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Imágenes para Crusoe

Saint John – Perse

Las campanas

Viejo de manos desnudas otra vez entre los hombres, ¡Crusoe!

Llorabas, imagino, cuando desde las torres de la abadía, como una


pleamar, se derramaba sobre la ciudad el lamento de las campanas…
¡Oh, Despojado!
Recordando las rompientes bajo la luna llorabas; los silbidos de las orillas
distantes; las extrañas músicas nacidas y disueltas bajo el ala ciega de la noche,
semejantes a los círculos concéntricos de una caracola, a la expansión de
clamores bajo el mar.

El muro

El muro se erige para conjurar el círculo de tu sueño.


Pero la imagen grita.
La cabeza contra un pliegue del sillón grasiento, exploras tus dientes con la
lengua: emponzoña tus encías el relente de las grasas y las salsas.
Sueñas con las nubes puras sobre tu isla, cuando el alba verde crece límpida
en el seno de las aguas misteriosas.
Es el sudor de las savias en fuga, la amargura de algunas plantas, la
insinuación acre de los suculentos manglares, la delicia ácida de una negra
médula en las vainas.
Es la miel silvestre de las hormigas en los túneles del árbol muerto. Es un
sabor de fruto inmaduro que vuelve ácida el alba: es el aire lechoso enaltecido
por la sal de los vientos alisios. . .
¡Alegría!, ¡oh alegría liberada en las alturas! Resplandecen las telas del cielo,
de hierbas sembrados los invisibles atrios, coloreadas las delicias de la tierra al
siglo de un largo día.

La ciudad

Ahoga sus techos la pizarra o la teja donde los musgos proliferan.


Su aliento escapa a través de las chimeneas.
¡Olor de los hombres apurados, olor como a insípido matadero!, ¡agrios
cuerpos de las mujeres bajo las faldas!
¡Oh ciudad contra el cielo!
Grasas, alientos, y el vaho de un pueblo contaminado — porque de
inmundicia toda ciudad se enjoya.

Sobre la cumbrera de la tienda — sobre la basura del hospicio — sobre el olor


de vino azul del barrio marinero — sobre la fuente que llora en los patios de la
policía — sobre las estatuas de piedra mohosa y sobre los perros vagabundos
— sobre el niño que silba y el mendigo de temblorosas mejillas, sobre la gata
enferma con tres pliegues en la frente, la noche desciende entre el vaho de los
hombres. . .
La ciudad por el río fluye hacia el mar como un absceso.
¡Crusoe! Esta noche, cerca de tu Isla, el cielo cantará loas al mar, el silencio
multiplicará la voz de los astros solitarios.
Corre las cortinas; no enciendas nada.
Es la noche sobre tu Isla, aquí y allá, donde se curve el impecable vaso del
horizonte; es la noche color de párpados sobre los entrelazados caminos de cielo
y mar.
Todo es salado, todo es viscoso, todo es pesado como la vida de los plasmas.
En su pluma, bajo un sueño aceitoso, el ave se arrulla; el vano fruto,
ensordecido de insectos, cae al agua de las caletas dragando su ruido.
Entre el circo de vastas aguas se adormece la isla, por cálidas corrientes
lavada, por espesas grasas, en la abundancia de légamos suntuosos.
Bajo los manglares, lentos peces entre el cieno han descargado burbujas de
su plana cabeza; y otros, lentos, manchados como reptiles, acechan. Los
légamos son fecundados. Oye crujir a las huecas bestias en sus caparazones.
Sobre un trozo de cielo verde, un humo apresurado, el vuelo indescifrable de
los mosquitos. Dulcemente, bajo las hojas, se llaman los grillos. Y otras bestias
dulces, atentas a la noche, cantan un canto más puro que el anuncio de las
lluvias: dos perlas dilatan su buche amarillo, deglutidas.
¡Queja de las aguas arremolinadas y luminosas!
¡Corolas, bocas de moaré: duelo que se extiende! Inmensas flores viajeras,
flores para siempre vivas, flores que no cesarán de crecer por el planeta. . .
¡Oh el color de las brisas sobre las aguas calmas, el meneo de las palmeras!
Y ni un lejano ladrido de perro que delate a la choza; que signifique la choza
y el humo de la tarde y las tres piedras negras bajo el olor de pimiento.
Pero con mínimos chillidos tajean la blanda noche los murciélagos.
¡Alegría!, ¡oh alegría liberada en las alturas del cielo!
...¡Crusoe!, ¡estás ahí! Tu rostro se entrega a los signos de la noche como la
invertida palma de una mano.

Viernes

¡Risas bajo el sol, marfil! Tímidas zalemas, las manos en las cosas de la
tierra. . .
¡Viernes!, ¡qué verde era la hoja, qué nueva tu sombra, qué largas tus manos
hacia la tierra, cuando cerca del hombre taciturno, bajo la luz, agitabas la azul
corriente de tus brazos y tus piernas!
Ahora te han regalado un rojo andrajo, una librea donde te reflejas. Bebes el
aceite de las lámparas y robas en la despensa; deseas las faldas de la cocinera
gorda y olorosa a pescado; tus ojos se han vuelto embusteros y tu risa viciosa.
El loro

Éste es otro.
Un marino tartamudo se lo había entregado a la vieja que te lo vendió. Está
sobre el rellano, cerca de la claraboya, donde se mezcla a la penumbra la niebla
sucia del día color de callejón.
Con un doble grito, por la noche, Crusoe, te saluda, cuando subiendo desde
las letrinas del patio, abres la puerta, alzas el astro efímero de tu lámpara.
Voltea su cabeza para mirarte. Hombre de la lámpara, ¿qué quieres de él? ...
Miras el ojo redondo bajo el dañado polen del párpado; miras el segundo círculo,
un anillo de savia fenecida. Y la pluma enferma se baña en mierda aguachenta.
¡Oh miseria! Apaga tu lámpara. El pájaro lanza su grito.

La sombrilla de piel de cabra

Está entre el olor agrio del polvo, bajo el tejado del granero. Está bajo una
mesa de tres patas; está entre la caja de arena para la gata y el tonel
descabalado en donde la pluma se hacina.

El arco

Ante los silbidos del hogar, tiritando bajo tu abrigo floreado, miras ondular
las dulces alas de la llama. Pero un chasquido agrieta el canto de la sombra: es
tu arco, suspendido, al quebrarse. Tu arco abierto a lo largo de su fibra secreta
como la vaina muerta del árbol guerrero.

La semilla
La enterraste en una maceta: púrpura aferrada a tu traje de piel de cabra.

Y no ha germinado.

El libro

Y qué lamento pues en tu boca, alguna noche de largas lluvias en marcha


hacia la ciudad, removía por tu corazón el oscuro nacimiento del lenguaje:
“... De un luminoso exilio — ya más lejano que la fugitiva tempestad — ¿cómo
guardar las vías, ¡oh Señor!, que me habías otorgado?
“...¿Sólo esta confusión de la noche me dejarás, luego de haberme alimentado,
en tan largo día, con la sal de tu soledad, testigo de tus silencios, de tu sombra,
de tus grandes gritos?”
Así te lamentabas en la nocturna confusión. Pero bajo la ventana oscura,
ante el lienzo de muro a tu frente, cuando te era imposible resucitar el
esplendor perdido, abriendo el Libro, paseabas un agrietado dedo por sobre
las profecías, y luego, fija la mirada en el espacio, esperabas el momento de la
partida, el gran viento que de un golpe te desollaría, como un tifón, rasgando
las nubes ante la espera de tus ojos.

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