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Lo que sabemos es siempre penúltimo; por Rafael


Cadenas
Rafael Cadenas · Tuesday, March 22nd, 2016

Stéphane Mallarmé (1876), de Edouard Manet. París, Musée d’Orsay.

Juan Carlos Santaella: Rafael, quisiera iniciar este diálogo con una anécdota
bien particular. Estando yo en Salamanca, España, fui invitado por esa
universidad a leer algunos poemas de poetas venezolanos contemporáneos. A
mí se me ocurrió, en medio de un gran auditorio integrado por estudiantes y
profesores de literatura, leer tu largo y ya emblemático poema Derrota. Para
mi asombro y consternación, el efecto que produjo en el público fue realmente
impactante. Durante el tiempo que duró la lectura no se escuchó ningún
ruido, ni siquiera la respiración de nadie. Después de concluida la lectura, la

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reacción del público me llamó en forma poderosa la atención. Era como si


algo extraño y catártico se hubiera apoderado del auditorio, hasta el punto
que Jesús Díaz, el novelista cubano, el cual permaneció atónito y embrujado
escuchando Derrota, se acercó luego para decirme que él jamás había
escuchado un poema de semejante poder subyugante y aterrador. Tal vez sea
un tanto reiterativo, pero ¿qué piensas de ese poema, tantas veces leído y
estudiado, después de treinta y cuatro años de su primera publicación (1963)?
El efecto se debe tal vez a que todo hombre, en el fondo, es un derrotado, aún, o más
aún, el triunfador, el winner, como les gusta decir a los norteamericanos, pues a éste
le cuesta más verse. El poema se conecta con el lado depresivo de la gente, que es
mayor de lo que se cree. Ha “derrotado” en difusión –está traducido a varios idiomas,
incluso al alemán– todo lo demás que he escrito, que es poco y no tiene su
emocionalidad confesional. Derrota pertenece a un momento de mi vida, que ya es
otra, otra misma.

En una sociedad como la nuestra cada vez más repleta de conocimientos, de


teorías, de hiperinformaciones, de saturaciones culturales, de excesivos
manejos verbales, ¿cómo te hallas dentro de ella, de qué manera puedes, como
escritor y como poeta, sostenerte en medio de tanta basura electrónica, en
medio de tanto ritual tecnológico, en medio, finalmente, de esa estruendosa
inflación semántica que caracteriza a nuestro tiempo?
La vivo y la sufro, como todo el mundo. Me come bastante el pedazo de tiempo que me
toca, y el fruto es magro: hay exceso de información y terminamos desinformados,
pues al cabo no existe certeza, todo queda en un limbo. Se requiere un esfuerzo
enorme para discernir en esa maraña la verdad de la mentira. Ocurre, digamos, un
hecho en la frontera y aparecen varias versiones, todas interesadas; al final no
sabemos qué diablos pasa y todo se olvida. Sin embargo, pretendemos conocer lo que
pasó hace mil o quinientos años. Por eso la historia tiene mucho de literatura
fantástica y los historiadores se parecen a los novelistas.

Ya que ha hecho su aparición la palabra verdad, no puedo dejar de señalarle algo que
me asombra: lo poco que ella le interesa a la gente.

¿Crees en los “milenarismos”, vale decir, toda esa actitud un poco


neurasténica que se ha desarrollado con el advenimiento de un próximo
milenio? El fin de un siglo con todas sus mitologías y desvarío, no deja de
mostrar un aspecto algo cómico y dramático a la vez, por aquello de la
proliferación de sectas y búsquedas frenéticas en un marco de dudosa
exaltación espiritual. ¿Cómo percibes este singular momento?
El tiempo es una convención que trazamos en lo eterno, pero mucha gente cree que el
primer día del próximo milenio será diferente al último día del actual. En realidad no
podemos conocer el futuro, sí apenas hacer conjeturas; tampoco, cabalmente, el
pasado, y el presente se nos escapa por entre las redes que el pensamiento le tiende.
En otras palabras, estamos en cierto modo condenados a la ignorancia, lo que debía
hacernos más humildes. Tal vez al decir esto, estoy proyectando la mía que es mucha.
Por supuesto, sería absurdo negar el conocimiento, sólo trato de indicar sus límites.
Lo que sabemos es siempre penúltimo. No obstante, la ciencia y la técnica me parecen
prodigiosas, y es hipócrita denostarlas, puesto que las utilizamos diariamente. Un fax
me maravilla, por ejemplo. Pero ambas pertenecen a la civilización,

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fundamentalmente, no a la cultura que es alma, hondura, sensibilidad. Lo grave es que


no siempre es la cultura la que las usa; al revés, tienden a minarla. Karl Kraus
pensaba que ésta debe regir la civilización, pero que hoy ocurre lo contrario.

Además el próximo milenio comenzó hace tiempo, con el uso del átomo, el viaje a la
luna, los descubrimientos de la física, el desarrollo de las comunicaciones, el
derrumbe del comunismo, para mencionar sólo algunos de los acontecimientos que
nos ha tocado presenciar y de los cuales muchas personas no se han enterado.

En el terreno espiritual existe hoy una mezcla que descamina a millares de seres.
Como se observa en las librerías, al lado de corrientes de pensamiento serias,
abundan demasiadas tonterías pseudomísticas que sólo crean más ilusión en los ilusos
con promisiones de todo género. Pero no hay tierras prometidas, la única es el
presente.

¿Qué rol le toca jugar hoy al escritor, cuando observamos que poco a poco él
ha perdido un cierto poder en la sociedad? ¿Es un momento, acaso, para el
cultivo inevitable de la soledad, retirarnos a nuestros propios dominios
interiores?
El escritor tuvo mucho peso tal vez hasta el siglo pasado; todavía conserva un poco de
su aura, a veces recibe homenajes, premios, becas, mas no es oído, salvo por la
minoría que lo lee, significante, pero minoría al fin. De ahí su poco alcance, sobre todo
en sociedades donde la cultura no tiene mayor desarrollo. Su labor es crítica,
despertadora, formativa. Si hay un escritor conformista, está entre las rarezas de este
mundo. Se le remunera mal, especialmente en países como el nuestro donde parece
que la cultura se tiene como adorno y no por cosa esencial.

Como las gratificaciones externas son para él secundarias, pues le importa ante todo
su trabajo, no le es difícil replegarse. Te voy a copiar unas palabras de Jacob
Burckhardt citadas por Alfonso Reyes en el prólogo de Reflexiones sobre la historia
universal:

“Sobre la gente de mi índole no se pueden construir los estados. En adelante,


mientras dure mi vida, prefiero ser un hombre de bien, solícito para los
semejantes y buena persona privada… No puedo cambiar mi destino, y antes
de que irrumpa la barbarie universal (que parece inminente), continuaré mi
aristocrático y deleitoso trabajo de cultura, para servir al menos de algo el día
de la inevitable restauración…”. «”Fuera de los deberes inapelables, no
quiero más experiencias con mi tiempo, si no es la de salvaguardar cuanto me
sea dable el patrimonio de la vieja cultura europea”.

De paso: les recomiendo a los lectores el prólogo de Reyes, está entre lo mejor que
escribió.

¿Qué piensas del silencio? Alguien decía cierta vez que él se entendía mucho
menos cuando hablaba que cuando callaba, lo cual demuestra, una vez más,
que lo único que hacemos cotidianamente es malversar las palabras.
La palabra brota sobre un trasfondo de silencio, lo que indica que éste es el
fundamento y aquella lo propiamente humano. El silencio está más allá, es cósmico.

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No me refiero, claro, al simple callar que generalmente está lleno de ruido y la música
de nuestro hablar interior.

Hablando de palabras y de silencios, ¿qué piensas de la música? ¿Qué poder


tiene la música que las palabras no pueden colmar? ¿Es capaz ella de
estremecerte? ¿Qué espacio ocupa en tu vida?
La disfruto cuando nos encontramos, pero a mí la lectura más que la creación, me
absorbe mucho; me deja poco espacio para lo demás.

En un poema le pido a Dionisos el don del estremecimiento, que no es frecuente en los


seres humanos. Muchas de sus manifestaciones “emocionales” son falsas. Por eso es
saludable estar atento a nuestras reacciones y preguntarnos si son genuinas o no.
“Los sentimientos que no tengo no diré que los tengo”, afirma Lawrence en uno de los
poemas que traduje, poema muy terapéutico porque invita a la autenticidad.

Regresando un poco al oficio de escribir, se especula mucho con respecto a la


virtual desaparición del libro. En los últimos años ha surgido una especie de
profetas que vaticinan malos momentos para el libro. Es indudable que
estamos pasando de una cultura tipográfica a una cultura electrónica, lo cual
acarrea grandes cambios para el libro en tanto objeto físico. ¿Crees que el
“libro electrónico” sustituirá al libro tal y como lo conocemos ahora?
Jamás. Es cierto que estamos entrando en una civilización electrónica, pero no sé
quién será capaz de leer La Odisea, La Divina Comedia o el Quijote en una pantalla.
Más bien hoy se publican demasiados libros.

¿Te gustan los diccionarios?


Sí, mucho, son cofres llenos de joyas que escudriño con delectación. Aunque no soy
rico en palabras, sé que ellas están ahí, disponibles, para el que las quiera enamorar.

Hace algún tiempo escribiste un libro de mucho éxito titulado En torno al


lenguaje, cuyas reflexiones tocan muy de cerca aspectos fundamentales como
la enseñanza de la literatura, entre otros aspectos. ¿Se puede, en realidad,
enseñar literatura?
Se puede aprender. Ello depende del profesor y del alumno. Lo decisivo es que aquel
tenga tal gusto por la literatura que pueda transmitírselo a éste, contagiarlo de
manera permanente. Primero el sabor, después el saber, como diría María Fernanda
Palacios.

Por lo demás sigo pensando en el buen lenguaje como fortaleza frente a la incultura,
tal vez la principal fortaleza, por lo que debemos procurar que no caiga.

De la poesía recuerdo una frase atribuida a Heidegger que decía, poco más o
menos, que para qué poetas en estos tiempos de miseria. Comprendiéndola en
su lógico contexto, esa misma expresión tal vez pudiera revelarnos algo de
esta época obscenamente pragmática, imbuida de un atroz racionalismo
económico. ¿Tendrá vigencia, asimismo, aquella frase de José Martí que dice
“hágase primero el pan y después el verso”?
La frase es de Hölderlin. Se encuentra en su poema “Pan y vino”. Parte del verso dice:
“Para qué poetas en tiempos de indigencia” (wozu Dichter in dürftiger zeit). Se

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refiere, claro, a indigencia espiritual, que Hölderlin veía sobre todo en el eclipse de lo
sagrado, que ya comenzaba en su época. Él echaba de menos la religiosidad pagana;
su poema está dirigido a Dionisos, el “dios tonante al que le debemos la alegría del
vino”, que por cierto nada tiene que ver con el alcoholismo, pues el beber dionisíaco
tiene un sentido religioso, y a ese dios los poetas le “ofrecen himnos graves”; compara
a éstos con sus sacerdotes, pero luego ocurre un giro: “en la espera se avecina –dice–
el dios sirio”, lo cual nos recuerda también el drama de Nietzsche dividido entre
Dionisos y Cristo. Alguien que conoce muy bien a Hölderlin me dice que la famosa
pregunta es retórica. Habría, pues, que averiguar un poco más sobre su sentido. Tú
sabes que sobre este poeta, poco conocido en vida, se ha escrito ya casi tanto como
sobre Goethe. Su bibliografía es abrumadora.

Me parece oportuno recordar dos aspectos más del pensamiento de Hölderlin. Él “se
lamenta –dice uno de sus traductores, José Miguel Mínguez– de la incapacidad de los
hombres para sentir lo divino”, lo cual tiene más vigencia hoy, y se rebela contra el
peso de lo colectivo que subyuga al ser humano. Esto último nos importa
especialmente porque ese peso es enorme en nuestro país. Ojalá que la gente aquí
fuera más individual, no individualista; es decir, que tenga una manera propia de
pensar y de ser, pero sin cerrarse, con la apertura que nos caracteriza frente a todo.
No es preciso ser del Caracas o del Magallanes, hay seis equipos más.

Respecto a tu otra pregunta: por supuesto, sin pan no hay verso, como dice nuestro
Martí.

A los escritores les cuesta, por lo común, tener opiniones económicas y


políticas. Sin embargo es imposible sustraerse a estos inevitables dominios,
máxime si en esta época la economía parece estar definiéndolo todo. ¿Cómo
ves el fenómeno del neoliberalismo y su aplicación a un país como el nuestro?
Sería mucha pretensión mía meterme en un terreno que no conozco. Lo que sí está a
la vista hoy es que la economía lo señorea todo y los valores éticos se encuentran en
baja. Volviendo a Hölderlin, ¿sabes que tenía muy buena opinión del comercio? Lo
consideraba un factor de comunicación entre los hombres muy importante
distanciándose así de los románticos que siempre han menospreciado esa actividad.

¿Qué opinión te merecen nuestros políticos?


Casi todos los que han gobernado, de los que han tenido cargos altos o menores en el
ya largo período democrático, deberían sentirse avergonzados, autocriticarse por lo
que han hecho y por lo que han dejado de hacer. Basta recordar que despilfarraron
una suma descomunal de dinero de la nación, crearon una hipertrofia burocrática
difícil de deshacer, transformaron la política en vía de aprovechamiento personal,
desmesuraron el Estado, se convirtieron en la principal fuente de corrupción –el
morbo que mina al país– entre otras proezas. Hay un hecho revelador: resulta difícil
conseguir alguno que sea pobre. Pero yo no pretendo hacer un balance, no podría en
una respuesta necesariamente breve.

Uno hasta se pregunta si ha habido gobierno, y no porque desee una dictadura, sino
porque piensa que la democracia puede y debe ser fuerte, y aquí lo ha sido sólo con
los débiles. También es lícito dudar de que exista Estado, a pesar de sus enormes
dimensiones, puesto que la justicia no funciona.

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Al político le interesa sobre todo el poder, para según él hacer esto y lo otro, pero lo
que es medio suele convertirse en fin. Burckhardt –tengo que citarlo de nuevo– tiene
una frase sencillísima y tajante que es como el resumen de su concepción de la
historia, sobre la que algo sabía: “El poder es malo”.

Claro que la enfermedad del poder no ataca sólo al político. Se encuentra latente o
manifiesto por doquier, en cualquier hijo de vecino, en un portero, en un policía, en
una secretaria, en un funcionario, en una oficina, en una junta de condominio; hasta
en la pareja o en la familia muestra su faz.

La ecología se ha convertido en una obsesión casi patológica. Más que


ecólogos tenemos, como dice Fernando Savater, “ecológatras”, es decir, seres
que practican una especie de terrorismo “verde”, llegando al extremo de
acosar, denunciar y perseguir a cualquiera que pode una matica o
simplemente se le ocurra pisar el césped. ¿Son los ecologistas personas un
tanto desequilibradas?
Ningún exceso es bueno, pero la ecología es importantísima. Contrarresta el trato
despiadado, inconsciente, suicida que el hombre endiosado le da a la naturaleza. Aquí
la prensa trae con frecuencia información sobre los atentados que se cometen contra
el medio, los cuales quedan, desde luego, sin sanción. Todavía no he visto a nadie
preso por haberle causado algún daño. Si muchos delincuentes quedan impunes,
menos se va a castigar a quien cometa un desmán contra el ambiente, pues eso no se
considera delito.

En mi infancia, cuando viajaba con mi padre, yo veía muchísimos ríos. ¿Cuántos


quedan hoy? Pocos, y el agua es más importante que el petróleo, pero, ¿protegemos
un río como lo haríamos con un pozo de petróleo? No, lo convertimos en cloaca ante la
indiferencia tanto oficial como de la gente. Este es sólo un ejemplo, te podría dar
muchos otros. Piensa en nuestras ciudades, que crecen a la buena del diablo, donde
priva la codicia corruptora sobre el interés humano; piensa en la gasolina que
consumimos, con su dosis de plomo para envenenarnos; piensa en el sucio que
dejamos por todas partes. El medio es como nuestra segunda casa. O tal vez la
primera, puesto que aquélla se asienta en él. ¿Por qué somos tan indolentes? ¿Por qué
los ríos de Suecia son cristalinos y los nuestros no? ¿Por qué llevamos siglos
destruyéndonos? Algunos ecologistas pueden ser exagerados, pero eso es preferible a
la tanatomanía de tantos venezolanos.

Yo vivo cerca de El Hatillo. En esta zona los edificios y las urbanizaciones están
brotando si planificación. ¿Hay negocios detrás de esta proliferación anárquica? El
transporte es pésimo, quizá porque existe sólo una línea; las colas son cada vez más
grandes. Las autoridades parecen no preocuparse por la calidad de vida, ni los
habitantes, pues aceptan todo sin chistar.

¿Cómo te explicas el amor?


¿Se puede explicar? Yo me he prometido no hablar de él porque se inflingen muchas
falsedades, muchos lugares comunes, muchas tonterías psicologísticas casi siempre
expresadas con gran seguridad, cuando en realidad se trata de algo muy hondo y que
no se puede ver desde la razón como se suele. No desazona que se hable de él tan
racionalmente, sobre todo en los medios. Aunque no se puede negar su

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omnipresencia, también se observa en el mundo una gran destructividad. Es como si a


mucha gente no le bastara la vida. Droga, alcoholismo, violencia, terrorismo,
delincuencia, corrupción, en una palabra: psicopatía, que es déficit de Eros, según
Adolf Guggenoühl en su libro Eros on crutches (Eros en muletas). Eros, a su parecer,
tiene un significado muy amplio, no se refiere sólo a la relación de pareja, se puede
manifestar en innumerables formas, en cualquier actividad. Cree también que somos
–con excepción de algunos seres, añadiría yo– eróticamente limitados, lo que nos haría
más realistas y nos evitaría pensar en sociedades donde todo sea amor. Como seres
humanos, amamos sin duda, pero al mismo tiempo llevamos un monstruo adentro que
debemos ver cuando asoma las orejas, conocer, vigilar. Somos animales controlados
por nuestro policía interno.

¿Estarías de acuerdo en que el Sida está modificando los patrones clásicos de


la sexualidad, hasta el punto de estar aproximándonos a un estado de absoluta
indiferencia sexual y, por lo mismo, de apatía y desublimación de lo erótico?
No creo que llegue a tanto, pero sí está influyendo. Ha creado restricciones, y no es
para menos porque aterra, y sorprende que haya surgido en esta época y no antes. Es
todavía un misterio. Por supuesto, se presta para ser visto como castigo tal como
ocurrió con las viejas enfermedades venéreas. El puritanismo tiene ahí donde clavar
sus uñas. La culpa, como siempre, se hace recaer sobre los dioses más reprimidos.

A veces tengo la impresión, Rafael, que nuestra época se está volviendo


profundamente conservadora y hasta reaccionaria. La juventud me sorprende
por sus actitudes retrógradas, por su falta de coraje, por su indiferencia ante
lo que le rodea. ¿Será, acaso, el miedo, la desesperanza, el escepticismo, los
factores que inciden en esta aterradora conducta?
Lo revolucionario es el estudio, no lanzar piedras. ¿Hasta cuándo se va a seguir con
esos primitivismos, con fantasías heroicas, con mesianismos? Muchos de nuestros
revolucionarios se quedaron en los años sesenta. Claro que la apatía de una parte de
la juventud es explicable. En un mundo donde se advierte una carencia de sentido, no
es fácil para un joven, por sus propios pasos, encontrar alguno. Algo que me intriga en
esa juventud es su falta de curiosidad. Parece que no la sienten por nada, que no les
interesa enterarse de nada, que para ellos el conocimiento no vale nada.

¿Qué piensas del suicidio?


Es un crimen, y el victimario, que es también la víctima, recibe la sanción máxima.
Este acto no va sólo contra el que lo comete, afecta a otros, a veces es una venganza.
Hay también suicidios lentos. El beber del alcohólico, por ejemplo, es una
autoagresión, un crimen contra su cuerpo y su psique. ¡Cómo maltrata lo que no es
suyo, lo que es de la naturaleza, lo que es sagrado, lo que le pertenece al misterio!
Atenta, además, contra los que son parte suya, les crea una ambivalencia que está
cerca de la locura o la neurosis, los enferma. Disculpa esta pequeña andanada que
está a pique de sonar como sermón, por lo que debo aclararte que no estoy contra el
beber sano, contra el padre Dionisos. Pero ese beber no está al alcance del alcohólico.
Lo grave es que todo intento amoroso por detenerlo en su caer, sólo provoca su
rechazo.

¿Volverías a escribir un poema de las magnitudes interiores y generacionales


de Derrota?

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Quién sabe. Lo que no quisiera es encontrarme en un estado parecido al que lo


produjo. Además desde hace tiempo no escribo poesía, si alguna vez lo hice. Ella exige
una dedicación que no le he dado. Le he sido infiel, y ella, ofendida, me paga con la
misma moneda. La he cambiado por aforismos, notas, charlas, clases, lecturas,
filosofías, entrevistas. Ojalá pudiera convencerla de que se pueden tener muchos
amores sin dejar de quererla.

¿Qué te disgusta de los intelectuales? En el diccionario filosófico que redactó


Fernando Savater, la voz “intelectuales” sólo dice: “véase Estupidez”.
Antes de consultar el diccionario de Savater, te habría contestado con una sola frase:
no sé por qué Savater se trata tan mal. Después leí lo que él dice y me pareció
estupendo. Voy a citarte una parte. Como en el intelectual también puede anidar la
estupidez, le propone “hacerse chequeos periódicos para descubrir a tiempo la
incubación” del flagelo, algunos de cuyos signos serían:

“espíritu de seriedad, sentirse poseído por una alta misión, miedo a los otros,
acompañado de loco afán de gustar a todos, impaciencia ante la realidad…
mayor respeto a los títulos académicos que a la sensatez o fuerza racional de
los argumentos, olvido de los límites (de la acción, de la razón, de la
discusión) etcétera. Un buen test para detectarla: poder contestar a la
pregunta sobre qué hemos hecho frente a los terribles males del mundo con
la cuerda modestia de Albert Camus: Para empezar, no agravarlos. Si eso nos
parece poco, mal síntoma”.

Nada tiene de raro, pues, que en esta entrevista te haya dicho alguna estupidez; pero
siempre estoy dispuesto a los chequeos que aconseja Savater, a revisarme, porque a
veces no es fácil verla. Uno puede estar cometiendo alguna y no se da cuenta.

Entrevista de Juan Carlos Santaella a Rafael Cadenas, parte de esta entrevista fue publicada en El
Universal, c. 1997. Curaduría: Josefina Núñez.

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