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ABELLÁN, Joaquín: "¿Deben gobernar los filósofos?

Cuatro respuestas: Platón, Kant, Max Weber, Hannah


Arendt". En: FRANZÉ, Javier y ABELLÁN, Joaquín (eds.) Política y Verdad. Madrid, Plaza y Valdés Editores,
2011, pp. 17-56

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¿Deben gobernar
los filósofos? Cuatro
respuestas: Platón, Kant,
Max Weber, Hannah Arendt
Joaquín Abellán

1. INTRODUCCIÓN

(f;)
¿V e ebe gobernar la verdad filosófica? ¿Debe la razón
dirigir el poder político? ¿Qué tipo de relación
puede existir entre la razón y el poder? Estas
preguntas pueden completar la pregunta que da título a estas
páginas. Partiendo de la respuesta que ofreció Platón -el po-
der tiene que estar fundido con la verdad filosófica en la mis-
ma persona-, se analizan otras respuestas que critican la tesis
de Platón. La respuesta de Immanuel Kant es que la filosofía
no tiene que ir unida al gobernante, si bien éste tiene que es-
cuchar a la filosofía porque ella establece los principios que la
acción política tiene que realizar. La respuesta de Max Weber
difiere no sólo de la Platón, sino también de la de Kant, pues
la política no es ya una mera aplicación de verdades filosóficas
o religiosas. Partiendo de la limitación de la ciencia para ope-
rar en el ámbito de los valores con los que los hombres diri-
gen sus vidas, Weber piensa la política como un territorio en
el que no reina la ciencia, sino el «destino». Pero, aunque la

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POLÍTICA Y VERDAD

razón no domina en ese territorio, Max Weber se pregunta


qué puede -y debe- hacer el político para llevar la máxima
racionalidad a la naturaleza contingente de la decisión política.
Y, por último, la respuesta de Hannah Arendt también recha-
za la tesis de Platón por considerar que niega la política: el que
se sitúa en la perspectiva de la verdad se sitúa fuera de la polí-
tica. Pero dentro de la sociedad democrática contemporánea
-que tiene generalmente superada la tensión entre verdad fi-
losófica o religiosa y la política- encuentra un nuevo con-
flicto entre el poder político y otro tipo de verdad, las «verda-
des de hecho», que corren el riesgo de desaparecer o de
convertirse en meras opiniones por el image-making de quie-
nes ostentan el poder político y mediático.

2. PLATÓN: EL GOBIERNO DE LA RAZÓN COMO


PROGRAMA FILOSÓFICO

El programa filosófico de Platón es unir la razón y el poder en


la persona del filósofo-gobernante. Ésta es su tesis al menos
en varios de sus diálogos políticos, especialmente en la Repú-
blica. Efectivamente, después de preguntarse en este último
diálogo si es posible que se realice el ideal de comunidad polí-
tica (politeia) que ha ido diseñado a lo largo de la discusión
entre Sócrates y los sofistas, su contestación es afirmativa. Si
gobernaran los filósofos sería posible cambiar la realidad po-
lítica: «A menos -proseguí- que los filósofos reinen en las
ciudades o que cuantos ahora se llaman reyes y dinastas prac-
tiquen noble y adecuadamente la filosofía, que vengan a coin-
cidir una cosa y otra, la filosofía y el poder político, y que se-
an detenidos por la fuerza los muchos caracteres que se
encaminan separadamente a una de las dos, no hay, amigo
Glaucón, tregua para los males de las ciudades, ni tampoco,
según creo, para los del género humano; ni hay que pensar en

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que antes de ello se produzca en la medida posible ni vea la


luz del solla ciudad que hemos trazado de palabra. Y he aquí
lo que desde hace rato me infundía miedo decir: que veía iba a
expresar algo extremadamente paradójico, porque es difícil
ver que ninguna otra ciudad, sino la nuestra, puede realizar la
felicidad ni en lo público ni en lo privado» (Platón, 1969:
473d-e).
En la misma dirección apunta en la Carta VII, en la que
recoge reflexiones sobre su experiencia política en Siracusa:
«y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera
filosofía, que de ella depende el obtener una visión perfecta y
total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el
privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta
que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los
cargos públicos, o bien que los que ejercen el poder en los
Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el
auténtico sentido de la palabra» (Platón, 1970: 326a-b).
Platón, al mismo tiempo que proclama la necesidad de que
el filósofo que conoce la verdad gobierne, reconoce, no obs-
tante, el desprecio de que suele ser objeto el filósofo por parte
de los demás. Esta situación del filósofo está recogida en la
parábola del barco, dentro del citado diálogo la República
(Platón, 1969: 488a-489d). En este pasaje, Sócrates, que tiene
como interlocutor a Adimanto, compara a los políticos que
tienen el poder con los marineros de un barco que se pelean
entre ellos por conseguir el puesto de piloto/timonel, y hace al
mismo tiempo una referencia al trato que sufren los hombres
más juiciosos por parte de las ciudades. Cuenta Sócrates que
el patrón del barco, aunque más corpulento que los demás
marineros, tiene ciertas carencias en la vista y el oído y en sus
conocimientos náuticos; y que los marineros que se pelean
entre ellos para hacerse con el timón no tienen conocimientos
sobre el oficio de timonel. Los marineros logran finalmente
quitarle el timón al timonel y navegan ignorando todo lo que

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necesita un buen timonel, emborrachándose, y pensando


además que no es posible aprender el arte de pilotar. Sócrates
le pregunta entonces a Adimanto: «en esta situación, ¿no
piensas que el verdadero piloto será calificado por esas gentes
como un charlatán o un inútil?». Eso es precisamente lo que,
según él, piensan las ciudades de los verdaderos filósofos, y
compara a los políticos con esos marineros que se ponen al
timón sin tener los conocimientos requeridos. Los políticos
reales no reúnen en sí mismos el poder y la filosofía, y el ti-
monel verdadero, es decir, el filósofo, está sentado e ignorado
en un rincón del barco como un charlatán (Platón, 1969:
488e), a pesar de que es la verdad la que tiene que llevar la di-
rección, como dice Sócrates poco después (Platón, 1969:
490c).
El libro VI de la República termina, sin embargo, con
una triste queja por parte de Sócrates de que el ideal de or-
ganización política de que han hablado en el Diálogo no se
puede realizar en la práctica. Sólo la coincidencia de la razón
y del poder en la misma persona podría realizar en la prácti-
ca ese ideal. Pero Platón es plenamente consciente de que el
poder que el filósofo necesita para poder realizar ese ideal
político, por otra parte, sin embargo, lo corrompe. Cuando,
después de que Sócrates ha dicho su opinión sobre el go-
bierno de los filósofos, Glaucón le pregunta cuál de las
constituciones actuales considera que es adecuada a la filo-
sofía de modo que el gobierno de los filósofos tuviera toda-
vía alguna oportunidad, Sócrates le responde desesperanza-
do: «ninguna en absoluto. De eso precisamente me quejo: de
que no hay entre los de ahora ningún sistema político que
convenga a las naturalezas filosóficas, y por eso se tuercen
éstas y se alteran» (Platón, 1969: 497b). Y la conclusión es
que el filósofo tendrá que recluirse en su «ciudad interior»,
aunque la politeia seguirá siendo, no obstante, el modelo
político para el filósofo, pues la politeia es, en definitiva, un

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modelo de comunidad política construido sobre la filosofía.


A la pregunta de cómo debe organizar su vida el filósofo,
contesta Sócrates al final del libro IX: «su preocupación
tendrá que ser su ciudad interior, buscando los honores que
le hagan mejor y huirá de los que relajen la disposición de
su ser, y no querrá actuar en política, no actuará en la ciu-
dad patria, a menos que se presente alguna ocasión de ori-
gen divino» (Platón, 1969: 592a-b). La verdad del filósofo-
político se sitúa así en una comunidad humana que sólo
existe en el pensamiento del filósofo.
Este paradigma de la polis concebida por el filósofo, aun-
que no se pueda realizar en la práctica, sigue estando presente
en otros diálogos de Platón, donde desempeña el papel de
modelo a ser imitado en la realidad. Tanto en el El Político
como en Las Leyes, Platón se ocupa de la polis real tratando
de ver cómo pueda ser imitada la auténtica politeia. Y en el
centro de ambos diálogos está la idea de la ley como el ins-
trumento con el que se puede operar en la polis cuando el filó-
sofo no gobierna: «es claro que si hubiera en algún caso un
hombre que naciese por decreto divino con capacidad sufi-
ciente para tal desempeño, no tendría para nada necesidad de
leyes que le rigiesen; porque no hay ley ni ordenación alguna
superior al conocimiento, ni es lícito que la inteligencia sea
súbdita o esclava de nadie, sino que ha de ser señora de todo si
es verdadera inteligencia y realmente libre por naturaleza. Pe-
ro lo que ocurre es que tal cosa no se da absolutamente en
ninguna parte sino en pequeña proporción; por ello se ha de
escoger el otro término, la ordenación y la ley que miran a las
cosas en general aunque no alcancen en particular a cada una
de ellas» (Platón, 1960: 875c-d).
Por ello, la figura del político es presentada en el diálogo El
Político, evidentemente, con otros rasgos distintos a los del
filósofo-rey de la República. El político es puesto ahora en
relación directa con su propia época, una «época alejada de

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POLíTICA y VERDAD

dios», en la que los hombres tienen que preocuparse de sí


mismos y por sí mismos (Platón, 1955: 276e) y en la que tie-
nen que gobernar con el instrumento de la ley, un segundo
orden de bondad. La actividad del político es clarificada ahora
mediante su delimitación de otras actividades como la de jefe
militar, juez o rétor (Platón, 1955: 304a-305e). Estas tres acti-
vidades se aproximan a la profesión política, pero su gran di-
ferencia está en que no son actividades autárquicas, en el sen-
tido de que no pueden decidir sobre su propia ejecución: el
rétor no puede decidir si la decisión política va a ser tomada
por persuasión o con violencia. Los jefes militares no pueden
tomar la decisión de hacer la guerra o la paz. Los jueces sólo
son los guardianes de las leyes, que provienen del político.
Son profesiones por tanto dependientes de otra más elevada,
superior, que no tiene que hacer ella misma lo que decide, si-
no que debe gobernar sobre otros «por conocer el inicio y el
impulso de todo lo importante en el Estado» (Platón, 1955:
305d). La actividad del político es como la de un sastre o un
tejedor: tiene que reunir y componer -coordinar- las dos
cualidades de los hombres, la fortaleza y la templanza, pues
yendo cada una por separado podrían resultar peligrosas para
la palis. Yeso tiene que procurar lograrlo en cada ser humano
y en la comunidad humana, sirviéndose para ello de las leyes,
el «vínculo más divino» (Platón, 1955: 310a).
En el diálogo Las Leyes, en donde Platón planea una cons-
titución política con muchos detalles concretos, es más visible
aún la alianza entre el poder y la legislación, a diferencia de la
alianza entre la filosofía y el poder que se había planteado en
la República. En la caracterización de la política se acentúa
explícitamente la relación con dios, como la medida para el
conocimiento que el gobernante ha de tener para organizar las
leyes: «dios es la medida de todas las cosas; mucho mejor que
el hombre, como suelen decir por ahí» (Platón, 1960: 716c). Y
las leyes han de' estar mirando hacia la virtud, que engloba a

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las cuatro virtudes cardinales que el nous dirige (Platón, 1960:


963a y ss).

3. IMMANUEL KANT: LA POLÍTICA COMO APLICACIÓN


DEL DERECHO

Kant no acepta la tesis platónica de que los filósofos gobier-


nen. En este punto, Kant tiene una posición básicamente dis-
tinta, pues él diferencia entre la función de establecer los prin-
cipios de la razón y la de realizarlos en la práctica. Al filósofo
sólo le corresponde la primera. Por eso escribe en La paz per-
petua (1795) que «no hay que esperar que los reyes filosofen ni
que los filósofos sean reyes, pero tampoco hay que desearlo,
porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre jui-
cio de la razón. Pero para ambos es imprescindible, para ilu-
minar sus asuntos, que los reyes o los pueblos soberanos (los
que se gobiernan a sí mismos con leyes de igualdad) no hagan
desaparecer o acallar a la clase de los filósofos, sino que los
dejen hablar públicamente, pues la clase de los filósofos es por
su propia naturaleza incapaz de apandillarse y no es sospecho-
sa de tener una reputación de hacer propaganda (Kant, 1795: p.
369). El filósofo es competente para determinar los principios,
mientras que los gobernantes -los políticos y quienes le sir-
ven, los juristas- son quienes los ejecutan. Al filósofo hay que
negarle el poder, pues el juicio de la razón no es libre desde el
momento en que esté unido al poder, ya que entonces se pone
al servicio de determinados intereses. Aunque la filosofía no
tenga ningún poder y los filósofos sean incapaces, como gru-
po, de agenciarse el poder, sin embargo los políticos tienen que
escuchar a la filosofía, pues «los filósofos son los pregoneros e
intérpretes de los derechos de los hombres, es decir, de los de-
rechos naturales y de los que proceden del sentido común»,
escribe en La contienda entre las facultades de filosofía y teolo-

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POlÍTICA Y VERDAD

gía (Kant, 1992: p. 89). La filosofía se ocupa de cuestiones que


afectan a todos los hombres y hace un ejercicio de libertad, de
reflexión, en el espacio público para llegar a la verdad. Sólo en
el espacio público se pone de manifiesto la variedad de pers-
pectivas de unos y otros, con lo que los participantes pueden
ser liberados de sus prejuicios: «cuánto íbamos a pensar y con
qué rectitud si no pensáramos en cierto modo en comunidad
con los otros, con los que nos podamos transmitir nuestros
pensamientos», se pregunta Kant en Qué significa orientarse
en el pensar (Kant, 1786: p. 144). Esta argumentación de Kant
contradice también el planteamiento de Platón, pues si en la
República eran muy pocos los que tenían cualidades para la
filosofía, con Kant, sin embargo, se introduce una «democracia
de la razón» en vez de la aristocracia del espíritu. El filósofo de
Kant es un abogado de «la razón humana general, en donde
cada cual tiene su voz», como escribe en La crítica de la razón
pura (Kant, 1787: p. 780). La influencia de la filosofía sobre la
política se produce solamente a través de la opinión pública, de
la discusión pública, y los políticos deberían dejarse influir por
ella y convertirse a sí mismos en «políticos morales», figura de
político que mencionamos más adelante, aunque la filosofía no
pueda forzarlo. La filosofía sólo puede intentar convencer y
persuadir, pero nada más.

Política y Derecho

La política es, por tanto, un ámbito diferenciado que no debe


ser ocupado por el filósofo, pero, por otra parte, se trata de un
ámbito en el que la actividad política está por su parte cir-
cunscrita a la aplicación de los principios del Derecho. El
marco en el que se desarrolla la actividad de gobierno es el de
los derechos de libertad e igualdad de los ciudadanos, de los
que Kant da definiciones distintas, pero todas con la misma

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exigencia de su cumplimiento por ser derechos establecidos


por la razón.! El criterio que guía la actividad política es con-
tribuir a realizar la «verdadera república», es decir, un Estado
de Derecho, dirigido por los derechos de libertad e igualdad
de los ciudadanos. Gobernar es, para Kant, realizar la idea del
«estado civil»,2 teniendo el gobernante que saber encontrar el
medio de aplicar el Derecho a la situación concreta, utilizando
para ello el conocimiento que le suministra la experiencia hu-
mana (Kant, 1797a: p. 429). La actividad política no puede ir
nunca en contra de los principios del Derecho, ni siquiera en
el caso de que los ciudadanos participaran en la elaboración de
las leyes por tratarse de una comunidad política grande. Ni si-
quiera la voluntad de la mayoría podría ir contra el contenido
de los derechos, que tienen carácter absoluto (Kant, 1797a: p.
428). La política, en resumen, se tiene que adecuar al Derecho
y nunca al revés. Por eso la política es, antes que nada, una
actividad que crea las instituciones para la realización del De-
recho y es la propia actividad dentro de esas instituciones.
Estas instituciones que demanda la propia idea del Derecho
son una separación de poderes en el Estado y un sistema re-
presentativo, instituciones que limitan el poder arbitrario, que
es la principal exigencia derivada de la idea racional del Dere-
cho. La política se ejerce sólo en el ámbito del Estado, pues
para Kant no cualquier forma de imposición es ya en sí misma
política, sino sólo la que se ejercita a través del poder público,
es decir, estatal: si no hay una ley del Estado ni hay un poder
estatal, hay un «vacío de justicia» (Kant, 1797a: p. 312). El
Estado, que es la condición de posibilidad del Derecho -como

1 Véanse, por ejemplo, Kant: 1793, pp. 290-296; 1795, pp. 349-350;
1797a, pp. 313-315. La definición de Derecho que da Kant es la siguiente:
«el derecho es el conjunto de condiciones bajo las que se puede conciliar el
arbitrio de uno con el arbitrio del otro de acuerdo con la ley general de la
libertad» (1797a, p. 230; traducido por mí).
2 «Fuera de la república no hay salvación», escribe en el volumen pós-
tumo manuscrito (Kant, 1934: p. 603; traducido por mí).

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POLíTICA y VERDAD

éste es la condición de posibilidad de la libertad humana-,


cuenta con medios coactivos para la ej ecución del Derecho
positivo, y en ese sentido no es una institución moral, pues en
el ámbito de lo moral no cabe que uno ejerza una coacción
sobre los otros, mientras que el Estado tiene precisamente el
poder coactivo. Pero aun no siendo una institución moral, el
Estado está obligado a seguir los principios del Derecho, es
decir, está obligado a no convertir en ley lo que no sea acorde
con el Derecho o lo impida. En este sentido, y sólo en este
sentido, sí se podría decir que es una institución moral.
Al político que actúa en la civitas guiado por los principios
que dicta la razón lo llama Kant «político moral». No necesita
ser un filósofo, pero sí anteponer la razón al poder de que
dispone y no comportarse según los principios -inmorales-
del «realismo político», que Kant resume, en La paz perpetua,
en los siguientes tres: «haz algo y luego lo justificas», «si has
hecho algo, luego lo niegas» (echa la culpa a otros), «crea divi-
siones en el pueblo para vencer tú sobre todos» (Kant, 1795:
pp. 374-375). Estos principios y sus correspondientes prácti-
cas representan para Kant una teoría inmoral de la política.
Para que el político aplique los principios del Derecho y sea
un «político moral», tiene que aceptar en definitiva que el po-
der no es la autoridad última, y que los objetivos políticos que
debe conseguir no se pueden anteponer al principio formal de
la razón práctica, que es el imperativo categórico. Este princi-
pio formal de la razón debe preceder a cualquiera de los obje-
tivos que se pretenden conseguir con la actividad política. El
principio formal de actuar en las relaciones con los demás de
modo que la máxima de ese comportamiento pueda convertir-
se en una ley de carácter general tiene un carácter absoluto
ante cualquier objetivo que deba alcanzarse, incluso en la con-
secución de la paz perpetua.
Un ejemplo del carácter absoluto de los deberes que gene-
ran los principios de la razón lo tenemos en el pequeño ensa-

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yo «Sobre un supuesto derecho a mentir por filantropía»


(Kant, 1797b). En este ensayo, Kant critica una observación
que había hecho Benjamin Constant unos meses antes en su
ensayo Des réactions politiques (1797). El escritor y político
francés había escrito: «Decir la verdad es un deber. ¿Qué es
un deber? La idea de deber es inseparable de la de derecho: un
deber es lo que en un ser corresponde a los derechos de otro.
Donde no hay derechos, no hay deberes. Decir la verdad no
es, pues, un deber más que para con aquellos que tienen dere-
cho a la verdad. Ahora bien, ningún hombre tiene derecho a
una verdad que perjudique a otro».3
La tesis de Constant es, por tanto, que el deber, en este ca-
so el deber de decir la verdad, sólo es un deber en relación con
aquellas personas que tuvieran derecho 'a la verdad. Y es esta
tesis la que critica Kant. Para él, el deber de decir la verdad es
un deber absoluto, que no se puede someter a ninguna otra
consideración, con independencia incluso de que al mentir no
se causara ningún perjuicio a nadie. Para Kant, en la mentira
como tal ya hay una lesión formal del Derecho. Y esto es mu-
cho más grave que mentir -cometer una injusticia- en un
caso concreto, aun aceptando que no se deba mentir. Lo peor
para Kant es afirmar con carácter general que se puede mentir
siempre que no haya alguien que exija la verdad. En su recha-
zo de la tesis de Constant señala Kant que aquel confunde dos
tipos de acción que son diferentes entre sí. Una es la acción
con que alguien perjudica al otro al decirle de manera inequí-
voca la verdad, y otra es la acción con la que uno quiere co-
meterle una injusticia al otro: el hecho de que decir la verdad
perjudique a alguien es un mero accidente. El acto de decir la
verdad, piensa Kant, no es un acto que uno pueda libremente
no hacer. Nadie puede exigirle a otro que mienta para obtener

3Traducido por mí. El pasaje del escrito de B. Constant lo reproduce


Kant al comienzo de su ensayo «Sobre un supuesto derecho a mentir por
filantropía» (Kant, 1797b: p. 423).

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POLíTICA y VERDAD

gracias a esa mentira un beneficio, pues eso sería una preten-


sión ilegal. En definitiva, no mentir es un deber, aunque al
mentir no se hiciera daño a nadie. Decir siempre la verdad es
un deber absoluto aunque le perjudique a alguien o a uno
mismo; es un deber absoluto no sólo respecto a quien tuviera
derecho a saber la verdad: «Decir la verdad en todas las decla-
raciones es un sagrado mandamiento de la razón, exigido con
carácter absoluto y no un mandamiento limitado por conve-
niencia alguna» (Kant, 1797a: p. 427).
No obstante, la interpretación kantiana del viejo principio
del emperador alemán Fernando I, hermano y sucesor de
Carlos V, <<fiat iustitia, pereat mundus», da también otra clave
para entender el cumplimiento de los principios del Derecho
por parte del político. Dice Kant en La paz perpetua que este
aforismo se puede traducir al alemán por «reine la justicia y
húndanse además todos los bribones que hay en el mundo»
(Kant, 1795: p. 378). Kant interpreta este aforismo como un
valiente principio del Derecho, que no le permite al gober-
nante hacer ningún atajo a través de la violencia para conse-
guir el objetivo. Es decir, Kant entiende este principio como
el deber de los gobernantes de actuar siempre de conformidad
a los principios del Derecho, no negándole a nadie su Derecho
ni aminorándoselo por antipatía o compasión. Pero esta ac-
tuación de acuerdo al Derecho no implica, por otro lado, que
el aforismo permita una aplicación del Derecho con el máxi-
mo rigor, pues el máximo rigor sería contrario al deber ético.
La aplicación de la justicia no implica, según esto, la destruc-
ción del mundo. Cuando en un pasaje de La paz perpetua
Kant alude a las leyes permisivas de la razón, está reconocien-
do asimismo que la razón permite «conservar un Derecho pú-
blico viciado por la injusticia, hasta tanto no esté todo maduro
para una transformación completa por sí mismo o se acerque
a su maduración por medios pacíficos» (Kant, 1795: p. 373).
En el terreno específico de las relaciones internacionales se

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mueve asimismo en esta línea «reformista», no rigorista,


cuando afirma que, incluso con la mirada puesta en el logro de
la paz perpetua, no se le puede exigir a un Estado despótico
que cambie radicalmente su constitución si corre el peligro de
ser conquistado por otro, pues con esa constitución despótica
tiene una posibilidad de defenderse mejor, por lo que habría
que permitirse que aplace sus reformas políticas internas para
más adelante, aunque sea de hecho realmente un Estado in-
justo.
Este tono «reformista» lo señala Kant como una caracte-
rística del «político moral». Éste no debe corregir con violen-
cia o precipitación los defectos de una constitución política
existente, al igual que si un Estado ha hecho una revolución y
se ha dotado de una constitución más conforme a la ley, no se
debería ya pretender volver a la situación anterior a la revolu-
ción, aunque la nueva situación tras la revolución implique
que quien transgreda el orden tiene que someterse a las nor-
mas establecidas por los revolucionarios. En el «político mo-
ral» se pueden conciliar la moral (ética y Derecho) y la políti-
ca. Por eso Kant critica a quienes construyen una teoría de la
sociedad y de la política que atiende solamente al funciona-
miento de los mecanismos naturales del hombre, sin partir de
los principios previos que la razón impone. Estos teóricos - a
los que denomina «moralistas políticos» - operan, por ello,
con la idea de que los principios rilcionales -los principios de
la libertad y la igualdad humana- debilitarían a la sociedad
humana; operan con la idea de que los seres humanos son má-
quinas vivientes, pero con conciencia de no ser libres, y a par-
tir de ahí construyen su teoría de la sociedad y de la política.
En la crítica de Kant siempre está presente que el Derecho no
procede de la naturaleza sino de la razón, y la política no pue-
de dar ni un paso sin respetarlo «por grandes que sean los sa-
crificios que tuviera que hacer el poder gobernante». La polí-
tica debe doblar su rodilla ante el Derecho, pues no cabe un

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POlÍTICA y VERDAD

híbrido intermedio entre ambos como sería un Derecho gene-


rado desde criterios de utilidad o prudencia política (Kant,
1795: p. 380): el Derecho no es un resultado producido por los
mecanismos de la naturaleza, sino un imperativo de la razón.
En teoría no existe para Kant ningún conflicto entre el de-
recho y la política, cuando esta última se entiende como «apli-
cación de la doctrina del derecho». Sólo hay choque entre
ambos cuando no se pueden reunir en un mismo precepto el
precepto político de «sed prudentes como la serpiente» y el
precepto moral de «sed cándidos como las palomas».4 El con-
flicto sólo se da a nivel subjetivo, pues los hombres tienen in-
clinaciones egoístas, no basadas en la razón. Pero en este
punto señala Kant que hay que mirar de frente esa debilidad
de la naturaleza humana para no tomarla como una justifica-
ción o una excusa para transgredir el deber racional. La pre-
disposición natural humana a buscar sus propios intereses no
es para Kant ni origen del Derecho ni excusa para no cumplir
el deber que la razón impone.
Para Kant, la honestidad es mejor que la política, corri-
giendo la vieja formulación ciceroniana de que «la honestidad
es la mejor política».5 La Moral no cede ante el poder, pues
éste se mueve en el ámbito del «destino», es decir, un ámbito
en el que la razón no tiene fuerza suficiente para dominar ple-
namente el terreno, previendo o anticipando los resultados
que se deriven de las acciones u omisiones de los hombres,
aunque aquéllos se deseen. El ámbito de la política, pensaba
Kant, era no obstante grande, y él esperaba realmente en su
época que la discrecionalidad de los gobernantes se sometiera
a las leyes generales, que los gobernantes no ejercieran el po-
der político como una especie de tutela paternal, especial-

4 Alusión a la frase del Evangelio de San Mateo 10, 16, con la que Jesús
envía en misión a sus discípulos.
5 Cicerón entiende por «honestidad» o «lo honesto» el conjunto de
cuatro virtudes: prudencia, justicia, fortaleza y templanza (Cicerón, 1975).

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mente en el ámbito religioso, y que se limitaran los privilegios


de la nobleza. Pero, aunque desde una perspectiva contempo-
ránea pareciera que ese ámbito de la política era muy reduci-
do, podía tener, sin embargo, una incidencia en la historia real
muy considerable.

4. MAX WEBER: CONTINGENCIA y DECISIÓN


EN LA POLíTICA

En el centro de los escritos de Max Weber sobre la ciencia so-


cial está su tajante diferenciación entre la explicación de los
fenómenos sociales y los juicios de valor sobre los mismos. La
ciencia social pretende explicar los fenómenos de la sociedad
sin hacer juicios de valor en el sentido de evaluarlos como
aceptables o rechazables. La política, por el contrario, es el te-
rritorio donde se establecen valores y objetivos acerca de los
cuales no cabe determinar racionalmente que unos sean mejo-
res o superiores a los otros. La política no forma parte del
ámbito de la ciencia, ni es tampoco una aplicación de princi-
pios racionales previamente establecidos (como había pensado
Kant). Pero sobre esta base Max Weber se pregunta si la polí-
tica es totalmente ajena a la racionalidad y si la ciencia no po-
drá aportar algo para la política.

Los límites de la ciencia

En la concepción weberiana de la ciencia, y concretamente de


la ciencia social, uno de los puntos más importantes es preci-
samente el de los límites de la ciencia, lo que la ciencia no
puede hacer. Y lo que la ciencia básicamente no puede hacer
es extraer de sus investigaciones normas morales o ideales po-
líticos, lo que es lo mismo que decir que los ideales políticos o

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POLÍTICA Y VERDAD

morales no se pueden fundamentar científicamente. Una


«ciencia de la realidad» o una «ciencia empírica», como de-
nomina Weber a la ciencia social, no puede deducir de sus in-
vestigaciones guías o normas para la práctica. Las ciencias sólo
pueden mostrar lo que cabe hacer sobre la base de la explica-
ción de la relación existente entre unos fines y los medios ade-
cuados para conseguirlos. Pero no puede llegar a la conclusión
de «esto es lo que tienes que hacer». La ciencia social en la que
piensa Weber no puede fundamentar «ideales» o principios
que dirijan la acción humana, es decir, no puede extraer con-
clusiones valorativas a partir de lo que está estudiando, utili-
zando el material para corroborar un «ideal». Por muy im-
portantes que sean para uno mismo los valores que defiende y
por los que estaría dispuesto a desvivirse, no se puede decidir
científicamente sobre la validez de estos valores, pues esto es
un asunto de creencias, de una filosofía de la vida, y no de
ciencia. Las ciencias sociales tienen ahí un importante límite.
No pueden suministrar el sentido de la vida ni una orienta-
ción para actuar en la vida, ni son el camino que conduzca al
descubrimiento o a la formulación de los ideales por los que
guiarse. Es engañarse a uno mismo pensar que las normas para
la acción humana o los dogmas de un partido político pueden
alcanzar una validez científica (Weber, 2009a: p. 80). La cien-
cia social no fundamenta «concepciones del mundo» o con-
vicciones valorativas sobre el mundo.
La razón de esta imposibilidad la encuentra Max Weber en
la existencia de múltiples valores, de múltiples «ideales últi-
mos», cuya validez no se puede establecer desde principios ra-
cionales: «El destino de una civilización que ha probado del
árbol del conocimiento es tener que saber que no podemos
deducir el sentido del mundo a partir de los resultados de la
investigación del mundo, por muy completa que ésta fuera,
sino que debemos ser capaces de crearlo por nosotros mis-
mos; y que las «concepciones del mundo» nunca pueden ser el

-32-
¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

resultado de un conocimiento empírico progresivo; y, por


tanto, que los ideales supremos que más nos conmueven
siempre actúan en lucha con otros ideales, que son tan sagra-
dos como los nuestros» (Weber, 2009a: p. 80). Nuestro mun-
do moderno, precisamente por no recurrir a una metafísica o a
una religión para entenderse a sí mismo, sólo conoce esta rea-
lidad de una pluralidad de «dioses» - o sistemas de valores-
y el enconado, e irresoluble, enfrentamiento entre ellos, con la
consecuencia para los individuos de ser ellos los que tienen
que elegir entre estos sistemas de valores en lucha (Weber,
2009b: pp. 97-98). Estos valores en lucha son como los múlti-
ples dioses de la Antigüedad, que en el mundo moderno se
presentan, sin embargo, apunta Weber, como poderes desper-
sonalizados, impersonales, es decir, como poderes racionali-
zados, sin ningún ropaje mágico o mítico. Este «politeísmo»
de los valores no se puede superar por ningún valor más ele-
vado que ofrezca la posibilidad de una armonización o la su-
peración de la lucha entre ellos. Por ello, al individuo sólo le
resta la elección individual por unos u otros valores, la elec-
ción entre «dios» y el «diablo», aunque en la práctica el indi-
viduo intente algún tipo de compromiso entre ellos o no sepa
incluso realmente con qué valores -con qué dios o con qué
diablo- está rigiendo su vida (Weber, 2010: p. 102).
Esta concepción de la ciencia de Max Weber y su tajante
separación entre el ser y el deber se corresponde con la idea de
ciencia que tenía el empirismo lógico del Círculo de Viena. En
el Tractatus Logico-Philosophicus, de 1922, escribía Ludwig
Wittgenstein: «El sentido del mundo tiene que residir fuera de
él. En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede;
en él no hay valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor. Si
hay un valor que tenga valor ha de residir fuera de todo suce-
der y ser-así. Porque todo suceder y ser-así son casuales. Lo
que los hace no-casuales no puede residir en el mundo; por-
que, de lo contrario, sería casual a su vez. Ha de residir fuera

-33-
POLíTICA y VERDAD

del mundo. Por eso tampoco puede haber proposiciones éti-


cas. Las proposiciones no pueden expresar nada más alto. Está
claro que la ética no resulta expresable. La ética es trascen-
dente (ética y estética son una y la misma cosa)>> (Wittgens-
tein, 2003: p. 129).6
Pero tras esta coincidencia en la separación entre el ser y el
deber-ser, Max Weber se diferencia claramente del empirismo
lógico precisamente en su ocupación con eso que está más allá
de los límites de la ciencia. Este más allá de la ciencia es tan
importante para Max Weber porque es un ámbito que com-
pleta la existencia humana como tal. Él considera que la com-
prensión científica del mundo no es suficiente para el hombre,
pues éste no sólo es un ser que conoce sino también un ser
que actúa, que toma posiciones respecto al mundo, que hace
valoraciones: el hombre civilizado crea sus propios valores, da
un sentido al mundo. Para Weber no hay ciertamente un sen-
tido objetivo del mundo, pero afirma la significación de la
cuestión del sentido y de los valores para la propia construc-
ción del objeto de investigación en la ciencia social, y explora
lo que la ciencia pueda aportar al hombre desde esa honesti-
dad lógico-empírica.
Para este ámbito transcientífico, sin embargo, Max Weber
no pretende rehabilitar la vieja filosofía práctica y no pretende
construir un sistema de valores en la línea de alguien de quien
había aprendido mucho en sus reflexiones sobre la naturaleza
de las «ciencias de la experiencia», el filósofo Heinrich Ri-
ckert. En ese sentido, Rickert acierta cuando critica a Max
Weber en la tercera edición de su libro de Los límites de 'la
construcción de los conceptos en las ciencias naturales (Rickert,
1921: p. XXV), al decir que Weber sólo creía realmente en
la «lógica» y que lo veía escéptico respecto al plan que él

6 La relación entre el concepto de ciencia y el del positivismo lógico,


así como sus importantes diferencias, pueden verse en Schwaabe, 2002:
pp. 65-93.

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS...

(Rickert) tenía de establecer una «concepción del mundo»


científica y universal sobre la base de un sistema de valores
amplio. La verdad es que Max Weber no sólo era escéptico si-
no que se oponía realmente a semejante plan de Rickert. Max
Weber había puesto unos límites a la razón científica que no
quería traspasar, pero no por ello dejaba fuera de su reflexión
ese ámbito transcientífico donde gobierna el «destino» y no la
razón.
Sobre estos límites de la ciencia se expresa Weber en varios
pasajes de su obra. En un pasaje de «La "objetividad" del co-
nocimiento en la ciencia social y en la política social», de 1904,
había escrito que «la validez objetiva de todo conocimiento
empírico descansa en esto y sólo en esto: en que ordenamos la
realidad dada con categorías subjetivas -subjetivas en el sen-
tido específico de que actúan como una presuposición previa
para nuestro conocimiento- y que van ligadas a la presuposi-
ción previa del valor de aquella verdad que nos proporciona el
conocimiento empírico. Para quien esta verdad no tenga valor
-y creer en el valor de la verdad científica es un producto de
determinadas culturas y no algo dado por naturaleza-, a ése
no podemos ofrecerle nada con los medios de nuestra ciencia»
(Weber, 2009a: pp. 182-183). En un texto de 1910, al comentar
la conferencia de Werner Sombart sobre «Técnica y Civiliza-
ción» (<< Technik und Kultur»), pronunciada en el seno de la
Asociación de Política Social, dice Weber que el cosmos ra-
cionalista de la ciencia moderna necesita poner por delante la
fe en el valor de la ciencia, necesita poner el a priori de «que
para todo nuestro trabajo la creencia en un valor de la ciencia
es una condición previa» (Weber, 1988: p. 449). Y también en
La ciencia como profesión, de 1917, escribe que las ciencias,
que proporcionan determinados resultados relevantes, no
pueden demostrar, sin embargo, que sean relevantes para el
hombre, pues esto último depende de la tabla de valores del
hombre: la Medicina, por ejemplo, parte del presupuesto de

-35-
POLíTICA Y VERDAD

que hay que conservar la vida, pero ella misma no se pregunta


si la vida merece la pena. La Estética no se pregunta tampoco
si deben existir obras de arte, y el Derecho -que establece lo
que es válido según las reglas del pensamiento jurídico- tam-
poco se pregunta si tiene que haber Derecho o si se tienen que
establecer reglas obligatorias. La ciencia histórica que «com-
prende» fenómenos de la civilización humana de distinta ín-
dole no se pregunta tampoco si merecía la pena que existieran
esos fenómenos y si merece la pena conocerlos. Estas presu-
posiciones sobre el sentido de los fenómenos que las ciencias
investigan no se pueden demostrar a su vez científicamente.
La pregunta por el sentido pertenece, por tanto, a otro ámbi-
to, en el que no manda la ciencia sino el «destino», es decir, las
posiciones o convicciones de cada uno (Weber, 2009b: pp. 82-
92). Las ciencias dan por presupuesto que lo que hacen tiene
sentido, pero ni se lo explicitan ni se lo cuestionan, pues en el
caso de que lo hicieran no pueden resolverlo desde ellas mis-
mas: «ninguna ciencia carece absolutamente de presuposicio-
nes previas y ninguna ciencia puede justificar su propio valor
ante alguien que rechace estas presuposiciones» (Weber,
2009b: p. 101). Max Weber sigue aquí el camino que había
comenzado a andar Nietzsche. Éste había escrito efectiva-
mente «vemos que la ciencia descansa en una creencia. No hay
ninguna ciencia sin ninguna presuposición previa» y «se habrá
entendido [...] que sigue habiendo una fe metafísica en la que
se basa nuestra fe en la ciencia, que también nosotros, los su-
jetos cognoscentes de hoy, los sin dios y antimetafísicos, to-
davía tomamos nuestro fuego de los tizones que encendió la
vieja fe milenaria, aquella fe cristiana que era también la fe de
Platón de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina
[...]. ¿Pero cómo, si esto precisamente resulta cada vez más in-
creíble, si nada se manifiesta como divino, a no ser el error, la
ceguera o la mentira, si Dios mismo se muestra como nuestra
mentira más grande?» (Nietzsche, 1980: pp. 575 Y 577).

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

La ciencia, no obstante, sí podrá prestar una gran contribu-


ción al individuo, y al político. La ciencia puede analizar los
«juicios de valor» sin hacer a su vez «juicios de valor». Tarea
difícil, reconoce el propio Weber, pero que es posible porque
son dos cosas distintas explicar fenómenos sociales -y tam-
bién los «juicios de valor»- y valorarlos, es decir, formular
juicios de valor al respecto. Para este análisis y discusión sobre
los «juicios de valor» desarrolla un procedimiento en su artí-
culo de 1917 «Por qué no se deben hacer juicios de valor en la
sociología y en la economía», en el'que expone las operaciones
de carácter lógico y empírico que cabe hacer al respecto, como
mencionamos más adelante.

El concepto weberiano de la política

La esfera de la política, como las otras esferas de la vida, se ha


separado de la religión en el largo proceso de racionalización
occidental, logrando su autonomía, su propia «legalidad». Al
definir Weber la política como «lucha por el poder» y al ser el
poder un medio que se puede utilizar para muchos y diversos
fines, el poder -y por tanto la política- no deriva su justifi-
cación de ninguno de los objetivos posibles para los que se
puede utilizar ni de ningún principio racional evidente previo.
Por ello, la autonomía de la política en Weber quiere decir que
la política no consiste en una aplicación de principios morales
a la realidad, sino que consiste, por el contrario, en el libre
establecimiento de fines u objetivos y en la toma de decisiones
en relación con ellos. La política se constituye así en un ám-
bito de libertad y de riesgo, netamente diferenciado del ám-
bito de la burocracia, en el que el funcionario aplica las nor-
mas dentro de una organización jerarquizada. Mientras que el
comportamiento típico del funcionario es obedecer órdenes
de su superior, al político -como también, por otra parte, al

-37-
POLíTICA y VERDAD

empresario- lo caracteriza Weber por la independencia en la


toma de sus decisiones y por tener que responder de sus ac-
ciones. Para el funcionario es un honor cumplir las órdenes
que recibe, incluso aunque esas órdenes fueran en su propia
opinión erróneas; es decir, el funcionario tiene que sacrificar
sus propias convicciones al deber de obediencia. En cambio, el
dirigente político que actuara de la misma manera sólo mere-
cería desprecio, señala Weber: entre el cargo y sus propias
convicciones, el político tiene que sacrificar el puesto ante es-
tas últimas. El político que lucha por ganarse aliados y segui-
dores y aspira al poder, busca el poder con la responsabilidad
política que ello conlleva, mientras que el gobernante cuyo
espíritu de trabajo fuera el del funcionario se desvincula de la
responsabilidad de sus acciones. Por eso escribe Weber que «si
un dirigente es, por el espíritu de su trabajo, un "funcionario",
con independencia de lo diligente que pueda ser, es decir, si es
un hombre habituado a realizar su trabajo honradamente y
con todo celo siguiendo el reglamento y las órdenes, ni sirve
para estar al frente de una empresa privada ni al frente de un
Estado» (Weber, 2008: p. 40).
Para Weber, por el contrario, los principios de la moral
no pueden operar en una esfera política autonomizada de la
misma manera que en la concepción kantiana de la política.
Si Kant había establecido que el principio de decir siempre la
verdad no admite excepciones, Weber, sin embargo, pone
este principio en relación con las consecuencias que se po-
drían derivar de su aplicación. Alude expresamente en La
política como profesión a quienes, desde la afirmación del de-
ber de decir la verdad como un deber absoluto, habían saca-
do la conclusión de que los políticos tenían la obligación de
publicar todos los documentos relacionados con el desenca-
denamiento de la Primera Guerra Mundial y con la culpa de
Alemania en ese acontecimiento, sin haber tomado en consi-
deración las consecuencias que se podrían derivar de esa de-

-38-
¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

cisión para toda la nación? Weber entiende, por el contrario,


que el político debe sopesar ante esa decisión que si esa in-
vestigación no la realizan expertos imparciales no se va a fa-
vorecer la verdad, pues irrumpirán las pasiones humanas y se
producirán consecuencias irreparables para la nación de un
comportamiento así.
En esta misma línea argumentativa, Weber considera que el
principio de que del bien siempre sale el bien y del mal sólo el
mal no puede funcionar en la esfera política porque el mundo
no es racional desde el punto de vista moral, y de una acción
«buena» pueden producirse efectos «malos» y al revés. 8 We-
ber considera igualmente inadecuados para una esfera política
autónoma la aplicación del aforismo <ifiat iustitia, pereat
mundus» o de mandamientos cristianos como «no te opongas
al mal con la violencia», o «quien empuña la espada, a espada
morirá», pues semejante comportamiento no tiene en cuenta
que la política opera con la violencia y que la consecución de
fines «buenos» va unida a veces a la utilización de medios du-
dosos o peligrosos o a la producción de consecuencias colate-
rales «malas» (Weber, 2007: pp. 132-133).9

7 Weber se refiere expresamente a Kurt Eisner, jefe del gobierno revolucio-


nario de Baviera en los primeros meses tras la guerra (2007: pp. 134-135).
8 Véase al respecto su crítica al profesor y colega en la Universidad de
Múnich, F.W. Foerster, en Weber, 2007: p. 139.
9 Weber entiende el aforismo <1iat iustitia, pereat mundus» como una
expresión de la «ética de convicciones» de carácter absoluto, en el sentido de
que hubiera que realizar el principio absoluto de la justicia aunque pereciera
el mundo. Kant, por su parte, había entendido este aforismo de manera algo
distinta. Lo entendía como un valiente principio del Derecho, pero que no
permitía en ningún caso que el político hiciera uso de la violencia para apli-
carlo de manera implacable. El principio implica para él que los gobernantes
actúen siempre de conformidad con los principios del Derecho y, consi-
guientemente, no nieguen a nadie su Derecho ni se lo aminoren; pero el afo-
rismo no implica, según él, que el Derecho se tenga que aplicar con el má-
ximo rigor, pues el máximo rigor sería contrario al deber ético de hacer
justicia. En ese sentido, la aplicación de la justicia no exige la destrucción del
mundo (véase Kant, 1795: p. 378).

-39-
POLíTICA y VERDAD

Si las normas que proceden de la filosofía práctica o de la


religión no pueden incidir en la autonomía de la esfera políti-
ca, y si por su parte la nueva ciencia social tampoco puede
ofrecer un fundamento para juicios de valor o concepciones
del mundo, parece que la política está en una situación sin
certezas ni evidencias, con lo que la decisión del político pare-
ce que tiene que ser tomada sin fundamento racional. Pero ¿es
realmente la política una esfera totalmente desligada de cual-
quier vinculación moral? ¿Es un ámbito enteramente decisio-
nista sin ningún parámetro que establezca algún límite? ¿Se
tiene que convertir el político necesariamente en un «realista
político» sin ningún fundamento racional y moral?
Un análisis más detenido de las relaciones y de las rivalida-
des que Max Weber encuentra entre las distintas esferas de la
vida, concretamente entre la política y la ciencia y la política y
la religión, puede mostrar que es posible afirmar la autonomía
de la política sin que a la vez ésta tenga que ser entendida co-
mo el ámbito de la pura decisión radical. Sin pretender reducir
la política a una mera aplicación de principios morales evi-
dentes y sin pretender que la acción política sea el resultado
de una explicación científico-social, es posible afirmar que la
esfera política recibe algunos «apoyos» de la esfera de la reli-
gión y de la esfera de la ciencia, que permitirían afirmar que la
decisión política no es de carácter radical, sino «crítico».
Si nos fijamos, en primer lugar, en la relación de la política
con la religión -más bien, en la contraposición entre am-
bas - podemos observar que para Weber la política no puede
guiarse por una moral religiosa de carácter absoluto, que no
tiene en cuenta las consecuencias, pues él argumenta que una
moral de esas características no es coherente con el pluralismo
de los valores ni con la irracionalidad moral del mundo, que
constituye el punto de partida de nuestra experiencia. El re-
conocimiento del pluralismo de valores implica que la lucha
por el poder que tiene lugar en la esfera política no pueda de-

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

sarrollarse como una «lucha de verdades» absolutas, como


una lucha religiosa. Por esta vía negativa -no aplicar a la esfe-
ra política lo propio de la esfera religiosa- la autonomía po-
lítica encuentra un principio limitativo de su actuación. Para
Weber, por muy convencido que esté un político de sus idea-
les, no puede pretender llevarlos a la práctica «aunque perezca
el mundo», es decir, el político no puede dirigir sus acciones
por una «ética de convicciones», sabedor de que los ideales de
los otros son tan sagrados como los suyos propios.
Por eso, la «ética de la responsabilidad» -es decir, adoptar
las decisiones tomando en cuenta las consecuencias que pue-
den tener las acciones - se convertirá para Weber en la única
actuación moral que resulta adecuada a la realidad del mun-
do. 10 La responsabilidad por los resultados de las acciones,
por tanto, se puede ver como un límite para un puro decisio-
nismo desnudo.!l Es cierto, no obstante, que la exigencia de
que el político se guíe por esta «ética de la responsabilidad»
no está institucionalizada, sino situada en el ámbito de las
cualidades «profesionales» del político. Pero también es cierto
que en Weber esta cualidad profesional es entendida dentro de
una visión ascética de la política que le lleva a rechazar fron-
talmente la complacencia del político en el disfrute del poder
y a exigirle que no se ponga a sí mismo por delante de la causa

10 La responsabilidad es una de las cualidades esenciales del político,


aunque señala de nuevo Weber que tampoco aquí cabe establecer cuándo
uno tiene que actuar por convicciones o cuándo pensando en los resultados.
11 Weber critica en numerosas ocasiones que la política se rija por una
«ética de las convicciones». Su crítica a los revolucionarios alemanes de
1919, por ejemplo, se basa en que él considera que la revolución es una ac-
ción que no tiene en cuenta las consecuencias, en el mismo sentido que no
considera adecuada para la política la actitud de aquellos sindicalistas que
sólo piensan en que se conserve la pureza de la llama de sus ideales «aunque
perezca el mundo», o cuando critica a aquellos socialistas alemanes que, du-
rante la Primera Guerra Mundial, preferían que continuase la guerra, con
todas sus miserias, para que luego pudieran triunfar más fácilmente los
ideales socialistas de la revolución social (véase Weber, 2007: pp. 137-138).

-41-
POLÍTICA y VERDAD

por la que lucha. Por esto se puede decir que este comporta-
miento derivado de la exigencia de tener que pensar en las
consecuencias de las acciones implica un cierto límite a la pura
decisión arbitraria: si el político no se pone a sí mismo por
delante de su «profesión» no decidirá al menos por sus intere-
ses o gustos personales ni por el mero ejercicio del poder por
el poder.
Un segundo argumento se puede extraer de la relación en-
tre la política y la ciencia. Ya hemos mencionado que la cien-
cia no puede suministrarle a la política ninguna fundamenta-
ción racional para decidirse por un valor y no por otro. Pero,
al mismo tiempo, Weber afirma que la ciencia sí puede aportar
algo al respecto. Y lo que puede aportar es precisamente una
clarificación sobre los «juicios de valor» presentes en la esfera
política. Esta tarea de la ciencia la aborda Max Weber espe-
cialmente en su artículo de la revista Logos, «Por qué no se
deben hacer "juicios de valor" en la sociología y en la econo-
mía», de 1917. En él expone un procedimiento con las opera-
ciones de carácter lógico y empírico que cabe hacer para deli-
berar o discutir sobre los «juicios de valor» (Weber, 2010: pp.
106-109).
Weber reconoce que esta tarea no es fácil, pues se trata de
analizar científicamente juicios de valor subjetivos sin hacer, a
su vez, juicios de valor. Pero Weber la considera posible por-
que son dos cosas distintas explicar un «juicio de valor» y to-
mar una posición valorativa al respecto. Recuerda a este res-
pecto que «comprender» un juicio de valor, es decir, explicar
los fundamentos y las consecuencias prácticas de un «juicio de
valor» no es sinónimo de aceptarlo, excusarlo o justificarlo. Y
señala asimismo sobre todo que el análisis y debate de los
«juicios de valor» no puede equipararse a un intento de fun-
damentar un juicio de valor y no puede conducir en ningún
caso a la conclusión de «esto es lo que tienes que hacer». We-
ber señala que el propio proceso de análisis, en el que se abor-

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

de la adecuación de unos medios para la consecución de un


fin, no puede dar respuesta a la pregunta de si el fin justifica
los medios analizados como necesarios para alcanzar ese fin,
ni tampoco puede decidir si uno debería tomar en cuenta las
consecuencias colaterales no queridas de una acción que se
hubiesen puesto de manifiesto en el análisis, ni tampoco pue-
de resolver los conflictos que se podrían poner de manifiesto
entre distintos fines que colisionen entre sí en un caso con-
creto. En resumen, para Weber no existe procedimiento cien-
tífico -lógico o empírico- que pueda suministrarnos aquí la
solución de estas cuestiones, pues todas ellas pertenecen al
ámbito de la decisión o elección individual, algo que la ciencia
no puede dar, ni puede pretender evitársela finalmente al indi-
viduo. El análisis científico puede llevar al individuo hasta la
frontera de la decisión, pues la lógica y una disciplina científi-
ca pueden informarnos sobre todo lo que hay más acá, es de-
cir, sobre cuestiones estrictamente científicas. Pero ahí se de-
tiene la ciencia, piensa Weber. La adopción de una decisión -de
una valoración-no es una cuestión de la ciencia, sino una
cuestión de la conciencia o del gusto subjetivo; es, en todo ca-
so, una cuestión cuya respuesta está en otro nivel del espíritu.
Pero aclara además que el análisis de los «juicios de valor» no
tiene por qué desembocar necesariamente en un acuerdo, pues
puede ocurrir que no se pueda llegar a ningún acuerdo, pero
incluso en ese caso el análisis puede mostrar por qué yen qué
divergen las posiciones y por qué no se puede llegar a un
acuerdo. Y aclara asimismo que este procedimiento de análisis
y discusión no puede desecharse como un juicio subjetivo: el
«pecado» comienza cuando se confunden estos pensamientos
estrictamente lógicos o empíricos con juicios de valor subjeti-
vos (Weber, 1988: pp. 417-418).
Este procedimiento de análisis, que ni fundamenta un jui-
cio de valor subjetivo ni tampoco lo sustituye, puede sumi-
nistrar en todo caso elementos para la formación del juicio, de

-43-
POLíTICA y VERDAD

una manera similar a lo que la vieja frónesis aristotélica sumi-


nistraba para el caso concreto. Por ello considero que esta
«ayuda» de la ciencia a la decisión individual, también la polí-
tica, aun siendo un acto no derivado directamente del análisis
científico-racional, no tiene que ser un acto arbitrario, reali-
zado en el vacío.
Un tercer argumento a favor de que el decisionismo de We-
ber puede ser considerado como «crítico», y no absoluto o ra-
dical, tiene que ver con su ideal de libertad. Es desde la pers-
pectiva de la defensa de la libertad desde donde se pregunta si la
existencia generalizada de estructuras burocráticas permite to-
davía salvar algún resto de libertad individual. Y desde esta
perspectiva analiza el sistema político alemán de su época como
una «dominación burocrática» en sus escritos de 1917-1918
(Weber, 2008: pp. 71-282). Weber se pregunta en concreto si
existe alguna institución en el sistema político alemán que pue-
da controlar la inevitable burocratización y garantizar la super-
vivencia de la democracia; y se pregunta asimismo por los lí-
mites de la burocracia, es decir, por todo aquello que la forma
burocrática de administración no puede realizar por no ser ade-
cuado su espíritu y modo de funcionamiento. Sus respuestas a
estas preguntas le llevan a la afirmación de la necesidad de que
el sistema político alemán se transforme en un sistema de go-
bierno parlamentario que permita una auténtica política no
sustituida por la «dominación burocrática».
Es verdad que, después de la abdicación del Káiser alemán
a comienzos de noviembre de 1918, Max Weber se manifestó
a favor de una democracia presidencialista para Alemania, que
se basara en la elección directa del presidente por los electores.
Pero de un sistema presidencialista esperaba una renovación
de la vida política, algo que no cabía esperar, según él, de una
democracia parlamentaria a la vista de cómo estaban los partidos
políticos alemanes del momento, en los que constataba -tanto
en los partidos burgueses como en los socialistas- muy poco

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

aprecio por la consolidación de auténticos líderes políticos


(Weber, 2007: pp. 122-123). En su escrito Der Reichsprasi-
dent, de 25 de febrero de 1919 (Weber, 2008: pp. 337-342),
Weber expone, efectivamente, los efectos positivos que para
Alemania tendría un presidente de la República elegido di-
rectamente por los ciudadanos y ve en esa figura la expresión
de la auténtica democracia, pues la democracia consiste en de-
finitiva, según él, en que los ciudadanos se sometan a los go-
bernantes que ellos mismos eligen. Ciertamente, al entender la
democracia como la libre elección de los gobernantes y el
consiguiente sometimiento a los elegidos, Max Weber desliga
el concepto de democracia de conceptos como «voluntad po-
pular» o «gobierno del pueblo por el pueblo» o «reducción
del poder a lo mínimo»: la democracia no significa necesaria-
mente un incremento de la participación activa de los gober-
nados en el poder ni tampoco evita la formación de una es-
tructura de poder conforme a la «ventaja del pequeño
número» (Weber, 2005: pp. 201-204).
Su opción por la democracia presidencialista pretende crear
expresamente un espacio para la política democrática que evite
los dos extremos que él veía en la Alemania de después de la
guerra: por un lado, la burocratización del Estado autoritario
sin auténticos líderes políticos y, por el otro, una lucha políti-
ca entre líderes demagógicos surgidos de la revolución posbé-
lica. Su propuesta a favor de un presidente del Reich elegido
directamente por los electores pretende, por tanto, una demo-
cracia en la que la dirección política no sea «gobierno de fun-
cionarios» ni tampoco una «democracia sin líderes», es decir,
una democracia sin líderes y sin partidos políticos organiza-
dos. Pero su sistema presidencialista no implica en ningún ca-
so la eliminación del Parlamento ni la organización burocráti-
co-racional de la Administración estatal. La decisión del
presidente tiene un marco institucional y Weber propone
además que el electorado pueda revocar al presidente.

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POLíTICA y VERDAD

5. HANNAH ARENDT: VERDAD y POLíTICA


EN ESTADO DE GUERRA

En 1967 publicó Hannah Arendt su ensayo Verdad y Política,


después de reflexionar sobre la controversia que había gene-
rado la publicación de su libro Eichmann in]erusalem. Report
on the Banality of Evil (1963).1 2 Esa controversia le suscitó
dos tipos de cuestiones fundamentales: la de si es siempre co-
rrecto decir la verdad y la del sentido de la mentira, el sentido
de las mentiras sobre lo que ella había escrito en el libro y so-
bre los hechos de los que ella había informado en él.
En este contexto histórico, Hannah Arendt aborda el tema
de la relación entre la verdad y la política desde una óptica
diferente a la que se había planteado a lo largo de la historia,
concretamente en Platón y también en Kant. Para Arendt ya
no existe en la actualidad el viejo conflicto entre la verdad y la
política tal como se había planteado desde la perspectiva de la
verdad de las religiones reveladas o desde la perspectiva de la
verdad del filósofo. Ella cree que la extendida separación entre
la Iglesia y el Estado en nuestro mundo ha convertido a las
religiones en un asunto privado, y cree, por otro lado, que las
verdades filosóficas han dejado hace tiempo de aspirar a tener
validez en el ámbito político. No considera ya posible la pre-
tensión de Platón de unir verdad filosófica y política, por las
inevitables consecuencias antipolíticas y antidemocráticas del
planteamiento platónico. La organización del espacio político
según la verdad filosófica sobre el bien y la justicia elimina en
realidad la política, es decir, elimina la discusión ciudadana
sobre los fines de la comunidad, elimina el espacio político

12EI ensayo «Verdad y política» se publicó en una primera versión ale-


mana en 1964. En 1967 se publicó en inglés con el título «Truth and Poli-
tics», y se incluyó en 1980 en su obra de ensayos Between Past and Future.
En 2006 se publicó nuevamente una versión alemana, la que se cita en este
trabajo.

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

que no puede ser entendido ya como el reino de la verdad si-


no el de las opiniones cambiables y las mentiras estratégicas.
Frente a Platón, Arendt quiere rehabilitar la política, pues el
filósofo griego la había desvalorizado, al eliminar la opinión
pública. y quiere rehabilitarla porque sólo la política promete
que «los hombres pueden cambiar el mundo». La política
trata, en definitiva, de cambiar lo existente con vistas a un fu-
turo mejor. Si la verdad religiosa o filosófica no puede impo-
nerse en el espacio político, para ella está igualmente claro que
la política, por su parte, tampoco puede atentar contra las
verdades de la razón. No es tarea de la política determinar qué
es la verdad. Es una cuestión que deben resolver otros y ya no
es un problema en nuestra época. Donde Arendt ve ahora un
problema es en la relación entre la política y las «verdades de
hecho». Esta diferenciación entre las «verdades racionales» y
las «verdades de hecho» -que ya había planteado el filósofo
y científico Leibniz- la retoma ahora Arendt para analizar el
conflicto que encuentra entre la política y estas últimas. Para
ella está claro que si el poder político atentara contra las ver-
dades de la razón, estaría yendo más allá de su propio terreno
e invadiendo el ámbito de la razón. Pero el fenómeno sobre el
que ella llama la atención es precisamente el comportamiento
contemporáneo del poder político en relación con las verda-
des de hecho. Es ahí donde ella observa que se están dando
ataques del poder político. Su diagnóstico al respecto es que
aquéllas corren el peligro de desaparecer del mundo y no sólo
por un tiempo, sino para siempre (Arendt, 2006: p. 14).
Con la finalidad de mostrar este comportamiento de la políti-
ca analiza primero las diferencias entre las verdades de la razón y
las verdades de hecho. Las verdades de la razón, que no son de-
terminables por la política, tienen su contrario en el error, en la
ilusión o en la mera opinión, los cuales no tienen nada que ver
con la veracidad subjetiva. Las verdades fácticas, sin embargo,
tienen su contrario en la mentira o en la no veracidad. Lo decisi-

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POLÍTICA y VERDAD

va en relación con ellas no es el error, aunque también lo pueda


haber; lo contrario de una verdad fáctica es no decir consciente-
mente la verdad o mentir. Mientras que la formulación de una
verdad racional, que no pretende más que decir «lo que es» -sea
correcta o sea errónea-, no es una afirmación política; la for-
mulación de una mentira, es decir, la negación de una verdad
fáctica, pretende cambiar la realidad y en este sentido es una
afirmación política, precisamente por intentar cambiar la reali-
dad. Y toda forma de cambio de la realidad es una forma de ac-
ción. La mentira es básicamente una acción, mientras que decir la
verdad no es una acción, sea decir una verdad de la razón o una
verdad sobre un hecho. La afirmación de que Alemania invadió
Bélgica en agosto de 1914 no es en sí misma una afirmación polí-
tica, pero la afirmación contraria -Bélgica invadió Alemania-
es ya de entrada una afirmación política, pues intenta cambiar la
realidad que ha sido (Arendt, 2006: pp. 40-41). Y lo que Arendt
pone de manifiesto en este pequeño librito es que la mentira po-
lítica no sólo se ha dado en el siglo XX en los Estados comunistas
del este de Europa, sino que se ha dado asimismo en las demo-
cracias consolidadas de Occidente. Como ejemplos de mentiras
que niegan verdades fácticas menciona Arendt la eliminación de
Trostky de la historia de la revolución soviética, la afirmación de
que Francia era uno de los vencedores de la Segunda Guerra
Mundial -base de la política de De Gaulle- o la afirmación de
que la barbaridad del nacionalsocialismo sólo había sido acepta-
da por un porcentaje relativamente pequeño del pueblo alemán
-base de la política de Adenauer-, o la falta de corresponden-
cia entre lo que decía el presidente de los Estados Unidos Lyn-
don B. Johnson y la realidad de los hechos a propósito de la gue-
rra de Vietnam. 13

13 Arendt vio en el contenido de los «Pentagon Papers» (Sheehan, 1971),


que dieron a conocer las causas y los objetivos de los Estados Unidos en la
guerra de Vietnam, un ejemplo de las tendencias totalitarias de la sociedad
moderna, por el conjunto de mentiras y ocultaciones que se habían practi-

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

Esta mentira moderna es un fenómeno relativamente nue-


vo, que no tiene que ver con lo que conocíamos de la historia
de la diplomacia, señala Arendt. En la historia de la diploma-
cia se operaba con secretos sobre hechos que no eran públi-
camente conocidos o sobre las intenciones políticas de lo que
los Estados pretendían hacer. La mentira actual, por el contra-
rio, tiene que ver con hechos que son de conocimiento públi-
co y general, pero que son reescritos -como en el caso de
Rusia al reescribir su historia sin Trostky- o son sustituidos
por el image-making con las técnicas de los medios de masas.
El núcleo del diagnóstico que Arendt hace de nuestra época
está en que verdades fácticas pueden desaparecer o pueden ser
transmutadas en meras opiniones: «Es cierto suponer que
nunca ha habido un tiempo que haya sido tan tolerante con
todas las cuestiones religiosas y filosóficas, pero quizás tam-
poco ha habido un tiempo que haya luchado con tanto celo y
tan gran efectividad contra las verdades fácticas que se opon-
gan a los prejuicios o ambiciones de innumerables grupos de
intereses» (Arendt, 2006: p. 20).
En su análisis del comportamiento político en relación con
las verdades de hecho, Arendt va mostrando la proximidad
objetiva existente entre la mentira, la política y la libertad. El
mentiroso está siempre dentro de la política, pues cuando el
mentiroso dice lo que no es, es porque desea cambiar la reali-
dad que es. El mentiroso se beneficia de la indudable proxi-
midad que existe entre la capacidad humana para cambiar las
cosas y la capacidad humana para decir «está brillando el sol»
cuando está diluviando. Esto demuestra, por otro lado, la
existencia de la libertad humana, libertad que hace posible la
mentira y que a su vez es pervertida por la mentira. Y la polí-
tica es el ámbito de la libertad para poder cambiar la realidad,

cado. Arendt consideraba además que una de las causas principales de la de-
rrota de la política americana en Vietnam fue el «desprecio de los hechos
históricos, políticos y geográficos».

-49-
POlÍTICA y VERDAD

pues sin esa posibilidad de cambio no hay política. A diferen-


cia de la mentira, decir la verdad no se ha considerado una
cualidad estrictamente política, porque en realidad poco con-
tribuía a la auténtica acción política que consiste en transfor-
mar el mundo. La veracidad sólo se convierte en algo distinto,
con consecuencias, cuando la mentira es utilizada como arma
política, como ocurre en el totalitarismo. Entonces la veraci-
dad se puede convertir en un elemento político de primer or-
den, en el sentido de que en un sistema en el que se miente por
principio el que diga simplemente la verdad de un hecho re-
presenta un peligro para quien tiene el poder (Arendt, 2006:
pp. 42-43). Pero quien tiene el poder puede inventarse hechos
o transformar hechos en opiniones o hacer desaparecer he-
chos.
Aquí viene sin duda la dificultad principal, la de distinguir
los límites de la política en esta su tarea de transformar el
mundo. La política, señala Arendt, tiene sus límites y uno de
ellos es precisamente la verdad fáctica. Y la pretensión de vali-
dez de una verdad fáctica le crea una fuerte tensión al poder
político, pues lo limita. Esta tensión procede de la propia na-
turaleza de ambos polos. Las verdades fácticas -a diferencia
de las opiniones y de los juicios- pretenden una validez que
excluye por su parte el debate o la discusión, la lucha entre
opiniones, que, por otra parte, constituye la esencia de la po-
lítica (Arendt, 2006: p. 27). Las verdades fácticas no se pueden
cambiar, pues «verdad es aquello que el hombre no puede
cambiar, es el suelo sobre el que estamos de pie y el cielo que
tenemos por encima de nosotros» (Arendt, 2006: p. 62). Pero,
por otro lado, las verdades fácticas son a su vez de naturaleza
política, por cuanto tratan sobre hechos, sobre acontecimien-
tos, cuya propia realidad depende de que sea manifestada o
testimoniada por los hombres. Es decir, si por un lado los he-
chos actúan como un límite para la opinión, si la información
sobre la realidad de los hechos pone límites a la opinión y a la

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

especulación, por otro lado los propios hechos son objeto de


opinión, y las opiniones pueden proceder de intereses y de pa-
siones muy distintos (Arendt, 2006: pp. 22-23). Esto quiere
decir que la proximidad entre hechos y opiniones, entre el
mentiroso que cambia la realidad y el político que quiere
cambiar el mundo, es tan grande que la manipulación cerca la
integridad de los hechos. Arendt piensa que esta integridad de
los hechos no se da en los sistemas totalitarios, pero tampoco
en las otras formas de sociedad. En las dictaduras se falsean
hechos incómodos, en las democracias modernas se intentan
presentar los hechos incómodos para los intereses de los go-
bernantes u otros grupos como la expresión de una opinión.
Con los ejemplos históricos del siglo XX mencionados ante-
riormente, Arendt insiste en la novedad de este fenómeno
contemporáneo: cuando las verdades fácticas se oponen a las
ambiciones o a los intereses de algunos grupos de interés, son
perseguidas. Y entonces son convertidas en tabú es o trans-
formadas en meras opiniones. Hechos incómodos como el de
que Hitler fue apoyado por una mayoría de alemanes o el de
que Francia fue vencida por Alemania en 1940 o el de que el
Vaticano adoptó una política profascista son tratados no co-
mo realidades sino como cosas acerca de las cuales se pueden
tener opiniones distintas. Para Arendt, este fenómeno tiene
una elevada relevancia política, pues lo que está en juego es la
propia realidad fáctica, y esto es realmente un problema polí-
tico de primer orden. Cuando los hechos resultan amenazados
por la «opinión», se entra en un nuevo conflicto entre verdad
y opinión que parecía históricamente superado (Arendt, 2006:
pp. 20-21).
En esta tendencia contemporánea a disolver los hechos en
meras opiniones encuentra Arendt una similitud con lo que
ocurre en el «mito» de la caverna de la República de Platón.
Cuando el filósofo vuelve a la caverna, después de su paseo
por el cielo de las ideas permanentes, para comunicarles a los

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POLíTICA y VERDAD

hombres su verdad, se encuentra que la verdad se pierde entre


las opiniones y que lo que él presenta como verdad se ha de-
gradado a una opinión entre otras muchas: a la verdad se le
opone el «a mí me parece» de la mera opinión (Arendt, 2006:
pp. 21-22). Pero en la sociedad contemporánea ese fenómeno es
todavía peor que en la obra de Platón, pues la verdad del filó-
sofo en Platón tenía que ver con cosas divinas que trascendían a
todos los ámbitos, incluido el político, mientras que en el mun-
do contemporáneo se trata de verdades fácticas que se convier-
ten en opiniones o que se eliminan de la historia o se ocultan.
Ante esta situación, Arendt se pregunta cómo se puede lle-
gar a la formación de una opinión razonable, cómo se pueden
juzgar las decisiones políticas como correctas o falsas, adecua-
das o inadecuadas, pues ciertamente el juego entre verdad fác-
tica y opinión es lo que constituye el proceso político. Arendt
pretende solucionar la cuestión de cómo podemos llegar a
formular un juicio verdadero desde perspectivas distintas, de
cómo puede una acción política generar una racionalidad es-
pecífica que sea compatible con las distintas perspectivas de
los hombres sobre el mundo. La respuesta que Arendt desa-
rrolla en Verdad y política es su idea de un pensamiento re-
presentativo, es decir, un pensamiento que persigue los hechos
desde cada una de las perspectivas subjetivas: yo me formo
una opinión poniendo también las opiniones de los otros so-
bre la misma cuestión, es decir, cuando me hago presentes las
opiniones de los otros o las perspectivas de los otros (Arendt,
2006: pp. 27-29). En esto consiste el pensamiento político
realmente: éste nos exige un diálogo público con todos los
afectados por el mismo asunto, o al menos hacer un diálogo
mentalmente. Ésta sería para Arendt la única posición políti-
ca: estar dispuesto a introducirse en ese pensamiento amplia-
do, en traer a la discusión el punto de vista de los otros, en
estar dispuesto a llevar el interés propio hacia un objetivo co-
mún a través de un proceso de aprendizaje colectivo.

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

Aunque Arendt no desarrolle este punto más y no diga có-


mo se puede institucionalizar este proceso y cómo se podría
entonces convertir en acción política, su idea es la necesidad de
crear un espacio de lo político en el que el individuo pueda
participar en todos los asuntos de interés público. Este espacio
democrático es, sin embrago, el que Arendt ve en peligro al fi-
nal de los años sesenta del siglo xx, y no tanto por la existencia
de un mayor pluralismo de los valores, sino por la atomización
de los ciudadanos en una política caracterizada por su pensa-
miento utilitarista y reducida a mera administración (Arendt,
2006: p. 61), Y especialmente por una política basada en la
«mentira organizada que abarca a las masas» (Arendt, 2006: p.
46). Este espacio de lo político, a pesar de su amplitud, está li-
mitado por algo que los hombres no pueden cambiar, que está
fuera del alcance del poder de los hombres y que sólo puede
hacerse desaparecer provisionalmente mediante un autoengaño
mentiroso: y ese algo es la verdad. Y la política sólo puede
mantenerse íntegra y solo puede cumplir su promesa de que los
hombres transformen el mundo si respeta estos límites.

6. OBSERVACIÓN FINAL

Las repuestas anteriores a la pregunta por la relación entre


política y verdad permiten ver una gradación en la historia del
pensamiento hacia la afirmación de la autonomía de la políti-
ca. La identificación platónica entre la verdad filosófica y el
ejercicio del poder político implicaba en realidad una nega-
ción de la política, al convertir a ésta en una actividad de tipo
moral-educativo sin un espacio diferenciado. El plantea-
miento de Kant, aun reconociendo una división del trabajo
entre el filósofo y el político, seguía subordinando la política a
los principios de la filosofía práctica -la Moral-. Por el
contrario, el diagnóstico que Max Weber hace del mundo

-53-
POLíTICA Y VERDAD

moderno le conduce a la afirmación de la política como una


«esfera de la vida» diferenciada de las otras, al estar situada
más allá de la ciencia y con una relación tensa con la esfera de
la moral. Hanna Arendt, por su parte, que comparte con Max
Weber muchos elementos de su diagnóstico del mundo mo-
derno, también afirma el desligamiento de la política respecto
a las verdades religiosas o filosóficas, pero muestra diferencias
importantes con Max Weber.
De interés resultan las diferencias entre Max Weber y
Hanna Arendt partiendo de un similar diagnóstico de la Mo-
dernidad como pérdida del sentido y de la libertad, pues mues-
tran en definitiva dos alternativas para la concepción de la polí-
tica en el mundo contemporáneo. Max Weber está centrado en
el poder y espera de los líderes democráticos el mantenimiento
de la libertad amenazada por la burocratización generalizada
del mundo. Y espera de sus cualidades -la responsabilidad por
las consecuencias de sus acciones, sobre todo- que la lucha
política no se convierta en una lucha de verdades religiosas o de
otro tipo. Hanna Arendt, sin embargo, concibe la política con
categorías filosóficas existencialistas, con lo que pasa a un pri-
mer plano la acción -conjunta- de los individuos, que trasla-
da al concepto político de ciudadanía. Desde ahí advierte de un
nuevo peligro -también para las democracias occidentales-
generado por el poder político y su uso de los medios de co-
municación de masas: las «verdades de hecho», no ya las reli-
giosas o las filosóficas, pueden simplemente desaparecer' o ser
convertidas en una mera opinión entre otras por el poder polí-
tico-mediático. Sus respectivas críticas a la civilización moderna
desembocaban también en posiciones diferentes, pues Max
Weber encontraba en el presidencialismo norteamericano un
resguardo para la libertad y la decisión política, mientras que
Hanna Arendt volvía su vista a la Revolución norteamericana
del siglo XVIII, en la que contemplaba un modelo de acción li-
bre y participativa de los ciudadanos.

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¿DEBEN GOBERNAR LOS FILÓSOFOS? CUATRO RESPUESTAS ...

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