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Las matanzas del camarada Trotsky

Héctor Landolfi (*)


21 ago 2015 - 00:00
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Increíblemente, lo que parecía un resto histórico de la ideología, el trotskismo reverdece en


los márgenes australes del mundo. Se agrupa en el Partido Obrero, FIT y el Nuevo MAS.
No se presentan como trotskistas. Se autodefinen socialistas, feministas y defensores de los
pueblos “originarios”, término este tan ininteligible en la entonces Unión Soviética como
inconsistente en la Argentina actual. En cuanto al feminismo, al comandante del Ejército
Rojo (Trotsky) le hubiera costado entender el significado de esa mirada ideológica sobre la
naturaleza femenina. La izquierda vernácula tiene un derrotero singular y contradictorio.
Adquirió importancia cuando el Partido Socialista se hizo famoso con la huelga de 1902, a
la cual Roca le puso el brete de la Ley de Residencia. Y se consagró en épocas del mismo
presidente (1904) cuando el conquistador del desierto modificó la ley electoral y dispuso la
elección por “circunscripciones”. Este cambio legislativo le permitió a Alfredo Palacios
transformarse en el “primer diputado socialista de América”. Así las cosas, el socialismo
creció al socaire de planteos reivindicatorios y del prestigio intelectual de Juan B. Justo,
fundador del partido y traductor al castellano de “El Capital” de Carlos Marx. Pero, a partir
de 1918, el reverbero de la Revolución Rusa sobre el estuario platense generó la creación
del Partido Comunista Argentino. La Segunda Guerra Mundial encontró a los comunistas
argentinos cohabitando con sectores “paquetes” de nuestra sociedad en la antiperonista
Unión Democrática. Sospecho que la comodidad demostrada por los estalinistas autóctonos
en su convivencia política con las clases medias y altas argentinas se debió, más que a
ideología, al poder financiero que esgrimía el Partido Comunista. Mientras tanto, y en
forma paralela a los desdibujados seguidores de las órdenes de Moscú, se fue gestando el
nacimiento del trotskismo. Trotsky tuvo la rara oportunidad de hacer la Revolución, ocupar
puestos de alto poder en el nuevo gobierno soviético, reprimir salvajemente a los opositores
y teorizar sobre su propia experiencia. Hasta que, finalmente, le cayó la maldición que pesa
sobre los que hacen revoluciones: son devorados por la inercia de la fuerza que generan. La
pelea por el poder en la entonces Unión Soviética favoreció a Stalin y Trotsky, para salvar
su vida –cosa que logró solo por un tiempo–, huyó a México. En las soledades aztecas, no
exentas de placeres dada su proximidad a Frida Kahlo, el exiliado soviético reelaboró el
marxismo y proyectó su “revolución permanente”, una suerte de contrapunto ideológico a
las rigideces del estalinismo. El marxismo, una suerte de religión laica con sus dogmas
materialistas e ideológicos, también tuvo sus cismas. El primero se produjo entre
bolcheviques y mencheviques. Los primeros, partidarios de la dictadura del proletariado y
los segundos, con una visión light de los textos de Marx, se transformaron en
socialdemócratas. Esa lucha ideológica terminó con el triunfo bolchevique. Y el resultado
del enfrentamiento dejó miles de mencheviques muertos, ejecutados por la eficacia
represiva del comandante Trotsky. León Trotsky fue el tercer gran cismático. No murió
quemado luego de pasar por el aquelarre de un auto de fe. Lo mataron introduciéndole el
pico de un piolet en el cerebro. La responsabilidad de Trotsky en no pocos de los males de
Ucrania comenzó con la firma del Tratado de Brest-Litovsk (1918). En ese pacto, el
entonces soviético comisario para las Relaciones Exteriores cede Ucrania y otros países
bajo dominio ruso, a Alemania y a las potencias centroeuropeas de la época. La
consecuencia inmediata de este abusivo reparto de países sometidos fue el saqueo
sistemático de las inmensas riquezas alimenticias ucranianas por parte de Alemania y
Austria. El bochornoso desempeño como ministro de Relaciones Exteriores obligó a
Trotsky a renunciar. Evidentemente, lo suyo no era la diplomacia sino el duro oficio
militar, como lo demostró más adelante. A poco tiempo de hacerse cargo del Ejército Rojo,
Trotsky demostró ser buen organizador e implacable aplicador de “mano dura”. No dudaba
en ordenar fusilamientos individuales y grupales para mantener la disciplina castrense. Y
hacía secuestros extorsivos de familiares de oficiales zaristas que revistaban en su ejército
para que no se les ocurriera, aunque más no sea, cumplir con desgano las órdenes que se les
impartía. En la vasta llanura ucraniana, a principios del siglo pasado, surgió un movimiento
revolucionario anarquista liderado por Néstor Makhno. En poco tiempo recibió la adhesión
de miles de campesinos que padecían duras condiciones de vida y trabajo. Makhno
organizó militarmente a sus seguidores bajo una fuerza que fue llamada Ejército
Insurreccional de Ucrania. Participó de la Revolución Rusa y en alianza con el Ejército
Rojo combatió a las fuerzas antisoviéticas del general Antón Dinikin. El acuerdo entre
Trotsky y Makhno establecía la independencia de cada fuerza pero la provisión de
municiones y la conducción táctica estaba bajo mando soviético. Esto fue fatal para las
fuerzas makhnovistas, pues en determinado momento de la lucha el Ejército Rojo dejó de
proveer munición al Ejército Insurreccional y abrió su ala derecha para que pasara el
monárquico Ejército de Voluntarios y masacrara a los anarquistas. Esta táctica la repitieron
los comunistas en el Frente de Teruel durante la Guerra Civil Española (1936-39). Las
fuerzas de Moscú dejaron de dar apoyo a las brigadas anarquistas y permitieron el paso de
las tropas franquistas, que destrozaron al bando ácrata. No obstante el traspié, Makhno
reorganizó sus fuerzas y restableció su dominio en una amplia zona de Ucrania. Trotsky ya
no pensó en acuerdos con Makhno. El comandante del Ejército Rojo condujo en persona
una encarnizada campaña contra los makhnovistas. Los bolcheviques intentaron asesinar a
Makhno en varias oportunidades, pero fracasaron. Trotsky no esperó más y emitió la orden
Nº 1824, con la que lanzó a su ejército sobre la zona ocupada por los anarquistas
ucranianos. Al principio la represión consistió en ubicar al combatiente makhnovista y
fusilarlo; si se lo sorprendía en su casa se mataba también a la familia. La segunda fase de
esta masacre consistió en arrasar aldeas enteras matando a todos sus habitantes. La paradoja
de esta matanza muestra al inventor de la “revolución permanente” masacrando a los que
pretendían ir más allá de la Revolución Rusa. Siempre me llamó la atención la facilidad con
que León Trotsky se trasladaba desde su exilio mexicano hacia Estados Unidos y circulaba
por Nueva York –ciudad donde estuvo años antes– como un turista más. Esta aparente
contradicción quedó aclarada cuando leí la obra de Liborio Justo (“Quebracho”), que fue
trotskista en su juventud y militó siempre en la izquierda ideológica, “León Trotsky y Wall
Street. Cómo el líder de la Cuarta Internacional se puso al servicio del imperialismo yanqui
en México”. (*) Exdirectivo de la industria editorial argentina

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