-
nada poseen del espesor del texto.

Y en otro sentido: realización del sueño neopositivista de


un discurso puramente gramaticalizado: mero
encadenamiento de enunciados, diríase que el lenguaje del
ordenador se reabsorve todo él como código (como lengua):
para la máquina no existe el sentido, sino tan sólo el
significado lexicalmente definido y gramaticalmente
articulado.

Podríamos decir, en este sentido, que el ordenador es


idiota, pues nada sabe, aún cuando entiende todo mensaje
que se amolde a su lengua —a su programa: su código, su
gramática.

La mejor prueba es su ceguera: cuando trabaja sobre lo


real (sea interpretándolo -detectar seísmos u otros cambios de
equilibrio-, sea configurándolo -diseñando un proceso de
producción-) lo hace desde la más extrema ceguera: sólo
entiende -y sólo proyecta- lo que se amolda a su lengua, lo
que está prefigurado en su código -en su programa.

Así, esto es lo que en él no cabe: el Tiempo, el Sujeto, el


Deseo.
Siendo todo en él sincronía -tal es la condición de su
extrema eficacia: la definición de un estado lógico
permanente, inmune a toda azarosidad- puede medir el
tiempo, pero jamás puede inscribirlo. Queremos decir: en la
medición del tiempo, nada queda de su ser.

Sin tiempo ya no hay lugar para el Sujeto -pues todo sujeto


nació un día y tiene su tiempo contado, que no medido. Como
tampoco puede haberlo en un discurso que desconoce toda
incertidumbre que se pueda abrir más allá del campo
clausurado por su gramaticalidad.

Se objetará que el sujeto tiene su lugar discursivo en el


acto de programación -de escritura de programas-, pero al
hacerlo se olvidará que el discurso del programador borra la
singularidad de su acto en el mismo momento en que se
cierra en programa, descubriéndose código de segundo grado,
sistema plenamente gramaticalizado que se ofrece como
matriz generadora de programas de uso.

Después de todo, no hay Sujeto porque no hay


Representación: el Discurso Cibernético no conoce otro
espacio ni otro tiempo que el genérico e intemporal, como el
del manual de instrucciones de cualquier electrodoméstico:
una conjugación verbal en presente que nada tiene que ver
con el aquí/ahora porque no es más que la expresión
articulada del infinitivo.

Y no hay deseo, es huero decirlo, porque si no hay


Sujeto, no hay Carencia ni objeto de deseo.

En suma: tanto más idiota, tanto más eficaz. Y, como


sabemos, su eficacia informa cada vez más segmentos de
nuestra realidad cotidiana: desde la producción a la
ordenación del territorio, y a los procesos de comunicación —
de mercancías y de mensajes.

Pero es en todo caso una idiotez gélida. El orden


inapelable de los discursos cibernéticos no tolera inscripción
alguna de los individuos: no tolera muescas. Es, además,
totalmente inmune a las marcas del tiempo: este sólo puede
destruirlo, pero nunca dejar en él sus marcas: dadas las
propiedades de los soportes de la información que el
ordenador maneja, ésta está presente o ha desaparecido, sin
posibilidades intermedias de erosión.

Y asi, en el individuo, la extrema eficacia se manifiesta


también como la extrema alienación en el lenguaje:
llamémosla alienación sintáctica. En ningún otro lugar el
individuo percibe más nitidamente eso que intuye tantas
veces en su vida cotidiana: que las palabras que pronuncia,
que los discursos de los que participa, están huecos: que son
tan coherentes y funcionales como huecos, inmunes a su
experiencia. Que, de alguna manera, pertenecen tan
absolutamente al código que en nada a él pueden
pertenecerle.

Una latencia paranoide

Al menos en un cierto sentido el Discurso Cibernético


realiza el proyecto de la ciencia occidental: el de la
constitución de un discurso objetivo, es decir,
absolutamente gramaticalizado y, a la vez,
extremadamente eficaz. (Pues después de todo, en la
práctica, ninguna otra cosa quiere decir objetividad, sino la
propiedad de un discurso rigurosamente gramaticalizado y
capaz de producir efectos previsibles sobre ciertos segmentos
de lo real).

Realización, entonces, de la propuesta enciclopédica


—por lo demás, la Enciclopedia cabe en un ordenador—: el
mundo eficazmente modelizado, ordenado por un
lenguaje lógico, preciso, denotativo: lo más parecido a ese
lenguaje universal demandado por el neopositivismo.

El Discurso Cibernético manifiesta así ejemplarmente


la episteme que anima el proyecto de la ciencia moderna
desde la Enciclopedia al Neopositivismo. Proyecto —y
episteme— cuyo precio histórico fue una ruptura con la
Filosofía —la renuncia a toda interrogación por el saber
del Sujeto— que, a lo largo del proceso, recibiría diversos
nombres: materialismo, empirismo, positivismo...

Pero en el énfasis de esa renuncia es posible leer una


latencia paranoide: se manifiesta bien en la crispación
ante toda proximidad del Sujeto. La demanda de
objetividad, allí donde se convierte en denuncia de toda
subjetividad —y dónde, en su manifestación tecnológica,
se configura como exigencia exclusiva de funcionalidad—
apunta hacia una escotomización, en el discurso, de toda
dimensión de opacidad: así, finalmente, la Transparencia
se convierte en la divisa suprema de esta episteme.

Pues uno es el postulado latente: que todo puede


ser entendido, que todo puede ser reducido por el
discurso científico, en la medida en que progrese en su
gramaticalización, en su modelización eficaz de lo real.

Configuración entonces de una realidad


absolutamente informada —y finalmente informatizada
—, totalmente sometida al orden del signo en tanto
portador eficaz de información. La materialización de este
proceso pasa evidentemente por el desarrollo de la
producción industrial —seriada, tecnológica,
gramaticalizada— y debe alcanzar a la totalidad del
espacio. A mediados del XIX, cuando la burguesía siente su
poder por fin libre tras la consolidación de su nuevo Estado, el
proyecto comienza a materializarse en la ciudad (Haussman).
Y ya en el Siglo XX habrá de extenderse al conjunto de la
naturaleza, como lo manifiesta bien en esa encomiable figura
de nuestra posmodernidad que es el Parque Natural.

Toda una cruzada contra la experiencia (el


encuentro irreductible del sujeto con el tiempo
irreversible y azaroso del aquí ahora: el encuentro con lo
Real) que si en algún lugar se manifiesta más ejemplarmente
es en el Experimento Científico —y luego, a otra escala,
como producción tecnológica—: someter un segmento de lo
real, en un instante del tiempo, a un discurso que lo antecede
y lo prefigura; es así como el experimento demuestra: un
segmento de lo real ha sido tachado, vuelto absolutamente
previsible. Totalmente gramaticalizado, en suma.

Discurso del Arte, Discurso de la Ciencia

Pero sin duda el Discurso Cibernético no es el único discurso


de nuestro presente. Hay otros, y los hay necesariamente,
pues a ellos compete hacer espacio para aquello que el
Discurso Cibernético excluye. Lo hemos identificado: el deseo,
el tiempo, el individuo, lo singular, la experiencia.

Sería necesario reparar detenidamente en la solidaridad


histórica del Discurso de las Ciencias y del Discurso Artístico.
De hecho, ambos emergen en paralelo en la arena de la
historia, y sus respectivos espacios irán definiéndose de
manera íntimamente relacionada.

No es casualidad que el positivista, cuando rechaza


aquellos discursos que se quieren teóricos pero que no se
ajustan a lo que él entiende como la disciplina de objetividad
científica, los rechaza por literarios. Y es que en el mismo
momento histórico en que quedó constituido el paradigma de
objetividad, todo el ámbito de la subjetividad excluida fue
destinado al espacio del Arte.

Del Arte, decimos, que no de la Filosofía: la historia de las


ciencias en el siglo XIX, esa misma que anunciara la
Enciclopedia, es también la historia de la disolución de la
Filosofía —el prestigio de la epistemología en nuestro siglo no
debe llamar a engaño: muestra bien como aquella ha sido
reducida a mera metalingüística de las Ciencias. Como si todo
conocimiento aceptable sólo pudiera provenir de las ciencias,
y la filosofía debiera quedar reducida a un espacio de reflexión
metodológica que sólo pudiera alimentarse de la reflexión
sobre los códigos y conocimientos que aquellas han
constituido.

Así pues, espacio de la Objetividad, frente a espacio de


la Subjetividad; el Discurso de la Ciencia frente al Discurso del
Arte. Ambos, por lo demás, nacen y afianzan su espacio
demarcándose del Discurso Religioso —es decir: de la variante
moderna del Discurso Mítico. La figura de Leonardo da Vinci
atestigua bien este común origen —a lo largo de los siglos
otras, como las de Goethe o Eisenstein, volverán a atestiguar
esa inevitable solidaridad.

La Ciencia, lo hemos dicho, excluye todo rastro de


experiencia y, por ello mismo, crea su espacio de objetividad
rechazando toda apelación a lo sagrado. Y el Discurso Artístico
nace, siguiendo la misma cadencia, cuando los discursos de la
representación —relato, pintura, poesía, escultura, música,
teatro, danza...— se laicizan, se vacían progresivamente de
simbología religiosa, para reclamarse de una escala humana.

Pero estos dos discursos, destinados a ocupar el


espacio en el que antaño reinara el Discurso Religioso, no son
equipotentes. Habiendo nacido con el orden capitalista
mismo, su poder desigual es proporcional a su grado de
articulación con ese mismo orden. Y no debemos olvidarlo: el
Discurso de la Ciencia es el reclamado por las fuerzas
productivas para su expansión incesante. Así, el espacio del
Arte es, inevitablemente, el espacio de un ghetto: el definido
por exclusión desde el discurso que, tras la desaparición de la
Religión, vertebra la realidad contemporánea. Un espacio,
pues, necesario, pero subalterno y acotado: el París de
Haussman poseía también buhardillas para la bohemia.

El discurso que dicta es en suma el de la Ciencia, el que


configura la geografía de los espacios discursivos, al igual que
el orden económico capitalista configura la geografía del
nuevo orden político mundial. El lugar del Arte es entonces
definido -y acotado- como lugar del sentimiento, de la pasión,
de la subjetividad.
Discurso Artístico: las Vanguardias contra lo Verosímil

Durante un tiempo, todavía ilustrado, se creyó que el arte de


la nueva era debía ser clásico, para mejor confirmar la
armonía que, proveniente de la razón científica, habría de
alcanzar al universo humano. Pero en el mismo momento en
que la gran maquinaria de dominación burguesa emergió a la
superficie, en los comienzos del siglo XIX, se extendió entre
los artistas el sentimiento de que lo clásico se había vuelto
imposible. El primer gran síntoma de ello llegó bajo la forma
del desgarro romántico.

De hecho, el Romanticismo asumirá decididamente el


espacio que el paradigma científico había definido para el
Arte: espacio, lo hemos dicho, del sentimiento, de la pasión,
de la subjetividad. No es casualidad entonces que Goethe, el
más grande artista ilustrado, tras intentar retener el modelo
armónico del hombre humanista, científico y artista, a la vez
creador de conocimiento y de belleza, estuviera destinado a
ser el gran inaugurador del Romanticismo —pero, después de
todo, ya el propio Leonardo, en el vértice mismo del
Renacimiento, fue testigo de un latente desgarro entre esas
dos grandes dimensiones discursivas de la emergente
modernidad, la científica y la artística.

En todo caso, como sabemos, con el Romanticismo


comienza la historia de las Vanguardias artísticas.

De la pluriforme y muchas veces divergente experiencia de


las vanguardias se puede, al menos, extraer un motivo
común: el rechazo de los discursos verosímiles. No es ésta, si
se medita en ello, una hipótesis rebuscada: en los mil
manifiestos de los movimientos vanguardistas se reconoce en
seguida un común rechazo hacia la pintura realista y/o
histórica, hacia el drama burgués, hacia los relatos
psicológicos, hacia todos esos modos de representación que,
herederos de cánones perfilados desde la Ilustración, imponen
su reinado en el XIX constituyendo los discursos reconciliados
de los que la burguesía, clase reinante, se dota para reflejarse
en un espejo suficientemente adobado.

Así debe, pues, ser entendido el rechazo de lo verosímil: la


conciencia de que los modos de representación dominantes,
en la literatura como en la pintura, en la música como en el
teatro, se han convertido en discursos convencionales, pulcros
retratos de la clase que se afirma en su proyecto de
dominación social a la vez que pierde -así lo viven los artistas-
toda dimensión de autenticidad. Discursos artísticos, en suma,
que, por ser en exceso verosímiles, terminan siendo
percibidos como huecos.

Los hombres de la vanguardia, independientemente de las


tan variadas formas en que lo expresan, comparten la
impresión de que la verosimilitud, en la misma medida en que
se descubre tan próxima a la convención, es algo bien
diferente de la verdad. El discurso verosímil es, antes que
nada, convencional y, por eso mismo, seguro, previsible, fácil
instrumento para que en torno a él los individuos realicen
plácidos juegos de comunicación y de seducción.

De hecho, la clase burguesa que a lo largo del siglo XIX y


buena parte de éste constituía el público asiduo de unas obras
que, a ciencia cierta, le pertenecían, participaba
engrasadamente de estos mecanismos: no sólo encontraba en
ellas modelos útiles (suficientemente ajustados a la
complejidad del nuevo universo industrial) en los que pensar
su vida cotidiana, sino que vivía el mundo del arte -de sus
galas, de sus encuentros, de sus exposiciones o de sus
estrellas- como algo fascinante, es decir, seductor (por
carecer de la distancia suficiente respecto a muchas de esas
parafernalias, nos es todavía difícil a los contemporáneos
reparar en la singularidad histórica de tales mecanismos,
inexistentes en largos siglos anteriores de la historia del arte).
Tanta verosimilitud, pues, como ausencia de autenticidad.
Tal es el juicio sumario que las vanguardias formulan sobre el
arte que les precede.

Frente a ello, su gesto de rebelión plantea con radicalidad


y vehemencia la cuestión del sentido del arte; es decir, de la
experiencia artística como ámbito donde se formula una
interrogación sobre la verdad. Sobre la posibilidad de
sustentar una palabra -un signo, un gesto, una huella-
verdadera: una que escape al ámbito de lo convencional, de
lo siempre repetido, de esa palabra de todos que, siendo tan
razonable, no es ya de nadie sino tan sólo del código, y que,
por ello, finalmente, termina reduciéndose bajo la forma de un
signo meramente convencional hasta suprimir toda
posibilidad de experiencia.

Dos direcciones

En este contexto, la vanguardia seguirá dos direcciones que


bien pueden ser entendidas como dos maneras diferenciadas
de manifestar un común repudio de lo verosímil.

La primera de ellas apuntará hacia la desarticulación del


tejido sintáctico del discurso en un movimiento analítico-
deconstructor que, en ciertos casos, pero no en todos, dará
paso a un ulterior movimiento constructivo. Los artistas que
pueden ser reconocidos en esta corriente afirman la
dimensión cognitiva de su tarea: la experimentación, la
investigación tanto práctica como propiamente teórica,
constituirán no sólo -y muchas veces no tanto- nuevos
procedimientos del trabajo artístico, como formas que
expresan la ideología en la que piensan su actividad. Poéticas,
en suma, de la deconstrucción/construcción entre las que bien
puede reconocerse el Cubismo, el Constructivismo, el
Funcionalismo -y más tarde, en esa segunda edición rebajada
que constituyen las vanguardias de la postguerra: el
Informalismo, el Arte Conceptual, el Mínimal...
No es difícil notar la ambivalencia de estas poéticas hacia
los valores de la Ilustración. De hecho, en sus discursos la
modernidad, en una u otra de sus acepciones, constituye un
fuerte valor de referencia; denotan así su consonancia con
ciertas formas de racionalismo con las que comparten los
valores del Progreso y la Ciencia. Pero no es menos cierto que
la radicalidad con que encarnan estos valores conduce,
paradójicamente, a la generación de discursos destinados a
oponerse a los ilustrados: si en ellos la racionalidad y la
apelación al saber científico están presentes, su movimiento
analítico y deconstructivo conduce a la quiebra de la
transparencia, a la rotura de toda gestalt y al encuentro con el
significante como pieza en la que el discurso puede ser
analizado -y al final, casi inevitablemente, troceado.

Pero se afirma también, y con no menor intensidad, una


segunda corriente que se vive en extremo enfrentada no sólo
a los discursos, sino también a a los valores de la Ilustración y
que, por ello, prolonga de una u otra manera la rebelión que
hacia ellos constituyó la irrupción del Romanticismo. Frente al
análisis, la pasión, frente a la construcción/deconstrucción (es
decir: el montaje, entendido este término en el sentido más
amplio que alcanzó en el ámbito de las vanguardias de la
primera mitad del siglo), la expresión: la experiencia se intuye
como enfrentada a todo orden sintáctico, a toda ambición del
entendimiento científico, racional. Fauvismo, Expresionismo,
Dadaísmo, Surrealismo, cierto Futurismo (especialmente el
ruso)... son poéticas del desgarro, en las que el acto de
escritura se vive en muchos casos abocado al encuentro con
lo siniestro.

Dos grandes vías, pues, para rechazar lo verosímil, para


apartarse de todo efecto de transparencia, y que comparten,
también, una insistente emergencia del Yo del discurso. O en
otros términos: todos los discursos de las vanguardias
históricas se articulan en enunciación subjetiva, hacen
acentuadamente explícita la figura del Yo que en ellos dice
hablar, aún cuando la figuración de ese Yo cobre luego
vestimentas bien diferenciadas (y en parte, pero aquí la
apariencia es sólo hasta cierto punto verdadera,
contradictorias).

Por una parte, podemos deducirlo de lo ya dicho, un Yo


analítico, cognitivo, que se quiere protagonista racional tanto
de su discurso como de la eficacia ulterior de éste en la arena
social -por aquí las corrientes analítico-deconstructoras se
alinearán con los movimientos de revolución social. Un Yo, en
suma, que compartiendo el sesgo paranoide del proyecto
científico burgués, se quiere controlador consciente de su
obra.

Y frente a él, otro Yo, éste nacido de las poéticas del


desgarro, heredero, por tanto, del lacerado gesto romántico,
que rechaza el orden de la razón constituida, toda pretensión
de control y eficacia, para volcarse a la expresión dramática
de su experiencia subjetiva.

Conciencia de la escritura, ausencia de la Verdad

En uno u otro caso, se trata de la emergencia de un Yo


enunciador que se afirma frente a unos discursos artísticos
que vive como convencionalizados, y que, por ello, se rebela
contra el orden de verosimilitud al que estos pertenecen. Y en
ambos casos, ese Yo que habla se ve abocado a la conciencia
de la escritura, del trabajo artístico como ámbito de encuentro
con el Lenguaje.

En la escritura, en los textos de la vanguardia histórica,


el enunciador se afirma para abocarse a un encuentro
dramático con el universo del lenguaje. Que cobrará la forma
de encuentro con el significante, de despiece y
deconstrucción/reconstrucción de la representación, o bien de
estallido de subjetividad, de desmembración del Yo imantado
por el vértigo de lo real; en cualquier caso, en los textos de la
vanguardia, ese Yo, a la vez que afirma su acto de toma de la
palabra (no olvidemos que el gesto inicial de toda vanguardia
es un acto de rebelión frente a los discursos del pasado que
se conforma bajo la figura del manifiesto), experimenta la
angustia de no lograr pronunciar una palabra verdadera.

Lo hemos dicho, toda la vanguardia histórica reconoce


la ausencia de verdad allí donde reina lo verosímil. Y así, la
dramática de su escritura nace de la conciencia de la
incapacidad de hacer emerger una palabra verdadera, de la
imposibilidad de acceder al encuentro con el símbolo.

La vanguardia, en sus expresiones más ingenuas como


en las más dramáticas, espera mucho -muchas veces diríase
que todo- del arte. Sus manifiestos expresan su conciencia de
que, en el ámbito del arte, debe accederse a cierto secreto —
uno que querrá encontrarse en el significante analizado o en
el estallido de la subjetividad, pero que, en cualquier caso,
dará sentido a la experiencia de escritura. Pero, al mismo
tiempo, percibe —es su condición de existencia—la distancia
que la separa de su sociedad, su imposibilidad de ofrecer,
como hicieron los artistas de otros tiempos, un espacio
simbólico en el que la colectividad pudiera nombrarse,
articular simbólicamente su experiencia.

En todo caso, ese déficit de simbolización del que


participan los textos de la vanguardia -pero que se traducirá
también en las muchas vidas atormentadas de sus artistas- se
traduce en un encuentro con el vacío. El orden simbólico no
está, no es posible acceder a (pronunciar) la verdad. Y en su
lugar, pues, una experiencia desimbolizada que se manifiesta
muy bien en el descoyuntamiento -ya sea deconstructor o
desgarrado, paranoide o esquizoide, nos atreveríamos a
metaforizar- del discurso.

Tanto más se afirma el Yo del que habla, tanto más


parece condenado a encontrarse con un discurso
descoyuntado. Habla, afirma su acto de enunciación y, sin
embargo, siente que no logra depositar un enunciado
verdadero. Después de todo, si la palabra simbólica no llega,
nada puede circular. Así, el sujeto no puede despegarse de un
enunciado cuya insuficiencia percibe: el vacío de
simbolización de la escritura es el vacío del sujeto, y éste se
aferra al acto de enunciación, prolonga su palabra en un
gesto, muchas veces desesperado, de intentar que, así, la
verdad termine alguna vez por acceder. Hay sin duda, allí,
autenticidad, experiencia radical, pero experiencia
necesariamente desgarrada porque en ella el símbolo no llega
para hacer posible la sutura.

Por ello, el yo enunciador no consigue depositar su


enunciado, clausurarlo para así poder separarse de él. Y el
discurso, a la vez que descoyuntado, tiende a hacerse
interminable, a prolongarse en esa desestructuración que es
la contrapartida de su incapacidad de clausura. Podría,
también, plantearse esto desde otro aspecto: quebrado en su
ser -en ausencia del símbolo que pueda fundarlo- el sujeto se
aferra al discurso en un esfuerzo crispado de afirmarse, de
reconocerse, de ser -lo que a veces tomará la forma, lo
sabemos desde Verlaine y Rimbaud, de un pacto satánico.

En todo caso, por este camino, el relato tiende a


volverse imposible, pues si el Yo invade el discurso tratando —
como ciertos psicóticos— de afirmarse a través de la
insistencia en la enunciación subjetiva, resulta en esa misma
medida incapaz de desembragar como figura distinta,
diferenciada, el "El" del personaje, esa tercera persona del
relato que es siempre al menos tres, pues se despliega en
forma de trama (narrativa)

Así, la lógica simbólica del relato -y del mito-, cuya cifra


base es el tres, resulta inaccesible en los textos de la
vanguardia, siempre sometidos a la dialéctica especular de la
enunciación subjetiva: a la dialéctica dual del yo-tú.

El texto artístico y lo Simbólico

El texto artístico (como el texto científico, pero si entendemos


por tal sólo aquel en que se asiste al alumbramiento de una
nueva teoría) es el lugar donde nuestro mundo, desde la Edad
Moderna, formula, en el ámbito del lenguaje, el desafío del
encuentro con lo real: con aquello que, por abrir la puerta a la
experiencia, al encuentro con lo rabiosamente singular de la
vivencia del sujeto, escapa al orden necesariamente
abstracto, categórico, funcional, de los signos -de la
semiótica, de la verosimilitud, de la inteligibilidad.

Ese encuentro con la experiencia más allá de los signos


que la nombran a la vez que la recubren, exige apartarse de
los usos convencionales del lenguaje, de los discursos
funcionales, comunicativos, en los que el Yo se afirma en los
espejismos de la identidad y del mutuo reconocimiento (en
ese juego de seducción y dominación que hoy se ha dado en
llamar interacción comunicativa).
Lo que equivale a decir, después de todo, que los textos
artísticos ocupan un lugar equivalente en la modernidad al
que en otros tiempos ocuparan los textos míticos, los textos
oníricos, los textos sagrados —sabemos bien cómo durante
siglos el arte estuvo vinculado a la temática religiosa. No son
discursos convencionales porque son textos: en ellos sí quiere
saberse algo de lo real (de eso de lo que nada quieren saber
los discursos inteligibles, cerrados, sensatos, confortables,
convencionales). Que haya experiencia: que, para decirlo con
las palabras de Sklovski (1) (aún cuando éste, por formalista,
no fuera capaz de plantear la cuestión de lo simbólico), sea
posible ver.

Pero en aquellos otros textos (los míticos, los oníricos, los


sagrados) el encuentro con lo real se hallaba mediado por la
presencia del símbolo. El símbolo: esa palabra que puede
estar materializada por cualquier signo, pero que sólo es
verdadera porque llega en el momento justo para acompañar
un encuentro del sujeto con lo real (2). Y así, el símbolo sutura
el desgarro que ese encuentro supone necesariamente: lo
sutura, pero no lo tapa ni pretende borrarlo (no es, en suma,
un síntoma); el símbolo quema y, así, abrasa la herida
cauterizándola. Y deja, como huella, una cicatriz.
La interrogación que funda el acto de escritura es la
suspensión del discurso inteligible, de los signos funcionales,
allí donde lo real apunta -y, para decirlo con un término que
Barthes (3) usara para la fotografía, punza, hiere- y donde lo
simbólico se espera. Y en tal sentido puede decirse que esa
interrogación es a la vez la demanda misma de lo simbólico.
Pero la autenticidad de esa interrogación no es suficiente para
que la verdad acceda. En su lugar, pues, tal es la dramática
de la vanguardia, el desgarro carente de símbolo, ausente de
sutura: allí emerge, casi inevitablemente, lo siniestro y, en
cualquier caso, el texto artístico escora en un sesgo psicótico.

Tal es la posición de la vanguardia: en ese discurso que


es el texto artístico, donde lo real apunta, la ausencia de un
anclaje simbólico conduce a todas las escisiones, a todos los
desgarros. Discursos fragmentados, atormentados, rotos,
donde un Yo se manifiesta para confesar el vértigo de la
ausencia de la palabra que debiera pronunciar: en los
discursos de la vanguardia emergen inesperadas
concomitancias con el discurso del loco.

Siniestro: Literatura, Fotografía

En un primer momento, lo siniestro, en tanto fenómeno


estético, irrumpe en el siglo XIX de la mano del Romanticismo
y la literatura gótica (Eta Hoffman, Shelley, Stoker)
configurando todo un género literario -la literatura fantástica-
que aún hoy prolonga su influencia. (4)

También, por otro camino, descubre en seguida su


presencia en la experiencia misma de la escritura: es el caso
de las poesías malditas (Lautremont, Verlaine, Rimbaud,
Baudelaire...)

Pero existe, todavía, una tercera entrada, algo más


tardía y, sin duda, la más inesperada: puede reconocérsela en
esa exacerbación del Realismo que conduce, de manera casi
inexorable, al Naturalismo.
Creemos que exacerbación es la palabra apropiada: en
un momento dado, una exacerbada demanda de verismo
quiebra un resorte esencial interior a la literatura realista
hasta el extremo de que su lógica interna resulta
resquebrajada.

Pues la novela realista era, antes que cualquier otra


cosa, discurso generador de universos narrativos, de
espacios-tiempos habitables: no necesariamente felices,
puede que dramáticos o incluso trágicos, pero, en cualquier
caso, legibles, previsibles -bien sabemos como el arte de la
novela realista, antes de su exacerbación naturalista,
estribaba en buena medida en hacer ver venir lo inevitable.
En suma: coherentes, bien tejidos por el lenguaje. Pues la
lógica de esos universos -esa lógica sobre la que descansaba
su verosimilitud- no podía ser otra que la de los propios
discursos narrativos que los sustentaban.

Y bien, esa es la lógica que deviene rota en ese


movimiento exacerbado hacia el verismo que cristaliza con el
Naturalismo.

Pero una cuestión espera respuesta: ¿Qué desencadena


esa exacerbación? ¿Por qué, en un momento dado, algo se
quiebra en el universo de la novela realista?

Por una vez al menos nos parece evidente que la


respuesta puede llegar de la mano del análisis semiótico
-entendido éste como análisis de los discursos y de sus
tipologías-, en la medida en que permite establecer cómo los
textos naturalistas acusan la irrupción en el ámbito de la
literatura de géneros discursivos nuevos y extraños a las
tradiciones de la narrativa novelística. Nos referimos a los dos
grandes modelos discursivos que cristalizan su dominio en esa
época: el discurso periodístico (la crónica, la información de
actualidad objetivista) y el discurso científico (las
descripciones biológicas, la médicas...).
Dos discursos éstos que, más allá de sus indudables
diferencias, comparten un interés común por los hechos y un
no menos común desinterés hacia la filosofía y hacia las
necesidades internas -que son simbólicas- de la narratividad.

Los hechos, pero ya no los ligados causalmente por el


relato en tanto sucesos narrativos (funciones, al decir de los
estructuralistas), sino los hechos objetivados, tanto más
cuando -de acuerdo con el principio de objetividad
científico/periodístico- anotados en independencia del sujeto
(de sus creencias, de su ideología, de su deseo).

Diríase que, en tal contexto, en la misma medida en


que se rechaza todo elemento de irracionalidad o de
mixtificación, en la misma medida en que se excluye toda
interferencia de la subjetividad, en la misma medida, en
suma, en la que se afirma -desde el tratado científico o desde
el diario de actualidad- esa asepsia que la ciencia venía
reclamando desde la Ilustración, no podríamos encontrarnos
más lejos de lo siniestro.

Y bien, lo sorprendente es que sucede todo lo contrario:


esos hechos en los que el naturalismo afirma su razón de ser
verista, por fragmentarios, por descritos de un modo que los
densifica a la vez que los aisla de la cadena narrativa -tal
como la descripción científica y la crónica periodística venían
haciendo-, se descubren enseguida como potencialmente
siniestros. Eso es sin duda lo que, aún hoy, nos golpea en Zola
más allá de lo anticuadas que resultan buena parte de sus
referencias científicas. Pero, en todo caso, se trata de algo
que en seguida puede ser reconocido en las descripciones de
muchos manuales de medicina o de biología, al igual que en
las ásperas crónicas de sucesos en las que el periodismo ha
sido siempre, en primer grado, naturalista.

Es ésta seguramente una de las más notables paradojas


que ha atravesado los discursos de los dos últimos siglos. En
el momento en que una nueva literatura se rebela contra el
subjetivismo romántico (el mismo que había empezado a
formular los primeros relatos-pesadillas de la modernidad), a
la vez que reclama su parentesco con los discursos
protagónicos de la modernidad, aquellos que afirman su
prestigio en esa objetividad que, heredera directa de la
Ilustración, permite a Occidente conquistar el mundo, en ese
mismo momento, decimos, esa nueva literatura se ve
destinada a encontrar un horror aún más denso que el
atisbado por lo fantástico romántico.

Así sucede porque, en ese cruce -de la novela, el


periodismo y el discurso científico- que va a cristalizar en el
Naturalismo, aunque pueda no estar presente el Terror,
aparece sin embargo la forma más pura de lo Siniestro: el
Horror.

Y he aquí lo más llamativo: lo que hace posible ese más


directo e intenso acceso al Horror estriba en que mientras la
literatura romántica del Terror se ha configurado en el
despliegue de la tensión narrativa, en la puesta en suspenso
de la amenaza de la emergencia de lo horroroso, en el
discurso naturalista, en cambio, el horror mismo aparece
ligado al hecho, a su facticidad, a la vez que independiente,
en el límite, de toda trama narrativa y, por ello mismo,
inquietantemente, vacío de significado.

Y bien, estamos hablando de Zola, sin duda, pero


también de sus más radicales predecesores y continuadores:
Poe, Kafka, Lovekraft. Y también Dostoiewski, Conrad, James,
Lloyce, Becket.

Es necesario comprender cómo el trayecto de la


literatura naturalista, ese que va de Poe y Zola a Joyce, es la
contrapartida del discurso de la ciencia: si ésta quiere
someter todo al orden del código -las grandes taxonomías,
botánicas, minerales, zoológicas, también el orden
matemático-, si no quiere, en suma, saber nada de lo Real
(eso por lo que se han preguntado siempre los discursos que
ahora son malditos, los discursos míticos, los religiosos y los
filosóficos), la literatura naturalista percibirá el hecho, en su
crudeza, como un desgarro del discurso por el que lo Real
irrumpe.

Recapitulemos las líneas de emergencia de lo siniestro


en los discursos del XIX.

La literatura romántica -y su variante gótica- escoran el


relato en el sentido del Terror -no tanto, digámoslo de paso, el
del miedo-, ponen en suspenso -y así anotan- la proximidad
del encuentro con lo siniestro -eso que causa Horror.
Por su parte, Poe y Zola encuentran el Horror por vías
que ya no son las del Terror: lo acusan, lo describen -no
pueden, pero intentan, fotografiarlo. (Joyce, incluso, lo
conseguirá: si aquellos montaban en sus textos fragmentos de
descripciones periodísticas, históricas y científicas, Joyce hará
montaje de fragmentos de lo real: de ese flujo de
palabras,tendencialmente caótico, que constituye el
¨monólogo interior" y que forma parte menos de la lengua —
el sistema— que de eso que Lacan ha identificado como
"lalengua" (5).)

Y, por su parte, los poetas malditos lo acusan como


experiencia de escritura.

El momento de la Fotografía

De lo que estamos hablando: de que ha llegado el momento


de la Fotografía.
Se ha rasgado cierto velo y, al querer mirar más
intensamente, al querer verlo todo de acuerdo con la
exigencia enciclopedista de transparencia, se ha atisbado lo
Real. El discurso novelístico es desde entonces portador de
rasgaduras bien semejantes a la raja que crece en la fachada
de «La Mansión de los User».
Si el horror está en el hecho, la fotografía podrá hacer
mucho más que la literatura: no sólo lo describirá sino que,
sobre todo, será su huella.
No todo debe achacarse a la fotografía: ella llega
puntual a la cita a la que ha sido convocada. Pero, en todo
caso, su llegada posee sus propios efectos: esa huella que en
la retina se traza y que, finalmente, por mor del proceso
perceptivo, es tapada por un signo y por una gestalt -por una
imagen icónico-delirante-, es capturada y hecha visible por la
fotografía. Pues éste es el insólito efecto de la fotografía -lo
radical fotográfico-: suspender por unos instantes la
percepción e incluso, como Barthes supo percibir, agujerearla
(el punctum (6)).
Instantes de suspensión del procesamiento perceptivo,
pero instantes que retornan por la fijeza, por la congelación
misma de la imagen fotográfica. La fotografía es el espejo de
las cosas por que sólo ella es capaz de devolver su insondable
estatismo, de congelar al infinito un instante del tiempo.
Frente al realismo de lo verosímil -que es el realismo
discursivo-, la fotografía, y tras ella el cinematógrafo, realizan
el proyecto naturalista de un realismo radical: un realismo de
lo real (¿no podemos leer en esta dirección la afirmación de
Bazin según la cual la "fotografia es ontológicamente
realista"? (7)).
Ahora bien: este nuevo realismo, por situarse en los
márgenes -mejor: en las hendiduras y en los desgarros- del
discurso -de ese dispositivo del que depende toda
inteligibilidad-, conduce necesariamente a la ilegibilidad y a la
asignificancia. Como en la experiencia del psicótico -que es,
en sentido fuerte, experiencia de lo real-, el encuentro con lo
real no mediado por el orden del lenguaje es un encuentro con
lo informe, con lo ininteligible, con lo insoportable.

La crueldad y el cinematógrafo

Stroheim, Eisenstein, Buñuel, Browning... cineastas


-digámoslo a lo Bazin- de la crueldad (8). Lo que quiere decir:
cineastas que se enfrentan abiertamente -bajo el sino
dramático de las vanguardias de la primera mitad de nuestro
siglo- a eso que de cruel hay en la fotografía: una huella
cruda, bruta, de ciertos instantes y de ciertos cuerpos
impermeables, en su singularidad, a todo signo que pretenda
nombrarlos. (De lo que hablamos: lo que importa de la huella
-por lo que toca a lo real- no es el ser huella de algo -y, en
tanto tal, funcionar como signo-, sino ser en sí misma huella,
marca real de algo real.)
Sucede así porque la fotografía invierte los procesos
que rigen en la lengua. Como se sabe, ésta, en virtud del
carácter arbitrario de sus significantes, se deshace
cómodamente, en sus usos comunicativos, de la materia de la
expresión (no oímos la voz del que habla, oímos -entendemos-
sus palabras, no el cuerpo -el grano- de su voz). Con la
fotografía sucede lo contrario: incluso cuando pretende
disciplinarse a fines informativos, impone, por encima de los
signos que en ella puedan descodificarse, por encima de las
imagos que, por mor de analogía, en ella puedan ser
reconocidos, su materialidad, esa materialidad que, en tanto
huella, la liga -en el tiempo y en el espacio- a lo fotografiado.
La huella es terca, muy terca: rabiosamente singular,
extremadamente azarosa -incluso en las fotos más puestas en
escena o en escenario: basta con que pase algo de tiempo,
sólo el de una generación, para que reparemos en todas sus
asperezas y azarosidades.
Lo radical fotográfico es esa terquedad de la fotografía:
lo que se resiste a ser entendido y a ser reconocido.
Lo que se resiste a ser entendido: eso que, por su
singularidad y por su azarosidad, no puede ser nombrado por
signo alguno -todo signo es necesariamente categórico:
nombra una clase de objetos y, sólo en esa medida, construye
un significado que puede ser transmitido. En castellano, sólo
existe un signo «casa», pero infinitas fotografías de casas -en
el límite, tantas como casas hay o pueden ser construidas.
Buena parte de esas fotografías -pues no hay garantía de que
todas- pueden ser reconocidas como casas -interpretadas,
descodificadas, en suma, sometidas a un código de signos
visuales-; pero en cada una de esas fotografías hay algo -su
singularidad en el espacio y en el tiempo, vale decir, su
azarosidad, su asignificancia- de la que ningún signo puede
rendir cuentas.
Lo que se resiste a ser reconocido: aquello que se sitúa
al margen de toda identificación y de todo afecto, aquello que
no se somete a ningún patrón de lo ya visto y de lo deseable.
Lo que se sitúa, en suma, fuera de toda economía deseante.
O si se prefiere: lo radical fotográfico es lo que en la
fotografía escapa al orden semiótico y al orden imaginario: lo
que hace de ella huella de lo real. O si se quiere: huella real
de lo real. Lo radical fotográfico es lo Real en la fotografía.
Pero esa es, a poco que sobre ello se reflexione, su
sustancia o, si se prefiere, para reavivar viejos debates con un
enfoque inesperado, lo específico de la fotografía. Y también,
en la misma medida, lo específico del cinematógrafo.
Podría trazarse la historia de la fotografía, la del
cinematógrafo y la de la televisión como, en lo fundamental,
una misma historia: la historia de la subversión provocada en
el ámbito de la representación por el estallido de lo radical
fotográfico. Y la historia de todas las operaciones culturales
tendentes a dominarlo, a restaurar de una u otra manera el
buen orden de la representación, vale decir, el buen orden del
discurso. De ahí la irrupción, en oleadas sucesivas, de las
artes y sus herramientas en el ámbito de la fotografía y del
cinematógrafo.
En un primer momento, como sabemos, los códigos
pictóricos invadieron la fotografía hasta volverla casi invisible
-una suerte de pintura primero para burgueses y luego para
los domingos de los pobres. Mas, cuando mejor dominada
parecía, estalló el cinematógrafo y con él, durante unos años
-los de ese periodo que Burch ha identificado felizmente por
su Modo de Representación Primitivo (9)-, una voraz
expansión de lo radical fotográfico en cierta medida forzado
por las circunstancias: no se contaba con códigos apropiados
para neutralizar la expansión temporal de la huella
fotográfica. Se intentó primero con el teatro, se reincorporó
todo lo que la pintura podía ofrecer y, finalmente -y sólo
entonces la cosa empezó a resultar viable-, se consiguió
adaptar los códigos narrativos. Los años de transición, entre
1905 y 1915, podrían ser pensados como los años en los que
el orden semiótico de la representación -el orden de la
significación, en suma- consigue someter lo radical
cinematográfico y dar nacimiento a un nuevo ámbito
discursivo que bien podríamos denominar, por oposición,
"fílmico".
Y nació así, quizás con el tiempo logremos apreciarlo en
su justa dimensión, el último gran sistema de representación
simbólico que Occidente ha logrado alumbrar: el Sistema de
Representación Clásico de Hollywood. Y también, y en la
misma medida -pues en ello estaba la llave de todo- el último
gran conjunto de relatos de nuestra cultura.
Pero el tiempo estaba contado. A fin de cuentas, como
hemos advertido, la fotografía no hacía otra cosa que acudir a
su cita: realizaba el proyecto naturalista allí donde éste,
modelado sobre los discursos de la objetividad, vaciaba al
relato de su dimensión simbólica y, en esa misma medida,
anunciaba su progresivo debilitamiento.
Desde la extinción del cine clásico, el cine incorporó su
ritmo al de las vanguardias, participando, con un retraso
progresivamente menor, de las mismas experiencias de
investigación formal, de deconstrucción del discurso, de
reflexión sombre el artificio de la representación...
Experiencias que, en su conjunto, participaban de una común
perdida de la dimensión simbólica del discurso y, en esa
misma medida, de una común incapacidad para narrar.

lo Radical Fotográfico vs. el Relato

Pero también las vanguardias han terminado. Y, en los


campos más variados de nuestro paisaje urbano, lo radical
fo/cinema/tográfico se impone cada vez más autónomo de
todo orden discursivo: en los diarios de información, en la
prensa amarilla, en las revistas del corazón, en la información
televisiva... se acredita el triunfo del proyecto naturalista,
aunque no necesariamente de las buenas intenciones de
quienes lo protagonizaron en sus orígenes: al margen de todo
discurso, o manteniendo la presencia de éste tan sólo cómo
coartada, la imagen fotográfico/fílmico/electrónica se entrega
a un uso puramente espectacular y, en la misma medida,
semánticamente vacío -asignificante- y visualmente
pornográfico.

Pero adviértase que la pornografía de la que ahora


hablamos casi nada tiene en común con la que, en otro
contexto, se identificara como género literario. Pues no
concede lugar a las palabras ni al relato: todo en ella es
mostración del cuerpo en su inmediatez y en su brutalidad.
Los cuerpos abiertos, desgarrados, despedazados,
fragmentados por el plano detalle de los que se alimenta el
espectáculo pornográfico —en televisión, bajo la coartada de
lo informativo, en las salas X, ya sin coartada alguna, pero
también en multitud de espacios intermedios— imponen su
presencia al margen de todo orden discursivo, a modo de
hechos brutos, matéricos, primarios.
(La expansión de lo radical fotográfico se descubre así
como la contrapartida, la otra cara, de la dificultad de narrar
que padece nuestra contemporaneidad.)
Y por este camino, lo que en el proyecto de
inteligibilidad universal reinante desde la Enciclopedia se
quería objetivo, se descubre finalmente como inmanejable. A
la vez innominable e inimaginable: no hay palabras para
nombrarlo, pero tampoco imágenes que permitan
reconocerlo; se impone en su brutalidad fotográfica, se trate
del plano detalle de una herida abierta
o de los genitales de un cuerpo anónimo. En el límite,
sometidos a la economía del inserto y del plano detalle, los
cuerpos desgarrados resultan finalmente irreconocibles: la
imagen, totalmente invadida por lo radical fotográfico, se
vuelve ininteligible.
Y, sin embargo, se trata en lo esencial las mismas
imágenes con las que trabaja la ciencia. Se olvida con
frecuencia la estrecha relación entre el desarrollo de la ciencia
moderna y esa amplitud del campo de la visión que la
fotografía, junto al microscopio, al telescopio, los rayos X y
todos aquellos otros artefactos capaces de impresionar
huellas visuales de lo real,
ha hecho posible.
Muchas de las fotografías de revistas como «Inverwiew»
podrían funcionar indistintamente como imágenes de
exploración científica, como planos de un moderno film de
porno/terror o como insertos de un programa informativo de
televisión: su intercambiabilidad permite trazar con bastante
precisión la geografía de ese encuentro contemporáneo con lo
real que denominamos lo radical fotográfico.
Por su parte, la ciencia se defiende de su latencia
siniestra a través de una intensa semiotización —poner
nombres, diseñar teorías, construir nuevos códigos científicos
que permitan volver nominables e imaginables esos nuevos
dominios de la visión que escapan a la escala humana —es
decir: tanto a la escala de lo imaginable sobre el modelo
identificatorio (la gestalt) del cuerpo humano, como a la
escala de lo nominable por el lenguaje (el significante)
cotidiano. Semiotización tan intensa como poderosa: sus
logros van desde la dominación tecnológico-mercantil del
universo a la capacidad de curación médica de nuestra
civilización. Pero, en todo caso, semiotización de estructura
paranoica, que, incapaz de dimensionar simbólicamente esos
encuentros con lo real, los tapa de manera compulsiva bajo el
discurso de la razón tecnológica.
(Resulta sorprendente el desacuerdo entre la tremenda
relevancia social de las grandes figuras de la ciencia
contemporánea y el desinterés por las reflexiones filosóficas
que esos mismos científicos se han visto en la necesidad de
articular. Y, sin embargo, de una perentoria necesidad se
trata: la de intentar suturar en el orden de lo simbólico el
desgarro producido por su experiencia del abismo que les ha
sido dado conocer en esos instantes de absoluta suspensión
del sentido en el que el encuentro con lo real carecía todavía
de una teoría —de un código, de algunos discursos— con que
neutralizarlo.)
La ausencia de esa sutura simbólica, el vacío en la
dimensión de la palabra, la imposibilidad misma del relato —el
relato es por antonomasia el ámbito de la palabra simbólica—
se manifiesta entonces, más allá del espacio discursivo y
objetual de la razón tecnológica, en los ámbitos de los
discursos audiovisuales, fotográficos, fílmicos, televisivos, con
rasgos insistentemente psicóticos.
Repitámoslo: en esos terrenos donde el control de la
razón tecnológica cesa, en los ámbitos de la representación y
el arte, la realidad parece haber estallado, haber perdido su
tejido discursivo e imaginario: los discursos se descubren
fragmentados, rotos, cuando no sometidos a la aleatoriedad
violenta del mando a distancia; los relatos se hipertrofian de
manera culebrónica, instalándose fuera de toda restricción
códica y, por ello, de todo patrón de verosimilitud, cuando no
se disuelven en una sostenida incertidumbre. Se impone lo
aleatorio, lo azaroso, lo asignificante, en un paranoico
espectáculo de lo real —paranoico, porque el espectador de lo
radical fotográfico se inmuniza de lo que polariza su mirada
en la asepsia confortable de la sala cinematográfica o, mejor
aún, en la cotidiana clausura espacial de su cuarto de estar:
las huellas de lo real quedan siempre retenidas tras una
pantalla que inmuniza de toda contaminación.
Nada tan revelador de todo ello como el moderno cine
de terror: Psicosis (y 2, 3), Alien, Sonámbulos, Stalker,
Sacrificio, Posesión, Robocop, La mosca, Videodromo, La
matanza de Texas, Blue velvet, El exorcista, Los pájaros,
Pesadilla en Elm Street (y 2, 3, 4.), Twin Peaks... Relatos todos
ellos cuyo suspense se desplaza del plano narrativo (de la
tensión en la demora de cierto suceso) al plano escópico (a la
tensión en la demora de determinada imagen). Lo siniestro
invade la imagen a la vez que el universo narrativo
experimenta un proceso de descomposición, un
resquebrajamiento de su estructura de verosimilitud que, en
el interior mismo de los films, es explícitamente identificado
como psicótico —la locura se ha convertido, finta final de la
paradoja, en el gran tema de este siglo en el que se percibe el
agotamiento de la episteme enciclopedista.
Freud describía así la literatura fantástica, asociándola a
la experiencia de lo siniestro (puede que Todorov olvidara
haber leído el trabajo freudiano):
"El poeta provoca en nosotros al principio una
especie de incertidumbre, al no dejarnos adivinar... si se
propone conducirnos al mundo real o a un mundo fantástico,
producto de su arbitrio."
"Lo siniestro se da, frecuente y fácilmente, cuando
se desvanecen los límites entre fantasía y realidad; cuando
lo que habíamos tenido por fantástico aparece ante
nosotros como real..." (10)
Esa incertidumbre entre lo real y lo fantástico pone en
cuestión la estructura misma de la realidad. En el lector esa
incertidumbre se manifiesta como terror ante el
desvanecimiento del orden del mundo, a su
resquebrajamiento psicótico (11) en una proliferación
desordenada de imágenes del horror.
(Horror del que nuestra sociedad dicha civilizada se
defiende, de manera no menos compulsiva, en ese otro
discurso, netamente delirante, plenamente imaginarizado y,
por ello, igualmente desimbolizado, que es el publicitario.
Unico lugar donde, a lo que parece, Occidente puede hoy
situar su deseo.)
Pero si este trabajo termina provisionalmente aquí, algo
queda en todo caso pendiente. Pues como Bazin —y como el
Rossellini de Viaggio in Italia— pensamos que la fotografía
puede también ser una suerte de velo de la Verónica.
No se trata, después de todo, de otra cosa que de una
cuestión de humildad.

Jesús González Requena

Notas

(1) "Los objetos varias veces percibidos comienzan a ser


percibidos por un reconocimiento: el objeto se encuentra ante
nosotros, y nosotros lo sabemos, pero no lo vemos."
"Mas he aquí que para recobrar la sensación de vida, para
sentir los objetos, para advertir que la piedra es de piedra,
existe lo que se llama arte. La finalidad del arte es
proporcionar una sensación del objeto como visión y no como
reconocimiento; el procedimiento del arte es el procedimiento
de la singularización de los objetos y el procedimiento que
consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la
duración de la percepción. El acto de percepción en arte es un
fin en sí mismo y debe ser prolongado: el arte es un medio
para sentir la transformación del objeto, lo que ya está
transformado no importa para el arte." Victor Sklovski: "El arte
como procedimiento", en VVAA: Formalismo y vanguardia,
Alberto Corazón, Madrid, 1973, p.96-97.

(2) Adviértase que lo simbólico de que aquí hablamos


no coincide con la categoría homónima lacaniana, aún
cuando pretende inscribirse en el ámbito del saber
sobre el sujeto que Jacques Lacan ha reconocido
inaugurado en el discurso freudiano. Brevemente: no
tres, sino cuatro órdenes: Semiótico, Imaginario, Real,
Simbólico. Si lo Semiótico constituiría el ámbito del
lenguaje —del signo— en tanto encubridor —ámbito de
escamoteo de lo Real—, lo Simbólico, en cambio,
constituiría el orden donde el lenguaje —la palabra—
conduciría por los desfiladeros de lo Real.
Consecuencia inmediata: el arte no sería
necesariamente lugar de engaño, sino, por el contrario,
espacio en el que, como en el análisis o en el sueño, en
el relato mítico o en el texto sagrado, podría accederse
a una cierta palabra fundadora. Para el desarrollo de
estas cuestiones remitimos al lector a Jesús González
Requena: "El Texto: Tres Registros y una Dimensión",
en Trama&Fondo nº 1, Madrid, 1996.

(3) Barthes, Roland : La cámara lúcida, Gustavo Gili,


Barcelona, 1982.

(4) Los epígrafes que siguen han sido publicados


independientemente en Archivos de la Filmoteca, nº 8, año III,
1991: "La fotografía, el cine, lo siniestro".

(5) Jacques Lacan: Aún, El Seminario 20, Paidós, Barcelona,


1981, p. 166.
(6) Roland Barthes: La cámara lúcida, Gustavo Gili, Barcelona,
1982, p. 16.

(7) Bazin, André: "Ontología y lenguaje", en ¿Qué es el cine?,


Rialp, Madrid, 1966.

(8) Bazin, André: El cine de la crueldad, Mensajero, Bilbao,


1977.

(9) Burch, Noël: El tragaluz del infinito, Cátedra, Madrid, 1987.

(10) Sigmund Freud: Lo siniestro, en Obras completas, Nueva


Visión, Madrid, p. 2491.

(11) Notará el lector que nos apartamos en esto de la


explicación freudiana de lo siniestro. Pues creemos que
Freud, por no contar todavía con una teoría
estructurada de lo psicótico, trató de pensar lo
siniestro de acuerto con la economía de la neurosis,
aun cuando esto planteaba considerables
contradicciones algunas de las cuales el propio Freud
tuvo el rigor de explicitar en su texto. En nuestra
opinión, en cambio, lo siniestro puede ser mejor
explicado en el marco de la teoría psicoanalítica de la
psicosis. Cfr.: Jesús González Requena: "Emergencia de
lo siniestro", en Trama&Fondo nº 2, Madrid 1997.

abstract

Es intención de este trabajo pensar el presente de nuestra


cultura Occidental a la luz de la caracterización de los grandes
textos que lo configuran. Nos ocuparemos, para ello, del
Discurso Cibernético y del Discurso Artístico. El último en
tanto discurso de la representación. El primero como síntesis
de la convergencia entre el discurso económico y el discurso
científico. En la perspectiva, tanto de establecer sus
diferencias —de un lado, los discursos de la razón objetiva; de
otro, los de una subjetividad que se vive desintegrada—,
como de anotar sus cadencias comunes —las que manifiestan
una misma perdida de horizonte simbólico. Lo que conducirá a
redefinir el concepto de la Posmodernidad, ya no entendido
como el periodo que sigue al de la Modernidad, sino como su
sombra, presente desde el momento mismo de la emergencia
de aquella.

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