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XXI Juego Literario de Medellín

Lectura y escritura con jóvenes y adultos


Taller dirigido por Armando Ospina y
Felipe Restrepo David
Junio 28 y 5, 12 y 19 de julio de 2013

ALICE

RUBEM FONSECA (1925). Nació en el esta-do brasilero de Minas Gerais, pero casi todas sus historias suceden en Rio de
Janeiro. Novelista, cuentista, guionista cinematográfico. Sus relatos oscilan entre la violencia más cruda y el tono irónico y
mordaz de muchos de ellos. Su primera novela, El caso Morel, fue incautada por la policía. Otros títulos, entresacados de
una extensa obra: El cobrador, El gran arte, Pasado negro, Agos-to, El enfermo Molière, Pequeñas criaturas.

Nuestro hijo Gabriel, de catorce años, era gago. Mi mujer Celina y yo lo habíamos lle-vado a varios
especialistas, pero su gaguera continuaba.
Gabriel era estudioso y aprobaba el año en todas las materias, menos en portugués, que siempre debía
rehabilitar. Conseguíamos un profesor que le diera clases particulares, y aún así pasaba con dificultad.
Si el profesor cambiaba, lo que podía su-ceder cuando Gabriel pasaba de año, Celina y yo buscábamos
al nuevo profesor para hablarle de las dificultades de nuestro hijo. Ese año, cuando concertamos la
entrevista, supimos que quien iba a enseñar portugués a Gabriel era una profesora, llamada Alice, que había
sido transferida de otra escuela, una mujer de aproximadamente cuarenta años, separada, sin hijos.
La profesora preguntó si Gabriel era amigo de la lectura y mi mujer respondió que la detestaba, y se
irritaba cuando un profesor ordenaba leer un libro de la bibliografía. La profesora Alice dijo que eso era
común, a los jóvenes, con algunas excepciones, no les gus-taba leer.
Unos meses después, la profesora Alice nos telefoneó para pedirnos que fuéramos a la escuela. Nos
recibió gentilmente y dijo que se habían realizado las primeras pruebas y que Gabriel había tenido un
rendimiento por debajo de lo aceptable. Agregó que le harían falta clases particulares. Mi mujer dio un sus-
piro, era ella quien se encargaba de los gastos de la familia y conocía mejor que yo nuestra situación
económica. Siempre pensé que Gabriel debería estudiar en una escuela pública, pero Celina quería que
asistiera al mejor colegio, cuya mensualidad costaba una fortuna.
La profesora Alice era una mujer inteligente y debió haber advertido nuestro embarazo. O tal vez no
había tenido la sensibilidad de leer nuestro semblante, sólo había notado por nuestras ropas que no perte-
necíamos al mismo nivel económico y social de los otros padres que tenían hijos en aquel colegio. Hubo un
instante en que advertí que la profesora Alice había mirado los zapatos de Celina, y las mujeres entienden
de zapa-
tos, y son capaces de descubrir, por los zapa-tos de una mujer, el nivel económico y social al que pertenece.
Después de consultar una agenda, la profesora Alice dijo que podría darle clases particulares a Gabriel
sin cobrar por ello.
Celina y yo alegamos, sin mucha convicción, que no queríamos imponerle ese trabajo, pero la profesora
Alice fue categórica y anotó para todos los martes y jueves por la noche clases particulares en su casa.
Aquello nos dejó aliviados, no sólo dejaríamos de pagar por las clases sino que éstas no se dictarían en
nuestro pequeño e incómodo departamento.
Un mes más tarde noté que Gabriel es-taba acostado en su cuarto, leyendo. Le pregunté de qué libro se
trataba y él me respondió que se lo había prestado la profesora Ali-ce. Le pregunté si era buena profesora, y
él respondió que era legal.
Le conté a Celina el episodio. Ella no creyó que Gabriel estuviera leyendo un libro, dijo que odiaba los
libros. Agregué que era un libro de Machado de Assis y ella hizo una mueca, diciendo que cuando a ella le
ordenaban en el colegio leer a Machado de Assis no se sentía capaz y le pedía a una amiga que le contara la
trama del libro, y añadió que Machado de Assis era terriblemente aburrido.
Más tarde, cuando estábamos en la cama, mi mujer dijo, esa profesora Alice es una hechicera.
Hechicera buena, completó después de una pausa.
Pero la profesora Alice era mucho más hechicera de lo que suponíamos. Además de haber sacado una
buena nota en la segunda prueba y de acostumbrarse a leer diariamente, incluso dejando de ver el juego de
fútbol en la televisión, Gabriel dejó de gaguear. Celina se acordó del médico que había dicho que para curar
la gaguera de Gabriel necesitaría usar un tal método holístico. Nos explicó de qué se trataba, lo escribió en
un papel, que yo guardé. La gaguera, según lo escrito por el médico, sólo podría curarse por medio del
holismo, que busca la integración de los aspectos físicos, emocionales y menta-les del ser humano. Según el
médico, no somos apenas materia física, ni solamente con-ciencia, ni tan sólo emociones, somos una to-
talidad que debe analizarse integralmente. El tratamiento holístico costaría una fortuna. Creo que el médico
no miró los zapatos de
Celina.
Lo cierto es que Gabriel ya no gagueaba, y al comentar el asunto en la oficina un colega me dijo que
aquello era muy común, los niños gaguean hasta cierta edad y de repente dejan de gaguear.
Gabriel no sólo hablaba con desembarazo, también había dejado de tener el aspecto retraído de antes.
Haberse curado de la gaguera le había hecho mucho bien. Y también
a Celina, que se sintió perdonada. Tuvimos a Gabriel cuando ella tenía dieciséis años y yo dieciocho,
todavía solteros. Y ella, que era muy católica, yo diría que incluso una beata, pensaba que la deficiencia de
Gabriel había sido una especie de castigo divino, y se
sentía culpable.
Invitamos a la profesora Alice a cenar en nuestra casa. Era una persona agradable, inteligente y muy
locuaz. El que permaneció muy callado durante la cena fue Gabriel, sin duda por miedo de gaguear delante
de la profesora. Yo lo incité varias veces, pero él res-
pondía con monosílabos.
Celina le preguntó a la profesora si Gabriel aún necesitaba de aquellas clases extras, dijo que no
queríamos abusar de su generosidad. Alice respondió que el muchacho marchaba muy bien, sobre todo en la
parte de redacción, pues ahora leía bastante, pero aún presentaba algunas insuficiencias en gramática. Un
día recibí una llamada telefónica de un comisario de menores de nombre Lacerda, quien me dijo que quería
hablar en reserva conmigo. Pedí un permiso en la oficina y señalé una hora de la tarde en que Celina estaría
trabajando.
Lacerda se identificó al llegar. Después me preguntó si conocía a la profesora Alice Peçanha. Contesté
que sí. Lacerda me dijo que había ido al colegio y había sabido que mi hijo de catorce años, Gabriel, estaba
recibiendo clases particulares con ella, en su casa, durante las noches. Asentí. Él entonces me dijo que la
profesora Alice Peçanha había sido obligada a abandonar la escuela don-de enseñaba antes, en otra ciudad,
por haber sido acusada de abusar sexualmente de un alumno de trece años, a quien daba también clases
particulares, pero la acusación no había sido debidamente comprobada.
Las mujeres pedófilas, dijo Lacerda, son escasas, esa atracción sexual de un adulto por niños se da más
en los hombres. Luego, con voz grave, dijo que le gustaría hablar con mi hijo, para preparar el informe que
sería enviado al juzgado.
En cuanto terminó de hablar le pregunté si el hecho de que una mujer tuviera rela-ciones con un chico
de catorce años le haría mal a éste. El comisario respondió que el Estatuto del Niño y del Adolescente decía
que era una acción criminal someter a un adolescente, no importaba el sexo, a una explotación sexual.
Niños y niñas recibían el mismo tratamiento ante la ley, si no se aceptaba que un hombre adulto tuviera
relaciones sexuales con una niña, lo que llegaba a ser considerado presunta violación, tampoco se podía
aceptar que una mujer adulta tuviera relaciones sexuales con un niño. Dijo que era un deber de ellos, los
comisarios, de acuerdo a la ley, garantizar la inviolabilidad de la integridad física, psíquica y moral del niño
y del adolescente, de ambos sexos. Lo lamen-taba mucho, pero debía tener una conversación con mi hijo. Si
éste confirmaba que la profesora Alice abusaba de él, sería procesa-da de acuerdo a la ley.
Me mostré de acuerdo, le pedí esperar mientras iba al colegio, que quedaba cerca, traería a mi hijo para
que hablara con él.
Cuando volví con mi hijo el comisario di-jo que quería hablar con él sin mi presencia. Salí de la sala y
los dejé a solas.
El comisario Lacerda debía ser un hombre meticuloso, pues estuvo conversando con mi hijo casi dos
horas. Después abrió la puerta de la sala y me llamó. Dijo que mi hijo le había dicho que la profesora Alice
jamás lo había tocado. Y que, según su experiencia en interrogar a menores, no le cabía duda de que decía
la verdad.
Antes de despedirse, lamentó el tiempo que perdía haciendo investigaciones basadas en informes falsos.
Permanecimos en silencio en la sala, mi hijo y yo, sin mirarnos las caras. Después de algún tiempo,
Gabriel dijo que había seguido mis instrucciones, haciendo exactamente lo que yo le había ordenado, tan a
la perfección que el comisario le había creído. Le respondí que había hecho bien. Gabriel dijo que le gus-
taba la profesora, que lo había curado de la gaguera, le había hecho tomar gusto a la lectura, y que lo que los
dos hacían en la cama no era ningún pecado. Le respondí que el caso estaba cerrado, que su madre no
necesitaba saber nada de aquello, y que tampoco yo quería saber nada más.
Gabriel dijo que esa noche tenía clase con la profesora Alice, me preguntó si debía ir. Le respondí que
sí, debía ir a todas las clases en casa de la profesora Alice.
Gabriel me dio un abrazo. Y no hablamos más del asunto.

De Ella y otras mujeres.


Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2008.
Traducción de Elkin Obregón
DEL ARCO DE LA VIEJA

FERNANDO SABINO (1923-2004). Nació en Belo Horizonte, Brasil. Autor entre otras de En-cuentro marcado, novela
fundamental en la lite-ratura brasilera del siglo XX, cultivó con ma-yor asiduidad la crónica y el relato breve, géne-ros que
manejó con mano maestra, y un finísi-mo toque de humor e ironía. Algunos títulos:
A mulher do vizinho, O gato sou eu, A vida real, O menino no espelho, etc.

De madrugada, el teléfono lo sacó de la cama.


—A mi hija le sucedió una desgracia.
Era una voz de vieja, lloriqueante. Al principio le costó entender. Si mal no recordaba, la hija era una
muchacha con la que había tenido una relación hacía tiempos. Vivía con su madre en Flamengo. A donde
ella fuera, la vieja iba detrás. Terminó por hartarse, y la dejó. Ahora la madre acudía justo a él.
—Cálmese, voy para allá.
Malhumorado, se vistió, subió al auto y arrancó. Por lo que había entendido, la joven había intentado
suicidarse. ¿Y yo qué juego en eso? pensó, molesto: no fuera que la madre quisiera echarle la culpa a él, que
no tenía ya nada que ver con esa gente.
—Se encerró en el baño, diciendo que se iba a matar —le dijo la vieja, en cuanto llegó.
Y se retorcía las manos, desesperada. —Está ahí adentro desde hace rato. ¿Y ahora qué hago, Virgen
Santa?
En mitad de la sala, una joven de jeans lo miraba, desconfiada.
—Y tú, ¿quién eres? —preguntó él, interesado.
—Es nuestra vecina —contestó la vieja, cortando su interés—. Le pedí que viniera a ayudarme. ¿Pero
qué podíamos hacer las dos solas?
Él se acercó al baño, golpeó la puerta. Silencio. Olor a gas no había. Pero podía haber-se cortado las
muñecas, o alguna tontería similar. Volvió a llamar. Nada.
—Habría que derribarla.
Sintiendo la aprobación de la vieja, arrimó el hombro a la puerta, que terminó por ceder.
Ella estaba en camisón, sentada en la taza, las piernas estiradas, y parecía dormir. A su lado, en el suelo,
un frasco de píldoras vacío.
—¿No se lo dije? ¿No se lo dije? —cacareaba la madre, sin atreverse a mirar—. ¡Hija mía, pobre hijita
mía!
—Llevémosla a Urgencias, que aún hay tiempo. Ayúdeme a sacarla.
La que ayudó fue la joven. La vieja sólo gimoteaba, impidiendo el paso. La hija balbucía palabras
inconexas, el cuerpo desmadejado. Salieron con ella cargada, con gran-des dificultades lograron
meterla en el auto; la vieja se hizo atrás, amparando la cabeza de la hija, y la joven a su lado, adelante.
Apenas si hablaron durante el trayecto. En el hospital, el personal de turno les atendió de inmediato.
Llevaron a la paciente a la sala de emergencias, ellos quedaron a la espera. Poco después regresó el médico:
—No hay peligro: tomó un vomitivo y escupió un montón de comprimidos. Ahora está durmiendo.
Pronto se pondrá bien. Ni siquiera tienen que esperar. Pueden venir a buscarla en la mañana.
—Yo me haré cargo, quédense tranquilas—. Y llevó a las dos de regreso a Flamengo.
—¿No quiere subir a tomar un café? —invitó la vieja.
Contempló aquel rostro rechoncho, el pintalabios rojo en la boca marchita.
—No, gracias. Voy a ver si descanso un poco, antes de ir a buscar a su hija.
—Puede descansar aquí.
Era la vecina quien lo sugería. La miró, sorprendido. La vieja le informó que la muchacha iba a hacerle
compañía hasta la mañana, era una niña muy buena. —Bien, en ese caso…
Subió, tomó con ellas el café. Como pronto amanecería, le sugirieron que descansara allí mismo, en el
sofá de la sala, hasta que llegara la hora de ir al hospital. Y se marcharon ambas por el pasillo, la vieja
recogiéndose en su cuarto, la joven en el cuarto de la hija.
Él se quitó la chaqueta y los zapatos, y se acomodó como pudo en el sofá. Encendió un cigarrillo, antes
de disponerse a dormir. Fue entonces cuando oyó la voz de la joven, allá en el pasillo.
—Cierra los ojos, que voy a pasar. —Puedes pasar —dijo él, los ojos bien
abiertos.
Y vio pasar aquella inesperada recompensa para sus ojos cansados de tantas molestias: tacones altos,
toc-toc-toc, toda empinada, sólo de bragas.
—No vengas acá, porque la puerta está quebrada, no puedo cerrar —avisó ella des-de el baño.
Poco después volvía a pedir:
—Cierra los ojos, que voy a pasar de nuevo. Esta vez, el no sólo no cerró los ojos, si-no que esperó a que
pasara, y un momento después fue tras ella. Tanteando en la penumbra del corredor, encontró entreabierta la
puerta del cuarto. Entró silenciosamente, percibió en la oscuridad que ella estaba ya en la cama,
esperándolo. Entonces se desnudó a toda prisa, sin decir una palabra se acomodó bajo las sábanas, a su lado.
Ella lo acogió en sus brazos, y él sintió soplar muy bajo en su oído una voz ronca y nasal:
—No hagas ruido, para no despertar a la niña.

De O gato sou eu , Editora Record, Rio de Janeiro, 1983.


Traducción para este libro de Elkin Obregón S.

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