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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIV, núm. 331 (43), 1 de agosto de 2010
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

ENTRE EL ESTADO Y LOS MOVIMIENTOS SOCIALES: SOBRE


LA RECREACIÓN DE LO PÚBLICO EN FUNCIÓN DE LA
PLANIFICACIÓN TERRITORIAL

Omar Tobío
Centro de Estudios Geográficos – Universidad Nacional de San Martín
Omar.tobio@gmail.com

Entre el Estado y los movimientos sociales: sobre la recreación de lo


público en función de la planificación territorial (Resumen)

El proceso de desmantelamiento de las instituciones del desarrollismo junto al


de restricción de la ciudadanía social dio lugar a un mayor protagonismo de la
sociedad civil desde fines de la década del setenta en Argentina. La
participación civil se expresó por distintos canales, siendo uno de ellos el de los
movimientos sociales, en especial una vez reabierto el ciclo constitucional. El
objeto de este trabajo se centra en analizar cómo se recrea lo público entre las
instancias institucionales y las demandas de los movimientos sociales en este
contexto. El objetivo de dicho análisis se orienta hacia proponer caminos
posibles para una planificación territorial participativa. La pregunta central
orientadora de la argumentación consiste en cómo poder pensar el paso de
formas de acción típicas de una democracia territorial y directa hacia una
instancia participativa que pueda ser inscripta en el Estado entendido éste como
una comunidad de derechos.

Palabras clave: Estado, movimiento social, planificación territorial


participativa, “piqueteros”.

Between the State and social movements: About public policies re-
establishment depending on territorial planning (Abstract)

The dismantling process of the institutions arisen from the developmentalism,


together with the restriction of social citizenship, has attributed higher
prominence to the civil society since the end of the seventies,
in Argentina. Civil participation has been expressed through different means,
being one of them that of social movements; particularly, once the
constitutional cycle has been resumed. This work focuses on analyzing how
public policies may be re-established among the institutional instances and the
demands of the social movements in this context. The aim of such analysis is
intended to the proposal of possible ways of action leading to a participatory
territorial planning. The main question which directs the argument consists of
how to turn from the typical action mechanisms of a territorial and direct
democracy to a participatory instance which shall be registered in the State,
understanding the latter as a community of rights.

Key Words: State, social movement, participatory territorial planning,


“piqueteros”.

El conjunto de cambios en la matriz social de la Argentina tras la cancelación


del modelo de sustitutivo de importaciones a mediados de los años setenta dio
lugar a la emergencia de una tensión entre dos polos. Por un lado una legalidad
estatal fuertemente debilitada tras los procesos de reformas emprendidos y por
el otro el surgimiento de un alto número de demandas de distinto tipo y
objetivos, las cuales, sobre fines de la década de 1990 y toda la de 2000, fueron
motorizadas por distintas organizaciones sociales que progresivamente
ocuparon espacios dejados vacantes por la debilidad estatal. Por lo tanto, en
estos dos polos en tensión se reconocen dos aspectos fundamentales: debilidad
institucional, en el primer caso, y multiplicación de las demandas,
fragmentación de los sentidos y una creciente presencia de la acción directa
territorial para tornar visibles dichas demandas, en el segundo.

Al partir de la tensión señalada, objeto de este trabajo, se plantea como objetivo


el delinear una serie de preguntas y proponer caminos para pensar posibles
respuestas a las mismas en torno a los resultados de la lucha, encuentros y
disonancias de dichos polos en tensión en el momento actual en tanto
posibilidad de bosquejar un planteamiento de planificación de carácter
participativo y fundado en el diálogo. Tres preguntas vinculadas a lo afirmado
son ¿Cómo es posible pensar el paso de formas de democracia directa con
intervención territorial a formas de carácter participativo en el Estado
entendiendo a éste último como comunidad de derechos políticos y sociales con
legalidad –y legitimidad- suficiente para realizar planificación territorial?
¿Cómo aportar a la reconstrucción de derechos universales e igualitarios en
medio de esta multiplicidad de demandas en función de una planificación
participativa? ¿Cómo institucionalizar mejoras que respondan a expectativas
sectoriales y a problemáticas que se han ido activando desde la apertura de
nuevo ciclo de protestas abierto en 1996 y 1997 y se activado luego de 2001 y
2002?
El trabajo se divide en tres partes. La primera está referida a los cambios que
experimentó el Estado en la manera de concebir la planificación territorial tras
el desmantelamiento de la institucionalidad del modelo desarrollista. La
segunda se centra en los cambios experimentados en la sociedad civil tras la
mutación estatal y la tercera a las territorialidades emergentes en este contexto,
a sus fricciones y a sus entrelazamientos.

Si bien las reflexiones de este trabajo se orientan hacia pensar la planificación


a nivel nacional, algunos insumos se toman de las conclusiones obtenidas en la
investigación sobre movimientos socioterritoriales en el departamento de
General San Martín, Provincia de Salta, República Argentina, cuya primer fase
fue concluida en 2005. Se han realizado observaciones y registros de campo, se
realizaron entrevistas a los dirigentes y se los ha acompañado en distintas
actividades dentro de sus barrios de pertenencia. Desde esta posición se ha
reconstruido la representación que tienen y el vínculo que guardan tanto con el
Estado en sus distintos niveles como con las redes clientelares y los punteros
barriales y políticos, analizando en todos los casos las dimensiones territoriales
asociadas a las prácticas de estos actores.

El Estado: modelos de desarrollo en pugna y mutaciones en la


planificación territorial

Las reformas estructurales entre 1976 y 2001

Desde mediados de los años setenta, la política económica de la Argentina


transitó por dos nuevos andariveles de profundas consecuencias en la matriz
social: la reducción del papel del Estado en la redistribución de la renta hacia
sectores de menores recursos y de empresas medianas y pequeñas, junto a un
proceso de redefinición de la relación entre la economía nacional y el mercado
de bienes y capitales internacional, apuntando a una mayor integración entre
ambos. En el paso del modelo de desarrollo hacia adentro -con un fuerte papel
explícito del Estado como regulador- hacia uno orientado hacia a apertura
externa -en el cual el mercado es el principal distribuidor de recursos- no se
continuó con la elaboración e implementación de instrumentos de planificación
económica y territorial surgidos en el contexto de la posguerra.

Luego de la reinstauración del régimen constitucional en 1983 las tendencias


perfiladas en la dictadura militar continuaron su curso: desindustrialización,
creciente proceso de endeudamiento externo y políticas de subsidios a grandes
grupos económicos (Aspiazu, Khavisse, Basualdo, 1986) a lo cual debe
sumarse como una de las características de la Presidencia de Raúl Alfonsín las
permanentes inestabilidades políticas y económicas en la puja por los recursos
entre los grandes grupos locales y la banca acreedora internacional, de creciente
y decisorio peso en el escenario de poder vigente en ese entonces (Basualdo,
2006). Estas pujas derivaron en la crisis económica de carácter
hiperinflacionario de 1989, transformada poco después en una crisis
institucional, con la cual se produjo la renuncia del Presidente de la República.

En la década de 1990, tras la implementación del programa de reforma del


Estado para la estabilización de la economía por medio del llamado Plan de
Convertibilidad (durante la primer Presidencia de Carlos Menem) se llevó
adelante la instauración explícita de un programa de desregulación económica,
ajuste fiscal y privatización de la producción y distribución de hidrocarburos y
de los servicios públicos (Arceo, Basualdo, 2002) Se consolidan, de esta
manera, con una amplia aceptación de la sociedad -y en un marco democrático-
las bases de las transformaciones iniciadas en la dictadura militar y resistidas
sólo de manera parcial y retórica a partir de 1983. Este conjunto de elementos
profundizó el proceso de reprimarización de la economía argentina con
dependencia del mercado extranjero, iniciado tras la clausura del proceso
sustitutivo de importaciones.

La apertura económica derivó en una mayor vulnerabilidad del país ante los
cambios del mercado mundial –que, con sus claroscuros, los distintos proyectos
políticos del desarrollismo y los de inspiración cepalina habían intentado
morigerar-, lo cual se manifestó en la exacerbación de problemas no resueltos
satisfactoriamente con anterioridad: la alteración de precios relativos, el
estrangulamiento financiero, la brecha en el sector externo y el déficit fiscal
(Damill, Fanelli; 1994), problemas que eran vistos no sólo como producto de
desacertadas políticas económicas de la era desarrollista sino también como
resultado de un supuesto carácter perverso de cualquier tipo de Estado con
pretensiones redistributivas. En efecto, el tránsito de un modelo a otro remite,
de manera fundamental, a decisiones de orden político-institucional que fueron
decisorias para emprender el desmantelamiento de las perspectivas e
instrumentos de planificación territorial. En tal sentido, el conjunto de
enfrentamientos, disputas y batallas para llevar adelante este proceso de
desensamblado requirió de la movilización de apoyos sociales lo
suficientemente fuertes como para lograr neutralizar a quienes se opusiesen a
las mismas.

Por otra parte, la antigua planificación de cuño desarrollista con su pléyade de


técnicos y equipos inter y pluridisciplinares no escapaban a la mirada
tecnocrática, de racionalidad única -en tanto concebir al progreso como
asociado al crecimiento económico y éste a su vez a la industrialización- sin
tener en cuenta las particularidades y especificidades culturales de los sectores
sociales que no podían subirse al tren de dicho progreso (Federico Sabaté,
Robert; 1989). Poco podía importarle, por lo tanto, a gran parte de dichas franjas
populares la existencia o no de esta matriz estatalista y su reemplazo por una
neoliberal, al menos en los primeros años de vigencia de la misma.
A partir de estos años, por lo tanto, cae en desuso cualquier instrumento de
planificación territorial de escala nacional o regional. Los mismos quedaron
restringidos a su implementación flexible a escala local. En efecto, se dejó de
lado la formulación de objetivos precisos a cumplir en un período de tiempo
determinado el cual, antiguamente tendía a oscilar entre los tres y los cinco
años, como sucedía, por ejemplo, con el Sistema Nacional de Planeamiento y
Acción para el Desarrollo de 1966, el Plan Nacional de Desarrollo y Seguridad
de 1971 o el Plan Trienal para la Reconstrucción y Liberación Nacional de
1974.

A raíz de este largo proceso de desmantelamiento estatal en algunas áreas


locales urbanas (como Córdoba, Bahía Blanca o Rosario) empezó a transitarse
la experiencia de la planificación estratégica orientada al llamado desarrollo
local a partir de establecer impulso, diálogo y acercamiento entre los distintos
actores con miras a ganar competitividad frente a otras ciudades y/o áreas
locales, tanto para recibir capitales como para colocar producción en mercados
externos a la nación.

Tal como se advierte en el trabajo de campo en nuestra referencia, las


propuestas de desarrollo local se tornaron vagas e imprecisas, no pudiéndose
hacer mucho más allá de declamar sobre la necesidad de la intervención
ciudadana y la importancia del diálogo entre las partes. Por otra parte, estos
intentos fracasaban ya sea por la apatía de algunos sectores sociales o por la
capacidad de presión e imposición de sus intereses por parte de otros.

La crisis de 2001 y 2002

El conjunto de factores entre los que se cuenta el rígido sistema cambiario de la


convertibilidad, junto a la apertura al ingreso de bienes y capitales extranjeros
–con la consecuente dependencia del mercado externo- la inmensa capacidad
de apropiación del excedente por parte de las empresas más concentradas, la
inexistencia de un perfil productivo sostenible a mediano plazo y la entrega de
los activos públicos con la consiguiente pérdida de control sobre áreas
estratégicas de la nación, dieron como resultado el derrumbe de la
Convertibilidad en el último trimestre de 2001 y, de manera inmediata, un
descalabro de dimensiones gigantescas sobre el sistema político. El conjunto de
contradicciones de todo tipo (económicas, sociales, políticas) no resueltas
coagularon en la enorme crisis de 2001 y 2002. Los reacomodamientos en el
campo político y en las instituciones incluyeron la visibilización de la
multiplicación de un amplio espectro de formas de participación directa en el
territorio por parte de la sociedad civil.

En efecto, en medio de la grave crisis institucional de 2001 y 2002, y a raíz de


ésta, se produce una masiva movilización de capas populares y medias en
búsqueda de reconstitución de lazos de cooperación profundamente
erosionados en los últimos veinticinco años. Un abanico amplio de experiencias
político-culturales apuntaban a encontrar novedosas formas de intervención:
asambleas barriales, fabricas recuperadas, redes de trueque, colectivos de
información alternativa, entre otras expresiones otorgaron posibilidad de
ampliación y presencia a movimientos sociales preexistentes a la crisis, como
el de trabajadores desocupados o piqueteros, que caracterizaron al ciclo de
protestas abierto en 1996/7 en las economías regionales fuertemente afectadas
por el Plan de Convertibilidad. En todos los casos se exigía un regreso del
Estado a sus funciones redistributivas y a plantear un modelo de desarrollo
desde bases diferentes (Svampa 2005, 2008).

Escenario a partir de 2003

A partir del año 2003 se consolidó el modelo de reprimarización de la


economía, el cual comenzó asumir un carácter aún más extractivo
fundamentalmente por la expansión de la explotación de recursos naturales no
renovables y el avance de la superficie dedicada al monocultivo. Por otra parte,
las políticas gubernamentales se orientaron a subsidiar a las empresas
privatizadas (afectadas por la devaluación y el congelamiento de las tarifas)
fundamentalmente en previsión de los conflictos que pudiesen generar amplias
franjas de la población movilizadas tras la gran crisis.

El nuevo esquema macroeconómico apuntó, al menos discursivamente, al pleno


empelo, al desarrollo de la industria nacional, a la recomposición del mercado
interno y a la emancipación respecto de las instituciones financieras del
exterior. El renacimiento de la actividad manufacturera estuvo conducido por
un intenso proceso de creación de empresas, más que por los conglomerados
preexistentes y, por su parte, las importaciones sufrieron una disminución
notoria. El saldo de la balanza comercial se tornó superavitario y facilitó la
acumulación de reservas del banco central, mientras que a su vez también se
fue consolidando un superávit fiscal (Rapoport, 2005). El sostenimiento del tipo
de cambio alto dio lugar a una importante acumulación relativa de reservas
posibilitando un reaseguro frente a bruscos cambios en el escenario
internacional, como el producido en 2008 y 2009 a partir de la crisis de las
hipotecas sub prime en Estados Unidos.

Cuatro aspectos consideramos importante destacar de este período. El primero


de ellos en relación al crecimiento económico: éste no se reflejó en un
mejoramiento de las condiciones de vida de gran parte de la población
desplazada por las políticas preexistentes a 2002, aún cuando en la segunda
mitad de la década se registró una disminución de los guarismos de indigencia
y pobreza prevalecientes en aquel año. En segundo lugar, el crecimiento
económico supuso una mayor exigencia sobre la infraestructura y el consumo
energético: en ambos casos se evidencio la precariedad para su provisión. En
tercer lugar, el Estado Nacional en el nuevo esquema posee mayor capacidad
de apropiarse de recursos (lo cual le vale permanentes y fricciones con los
poderes provinciales). En cuarto lugar la fuerte y constante incorporación de un
lenguaje productivista y la aparición de terminología neodesarrollista termina
remitiendo a un modelo de institucionalidad pre neoliberalismo, aunque
tratando de no reeditar la antinomia privado/estatal o nacional/extranjero. Estas
cuatro dimensiones (persistencia de la desigualdad; necesidad de repensar la
provisión de infraestructura y energía; nueva capacidad económica del Estado
Nacional; reaparición de terminología de inspiración desarrollista) dan como
resultado, a partir de 2004, el renaciente interés por parte del Estado Nacional
por los antiguamente denominados desequilibrios regionales (SPTIP, 2008).

El diagnóstico realizado desde los nuevos organismos de gestión estatal


nacional señalaba a partir de 2004 al desmantelamiento de las instituciones de
planificación estatal como elemento central para entender y abordar la
inadecuada utilización de los recursos naturales, el desencadenamiento
conflictos ambientales y la profundización de la inequidad en la asignación de
recursos públicos para las diferentes regiones con la consecuente disminución
de la calidad de vida general de la población. En tal sentido, en contraste con la
década de 1990, la planificación apuntaría a entender el papel central de la obra
pública pero bajo directrices estatales y no de mercado. Asimismo se afirma se
anuncia la intención de recoger los lineamientos en la materia producidos por
las provincias y los municipios (SPTIP, 2008).

La sociedad civil: de los derechos a la ayuda y la redefinición de lo


público

A partir de la dictadura instaurada en 1976 se restringieron fuertemente los


derechos políticos y sociales de los ciudadanos y quedaron bastante menguados
los civiles -tomando como punto de referencia de la clásica conceptualización
sobre la triple dimensión de los derechos ciudadanos elaborada por Marshall
(2005)-. Una vez reabierto el ciclo democrático en 1983 se recuperaron los
derechos políticos y civiles, pero los sociales no se ampliaron o no se
incrementaron en similar medida. Incluso, sobre fines de la década de 1990, a
pesar de quince años de gobiernos constitucionales, la ciudadanía social fue
absolutamente desplazada para amplias capas de la población de la Argentina:
desapareció así el reconocimiento de esa dimensión de los derechos y se instaló
la concepción –o ideología- de la ayuda para quienes no pudiesen resolver la
reproducción de su vida (Lo Vuolo, 2001). Se legitimó, se naturalizó y se
consolidó, así, la existencia de amplios contingentes de asistidos en pleno
funcionamiento de la legalidad constitucional. Recién a partir de 2003
comienzan algunos intentos de reincorporar miradas universalistas en función
de la recomposición de la trama de los derechos de ciudadanía social, como
sucede con la asignación universal por hijo implementada a partir de 2009.
A lo largo de todo el período aquí considerado de manera paralela al Estado -y
en ciertas circunstancias de manera más o menos articulada con él-, se
multiplicación las acciones de la sociedad civil, básicamente por dos caminos:
las organizaciones no gubernamentales (ONGs) y los movimientos sociales. En
ambos casos se toma la agenda de lo público para llevar adelante sus objetivos
de manera diversa, con arreglos institucionales diferentes y con metodologías
diversas.

Las ONGs como paliativo

En el contexto de los años noventa los organismos internacionales de crédito


promovieron la implementación de las llamadas políticas sociales focalizadas
las cuales apuntaban a paliar la ausencia de las políticas universalistas provistas
por el Estado en la etapa sustitutiva de importaciones.

Asimismo, en términos generales, como ya se señaló, el Estado era visto como


ineficiente y las empresas privadas no estaban interesadas en atender las
necesidades de los ciudadanos más desfavorecidos en la posibilidad de ejercer
concretamente sus derechos sociales. Así comienzan a consolidarse las ONGs
las cuales progresivamente fueron obteniendo un marcado protagonismo frente
al Estado y también ante al sector privado. De hecho, fueron -y son- convocadas
a participar en deliberaciones sobre políticas públicas. Estas organizaciones, en
su mayoría, aunque no en todos los casos- atienden la emergencia social pero
por si mismas no pudieron ni pueden revertir el proceso de pauperización y
desigualdad creciente que hizo eclosión en 2001 y 2002.

Las ONGs, ubicadas como parte del “tercer sector” entre medio de las empresas
y el Estado, apelan a la participación y concebir la existencia de un espacio “de
todos” apelando a la idea en torno a que en una parte importante de la sociedad
existen actores que buscan recrear lo público sin ánimo de lucro. Tampoco –se
asegura- se forma parte del Estado, el cual es visto como burocratizado y
siempre amenazado por la sombra de la corrupción. Esta emergencia de lo
público, tiene como centro la gestión de la vida en dos dimensiones: una
positiva y una negativa. La primera de ellas, la positiva, construye legitimidad
a partir de su capacidad de concretar objetivos en el marco de solidaridades
asociadas a ideales (igualdad de género, defensa de los derechos humanos,
lucha por la dignidad de las distintas etnias u orientaciones sexuales) yendo más
allá, incluso, de los Estados que no pueden dar solución satisfactoria a dicho
tipo de demandas a raíz de las complejidad de las lógicas de la gobernabilidad.
La segunda, de carácter negativo, está asociada a la retirada del Estado de sus
funciones de protección y a la necesidad de hacerse cargo de lo que éste no hace
(surgen así organizaciones de defensa del medio ambiente o de lucha contra la
pobreza). En el área de referencia de este trabajo existe una incidencia de las
organizaciones de carácter negativo, las cuales efectúan un trabajo de
reparación, a modo de paliativo, sobre las condiciones de pobreza.
Uno de los problemas cruciales de las organizaciones no gubernamentales
consiste en quedar, en muchos casos, atrapadas en las complejidades de la
búsqueda de financiamiento lo cual puede sesgar fuertemente, e incluso
neutralizar, sus orientaciones ideológicas iniciales (Sorj, 2005).

Como ya se señaló, las ONGs de la dimensión negativa pueden paliar la pobreza


y no necesariamente politizan el tema sobre el que están trabajando. La grave
situación sociopolítica y socioeconómica de fines de la década de 1990 y la
explosión de 2001 y 2002 dio lugar a que desde la extrema necesidad también
surgiesen otras formas de recreación de lo público que exceden largamente las
concepciones sobre el tema de muchas (aunque no de todas) las ONGs:
expresión cabal de esto es la emergencia de los movimientos de trabajadores
desocupados o las asambleas barriales las cuales a través de sus métodos de
intervención directa confrontan con el Estado y desafían a las formas de
representación política que las ONGs tienden a avalar. Como señala González
Bombal (2003), entre las ONGs y los movimientos sociales hay
desconocimiento y distancia: desde una enorme dificultad en reconocer al otro
como alguien distinto pero con quien se puede dialogar hasta la fuerte dificultad
para construir campos de acción conjunta.

Nuevos movimientos sociales, protesta social y territorialización de la acción

Como se ha señalado reiteradamente, la dinámica de los cambios a partir de los


setenta produjo un deterioro de los ingresos y de las condiciones de vida en el
mundo popular, el cual presentó una serie de etapas en sus mutaciones
acompañando los ritmos de cambio de las otras dimensiones de lo social ya aquí
bosquejadas.

A partir de 1976 los más afectados por las grandes transformaciones fueron los
trabajadores menos calificados de de la clase trabajadora formalmente
constituida (Beccaria, 2002). Estos trabajadores antiguamente sindicalizados
comenzaron a dedicarse a actividades informales, pero tras la apertura
democrática de 1983 se constituyeron en un actor clave de acción colectiva a
partir de la toma de tierras en la lucha por la vivienda y la provisión de servicios
básicos. El fenómeno que se expresa en este momento es de la reinscripción en
un colectivo de carácter territorial, tras la des-inscripción de uno de carácter
sindical. Así el barrio, el territorio, se constituye en el objeto de demandas, pero
más aún: se instituye como espacio natural de la acción y organización social
(Merklen, 1991, 2005).

En el comienzo de la década de los noventa, tras el proceso hiperinflacionario


y con el Plan de Convertibilidad instalado plenamente, se generan despidos
masivos de trabajadores del ámbito del Estado (ya sea tanto por el programa de
privatizaciones como las reestructuraciones realizadas en la óribta del Estado).
En esta segunda etapa se pueden observar nuevas formas de acción colectiva,
especialmente las motorizadas por los empleados estatales siendo el estallido
popular de Santiago del Estero de 1993, una de las más cabales expresiones de
la movilización de los trabajadores amenazados por posibles despidos en un
marco de evidente inequidad social (Dargoltz, Gerez, Cao, 2006).

Por último, sobre la segunda mitad de la década de 1990 se produce la


consolidación de la expulsión de los mercados de trabajo en las economías del
interior de la Argentina. A tal punto llegaba el nivel de deterioro que las
actividades informales de estas áreas eran absolutamente inviables desde el
punto de vista económico. Informantes clave en la zona del norte de Salta
reconvertidos a nuevas actividades económicas señalaban: “tenemos un montón
de remises en el pueblo pero ni un solo pasajero para llevar”. En esta tercer fase
se continua produciendo la desinscripción de los colectivos sociales de
protección (el trabajo y el gremio): surgen así los primeros movimientos de
trabajadores desocupados o piqueteros -en 1996/7- quienes realizan su accionar
en las zonas periféricas de la Argentina a las cuales la oleada neoliberal llegó
más tarde, pero fue mucho más devastadora (Svampa, Pereyra, 2003). La acción
de corte de ruta es una acción territorial y las negociaciones se realizan ya no
en torno al cumplimiento de un convenio colectivo –en un sindicato, en una
oficina o en la fábrica misma- sino a partir de negociar el despeje de la ruta a
cambio de acceder a ciertas demandas asociadas a los derechos sociales
perdidos (Delamata, 2007).

En síntesis, los sectores populares se ven en la necesidad de asumir cada vez en


mayor medida la responsabilidad sobre la producción y reproducción de sus
condiciones de vida, como consecuencia de lo cual los frentes de conflicto tanto
como los intentos de resolución y de institucionalización tienden a
territorializarse, cobrando a partir de este momento nuevos sentidos el espacio
barrial, las rutas, puentes, calles y la trama de organizaciones sociales y
dispositivos estatales que operan en esos segmentos de la superficie terrestre.
La multiplicación de formas de acción colectiva centradas en la protesta en
ocasiones pudieron mantenerse en el tiempo consolidando otras actividades de
tipo cooperativo (Schuster, Pereyra, 2001; Giarraca, Gras, 2001; Schuster,
2005; Massetti, 2009; Gómez y Massetti, 2009). Incluso algunas de ellas se
caracterizaron por su beligerancia (Auyero, 2002), lo que supone en todos los
casos una centralidad del territorio, pero más aún, de diferentes territorialidades
yuxtapuestas, en pugna o en tensión.

Territorialidades en tensión

Llegados a este punto haremos un paréntesis para introducir una precisión


conceptual: entenderemos aquí al territorio como un segmento geográfico
delimitado por un poder con capacidad concreta de efectivizarse a través del
ejercicio de su la territorialidad (Sack, 1986). Una de las usinas generadoras de
territorio que estamos considerando aquí –ente muchas otras existentes- es el
Estado y entenderemos que el poder estatal en sus distintas instancias (nacional,
provincial y municipal) establece un marco. Ese marco, ese territorio, ese sector
de la superficie terrestre concreto en el que se manifiesta el control espacial va
a su vez condensando un “clima”, un mundo, en el cual los individuos pueden
o no identificarse y pueden ser interpelados. El devenir social es productor de
territorio y, a la vez, será regulado, canalizado o permeado por el éste. No
obstante, dentro del territorio así definido para los objetivos de este trabajo, se
desarrollan otros ejercicios del poder institucionalizados o no –otras usinas de
territorialidad- los cuales cobrarán mayor o menor relevancia de acuerdo a la
densidad que poseen los Estados de efectivizar su poder, -densidad que en la
Argentina no es totalmente homogénea, ni llega con la misma intensidad a todos
los segmentos de su territorio (O’Donnell, 1993)-. Las territorialidades
ejercidas por otros actores no estatales interactúan siempre con la territorialidad
estatal y se inscriben en los territorios por ella generados, dando en cada
momento histórico y en cada segmento de la superficie terrestre un carácter
específico a las dinámicas sociales, a las geografías sociales (Herin, 1992,
2006). Estas territorialidades no estatales también están acompañadas de modos
de gestionar la vida, de establecer leyes –no necesariamente escritas-, de
prescribir sanciones a quienes no las respeten, de generar símbolos, de construir
legitimidades y proponer, incluso, formas de habitar los lugares constituidos
por esa dinámica social (Porto Gonçalves, 2001) o de pensarlos como espacios
resistenciales que dan pautas posibles para volver a entender lo público como
un espacio de reconocimiento del otro (Albet, Clua, Díaz Cortés, 2006).

Como ya se señaló dentro del territorio de la Argentina tras la crisis de 2001 y


2002 nos encontramos con una fuerte debilidad del Estado por hacer valer su
soberanía en toda su extensión: esto se evidencia, por ejemplo, en la
incapacidad garantizar para todos los ciudadanos la (ya de por sí restringida por
las políticas neoliberales) dimensión social de los derechos. Esta debilidad, que
remite a instancias políticas, ha sido crecientemente atendida por el accionar
paliativo de las ONGs y también por los movimientos sociales, de carácter
territorial, o socioterritorial como los denomina Fernandes (2006), los que
confrontan con el poder vigente.

Nos detendremos, por lo tanto, en dos tipos de ejercicio de la territorialidad que


están en tensión. En el primer caso se verá cómo el Estado convoca a la
participación, qué relación guarda con las empresas privadas y cómo se perfila
su concepción de lo territorial. Luego se observará, en el segundo caso, cómo
se produce el ejercicio territorial de los movimientos socioterritoriales, más
específicamente de trabajadores desocupados, también denominado
“piquetero”.

Por último, ingresaremos al análisis de un tercer tipo de territorialidad: el de las


redes clientelares. Estas redes, caracterizadas por la mezcla de lo público con
lo privado tensionan al extremo los presupuestos sociológicos y antropológicos
de los técnicos de la planificación territorial. En efecto, las redes se instalaron
en la brecha entre el Estado y la sociedad civil, y desafían la lógica del Estado,
la de los sectores de la sociedad civil no alcanzados por dichas redes y la de una
parte de los reconstructores de lo público: las ONGs. Pero también las redes se
han visto en gran parte de la década del 2000 atenazadas territorialmente por la
extensión de la otra emergencia de la sociedad civil que reconstruye lo público,
la de los movimientos socioterritoriales –en nuestro caso la de los piqueteros-
que han tomado algunas de las banderas de derechos sociales universales
restringidos en el auge del Estado neoliberal y pusieron en acto
(territorialmente, en la ruta) la discusión sobre los mecanismos de generación
de pobreza y marginalidad.

Territorialidades I: la del Estado como lo público facilitador de sinergias


empresariales

La intensa reestructuración del estado-nación a partir de los años setenta


implicó una derivación hacia los niveles locales la asunción de
responsabilidades en materia social. Por otra parte, los poderes locales, carentes
de experiencia y de aparatos técnicos para enfrentar los nuevos problemas
derivados de los cambios de los años ochenta y noventa, no pudieron afrontar
con solvencia los problemas técnicos planteados. Por este motivo la enorme
precariedad técnica -y de dotación de recursos humanos- en los municipios los
dejó con una escasa capacidad de negociación técnico económica en instancias
estatales superiores y como también con escasa capacidad frente a las grandes
empresas trasnacionales de la zona y de resolución de los conflictos sociales
hacia abajo, en sus territorios concretos.

Dentro de los territorios locales la flexibilización del capital, de las tecnologías


y del sistema laboral estará, por supuesto, regida por los objetivos
microeconómicos empresariales de carácter fundamentalmente cortoplacistas
orientados al incremento de ganancias en un escenario de competencia global
para la producción. No obstante, la demanda por parte de las empresas de
infraestructuras y equipamientos y del conjunto de elementos no tangibles como
las normativas sociales y organizaciones sociales, son elementos de largo plazo
y, en general, a cargo del sector público. Así gana espacio y legitimidad la
visión del Estado local como facilitador o de generador de condiciones para la
sinergia de los distintos actores para definir el perfil socioeconómico en el
territorio. Esto supondría, por lo tanto, mantener una actitud equidistante entre
el modelo neoliberal y el keynesiano en tanto intento de ampliación del margen
de la capacidad productiva del territorio diagnosticando las fortalezas,
debilidades, oportunidades y amenazas para mejorar la capacidad de captar
inversiones. Las localidades empiezan a competir entre sí por su atractividad y
pero esto no resolvió el problema central del desempleo y la pobreza.
Llegados al año 2010, nos encontramos con que los principales problemas de
pobreza, producción de marginalidad, inestabilidad laboral o desocupación no
fueron resueltos en este marco.

Territorialidades II: los movimientos sociales y la resignificación de lo


público en las calles y rutas

Las principales organizaciones de trabajadores desocupados de nuestra


referencia empírica en el área norte de Salta, retoman el discurso en torno a los
derechos sociales, lo cual significa que realizan una inscripción de la solicitud
de un tipo de ciudadanía, la social, a la que le otorgan un peso fundamental, sin
por eso proponer la obliteración de la dimensión civil y política de misma. Esto
evidenciable en otras experiencias piqueteras de la Argentina (Delamata,
Armesto, 2005) expresa el conflicto en torno al trabajo, el cual, luego se va
ampliando hacia las demandas en torno al consumo colectivo. En todos los
casos el discurso está orientado hacia cuatro frentes fundamentales: las
empresas, el estado municipal, el Estado provincial y el Estado nacional.

Si bien los movimientos de trabajadores desocupados presentan una fuerte


impronta territorial local a través del accionar en rutas, calles y barrios, los
mismos también articulan alianzas con grupos extralocales o directamente
forman parte de estructuras partidarias mayores, reforzando el carácter
crecientemente no-local de su elaboración discursiva aunque su trabajo
cotidiano se produzca en el barrio.

Si la exigencia del derecho al trabajo para todos los ciudadanos supone una
interpelación al poder local eso implica que dicho discurso llega a desocupados
que no forman parte de los círculos cercanos del poder del movimiento quienes,
en muchos casos, harán un uso instrumental de dicho movimiento. Como señala
Julieta Quirós (2006) en su trabajo de campo en el Gran Buenos Aires no es lo
mismo decir “soy piquetero” que “estoy con los piqueteros” o “voy a la marcha
de los piqueteros”. Así, aún cuando no se asuma la identidad piquetera, el hecho
de movilizarse con ese otro con el que no necesariamente se requiere estar
identificado, instala la desocupación en un campo político de carácter
universalista: es un desocupado con derecho a estar con los piqueteros o ir a la
marcha, no por su identificación sino por su condición objetiva dentro de la
estructura social, la de desocupado merecedor por derecho propio de
satisfacción de su necesidad por parte del Estado. Como señala Woods (1998)
a partir de un trabajo realizado en el Conurbano Bonaerense, el número de gente
en una marcha es una variable central en la disputa simbólica en tanto las tareas
realizadas en el núcleo duro del territorio pueden expandir el espacio simbólico
de la disputa.

Se recrea, de este modo, cierto patrón existente en la era fordista consistente en


la delegación de la negociación en los expertos de la negociación: así, en las
negociaciones que llevan adelante los trabajadores desocupados se hace
presente el universalismo asociado al la legislación jurídica y también con
especial énfasis, la instauración de mecanismos impersonales asentados,
precisamente, en la demanda de universalización y juridicidad a pesar del fuerte
peso (carismático) de los líderes.

En el trabajo de campo en Salta se puede constatar que los movimientos de


trabajadores desocupados existen estructuras en las cuales el compromiso de
los participantes difiere según la posición que ocupan en la misma: primero
existe un núcleo central con dirigentes, que tiende a ser un núcleo duro
perdurable en el tiempo; luego un primer círculo en el cual se encuentran los
militantes y los cuadros intermedios con fuerte adhesión ideológica, política y/o
programática, cuya cercanía al “poder” está dada, en gran medida, por la
cercanía geográfica y por último se encuentran los más alejados de este centro
de poder, pero también alejados geográficamente. Esta situación es
evidenciable en otros movimientos de otras localidades y como señala Svampa
(2008), el desafío de estos movimientos consiste en poder politizar a esa
periferia, a esos que dicen “que están” con los piqueteros pero “que no lo son”.
Justamente ese desafío es crucial porque esos contingentes son aquellos a los
cuales el discurso del peronismo histórico los tenía y tiene como centro de sus
preocupaciones y que en sus prácticas tiende a mantenerlos bajo la lógica y
órbita de las redes clientelares.

En síntesis, la territorialidad piquetera confronta con la estatal, pero recoge


elementos de la ciudadanía social abandonados por décadas. No constituye
organizaciones meramente paliativas como muchas (aunque no todas las)
ONGs, sino que pone en el centro la necesidad de politizar la situación en la
que se encuentran.

Así, el movimiento piquetero se enfrenta con un grave escollo: la necesidad de


incorporar a la lucha por la defensa de la ciudadanía social a enormes
contingentes de individuos inmersos en el mundo de la territorialidad clientelar.

Territorialidades III: las redes clientelares y las lealtades personales


mezclando lo público con lo privado

En contraposición al desarrollo de una serie de vínculos impersonales que


implican una inscripción en la juridicidad y en la perspectiva universalista -
típica de lo público de acuerdo a la matriz estatalista en la que se inscribe y que
vimos es recuperada por el movimiento piquetero- se encuentra, en la vida
cotidiana de las personas –en su en ámbito privado-, el despliegue de una serie
de códigos centrados no en el derecho sino en la moral. Básicamente se trata de
ideas, nociones, representaciones, ancladas en el sentido común cotidiano de
carácter naturalizador de las relaciones sociales y que remite también a lealtades
personales. Estos códigos se despliegan en el ámbito de privado, en casa, en el
hogar, a diferencia de los códigos de lo público, cuyo discurrir se realiza en las
instituciones y en la calle. En el norte de Salta, como en gran parte de la
Argentina y de América latina la mixtura entre las instancias públicas y privadas
dan lugar al surgimiento de un espacio con prácticas políticas muy específicas
denominadas como clientelares (Auyero, 2000, 2001). Las mismas presentan
efectos geográficos, imprescindibles al momento de concebir cualquier proceso
de gestión territorial más o menos planificado y, además participativo, que se
pretenda implementar.

El espacio de las prácticas políticas de las relaciones clientelares, se estructuran


en torno a redes (clientelares) las cuales presentan tres actores fundamentales:
las organizaciones sociales y vecinales -los clientes-, los punteros políticos -los
patrones- y los mediadores entre ambos, los punteros barriales. Los punteros
barriales tienden a ser en general miembros de alguna organización vecinal con
un conocimiento territorial minucioso y preciso, lo cual les otorga llegada a los
problemas de la población no atendido por las políticas del Estado (justamente
porque estas no son universales o no se garantiza su universalidad). En efecto,
los punteros barriales o territoriales, reconocidos también por otras
organizaciones, definen con mayor precisión la carencia –o eventualmente el
conflicto-, fijándolo territorialmente (“acá falta el pavimento”, “allá hay que
tender la conexión de agua potable”). Así el puntero barrial, territorial,
mediador, conecta actores (los vecinos asociados o no) con el mundo de la
política (el puntero político) que de otra manera no se encontrarían (como
tampoco se encontrarían si existiesen políticas universales sociales plenamente
extendidas).

En efecto, las organizaciones vecinales mantienen un vínculo fundado en el


agradecimiento y la lealtad con el puntero barrial, que es quien conecta con el
puntero político el cual a su vez tiene acceso a los recursos del Estado
(fundamentalmente planes asistenciales, y capacidad de canalizar inversión en
infraestructura urbana) dado que su poder político le da posibilidades de acceder
a despachos estatales y negociar dichos recursos realizando demostración de
fuerza a partir de la cantidad de punteros territoriales o mediadores con los que
cuenta bajo su órbita. El puntero barrial, territorial o mediador, por su parte
garantizaría los votos de los clientes hacia arriba y la llegada de los recursos del
Estado hacia abajo. Los punteros políticos no tienen necesariamente una
referenciación barrial o territorial, lo que supone que los mismos pueden irse
del municipio, del Departamento, e incluso instalarse en la ciudad de Salta y
desarrollar carrera política allí en una instancia estatal superior, como es la
provincia. El mediador, por el contrario, está anclado en el territorio y la
movilidad política del puntero político lo puede dejar con promesas
incumplidas a los clientes, resintiéndose la estructura afectiva y de lealtades
preexistente. No obstante, dado que el puntero territorial, el mediador, no se
puede ir del barrio, se le torna perentorio recomponer como pueda el vínculo
con sus bases una vez que éste se deterioró.
De esta manera se constituye una estructura cuya argamasa es la mixtura de lo
público con lo privado, que vulnera cualquier principio de universalidad, y que
supone un tipo de conflicto específico, el cual se resuelve privadamente en los
despachos de los funcionarios provinciales y también privadamente por medio
los mecanismos de agradecimiento de las bases vecinales. Así la estructura de
dominación social emergente se caracteriza por el particular tipo de acceso que
realizan los grupos dominantes a los sectores subalternos, en donde lo
emocional y la capacidad de acumulación de fuerza territorial es lo que define
la orientación de los recursos. Dicho en otras palabras: el código de la vida
privada rige la gestión pública, el cual es compartido con mayor o menor nivel
de conciencia o de aceptación por todos los integrantes de las redes.

Conclusiones

Tratando de bosquejar algunas respuestas posibles a las tres preguntas


planteadas en la Introducción se podría afirmar que a través del territorio,
creado desde la propia territorialidad del movimiento social, se politiza la
desocupación y la pobreza, proyectándola sobre la universalidad, reinstalándola
en el marco de la legalidad y la impersonalidad, a la vez que horadando las
redes clientelares a través de la pulseada entre territorialidades realizada palmo
a palmo en los territorios concretos. En tal sentido una propuesta de
planificación territorial participativa debería apuntar a la profundizar la
democracia pero no de manera retórica sino a partir del profundo conocimiento
de las experiencias territoriales realmente existentes, con intenso trabajo de
campo y reflexión previa sobre el desmantelamiento producido sobre los
derechos sociales desde el comienzo de la última dictadura militar. De esta
manera sería posible promover el fortalecimiento de la construcción de un
derecho a ser sujeto y objeto de una planificación. Esa acción sería una
hibridización de las distintas demandas, para luego poder universalizarlas y
hacerlas entrar en dialogo con lo establecido en la Constitución Nacional y así
poder proponerlas en un plan de intervención territorial.

Una de las tareas cruciales es observar y ponderar cuánto de lo producido por


las pulseadas territoriales puede ser recuperado por un proyecto político
progresista. Este necesariamente deberá reconocer la especificidad territorial de
la Argentina para lograr una combinatoria de universalismo y participación,
aprovechando, justamente el habitus así constituido y de esta manera proceder
progresivamente a desplazarse del mundo de las redes clientelares basadas en
la lealtad privada hacia un mundo de normas jurídicas impersonales y públicas
para un cada vez mayor número de personas.

Por este motivo es fundamental tener en cuenta que en Salta y en gran parte de
la Argentina es el partido que gobernó en la mayor parte del período abierto en
1983, el Justicialista, el que genera condiciones permanentes para que los
recursos del Estado sean canalizados a través de las redes clientelares, pero que
tampoco es el único partido que requiere de estas estrategias territoriales para
capturar lealtades, dado que lo aquí desarrollado se corresponde con una cultura
política profundamente arraigada.

Convendría considerar en un proyecto de planificación territorial la existencia


de una estructura de poder férreamente instalada en la Argentina la cual no se
resuelve o se atempera con la aplicación de planes externos que inviten sólo a
la participación (que pueden derivar en reunionismos retóricos y estériles). En
tal sentido un plan de intervención territorial, además de abogar por
universalismo, para que no resulte retórico necesitará de especialistas que
salgan a la búsqueda de los hiatos, rupturas y grietas en la estructura de poder
expresada en el territorio local impregnado por la cultura clientelar. Esas grietas
son resistencias al poder, son formas de solidarizarse, materia prima para la
participación en un espacio crecientemente público, o mejor dicho, que se irá
haciendo cada vez más público y menos privado. Es de crucial importancia
tener en cuenta esta peculiaridad dado que desde una mirada extremadamente
instrumentalista o tecnocrática, pueden verse las relaciones clientelares como
desvíos, perversiones, o rasgos culturales de difícil remoción –casi naturales, a
modo de un oxímoron- inherentes a los sectores populares. Más allá de las
dificultades y cierto agotamiento que muestra el movimiento piquetero, su
experiencia de resignificación del espacio público en los últimos quince años
puede dar pistas e indicios ciertos de cómo se puede, desde la misma sociedad
civil, introducir cuñas en las grietas de la estructura clientelar e instalar un
discurso en el cual la universalidad es el objetivo a alcanzar no desde lo
instrumental sino desde la politización. Esta tarea no puede quedar acotada a
las fuerzas de los movimientos sociales de trabajadores desocupados, mientras
el Estado (nacional) no convoque a especialistas en gestión y planificación
territorial alejados de las ilusiones tecnocráticas y de prejuicios culturalistas en
relación a los sectores subordinados y que sea capaz de leer estas experiencias
territoriales. Puede argumentarse que los saberes técnicos son importantes y
muy útiles pero de nada servirán si no se abandonan tres perspectivas muy
difundidas entre quienes los poseen. Primero, evitar las miradas miserabilistas
sobre los pobres (entendiendo que de ellos nada puede surgir); segundo, tener
presente que los sectores subalternos no siempre son objeto de manipulación
política; y, tercero, que las formas de actuación de las ONGs no necesariamente
son el paradigma normativo e incluso estético a seguir por los sectores
populares que, como se observa habitualmente, en general son más tendientes
a la acción territorial directa, desprolija, y a veces impredecible, lo cual no
contradice el germen universalista que pueden contener –aunque esto no
parezca así en una primera y superficial mirada estimulada por el poder
mediático-.

Por último, sería interesante plantear como proyecto académico, a la vez que
político, la profundización del estudio sobre las debilidades de las redes
clientelares para contribuir a la reinstalación en el espacio público -politizado,
legal, impersonal y alejado de tramposos (o perezosos) planteos de moralina
pre política- de miles de personas a través de la construcción territorial que
consiste en permanentes pulseadas entre territorialidades.

Un proyecto político de reconstrucción de lo público desde lo no tecnocrático


y lo universalista requiere paciencia, tiempo, astucia y optimismo de la
voluntad, aunque siempre manteniendo la atención en la propia acción alertados
por el pesimismo de la inteligencia y la razón.

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