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6/9/2018 Cataluña: La ilusión soberanista | Opinión | EL PAÍS

OPINIÓN

TRIBUNA ›

La ilusión soberanista
Después de 40 años de hegemonía nacionalista y con la lengua como
elemento identitario, en Cataluña se ha impuesto una visión que
prescinde de los hechos, pero no por ello es menos eficaz para sumar
adhesiones
JOSÉ LUIS PARDO

22 SEP 2017 - 17:00 COT

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ENRIQUE FLORES
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En la primera mitad del siglo pasado, el filósofo Bertrand Más


Russell defendió con
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particular empeño la tesis de que una proposición es verdadera sólo si se


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corresponde con los hechos. Lo hizo contra los pragmatistas y los neopositivistas,
que sostenían que las afirmaciones no se validan por los hechos sino por su
coherencia con el marco interpretativo. A Russell le escandalizaba esta posición
porque, según ella, una proposición falsa podría declararse verdadera si se construía
un marco fantástico o ilusorio para interpretarla que fuera mayoritariamente
aceptado. La historia cultural posterior ha dado la razón a los adversarios de Russell,
y a él le ha convertido en un cascarrabias retrógrado, hasta el punto de que hoy día
los gabinetes de prensa elaboran “hechos alternativos” para convertir en verdadera
cualquier proposición, por muy fantasmagórica que sea. No siempre consiguen crear
“una verdad alternativa”, pero logran sembrar la duda pública acerca de cuál es la
realidad y cuál la ficción.

Me he acordado de todo esto al leer en algún sitio el reproche de que los


independentistas catalanes “viven en una realidad paralela”. Una acusación no
basada en hechos, sino en estadísticas: esa “alucinación colectiva” afectaría a
menos de la mitad de los votantes de Cataluña (es decir, que el marco interpretativo
independentista no es falso, sino minoritario). Pero los secesionistas recuerdan a
diario a quien quiere escucharles que en torno a un 80% de los catalanes apoyan un
referéndum de autodeterminación. Se objeta entonces que muchos de ellos votarían
No en ese referéndum. Pero quien así razona ya ha caído en las garras de la ficción,
porque un pueblo solo puede decidir integrarse o no en un Estado si ya es soberano
y, por tanto, independiente. Es decir, que la independencia no es un resultado
(posible) de ese referéndum, sino una condición (necesaria) de su mera
convocatoria. De manera que, si sumamos al independentismo explícito de los
convocantes del 1-O el soberanismo implícito de los partidarios del referéndum,
resulta que el marco interpretativo mayoritario en Cataluña es el de quienes creen
que tienen un “derecho a decidir” la forma del Estado español del que carecen el
resto de sus compatriotas. Yo diría que esto es una ilusión, pero para hacerlo tendría
que recurrir a los hechos —a los hechos jurídicos, en este caso—, no a la estadística,
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convertiría en un reaccionario tan obcecado como el viejo Lord Russell, y se
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me podría acusar de atentar contra las ilusiones colectivas.
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El nacionalismo es la creencia en que los portadores de cierta


identidad son superiores

Además, ¿cómo una ficción tan contraria a los hechos podría haberse convertido en
mayoritaria? No de un día para otro, desde luego, sino durante 40 años de
hegemonía nacionalista en Cataluña. Porque el nacionalismo es la creencia en que
los portadores de cierta identidad son superiores a los que no la portan (y, por lo
tanto, tienen más derechos que ellos). Yo diría de nuevo que eso es una ilusión pero
los nacionalistas intentan evitar esa conclusión señalando un “hecho”: el hecho
diferencial que les hace distintos, es decir, superiores. A diferencia del nacionalismo
vasco, el catalán no busca este hecho en la genética sino en la cultura, en ese hecho
de cultura que es la lengua. Durante los citados años de catalanismo triunfante, la
política de inmersión lingüística ha actuado como dispositivo de naturalización del
nacionalismo en Cataluña, identificando el “ser catalán” con “hablar catalán” (como
lengua preferente), y el “hablar catalán” con “ser nacionalista”. Y hasta tal punto se
ha “normalizado” esta identificación que el nacionalismo se ha convertido en
Cataluña en una marca políticamente transversal que permite sistemáticamente
ganar elecciones a derecha e izquierda. ¿Quién se atrevería ahora a contradecir a
esa mayoría tan arraigada y recordar que, como habría dicho Nietzsche, no hay
hechos diferenciales, sino interpretaciones diferenciales (o sea, supremacistas) de
los hechos?

El soberanismo tiene una imagen de España como una


continuación disimulada del fascismo

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correcta lengua materna) sino que, aunque no sea del todo cierto, también promete
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a quienes nacieron en familias equivocadas que podrán llegar a serlo si se

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catalanizan, es decir, si se nacionalizan y se normalizan, si se hacen nacionalistas. Y


ello con el beneficio añadido de que esa conversión les dará una pátina de
progresismo, pues como todo el mundo sabe el catalanismo es consustancialmente
antifranquista y, por tanto, intachablemente democrático y hasta un poco
revolucionario (por lo cual su alianza con la CUP, en contra de lo que suele decirse,
no tiene nada de incongruente, pues es sabido que el capitalismo es asaz disolvente
de las esencias nacionales). ¿Por qué es preciso actualmente ser antifranquista? En
el terreno de los hechos, claro está, no tiene sentido alguno. Pero este es el punto en
donde la ilusión mayoritaria se consolida como lo hacen todas las ficciones
identitarias, fabricándose un enemigo (del cual aparecerá como víctima) a la altura
de su supremacía. Y así es como ese 20% que en Cataluña se resiste al nacionalismo
aferrándose a los hechos —que en este caso son los derechos constitucionales— ha
sido convertido en la liga de los malos catalanes irreductibles (que no apoyan el
referéndum y son reacios a que sus hijos estudien solo en catalán), espanyols
analfabetos y alcoholizados que conducen enloquecidamente sus taxis por Las
Ramblas escuchando a Jiménez Losantos, cantando a voz en cuello Suspiros de
España y con el yugo y las flechas colgando del espejo retrovisor. Que es, por cierto,
la imagen que el soberanismo ha construido de España: el “régimen del 78” como
continuación disimulada del fascismo. No se dirá, pues, que “la profunda división”
que afecta a la sociedad catalana es un hecho sobrevenido en los últimos años:
hunde sus raíces en las políticas educativo-culturales continuadas durante décadas
con el aplauso o la indiferencia de los partidos de alcance estatal que ahora se
rasgan las vestiduras ante sus secuelas.

Este es, pues, el marco interpretativo dominante (absolutamente fantástico, pero no


por eso ineficaz) en el cual la ficción soberanista se torna estrictamente coherente,
como igualmente resulta coherente el corrimiento del espectro ideológico estatal en
el que se ha insertado con sonados triunfos la nueva izquierda revolucionaria nacida
del 15M, y debido al cual quienes a principios de siglo eran de izquierdas (pero no
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nacionalistas
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acuerdo con las nuevas coordenadas interpretativas, han acabado situados en el
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hondo pozo
navegando, delsufacherío,
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menos luchan contra el establishment (es decir, al menos son nacionalistas y, por lo
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tanto, progresistas). Que es —se lo advierto— donde terminarán ustedes si se les

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ocurre, como al incombustible Bertrand Russell, invocar la correspondencia con los


hechos como fundamento de la verdad en lugar de aceptar la más hodierna teoría de
la verdad como coherencia con el delirio dominante.

José Luis Pardo es filósofo.

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