Você está na página 1de 79

FRANCISCO

FERNÁNDEZ

Breve manual
de violencia cotidiana

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA


Fernández, Francisco
Breve manual de violencia cotidiana / Francisco Fernández. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores del Mundo, 2018.
Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-4947-01-7

1. Cuentos. I. Título.
CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA


www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Diseño de portada: Adrián Ufano
Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723


Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Francisco Fernández (1990), no comenzó a escribir cuentos cuando tenía siete
años, tampoco ganó ningún premio literario en su pueblo. Vive apurado, aunque
no tenga nada que hacer, y siempre se tiene que ir a algún lado, aunque no sepa
adónde. Piensa que todo es un suceder sin cesar, por eso, nunca termina nada de
lo que empieza, una buena excusa para no recibirse en la universidad, no cerrar
este, su primer libro, Breve manual de violencia cotidiana, ni concluir la breve
reseña sobre su persona qu
Perdamos el tiempo hablando...
paqui.ffernandez@gmail.com
Índice
Prólogo
Breve historia de las Indias Occidentales
La implacable violencia de la inercia
Tesis, antítesis y síntesis sobre Paseo Colón
Dos estacionados sobre Yerbal
Paranoia
La estancia
Un jilguero en la tranquera
En vivo y en directo
Cómo aprendí a ser un hijo de puta
Un comentario desafortunado
Prólogo

Vivimos en una sociedad violenta. Estúpidamente violenta. La violencia nos


rodea, la respiramos como el aire, la ejercemos y la sufrimos con la misma
naturalidad con la que tomamos un vaso de agua.
No sé por qué la violencia reina, tampoco creo querer saberlo (por mi propia
seguridad), pero probablemente la violencia nos rige porque es efectiva y útil.
Sirve para lograr propósitos, puede disfrazarse de ideales laicos o religiosos,
racionales e irracionales, naturales o sociales. La violencia, como el capital, se
mueve detrás de su ganancia. Pero ¿cómo saber adónde va? Si todos somos
violentos, o más bien, nos hacen violentos y la mayoría de las veces ni nos
enteramos de ello. Nos encontramos haciendo cosas mínimas de la vida diaria
que ni siquiera tildaríamos de violentas: mirar un noticiero, hablar de alguien,
hacer nuestro trabajo, escribir nuestra nacionalidad en un documento, o
completar nuestro género en un formulario. Nos miramos las manos y no hay
sangre allí, entonces, no advertimos que acabamos de ejercer un acto violento.
Y sin embargo la violencia está allí camuflada, en las noticias que nos
cuentan, en lo que decimos de los otros, en la autoridad que imponemos desde
nuestro puesto de trabajo, en los genocidios que avalamos adhiriendo a nuestra
nacionalidad o a los modos de comportamiento que implican ser hombre, mujer,
gay, lesbiana, transexual, o queer.
Somos el resultado de múltiples ejercicios de violencia cotidianos, y la
mayoría de las veces, no solemos reparar en cómo llegamos a ser lo que somos,
en detenernos a pensar las consecuencias que estos actos minúsculos tienen en
nuestra educación como personas.
Pero hay un momento donde algo sucede, y el velo se corre. El acto violento
jurídicamente catalogado y fácilmente identificable: el asesinato, el robo, la
violación, saltan con fuerza a escena, y el espanto que nos genera ver la puesta
en acto de las barbaridades que todos somos potencialmente capaces de hacer
nos asusta y nos tapa de preguntas.
Aun allí, el escenario no es mejor para disipar nuestra ignorancia. Las
respuestas a las preguntas que nos surgen sobre la violencia se encuentran
fosilizadas, escritas en la piedra como leyes sagradas desde hace miles de años y
se sintetizan en unos pocos tópicos fáciles como la locura, la irracionalidad, o la
perversidad perfectamente calculada para saciar algún placer oscuro.
Vivimos con otros en sociedad y tenemos reglas. En este estadio de la historia
de la humanidad esas reglas se formalizan en el monopolio de la fuerza por parte
de los Estados, se institucionaliza en organismos como el ejército, la policía, y
en las leyes, en miles de regulaciones que generan múltiples agentes de control.
Las personas que creen tener un trabajo inocente y burocrático como llenar
planillas, pero que en realidad son detectores de infracciones a las normas, que
tienen por fin llamar la atención sobre los infractores y ponerlos en regla de
nuevo con coacción.
Pero eso no es todo, porque con eso solo no alcanza para mantener la cohesión
con los demás. Coacción, coerción, sugerencia, recomendación, prevención,
intimidación, entran en juego como formas de violencia solapada. Son formas de
mostrarle el palo al perro, para que sepa quién manda y recuerde cada dos por
tres (porque se le olvida seguido) que, si desobedece, esa será la madera que le
parta la cabeza.
Este juego es cotidiano, múltiple, poliforme. Entre las caracterizaciones más
comunes están los delincuentes que desafían la ley, tu jefe, los policías, tus
viejos, la escuela, la iglesia, pero entre las formas solapadas, tenemos la
impresionante cantidad de carteles en la vía pública que nos dicen qué hacer,
cuándo cruzar, cuándo frenar, por dónde andar, por dónde no.
La publicidad que te dice qué tenés que comprar para ser feliz, y cómo tenés
que vivir para no ser un perdedor. La forma en que se diseñan los muebles que te
rodean, sillas y bancos hechos para que no pases demasiado tiempo sentado y
mucho menos para que duermas, las rejas de los parques, los mostradores de los
negocios, sus horarios de atención, los códigos por seguir desde que entrás hasta
que te vas.
Puede parecer una obviedad, y justamente eso es, una obviedad, por eso
funciona efectivamente y se convierte en una herramienta útil. Si no, pensá en
vos mismo ahora: estás leyendo esto, viste el título, la tapa, el precio, lo
compraste y empezaste a leer este prólogo porque todos los prólogos están en los
principios, después de la tapa. ¿Por qué no comenzar por el final? Quizás porque
en el principio todo comienza y en el final todo termina, una obviedad, ¿no? El
tiempo ordena, y la palabra hermana de violencia es orden, las que de inmediato
te presentan a sus primas, previsibilidad y seguridad, adorables muchachas
siempre puntuales y correctas.
Nos llevó unos cuantos decenios comprender que existe una violencia verbal
que precede a la física y eso es apenas la punta del ovillo porque no solo un
insulto es violencia verbal, una orden es violencia, un pedido imperativo es
violencia. La violencia es todo aquello que nos empuja al enfrentamiento y la
lucha, a la batalla en la cual nos medimos con otros para determinar quién
manda y quién obedece, de quién es la voluntad que será hecha: hágase tu
voluntad, así en la tierra como en el cielo.
Una vez impuesta una voluntad, será cuando juguemos a ponernos reflexivos
y digamos que la violencia es mala, que no debe ejercerse porque ya sabemos
qué está bien y qué está mal y si fuera necesario, recurriremos a la violencia para
que esto quede claro. Es algo tan paradójico como la guerra por la paz.

La violencia es uno de nuestros modos de relacionarnos con el otro, pero, si


nos preguntan, siempre diremos que repudiamos todo acto violento, que no
creemos en eso, que no sirve para resolver conflictos, y mucho menos como
modo de relación. Pero esas respuestas que siempre tenemos a mano funcionan
como una declaración de intención porque nadie está exento del ejercicio de la
violencia en su vida cotidiana.

La sangre, los golpes, las armas, las muertes y otros elementos de este libro
son solo cotillón y papel picado, notas pintorescas, fatalidades anecdóticas.
Ciertos puntos de partida, disparadores, elementos narrativos para entrarle a lo
que importa, al problema mayor: lo que se acumula hasta estallar; los detonantes
de las reacciones, las razones de la irracionalidad, la coherencia de la locura y
los pequeños actos de la cotidianeidad que nos educan con el lenguaje de la
violencia para moldear nuestra forma de ser con los demás.
Breve historia de las Indias Occidentales

Cuando llegué a la puerta del piso cuatro de avenida Libertador y San Martín de
Tours, me recibió en la puerta un cabo de la Federal que miró de arriba abajo mi
Perramus beige y me advirtió: No se vaya a manchar, doctor, mire que esto es un
baño de sangre. No soy doctor, pero no me molesto en aclararlo y dejo que los
policías conserven esa distancia para que no tomen confianza; siendo ayudante
del fiscal siempre es preferible infundir un poco de temor para obtener respeto.
Los herrajes dorados de la puerta prolijamente barnizada me adelantaron el
estilo clásico del lujo de un piso, que tenía el tamaño de cuatro departamentos
como el que yo alquilaba. Efectivamente, como adelantó el cabo, la cocina de
ese gran departamento era un baño en sangre.
El comisario se presentó y me condujo a ella por la puerta izquierda del
recibidor destinada al servicio, recorrimos un largo pasillo hasta la conexión con
la cocina. En el suelo yacía el cadáver de un hombre blanco, de setenta y dos
años. Horacio de Mendizábal, o don Horacio, como lo llamó el comisario, que lo
conocía por la generosidad del hombre para con la seccional del barrio. De
Mendizábal, propietario de 350.000 hectáreas repartidas entre las mejores tierras
de las provincias de La Pampa y Buenos Aires, se dedicaba a la ganadería y solía
donar algún animal a la dependencia como reconocimiento por el buen servicio
que prestaban sus hombres en el cuidado de los bienes de los vecinos.
Pero, lamentablemente, en esta ocasión no habían podido cumplir con la
premisa de cuidar la vida de los vecinos, porque don Horacio yacía ahogado en
una laguna de sangre. Tanta era que, para observar su cuerpo desde otro ángulo,
sin alterar la escena, ni manchar la suela de mis zapatos nuevos, tuve que dar
toda la vuelta al piso en dirección inversa: cruzar el recibidor nuevamente,
atravesar el living e ir de una punta a otra del extenso comedor, para por fin dar
con una puerta de servicio que conducía al otro extremo de la cocina.
En el living se amontonaban (y digo se amontonaban, porque estaban
agrupados sin ningún tipo de criterio estético) muebles de origen francés con
otros de terminaciones rectas al estilo inglés, todos con apliques de metal
dorados en los cajones. Las patas de los sillones arrojaban sobre el visitante las
cabezas doradas de unos leones que infundían el poder y la fiereza que su dueño,
muerto en el piso, ya no podía transmitir.
Los tapizados de terciopelo verde en sillas y sillones entregaban una especie
de recordatorio citadino de las fértiles extensiones de propiedad repartidas por el
país y las matras de guarda pampa que descansaban sobre ellos cumplían la
doble función de decorar y evitar el desgaste aportando un toque nacional, que
dejaba adivinar a cualquiera la profesión del extinto.
El departamento era, por supuesto, de paredes blancas que habían sido
inmaculadas hasta hacía pocas horas, y afirmaban con fuerza el poco ingenio que
se necesita para ser clásico. Numerosas fotos colgadas de las paredes y expuestas
en portarretratos sobre los muebles, presentaban a una orgullosa familia blanca,
rubia y sonriente, compuesta de una esposa que no perdía la belleza con los años,
un hijo varón, el mayor, con una impronta de estanciero bonachona y arrogante
digna de su padre y, finalmente, una hija que irradiaba toda la rebeldía y libertad
que puede otorgar la tarjeta de crédito cuando el resumen le llega a papá.
El comedor continuaba exhibiendo ese estilo que solo podía catalogarse como
ostentoso, ya que su disposición no tenía otro fin que el de demostrar la riqueza
del dueño de casa. Una pequeña mesa con botellas de whisky y una cava con
vinos añejos, ubicada debajo de cuadros de caballos al galope, completaban el
perfil de los gustos de aquel hombre devenido en cadáver.
Ya en la cocina, advertí que de la escena del crimen no había mucho más que
observar: el cuchillo que atravesó la aorta de don Horacio, para después entrar y
salir en su cuerpo moribundo cuatro veces más, seguía en el piso de la cocina
conservando intactas las huellas del mango. El fiscal llegó unos minutos después
y comprobó por su cuenta que la policía (extrañamente) había realizado un
procedimiento correcto al recolectar con prolijidad las evidencias que
conformaban un cuerpo de pruebas contundentes.
El encargado del edificio fue quien dio aviso a la policía. Nos relató que la
negrita, como la llamó el comisario por su tez norteña (vale decir, no muy
distinta a la de él), empleada doméstica de don Horacio, y única detenida por el
hecho, bajó a las tres de la tarde, llorando, llena de sangre en las manos y sin
poder hablar. Temiendo que se hubiera producido un accidente, el encargado la
acompañó al departamento y allí fue cuando se encontró con el hacendado
nadando en sangre.

Ya en el despacho del comisario, adonde nos habíamos trasladado para


presenciar las declaraciones, pude ver a María Elizabeth García Quispe, alias
elisita, alias la negrita para el comisario. Tenía mi edad, 27 años, trabajaba desde
los 7, y desde los 19, cuando llegó a vivir a Buenos Aires desde Tucumán, lo
hacía para don Horacio y su señora esposa. Al vernos entrar apenas levantó la
cara y pude ver sus ojos grandes, redondos y negros, guardando la inmensidad
de los valles. Agachaba la cabeza con vergüenza ocultando su nariz ancha y sus
cachetes saltones que acentuaban la tez de bronce. Como consecuencia de un
procedimiento de detención realizado con una brusquedad innecesaria, su pelo
lacio y negro estaba revuelto y desprolijo. Su calma no era tranquilidad, sino la
honda paciencia que guardan los cerros, y su vista se perdía a lo lejos buscando
el final de una quebrada, pero ahí en el fondo, había solo una veta de madera
raída del viejo mueble que el comisario tenía por escritorio.
Su silencio meditativo y profundo era tal que nadie se animaba a romperlo
para interrogarla sobre los hechos. Por su función, necesariamente fue el
taquígrafo quien tuvo que quebrar el mutismo y confirmar los datos de rigor.
Elisita respondió con un sí tenue a cada pregunta del sargento acerca de su
nombre, edad, estado civil, domicilio y profesión. El comisario, con el afán de
completar los requerimientos burocráticos de algo que creía resuelto, fue
directamente al grano y le pidió que contara qué pasó en la cocina del piso de
don Horacio.
Casi susurrando, en una voz muy baja, con la cabeza gacha y de manera lenta,
pero sin detenerse más que para tomar fuerzas y seguir, elisita, la negrita, contó
la historia de principio a fin: todo había empezado hacía ocho años, cuando don
Horacio y su señora la emplearon. En un principio, él se le insinuaba, luego trató
de conquistarla con obsequios que ella rechazaba. Un tiempo después empezó a
hacerle comentarios desagradables, y cansado de no poder conquistarla con sus
palabras, empezó a manosearla. A ella le daba asco, pero lo toleraba.
Su familia en Amaicha subsistía solo por el dinero que ella les enviaba y no
podía darse el lujo de renunciar. No gastaba un peso en ella, y para ahorrar, no
alquilaba y aceptaba el cuarto de servicio que don Horacio le daba. Cuarto donde
una noche, sin hacer ruido, entró por primera vez para violarla, mientras su
mujer dormía en la cama matrimonial con la televisión encendida a todo
volumen. Después de la primera vez, ya nada lo inhibía y la violó una, y otra, y
otra, y otra vez. Siempre con total impunidad, sin ocultárselo a su mujer, que
trataba de mantener ante elisita el decoro que su marido había perdido.
Ese mismo mediodía en la cocina, después del almuerzo, don Horacio se
acercó por detrás mientras ella lavaba la vajilla. Iba a abusarla una vez más, pero
no contaba con que en ese momento estallara el rencor y la impotencia
acumulados durante ocho años. Elisita no pudo tolerarlo más. Tomó el cuchillo
que acababa de enjuagar, dio media vuelta y lo clavó en el cuello del hacendado
con ira. Después lo sacó, lo atravesó con otras cuatro estocadas, y se aseguró
que, de una buena vez por todas, cayera al piso y no se levantara nunca más.

Elisita va a contar en su juicio con un defensor oficial que aún no le ha sido


asignado. Mientras tanto, los dos letrados de la viuda de Mendizábal ya están en
la comisaría increpándonos a los gritos, para disuadirnos de plasmar el
argumento de la emoción violenta en el expediente. Dicen que no van a permitir
que se le reduzca la pena a esta negra de mierda, como la llamaron frente a
nosotros, buscando una complicidad que no consiguieron.
Volviendo al juzgado no pude dejar de trazar paralelismos entre Elisita y yo,
en reparar de nuevo en que tenía mi edad, en que don Horacio abusaba de ella
desde que yo empecé a estudiar y que, si los dos teníamos suerte, ella iba a estar
saliendo de la cárcel cuando yo estuviese empezando mi carrera como juez.
Recordé aquella frase que leí una vez, decía que la historia vuelve a soldarse a
épocas anteriores formando un plano continuo de sentido.
De Mendizábal y la negrita se perderán en las vastas extensiones del tiempo,
como dos yuyos se pierden en la pampa, partes necesarias e insignificantes de un
mismo paisaje, pero las injusticias no. Las injusticias se seguirán apilando de a
miles una tras otra todos los días en la vida de nuestros abuelos, de nuestros
padres, en nuestra propia vida y lo seguirán haciendo en la de nuestros hijos y
nietos, dándole forma sólida y duradera a la historia, un círculo vicioso de dolor
e infamia.
La implacable violencia de la inercia

Los viernes nunca son fáciles en mi trabajo. En una cadena en la que todos
llevan y traen órdenes, soy el último eslabón, el que ejecuta los pedidos, o dicho
lisa y llanamente, el único que trabaja. Enviar y reenviar comandas es una labor
que no tiene otro fin que el de suministrar coacción en pequeñas dosis de temor
para lograr que cada cual haga lo que tiene que hacer y no se aparte ni un
centímetro del rol que tiene asignado. Pero en fin, no quiero hablar de mi
trabajo, porque siempre es más interesante lo que sucede fuera de él, como este
episodio que me tocó presenciar.
Salí y fui hacia la parada de colectivos para volver a mi casa, el único lugar
del mundo en el que quería estar después de diez horas de esforzarme en
beneficio ajeno. Pensé que estaba de suerte cuando llegué y solo había una
persona esperando, un muchacho joven de barba escasa, vestido como se visten
todos los que trabajan donde yo trabajo: camisa a cuadros azul y blanca, jeans,
bandolera de cuero colgada sobre un hombro, suéter con rombos, montgomery
azul marino y auriculares en los oídos, para enviar un mensaje claro: a mí no me
rompan los huevos.
Pensándolo bien, una sola persona en la parada no era buena señal. De seguro
el último colectivo había pasado hacía muy poco, y como todo viernes a la noche
en el sur de la ciudad, iba a tardar un rato largo hasta que llegara el próximo.
Una señora petisa, muy simpática, de bucles morochos (que en sus años mozos
de seguro eran tan adorables como ahora), y unos cachetes rojos que la hacían
muy graciosa, llegó con su bolsita de compras para hacer fila detrás de mí.
A la señora se le sumó una pareja de adolescentes vestidos de negro con
cadenas y tinturas sobre unos cortes de pelos con pretensiones punk. El colectivo
ya se demoraba diez minutos y me empezaba a impacientar, cuando detrás de los
jóvenes hizo fila una madre con su hijo. Era un muchachito de seis años que de a
poco se fue poniendo insoportable y no porque hiciera nada malo el pobre, sino
porque como todo chiquillo devuelto al mundo luego de un día de tedio en la
escuela, empezó a pedir cosas.
En esa esquina, a solo a diez pasos de la fila para el colectivo, había un
supermercado chino. La fila llegaba casi hasta la puerta, por lo que el
muchachito podía ver perfectamente las golosinas junto a la caja. Con sus
colores mágicos le gritaban que le pidiera a su madre comprarlas, el borrego
obedecía esa voz interior y la exteriorizaba a gritos. La madre se negaba a
atender el capricho y le dio una serie de argumentos para disuadirlo, que vale la
pena enumerar:

1) que el colectivo ya venía.


2) que en un ratito iba a comer comida de verdad (sic) en la cena.
3) que en la mochila tenía una manzana que llevó a la escuela y que no
había tocado en todo el día.
4) que no tenía plata para comprarlas.
5) que no podían dejar la fila del colectivo para ir a comprarlas porque se
seguía sumando gente detrás y podían perder el lugar.

Esta última fue la más convincente. Ya éramos once en la fila y el colectivo


hacía veinticinco minutos que no venía. El tedio empezaba a aflorar. Detrás de
mí escuché que alguno chasqueaba la lengua con resignación. La simpática
señora que seguía tras de mí se cansó de sostener su bolsa, la dejó en el piso, y
buscando charla con alguno de la fila, se preguntó en voz alta: ¿pero qué pasa
que no viene? Giró la cabeza hacia mí y hacia los adolescentes que estaban
detrás de ella, pero no encontró respuestas en nosotros, que preferíamos soportar
solos nuestra impaciencia.
Como si un actor saltara con ímpetu a escena, un estruendo de tablas sonó
llamando nuestra atención. Trastabillando por la rampa de madera que
emparejaba el irregular acceso al chino, casi en cuatro patas, salió un pibe flaco
vestido con ropas anchas y una gorra con la visera para atrás. Llevaba un bolso
Nike cruzado al torso que se acomodó cuando ganó pie y se repuso, para evitar
llevarse puesta la fila de los que esperábamos el colectivo. Apenas reparó su
mirada en mí unos segundos y se alejó unos pasos. Por atrás, salió un chino
rapado a máquina, petiso y bastante gordo, que le gritaba en mandarín algo que,
sin ser experto en idiomas, pude distinguir claramente como una puteada.
—Pará, chino gato -respondió el pibe tratando de contenerlo-, si te estoy
pagando, no seas gil.
El chino devolvió dos palabras en su idioma, y enseguida cambió el chip a
porteño calentón para hacerse entender clarito:
—¡Rajá de acá! ¡Rajá!
En un gesto conciliador, el pibe hizo un paso hacia el chino con los brazos
hacia adelante y las palmas abajo, pero el oriental levantó una pierna y pisó
fuerte como si tratara de ahuyentar a un perro. Por prejuicio yo esperaba que el
chino la emprendiera a golpes de arte marcial como Jackie Chan, pero parecía
más bien bastante torpe y su defensa era la furia contenida que comenzaba a
ponerle roja una cara que era blanca como escupida de fantasma.
—Devolveme la campera que es mía, gato -siguió el pibe, ahora menos
pacífico.
El chino le volvió a gritar, hizo un gesto violento con la mano para que se
fuera, dio media vuelta y se metió dentro del supermercado. El pibe se quedó
haciendo unos pasos sobre su lugar y hablando en voz alta para el chino y para
nosotros: gil de mierda, la campera es mía, ¡devolvémela! Nos miraba como
tratando de aducir que todo el incidente se debía a que el chino le estaba
ventajeando una campera que había quedado dentro del supermercado.
La gente de la fila lo ignoraba completamente. Todos miraban al final de la
calle esperando ver llegar el bondi de un momento a otro, nadie intervenía, y él
seguía: ¡Dale, pedazo de gato, devolveme la campera! Nadie quería cruzar una
mirada con este pibe, para no quedar en medio de un conflicto con el chino que
rebasaba de bronca. Además, ninguno de nosotros sabía qué había pasado
adentro del supermercado, ni nos interesaba saber, aunque tenía que ser grave
como para poner al chino tan iracundo, eso arrojaba un manto de dudas acerca
de lo que el pibe había hecho.
Ante nuestras caras de acá no pasa nada, se acomodó la gorra, como si se
preparara para otro round y enfiló de nuevo a la puerta del supermercado, pero
no alcanzó a cruzarla cuando en un milisegundo se vio de nuevo corriendo con el
chino por detrás.
—GRRRRRRARAAAAAAAAAAAAAAAA!!! fue el ruido gutural que salió
haciendo el supermercadista. Una especie de grito de guerra tan estremecedor
que casi me produjo algo.
—¡Pará, chino, gil! ¿qué te pasa? -le agitaba también a los gritos el pibe,
desde el medio de la calle, hasta donde había llegado huyendo de la rabia del
chino.
Volvió a pedirle la campera, y cuando subió a la vereda para no cortar el
tránsito de los autos que pasaban, el chino se metió otra vez dentro del
supermercado. Una vez más el pibe quedó haciendo pasos sobre sí mismo y
farfullando contra el chino cuando de repente el oriental volvió a salir de adentro
del supermercado, pero ahora con un escobillón como espada.
El chino tomaba el palo de madera por el extremo que lo unía con un blanco
escobillón de plástico barato y cerdas verdes flúor, que en las puntas juntaban
una mugre negra y gruesa que parecía tener vida propia. Lejos de blandirlo con
la delicadeza y gracia con que los guerreros chinos manipulan el Jian, este chino
revoleaba el escobillón tomándolo con las dos manos por arriba de la cabeza y
movía torpemente en círculos la cintura, como si fuera William Wallace con una
pesada espada de la Edad Media.
El chino era un guerrero improvisado. Tenía más cine que yo, y ya con la ira
en baja empezaba a recurrir al acting para amedrentar al pibe, que otra vez salió
corriendo hasta el medio de la calle para ponerse a salvo de este Sammo Hung
en joggineta.
Los de la fila del bondi permanecíamos duros como la gran muralla china. En
cada estampida, el pibe corría hasta el medio de la calle pasando por delante del
primero de la fila, el de los auriculares, que moviendo la cabeza al ritmo de la
música, demostraba fehacientemente que toda la situación le chupaba un huevo.
Pararse en el medio de la calle le daba al pibe una ventaja estratégica sobre el
chino, que para llegar hasta él, tenía que esquivarnos a todos los indiferentes que
hacíamos fila con el peso de una semana laboral encima, y el cansancio que nos
empezaba a provocar la disputa entre estos dos.
El pibe volvió a agitarla con una mano arriba desde el medio de la calle. Yo ya
me empezaba a preguntar por qué el chino no le devolvía la campera y listo. No
sabía qué desencadenó esto, pero era hora de que se dejaran de joder. El pibe
llevaba a la altura de los tobillos de sus pantalones azules bandas refractarias
verdes, de seguro era cartonero o laburante, y no un delincuente, aunque
probablemente hubiese querido caminar al chino de alguna forma. De todos
modos, una avivada frustrada no justificaba tanto show, pero en un intento más,
volvió a buscar la puerta del supermercado para recuperar su campera. Por
tercera vez el oriental salió con su grito de guerra revoleando el escobillón por
encima de la cabeza.
El pibe salió corriendo una vez más hasta el medio de la calle buscando
protegerse, pero perdió la gorra y se dio vuelta para recuperarla en el momento
menos oportuno, cuando por fin aparecía el retrasado bondi a toda velocidad. La
mole le dio con la trompa un golpe seco de diez mil kilos, que lo mandó
directamente debajo de sus ruedas delanteras para finalmente aplastarlo contra el
asfalto como hacía con los sapos en verano.
El chino volvió rápido al supermercado con cara de yo no fui.
El colectivo frenó unos metros después de la parada, por lo que tuvimos que
caminar en fila siguiendo al de los auriculares para subir sin perder el orden. Los
jóvenes punkies quedaron un segundo estupefactos viendo la sangre y un pedazo
de carne con ropa que había quedado en una rueda, pero segundos después la
situación les resultó graciosa e hicieron algunos chistes. La señora simpática que
me seguía aprovechó esa animosidad para tratar de hablar con alguien una vez
más y les dijo: ¡qué increíble, para mí que le había robado! Uno de los jóvenes
le respondió: no sé, pero fue divertido, y los tres rieron.
El mocoso molesto fue el único que con los ojos como el dos de oro, y
buscando algo debajo del colectivo, preguntó con la voz casi quebrada: Mamá,
¿qué pasó?, ¿se murió? La madre, apurada, lo tomó por debajo de las axilas para
subirlo a la máquina mientras respondía: no, dale, subí, se escondió abajo,
cuando nos vayamos va a salir, dale, dale, vamos. El resto de la gente subió con
su apurada normalidad.
Una vez que les cobró a todos, el colectivero tomó de atrás de su asiento un
escobillón tan sucio y gastado como el del chino, bajó y quitó algunos restos de
sangre y ropa que aún eran visibles. Volvió a subir a su unidad, arrancó, y la
señora simpática, que se había sentado en el primer asiento para al fin poder
tener una charla, le preguntó:
—¿Está todo bien?
Con un tono de fastidioso y cansado, el colectivero respondía mientras
manejaba:
—Sí, no se ve, que es lo que importa, porque si no después me hacen
quilombo a mí, ¿vio?
—¡Claro, y vos no tenés la culpa! -decía la señora, como absolviéndolo.
—Noooo, ¡ni hablar! ¿Qué pasó?
—El muchacho le robó al chino de la esquina.
—Ah, sí, en esta zona siempre... es zona de nadie y nadie hace nada...
—Claro, no he visto ni un policía.
—Noooo, ¡ni lo va a ver! Lo más lindo es que, si yo me paro arriba de una
senda peatonal, aparece alguno y me hace una multa.
—Sí, este país es de no creer…
El colectivo frenó en la parada siguiente, levantó a tres personas, cerró la
puerta neumática y continuó la marcha. El recorrido siguió con total normalidad
hasta devolver a cada uno de nosotros a su casa, para continuar con nuestras
implacables rutinas donde ya nada nos conmueve.
Tesis, antítesis y síntesis sobre Paseo Colón

Un cuervo volaba mientras un perro


estaba sentado sobre su cola,
¿cómo puede ser?

Adivinanza

I
A mediados de diciembre el calor del verano empezaba a picar en la nuca. El
cansancio de todo un año ya pesaba sobre la espalda y hacía caer los hombros
desde temprano. Era el último tirón del año, saber la nota del final y listo -
pensaba Juan Pablo- mientras subía las escaleras de la Facultad de Ingeniería,
levantando apenas cada pie cansado sobre un nuevo escalón, siempre a punto de
tropezar en cada paso sin llegar a lograrlo nunca. Si había salido bien, el verano
iba a arrancar a pleno, si desaprobaba, no le quedaba otra que esperar hasta
febrero para preparar el final. Cuando pisó el hall de la facultad, pudo ver
llegando desde la escalera una llamativa chomba rayada roja y blanca que
enfundaba a un flaquito medio encorvado, no dudó de que era Benjamín y le
pegó un grito para subir juntos al primer piso. Los dos estaban ahí por lo mismo,
se saludaron entre risas nerviosas y chascarrillos de ocasión, como el que
Benjamín le tiró al llegar al primer piso:
—¿Estás listo para morir, Juampi?
—¡No, boludo, todavía me faltan 18 materias!
Los dos rieron, el chiste estaba en que a Juan Pablo le faltaban 18 si contaba
esta materia como aprobada: análisis matemático II. Benjamín se rio por
cortesía, pero no se había ni percatado de la sutileza, los dos eran un enjambre de
nervios que intentaba desenredarse con el mayor disimulo posible. La llegada al
primer piso fue como alcanzar la cima del monte Sinaí. Allí, casi al final del
pasillo, se encontraba la verdad en una cartelera fea y desprolija hecha con una
tabla de aglomerado que tenía pegadas con voligoma las hojas impresas. En su
momento Moisés tuvo la ventaja de estar solo, acá un puñado de boludos se
amontonaba desesperadamente encima de la tabla sagrada y no dejaban ver nada.
Juan Pablo se quedó a un costado para no hacer número en el caos y Benjamín se
fue a fijar las notas por los dos. Un par de codazos intencionales, seguidos de un
perdón que sonara sincero, era una forma infalible para llegar a la verdad
primero y escapar de ella después. Se escuchó permiso, perdón, ¿cómo andás?,
gracias, capo y ya salía Benjamín de a partes entre los amontonados, primero un
brazo, después una pierna y finalmente el cuerpo entero, para avanzar hasta Juan
Pablo con la sonrisa apenas asomando como la mona lisa:
—Ocho, Molina... ¡ya te podes ir de vacaciones tranquilo!
—¿Y vos?
—Cuatro, papá, lo justo. El resto, ya sabés, ¡es lujo!
Las preocupaciones facultativas acababan de terminar en ese mismo instante,
ahora, ni un apunte hasta febrero, los dos sonrieron y se abrazaron como si
estuvieran recibiendo un Martín Fierro.

II

Sobre el boulevard de Paseo Colón, a una cuadra de la facultad, con las


espaldas apoyadas en un pequeño monolito que recordaba a algo o alguien,
estaban sentados en el suelo el Laucha y el Maxi, o el Masi, como salía de la
boca del Laucha. Estos dos solían arrancar el día tipo tres o cuatro de la tarde,
pero esa mañana, cuando el Laucha llegó a la casa a las ocho de la mañana para
tirarse a dormir un rato después de la gira, se encontró con la vieja, que nunca
estaba a esa hora. La habían echado del laburo y ella en carácter transitivo lo
echó a él de la casa: Guacho de mierda, ¿qué te pensás?, ¿que mantengo vagos?,
me tenés podrida, ¡tomate el palo de acá!, así le daba los buenos días ese día. El
Laucha se fue con lo puesto, no era la primera vez que la madre lo echaba, pero
esta parecía más seria que las anteriores, le había sonado definitiva o, al menos,
difícil de remontar. Para hacerse el rebelde, porque no dejaba de ser un
adolescente, ni siquiera agarró algunas cosas como para zafar uno o dos días y
arrancó para lo del Masi que vivía a unas cuadras cerca de la salida de la villa.
No hacía ni media hora que se habían separado y ya estaban juntos otra vez,
sabía que el Masi no lo iba a dejar tirado, si era casi como un hermano.
Con el bondi de la casa, el Lacuha no se rescató de sacar lo que le quedaba de
un paraguayito bien piola que escondía en la pata de la cama. En la plaza de
Retiro, apoyados contra la torre de los ingleses, fumaron la última tuquita que les
quedaba y trataron de dormir un rato, pero el comienzo del nuevo día era un
quilombo de bocinazos y colectivos. No pasó mucho tiempo cuando pintó la
gula y se cruzaron a la estación. Sabían que afuera estaba la Marcia, una
boliviana que tenía un puestito de frutas donde siempre podían rescatar algo
porque el Masi antes comía ahí (en todo sentido), pero cuando llegaron no
contaron con que la Marcia se pusiera la gorra y los mandara a mudar. Así que
definitivamente no tenían un buen día, a las tres de la tarde en vez de estar
arrancando como siempre, ya estaban en las últimas, haciendo huevo en el
boulevard, con hambre, sin plata y sin fasito. Hasta que el Laucha sintió que
tenían que activar:
—Vamos a tener que hacer una movida, wacho. No tira nada esto…
—¿Y adónde vamos, rancho? -el Masi estaba medio entre dormido y sin
ánimo.
—Vamos a zarpar el locutorio del viejo pelado.
El Masi soltó una carcajada grotesca y agregó:
—Noooo, wacho –entre risas-, estás re zarpado, le caímos tres veces la
semana pasada, ¿no te acordás? ¡Qué viaje!
El Laucha se descostillaba de risa, habían afanado el mismo locutorio tres
veces en una semana sin darse cuenta. A la tercera vez, el viejo pelado que lo
atendía los reconoció porque ellos no se preocupaba por taparse la cara, ni
ninguna gilada de esas. Les pidió que por favor dejaran de robarle siempre a él,
porque esa era la tercera en cinco días. Le afanaron igual.
—Síiii, wachin –dijo el Laucha con una risa quemada-, flasheamos cualquiera
con el viejo.
—¡Eh, gato! –saltó el Maxi-, acá está la universidad, ¡vamos a ver qué onda
ahí con los chetos esos!
—Síii, piooola, esos chetos putos andan con guita...—el Laucha lo pensó
medio segundo y se paró-. ¡Vamos, gato, vamos hasta la puerta!
—Nooo, gato, pará –lo atajó el Maxi-, estás re zarpado, ¿cómo vas a ir a la
puerta, wachin?, nos quedamos acá piolas y esperamos que pase alguno.
Mientras bajaban la escalinata de la facultad, Benjamín le contaba a Juan
Pablo que en enero arrancaba para Pinamar con los amigos y esa misma tarde
tenían que cerrar lo del alquiler de la casa. El 152 se acercaba a la parada que
estaba casi al pie de la escalinata de la facultad. Iba para el lado de Belgrano y,
para no perder el colectivo, como si todavía debiera respetar el ritmo frenético de
los días de cursada se despidió abruptamente deseándole buenas vacaciones.
Juan Pablo, que tomaba el mismo bondi, pero en dirección contraria, arrancó
caminando a la parada del 152 que quedaba cruzando el boulevard, donde había
dos pibitos apoyados contra un pequeño monolito que recordaba a algo o a
alguien.
Dos estacionados sobre Yerbal

Lo que les voy a contar es verídico. Le pasó a un tipo que laburaba conmigo en
la Dirección de Impuestos. Hacía tiempo que no lo veía, desde cuando dejé ese
trabajo y me fui a laburar para un banco. Del asunto este que les voy a relatar me
enteré hace poco por un amigo en común y cuando me lo contaron me agarró no
sé qué, lástima, supongo, porque era un pibe joven, un muchacho buenísimo, y
terminar así...
Cuando Agustín empezó a trabajar con nosotros en Impuestos estaba recién
recibido de contador. Al mismo tiempo seguía estudiando, hacía las materias que
le faltaban para sumar el título de administrador. Era un santo, pobre, buenísimo,
nunca te hacía un problema por nada, no renegaba si se tenía que quedar después
de hora para terminar algo, no le jodía que el forro del supervisor nos viniera a
hinchar las pelotas, nos cubría cuando necesitábamos salir temprano, o cuando
nos mandábamos alguna cagada con un balance. Agustín Fontenla vivía ahí en
Caballito, sobre Yerbal. Por Lora o Rojas, no me acuerdo bien ahora la otra calle,
pero era por ahí, porque una vez lo alcancé en el coche hasta la casa. Coincidió
que justo yo tenía que ir para el lado de Parque Rivadavia por un trámite y como
salíamos tarde ese día lo alcancé. Vivía solo en un departamentito que alquilaba
en un edificio de medio pelo. Era un monoambiente en el quinto piso, con un
balconcito que daba a la calle. Una cosa muy chiquita, pero lindo, típico de
recién recibido, cuando sos pibe necesitas un bulo así para llevar a una nami y
eso, viste cómo es.
En el departamento que quedaba justo arriba en el sexto piso, vivía una viejita
discapacitada con el hijo, un pelotudazo grande de unos cincuenta y largos, o
sesenta años. La viejita, pobre, tenía problemas para moverse. El pibe nunca
supo bien qué problema tenía porque no era de esos vecinos metidos que te
pregunta de dónde venís, adónde vas, cuánto ganás, si te gustan los varones, si te
gustan las mujeres. Él la cruzaba en el hall del edificio unas veces con andador y
otras en silla de ruedas, siempre acompañada del hijo. No tenía mucha relación
con ellos, entre la facultad y el laburo estaba todo el día afuera y apenas se los
cruzaba en la puerta y cambiaba algún saludo porque era un chico muy educado,
muy respetuoso.
La vieja y el hijo tenían una relación difícil y, como les contaba, el edificio de
Agustín era muy chiquito y medio berreta, esos con paredes muy finas que dejan
que se escuche todo lo que pasa en los departamentos de al lado y de arriba. Así,
de a poco, cada día escuchaba alguna pelea entre sus vecinos del sexto, y se iba
armando en la cabeza cómo venía la mano.
Se enteró de que la vieja tenía 97 años, y hacía diez que tenía este problema
que no la dejaba moverse por sus propios medios. El hijo la tenía que cuidar
porque la vieja no le veía mucho sentido a seguir viviendo así, por eso se la
pasaba gritando que se quería morir. El hijo, en el fondo, no quería que su madre
viviera sus últimos días en un constante sufrimiento, pero en las peleas
cotidianas la vieja le colmaba la paciencia, entonces empezaba a los gritos: ¡Te
querés dejar morir, morite, pero a mí no me rompas las pelotas! ¡Tenés que ir al
doctor, mamá, después te quejás que te duele acá y allá! Como si no tuviéramos
gritos que escuchar en los tiempos de Impuestos con el supervisor Rosales, este
pibe llegaba a la casa y tenía que escuchar los gritos en las peleas de madre e
hijo.
La situación se ponía de a poco muy incómoda. Agustín no sabía si intervenir,
si subir a pedirles que no gritaran o hacer una denuncia por violencia, entonces
habló con el portero del edificio. Ahí se enteró que los gritos eran siempre de
noche, porque de día, la vieja dormía y el hijo aprovechaba para salir a la calle.
Otros vecinos habían hablado ya con el hombre, que siempre les pedía disculpas
y les decía que no iba a volver a suceder, pero no pasaba mucho tiempo hasta
que las peleas volvían a escucharse. El portero, con pocas ganas de colaborar, le
sugirió que se acostumbrara y que no les diera pelota, además esta gente era
dueña en el edificio entonces, aunque quisieran, no iban a poder hacer nada.
El problema es que Agustín de día no estaba y todo el despelote empezaba
cuando él llegaba. A eso de las once de la noche ya había gritos porque el hijo se
ponía a cocinar, cuando no arrancaba después de la medianoche. Golpeaba las
ollas, hacía ruido con la vajilla, se le caían las cosas al piso y empezaba a putear.
Una vez que tenía la cena lista, empezaban los gritos porque la madre no quería
comer. La vieja lo mandaba a cocinar y después no quería comer porque no le
gustaba lo que le cocinaba: ¡Pero, mamá, si vos me dijiste que querías sopa! ¡No
hinches las pelotas que querés ravioles, no hay nada abierto a esta hora!
Cuando la vieja arrancaba con los caprichos, el hijo se calentaba, puteaba otra
vez y sacudía a la mierda platos, cubiertos y ollas con comida y todo.
Así todas las noches. Cada vez que escuchaba la voz del vecino Agustín ya
sabía que los gritos se venían de nuevo. De escuchar se aprendió el nombre del
hijo, Roberto, y por el sonido de la AM al palo, sabía que se pasaba toda la
trasnoche escuchando programas de pastores evangelistas mientras la madre lo
puteaba. Agustín estudiaba de noche, por lo que no pasó mucho tiempo hasta
que se le hizo imposible concentrarse. Se le volvía insoportable, metía la cabeza
en los apuntes y no se podía enfocar, era un solo escuchar sistemáticamente los
institucionales de la radio y los llamados de la gente al borde del suicidio que
buscaba algún tipo de consuelo en el diálogo con los brasileros. La radio sonaba
como si la tuviese prendida en su propio cuarto, y los gritos de la vieja a las dos,
a las cuatro, y a las seis de la mañana, parecían venir del baño y, hablando de
baño, a la vieja se le ocurría bañarse siempre a las cuatro de la madrugada,
dándole motivos al hijo para que comenzara de nuevo a las puteadas.
Agustín no se daba cuenta, pero dormía poco. Se acostaba muy tarde, no
entraba en el sueño por los despelotes de sus vecinos y cuando se despertaba a
las 7 de la mañana todavía escuchaba la radio al palo, las cosas que se caían y los
golpes.
La situación estaba llegando a un punto límite, era insostenible, no podía vivir
más así, pero tampoco podía mudarse, porque no tenía toda la guita que
necesitaba para rescindir el contrato en ese derpa y entrar en otro. Charló con un
amigo y se convenció de que la única salida era subir a hablar con el tipo y ver si
podía arreglar el tema. Le costó juntar coraje, pero después de días de pensarlo
bastante se había decidido. Escuchó movimiento arriba y nadie gritaba, entonces
aprovechó para subir. Era un domingo al mediodía, no sabía bien qué iba a decir
y el único piso que tenían de distancia no le dio demasiado tiempo para pensarlo.
Llegó a la puerta y golpeó con la mano firme para que sonara contundente, para
mostrar que era un vecino enojado que iba con ánimos de plantear un reclamo.
La puerta se abrió despacio, de adentro salió un tufo impresionante mezcla de
humedad, encierro, vejez y mugre y por el mínimo espacio necesario asomó la
cabeza de Roberto, que dijo con la voz temblequeando:
—Hola.
—Hola, sí, mire, yo soy su vecino de abajo –dijo Agustín rápido-, quería
hablarle a usted de un tema.
—Sí –asintió el hijo con el tono sumiso y sin abrir más la puerta para que su
vecino no mirara dentro del departamento.
Agustín notó ese detalle, pero no le importó. El olor a basura que le iba
tomando de a poco la cara lo había puesto rígido, solo quería decir lo que hacía
rato tenía para decir, e irse:

—No, el tema es que yo no sé qué problemas tiene usted con su madre, ni me


interesa, pero en el único tiempo que tengo para descansar a la noche, me lo
tengo que pasar escuchándolo a usted gritarle y revolear cosas por el piso y
cuando no es eso es la radio a todo volumen. Yo sé que ustedes son dueños acá y
que yo soy un simple inquilino, pero yo también tengo derecho a un poco de
tranquilidad al menos por la noche, el resto del día no me interesa lo que hacen.
Necesito que la corten un poco.
El comentario había sido así, catártico. Roberto, sin dejar de mirarlo con la
mirada de un nene que recibe un reto y su cara huesuda, casi cadavérica, le
respondió con más pavor que antes:
—Sí, es que mi madre está muy enferma, señor, discúlpeme. La convivencia a
veces se nos hace un poco difícil y yo suelo enojarme demasiado. Pero de
verdad, discúlpenos, no sabía que lo molestábamos, le prometo que no volverá a
ocurrir.
Agustín se sintió mal, había hecho que un pobre viejo agobiado por la vida le
rogara disculpas. No iba a poder aguantar la pose de tipo rudo, pero ya no podía
echarse atrás, trató de mostrarse satisfecho con la pobre respuesta, se despidió y
se volvió a su departamento.

La paz duró dos días. El martes a la noche se escuchaban los golpes del
andador de la vieja recorriendo todo el techo de Agustín, los gritos de Roberto
pidiéndole que se fuera a dormir y la madre con la voz agotada insistiendo que
quería bañarse a las 4:30 de la mañana. Volvió a aguantársela, sin decir nada
seguía tolerando los gritos, las peleas, la radio a todo volumen y los dibujitos
animados que la vieja veía por televisión de madrugada. Así pasaban los días, las
semanas y los meses, pero un día al pobre pibe lo agarraron cruzado.
Resulta que un día cayó muy caliente al laburo, lo habían bochado en un final
y tenía que recursar una materia de esas correlativas que te traban otras materias
importantes, yo intenté animarlo un poco, decirle que no se preocupara, que
nadie lo apuraba para terminar la carrera y esas cosas que se le dicen a los pibes
que siempre están tan ansiosos por el futuro, pero no tuvo mucho caso. Le había
tomado un profesor turrito y lo forreó de arriba abajo, él como era buen tipo no
le respondió, agachó la cabeza y se fue, pero se le notaba la bronca acumulada,
como se dice, la procesión va por dentro.
Para colmo ese día, cuando estábamos todos ahí conversando, cayó el
supervisor. Nos hizo un escándalo de que éramos unos vagos, que no estábamos
haciendo nada. Ya habíamos hecho las pocas cosas que había que hacer, pero
aprovechó la boleada para echarnos la culpa de todo lo que salía mal en el país y
en el mundo. Agustín también la ligó por unas facturas mal liquidadas, Rosales
lo puteó en todos los colores porque se habían perdido unos doscientos mil pesos
en pago a proveedores. En realidad, esas facturas, las tenía que liquidar yo, pero
él no le dijo nada, la procesión seguía marchando.
Yo ese mismo día me tomé las vacaciones porque no aguantaba más y cuando
llegué a mi casa estaba tan embalado que mandé un telegrama de renuncia con la
fecha en que tenía para volver porque ya no soportaba más ese ambiente de
mierda, ni a Rosales, ni los balances, ni nada. Por eso, no volví a ver al pibe,
hasta ahora, que cuando lo fui a ver, me contó cómo siguió todo ese día.
Salió del laburo con la cabeza trabada, camino a la casa se peleó con el
colectivero por una boludez del precio del boleto, una tontería cotidiana, pero el
tipo lo cagó a puteadas. Cuando llegó al edificio el portero le reprochó que una
vecina se había quejado porque él había hecho mugre en el pasillo y no sé qué
más. Subió por el ascensor, llegó a su departamento, abrió la puerta y fue
directamente a tirarse al sillón. En ese mismo momento, Roberto encendió la
radio al palo y empezó a gritarle a su madre que no le rompiera las pelotas.
Agustín explotó de ira, salió del departamento, subió corriendo las escaleras, le
golpeó la puerta al vecino y cuando la entreabrió como la primera vez, se la
pateó y entró al departamento.
Roberto se trastabilló por el topetazo y Agustín de una trompada lo terminó de
voltear. Empezó a putearlos con rabia y como la disposición del departamento
era igual al suyo no le costó encontrar la pieza de la vieja, que también daba a la
calle Yerbal. Ahí estaba, toda decrépita mirando por el balcón. La puteó y la
zarandeó con fuerza del brazo sin importarle que fuera una inválida que no se
podía ni mover. Roberto, que ya se había recuperado, venía en velocidad y se le
abalanzó encima. Agustín estaba de espaldas al balcón y ahí pasó lo que pasó: se
trabaron los brazos como para forcejear, el pibe giró, la cadera de Roberto dio
contra la baranda, se trabó y con la fuerza del forcejeo sobre los hombros lo
mandó en caída libre hasta el asfalto.
La vieja hizo un ruido, como un alarido, Agustín se percató de que seguía en
el balcón apoyándose débilmente en su andador y sosteniéndose con el ventanal.
El pibe, aquel buen pibe de la Dirección de Impuestos, el joven contador que no
tenía problemas con nadie, le pateó el andador, la calzó por las axilas con los dos
brazos y la revoleó también por el balcón para dejarla estacionada al lado del
hijo en el asfalto de la calle Yerbal.
Así me lo contó Agustín cuando lo visité en la cárcel y así se los cuento yo.
Paranoia

Despertó sudado y agitado a mitad de la noche. A treinta centímetros, su mujer


dormía sin reparar en que su marido acababa de despertar a mitad de la noche
una vez más. Nuevamente lo exaltaba el mismo sueño que recurrentemente tenía
desde hacía ya varios años: alguien lo perseguía, hasta que en el momento final,
cuando estaba por atraparlo, despertaba. La trama era siempre la misma, pero los
escenarios y los personajes cambiaban de cuando en cuando. En un tiempo
fueron fundamentalistas árabes que lo perseguían por entre las ruinas de una
antigua ciudad del Magreb; más de una vez, la policía, siempre con una excusa
distinta: culpable de robo, asesinato, secuestro. Quizás la más curiosa fue cuando
los perseguidores eran pingüinos con bastones y su periplo terminó flotando a la
deriva sobre un pedazo de hielo que lo llevó sano y salvo a despertar.
Esteban se levantó y fue al baño a vaciar la vejiga que estaba a punto de
estallar. Con todo ese líquido retenido en su interior no podía creer cómo no
había mojado la cama en ningún momento de la persecución. Se miró un instante
al espejo para cerciorarse de estar realmente fuera de peligro y después de
secarse el sudor con una toalla volvió a la cama. Le llevó un rato recuperar la
calma y volver a dormirse. Cuando finalmente se relajó, sonó el despertador para
ir a trabajar.
Pasó toda la mañana detrás de su escritorio rememorando el sueño, veía
nuevamente a esos tipos gordos de traje negro con la cabeza rapada a los
costados en los que podía reconocer a patovicas, aunque sabía con certeza que en
el sueño no eran porteros de boliche, sino el personal de seguridad de algún
mafioso misterioso. Los tipos bajaban de un coche e iban tras él a media tarde,
en plena calle, con total impunidad, sin que nadie tratara de detenerlos, sin que
nadie hiciera nada por ayudarlo a escapar, sin que nadie siquiera advirtiera que él
estaba en peligro.
Al atardecer ya no pensaba en su sueño, lo cual también era parte de ese
círculo recurrente en el que solía verse envuelto. Olvidaba por completo la
aventura nocturna y no volvía a recordarla hasta que en un mes, dos, o seis,
irrumpía nuevamente a mitad de la noche algún matón a sueldo que se
empecinaba en perseguirlo sin ningún motivo aparente. Era un tipo común que
nunca se metía con nadie, que no tenía problemas con sus vecinos, al que su
conciencia no le pedía saldar cuentas por ninguna acción desleal en la vigilia,
¿por qué a él? Después del trabajo Esteban tenía una rutina ordenada, pasaba por
la escuela a buscar a sus hijos, volvía a casa, miraba los programas del prime-
time y se informaba de la actualidad mientras su mujer preparaba la cena. La
vida transcurría como todos los días con total normalidad y sin otra
preocupación que la de llegar a fin de mes con los números de la economía
doméstica en perfecto orden.
Tiempo después, una de esas noches normales en que a última hora los chicos
recordaban que tenían que llevar a la escuela información sobre dinosaurios para
la primera hora de la mañana, donde tomó la pastilla para la presión a la hora
exacta antes de ir a la cama, y donde su mujer le pidió que pagara algunas
cuentas de camino al trabajo, esa noche, algo cambió. En un momento incierto
del sueño se encontró en un lugar híbrido. Con el tiempo diría que no conocía
ese lugar, estaba seguro de que era Nueva York, pero se sentía como Buenos
Aires. Los taxis que pasaban eran unos Fords amarillos conducidos por choferes
negros con gorra de paño. Lo sabía por las películas porque él nunca había
visitado Estados Unidos, sin embargo, esos taxistas eran argentinos y le dirigían
la misma mirada de desprecio que una tarde atrás le había dedicado un tachero
en la esquina de Callao y Arenales, cuando cruzó corriendo la avenida con el
semáforo en rojo.
Al girar en una esquina de esa ciudad se topó con dos gordos de traje negro.
Reconoció al instante al personal de seguridad y siguió caminando procurando
pasar desapercibido, pero cometió el error de mirar hacia atrás para comprobar si
había pasado inadvertido. Los gordos lo estaban mirando y su cola de paja lo
delató. Empezaron a correr tras él, que ya escapaba empujando a los que
entorpecían su camino. Corría entre la gente lo más rápido posible, aprovechaba
esa ventaja que de chico siempre le sacaba a los gordos en el pique, pero no se
podía confiar, estaban por todas partes y cuando menos lo esperaba podían
aparecer atrás de una puerta, de arriba de un auto, o a la vuelta de cualquier
esquina.
Esteban corría entre la gente cuando de un negocio salió, vestido de negro, un
gordo con nariz de boxeador y pequeños rulitos en la tapa de los sesos que le tiró
un manotazo a su brazo. No llegó a sobresaltarse, se sacudió y zafó, pero el
corazón parecía subirle a la garganta para ahogarlo. Ahora lo corrían tres de
estos personajes. ¿Qué querían?, ¿por qué a él? No había chances de detenerse a
hablar, los tipos dejaban claras sus pretensiones poco amistosas y la única
solución era escapar. Correr hasta encontrar un lugar seguro, perderlos de vista,
esperar que se cansaran y ganar tiempo hasta el despertar que lo sacara del
apuro.
Entró a un restaurante y fue directamente a la cocina, por detrás de él los
gordos cruzaron la puerta y lo divisaron. Esteban corrió entre las bachas, empujó
al mozo que fumaba en la puerta trasera y salió. Se encontró bajando por una
escalera de metal, de esas que siempre aparecen en las películas ambientadas en
Nueva York para que los chicos malos, o los chicos buenos que son seguidos por
chicos malos, escapen a último momento. Uno de los tramos de la escalera se
trabó y uno de los gordos llegó a tomarlo del brazo. Esteban se sacudió mientras
el gordo lo levantaba y cuando estuvo lo suficientemente cerca le pegó una
trompada en la cara. Toda la estructura de metal se tambaleó, el gordo se fue
hacia atrás, lo soltó y en ese momento el último tramo de escalera se desprendió
y lo ayudó a ganar el suelo.
Cruzó un callejón y se metió en la primera puerta que encontró, al otro lado
había una habitación de ladrillos rojos con mucho moho en las paredes. En el
fondo, solo una cama de hierro con sábanas blancas percudidas. Miró hacia
arriba, vio un enorme caño de hierro que perdía agua y cruzaba la habitación
hasta dar con un pequeño ventiluz redondo que llevaba al exterior, era la única
salida. Los tres gordos hicieron estallar la puerta y quedaron frente a frente. No
se iba a dejar atrapar, tenía que intentar la hazaña de saltar, colgarse del caño y
llegar hasta el ventiluz. Era su sueño, no podía salir mal, otras veces había
intentado acrobacias magníficas que en la vida real le hubiesen resultado
imposibles y siempre habían salido bien. Miró a los gordos con ironía, como
anunciándoles que habían perdido el juego. Fue curioso que cuando los miró no
los vio, sino que se vio a él mismo mirándolos como si estuviera en los ojos de
sus perseguidores, se veía por medio de ellos. No pensó más y tomó dos pasos
de carrera para saltar, alcanzó el tubo por un instante, sintió el frío y el óxido del
metal en las manos cuando una fuerza invisible arremetió contra sus piernas.
La sensación era la misma de aquella tarde hacía quince años atrás, donde un
tackle lo sacó para siempre del deporte con una fractura expuesta en una
semifinal de rugby universitario en La Plata. Revivió el profundo dolor en las
piernas y sintió sus manos abandonando el frío del caño. Cayó, pero la distancia
entre el caño y el piso que experimentaba era irreal, inacabable. Cuando por fin
su cuerpo dio contra el piso, se desplomó y sobre él cayó un peso descomunal,
como si ya tuviera a los tres gordos encima. No podía respirar, no podía mover
ni un solo dedo, no veía nada más, todo se fundió a negro.
Su mujer lo escuchó jadear desesperado, ¡Esteban! –gritó-, él no respondió,
¡Esteban!, ¿qué pasa, Esteban?, ¡por favor!, decía Sonia y lo sacudía para
hacerlo volver en sí, pero era imposible, tenía los ojos blancos y se ahogaba
como si le hubiese dado un ataque de epilepsia. Buscó el teléfono para llamar a
una ambulancia, la desesperación no le dejó ver que en la mesa de luz estaba el
celular al alcance de la mano y fue hasta el living para hablar desde el fijo. Los
chicos se despertaron por los gritos, fueron al cuarto a ver qué pasaba y vieron
cómo su padre convulsionaba en la cama.
Los enfermeros y el médico de emergencias llegaron rápido. El médico, un
chico joven que acababa de empezar su carrera, siguió el protocolo hasta donde
su desconcierto se lo permitió: ¿es epiléptico? No, ¿asmático? ¡No!, ¿problemas
respiratorios?, ¿cardiovasculares? ¡No, nada!, ¿está medicado?, ¿usa drogas?
¡No! ¡No!, ¡solamente tiene problemas normales de presión, nada más, doctor!
Uno de los enfermeros, viejo y pragmático, enchufó de prepo una mascarilla en
la cara de Esteban y empezó a darle oxígeno con un respirador manual. Le dio
fuelle como al fuego, para avivar la llama de la vida y así como se encienden las
brasas, la vida de Esteban también prendió, recuperando el aire y estabilizando la
respiración ayudado por un fuerte calmante intravenoso.

Se despertó en la cama del hospital, le explicaron por qué estaba allí y lo


comprendió perfectamente. Sacando el primer desconcierto que le había
provocado la sala de internación, el despertar fue como cualquier otro despertar
en su casa y al poco tiempo lo mandaron de nuevo a su hogar. Todo volvió a una
imperturbable normalidad después del episodio, como si nunca hubiese
sucedido. Su médico de confianza le ordenó distintos análisis para determinar de
dónde venía ese repentino ataque, pero al tiempo que el susto pasaba, la
preocupación también se perdía y los análisis se relegaron hasta olvidarse por
completo.
Volviendo del trabajo, una tarde normal, de un día normal, Esteban sintió dos
agujas que se le clavaban en la nuca. Buscó el punto desde dónde provenía ese
efecto eléctrico, pero no lo encontró. Quizás un transeúnte se había detenido a
verlo confundiendolo con un conocido, pero cuando él giró para verlo, ya no lo
miraba. Pura casualidad. Antes de llegar a su casa, ya había olvidado la
sensación.
Almorzaba en un bodegón una semana después, cuando la misma electricidad
desvió su atención. Levantó la mirada y vio en una mesa contra la pared a un
gordo de traje negro que lo miraba. Esteban se quedó con el tenedor a mitad de
camino entre el plato y la boca, ¿me está mirando a mí? -se preguntó-. Cuando
de repente el gordo se rio y le hizo una seña. Esteban se sobresaltó y dejó el
tenedor apoyado en el filo del plato con la albóndiga montada. No conocía a esa
persona, ¿qué podía querer?, dudó. La mejor opción era hacerse el desentendido,
pero ya había demostrado su atención cuando dejó el cubierto. La cara de
mafioso delataba al gordo, que le hacía nuevamente una señal con la mano como
si lo saludara. No recordaba esa cara de ningún lado, pero ¿si era algún cliente
de la compañía? Iba a quedar pésimo si un cliente lo recordaba y él lo había
olvidado, la conclusión fue simple: era preferible quedar mal saludando por error
a un desconocido que olvidar a un cliente, entonces, cuando por fin se decidió a
devolverle el gesto, otro gordo de saco negro pasó junto a él y fue a la mesa del
extraño. Por la garganta corrió el alivio, y por fin, la albóndiga.
Estos episodios cotidianos y vulgares se perdieron en el olvido hasta que un
día alguien llamó a la puerta. Esteban miraba televisión en el sillón mientras
Sonia bañaba a los chicos. Siempre le dio mala espina oír la puerta y no porque
le diera fiaca levantarse a atender, sino porque nunca nadie había llamado a su
puerta para traer buenas noticias. Sin abandonar la desconfianza se acercó y puso
el ojo en la mirilla, no alcanzó a preguntar quién era ni qué quería, cuando vio a
uno de los gordos de traje negro del restaurante sacar una nueve milímetros
negra como la noche y apoyar el cañón frente a su ojo.
Esteban gritó aterrorizado y se tiró al suelo. Rompió en llanto al instante,
jamás en la vida había sido apuntado con un arma y en un segundo se vio muerto
con una bala en el ojo, agonizando en un charco de sangre. Su mujer lo buscó,
gritando, en estado de pánico total. Lo encontró en el piso llorando, sin poder
decir una palabra por las lágrimas. Sin saber qué hacer, Sonia abrió la puerta
para ver si había alguien, pero el pasillo del edificio estaba vacío. Cerró la puerta
antes de que el llanto angustioso de Esteban atrajera a los vecinos e intentó
calmarlo, como a un chico, para que le contara qué había sucedido.
Cuando Esteban por fin se calmó, contó lo que le había pasado. Su mujer lo
escuchó desconcertada y le hizo notar que cuando abrió la puerta no había nadie
allí, pero él se empecinaba en jurar que lo había visto claro: un gordo de traje,
rapado, con pinta de patovica, la pistola. Dio tantos detalles del momento en que
sacó el arma que Sonia no lo podía creer. Esteban no había visto un arma en su
vida, ¿cómo sabía que era una pistola u otra cosa?, ¿cómo sabía que ese tipo la
había martillado? Le insistió en que pensara bien si era posible que se hubiese
confundido. Que tratara de recordar si en realidad podía ser alguna otra cosa,
como un caño plástico, un llavero o uno de esos tan populares encendedores con
forma de pistola. Quizás alguien había tratado de asustarlo, pero él no dejaba de
afirmar que era un arma, una pistola muy real, lo había visto muy claro.
Sonia se decidió por creerle y pensar que alguien le había querido hacer una
broma. Bajó a hablar con el guardia de seguridad en la puerta del edificio, pero
le dijo que nadie extraño había entrado. Ni siquiera reconocía en ningún vecino
las características que ella le describía. Sonia hizo una denuncia en la comisaría
solo para contener a Esteban, aunque no creía demasiado en su relato, ¿quién iba
a querer pegarle un tiro a su marido?, ¿por qué?, y si hubieran querido
lastimarlo, ¿por qué no se habían quedado en la puerta? Los policías fueron
diligentes y cordiales, pero después de tomarle declaración también encontraron
el relato un poco cinematográfico y carente de sentido, por lo que dieron poca
importancia al asunto.
A Sonia le dolía dudar de Esteban, pero estaba más cerca de creer en la
hipótesis de que algún vecino, o conocido de vecino, había intentado asustarlo
adrede (o bien, no quiso asustarlo) y viendo lo que había provocado desapareció
por el pasillo.
El episodio pasó como habían pasado los anteriores y todo quedó en esa nube
espesa que se forma en la atmósfera mental de las personas cuando ya casi saben
algo que no quieren saber. Esteban volvió a estar bien y eso fue suficiente para
convencerse de que todo marchaba normalmente. Un mes después ocurrió otro
episodio.
Un mediodía, a la salida del banco, los gordos lo esperaban. Uno fumaba y el
otro leía el folleto de una rotisería. Cruzaron miradas y Esteban quiso apurar el
paso, pero los gordos dejaron lo que estaban haciendo con una velocidad
inesperada para personas de cien kilos y se precipitaron hacia él con agilidad. Lo
tomaron por los brazos, uno de cada lado y lo subieron a una noventosa Caravan
violeta. Encapuchado, Esteban no podía ver. Gritaba, gritaba con todas sus
fuerzas que lo dejaran en paz, que le dijeran qué querían con él, que le dijeran
adónde lo llevaban, pero todo era en vano. Los gordos no hicieron comentarios
en todo un trayecto que no sabemos si fue corto o largo. Esteban se dio cuenta de
que por fin había llegado a algún lado cuando escuchó la corredera de la puerta.
Lo empujaron hacia afuera. Sus rodillas dieron contra el piso y, antes de que
pudiera gemir su dolor, uno de los gordos le quitó la capucha mientras el otro
ubicaba con precisión entre sus cejas la 9 milímetros negra como la noche. En
ese momento se percató de que estaba en el centro de Buenos Aires con cientos
de personas caminando a su alrededor, pero eso no disuadió al gordo de
dispararle ahí no más, sin ningún tapujo, con la impunidad que da la fantasía.

Después de dos semanas desaparecido, la policía encontró a Esteban sobre el


suelo de un boulevard de la 9 de Julio. Estaba totalmente inerte y en posición
fetal. Tenía la cabeza cubierta por una campera azul a la que se aferraba con las
manos casi petrificadas. Era la misma campera con la que lo había visto por
última vez el único testigo; un gordo de traje negro y cabeza rapada que hacía de
seguridad en la puerta del banco aquel mediodía.
La estancia

En la primavera de 1835 una partida de mazorqueros se lanzó a la caza de dos


señoritos con librea que alborotaban un mercadillo en los arrabales de la ciudad
con comentarios injuriantes hacia el Restaurador. Los cuatro rojiblancos
rápidamente se vieron aventajados por las dotes naturales de los purasangre que
montaban los rubios, quienes a la sazón, demostraban elevadas dotes de jinetes
al salir de la ciudad cortando a campo abierto. Pese a haber quedado rezagados
casi una legua, los mazorqueros se decidieron por la obstinación en su servicio;
mientras los tuvieran al alcance de la vista, no perdonarían tamaña
impertinencia.
La cacería ya había consumido una hora de desgastante galope para las
bestias, cuando un disparo quebró el aire y bajó del caballo a un perseguidor. La
cuadrilla regresó sobre sus pasos para asistir al compañero caído y los
perseguidos se perdieron de la vista. El tirador había sido certero, pero no letal.
Su plomo se había incrustado en el hombro del jinete, llenándolo de furia en el
cuerpo.
Desde la tierra, el herido pidió a dos de sus hombres que se apearan en
dirección a los matorrales para dar con el tirador y traerlo a presencia. Al tercero,
el más jovencito de la partida, lo mandó a cabalgar hasta un monte cercano para
cerciorarse de que los rubios o sus cómplices no estuvieran allí escondidos.
Nicolás, el joven mazorquero mestizo de 23 años, enfiló al galope hacia los
árboles desconfiando de encontrar allí a los mozos de librea, que con esos dos
hermosos corceles que parecían árabes ya debían estar llegando a La Rioja.
Bordeó el montecito más entretenido con las hojas y las cáscaras secas que caían
de las cortezas de los árboles que con la orden que le habían dado. Ahí no había
nada, ramas partidas, pájaros, y de repente, un ruido.
La pisada se oyó clara, el morocho giró la cabeza hasta el punto exacto desde
donde provenía el sonido y allí vio una liebre. El bicho era grande y debía pesar,
fácil, cinco kilos. No volvería con los rubios apresados, pero iba a alegrar a la
cuadrilla cuando llegara con la cena entre las manos. Giró el caballo y buscó
lenta y silenciosamente acercarlo a un árbol para atarlo, sacó un pie del estribo
para bajar y ahí lo sacudió un atropello seco: los prófugos salieron a todo galope
del monte, fustigando su caballo a la pasada. El susto del imprevisto disparó a
galope también el animal del mazorquero, que lo llevó a la rastra con una pierna
enredada al estribo. Los rubios advirtieron que el morenito perdía el control del
animal, aminoraron la marcha, regresaron unos pasos y fustigaron con todas las
fuerzas a su caballo para ver cómo le daba una buena revolcada durante un par
de leguas. Una vez satisfechos con su entretenimiento de enloquecer al animal
para dañar al dueño, se perdieron entre los campos hasta hacerse invisibles.

Nicolás despertó a la mañana siguiente en una cuneta, golpeado y sin su


caballo. Tres paisanos lo miraban y en la convalecencia solo entendió que el más
viejo, un hombre alto, fornido y barbudo se llamaba José. Parecía ser el que
mandaba a los otros dos paisanos, e indicó que lo llevaran a la estancia para
lavarlo un poco y curarle las heridas.
Los tres gauchos llegaron de mediodía a la tranquera de la estancia con el
desvencijado mazorquero compartiendo caballo con uno de ellos. Para sorpresa
de José, allí estaba montado a caballo, junto al juez de paz, su patrón, don
Feliciano Sánchez Quesada. José se mantuvo sereno, aunque ya se veía metido
en problemas.
—Pero, José, ¿qué le ha pasado a este… -el patrón hizo una pausa y con
repugnancia completó-: hombre?
—¿Cómo le va, patrón? -dijo José como para mostrar primero modales-. Lo
hemos encontrao’ así maltrecho en una zanja de acá cerca. Me pareció bien
asistirlo, si a uste’ no le molesta.
Sánchez Quesada se sintió bajo el escrutinio de las pequeñas gafas gruesas y
ovaladas del juez de paz, que no lo intimidaban, pero lo condicionaban.
—Está bien, métanlo adentro y aséenlo por favor, que tiene un olor…
José enfiló detrás de los peones cuando el patrón lo demoró para darle algunas
instrucciones:
—Recuerde, José, que mañana al mediodía almorzaremos carne asada con el
señor juez y algunos otros miembros del partido que llegarán desde Buenos
Aires.
—Sí, patrón, de hecho, los esperaba pa’ mañana y no he preparao’ nada pa’
hoy.
—No se preocupe, no hice tiempo de dar aviso que llegábamos antes, pero
mis hijos y yo nos hemos adelantado a la comitiva para resolver algunos asuntos
aquí.
José asintió con la cabeza y en silencio cabalgó hasta el interior de la estancia
para ocuparse de la faena.
A la mañana siguiente, desde bien temprano, él y los peones se ocuparon de
juntar leña, terminar de limpiar y cortar la res que sería servida y preparar la
mesa para los comensales, que fueron llegando a media mañana en lujosos
carruajes, vestidos de levita y luciendo orgullosos sus barbas en forma de U.
Como en toda reunión de notables, eran pocos; doctores, terratenientes,
abogados, todos adscriptos al partido unitario por libre elección. Hombres
ilustrados y formados en el exterior, que regresaban al pago chico para tomar las
riendas de los negocios familiares y comprometerse con el único movimiento
político que podía sacar al país de la barbarie en la que se encontraba hundido
hasta la cintura.
Dejando de lado algunas discusiones sobre razas de caballos, platería y
ganado, lo que los congregaba allí era la discusión en torno al rumbo que tomaba
la nación. La estancia de don Feliciano Sánchez Quesada era uno de los pocos
lugares seguros y alejados donde estos distinguidos caballeros podían expresar
sin tapujos ni preocupaciones sus posturas políticas. Cualquier reunión o
expresión en la ciudad que evidenciara su unitarismo los exponía al grave
peligro de caer en la cárcel, o en el peor de los casos, en los tormentos a los que
podían someterlos mazorqueros y otros fanáticos de la santa Federación.
Ya en la sala de estar, los hombres fumaban sus pipas con refinada delicadeza
e intercambiaban libros recientemente desembarcados de Europa, acerca de las
nuevas ideas de arte y ciencia que estaban en boga en salones de Londres, París
y Madrid. Afuera, José y los peones terminaban de asar la carne y poner la mesa
debajo de un alero cubierto por una frondosa parra. Los hombres, que conocían
al viejo encargado por sus recurrentes visitas a la estancia de Sánchez Quesada,
le tenían mucho aprecio y se turnaban para salir a convidarlo con un poco de
tabaco importado. José lo aceptaba con gentileza y no lo tomaba como una
delicadeza, sino más bien, como un buen sustituto del vino tinto que el patrón le
había prohibido beber mientras hubiese invitados, para no incomodarlos, ya que
los gentiles eran rigurosamente abstemios.
Con la mesa servida, los invitados, el juez de paz y el patrón secundado por
sus hijos disfrutaron de una excelente comida que transcurrió en un clima de
cordialidad y caballería. Durante el almuerzo, las discusiones políticas fueron
interrumpidas para que nadie dejara de probar bocado por extenderse con un
argumento, sobre todo, Sánchez Quesada, que detestaba que el asado se le
enfriara por detenerse en disertaciones larguísimas. La charla sustituta recayó
sobre las habilidades que los hijos de don Feliciano empezaban a demostrar
como jinetes, las cuales pondrían a prueba el próximo verano en Inglaterra,
durante el campeonato mundial de equitación. Ambos eran también consagrados
esgrimistas del ámbito nacional, lo cual se rumoreaba que había generado
elogios en la plana mayor del ejército y hasta comentarios auspiciosos del
mismísimo restaurador.
Claro que, en la charla, la palabra restaurador se utilizó con ironía, y el rumor
mencionado despertó risas de incredulidad entre los presentes, que pidieron a
Sánchez Quesada, casi a coro, comenzar la sobremesa y levantar la veda política
para poder hacer sus sutiles y delicadas bromas al respecto. El anfitrión accedió
al pedido, ya que disfrutaba de las excelsas ocurrencias de sus invitados tanto
como de la admiración que despertaban en ellos las andanzas y proezas que sus
hijos relataban, en especial la última: el revuelo que habían armado dos días
antes en un mercadito de las afueras de la ciudad.
Sánchez Quesada se enteraba de los hechos en el mismo momento que sus
invitados, aunque no se sorprendía como ellos de que sus hijos hubiesen
alborotado a la población al grito de ¡el tirano caerá, el tirano caerá, viva la
organización nacional!, los señores reían de la ingeniosa forma en que los chicos
contaban su aventura, pero cuando Victorino, el menor de ellos, relató la
intervención de la mazorca, Sánchez Quesada padre estalló de furia y golpeó la
mesa con el puño a los gritos: ¡Esos hijos de su madre! ¿Les hicieron algo,
Victorino?
—Me sorprende, padre -dijo Eugenio, el mayor-, ¿pues no han quedado claras
nuestras habilidades como jinetes? Esos salvajes no llegaron a tocarnos ni un
pelo.
—¡Pero, Eugenio, si llegaran a tocarte, esas bestias solo te dejarían un pelo!
¡Mancillaría la memoria de tu difunta madre si no cuidara de ustedes! ¡No se les
ocurra volver a exponerse solos ante esos asesinos y delincuentes!
Victorino tenía ese pequeño vicio de disfrutar cuando su padre enfurecía
contra su hermano y aprovechó para poner leña al fuego:
—De hecho, padre, un moreno de la cuadrilla casi nos pilla cuando al genio de
Eugenio se le ocurrió esconderse en el monte en lugar de seguir a galope.
Don Feliciano se volvió hacia Victorino. ¿Qué? -dijo indignado-. ¿Qué
hicieron?, la cara de Sánchez Quesada se ponía colorada y la voz se le había
vuelto ronca. Los invitados no se animaban a intervenir, y Victorino ensalzó la
anécdota para atizar a su padre: claro, la cuadrilla había quedado rezagada, y
solo nos perseguía un moreno que gritaba que nos iba a matar. En lugar de
galopar hasta aquí y aprovechar nuestra ventaja, Eugenio propuso que nos
escondiésemos en el monte. El moreno sediento de sangre, echando espuma por
la boca y mostrando la mazorca que usan para… bueno, ya todos saben para qué
usan la mazorca, bajó a buscarnos. Allí salimos con toda la fuerza de nuestros
animales y fustigamos el caballo del negro, que cayó y luego fue arrastrado con
una pierna enganchada al estribo.
Sánchez Quesada padre se levantó de la mesa envuelto en una furia
incontenible. Eugenio aprovechó su ausencia para reprender a su hermano por la
vil actitud. En ausencia de don Feliciano, el juez de paz se sintió en la obligación
de ocupar su lugar frente a los chicos y trató de reprenderlos amistosamente:
queridos, por favor no hagan enfadar a su padre, ya saben cómo se pone de
iracundo cuando le hablan de la mazorca y mucha razón tiene después de lo que
ocurrió con su santa madre, ustedes bien lo saben, evítenle disgustos, al menos
en memoria de la pobrecita. La mesa quedó en silencio, el juez había recurrido a
un tema sensible para calmar las aguas. Algunos arreglaban sus pipas, otros se
servían un poco más de agua cuando por el medio del parque vieron volver a
Sánchez Quesada trayendo al mazorquero con las manos amarradas a la espalda
y una mordaza en la boca.
Los invitados se levantaron incrédulos de sus asientos, los hijos, pudieron
reconocer rápidamente que se trataba del moreno que los había perseguido hacía
dos días y no salían de su asombro. Don Feliciano se detuvo con su cautivo en el
sauce que había sido plantado en el parque para dar sombra a la casa y lo amarró
al tronco. El juez de paz, temiendo que cometiera una locura, fue el primero en ir
hacia él para detenerlo, el resto lo siguió. Sánchez Quesada los vio y con voz fría
y calculadora los instó a acercarse; vengan, vengan, por favor, señores,
acomódense por aquí, les haré una breve demostración.
Todos enmudecían por voluntad propia, excepto el mazorquero, que lo hacía
por voluntad de don Feliciano. Aun así pudo reconocer a los rubios fugitivos
entre la cohorte que lo miraba como el carnicero que busca la res adecuada en el
matadero. Intuyo que se conocen, dijo don Feliciano, mirando una vez por vez a
sus hijos y al mazorquero, pero no dejó que ninguno de los dos respondiera y
continuó como si disertara: Este país tiene en mi opinión un defecto
fundamental, que es el de no saber atacar a tiempo los males que lo aquejan y
entregarse a impulsos irracionales, momentáneos, que generan beneficio en lo
inmediato, pero grandes males a largo plazo, ¿están de acuerdo en esto conmigo,
caballeros?
Los convidados al debate se miraron extrañados por unos instantes. La
tranquilidad de Sánchez Quesada en la reflexión sorprendió para bien al juez de
paz que esperaba una tragedia, entonces se animó a recoger el guante para
ayudar a devolver la situación a la tranquilidad de la sobremesa. Bueno, don
Feliciano, creo que eso es algo en lo que indudablemente estamos todos de
acuerdo, y se expresa claramente en el hecho de que llevemos un cuarto de siglo
sin poder sancionar una ley única y fundamental que funcione como la piedra
angular del desarrollo de nuestra nación.
El juez de paz provocó un murmullo de aprobaciones y comentarios
respaldatorios. Coincido -dijo Sánchez Quesada- y busquemos, por ejemplo, en
otros campos de la naturaleza y la vida del hombre cómo deben remediarse
algunos males para conducir los organismos a la normalidad, doctor Wallace, por
favor -dijo dirigiéndose a uno de sus invitados-, ¿cómo se remedian los grandes
males en la medicina, por ejemplo, un tumor?
—Bueno, don Feliciano, explicó Wallace como si se tratara de un
conocimiento muy básico, todos aquí son hombres formados en ciencia, leyes y
cultura, bien saben que un tumor se extirpa para que no se expanda por el
organismo y afecte a otros órganos o extremidades, pero debo hacerle la
observación, que según los últimos trabajos que provienen de nuestra querida e
ilustrada Francia, la prevención de la afección es la medida curativa por
excelencia, ya que si se determinan las causas que producen el mal, se puede
evitar incurrir en ellas y en consecuencia evitar una afección.
—¡Excelente punto, doctor Wallace! -dijo don Feliciano, que había tomado
del piso una rama caída que ahora usaba como si fuera un puntero para
pizarrón-. Entonces, el doctor Amancio Rodríguez que cultiva la ciencia
veterinaria, prima hermana de la medicina del doctor Wallace puede ayudarme a
responder este dilema. Amancio Rodríguez miraba a don Feliciano alzando los
ojos de la pipa que encendía, esperando en silencio a que le espetaran la
pregunta: Doctor, usted atiende a los animales de mi establecimiento y conoce a
la perfección el problema que tengo con los perros. -Amancio Rodríguez asintió
y don Feliciano, para quienes no estaban al tanto, comenzó a desarrollar el
problema que tenía en su campo con los perros.
Don José había sido advertido de la situación por uno de los peones y
escuchaba desde cierta distancia sin integrarse al público. Don Feliciano lo vio y
lo invitó a sumarse. -Acá está, José, mi encargado, él no dejará que me aparte ni
una palabra de la verdad respecto a este problema, acérquese. Bien, mis animales
se encuentran permanentemente amenazados por perros rabiosos. Se introducen
en el campo, y sin que podamos prevenirlo, muerden una vaca o una oveja, le
contagian el mal y al poco tiempo debemos sacrificar a la inocente víctima, pero,
si lo encontramos, sacrificamos también al perro que es el portador del mal,
evitando así que siga esparciéndose. Dígame, José, la medida preventiva para la
rabia que le ordené ¿es matar a todos los perros rabiosos que merodeen esta
propiedad privada? -No -respondió el gaucho-, solo a los que encontramos
rabiosos.
¿Esa les parece una buena forma de prevenir un mal? -preguntó don Feliciano
a su auditorio. Todos asintieron enfáticamente-. Venga acá, José -mandó el
patrón e hizo poner al criollo a su lado, delante del mazorquero que contemplaba
la lección atado al árbol-. Si todos nosotros, hombres instruidos y de razón,
estamos de acuerdo en las premisas, e incluso José, que es una persona que
carece de todo tipo de formación, ya que nunca asistió a una escuela, puede
comprender la naturaleza del problema, arribaremos todos a la misma
conclusión: que para acabar con un problemas debemos prevenirlo, ¿no? -Todos
volvieron a asentir a coro el razonable pensamiento de Sánchez Quesada, él
continuó-: Entonces, si la mazorca y su tiránico jefe son un problema para el
país, la solución es prevenir el problema. Para ello, no es necesario sacrificar a
todos los federales, sino comenzar con este mazorquero y así aleccionar al resto,
para que en el futuro, ni él ni su descendencia, ni la de otros como él, lastime a
un inocente más. Ya ha quedado demostrado que porta la rabia de la sed de
sangre y hubiera lastimado impiadosamente a mi hijos hace dos días, si no fuera
por el hecho de que el azar y la providencia les jugó una buena pasada.
El trino de los gorriones que se posaban en el sauce llenaba la espera de aval
que pedía la propuesta de Sánchez Quesada. Los notables no encontraban
argumentos razonables para oponerse. El juez de paz, sin siquiera considerar la
flagrante infracción a la ley que se iba a cometer delante de los gruesos vidrios
de sus anteojos ovalados, se excusó diciendo que se sentía indispuesto y que se
retiraría al interior de la casa a esperar que los caballeros resolvieran sus debates
intelectuales. Por detrás de él, Avelino González Errebaren, un joven escultor
que era parte del auditorio, lo siguió, arguyendo que, si iba a tener lugar un
espectáculo desagradable, prefería no presenciarlo.
¿Alguien más es sensible a la sangre y desea retirarse? -inquirió Sánchez
Quesada-. Los doctores Wallace y Rodríguez, habituados por su profesión a los
fluidos, respondieron por todos un suponemos que no.
Bien, observando que la luz de la razón triunfa en las mentes de un excelso
grupo de representantes de la sociedad, haga el favor, José, de tomar su cuchillo
y pasar a degüello a este delincuente, con la misma habilidad que nos tiene
habituados a hacerlo con los carneros.
—Perdone, patrón, pero yo no voy a desenvainar mi facón pa’ darle muerte a
una persona por política -dijo el gaucho desafiando abiertamente por primera vez
en veinte años al hombre que le daba trabajo.
—José -dijo condescendiente el patrón-, aquí nadie está hablando de política,
sino simplemente de la conclusión a la que se llega luego de someter un
problema al juicio de la razón.
—No veo nada de razón en matar a una persona indefensa -dijo el gaucho.
El doctor Wallace terció:
—Creo que la objeción de José responde a una posición sentimental,
humanista y moral. A la que por un lado, como médico, adhiero, ya que el
principio de la vida es sagrado, pero aquí, ese debate no tiene lugar, ya que la
puesta en práctica de la razón no es impoluta y exige dejar de lado los
sentimentalismos.
José se acercó hasta el doctor, se descalzó el facón de la cintura y
extendiéndoselo amablemente dentro de la vaina dijo:
—Entonces, dotor, haga uste’ la puesta en prática de la razón.
El doctor Wallace permaneció con las manos en el bolsillo, todos sabían que
no aceptaría el convite, entonces, Sánchez Quesada lo sacó del apuro
reprendiendo al gaucho: -José, no sea impertinente con el doctor y proceda a
realizar la orden que le he dado, el debate ya está saldado.
El gaucho se acercó al patrón acomodándose la herramienta por delante de la
cintura: -El debate no está saldao’ porque yo no he participao’ -dijo. -No lo he
invitado a participar, solo a escuchar, su opinión no nos interesa. Sánchez
Quesada llevaba demasiado tiempo de pie y el dolor que lo aquejaba en la
espalda desde hacía diez años acrecentaba el malhumor que le provocaba la
insubordinación de su empleado.
—Ya sé, patrón, que soy un gaucho bruto e ignorante y entiendo que no les
importe mi opinión a tan ilustres hombres, pero si mi opinión no les importa los
convido a que sean ustedes los que pasen a cuchillo al chico. -Vea, José -dijo el
doctor Wallace que se sentía un poco culpable de que el patrón estuviera
reprendiendo al gaucho-, sus postulados son sentimentales, le acaba de decir
chico, y este mazorquero no es un chico, es un delincuente sanguinario, que
incluso cerca estuvo de matar a los hijos de don Feliciano. -Con todo respeto,
dotor, hasta donde yo sé este muchacho no ha matao’ ni lastimao’ a nadie,
aunque como dice, quizás haiga tenido la intención, pero que yo sepa, un
pensamiento no es una acción.
—¡Bueno, basta de esto! -dijo don Feliciano profundamente molesto-, haga lo
que le pedí, porque para eso le pago, para que obedezca mis órdenes y no para
que las piense. -El gaucho se volvió a negar.
—¡Victorino! -gritó Sánchez Quesada-, andá adentro, traé mis pistolas.
El joven mazorquero se quedó inmóvil. Una lágrima le rodó por la mejilla en
el instante en que comprendió que era el final. José, con una velocidad
sorpresiva, sacó inesperadamente de la vaina su facón y se lanzó hacia el árbol
con ese ímpetu que ponía en resolver los encargos de su patrón. Su cuchillada
rápida y certera cortó la soga que amarraba al joven federal, que se lanzó
desesperado a huir ahogado en llanto campo traviesa, antes de que alguien
atinara a perseguirlo.
Qué decepción, José… al final resultó un flojo… y un rojo… Más le vale que
corra como el mazorquero antes de que Victorino vuelva con mis pistolas.
Esas fueron las últimas palabras que el gaucho escuchó de un patrón al que le
había dado veinte años de su vida, antes de echarse a correr sin más que lo
puesto.
Un jilguero en la tranquera

Temprano en la mañana, como cada día desde hacía ya muchos años, el pequeño
y achacado cuerpo pardo de aquel hombre salía al sol en las soledades del campo
cargando una bolsa con semillas para darle de comer a sus pájaros. Su chacra no
era grande y la ceguera no le permitía seguir con aquellas actividades en las que
antaño había sido tan ágil: arar, sembrar, arrear animales, arreglar un alambrado
o cambiar una chapa; todas eran solo recuerdos del pasado. Aunque quisiera, el
esfuerzo de esos trabajos ya no valía la pena. Los gurises habían levantado vuelo
hacía tiempo, le habían salido derechitos, habían estudiado y vivían cómodos en
la ciudad. Ya ni de visita con los nietos aparecían por allá, primero era porque
los nenes se aburrían, después porque, ya adolescentes, estaban con sus cosas.
El viejo de los pájaros, como le decían los mozos jóvenes que andaban por los
caminos de tierra, salía todas las mañanas temprano a darle de comer a sus aves
repartidas en seis grandes jaulones cilíndricos ubicados no muy lejos de la casa.
Allí tenía un número incontable de especies que él distinguía por el canto,
pájaros de los más variados desde nativos como les decía a los gorriones y
cotorras que habitualmente vagaban por esos lares hasta perdidos como llamaba
a cardenales, ruiseñores o golondrinas que habían ido a parar allí por azar.
Los vecinos pudientes de las estancias le habían regalado pájaros exóticos, a
los que el hombre llamaba los extranjeros; loros, cacatúas, pelícanos y otros
tipos de aves centroamericanas o amazónicas, que probablemente no habían
llegado a esos campos de una forma del todo legal. Algo así pasó con el Alfonso,
un cóndor que el viejo tenía en un jaulón cuadrado que se apoyaba en el piso,
dada la imposibilidad de colgarlo por el peso. Hacía unos siete años un
sinvergüenza que había llegado al pueblo desde el sur trajo hasta el llano
pampeano a aquel cóndor joven y vigoroso con la intención de hacer un negocio,
pero el número ofrecido por el comprador resultó no cubrir los riesgos que este
buscavidas se había tomado para llevar el ave.
La transacción se cayó y por revancha, su cliente, o mejor dicho su cómplice,
lo denunció. Así las cosas, la policía le sacó el cóndor a este sureño que en el
pueblo apodaron araña manca, por su virtud para reinventarse en oficios de baja
estofa. Pero después del papeleo de oficio, la policía se encontró con que no
tenía mucha idea de qué hacer con el bicho.
Un sargento de la comisaría, que había sido peón de estancia y conocía a don
Atencio desde antes que los jóvenes lo apodaran el viejo de los pájaros, sugirió
que se pusiera el ave a cuidado del buen hombre. En estos pueblos, donde más
que leyes hay reglas, el comisario decidió que sería una medida acertada, pero
temporal, hasta la intervención de fauna o algún otro organismo competente en
la protección ambiental, cosa que nunca ocurrió. Al poco tiempo la policía dejó
de ocuparse del tema, el caso se olvidó, el ave y el hombre, también.
La rutina de don Atencio consistía en dar semillas a los pájaros de los dos
primeros jaulones; bichos y semillas a los de los siguientes dos jaulones;
semillas y frutas a los extranjeros; y por último, las cosas que con el tiempo
había aprendido que le gustaban a el Alfonso: sobras de comida, carne, verduras,
y de vez en cuando alguna laucha, de esas que nunca faltan en el campo.
Después de darle de comer a los pájaros ordeñaba la única vaca que tenía y, si no
le tocaba ordeñar, empezaba pacientemente las labores en su quinta hasta pasada
la media mañana, cuando revisaba las tramperas que colocaba en el montecito
para los pájaros merodeadores o sacudía las ramas para hacerse de un nido.
Puntualmente a mediodía, tomaba una sopa o un caldo, seguido de una siesta,
para luego pasar la tarde con alguna que otra ocupación como las gallinas, los
corrales, o dependiendo la estación, juntar leña para la salamandra en invierno o
más agua para los animales en verano. Caída la tarde todo lo que quedaba era
sentarse a escuchar a los pájaros y fumar un cigarro, escuchar la radio o pulsar
un poco como aún pudiera la guitarra, para entonar unos cantos junto a los
jaulones.

Una de esas tardes en que don Atencio susurraba una zambita para sus pájaros
apareció don Omar Morena, un viejo vecino de una chacra que se encontraba a
un par de cuadros de distancia. La visita era rara, don Omar venía a despedirse,
se iba a vivir al pueblo. Entre mates al costado de los jaulones el viejo vecino,
que ya contaba con unos sesenta años, explicaba que había llegado a un arreglo
con El Alero -una gente que le alquila la chacra, le da toda la plata junta, y
uste’ se desentiende del tema- explicó. El Alero era un pool de siembra que se
había formado por iniciativa de algunos patrones de la zona con el fin de alquilar
campos para sembrar soja o trigo según el precio internacional del momento,
haciéndolo crecer a base del producto, como llamaban los paisanos al
agroquímico de moda.
Don Omar explicó todas las ventajas que le traía alquilar la chacra, a su edad –
decía- ya no estaba para andar jugando con tener que vender una vaca o un
chancho para pagar deudas. Tener animales para él era cada vez más caro y daba
menos y sembrar por propia cuenta siempre lo ponía en riesgo de fundirse para
el resto de la vida. Su hija menor ya terminaba la secundaria en el pueblo y el
próximo año tendría que mandarla a estudiar a la ciudad. Eso le iba a costar plata
y, además, su mujer ya le había planteado el temor de quedarse solos en el
campo, con la edad que tenían, con lo lejos que estaban del pueblo, con las
labores diarias que habría que llevar a cabo sin ayuda. Después de conversar un
buen rato, cebando los últimos cimarrones, don Omar se animó a largar lo que en
realidad venía a decir:
Mire, don Atencio, no me tome a mal lo que le voy a decir, porque uste’ sabe
bien que desde que mi finao’ tata no está, uste’ ha sido un padre pa’ mí, y lo que
le voy a decir, tómelo más bien como la sugerencia de un hijo. Don Atencio
miraba la nada con los ojos vacíos y escuchaba con la vieja guitarra muda entre
las manos. La gente esta del Alero -siguió don Omar- me dijo que le preguntara
si uste’ no está interesao’ en alquilar también. Yo me atreví a contestar por uste’
y les dije que ha vivido toda su vida acá, que no iba a aceptar, pero no podía
dejar de llegar a preguntárselo en persona.
A don Atencio le asomó una sonrisa leve porque desde el primer momento
supo que de eso se trataba, se jactó para sí un poco de su sapiencia y pensó: el
diablo sabe más por viejo que por diablo, para seguir la conversación con su voz
que era como un susurro:
—Mira, m’ijo, yo sé que con estos ochenta años que tengo y estos ojos
jorobados así como los tengo, sé que no sirvo ni pa’ respuesto, pero sé que si en
algún lao’ tengo que terminar, ese lao’ va a ser donde empecé.
—Créame que lo entiendo, don Atencio –dijo Omar-, pero a mí hasta me da
cosa que se quede acá solo. Todos los vecinos están alquilando ya, y con la plata
que le dan, tranquilamente se puede buscar una casa en el pueblo, cerca de todo
y no preocuparse más.
—¿Y quién dijo que yo me preocupo, hombre? –preguntó riéndose don
Atencio-, además, si me voy, ¿quién va a cuidar a los chicos? ¿adónde voy a
meter al Alfonso en el pueblo?
—Don Atencio, uste’ piénselo, yo solamente quería decírselo pa’ que lo
supiera por boca mía, porque uste´ sabe cuánto lo aprecio y por eso quiero lo
mejor pa’ uste’. Yo ahora me tengo que ir, pero cualquier cosa me avisa, o lo
charla con esta gente. Y por lo de los pájaros no se haga problema que tiene
solución.
—Gracia’, m’ijo, anda sin cuidao’ que yo ya lo tengo decidido.
Don Omar se acomodó la boina e hizo una reverencia, aunque don Atencio no
pudiera verlo y agregó:
—Ahora que miro los jaulones, ¡qué raro que no tiene ni un jilguero don
Atencio, no sabe, ahora andan por todos lao’!
—Tenía alguno, m’ijo –dijo Atencio-, pero se me debe de haber volao’.
Omar se fue, y cuando caía la noche, don Atencio se quedó escuchando los
últimos cotorreos de los chicos como le gustaba llamar de vez en cuando a sus
pájaros para mitigar la soledad y sentirse en compañía.

Un mes después, el que pasó a despedirse fue Martín Usandizaga, un


muchacho joven que dos por tres le hacía algún mandado en el pueblo a don
Atencio. El muchacho le comentó que se iba porque los patrones iban a
alquilarle el campo a El Alero y le habían dicho que ya no lo iban a precisar más.
La compañía contaba con una empresa de su holding que ponía sus propias
máquinas manejadas por sus empleados para realizar la siembra. Don Atencio le
recomendó al muchacho que hablara con Guevara, el capataz de San Ignacio, un
campo a pocos kilómetros de ahí que quizás lo podía emplear, pero el vasquito le
respondió que por esos campos la cosa andaba parecida. Todavía no habían
alquilado, pero estaban en eso.
—¿Y uste’ no se va? ¿No le han hecho la oferta? –preguntó Martín.
—No, m’jito, a mí no me pueden ofrecer nada. Además, no me puedo ir, tengo
que criar a los chicos yo, si no ¿quién les va a dar de comer?
El paisanito se rio:
—No le van a tardar en ofrecer don Atencio y estos son capaces de alquilarle
hasta los pájaros si es necesario.
Como despedida, el vasquito se ofreció para cualquier cosa que don Atencio
necesitara. Aunque ya no fueran más vecinos, podía mandar a llamarlo cuando
tuviera algún encargo del pueblo. El viejo quedó agradecido y lo acompañó hasta
la tranquera, al pasar por los jaulones el muchacho le hizo una observación:
—¡Qué raro que no tiene jilgueros, don Atencio! ¡No sabe qué cantidad andan
ahora!
—¡No me digas! –exclamó don Atencio-, tendría que revisar las tramperas a
ver si agarré alguno. Hace un tiempo tenía, pero se me han di’a ver volaó...
Un tiempo después, una soberbia 4x4 último modelo cruzó la resquebrajada y
enmohecida tranquera de don Atencio para estacionarse cerca de los jaulones.
Los pájaros empezaron a revolotear sus alas violentamente. El viejo los escuchó
sin sobresaltarse. El silencioso motor de la camioneta no lo advirtió de la visita,
por eso le resultó extraño el sonido de las palmas llamando a la puerta.
Salió al encuentro desde atrás del gallinero, cuando el hombre que lo
aguardaba le hizo un comentario de halagadora obsecuencia sobre los pájaros.
Don Atencio no veía, pero intuía. No estaba ante un hombre de campo, sino ante
un hombre con campos. Agradeció con modestia el halago y gentilmente
preguntó al visitante en qué lo podía servir. El hombre se presentó como Gustavo
Basavilbaso, ingeniero agrónomo del grupo El Alero, y decía venir con el
propósito de hacerle una oferta interesante.
Don Atencio lo invitó a pasar al rancho y lo convidó con unos mates. Sabía de
antemano de qué iba la cosa, pero como poca gente iba por la chacra, le
resultaba un entretenimiento escuchar la oferta que el ingeniero tenía para
hacerle. La propuesta no era interesante, pero era contundente: un contrato de
alquiler de la chacra por tres años, el primer año se lo pagaban al firmar el
contrato, los otros dos, después de cada cosecha. Se ofrecían a hacerle todos los
trámites necesarios para abrirle una cuenta en el banco del pueblo, donde le
depositarían la plata a fin de evitarle (o evitarse) complicaciones.
Después de toda la perorata de argumentos por los cuales era conveniente
alquilar, y antes de que don Atencio amagara siquiera con contestar, el ingeniero,
con el apuro de los hombres de negocios que siempre disimulan su impaciencia
con otros compromisos, dijo que no era necesaria una respuesta inmediata. Solo
venía con el ofrecimiento y se lo quería dejar para que lo pensara con
tranquilidad. Piénselo al lado de los pájaros -dijo como para simpatizar, sin
percatarse de que si el hombre lo pensaba al lado de los pájaros sería aún más
difícil de convencer.
Don Atencio pensaba dejar las cosas claras y le adelantó que su respuesta era
no, sin embargo, el enviado de El Alero insistió en que lo masticara, y prometió
volver a visitarlo. Siempre amable, el viejo le dijo que se podía llegar cuando
quisiera, pero que supiera que la oferta no le interesaba. El ingeniero se despidió,
repitió que volvería y subió a la camioneta.
Don Atencio quedó en el umbral de la puerta del rancho, y pudo escuchar el
alboroto de los pájaros cuando Basavilbaso sacó la camioneta por entre los
jaulones con una rauda maniobra que levantó una nube de tierra.

Entre los pájaros y los quehaceres cotidianos llegó el invierno. Los fríos eran
cada vez más duros. A la pequeña huerta le costaba trabajo agarrar y las tardes
de guitarra empezaban a ser menos. Tanto frío hacía que en una de esas noches
en donde la chapa se congela y la escarcha parecía como si viniera de los huesos,
don Atencio pensó en aceptar la oferta del ingeniero, pero la idea se le fue a la
mañana siguiente cuando mateaba al lado de las pajareras disfrutando de un sol
que le picaba en la cara. Llegando al final de la estación el tema se puso más
complicado. Llovió por demás durante toda una semana y con cierta constancia
las dos que siguieron, las tierras más bajas se inundaron, entre ellas las de don
Atencio.
No era la primera vez, pero se hacía fiera la vuelta estando ciego y solo. Don
Omar se acercó imaginando que el viejo necesitaba una mano y le ofreció irse a
vivir un tiempo con él y su mujer allá a las casas en el pueblo. No se sabía
cuánto iba a durar el agua, y en la municipalidad ya se hablaba de evacuar a
todos los residentes de la zona rural. Don Atencio insistió en quedarse, decía que
el agua no iba a llegarle al rancho y bromeaba con que la lluvia le ahorraba el
duro trabajo de limpiar los jaulones. Decía que había visto cosas peores en la
inundación del 80 y repetía la historia de cuando el caballo se le fue flotando del
viejo almacén de don Pedro Bermúdez.
Omar ayudó con los pájaros, sobre todo con el Alfonso. La subida del agua
obligó a levantar su jaula del piso y ponerla a altura sobre una vieja mesa para
chacinados que había en el galpón, una tarea para nada fácil teniendo en cuenta
el peso de la estructura de metal.
Cuando el agua bajó, en uno de esos días donde la primavera se cuela entre el
final del invierno, don Omar volvió para ayudar a don Atencio con la reparación
de lo que el agua había echado a perder. Después de acomodar un poco el galpón
de la chacra y poner otra vez al Alfonso en su lugar, Omar le insistió a don
Atencio para que alquilara y se instalara en el pueblo. El hombre, con sinceridad
y la cara morena asaltada por una expresión de tristeza, contestó: Créeme, m’ijo,
que hasta una noche me lo pensé, pero ¿cuánto le puede quedar a un viejo como
yo?
Por más que Omar le insistiera era una decisión tomada. El hombre cuando
llega a viejo –decía Atencio- se da cuenta de que todo tiene un destino y que las
cosas que pasan son las que tienen que pasar, porque tata Dios así lo ha
querido. Antes que terminara la primavera y con la siembra ya retrasada por las
inundaciones el ingeniero apareció de nuevo, esta vez con el apuro sin disimular.
Basavilbaso preguntó cómo lo había tratado la inundación. Don Atencio
empezó a contarle y no alcanzó a llegar a la parte del problema que había sido
mover al Alfonso, cuando el ingeniero lo cortó para ir directo al punto sin perder
más tiempo: el grupo había perdido mucha plata con el agua. Muchas de sus
tierras no iban a poder ser sembradas en el corto plazo. Necesitaban empezar a
sembrar a la brevedad en la mayor cantidad de lugares posibles, hasta las
banquinas de la ruta de ser necesario. Su chacra –explicaba el ingeniero- era,
dentro de todo, de las menos afectadas, porque si bien era baja, había drenado
rápido por contar con canales cercanos que desagotaron la tierra secando las
primeras capas. Eso quería decir que el piso ya podía soportar el peso de las
máquinas. Estamos dispuestos a doblarle la oferta y hasta pagarle un alquiler
en una casa del pueblo para que no se ponga en gastos -cerró la explicación el
ingeniero-. Don Atencio, con paciencia y amabilidad, volvió a decir que no, que
lamentablemente no era un tema de plata. Basavilbaso impacientando, insistió:
—Vamos, hombre, ya sabemos que lo ha pensado, piénselo un poco más, va a
ver que le cierra, nos conviene a todos. Fíjese, hoy es miércoles, si hoy me dice
que sí, yo mañana le traigo el contrato, pasado le deposito la plata y el lunes de
la semana que viene lo tengo instalado en el pueblo.
—Mire, ingeniero, es una decisión tomada. Yo no me quiero ir, me quiero
quedar acá, esta, así de pobre y todo, es mi casa.
—Bueno, hombre –dijo el ingeniero sin ocultar su fastidio-, no diga que no le
di una oportunidad. Si no quiere, no quiere, lo lamento por usted.
Basavilbaso salió de la chacra salpicando barro para todos lados con su
camioneta, mientras pensaba que él era un buen tipo, que el problema, como
siempre eran los paisanos cuadrados. No entendían nada, no había otro remedio
que hacerles entender, detestaba que estos ignorantes hicieran salir lo peor de él.

Un domingo por la noche, Atencio tomó sopa. Todavía era temprano y salió
hasta los jaulones para escuchar a los pájaros entrar en el sueño. Sintió el olor de
la tierra, el de los cardos, el clima era cálido, era justo el cambio de estación. Era
la primera noche del verano que se había adelantado al calendario. Con esa
hermosa sensación se fue a dormir, pero a mitad de la noche lo despertó el ruido
de los pájaros revoloteando dentro de los jaulones. De seguro algún perro
perdido se había metido a la chacra y había despertado a las aves. Se quedó en la
cama escuchando, esperando un ladrido, pero en vez de eso, sonó un portazo y
pasos apresurados.
Enderezó el torso como pudo, lento, y se sentó en la cama. Trató de gritar
¿quién anda ahí?, pero no pudo. Los pasos ya estaban en la habitación, supo por
el ruido que eran dos personas, pero no pudo decirles ni una palabra antes de los
golpes. Don Atencio no sabía ante quiénes estaba, pero sí por qué. Sentía los
argumentos de la fuerza que impartían un convincente dolor. Puñetazos en la
cara y palazos, primero en las costillas, después en las piernas y por último en la
cabeza.
El lunes por la mañana, se hizo presente en la chacra una cuadrilla de la
policía rural encabezada por el ingeniero Basavilbaso y el comisario. Los
trámites legales fueron rápidos: muerte natural. El parte policial ampliaba: El
señor ingeniero Gustavo Basavilbaso halló muerto a don Atencio Labarre el
lunes a primera hora de la mañana cuando se presentó a celebrar un contrato
previamente acordado con él. El señor don Omar Morena atestigua el mal
estado de salud que aquejaba el difunto y ratifica la versión del señor ingeniero
Basavilbaso respecto al preacuerdo contractual.
Esa misma tarde notificaron a los hijos de don Atencio del deceso de su padre.
No se tomaron la molestia de ir al pueblo para velarlo, aduciendo que el viejo así
lo hubiese querido. La gente de El Alero les envió por correo el contrato de
arrendamiento que ellos rápidamente devolvieron firmado. No tendrían nada de
qué preocuparse, excepto de pasar por el banco a cobrar su dinero. El ingeniero
les preguntó por teléfono qué querían hacer con las pertenencias de don Atencio,
especialmente con los pájaros, ya que era un problema reubicarlos. Los hijos
propusieron que, si nadie los quería, simplemente los soltaran, ellos no tenían
dónde tenerlos, ni les interesaba.
Un día después el ingeniero en persona con unos empleados fueron a poner en
orden la chacra. Abrieron todas las jaulas, calcularon a ojo que el viejo tendría al
menos unos quinientos pájaros. Abrieron también la jaula del Alfonso, pero
estaba viejo, las alas le pesaban y no se podía remontar, era como si se hubiese
olvidado de volar. Lo dejaron toda una tarde suelto para que hiciera más de un
intento, pero el ave apenas llegaba a corretear unos metros con dificultad, se
tropezaba y caía torpemente. Al final de la jornada, mientras preparaban un
fuego para el asado, los empleados de Basavilbaso entre vinos y risotadas lo
llenaron de perdigones pasándose de mano en mano una escopeta calibre 12/70.

Hoy, dos años después, apenas se ven algunos pocos pájaros en los campos y
de vez en cuando algún jilguero canta posado en la tranquera de don Atencio.
En vivo y en directo

La niebla no acababa de disiparse cuando a eso de las ocho de la mañana el


cuerpo de Soledad Graziani apareció tendido sobre la vereda y fue visto por
doña Elvira, que salía a barrer las hojas. Los chismosos, que tienen por
característica madrugar para salir a levantar su temario del día, se hicieron
rápidamente presentes en el lugar de los hechos para realizar conjeturas y sacar
sus propias conclusiones. Pesquisaron con preguntas a la vecina y a los primeros
policías que arribaron al lugar, y cuando llegó el comisario con el juez de paz a
pedirles que por favor se retiraran, salieron como quien corre a dar la buena
nueva a repartir sus apreciaciones por todo el pueblo.
La policía local estaba desbordada por sucesos nunca antes vistos en un
pueblo donde el último caso de asesinato se fechaba en 1979, una ocasión en la
que un paisano de apellido Gutiérrez, muy regado en vino durante una doma, le
pegó una puñalada a otro de apellido Gorosito motivado por un viejo rencor de
polleras. Exceptuando a la plana mayor de la fuerza (cinco veteranos), el resto
del personal policial eran chicos de menos de treinta años, que se sentían
viviendo una película de terror y no podían disimular ante los vecinos el pavor
que les causaba ser potenciales víctimas.
Con cada niebla aparecía un muerto y este era el quinto en ocho meses. El
primero fue un borrachín del pueblo, apuñalado cuando regresaba del bar
zigzagueando en su vieja bicicleta. El lugar se conmocionó, pero cabía dentro de
la lógica pensar que por fin alguien se había hartado de los atrevimientos e
impertinencias de este personaje y se había decidido por pincharlo. El método
era perfectamente asequible a cualquier imbécil que pudiera tomar un cuchillo
por el mango y, aunque una muerte es una muerte, Rivas no era más que un
pobre viejo borracho y solitario, que de cualquier modo se hubiera muerto de
cirrosis al poco tiempo.
Pero un mes después la niebla dejó el cuerpo de una enfermera del hospital
municipal, la Susi. Tenía un tiro en el pecho y, extrañamente, el asesino se había
llevado el plomo que le dio muerte, eludiendo la pericia balística de la policía.
La reacción de la población ya no fue la misma. La Susi era muy querida y como
partera había ayudado a traer al mundo al menos a la mitad de los siete mil
habitantes del pueblo. Su muerte era incoherente para la mente de los vecinos
que decían que esa era una muerte para un espía, o un banquero, para un
abogado de la ciudad, no para la Susi, una mujer común y corriente, honesta,
trabajadora. Los ánimos de la gente empezaban a revolverse poco a poco y corría
la desconfianza entre unos y otros.
Por orden del intendente, el comisario Cazeneuve solicitó a la departamental
el envío de personal de refuerzo que lo ayudara a encaminar las investigaciones
con el fin de llevar tranquilidad a unos vecinos, que por temor empezaban a
encerrarse con llave los días de niebla, pero sus gestiones fracasaron.
Pablo Rovira, un joven vendedor de agroquímicos de 29 años confió en quien
llamó a su puerta un viernes de niebla y abrió. Al día siguiente lo encontraron
colgado por el cuello del naranjo seco que tenía en el patio. Los investigadores
que la departamental envió como apoyo resolvieron rápidamente que se trataba
de un suicidio tradicional, que la puerta estaba abierta solo por una lógica
despreocupación final y que la carta de despedida hallada en la casa daba indicio
de premeditación.
Cazeneuve en persona comunicó inmediatamente que se trataba de un suicidio
sin conexión con los otros dos asesinatos para calmar las aguas. Habló en la
radio local y para los diarios digitales fue claro; explicó la teoría y la evidencia
que sostenía la investigación, pero nadie le creía. El rumor, que en los pueblos se
esparce como la tierra que levantan las camionetas al pasar por los caminos, se
coló en cada mateada, en cada charla en la farmacia, en cada asado de taller y
compra de almacen. Era otro asesinato y todos lo sabían, aunque no hubiesen
visto ni una sola prueba de ello. Que alguien de confianza se lo afirmara, era
para cualquiera del pueblo una prueba suficiente.
Rompiendo con los protocolos, el comisario llegó a leer en el programa del
canal 5, Noticias de nuestro pueblo, fragmentos de la fatídica carta final de
Rovira, y puso a disposición de la ciudadanía la evidencia del caso para que
fuera observada personalmente en la comisaría. Este hecho desesperado por
cambiar los rumores le costó un sumario interno que lo dejó a un paso de ser
apartado, cosa que evitó la intervención del propio intendente. Cazeneuve se
quedó, como también se quedó la idea que la gente se había formado de los
hechos.
Pasó un mes y medio con breves y esporádicas neblinas, lo que llevó al pueblo
una relativa tranquilidad, pero todos sabían que el invierno estaba muy cerca y
haría de la niebla algo espeso y frecuente. La idea de armarse y montar guardias
con el fin de suplir la inacción de la policía empezó a correr como reguero de
pólvora entre los vecinos. El intendente Bernero empezaba a sentir que la
situación rozaba el desmadre. Si a alguien se le escapaba un tiro en esas guardias
y mataba por error a otro vecino iba a tener asegurada una pueblada que le iba a
costar mucho más que el cargo, por eso, viajó de inmediato a la capital con el fin
de entrevistarse con el gobernador de la provincia, que le prometió enviar
policías de apoyo.
Pero la ayuda no llegó y con la niebla de un silencioso miércoles por la noche
se fue la vida de Esther, una jubilada que fue encontrada por una de sus hijas,
con el cráneo destrozado a golpes. La casa de la viejita, convertida en escena del
crimen, era un espanto. El frágil y pequeño cuerpo indefenso de la señora estaba
tirado en la cocina intacto de la cintura para abajo. Una parte de la cabeza era
solo unas tiras de carne roja donde ya no se reconocía una cara, y el resto estaba
pegado en las paredes y los muebles como una constelación de fragmentos
sangrientos.
El pueblo pasó de enardecido a estupefacto. Más de uno conoció por primera
vez el terror. Solo habían visto algo semejante por televisión, en los casos de las
ciudades que solían reflejar los canales nacionales, pero esto era en vivo y en
directo de verdad, en sus propias narices, con una víctima tan próxima y la
posibilidad tan cercana y real de que cualquiera podía ser el siguiente. Pronto
debía encontrarse un culpable, pero si nadie era el asesino, ¿quién era? Desde
algún lugar empezó a circular una teoría: si el pueblo había vivido en la
tranquilidad por años y todos sus habitantes eran gente normal, el asesino tenía
que ser algún degenerado que venía de una ciudad cercana, o desde alguno de
los pueblos de al lado a cometer las fechorías para luego irse sin dejar rastro.
Todo el mundo creyó esta idea y de a poco cada quien la fue adornando con su
pincelada de imaginación. Que en el pueblo de al lado vivía un tal Farías al que
le decían el loco del cuchillo por haber matado a tres en una pelea, que había
llegado desde la capital caprichito, un asesino múltiple que hacía poco había
recuperado la libertad, que podía ser Fernández, un joven que vivía solo en el
campo y del cual nadie sabía nada, pero tenía pinta de trastornado.
Los propios vecinos fueron armando esta teoría a gusto y conveniencia de sus
prejuicios para evitar ser apuntados como posibles asesinos. Desde la radio y el
diario, el intendente y el comisario también aportaron sus toques a estas teorías,
para paliar un poco su incompetencia en la resolución del problema y apaciguar
la psicosis general. La teoría del forastero demente surgió como un anticuerpo de
las entrañas del desconcierto, era el chivo expiatorio perfecto hasta que hubiese
una certeza, y si la certeza nunca aparecía, la teoría bien podía tomar su lugar.

A veces la realidad no se puede medir con un dedo y el letargo volvió a


romperse con la muerte de Soledad, una joven maestra jardinera de 24 años
degollada con un objeto cortante. El intendente Bernero se vio obligado a
reanudar urgente las gestiones ante la provincia y el ministerio de seguridad para
que tomaran cartas en el asunto. Ante el desconcierto general, la provincia
decidió enviar una división especial con sus mejores investigadores para resolver
las cosas rápidamente.
Bernero intentó recibirlos con toda la pompa que podía ofrecer un pueblo de
capa caída y organizó un evento cultural en la plaza para levantar el ánimo de la
gente. Ante una escasa concurrencia el mandatario subió al escenario a decir
unas palabras, retomó la teoría del forastero demente diciendo que “ningún
loquito de por ahí va a venir a sacarnos la alegría así nomás... y luego presentó al
Equipo Especial de Investigaciones de la División de Homicidios y Delitos
Complejos de la Policía de la Provincia, Dependiente de la Dirección General
del Ministerio de Seguridad y Justicia de la Provincia de Santa Fe. El jefe
comunal solía improvisar sus discursos y hablar haciendo de cuenta que se había
encontrado a la gente ahí de golpe, justo mientras pasaba, pero esta vez necesitó
ayudarse con un papel para pronunciar el pomposo y estrafalario nombre que
traía el grupo.
La verdad era que cuando el ministro de Seguridad le dijo a Bernero por
teléfono que le iba a enviar a sus mejores hombres, el intendente se imaginó
cuatro o cinco vehículos blindados entrando por la calle principal del pueblo,
con diez o quince milicos en cada uno, fuertemente pertrechados con armas
largas cruzadas al pecho. Sin embargo, al pueblo llegaron tres milicos con pinta
de metrosexuales en una camioneta negra opaca de vidrios polarizados, con el
salve a la seguridad que tenían por nombre, ploteado en las puertas.
Por la dificultad de reproducir semejante denominación en la charla cotidiana,
la gente optó por llamarlos el grupo, deslizando pícaras burlas al intentendente
que había prometido a un Grupo Especial de Operaciones, y en lugar de traer un
comando armado, consiguió tres policías que parecían las nuevas estrellas de la
cumbia zonal. No obstante la facha, el grupo tenía muy buena reputación. Había
intervenido en 193 casos de homicidio resolviendo 190, de los tres restantes, los
habían apartado por cuestiones políticas y presiones de gente que no encontraba
conveniente que las causas se esclarecieran.
Antes de darle paso a la banda municipal, que era el plato fuerte del festival,
Bernero invitó al grupo a subir al escenario y cerrando su discurso prometió la
inmediata resolución de los casos. Con esto apaciguaba un poco los ánimos de la
gente, y se atajaba un poco con los medios provinciales y nacionales que ya se
hacían eco de la noticia enviando cronistas al pueblo para transmitir en vivo y en
directo, aunque estos tipos no hacían otra cosa que entorpecer las investigaciones
y poner de mal humor a la gente con su tonada capitalina.
Bernero ya estaba medianamente cubierto, pero el que empezaba a teclear era
Cazeneuve. En el cotilleo cotidiano había vuelto a circular la creencia de que era
un gordo inútil, algo cierto, pero que nadie recordaba marcar cuando no pasaba
nada. La llegada del grupo era como un reproche público a su incapacidad para
resolver los casos y se rumoreaba que la departamental le iba a dar salida en
breve para cuidarlo. Los vecinos veían en Cazeneuve a un milico de escritorio,
de panza prominente que le marcaba el andar al resto del cuerpo, de uniforme
desalineado, y bastante incapaz de hacer otra cosa que no fuera usar la fuerza. La
mitad del pueblo lo detestaba, y la otra mitad hacía como que lo quería.
Apasionado de los programas policiales en la televisión, sacaba de ellos
algunas costumbres que utilizaba para ponerle chimi a sus apariciones y
mostrarse como el hombre fuerte. Se aparecía en los operativos de allanamiento
con camisa de polo, chaleco y mocasines marrones reconociéndose en sus
declaraciones a los medios locales como el cerebro de la acción. También tomó
la costumbre de mirar a cámara y hablarles a los delincuentes como si pudiera
intimidarlos a través de canal 5, pero lo único que despertaba del otro lado de la
pantalla era risa. Todos creían que hacía el ridículo, nadie en el pueblo lo tomaba
en serio, excepto algunas pendejas que se cogía a espaldas de su mujer pensando
que ella no se daba cuenta.
Cazeneuve se puso inmediatamente a disposición de los metrosexuales del
grupo y a primera hora del día siguiente ya estaban trabajando en los casos. Los
vecinos se prestaban solos a hablar e iban a la comisaría a contar de quién
sospechaban, aunque no tuviesen ni una prueba. Todos desconfiaban de todos y
nadie quería darle información a sus vecinos acerca de sus rutinas por miedo a
estar frente al asesino. Sagasti, el ferretero, salió al aire en la radio porque se
había ganado una docena de facturas y contó en charla con el locutor que en el
último mes había duplicado la venta de candados, cadenas y cerraduras.
A una semana de la llegada del grupo, prepararon una conferencia de prensa
en la municipalidad para llevar tranquilidad a la población e informar los
avances de la investigación. No eran muchos: la misma persona había ejecutado
los cinco homicidios y aprovechaba los días de niebla para operar. Algunas
huellas llevaban a pensar que no actuaba solo y que en verdad eran dos, pero eso
no se podía afirmar fehacientemente porque las formas en que se cometían los
asesinatos eran perfectamente posibles para una sola persona. Los agentes del
grupo especial recomendaron a la población redoblar las precauciones los días
de niebla, evitar estar innecesariamente en la calle o lugares públicos, y en caso
de necesidad, hacerlo en compañía de alguien. Por último, llamaron a que, en
vez de alimentar la desconfianza general y las discordias, se informara
constantemente a los parientes y vecinos adónde se iba y con quién, como
también informar los lugares y recorridos fijos que uno frecuentaba para poder
dar rápidamente con cada persona ante una urgencia.
Tras bambalinas, en la comisaría, la llegada del grupo había revuelto el
avispero. Los tres mimados solo compartían información con el comisario y la
forense que venía trabajando los casos. La investigación se llevaba a cabo bajo
cuatro paredes y cualquier diligencia que fuera necesaria era llevada a cabo
personalmente por ellos. Por la habilidad para deshacerse de evidencia y limpiar
cada escena del crimen, el grupo trabajaba la hipótesis de que el asesino fuera un
policía, lo cual, empezó a despertar algunos rencores en el grueso del personal
que se sentía bajo sospecha.
El comisario intentó hasta donde pudo mediar entre sus hombres y los
forasteros, pero los chispazos eran cotidianos y surgían ante cualquier tontería,
cosa que se agravó cuando apareció el sexto muerto.
La niebla de junio arrojó sin vida al ferretero Sagasti en su propio negocio a
una cuadra de la comisaría. Su cuerpo había sido partido con un hacha de su
propio stock. El terror volvió a inundar el pueblo, el asesino seguía matando,
ningún grupo lo amedrentaba. Entre los bolazos que circularon durante esos días
se llegó a decir que la culpable era la niebla, que estaba infundida de poderes
malignos, que el asesino en verdad era Sagasti y al verse acorralado se había
quitado la vida de esa forma tan poco convencional o que el asesino era Bernero,
ya que gozaba con la impunidad de ser el único sobre el que nadie había arrojado
sospechas.
A partir de un anónimo, el hacha homicida fue encontrada cuatro días después
en el auto del cabo Díaz, que fue inmediatamente detenido cuando se encontraba
haciendo su changa por fuera de la fuerza en una panadería. Sus compañeros,
incapaces de creer que un excelente efectivo apreciado por todos fuera culpable,
se pusieron al borde de la insubordinación abandonando guardias y patrullajes,
para tomar la comisaría exigiendo una explicación. Cauzeneuve tuvo que ceder y
ofrecerle a Díaz las mejores condiciones de detención posibles hasta que su
situación se aclarara. Evitó que fuese trasladado a una cárcel común e hizo
acondicionar un calabozo exclusivamente para él, haciendo llevar a la comisaría
su cama para que estuviera como en casa.
Ahora, con un punto de partida, al grupo solo le quedaba interpretar todos los
indicios que les llegaran para construir el perfil delincuencial de Díaz,
investigando su pasado para encontrar y relacionar todos los aspectos de su vida
que pudieran corresponderse con una actividad criminal o desviación anormal.
La primera evidencia era que había sido compañero de Soledad Graziani en la
escuela primaria, pasando por alto el hecho de que en un pueblo con solo dos
escuelas primarias, la coincidencia era prácticamente inevitable. A partir de esto,
sus compañeros de aquellos años creyeron recordar una obsesión del cabo con
Graziani para concluir que era imposible que no le guardara rencor por no haber
sido correspondido hacía más de 20 años.
Sobre Sagasti, el grupo sostuvo en el expediente que el motivo era una deuda,
sin reparar en que no es lo mismo una deuda que una cuenta en un negocio
apenas demorada en sus cumplimientos. Las relaciones con el resto de las
víctimas llegaban a nimiedades: una pelea durante la detención del borracho
Rivas, una supuesta relación sentimental no consentida con la sobrina de la
enfermera y una discordia por esta misma chica con el vendedor de
agroquímicos Rovira.
A las hipótesis no les faltaban testigos que creían que, que les parecía que o
que les habían dicho que. La necesidad de respuestas nunca tiene la paciencia
que pide la búsqueda de la verdad y el grupo no era ajeno a esta paradoja.
Afirmaban que Díaz no tenía coartada, que en cada ocasión comprometida
manifestaba estar solo en su casa y que no podía demostrarlo, eso para el grupo
era un indicio fuerte, siempre y cuando dejaran de tener en cuenta que Díaz era
un policía soltero que en sus ratos libres hacía changas en una panadería para
llegar a fin de mes.
Con una velocidad tan asombrosa que podía confundirse con eficiencia, el
grupo ya había cerrado y elevado a la justicia su investigación exigiendo el
traslado de Díaz a una cárcel provincial. Todas las hipótesis y pruebas, aun
siendo escasas y tomadas a la ligera, fueron avaladas por la justicia en la primera
instancia del caso y suficiente para disponer el traslado del cabo a la cárcel. El
pueblo se convenció tanto de su propio relato sobre la culpabilidad de Díaz que,
cuando tuvieron que sacarlo de la comisaría, los mismos compañeros que lo
habían defendido no quisieron ni levantar la voz para pedirle explicaciones al
comisario. Con Díaz preso, todos tenían lo que querían; la policía, su caso
cerrado; el intendente, su mérito; y el pueblo, su vuelta a la normalidad.

El intendente se complació ante los medios locales, provinciales y nacionales


de haber tomado las decisiones correctas para devolverle la tranquilidad y
seguridad a su pueblo. Agradeció a Piergallini, Lazzaroni y Saldaño del Equipo
Especial de Investigaciones de la División de Homicidios y Delitos Complejos
de la Policía de la Provincia, dependiente de la Dirección General del Ministerio
de Seguridad y Justicia de la Provincia de Santa Fe por su colaboración y
profesionalismo. Los tres metrosexuales agradecieron a las autoridades y
destacaron la ayuda abnegada e incondicional del comisario Cazeneuve, quien,
para sellar el vínculo tan fecundo que habían cultivado en los arduos días de
trabajo, organizó en la noche del domingo un asado de despedida en la comisaría
para los tres efectivos.
El banquete terminó pasada la medianoche. El cura párroco y el juez de paz se
fueron temprano, seguidos por el intendente Bernero. Cazeneuve y los del grupo
se quedaron un rato más contando anécdotas y a la una menos cuarto de la
mañana salieron juntos del destacamento. Una densa niebla empezaba a bajar y
Saldaño bromeó:
—¿No quiere que lo acompañemos hasta su casa, comisario? No vaya a ser
que nos hayamos equivocado de asesino. -Piergallini y Lazzaroni se rieron.
Cazeneuve, que en ningún momento había perdido el humor, les siguió la
corriente:
—¿No quieren que los acompañe yo a ustedes y los cosa a puñaladas? ¡Digo,
para que no les falte trabajo ahora!
Después de reír de la ocurrencia, el grupo se despidió del comisario. Era tarde
y tenían que arrancar a las cinco para estar a las nueve en la capital. Saldaño se
fue a dormir porque le tocaba manejar a primera hora. Piergallini y Lazzaroni
tenían apuro porque le debían una despedida a dos milicas jovencitas con las que
habían empezado algo en los pasillos de la comisaría.

Minutos después de que vimos entrar a Saldaño en su pequeña habitación del


Hotel Bagual, golpeamos a la puerta. Él abrió y sólo llegó a decir; comisario…
Cazeneuve tenía fuerza, le dio un empujón en el pecho con la mano abierta que
lo hizo retroceder tres pasos hasta dar con la cama. El comisario traía su pistola
armada de silenciador y le dio un tiro en el pecho antes de que pudiera atinar a
realizar cualquier movimiento. Saldaño quedó convaleciendo, le brotaba sangre
de la boca e intentaba mirarse la herida como si buscara pruebas de que el tiro
realmente le había dado. El comisario se volteó hacia mí y me preguntó:
—¿Te gusta así?
—Me encanta –respondí, sin poder dejar de ver el brillo de la sangre en la
penumbra.
—Mire, Saldaño –dijo Cazeneuve-, no somos de mediar palabra con las
víctimas, pero usted se las merece. Lo felicito, acá tiene resuelto su caso.
Sin más ceremonia, Cazeneuve lo remató con un inequívoco disparo a
quemarropa en la frente. No podíamos esperar la respuesta de Saldaño, aunque
tampoco creo que hubiera podido darla, teníamos que salir rápido de ahí y no
nos interesaba conversar demasiado con los agonizantes, sino solo verlos morir,
contemplar su último aliento. Disfrutar el instante en que se extingue la vida era
hermoso. Saldaño era lindo y murió con los ojos abiertos mirando la nada en la
pared. La sangre le brotaba cada vez más lento, apagándose. Saqué mis guantes
de látex y la pinza quirúrgica para extraer los plomos y nos fuimos.
A las cuatro y media de la mañana el teléfono de Cazeneuve sonó. Piergallini
y Lazzaroni habían encontrado a Saldaño muerto y lo necesitaban urgente. Para
las nueve de la mañana el asunto ya estaba en boca de todos los vecinos. La
policía tenía al hombre equivocado y el asesino seguía suelto, con la próxima
niebla podía morir cualquiera. A mediodía los medios provinciales y nacionales
se agolpaban frente a la puerta de la comisaría para cubrir la noticia.
El ministro de Seguridad viajó en persona con su comitiva hasta el pueblo y se
reunió con el intendente y el comisario. Para el intendente traía un mensaje del
gobernador: se quedaría en su cargo y correría la suerte política que le tocara
correr, en dos palabras, estaba solo. En cuanto a Cazeneuve, le darían traslado
inmediato a Amstrong, se iría con la mayor discreción posible, sin hacer
declaraciones, a realizar tareas administrativas. El ministro comunicaría su
traslado y la llegada de un nuevo jefe policial.
Cazeneuve protestó e insistió en quedarse, pero el ministro fue inflexible. Nos
vimos unos minutos en su despacho mientras juntaba sus cosas, me preguntó si
quería ver uno más. Yo siempre tenía ganas, siempre quería uno más, pero lo
convencí de que era el momento justo para salirse. El jefe departamental ya me
había comunicado que iba a poder seguir en mi puesto colaborando con los
profesionales que había traído, lo que todavía me permitiría actuar si aparecía
algo que nos complicara. Nadie desconfiaba de la forense de anteojitos que,
pobrecita, joven e inexperta, estaba desbordada por una situación excepcional,
teníamos que aprovechar esa ventaja a nuestro favor.
Ya habría más tiempo para el placer, los besos en secreto, las miradas al vacío
y los últimos suspiros.
Cómo aprendí a ser un hijo de puta

Cuando tenía veinte años tomé un trabajo que me llevó a un puerto del sur del
país, muy lejos de mi casa en Berisso. Era joven, inexperto, y tenía muchas
ganas de hacer mi propio camino, como mi padre había hecho el suyo cuando
vino de Italia acompañado de mi madre, y conmigo en brazos. Las condiciones
adversas para mudarme al sur me eran indiferentes, no como hoy que no podría
trabajar si no tengo aire acondicionado y un asistente que haga el trabajo duro
por mí. Yo ya curtí mis manos y aunque parezca chocante para algunos ver cómo
trato a mis asistentes, lo hago para que aprendan, como aprendí yo, porque sin
esfuerzo no hay recompensa. En aquellos años me fui al sur porque quería
aprender, sabía que cuanto más duro el trabajo mejor sería para mí. Antes no era
como ahora que los muchachos piensan que uno los toma como ayudantes solo
para que le carguen la caja de herramientas... Siempre tienen una excusa para
escaparse a fumar un cigarrillo, o se inventan cualquier cosa con tal de no
trabajar.
En aquel tiempo acababa de recibirme de técnico electricista, y por medio de
un profesor, me contrató una compañía alemana, la Süden Elektrik, para trabajar
como frigorista en las cámaras congeladoras de los barcos que exportaban carne.
El clima en el sur es una cagada, es hostil como en ninguna otra parte del país.
No sobrevive una puta bandera, el viento las deshilacha y las deja hechas una
miseria en dos días, pero a mí me gustaba. La vida laboriosa del puerto y la falta
de diversiones en un lugar tan inhóspito hacían de aquel pueblo el lugar perfecto
para mí. Lo único que me importaba cada día era hacer mi trabajo mejor que los
veteranos que trabajaban ahí, el premio que buscaba cada día era la palmada en
la espalda de esos tipos curtidos reconociéndome un buen trabajo.
Ahora a los chicos todas esas cosas no les importan un carajo, solo quieren
que les pagues para rajarse por ahí a hacer andá a saber qué...a hacer nada,
porque no hacen nada. Para nosotros en aquel tiempo ir al cabaret a calmar los
ardores juveniles y tomar una copa era el premio mayor en una buena jornada de
trabajo. En esos días todavía creía que chupar era una gracia, después, pasando
largas temporadas en los barcos y en rincones del mundo tan desolados que no te
podés ni imaginar, fui testigo de la degradación que ese vicio repugnante causa
en la condición humana, cómo la mancilla y deja demacrado hasta al más
inteligente de los hombres.
Una mañana, el jefe de los electricistas me encargó la construcción de un
tablero para una de las cámaras de los barcos. Por la magnitud del trabajo,
comprendí que era una prueba. El jefe quería que yo solo construyera un tablero
grande como un portón, imagínate: una cosa de cuatro metros cuadrados más o
menos y tan complejo como cambiarle el motor a un avión en pleno vuelo. No
era nada sencillo, pero sabía que si el jefe me lo encargaba, era porque sabía que
yo podía hacerlo. Le dediqué a ese tablero unas diez horas al día. Entraba a
trabajar antes de que empezara mi turno y me iba mucho después, ¡imaginate
pedirle eso hoy a un pibe!, imposible. Tenés que dar gracias si llegan a trabajar a
horario... y encima vigilarlos para que no se vayan media hora antes. Después de
mi turno iba al cabaret solo para hablar del tablero con alguno de los
experimentados, pidiendo consejo para resolver algún tema que me surgía a
medida que avanzaba. Trabajé en ese tablero como la puta madre, tenía solo un
mes para hacerlo. Incluso me iba al astillero a dormir con un par de frazadas para
no perder tiempo en ir y venir hasta donde nos hospedaba la empresa, el hotel de
Paco.
Paco era un marica dueño del único hotel que tenía el pueblo, y también
obviamente, del único cabaret. En esa época el cabaret era el único lugar donde
un puto como él podía mostrar las plumas sin que nadie lo juzgara. Igual,
nosotros no podíamos juzgar a nadie porque éramos unos piojosos abandonados
en el último rincón del mundo, pero lo que te quiero decir es que Paco era un
tipo respetado, con estilo, un amanerado con clase, fino, de modales. Y con esto
tampoco quiero decir que esos tipos bravos que iban al cabaret lo respetaran
porque eran tolerantes y comprensivos, eran todos machistas y muchos, jodidos
mata putos, pero no eran boludos, sabían que si tocaban a Paco no entraban más
al cabaret y se quedaban sin putas.
Paco fue el que me señaló por primera vez al capitán Helmut Foyd, una
mañana de invierno donde hacía un frío de esos que te hacen castañetear los
dientes. Yo había dormido en el hotel porque no soportaba el frío del barco, y
salía para el astillero cuando encontré a Paco fumando en la puerta, el único
lugar desde donde podía regentear el hotel y el cabaret al mismo tiempo, porque
estaban enfrente. De día trabajaba desde la puerta del hotel y de noche desde la
puerta del cabaret.
Esa mañana, supervisaba que los últimos clientes salieran del cabarulo. Me
quedé fumando un cigarrillo con él, y ahí fue cuando vimos salir a Foyd
acomodándose primero el cinturón y después la gorra. A mano cambiada, sacó
una pipa del bolsillo de adentro de su sacón negro de capitán, se lo abotonó hasta
la mitad y arrancó para el astillero a ver cómo iban los trabajos en el barco.
Helmut Foyd era alemán y como todos los alemanes de los que no se sabía
demasiado en aquella época, se suponía que era un nazi escapado. No sé si era
nazi o no, pero era alemán, estaba en la Patagonia en 1954, nadie sabía nada de
su vida y rengueaba de una pierna porque le habían pegado un par de tiros, así
que saquen sus propias conclusiones. Al capitán Foyd le decían el perro, porque
cuando hablaba no sabías si hablaba o ladraba. Farfullaba unas palabras en
alemán que parecían gruñidos y siempre caminaba de costado dando el paso con
su pierna derecha y arrastrando el peso muerto de la izquierda que era la que
tenía la rodilla rota a balazos. A veces iba con algún pedazo de madera viejo que
simulaba usar como bastón, pero en realidad era para darle palazos a los que
hacían mal un trabajo en su barco. Por respeto, nunca me acerqué a hablarle.
Todos coincidían en que era el tipo más hijo de puta que habían conocido.
Los apaleados lo odiaban y no querían ni mirarlo, otros lo esquivaban en la
calle por las cosas que se decían de él. En el pueblo no se hablaba con más de
dos o tres personas. Entre estás dos o tres cuenta Paco, que me confirmó que era
más hijo de puta de lo que se decía. Aun así, nunca nadie se atrevió a decírselo
en la cara, era un hombre que infundía un respeto terrible. La vez que en el
cabaret tuve que usar la pelela después de él, me di cuenta de que en vez de
sentir asco, sentía orgullo de haber compartido algo con él. Esas cosas generaba
Helmut Foyd.
Una tarde, después de todo un día de pruebas, ya estaba completamente
seguro de que mi trabajo con el bendito tablero estaba completo. Me había
asegurado y recontra asegurado que todo funcionara correctamente y una vez
bien convencido de mi trabajo, levanté el tubo del interno y llamé al jefe de
electricistas para que viniera a verlo:
—Carmona, ¿cómo le va? –dije-. Habla Genta. El tablero de la cámara ya está
listo para que baje a probarlo.
—¡Qué bárbaro, Genta! ¡Muy bien, en tiempo y forma! –respondió-. De
inmediato le aviso al capitán Foyd, él va a bajar a supervisar el trabajo. Espérelo
allí nomás, al lado del tablero.
Se me puso la piel de gallina.
No me esperaba que el perro viniera a ver mi trabajo, empecé a pensar cómo
iba a reaccionar cuando lo viera, qué le tenía que decir, si lo iba a esperar de pie
junto al tablero, si me iba a sentar en la escalera, en el piso. Si correspondía
hacerle una venia cuando llegara, o no; si tenía que evitar mirarle la pierna
machucada, si vendría con un bastón. Pensé en todo lo que te puedas imaginar, y
al final, me decidí por no hacer nada, por esperarlo de pie junto al tablero como
me había pedido Carmona.
Debí haber parecido un tano sufrido con mi boina entre las manos, pero la
había usado para limpiarme un poco la transpiración y como estaba muy sucia
me daba vergüenza volver a ponérmela y que Foyd me dijera algo cuando la
viera. No quería hacer absolutamente nada que lo disgustara, quería ganarme su
respeto con un buen trabajo, que solo me dijera muy bien, en ese español de
mierda que hablaba, para mí ya era suficiente. De pronto escuché los pasos del
perro: ¡Pum! ¡Schhhhhck! ¡Pum! ¡Schhhhhck! ¡Pum! ¡Schhhhhck! El primer
paso hacía retumbar el piso del barco debajo de su bota y el segundo arrastraba
la pierna izquierda; parecía que le iba a sacar chispas al acero laminado. Lo oí
clarito farfullar palabras que no se entendían nada y ahí empezó a bajar la
escalera caracol saltando en un pie: ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Venía con la pipa
en la boca, pero no me animé a decirle que en esa sala no se podía fumar. No
traía ningún palo como bastón y se tomaba con las dos manos de las barandas de
la escalera para bajar columpiándose.
Cuando lo tuve frente a mí me percaté de lo alto que era. Debía medir casi dos
metros y tenía una barba corta, pero espesa. Me clavó la mirada y sin decirme
una palabra se dirigió al tablero. Lo vio de punta a punta con un ojo
completamente abierto y el otro entrecerrado como si mirara por el agujero de
una cerradura. De repente se volvió a poner la pipa en la boca para liberarse las
manos y empezó a pegarle trompadas y manotazos a todo, teclas, luces,
medidores. Pensé que estaba loco, que me iba a destrozar los comandos e iba a
cortar los cables, hasta que llegó con esos manotazos enloquecidos hasta el
extremo donde yo estaba parado. Me volvió a mirar, se dio vuelta, hizo una
gárgara asquerosa y lanzó un terrible escupitajo que fue a dar en el medio de un
medidor.
El escupitajo no era saliva, era una cosa horrible verde y marrón casi del
tamaño de un huevo frito y te diría también con la misma consistencia, porque
era una porquería espesa a la que le costaba resbalar por el vidrio donde se había
pegado. El perro dio media vuelta y se fue como vino mientras yo veía esa
porquería bajar lento por el tablero. Me dio tanta bronca, le había dedicado tanto
tiempo a ese tablero de mierda, le había tomado tanto cariño, que hubiese
preferido que me escupiera a mi.
Yo estaba re caliente. Me fui derecho a la oficina de Carmona a contarle lo
que me había pasado:
—El perro es así, Amadeo, usted ya lo sabe –me contestó.
A mí lo que más me reventaba era que no me hubiera dicho nada, ¿por qué lo
había escupido?, no sabía qué pensaba del trabajo, si estaba bien hecho, si estaba
mal, si tenía que empezar de cero, necesitaba alguna respuesta:
—¿Pero está bien o no, Carmona? ¿Qué le dijo el perro? ¡Baje usted a verlo
por favor y dígame si tengo que cambiar algo o qué!
—¿Y usted qué piensa, Genta? ¿Que lo escupió porque le gustaba?
Carmona era un gordo pelotudo que no sabía nada, me boludeaba desde atrás
del escritorio. No le di pelota, me fui de nuevo al tablero. Lo revisé una y mil
veces buscando los errores. Me tomé un día para pensarlo, hice varios bocetos
con lápiz y papel, pensé la mejor forma de ubicar los controles para hacerlo
sencillo de manipular, acorté la mayor cantidad posible de circuitos
economizando cable y energía, lo que me permitió entre otras cosas prescindir de
dos baterías que dejé como repuesto.
Volví a dormir en el barco para terminar las mejoras a tiempo, tenía solo
cuatro días, y ya había usado uno para pensar. No salí ni siquiera al cabaret y un
marinero amigo se encargaba de llevarme algo para comer. Llamé de nuevo a
Carmona, le pedí que bajara a ver el tablero, pero me dijo que Foyd lo iba a ver
personalmente a última hora del día. Era media tarde, así que salí a dar una
vuelta para cambiar el aire hasta que el perro se dignara a aparecer. Cuando
volví, me encontré con otro garzo marrón y verde más grande que el anterior,
deslizándose por el tablero.
El perro había venido antes, no me había dado oportunidad de explicarle las
mejoras, se había cagado en mi laburo otra vez. Tuve tanta bronca que fui a
buscarlo.
Me habían dicho que estaba en el hotel, pero cuando llegué Paco me avisó que
acababa de cruzar al cabaret. Fui al cabaret, entré y lo vi sentado en la mesa del
fondo con una de las putas en la falda. Me acerqué tratando de contenerme lo
más posible, no iba a cagarlo a trompadas, porque tenía todas las de perder.
Solamente quería una explicación. El tipo me había ofendido, y yo seré lo que
sea, mal hablado, loco, mal llevado, o si querés, tarado, pero había laburado
tanto en ese tablero y sin mediar palabra este tipo fue y lo escupió así nomás.
Me paré enfrente, solamente nos separaba la mesa, la puta vio que yo estaba
ahí, pero él ni me registró, ni siquiera me echó una mirada como para que me
fuera, sino que seguía intentando frotarle la cara por entre las tetas a la gorda,
entonces le dije: Capitán, necesito hablar con usted. Recién ahí el tipo me miró.
No me dijo nada, pero me hizo una seña con el vaso como invitándome una
copa. No, gracias -le dije-, quiero hablar con usted. La puta tuvo miedo de que
nos agarráramos a trompadas entonces se paró y se fue, eso puso al perro de mal
humor:
—¿Qué pasa? -dijo de mala manera, en un español a boca cerrada.
—Usted me ofendió hoy -le dije como increpandolo-, quiero una explicación.
—Yo no lo ofendí.
No sabía si me lo decía en serio o si era tan hijo de puta como para tomarme el
pelo aprovechándose de mi bronca, pero sin perder ni el enojo, ni la calma, le
dije:
—Sí, usted escupió el tablero al que yo le dediqué más de un mes de trabajo y
ni siquiera fue capaz de decirme qué fue lo que estaba mal hecho.
El perro hizo un silencio y me pareció verle una media sonrisa debajo de la
barba:
—Porque no había nada mal hecho -dijo.
La contestación me sacó de mi lugar, me quedé sin saber qué decir mientras él
se empinaba su vaso de ginebra, tenía que estar tomándome el pelo. Al borde de
estallar le hice la pregunta con la que tendría que haber comenzado la
conversación:
—¿Y entonces por qué carajo escupió mi tablero?
—Me alegra de que por fin putee -dijo con sorna-, escupí el tablero porque
estaba bien hecho.
Se rio de mi bronca otra vez, metió un trago, yo esperaba que me echara,
porque ya había perdido el coraje que se necesita para darle la espalda a un
capitán después de que se lo increpa. Sacó la pipa de su bolsillo sin encenderla y
usandola para señalar el astillero como si la necesitara para hacerse entender
mejor, agregó: -Si yo no hubiese escupido su tablero, usted habría pensado que
lo hizo bien, y lo hizo bien, pero no hubiera sabido que podía hacerlo mejor.
Un comentario desafortunado

Alberto Mazza era el único plomero de mis pagos, allá en Chubut. En realidad,
de lo que en aquel momento era la Gobernación Militar de Comodoro Rivadavia,
un nombre que aún perdura en algunas libretas de enrolamiento de gente como
yo, que no se desprende del pasado y arrumba cosas en el fondo de algún cajón.
Alberto llegaba siempre corcoveando en una chata destartalada que tiraba cerca
de la mía al costado del bar. Éramos los únicos dos privilegiados del pueblo que
tenían camioneta, los otros que se acercaban, vascos, tanos y galeses, ataban los
caballos al otro lado del bar para evitar cualquier accidente. Allá sobra espacio y
más sobraba en aquella época en que el bar era la única construcción en
quinientos metros a la redonda, enclavada como un faro en el suelo seco y
pedregoso de la Patagonia.
Alberto era tan buen tipo como mal plomero. Te arreglaba una cosa, pero
antes te rompía otra. Si te parabas a mirar las estrambóticas conexiones de caños
que hacía nunca ibas a encontrar uno que corriera prolijamente pegado a la pared
hasta una canilla, ni un codo que no goteara. Ponía los caños siempre torcidos y
las conexiones parecían más la defensa de tubos de la casa que su red de agua.
La explicación que tenía para justificarse era que la fuerza de gravedad se
encargaba de todo y su modesta tarea solo consistía en ayudarla.
Como buen tano que era, se vanagloriaba de venir del norte de Italia para
diferenciarse de los sicilianos, a los que consideraba gente de segunda, pobres
sin oficio que habían venido a la Argentina a matar el hambre. Él, en cambio, se
jactaba de ser un hombre de múltiples oficios y hablaba como si toda la tradición
renacentista y romana de Italia vivieran a través de su presencia. Pero lo cierto es
que era hijo de un empleado de correos de Forlì-Cesena y había nacido en un
pueblito llamado Fiumana.
Alberto era tan borracho como dado para contar historias, por lo que su
palabra no era precisamente lo que los periodistas llaman una fuente confiable.
Como todo aficionado a la bebida y a la parla, mezclaba datos verídicos con
fantasías de su propia cosecha. Los datos precisos se volvían poco a poco
indiferenciables de las mentiras, lo que hacía que quince minutos después de que
empezaba a hablar, ya no se podía diferenciar la verdad de la mentira. La
diferencia existía y se notaba cuando contaba alguna historia de nuestro paraje,
ya que alguno que otro salía a desmentirlo, a corregir un nombre, o a contar la
otra campana que algún fulano le había acercado.
Si la historia que contaba Alberto había ocurrido en Comodoro, siempre
alguno tenía otra versión. Si había ocurrido en Buenos Aires, las correcciones
eran menos, pero alguno de los oyentes podía llegar a preguntar algún dato más
como para ubicar bien en qué barrio había ocurrido, aunque solo tocara de oído
en la geografía porteña. Si los hechos habían ocurrido en Italia, el silencio de los
peregrinos era total, como lo fue aquella vez que contó esta historia.

Tomábamos una caña y hablábamos de bueyes perdidos, como siempre,


cuando Alberto volvió a sacar el tema de la rivalidad entre el norte y el sur, a
despotricar contra los sicilianos y los napolitanos y todo lo que ya teníamos
escuchado por demás. Sin ánimos de escucharlo otra vez, Octavio Paladino, un
hijo de calabreses, le dio un puñetazo jocoso, pero duro, al estaño y trató de
cortarle el monólogo antes de que empezara: ¡Vos y los sicilianos son lo mismo,
al final terminaron todos acá! No, no, no, no y no -dijo Alberto-, yo no vine con
una mano atrás y otra adelante, ni me vine porque no tuviera nada que hacer allá.
-¿Y entonces por qué viniste? -lo prepoteó Paladino. Alberto tomó aire como
para hablar, pero se calló. Pensé que buscaba en su cocoliche raro una palabra
que no conocía en castellano, pero la cara se le cayó y la voz se le apagó cuando
dijo: Me fui de Italia porque estuve metido en un asunto muy complicado... miró
el vaso, pasó el dedo por el borde, se terminó el fondo de caña que le quedaba y
siguió:
Me fui de Italia para escapar de la parca. Sin quererlo tuve que ver con la
muerte de un hombre y para no seguirle los pasos a la tumba tuve que dejar mi
país. No había terminado la escuela y me fui de Fuimana, muy jóven, a los 17.
Mi padre estaba enojado porque había abandonado la instrucción, pero yo no
necesitaba aprender más de lo que ya sabía, y en mi pueblo natal, no tendría otra
oportunidad que la de llegar a ser cartero para toda la vida. Por parte de mi
difunta madre, tenía una tía en Parma, y para allá me fui. La tía Andrea tenía
para mí el trabajo de ayudante de mi tío Alessandro, que necesitaba atender cada
vez más coches en su taller mecánico. El tío Alessandro me enseñó todo lo que
sé de autos, y hasta diría, de la vida. Arreglábamos al menos cuatro coches al
día. Empezábamos bien temprano. ¡Parma es bella por las mañanas como las
mujeres que despiertan en mi cama! ¡Una doncella radiante! Trabajamos hasta el
atardecer, el momento en que yo dejaba el taller e iba por un aperitivo a la
cantina de Giordano Carrezza, uno de mis mejores amigos.
Otro de mis grandes amigos en Parma fue mi primo Lucciano, que en realidad
vivía en Milán, pero venía a casa de la tía una o dos veces al mes. Tenía dos años
más que yo, los dos nos llevábamos de maravilla, éramos muy compinches y
teníamos muchas andanzas juntos. El primo Lucciano era divertido, le encantaba
ir a ver el fútbol, y a mí más que a él. Íbamos a jugar a las cartas, a ver chicas a
la Piazza Garibaldi. Yo siempre caminaba con alguna mientras el primo
Lucciano le daba a la parla con otra. El primo tenía mucha llegada porque era un
fasci de la primera hora y a las mujeres de ese tiempo las volvía locas la camisa
negra. Nunca supe bien qué hacía mi primo, pero por ese entonces, trabajaba
para el gobierno en Milán y ganaba muy bien. A mí no me interesaba la política
ni todas esas cosas, entonces por más que me explicara qué hacía no iba a
entender. Me parece que la política no sirve para nada, ¡los políticos se terminan
quedando con todo y a uno no le dan nada! ¡y de yapa pretenden que uno salga a
defenderlos a la calle! ¡Macana!
Cuando Italia entró en la guerra yo tenía 27 años, el primo Lucciano dejó de
venir a Parma y se dedicó más a la política, con suerte, enviaba a la tía Andrea
una carta de vez en cuando contando siempre que le iba muy bien. Yo, por mi
parte, trabajaba junto al tío Alessandro tan ferocemente como siempre, pero él
1

podía pagar cada vez menos. ¡Era comprensible, Italia estaba en guerra y dejaba
de haber plata y comida! Yo siempre fui honesto y sincero, le dije al tío que
planeaba irme a un lugar donde pudiera estar mejor, además de que no quería ya
ocupar lugar en casa de la tía. Necesitaba mi propia casa, ya saben, uno necesita
invitar a una chica a su propia casa, no a la casa de la tía, uno necesita un poco
de privacidad cuando se hace grande.
Me fui a Turín. Giuseppe Gianfranco, un tipo que también iba a la cantina de
Giordano, tenía un hermano que se dedicaba a la plomería y buscaba un
ayudante. Ahí aprendí todo lo que hoy sé del oficio. Me iba muy bien, pude
alquilar un cuartito en una residencia, un conventillo, como le dicen en Buenos
Aires. No era mejor que lo de la tía Andrea, pero al menos tenía independencia y
privacidad. Hacía lo que quería ¡y en Turín que es una ciudad fantástica!
Mujeres, vino y diversión ¡además de buen fútbol!
Yo no tenía mucha idea de lo que pasaba alrededor, no me preocupaba. Sabía
que estábamos en guerra, por supuesto, no era un burro, los nazis y el Duce,
contra el resto del mundo, pero en Italia, se vivía bien si se sabía vivir. A mí
siempre me faltó todo, por eso no entendía razones cuando la gente se quejaba
que faltaban cosas. Yo tenía pan, vino y mujeres, no me faltaba más. Ese año el
Duce había firmado con Hitler un acuerdo que decía que si Alemania iba a la
guerra, Italia iba también.
Eso fue polémico, el conde Ciano, que manejaba la política exterior de Italia
le había aconsejado al Duce no firmar el acuerdo porque decía que los italianos
no estábamos preparados para ir a la guerra. Tenía razón, pero Mussolini no le
hizo caso y lo firmó igual pensando que los alemanes no iban a ir ninguna
guerra, pero al final terminaron invadiendo Polonia ese mismísimo año. Desde
esa vez, los nazis le hicieron la cruz al conde Ciano por negarse a colaborar. El
conde era yerno de Mussolini, estaba casado con su hija Edda, por eso, nadie se
atrevió a decirle que había quedado como un pelotudo con los alemanes. A mí,
como les decía, la política no me interesaba antes, ni me interesa ahora, pero esto
tiene que ver con mi historia también, así que presten atención.
El conde Galeazzo Ciano, ahora no era muy querido ni por los nazis, ni por
los italianos. Era un teso, un estirado. Venía de una familia cajetilla. Su padre era
veterano de la primera guerra, y como Ciano se hizo fasci desde un primer
momento en la marcha del 22 tenía prestigio. Dicen que era muy inteligente para
la política y lo mandaron a varios países, hasta estuvo acá, en la Argentina. Para
mí vieron que era inteligente, pero al mismo tiempo por pituco, no lo querían. Lo
pusieron en un cargo así de diplomático para mandarlo lejos y no verlo. El conde
era nariz parada, le gustaba el lujo, tenía un Alfa Romeo último modelo
colorado, iba a lugares distinguidos, a los mejores salones de Milán, de Roma, a
las fiestas en los grandes palacios. Conocía a todas las actrices de las películas y
a mucha gente importante del norte. Era un ventajero si, todo el mundo sabía que
se había casado con la hija del Duce por interés, porque era vanidoso y le
gustaba la plata como a todos, pero con la guerra la cosa se le puso complicada,
porque no quería apoyar a los alemanes ¡y tenía razón!, nosotros no podíamos
pelear contra nadie, pero no creo que no quisiera ir a la guerra porque los
italianos no podíamos pelear, no quería ir a la guerra para no ensuciarse el traje,
para no perder los privilegios y la vida acomodada.
Pero bueno, ya estaba en el baile como dicen acá. Los alemanes querían que
peleáramos con ellos, entonces, le declararon la guerra a los ingleses y a los
franceses. El Conde Ciano, que no había aprendido de la primera lección, se
volvió a poner en contra. Mussolini le daba la razón porque pensaba como yo
que de verdad no podíamos ir a la guerra. Cuando vio que los nazis ganaron
Francia, fue vivo y le declaró la guerra cuando ya estaban vencidos. Hizo bien,
dejó contento a Hitler, pero los otros nazis no eran tontos, sabían que Ciano no
los quería y que Mussolini le daba mucha bolilla a lo que decía.
A mí no me interesaba la política, yo sabía todo esto de la calle. En Italia no se
hablaba de otra cosa en aquel momento. La gente comentaba acá y allá, todos
sabíamos que Ciano era un fifí que la daba de galán con las minas más lindas de
Italia. Muchos conocidos me contaron historias de él, que en las fiestas se ponía
una capa, como si fuera un príncipe, que galanteaba con todas las mujeres de la
nobleza, aun casado con Edda, y que su sexualidad era dudosa.
Yo, más modesto que Ciano, estaba bien con mi nueva vida de plomero en
Turín, pero ya en el cuarenta y pico, la cosa se empezaba a poner fulera.
Perdimos batallas en África, los alemanes estaban demasiado ocupados para
ayudarnos y era seguro que los aliados se nos vendrían encima de un momento a
otro, estábamos perdiendo la guerra y el Duce buscaba soldados por todas partes.
Ahí me empezó a preocupar un poco mi situación: si no tenía un empleo estable,
de seguro me despacharían al frente. Necesitaba estabilidad y no podía
escaparme de Italia, no tenía un centavo, además de que no sabía cómo, ni
adónde. Toda Europa era un despelote y, en ese momento, ni siquiera sabía que
existía un país como la Argentina. ¡Madonnna santa, si lo hubiera sabido antes,
el sol habría salido para mí! ¡Pero no! No lo sabía y si lo hubiera sabido no me
habría enredado en esta historia que les cuento.
No tenía dónde ir, no podía volver a lo de mi padre, porque ya había muerto,
no podía volver a lo de los tíos, porque tía Andrea estaba gravemente enferma.
El tío Alessandro la cuidaba, los pobres apenas podían subsistir y yo hubiera
sido una carga. Se me ocurrió escribir a mi primo Lucciano. Envié una, dos, tres
cartas a Milán a las viejas direcciones que tenía, pero ninguna tuvo respuesta. Ni
siquiera sabía si seguía viviendo allí porque hacía tiempo que no tenía más
noticias de él que las que por carta me había dado el tío Alessandro. La situación
de Italia se tornaba grave, los aliados ya estaban en Sicilia, en Turín cada vez
había menos trabajo. Mi situación no era mejor, ya casi no me alcanzaba para el
pan, comía salteado para ahorrar dinero, incluso a veces tomaba la sopa en
alguna iglesia, no sin sentir un poco de vergüenza por sacarle el alimento a un
pobre que lo necesitaba más que yo. Medité unos días, resolví asuntos
pendientes en Turín y me decidí a partir a Milán sin nada, para intentar encontrar
a primo Lucciano por mi cuenta propia.
No me sobraba el dinero, pero me alcanzaba para tomar el tren: Santhia,
Novara, Rho, y en tres horas estaba en Milán, pero ¿cómo encontraba a primo
Lucciano? No conocía a nadie más en Milán, no me sobraba una moneda y tenía
que encontrar un trabajo para no caer en la leva del Duce. Creo que cuando mi
querida mamma me trajo a este mundo estaba más parada que yo cuando bajé del
tren en la estación de Porta Garibaldi. Hice unas cuadras hasta la Piazza della
Repubblica, me senté a descansar y pensar cómo seguir. No era fácil, ¿por dónde
empezar?, ¿por conseguir una pensión?, ¿una habitación en una casa?,
¿conseguir un trabajo?, ¿buscar a primo? En ese momento, cuando me
encontraba attraversato la mia mente como un león, attraversato por una lanza
2

en la arena del coliseo, pasaron dos fascistas alborotados.


¡Ahí estaba! Si el primo Lucciano era más o menos importante como él decía,
quizás estos dos lo conocían. Me puse de pie y fui hacia ellos, pero a mitad de
camino me paré. Si primo era de verdad importante, no podía yo ir así nomás,
parar a dos fasci y preguntar por él. ¿Si se les daba por pensar que yo era un
espía? ¡Me mandaban a la cárcel y me torturaban hasta confesar!, o peor, iba, los
paraba, preguntaba por primo Lucciano, y me decían: Sí, señor, sabemos quién
es. ¿Y usted quién es?, ¿por qué pregunta? Yo respondía: el primo. Enseguida
me iban a preguntar: ¿Y qué quiere usted?, ¿qué hace? ¡Ahí se enteraban que
vagaba sin oficio y me mandaban al frente inmediatamente a pelear! ¡No! Tenía
que ser più intelligente: me mantuve a distancia y los seguí para ver adónde iban.
Caminé unas cuantas cuadras tras ellos, conversaban a los gritos, pero no
escuchaba qué decían porque estaba lejos y sus voces se perdían en el bullicio de
la calle. Los veía hacer ademanes con las manos y tomarse la cabeza. De pronto,
doblé la esquina y los vi perderse en un tumulto a mitad de cuadra. Fascistas
alborotados ocupaban toda la calle a los gritos. Me quedé duro y dudé de
acercarme más. Me acomodé el pelo y a pesar del frío, me colgué el saco del
brazo para que no se le notaran los codos rotos. Puse mi mejor cara de ciudadano
preocupado por la política y me acerqué a ver qué pasaba. Observé rápida y
percettivamente cuál de ellos tenía cara de más amigable, dos fasci jóvenes que
conversaban entre sí contra la pared frente al edificio donde se juntaba la
multitud. Me acerqué al que negaba con la cabeza mientras estrujaba un
periódico y le pregunté qué pasaba, ¡cómo dice! Me gritó con el rostro
desencajado de indignación. Me puso de un manotazo su diario contra el pecho y
dijo conmovido casi hasta las lágrimas ¡arrestaron al Duce! Lo derrocaron. Fue
un golpe de palacio -me explicó el otro- más tranquilo. Notaba en sus voces que
estaban desconcertados, pero lo expresaban de forma distinta, este con la fría
resignación ante los hechos, aquel con una angustia contenida que luchaba por
salir.
Desdoblé el diario que el primero me había puesto en el pecho, era Il popolo
d’Italia, el periódico de los fascistas, y leí: El Consejo Superior Fascista llama
al Duce Benito Mussolini a importante audiencia con el rey Víctor Manuel III.
La columna decía otras cosas más de política que no entendí y dije: ¡pero no dice
que lo arrestaron! El más conmovido no me respondió y miró hacia la
muchedumbre para que no pudiera verlo llorisquear. El calmo me explicó: lo
emboscaron, fue a la audiencia, lo destituyeron y cuando salió lo arrestaron.
Estamos intentando saber adónde lo llevaron. Asentí con la cabeza, devolví el
diario al calmo agradeciéndole y me di la vuelta para marcharme por donde
había venido, ahora encontrar a mi primo Lucciano iba a ser el doble de difícil.
No podía meter la pata. Si estaba con los golpistas y yo preguntaba por él al fasci
equivocado, mi destino estaba marcado, mi suerte echada...Si descubrían que era
primo de un traidor, quizás me torturaban, me fusilaban, ¡quién sabe!

De repente, la multitud estalló en un bullicio y como un bálsamo, como el


manto de la virgen, llegó a mis oídos una voz que pedía a los gritos:
¡Camaradas, camaradas! ¡Silencio, camaradas! Me volví hacia el edificio de
enfrente y vi al primo Lucciano salir resplandeciente como un gran líder, como si
fuera el Duce mismo. Pedía orden. La multitud lo acató y se callaron todos.
¡Primo lucía radiante! Y a viva voz dijo algo que recuerdo palabra por palabra:
Camaradas: Tenemos noticias. Nuestro querídisimo y bien amado líder, el Duce
Benito Mussolini, ha sido trasladado por los asquerosos traidores y golpistas de
nuestro movimiento a la isla La Maddalena. ¡La gente prorrumpió en un alarido
general y el bullicio volvió a ganar la escena! Primo Lucciano pidió calma otra
vez. Con aire sereno, lo hizo dos o tres veces hasta que logró que la atención
volviera sobre su persona y agregó: camaradas, solamente les pedimos cordura.
La multitud volvió a prorrumpir en un alboroto general, como cuando en el
fútbol, il capitano del equipo toma la pelota, pero ahora, al primo le bastó un
firme gesto con la mano para hacerlos callar. Camaradas -dijo- comprendo a la
perfección los sentimientos que los asaltan en estos momentos porque son los
mismos sentimientos que io porto nel mio cuore . No obstante esto, debemos ser
3

piu intelligenti, volver a nuestras posiciones y seguir las órdenes de nuestros


superiores a la espera de las instrucciones que lleguen de nuestros más leales
camaradas de Roma. La muchedumbre aplaudió escandalizada al primo, que
giró sobre sus talones y volvió humildemente dentro del edificio.
Yo también giré sobre mis talones, aproveché la ocasión para hacer una
picardía y seguir mi juego de hacerme el desentendido. Me volví hacia los
muchachos con los que había hablado antes y les pregunté quién era el que
acababa de hablar, mas era mentira, yo ya sabía, porque era mi primo, pero
quería sacarles una información más. El colérico me respondió: Lucciano
Gilardino. La mano derecha del potestà -me completó el otro-. Asentí con la
4

cabeza, no quería alterarlos de ninguna manera, hice algunos pasos y me quedé


en la esquina pensando. Los ánimos estaban muy caldeados. El primo era ahora
alguien importante, ¿cómo hacía para acercarme a él?
De a poco los fascistas se empezaron a dispersar. Yo seguía parado en la
esquina en mi papel de hombre del pueblo y simulaba esperar a alguien para no
levantar sospechas. Miraba de reojo la puerta del edificio para ver si el primo
asomaba, no quería que se me escapara, ya tenía una idea. La muchedumbre se
disolvió por completo cuando caía la noche, solo quedaban dos grupos de tres
conversando en toda la cuadra. Me enfoqué en la puerta del edificio y caminé
hacia ella con decisión. Iba a entrar sin pedir permiso, como si fuera de la casa,
pero cuando llegué a la puerta ¡pum!, ¡dos fasci me cerraron el paso y me
preguntaron con violencia. ¡Eh, ¿qué quiere usted?, ¿adónde va?!, pero yo,
vivo, como dicen ustedes, no entré en pánico, tenía todo planeado. Con decisión,
y como si les diera una orden respondí a toda voz: ¡Pronto, traigo noticias de
Roma para Gilardino, soy su primo Alberto! Los guardias se miraron y de
inmediato uno de ellos me pidió que lo siguiera dentro del edificio. Subimos las
escaleras hasta el cuarto piso, el último. El fasci se detuvo, se dio vuelta y me
pidió que esperara. Cruzó el pasillo hasta el final, golpeó una puerta a su
derecha. Alguien abrió, cruzaron unas palabras que no escuché y el guardia
volvió hacia mí. Desde la mitad del pasillo me hizo el gesto con la mano para
que lo siguiera y me acompañó hasta el despacho.
Entré ¡y qué alegría que me dio ver al primo Lucciano!, pero no pude decir
palabra. Hablaba con dos personas y cuando me vio me hizo seña para que
esperara, como era de suponer, estaba muy ocupado. Terminó de dar las
instrucciones, echó a los dos tipos y ahí sí ¡qué abrazo que nos dimos! De
inmediato me preguntó qué noticias traía de Roma, ahí le confesé que era una
mentira para que me dejaran pasar, ¡no le iba a mentir a él! y me dijo: Eh, me lo
supuse, siempre igual, primo, siempre mintiendo y nos reímos como dos
bambinos con cosquillas.

Sentado frente a su escritorio empecé a explicar rápido mi situación, temiendo


que de un momento a otro se fuera volando por algún compromiso, y así fue: a
los diez minutos llegó un fasci de cara cuadrada y nariz chiquita para decirle al
primo que lo necesitaban urgente en una reunión con los que mandaban el
sindicato. Antes de que pudiera decir palabra, el primo hizo llamar con el fasci a
otro ayudante y con esa forma de resolver problemas haciendo el mínimo
esfuerzo, le dio órdenes. Luego, me dijo a mí: Primo, Paolo te va a hospedar en
la ciudad. Lo que necesites se lo pides a él y me esperas ahí. Yo iré por ti cuando
todo se calme un poco aquí, y hablaremos de todo lo que ha pasado en estos años
en que no nos vimos, ¿capito? 5

Paolo era un tipo agradable. Tras su cara ruda, había un muchachito amable,
siempre de buen humor. Me llevó a un hotel de lujo en el centro y me instalé ahí
como si fuera un emisario extranjero. Me dijo que podía comer en el restaurante
del hotel tanto como quisiera, y hasta me dio algo de dinero por si tenía otros
gastos. Lo único que me pidió a cambio fue informar siempre en la recepción
adónde iba cuando salía. Yo accedí, ya que me pareció poca cosa para dar a
cambio. Los primeros días ¡disfruté del hotel como nadie, me sentía un
príncipe!, ¡y me lo merecía después de tanta miseria! Dormía hasta las 12 del
día, bajaba al restaurante y tomaba unos almuerzos que ¡Madonna! Después
salía a pasear por la ciudad, entraba a los bares a tomar café y disfrutaba de
pasear todo el día como si estuviera de vacaciones. ¡En mi miserabile vita había 6

tenido vacaciones y supuse que eso era estar de vacaciones!


Así pasó una semana y otra y otra, y ninguna novedad del primo. Pregunté en
el hotel si todo estaba bien, si todo estaba pago, y me respondieron amablemente
que no me preocupara por nada, que el ayuntamiento de Milán se encargaba de
todo. Un día apareció Paolo, venía a cerciorarse de que estuviera bien. Le dije
que sí, por supuesto, pero que no había tenido noticias del primo. Me preguntó si
leía los diarios. Dije de nuevo que ¡por supuesto! (era una de las pocas cosas que
me sacaba del aburrimiento), entonces sabrá -dijo- que toda Italia está
convulsionada y que su primo se encuentra en una misión especial para tratar de
volver a poner todo en orden. Me sobresalté porque imaginé a mi primo en el
frente con un fusil y pregunté: ¿Qué misión?, ¿dónde? Paolo contestó sobrio:
Amigo mío, ni yo lo sé, eso es confidencial.

Después me enteré que la misión confidencial era el rescate del Duce del
Hotel Campo Imperatore, donde estaba preso. Un centro de ski en el medio del
Gran Sasso d’Italia, donde no se podía entrar de otra forma que no fuera por
funicular. Pero los alemanes hicieron bien, armaron un operativo especial,
tiraron paracaidistas desde una avioneta, agarraron al Duce y se fueron en veinte
minutos sin pegar ni un tiro. De ahí, lo llevaron primero a Viena y después a
Alemania para mostrárselo a Hitler. Unos días después, el Duce apareció en
Milán. Estas noticias eran mi entretenimiento de la mañana en el café del hotel,
ya casi ni salía a la calle del aburrimiento, y en una de esas mañanas que leía el
diario apareció por la puerta el primo Lucciano con Paolo por detrás. ¡Me paré
de un salto para saludarlo!, pero no llegué, el primo dijo: Alberto, toma la
maleta, nos vamos a Saló.
Paolo fue directo a la recepción a firmar mi salida y el primo Lucciano volvió
de inmediato afuera para esperarme en el auto. Agarré la única valija que tenía y
me subí al coche. El maletero iba lleno y tuve que llevarla todo el viaje en la
falda. Paolo y yo en el asiento trasero, el primo Lucciano, en el asiento del
acompañante y un chofer, Luca, que nos llevaba camino a Saló. Ahí pregunté
qué era todo eso, si estaban de moda los operativos especiales para salvar gente,
o qué, y primo respondió entre risas: ¿En Turín estabas de plomero, primo, no? -
dije que sí, que por supuesto, que le podía contar más de mis días en Turín si no
me despachaba como la última vez que nos habíamos visto, pero esta vez
tampoco me dejó hablar: Perfecto, primo -dijo-, porque en Saló necesitamos un
plomero, vamos a preparar la casa para Il Duce.
Créanme que me quedé pasmado. No sabía si eso era bueno o era malo. Por
un lado conseguía trabajo y esquivaba la leva, que era lo que había venido a
buscar, pero por el otro me metía en la boca del lobo. Yo no entendía, ni entiendo
ahora, de política, pero sabía que Italia estaba cayendo, eso lo sabía cualquiera.
No podía decir que no, pero de todos modos, de nada hubiera servido porque ya
estaba camino a Saló. ¿Qué podía hacer?, ¿escaparme?, ¿saltar del auto en
marcha? Hubiera quedado como un desagradecido si no aceptaba la ayuda que
primo Lucciano me brindaba. Para cuando quise responder a estas preguntas ya
estábamos en Saló. ¡Qué lugar bellísimo!, ¡ni se imaginan!, ¡yo nunca había
estado en un lugar así! ¡En una casa a dos cuadras de ese hermoso lago azul
como no hay otro en ningún lugar!, ¡una belleza pura!, ¡al menos iba a morir en
el paraíso!
Pero, bueno, no todo era diversión, me habían llevado allí para trabajar y yo
trabajaba. Por la mañana hacía los arreglos en el palazzo de gobierno. Al
mediodía después de almorzar, paseaba un rato por la costa del lago y a la tarde
hacía arreglos en las casas de los oficiales alemanes. Saló estaba llena de fritz,
todos sabían que Saló era un gobierno títere, una sucursal de Hitler en Italia.
¡Saló, Saló, Saló! Cómo decirlo… era un lugar meraviglioso , arruinado por la
7

gente. Sin los nazis y los fascistas, eso hubiera sido el cielo para mí, que tenía
allí una vida tranquila.
Pero Italia, les decía, estaba convulsionada. Los napolitanos asquerosos se
levantaron en armas y la guerra se puso muy complicada. Para la gente en Saló
la vida no era tan fácil como para mí, los alemanes les hacían cochinadas solo
por ser ocupantes, y los italianos, bueno, también los soldados italianos les
hacían cochinadas, pero no sé por qué. Yo era un privilegiado, entraba y salía de
las casas de oficiales alemanes, generales italianos y funcionarios. Conversaba
con ellos, todos sabían que era el primo de Lucciano Gilardino, que era de
confianza, porque a mi primo lo querían mucho. ¡No quiero decir que el primo
era como ellos! Pero tampoco era un santo, en la guerra no se puede uno quedar
sin bando.
Llegando a fin de año la cosa cambió per me. Una tarde, el primo Lucciano
me mandó a buscar con Paolo para que fuera a su nuevo despacho, que estaba en
el palazzo de gobierno donde se encontraba también el despacho del Duce.
Cuando entré, el primo revisaba rápido unos papeles mecanografiados, hacía
firmas en unos y anotaciones en otros. Levantó la cabeza y con la energía de
siempre me gritó ¡primo! Ya no se paraba y me abrazaba porque nos veíamos
más seguido que antes. Siempre parecía que no le sobraba un segundo de vida,
que si paraba un segundo para saludar iba a quedar un papel sin firmar, o una
orden sin dar. Me invitó a sentarme y mientras revisaba sus papeles me preguntó:
primo, ¿sabe manejar? Respondí que sí, ¡por supuesto, si nada más y nada menos
que tío Alessandro me había enseñado! El primo se quedó en silencio leyendo un
papel entre sus manos, como si no me hubiera escuchado mencionarle a su
propio padre y preguntó: ¿conoce a Ercole Boratto, primo?
¡Ma’ como no lo iba a conocer, si todos sabían que era el chofer del Duce!
Boratto había sido piloto profesional y corría los coches de la Alfa Romeo.
Cuando Mussolini llegó al gobierno se hizo fasci de inmediato y le manejaba el
auto en todos los desfiles. Para bromear hice otro chiste: Sí, primo, por supuesto,
¿qué quiere?, ¿que le corra una carrera? El primo apenas rio de costado sin
mirar, tenía la vista fija en una carta que acababa de recoger del escritorio. La
dobló, la tiró al tacho, por fin me miró y me dijo: No, primo, quiero que usted
sea el chofer del Duce.
Yo ya sé que no me creen mucho, pero esto les juro por mi difunta mamma
que fue así como lo cuento. No quería más problemas, pero tampoco tenía
demasiada opción. No podía fallarle al primo, me necesitaba, pero también tenía
miedo. Nunca fui demasiado valiente, es verdad, pero estaba más cagado que
nunca, y por dentro pensaba ¡Santa madonna, sfortuna mía! ¡Si esto me hubiera
8

pasado en el 30 cuando el Duce estaba allá arriba!, ¡pero me llegaba ahora


cuando estaba en caída libre!
Mientras pensaba en mi buena-mala suerte, el primo puteaba a Ercole Boratto
por haber abandonado al Duce. Le decía oportunista, traidor, rata vanidosa, lo
imaginaba siendo ya chofer de Eisenhower. Yo no quería que el primo terminara
pensando así de mí, después de tantos años de amistad ¡éramos familia! Bueno,
primo, entonces, ¿sí?, ¿o no me va a decir nada? -dijo Lucciano, que siguió:
Prepárese, porque mañana a las 4 a.m. parte a llevar al Duce a un lugar que se
le informará al salir. Es fundamental que sea discreto. Ahora yo mando a Paolo
a que le dé un uniforme y las instrucciones. El único consejo que le doy con
respecto al Duce es el siguiente, ¡escuche bien, primo, abra el oído! Yo seguía
immobile y el primo hablaba: Así como ahora tiene que estar, usted no tiene
lengua. Si no le hablan, no habla y, si le hablan, responde breve, con una
sonrisa y divertimento, ¿sono stato chiaro? Me fui del despacho de primo con
9

esa instrucción grabada en la mente.


A las 4 de la mañana siguiente con un frío que hubiera salvado a Pompeya,
estaba de uniforme negro sentado en un Mercedes esperando al Duce Benito
Mussollini en la puerta de su casa. Dos fritz que pasaron de ronda me echaron
una mirada afilada. Pensé que iban a venir a pedirme que me identificara, pero
siguieron su camino. Supuse que no les importaba demasiado la seguridad del
Duce, yo podía ser tranquilamente un espía rojo o inglés con intenciones de
raptarlo y los alemanes no me hubieran pedido ni un papel. El Duce salió y lo
primero que atiné a hacer de bruto fue bajar para ayudar con las valijas. Un fasci
de la custodia se me abalanzó y me gritó de mala manera: ¿Qué hace, idiota?
¡Vuelva al auto! Volví a mi asiento corriendo sin entender y me quedé duro, ahí
me acordé la instrucción de que no bajara del auto a no ser que me lo pidieran.
Por el retrovisor vi a la custodia encargarse de las valijas y de repente se me
apareció el reflejo, la cara de piedra del Duce, por el espejo retrovisor. Me miró,
me clavó esos ojos vacíos, y no se le adivinaba ni una expresión, tenía una cara
marcial, severa. No me dijo ni una palabra. Había subido al auto como un rayo y
ya se había acomodado. El custodio que me había llamado idiota pasó por al
lado de mi puerta, le dio dos golpecitos rápidos, gritó ¡Andiamo! y corrió a subir
al auto de adelante.
Manejé siguiendo al convoy como me habían instruido. No sabía adónde iba,
pero a los pocos kilómetros supe que íbamos al norte. La nieve comenzaba a
amontonarse a los costados del camino. El Duce hojeaba unos papeles en
silencio, estábamos dentro del auto solo él y yo. Los Alpes italianos eran
territorio alemán, podíamos andar con tranquilidad, los fritz parecían rocas
naturales del paisaje y en el convoy, que ahora tomaba caminos de montaña,
había más nazis que italianos.
Yo nunca había manejado en la montaña, menos en época de nevadas. El
convoy avanzaba muy lento en curvas llenas de hielo y tan cerradas que el
precipicio se dejaba ver en la punta de mi capó. Pasamos las curvas y tomamos
una subida muy empinada, al auto le costaba y por el frío salía del motor mucho
vapor. Pensé que en cualquier momento el coche se paraba y nos volvíamos
cuesta abajo, ¡hubiera sido recordado como el hombre que mató al Duce!
Mussolini se dio cuenta de mis nervios y por primera vez me habló, muy calmo,
como si fuera un padre, recuerdo una por una las palabras: Ragazzo, tranquillo,
si prende constante con il piede sull’acceleratore, in peso, e non toccare mai il
freno. Luego, con total tranquilidad, se puso a mirar por la ventana del coche.
10

Solo respondí: Sí, señor, y ahora que sabía que Il Duce atendía a cómo manejaba
me había vuelto más nervioso. Me miró de nuevo y me preguntó: ¿Usted es el
nuevo, no? Sí, señor, -respondí casi de inmediato. Primo de Lucciano Gilardino,
¿cierto? Sí, señor -respondí esta vez, más rápido que la anterior. Buen muchacho
-dijo- y volvió a mirar desde la ventana del coche cómo nevaba sobre los Alpes.

Después de manejar casi todo un día avanzando gran parte del camino a paso
de hombre, llegamos a una enorme residencia en el medio de las montañas.
Había alemanes de custodia por todas partes. Llevé el coche hasta la puerta de la
residencia, el Duce bajó y se perdió de inmediato dentro de ella. El custodio que
antes había subido las valijas ahora las bajaba, y me gritaba otra vez de mala
manera, para que estacionara en un playón donde había veinte autos más.
Estacioné tranquilamente y me quedé dentro del coche. Afuera nevaba a
montones. Otros choferes hacían lo mismo, a todos nos habían dejado afuera.
Dos horas después dejó de nevar, uno de los choferes encendió el motor de su
auto para que diera calor y salió a fumar un cigarrillo sentado en el capó para
calentar el culo y las piernas, que descansaban apoyadas sobre la defensa de
metal. De inmediato se le sumaron otros, todos fumaban y hablaban muy
animadamente. Dudé de sumarme porque tenía instrucciones claras de no hacer
nada a menos que me lo pidieran, pero el aburrimiento era tan duro como el frío
y me animé a salir del coche. De repente me encontré con que unos eran
alemanes, otros croatas, había también un francés, dos belgas y un polaco,
éramos unos diez tratando de entendernos cada cual en su idioma.
El francés, en un alemán que necesitó un poco de ayuda de uno de los fritz,
contó que adentro había una reunión secreta, tan secreta que no podíamos entrar,
aunque estuviéramos a punto de morir congelados. El Polaco supuso que la
reunión no podía durar mucho tiempo, él era chofer de un general alemán, y
tenían que regresar a Berlín a la mañana siguiente para otra junta. Uno de los
alemanes, el más hablador de los cuatro o cinco que había, dijo que la reunión
iba para largo porque su Führer estaba desvelado por la situación italiana. ¿Está
Hitler adentro?, pregunté en el asombro. El fritz, sin alardear, dijo: Sí, yo soy su
chofer, fuimos los primeros en llegar. Ninguno de los choferes se asombraba,
estaban más que acostumbrados, yo era el único que había caído allí de la nada,
y por las dudas, traté de hacer como si para mí la situación fuera tan natural
como lo era para ellos.
El fritz hablador entonces me preguntó: y usted que está con Mussolini, ¿qué
sabe de la situación? Como les digo, nunca entendí de política, ni antes, ni
ahora, no tenía ni la más pálida idea de qué situación me hablaba, pero tenía que
hacer como si supiera para no quedar descolocado. Puse cara de ciudadano
preocupado, la misma que le había hecho a los fasci que me ayudaron a dar con
el primo Lucciano y respondí suspirando: E, questo difficile... ¿Pero qué me
11

dice de Ciano? ¿Lo cuelgan o no? -dijo otro alemán que hablaba italiano-. Decir
que era difícil no había alcanzado, y en Saló estaba tan relajado que ya ni leía los
diarios. El croata intervino y me salvó, le preguntó a los fritz qué se discutía
adentro, entonces los alemanes contaron que la reunión era para definir qué iban
a hacer con los miembros del Gran Consejo Fascista que había destituido a
Mussolini en julio. Trece de los miembros del Consejo habían desaparecido y
seis habían sido capturados para ser juzgados. Uno de esos seis era el conde
Ciano, querido yerno de Mussolini y odiosa piedra en el zapato para Hitler.

Ahora que estábamos en tema, entré en confianza y le empecé a contar a todos


las andanzas de Ciano; la vida de atorrante, la pituquería, las excentricidades, las
infidelidades y otros detalles sucios del conde, a los que les agregué algunas
mentiras de color para hacer reír a los colegas. Yo hacía los chistes sobre la
sexualidad de Ciano, y los alemanes explicaban el panorama político: Hitler
siempre había odiado al conde y ahora tenía una excusa para sacarlo del medio,
pero sabía que el Duce estaba indeciso. Mussolini lo quería, y si no lo quería, al
menos quería a su hija y no deseaba causarle un mal colgando al marido, que
como se decía, sabía bastante de colgadas.
La charla se fue por otros caminos y los alemanes que eran duros para reírse
se mataban a carcajadas con mis ocurrencias, hablando de todo, pasamos afuera
unas seis horas. Nos distribuimos en los coches y seguimos charlando dentro de
ellos. Volvimos a salir a fumar al lado del motor del auto. Cayó la noche y
calculamos que llevábamos más de diez horas afuera, con frío, bajo la nieve y
sin meter bocado.
Los dedos se nos congelaban dentro de los guantes, apenas podíamos mover
las articulaciones, teníamos los brazos y piernas duros como el mármol. La nieve
había vencido nuestras botas y teníamos los pies mojados. Empezó a nevar con
más intensidad cuando el chofer de Hitler, que ya no podía más de hambre, fue a
la residencia a pedir que nos dejaran entrar, o que al menos nos dieran un plato
de sopa caliente. Desde los autos vimos a otro alemán abrirle la puerta, luego la
cerró y minutos después la volvió a abrir. El fritz nos hizo señas para que
entráramos y enfilamos todos a la residencia. El alemán que abrió nos paró y
dijo: Van a pasar al salón de la chimenea, contiguo a la sala de reunión, no
hagan ruido, la reunión termina en breve, ¿entendido? Todos asentimos para
que nos dejara pasar de una buena vez y ponernos al calor del fuego.
Pasamos en fila y nos encontramos con que más que un salón era una especie
de descanso con una chimenea encendida al fondo, en menos de diez pasos
busqué llegar lo antes posible a ella. Quedé un poco grosero haciéndome paso
entre algunos guardias que descansaban ahí, pero me moría de frío y no me
importaba nada. En unos instantes el saloncito se volvió un tumulto con nuestra
entrada y la de algunos oficiales que se levantaban a tomar un descanso de la
reunión.
Con el culo casi adentro de la chimenea, vi salir al Duce hablando con Ante
Pavelic, me di vuelta con la intención de que no me viera fuera de mi puesto, y
de paso, calentar un poco mis manos juntas sobre el fuego. Sentí que volvía a
vivir y sonreí para mí mismo con un piacere indescrivibile . Cerré los ojos,
12

disfruté el crepitar de los leños y me olvidé de todo. Detrás de mí unos alemanes


hablaban de la suerte que debía correr Ciano. El tema ya me cansaba un poco
porque había hablado de eso casi toda la tarde, ya me sentía inmensamente feliz,
contento, calentito, no necesitaba nada más, ni me importaba el destino del
conde.
Se hizo un silencio en el salón, alguien se acercó a buscar el calor del fuego y
en un pésimo italiano me preguntó: Italiano, entonces, ¿usted qué opina del
conde Ciano? Convencido de que era otra vez el fritz hablador le respondí en
italiano y con ganas de hacerlo reír. Escuché estallar una carcajada horrible. Giré
mi torso para verle la cara, pero me encontré a Hitler. Riendo, me dio una
palmada en la espalda y me dijo que le parecía un tipo muy divertido. Después le
dijo algo a sus generales y volvió a entrar a la reunión.
En ese momento entró su chofer y escuchó lo que Hitler le decía a sus
oficiales. Se acercó y me dijo: Bueno, parece que acabas de sellar la suerte del
conde Ciano. Yo no entendía alemán. ¿Por qué? -pregunté-, ¿qué les dijo? Dijo
que el motivo que le diste es suficiente para colgarlo.

Yo no le creí ni una palabra a Alberto porque era un tano mentiroso, pero


había algo en la historia que no me cerraba. Ya de madrugada y después de que
todos impugnaran la veracidad de la historia, se me ocurrió preguntarle: Pero,
Alberto, ¿qué cosa tan grave le dijo usted a Hitler como para que se decidiera
por colgar al conde?
El tano fondeó el vaso, me miró serio con pesar: Hice un comentario
desafortunado del que me arrepiento. -¿Cuál? -dije impaciente. Una tontería
para hacerme el gracioso y me salió mal. -¿Qué tontería, Alberto? No me van a
creer, pero lo único que dije fue: Mi sembra che il conteggio è la metà cazzo. 13

1 Intensamente.
2 Atravesado por mi pensamiento.
3 Que yo llevo dentro de mi corazón.
4 Primer magistrado de la ciudad.
5 ¿Entendido?
6 En mi miserable vida.
7 Maravilloso.
8 ¡Madonna santa, qué mala suerte la mía!
9 ¿Soy claro?
10 Tranquilo, muchacho, llévelo constante con el pie haciendo peso sobre el acelerador y no toque nunca el
freno.
11 Y, está difícil.
12 Con un placer indescriptible.
13 A mí me parece que el conde es medio puto.
Table of Contents
Índice
Prólogo
Breve historia de las Indias Occidentales
La implacable violencia de la inercia
Tesis, antítesis y síntesis sobre Paseo Colón
Dos estacionados sobre Yerbal
Paranoia
La estancia
Un jilguero en la tranquera
En vivo y en directo
Cómo aprendí a ser un hijo de puta
Un comentario desafortunado

Você também pode gostar