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20 de julio de 1973.

A las 14:00 horas, según declara su


esposa, Bruce Lee, el astro de las artes marciales, está en
su casa de Kowloon con Raymond Chow, productor y socio
de sus últimos trabajos, para discutir sobre Game of Death,
su siguiente película. Estarán trabajando hasta las 16:00
de la tarde. Después, juntos, se dirigen a la casa de Betty
Tingpei, una actriz taiwanesa que va a tener un papel
protagonista en la cinta. Los tres repasan el guión en la
casa de Tingpei y, luego, Chow se va, aunque queda con
Bruce para cenar a las 21:00 en un restaurante del centro.

Pasadas las 18:00, la estrella se queja de un intenso dolor


de cabeza y Tingpei le dispensa una inocua pastilla, un
analgésico a base de aspirina llamado Equagsic que le ha
prescrito su médico. El actor no toma nada más aparte de
un par de refrescos. A las 19:30 h decide echarse un poco
porque el dolor no remite. A las 21:15 h, Chow llama a
Tingpei para preguntarle por el paradero de su
protagonista porque han pasado quince minutos desde que
lo espera para cenar. No hay lugar a preguntar nada más.
Chow se encuentra al otro lado del teléfono a una mujer
histérica que solo acierta a decir. “Bruce no despierta. No
sé qué ocurre, pero Bruce no despierta”. Ya no volvería a
abrir los ojos nunca más. Había entrado en coma.

Según la autopsia oficial, el medicamento en cuestión


contenía un relajante muscular que le había provocado
una repentina alergia. Su cerebro se había hinchado en un
13 por ciento, de 1.400 gramos a 1.575. A las 22:15 era
declarado muerto y 45 minutos más tarde, Chow emitía un
comunicado. En él, el productor y socio mentía. Dijo que se
había tratado de edema cerebral por alergia al Equagsic.
Hoy se pone en duda. Pero también mintió sobre el lugar
de la muerte. Aseguraba que la estrella había fallecido en
su casa acompañado de su mujer. Ésta había corroborado
la versión y había pedido, llorosa por televisión, que nadie
especulara con el trágico suceso para salvaguardar el
respeto hacia la figura de su difunto marido. Pronto se
supo que no fue así. Que fue en la cama de Tingpei. Bruce
Lee tenía 32 años. Había muerto el hombre y nacía la
leyenda. Y con ella, millares de hipótesis oscuras que
intentaban esclarecer –cuando no, ocultar aún más-
aquella muerte tan temprana.

Tal día como hoy se cumplen 45 años de la muerte del


actor que revolucionó las artes marciales para siempre y
cuya vida, obra, filosofía y muerte aún sigue despertando
una expectación casi inaudita. Bruce Lee.

“Un día recibí una llamada de larga distancia del periódico


más grande de Hong Kong. Me preguntaron si todavía
estaba vivo. ¿Adivina con quién estás hablando?
Respondí”. Bruce Lee contaba habitualmente muchas
anécdotas como ésta. De hecho, los rumores sobre su
muerte eran abundantes en Oriente y, casi siempre, tenían
un final violento, una pelea a traición que lo terminaba
despedazando. Así que, cuando murió de verdad, las
especulaciones se desbordaron de tal modo que aún han
llegado a nuestros días, casi medio siglo después. ¿Pero
qué ocurrió en realidad? ¿Fue un edema cerebral? Que un
hombre de 32 años que hacía ejercicio constantemente y
era conocido por su físico tonificado, que era capaz de
hacer flexiones o sentadillas solo apoyándose con los
pulgares en el suelo mientras veía la televisión o que
leía La crítica a la razón pura ejercitando los brazos con
sendas mancuernas, muriera tan joven era -y es- muy raro.

Pero mucho más cuando se hablaba de la primera y más


explosiva estrella de las artes marciales y del cine oriental
hasta la fecha, que había vivido como un mito viviente y
cuyas hazañas habían trascendido a su propia leyenda. El
mundo era incapaz de aceptar que, aquella perfecta
combinación de músculo, tendón y filosofía, muriera como
un hombre corriente… Aunque, siendo justos, Bruce Lee
tampoco es la primera celebridad cuya muerte
despierta teorías conspiranoicas. De hecho, el ser humano
parece imposibilitado a creer de manera testaruda que sus
mitos se transformen en el mismo polvo que los demás,
como si en su ADN único estuviera escrito que su fin
nunca podría ser definitivo. Como poco, misterioso. Y ahí
queda Elvis, Monroe, Dean o Wood… Pero Bruce Lee es,
quizás, el caso más paradigmático.

Hablando de combinaciones perfectas, Bruce Lee vivía


para alcanzarla. Era un hombre obsesionado con ella. De
hecho, nunca dejó de trabajar para ser la mejor versión de
sí mismo y su modo de vida se convirtió en una filosofía
que caló, primero en Hollywood entre las estrellas de
Beverly Hills y, después, en todos los ángulos del planeta.
El alcance de sus palabras parecía no tener limites. “Si
siempre pones límites a todo lo que haces, físico o
cualquier otra cosa, eso se propagará a tu trabajo y a tu
vida. No hay límites. Sólo hay lugares donde te conformas,
y no debes quedarte ahí, debes ir más allá”. Dos meses
después de su muerte, cuando se hubo estrenado su
testamento cinematográfico, quizás el trabajo que –aupado
también por la atroz estela de su muerte- se convirtió en su
gran obra maestra (Operación dragón, un filme en donde,
ante Occidente, inventaba el género de las artes marciales
en el cine), de la noche a la mañana, sin límite ninguno,
Lee se convertía es un ser casi mesiánico y el mundo
ansiaba adorarlo. En cada pueblo, de España a Australia,
se abrían escuelas de artes marciales; los dormitorios de
millones de chavales se cubrían con posters con su mirada
fiera, sus brazos tensos y pelo azabache tapándole las
orejas; las adolescentes se enamoraban por primera vez de
un rostro oriental y cubría sus carpetas como forro; y la
industria del marketing del recuerdo daba vueltas a la
manivela del dinero sin fin.

Pero ¿qué fue lo que ocurrió antes de esas 24 horas


fatídicas de las que, por cierto, sólo hemos contado, las
oficiales? Habría que remontarse quizás a los meses de
rodaje de, precisamente, Operación dragón. Éste era su
primer trabajo en Hollywood y además, producido por un
gran estudio como Warner. Lee se jugaba mucho. Sus
anteriores trabajos eran hongkoneses. Ahora, se trataba de
Hollywood, y eso eran palabras mayores, aunque entre la
fauna de la ciudad ya fuera un gurú. Steve McQueen,
Roman Polanski, James Coburn y el jugador de baloncesto
Kareem Abdul Jabbar acudían a él no sólo para aprender a
defenderse, sino para lograr mayor elasticidad y
expresividad con sus cuerpos. Y su mente. Ellos
escucharon de sus labios aquello de “Be water my friend”.
Aquello de que, como actores, debían aprender a
amoldarse como el agua. Pero las caras de la industria no
eran la industria.
“Bruce estaba en una condición muy crítica. Extrajimos
mucho hachís de su estómago. Bruce dijo que solía
masticarlo porque estaba sometido a mucha presión”.
Contó el médico Peter Wu, quien había atendido a la
estrella tan sólo dos meses antes de su muerte después de
otro –qué casualidad– ataque de hidrocefalia y se encontró
con un tipo con un 1 % de materia grasa corporal, que
acababa de perder 10 kilos a causa del estrés y medía 1,71
y pesaba 60 kilos. Pura fibra y puro nervio, sus armas para
lograr aquello que decían los críticos: "Se mueve como
una mariposa y golpea como una avispa", pero
también, drogas y estrés.

Corría 1972. Lee había conseguido dos éxitos


internacionales con El gran jefe y Puño de furia, pero su
mala relación con el director de ambas así como el fin de
su contrato con la Golden Havest, precipitan que tenga que
elegir: o su libertad personal y creativa o atarse a
una major. Opta por la primera opción asociándose a
Raymond Chow: dirigiría, protagonizaría, escribiría y
coproduciría todas sus películas. Chow… precisamente el
fundador de Golden Harvest… Y por cierto, el Dios artífice
de Jackie Chan con el que se hizo de oro poco tiempo
después... Bueno, luego volveremos a este tema. Juntos,
Lee y Chow consiguieron el primero de sus grandes
triunfos: Way of the Dragon, una película que hoy es
conocida como la peli que enfrentó a Bruce Lee con Chuck
Norris en un auténtico despliegue de patadas voladoras y
gritos guturales sin parangón que se ha granjeado
merecidamente el sobrenombre de “el combate del siglo”.
Porque una de las grandes aportaciones de Lee al cine
contemporáneo fue que radicalizó la lucha hasta un punto
antes nunca visto. “Si luchas contra mí ya puedes
matarme”, decía en esta cinta demostrando que no ha
habido nadie más chulo en las artes marciales que Bruce
Lee.

A su término, tuvo una llamada. Era de Ted Ahley, nada


menos que el presidente de Warner, para ofrecerle un
contrato de medio millón de dólares para protagonizar y
codirigir las escenas de lucha de Bood and Steel. Bruce
aceptó con la condición de que le cambiaran el nombre
por Enter the Dragon, o lo que es lo mismo, Operación
Dragón. El resto es historia. Fue la última obra de Bruce
Lee y la primera de artes marciales chinas que iba a ser
producida por el gran Hollywood. “El pequeño dragón” –
luego iremos al significado de este sobrenombre porque
tiene bemoles- siempre dijo que la película debía ser un
vehículo para expresar lo que él percibía como bello en la
cultura china, un aspecto que debía resaltar por encima de
la acción. Lo cierto es que si hoy se recuerda la película,
no es por su profundidad, sino incluso por motivo
exógenos a los puramente fílmicos, pero Operación
Dragón es, en realidad, puro espectáculo de los 70, una
mezcla de suspense al estilo James Bond con elementos de
Fu Manchu.

Y, obviamente, con la figura omnipresente de un luchador


sin igual que, durante las semanas de grabación, contó con
numerosas amenazas porque, al parecer, la mayoría de
extras contratados eran chinos, muchos de ellos artistas
marciales y miembros de organizaciones criminales locales
o triadas chinas. Que por un lado, los más poéticos, veían
con malos ojos que Lee enseñara -y vulgarizara- Kung Fu
a estudiantes que no fueran chinos traicionando así este
arte de lucha milenario, y por otro, los más prosaicos,
que Lee se negaba a apoquinar lo que la mafia le exigía
para proporcionarle seguridad a él y a su negocio. Fred
Weintraub, quien fue el productor de la película y además
estuvo constantemente con Bruce Lee durante la filmación,
contó que durante el rodaje “estaba preocupado de que
alguien saliera lastimado porque había desafíos todos los
días... ellos tenían un rito en que se desafiaban donde
cruzaban las manos y golpeaban los pies... pero las peleas
por suerte no duraban mucho porque Bruce ¡pa, pa, pa!,
los noqueaba y seguía adelante”.
Pero el rodaje pudo llevarse al completo. Bruce Lee hizo
todo lo que quiso. Incluso, coreografiar sus movimientos.
Que fuera campeón de cha cha chá, ayudaba (sí, cha cha
chá) . Y, también, gran admirador de Muhammad Ali. Lee
estudió sus peleas viendo sus combates del revés. El boxeo
cambiaba, rompía las reglas, conseguía una mayor
potencia en los golpes y coordinación de movimientos y eso
era fundamental para la acción cinematográfica aunque
no casara tanto con el alma oriental. Es más, su gancho
más conocido, “El camino del puño que intercepta”, surgió
del movimiento de arresto del esgrima. Porque todo era
susceptible de ser utilizado. Fue capaz de insuflar aires
nuevos a un arte, el de matar a la oriental, que llevaba
documentado milenios. ¿El resultado? Aceleró la pelea.
Era tan rápido, que sus escenas se tenían que rodar a 32
frames por segundo en vez de a 24. Otro milagro.

Operación Dragón se estrenaría el 29 de agosto de 1973.


Pero Bruce Lee nunca llegaría a verlo.
Pero, ¿quién era Bruce Lee? Aunque pudiera parecer lo
contrario, este actor, quintaesencia china, no nació en
China, sino en San Francisco, en 1940. Ni tampoco corría
pura sangre mandarín por sus venas. Su madre era de
ascendencia alemana y eso, en el mundo en el que se
movía, no fue nunca bien visto. Le pusieron como nombre,
un término que en chino es femenino, Lee Jun-fan -otra
cosa que contaremos después- y su alumbramiento tuvo
lugar en la tierra del Tíiio Sam porque se produjo
repentinamente durante una gira de sus padres, cantantes
de la ópera de Cantón, por Estados Unidos.
No obstante, al año, la familia regresó a Hong Kong
aunque si bien es cierto, la vida de Bruce Lee fue un ir y
venir entre la ciudad-estado británica entonces y la costa
oeste americana. Su infancia y adolescencia, eso sí,
transcurriría en Hong Kong, donde Bruce, dados sus
antecedentes familiares, tuvo muy tempranamente contacto
con el cine. Con seis años protagonizó el melodrama Birth
of Mankind (El nacimiento de la humanidad), y pronto se
hizo un nombre –otro, con Li Shiaolong, El pequeño
dragón-, con más de una decena de títulos, en el mundo del
celuloide chino con su característica seña de identidad:
tocarse la nariz con los dedos… Pero llegó la adolescencia
y, aunque mantenía esa belleza suave que tan famoso le
hizo de niño, se convirtió en un pirata, o sea,
un pandillero de tomo y lomo.

Fue expulsado del colegio, y se metió en numerosos


altercados y peleas callejeras, muchas de ellas, derivadas
de no ser un chino puro. Uno de sus rituales cotidianos era
enfrentarse a otras bandas con armas y cadenas. El deseo
de aprender defensa personal le empujó a comenzar a
practicar Wing Chun Kung Fu, un estilo que luego le
ayudó a desarrollar su propio método de combate, el Jeet
Kune Do, cuya filosofía sugería que el combate está
siempre vivo y en constante cambio. Su padre, viendo que
el niño se le iba de las manos – máxime cuando propinó
una patada casi letal a un policía- decidió reclamar la
nacionalidad americana y devolverlo a Estados Unidos.

Así, con 18 años, Bruce Lee volvía al país que le vio nacer.
Se establecería en Seattle y en 1961 empezó los estudios de
filosofía en la universidad de Washington, especialmente
atraído por el taoísmo. Tres años después, abandonó la
carrera para abrir su primer gimnasio y dedicarse en
exclusiva a su entrenamiento personal y dar clases de kung
Fu, eso sí, sin exclusiones raciales, sólo había que disponer
de “un corazón puro”. Daban igual los ojos rasgados o el
color de la piel. Las amenazas volverían a su vida. Muchos
asiáticos pensaban que el hecho de que ofreciese clases a
caucásicos era una práctica corrupta (Y por si fuera poco,
se casó con una americana y tuvo dos hijos). Pero
aquella open mind también supondría convertirse en
alguien popular, tanto que Hollywood llamó a su puerta.

En 1966 logró el papel de Kato en la serie de televisión El


avispón verde, un superhéroe ataviado con traje verde y
máscara que era un experto luchador y que,
inexplicablemente, se convirtió en un referente de la
comunidad china. La serie le dio popularidad, sí, pero que
no le facilitó alcanzar el que podría haber sido su gran
éxito: el papel de David Carradine en Kung Fu, por ser
“demasiado chino”. Exacto, el racismo, esta vez, el de los
blancos, volvía a llamar a su puerta. Tras cinco años
haciendo spots publicitarios, Lee regresó a Hong Kong.
1971 sería el año de su despegue. Allí, en Hong Kong, fue
recibido por multitud de fans. Era una estrella. Podía,
como el Rey Midas, tocar lo que fuera que se convertiría en
oro. Sus películas, que no tardaban más de tres meses en
rodarse, producirse, postproducirse y estrenarse, eran
récords –millonarios- de taquilla. Logró batir tres veces el
récord de película más taquillera de la historia conKárate a
muerte en Bangkok (Lo Wei, 1971), después haría lo
propio con Furia oriental (Lo Wei, 1972) y con El furor del
dragón (Bruce Lee, 1972). Nacía la estrella. Solo era
cuestión de que Hollywood volviera a llamar. Y, como
sabemos, llamó.

Pero él nunca sabría que era ser una estrella de


Hollywood. ¿Qué se lo impidió? Aquí, regresamos a
cosmogonía de su muerte. “Nadie se muere por una
pastilla de Equagesic. Ningún analgésico mató a Bruce”,
sentenciaron los periódicos de la época. Pero ¿Hubo o no
hubo edema? Parece ser que sí. Lo que no se sabe es el
porqué de esa hidrocefalia. Si lo provocó una alergia, una
mala combinación con drogas, si tuvo algo que ver la
mafia china o incluso la italiana, si fue el efecto de varias
sustancias, de la mala suerte, de una maldición china o,
por qué no, del efecto mariposa. “Una muerte por
desventura” en toda regla que, este mismo año, suma una
nueva hipótesis publicada en la biografía Bruce Lee: A
life, de Matthew Polly, donde se dice que la causa, extraña
y triste, del colapso del astro de cabellos azabache fue un
golpe de calor, algo tan común y corriente que se vio
intensificado por la extirpación que se hizo el hongkones
de las glándulas sudoríparas de las axilas. Bruce sentía
que cuando sudaba mucho se veía mal en pantalla. Había
que quitarla. "Sin estas glándulas sudoríparas, su cuerpo
habría sido menos capaz de disipar el calor", escribe.
¿Fue el cannabis encontrado en la autopsia? “No era más
significativo que si Bruce hubiera bebido una taza de té ese
día”. ¿Hipersensibilidad a uno o más de los compuestos
encontrados en el analgésico para el dolor de cabeza que
consumió esa tarde? Ninguno de los vasos sanguíneos se
bloqueó o se rompió, por lo que la posibilidad de una
hemorragia está descartada. Nada. Sólo comportamientos
extraños. Por un lado, actriz, Betty Ting Pei y productor,
Raymond Chow, mintieron sobre el lugar de la muerte,
sobre el tiempo que tardaron en llamar a una ambulancia,
sobre el hospital al que llevaron a Bruce moribundo…
¿Chow quería deshacerse del máximo accionista de su
empresa? ¿Betty estaba en posición horizontal haciendo la
posición del Loto con Bruce? Por otro, todos aquellos que
trabajaron o tuvieron contacto con Lee meses antes de su
muerte, coinciden en señalar que el actor caminaba
desgarbado, tísico, confundido, olvidadizo, paranoico, con
ataques de ira y actitud depresiva. Nada que ver con el
hombre sabio que había llegado a sus vidas. ¿Tuvo algo
que ver entonces la Triada china? Lee se había negado a
pagarles dinero a cambio de protección tal y como era
habitual entre los millonarios chinos. ¿La mafia italiana?
Nunca contó con su –pertinente- colaboración para su
estreno en Hollywood… En sus peleas de rodaje ¿fue
víctima del toque de la muerte (¿el golpe Dim Mak)? Y por
último, ¿no sería que su destino estaba ya pautado?
Aquí viene la teoría más rocambolesca, pero también la
que refrendó su hijo Brandon, que murió también de
forma trágica y en extrañas circunstancias durante el
rodaje de El Cuervo. ¿Una perturbadora casualidad? La
familia de Lee estaba bajo el acecho de una mortal
maldición que Bruce Lee desafió. Bruce nació después de
la muerte de su hermano mayor (por causas nunca
aclaradas) y una superstición china advierte de que cuando
un varón nace tras la muerte de un hermano varón, éste
debe ser nombrado en femenino. De ahí su nombre Lee
Jun-fan, (“Protector de San Francisco”) que en casa era
sustituido por el también femenino Sai-Fon (“pequeño
fénix”), a pesar de que Bruce hubiera nacido en el año
(1940) y a la hora (entre las 7 y las 9) del dragón. Como
actor, Lee desafió a la maldición. Su nombre artístico fue
primero Shiaoling (“pequeño dragón”) y luego, Bruce. Esa
fue su patada voladora a los dioses.
Está claro que nunca se lo perdonaron y que le castigaron
matándolo. Lo que no previeron fue que, gracias al cine, el
pequeño dragón es y será siempre inmortal.

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