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El hormiguero [Henry Trujillo]

Todavía se recuerda por aquí el día que enterraron a la niña Alicia. Todo estaba lleno de
crespones negros. Más que la cantidad, llamaba la atención, para quien fuera recién llegado, el
silencio de la gente que acompañó el cortejo. No se oían condolencias, ni murmullos, ni
sollozos. Hasta las ancianas que solían llenar con sus alaridos los entierros de los solitarios
estaban mudas de espanto. Los padres de Alicia permanecieron lejos, y al féretro lo llevaron
personas extrañas en medio del silencio, cargado de angustias y resplandores del mediodía.

El cortejo marchaba lentamente hacia el cementerio. Yo, en realidad, ya no recuerdo bien ese
día que quedó sin tarde. Recuerdo sí una noche anterior a ese día, cuando Alicia desapareció.
Ella se había ido a jugar con Martín y Diego a los galpones de Rodríguez, que en aquella época
daban para el fondo de casa. La única forma de llegar allí, no siendo por el frente, que ese mes
permanecía cerrado, era atravesando mi patio y la quinta que tenía a continuación donde,
debo decirles si es que están dispuestos a creerme, ese verano crecieron zapallos de un
tamaño que nunca antes se había visto. Los gurises acostumbraban cruzar el alambrado desde
la casa de Diego a la mía, y de ahí a los galpones. Esa tarde los vi cruzar como a las cinco. Yo
daba vuelta tierra de este lado de las cañas, así que no me vieron. Pero yo sí los vi a ellos. Los
dos varones corrían, la niña pedía que no la dejaran atrás. Después los perdí de vista un largo
rato.

A las seis, cuando terminé de trabajar, todavía no habían regresado. Creí haber visto a Diego,
de reojo, caminando en el techo del galpón. Pensé que podía caerse y me acerqué para
gritarles un rezongo. Pero cuando llegué ya no había nadie en el techo ni en ninguna otra parte
que pudiera ver. Guardé la pala y el azadón en un cajón que tengo al lado de la cocina y volví
para cerciorarme. No vi a nadie.

A las nueve apareció la madre de Alicia. Ya hacía un rato que llovía fuerte y su hija no aparecía.
Para peor acababa de encontrar a Diego y Martín a dos cuadras de allí, junto a la cañada.
Habían estado jugando en el terraplén hasta que cayeron las primeras gotas. En ese momento,
Alicia había emprendido el regreso a su casa y ellos se habían refugiado en el almacén de
Medina. Hacía de eso como una hora, y no la habían visto más. Y como usted sabe, ella es muy
obediente, decía la buena mujer, si se le dice que vuelva a las siete vuelve a las siete, y más
con la lluvia, tiene que haberle pasado algo. Y así seguía todavía cuando llegamos a la casa de
Diego. Pero Diego se había acostado temprano y estaba dormido. Parecía tener fiebre, explicó
su madre, y había querido irse a la cama apenas llegó. Fuimos entonces a la casa de Martín,
que sí estaba despierto.

Enseguida que empezó a llover Alicia se fue para la casa, dijo Martín. Yo y Diego nos
fuimos corriendo a lo de Medina y estuvimos ahí hasta que vimos que la lluvia no iba a parar, y
entonces nos vinimos derecho para acá. Y yo a Alicia le dije: anda derecho para tu casa que si
no tu mamá te va a retar. Ahora no recuerdo bien todas las palabras de Martín, pero recuerdo
que me miraba y las soltaba una tras otra sin vacilar. Yo estaba fastidiado por tener que salir a
buscar bajo la lluvia, casi a medianoche, una gurisita sinvergüenza que se había escapado, y no
le di importancia a todo eso. Lo cierto es que buscamos toda la noche. Preguntamos en casa de
todos los amigos y los parientes donde pudiera haber ido, y también en la comisaría, donde a
veces iba porque los milicos la dejaban jugar en el patio. Allí dimos parte de la desaparición y
regresamos. Nadie sabía nada de ella.

En el camino de vuelta pasamos por el terraplén. El terraplén, que fue construido para
sostener la carretera nueva, corre paralelo a la cañada. Con la lluvia, el hilo de agua se había
transformado en una correntada que golpeaba los costados de las casas. No veíamos el agua,
sólo la escuchábamos.

-Es inútil- dijo alguien-, de noche es inútil.

Decidimos terminar la búsqueda al otro día. Cuando llegué a casa eran casi las dos de la
mañana y continuaba lloviendo. Yo me había arrepentido de pensar mal de Alicia. Algo le había
sucedido.

Al día siguiente también fue inútil. La cañada se había inundado por completo. Veinte años
antes, un intendente imaginativo había resuelto canalizar la cañada para evitar que las
inundaciones transformaran la zona en un pantano cada vez que llovía. Ahora ya no había
pantano, pero sí un chorro de agua que amenazaba llevarse hasta el Río Negro a cualquiera
que se atreviera a poner un pie dentro. Recorrimos un poco ambas orillas, de todos modos. No
esperábamos encontrar nada. Pero no había más para hacer.

Al mediodía volví con mis almácigos. Fue allí, enterrado en el barro, que vino a verme el agente
de la policía, enviado por el comisario para averiguar lo que ya todo el mundo sabía. Le conté
que la tarde anterior había visto a los tres niños cruzar por detrás de las cañas. "¿A qué
hora?", preguntó. Le dije que a las cinco y él repuso que era extraño. Ellos habían dicho que
habían salido de la casa de Diego hacia el terraplén. Estábamos conversando aún cuando
aparecieron Diego y Martín, cruzando por el alambrado. El policía les preguntó sobre lo que yo
le había dicho.

- Claro- contestó Martín-, cruzamos por acá para ir al terraplén.

-¿Por qué no lo dijeron?-preguntó el agente.

-No nos acordamos -contestó él alzándose de hombros. Al final el milico se fue. Yo fui a buscar
la pala para hacer un almacigo nuevo y descubrí que no la había guardado en la caja. Empecé a
revolver todo, la caja, el galponcito, la cocina, debajo del fregadero, donde también guardo
algunas cosas, y siempre Martín y Diego detrás.

-¿Por qué no me ayudan a buscar, par de zánganos?-les dije.

Se quedaron mirándome.

A veces me pasa que soy distraído, y no veo las cosas que están bajo mis narices, así que
renuncié a buscar por el momento y me metí en la cocina. Los dos gurises me siguieron y se
quedaron de pie, como esperando una orden. Yo andaba con pocas pulgas, volví a rezongados
y los mandé de nuevo a buscar la pala.

Encendí la radio mientras calentaba el agua para el mate. Pensé que tal vez mencionaran
nuestro pueblo en el informativo. Una vez, cuando mataron un botija en Drable, hasta fueron
periodistas de Montevideo. Pero ahora no hubo caso y en la radio no dijeron nada, aunque
todavía no habían pasado veinticuatro horas. Y ojalá no pasaran más, pensé,
qué carajo, pobre gurisita, y ojalá que estuviera muerta antes que otra cosa peor, aunque lo
mejor es que estuviera viva, claro. Entonces descubrí que Martín y Diego me miraban desde la
puerta.

-¿Y ahora qué quieren?

-La pala.

Y Martín la puso frente a mí. La pala. Resulta que estaba junto a la higuera, al lado de las
cañas. Se le debió haber olvidado ayer, explicaba Martín, cuando estuvo dando vuelta tierra.
Tan distraído no soy, pensé decirle, y además la pala estaba limpia. Si realmente la había
olvidado, debió ser después de haberla limpiado, y en ese caso estaría depositada cerca de la
casa, no al lado de la higuera. Un golpe en la puerta me sacó de esas cavilaciones.

Era la madre de Martín que venía a buscarlo. Con los ojos bailando detrás de los lentes contó
que la habían encontrado, sí, la habían encontrado, pobrecita. Dios me libre y me guarde, y en
qué estado, parece que la violaron, pobrecita, qué gente inmunda y roñosa, no se les puede
decir otra cosa, parece que la subieron a un auto, pobrecita, mire que yo no quiero decir estas
cosas delante de los niños pero me los llevo porque ahora todo el mundo está asustado y no
quiero que el mío ande solo, que dicho sea de paso estaba ahí mirando con los ojos muy
abiertos. La madre lo llamó. Martín obedeció sin protestar y fue hacia la puerta, pero antes de
salir se volvió y llamó a su amigo, que había quedado como clavado en su sitio.

Me quedé escuchando la radio y tomando mate, mientras la ventana se pintaba de gris. Inútil,
no pasaban nada. Nadie se acordaba de nuestro pueblo ni aunque lo borraran del mapa. Sin
querer me puse a pensar en Alicia y tuve que asombrarme de lo poco que me había fijado en
ella. Quizás porque molestaba menos que sus amigos, aunque siempre estaba corriendo tras
ellos. Diego seguía a Martín y ella seguía a Diego, que estaba mirándome desde el otro lado del
alambrado, a través del patio, mientras regresaba a la quinta a terminar lo que estaba
haciendo.

Al rato de estar trabajando, caí en la cuenta de que Diego me observaba fijamente, ahora al
lado mío. No pronunciaba una palabra.

-¿Qué te pasa?- le pregunté-. ¿Se te perdió tu amigo?

-¿Se enteró ya? -preguntó él.

-¿Enterarme de qué?

-No encontraron a Alicia. Lo único que encontraron fue un zapato de ella tirado al lado de la
cañada.
Levanté la cabeza sorprendido, pero no me miraba. Señalaba hacia las cañas.

-¿Vio los almácigos?

-No. ¿Qué tenés con los almácigos?

-Están llenos de hormigas.

¡Carajo! Era cierto. Las hormigas negreaban entre las plantitas como si fueran un único animal.
Rascándome la cabeza, me puse a pensar cómo era posible que de la noche a la mañana
surgieran como de la nada.

-Yo sé dónde está la olla.

Volvió a sorprenderme, y tampoco ahora encontré su mirada. Me hacía señas para que lo
siguiera. Fue hacia las cañas y señaló un montículo de barro del que surgían a puñados. Me
incliné a mirarlas con mayor detenimiento. Entraban y salían con rapidez llevando todo tipo de
pequeñas cosas, blancas, rojas y negras.

-¿Cómo las descubriste? - pregunté.

Me había dejado solo. No lo había escuchado irse, pero tampoco tuve tiempo para pensar
más, pues desde la entrada venía avanzando un vecino que saludaba. De lejos meneó la
cabeza, comprensivo, al verme inclinado sobre el montículo de barro. "Hormigas", dijo, "sí,
también se me han ganado en el fondo de casa", y habló un poco más de un veneno que
estaba usando, que era el mismo que yo había usado alguna vez, y cuando le pregunté si le
daba resultado recordó por qué había venido. Era para preguntarme si estaba dispuesto a dar
una mano al otro día, que iban a buscar el cuerpo de la pobrecita esa que se perdió siempre y
cuando la correntada hubiera bajado un poco. Así que al otro día tendríamos que damos un
baño en el chiquero, que otra cosa no era la cañada, con el agua hasta el pecho, nadando
entre cuanta porquería se les ocurría echarle adentro a los vecinos. Pensé con tristeza en los
días de mi niñez, cuando la cañada era un hilo de agua que corría perdido entre los ligustros, y
donde íbamos con mis amigos a cazar sapos y cangrejitos de agua dulce. En aquel tiempo no
ocurrían estas cosas.

Y ahora estábamos allí, con el agua hasta la cintura, nadando entre porquerías, batiendo el
lecho de la cañada con palos a riesgo de que la correntada, todavía fuerte, nos arrastrara hasta
el más allá. Al menos el hedor había disminuido. En las orillas, en el espacio entre casa y casa,
los que no participaban de la búsqueda esperaban con paciencia que apareciera el cadáver, y
mientras tanto tomaban mate y conversaban.

Pero llegó el atardecer y no se encontró nada. Empapados y tiritando se resolvió archivar a la


niña como desaparecida, o muerta, o lo que correspondiera. Cuando dejamos atrás el puente
sobre la cañada ya nadie parecía acordarse del asunto. O mejor, parecía que hubiera pasado a
formar parte de todos aquellos sucesos que, siendo dolorosos, ocurren tan lejos que sólo
merecen comentarse en las charlas que los vecinos sostienen sobre los alambrados. De pronto,
el tiempo no muy favorable para la próxima cosecha ocupaba la mayor parte de las
preocupaciones. Los hombres sencillos y avejentados caminaban, cabizbajos, y señalaban las
nubes violetas en el horizonte.

Yo no podía olvidarme así nomás, porque encontré que Martín y Diego me estaban esperando,
sentados en el escalón de la puerta de casa. Entraron conmigo sin decir una sola cosa.

-¿Vio las hormigas?-preguntó Martín, clavando los ojos en los míos.

-¿Se puede saber qué tienen con las hormigas?

-¿Le va a poner veneno en la olla?

-¿Me van a ayudar?

-Claro.

Martín continuaba con la misma mirada irrespetuosa que usaba siempre. Diego a veces lo
miraba y a veces me miraba a mí, sin parar la vista en ninguna parte. Puse el agua a calentar y
fui a cambiarme la ropa mojada. Después volví a la cocina, tiré despacio la yerba vieja,
pensando en todo eso. Ellos permanecían en silencio, aunque Martín estudiaba, como solía
hacer, la colección de botellitas que tenía en el aparador, sobre la cocina. Diego, sentado,
miraba mi espalda mientras yo continuaba sacando la yerba del mate.

-Bueno- dije al fin-, mañana voy a comprar el veneno. ¿Me van a ayudar, entonces? Vengan de
tarde.

-Claro- respondió Martín-. Mañana venimos. Vámonos, Diego.

Quedé solo. Encendí la radio y terminé de aprontar el mate mientras pasaban las noticias de
las ocho. Tampoco hoy mencionarían a nuestro pueblo. Me senté a mirar lo que quedaba del
cielo por la ventana. Traté de no pensar en hormigas, ni en Martín, ni en Diego, ni en nadie. De
Alicia no me acordaba más.

A las nueve apagué las luces y me acosté. Rígido, mirando el techo. Dormí sin soñar nada, con
sueño de cansado y de quien quiere olvidar, casi sin darme cuenta. Cuando abrí los ojos, ya el
primer relumbrón de la mañana aparecía en la ventana.

Despacio me levanté y prendí al radio. La voz de Gardel se desgranó en una guitarra metálica
y gimiente. Tomando mate, esperé que se pusiera claro del todo. Entonces tomé la pala y me
fui hasta el hormiguero.

Hundí la pala en medio del montículo, hasta que tocó algo más duro. La saqué y volví a
hundirla, ahora en el borde. Entró en la tierra negra y húmeda con toda facilidad, y al tirar del
mango la parte superior del hormiguero se desprendió como la tapa de una cacerola. Dentro,
el cadáver de Alicia flotaba en un hervor de hormigas, que entraban y salían de su vestido
rosado, de sus ojos y de su boca, llevando pequeñas cosas negras, rojas y blancas. Tenía los
pies muy juntos y las manos cruzadas sobre el pecho, como si estuviera rezando, como
acomodan a los muertos en la funeraria.

Demoré media hora escasa en quitar la tierra que la cubría y rodeaba. Al final, eran las ocho.
Cansado, regresé a terminar el mate. Era temprano para ir a molestar al comisario.

Quasimodo [Henry Trujillo]

Yo quiero a Quasimodo. Lo crié yo porque mi madre murió al nacer él, porque salió muy
grande y deforme y ella no pudo con el esfuerzo. Y porque mi padre siempre estaba borracho y
no se preocupaba por nosotros si no era para mandarnos a buscar vino. Tomaba tanto vino
que un día fui a despertarlo y me encontré con que había reventado y lo único que quedaba
era una masa sin forma desparramada por todos lados. Los vecinos vinieron y lavaron el piso, y
me dijeron que llevara a Quasimodo al orfanato. Pero yo no quise separarme de él por más
que a mí no me daban trabajo en ningún lado porque de chico tuve poliomielitis y tengo que
andar con bastones, pero nos quedaba la casita de mi madre, donde vivíamos, en Playa
Pascual. En verano venían turistas y la gente siempre decía que era un buen lugar para los
muchachos jóvenes que querían progresar. Entonces pusimos un puestito junto a la carretera y
hacíamos limonada pero nadie nos compraba porque decían que éramos unos sucios.
Nosotros no éramos sucios, lo que pasaba era que Quasimodo se tiraba al suelo a jugar y
también se hacía las necesidades en la ropa y yo no podía lavarlo. Él se me escapaba a cada
rato. Lo que más le gustaba era cazar pájaros y comérselos, porque era tan grande que
siempre tenía hambre, pero a mí no me gustaba que se me fuera porque lo agarraban los
gurises del barrio para tirarle piedras y reírse de él y yo no podía correrlos porque apenas
puedo caminar. Entonces, para que no se fuera le conseguí unas campanitas de esas que se
ponen en los árboles de Navidad y se las até a un palito, y él se entretenía haciéndolas sonar
con una cucharita. Se pasaba horas escuchándolas con la boca abierta. Yo lo miraba y pensaba
que éramos felices y me acordaba que mi padre decía que habíamos salido mal repartidos, que
Quasimodo era grande y bobo y yo era normal y raquítico. Yo digo que por eso somos tan
unidos. Yo subo a sus espaldas y él me lleva, y entonces somos una sola persona, yo soy su
cabeza y él es mi cuerpo. Por eso compartimos todo, aunque Quasimodo lo único que puede
compartir son esos pajaritos que caza que tampoco son muchos, y yo sé que a pesar de que
tiene mucha hambre no se los come todos con tal de traerme uno o dos para mí.

Yo sé también que fue por eso que empezó a robar gallinas. A los vecinos no les hubiera
molestado mucho que él les robara un pollito de vez en cuando, pero no soportaban verlo
comérselos vivos, piando los pobrecitos mientras él los masticaba. Pero no era culpa de
Quasimodo, sino de Dios que lo hizo tan grande y hambriento. Los vecinos querían
denunciarlo. Yo les pedí que no lo hicieran y ellos al final dijeron que sí con la condición de que
lo encerrara. Así que lo metimos en la pieza de papá y clavamos maderas en la puerta y la
ventana, dejando solamente unas rendijas para que pudiera mirar afuera. Quasimodo pasaba
llorando todo el día y a mí se me partía el alma cuando me llamaba o cuando, por la noche, se
ponía a aullar como un perrito abandonado. Solamente cuando la luz de la luna entraba por las
rendijas de la ventana él se calmaba, y entonces comenzaba a hacer sonar sus campanitas
como si su pobre alma estuviera en ellas. Muchas veces me dormí escuchando su sonido.

Pero no podía durar mucho así. Los vecinos protestaban porque el olor a orín y caca se sentía
desde lejos y atraía las moscas que formaban una nube negra alrededor de la casa. Al final
pasó que unos gurises vinieron a molestarlo pinchándolo con un palo que pasaron entre las
maderas de la ventana. Quasimodo se puso a gritar, y uno de los niños metió la mano dentro
para tirarle una piedra. Él se la agarró y le arrancó el dedo de un mordiscón. Cuando el padre
vio a su hijo con el muñón ensangrentado y llorando a lágrima tendida fue a hablar con un juez
para que se llevaran a Quasimodo al manicomio.

Mañana lo van a venir a buscar. Pero yo no voy a dejar que se lo lleven. Ahora, cuando se
duerma, le voy a clavar en la cabeza una lezna vieja que tengo. Yo sé que voy a ir a la cárcel,
pero no me importa. Voy a llevar sus campanitas y las voy a hacer sonar en las noches de luna.
Entonces será como si su alma se desprendiera de ellas y se quedara jugando allí, en el aire,
mientras yo me duermo y sueño con ángeles raquíticos y demonios que comen pájaros.
Nadie encendía las lámparas [Felisberto Hernández]

Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las
persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas
hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las
palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban
dos viudas dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba bastante el pelo de
los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que
cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se habían acostumbrado a ir a
cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas.
Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo pasado. En
algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie. De
pronto yo pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar en la
vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas
encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había
recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los
ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa
abandonada. A mí me daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir
su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin
que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto a pasar los ojos por
la cabeza que estaba recostada en la pared y pensé que la mujer acaso se hubiera dado
cuenta; entonces, para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía leyendo,
pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje que ella misma
no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas
dieran vueltas en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al
cuerpo. De pronto me encontré con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba recostada
contra la pared y que en ese instante ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo de
recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces que había leído aquel cuento; en él
había una mujer que todos los días iba a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Pero
todos los días surgían obstáculos. Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le
hizo una proposición y la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.

La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la cabeza en el muro como si estuviera
recostada en una almohada. Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y
ponerla en la estatua. Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se
me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que
tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí cuando algunas de mis
palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se había asomado a los
ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de
la cabeza recostada en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver
llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la
mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.

Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente me rodeó; hacían comentarios y un


señor empezó a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado. Él quería
expresarse bien pero tardaba en encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones.
Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos
qué hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del pelo.
Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento porque me hacía sufrir el
esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a
manotear las palomas.

La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor del cuento; él lo hacía con
empecinamiento torpe y como si quisiera decir: “soy un político, sé improvisar un discurso y
también contar un cuento que tenga su interés”.

Entre los que oíamos había un joven que tenía algo extraño en la frente: era una franja oscura
en el lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color -como el de una barba tupida que ha sido
recién afeitada y cubierta de polvos- le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del
pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces
cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de
las viudas dijo: “siéntense, por favor” Todos lo hicimos y se sintió un suspiro bastante general;
pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del
pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres;
de un lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina,
pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba -como el
esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado- y dijo:

-Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol.

Yo pensé que se había afeitado así para que la frente fuera más amplia, y sentí maldad de
contestarle:

-No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.

Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente pelada y siguió:

-Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.

Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba
mientras se iba, y sólo entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me
encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién
peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era
niño, y mi abuela me dijo: “Parece que te hubieran lambido las vacas.” El recién llegado se
sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.

-¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan recalcitrante!

De buena gana yo le hubiera dicho: “¿Y usted?, ¿tan femenino?” Pero le pregunté:

-¿Cómo se llama?
-¿Quién?

-El señor… recalcitrante.

-Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político y siempre lo ponen de miembro en


los certámenes literarios.

Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto como diciendo: “‘¡Y qué le vamos a hacer!”

Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al “femenino” sacudiéndolo de un brazo y
haciéndole caer gotas de agua en el saco. Y enseguida dijo:

-No estoy de acuerdo con ustedes.

-¿Por qué?

-…y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el árbol para pasear con nosotros.

-¿Cómo?

-Se repite a largos pasos.

Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:

-Se repite en una avenida indicándonos el camino; después todos se juntan a lo lejos y se
asoman para vernos; y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.

Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como disimulando una idea romántica. El
pudor y el placer la hicieron enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:

-Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los árboles nos asaltan por todas partes;
algunos se inclinan como para dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el
camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.

La sobrina de las viudas no se pudo contener.

-¡Jesús, pareces Blancanieves!

Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la
habitación donde estaba la jarra con flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla
en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:

-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?

-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.

-Y usted, ¿no lo podría hacer?

-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.

Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El
movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero
mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través
de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque
bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un
remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le
había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza
era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una
manera muy fina de las plumas.

Vino una de las tías -la que no tenía los ojos ahumados- a traernos copitas de licor. La sobrina
levantó la cabeza y la tía le dijo:

-Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de zorro.

Volví a pensar en la gallina y le contesté:

-¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!

Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor -era demasiado dulce y me
daba náuseas-, ella me preguntó:

-¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?

Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita.

-No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en este mismo instante a otra persona; o
en saber qué haría yo ahora si estuviera en otra parte.

-Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera aquí?

-Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de las flores.

Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la
cabeza baja y recibía en el oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era
pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda
de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la llevaron
para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería oír música desde la
muerte de su esposo -se habían amado hasta llegar a la inocencia.

Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a
medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas.

Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles, cuando la sobrina me detuvo:

-Tengo que hacerle un encargo.

Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.

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