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González Madrid, Miguel. 2017. “Políticas públicas, intereses y derechos humanos”. En:
Juan Mendoza Pérez y José María Martinelli (coords.). Visiones críticas frente a la crisis
neoliberal. Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa, Ciudad de México. Págs.
ISBN: 978-607-28-1215-4.
* Profesor e investigador titular de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa.
Politólogo y Maestro en Derecho Electoral.
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Visiones críticas frente a la crisis neoliberal
Introducción
Desde finales del siglo XX, el derecho internacional de los derechos humanos ejerce una
influencia relevante de resignificación de la concepción de las políticas públicas (véase
Ochoa Sotomayor, 2011: 3). Durante el nacimiento de las Ciencias de las Políticas, así
llamadas por Harold D. Lasswell, en 1951, el estudio de las políticas públicas apareció
distante de un enfoque de derechos humanos, a pesar de la monumental proyección mun-
dial de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Las políticas públicas
más bien fueron asociadas al trabajo gubernamental y a la exigencia de racionalidad de
las decisiones públicas con ayuda de los expertos académicos y de las administraciones
públicas. No obstante, con la llamada por Samuel Huntington “tercera ola democráti-
ca”, iniciada en el sur europeo (en los países del mediterráneo que habían experimenta-
do dictaduras) y la caída de regímenes autoritarios en otras partes del mundo, se abrió
una gran época de revaloración de la sociedad civil y del papel de los ciudadanos en los
asuntos públicos, además de que la cuestión de la democracia comenzó a ser repensada
a partir de una perspectiva de expansión de los derechos políticos y, en general, de los
derechos humanos individuales y sociales. Así, la cuestión de la democracia fue plantea-
da conforme a un esquema de procesos complejos y multidimensionales de transición,
consolidación y calidad, de modo que el acceso efectivo a los asuntos públicos fuera más
o menos plural, progresivo y abierto, y los ciudadanos fueran también empoderados a
través de sus organizaciones e individualmente.
Ahora bien, en gran parte del presente trabajo se reconoce el aporte de Víctor Abra-
movich (por ejemplo, 2006a y 2006b) sobre la estrecha relación que guardan las po-
líticas públicas con los derechos humanos. Es indudable que, desde que los derechos
sociales fueron puestos en estado crítico por la reconversión del Estado social en Estado
neoliberal, las políticas públicas han transitado de un modelo de racionalidad y decisión
guiada por expertos, en una época de centralización del poder político, a otro de legi-
timación político-social y decisión pública guiada por las manifestaciones de lo que las
personas requieren para vivir con dignidad. La perspectiva de derechos ha impregnado
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y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que
fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades”. En especial, la CADH
establece una serie de mecanismos para la protección y garantía de múltiples derechos
y libertades personales y colectivas, es decir, un sistema de justicia interamericana para
hacerlos efectivos. La Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene ahí su fun-
damento y razón de ser. Pero, además, por cuanto a los derechos sociales, la CADH
establece en su artículo 26 que:
Los Estados Partes se comprometen a adoptar providencias, tanto a nivel
interno como mediante la cooperación internacional, especialmente eco-
nómica y técnica, para lograr progresivamente la plena efectividad de los
derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y sobre edu-
cación, ciencia y cultura, contenidas en la Carta de la Organización de los
Estados Americanos, reformada por el Protocolo de Buenos Aires, en la
medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios
apropiados.
Tanto en el orden interno como internacional, los derechos humanos son considerados
así como un modo de fundamentación extensa de las políticas públicas, con nuevas
posibilidades de legitimación, y se hacen exigibles o justiciables por los medios e instru-
mentos previstos en las mismas leyes fundamentales nacionales y en los instrumentos
internacionales, y más en tanto que la dignidad humana –en la que parece estar justifi-
cada normativa y éticamente la finalidad última de los Estados-Nación de posguerra–
condensa extraordinariamente la naturaleza de los derechos individuales y los derechos
sociales.1 En este sentido, de acuerdo con Víctor Abramovich (2006a: 1), en la región
latinoamericana “existe hoy un renovado impulso para una nueva generación de políti-
cas sociales concebidas como acciones positivas destinadas a superar situaciones graves
de exclusión y desigualdad estructural de vastos sectores de la población, tales como los
pueblos indígenas y los afrodescendientes. También se han encarado algunas estrategias
públicas novedosas para la inclusión social de las mujeres en la esfera política y el mer-
cado de trabajo”.
1 Agustín Salvia (2006: 1) afirma al respecto que “Las teorías del desarrollo y los principios basados en los derechos
humanos vienen ocupando desde las últimas décadas del siglo pasado un lugar cada vez más relevante en la agenda
de la comunidad internacional, compartiendo ambas corrientes de pensamiento un mismo propósito general: poder
afrontar los desafíos de la mundialización mediante instrumentos civilizatorios centrados en los idearios de la libertad,
la justicia y la dignidad humana, en tanto valores universales capaces de servir como guías para la acción. Pero a pesar
de esta común preocupación y de su encuentro en los discursos de actores políticos, académicos y sociales, ambos
paradigmas han avanzado por caminos diferentes”.
Es indiscutible, entonces, como bien dice Graciela Dede Delfino (2008), que:
El análisis de la relación derechos humanos (DDHH), en particular los dere-
chos económicos, sociales y culturales (DESC) y las políticas públicas, es
fundamental para la concreción de los derechos, y éstos no sean solamente
contenidos de carácter meramente declarativo. El enfoque de derechos impli-
ca la distinción entre un derecho y una necesidad. Mientras las necesidades
no tienen valor de obligación y no se pueden demandar su cumplimiento por
parte del Estado, los DDHH tienen una base legal y exigible local e interna-
cionalmente. Mientras los DDHH se relacionan con el SER, las necesidades
se relacionan con el TENER, y esto implica un marco temporal acotado y no
necesariamente sustentable en el tiempo.
Puesto que tal fundamentación de las políticas públicas puede crear la apariencia de un
Estado al que le es suficiente contar con un catálogo robustecido de derechos humanos
y fundamentales, si acaso no se considera una serie de factores extralegales y extracons-
titucionales, es pertinente dar cuenta de que el mundo de las políticas públicas también
está continuamente atravesado y movido por constelaciones de intereses particulares que
difieren del interés público (cualquiera que sea el significado jurídico, político o social
que se le dé), por el brote ocasional de pretensiones que resultan de un cierto “abuso del
derecho” y por la presencia estructural de poderes de facto, concentrados en múltiples
grupos y organizaciones influyentes o dominantes y ejercidos a través de relaciones de
poder, oposiciones y resistencias en las redes de los sistemas políticos y las administracio-
nes públicas (véase la concepción pionera de Foucault, 1978: especialmente el capítulo
11). El argumento general que sustenta este trabajo consiste precisamente en que las
policy son indisociables de la politics, pero también hay factores que contrarrestan este
hecho; y que constantemente las acciones públicas están tensadas entre los derechos, el
interés público y los intereses particulares.
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“intereses propios” del Estado para ese efecto, siempre que los actos de autoridad estén
plenamente justificados y se mantengan en los intersticios de garantía de los principios
democráticos, liberales y de bienestar social (véase, al respecto, Huerta Ochoa, 2007:
132 y ss.), puesto que el grado de discrecionalidad con que actúan ciertas autoridades
puede degenerar en actos autoritarios y en uso indebido de los recursos y las atribu-
ciones del Estado.
En ese tenor, cabe subrayar ahora dos aspectos: En primer lugar, la consideración del
interés público como acotamiento estructural de los derechos humanos o de personas.
En virtud de que tales derechos no son ilimitados, el Estado tiende a oponer el interés
público, pero lo hace siempre de un modo que filtra sus propios intereses (desde Hegel,
esta cuestión ya había sido advertida, y el mismo Karl Marx lo recuerda en su crítica a la
filosofía hegeliana). Esta consideración deja ver, paradójicamente, que el interés públi-
co puede ser manipulado como algo opuesto a los derechos humanos individualizados,
aunque originariamente su propio fundamento se encuentre en la idea de que no puede
haber un interés colectivo si sus consecuencias no inciden positivamente en los derechos
individuales y sociales. En segundo lugar, si bien es pertinente considerar una fundamen-
tación jurídica de las políticas públicas a partir de un enfoque de derechos humanos, debe
guardarse prudencia de que esto no puede significar la ignorancia del conflicto de intereses
ni la configuración del poder político en una perspectiva humanista. En el caso mexicano,
que será referido para ilustrar tal fundamentación, es claro que, como establece el artículo
1° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM), todas las au-
toridades –políticas, administrativas y jurisdiccionales– están obligadas a respetar, proteger
y garantizar los derechos humanos establecidos en esta ley fundamental y los reconocidos
en los tratados internacionales celebrados por el Estado mexicano. Sin embargo, la fun-
ción protectora y garantista del Estado no puede abstraerse de los conflictos de intereses
particulares, en tanto que, al gestionar su resolución o mediación, el Estado –las clases
gobernantes, las oligarquías partidistas y toda la miríada de políticos ejercen poder del
Estado– conlleva una función de defensa de la unidad de las instituciones y de los intereses
de los mismos detentadores de poder político.
No sobra agregar, por tanto, que la fundamentación de las políticas públicas que con-
ciernen a los derechos sociales y los derechos individuales no implica la realización automá-
tica de éstos, pues ello depende de un marco multifactorial que incluye la disponibilidad
de recursos públicos, el compromiso efectivo de los gobiernos con el interés público y
con la perspectiva de derechos, la polarización en la recepción por los particulares y sus
organizaciones de las normas aplicables, la capacidad de atención efectiva a la vulneración
de derechos de diversos actores y la lucha entre elites políticas para acceder a las decisiones
finales de los órganos de poder. Sin embargo, si en la base del propósito de vincular las
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guarda de un interés común, pero en virtud de que los intereses individuales originarios
así lo han acordado de algún modo. Esta concepción proviene sobre todo del contractua-
lismo clásico (principalmente del pensamiento de Thomas Hobbes, John Locke y Jean
Jacques Rousseau), pero transciende a la actualidad en tanto que permanentemente la
renovación y la legitimación del poder político, condensado en el Estado constitucional
democrático de derecho, son consecuencia de previsiones pactadas o de nuevos acuerdos
y procesos electivos democráticos que actualizan la voluntad popular.
Lejos del “humanismo liberal”, confrontado con el “humanismo socialista”2 y cues-
tionado duramente por Louis Althusser (1964) en los años de 1960, precisamente en los
años del cenit de la filosofía existencialista sartreana, debido a su supuesta ideologización
y desconexión con los problemas estructurales adjudicados al sistema capitalista, lo que
puede ser llamado ahora como “humanismo social”, y hace referencia a la dignidad
humana como principio cardinal de los derechos humanos, resulta preferible política-
mente, siempre que esté en coherencia con la hipótesis de que, en última instancia, lo
que importa en las sociedades actuales son las personas para que éstas gocen de derechos
iguales y universales en congruencia con iguales o similares necesidades básicas. Las dis-
tinciones entre personas, por tanto, no se deben a su naturaleza, sino a sus papeles sociales
y preferencias individuales.
Al contrario, la concepción iuspositivista alega que el Estado otorga y actualiza el
catálogo de derechos por acción del constituyente en una ley fundamental y, por ello,
establece medios para su garantía (véase Carpizo, 2011: 4-5). El constitucionalista
italiano Luigi Ferrajoli (1999), máximo representante en la actualidad del garantismo
iuspositivista, defiende por ello la preferencia por los “derechos fundamentales” como
el género, los cuales son visibles en las constituciones democráticas, en tanto que los
“derechos humanos” son una de las especies, la que corresponde a los derechos de las
2 Ludovico Silva (1982) incluyó en su libro Humanismo clásico y humanismo marxista un capítulo específico a la teoría
del socialismo humanista, cuyo texto fue presentado originalmente en una conferencia. En dicho capítulo, este autor
argumenta que la tesis althusseriana del “humanismo socialista”, aduce a una idea que está presente en el pensamiento
de Marx relativa a la “primacía de los hombres reales y actuantes sobre la historia y las circunstancias que los modelan”.
En ese capítulo, Ludovico Silva propone varios ejes en que, entonces, estaría sustentado el “modelo socialista”, pero
el 8° es ilustrativa de uno de los aspectos de la concepción de políticas públicas con base en un enfoque de derechos
humanos: “Los servicios sociales tendrán también que regirse de acuerdo a las necesidades individuales. En las actuales
sociedades, donde funcionan como principios socializadores cosas tales como los hospitales gratuitos, se ha observado
que los pacientes provenientes de clases superiores o adineradas son tratados con mayor dedicación por los médicos,
en tanto que los pacientes de las clases inferiores son relegados a los estudiantes. Esta preferencia no es siempre cons-
ciente, y sólo podrá desaparecer con la misma sociedad de clases”. En efecto, las políticas públicas basadas en derechos
humanos suponen la universalización de los servicios públicos y sociales, sin discriminación negativa alguna y con el
único límite (discriminación positiva) de dar más a aquellas personas cuya dignidad está más expuesta a ser lesionada
o cuya condición de vida política y/o social es un impedimento para acceder a los mismos bienes públicos.
personas, diferentes de los derechos de los ciudadanos (los derechos políticos). Así, el
derecho es un “sistema de garantías” que, sin embargo, en la actualidad se encuentra
afectado no sólo por la “crisis de la razón jurídica” o por el “caos normativo” y “la
ilegalidad difusa” que resulta de la frecuente “incapacidad regulativa del derecho”,
sino también por la persistente crisis del Estado social y por los frecuentes recortes del
gasto social a causa de déficits crecientes de los ingresos gubernamentales, en medio
de un lento crecimiento promedio de las economías nacionales, por lo cual se dejan
insatisfechos los derechos sociales a través de prestaciones positivas, en la medida en
que se imponen medidas “discrecionales, contingentes, sustraídas a los principios de
certeza y estricta legalidad y confiadas a la intermediación burocrática y partidista”
(Ferrajoli, 1999: 16 y passim).
Si bien los derechos humanos o fundamentales pueden ser enunciados normati-
vamente como derechos únicos y generalizables (o universalizables), Alejandro Sahuí
(2008) sostiene el argumento de que los conflictos de intereses manifestados por los in-
dividuos concretos interfieren y distorsionan su realización. Al proponer vincular la idea
de derechos fundamentales a la noción de “intereses generalizables”, puesto que siempre
hay una brecha más o menos extensa entre la formalidad de las normas (y los derechos)
y la operación de la justicia en torno a los conflictos normativos y de derechos, Sahuí
(2008: 139) considera que:
en la medida en que nunca podemos saber de entrada –antes de toda
discusión– cuáles son los intereses reales compartidos por todos, sino que sólo
nos son accesibles los intereses de hecho manifestados por individuos concre-
tos, por definición hemos de suponer en cada debate la posible parcialidad
de los mismos. Como ésta es una cuestión que ha de resolverse siempre
empíricamente a partir de información limitada y ejercicios hermenéuti-
cos de autocomprensión, aunque no se pierda de vista la perspectiva
independiente de la justicia, cualquier resultado que no consiga eliminar
el conflicto de intereses no podrá entenderse por los propios participantes
sino como un mero compromiso. En el ámbito jurídico-político –que es
el que a nosotros nos interesa aquí– ésta no puede ser una solución esta-
ble. Porque dicho ámbito requiere de los individuos una motivación
suficiente como para llegar a admitir que aún en contra de sus propios
intereses (mientras no logren convencer a los demás de su justicia) deben
someterse a determinados acuerdos logrados públicamente.
Esta forma realista de aproximación a los derechos de las personas revela también que
los justiciables, portadores de intereses desiguales, mantienen una expectativa de justicia
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diferente en cada caso concreto, sea cuando se trata de procesos judiciales hasta donde son
llevados los casos de conflictos normativos, de omisiones de autoridad o de violaciones
de derechos, o cuando se trata de la implementación de programas sociales, de variadas
acciones para asignar bienes públicos o de omisiones para su asignación. Estos hechos re-
currentes permiten afirmar que las expectativas de derechos dependen en buena medida de
los intereses de los justiciables, así como de una mayor o menor confianza en las institucio-
nes proveedoras de bienes públicos o que se encargan de manera especializada de impartir
justicia. Pero también es considerable cómo los servidores públicos responsables asumen
los “intereses propios” del Estado en su afán de dar cumplimiento a sus atribuciones o, al
contrario, de apartarse de la legalidad, lo cual tiene incidencia tanto en la forma concreta
de realización de los derechos como en las expectativas interesadas de los justiciables.
Esta cuestión no es menor en el estudio de las políticas públicas al considerar su vin-
culación con los derechos humanos. La correlación entre estas dos variables no es precisa
ni directa. Si lo fuera positivamente, bastaría con confiar en todas las autoridades y evitar
la producción de normas para sancionar un sinfín de casos de responsabilidad política
o administrativa. Se desprende de esto, entonces, que los “intereses propios” del Estado
pueden jugar un doble papel según el mayor o menor compromiso con la legalidad y aun
con algún código de ética: el aprovechamiento de la función pública para potenciar la rea-
lización de derechos, en apego estricto a lo que establece el ordenamiento jurídico, o bien
el direccionamiento de esos intereses a conveniencia de los justiciables dominantes o pode-
rosos y, por tanto, en perjuicio de los justiciables vulnerables, sin recursos y sin posibilidad
de gestionar algún defensor. Inversamente, los justiciables –a la espera de la asignación de
prestaciones sociales o de bienes públicos, o bien al activar medios de defensa en el ámbito
de lo contencioso administrativo o jurisdiccional– pueden estar tentados constantemente
a influir en el sentido de las acciones o resoluciones de la autoridad. En ambos casos, el
significado de los derechos no está claro en algún momento o, en su caso, es acomodado
al juego de intereses. Así, las decisiones, los actos o las resoluciones de autoridad tienden
a ser más o menos racionales, más o menos justas, o más o menos acomodadas a los inte-
reses en juego; y, en consecuencia, la legitimidad de las autoridades dependerá de los re-
sultados producidos en un amplio abanico de beneficiarios y de su incidencia global en la
percepción de los gobernados. Esta es, por cierto, la parte central del aporte de Alejandro
Sahuí. Se trata, según él (Sahuí, 2008: 142), de atar desde inicio “la perspectiva realista de
la justicia a la concepción de legitimidad”, de modo que se pueda lograr que los derechos
pasen “a ocupar el lugar de los intereses como el presupuesto que habría que asumirse para
señalar qué es lo que estamos buscando con el procedimiento decisorio”.
3 William Rehg escribió en 2013 un interesante trabajo sobre la cuestión de la moral en B. J. F. Lonergan y Jürgen
Habermas, y discute cómo es que a través de la ética del discurso diferentes actores interesados en un tema o problema
social común exponen propuestas de utilidad práctica, bajo la exigencia del respeto a las personas y la previsión de sus
consecuencias. En esa línea, dice Rehg: “El discurso mismo, como un proceso de argumentación, implica el examen
de estas propuestas para su aceptación general. Este proceso se despliega en la medida en que los participantes aportan
sus puntos de vista particulares para influir en las propuestas, identifican las fallas, desafían supuestos de hecho sobre
[-por ejemplo-] los efectos en los fumadores pasivos, expresan sentimientos y necesidades, invocan ideas generalmente
aceptadas sobre la salud, la libertad, el respeto, y así sucesivamente. De cara a las “preguntas pertinentes adicionales”,
las propuestas se abandonan, se desarrollan, y se amplían en consecuencia” (Rehg, 2013: 32).
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Esa tensión entre los justiciables y aun entre ellos, por un lado, y las autoridades,
por otro, ha sido también abordado desde la perspectiva del “abuso del derecho”, obje-
tivo o subjetivo: del abuso de los justiciables por cuanto a las pretensiones que plantean
conforme a sus propias expectativas de derechos, pero también del abuso de la facultad
de interpretación que tiene cada autoridad en su ámbito de competencia, sobre todo
cuando la autoridad de plena jurisdicción determina con alto grado de discrecionalidad
el sentido último de los derechos reclamados y los criterios que deben ser utilizados para
la “mejor” aplicación de las leyes aplicables. En ambos casos, el abuso del derecho puede
provocar daños a terceros, pero no es este el punto de interés en este trabajo.4 El punto
que debe ser subrayado concierne a la posibilidad de que los justiciables pueden exce-
derse en sus pretensiones al aducir que ciertos derechos les asisten, pero ello solamente
para reiterar una exigencia o agregar otras, extender un procedimiento o incidir en un
proceso que les implique algún fallo residual favorable o contrario a terceros, no preci-
samente un fallo sustantivo o de fondo. Tal exceso no constituye en la tradición jurídica
actual una “responsabilidad por culpa”, pero sí una responsabilidad social y procesal en
tanto que tiende a viciar la oportunidad de justicia al actuar con frivolidad y formular
pretensiones excesivas, imposibles de atender o resolver.
En la comprensión de este tema, Ernesto Rengifo García (2004) parte del significado
y la función de los principios en el derecho, los cuales son fundamentales en la eficacia
de los ordenamientos jurídicos y en el diseño y la aplicación de las normas. Los princi-
pios jurídicos son meta-criterios que cumplen funciones básicas de integración, unidad,
completitud y coherencia normativa; ayudan a la labor interpretativa a la autoridad
judicial y en la aplicación de las reglas y los procedimientos en todos los órdenes de go-
bierno; y constituyen parámetros de ejercicio responsable de los derechos de las personas
y los ciudadanos.
Entonces:
El fundamento inicial de la teoría del abuso del derecho lo podemos
denominar restrictivo en el sentido de que únicamente se abusaba del
derecho subjetivo en tanto y en cuanto existiera en su titular la intención
de dañar, esto es, cuando se ejercitaba sin utilidad o sin un interés serio y
legítimo. No podía existir abuso fuera de la intención de perjudicar. […]
Si hay concordancia [entre la regla y un principio del sistema jurídico], el
4 En su trabajo sobre el abuso del derecho, Lino Rodríguez-Arias Bustamante (1954: 32) recuerda que el concepto de
conspiracy civil representa un reflejo de la teoría del abuso en el Derecho inglés. “La Conspiracy consiste en el acuerdo
para hacer lo que es injustamente dañable a otra persona, dando lugar a una acción on the case, cuando el daño ha sido
efectivamente causado a la persona; puede presentarse bajo dos aspectos: 1°, ejecución en común de un acto ilícito; 2°,
acuerdo ilícito para alcanzar, por medios ilegales, un objeto lícito en sí mismo.
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5 En el proceso de constitución de la Ciencia Política en Estados Unidos de América, como una disciplina autónoma,
destaca el aporte de John W. Burgess y sus colegas del Columbia College, en 1880, cuando se crea la Escuela de
Ciencia Política de Columbia, en el marco de influencia del enfoque comparativo alemán y la preocupación por la
formación cívico-política (al respecto, véase Albert Somit y Joseph Tanenhaus, 1988).
6 En París, en 1871, se creó la École Libre des Sciences Politiques (Jeréz Mir, 1999: 38).
7 Wilfredo Pareto (1848-1923), economista y sociólogo italiano, quien propuso el teorema del óptimo económico,
referido a la situación de mejoría del bienestar de una persona a costa del de otra. En su Tratado general de sociología
plantea su teoría de la existencia de elites en diversos ramos de actividades económicas, políticas y culturales.
8 Gaetano Mosca (1858-1941), jurista y teórico político italiano, quien formuló los conceptos de “clase política” y “clase
dirigente para designar la existencia a un grupo minoritario organizado que provee de cuadros gobernantes, técnicos,
administrativos, profesionales y militares a los “organismos políticos”. Véase su obra Elementos de Ciencia Política
(1896), la cual ha sido traducida como La clase política (por el FCE, México) o The Ruling Class (McGraw-Hill,
Nueva York).
9 Robert Michels, de origen alemán, identifica un tipo de concentración del poder político en los partidos políticos y,
con base en su observación del poder político organizado y del fenómeno del liderazgo, formula su célebre expresión
“ley de hierro de la oligarquía”.
10 Marcelo González Tachiquín (“El estudio de las políticas públicas: un acercamiento a la disciplina”, en Quid Juris,
año 1, volumen 2, publicación del Tribunal Estatal Electoral de Chihuahua, México, 2005, p. 100) remite al año
1887 el origen de la propuesta de ocuparse del estudio de las políticas públicas, que se encontraría en un artículo de
quien fuera Presidente demócrata de los Estados Unidos de América, Woodrow Wilson, entre 1913 y 1921: “The
study of administration”, publicado en Political Science Quartely en junio de 1887, pp. 197-222. Otros autores
remiten a la década de 1940 la aparición de algunos trabajos referidos más apropiadamente a las políticas públicas.
Sin embargo, como el mismo Marcelo González Tachiquín reconoce, se identifica a Lasswell como el autor de la pre-
sentación formal de una multidisciplina que en la actualidad goza de gran prestigio; y a él mismo se atribuye, según
Peter deLeon, el primer uso formal de la denominación “ciencias de las políticas” (policy sciences) (Peter deLeon,
1997: 5). Harold Dwight Lasswell (1902-1978), comúnmente citado como Harold D. Lasswell o, simplemente,
Harold Lasswell, se formó en el campo de la sociología y se especializó en el campo de la comunicación, pero hizo
importantes contribuciones a la Ciencia Política, por ejemplo, a través de su libro El futuro de la Ciencia Política. Una
traducción de su trabajo pionero en el estudio de las políticas públicas (“La orientación hacia las políticas”) aparece
en el volumen 1 de la Antología de Política Pública compilada por Luis F. Aguilar Villanueva (1992), El estudio de las
políticas públicas.
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compatibles con el modelo democrático. Precisamente por ello, Lasswell las denomina
“ciencias de las políticas de la democracia” (Lasswell, 1992: 96).
Junto con ello, una variedad de conceptos es elaborada para dar cuenta de prácticas,
cambios y conductas de naturaleza política que inciden en el modo como los gobiernos
entienden las políticas y la incidencia de éstas en las condiciones de vida de los sectores
de población a los cuales van dirigidas. Sin duda, la mayor o menor eficiencia y honradez
con las que se usa el dinero de los contribuyentes, así como la mayor o menor claridad
acerca de los intereses y los derechos de los beneficiarios, son determinantes para el éxito
o, al contrario, el fracaso de las políticas públicas. La escasez y la merma del dinero pú-
blico, producto de un sistema tributario constitucionalizado que, sin embargo, depen-
de del comportamiento de la economía, continuamente tienen que ser contrarrestadas
mediante la inculcación de principios jurídicos, la puesta en marcha de mecanismos de
control y, en su caso, la aplicación de sanciones a los servidores públicos, justamente
para generar la convicción de que la escasez y la merma pueden ser contenidas a efecto
de dar un uso rendidor y comprobable a cada peso recaudado. Pero, ahí donde dichos
principios son vulnerados y los mecanismos de control son frágiles y las sanciones son
inexistentes, es posible que la descomposición moral y política reine en el mundo de las
administraciones públicas. Ahí, por consecuencia, se pierde el sentido del interés pú-
blico y se imponen los intereses de los particulares, en tanto que los derechos humanos
–que aparecen originalmente como justificación de múltiples programas gubernamen-
tales– terminan siendo desplazados por un esquema de prioridades y una concepción
juridicista de “primero en tiempo, primero en derecho”. Así, si bien la discriminación
negativa basada en el prejuicio, la discrecionalidad y la exclusión reiterada, es inoperante
en una sociedad democrática, la discriminación positiva basada en la proporcionalidad
y la focalización de necesidades, bajo la forma de acciones afirmativas protectoras de de-
rechos, se ve exigida a ajustarse en virtud de prioridades, necesidades básicas e intereses
dominantes.
Es claro que las políticas públicas –como acciones públicas orientadas a proteger y
garantizar el interés público y los derechos de las personas que padecen con regularidad
e intensidad los grandes problemas públicos, según el tipo de condiciones de vida social
y económica asignadas estructuralmente– coexisten continuamente con la política y, por
tanto, con las cuestiones de poder y de intereses particulares. Desde los trabajos de Max
Weber, que caracterizó a las sociedades modernas como “constelaciones de intereses”,
hasta los de Nicos Poulantzas y de Michel Foucault, que coincidieron en señalar que los
múltiples intereses que están en la base de las correlaciones de fuerza de las clases sociales
(los micropoderes) atraviesan permanentemente al Estado, es posible señalar que el perfil
del interés público está afectado profundamente por el modo como el Estado organiza
los intereses de los múltiples actores políticos y sociales, pero también que el paradigma
de los derechos humanos parece ser el último sustento de la pretensión colectiva para
conformar un Estado ético cuya finalidad sea precisamente la persona, la dignidad de la
persona. Y eso ya propicia la apariencia de políticas públicas con “rostro humano”, más
aún en medio del desastre social, de la corrupción generalizada, de la pérdida de opor-
tunidades ocupacionales, de la expansión de la violencia y de la deplorable situación de
los servicios sociales.
Puesto que eso que aludimos como “interés público” (o “interés general”) depende de
factores de interpretación política y jurídica, hasta crear una imagen técnicamente prepa-
rada para su aceptación social, tiene razón Jorge Correa Fontecilla (2008: 135) al decir
que las distintas disciplinas de las ciencias sociales “no pueden discernir el alcance, [los]
contenidos y [la] consecuencia del concepto de interés público, porque ello siempre
va a depender de la perspectiva y metodología con que se opere, fluctuando desde una
convicción razonada de que este es una preocupación central de esas disciplinas, hasta su
rechazo categórico por quienes ven en él una mera fachada de intereses especiales”. De
esa manera, el interés público funciona siempre como límite estructural de los derechos
fundamentales o humanos, acotando así su proclamación abusiva y previniendo sobre
su presentación en una línea anarquista; pero también suele funcionar en la dirección de
la exaltación de los derechos sociales o de los derechos individuales, si así es conveniente
al ejercicio del poder, y no precisamente para manifestar un compromiso serio con los
más necesitados o con los defensores de tales derechos. En todo caso, quienes gobiernan
o ejercen un papel en el mantenimiento del sistema político aluden con frecuencia al
interés público como parte de una estrategia para justificar genéricamente sus decisiones
y actos, incluso sus omisiones cuando se trata de evadir a los “intereses mezquinos” o
“egoístas” o los conflictos de intereses. “El interés público es, entonces, una pauta que
permite juzgar la actividad política y jurídica”, dixit Correa Fontecilla (2008: 137, ade-
más 152 y passim).
Puede observarse, por cierto, que la relación entre el interés público y los derechos
de las personas, al ser traducida en una orientación específica de las políticas públicas,
transluce el grado en que la política –la politics, eminentemente anclada en el conflicto
de intereses particulares, ideologizados y/o partidizados– pende constantemente sobre
la acción pública (la policy) y previene al gobierno, pero también a los gobernados, del
riesgo de que se produzcan conflictos de derechos o, al contrario, de la necesidad de
interpretaciones normativas por los órganos autorizados del Estado para poner fin a
conflictos tradicionales de derechos, en la línea de “nuevos derechos” o de derechos legí-
timos de ciertas minorías. Una nueva generación de políticas públicas tiene así justifica-
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11 De acuerdo con Karl Mannheim (1974: 62), los intereses privados corresponden, ante todo, al “cuerpo político”
conformado por “todos los grupos y dirigentes que desempeñan un papel activo en la organización de la sociedad”.
tos —out put si se quiere ver así— derivados del carácter competencial de los poderes
públicos (polity) conforme a reglas comunes: actos político-administrativos revestidos de
legalidad con arreglo a fines colectivos; b) la orientación táctica que rige la actuación de
una persona o un grupo en un campo determinado de intereses particulares (politics);
y c) la actividad colectiva (policies), eminentemente cooperativa, orientada a un fin de
la misma naturaleza. Sin duda, el problema semántico es menor en comparación con
la necesidad de señalar que la actividad gubernamental, como modo concreto de la
actuación político-estatal de en sociedades que se rigen por principios democráticos y
de derecho, no puede desarrollarse sin una participación ciudadana permanente y sin
atender el principio de bien público o del interés general,12 a pesar de la restricción que
supone el modelo dominante de democracia representativa con respecto a la elección
popular periódica de los representantes, pues con ello los ciudadanos aceptan dejar en
manos de aquellos la función pública-estatal, para ocuparse entonces de sus asuntos pri-
vados. Paradójicamente, esta restricción global puede tener como resultado que algunos
ciudadanos pierdan de vista en lo sucesivo el interés colectivo y antepongan sus propios
intereses.13
J. Enrique Rivera Rodríguez (1996: 290 y 291), por su parte, sugiere utilizar la
expresión “políticas públicas” como equivalente de “ciencia de las políticas públicas”,
porque el vocablo es corto y “más fácil de utilizar para explicar su significación a aquellos
que aún no están familiarizados con él”, y connota “una mayor influencia de la comuni-
dad intelectual y científica en el sistema político”, a fin de que los encargados de tomar
“decisiones en el gobierno” “lleguen a conclusiones más informadas, más racionales y
más públicas, evitando al máximo posible caer en errores significativos en perjuicio de la
sociedad”. Evidentemente, las administraciones públicas o los gobiernos, por la propia
naturaleza de su origen y de sus competencias, no pueden actuar ex profeso en beneficio
de intereses privados, sino del interés colectivo. Seguramente se ha utilizado el vocablo
“políticas públicas”, en lugar de policy sciences o de “ciencia de las políticas públicas”, no
12 En la “tercera cara” (o tercera etapa de desarrollo) de los análisis de políticas públicas, según Douglas Torgerson,
la participación ciudadana tiene un lugar significativo. Así, a la luz de la llamada Investigación Berger (Thomas R.
Berger), en 1977, Torgerson reconoce que dicha participación es “una forma de participación del público en la vida
política” y que los expertos de políticas contribuyen a estimularla a través de mecanismos consultivos de evaluación
“del desarrollo económico, social y político”. “El análisis de políticas se contrapone entonces al proceso de decisión
política enclaustrado en el estado administrativo” (Torgerson, 1992: 227-228).
13 La no cooperación de algunas personas a la acción colectiva y la obtención de beneficios de manera gratuita, además
de la posibilidad de que éstas traten de imponer su propio interés, es aceptada entre los politólogos y los sociólogos
como una práctica habitual. A pesar de lo inverosímil de los supuestos básicos de la elección racional para describir
cómo podrían ocurrir la formación de la acción colectiva, sus defensores insisten en que, sobre la base de un com-
portamiento maximizador de las personas, es posible una agregación de preferencias. Para una revisión sinóptica del
tema, véase Hugh Ward (1997: 85-101).
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Políticas públicas, intereses y derechos humanos
por pura comodidad, sino para enfatizar los fines público-colectivos de todo acto de gobierno
o de autoridad, o bien simplemente para lograr “una mayor concreción” de la naturaleza
y los efectos de la política como acto de autoridad.14
Al respecto, el investigador francés Jean-Claude Thœnig (1997: 19) tiene la impresión
de que, como objeto de investigación, la política pública se ha caracterizado “por la aten-
ción que se presta a su estudio a un tema de gran importancia: el trabajo de las autoridades
investidas de legitimidad pública o gubernamental”, y ello connota el riesgo de incurrir en
dos reduccionismos: a) considerar la actividad gubernamental alejada de los ciudadanos,
por un lado; y b) tomar como equivalentes el ámbito gubernamental y el espacio público,
por otro. Así tomado, aclara Thœnig (1997: 22), el concepto “corre el riesgo de portar
consigo un postulado de estatocentralismo” (y aun de tecnocratismo), lo que se traduce en
la creencia equívoca de que el tratamiento de los problemas públicos constituye un campo
esencialmente reservado a las autoridades políticas y administrativas.
Aun cuando la expresión “política(s) pública(s)” alude a procesos de decisión cuyos res-
ponsables —políticos y administradores— deben actuar con certeza y profesionalismo,
éstos tienen también la obligación de resolver los conflictos de intereses que permean los
problemas colectivos en una dirección tal que represente una alternativa plausible jurídi-
ca, política y socialmente, sobre todo porque al Estado se le adjudica una naturaleza de
neutralidad, de mediación o de favorecimiento de lo colectivo, según el problema y la
circunstancia de que se trate. Puesto que “el Estado no se reduce a un escenario de juegos
de poder e influencia formalizado por instituciones y procedimientos”, sino que “produ-
ce contenidos cuya sustancia tiene repercusiones en la sociedad” y ésta se mantiene alerta
e interesada en participar en la producción de alternativas de cambio, la política pública
ha tenido que derivar en acción pública, más concretamente en un sistema de acción pú-
blica; de modo que, en efecto, “el Estado no actúa solo, sino con otros interlocutores”
(Thœnig, 1997: 28), que ya no son sólo “los científicos sociales” y “los hombres más
experimentados en la elaboración de políticas” (Lasswell, 1992: 100).
14 Tal correlación de las políticas públicas y los actos de autoridad es destacada por I. Molina y S. Delgado, citados
por Marcelo González Tachiquín (2005: 101) al referir su libro de definiciones Conceptos fundamentales de ciencia
política, publicado por Alianza Editorial en 1998).
15 De acuerdo con Juan Oriol Prats (2003), analista del Instituto Internacional de la Gobernabilidad de Cataluña,
“esta obra surgió como respuesta a la demanda de la Comisión Trilateral de un informe sobre “gobernabilidad de las
democracias””. A Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki les fue encargada la dirección de la Comisión
Trilateral, conformada en 1973, que agrupó a distintos personajes de la vida académica, política y empresarial, con
la intención de “dejar patentes los desafíos de las instituciones públicas ante la cada vez más evidente crisis del Es-
tado del Bienestar”. Uno de sus resultados revela que, hacia mediados de la década de 1970, los gobiernos estaban
sobrecargados por la creciente avalancha de demandas sociales y la movilización social, por lo que eran cada vez más
incapaces de satisfacer múltiples necesidades, con el consecuente déficit de gobernabilidad. Por la importancia que
tiene el tema de la gobernabilidad en conexión con las políticas públicas, véanse también el libro de Manuel Alcán-
tara Sáez (1995: 32-36) y el Cuaderno en edición de nueva época de Antonio Camou (2013:17).
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16 Una de las conclusiones que se desprenden de la lectura del último libro de Nicos Poulantzas (Estado, Poder y Socialis-
mo) consiste en que el Estado tiene, en efecto, un espacio propio que garantiza su especificidad y autonomía. En ese
marco de correlación de fuerzas políticas desiguales y en conflicto, el Estado puede hace valer su papel de organizador
de los intereses en conflicto e imponer sus “intereses propios”; incluso puede intervenir en el establecimiento de las
matrices de espacio y de tiempo que subyacen a los elementos característicos del sistema capitalista, “en el sentido
de que tiende a monopolizar los procedimientos de organización del espacio y del tiempo erigidos por él en redes de
dominación y de poder” (Poulantzas, 1979: 117).
17 El trabajo de C. Wright Mills (1956) representó una de las críticas más importantes al pluralismo clásico empeñado
en mantener la doble hipótesis siguiente: a) una distribución igualitaria de poder y oportunidades entre los grupos
de interés; y b) el carácter neutral del gobierno en su papel de árbitro de los diversos intereses. El neopluralismo, un
enfoque autocrítico pluralista derivado de los trabajos de James Q. Wilson (1973) y Charles E. Lindblom (1977), entre
otros, trataron de corregir esas hipótesis mediante un sesgo: a pesar de la pluralidad de intereses, hay grupos con mayor
poder e influencia en la elaboración de políticas públicas. Según Mark Evans (1998), Wilson tiene la particularidad
de considerar que, si bien unos grupos tienen dominio en un área, no lo tienen necesariamente en otras, de modo que
la desigualdad de poder e influencia no se contradice con la pluralidad de intereses. Lindblom llevó más lejos la idea
al sostener un dominio desmesurado de ciertos grupos en ciertas áreas económicas, lo cual fue considerado como un
peligroso acercamiento al elitismo, y de hecho la revisión pluralista contemporánea se coloca en ese dilema.
18 Es pertinente ilustrar aquí la cuestión con una afirmación certera de Luis F. Aguilar Villanueva (1992: 30), de entre
otras que se encuentran en su “Estudio Introductorio” al volumen 1 de las Antologías de Política Pública (El estudio
de las políticas públicas): “Gobernar en contextos políticos plurales y autónomos de alta intensidad ciudadana y con
graves problemas sociales irresueltos, parece erigir dos requisitos fundamentales: gobernar por políticas y gobernar
con sentido público. Las estrategias de gobierno homogéneas y globales, así como los estilos de gobiernos secretos,
excluyentes y clientelares, están previsiblemente condenadas en el futuro inmediato a la ineficiencia administrativa,
al castigo electoral y a la hostilidad política”.
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19 Según Luis F. Aguilar Villanueva (2004: 22-25), a consecuencia de la ineficiencia económica y la tergiversación de
la naturaleza pública de la decisión-acción gubernamental en México, hacia las últimas dos décadas del siglo XX el
régimen autoritario admitió la necesidad de elevar la calidad (racionalidad) de la decisión gubernamental y la recons-
trucción de su calidad pública institucional y ciudadana.
20 El politólogo francés Pierre Muller (2002: 132-133) pone en duda, sin embargo, la eficacia legitimadora de las
políticas públicas: “Las políticas públicas, al contrario de las esperanzas de algunos, no han hecho que la acción
política sea más racional. Lo que queda claro es que los actores de las políticas públicas deben modificar su estrategia
de legitimación política en la medida en que su credibilidad depende cada vez más de su capacidad para poner en
evidencia su saber-hacer como “elaboradores de políticas públicas””.
21 A pesar de la ignorancia que puede manifestar la mayoría de ciudadanos con relación a los dispositivos jurídicos que
protegen sus derechos de participación y a los medios de defensa respectivos, nada justifica el déficit de dimensión
pública a la que alude Nora Rabotnikof con respecto al orden jurídico imperante, pues en todo caso, los funcionarios
del Estado son responsables de guiar las políticas públicas con el fundamento legal y constitucional necesario, a fin
de evitar el favorecimiento de intereses particulares y el debilitamiento de las instituciones políticas.
22 En su libro, Karl Mannheim aporta un estudio interesante sobre la clase dirigente considerada como un “grupo de
hombres nuevos”, “con valores nuevos” para “nuevas instituciones”, en una sociedad —la de la primera mitad del si-
glo XX, tensionada por la aparición de una nueva forma de Estado—para la cual espera que el ejercicio de la libertad
y la necesidad de la planificación social puedan coexistir.
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Políticas públicas, intereses y derechos humanos
de actores en los procesos de políticas. No es que los gobiernos dejarán de ser significati-
vos, ni que los expertos dejarán de prestar sus valiosos servicios, sino que ahora diversos
actores sociales reclamaban un lugar relevante en la elaboración de políticas al lado de las
elites y las burocracias, y ya no sólo aparecer como simple telón de fondo de la actividad
gubernamental. Justamente, uno de los méritos de Lasswell consistió en proponer como
materia de estudio la articulación de la actividad pública (el gobierno) y privada (los
intelectuales), de modo coincidente —con salvedad de las diferencias epistemológicas
y teóricas— con el planteamiento del marxista italiano Antonio Gramsci de considerar
la actividad estatal como actividad no reducida a lo gubernamental y, por tanto, como
unidad del gobierno y las organizaciones privadas constitutivas de la sociedad civil.
En ese contexto, los estudios de políticas públicas comenzaron a desentrañar la forma
como se desarrollaban —bajo distintos estilos— los procesos de decisión y actuación
pública en contextos históricos con una multiplicidad de actores sociales y distribución
desigual del poder, es decir, como la politics —y aun la cultura— influía en las policies,
más allá de los juegos del saber y de las competencias jurídico-administrativas;23 así, em-
prendieron un mayor número de investigaciones empíricas de los juegos complejos de
intereses que afectan los procesos decisorios, tanto desde enfoques pluralistas y elitistas
como neomarxistas.24 Desde finales de la década de 1960, algunas investigaciones neo-
marxistas se interesaron en este campo básicamente de manera lateral y epistemológica,
lo cual se puede constatar en los trabajos de Nicos Poulantzas, que respondió sistemá-
ticamente y desde un enfoque teoricista a la provocativa propuesta del británico Ralph
Miliband de demostrar empíricamente la dominación de clase a través de la presencia
material de una pluralidad de elites en los aparatos de gobierno;25 otras investigaciones
23 Ives Meny y Jean-Claude Thœnig (1992: 229), al mencionar la importancia de los análisis comparativos en políti-
cas públicas y aun de la elaboración de políticas co-nacionales, señalan este aspecto: “El análisis comparado de las
políticas públicas ha contribuido especialmente a sacar el policy analysis del atolladero en el que tendía a hundirse,
en particular en Estados Unidos. Considerando esencialmente las políticas públicas como “procesos” sectoriales,
los primeros analistas de políticas públicas terminaron por descuidar los determinantes políticos o culturales”. “El
análisis comparado les ha devuelto toda su importancia, valorando la necesidad de restituir el contexto histórico,
político-administrativo y cultural de las políticas”.
24 Algunas evaluaciones de la progresión de los estudios de políticas públicas, hacia el último tercio del siglo XX, se
pueden leer en el volumen 1 de las Antologías de política pública, editadas por Luis F. Aguilar Villanueva (El Estudio
de las políticas públicas); véase, por ejemplo, los trabajos de David Garson (“De la ciencia de políticas al análisis de
políticas”), William Ascher (“La evolución de las ciencias de políticas: Comprender el surgimiento y evitar la caída”);
Douglas Torgerson (“Entre el conocimiento y la política: tres caras del análisis de políticas”); y del propio Harold D.
Lasswell (“La concepción emergente de las ciencias de políticas”).
25 El debate entre Poulantzas y Miliband (marxismo versus pluralismo-elitismo), se difundió ampliamente en varios nú-
meros de New Left Review, en la década de 1970. El libro de Miliband, El Estado en la sociedad capitalista (publicado
originalmente en inglés, en 1969, y en español un año después por Siglo XXI, México) y el libro de Poulantzas, Poder
Político y Clases Sociales en el Estado Capitalista (publicado originalmente en francés, en 1968, y en español un año
después por Siglo XXI editores, México) sirvieron de plataforma teórica a ese debate.
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bajo el mismo paradigma comenzaron a explorar los temas de baja autonomía de los go-
biernos locales, de planeación urbana, de prestación de servicios públicos determinada
por la economía de mercado y de democracia participativa (al respecto, Lojkine, 1979;
y Castells, 1977).
El estudio de Robert A. Dahl (1963) sobre el caso de New Haven, en 1963, desde
una perspectiva pluralista, y el de F. Hunter (1952) sobre el caso de Atlanta, en 1952,
desde una perspectiva elitista, son emblemáticos de una discusión contemporánea sobre
la forma en que los actores toman parte en estos procesos. La diferencia de enfoques no
impidió que ambos autores, al separarse de la perspectiva estatocentralista o Top Down
(“desde arriba”) de la decisión, sentaran las bases para una perspectiva sociologista o Bot-
tom Up (“desde abajo”) y admitieran la falta de libertad o autonomía del decisor formal,
ya que múltiples actores intervienen en numerosos momentos y espacios del proceso.
La diferencia de resultados es evidente: Dahl dio cuenta de una distribución difusa y
equiprobable de poder y oportunidades entre los actores, de modo que la decisión es
co-producida socialmente; en cambio, Hunter dio cuenta de un escalonamiento del
proceso de formación de la decisión en forma piramidal, resultante de la competencia
entre grupos sociales, con lo cual reveló que la decisión pública era obra, finalmente, de
unos cuantos, de una oligarquía.
En su afán por alejarse tempranamente de la concepción del gobierno hacedor de
políticas con el apoyo de los “científicos sociales”, Dahl y Hunter perdieron de vista el
problema de cómo, en situaciones de intenso conflicto de intereses bajo la forma de un
“equilibrio inestable” (según una noción gramsciana), el gobierno puede decidir de to-
dos modos, porque el Estado no es racional debido a que se impone la voluntad de los ac-
tores, quienes sean, o es irracional si actúa en desapego a éstos. Más bien trata de actuar
con racionalidad basado en normas jurídicas que previenen situaciones generales y en
la actualización de fines comunes a través del trabajo de planeación. Robert R. Alford y
Roger Friedland (1991) señalan al respecto que, entonces, “la racionalidad y la irraciona-
lidad del Estado no pueden interpretarse exclusivamente en función de las consecuencias
de la actividad estatal para el capitalismo”, sino de las propias contradicciones internas
del Estado y las que se producen de su relación con la acumulación de capital y con las
luchas entre grupos y clases sociales.
Hay dos aspectos que Alford y Friedland (1991: 374-375) destacan en su explica-
ción de por qué el Estado logra mantener un margen de autonomía frente a los grupos
y clases sociales, a pesar de que —y precisamente porque—“está desgarrado entre la
necesidad de responder a las demandas políticamente organizadas, a la rentabilidad
como premisa política y a su propia supervivencia como conjunto de organizaciones
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26 Esa dificultad es señalada —con cierto pesimismo— por James Petras (2001), del modo siguiente: “La verdad es
que no hay consenso respecto de las alternativas. Éstas recorren la gama que va desde economías controladas por y
basadas en la comunidad hasta el socialismo basado en los trabajadores y los consumidores, desde cambios en los
regímenes de propiedad hasta el regreso a la regulación pública”.
27 Véase al respecto el discurso del español Gaspar Llamazares Trigo, coordinador general de Izquierda Unida, pronun-
ciado el 11 de diciembre de 2003 (“Los desafíos de la izquierda y Europa”); el documento propositivo de Martha
Harnecker, “América Latina. La izquierda después de Seattle” (con fecha agosto de 2001), http://www.nodo50.org/;
y los estudios de gobiernos locales de izquierda compilados por Daniel Chávez y Benjamín Goldfrank (2004). A
propósito, Martha Harnecker afirma algo que es relevante para entender el sentido de la actividad de la izquierda
en la actualidad: “Para la izquierda, la política tiene que ser mucho más que la conquista de instituciones, debe ser
la capacidad de cambiar las instituciones para poder transformar la realidad. Debe ser la capacidad de crear nuevas
correlaciones de fuerzas que permitan realizar los cambios requeridos. Debe entender que no puede construir fuerza
política sin construir fuerza social”.
28 El programa del Partido de los Trabajadores, en Brasil, es un ejemplo de vinculación de los principios marxistas con
problemas prácticos de la sociedad y la necesidad de llevar a cabo una democratización radical de ésta, a través de la
aplicación del modelo “presupuesto participativo”, concretamente en Porto Alegre, desde 1989. La izquierda radical
brasileña ha criticado severamente ese programa por varias razones, entre ellas la de que dicho modelo permite ad-
ministrar sólo las “migajas” del sistema capitalista y no atiende realmente las “enormes necesidades de la población”
(cfr. Mariucha Fontana y Julio Flores, “El presupuesto participativo: en los límites del orden burgués”, en línea
http://www.marxismalive.org/marxismovivo3esp.html ). Además, pero no residualmente, hay un amplio trabajo de
comunidades de base inspirado en las reflexiones de la Teología de la Liberación que, entrado el siglo XXI, se extien-
de lentamente a distintas áreas, incluyendo acciones de instauración de un sistema de vida con el medio ambiente
natural conforme a una recuperación de una ética de la responsabilidad, para lograr “una tierra habitable” (véase, por
ejemplo, el trabajo de Leonardo Boff, 2001).
29 Una de los principales aportes de Pedro Medellín Torres consiste exactamente en superar la barrera pluralista y elitista
materializada en la proposición de que la política pública tiene un origen, el cual puede ser identificado con el juego
de intereses de los actores. Desde luego, gran parte de su aporte se mantiene en deuda principalmente con la obra de
Nicos Poulantzas.
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30 “Vista desde el régimen político, la naturaleza pública de las políticas públicas está definida por la confluencia de dos
elementos básicos: La existencia de una razón colectiva, que se construye a partir de la existencia de las redes mínimas
de solidaridad y las pautas mínimas de organización que fundamenta la existencia de una sociedad; y la existencia de
una razón estatal, que se construye a partir de la existencia de un principio mínimo de territorialidad, un sentimiento
de ciudadanía y un orden institucional básico, que fundamentan la existencia de un Estado” (Medellín Torres, 1997).
31 Klaus Frey (2002: 225), por cierto, prefiere el concepto de “políticas estructuradoras de sistema” en lugar del que
propone Klaus Schubert en términos de “políticas mantenedoras de sistema”. Éste último connota una visión meca-
nicista y conservadora del modo de operar del sistema político-estatal; en cambio, aquel connota una “comprensión
dinámica”.
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Por cierto, a propósito de la creciente dificultad sistémica para realizar los derechos
económicos, sociales y culturales (DESC), desde que el Estado del bienestar se agotó y
entró en crisis, en los años de 1970, Agustín Squella (2002) se ha referido con precisión
a la sintomática degradación de éstos derechos en aras de nuevos derechos que escasa-
mente adicionan fuerza a la dignidad humana. En efecto, tales derechos
parecen nadar hoy contra la corriente en un mundo al parecer dominado
por esa concepción empobrecida y ramplona del liberalismo que ha gana-
do adeptos bajo la denominación de “neoliberalismo”. Una denomina-
ción, según me parece, que se relaciona ciertamente con la libertad de
iniciativa económica, con la libertad de emprender, más no necesariamen-
te con otras libertades, y que en no pocas ocasiones apenas tiene que ver
con la acumulación incesante e inclemente de riqueza por parte de perso-
nas que no quisieran tener impuestos que pagar ni controles ni penas que
cumplir cuando deciden evadirlos, y que, a la vez, propugnan y practican
la mal llamada flexibilidad en las relaciones laborales con sus empleados.
Flexibilidad, es preciso decirlo, que muchas veces se reduce a colocar
todas las bazas del lado del empleador y a dejar a los trabajadores entera-
mente desprotegidos en la posesión del único bien que tienen: el empleo.
Empleo, he dicho, y no trabajo, porque todos hemos asistido impávidos
a la degradación del trabajo en empleo, como complacientes hemos pre-
senciado también el proceso que degrada la educación en información e,
incluso, en mero acceso a la información.
Sin duda, es preocupante política y socialmente el hecho de que los DESC han quedado
a merced de la progresiva escasez de recursos públicos, al mismo tiempo que los gobier-
nos se ven a exigidos a dar prioridad a los nuevos derechos, precisamente en el contex-
to de las sociedades informatizadas, de las “sociedades red” (como las calificó Manuel
Castells) y aun de las sociedades que han dado paso a la protección del “desarrollo de la
personalidad”. Aun así, numerosas organizaciones, grupos y movimientos sociales rei-
vindican a los DESC y plantean su exigibilidad, a pesar de que el sistema no está hecho
ya para realizarlos y proveer los satisfactores reclamados, al menos no suficientemente y,
desde luego, para realizar la dignidad humana en una perspectiva de buena vida colec-
tiva o generalizada. Desde luego, la igualdad de libertades personalísimas parece haber
sido fomentada durante los últimos años en detrimento de la igualdad de condiciones
de vida social, y eso se manifiesta en la escasa solidaridad hacia millones de personas y
familias agobiadas por la incesante pobreza, si acaso la solidaridad se vuelca virtualmente
a través de las “redes sociales”. El contraste entre la pérdida o ausencia de bienestar social
universal y la colocación en el cenit de las libertades personalísimas, bajo el dominio
Conclusiones
A.- Una concepción de las políticas públicas como la que se ha mostrado arriba tiene la
ventaja de recuperar nuevos aportes efectuados en los campos de la sociología, el derecho
y la ciencia política. Y aquí es en donde la pertinencia del enfoque de derechos humanos
se hace visible. El carácter multidisciplinario de los estudios de políticas públicas permi-
te subrayar la idea de que las acciones públicas –como acciones de Estado– no pueden
alcanzar su nivel de completitud y calidad estando ausente de ellas una concepción de
los derechos humanos como su contenido último, incluso en la hipótesis de que per-
manentemente los intereses privados penden sobre las decisiones públicas. Porque, en
efecto, el interés público que persiguen las políticas públicas normativamente no tiene
una existencia abstracta, sino que necesariamente supone que el Estado tiene sentido
en la medida en que se constituye también como una estructura-matriz de acciones
afirmativas orientadas a hacer asequibles los derechos establecidos en el orden jurídico
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Políticas públicas, intereses y derechos humanos
constitucional y convencional. Es incluso de ese modo que, como afirman (Gil y Gil y
Ushakova, 2002), el Estado queda obligado no solamente a adoptar la “lengua de los
derechos” (o la “lingua franca ética”, como dice John Tasioulas, 2008: 41), más allá de
exhortaciones morales a los gobernantes, y todavía más allá del discurso político ordi-
nario, sino también a tomar los contenidos constitucionales como base de un nuevo
proceso de justificación del poder, siempre que los derechos sean traducidos en fines de
naturaleza universal, sean coherentes con “interese generalizables” y den contenido a una
nueva generación de políticas públicas.
B.- Ahora bien, la cuestión de la escisión de la atención a los derechos (derechos prio-
ritarios de orden individual o personalísimo y derechos sociales-colectivos) representa una
seria dificultad para la garantía de la dignidad humana, ella misma un principio cardinal
del catálogo global de los derechos humanos. Si bien los derechos son indivisibles y no
existe jerarquía entre ellos, aun cuando puedan ser tratados prioritariamente unos u otros
según los contextos y los intereses en conflicto, es frecuente hoy en día que la dignidad hu-
mana se vea escindida por efecto del desplazamiento de las políticas neoliberales a campos
propios de los derechos políticos y civiles. Puede ser, incluso, que el afán por consolidar o
por elevar la calidad de los sistemas democráticos tome un sesgo que favorezca a los dere-
chos y libertades clásicos o a los nuevos derechos marcados por el uso de tecnologías de la
información y comunicación. Pero esto puede ocurrir aun con la intención gubernamental
de re-balancear los derechos clásicos (políticos-civiles) y los DESC, toda vez que lo que
hace explosión es el reclamo de las libertades y los derechos personalísimos, mientras que
los derechos sociales son mantenidos a flote con políticas sociales que son instrumentadas
con mínimos de recursos y sucesivos recortes de programas que ponen el acento en la su-
pervivencia de sectores de población visiblemente vulnerables.
C.- El otro gran problema que se observa en las sociedades modernas es que, además
de que los DESC han quedado eclipsados por una revalorización de los derechos per-
sonalísimos (incluida la revalorización de los derechos políticos y civiles), no hay una
conexión entre el discurso general de las políticas públicas y los resultados registrados
cotidianamente. En realidad, las políticas públicas abordan superficialmente los grandes
problemas nacionales que concatenan déficits de atención en materia social, económica
y cultural, al grado de que, en países donde reina la corrupción, el autoritarismo, la po-
breza y la ausencia de control ciudadano, la implementación de políticas públicas fraca-
sa, se desvían recursos públicos, se toman decisiones operativas con alta discrecionalidad,
se omite el significado histórico de los derechos humanos, se ignora a la participación
ciudadana o se olvidan los fines sociales del Estado. Víctor Abramovich (2006a: 13)
señala al principio de uno de sus trabajos sobre estos temas que, en efecto.
32 Para la comprensión básica de los derechos humanos en el sistema interamericano, puede consultarse el amplísimo
texto preparado por la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Huma-
nos, publicado por el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal (OACNUDH, 2012).
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Políticas públicas, intereses y derechos humanos
E.- La consideración del tema de lo público y del régimen político, en conexión con el
estudio de las políticas públicas, deja de ser recurrente o residual en tanto que los nuevos
aportes replantean el estatuto público de la acción gubernamental derivado del ejercicio
de derechos constitucionalizados de personas y del supuesto social y jurídico de que
la naturaleza de las estructuras político-estatales es eminentemente pública. Aunque la
propuesta seminal de Lasswell incluye la conjunción de esfuerzos “públicos y privados”,
la noción de lo público había quedado circunscrita al gobierno y su conexión a la “so-
ciedad” por medio de los expertos académicos. Se ha señalado aquí el riesgo de proceder
en esa dirección limitada, porque ello no garantiza una proyección y una concreción
efectivamente públicas de los actos de la autoridad política y administrativa, que son la
sustancia de los análisis de políticas.
Tal vez no sea tan evidente que la acción pública, como acción conjunta conformada
por los gobiernos y los ciudadanos en regímenes democráticos, se desarrolle en entrama-
dos complejos a través de procesos que simulan ciclos con trayectorias ordenadas y, a la
vez, fluctuantes por medio de redes que involucran a las diversas áreas del poder público
nacional, local y aun transnacional; y de acuerdo con estrategias de gestión combinada
Top Down y Bottom Up que resultan, en última instancia, en tareas de gerencia social, y
cuya coordinación requiere garantizar principios de racionalidad, de justicia y de parti-
cipación democrática.33 La percepción común está más bien centrada en objetos coti-
dianos, en actos inmediatos y en la materialización de beneficios colectivos. La revisión
de la literatura sobre la materia aquí tratada y el análisis de las nuevas formas y modos de
actuar del “Estado en concreto” permiten subsanar esa inmediatez y superar la arraigada
concepción de una racionalidad fincada en la eficiencia económica.
F.- Por último, la reformulación de la cuestión de la autonomía político-estatal y la
reinterpretación de la naturaleza pública de los actos de autoridad apegados a derecho,
permiten reconocer el valor de la mediación y la necesidad de salvaguardar la matriz del
Estado constitucional, democrático y de derecho, tan necesaria a la subsistencia de la
política pública como instrumento de control del conflicto político y social, pero, ante
todo, como instrumento para devolver al Estado su dimensión protectora y garantista de la
vida con un significado eminentemente social y en coherencia con los principios de dignidad
33 Leonardo Garnier (1999) señala al respecto que, “paradójicamente, si bien las condiciones imperantes en estas dos
décadas han incidido en un debilitamiento relativo de la vida política y, en particular, de la visión de conjunto y de
largo plazo que caracteriza a las instancias responsables de la planificación y la coordinación de las políticas públicas,
estas mismas circunstancias demandan más, y no menos capacidad política; demandan más, y no menos visión de
conjunto y de largo plazo; demandan más, y no menos coordinación entre las distintas decisiones públicas colecti-
vas, y entre estas y las decisiones privadas que inciden de manera creciente en el desarrollo económico y social. Esto
es particularmente cierto cuando se trata de enfrentar y resolver la permanente tensión entre eficiencia, equidad y
democracia” (Especialmente, véase la sección 2 “La difícil coexistencia entre la eficacia, la equidad y la democracia”).
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