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FERNÁNDEZ
Breve manual
de violencia cotidiana
1. Cuentos. I. Título.
CDD A863
La sangre, los golpes, las armas, las muertes y otros elementos de este libro
son solo cotillón y papel picado, notas pintorescas, fatalidades anecdóticas.
Ciertos puntos de partida, disparadores, elementos narrativos para entrarle a lo
que importa, al problema mayor: lo que se acumula hasta estallar; los detonantes
de las reacciones, las razones de la irracionalidad, la coherencia de la locura y
los pequeños actos de la cotidianeidad que nos educan con el lenguaje de la
violencia para moldear nuestra forma de ser con los demás.
Breve historia de las Indias Occidentales
Cuando llegué a la puerta del piso cuatro de avenida Libertador y San Martín de
Tours, me recibió en la puerta un cabo de la Federal que miró de arriba abajo mi
Perramus beige y me advirtió: No se vaya a manchar, doctor, mire que esto es un
baño de sangre. No soy doctor, pero no me molesto en aclararlo y dejo que los
policías conserven esa distancia para que no tomen confianza; siendo ayudante
del fiscal siempre es preferible infundir un poco de temor para obtener respeto.
Los herrajes dorados de la puerta prolijamente barnizada me adelantaron el
estilo clásico del lujo de un piso, que tenía el tamaño de cuatro departamentos
como el que yo alquilaba. Efectivamente, como adelantó el cabo, la cocina de
ese gran departamento era un baño en sangre.
El comisario se presentó y me condujo a ella por la puerta izquierda del
recibidor destinada al servicio, recorrimos un largo pasillo hasta la conexión con
la cocina. En el suelo yacía el cadáver de un hombre blanco, de setenta y dos
años. Horacio de Mendizábal, o don Horacio, como lo llamó el comisario, que lo
conocía por la generosidad del hombre para con la seccional del barrio. De
Mendizábal, propietario de 350.000 hectáreas repartidas entre las mejores tierras
de las provincias de La Pampa y Buenos Aires, se dedicaba a la ganadería y solía
donar algún animal a la dependencia como reconocimiento por el buen servicio
que prestaban sus hombres en el cuidado de los bienes de los vecinos.
Pero, lamentablemente, en esta ocasión no habían podido cumplir con la
premisa de cuidar la vida de los vecinos, porque don Horacio yacía ahogado en
una laguna de sangre. Tanta era que, para observar su cuerpo desde otro ángulo,
sin alterar la escena, ni manchar la suela de mis zapatos nuevos, tuve que dar
toda la vuelta al piso en dirección inversa: cruzar el recibidor nuevamente,
atravesar el living e ir de una punta a otra del extenso comedor, para por fin dar
con una puerta de servicio que conducía al otro extremo de la cocina.
En el living se amontonaban (y digo se amontonaban, porque estaban
agrupados sin ningún tipo de criterio estético) muebles de origen francés con
otros de terminaciones rectas al estilo inglés, todos con apliques de metal
dorados en los cajones. Las patas de los sillones arrojaban sobre el visitante las
cabezas doradas de unos leones que infundían el poder y la fiereza que su dueño,
muerto en el piso, ya no podía transmitir.
Los tapizados de terciopelo verde en sillas y sillones entregaban una especie
de recordatorio citadino de las fértiles extensiones de propiedad repartidas por el
país y las matras de guarda pampa que descansaban sobre ellos cumplían la
doble función de decorar y evitar el desgaste aportando un toque nacional, que
dejaba adivinar a cualquiera la profesión del extinto.
El departamento era, por supuesto, de paredes blancas que habían sido
inmaculadas hasta hacía pocas horas, y afirmaban con fuerza el poco ingenio que
se necesita para ser clásico. Numerosas fotos colgadas de las paredes y expuestas
en portarretratos sobre los muebles, presentaban a una orgullosa familia blanca,
rubia y sonriente, compuesta de una esposa que no perdía la belleza con los años,
un hijo varón, el mayor, con una impronta de estanciero bonachona y arrogante
digna de su padre y, finalmente, una hija que irradiaba toda la rebeldía y libertad
que puede otorgar la tarjeta de crédito cuando el resumen le llega a papá.
El comedor continuaba exhibiendo ese estilo que solo podía catalogarse como
ostentoso, ya que su disposición no tenía otro fin que el de demostrar la riqueza
del dueño de casa. Una pequeña mesa con botellas de whisky y una cava con
vinos añejos, ubicada debajo de cuadros de caballos al galope, completaban el
perfil de los gustos de aquel hombre devenido en cadáver.
Ya en la cocina, advertí que de la escena del crimen no había mucho más que
observar: el cuchillo que atravesó la aorta de don Horacio, para después entrar y
salir en su cuerpo moribundo cuatro veces más, seguía en el piso de la cocina
conservando intactas las huellas del mango. El fiscal llegó unos minutos después
y comprobó por su cuenta que la policía (extrañamente) había realizado un
procedimiento correcto al recolectar con prolijidad las evidencias que
conformaban un cuerpo de pruebas contundentes.
El encargado del edificio fue quien dio aviso a la policía. Nos relató que la
negrita, como la llamó el comisario por su tez norteña (vale decir, no muy
distinta a la de él), empleada doméstica de don Horacio, y única detenida por el
hecho, bajó a las tres de la tarde, llorando, llena de sangre en las manos y sin
poder hablar. Temiendo que se hubiera producido un accidente, el encargado la
acompañó al departamento y allí fue cuando se encontró con el hacendado
nadando en sangre.
Los viernes nunca son fáciles en mi trabajo. En una cadena en la que todos
llevan y traen órdenes, soy el último eslabón, el que ejecuta los pedidos, o dicho
lisa y llanamente, el único que trabaja. Enviar y reenviar comandas es una labor
que no tiene otro fin que el de suministrar coacción en pequeñas dosis de temor
para lograr que cada cual haga lo que tiene que hacer y no se aparte ni un
centímetro del rol que tiene asignado. Pero en fin, no quiero hablar de mi
trabajo, porque siempre es más interesante lo que sucede fuera de él, como este
episodio que me tocó presenciar.
Salí y fui hacia la parada de colectivos para volver a mi casa, el único lugar
del mundo en el que quería estar después de diez horas de esforzarme en
beneficio ajeno. Pensé que estaba de suerte cuando llegué y solo había una
persona esperando, un muchacho joven de barba escasa, vestido como se visten
todos los que trabajan donde yo trabajo: camisa a cuadros azul y blanca, jeans,
bandolera de cuero colgada sobre un hombro, suéter con rombos, montgomery
azul marino y auriculares en los oídos, para enviar un mensaje claro: a mí no me
rompan los huevos.
Pensándolo bien, una sola persona en la parada no era buena señal. De seguro
el último colectivo había pasado hacía muy poco, y como todo viernes a la noche
en el sur de la ciudad, iba a tardar un rato largo hasta que llegara el próximo.
Una señora petisa, muy simpática, de bucles morochos (que en sus años mozos
de seguro eran tan adorables como ahora), y unos cachetes rojos que la hacían
muy graciosa, llegó con su bolsita de compras para hacer fila detrás de mí.
A la señora se le sumó una pareja de adolescentes vestidos de negro con
cadenas y tinturas sobre unos cortes de pelos con pretensiones punk. El colectivo
ya se demoraba diez minutos y me empezaba a impacientar, cuando detrás de los
jóvenes hizo fila una madre con su hijo. Era un muchachito de seis años que de a
poco se fue poniendo insoportable y no porque hiciera nada malo el pobre, sino
porque como todo chiquillo devuelto al mundo luego de un día de tedio en la
escuela, empezó a pedir cosas.
En esa esquina, a solo a diez pasos de la fila para el colectivo, había un
supermercado chino. La fila llegaba casi hasta la puerta, por lo que el
muchachito podía ver perfectamente las golosinas junto a la caja. Con sus
colores mágicos le gritaban que le pidiera a su madre comprarlas, el borrego
obedecía esa voz interior y la exteriorizaba a gritos. La madre se negaba a
atender el capricho y le dio una serie de argumentos para disuadirlo, que vale la
pena enumerar:
Adivinanza
I
A mediados de diciembre el calor del verano empezaba a picar en la nuca. El
cansancio de todo un año ya pesaba sobre la espalda y hacía caer los hombros
desde temprano. Era el último tirón del año, saber la nota del final y listo -
pensaba Juan Pablo- mientras subía las escaleras de la Facultad de Ingeniería,
levantando apenas cada pie cansado sobre un nuevo escalón, siempre a punto de
tropezar en cada paso sin llegar a lograrlo nunca. Si había salido bien, el verano
iba a arrancar a pleno, si desaprobaba, no le quedaba otra que esperar hasta
febrero para preparar el final. Cuando pisó el hall de la facultad, pudo ver
llegando desde la escalera una llamativa chomba rayada roja y blanca que
enfundaba a un flaquito medio encorvado, no dudó de que era Benjamín y le
pegó un grito para subir juntos al primer piso. Los dos estaban ahí por lo mismo,
se saludaron entre risas nerviosas y chascarrillos de ocasión, como el que
Benjamín le tiró al llegar al primer piso:
—¿Estás listo para morir, Juampi?
—¡No, boludo, todavía me faltan 18 materias!
Los dos rieron, el chiste estaba en que a Juan Pablo le faltaban 18 si contaba
esta materia como aprobada: análisis matemático II. Benjamín se rio por
cortesía, pero no se había ni percatado de la sutileza, los dos eran un enjambre de
nervios que intentaba desenredarse con el mayor disimulo posible. La llegada al
primer piso fue como alcanzar la cima del monte Sinaí. Allí, casi al final del
pasillo, se encontraba la verdad en una cartelera fea y desprolija hecha con una
tabla de aglomerado que tenía pegadas con voligoma las hojas impresas. En su
momento Moisés tuvo la ventaja de estar solo, acá un puñado de boludos se
amontonaba desesperadamente encima de la tabla sagrada y no dejaban ver nada.
Juan Pablo se quedó a un costado para no hacer número en el caos y Benjamín se
fue a fijar las notas por los dos. Un par de codazos intencionales, seguidos de un
perdón que sonara sincero, era una forma infalible para llegar a la verdad
primero y escapar de ella después. Se escuchó permiso, perdón, ¿cómo andás?,
gracias, capo y ya salía Benjamín de a partes entre los amontonados, primero un
brazo, después una pierna y finalmente el cuerpo entero, para avanzar hasta Juan
Pablo con la sonrisa apenas asomando como la mona lisa:
—Ocho, Molina... ¡ya te podes ir de vacaciones tranquilo!
—¿Y vos?
—Cuatro, papá, lo justo. El resto, ya sabés, ¡es lujo!
Las preocupaciones facultativas acababan de terminar en ese mismo instante,
ahora, ni un apunte hasta febrero, los dos sonrieron y se abrazaron como si
estuvieran recibiendo un Martín Fierro.
II
Lo que les voy a contar es verídico. Le pasó a un tipo que laburaba conmigo en
la Dirección de Impuestos. Hacía tiempo que no lo veía, desde cuando dejé ese
trabajo y me fui a laburar para un banco. Del asunto este que les voy a relatar me
enteré hace poco por un amigo en común y cuando me lo contaron me agarró no
sé qué, lástima, supongo, porque era un pibe joven, un muchacho buenísimo, y
terminar así...
Cuando Agustín empezó a trabajar con nosotros en Impuestos estaba recién
recibido de contador. Al mismo tiempo seguía estudiando, hacía las materias que
le faltaban para sumar el título de administrador. Era un santo, pobre, buenísimo,
nunca te hacía un problema por nada, no renegaba si se tenía que quedar después
de hora para terminar algo, no le jodía que el forro del supervisor nos viniera a
hinchar las pelotas, nos cubría cuando necesitábamos salir temprano, o cuando
nos mandábamos alguna cagada con un balance. Agustín Fontenla vivía ahí en
Caballito, sobre Yerbal. Por Lora o Rojas, no me acuerdo bien ahora la otra calle,
pero era por ahí, porque una vez lo alcancé en el coche hasta la casa. Coincidió
que justo yo tenía que ir para el lado de Parque Rivadavia por un trámite y como
salíamos tarde ese día lo alcancé. Vivía solo en un departamentito que alquilaba
en un edificio de medio pelo. Era un monoambiente en el quinto piso, con un
balconcito que daba a la calle. Una cosa muy chiquita, pero lindo, típico de
recién recibido, cuando sos pibe necesitas un bulo así para llevar a una nami y
eso, viste cómo es.
En el departamento que quedaba justo arriba en el sexto piso, vivía una viejita
discapacitada con el hijo, un pelotudazo grande de unos cincuenta y largos, o
sesenta años. La viejita, pobre, tenía problemas para moverse. El pibe nunca
supo bien qué problema tenía porque no era de esos vecinos metidos que te
pregunta de dónde venís, adónde vas, cuánto ganás, si te gustan los varones, si te
gustan las mujeres. Él la cruzaba en el hall del edificio unas veces con andador y
otras en silla de ruedas, siempre acompañada del hijo. No tenía mucha relación
con ellos, entre la facultad y el laburo estaba todo el día afuera y apenas se los
cruzaba en la puerta y cambiaba algún saludo porque era un chico muy educado,
muy respetuoso.
La vieja y el hijo tenían una relación difícil y, como les contaba, el edificio de
Agustín era muy chiquito y medio berreta, esos con paredes muy finas que dejan
que se escuche todo lo que pasa en los departamentos de al lado y de arriba. Así,
de a poco, cada día escuchaba alguna pelea entre sus vecinos del sexto, y se iba
armando en la cabeza cómo venía la mano.
Se enteró de que la vieja tenía 97 años, y hacía diez que tenía este problema
que no la dejaba moverse por sus propios medios. El hijo la tenía que cuidar
porque la vieja no le veía mucho sentido a seguir viviendo así, por eso se la
pasaba gritando que se quería morir. El hijo, en el fondo, no quería que su madre
viviera sus últimos días en un constante sufrimiento, pero en las peleas
cotidianas la vieja le colmaba la paciencia, entonces empezaba a los gritos: ¡Te
querés dejar morir, morite, pero a mí no me rompas las pelotas! ¡Tenés que ir al
doctor, mamá, después te quejás que te duele acá y allá! Como si no tuviéramos
gritos que escuchar en los tiempos de Impuestos con el supervisor Rosales, este
pibe llegaba a la casa y tenía que escuchar los gritos en las peleas de madre e
hijo.
La situación se ponía de a poco muy incómoda. Agustín no sabía si intervenir,
si subir a pedirles que no gritaran o hacer una denuncia por violencia, entonces
habló con el portero del edificio. Ahí se enteró que los gritos eran siempre de
noche, porque de día, la vieja dormía y el hijo aprovechaba para salir a la calle.
Otros vecinos habían hablado ya con el hombre, que siempre les pedía disculpas
y les decía que no iba a volver a suceder, pero no pasaba mucho tiempo hasta
que las peleas volvían a escucharse. El portero, con pocas ganas de colaborar, le
sugirió que se acostumbrara y que no les diera pelota, además esta gente era
dueña en el edificio entonces, aunque quisieran, no iban a poder hacer nada.
El problema es que Agustín de día no estaba y todo el despelote empezaba
cuando él llegaba. A eso de las once de la noche ya había gritos porque el hijo se
ponía a cocinar, cuando no arrancaba después de la medianoche. Golpeaba las
ollas, hacía ruido con la vajilla, se le caían las cosas al piso y empezaba a putear.
Una vez que tenía la cena lista, empezaban los gritos porque la madre no quería
comer. La vieja lo mandaba a cocinar y después no quería comer porque no le
gustaba lo que le cocinaba: ¡Pero, mamá, si vos me dijiste que querías sopa! ¡No
hinches las pelotas que querés ravioles, no hay nada abierto a esta hora!
Cuando la vieja arrancaba con los caprichos, el hijo se calentaba, puteaba otra
vez y sacudía a la mierda platos, cubiertos y ollas con comida y todo.
Así todas las noches. Cada vez que escuchaba la voz del vecino Agustín ya
sabía que los gritos se venían de nuevo. De escuchar se aprendió el nombre del
hijo, Roberto, y por el sonido de la AM al palo, sabía que se pasaba toda la
trasnoche escuchando programas de pastores evangelistas mientras la madre lo
puteaba. Agustín estudiaba de noche, por lo que no pasó mucho tiempo hasta
que se le hizo imposible concentrarse. Se le volvía insoportable, metía la cabeza
en los apuntes y no se podía enfocar, era un solo escuchar sistemáticamente los
institucionales de la radio y los llamados de la gente al borde del suicidio que
buscaba algún tipo de consuelo en el diálogo con los brasileros. La radio sonaba
como si la tuviese prendida en su propio cuarto, y los gritos de la vieja a las dos,
a las cuatro, y a las seis de la mañana, parecían venir del baño y, hablando de
baño, a la vieja se le ocurría bañarse siempre a las cuatro de la madrugada,
dándole motivos al hijo para que comenzara de nuevo a las puteadas.
Agustín no se daba cuenta, pero dormía poco. Se acostaba muy tarde, no
entraba en el sueño por los despelotes de sus vecinos y cuando se despertaba a
las 7 de la mañana todavía escuchaba la radio al palo, las cosas que se caían y los
golpes.
La situación estaba llegando a un punto límite, era insostenible, no podía vivir
más así, pero tampoco podía mudarse, porque no tenía toda la guita que
necesitaba para rescindir el contrato en ese derpa y entrar en otro. Charló con un
amigo y se convenció de que la única salida era subir a hablar con el tipo y ver si
podía arreglar el tema. Le costó juntar coraje, pero después de días de pensarlo
bastante se había decidido. Escuchó movimiento arriba y nadie gritaba, entonces
aprovechó para subir. Era un domingo al mediodía, no sabía bien qué iba a decir
y el único piso que tenían de distancia no le dio demasiado tiempo para pensarlo.
Llegó a la puerta y golpeó con la mano firme para que sonara contundente, para
mostrar que era un vecino enojado que iba con ánimos de plantear un reclamo.
La puerta se abrió despacio, de adentro salió un tufo impresionante mezcla de
humedad, encierro, vejez y mugre y por el mínimo espacio necesario asomó la
cabeza de Roberto, que dijo con la voz temblequeando:
—Hola.
—Hola, sí, mire, yo soy su vecino de abajo –dijo Agustín rápido-, quería
hablarle a usted de un tema.
—Sí –asintió el hijo con el tono sumiso y sin abrir más la puerta para que su
vecino no mirara dentro del departamento.
Agustín notó ese detalle, pero no le importó. El olor a basura que le iba
tomando de a poco la cara lo había puesto rígido, solo quería decir lo que hacía
rato tenía para decir, e irse:
La paz duró dos días. El martes a la noche se escuchaban los golpes del
andador de la vieja recorriendo todo el techo de Agustín, los gritos de Roberto
pidiéndole que se fuera a dormir y la madre con la voz agotada insistiendo que
quería bañarse a las 4:30 de la mañana. Volvió a aguantársela, sin decir nada
seguía tolerando los gritos, las peleas, la radio a todo volumen y los dibujitos
animados que la vieja veía por televisión de madrugada. Así pasaban los días, las
semanas y los meses, pero un día al pobre pibe lo agarraron cruzado.
Resulta que un día cayó muy caliente al laburo, lo habían bochado en un final
y tenía que recursar una materia de esas correlativas que te traban otras materias
importantes, yo intenté animarlo un poco, decirle que no se preocupara, que
nadie lo apuraba para terminar la carrera y esas cosas que se le dicen a los pibes
que siempre están tan ansiosos por el futuro, pero no tuvo mucho caso. Le había
tomado un profesor turrito y lo forreó de arriba abajo, él como era buen tipo no
le respondió, agachó la cabeza y se fue, pero se le notaba la bronca acumulada,
como se dice, la procesión va por dentro.
Para colmo ese día, cuando estábamos todos ahí conversando, cayó el
supervisor. Nos hizo un escándalo de que éramos unos vagos, que no estábamos
haciendo nada. Ya habíamos hecho las pocas cosas que había que hacer, pero
aprovechó la boleada para echarnos la culpa de todo lo que salía mal en el país y
en el mundo. Agustín también la ligó por unas facturas mal liquidadas, Rosales
lo puteó en todos los colores porque se habían perdido unos doscientos mil pesos
en pago a proveedores. En realidad, esas facturas, las tenía que liquidar yo, pero
él no le dijo nada, la procesión seguía marchando.
Yo ese mismo día me tomé las vacaciones porque no aguantaba más y cuando
llegué a mi casa estaba tan embalado que mandé un telegrama de renuncia con la
fecha en que tenía para volver porque ya no soportaba más ese ambiente de
mierda, ni a Rosales, ni los balances, ni nada. Por eso, no volví a ver al pibe,
hasta ahora, que cuando lo fui a ver, me contó cómo siguió todo ese día.
Salió del laburo con la cabeza trabada, camino a la casa se peleó con el
colectivero por una boludez del precio del boleto, una tontería cotidiana, pero el
tipo lo cagó a puteadas. Cuando llegó al edificio el portero le reprochó que una
vecina se había quejado porque él había hecho mugre en el pasillo y no sé qué
más. Subió por el ascensor, llegó a su departamento, abrió la puerta y fue
directamente a tirarse al sillón. En ese mismo momento, Roberto encendió la
radio al palo y empezó a gritarle a su madre que no le rompiera las pelotas.
Agustín explotó de ira, salió del departamento, subió corriendo las escaleras, le
golpeó la puerta al vecino y cuando la entreabrió como la primera vez, se la
pateó y entró al departamento.
Roberto se trastabilló por el topetazo y Agustín de una trompada lo terminó de
voltear. Empezó a putearlos con rabia y como la disposición del departamento
era igual al suyo no le costó encontrar la pieza de la vieja, que también daba a la
calle Yerbal. Ahí estaba, toda decrépita mirando por el balcón. La puteó y la
zarandeó con fuerza del brazo sin importarle que fuera una inválida que no se
podía ni mover. Roberto, que ya se había recuperado, venía en velocidad y se le
abalanzó encima. Agustín estaba de espaldas al balcón y ahí pasó lo que pasó: se
trabaron los brazos como para forcejear, el pibe giró, la cadera de Roberto dio
contra la baranda, se trabó y con la fuerza del forcejeo sobre los hombros lo
mandó en caída libre hasta el asfalto.
La vieja hizo un ruido, como un alarido, Agustín se percató de que seguía en
el balcón apoyándose débilmente en su andador y sosteniéndose con el ventanal.
El pibe, aquel buen pibe de la Dirección de Impuestos, el joven contador que no
tenía problemas con nadie, le pateó el andador, la calzó por las axilas con los dos
brazos y la revoleó también por el balcón para dejarla estacionada al lado del
hijo en el asfalto de la calle Yerbal.
Así me lo contó Agustín cuando lo visité en la cárcel y así se los cuento yo.
Paranoia
Temprano en la mañana, como cada día desde hacía ya muchos años, el pequeño
y achacado cuerpo pardo de aquel hombre salía al sol en las soledades del campo
cargando una bolsa con semillas para darle de comer a sus pájaros. Su chacra no
era grande y la ceguera no le permitía seguir con aquellas actividades en las que
antaño había sido tan ágil: arar, sembrar, arrear animales, arreglar un alambrado
o cambiar una chapa; todas eran solo recuerdos del pasado. Aunque quisiera, el
esfuerzo de esos trabajos ya no valía la pena. Los gurises habían levantado vuelo
hacía tiempo, le habían salido derechitos, habían estudiado y vivían cómodos en
la ciudad. Ya ni de visita con los nietos aparecían por allá, primero era porque
los nenes se aburrían, después porque, ya adolescentes, estaban con sus cosas.
El viejo de los pájaros, como le decían los mozos jóvenes que andaban por los
caminos de tierra, salía todas las mañanas temprano a darle de comer a sus aves
repartidas en seis grandes jaulones cilíndricos ubicados no muy lejos de la casa.
Allí tenía un número incontable de especies que él distinguía por el canto,
pájaros de los más variados desde nativos como les decía a los gorriones y
cotorras que habitualmente vagaban por esos lares hasta perdidos como llamaba
a cardenales, ruiseñores o golondrinas que habían ido a parar allí por azar.
Los vecinos pudientes de las estancias le habían regalado pájaros exóticos, a
los que el hombre llamaba los extranjeros; loros, cacatúas, pelícanos y otros
tipos de aves centroamericanas o amazónicas, que probablemente no habían
llegado a esos campos de una forma del todo legal. Algo así pasó con el Alfonso,
un cóndor que el viejo tenía en un jaulón cuadrado que se apoyaba en el piso,
dada la imposibilidad de colgarlo por el peso. Hacía unos siete años un
sinvergüenza que había llegado al pueblo desde el sur trajo hasta el llano
pampeano a aquel cóndor joven y vigoroso con la intención de hacer un negocio,
pero el número ofrecido por el comprador resultó no cubrir los riesgos que este
buscavidas se había tomado para llevar el ave.
La transacción se cayó y por revancha, su cliente, o mejor dicho su cómplice,
lo denunció. Así las cosas, la policía le sacó el cóndor a este sureño que en el
pueblo apodaron araña manca, por su virtud para reinventarse en oficios de baja
estofa. Pero después del papeleo de oficio, la policía se encontró con que no
tenía mucha idea de qué hacer con el bicho.
Un sargento de la comisaría, que había sido peón de estancia y conocía a don
Atencio desde antes que los jóvenes lo apodaran el viejo de los pájaros, sugirió
que se pusiera el ave a cuidado del buen hombre. En estos pueblos, donde más
que leyes hay reglas, el comisario decidió que sería una medida acertada, pero
temporal, hasta la intervención de fauna o algún otro organismo competente en
la protección ambiental, cosa que nunca ocurrió. Al poco tiempo la policía dejó
de ocuparse del tema, el caso se olvidó, el ave y el hombre, también.
La rutina de don Atencio consistía en dar semillas a los pájaros de los dos
primeros jaulones; bichos y semillas a los de los siguientes dos jaulones;
semillas y frutas a los extranjeros; y por último, las cosas que con el tiempo
había aprendido que le gustaban a el Alfonso: sobras de comida, carne, verduras,
y de vez en cuando alguna laucha, de esas que nunca faltan en el campo.
Después de darle de comer a los pájaros ordeñaba la única vaca que tenía y, si no
le tocaba ordeñar, empezaba pacientemente las labores en su quinta hasta pasada
la media mañana, cuando revisaba las tramperas que colocaba en el montecito
para los pájaros merodeadores o sacudía las ramas para hacerse de un nido.
Puntualmente a mediodía, tomaba una sopa o un caldo, seguido de una siesta,
para luego pasar la tarde con alguna que otra ocupación como las gallinas, los
corrales, o dependiendo la estación, juntar leña para la salamandra en invierno o
más agua para los animales en verano. Caída la tarde todo lo que quedaba era
sentarse a escuchar a los pájaros y fumar un cigarro, escuchar la radio o pulsar
un poco como aún pudiera la guitarra, para entonar unos cantos junto a los
jaulones.
Una de esas tardes en que don Atencio susurraba una zambita para sus pájaros
apareció don Omar Morena, un viejo vecino de una chacra que se encontraba a
un par de cuadros de distancia. La visita era rara, don Omar venía a despedirse,
se iba a vivir al pueblo. Entre mates al costado de los jaulones el viejo vecino,
que ya contaba con unos sesenta años, explicaba que había llegado a un arreglo
con El Alero -una gente que le alquila la chacra, le da toda la plata junta, y
uste’ se desentiende del tema- explicó. El Alero era un pool de siembra que se
había formado por iniciativa de algunos patrones de la zona con el fin de alquilar
campos para sembrar soja o trigo según el precio internacional del momento,
haciéndolo crecer a base del producto, como llamaban los paisanos al
agroquímico de moda.
Don Omar explicó todas las ventajas que le traía alquilar la chacra, a su edad –
decía- ya no estaba para andar jugando con tener que vender una vaca o un
chancho para pagar deudas. Tener animales para él era cada vez más caro y daba
menos y sembrar por propia cuenta siempre lo ponía en riesgo de fundirse para
el resto de la vida. Su hija menor ya terminaba la secundaria en el pueblo y el
próximo año tendría que mandarla a estudiar a la ciudad. Eso le iba a costar plata
y, además, su mujer ya le había planteado el temor de quedarse solos en el
campo, con la edad que tenían, con lo lejos que estaban del pueblo, con las
labores diarias que habría que llevar a cabo sin ayuda. Después de conversar un
buen rato, cebando los últimos cimarrones, don Omar se animó a largar lo que en
realidad venía a decir:
Mire, don Atencio, no me tome a mal lo que le voy a decir, porque uste’ sabe
bien que desde que mi finao’ tata no está, uste’ ha sido un padre pa’ mí, y lo que
le voy a decir, tómelo más bien como la sugerencia de un hijo. Don Atencio
miraba la nada con los ojos vacíos y escuchaba con la vieja guitarra muda entre
las manos. La gente esta del Alero -siguió don Omar- me dijo que le preguntara
si uste’ no está interesao’ en alquilar también. Yo me atreví a contestar por uste’
y les dije que ha vivido toda su vida acá, que no iba a aceptar, pero no podía
dejar de llegar a preguntárselo en persona.
A don Atencio le asomó una sonrisa leve porque desde el primer momento
supo que de eso se trataba, se jactó para sí un poco de su sapiencia y pensó: el
diablo sabe más por viejo que por diablo, para seguir la conversación con su voz
que era como un susurro:
—Mira, m’ijo, yo sé que con estos ochenta años que tengo y estos ojos
jorobados así como los tengo, sé que no sirvo ni pa’ respuesto, pero sé que si en
algún lao’ tengo que terminar, ese lao’ va a ser donde empecé.
—Créame que lo entiendo, don Atencio –dijo Omar-, pero a mí hasta me da
cosa que se quede acá solo. Todos los vecinos están alquilando ya, y con la plata
que le dan, tranquilamente se puede buscar una casa en el pueblo, cerca de todo
y no preocuparse más.
—¿Y quién dijo que yo me preocupo, hombre? –preguntó riéndose don
Atencio-, además, si me voy, ¿quién va a cuidar a los chicos? ¿adónde voy a
meter al Alfonso en el pueblo?
—Don Atencio, uste’ piénselo, yo solamente quería decírselo pa’ que lo
supiera por boca mía, porque uste´ sabe cuánto lo aprecio y por eso quiero lo
mejor pa’ uste’. Yo ahora me tengo que ir, pero cualquier cosa me avisa, o lo
charla con esta gente. Y por lo de los pájaros no se haga problema que tiene
solución.
—Gracia’, m’ijo, anda sin cuidao’ que yo ya lo tengo decidido.
Don Omar se acomodó la boina e hizo una reverencia, aunque don Atencio no
pudiera verlo y agregó:
—Ahora que miro los jaulones, ¡qué raro que no tiene ni un jilguero don
Atencio, no sabe, ahora andan por todos lao’!
—Tenía alguno, m’ijo –dijo Atencio-, pero se me debe de haber volao’.
Omar se fue, y cuando caía la noche, don Atencio se quedó escuchando los
últimos cotorreos de los chicos como le gustaba llamar de vez en cuando a sus
pájaros para mitigar la soledad y sentirse en compañía.
Entre los pájaros y los quehaceres cotidianos llegó el invierno. Los fríos eran
cada vez más duros. A la pequeña huerta le costaba trabajo agarrar y las tardes
de guitarra empezaban a ser menos. Tanto frío hacía que en una de esas noches
en donde la chapa se congela y la escarcha parecía como si viniera de los huesos,
don Atencio pensó en aceptar la oferta del ingeniero, pero la idea se le fue a la
mañana siguiente cuando mateaba al lado de las pajareras disfrutando de un sol
que le picaba en la cara. Llegando al final de la estación el tema se puso más
complicado. Llovió por demás durante toda una semana y con cierta constancia
las dos que siguieron, las tierras más bajas se inundaron, entre ellas las de don
Atencio.
No era la primera vez, pero se hacía fiera la vuelta estando ciego y solo. Don
Omar se acercó imaginando que el viejo necesitaba una mano y le ofreció irse a
vivir un tiempo con él y su mujer allá a las casas en el pueblo. No se sabía
cuánto iba a durar el agua, y en la municipalidad ya se hablaba de evacuar a
todos los residentes de la zona rural. Don Atencio insistió en quedarse, decía que
el agua no iba a llegarle al rancho y bromeaba con que la lluvia le ahorraba el
duro trabajo de limpiar los jaulones. Decía que había visto cosas peores en la
inundación del 80 y repetía la historia de cuando el caballo se le fue flotando del
viejo almacén de don Pedro Bermúdez.
Omar ayudó con los pájaros, sobre todo con el Alfonso. La subida del agua
obligó a levantar su jaula del piso y ponerla a altura sobre una vieja mesa para
chacinados que había en el galpón, una tarea para nada fácil teniendo en cuenta
el peso de la estructura de metal.
Cuando el agua bajó, en uno de esos días donde la primavera se cuela entre el
final del invierno, don Omar volvió para ayudar a don Atencio con la reparación
de lo que el agua había echado a perder. Después de acomodar un poco el galpón
de la chacra y poner otra vez al Alfonso en su lugar, Omar le insistió a don
Atencio para que alquilara y se instalara en el pueblo. El hombre, con sinceridad
y la cara morena asaltada por una expresión de tristeza, contestó: Créeme, m’ijo,
que hasta una noche me lo pensé, pero ¿cuánto le puede quedar a un viejo como
yo?
Por más que Omar le insistiera era una decisión tomada. El hombre cuando
llega a viejo –decía Atencio- se da cuenta de que todo tiene un destino y que las
cosas que pasan son las que tienen que pasar, porque tata Dios así lo ha
querido. Antes que terminara la primavera y con la siembra ya retrasada por las
inundaciones el ingeniero apareció de nuevo, esta vez con el apuro sin disimular.
Basavilbaso preguntó cómo lo había tratado la inundación. Don Atencio
empezó a contarle y no alcanzó a llegar a la parte del problema que había sido
mover al Alfonso, cuando el ingeniero lo cortó para ir directo al punto sin perder
más tiempo: el grupo había perdido mucha plata con el agua. Muchas de sus
tierras no iban a poder ser sembradas en el corto plazo. Necesitaban empezar a
sembrar a la brevedad en la mayor cantidad de lugares posibles, hasta las
banquinas de la ruta de ser necesario. Su chacra –explicaba el ingeniero- era,
dentro de todo, de las menos afectadas, porque si bien era baja, había drenado
rápido por contar con canales cercanos que desagotaron la tierra secando las
primeras capas. Eso quería decir que el piso ya podía soportar el peso de las
máquinas. Estamos dispuestos a doblarle la oferta y hasta pagarle un alquiler
en una casa del pueblo para que no se ponga en gastos -cerró la explicación el
ingeniero-. Don Atencio, con paciencia y amabilidad, volvió a decir que no, que
lamentablemente no era un tema de plata. Basavilbaso impacientando, insistió:
—Vamos, hombre, ya sabemos que lo ha pensado, piénselo un poco más, va a
ver que le cierra, nos conviene a todos. Fíjese, hoy es miércoles, si hoy me dice
que sí, yo mañana le traigo el contrato, pasado le deposito la plata y el lunes de
la semana que viene lo tengo instalado en el pueblo.
—Mire, ingeniero, es una decisión tomada. Yo no me quiero ir, me quiero
quedar acá, esta, así de pobre y todo, es mi casa.
—Bueno, hombre –dijo el ingeniero sin ocultar su fastidio-, no diga que no le
di una oportunidad. Si no quiere, no quiere, lo lamento por usted.
Basavilbaso salió de la chacra salpicando barro para todos lados con su
camioneta, mientras pensaba que él era un buen tipo, que el problema, como
siempre eran los paisanos cuadrados. No entendían nada, no había otro remedio
que hacerles entender, detestaba que estos ignorantes hicieran salir lo peor de él.
Un domingo por la noche, Atencio tomó sopa. Todavía era temprano y salió
hasta los jaulones para escuchar a los pájaros entrar en el sueño. Sintió el olor de
la tierra, el de los cardos, el clima era cálido, era justo el cambio de estación. Era
la primera noche del verano que se había adelantado al calendario. Con esa
hermosa sensación se fue a dormir, pero a mitad de la noche lo despertó el ruido
de los pájaros revoloteando dentro de los jaulones. De seguro algún perro
perdido se había metido a la chacra y había despertado a las aves. Se quedó en la
cama escuchando, esperando un ladrido, pero en vez de eso, sonó un portazo y
pasos apresurados.
Enderezó el torso como pudo, lento, y se sentó en la cama. Trató de gritar
¿quién anda ahí?, pero no pudo. Los pasos ya estaban en la habitación, supo por
el ruido que eran dos personas, pero no pudo decirles ni una palabra antes de los
golpes. Don Atencio no sabía ante quiénes estaba, pero sí por qué. Sentía los
argumentos de la fuerza que impartían un convincente dolor. Puñetazos en la
cara y palazos, primero en las costillas, después en las piernas y por último en la
cabeza.
El lunes por la mañana, se hizo presente en la chacra una cuadrilla de la
policía rural encabezada por el ingeniero Basavilbaso y el comisario. Los
trámites legales fueron rápidos: muerte natural. El parte policial ampliaba: El
señor ingeniero Gustavo Basavilbaso halló muerto a don Atencio Labarre el
lunes a primera hora de la mañana cuando se presentó a celebrar un contrato
previamente acordado con él. El señor don Omar Morena atestigua el mal
estado de salud que aquejaba el difunto y ratifica la versión del señor ingeniero
Basavilbaso respecto al preacuerdo contractual.
Esa misma tarde notificaron a los hijos de don Atencio del deceso de su padre.
No se tomaron la molestia de ir al pueblo para velarlo, aduciendo que el viejo así
lo hubiese querido. La gente de El Alero les envió por correo el contrato de
arrendamiento que ellos rápidamente devolvieron firmado. No tendrían nada de
qué preocuparse, excepto de pasar por el banco a cobrar su dinero. El ingeniero
les preguntó por teléfono qué querían hacer con las pertenencias de don Atencio,
especialmente con los pájaros, ya que era un problema reubicarlos. Los hijos
propusieron que, si nadie los quería, simplemente los soltaran, ellos no tenían
dónde tenerlos, ni les interesaba.
Un día después el ingeniero en persona con unos empleados fueron a poner en
orden la chacra. Abrieron todas las jaulas, calcularon a ojo que el viejo tendría al
menos unos quinientos pájaros. Abrieron también la jaula del Alfonso, pero
estaba viejo, las alas le pesaban y no se podía remontar, era como si se hubiese
olvidado de volar. Lo dejaron toda una tarde suelto para que hiciera más de un
intento, pero el ave apenas llegaba a corretear unos metros con dificultad, se
tropezaba y caía torpemente. Al final de la jornada, mientras preparaban un
fuego para el asado, los empleados de Basavilbaso entre vinos y risotadas lo
llenaron de perdigones pasándose de mano en mano una escopeta calibre 12/70.
Hoy, dos años después, apenas se ven algunos pocos pájaros en los campos y
de vez en cuando algún jilguero canta posado en la tranquera de don Atencio.
En vivo y en directo
Cuando tenía veinte años tomé un trabajo que me llevó a un puerto del sur del
país, muy lejos de mi casa en Berisso. Era joven, inexperto, y tenía muchas
ganas de hacer mi propio camino, como mi padre había hecho el suyo cuando
vino de Italia acompañado de mi madre, y conmigo en brazos. Las condiciones
adversas para mudarme al sur me eran indiferentes, no como hoy que no podría
trabajar si no tengo aire acondicionado y un asistente que haga el trabajo duro
por mí. Yo ya curtí mis manos y aunque parezca chocante para algunos ver cómo
trato a mis asistentes, lo hago para que aprendan, como aprendí yo, porque sin
esfuerzo no hay recompensa. En aquellos años me fui al sur porque quería
aprender, sabía que cuanto más duro el trabajo mejor sería para mí. Antes no era
como ahora que los muchachos piensan que uno los toma como ayudantes solo
para que le carguen la caja de herramientas... Siempre tienen una excusa para
escaparse a fumar un cigarrillo, o se inventan cualquier cosa con tal de no
trabajar.
En aquel tiempo acababa de recibirme de técnico electricista, y por medio de
un profesor, me contrató una compañía alemana, la Süden Elektrik, para trabajar
como frigorista en las cámaras congeladoras de los barcos que exportaban carne.
El clima en el sur es una cagada, es hostil como en ninguna otra parte del país.
No sobrevive una puta bandera, el viento las deshilacha y las deja hechas una
miseria en dos días, pero a mí me gustaba. La vida laboriosa del puerto y la falta
de diversiones en un lugar tan inhóspito hacían de aquel pueblo el lugar perfecto
para mí. Lo único que me importaba cada día era hacer mi trabajo mejor que los
veteranos que trabajaban ahí, el premio que buscaba cada día era la palmada en
la espalda de esos tipos curtidos reconociéndome un buen trabajo.
Ahora a los chicos todas esas cosas no les importan un carajo, solo quieren
que les pagues para rajarse por ahí a hacer andá a saber qué...a hacer nada,
porque no hacen nada. Para nosotros en aquel tiempo ir al cabaret a calmar los
ardores juveniles y tomar una copa era el premio mayor en una buena jornada de
trabajo. En esos días todavía creía que chupar era una gracia, después, pasando
largas temporadas en los barcos y en rincones del mundo tan desolados que no te
podés ni imaginar, fui testigo de la degradación que ese vicio repugnante causa
en la condición humana, cómo la mancilla y deja demacrado hasta al más
inteligente de los hombres.
Una mañana, el jefe de los electricistas me encargó la construcción de un
tablero para una de las cámaras de los barcos. Por la magnitud del trabajo,
comprendí que era una prueba. El jefe quería que yo solo construyera un tablero
grande como un portón, imagínate: una cosa de cuatro metros cuadrados más o
menos y tan complejo como cambiarle el motor a un avión en pleno vuelo. No
era nada sencillo, pero sabía que si el jefe me lo encargaba, era porque sabía que
yo podía hacerlo. Le dediqué a ese tablero unas diez horas al día. Entraba a
trabajar antes de que empezara mi turno y me iba mucho después, ¡imaginate
pedirle eso hoy a un pibe!, imposible. Tenés que dar gracias si llegan a trabajar a
horario... y encima vigilarlos para que no se vayan media hora antes. Después de
mi turno iba al cabaret solo para hablar del tablero con alguno de los
experimentados, pidiendo consejo para resolver algún tema que me surgía a
medida que avanzaba. Trabajé en ese tablero como la puta madre, tenía solo un
mes para hacerlo. Incluso me iba al astillero a dormir con un par de frazadas para
no perder tiempo en ir y venir hasta donde nos hospedaba la empresa, el hotel de
Paco.
Paco era un marica dueño del único hotel que tenía el pueblo, y también
obviamente, del único cabaret. En esa época el cabaret era el único lugar donde
un puto como él podía mostrar las plumas sin que nadie lo juzgara. Igual,
nosotros no podíamos juzgar a nadie porque éramos unos piojosos abandonados
en el último rincón del mundo, pero lo que te quiero decir es que Paco era un
tipo respetado, con estilo, un amanerado con clase, fino, de modales. Y con esto
tampoco quiero decir que esos tipos bravos que iban al cabaret lo respetaran
porque eran tolerantes y comprensivos, eran todos machistas y muchos, jodidos
mata putos, pero no eran boludos, sabían que si tocaban a Paco no entraban más
al cabaret y se quedaban sin putas.
Paco fue el que me señaló por primera vez al capitán Helmut Foyd, una
mañana de invierno donde hacía un frío de esos que te hacen castañetear los
dientes. Yo había dormido en el hotel porque no soportaba el frío del barco, y
salía para el astillero cuando encontré a Paco fumando en la puerta, el único
lugar desde donde podía regentear el hotel y el cabaret al mismo tiempo, porque
estaban enfrente. De día trabajaba desde la puerta del hotel y de noche desde la
puerta del cabaret.
Esa mañana, supervisaba que los últimos clientes salieran del cabarulo. Me
quedé fumando un cigarrillo con él, y ahí fue cuando vimos salir a Foyd
acomodándose primero el cinturón y después la gorra. A mano cambiada, sacó
una pipa del bolsillo de adentro de su sacón negro de capitán, se lo abotonó hasta
la mitad y arrancó para el astillero a ver cómo iban los trabajos en el barco.
Helmut Foyd era alemán y como todos los alemanes de los que no se sabía
demasiado en aquella época, se suponía que era un nazi escapado. No sé si era
nazi o no, pero era alemán, estaba en la Patagonia en 1954, nadie sabía nada de
su vida y rengueaba de una pierna porque le habían pegado un par de tiros, así
que saquen sus propias conclusiones. Al capitán Foyd le decían el perro, porque
cuando hablaba no sabías si hablaba o ladraba. Farfullaba unas palabras en
alemán que parecían gruñidos y siempre caminaba de costado dando el paso con
su pierna derecha y arrastrando el peso muerto de la izquierda que era la que
tenía la rodilla rota a balazos. A veces iba con algún pedazo de madera viejo que
simulaba usar como bastón, pero en realidad era para darle palazos a los que
hacían mal un trabajo en su barco. Por respeto, nunca me acerqué a hablarle.
Todos coincidían en que era el tipo más hijo de puta que habían conocido.
Los apaleados lo odiaban y no querían ni mirarlo, otros lo esquivaban en la
calle por las cosas que se decían de él. En el pueblo no se hablaba con más de
dos o tres personas. Entre estás dos o tres cuenta Paco, que me confirmó que era
más hijo de puta de lo que se decía. Aun así, nunca nadie se atrevió a decírselo
en la cara, era un hombre que infundía un respeto terrible. La vez que en el
cabaret tuve que usar la pelela después de él, me di cuenta de que en vez de
sentir asco, sentía orgullo de haber compartido algo con él. Esas cosas generaba
Helmut Foyd.
Una tarde, después de todo un día de pruebas, ya estaba completamente
seguro de que mi trabajo con el bendito tablero estaba completo. Me había
asegurado y recontra asegurado que todo funcionara correctamente y una vez
bien convencido de mi trabajo, levanté el tubo del interno y llamé al jefe de
electricistas para que viniera a verlo:
—Carmona, ¿cómo le va? –dije-. Habla Genta. El tablero de la cámara ya está
listo para que baje a probarlo.
—¡Qué bárbaro, Genta! ¡Muy bien, en tiempo y forma! –respondió-. De
inmediato le aviso al capitán Foyd, él va a bajar a supervisar el trabajo. Espérelo
allí nomás, al lado del tablero.
Se me puso la piel de gallina.
No me esperaba que el perro viniera a ver mi trabajo, empecé a pensar cómo
iba a reaccionar cuando lo viera, qué le tenía que decir, si lo iba a esperar de pie
junto al tablero, si me iba a sentar en la escalera, en el piso. Si correspondía
hacerle una venia cuando llegara, o no; si tenía que evitar mirarle la pierna
machucada, si vendría con un bastón. Pensé en todo lo que te puedas imaginar, y
al final, me decidí por no hacer nada, por esperarlo de pie junto al tablero como
me había pedido Carmona.
Debí haber parecido un tano sufrido con mi boina entre las manos, pero la
había usado para limpiarme un poco la transpiración y como estaba muy sucia
me daba vergüenza volver a ponérmela y que Foyd me dijera algo cuando la
viera. No quería hacer absolutamente nada que lo disgustara, quería ganarme su
respeto con un buen trabajo, que solo me dijera muy bien, en ese español de
mierda que hablaba, para mí ya era suficiente. De pronto escuché los pasos del
perro: ¡Pum! ¡Schhhhhck! ¡Pum! ¡Schhhhhck! ¡Pum! ¡Schhhhhck! El primer
paso hacía retumbar el piso del barco debajo de su bota y el segundo arrastraba
la pierna izquierda; parecía que le iba a sacar chispas al acero laminado. Lo oí
clarito farfullar palabras que no se entendían nada y ahí empezó a bajar la
escalera caracol saltando en un pie: ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Venía con la pipa
en la boca, pero no me animé a decirle que en esa sala no se podía fumar. No
traía ningún palo como bastón y se tomaba con las dos manos de las barandas de
la escalera para bajar columpiándose.
Cuando lo tuve frente a mí me percaté de lo alto que era. Debía medir casi dos
metros y tenía una barba corta, pero espesa. Me clavó la mirada y sin decirme
una palabra se dirigió al tablero. Lo vio de punta a punta con un ojo
completamente abierto y el otro entrecerrado como si mirara por el agujero de
una cerradura. De repente se volvió a poner la pipa en la boca para liberarse las
manos y empezó a pegarle trompadas y manotazos a todo, teclas, luces,
medidores. Pensé que estaba loco, que me iba a destrozar los comandos e iba a
cortar los cables, hasta que llegó con esos manotazos enloquecidos hasta el
extremo donde yo estaba parado. Me volvió a mirar, se dio vuelta, hizo una
gárgara asquerosa y lanzó un terrible escupitajo que fue a dar en el medio de un
medidor.
El escupitajo no era saliva, era una cosa horrible verde y marrón casi del
tamaño de un huevo frito y te diría también con la misma consistencia, porque
era una porquería espesa a la que le costaba resbalar por el vidrio donde se había
pegado. El perro dio media vuelta y se fue como vino mientras yo veía esa
porquería bajar lento por el tablero. Me dio tanta bronca, le había dedicado tanto
tiempo a ese tablero de mierda, le había tomado tanto cariño, que hubiese
preferido que me escupiera a mi.
Yo estaba re caliente. Me fui derecho a la oficina de Carmona a contarle lo
que me había pasado:
—El perro es así, Amadeo, usted ya lo sabe –me contestó.
A mí lo que más me reventaba era que no me hubiera dicho nada, ¿por qué lo
había escupido?, no sabía qué pensaba del trabajo, si estaba bien hecho, si estaba
mal, si tenía que empezar de cero, necesitaba alguna respuesta:
—¿Pero está bien o no, Carmona? ¿Qué le dijo el perro? ¡Baje usted a verlo
por favor y dígame si tengo que cambiar algo o qué!
—¿Y usted qué piensa, Genta? ¿Que lo escupió porque le gustaba?
Carmona era un gordo pelotudo que no sabía nada, me boludeaba desde atrás
del escritorio. No le di pelota, me fui de nuevo al tablero. Lo revisé una y mil
veces buscando los errores. Me tomé un día para pensarlo, hice varios bocetos
con lápiz y papel, pensé la mejor forma de ubicar los controles para hacerlo
sencillo de manipular, acorté la mayor cantidad posible de circuitos
economizando cable y energía, lo que me permitió entre otras cosas prescindir de
dos baterías que dejé como repuesto.
Volví a dormir en el barco para terminar las mejoras a tiempo, tenía solo
cuatro días, y ya había usado uno para pensar. No salí ni siquiera al cabaret y un
marinero amigo se encargaba de llevarme algo para comer. Llamé de nuevo a
Carmona, le pedí que bajara a ver el tablero, pero me dijo que Foyd lo iba a ver
personalmente a última hora del día. Era media tarde, así que salí a dar una
vuelta para cambiar el aire hasta que el perro se dignara a aparecer. Cuando
volví, me encontré con otro garzo marrón y verde más grande que el anterior,
deslizándose por el tablero.
El perro había venido antes, no me había dado oportunidad de explicarle las
mejoras, se había cagado en mi laburo otra vez. Tuve tanta bronca que fui a
buscarlo.
Me habían dicho que estaba en el hotel, pero cuando llegué Paco me avisó que
acababa de cruzar al cabaret. Fui al cabaret, entré y lo vi sentado en la mesa del
fondo con una de las putas en la falda. Me acerqué tratando de contenerme lo
más posible, no iba a cagarlo a trompadas, porque tenía todas las de perder.
Solamente quería una explicación. El tipo me había ofendido, y yo seré lo que
sea, mal hablado, loco, mal llevado, o si querés, tarado, pero había laburado
tanto en ese tablero y sin mediar palabra este tipo fue y lo escupió así nomás.
Me paré enfrente, solamente nos separaba la mesa, la puta vio que yo estaba
ahí, pero él ni me registró, ni siquiera me echó una mirada como para que me
fuera, sino que seguía intentando frotarle la cara por entre las tetas a la gorda,
entonces le dije: Capitán, necesito hablar con usted. Recién ahí el tipo me miró.
No me dijo nada, pero me hizo una seña con el vaso como invitándome una
copa. No, gracias -le dije-, quiero hablar con usted. La puta tuvo miedo de que
nos agarráramos a trompadas entonces se paró y se fue, eso puso al perro de mal
humor:
—¿Qué pasa? -dijo de mala manera, en un español a boca cerrada.
—Usted me ofendió hoy -le dije como increpandolo-, quiero una explicación.
—Yo no lo ofendí.
No sabía si me lo decía en serio o si era tan hijo de puta como para tomarme el
pelo aprovechándose de mi bronca, pero sin perder ni el enojo, ni la calma, le
dije:
—Sí, usted escupió el tablero al que yo le dediqué más de un mes de trabajo y
ni siquiera fue capaz de decirme qué fue lo que estaba mal hecho.
El perro hizo un silencio y me pareció verle una media sonrisa debajo de la
barba:
—Porque no había nada mal hecho -dijo.
La contestación me sacó de mi lugar, me quedé sin saber qué decir mientras él
se empinaba su vaso de ginebra, tenía que estar tomándome el pelo. Al borde de
estallar le hice la pregunta con la que tendría que haber comenzado la
conversación:
—¿Y entonces por qué carajo escupió mi tablero?
—Me alegra de que por fin putee -dijo con sorna-, escupí el tablero porque
estaba bien hecho.
Se rio de mi bronca otra vez, metió un trago, yo esperaba que me echara,
porque ya había perdido el coraje que se necesita para darle la espalda a un
capitán después de que se lo increpa. Sacó la pipa de su bolsillo sin encenderla y
usandola para señalar el astillero como si la necesitara para hacerse entender
mejor, agregó: -Si yo no hubiese escupido su tablero, usted habría pensado que
lo hizo bien, y lo hizo bien, pero no hubiera sabido que podía hacerlo mejor.
Un comentario desafortunado
Alberto Mazza era el único plomero de mis pagos, allá en Chubut. En realidad,
de lo que en aquel momento era la Gobernación Militar de Comodoro Rivadavia,
un nombre que aún perdura en algunas libretas de enrolamiento de gente como
yo, que no se desprende del pasado y arrumba cosas en el fondo de algún cajón.
Alberto llegaba siempre corcoveando en una chata destartalada que tiraba cerca
de la mía al costado del bar. Éramos los únicos dos privilegiados del pueblo que
tenían camioneta, los otros que se acercaban, vascos, tanos y galeses, ataban los
caballos al otro lado del bar para evitar cualquier accidente. Allá sobra espacio y
más sobraba en aquella época en que el bar era la única construcción en
quinientos metros a la redonda, enclavada como un faro en el suelo seco y
pedregoso de la Patagonia.
Alberto era tan buen tipo como mal plomero. Te arreglaba una cosa, pero
antes te rompía otra. Si te parabas a mirar las estrambóticas conexiones de caños
que hacía nunca ibas a encontrar uno que corriera prolijamente pegado a la pared
hasta una canilla, ni un codo que no goteara. Ponía los caños siempre torcidos y
las conexiones parecían más la defensa de tubos de la casa que su red de agua.
La explicación que tenía para justificarse era que la fuerza de gravedad se
encargaba de todo y su modesta tarea solo consistía en ayudarla.
Como buen tano que era, se vanagloriaba de venir del norte de Italia para
diferenciarse de los sicilianos, a los que consideraba gente de segunda, pobres
sin oficio que habían venido a la Argentina a matar el hambre. Él, en cambio, se
jactaba de ser un hombre de múltiples oficios y hablaba como si toda la tradición
renacentista y romana de Italia vivieran a través de su presencia. Pero lo cierto es
que era hijo de un empleado de correos de Forlì-Cesena y había nacido en un
pueblito llamado Fiumana.
Alberto era tan borracho como dado para contar historias, por lo que su
palabra no era precisamente lo que los periodistas llaman una fuente confiable.
Como todo aficionado a la bebida y a la parla, mezclaba datos verídicos con
fantasías de su propia cosecha. Los datos precisos se volvían poco a poco
indiferenciables de las mentiras, lo que hacía que quince minutos después de que
empezaba a hablar, ya no se podía diferenciar la verdad de la mentira. La
diferencia existía y se notaba cuando contaba alguna historia de nuestro paraje,
ya que alguno que otro salía a desmentirlo, a corregir un nombre, o a contar la
otra campana que algún fulano le había acercado.
Si la historia que contaba Alberto había ocurrido en Comodoro, siempre
alguno tenía otra versión. Si había ocurrido en Buenos Aires, las correcciones
eran menos, pero alguno de los oyentes podía llegar a preguntar algún dato más
como para ubicar bien en qué barrio había ocurrido, aunque solo tocara de oído
en la geografía porteña. Si los hechos habían ocurrido en Italia, el silencio de los
peregrinos era total, como lo fue aquella vez que contó esta historia.
podía pagar cada vez menos. ¡Era comprensible, Italia estaba en guerra y dejaba
de haber plata y comida! Yo siempre fui honesto y sincero, le dije al tío que
planeaba irme a un lugar donde pudiera estar mejor, además de que no quería ya
ocupar lugar en casa de la tía. Necesitaba mi propia casa, ya saben, uno necesita
invitar a una chica a su propia casa, no a la casa de la tía, uno necesita un poco
de privacidad cuando se hace grande.
Me fui a Turín. Giuseppe Gianfranco, un tipo que también iba a la cantina de
Giordano, tenía un hermano que se dedicaba a la plomería y buscaba un
ayudante. Ahí aprendí todo lo que hoy sé del oficio. Me iba muy bien, pude
alquilar un cuartito en una residencia, un conventillo, como le dicen en Buenos
Aires. No era mejor que lo de la tía Andrea, pero al menos tenía independencia y
privacidad. Hacía lo que quería ¡y en Turín que es una ciudad fantástica!
Mujeres, vino y diversión ¡además de buen fútbol!
Yo no tenía mucha idea de lo que pasaba alrededor, no me preocupaba. Sabía
que estábamos en guerra, por supuesto, no era un burro, los nazis y el Duce,
contra el resto del mundo, pero en Italia, se vivía bien si se sabía vivir. A mí
siempre me faltó todo, por eso no entendía razones cuando la gente se quejaba
que faltaban cosas. Yo tenía pan, vino y mujeres, no me faltaba más. Ese año el
Duce había firmado con Hitler un acuerdo que decía que si Alemania iba a la
guerra, Italia iba también.
Eso fue polémico, el conde Ciano, que manejaba la política exterior de Italia
le había aconsejado al Duce no firmar el acuerdo porque decía que los italianos
no estábamos preparados para ir a la guerra. Tenía razón, pero Mussolini no le
hizo caso y lo firmó igual pensando que los alemanes no iban a ir ninguna
guerra, pero al final terminaron invadiendo Polonia ese mismísimo año. Desde
esa vez, los nazis le hicieron la cruz al conde Ciano por negarse a colaborar. El
conde era yerno de Mussolini, estaba casado con su hija Edda, por eso, nadie se
atrevió a decirle que había quedado como un pelotudo con los alemanes. A mí,
como les decía, la política no me interesaba antes, ni me interesa ahora, pero esto
tiene que ver con mi historia también, así que presten atención.
El conde Galeazzo Ciano, ahora no era muy querido ni por los nazis, ni por
los italianos. Era un teso, un estirado. Venía de una familia cajetilla. Su padre era
veterano de la primera guerra, y como Ciano se hizo fasci desde un primer
momento en la marcha del 22 tenía prestigio. Dicen que era muy inteligente para
la política y lo mandaron a varios países, hasta estuvo acá, en la Argentina. Para
mí vieron que era inteligente, pero al mismo tiempo por pituco, no lo querían. Lo
pusieron en un cargo así de diplomático para mandarlo lejos y no verlo. El conde
era nariz parada, le gustaba el lujo, tenía un Alfa Romeo último modelo
colorado, iba a lugares distinguidos, a los mejores salones de Milán, de Roma, a
las fiestas en los grandes palacios. Conocía a todas las actrices de las películas y
a mucha gente importante del norte. Era un ventajero si, todo el mundo sabía que
se había casado con la hija del Duce por interés, porque era vanidoso y le
gustaba la plata como a todos, pero con la guerra la cosa se le puso complicada,
porque no quería apoyar a los alemanes ¡y tenía razón!, nosotros no podíamos
pelear contra nadie, pero no creo que no quisiera ir a la guerra porque los
italianos no podíamos pelear, no quería ir a la guerra para no ensuciarse el traje,
para no perder los privilegios y la vida acomodada.
Pero bueno, ya estaba en el baile como dicen acá. Los alemanes querían que
peleáramos con ellos, entonces, le declararon la guerra a los ingleses y a los
franceses. El Conde Ciano, que no había aprendido de la primera lección, se
volvió a poner en contra. Mussolini le daba la razón porque pensaba como yo
que de verdad no podíamos ir a la guerra. Cuando vio que los nazis ganaron
Francia, fue vivo y le declaró la guerra cuando ya estaban vencidos. Hizo bien,
dejó contento a Hitler, pero los otros nazis no eran tontos, sabían que Ciano no
los quería y que Mussolini le daba mucha bolilla a lo que decía.
A mí no me interesaba la política, yo sabía todo esto de la calle. En Italia no se
hablaba de otra cosa en aquel momento. La gente comentaba acá y allá, todos
sabíamos que Ciano era un fifí que la daba de galán con las minas más lindas de
Italia. Muchos conocidos me contaron historias de él, que en las fiestas se ponía
una capa, como si fuera un príncipe, que galanteaba con todas las mujeres de la
nobleza, aun casado con Edda, y que su sexualidad era dudosa.
Yo, más modesto que Ciano, estaba bien con mi nueva vida de plomero en
Turín, pero ya en el cuarenta y pico, la cosa se empezaba a poner fulera.
Perdimos batallas en África, los alemanes estaban demasiado ocupados para
ayudarnos y era seguro que los aliados se nos vendrían encima de un momento a
otro, estábamos perdiendo la guerra y el Duce buscaba soldados por todas partes.
Ahí me empezó a preocupar un poco mi situación: si no tenía un empleo estable,
de seguro me despacharían al frente. Necesitaba estabilidad y no podía
escaparme de Italia, no tenía un centavo, además de que no sabía cómo, ni
adónde. Toda Europa era un despelote y, en ese momento, ni siquiera sabía que
existía un país como la Argentina. ¡Madonnna santa, si lo hubiera sabido antes,
el sol habría salido para mí! ¡Pero no! No lo sabía y si lo hubiera sabido no me
habría enredado en esta historia que les cuento.
No tenía dónde ir, no podía volver a lo de mi padre, porque ya había muerto,
no podía volver a lo de los tíos, porque tía Andrea estaba gravemente enferma.
El tío Alessandro la cuidaba, los pobres apenas podían subsistir y yo hubiera
sido una carga. Se me ocurrió escribir a mi primo Lucciano. Envié una, dos, tres
cartas a Milán a las viejas direcciones que tenía, pero ninguna tuvo respuesta. Ni
siquiera sabía si seguía viviendo allí porque hacía tiempo que no tenía más
noticias de él que las que por carta me había dado el tío Alessandro. La situación
de Italia se tornaba grave, los aliados ya estaban en Sicilia, en Turín cada vez
había menos trabajo. Mi situación no era mejor, ya casi no me alcanzaba para el
pan, comía salteado para ahorrar dinero, incluso a veces tomaba la sopa en
alguna iglesia, no sin sentir un poco de vergüenza por sacarle el alimento a un
pobre que lo necesitaba más que yo. Medité unos días, resolví asuntos
pendientes en Turín y me decidí a partir a Milán sin nada, para intentar encontrar
a primo Lucciano por mi cuenta propia.
No me sobraba el dinero, pero me alcanzaba para tomar el tren: Santhia,
Novara, Rho, y en tres horas estaba en Milán, pero ¿cómo encontraba a primo
Lucciano? No conocía a nadie más en Milán, no me sobraba una moneda y tenía
que encontrar un trabajo para no caer en la leva del Duce. Creo que cuando mi
querida mamma me trajo a este mundo estaba más parada que yo cuando bajé del
tren en la estación de Porta Garibaldi. Hice unas cuadras hasta la Piazza della
Repubblica, me senté a descansar y pensar cómo seguir. No era fácil, ¿por dónde
empezar?, ¿por conseguir una pensión?, ¿una habitación en una casa?,
¿conseguir un trabajo?, ¿buscar a primo? En ese momento, cuando me
encontraba attraversato la mia mente como un león, attraversato por una lanza
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Paolo era un tipo agradable. Tras su cara ruda, había un muchachito amable,
siempre de buen humor. Me llevó a un hotel de lujo en el centro y me instalé ahí
como si fuera un emisario extranjero. Me dijo que podía comer en el restaurante
del hotel tanto como quisiera, y hasta me dio algo de dinero por si tenía otros
gastos. Lo único que me pidió a cambio fue informar siempre en la recepción
adónde iba cuando salía. Yo accedí, ya que me pareció poca cosa para dar a
cambio. Los primeros días ¡disfruté del hotel como nadie, me sentía un
príncipe!, ¡y me lo merecía después de tanta miseria! Dormía hasta las 12 del
día, bajaba al restaurante y tomaba unos almuerzos que ¡Madonna! Después
salía a pasear por la ciudad, entraba a los bares a tomar café y disfrutaba de
pasear todo el día como si estuviera de vacaciones. ¡En mi miserabile vita había 6
Después me enteré que la misión confidencial era el rescate del Duce del
Hotel Campo Imperatore, donde estaba preso. Un centro de ski en el medio del
Gran Sasso d’Italia, donde no se podía entrar de otra forma que no fuera por
funicular. Pero los alemanes hicieron bien, armaron un operativo especial,
tiraron paracaidistas desde una avioneta, agarraron al Duce y se fueron en veinte
minutos sin pegar ni un tiro. De ahí, lo llevaron primero a Viena y después a
Alemania para mostrárselo a Hitler. Unos días después, el Duce apareció en
Milán. Estas noticias eran mi entretenimiento de la mañana en el café del hotel,
ya casi ni salía a la calle del aburrimiento, y en una de esas mañanas que leía el
diario apareció por la puerta el primo Lucciano con Paolo por detrás. ¡Me paré
de un salto para saludarlo!, pero no llegué, el primo dijo: Alberto, toma la
maleta, nos vamos a Saló.
Paolo fue directo a la recepción a firmar mi salida y el primo Lucciano volvió
de inmediato afuera para esperarme en el auto. Agarré la única valija que tenía y
me subí al coche. El maletero iba lleno y tuve que llevarla todo el viaje en la
falda. Paolo y yo en el asiento trasero, el primo Lucciano, en el asiento del
acompañante y un chofer, Luca, que nos llevaba camino a Saló. Ahí pregunté
qué era todo eso, si estaban de moda los operativos especiales para salvar gente,
o qué, y primo respondió entre risas: ¿En Turín estabas de plomero, primo, no? -
dije que sí, que por supuesto, que le podía contar más de mis días en Turín si no
me despachaba como la última vez que nos habíamos visto, pero esta vez
tampoco me dejó hablar: Perfecto, primo -dijo-, porque en Saló necesitamos un
plomero, vamos a preparar la casa para Il Duce.
Créanme que me quedé pasmado. No sabía si eso era bueno o era malo. Por
un lado conseguía trabajo y esquivaba la leva, que era lo que había venido a
buscar, pero por el otro me metía en la boca del lobo. Yo no entendía, ni entiendo
ahora, de política, pero sabía que Italia estaba cayendo, eso lo sabía cualquiera.
No podía decir que no, pero de todos modos, de nada hubiera servido porque ya
estaba camino a Saló. ¿Qué podía hacer?, ¿escaparme?, ¿saltar del auto en
marcha? Hubiera quedado como un desagradecido si no aceptaba la ayuda que
primo Lucciano me brindaba. Para cuando quise responder a estas preguntas ya
estábamos en Saló. ¡Qué lugar bellísimo!, ¡ni se imaginan!, ¡yo nunca había
estado en un lugar así! ¡En una casa a dos cuadras de ese hermoso lago azul
como no hay otro en ningún lugar!, ¡una belleza pura!, ¡al menos iba a morir en
el paraíso!
Pero, bueno, no todo era diversión, me habían llevado allí para trabajar y yo
trabajaba. Por la mañana hacía los arreglos en el palazzo de gobierno. Al
mediodía después de almorzar, paseaba un rato por la costa del lago y a la tarde
hacía arreglos en las casas de los oficiales alemanes. Saló estaba llena de fritz,
todos sabían que Saló era un gobierno títere, una sucursal de Hitler en Italia.
¡Saló, Saló, Saló! Cómo decirlo… era un lugar meraviglioso , arruinado por la
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gente. Sin los nazis y los fascistas, eso hubiera sido el cielo para mí, que tenía
allí una vida tranquila.
Pero Italia, les decía, estaba convulsionada. Los napolitanos asquerosos se
levantaron en armas y la guerra se puso muy complicada. Para la gente en Saló
la vida no era tan fácil como para mí, los alemanes les hacían cochinadas solo
por ser ocupantes, y los italianos, bueno, también los soldados italianos les
hacían cochinadas, pero no sé por qué. Yo era un privilegiado, entraba y salía de
las casas de oficiales alemanes, generales italianos y funcionarios. Conversaba
con ellos, todos sabían que era el primo de Lucciano Gilardino, que era de
confianza, porque a mi primo lo querían mucho. ¡No quiero decir que el primo
era como ellos! Pero tampoco era un santo, en la guerra no se puede uno quedar
sin bando.
Llegando a fin de año la cosa cambió per me. Una tarde, el primo Lucciano
me mandó a buscar con Paolo para que fuera a su nuevo despacho, que estaba en
el palazzo de gobierno donde se encontraba también el despacho del Duce.
Cuando entré, el primo revisaba rápido unos papeles mecanografiados, hacía
firmas en unos y anotaciones en otros. Levantó la cabeza y con la energía de
siempre me gritó ¡primo! Ya no se paraba y me abrazaba porque nos veíamos
más seguido que antes. Siempre parecía que no le sobraba un segundo de vida,
que si paraba un segundo para saludar iba a quedar un papel sin firmar, o una
orden sin dar. Me invitó a sentarme y mientras revisaba sus papeles me preguntó:
primo, ¿sabe manejar? Respondí que sí, ¡por supuesto, si nada más y nada menos
que tío Alessandro me había enseñado! El primo se quedó en silencio leyendo un
papel entre sus manos, como si no me hubiera escuchado mencionarle a su
propio padre y preguntó: ¿conoce a Ercole Boratto, primo?
¡Ma’ como no lo iba a conocer, si todos sabían que era el chofer del Duce!
Boratto había sido piloto profesional y corría los coches de la Alfa Romeo.
Cuando Mussolini llegó al gobierno se hizo fasci de inmediato y le manejaba el
auto en todos los desfiles. Para bromear hice otro chiste: Sí, primo, por supuesto,
¿qué quiere?, ¿que le corra una carrera? El primo apenas rio de costado sin
mirar, tenía la vista fija en una carta que acababa de recoger del escritorio. La
dobló, la tiró al tacho, por fin me miró y me dijo: No, primo, quiero que usted
sea el chofer del Duce.
Yo ya sé que no me creen mucho, pero esto les juro por mi difunta mamma
que fue así como lo cuento. No quería más problemas, pero tampoco tenía
demasiada opción. No podía fallarle al primo, me necesitaba, pero también tenía
miedo. Nunca fui demasiado valiente, es verdad, pero estaba más cagado que
nunca, y por dentro pensaba ¡Santa madonna, sfortuna mía! ¡Si esto me hubiera
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Solo respondí: Sí, señor, y ahora que sabía que Il Duce atendía a cómo manejaba
me había vuelto más nervioso. Me miró de nuevo y me preguntó: ¿Usted es el
nuevo, no? Sí, señor, -respondí casi de inmediato. Primo de Lucciano Gilardino,
¿cierto? Sí, señor -respondí esta vez, más rápido que la anterior. Buen muchacho
-dijo- y volvió a mirar desde la ventana del coche cómo nevaba sobre los Alpes.
Después de manejar casi todo un día avanzando gran parte del camino a paso
de hombre, llegamos a una enorme residencia en el medio de las montañas.
Había alemanes de custodia por todas partes. Llevé el coche hasta la puerta de la
residencia, el Duce bajó y se perdió de inmediato dentro de ella. El custodio que
antes había subido las valijas ahora las bajaba, y me gritaba otra vez de mala
manera, para que estacionara en un playón donde había veinte autos más.
Estacioné tranquilamente y me quedé dentro del coche. Afuera nevaba a
montones. Otros choferes hacían lo mismo, a todos nos habían dejado afuera.
Dos horas después dejó de nevar, uno de los choferes encendió el motor de su
auto para que diera calor y salió a fumar un cigarrillo sentado en el capó para
calentar el culo y las piernas, que descansaban apoyadas sobre la defensa de
metal. De inmediato se le sumaron otros, todos fumaban y hablaban muy
animadamente. Dudé de sumarme porque tenía instrucciones claras de no hacer
nada a menos que me lo pidieran, pero el aburrimiento era tan duro como el frío
y me animé a salir del coche. De repente me encontré con que unos eran
alemanes, otros croatas, había también un francés, dos belgas y un polaco,
éramos unos diez tratando de entendernos cada cual en su idioma.
El francés, en un alemán que necesitó un poco de ayuda de uno de los fritz,
contó que adentro había una reunión secreta, tan secreta que no podíamos entrar,
aunque estuviéramos a punto de morir congelados. El Polaco supuso que la
reunión no podía durar mucho tiempo, él era chofer de un general alemán, y
tenían que regresar a Berlín a la mañana siguiente para otra junta. Uno de los
alemanes, el más hablador de los cuatro o cinco que había, dijo que la reunión
iba para largo porque su Führer estaba desvelado por la situación italiana. ¿Está
Hitler adentro?, pregunté en el asombro. El fritz, sin alardear, dijo: Sí, yo soy su
chofer, fuimos los primeros en llegar. Ninguno de los choferes se asombraba,
estaban más que acostumbrados, yo era el único que había caído allí de la nada,
y por las dudas, traté de hacer como si para mí la situación fuera tan natural
como lo era para ellos.
El fritz hablador entonces me preguntó: y usted que está con Mussolini, ¿qué
sabe de la situación? Como les digo, nunca entendí de política, ni antes, ni
ahora, no tenía ni la más pálida idea de qué situación me hablaba, pero tenía que
hacer como si supiera para no quedar descolocado. Puse cara de ciudadano
preocupado, la misma que le había hecho a los fasci que me ayudaron a dar con
el primo Lucciano y respondí suspirando: E, questo difficile... ¿Pero qué me
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dice de Ciano? ¿Lo cuelgan o no? -dijo otro alemán que hablaba italiano-. Decir
que era difícil no había alcanzado, y en Saló estaba tan relajado que ya ni leía los
diarios. El croata intervino y me salvó, le preguntó a los fritz qué se discutía
adentro, entonces los alemanes contaron que la reunión era para definir qué iban
a hacer con los miembros del Gran Consejo Fascista que había destituido a
Mussolini en julio. Trece de los miembros del Consejo habían desaparecido y
seis habían sido capturados para ser juzgados. Uno de esos seis era el conde
Ciano, querido yerno de Mussolini y odiosa piedra en el zapato para Hitler.
1 Intensamente.
2 Atravesado por mi pensamiento.
3 Que yo llevo dentro de mi corazón.
4 Primer magistrado de la ciudad.
5 ¿Entendido?
6 En mi miserable vida.
7 Maravilloso.
8 ¡Madonna santa, qué mala suerte la mía!
9 ¿Soy claro?
10 Tranquilo, muchacho, llévelo constante con el pie haciendo peso sobre el acelerador y no toque nunca el
freno.
11 Y, está difícil.
12 Con un placer indescriptible.
13 A mí me parece que el conde es medio puto.
Table of Contents
Índice
Prólogo
Breve historia de las Indias Occidentales
La implacable violencia de la inercia
Tesis, antítesis y síntesis sobre Paseo Colón
Dos estacionados sobre Yerbal
Paranoia
La estancia
Un jilguero en la tranquera
En vivo y en directo
Cómo aprendí a ser un hijo de puta
Un comentario desafortunado