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13/9/2018 Rebelion.

Josep Fontana, la Historia vuelta sobre sí misma

Portada :: Cultura

12-09-2018

In memoriam
Josep Fontana, la Historia vuelta sobre sí misma
Juan Andrade
Sin permiso

Los días siguientes a la muerte de Josep Fontana se ha subrayado en muchos medios


de comunicación su contribución a la investigación histórica. Sus primeros trabajos
sobre la crisis del Antiguo Régimen en España y sus últimos e imponentes libros
sobre la historia del mundo en el Siglo XX delimitan en este sentido una trayectoria
tan amplia como fértil. Solo por esas obras merecería estar en el panteón de los
grandes historiadores. Pero al tiempo que investigó sobre el pasado, Fontana
reflexionó de manera crítica sobre el oficio de historiador y sobre el papel que las
narraciones académicas del pasado han desempeñado en la contemporaneidad.

Fontana sostuvo al respecto una mirada muy incómoda para aquellos historiadores
“convencidos de que se limitan a investigar desapasionadamente el pasado libres de
cualquier prejuicio cultural o político” [1] . Esta mirada consistía en aplicar al estudio
de la disciplina histórica los mismos criterios explicativos que esta proyecta sobre
otros productos culturales. Fontana practicó de este modo una Historia que se volvía
sobre sí misma, que se concebía como un producto cultural inmerso en el mismo
mundo investigado y que se interrogaba sobre sus orígenes para reconocer que no
suelen ser muy nobles. En estos trabajos la dimensión crítica que se presupone a la
Historia tenía un efecto boomerang que denunciaba las mistificaciones recurrentes en
los relatos académicos sobre el pasado, las motivaciones ideológicas apenas
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encubiertas por la forzada asepsia de su retórica, su tributo a los discursos


legitimadores del orden social. En estos trabajos Fontana nos explicó cómo la Historia
cumple una función social en nuestra comprensión del presente y en la modelación de
nuestras expectativas de futuro, y que esta función social tiene resultados muy
distintos según los compromisos que consciente o inconscientemente, de manera
honesta o deshonesta, contrae el historiador. Esta mirada la desarrolló en cuatro
libros hoy fundamentales para cualquier persona interesada en saber cómo se
construyen los relatos sobre el pasado: Historia: análisis del pasado y proyecto social
(1982), La historia después del fin de la historia (1992), Europa ante el espejo (1994)
y La historia de los hombres (2000).

En Historia: análisis del pasado y proyecto social Fontana denunciaba la frecuencia


con que las explicaciones históricas han funcionado como una genealogía
racionalizadora del presente, en las cuales los hechos entresacados del pasado se
disponían en una secuencia evolutiva que terminaba conduciendo, como si de un
proceso lógico se tratara, hasta el orden actual. Por medio de semejante ejercicio el
presente reaparecía como el resultado racional de esa evolución histórica y, por
extensión, como el momento de optimización del bien común. El análisis del pasado
mutaba así en una suerte de celebración encubierta del presente. Desde este
presente celebrado el historiador proyectaba una mirada muy soberbia sobre el
pretérito, donde los obstáculos que se opusieron a su desarrollo aparecían como
regresivos y las alternativas que se truncaron por el camino eran tachadas de
quiméricas.

Estas visiones tan recurrentes del pasado han estado mediatizadas, según Fontana,
por la “economía política” hegemónica de cada tiempo: por un relato de parte que se
presenta a sí mismo como la explicación universal, objetiva, desapasionada y
científica del momento, elevando a la categoría de sentido común sus predilecciones
políticas. Sobre estas visiones del pasado se ha levantado en cada tiempo un
proyecto de futuro, justificado como la continuación lógica de la línea de progreso que
venía empujando históricamente [2] . Según Fontana cada uno de esos tres niveles
(visión del pasado, economía política del presente y proyecto de futuro) no podían
entenderse sin su articulación con los demás, en tanto que constitutivos de una
concepción interesada del mundo que al hacerse hegemónica, sin embargo, lograba
fingir la independencia de cada uno de sus componentes.

Efectivamente, numerosos intelectuales preocupados por exhibir su autonomía han


levantado muros que separan en la superficie estas tres esferas de actividad, pero
que dejan expeditos, al tiempo ocultan a la vistan, los canales soterrados que las
comunican. A la aparente disolución de los vínculos entre pensamiento, poder y
aspiraciones ha contribuido más eficazmente la institucionalización de todo discurso
triunfante, donde estas tres dimensiones esencialmente unidas se manifiestan
fenoménicamente como tareas independientes. La institucionalización entraña la
división del trabajo intelectual y genera una dinámica corporativa real donde las
narraciones del pasado parece que sólo se deben a la labor erudita de un historiador
encerrado en el archivo; los análisis del presente al trabajo científico de los
economistas y sociólogos; y los planes para el provenir, a las propuestas de los
políticos profesional debatidas en el Congreso. De su lectura de Gramsci, Fontana
aprendió que las ideologías del poder no solo funcionan como una falsa conciencia
encubierta y difundida por intelectuales tramposos, sino como un discurso
naturalizado en instituciones, profesiones, hábitos sociales, imaginarios
trasversalmente compartidos y prácticas cotidianas.

Estas visiones del pasado se fueron alimentado a lo largo del siglo XIX y XX de tres
elementos muy combatidos por Fontana: la idea de progreso consagrada en la
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Ilustración, la perspectiva eurocéntrica impuesta por la historiografía occidental y un


elitismo que había obviado o rebajado el papel de los sectores subalternos. Lo
interesante es que Fontana cargó contra estas tendencias sin inclinarse hacia el
paradigma postmoderno que las impugnó sobre todo en los ochenta, sino
denunciando el bloqueo epistemológico al que conducía este paradigma y lo funcional
que, a su modo de ver, terminaba resultando para la reproducción del orden cultural y
social.

Crítica a la idea de progreso, al eurocentrismo y al elitismo

Desde la modernidad la historia ha sido concebida, nos decía Fontana, como un


progreso lineal y ascendente cuyo principal elemento dinamizador habría sido el
avance de la capacidad tecnológica del hombre para dominar la naturaleza. En esta
secuencia evolutiva dos procesos habrían venido a acelerar el curso de la historia: la
revolución neolítica, con la generalización de la agricultura, y la revolución industrial,
con la irrupción de formas más eficientes de organización del trabajo y fuerzas
productivas extraordinarias. Según este relato, el capitalismo, en tanto que promotor
y gestor de la industrialización, vendría a representar el cenit en la evolución
histórica, de tal forma que las aspiraciones futuras de mejora de la humanidad
vendrían a cifrarse en su intensificación y generalización a escala planetaria. Así es,
nos contaba Fontana, como se articularon en el Occidente contemporáneo las tres
dimensiones inherentes a toda concepción hegemónica: un análisis del pasado, ahora
entendido como narración del avance imparable de la capacidad científico-técnica del
hombre; una economía política, ahora un liberalismo económico que racionaliza la
desigualdad como condición necesaria para el progreso; y un proyecto de futuro,
fundado en la promesa de llevar el progreso a todo el mundo por medio la
intensificación y universalización del capitalismo [3] .

Para consolidarse, el nuevo relato de la modernidad tuvo que inventar una


continuidad, negando aquellas encrucijadas en las que se pudieron seguir caminos
distintos y minimizando o resignificando aquellos acontecimientos que en su día
contradijeron la supuesta mejora progresiva de la historia. Eso hizo con el fascismo,
una forma de barbarie eminentemente moderna que bebía de su misma racionalidad
científico – técnica, una versión pervertida pero al mismo tiempo deudora de la idea
de progreso de la ilustración. Sus cotas de violencia resultaban inconcebibles fuera de
las estructuras constitutivas de la civilización occidental, moderna, industrial, cientista
y racional en los medios, una idea que Fontana reforzó a partir de su lectura de
algunos pensadores de la escuela de Frankfurt. Sin embargo, la civilización occidental
no estuvo dispuesta a reconocer a sus hijos ilegítimos, y una vez que el fascismo fue
derrotado se retomó la narración exultante de un progreso que se habría impuesto al
rebrote inesperado de lo atávico.

Mientras tanto, buena parte de la izquierda, incapaz de leer la historia con sus propios
códigos, se conformó con replicar que la burguesía se estaba precipitando con el
festejo, que esa misma concatenación de los acontecimientos pasados remitía a un
horizonte ulterior, que el avance ineluctable del progreso conducía a otro estadio
conclusivo, que el viento de la historia soplaba a favor de la sociedad sin clases.
Según Fontana, la fortaleza de esta concepción dominante de la historia en la
contemporaneidad fue tal que durante mucho tiempo contagió a la alternativa que
pretendía reemplazarla. El marxismo esclerotizado de la época terminó parasitando la
misma lógica de su adversario.

Las versiones mecanicistas del marxismo concibieron la historia como un proceso


evolutivo donde la contradicción entre el avance imparable de las fuerzas productivas
y la pervivencia de unas relaciones sociales de producción anacrónicas - resuelta si

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acaso con ayuda de la acción de un nuevo sujeto histórico idealizado, el proletariado -


conducía a la sociedad emancipada. La economía política del Socialismo Real asumió
las pautas de crecimiento económico del industrialismo, aunque allí donde la doctrina
liberal abogaba por la autorregulación del libre mercado ésta exigía la planificación
centralizada de la economía a manos de una vanguardia que mutaría en una
burocracia ineficiente. Las duras secuelas que para la población tendría la aplicación
de “planes quinquenales” y “saltos adelante” fueron justificadas, en virtud de la
misma razón instrumental de la modernidad, como sacrificios ineludibles para el
avance del progreso. Del mismo modo, su proyecto de futuro consistía en resolver los
problemas de la humanidad exportando el modelo a cualquier lugar [4] . Pese a su
prolongada militancia en el PSUC, o gracias precisamente a ella, pues allí se formó
con brillantes intelectuales como Manuel Sacristán, Fontana fue un crítico expreso del
Socialismo Real y un intelectual muy beligerante contra la vulgata marxista.

El caso es que, en la medida que el socialismo se presentó a sí mismo durante


décadas como avanzadilla del progreso, el liberalismo tuvo más fácil retratarlo como
su lastre. Solo tuvo que ponerlo a la cola del mismo rail por el que quería discurrir.
Cuando cayó el muro de Berlín, los escombros se aprovecharon para sepultar además
las experiencias y narraciones de la izquierda que habían contradicho ese trazado.
Aprovechando la coincidencia del segundo centenario de la Revolución Francesa con el
derrumbe inminente de la Unión Soviética, historiadores ex comunistas deseosos de
hacerse perdonar su pasado presentaron la Revolución Francesa como fuente de
todas las aberraciones de la contemporaneidad y se lanzaron a combatir una
supuesta interpretación dominante – jacobina, marxista, dogmática e inflexible - que
nunca existió en ámbitos serios de pensamiento, con el éxito, nos decía Fontana, con
el que habitualmente se combaten los enemigos fantasmas inventados
intencionadamente [5] . Lo paradójico en Fontana es que, tras la caída del Muro de
Berlín y después de años de crítica al Socialismo Real y al marxismo vulgar, tuvo que
combatir las furibundas arremetidas de pensadores empeñados en desacreditar la
tradición política e intelectual del marxismo reduciéndola al dogmatismo y la
mediocridad con que muchos de ellos la cultivaron en el pasado.

En este sentido, una de las aportaciones más interesantes de Fontana consistió en


desentrañar los entramados institucionales construidos para promover ciertas visiones
de la historia, a partir de la idea de que la Historia no se ha escrito solo en la mente
laboriosa de los historiadores, sino que para escribirse y sobre todo divulgarse ha
requerido de una infraestructura de financiación en forma de subvenciones y
ediciones, así como de reconocimientos en forma de cátedras y premios. En La
historia después del fin de la historia, Fontana contaba cómo durante la Guerra Fría
las instituciones americanas no escatimaron gastos a la hora de promocionar
tendencias historiográficas que sirvieran de contención al empuje de la historia social
vinculada a la izquierda y cómo tras 1989 tiraron ya la casa por la ventana para
conmemorar la desaparición del enemigo comunista. Buen ejemplo de ello fue la
potente campaña que la Fundación John M. Olin, un Think Tank neoconservador,
desarrolló para publicitar la obra El fin de la historia y el último hombre de Francis
Fukuyama. En ella el autor recurría a una suerte de hegelianismo desnaturalizado
donde la racionalidad suma se objetivaba en la democracia liberal y la economía de
mercado para desplegarse hacia un horizonte definitivo de paz y progreso una vez se
había liberado de la necesidad de combatir el peligro rojo [6] . Este esperanzador
proyecto de futuro se vio pronto desmentido por la proliferación de nuevas guerras y
el incremento mundial de la pobreza. Para explicar el desvío de los vaticinios otro
investigador a sueldo de la J.M Olin, Samuel Huntington, tuvo que salir al paso con
una obra, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, donde
explicaba que los nuevos conflictos no obedecían ya a problemas socioeconómicos ni
a rivalidades ideológicas, sino a diferencias religiosas y culturales. Hoy Fontana
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hubiera recibido con una sonrisa irónica la enésima postergación, ahora sine die, del
fin de la historia por parte de un Fukuyama abrumado por la evidencia del mundo
violento y caótico en el que vivimos, como hace unos días revelaba The New Yorker
[7] .

En Europa ante el espejo, Fontana explicaba cómo los europeos han construido una
imagen falseada de los otros para poder definirse de manera ventajosa con respecto
a ellos, cómo fueron tallando su identidad por contraste con las representaciones
falaces que iba elaborado de los demás, cómo ha ido mirándose en un espejo
deformado para embellecerse. El primer reflejo invertido lo obtuvieron los europeos
del bárbaro, denostado por griegos y romanos, al que siguieron los rostros satánicos
del hereje autóctono y el infielmahometano. A las puertas del Renacimiento, con la
expansión de las ciudades, el noble y el burgués europeos festejaron su civismo al
compararse con la supuesta torpeza y brutalidad del rústico inculto, cuya imagen
amenazante fue posteriormente sustituida por la de unas masas resentidas y ansiosas
por dinamitar las bases económicas del progreso. Con el colonialismo decimonónico
los europeos completaron su autorretrato a partir de los espejos del salvaje, el
oriental y el primitivo [8] .

En Europa ante el espejo Fontana fue desmontando el mito de la excepcionalidad


europea, según el cual la preeminencia económica del continente se debió a los
avances científico-técnicos favorecidos por un supuesto clima de libertad de
pensamiento que contrastaba con el despotismo oriental. Por el contrario, todavía a
principios del siglo XVII la ciencia y la tecnología estaban más desarrolladas en China
y este fue un siglo de monarcas déspotas, guerras atroces y depuración de científicos
en toda Europa. Precisamente, nos dice Fontana, fue esta época de violencia
generalizada la que sirvió a Europa para perfeccionar las armas y métodos de
combate con los que realmente logró imponerse al resto del mundo [9] . En esta
misma obra Fontana fue cepillando la historia a contrapelo para descubrir la
racionalidad que había detrás de algunas propuestas heréticas medievales como la de
los Cátaros, generalmente parodiados en la historiografía por la dimensión mesiánica
de su discurso, o en algunas formas de vida comunitarias y relación equilibrada con la
naturaleza que se daban en comunidades arrasadas luego por la lógica comercial del
colonialismo [10] .

Otro frente de batalla en la obra de Fontana fue la denuncia del protagonismo que la
Historia ha concedido a los grupos políticos y económicos dominantes, en perjuicio de
los sectores subalternos y de la inmensa mayoría de las mujeres. En La historia de los
hombres Fontana realizó un recorrido por el lento y titubeante proceso de
incorporación a los relatos del pasado de las mayorías sociales tradicionalmente
marginadas; criticando que en cada momento de inclusión de un nuevo sector social
a la Historia se hubiera excluido a una de sus partes o a otro similar. Así contaba, por
ejemplo, que frente a las crónicas de las hazañas de la nobleza y las proezas de la
burguesía, la primera historia social centró su atención en el movimiento obrero
institucionalizado, sobre todo en sus líderes e ideólogos, dejando en un segundo
plano los análisis sobre las condiciones y formas de vida de los trabajadores
anónimos. Cuando en un segundo momento se empezó a hablar de sus condiciones
de vida, de sus luchas e imaginarios, la historia social europea se refirió sobre todo a
los trabajadores masculinos de los países desarrollados. Con el paso del tiempo los
historiadores occidentales fueron incluyendo a las antiguas comunidades no europeas
como objeto de estudio, pero cuando los descendientes de estas comunidades se
erigieron en sujetos de la narración de su propio pasado no les prestaron demasiada
atención [11] .

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No obstante, el reproche más insistente de Fontana se refería al hecho de que estos


sectores subalternos se hubieran convertido muchas veces en un objeto de estudio
especializado y hermético, sin que sus respectivas historias hubieran terminado de
integrarse en las visiones generales del pasado ni se hubiera terminado de considerar
su contribución general al desarrollo de la sociedad [12] . El ejemplo de cómo estos
problemas podían pensarse y esos vacíos debían ser cubiertos lo buscó en el trabajo
del Grupo de Estudios Subalternos del historiador indio Ranajit Guha y antes y muy
especialmente en la rica tradición historiográfica marxista británica, en el trabajo de
grandes historiadores como Rodney Hilton, Christofer Hill, E.P. Thompson o Eric
Hobsbawm, a quienes tanto promocionó en España.

Fontana reconoció el interés y la utilidad que para los historiadores tenía la dimensión
crítica del pensamiento postmoderno, pero arremetió contra sus conclusiones. Valoró
que la deconstrucción postmoderna del gran armazón conceptual estructuralista
moderno - que privilegiaba el estudio de las grandes tendencias de la historia, de las
estructuras materiales que determinaban supuestamente los productos de la
conciencia y las dinámicas de unos movimientos sociales donde apenas había lugar
para la acción individual –hubiera sacado a la luz multitud de dimensiones del hombre
hasta entonces ignoradas. Pero denunció que la multiplicación de contenidos y
perspectivas estuviera dando lugar una historia fragmentaria renuente a cualquier
explicación integral. Valoró la consideración de la disciplina de la Historia como una
construcción social mediatizada por los gustos culturales y las preferencias políticas
del presente. Pero denunció que ese perspectivismo derivase en un relativismo
absoluto que reducía la realidad a sus representaciones e igualaba a la baja cualquier
relato del pasado con independencia de cuál fuera su base probatoria. Valoró la crítica
postmoderna a la continuidad histórica. Pero criticó que terminara negado el sentido a
cualquier periodización o convirtiendo toda secuencia temporal en mera
simultaneidad. Reconoció, porque ya lo había defendido antes, que algunos de los
sucesos más dramáticos del siglo XX hubieran degenerado de los proyectos políticos
ilustrados. Pero negó, frente a lo que repetían los posmodernos, que todo proyecto de
emancipación general de la sociedad condujera indefectiblemente hacia la
burocratización y el totalitarismo. Valoró la crítica postmoderna a la omnipresencia del
poder y el énfasis que esta puso en la capilaridad del poder mismo. Pero denunció la
equiparación entre la microfísica del poder y sus grandes centros decisorios o que esa
crítica no llevase a los pensadores postmodernos a renunciar al (macro) poder de las
cátedras universitarias [13] .

Fuera de la galería de los espejos: polifonía y nuevos caminos

Fontana plateaba que una vez desestimada la idea de progreso el capitalismo dejaría
de aparecérsele al historiador como el momento de su realización óptima, para ser
concebido como una formación histórica remplazable. Fontana planteaba que una vez
decayese la reconstrucción del pasado como genealogía racionalizadora y
legitimadora del presente la historia podrá ser vista como una trama compleja
jalonada de distintas encrucijadas, en las que rara vez se tomó el mejor camino “en
términos del bienestar de la mayor parte de los hombres y mujeres, sino el que
convenía a aquellos grupos que disponían de la capacidad de persuasión y de la
fuerza represiva necesaria para imponerla” [14] . Desestimada la idea de progreso el
historiador podría proyectar una mirada limpia sobre las alternativas frustradas en el
pasado, para descubrir la racionalidad que había en algunas de ellas y el potencial
que todavía encierran [15] . No se trataba de una vuelta nostálgica al pasado, si no
de una búsqueda de nuevos horizontes alumbrados en el pasado que nunca se
recorrieron y cuyo recorrido sería posible gracias también a la liberación del
testimonio de quienes entonces los alumbraron. Las referencias obvias de Fontana en
la elaboración de esta concepción fueron Walter Benjamín y Antonio Machado, dos
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gigantes intelectuales del siglo XX muertos en la frontera hispano-francesa cuando


huían en sentido contrario del mismo enemigo fascista que terminó ocupando ambos
lados. De Benjamín tomó la idea del acontecimiento pasado como un átomo cargado
de fuerzas frenadas por la visión lineal de la historia, susceptibles, sin embargo, de
ser liberadas en el presente por medio de una nueva mirada radical. De ambos la idea
de buscar líneas de futuro en un pasado no resuelto en el que, según las palabras de
Machado que le gustaba reproducir, encontramos “un cúmulo de esperanzas - no
logradas pero tampoco fallidas -, un futuro, en suma, objeto legítimo de profecías.”
[16]

Fontana reclamó poner fin al eurocentrismo y a la mirada deformante sobre los


demás para redescubrir al otro y descubrirnos a nosotros mismos como una cultura
plural y mestiza [17] . La nueva forma de escribir la Historia que planteaba tendría
que recuperar la voz del otro, amordazada tras la máscara que se le ha
confeccionado, y ser especialmente atenta a las voces múltiples de los sectores
subalternos. Pero frente a las historias especializadas en cada uno de los grupos
antes silenciados, o frente a la mera yuxtaposición de sus voces en obras más
amplias, propuso levantar un relato polifónico donde la voz de cada grupo tuviese la
réplica de su contrario, donde cada sector social fuera explicado en sus relaciones de
competencia o cooperación, de subordinación o dominación, de confrontación,
transacción o integración con otros sectores, sin idealizarlos ni instrumentalizarlos.

Para disolver la continuidad histórica e integrar las voces de las multitudes


subalternas Fontana propuso demoler la narratología inspirada en la novela burguesa
decimonónica, donde todo se dispone en función del desenlace y la pluralidad de
elementos está siempre subordinada a la acción principal. También limitar los análisis
abstractos inspirados en las supuestas leyes de la historia, para recalar en la
complejidad y peculiaridad del acontecimiento. Para explicar esto Fontana recurría a
una metáfora. El procedimiento que proponía no era un procedimiento nomotético –
deductivo parecido a la elaboración de un puzzle, en el que el conocimiento a priori de
la imagen plana que se pretende construir, va orientando la agrupación de sus piezas.
Proponía, por el contrario, partir del acontecimiento histórico y concebirlo como un
poliedro en el que la combinación de sus distintas caras con las caras respectivas de
otros acontecimientos pudiera dar lugar a más de un cuadro interpretativo [18] .

Para Fontana la disciplina histórica operaba en cierta medida de manera similar a


como los estudios neurobiológicos han probado que funciona la memoria personal. No
como un depósito de representaciones estables, sino como un complejo sistema de
relaciones que sirve de base a la formación de la conciencia durante la experiencia en
curso, no como una simple evocación de sucesos pasados, que se registraran cual
foto fija para siempre, sino como una reactualización constante de experiencias
remotas que echa luz sobre un presente al que hay que dar respuesta. Del mismo
modo, decía Fontana, la Historia no consiste en descubrir las supuestas verdades fijas
del pasado, sino que debe contribuir a la construcción de una conciencia colectiva
congruente con las necesidades del momento, a partir de la construcción - con sus
métodos, con sus técnicas, con su armazón conceptual, con su rigor y laboriosidad -
de una base de pensamiento sobre el pasado donde la reactualización de experiencias
remotas pueda dar significado a lo que está ocurriendo [19] . Solo desde ahí se
podrían construir nuevos proyectos de futuros libres e igualitarios. La Historia que
proponía Fontana explicitaba su vinculación a una economía política y a un proyecto
social de futuro, pero a una economía política que negaba la desigualdad como
condición de progreso y a un proyecto de futuro que no se justificaba como la
prolongación de una supuesta racionalidad histórica. Su trabajo consistió en rebajar
las expectativas científicas de la Historia, infladas por tanto historiador gris y sobre-
ideologizado que, so pretexto de notariar simplemente el devenir histórico, termina
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por racionalizarlo para acomodarse a él. Su trabajo consistió en cultivar una Historia
técnicamente muy bien construida que poner al servicio de un giro igualitario en la
evolución de la sociedad. Su empeño hacia la disciplina de la Historia fue, en sus
propias palabras, “el de arrancarla de la fosilización cientista para volver a convertirla
en una ‘técnica’: en una herramienta para la tarea del cambio social”. [20]

Notas:

[1] J. Fontana, Historia: análisis del pasado y proyecto social, Barcelona, Crítica,
1982, p. 10.

[2] J. Fontana, Historia, op. cit., pp.9-11.

[3] J. Fontana, Historia, op. cit., p. 249-259.

[4] J. Fontana, Historia: op. cit, Cap. 12.

[5] J. Fontana, La historia de los hombres: el siglo XX, Barcelona, Crítica, 2002, pp.
102 y 103 y 144 y 145.

[6] J. Fontana, La historia después del fin de la historia. Reflexiones acerca de la


situación actual de la ciencia histórica, Barcelona, Crítica, 1992.

[7] “Francis Fukuyama postpones the end of history”, The New Yorker,
https://www.newyorker.com/magazine/2018/09/03/francis-fukuyama-postpones...

[8] J. Fontana, Europa ante el espejo, Barcelona, Crítica, 2000.

[9] J. Fontana, Europa, op. cit. pp. 148-151.

[10] J. Fontana, Europa, op. cit., Cap. 8.

[11] J. Fontana, La historia de los hombres, op. cit., pp. 163 y 169.

[12] J. Fontana, La historia de los hombres, op. cit., p. 167.

[13] J. Fontana, La historia de los hombres, op. cit., Cap. 5.

[14] J. Fontana, Europa, op. cit., p. 154.

[15] J. Fontana, Historia, op. cit. pp. 11-12.

[16] Cita de Antonio Machado tomada de J. Fontana, Europa, op. cit., p. 153.

[17] J. Fontana, Europa, op.cit,, p. 154.

[18] J. Fontana, La historia de los hombres, op, cit, p. 190.

[19] J. Fontana, La historia de los hombres, op. cit., pp. 201 y 202.

[20] J. Fontana, Historia, op. cit., p. 261.

Juan Andrade Blanco, doctor en Historia y profesor en la Universidad de


Extremadura. Ha publicado varios trabajos sobre la izquierda en distintos
momentos del siglo XX.

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=246374&titular=josep-fontana-la-historia-vuelta-sobre-s%ED-misma- 8/9

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