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Michel Meyer
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de filosofía
Principia Rhetorica. Théorie générale de l ’argumentation, Michel Meyer
© Librairie Arthéme Fayard, 2008
Traducción: Irene Agoff
© Tbdos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225,7° piso - C1057AAS Buenos Aires
Amorrortu editores España S.L., C/López de Hoyos 15, 3° izq. - 28006
Madrid
www.amorrortueditores.com
Meyer, Michel
Principia Rhetorica. Una teoría general de la argumentación.-
1* ed. - Buenos Aires : Amorrortu, 2013.
352 p .; 23x14 cm.- (Biblioteca de filosofía)
Traducción de: Irene Agoff
ISBN 978-950-518-353-1
1. Filosofía. I. Agoff, Irene, trad. II. Título.
CDD 190
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro
vincia de Buenos Aires, en febrero de 2013.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
Indice general
y
11 Introducción
96 Retórica y argumentación:
las leyes de unidad
98 1. Inferencia retórica, razonamiento lógico
102 2. La ley de unidad del campo retórico-
argumentativo: r1----->q1 ■q2
105 3. La ley de distancia entre individuos A L = A (E-P)
7
109 Las formas de la argumentación
109 1. ¿Qué es un argumento?
112 2. La estructura formal de la argumentación:
el cuadrado argumentativo
120 3. ¿Cómo funciona el proceso argumentativo?
128 4. Las funciones de los lugares comunes (topoi) como
moduladores argumentativos de la identidad
y la diferencia
135 5. ¿Cuántas clases de auditorios hay?
140 6. Argumentos y figuras de retórica
144 7. Reconstrucción de la lógica de las figuras:
la racionalidad de lo figurativo
159 8. Los vínculos entre figuras y lugares comunes:
tropos y topos
166 9. Cuadro sintético de las correspondencias entre
figuras, argumentos, lugares y auditorios
8
251 ¿Cómo se negocia la distancia entre
individuos?
252 1. Las dimensiones de proyección y de realidad
efectiva en la relación retórica
255 2. ¿Cómo leer el cuadro clave para explicar
la negociación entre individuos?
261 3. ¿Cuáles son las consecuencias del desajuste entre
el orador proyectivo y el orador efectivo?
266 4. Conclusión
9
331 Meta-retórica
331 1. Combinación de interrogatividad y respuestas
como acto de nacimiento de la retórica
336 2. La argumentación filosófica
337 3. ¿Cómo funciona la argumentación?
339 4. Los tres estadios principales de la meta-retórica:
religión, política, individualidad
341 5. ¿Para qué sirve la retórica en nuestra sociedad
posmodema?
10
Introducción
11
Si bien la retórica conoce hoy múltiples usos, que van de
la política a los medios de comunicación, de la conversación
cotidiana a la publicidad, la disciplina misma nació hace
más de dos mil años. Floreció en períodos muy particulares,
cuando los modelos antiguos se desdibujaban y los nuevos
se hacían esperar. Pese a esa continuidad y a esos rever-
decimientos, la retórica, nacida en el mundo grecorromano,
sufrió considerables transformaciones. Fue dejando tras de
sí numerosas concepciones, a menudo contradictorias, que
hacían las delicias de sus detractores. El más célebre de
estos fue Platón, quien la veía tan sólo como una manipula
ción de las m entes. Sin embargo, de la crítica literaria al
psicoanálisis, del derecho a la ciencia política, de la lin
güística al estudio de las m otivaciones de los actores so
ciales, la retórica reveló ser, a la larga, una poderosa herra
mienta para el análisis y la comprensión de sí mismo y de
las relaciones humanas. No obstante, es forzoso observar
que, si bien vistió muy distintos ropajes y experim entó
múltiples desarrollos, se ha reflexionado poco acerca de sus
contornos precisos y de sus fundamentos últimos. Sólo el
esclarecimiento de tales contornos y fundamentos permi
tiría despejar una racionalidad de la retórica en su conjunto
pues, a los ojos de muchos, aparece totalmente fracturada.
La ambición de estos Principia Rhetorica es no sólo re
capitular todas estas ramificaciones, sino proponer además
una visión general, coherente y articulada, que ponga al
descubierto la real unidad de la retórica a partir de prin
cipios claros y evidentes.
12
poner». Ahora bien, esta concepción ha sido superada. Hoy
se debate, se reflexiona, sobre cuestiones* y si no hubiese
ningún problema no habría discusión. En el fondo, la propo
sición no es sino una respuesta, y comenzar el análisis por
la proposición equivale a considerar respuestas sin que ha
ya habido previamente una cuestión. Para una concepción
de esta índole, desprovista de toda interrogación reflexiva,
tales «respuestas» se caracterizan por sostenerse solas, pero
entonces no se sabe bien por qué se habla de ellas. La uni
dad de la reflexión es, sin embargo, el cuestionamiento, y el
basamento de toda retórica es, más aún que los interrogan
tes, la articulación entre cuestiones y respuestas. Algunos
dirán que nuestras cuestiones no salen de la nada, que sólo
en el plano conceptual y filosófico se las puede considerar
primigenias: en efecto, ellas responden a necesidades ante
riores que llevaron a plantearíais. Visto desde cierto ángulo,
el del despliegue temporal, una cuestión se plantea porque
existe una situación en la que se impone, lo cual remite a un
problema anterior a ella. Así pues, estamos siempre inmer
sos en respuestas previas, pero esto no invalida el hecho de
que, si en determinado momento no nos planteáramos cues
tiones a su respecto, o respecto de otra cosa, ni siquiera ha
13
blaríamos. Menos aún discutiríamos. No debatiríamos nun
ca. ¿Quién diría, a quemarropa, «hace buen tiempo», «tengo
hambre», «la ventana está abierta», «no soy anticuado», o lo
que fuere, si no estuviera planteada la cuestión del tiempo
que hace, de lo que deseo, del frío que entra o de la ruptura
de una costumbre? Hay cuestiones de alta densidad proble
mática que despiertan pasiones y distancian a los indivi
duos, así como hay cuestiones poco problemáticas que sir
ven para aceitar la conversación cotidiana y, con frecuencia,
establecer contactos corteses y amigables. Las primeras di
viden, las segundas unen. De la argumentación conflictiva
al discurso convencional hay una gradación continua a tra
vés de la cual queda en cuestión la distancia entre los in
dividuos, pues de ella se trata, sin duda, en retórica. Aun
que se discurra directa y exclusivamente sobre cuestiones,
de todas formas esa distancia estará enjuego. Aunque se la
retorice de frente, dichas cuestiones serán tan sólo un
pretexto para afirmar posiciones respectivas y puntos de
vista a veces opuestos; en todos los casos, se tratará de una
distancia que deberá ser negociada o afirmada. A veces,
incluso, la distancia entre los seres es el objeto exclusivo de
la relación retórica, y esta sirve para promover, social o psi
cológicamente, lo que cada uno es en relación con los otros.
No sorprenderá comprobar, pues, que la misión del dis
curso es traducir la mayor o menor problematicidad de las
cuestiones a afrontar. Esto va del lugar común, que confir
ma, a la argumentación explícita, que confronta, pasando
por las figuras de estilo que, en la elegancia de su presenta
ción, parecen capaces de reducir o absorber toda la proble
maticidad de una cuestión. Aunque el tropo, dada su litera
lidad imposible, se muestre más enigmático que el prover
bio o que la máxima de buen cuño, en cada oportunidad se
pone de relieve un interrogante que aparece expuesto como
si ya estuviese resuelto o como si ya no se planteara. Para
lograr esto, la m ente humana ejecuta cuatro operaciones
básicas que se escalonan entre la identidad y la diferencia.
No causará asombro hallar entre estos dos polos la m odifi
cación de la respuesta o de la cuestión a afrontar, y si con es
to no alcanza, el agregado de otra respuesta, que remite a
una cuestión juzgada más pertinente para el contexto en
juego. Estas cuatro operaciones retóricas fundadoras se
distribuyen generalmente sobre el empleo de las palabras,
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sobre el de las frases (o sea, la gramática), sobre los argu
mentos explícitos o sobre las proposiciones que sugieren
una respuesta diferente. Por ejemplo, si tomamos sólo el ca
so de los argumentos, encontramos los cuatro procedimien
tos de respuesta siguientes: hay argumentos que objetan,
otros que aprueban, otros que agregan y otros que modi
fican la respuesta en debate. He aquí las cuatro respuestas
elementales a toda cuestión retórica y a toda respuesta so
bre una respuesta. No hay, pues, nada aleatorio en retórica,
dado que en ella la mente humana se muestra tan sistemá
tica como en cualquier otro terreno, lo cual no debería sor
prender a nadie. El campo de respuestas posibles de un au
ditorio está circunscripto por un espacio de modalización de
las cuestiones a tratar, según el parámetro de su mayor o
menor problematicidad. Sólo varía el camino elegido. Es
este último el que consagra al «buen orador».
El fundamento último de la argumentación reside en la
dualidad cuestión-respuesta. Una respuesta, por ser tal, re
mite al cuestionamiento. Una vez resuelta la cuestión, el
reenvío al cuestionamiento se efectúa a través de las otras
cuestiones que él suscita. Se tiene, pues, una cuestión a la
cual la respuesta viene a responder, y luego, otras que esta
respuesta plantea. A menudo se trata de cuestiones virtua
les que se actualizan en ciertos contextos o en ciertas épo
cas. Es posible, pues, reproblematizar en cualquier mo
mento las respuestas ofrecidas. Se dice que una respuesta
es a la vez problematológica (o sea, que significa un proble
ma) y apocrítica (resolutoria, del griego apokrisis, que quie
re decir solución). Este carácter doble de la respuesta hace
que no plantee problemas para algunos y que sí lo haga
para otros, en cuyo caso habrá debate.
Se hallarán en estos P rin cip ia los elem entos de una
reflexión sobre la retórica que cada cual podrá continuar
por su cuenta. Lo ayudarán para esta tarea numerosos cua
dros de síntesis incluidos en el volumen y que traducen, en
vez de respuestas establecidas de una vez y para siempre,
articulaciones de base que servirán a una indagación más
profunda.
15
Las grandes definiciones de la retórica
17
1. Las definiciones centradas en el auditorio
La más célebre de todas es la de Platón. Para él, la retóri
ca juega con las palabras, gracias a lo cual se le puede hacer
decir cualquier cosa a cualquiera, una cosa y su opuesto, en
desmedro de la verdad, que es una e indivisible o, en todo
caso, unívoca. La retórica constituye una manipulación de
la verdad; es preciso, pues, sustituirla por la filosofía, que es
la expresión de esta verdad. Sin duda, también la filosofía
apela a la retórica para justificar sus tesis, pero Platón pre
fiere llamarla entonces dialéctica. Sobre la elección de este
nombre planea la sombra de Sócrates. Platón considera, en
efecto, que la dialéctica hace progresar la mente hacia la
verdad eliminando las tesis contradictorias, en vez de jugar
con ellas como lo hace —según el campo en que se sitúe— el
rétor. Dialéctica y sofística se oponen como dos vertientes de
la retórica, pero una es positiva y quiere centrarse en la ver
dad, mientras que la otra es negativa y se limita a escoger
una tesis según criterios de oportunidad e incluso de opor
tunismo.
Los filósofos recurren a la dialéctica, y los sofistas —que
se venden al mejor postor— se encomiendan a una retórica
«negra», que no repara en medio alguno para manipular las
mentes en el sentido buscado. La dialéctica quiere ser cien
tífica: se trata de una ascesis que da acceso a un mundo de
Ideas gracias a la eliminación de ambigüedades falaces sur
gidas de las múltiples informaciones provistas por el mundo
sensible. La sofística, en cambio, es una retórica que navega
en una inestable pluralidad de sensaciones contradictorias
y que permite afirmar A y no-A según convenga. Mientras
la dialéctica busca lo verdadero, la retórica, tal como se la
entiende comúnmente, se dedica más bien a lo verosímil.
Presupone la debilidad de hombres que escuchan a sus sen
tidos más que a su intelecto —pues los placeres que obtie-
nentle ellos son más grandes—, y que después, incluso, pue
den tomar la dirección opuesta sin perturbarse en lo más
mínimo.
Según Platón, entonces, el halago del auditorio es lo que
determina el conjunto de la cadena retórica. Para m ani
pular al oyente, el orador juega con las palabras; de este mo
do lo seduce, lo captura, lo hechiza, y finalmente consigue
hacerle creer lo que él quiere.
18
Así concebida, la retórica no puede ser muy positiva, y si
se redujera a esto habría que apartarse de ella. La visión
platónica se perpetuó, por otra parte, en la propaganda y
hasta, según algunos, en la publicidad, donde se estimulan
las pasiones más elementales de los individuos a fin de ha
cerles desear mil cosas que en realidad no necesitan.
Esta concepción de la retórica, sin ser por completo falsa,
es empero limitada y restrictiva. La retórica permite tam
bién dirigirse al otro con absoluta buena fe, no forzosamente
para hacerle hacer lo que en verdad no quiere, sino simple
mente para compartir, comunicar, decidir sobre aquello que
puede fundar una comunidad de personas sensatas, des
tinadas a vivir juntas en la Ciudad. Esta visión más genero
sa es la que va a defender Aristóteles.
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es «logos»— ten ían en sí recursos suficientes como para
transmitir conclusiones y conducir inferencias, permitiendo
hacer creer para hacer actuar o, simplemente, para influir.
La potencia del discurso y de los razonamientos probables
es de tal magnitud que el orador que se somete a ellos es, en
el fondo, igual al auditorio que a ellos se adhiere. «La dis
posición ética del orador tiene fuerza de persuasión cuando
el discurso es pronunciado de tal modo que el orador inspira
confianza, pues depositam os m ás rápidam ente m ayor
confianza en las personas de bien respecto de toda cuestión
en general, pero en particular respecto de aquellas en las
que falta precisión y en las que subsiste la duda. Empero,
también esta confianza debe nacer del discurso (logosK 1 La
confianza en el logos y en su racionalidad se halla en la base
de esta primera retórica filosófica, que tendrá luego tantos
émulos. Sin embargo, Aristóteles no es tan ingenuo como
para pensar que a los hombres se los convence simplemente
a través del discurso, sin actuar sobre sus pasiones. Él ela
bora, pues, la tipología de estas últimas, la primera en su
género, diciéndose que el buen orador, si no es ingenuo, sa
brá apoyarse en las características emocionales de su audi
torio. No obstante, Aristóteles sigue persuadido de que sólo
gracias al discurso, que es racional hasta en la puesta en
juego —calculada o no— de las pasiones, tienen los hombres
la capacidad de llegar a los otros y de movilizarlos para que
actúen o, sencillamente, para que cambien de parecer. Tal
vez manifieste de ese modo una excesiva confianza en las
virtudes de la razón, incluso cuando intervienen las pasio
nes. Sea como fuere, su visión continúa profundamente en
raizada en la primacía del logos, el cual opera como media
dor entre los puntos de vista vigentes en la Ciudad —ver
sión antigua de la relación entre las subjetividades—.
Empero, el logos de Aristóteles, que domina tanto a los
locutores como a los interlocutores, no es simplemente un
logqp hecho de argumentos y de buenas razones para actuar
o para creer ciertas cosas. Es también el lugar diferenciado
en el que se distribuyen discursos de todo tipo: entre ellos, la
conversación cotidiana, el elogio fúnebre y hasta el estilo
elegante y ritmado de los poetas. En síntesis, el logos no es
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únicamente la forma adoptada por el razonamiento, sino la
forma a secas, que abarca desde la expresión del poeta y del
prosista hasta el lenguaje de quien tiene banalmente algo
que decir.
Con el paso de los siglos, las retóricas sucesivas optarán
por una visión más amplia del logos, en la que podrán co
existir las figuras de estilo y los razonamientos del jurista,
sin que se sepa bien cómo articular formas de discurso tan
diferentes y hasta opuestas. Es comprensible la seducción
que llegó a ejercer la lingüística en el siglo XX, al presentar
se como el crisol de una unificación posible; sin embargo, se
limitó a reproducir las diferencias de forma, sin explicarlas,
y, restringida a la comprobación de este mero vínculo de len
guaje, no hizo más que posponer el problema.
Fue surgiendo así una multitud de enfoques de la retóri
ca basados en el lenguaje, cada uno de los cuales sustentaba
un punto de vista propio que a menudo excluía los demás.
Roland Barthes, por ejemplo, concebía la retórica como el
conjunto de procedimientos estilísticos mediante los cuales
el lenguaje pasa de lo literal a lo figurado. Esta relación en
tre lo figurado y lo literal domina la retórica de figuras y pa
rece no tener nada en común con la retórica argumentativa
defendida en esa misma época por Perelman o Toulmin. El
papel del lenguaje en la codificación de los mensajes emana
dos del inconsciente sumaba el aura de Freud a esta orien
tación centrada en la figuratividad y en la importancia del
estilo. El inconsciente está estructurado como un lenguaje,
decía Lacan, porque esta estructura transforma los trau
mas y las contradicciones en lenguaje figurativo, enigmáti
co, destinado a proteger al sujeto de revelaciones demasiado
brutales acerca de sí mismo. Hay una retórica del incons
ciente destinada a traducir la mecánica de la represión. De
m anera paralela se elaboraron diferentes perspectivas,
como, por ejemplo, la de Oswald Ducrot, paira quien las fra
ses, y sobre todo su enunciación, eran la fuente de los proce
dimientos inferenciales que conducen de lo explícito a lo im
plícito, principalmente gracias a marcadores de lenguaje es
pecíficos.
Fueron muchos, pues, los que enraizaron la retórica en
el logos, aun cuando esto diera lugar a teorías muy distan
tes entre sí y que en algunos casos se oponían expresa
mente. Sin embargo, todas se basaban en la misma idea: la
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de que en lo dicho hay algo no dicho, y este algo es lo que se
halla implicado en el uso retórico —porque el lenguaje es re
tórico, si no por naturaleza, al menos por función—. Empe
ro, con el punto de anclaje situado en el logos, que instala a
orador y auditorio en una misma comunión, tanto racional
como emocional, lo que cuenta es la figuratividad, lo implíci
to sugerido, la codificación, más que la elocuencia o el juego
de pasiones sensibles que anteriormente constituían las
claves centrales de lo retórico. Por otra parte, después de
Aristóteles, las pasiones desaparecen de este campo para
invadir el de la teología, y se convierten, si no en la fuente
del pecado, al menos en su expresión. Volverá a hallárselas,
sin embargo, aunque más tarde, en psicología. Si bien Lamy
habla un poco de ellas en el siglo XVII, es el único en hacer
lo, pues ni Perelman, ni Tbulmin, ni Burke, ni Habermas, ni
Barthes otorgarán a las pasiones la menor importancia.2
Mientras que para muchos teóricos de la retórica, tanto
antiguos como modernos, el logos es subordinador y primor
dial, un tercer grupo de definiciones no se centran ni en el
auditorio ni en el vínculo de lenguaje o racional, sino en el
papel y las cualidades del orador.
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do de expresarse y de destacar lo que autoriza a tomar la pa
labra y justifica que se lo haga. La virtud del orador pasó a
ser una noción muy general, abarcadora de lo que más tarde
se plasmaría en la idea de hombre de bien: aquel que es
modelo y ejemplo para todos, y no sólo expresión de idonei
dad técnica en determinadas cuestiones. Esta concepción
del arte oratoria fue la fuente del humanismo que desde Ro
ma hasta nuestros días, pasando por el Renacimiento, selló
la historia intelectual y la ética de Occidente. La idea esen
cial característica de esta visión del hombre es que cada
uno, al dar m uestras de virtud, sirve de ejemplo a los de
más; por otra parte, nada es más persuasivo que la ejempla-
ridad de una conducta y de las costumbres que ella supone.
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que puede ser puesta al servicio de causas buenas o malas, y
en el papel que cumplen las pasiones, pues ellas inciden en
el juicio que se formará el auditorio. Representan, por este
motivo, la contrapartida «irracional» del razonamiento,
cuando el orador se deja llevar por el entusiasmo y yerra el
blanco. ¿Contrapartida forzosamente irracional? Nada es
m enos seguro para A ristóteles, quien considera que su
misión es, por el contrario, crucial. Las pasiones, en efecto,
permiten corregir el tiro al hacer saber al orador que algo no
encaja. Si se admite que el acuerdo consiste en inducir cier
ta identidad entre el ethos y el pathos, se comprenderá que,
según Aristóteles, la pasión puede ser sometida y domesti
cada por el logos; así sucede cuando el orador adapta su ha
bilidad (ethos) a aquel a quien intenta convencer, así sea
mediante un discurso adornado y figurativo. Por último, es
tá Cicerón. Para él, prevalece el ethos, concebido sobre todo
como enfatización de las virtudes propias del orador y que
son tanto sociales como morales, según la jerarquía social
que define los deberes y las prerrogativas de cada cual has
ta el punto de fijar los límites del turno de habla. El ars bene
dicendi, la elocuencia y las figuras de estilo, ponen en evi
dencia el dominio del tema del que debe dar m uestras el
orador para obtener la convicción del auditorio.
Todo esto se resume en el siguiente cuadro sintético:
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una estructura triádica. Esta consta de un orador, un men
saje y un auditorio al que el orador se dirige por mediación
de un lenguaje, que por otra parte no es forzosamente ver
bal. En estas tres grandes clases de definiciones, el punto de
anclaje escogido determina cuál será el principio dominan
te. Si se elige el auditorio como elemento crucial, los otros
dos componentes de la relación retórica le están subordina
dos. Esto es muy claro en Platón. En cambio, si lo determi
nante es el logos, será este el que condicionará el papel y el
funcionamiento de los otros dos elementos. Se advierte esto
con similar claridad en Aristóteles, para quien la retórica es
una técnica de persuasión a través del discurso, lógico o no,
que el orador debe dominar y al cual va a adherir un audito
rio conmovido y conquistado, a menudo por buenas razones
y sin ninguna manipulación. Los pensadores latinos, por su
parte, cargan todo el peso sobre el orador y su dominio de la
expresión, tanto la de sus pensamientos como la de sus cua
lidades; convertirán así la retórica en un lugar de excelencia
en el que habrá que inventar las fórmulas más sensatas
acerca de la cuestión en debate y organizar el discurso en el
estilo más acorde con la resolución propuesta. El auditorio
se rendirá a los argumentos del otro porque, en un sentido,
él es igualmente ese otro, magnificado sin duda por virtudes
que le son presentadas como puntos de referencia y como
valores que es preciso adoptar, dado que los valores triunfan
sobre las pasiones.
La debilidad de estas tres perspectivas reside, a todas lu
ces, en la elección del punto de anclaje. ¿Por qué el auditorio
iba a contar m ás que el m ensaje, o el mensaje m ás que
quien lo entrega? La relación retórica descansa sobre tres
componentes, todos ellos indispensables; por lo tanto, no
hay ninguna razón para privilegiar uno y subordinarle los
otros dos. Cuando se opta por esto, se acaba en definiciones
de la retórica a menudo diferentes pero siempre parciales,
que dan la impresión de una falta total de unidad e incluso
de oposición entre diversas concepciones, en tanto que la
disciplina es la misma. En consecuencia, la única manera
de definir correctamente la retórica es integrar esos tres ele
mentos de base situándolos en un pie de igualdad. Conser
vemos su nombre griego para no privilegiar otra vez un
punto de vista particular con términos que delatarían cual
quier anclaje dominante. Quien se dirige a un auditorio da
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do recibe el nombre de ethos, este auditorio es llamado p a
thos, y los mensajes que uno y otro se dirigen son tributarios
del logos.
26
(la emoción, la convicción, el placer, así como el complacer
en general) y al logos (el razonamiento, el estilo).
b) ¿Y la cuestión dada? En principio, si se apela a la retó
rica es porque se plantea una cuestión. Cabe entonces pre
guntarse por qué motivo se responde a ella retóricamente y
no en forma directa. ¿Hay cierto tipo de cuestiones que re
quieren un tratamiento retórico? ¿O lo retórico es el trata
miento de las cuestiones, y no lo son estas en sí mismas?
c) Aún debemos referirnos al último punto de nuestra de
finición que es preciso profundizar: la noción de distancia.
¿Qué se entiende por negociar una distancia, una diferencia
entre individuos? Primera evidencia: cuando estos se diri
gen la palabra, no buscan necesariamente dism inuir la dis
tancia entre ellos. Puede ser que quieran afirmarla y hacer
la reconocer (exhibiéndola, por ejemplo: tal es la función del
uniforme, de la sotana, del traje del ejecutivo, etc.), e incluso
aumentarla. Tomemos el caso del insulto, que no se propone
generar una aproximación con el otro sino, por el contrario,
hacerle sentir que el foso entre ellos se ha vuelto infran
queable. Esto explica, además, el recurso a nombres de ani
males para subrayar el abismo ontológico que separa a los
protagonistas. Pero no todas las puestas a distancia son tan
radicales. También están el menosprecio («Oye, ese proble
ma no me interesa»), e incluso la indiferencia (cuando al
guien puntúa sus frases con un impreciso: «Comprendo»), a
menos que la respuesta ofrecida sea simplemente un silen
cio de desinterés. Finalmente, no sólo el acuerdo entre las
personas dism inuye la distancia que pueda haber entre
ellas en un momento dado; incluso hay muchos casos en
que, al no plantearse en sus relaciones ningún problema
real, no hay nada que disminuir. Se habla del tiempo, por
ejemplo, sólo para tratar un tema neutro inapto para moles
tar razonablemente a nadie: tal es el propósito de los discur
sos convencionales que preludian habitualmente nuestras
conversaciones. Ningún desacuerdo importante tiene ca
bida en estos discursos, en los que cumplen su misión fór
mulas de cortesía que van del «Buenos días» al «¿Cómo es
tás?», y en los que se responde asimismo con un «¿Y tú, cómo
andas?», sin que medie verdadera preocupación por la si
tuación del otro. Estas preguntas tienen el fin de neutrali
zar a priori el impacto de la distancia que hay de hecho en
tre los individuos.
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Así pues, el papel de la distancia en retórica es crucial,
pero suscita numerosas interrogaciones que merecen ser
estudiadas en profundidad. Por ejemplo, es interesante sa
ber si se trata de una distancia social o psicológica, o de am
bas. ¿Se la puede conceptualizar sim plem ente por una
cuestión, o incluso por el problema que esta cuestión impli
ca? ¿Es la distancia entre los individuos meramente pun
tual, circunstancial, o remite a una situación de hecho —ca
si siempre afectiva— previa a la discusión e independiente
de esta? Sin entrar ahora en los pormenores del análisis que
vamos a realizar, podemos precisar ya mismo lo que debe
entenderse por negociar la distancia: es, para los individuos
—y, por lo tanto, para el ethos y el pathos—, el hecho de tra
ta r su diferencia respecto de una cuestión que los enlaza,
vínculo que puede ir de la complicidad al enfrentamiento.
Su problema, que se traduce en la cuestión a considerar, ex
presa esta diferencia; al abocarse a él, los individuos la «re
suelven», lo mismo que el diferendo que pueda haber entre
ellos. ¿No tenemos derecho a concluir, por lo tanto, que el
verdadero problema de una relación retórica es la diferencia
entre los individuos a través de la cuestión que lleva a
afrontarlo?
Una nueva visión de la retórica
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ejemplo, y no b: es preciso saber, en efecto, sobre qué se está
interrogando y no confundirlo con otra cosa. Ahora bien,
cuando se dice que X es a, o que X es b, ya se está especifi
cando lo que se pregunta. Se gira en redondo. Y Sócrates
siempre hace notar esto a sus interlocutores. Afirmar «X es
a» o «X es 6», por ejemplo, no impide en absoluto que alguien
oponga otra aserción, otra lectura de X, como c o d, que a
priori tienen la misma validez; en efecto, la interrogación
sobre lo que es X no permite decidirse por a más que por b, c
o d. ¿Dónde detenerse, y en virtud de qué criterio? No se
puede presuponer nada sin excluir lo demás, y como no se
dispone de un argumento más primigenio que permita decir
que X es a y no b o c, se tropieza de modo inevitable con el
aporetismo socrático, como consecuencia del cual la cues
tión X queda sin respuesta y toda respuesta tiene tan sólo la
apariencia de serlo. X puede ser muchas cosas, y a Sócrates
le resulta fácil hacerles decir b, c o d a sus interlocutores,
para anular la respuesta dada inicialmente. Cuando pre
gunta qué es X, la única respuesta que se impone es que X
es ella misma, es decir, la cuestión enjuego. Así pues, a Só
crates no le causa la menor molestia no responder nunca ni,
a fortiori, no haber escrito nada. Todo lo que podría decir so
bre X presupondría que X es tal o cual cosa, cuando esto es
precisamente aquello cuya especificación se pide. Ahora
bien, como no se puede decir lo que es X sin saber ya un mí
nimo a su respecto, no decir nada es la única actitud cohe
rente, y es la que Sócrates adopta. No presuponer nada, o en
todo caso exponerse a enunciar sobre X algo problemático,
es a lo que se aventuran los interlocutores de Sócrates,
quien de este modo los pone cómodamente en dificultades.
Mas esto mismo viene a resultar paradójico, por cuanto el
propio Sócrates sí habla y afirma, considera verdaderas de
terminadas proposiciones y falsas otras. Platón intentará
sugerar este atolladero proponiendo una teoría de las res
puestas en virtud de la cual estas irán teniendo cada vez
menos que ver con el hecho de ser respuestas y, por lo tanto,
con el cuestionamiento. El paso de las Ideas a la proposición
como unidad del pensamiento será dado rápidamente.
Para concretar esta superación de la interrogatividad
sin fin, Platón va a efectuar una verdadera revolución en la
lectura de una cuestión, en aquello que debería hacer posi
ble la respuesta. ¿Cuál es esta lectura nueva que él preconi
30
za? Platón vuelve a tomar la cuestión que había sido cara a
Sócrates: «¿Qué es X?». Se supone aquí sin duda que X es al
go, y para Platón esto significa, sencillamente, que X tiene
un ser, una esencia, o incluso una Idea, por los cuales X es lo
que es y ninguna otra cosa. De este modo, la esencia o la
Idea de X es el verdadero objeto de «¿Qué es X?», y la pre
gunta debe ser interpretada de la manera siguiente: «¿Qué
es X?» = «¿En qué consiste el ser de X?». De aquí en adelante
habrá que considerar que, al lado del m undo sensible en el
que hay X que pueden ser efectivamente a ,b ,c , o bien otras
cosas más que se desvanecen eventualmente con el paso del
tiempo o con sensaciones que les reconocen aspectos cam
biantes, hay un mundo de esencias que duplican las cosas
X, mundo de un doble formal y abstracto. La esencia o el ser
de X es lo que hace que X sea X: es, por lo tanto, su razón.
Ella nos asegura lo que él es y, por consiguiente, ella es su
identidad. El ser de X excluye a la vez la posibilidad de que
sea no-X, y tenemos entonces el tercer principio que rige al
mundo, que es más real que lo real: el principio de no con
tradicción. Identidad, razón y no contradicción constituyen
los tres grandes principios de la mente humana en su pro
pósito de superación del mundo sensible. De este modo, la
retórica, que descansa empero sobre la contradicción o, para
ser más exactos, sobre la contradictoriedad —ya que los in
dividuos se consideran con derecho a oponerse y a defender
uno A y el otro no-A—, queda relegada al puesto de los dis
cursos ilusorios, que se alimentan erróneamente de las opi
niones surgidas del mundo sensible. La verdad no padece de
alternativa ni de ambigüedad: A es A y, por lo tanto, no-A ca
rece de sentido. Si alguno propone A y otro no-A, ello signifi
ca que un error o una ilusión engañan a los protagonistas.
El ideal del discurso verdadero es el de la certeza, pues si A
es verdadero, esto implica necesariamente que no-A no lo
es, y esta necesidad asegura la necesidad de la necesidad co
mo norma del discurso; la verdad, entonces, ya no puede ser
más que certeza de verdad, excluyente de cualquier alterna
tiva posible: A excluye no-A. El discurso que transforma es
te ideal en realidad es la ciencia, en este caso la geometría,
lo cual reduce los demás tipos de discursividad a ser tan sólo
opiniones (doxa).
Lo más interesante de la concepción de Platón es, para
nosotros, lo que ella implica en materia de interrogatividad,
31
toda vez que Platón reivindica la herencia socrática y esta
asimila la práctica filosófica al cuestionamiento radical. Pa
ra Platón, la pregunta «¿Qué es X?», lejos de relanzar el
cuestionamiento, lejos de abrirlo, lo cierra sobre un mundo
misterioso: el de las Ideas. Esta cuestión plantea o supone
que X tiene un ser (en alguna parte, en un mundo distinto) y
que, al formularse la cuestión «¿Qué es X?», se está tradu
ciendo el olvido del ser de X, ignorancia surgida del contacto
primero con el solo mundo sensible; pero, por otra parte, es
ta ignorancia va a disiparse si el alma se acuerda de lo que
siempre supo antes de habitar el cuerpo. Hay, por lo tanto,
algo más primigenio que la relación con el mundo físico: la
que se tuvo en un mundo anterior y que es un mundo, lite
ralmente, meta-físico. Una ascesis liberadora que va de lo
físico a lo metafísico se perfila gracias a la filosofía, concebi
da como una dialéctica que parte de cuestiones, es decir, de
la ignorancia motivada por la omnipresencia del mundo
sensible, y se eleva hacia el mundo de las Ideas. Esta dialéc
tica lo es porque la exidad de X no se concibe como lo propio
de una cuestión X, sino como la marca de su esencia. Es ella,
en el fondo, el verdadero objeto de la interrogación. Y como
esta esencia es conocida desde siempre, antes de haber teni
do un cuerpo, la cuestión «¿X?» no es una verdadera interro
gación orientada a hacemos conocer algo que ignoraríamos,
sino una ocasión para que resurja en nuestros recuerdos un
saber que ha estado sepultado desde siempre en el alma. Se
trata de reencontrar la respuesta sobre el ser de X cuando se
interroga a X, como si no fuera a este último al que se apun
ta directamente, sino a su esencia. Hay, pues, dos mundos,
un mundo sensible y un mundo de esencias, los cuales des
doblan la diferencia cuestión-respuesta en dos universos
ontológicos distintos que existen en la realidad, aun cuando
uno sea más «verdadero» que el otro. Aquí, la paradoja resi
de en que nunca se interroga a las cosas mismas, sino a su
sei»¿Es correcto decir que tenemos a nuestra disposición las
respuestas, incluso antes de formular las cuestiones que
permitirían traerlas de nuevo a la superficie de la memoria?
Aristóteles, por su parte, lo duda. Él sostiene otra con
cepción del saber, de la dialéctica y de la retórica. La idea de
base es la siguiente: lo que es no debe ser forzosamente tal
como es, sino que puede ser distinto, múltiple. El ser es múl
tiple: he aquí una afirmación contradictoria, pues el ser es
32
uno en cuanto ser, y afirmar que es múltiple contraría la
unidad que se acaba de afirmar. ¿Cómo se resuelve esta con
tradicción?: por medio de una nueva teoría, la del juicio, que
consta de dos partes, una para enunciar la unidad y la otra
para caracterizar a la multiplicidad de lo que le sucede, gra
cias al predicado. El ser es uno como sujeto y múltiple como
predicado: ha nacido la codificación de la estructura de la
proposición. Todo enunciado tendrá necesariamente la for
ma «S es P».
Según Aristóteles, dado que el ser se dice de m últiples
maneras, puede haber ambigüedades en lo que se entiende
por esto o por aquello; sobre todo, puede haber desacuerdo.
La confrontación de opiniones es la dialéctica, mientras que
la persuasión corresponde a la retórica. Una es el comple
mento de la otra, dice Aristóteles sin explicar realmente por
qué. En todo caso, la dialéctica no es ciencia, como sucedía
en Platón, quien pretendía que del juego cuestión-respuesta
iba a salir lo que suprime esa diferencia. Desde el momento
en que ella es su punto de partida, y dado que lo que consti
tuye cuestión para uno no lo constituye por fuerza paira otro,
el resultado tiene que ser también «subjetivo» y contingen
te, cosa que la verdad y la ciencia no son. ¿Puede la verdad
nacer de un estado de ignorancia forzosamente variable y
aleatorio? Precisamente porque la respuesta a esta cuestión
no puede ser sino negativa, Aristóteles quiso restituir a la
dialéctica su estatus de justa oratoria, de postura de refuta
ción, y no de constitución de un saber nuevo. Para él, la
dialéctica es una interrogación portadora de contradicción,
y si se parte de opiniones refutables o incluso probables, se
permanecerá siempre en el reino de la opinión refutable,
aunque sea verosímil. No puede haber al final del proceso
ningún salto cualitativo que permita transformar lo sim
plemente probable en absolutamente seguro, lo cual es, en
cambio, el objetivo de la ciencia. La dialéctica y la ciencia ya
no tienen, pues, nada que ver una con la otra. Sus logos de
ben ser diferentes, aun cuando hallemos razonamiento en
las dos; además, es muy importante singularizarlas para
evitar cualquier confusión. Esto conduce a Aristóteles a ela
borar una teoría de la dialéctica y una teoría de la ciencia;
Platón, en cambio, pudo ahorrarse esta tarea pues amalga
mó las dos y las calificó a ambas de dialéctica. Para Aristóte
les, las dos perspectivas se conciben por separado: de un la
33
do la dialéctica, que es un arte de la justa oratoria, y del otro
la concepción del silogismo científico, a la cual denomina
analítica. Pese a sus diferencias, dialéctica, retórica y lógica
hacen uso, por cierto, del razonamiento y hasta del silogis
mo. Aristóteles considera que la inferencia es precisamente
un silogismo: postuladas ciertas cosas, de ellas derivan
otras, diferentes. Inferencia: luego, diferencia. De las pre
misas brotan las conclusiones: en ciencia, el pasaje es obli
gatorio y no está permitida ninguna conclusión contraria o
diferente; en retórica, sea dialéctica y, por lo tanto, refutato
ria, o apunte tan sólo a una conclusión probable, en princi
pio, es posible deducir consecuencias distintas y hasta opues
tas. Recordemos el clásico ejemplo de silogismo cuya conclu
sión es insoslayable: «Todos los hombres son mortales; Só
crates es un hombre; luego, Sócrates es mortal». En cambio,
«si no hay nubes hará buen tiempo» es un silogismo im
perfecto —aunque un silogismo al fin—, pues no basta con
que no haya nubes para que de ello se pueda inferir que
hará buen tiempo.
Según Aristóteles, la dialéctica es el arte de la refutación
formal, mientras que la retórica es un logos cuya fuerza de
persuasión es positiva y orienta al auditorio hacia una nue
va respuesta. Para lograrlo hay que poner en ejercicio un si
logismo específico, el entimema, en el que, como bien se ha
visto, la conclusión es meramente probable. Se trata, en
realidad, de un silogismo trunco, dado que no todas las pre
misas están explicitadas. En la vida de todos los días no se
puede ni se quiere decirlo todo. La inferencia «Sócrates está
enfermo, porque tiene calor» nos pone en presencia de un
entimema, por cuanto la premisa que podría convertirla en
silogismo científico, esto es, «Los individuos que tienen calor
están enfermos», no puede ser razonablemente sostenida.
Primero, porque ello es falso, ya que se puede tener calor sin
estar enfermo. Después, porque es poco elegante enunciar
verdades sentenciosas y generales con cada afirmación que
se someta a la aprobación de los demás en la vida cotidiana.
Si en este contexto se dice que Sócrates está efectivamente
enfermo, ello obedece a razones de probabilidad y de verosi
militud. Sócrates ha estado hace poco con individuos conta
giados y es legítimo suponer que, si tiene calor y su rostro
está enrojecido, es porque ha pescado sus microbios. Todo
entimema se declara tributario de cierta verosimilitud de
34
pendiente de las circunstancias. Si el orador no lo explicita
todo, ello se debe a que las premisas, demasiado generales,
serían falsas, o a que es más estratégico dejar que el interlo
cutor las infiera por sí mismo. El orador tendrá la impresión
de que esa es su verdad, y esto dará más fuerza persuasiva
al argumento. Según Aristóteles, la retórica, contrariajiien-
te a la dialéctica —en la que alguien siempre puede señalar
de m anera estrictam ente formal sus desacuerdos— , se
ocupa sobre todo de cuestiones particulares, dado que sólo
es posible abordarlas a partir de lo que se sabe específica
mente dentro de un contexto preciso.
¿Es posible clasificar estas cuestiones? Para Aristóteles,
se subdividen en tres grandes grupos: las cuestiones p o líti
cas, en las que se delibera sobre lo que es útil; las cuestiones
epidícticas, en las que reinan la desaprobación y la alaban
za del orador en función del placer que se obtiene de su dis
curso —es el caso de la oración fúnebre, que debe estar bien
compuesta, como se lo espera en tales circunstancias— ; y,
por último, las cuestiones judiciales, en las que lo justo y lo
injusto son objeto de un debate cuya finalidad es saber
quién hizo qué cosa en un momento dado, y por qué razones.
E sta tripartición resulta un tanto arbitraria, como ya lo
había hecho notar Quintiliano, el gran teórico romano de
las Instituciones oratorias. Los latinos propusieron una cla
sificación distinta de las cuestiones que constituyen el obje
to de la retórica. En la Retórica a Herenio, su autor (durante
mucho tiempo se creyó que lo era Cicerón) distinguía cuatro
causas: lo honorable, lo malo, lo dudoso y lo insignificante,4
que expresan una problematicidad creciente. Así, cuanto
más se apunta a lo insignificante, más difícil es alegar (en
su favor). Lo honorable (o lo noble) genera consenso, pero es
te último disminuye cuando la causa es modesta o insignifi
cante, y se torna francamente difícil cuando ella es dudosa u
oscura o está evidentemente desprovista de pertinencia. Lo
insignificante no interesa. Lo honorable casi no plantea
cuestiones, lo dudoso remite a una alternativa, y con lo in
significante ni siquiera hay cuestión que plantear, pues se
la juzga carente de interés. Tenemos así una escala de dis
tancia respecto del auditorio. Cicerón agrega una quinta
causa posible, lo oscuro, cuando las palabras son ambiguas,
4 Rhétorique á Herennius, I, 5 (tr. fr. G. Achard), Les B elles Lettres,
1989.
35
y así resulta la lista siguiente: lo honorable (honestum ), lo
extraordinario (adm irabile), lo insignificante, lo dudoso y lo
oscuro. Quintiliano sigue a Cicerón5 solamente en el núme
ro: lo noble, lo insignificante, lo dudoso (o lo ambiguo), lo ex
traordinario y lo oscuro son presentados por él en un orden
diferente. Es importante advertir que ya no hay géneros
retóricos fijos, sino causas cuya diversidad se mide por la
distancia respecto del auditorio. Lo honorable suscita un
ánimo propicio, mientras que este disminuye ante el aspec
to sorprendente (adm irabile, extraordinario) de la cuestión
(por ejemplo, defender una causa vergonzosa), y más aún si
hay oscuridad y desinterés. Por lo tanto, en estos casos es
más difícil convencer al auditorio. Como puede verse, en la
retórica latina lo primordial no es el logos y su razonamien
to formal, sino la relación con el ethos, con el orador y con los
valores comunes. El orador debe, pues, restablecer el equili
brio, en forma moderada cuando la causa es honorable, y
muy fuertemente si el auditorio se siente poco involucrado
por el problema.
36
da instantáneamente excluida. He aquí la traducción pro-
posicionalista de la interrogatividad. En consecuencia, lo
que la ontología persigue es la eliminación de la interrogati
vidad y del cuestionamiento. El ser tiene esta función de eli
minación a priori de la cuestión, lo cual instaura el modelo
de lo resolutorio como norma del pensamiento. Pero esto no
va a funcionar —ya veremos por qué— y el ser se converti
rá, con Heidegger, en el enigma de un pensamiento que ya
no podrá reducirse a lo resolutorio, aunque sin desembocar
por ello en el cuestionamiento que se reflexiona como tal.
Digámoslo con claridad: la respuesta que se define por la eli
minación de la alternativa, o sea, la que dice que A excluye
no-A (o lo inverso), se anula como respuesta debido a que su
reenvío al cuestionamiento es reprimido por la alternativa
eliminada A o no-A. Esta desaparición de la cuestión va a
im ponerse como aquello que hace precisam ente que se
tenga la «respuesta». En una respuesta que no se indica con
carácter de tal, que borra la diferencia entre ella y las cues
tiones, ya no se tiene siquiera respuesta, sino solamente lo
que se da en llamar una proposición. Con toda evidencia, el
deslizamiento en los términos no es inocuo, pues en tanto
que la idea de respuesta hace referencia al cuestionamien
to, la proposición no alude de ningún modo a él; es como si la
entidad proposicional se sostuviera por sí sola y tuviera su
propia necesidad, lo cual es absurdo. De aquí deriva el papel
central y hasta fundador que Aristóteles asigna al principio
de contradicción. ¿Qué estipula este principio? De dos pro
posiciones contradictorias, A y no-A, una sola es verdadera,
en tanto que la otra es necesariamente falsa. La alternativa
parece caer así fuera del logos, de la Razón. Oponerse pasa a
ser, o bien ilógico, prueba de absurdidad, o bien tan sólo ex
presión de ignorancia de uno de los dos oponentes. ¿Es así,
en realidad, como conviene leer hoy en día este principio?
¿Es verdaderamente ilógico o imposible mantener actitu
des contradictorias? Lo hacemos todo el tiempo. Por consi
guiente, la lectura del principio tiene que ser otra. De hecho,
lo que el principio de contradicción enuncia realmente es
una verdadera definición de lo que se debe entender por el
concepto de respuesta. Dado que una respuesta no es asi
milable a la cuestión de la que ha surgido, es preciso que la
alternativa que expresa a la segunda desaparezca a nivel de
la primera. Esto no significa más que lo siguiente: si A es la
37
respuesta, no-A no puede serlo, y recíprocamente. Si tene
mos A y no-A, esto no puede ser una respuesta sino una
cuestión, dado que las cuestiones se definen por alternati
vas. Y cuando no estamos de acuerdo con alguien acerca de
una cuestión, es normal que esta cuestión tenga, al menos,
dos vertientes, A y no-A; la respuesta, en cambio, no puede
tenerlas. Es asunto de definición, pero también de sentido
común. Cuando tenemos A y no-A, estamos en el campo de
la interrogación, no en el de las soluciones; se trata de dos
tipos diferentes de respuestas, el problem atológico y el
apocrítico, pero la diferencia entre ellos no está marcada ne
cesariamente por la forma. Es más bien el contexto de la in
terlocución el que traza la línea divisoria entre lo apocrítico
y lo problematológico. Recordemos que lo apocrítico resuel
ve la cuestión, la cual, desde ese momento, ya no se plantea,
y que lo problematológico precisamente la expresa. En la
reflexión a través del discurso, las respuestas problema-
tológicas y las respuestas apocríticas traducen la diferencia
cuestión-respuesta, como lo hacemos por otra parte aquí.
El principio de contradicción sirve, pues, para definir a
priori lo que se entiende por respuesta, dado que, en térmi
nos preposicionales, la cuestión es una alternativa. A y no-A
son contradictorias sólo como respuestas, dado que, en el
plano de la interrogatividad, en nada puede sorprender que
tengamos A y no-A a la vez. El hecho de que A excluya no-A
significa una sola cosa: que ya no estamos en el orden de la
alternativa, sino en el orden de lo resolutorio. Ahora bien,
nunca se hizo esta lectura de un principio tan esencial. En
el proposicionalismo no hay cuestiones ni respuestas como
tales, sino proposiciones, juicios que no hacen diferencia en
tre cuestiones y respuestas y que suscitan su amalgama,
por no decir su confusión, pero que privilegian, no obstante,
como lo sugiere el término proposición, el lado respuesta, es
decir, la aserción. Esto tiene el efecto de proyectar todo pen
samiento hacia el orden de las «respuestas» y de vedar la
posibilidad de reflexionar lo problemático en sí, desplazán
dolo a otros pares contrastados, como lo subjetivo y lo objeti
vo, por ejemplo. Al mismo tiempo, dado que el principio de
no contradicción se formula de m anera proposicional, la
alternativa queda excluida; A y no-A son a priori incompati
bles en cualquier pensamiento posible, y ya no se advierte
de qué modo podemos contradecirnos a nosotros mismos ni
38
oponernos unos a otros. Tal vez sea peor: el principio de con
tradicción, lejos de definir una respuesta por oposición a
una cuestión, eleva de hecho la supresión de esta última a la
condición de norma de lo resolutorio, y entonces la necesi
dad de este estado de cosas pasa a ser fuente de la necesidad
que debe regir los juicios; al ser A verdadero, no-A no puede
dejar de ser excluido, debe incluso serlo necesariamente. La
necesidad se impone como la norma necesaria, no sólo de to
do discurso, sino también del ser mismo. Se ha rizado el rizo.
¿Qué hacer entonces con la aporía siguiente? Si A es ne
cesariamente lo que es, o sea, A, lo cual es necesariamente
verdadero por cuanto no se entiende cómo podría A no ser
ella misma, ¿cómo justificar que A sea B o C, que A podría
sin embargo no ser? Sócrates no puede no ser Sócrates, pero
es calvo y griego, por ejemplo, y no es nada fuera de todo lo
que él es, a saber: un conjunto de propiedades contingentes,
porque Sócrates no es necesariamente todo lo que él es, dado
que podría no ser calvo, no ser bajo, no ser griego, etc. En re
sumen, las cosas no son necesariamente lo que son: también
pueden ser distintas, como las opiniones y muchos juicios en
general.
39
ne la renovación ligada al Renacimiento, que desembocará
en una focalización cada vez mayor sobre el discurso figura
tivo, aunque sólo sea porque el recentramiento teológico
producido en Inglaterra y Alemania llegará a monopolizar
el campo de la interpretación. En Francia, la retórica ocupa
rá más bien el espacio político, con el juego de las pasiones y
del lenguaje de corte, de los cuales el segundo es una suerte
de reverso del primero pues se trata de un lenguaje bien
construido, apto para disfrazar las gracias del adulador y
refrenar los arrebatos. Empero, hablar de bellos discursos
es hablar de estilo, y la retórica se orientará de m anera
creciente al estudio de la ficción literaria. La tercera y últi
ma etapa se sitúa en el siglo XX y corresponde al impetuoso
retorno de la retórica en todas sus dimensiones: lógico-argu
mentativa, retórico-literaria, ético-política, tanto en Esta
dos Unidos como en Francia, y sobre todo en Bélgica, con
Perelman y el Grupo |i. Reviste interés comprender por qué
razón estos tres grandes períodos corresponden a un floreci
miento de esta disciplina, que muestra en cada uno de ellos
inflexiones nuevas.
Si bien se mira, son momentos en los cuales, en Europa,
la Historia se acelera. Los viejos esquemas son sometidos a
discusión y se tornan problemáticos. Las respuestas es
tablecidas se derrumban o simplemente se marchitan, dan
do paso a una multiplicidad de debates y de opiniones con
tradictorias. Reaparece luego cierto monolitismo que tiende
a secundarizar otra vez a la retórica, o que, en todo caso,
parece esclerosarla al modo de una escolástica. Es el cristia
nismo el que cumple este papel, tras el considerable desa
rrollo experimentado por la disciplina durante la Antigüe
dad. Con Descartes, la exigencia de univocidad y certeza pa
sa al primer plano. La aparición y la consolidación de la
ciencia m oderna son contemporáneas de una paulatina
disipación de las identidades del Renacimiento, débiles y
casi mágicas, en beneficio del rigor matematizador de la
edad clásica. En cuanto a la época actual, nadie puede pre
ver qué cosa reemplazará a nuestra sociedad, en la cual la
comunicación suele hacer las veces de acción y de fin en sí.
Dicho esto, la retórica continúa siendo una prenda de liber
tad tanto intelectual como moral, pues supone el derecho a
expresarse y a confrontar puntos de vista diferentes. Ella
sustituye a la fuerza, que no necesita ser justificada.
40
3. Los comienzos: pilares griegos, innovaciones
romanas
La retórica experimenta un auténtico auge durante esos
momentos privilegiados, aunque inquietantes, en que el
pensamiento se ve librado a sí mismo en la pluralidad de
sus puntos de anclaje. En Grecia, el fin de la mitología coin
cide con el nacimiento de la retórica, pues la primera de las
retóricas pasa a ser ella misma mitología. Al perder su cre
dibilidad religiosa, los mitos se convierten en objetos litera
rios. Sin esta evolución, Homero no hubiese sido posible.
Empero, esto implica también que la apelación a los dioses
ya no es pertinente para explicar el orden del mundo, sin
duda porque corresponde a un universo regido por el heroís
mo guerrero de una aristocracia dominante; y este orden ya
no se aplica a la sociedad democrática en la Atenas de los si
glos VI y V a.C. Los mitos devienen fábulas, bellas historias
a menudo lejanas y misteriosas, y su objeto son las trampas
que ellos les tienden a los hombres y a quienes les prestan
ayuda. La Razón es, probablemente, más tranquilizadora.
Los fenómenos naturales o políticos tienen que ser explica
dos, entonces, por otros factores: a esto se lo llamó el «mila
gro griego», caracterizado por el nacimiento de las ciencias
empíricas y también por la geometría de Euclides. Las his
torias de dioses no son ya respuestas, sino metáforas de res
puestas. Los m itos deben servir m ás bien como ejemplos
morales, al tiempo que la Razón demanda nuevas respues
tas, es decir, una nueva literalidad. Esto corresponde a una
auténtica revolución metafísica, que viene a sustituir a la
explicación teológica del cosmos, mientras la lógica consti
tuye la armazón del discurso científico. La política y la ética
nacen como discursos específicos destinados a evaluar las
conductas hum anas de acuerdo con nuevas normas. De
hecho, el sistema del mundo, del universo, es pensado ahora
de otro modo. Entre tanto, se generalizan los conflictos de
los hombres en la Ciudad, las discusiones sobre lo que dis
tingue a la respuesta correcta de la respuesta beneficiosa.
La dialéctica de la confrontación nace al mismo tiempo que
la retórica apta para expresar esa metaforización de las vie
jas respuestas en problemas disfrazados. Producto de esto
es una bella literatura cada vez más enigmática, incluso
desde La Odisea-, pero ya no se trata de un discurso realista
41
que deba ser tomado al pie de la letra. Las metáforas entre
tejen el discurso volviéndolo literario, poético, a fin de ilus
trar verdades más generales, edificantes y persuasivas; a
nosotros nos toca descubrirlas en todo lo que el Poeta ha es
crito o ha expresado oralmente.
El caso griego es ejemplar por más de un motivo: permite
observar a la Historia en acción, y los momentos de acelera
ción que se repetirán luego nos remitirán a él como etapa
fundacional. Surge así la cuestión: ¿qué sucede cuando la
Historia se acelera?
Sin caer en las derivas habituales de la filosofía de la
Historia, de todos modos es posible avanzar sobre la base de
una proposición minimalista, pero irrefutable. Cuando la
Historia se acelera, las cosas dejan de ser lo que son, sin de
saparecer forzosamente del todo. Algunas sí, otras no. Todas
son más o menos lo que eran, y esta diferencia, este hiato, se
traduce por una identidad cada vez menos literal. La identi
dad figurativa, o figurada, recibe el nombre de metáfora. La
Historia, al acelerarse, metaforiza cada vez más las viejas
respuestas, que van dejando de ser respuestas y se vuelven
cada vez más enigmas, cuestiones. El discurso, entonces, al
metaforizarse, introduce cada vez más cuestiones en el or
den de las respuestas, a riesgo de generar confusiones entre
unas y otras, confusiones motivadas —lo hemos mostrado—
por el hecho de que el orden de las respuestas es solamente
proposicional y deja a ambos niveles —las cuestiones y las
respuestas— indiferenciados. La represión problem atoló
gica tiene como objetivo mantener constante la diferencia,
también problematológica, por la cual cuestiones y respues
tas se mantienen distintas. Ahora bien, cuando la Historia
se acelera, las respuestas se vuelven más problemáticas y la
diferencia es cada vez menos firme, ya que la represión pro
blematológica disminuye. La metaforización tiende a gene
ralizarse y acaba por hacerse consciente, generando, a la
larga, la exigencia de una represión apocrítica correlativa.
Esta represión refuerza las identidades como respuesta al
debilitamiento del ser. Ello explica la matematización del
discurso, lo cual se produce primero en la geometría, con los
griegos, y posteriormente en la física, con Kepler, Copérnico
y Descartes.
La retórica, por su parte, se inscribe en ese lento proceso
de debilitamiento del ser que ve volverse cada vez más pro
42
blemáticas las respuestas; surge así la dialéctica de tipo
aristotélico, dirigida a eliminar la confusión mediante la re
futación de lo que parece respuesta sin serlo, para oponerse
de este modo a la sofística, que juega con la amalgama, aho
ra posible. Las respuestas se convierten entonces en m etá
foras, entendidas como tales, y surge así la retórica, litera
ria o no, que puede mantener vivo —en la forma de maneras
de hablar, de decir— lo que ya no vale como respuesta lite
ral: metáforas y, por lo tanto, retórica que van a enraizarse
cada vez más en las relaciones entre lo figurativo y lo literal.
La retórica responde a la aceleración de la Historia, acelera
ción que, como sabemos, conduce al desmantelamiento de
las viejas respuestas, que se tornan cada vez más expresa
mente problemáticas. La retórica deja constancia de esta in-
diferenciación eventual brindando a algunos, gracias a ello,
la posibilidad de engañar a los otros, aunque también per
mitiendo a estos otros defenderse. Pero abre principalmente
el campo al discurso metafórico, el cual trasciende ese dile
ma creándose un espacio propio: el del estilo y la literatura.
Los sofistas,7 que vendían sus servicios a las causas más
contradictorias, dan testimonio de ese relativismo naciente.
Aún hoy se asocia relativismo y retórica; uno puede decirlo
todo, haberlo sido todo, haberlo hecho todo: no tiene impor
tancia. Cada cual es en cierto modo víctima de su juventud,
como Günter Grass o Joseph Ratzinger, que se enrolaron
bajo el estandarte nazi, o como los terroristas actuales, que
se estrellan contra torres o explotan en sitios superpobla
dos. Todo vale todo, y si se hacen cosas censurables es por
que se tienen buenas razones; o sea, porque se tiene razón.
Desde el momento en que toda causa es buena con tal que
sea una causa, grande es el peligro de que la violencia per
petúe los problemas y de que la cerrazón méntal se apodere
de quienes se conforman con hallar excusas a modo de argu
mentos.
Para Platón, la retórica debe ser rechazada, justamente
porque expresa una (primera) forma de debilitamiento del
ser y, por lo tanto, de incertidumbre posible. La oponibilidad
remite al pathos, al auditorio imbuido de pasiones contra
dictorias, aun cuando, alterada la identidad por la Historia,
será finalmente el ethos, sede por excelencia de la identidad,
43
el que se verá cuestionado. Ahora bien, se habrá dejado en
tonces Grecia por Roma. La concepción aristocrática de la
sociedad que se desprende de La república y de Las leyes en
tiende la retórica como una perversión del orden antiguo,
como la expresión histórica de su enjuiciamiento por perso
nas que en democracia son fáciles de manipular. Platón es
tim a que la retórica es puro abuso del lenguaje, y que una
vez que se la desenmascare, las cosas se normalizarán y re
tornarán al estado inicial. Es, pues, el pathos, la manipula
ción del auditorio, el que soporta el peso de la Historia a tra
vés de la metaforización desliteralizante del discurso y de la
pérdida de identidad infligida a las palabras, que posibilita
hacerles decir lo que se desea que digan para halagar las
opiniones de unos y otros.
Según Aristóteles, que percibe la aceleración creciente
de la Historia antes de convertirse él mismo en su víctima,
el esplendor de Atenas y de la Grecia clásica está próximo a
su fin. La retórica es como un último recurso para recuperar
valores comunes y, de ser posible, para recuperar lo no con
flictivo. Ella permite a los ciudadanos discutir sobre lo que
entienden por bien común, y así llegar a definir lo que debe
ría ser, para ellos, la buena manera de vivir juntos. Como
demócrata que es, no cree que la verdad emane de los pode
rosos para descender, cual luz divina, hacia las demás cla
ses. Le corresponde al logos reflejar el orden de las cosas, pe
ro este logos no cae por su peso, y la retórica deja constancia
de esto al apropiarse de las nociones de verosimilitud y pro
babilidad, e incluso de preferibilidad. De todas maneras, el
logos flaquea y se desliteraliza respecto de las respuestas
(literales) anteriores. Para Aristóteles, que no recurre al tér
mino «desliteralización» —aunque el resultado es equiva
lente—, el ser se fragmenta en múltiples categorías, en sig
nificaciones plurales. Cada ser es esto, y aquello, y muchas
otras cosas más. Dada semejante situación de pluralismo, y
a veces de indeterminación, es natural que haya debate. Al
contrario de Platón, Aristóteles no percibe la Historia como
manipulación, sino como el surgimiento de diferencias rea
les que se insertan en el ser y lo vuelven ambiguo o, al me
nos, ambivalente. Al repensar así el logos, Aristóteles espe
ra despejar y reencontrar cierta univocidad, género por gé
nero, adecuada para hacer brotar una identidad subyacente
que permita afirmar las cosas tal como son («esto es como
44
aquello, y no de otra manera»), de acuerdo con la exigencia
de no contradicción. Sin embargo, el ser, en su univocidad,
se ha convertido en un enigma y hasta en una imposibili
dad. Sin el Dios de la Edad Media, que es el Ser por excelen
cia, dado que es el supremo, el ser habría mantenido su ca
rácter de misterio contradictorio. Ya en su dialéctica, Aristó
teles llamaba la atención sobre las rupturas de identidad,
pues son estas las que generan debates: de la definición, que
especifica la esencia de los seres, a su identidad accidental
(la afirmación «Sócrates es calvo» indica algo totalmente ac
cidental, que no es ni su esencia ni una propiedad del género
humano), se toman en cuenta otros tantos debilitamientos
del ser. Sea que tras la apariencia de una identidad se ocul
ten lo propio, el género, la definición esencial o el simple ac
cidente, de todas maneras hay aquí, de hecho, una grada
ción que corresponde al debilitamiento creciente de las res
puestas; en efecto, ya no se podría entender «A es B» como
una identidad estricta. Esto remite, para Aristóteles, a cua
tro grandes clases de cuestiones (la esencia o definición, lo
propio, el género y el accidente), que son abarcadas y hasta
ocultadas por una cuestión como «¿Qué es X?», y su res
puesta: «X es B» o, si se prefiere, «A es B». Las respuestas
son tributarias de lugares comunes, o topoi, que permiten
responder acerca de X aplicando lo que se sabe a lo que no se
sabe, transformando respuestas admitidas en respuestas
que se quiere hacer admitir, del tipo: Quien puede lo m ás
puede lo menos, Lo que vale para todo debe valer pa ra un
elemento del todo, S i los hombres se definen por ser m orta
les, esto vale tanto para usted como para m í, etcétera.
En opinión de Aristóteles, pues, lo importante es despe
jar bien las diferencias que hay tras las identidades ficti
cias, como la homonimia, o tras aquellas que son sim ple
mente formales, y distinguir entre identidad y diferencia; la
Historia profundiza la distancia entre estas y, por otro lado,
siempre cabe la posibilidad de confusión (consecuencia de la
represión problematológica, que disminuye).
Se advierte muy bien que esta teorización del logos conti
núa impregnada de un gran optimismo resolutorio; pero la
Historia no va a detenerse y Roma va a dominar a Grecia,
como también al resto de la cuenca mediterránea. La retó
rica tendrá que negociar el valor esencial del mundo anti
guo, la identidad, identidad que flaquea y que es preciso
45
afirmar y reafirmar: esta es la función del cursus honorum,
el cual hace posible la evolución en la identidad de cada uno.
La retórica está al servicio de esa identidad evolutiva mos
trando que, en cada fase, el individuo hace gala del ethos
que conviene. Cicerón, uno de los grandes beneficiarios del
ascenso social, será cónsul aunque no provenga de una fa
milia aristocrática, cosa infrecuente en su época. Será tam
bién uno de los grandes teóricos de la retórica y conservará
esta condición durante toda la historia de la disciplina. Con
él, bien se percibe que el ethos, surgido en el corazón de la
retórica como la piedra angular de toda persuasión, pasa al
primer plano. El uso del logos se revela como el arte de ha
cer valer en forma ejemplar la propia identidad, la excelen
cia de lo que uno es y las virtudes que posee. En este despla
zamiento de prioridad, que traerá aparejadas grandes con
secuencias sobre la concepción de la retórica, es posible ver
la base de las diferencias entre la retórica griega y la retóri
ca latina.
La retórica no está estructurada de la misma m anera
para Aristóteles que para Cicerón. Cuando una respuesta
se tom a problemática y la cuestión resurge, intacta, con dos
soluciones contradictorias por lo m enos, el discurso debe
subdividirse «en dos partes,8 pues hay que decir cuál es el
asunto de que se trata, y después demostrarlo [...]. Estas
partes son las propias del discurso: a lo sumo, un discurso
comprende un exordio, una proposición,9 una confirmación
y una peroración».10 Aristóteles oscila, de hecho, entre una
estructura binaria, «problematológica», que articula la ex
posición de la cuestión y su resolución, y una estructura
más compleja en la cual, al lado de (1) el exordio, destinado
a despertar el interés del auditorio hacia esa cuestión, y de
(2) la conclusión, que debe hacerle saber a aquel que está
resuelta, el orador instala toda una estructura narrativa.
Los argumentos deben escindirse según el pro y el contra.
La 3isposición expone la confirmación de una tesis y la refu
tación de la tesis contraria. En cuanto respecta a lo que
Aristóteles llama «proposición», abarca incluso a la narra
ción, sea o no literaria. El exordio, por su parte, tiene la
46
misión de volver interesante la cuestión, y cuando el audi
torio se divide entre un interlocutor y un juez distinto de él,
debe partir «del orador, del auditorio, del asunto litigioso y
del adversario» (14146). Reaparecen así el ethos, el logos y el
pathos, el que habla, el que escucha, el que juzga (si no son
idénticos), y aquello de lo que se trata.
El exordio es muy importante porque no se está forzosa
mente ante el tribunal, con un litigio que preexiste a la ar
gumentación destinada a convencer a quienes deben resol
verlo. Para los griegos, las situaciones son m últiples, las
cuestiones también, y habrá que ganarse la atención de los
demás. El exordio debe tener vinculación con los problemas
del interlocutor, con sus pasiones, a fin de captar su interés.
Para los romanos, en cambio, la subdivisión del discurso re
tórico es un tanto diferente, debido a que la destinación re
tórica suele hallarse predeterminada por un marco social o
político en el que se plantea ya una cuestión previa. Primero
está la invención (1); luego viene la disposición (2), en la
cual encontramos el exordio, la narración, la confirmación y
el epílogo; luego está la elocución (3), que comprende el es
tilo y la forma; después vienen la memoria (4) de todo lo que
hay que decir y, por último, la acción propiamente dicha (5),
en la que se enuncia el discurso.11
47
¿Cómo se explica esta diferencia entre los griegos y los
romanos? La razón es simple: para los griegos, la í/etórica es
cuestión de hombres libres, de pares que no deben escuchar
se forzosamente, salvo en el tribunal, donde el decorado se
halla instalado. Por consiguiente, antes que nada es preciso
captar la atención y el interés del auditorio, y solam ente
después se despliegan argumentos (¿nventio, heuresis, de
donde proviene la palabra heurístico). Según la concepción
de Aristóteles, tras haber suscitado el interés mediante una
adecuada exposición de la cuestión, hay que producir la res
puesta: el logos es la piedra angular de esta división binaria
de la destinación retórica. En Roma no hay nada de todo es
to. La sociedad está fuertemente jerarquizada, y, por lo tan
to, el interés hacia el que habla está pautado por lo que debe
decir —sobre todo, por lo que puede decir—. Es decisiva la
posición social del orador, consecuencia de lo cual es que el
ethos se inscribe casi siempre en el marco de ciertas carre
ras (cursus honorum) e instituciones. «La institución orato
ria» —para tomar el título de la obra (Institutionis orato-
riae) en la cual, cien años después de Cicerón, Quintiliano
plasmó su gran síntesis de la retórica— se centra, de hecho,
en el modo en que se organiza la intervención del orador, y
debe ser considerada una institución entre otras. El discur
so está ritualizado y se estructura en función de circunstan
cias precisas, como las del tribunal, o como en política, cuan
do el objetivo es obtener la aprobación de los conciudadanos;
tal es el papel que cumplen las elecciones, por ejemplo, para
ser nombrado cónsul o tribuno. Esta clase de acontecimien
tos no requiere plantear un problema en la mente del audi
torio, y tampoco captar su interés: las circunstancias insti
tucionales cumplen este papel antes de que el orador tome
la palabra. Su arte no reside tanto en despertar interés por
una cuestión conocida o a cuyo respecto el oyente está ya
sensibilizado, sino en las respuestas, en la llamada inventio
o afte de desplegar los argumentos convenientes.
Como puede advertirse, la concepción de Aristóteles con
respecto a la humanidad del hombre retórico, el ethos, es
distinta de la que postulaban los romanos. Según el filósofo
griego, la discusión sobre el bien común es producto de las
diferencias de opinión entre hombres libres, iguales en este
aspecto, y de la necesidad de decidir qué es lo más útil, da
das las divergencias de parecer que cada cual puede mani
48
festar. En el ámbito latino, en cambio, lo decisivo para defin
ir el funcionamiento de la retórica es la situación, el con
texto, y no el discurso. El hombre es un ser retórico en vir
tud de su ethos, que está diferenciado social y políticamente:
él debe justificar ante los demás el papel público que quiere
asumir o la causa que quiere defender. Este papel institu
cional es determinante: juez, litigante, tribuno y tantos
otros. Se pasó así de un universo retórico centrado en el lo
gos a un universo focalizado más bien en el ethos. Lo cual no
obsta a reencontrar, en estos dos universos, la tripartición
ethos-pathos-logos. En Aristóteles, el logos, lugar de la cues
tión y de la respuesta (no teorizadas como tales), es el punto
de anclaje inaugural de la retórica y, bien compuesto, permi
te al orador convencer a su auditorio. Esto explica que privi
legie una estructura binaria para dar cuenta de la articula
ción, estructura en la que el exordio inicia el proceder dis
cursivo despertando el interés del otro por una cuestión.
Entre los latinos, en cambio, todo está atravesado y domi
nado por la inventio. El exordio, que forma parte de ella, ha
de permitir resaltar el carácter (ethos) ejemplar o virtuoso
de quien propone una tesis. Vienen después los argumentos
propiamente dichos, la narración de los hechos, con el pro y
el contra (logos), mientras que el punto final será aportado
por el epílogo, cuyo propósito es retomar lo esencial del dis
curso para dejar bien claro que el orador ha respondido efec
tivamente al auditorio y ha tenido en cuenta sus emociones
(pathos). Sin embargo, el punto de anclaje del proceder dis
cursivo es siempre el ethos, pues todo parte del orador: la
presentación de sí mismo, de sus valores, del modelo ejem
plar que él encarna. Será apoyándose sobre tales valores,
positivos y compartidos, como un orador seducirá mejor a
sus «jueces». De manera concomitante, el auditorio se verá
movido a concluir que la cuestión —cuya existencia era pre
via al encuentro— ha sido bien resuelta, puesto que el ora
dor habrá producido, con su discurso, la mejor de las impre
siones. Estos tres momentos cubren, respectivamente, el
pathos, el logos y el ethos.
49
4. La retórica en la época moderna
En el Renacimiento, cuando el modelo escolástico-teo-
lógico cede gradualmente el paso a la ciencia, se asiste a una
suerte de nuevo «milagro griego». La retórica renace. Al co
brar la Historia una aceleración sin igual, el logos se meta-
foriza más y en lo sucesivo el estilo define a la retórica. La
dialéctica, dominada por la inventio, se transforma en arte
de inventar y pasa a ser finalmente un método de adquisi
ción del saber, equivalente analítico de la retórica. Esta con
vertibilidad encuentra su expresión más acabada en D es
cartes y su famoso Discurso del método. En esta obra, Des
cartes se afana en impugnar la retórica punto por punto,
desde el exordio hasta la elocución. Despeja así ciertos pre
ceptos que cree necesarios para alcanzar resultados cien
tíficos, los cuales son a su vez necesariamente verdaderos y
no ya, como sucedía en retórica, dudosos, simplemente por
ser problemáticos.
50
cada etapa de la retórica en una regla de método muy pre
cisa. Descartes transpone así la inventio, la dispositio, la
elocutio y la m em oria a estrictos procesos analíticos, que
dan por resultado la necesidad del resultado, en lugar de la
verosimilitud de las respuestas. Se afirma ahora como res
puesta la afirmación excluyente de su contrario. Si se tiene
A, no-A es necesariamente falsa. La disolución de la dia
léctica es total. La primera regla es muy clara al respecto:
ya no se debe admitir lo problemático, pues, según Descar
tes, lo problemático se identifica con lo dudoso. La alterna
tiva queda erróneamente asimilada a lo indecidible. En con
secuencia, lo problemático debe ser completamente elim i
nado. Es preciso hallar (inventio) aquello que constituye la
exacta respuesta, es decir, la respuesta exacta que lo hace
desaparecer. Este es en lo sucesivo el papel del método, y no
ya el de una retórica de resultados más que inciertos. Ahora
se trata de juicios que no tienen nada que ver con la interro-
gatividad, la cual ha sido confinada a los armarios de lo du
doso; en efecto, se nos ha propulsado a un universo intelec
tual regido por la autoafirmación fundadora de la afirma
ción necesaria y excluyente: A sin posibilidad de tener no-A.
Tal es el criterio, tomado de la geometría, de la «respuesta».
El segundo momento es tan elocuente como el primero
respecto del objetivo perseguido por Descartes. La disposi
tio es la formalización del pro y del contra; los argumentos
se dividirán según esta regla. Descartes traduce esto en su
método afirmando que conviene «dividir las dificultades».
El tercer momento es el de la formalización ordenada: en
el lenguaje cartesiano, la elocutio retórica corresponde a un
orden del discurso que va de lo simple a lo complejo, lo cual
permite observar el trayecto de la solución ofrecida. Se ha
pasado así de la exigencia de dar pruebas de estilo, típica del
campo retórico, al estilo que exige la prueba, típico de la de
mostración matemática. Este papel le está reservado a la
síntesis, que desde Pappus y Euclides sirve para exponer los
resultados. Se los reordena de tal modo que aparecen sos
teniéndose por sí solos, como ocurre en los m anuales de
estudio de las ciencias exactas.
En cuanto al cuarto momento, el de la enumeración, se lo
encuentra tanto en la retórica como en el Discurso del m é
todo; curiosamente, Descartes expresa aquí que, al rehacer
el camino recorrido, no debe omitirse nada. Se trata de una
51
exigencia sorprendente, por cuanto es puramente psico
lógica, como la memoria. Esto sólo puede comprenderse si se
admite que Descartes escribió su Discurso con aquellos mo
mentos de la retórica que tenía todo el tiempo presentes. Si
tantas interrogaciones suscitaron estas reglas cartesianas
de número arbitrario y exigencias a veces insólitas (po
dríamos imaginar otras), es porque se perdió de vista que
constituían el equivalente racionalista del procedimiento
dialéctico. Con la inventio se corresponde la certeza de los
resultados (demostración en el sentido analítico); con la dis-
positio, la división de los argumentos; con la elocutio, una
organización sintética que debe reemplazar a la exposición
teórica, y con la memoria, la enumeración, entendida ahora
en el sentido matemático de recuento del todo y de las par
tes de la demostración.
Esto completa el movimiento de cientifización de la dia
léctica iniciado un siglo antes por Pierre de la Ramée, quien
la separó completamente de la retórica. Privada de su logos
argumentativo, así como de su ethos —que el humanismo
abandonará a las reglas religiosas y luego a la moral filosó
fica—, la retórica que pervive se reduce cada vez más, en la
época clásica, al pathos. En vez de identificarse con lo meta
fórico y con las figuras, el logos lo hará con la expresión de la
relación con el otro (así sea lo divino). En el mundo antiguo,
este papel primordial lo cumplía el ethos.
En el Renacimiento, la sociedad ve objetadas cada vez
más sus jerarquías. Lo que se tambalea no es la virtud tal
como debe concebírsela, ni el papel social que corresponde a
cada uno: devienen codificados tanto la moral religiosa
como los roles sociales. Las diferencias marcadas por la
H istoria afectan m ás bien al hombre en su Yo profundo
(Pascal, La Rochefoucauld), extendiéndose a las relaciones
que entablan los seres entre sí a través de sus variadas pa
siones (Hobbes) y a las que mantienen con Dios. Desde aho-
raTlas relaciones con el prójimo, las pasiones egoístas y
destructivas, el vínculo con la imaginación (Hume), se vuel
ven problemáticos. Las identidades, así como las respuestas
que las definen, ven fijados sus contornos por la sociedad
monárquica. Donde hay efectivamente discusión es en el
plano de las diferencias: entre el hombre y Dios, entre unos
hombres y otros a través de sus pasiones, y las que vinculan
a los hombres con lo real que los afecta. El pathos es, ante
52
todo, relación con el gran otro, que es Dios. ¿Cómo creer en
él —pregunta Pascal—, cuando carezco de pruebas absolu
tas a su respecto y sólo puedo apostar sobre su existencia?
¿Cómo vivir con los otros —pregunta Hobbes—, si quieren
dominarme o buscan mi muerte? ¿Cómo transigir con mis
pasiones, si desde los albores del cristianismo ellas encar
nan lo prohibido? Recordemos que, a partir de San Agustín,
las grandes pasiones, vale decir, el deseo carnal, el afán de
poder y la búsqueda de riquezas, quedan asociadas al peca
do original. Es preciso renunciar y arrepentirse. Si el hom
bre de fe quiere que se lo ordene sacerdote, debe hacer ade
más voto de castidad, humildad y pobreza. Miradas de cer
ca, estas tres pasiones expresan la relación con uno mismo,
con el otro y con el mundo. El deseo que nos arrastra domina
todo nuestro ser y desvirtúa nuestra esencia; el afán de po
der desnaturaliza la relación con el prójimo; por último, la
búsqueda desenfrenada de dinero pervierte la relación con
el mundo. En el Renacimiento, esta herencia cristiana se
imprime aún en las conciencias y deja su marca en el ethos,
el pathos y el logos. Puesto que las pasiones desnaturalizan
cualquier relación justa, es sin duda el pathos el que apare
ce como factor clave. Puesto que los individuos se ven enca
denados a un rol ya establecido, tienen prescripto el ethos, y
así sucede también con el logos, desde el momento en que se
lo subordina al papel social de cada cual. La edad clásica,
por otra parte, será dominada cada vez más por las pasio
nes, que el lenguaje de corte deberá neutralizar. Sin embar
go, el lenguaje figurativo, sometido a una metaforización
creciente a causa de una mayor aceleración de la Historia,
pasará a ser objeto de estudio por sí mismo, primero con Du-
marsais (1730) y más tarde con Fontanier (1820). Una vez
superados los caprichos de los juegos cortesanos, la retórica
resurgirá en el corazón de las manifestaciones pasionales.
El orden social tiende a inmovilizar a seres (ethos) y concep
tos (logos), por lo cual la única variación permitida es la
reacción contra este orden a través de su instauración (Hob
bes) o de su contestación. Subsisten, desde luego¡ el consen
timiento argumentado y, por encima de todo, la manera en
que cada cual elige encomendarse a Dios (Pascal). Una retó
rica específica, jesuita llegado el caso y de todos modos ba
rroca, reorientará las pasiones en provecho de la fe (Gra-
cián). He aquí todo el arte de la prédica y de la arquitectura
53
barroca. Empero, sea lo que fuere de todos estos casos
paradigmáticos, el pathos aparece como el electrón libre de
esta retórica, como el elemento sobre el cual se puede ac
tuar, porque él es el que traduce las diferencias permitidas.
Gracias al p a th o s, la Historia inscribe de nuevo la dife
rencia en lo humano.
La retórica moderna hará, pues, de lo pasional el eje de
su proceder, aun cuando muchas veces esté oculto, inconfe-
sado, y se exprese siempre de manera indirecta. Al comien
zo, por otra parte, el par de lo figurado y lo literal traduce la
oposición entre el decir que disimula y el decir que anuncia
el color. En el centro de las controversias políticas, de Ma-
quiavelo a Rousseau pasando por Hobbes, esta dicotomía
suscita la cuestión sobre lo que justifica el sentimiento de
confianza. ¿Cómo confiar en el otro, si puede disimularse y
engañarme? Hay que analizar entonces su discurso y sobre
todo preguntarse, de la manera más general posible, de qué
modo el discurso separa lo esencial de lo accesorio y de qué
modo es vehículo de su distinción (Port-Royal). ¿No se es
conde Dios mismo al revelarse? En todo caso, no será sino
por el sesgo de este dualismo que se afirmará la figurati-
vidad como la piedra angular del discurso de las pasiones y,
poco después, de la retórica. De Port-Royal a Lamy, y poste
riormente de Lamy a Fontanier, junto a un ethos vaciado en
el bronce de los roles sociales y de la religión, se tendrá un
logos que acabará por estereotiparse, al reducirse cada vez
más a eruditas figuras de estilo que serán estudiadas enton
ces por sí mismas. A partir del Renacimiento, cuando las pa
siones sean equiparadas a intereses racionales (Adam Smith
y el nacimiento del homo economicus) o aceptables, el p a
thos, que dominaba a la retórica, perderá este papel. De ma
nera concomitante, tales pasiones se verán rehabilitadas a
título de componentes positivos de la naturaleza humana.
Surgidas del campo de la retórica, participarán de pleno de-
reclio en el de la política, la economía o la psicología. Las
tres dimensiones a que nos referimos sucumbirán así a la
Historia, al menos como elementos fundadores de una retó
rica posible. El optimismo de la Razón instaurado en el siglo
XVIII tendrá el efecto de eclipsar toda forma de retórica; así
será hasta la segunda mitad del siglo XX, momento en el
cual ella renacerá poco a poco, a la sombra, ciertamente, del
relativism o y del escepticismo, que perduran aún como
54
herencia saludable de los totalitarismos que dieron lugar a
las dos guerras mundiales.
Interroguémonos ahora sobre la retórica inglesa, que ad
quirió orientación propia con Campbell (1776) y W hately
(1828). Cuando Campbell escribe su Philosophy ofR heto-
ric,14 tiene a Hume sobre su mesa. Al empirismo no le resul
ta fácil explicar las ideas vinculadas a la imaginación, y lo
mismo le sucede con las pasiones, que derivan de sensacio
nes pero no se reducen a ellas. Campbell toma de Hume sus
concepciones sobre la creencia y la probabilidad, y las aplica
a la persuasión. Con Whately, arzobispo anglicano, la pers
pectiva se modifica. En sus Elements ofRhetoric15 se adivina
al hombre de Iglesia habituado a predicar a sus corderos. Es
más sensible que Campbell a la argumentación y se intere
sa más que este en la elocución y el estilo. En relación con
Whately, y coincidiendo con su prologuista moderno Dou-
glas Ehninger, se llegó a hablar de retórica eclesiástica,
pues se trata de pasar de premisas reveladas a conclusiones
que deben parecerle evidentes al auditorio. La lógica pone a
prueba la validez de los argumentos; la retórica los inventa
y, sobre todo, los acomoda para impresionar mejor. Mientras
que la influencia de Hume sobre Campbell es evidente por
el modo en que apela a los hechos y a las relaciones de espa
cio y tiempo en los nexos argumentativos, así como a la cre
dibilidad de los signos ofrecidos por el orador, Whately se
apoya ante todo en la noción de testigo y de testimonio, así
como en la presunción de existencia, consecuencia todo ello
de su óptica religiosa.
Si buscamos puntos comunes entre esta retórica inglesa
del siglo XVIII y la del siglo XIX, hallaremos el credo empi-
rista, tanto el que se aplica como aquel contra el cual se
reacciona. Este credo parece imposibilitar cualquier forma
de retórica, y con mayor razón cuando es religiosa. De ahí el
desafío que estos dos autores decidieron aceptar. Puede
añadirse que Campbell está más cerca de Aristóteles como
Whately lo está de Cicerón, aunque con fines diferentes.
55
5. Las retóricas del siglo XX
Hubo que esperar a la década de 1950 para que la retóri
ca y la argumentación —la antigua dialéctica— resurgie
ran. Como de costumbre, ciertos autores privilegiaron el
ethos, algunos el logos y otros el pathos. Pero, a la inversa
del mundo antiguo, en el que el ethos fue el objeto de todas
las atenciones, o del mundo moderno, ocupado sobre todo en
el pathos, en la relación con el otro, el llamado «mundo con
temporáneo» se interesó en teorizar más que nada el logos.
El monopolio de la lógica y de la ciencia no fue ajeno a esto.
La distancia creciente entre las palabras y las cosas, fruto
de la aceleración de la Historia, tampoco.
El éxito de los análisis del lenguaje preparaba este re
surgimiento. En efecto, una de las características relevan
tes del siglo XX, más allá de las revoluciones científicas que
conoció en su transcurso, fue el papel preponderante cum
plido por el lenguaje. El estructuralismo lo convirtió en ma
triz de las ciencias humanas, etnología incluida; mucho an
tes, sin embargo, y tras los filósofos vieneses y alemanes, ya
el pensamiento anglosajón se había preocupado por estu
diar las significaciones y la estructura del lenguaje lógico,
así como del lenguaje corriente. Estamos pensando en Witt-
genstein, pero también en todos aquellos de sus continuado
res que, desde Oxford hasta Berkeley, se interesaron en el
lenguaje con el fin de estudiar el pensamiento. En lugar de
reducir este último a la condición de tema fundador y origi
nario, pero empíricamente inaccesible, prefirieron concen
trarse en aquello que, producto del pensamiento, podía ob
servarse: el lenguaje utilizado por los hombres. Mucho an
tes de Foucault, este tipo de análisis tomó nota de la muerte
del sujeto, de aquel sujeto concebido a partir de Descartes
como una mancha ciega y originaria, como un mirón invisi
ble que permite reflexionar acerca de todo menos de él mis-
mo^con el consiguiente riesgo de extravío en la reflexión in
finita sobre sí. Los pensadores del lenguaje se ocuparon de
lo que vincula a los hombres entre ellos y con el mundo, esto
es, el lenguaje y la palabra, el decir y lo dicho, la verdad y su
enunciación. La Historia, al acelerarse, extendió aún más,
en efecto, la distancia entre el hombre y lo real. Nuestros
pensamientos ya no bastan para descifrar los secretos del
mundo, y pensar el pensamiento no da lugar ahora más que
56
a lo subjetivo. Lo único que del pensamiento del hombre se
mantuvo objetivo, es decir, lo único accesible a todos de la
misma manera, es el lenguaje. Aún había que inquirir sobre
lo que este provee acerca de la exterioridad de las cosas tan
to como de la interioridad del hombre. Se habló entonces de
referencia para aludir a lo que los signos denotan; de semio
logía, para la implementación de los diversos códigos de em
pleo, y de uso, para captar el significado de las palabras en
los múltiples contextos de sentido. En suma, fueron Frege,
Peirce y Wittgenstein, y sus continuadores, quienes nos re
cordaron que el sentido de las palabras y su uso tienen final
mente algo de más universal y, científicamente hablando,
de preferible, cuando se trata de dejar a un lado la fluctuan-
te y caprichosa subjetividad. A finales del siglo XIX, esta
última reemplazó al sujeto puro, cartesiano, kantiano, que
lo ve todo salvo a sí mismo, pues no puede convertirse en su
propio objeto sin disolverse como sujeto.
Aún se estaba lejos de un resurgimiento cualquiera de la
retórica. Por el contrario, la idea de significación unívoca,
susceptible de ser codificada por el formalismo lógico, se
oponía al reinado de la ambivalencia del cual se habían nu
trido los rétores y que los teóricos de la retórica habían pro
fundizado. Además, en esa época el clima era apenas pro
picio para la discusión contradictoria. El marxismo y el fas
cismo se habían repartido la primera mitad del siglo, antes
de que se tuviera el recaudo de denunciar, por fin, su san
guinaria barbarie. Los intelectuales del siglo XX no fueron
afectos a la retórica, obnubilados como estaban por las có
modas certezas de la ideología. En cambio, cuando estas úl
timas se hundieron en los hedores de la muerte de masas, la
muy desacreditada retórica volvió a ser el arma a utilizar en
debates al fin posibles, así como el instrumento de quienes
preferían las incertidumbres de la apertura intelectual an
tes que el mortal encanto de las ideologías totalitarias. Ca
bría hablar, incluso, de un «viraje retórico», con Habermas y
Perelman, Eco y Gadamer, junto al «linguistic turn» que,
con Russell y Wittgenstein, había marcado al pensamiento
anglosajón a comienzos de siglo.
Cuando se habla precisamente de este siglo XX, forzoso
es comprobar que la mayoría de los teóricos optaron por pri
vilegiar el logos, lo cual, dado el papel que se le otorgó, como
se dijo poco antes, al lenguaje, no tiene nada de sorpren
57
dente. Este es el caso tanto de Perelman como del Grupo |x,
con quienes se asocia en general la renovación de la retó
rica. Mas no hay retórica real sin ethos ni pathos, y tampoco
sin disociación entre retórica y argumentación. Esto no fue
óbice para que Perelman asentara su concepción en el logos
o asimilara la retórica a la argumentación, como si la dife
rencia entre ambas no fuera significativa. Toulmin hizo lo
mismo en nombre de un enfoque aún más logicista que el de
Perelman, aunque, en su caso, más interesado por lo recto,
el ethos, y también por el papel del auditorio, el pathos. Lo
que particulariza a las retóricas de nuestra época es, preci
samente, el retorno de cada una de esas dimensiones que
son el ethos, el pathos y el logos, cada una de ellas con sus
teóricos. Así como el logos parece haber ocupado un lugar
preponderante, también el pathos y el ethos tuvieron sus
propios especialistas. Con el logos, siempre la piedra angu
lar de la disciplina, se tiene además la posibilidad de privile
giar ya sea una teoría de la retórica por sobre una teoría de
la argumentación, ya sea lo inverso. Esto explica la riqueza
de las teorías que florecieron entonces.
Para dejar bien claras las ideas, recordemos algunas de
finiciones que no fueron, por fuerza, las de los autores que
vamos a considerar, pero que permiten, no obstante, articu
lar y comprender las diferencias entre ellos y el lugar que
ocuparon en ese siglo XX.
No hay retórica sin un lazo ethos-pathos-logos, orador-
auditorio-lenguaje, sea este último escrito u oral, verbal o
visual. La retórica misma es la negociación de la diferencia
entre individuos acerca de un tema [o sujeto] dado. Hay una
cuestión que los opone y, por otra parte, respuestas que los
vinculan. Cuando este vínculo prevalece sobre las demás
consideraciones, estamos en la retórica stricto sensu, en la
retórica como procedim iento. Cuando, por el contrario, lo
que aparece como más esencial es la oposición, importa más
laTuestión que divide, y entonces estamos en la argumenta
ción (en este punto, es preciso distinguir la retórica como
procedimiento de la retórica como disciplina, de la cual for
ma parte la argumentación). Un límite extremo, podríamos
decir, lo constituye el género epidíctico, en el cual el proble
ma reside en actuar como si no hubiera ningún problema,
según sucede en la cortesía neutralizante de la vida cotidia
na. Se trata aquí de pura retórica, pues lo que se busca no es
58
convencer sino agradar, y, sobre todo, no fastidiar al interlo
cutor abordando cuestiones que podrían resultar espinosas.
No hay, en este caso, argumentos. El otro límite está dado
por una situación en que la cuestión es explícita, se halla
sometida al debate contradictorio, y es necesario salir de es
te debate de una u otra manera: es el caso de la argumenta
ción judicial. Acabamos de mostrar en qué consiste la dife
rencia entre retórica y argumentación, aunque sabemos
que hay casos mixtos, como en política, en que argumentar
y agradar se entremezclan.
En el fondo, hay dos maneras de afrontar un problema:
eliminándolo mediante lo que parece ser una respuesta o, al
contrario, debatiendo explícitamente sobre la cuestión en
juego.
Recordemos la primera situación: se finge que la cues
tión está resuelta, dado que se aporta la solución. Esto es
ilusorio, desde luego, ficcional incluso, pero puede resultar
convincente y seductor. Ello explica la imagen de la retórica
como arte de la falsa apariencia, como manipulación de las
mentes. Se presentan ideas y hasta argumentos en favor de
una cuestión con la pretensión de que estas ideas o razones
la resuelven sin mencionarla, sin plantearla de modo explí
cito e incluso obrando sobre el subconsciente que se la plan
tea, que nos la plantea. Con la argumentación sucede lo in
verso, pues, antes que bajo la alfombra, ella pone la cuestión
sobre la mesa.
Sospechamos que aquí está todo lo que opone la retórica
a la dialéctica, a la argumentación. Son los dos ángulos por
los cuales se aborda el problema que separa al orador del in
terlocutor, del lector o del espectador. De hecho, aquí está to
do lo que distingue a la publicidad, aunque también a la li
teratura, del proceso judicial, en que uno de los contendien
tes defiende expresamente lo que el otro ataca. Las dos par
tes en litigio encarnan la alternativa, y el problema es claro
y explícito.
En cuanto a la retórica como conjunto de procedimien
tos, ella oculta el problema obrando como si estuviese re
suelto: presentando de la manera m ás elegante posible
aquello que lo suprime. Cumplen este papel, entre otras,
ciertas figuras que operan como si la cuestión hubiese desa
parecido en provecho de la respuesta, como si todo lo proble
mático se hubiese esfumado, como si no se planteara o hu
59
biera dejado de plantearse: así sucede en la publicidad. To
memos el ejemplo del elogio fúnebre, de la «oración» y del
«sermón», que nos dan la oportunidad de lanzarnos a gran
des despliegues retóricos. ¿Qué se espera de un elogio seme
jante sino que borre, precisamente, todo cuanto pudo haber
de problemático en el personaje al que acaban de enterrar?
El discurso convencional consiste sólo en hablar bien de él,
en lamentar su pérdida por esta m isma razón: nadie está
ahí para escuchar planteos en su contra. Las figuras de esti
lo apuntan a exaltar lo no problemático, y por este motivo el
problema del elogio fúnebre reside en que no se menciona
ningún problema. Todas las cuestiones son tratadas en esta
oportunidad m ediante respuestas destinadas a destacar,
así sea de un modo exagerado, con estilo ampuloso, las cua
lidades del difunto, como si estas no hubiesen dejado tras de
sí dificultades ni vestigios, como si, contrariamente a la ma
yoría de las cualidades humanas, no hubiesen presentado
ninguna ambivalencia. Las cuestiones concernientes al di
funto sólo son «citadas» a través de aquello que las resuelve,
para ventaja postuma de aquel.
Aunque el discurso literario sea más problemático que el
elogio fúnebre e incluso apele a una mayor enigmaticidad
de los personajes y las situaciones, afectando así a la propia
narración, lo problemático enjuego no es puesto en escena
como en el tribunal de justicia —ni siquiera en las trage
dias—, pues se m anifiesta en respuestas y por medio de
ellas, cualesquiera que sean las cuestiones explícitas que
por otro lado encontremos en ese discurso. Aquello de lo cual
es cuestión se enuncia no como cuestión, sino a través de
determinados atributos singulares que formarán la trama
del relato y lo volverán eminentemente concreto. Esto ex
plica el papel que, con frecuencia, cumple la verosimilitud
en la composición de las respuestas, a fin de que estas no
planteen problemas en la mente del lector. Tal es el precio a
pagar por el acuerdo de este, por su captura intelectual y
estética.
En síntesis, y volviendo a nuestra cartografía del siglo
XX, el ethos, el pathos y el logos van a distribuirse en teorías
que privilegian en un caso la retórica, en otro la argumen
tación, sin perjuicio de reducir la una a la otra, así como de
hacer depender el ethos y el pathos del logos; por ejemplo,
cuando es el logos el que sirve de punto de anclaje a la teoría
60
considerada. Así pues, los grandes ejes de la retórica del si
glo XX no son tres, sino seis. Se trata aquí de dominantes,
dado que la preeminencia del logos no impide articular el
ethos sobre él, ni hablar de retórica adoptando el punto de
vista argumentativista. Se observa con frecuencia una im
bricación de la retórica y la argumentación; es el caso, por
ejemplo, de Ducrot, cuyo punto de vista es más bien retórico,
aun cuando él considera que su enfoque forma parte de la
teoría de la argumentación: en efecto, no le preocupa anali
zar cómo se hace para convencer al otro. Perelman hacía lo
inverso al hablar de «nueva retórica» cuando trataba, en
realidad, de argumentación.
J. H aberm as
(1981)
61
sentido, lo cual condujo, pese a cierto logicismo de partida, a
poner en primer plano el lenguaje natural. La brecha es
taba abierta: ¡no todo lenguaje es lógico, ni mucho menos!
Hay otros lenguajes posibles. La cuestión no reside en saber
si es engañoso, como pensaban los cartesianos, o si concuer
da con la Idea; lo que importa es, simplemente, estudiarlo
por lo que es, aunque sólo sea para dar cuenta de esta doble
posibilidad.
El primer indicio de rehabilitación del lenguaje natural
—al que se atribuía, sin embargo, falta de rigor— provino,
pues, del mundo anglosajón, en este caso de Richards, quien
publicó en 1936 una Philosophy ofRhetoric. No se trataba,
según él, de analizar el lenguaje —ya lo había hecho, con
Ogden, en M eaning ofM eaning, de 1923— , sino de explicar
el pluralismo del sentido, fuente de todos los conflictos deri
vados de la multiplicidad de interpretaciones y que consti
tuirían otros tantos malentendidos. Para Richards, en efec
to, la retórica es «el estudio del malentendido (m isu n d er-
standing) y de su resolución».16 No estamos aquí ante una
teoría del lenguaje, sino más bien ante la recepción de fra
ses y palabras que cada cual puede interpretar de manera
contradictoria. La concepción de Richards no se apoya tanto
en lo que cada cual sabe acerca del lenguaje natural, cuyo
estudio no corresponde a la retórica, sino en el papel que
cumple el sujeto que interpreta. La recuperada polisemia
permite comprender el hecho literario y la vivencia sub
jetiva, que es siempre plural y va de la mano de la multipli
cidad del sentido inherente a la utilización de una lengua
natural. De un modo bastante particular, Richards ve en la
retórica la posibilidad de eliminar no la pluralidad de signi
ficaciones, sino los malentendidos que ella origina. Todo el
peso de la retórica descansa, pues, sobre el rol del auditorio,
del pathos, frente a un logos que ha pasado a ser lengua de
todos los días. La retórica es la respuesta a la prosa cotidia
na, aquello que preside el lenguaje cuando este no es refe-
rencial, como sucede en el caso del discurso lógico-científico.
Y tampoco hay retórica sin ethos: evitar el malentendido, re
solverlo, es una tarea casi moral, destinada a posibilitar un
mejor entendimiento entre los hombres, y no simplemente a
descifrar sus intenciones. Ahora bien, como toda teoría de la
62
interpretación, la perspectiva adoptada por Richards está
dominada, de todos modos, por el pathos.
63
A juicio de Perelm an, la retórica tiene una definición
precisa:
64
individual y el interés colectivo: se trata de una acción ocul
ta que la metáfora hace volver a la superficie como si un ac
tor real efectuara, a escondidas, la síntesis de esos dos tipos
de interés que las circunstancias parecen oponer. Pero esto
es tan sólo una metáfora, y Perelman se dedica a otras figu
ras. Algunas son típicamente argumentativas, como la con
cesión («Le concederé que. . ., pero. . .»), que sirve para ate
nuar la oposición, o la prolepsis, que anticipa una oposición,
un argumento contradictorio que es objeto de refutación
(«Me dirá usted seguramente que. . ., pero eso no se sostiene
porque. . . »). Otras figuras parecen m ás resistentes al
reduccionismo perelmaniano, lo cual no le impide expli
carlas por ese mismo deseo de tener un efecto de presencia
para el orador: la onomatopeya, por ejemplo, acentúa los
efectos de la cosa por el sonido que produce («El auto, al es
trellarse, hizo crash»), lo mismo que la repetición («Guerras,
guerras, guerras, los hombres sólo saben pelear»). En cuan
to a las figuras que escapan a esta función de «hacer ver», de
hacer presente, ya no corresponden a la argumentación sino
a la pura puesta en forma retórica, lo que se llama «estilo»,
que no interesa a Perelman. Él sólo se interesa por la argu
mentación en cuanto forma ampliada de la Razón y de la ra
cionalidad.
¿Cómo puede transformarse el logos en razón razonable?
Perelman distingue, a este respecto, dos grandes tipos de
vínculo: la asociación de las nociones y su disociación o, si se
prefiere, la identidad y la diferencia. Se trata de poner en
relación conceptos cuyo vínculo no es por fuerza aparente o
evidente, y en el cual el argumento sirve de pasarela o de
criterio de pasaje. El orador crea la evidencia de este pasaje
y suscita de este modo la adhesión a lo que de él resulta:
65
raleza lógica o matemática. Pero un argumento cuasi
lógico difiere de una deducción formal por el hecho de que
presupone siempre la adhesión a tesis de naturaleza no
formal, únicas que permiten aplicar el argumento. Los
argumentos fundados en la estructura de lo real se basan
en las ligazones que existen entre los elementos de lo
real, como relaciones de causalidad. Los argumentos que
fundan la estructura de lo real son aquellos que, a partir
de un caso particular conocido, permiten establecer un
precedente, un modelo o una ley general».20
66
habilidad es también un argumento en apariencia formal,
pero que en realidad afecta el fondo de las cosas. Si Sócrates
está enfermo porque es viejo, ello se debe a que uno enferma
más probablemente cuando es viejo que cuando es joven.
Pero lo que caracteriza a la probabilidad es que también se
ría aplicable lo inverso: que Sócrates goce de buena salud no
debería sorprender necesariamente. Al recurrir a lo proba
ble queremos actuar como si hubiera una (cuasi) lógica en el
pasaje a la conclusión, pero esto, pese a las apariencias, no
tiene nada de formal. Todos recuerdan en Francia el argu
mento de la Lotería Nacional: ¡«El 100% de los ganadores
jugó» es un eslogan dirigido a anular la escasa posibilidad
que tiene cada uno de ganar al Loto incitando a todo el mun
do a apostar! No se aclara que también jugó el 100% de los
perdedores, lo cual demuestra que el argumento probabilis-
ta sirve para ocultar lo improbable de que nos llevemos el
primer premio. Se hace pasar un contenido problemático
gracias a un argumento formal que, a su vez, se presenta co
mo respuesta. La identificación es otro argumento cuasi ló
gico: si se acepta identificar al rey con un ser que ejerce sus
funciones por derecho divino, es para sugerir que se le debe
el mismo respeto que a Dios.
En síntesis, los argumentos cuasi lógicos militan en fa
vor de una conclusión tributaria de una relación indepen
diente del contenido, y sin embargo es este el que marca to
da la diferencia. De ahí la función de complemento indis
pensable que desempeñan los argum entos basados en la
estructura de lo real. Las ligazones invocadas son de coexis
tencia y sucesión, como la causalidad. Si veo que una per
sona se inclina sobre un cadáver con las manos llenas de
sangre, tendré un argumento para sospechar de ella. Aten
der a las consecuencias es una argumentación bien conoci
da en moral y en política: constituye justamente el paradig
ma de este género de argumentos fundados en la estructura
de lo real.
Después de la sucesión, veamos la coexistencia. Ya no
estamos en el reino de la causalidad, sino en el de.la califi
cación, en el de la atribución. Si digo que alguien es el diablo
en persona, implico al mismo tiempo que es el mal absoluto,
que se debe desconfiar de él, ponerlo a distancia, etc. El
vínculo acto-persona es típico de la coexistencia del sujeto y
sus atributos, tanto supuestos como reales. Así se explica el
67
argumento de autoridad, que encuentra su fuente en este ti
po de ligazón entre una persona y manifestaciones que, al
ser esta persona su autora, son por esto mismo creíbles.
Hay, sin duda, otros tipos de vínculos de coexistencia,
como la participación simbólica: esta se basa en la inclusión
en un todo de un atributo que se vuelve a encontrar en otro
todo. Se trata, en suma, de una identificación, pero fundada
en un rasgo común, en una semejanza que permite argu
mentar de un todo al otro. Si se suscribe la idea de que hay
que respetar a la patria o a la religión, por ejemplo, habría
que rendir entonces homenaje a la bandera o al crucifijo que
los simbolizan, pues estos las reemplazan o las materiali
zan, del mismo modo en que el presidente simboliza a la re
pública o el rey al reino. Hay una presencia conferida por to
dos estos símbolos, por todas estas figuras, que consagra su
fuerza retórica.
En relación con esta apelación a las ligazones fundadas
en lo real, importa advertir de qué modo el carácter fáctico
de dicho real le permite servir para argumentar. Perelman
distingue así los argumentos basados en la estructura de lo
real de aquellos que fu n d a n la estructura de lo real, y que
son regularidades invocadas como premisas para inferir de
terminada conclusión (juegan este papel las ejemplifica-
ciones, las analogías, los modelos, las metáforas). Lo real es
en sí un argumento. Es posible apoyarse en ejemplos mate
riales para fundar un argumento en favor de una conclusión
m ás general. El ejemplo, el modelo, la ilustración forman
parte de estos argumentos que pretenden «pegar» con lo
real para vehicular una conclusión que, por esta misma ra
zón, debe imponerse. En cada oportunidad, se trata de par
tir de algo presentado como ajeno a la cuestión a fin de vali
dar una conclusión cuyo carácter problemático resulta así
soslayado. Esta conclusión es, habida cuenta de los hechos
invocados, verosímil, realista, evidente para el orador y, en
consecuencia (según Perelman), igualmente para el audito
rio. En este sentido, también el razonamiento por analogía
sirve para instalar una estructura de realidad de carácter
puramente argumentativo. La analogía remite a la ligazón
de coexistencia, y el ejemplo, a la ligazón de sucesión: ambos
las fundan.
Aún queda por considerar la disociación de las nociones,
procedimiento, empero, de relativa evidencia en argumen
68
tación, puesto que consiste en quebrantar una identifica
ción habitualmente establecida. Se determinan diferencias,
se crean o utilizan oposiciones a menudo neutras en sí, pero
que son suscitadas para instar la adhesión o, lo que es equi
valente, el distanciamiento respecto de lo que se debe recha
zar. Para tomar el ejemplo de Perelman, la apariencia es
una forma de la realidad, pero a la cual singularizamos ne
gativamente para positivizar la realidad pura; lo sensible se
disocia pues de lo inteligible, como la ilusión de la verdad.
Todos los filósofos han trabajado sobre estos términos con
trastados: Bergson con el análisis y la intuición, Heidegger
con el ente (que es) y el ser (que es también), etcétera.
En opinión de Perelman, lo que importa ante todo es el
logos, la manera en que se lo formaliza, en que se recorta en
él lo real; y todo esto porque, de ese modo, se cae siempre en
un argumento orientado a otra cosa. Nunca es neutro un re
corte. El orador actúa en función de esta lógica, se somete a
ella y la utiliza. En cuanto al auditorio, es construido por el
orador para que oriente la selección de los contenidos invo
cados. Perelman forjó así el concepto de auditorio universal
—contradicción en los términos, norma ideal y dato supues
tamente presente en cada individuo— a fin de hallar un ho
mólogo de los argumentos universales de la filosofía, de la
justicia en materia de derecho, y hasta de los invocados por
la ciencia. Se trata de un ideal de auditorio que ya no tiene
nada de retórico, puesto que atañe a lo que Descartes llama
ba la Razón. Resulta evidente que, para Perelman, el audi
torio es creado por el argumento; en consecuencia, a argu
m entos universales, auditorio universal, el cual no está
compuesto por nadie en particular. Según este autor, en
efecto, la retórica se confunde con la argumentación racio
nal: se dan argumentos, es decir, razones. Por eso, el modelo
de esta argumentación es el derecho, en el cual hay oposi
ción explícita respecto de una cuestión (¿X es culpable o no
culpable? ¿Hizo esto o no lo hizo? ¿Hizo esto u otra cosa, en
tal o cual momento?). Cada uno presenta sus argumentos y
el juez, encarnación perelmaniana de la razón práctica, de
cidirá en función de la ley. La preocupación por el ethos es
llevada hacia el lado de la ética positiva —que es precisa
mente el derecho—, así como el pathos es una Razón sin pa
sión. El juez, los jurados, pueden haberse conmovido, pero,
al fin y al cabo, el derecho sólo conoce la ley.
69
c) La hermenéutica en su apogeo: H. G. Gadamer con Ver
d a d y método (1960) y la escuela de la recepción (H. R.
Jauss y W. Iser)
70
entonces que «el arte de la interpretación tome ampliamen
te prestados sus medios de la retórica».22 Ahora bien, en
tanto que para esta última el efecto es deudor de las pasio
nes, para Gadamer constituye una racionalidad ligada a la
lógica de las cuestiones y las respuestas nacida de la dialéc
tica socrático-platónica. Así se explica el sentido ampliado
de la retórica que vuelve a encontrar este autor cuando con
sidera la práctica social de todos los días y que va más allá
del sentido restringido antes mencionado, el cual la reducía
a la inevitable manipulación de las mentes (de la que tam
bién forma parte, dicho sea al pasar, el asentim iento ra
cional). «Debe darse, pues, un sentido más amplio al concep
to de retórica. Esta comprende todas las formas de comuni
cación basadas en el poder del discurso y es, por lo tanto, lo
que mantiene reunidos a los hombres en una sociedad. Sin
esta capacidad de hablarse y comprenderse, pero también
sin la capacidad de captar razonamientos y conclusiones, no
habría sociedad humana. Así pues, conviene hacerse final
m ente conscientes de la significación de la retórica y de su
relación con la cientificidad moderna».23
Gadamer se consagrará, además, a las ciencias hum a
nas y al fenómeno de comprensión de lo humano que cons
tituye su basamento. Ahora bien, lo que interesa sobre todo
para nuestra elaboración es advertir que la retórica, según
aquel, lejos de reducirse a la elocuencia (el hablar-ínera),
tiene en realidad por objeto el hablar-verdadero. La Razón
está operando, y la hermenéutica actúa racionalmente. De
ahí la lógica de la pregunta y la respuesta, esencial en retó
rica, ya que, como dice Aristóteles, sólo se debate acerca de
lo que suscita cuestiones (Retórica, 1357a). El intérprete
cuestiona, y lo que busca es una respuesta que exprese la
problemática del texto, es decir, aquello de lo que está allí en
cuestión. Esto no significa que se disponga de una única res
puesta posible o que ella esté ya ahí, en algún sitio, esperan
do ser hallada. El autor puede haber muerto, el orador pue
de mentir, de modo que sólo se dispone del texto como res
puesta. La universalidad de la hermenéutica se debe a su
naturaleza interrogativa: «Es evidente que la estructura de
la cuestión está presupuesta en toda experiencia. No ha
22 H. G. Gadamer, «Rhétorique herméneutique et critique de l’idéolo-
gie», en L’art de comprendre (tr. fr. M. Simón), Aubier, 1982, pág. 128.
23 H. G. Gadamer, Ergaiizuiigen, pág. 320.
71
cemos experiencia si no nos ponemos a cuestionar».24 En
síntesis, «el logos es siempre respuesta»;25 de manera conco
mitante, «sólo se puede comprender un texto cuando se ha
comprendido la cuestión para la cual ese texto es la respues
ta».26 Gadamer añade que «incluso la doctrina aristotélica
de la prueba y la inferencia —que rebaja, de hecho, la dia
léctica a la condición de momento subordinado del conoci
miento— exhibe la misma primacía de la cuestión, como lo
mostraron en particular los brillantes estudios de Ernst
Kapp sobre el nacimiento de la silogística aristotélica. Esta
primacía de la cuestión en la esencia del saber pone al des
cubierto, de la manera más radical, el límite del que partió
el conjunto de nuestras consideraciones, es decir, en el sa
ber, el tema del método».27 Cuestionar es quizás un arte,
pero es también una experiencia que cada horizonte históri
co orienta en una determinada forma; por otro lado, la obra
de arte es, como todo texto, una cuestión formulada al intér
prete, es decir, al interlocutor, al espectador, al lector. La
dialéctica argumentativa de que se vale la hermenéutica
conduce, pues, a Gadamer a considerar a esta racional, al
punto de llegar a fundar las ciencias humanas: estas últi
mas no pueden funcionar sin ella, pues cuestionan y elabo
ran respuestas siempre más o menos problemáticas.
Paradójicamente, a fin de dar el carácter de objetiva a la
hermenéutica como disciplina, Gadamer inscribe la interro-
gatividad en el propio núcleo de la textualidad, de la obra,
del lenguaje, relegando al receptor-intérprete a la condición
de simple relevo, y ello, pese a que le otorga, por otra parte,
el papel central. Sin embargo, Gadamer no explica nunca,
en su concepción del lenguaje, de qué modo la interrogativi-
dad lo atraviesa, lo determina y se marca en la forma o como
forma. El logos que él tiene en vista no posee estructura in
terrogativa en su sintaxis ni en su semántica, y tampoco en
su pragmática. El cuestionamiento parece estar ausente de
éT, aun cuando lo que Gadamer dice de la lógica cuestión-
respuesta habría tenido que impulsarlo a conceptualizar el
logos en esa dirección. Ahora bien, las estructuras interro
72
gativas de la lengua natural y el papel que cumple el cues
tionamiento son evidentes para quien se interesa en buscar
las y se percata de su importancia. Sea como fuere, las cues
tiones que situamos en el texto congelan el horizonte her-
menéutico y, por lo tanto, la Historia, lo cual será objetado
por la escuela de la recepción de H. R. Jauss, tan próximo,
en otro aspecto, a la hermenéutica. Para este autor, las
cuestiones varían según las épocas y, por consiguiente, su
único depositario es el lector, el auditorio. Jauss lo expresa
en estos términos:
73
sentido— que el lector busca con posterioridad en la obra
puede haber sido dejada desde el principio en la ambi
güedad o incluso en una total indeterminación. Según el
grado de esa indeterminación se mide incluso la eficacia
estética de la obra y, por lo tanto, su calidad artística».29
74
das con frecuencia, y su fecha de aparición refuerza aún
más la comparación; sin embargo, esta se interrumpe allí.
Es verdad que ambos autores procuran despejar una racio
nalidad argumentativa privilegiando un logos reducido al
lenguaje natural, pero Toulmin es, ante todo, un alumno de
Wittgenstein: sólo cuenta el lenguaje y, por consiguiente,
aquel no se ocupa de tipologizar a los auditorios ni de incli
narse sobre el ethos, reducido a un orador que es intercam
biable con el interlocutor. Pues, en el fondo, él persigue so
bre todo una lógica natural que sea un calco de la lógica for
mal, por medio de calificaciones que la vuelvan tan irrefuta
ble como ella.
El esquema basal del enfoque de Toulmin se centra en la
interacción de los data o datos,31 de la claim o conclusión a
la que se quiere arribar, y ello, a través de una garantía, o
warrant, para la inferencia.
D _________________ C
F _______ G
75
i
Empero, Toulmin entiende que una buena argumenta
ción debe ser «cementada», es decir, tiene que acercarse lo
más posible al silogismo lógico. El «buen» orador no debe re
parar en medios para lograrlo. De ser posible, no hay que
dejarle al auditorio ningún margen de maniobra. Con este
fin, el orador debe prever una refutación posible (rebuttal) y
calificar su conclusión, en consecuencia, mediante una re
futación que él tiene el deber de anticipar. De este modo se
explica el modelo general del silogismo argumentativo se
gún Toulmin:
Cuadro 4.
1 t1
F ----------— puesto que G y A m enos que R
(Backing) (Warrant) (Rebuttal)
76
sa de las premisas y de la regla de inferencia postulada al
comienzo, es necesario que la conclusión califique.
77
debilidad, es posible despejar algunas ideas centrales que
concitaron la atención.
Para Burke, siempre preocupado por el ethos, la retórica
se define como «el uso de las palabras por los actores huma
nos con miras a forjarse actitudes o a inducir la acción en
otros seres humanos». Hay, así, en la retórica un aspecto for-
mador —en todos los sentidos de la palabra form a—, pero
ella puede también deformar y manipular, constreñir, como
lo hace la retórica de iglesia o de partido, apelar a la persua
sión lógica o al sentimiento. En suma, la retórica «echa raí
ces en una función esencial del lenguaje, una función que es
enteramente realista y que se renueva de manera perma
nente: el uso del lenguaje como medio simbólico para llevar
a la cooperación a seres que, por naturaleza, responden a los
símbolos».33
El concepto clave de la retórica es la división: los hom
bres están divididos y razonan transfiriendo a sus ideas sus
antagonismos y diferencias; la retórica, que les es «natural»,
apunta a restablecer la identidad. Toda retórica juega con
las identidades, a veces hasta con el fin de dividir, de poner
aparte, como en la retórica guerrera. Al comienzo, la retóri
ca se emparenta con el pensamiento mágico, que crea iden
tidades (entre el mal y la riqueza, por ejemplo, para preser
var a la sociedad primitiva de una acumulación que destru
ye los lazos sociales). En esta etapa, la retórica es una fun
ción, no una disciplina. Está actuando, pese a todo, pues el
propósito de la magia no es decir lo verdadero o lo falso, sino
influir, hacer que se actúe en un sentido acorde con la iden
tidad del grupo y que este reconocerá como el Bien.
He aquí la razón por la cual el término central del análi
sis retórico es, según Burke, la identificación: identificación
de la tesis, del orador, del orador con su tesis, de la realidad
sustancializada de esta, de la identidad diferente propia del
grupo o del auditorio, etc. Ejemplo de ello es el candidato a
la"Presidencia que les recuerda a los agricultores su propio
origen campesino a fin de obtener la identificación del elec
torado. O bien la identidad de una causa, que es de natura
leza dialéctica, tipo comunismo = antifascismo, y entonces
oposición al comunismo = fascismo. O bien, por último, la
identidad sustancial, como cuando las mujeres se identifican
78
con una modelo famosa y comienzan a usar el champú elo
giado por ella en un anuncio televisivo. La comunicación es
retórica porque se trata de realizar la identidad y de vencer
las divisiones sociales, físicas, políticas, que dominan a los
hombres. La retórica, señala Burke, es la respuesta a una
cuestión planteada por la situación: ella identifica a los
agentes, identifica la escena, el acto mismo, el fin y los me
dios. Burke llama al act, scene (el dónde)-, alpurpose, agency
(el cómo), y al agent, la «péntada» fundamental de toda es
trategia retórica. En realidad, no es otra cosa que un con
junto de cuestiones al que se llamó cuestionario de Q uinti
liano:34 «Toda acción —dice Quintiliano— da lugar a las
cuestiones siguientes: ¿Por qué fue hecha? ¿Dónde? ¿Cuán
do? ¿Cómo? ¿Por cuáles medios?» (libro V, cap. X), lista a la
que él añade el quién (persona, factum , causa, locus, tem-
p u s, m odus, facultas). Burke introduce en el concepto de
scene las respuestas al dónde, al cuándo, mientras que act
remite al qué, purpose al por qué, y agent (o actor) al quién
(persona). En lo que atañe a agency, abarca el modus y \&fa
cultas.
Burke es tal vez m ás actual en G ra m m a r o f M otives
(1945) que en Rhetoric o f Motives (1950). Es en su Gramáti
ca, en efecto, donde examina —siempre a lo largo de un nú
mero increíble de análisis de obras literarias— los cinco ele
mentos de su cuestionario retórico, desplegando una origi
nal elaboración de los que fueron, a partir de Vico, los cuatro
tropos fundamentales de la retórica: la metáfora, la metoni
mia, la sinécdoque y la ironía, que son otros tantos procesos
de identificación de aquello que es. Hay una transcripción
ontológica de estos cuatro tropos: la metáfora da una pers
pectiva, la metonimia es reducción, la sinécdoque es repre
sentación y la ironía es dialéctica.
E stas cuatro figuras resultan ejem plares por cuanto
m odulan la identidad y la diferencia de modo tal que se
abarca toda la gama de variaciones posibles. La metáfora es
la sustitución identitaria por excelencia, puesto que afirma
que A es B, aun cuando esto no sea, estrictamente hablando,
verdadero. La ironía se sitúa en el otro extremo de la varia
ción, ya que al decir una cosa se significa, en realidad, lo
79
contrario. La sinécdoque se basa en la inclusión de los con
ceptos, mientras que la metonimia se inscribe en la conti
güidad, en la vecindad. Decir que la universidad forma a
muchos estudiantes es hacer una sinécdoque, puesto que
quienes los forman son los profesores. Tenemos, pues, la
parte por el todo. La metonimia, en cambio, pone el acento
en la vecindad; por ejemplo, la metonimia de lugar: «beber
una botella» por «beber el vino contenido en ella», pues no se
«bebe» la botella, aunque haya una relación entre el vino y
esta. Si se toman dos conceptos, A y B, se tendrán así todos
los casos posibles:
conjunto
de los hum anos gusta del vino ser astuto
conjunto El francés
<pcb
seres que hacen
de ios leones tonterías
m etáfora sinécdoque
80
tanto de Marx como de Mead. Estamos ante una obra enci
clopédica acerca de la racionalidad occidental, considerada
ante todo desde el ángulo de la sociología, proyecto cuyo ca
rácter monumental se sitúa en la gran tradición alemana.
En el fondo, la concepción de Habermas se resume de la
siguiente forma: las condiciones de la argumentación, de la
discusión en general, e incluso cuando hay desacuerdo, pre
suponen un reconocimiento mutuo que implica la capacidad
de unlversalizar el propio punto de vista. El orador ha en
trado en un proceso que le exige ser capaz de ponerse en el
lugar del otro, otro que él es, en cierto modo. La finalidad de
este logos es hacer mover, en este caso, al ethos: despeja con
ello un fundamento para la ética —kantiana, por supues
to— . El acto de hablar (también llamado «aspecto pragmáti
co» del lenguaje, es decir, el que corresponde a su uso) com
promete al locutor a satisfacer múltiples condiciones, entre
ellas, por ejemplo, la sinceridad (Searle).
81
«todo el mundo», en una especie de vivido renunciamiento a
la individualidad y a las pasiones. Hay que ser ya muy mo
ral —en un sentido preciso de la moral, por otra parte—
para querer plantearse la cuestión de esa universalización
moral y argumentar en este sentido con tanto afán y en esa
dirección.
Empero, la tentativa de Habermas es interesante por
esa necesidad de revivificar el ethos mediante una teoría de
la argumentación centrada, esta vez, en el locutor sometido
al logos universalizador, por ser logos en situación. Dicha
tentativa era, de todas formas, inevitable a causa de la eco
nom ía retórica, para la cual una teorización del ethos tiene
que haber visto la luz en argumentación, como se hace cons
tar en el cuadro 3. Entre los discípulos de la teoría de los ac
tos de lenguaje hallam os a F. Van Eemeren y R. Groten-
dorst,37 cuya «pragma-dialéctica» apunta a mostrar que la
argumentación tiene por objeto el acuerdo y el consenso. Es
tos autores procuran deducir tal visión armoniosa de las re
laciones humanas a partir de las condiciones pragmáticas
de la argumentación. Ya en Searle habíamos observado esa
condición de sinceridad que le hace pensar al auditorio que
su interlocutor dice la verdad, lo cual es esencial para la per
suasión. Esta forma de considerar la resolución argumenta
tiva se funda exclusivamente en el lenguaje.
82
Perelman. Por lo tanto, ya no se trata de emancipar a la re
tórica de esa contracara suya que es el modelo lógico. Aquí,
el lenguaje natural es, ante todo, figurado o figurativo, y só
lo se vuelve literal por efecto de una operación determinada.
Ducrot la llamará argumentación, pues hay una inferencia
que la lengua misma realiza de manera implícita. De hecho,
la literalidad es una sedimentación efectuada por el audito
rio cuando se confronta con lo plural del sentido. La idea de
base del Grupo n es que hay un hiato, una diferencia, entre
lo figurado y lo literal, diferencia que autoriza la interpreta
ción pero que hace posibles, asimismo, todas las formas de
hiato que se encarnan en las figuras retóricas. Lo significa
do se desprende del decir como un dicho implicitado por él,
tal como ocurre en la inferencia argumentativa; mas esta
última recubre, en realidad, una diferencia entre cierta lite
ralidad y cierta forma, y también, por lo tanto, entre lo lite
ral y lo literario.
Para comprender esto volvamos un poco atrás. El único
género que subsiste de la retórica es el epidíctico, lo cual da
lugar a una monopolización de lo estético, del placer ante la
belleza del estilo. El ethos desapareció con la renovación de
la ética, sea religiosa o filosófica; el pathos, devenido en pa
sión o en miseria del pecado, se fue desvaneciendo poco a po
co de la retórica en calidad de auditorio-, el logos como lugar
de la retórica del conflicto, de la argumentación, también
había cedido terreno por influjo de la nueva ciencia, mate
mática y cartesiana. No le quedaba a la retórica más que un
lenguaje ondulante, formal y estetizante a la vez. En el siglo
XVII, la retórica fue el lenguaje del cortesano, pero también
del hombre de letras, con sus figuras de estilo y sus bellos
giros. Durante mucho tiempo se pensó que estos giros, o tro
pos, eran simples ornamentos para decir en lenguaje rebus
cado lo que podía literalizarse en lenguaje común y corrien
te, como si un poema de Ronsard fuera tan sólo una manera
adornada de expresar un simple: «Eres bella, te amo». En
realidad, pronto se advirtió que el lenguaje no cuadraba por
fuerza con ideas preexistentes, destinado como estaba, se
suponía, a expresarlas de manera más agradable; se advir
tió también que el desajuste entre uno y otras autorizaba la
creatividad a través de la forma, y que el lenguaje podía ser
útil, entonces, para producir sentido. Ya no servía tan sólo
para expresar literalidades gastadas, guarnecidas por el
83
estilo y cuya función consistía en no decir de modo directo
(por cortesía o adulación) lo que se significaba literalmente.
La forma podía dejar indeterminada esta significación, sin
perjuicio de depositar sobre el lector la tarea de hallar el
sentido que quisiera atribuir a la tragedia, el poema o la his
toria. Las metáforas podían ser «vivas» (Ricceur) antes que
gastadas, y la forma, mostrar realidades para las cuales
una palabra, una frase, un texto incluso, hubieran sido si
nónimos de pérdida de sentido. Las obras de ficción entrete
jen niveles de lectura múltiples y se abren a significaciones
inagotables gracias a su lenguaje, que por lo tanto no es ya
adecuación sino creación. Este es el motivo por el cual el lo
gos, más que retórico, es aquí poético, pero los autores ya no
hacen distingos entre estos dos campos.
84
das las figuras son metáforas, maneras de hablar. Se habla
de velas que asoman en el horizonte para aludir a barcos
que dejan ver, antes que nada, la parte superior de sus más
tiles (debido a que la Tierra es redonda y lo primero que
aparece es la cúspide del navio); según el caso, esta figura
puede ser situada entre las metonimias o las sinécdoques,
pero es, como todos los tropos, una sustitución: la palabra
vela se emplea aquí para designar al barco y hace entonces
sus veces. La figuratividad puede ser vista como una impli
cación (Ricardo es un león; luego, puede decirse que es va
liente), o como una sustitución (Ricardo es un león = Ricar
do es valiente).
En cualquier caso, la retórica del Grupo |a. sigue siendo
una de las grandes retóricas de nuestra época, pues supo re
novar la vieja problemática del estilo y sus figuras aplicán
dole la concepción estructuralista de la lengua. A la gran su
tileza en el análisis de los textos se le suma la aportación de
numerosos ejemplos literarios, cuya profusión no deja de re
cordar la gran cantidad de ejemplificaciones del Tratado de
Perelman y Olbrechts-Tyteca.
Sin embargo, al asimilar la retórica a un juego en el que
lo implícito es sugerido por la forma, la retórica estructural
iba a avanzar sobre la argumentación, definida desde ese
momento como inferencia de ese implícito. Esta fue la apor
tación de Oswald Ducrot, de quien consideraremos aquí La
argum entación en la lengua, obra de síntesis que escribió
junto con Jean-Claude Anscombre.40 En ella, los autores re
capitulan numerosas investigaciones referidas a ejemplos
de frases, en las que se estudian las relaciones entre lo ex
plícito y lo implícito. Estas relaciones son introducidas por
conectores que sugieren la conclusión buscada. Es el caso de
los términos franceses «méme», «incluso», «d ’ailleurs», «por
otra parte», «presque», «casi», o «mais», «pero», que Ducrot
singulariza como marcadores argumentativos. Considere
mos un ejemplo: Le propongo a una mujer ir a pasear jun
tos, mas la idea no le atrae. Me responde: «Es un lindo día,
pero un poco fresco». Pasado en limpio, rechaza-mi invita
ción, aunque lo hace de manera implícita. Para Ducrot, te
nemos aquí una argumentación, dado que hay inferencia de
85
una conclusión im p licita d a por la presencia del pero. La
muchacha ofrece un argumento en favor («es un lindo día»)
y un argumento en contra («un poco fresco»), el cual decide
sobre la respuesta final, que es negativa. Si hubiese predo
minado lo positivo, la respuesta habría sido, simplemente:
«De acuerdo»; ahora bien, como no es así, resulta inevitable
concluir que el conector pero, que enlaza el pro y el contra,
confiere más fuerza a este último en la escala argumentati
va que los jerarquiza. Ciertos marcadores, en cambio, acen
túan la orientación tomada por el primer argumento. Por
ejemplo, si mi hijo me trae una novia que no me agrada y
quiere convencerme de que su elección es excelente, muy
bien puede decirme: «Ana es bonita, e incluso inteligente», a
fin de reforzar lo que debería motivar mi aprobación. La be
lleza es un argumento en favor de esta últim a, alentada
además por la invocación de la inteligencia: cuerpo y mente,
en suma.
En verdad, Ducrot nunca propuso realmente una teoría
de la argumentación, pero ofreció notables y sutiles análisis
de ejemplos de frases. Detrás de todo esto,41 sin embargo,
volvemos a hallar la retórica como respuesta a una cuestión
subyacente, de la cual ha sido borrada cualquier remisión a
lo problemático, pues se lo mantiene siempre en estado de
implícito. Hablamos de argumentación porque se detecta
aquí la inferencia, pero se trata, todavía y siempre, de retó
rica en el sentido de que esta vez es el propio logos el que in
troduce elementos —como los conectores— capaces de in
dicar la relación implícita con una literalidad ausente que el
auditorio debe reconstruir, tal como se debe reconstruir el
sentido en el caso de textos literarios más o menos herméti
cos. Observemos, de paso, que hay además en la lengua una
argumentatividad ejercida sin marcas explícitas. Si, tras
una larga reunión celebrada por la mañana, yo digo: «Es la
una», a fin de sugerir que es hora de levantar la sesión para
ir "5 almorzar, no apelo a ningún marcador argumentativo
específico que implicite esta conclusión. Los lugares comu
nes («Es la una, a la mesa») son aquí suficientes.
Ahora bien, lo interesante en Ducrot es que, aunque él
mismo no lo perciba, la remisión a la interrogación constitu
ye un aspecto esencial en los usos del lenguaje que él des
86
cribe, respectivam ente, como argum entativo y retórico.
Porque se le ha planteado a la muchacha una cuestión, ella
responde tomando los dos términos de la alternativa para
poner de manifiesto su preferencia. Porque mi hijo me atri
buye una cuestión subyacente, él refuerza uno de los tér
minos de la alternativa que esta expresa («¿Es ella buena o
no para ti?»), invocando la inteligencia de su novia tras ha
ber mencionado su belleza. A la inversa de la argumenta
ción, en la cual la relación con la cuestión es explícita —co
mo en los tribunales de justicia—, en retórica esta relación
se m antiene implícita para transmitir mejor —como en la
publicidad— lo que se considera una respuesta. El proceder
retórico stricto sensu comienza con el silenciamiento de la
cuestión a fin de hacer desaparecer lo problemático, lo cual
atenúa la eventual problematicidad del discurso emitido y
refuerza el carácter afirmativo e irrebatible de lo expresado.
Así pues, la retórica puede ser manipuladora, pero también
se la puede utilizar, por ejemplo en el contexto literario, pa
ra acreditar la verosimilitud del relato y suspender el juicio
crítico, lo cual hace que a veces, al leer una obra de ficción,
«uno no crea lo que lee pero haga como si creyera», según
suele decirse.
En resumen, según acabamos de observar, cada casilla
que puede ser llenada lo ha sido por una concepción de la re
tórica que privilegiaba, una de ellas, el ethos, la otra el p a
thos y la tercera el logos, reduciendo la retórica a la argu
mentación, como Perelman, o la argumentación a la retóri
ca, como Ducrot. No obstante, la gran mayoría de las retóri
cas del siglo XX pusieron el acento en el logos, pues el len
guaje fue verdaderamente el gran tema de ese siglo. Por
otra parte, ese es el nivel en el que más innovadoras resulta
ron, como la del Grupo o la de Perelman, que —preciso es
reconocerlo— dominaron la época. Las otras se plegaron al
enfoque pragmatista de Searle o a las concepciones de Witt-
genstein. Al ser incompletas, cada una de las retóricas estu
diadas se respaldaba en la otra, y cada una reducía a meros
fantasm as las dimensiones no situadas en su anclaje ini
cial. El pathos wittgensteiniano de Richards no podía sino
suscitar una elaboración más rica, como la de Gadamer. El
ethos de Burke era todavía demasiado impreciso como para
no hacerse reinterpretar por el universalismo kantiano de
Habermas. El logos «racional» de Perelman tenía que ser
87
necesariamente contrabalanceado por el que destacaron los
teóricos de la literatura, quienes hicieron del logos la sede
m ism a de la figuralidad; la argumentatividad será perci
bida como un efecto de esta última, desde el momento en
que hay inferencia de una literalidad implícita, pero marca
da. Ello no impidió a dichos teóricos de la argumentación,
como tampoco a los de la retórica, forzar el logos en detri
mento del pathos y del ethos. De manera concomitante, tan
to el pathos como el ethos iban a reencontrar a su oficiante,
siempre a cargo de domesticar al logos. Ahora bien, quiérase
o no, no puede haber una justa retórica que no ponga en el
mismo plano teórico y conceptual al ethos, al pathos y al lo
gos. Asimismo, esta unidad de plano teórico es lo que permi
tirá articular retórica y argumentación, nuevam ente sin
otorgar privilegio a una más que a otra.
Esa teorización constituye la meta del enfoque proble-
matológico, en el que es central el papel del cuestionamien
to; esto último era sabido desde Aristóteles, pero se lo olvidó
al resquebrajarse la disciplina fundada por él.
6. El momento problematológico
Una retórica centrada en el cuestionamiento deja de pri
vilegiar al orador, al interrogador y al que responde, pues
cada uno puede serlo en su oportunidad. En cuanto al logos,
tendrá que expresar tanto la interrogatividad como aquello
que la resuelve, tanto lo problematológico como lo apocríti-
co. En realidad, lo interesante en la historia de la retórica
—historia a cuyas grandes articulaciones hemos pasado
revista— es que las retóricas focalizadas en el ethos, el p a
thos o el logos aportan enseñanzas igualmente esenciales.
Sintetizarlas es ya adoptar un punto de vista nuevo. El
enftqu e problematológico pone el cuestionam iento en el
centro; el hombre que cuestiona está él mismo en cuestión, y
lo problemático es justamente el hecho de que lo esté (y for
ma parte de la cuestión). Las respuestas-soluciones se disi
pan en provecho de las que ponemos en duda, lo cual deter
mina la «necesidad» que todos sentimos de vivir interrogán
donos permanentemente sobre nuestros propios puntos de
vista, sin otro desenlace que la expresión de lo problemático.
88
La Historia, tanto la nuestra como la de los otros, participa
en esta serie de respuestas dudosas y de nuevas respuestas
que a su vez darán lugar a otras cuestiones, y así sucesiva
mente. La muerte, la libertad, la verdad, la justicia, los fines
que queremos perseguir, la «vida satisfactoria», son pro
blemas que no tienen solución definitiva y universal. Toda
respuesta —y es importante encontrar una— está siempre
expuesta a tambalearse bajo el peso de las alternativas y el
planteo de dudas. Tanto para una comunidad como para los
individuos, es grande la tentación de plegarse entonces a
una ideología en la que todo parece darse por descontado, en
la que toda cuestión se resuelve en una respuesta previa, co
rrecta o falsa, lo cual es también tributario de la retórica.
Esta última es fruto de la Historia y, por lo tanto, de la
represión problematológica que disminuye. La barrera que
expulsa las cuestiones al exterior del orden de las respues
tas tiende a desgastarse, pues el ser se debilita, la proble
m aticidad va impregnando las respuestas que creíamos
más seguras y la diferencia se instala propiamente en su
centro; pasan a ser así, cada vez más, identidades en el sen
tido metafórico del término. La metaforización es la forma
misma de la historicidad, y su realismo es ocultación de es
ta. Cuando la Historia se acelera y la represión problemato
lógica disminuye, es grande el riesgo de ver mezclarse cues
tiones y respuestas dentro de un mismo logos. Algunos con
tinuarán adhiriendo a respuestas que ya no lo son, mien
tras que otros las pondrán en tela de juicio. Tal es el origen
de la dialéctica, de la argumentación en cuanto contestación
de respuestas, de «tesis». Pero nada impide metaforizar es
tas respuestas y dejar de considerarlas literalmente como
tales para preservarlas mejor, lo cual es otra manera de po
ner en ejercicio la diferencia problematológica. Afín de cuen
tas, cuando lo metafórico se haga consciente de sí mismo, la
oposición entre lo figurado y lo literal dará lugar también a
nuevas respuestas aceptables. Lo metafórico se presenta,
ciertamente, relevando el orden de las respuestas y el de lo
proposicional en general, pero con carácter de problemato-
lógico y, con el tiempo, de crecientemente enigmático. Ya no
se trata de dialéctica, sino de retórica. En un primer mo
mento, la metaforización de respuestas que se vuelven ca
ducas las preserva, las mantiene artificialmente con vida al
afirmar de ellas: «Sí, pero no es esto lo que quieren decir».
89
De tal modo se las reelabora y reinterpreta para mantener
las —a pesar de la diferencia temporal que las afecta y más
allá de esta— en una identidad ficticia o facticia. Son toda
vía respuestas cuando ya no lo son. Como resultado de la
confusión que puede generarse entre las respuestas y lo
problemático, es siem pre posible una m anipulación. La
retórica pretende ser decisional, aun cuando se revele tam
bién manipuladora y sofística. En el espíritu de los griegos,
retórica y dialéctica se oponen, pero incluso en la dialéctica
se observa un doble movimiento: contestación de tesis y ar
gumentación en favor de otras nuevas, lo cual exige inven
ción-, así se explica la importancia que esta etapa tuvo des
pués en la retórica, sobre todo entre los latinos. Sin embar
go, ¿por qué no se disoció realmente la erística, propia de la
justa oratoria de confrontación, de la dialéctica, en la que se
proponen argumentos nuevos? ¿Por qué no se inscribió
finalmente la dialéctica en la retórica tal como lo harán los
latinos, siempre con el mismo afán de coherencia? Si uno
está contra la respuesta r2, es porque tiene un argumento r1
para oponerle, y, a la inversa, el que defiende r2 debe tener
también un argumento rj que lo justifique. Cuando los da
neses publicaron una caricatura del profeta Mahoma, de
fendieron su posición en nombre de la libertad de expresión,
en tanto que quienes lo consideraron algo indigno argumen
taron la blasfemia, la irreverencia. Esto da dos cadenas de
oposición: rx— ►r2 y r,—►?>, y dos campos: r2y r2.
Se comprueba entonces que no es fácil distinguir la dia
léctica erística de la argumentación positiva.
Como se ve, la retórica presupone que las respuestas son
problemáticas y que no lo son, lo cual implica que puede ins
talarse una confusión. Algunos pueden ir en un sentido y
otros en un sentido opuesto o diferente, pero, al mismo tiem
po, se puede también manipular al auditorio. Si la retórica
fuera simplemente discurso, la diferencia problematológica
no fiodría ser efectuada, establecida o restablecida: el dis
curso es cuestión y respuesta. Mas es preciso que alguien se
oponga o adhiera, o bien infiera una respuesta literal dife
rente, para poder superar el riesgo de indiferenciación re
sultante del ser debilitado. Platón reprochaba ya a los sofis
tas por jugar con esta posibilidad del discurso de ser débil,
multívoco y, en consecuencia, ambiguo. La oposición entre
lo figurado y lo literal cumple este cometido de diferencia
90
ción problematológica, y puesto que el discurso cotidiano es
sobre todo de naturaleza literal, la literatura vino a suplirlo.
Esto explica que se haya asociado entonces la literatura al
uso retórico del lenguaje. Empero, también con el discurso
literario, escrito y no ya recitado, el otro se fue distanciando
paulatinamente, diluido en un discurso cada vez más im
personal, lo cual desembocó en otras formas de arte, que
equilibraron mejor lo realista y lo figurativo en cuanto ex
presión de la diferencia problematológica. Esta complemen-
tariedad resultó indispensable para responder a la Historia
que se aceleraba, a lo metafórico que se generalizaba como
lenguaje figurativo. El arte está tejido de respuestas proble-
matológicas, mientras que la retórica intenta salir de lo pro
blem atológico valiéndose de respuestas distintas, verda
deramente apocríticas. El arte es «vertical», si se quiere, y
traduce a la Historia, mientras que la retórica procura res
ponder a alguien en el tiempo presente y actúa más, pues,
de modo «horizontal». La diferencia entre ellos se manifies
ta en la argumentación, en la cual una respuesta implica
otra que la reemplaza porque constituye su argumento. Co
mo puede observarse, argumentar tenía al comienzo una
simple función dialéctica de contestación, de refutación, y
no de invención. Refutación, invención y sugestión articula
ron así, por el sesgo de un implícito figurado en lo explícito,
la diferenciación cuestión-respuesta, lo cual se hizo necesa
rio como consecuencia de la desaparición progresiva en lo fi
gurativo y de la dificultad para establecer esa diferencia so
lamente a través del logos.
Retórica y arte tienen en común, por cierto, el recurso al
lenguaje metafórico, simbólico. El género epidíctico puede
ser, además, igualmente realista o metafórico. Por su lado,
el arte tiene la particularidad de poner la diferencia proble
matológica en escena, en acción, de manera interna y según
una proporción variable de metaforicidad y realidad. La re
tórica, en cambio, deja la diferenciación a cargo de otro, lla
mado «auditorio», lo cual explica el papel de la distancia en
tre los individuos. El rol diferenciado que asumen orador e
interlocutor es, respectivamente, el del que cuestiona y el
del que responde. Cada uno puede incluso asumir sucesiva
m ente esta diferencia, estos dos roles, como sucede en un
diálogo. Cuanto más distante se halle el otro, más pesará
sobre el logos la carga de diferenciar entre lo problemático y
91
lo no problemático. Es aquí donde el arte se distingue menos
de la retórica y hasta pretende ser retórico él mismo; por
ejemplo, en el «realismo socialista», en el cual la imaginería
producida tenía por finalidad edificar una colectividad pre
sentándole (epideixis, en griego, de donde deriva la palabra
epidíctico) «respuestas» acordes con la ideología predo
minante. Observábamos la misma postura en la década de
1930, en Occidente, con la arquitectura y la escultura fascis
tas, por ejemplo. Cuanto menos físicamente presente está el
otro para decidir entre lo que es un problema y lo que ya no
lo es, más es el propio logos el que, epidícticam ente, tiene
que cumplir esa tarea. Nos hallamos frente a una retórica
que señala hacia lo que se propone como respuesta para to
dos, indistintamente. La razón por la que un arte «soviético»
o un arte «fascista» tienen tan poco de arte, o son un arte tan
ingenuo, reside en que ni uno ni otro presentan tensión al
guna entre lo enigmático y lo resolutorio; en ellos, lo figu
rativo es la formalización literal de una idea previa y reve
lada, desprovista de ambigüedad. Encontramos en uno y en
otro formas masivas y claras, estructuradas del modo más
simple por líneas y ángulos rectos, que pueden ser incluso
gigantescos, a imagen de esos sistemas políticos en los que
el ethos que se afirma con fuerza es precisamente la fuerza
física, «virtud» suprema de los regímenes totalitarios.
La retórica es resolutoria, el arte es más enigmático. La
parte resolutoria del arte es con gran frecuencia una retóri
ca, incluso en lo que se denomina «gran arte», donde el len
guaje figurativo quiere decir algo que se deja en estado de
implícito y a menudo hasta indeterminado, con lo cual que
da a cargo del lector, del oyente o del espectador dar un sen
tido. Dar un sentido no implica pasar a otra forma de arte
que sea necesariamente más concreta y realista. La música,
por ejemplo, no tiene que ser siempre traducida en ópera
para volver visual y tangible lo que ella sugiere. Si así fuera,
este-la empobrecería, reduciéndola a una visualización, en
tanto que la abstracción deja coexistir varios sentidos de
manera no excluyente.
Ahora bien, lo que el arte y la retórica en general tienen
de específico es que la unidad de base de su comprensión,
así como de su génesis, es el par cuestión-respuesta, vale de
cir, la diferencia problematológica. Dicha diferencia se tra
duce de manera variable, dado que constituye una distancia
92
y esta se amplía en lo histórico pero también en lo social.
Más allá de las circunstancias que, en lo concreto, alejan
provisionalmente a seres próximos, o acercan puntos de vis
ta por lo general alejados, la retórica se basa en el afán de
responder cuando todo se ha vuelto más problemático. Jue
ga con la confusión, al tiempo que se propone eliminarla pa
ra ir más allá, hasta los «argumentos correctos». Preocupa
da por responder en un universo cada vez más problemáti
co, la retórica busca en la relación con el otro la clave para
resolver problemas que están ocultos en las respuestas, en
dirección de otras más adecuadas.
En la Antigüedad, cuando la Historia comenzó a avanzar
con mayor rapidez sin que la sociedad se derrumbara por
ello, el problema del pensamiento consistió en determinar lo
que permanecía estable e inmutable, y en delimitar lo que
seguía siendo convincente y justo. El ethos dominó civili
zaciones antiguas que supieron poner obstáculos a su pro
pia desaparición, a su integración en imperios más vastos.
Primero fueron los judíos frente a los babilonios, los persas
y los romanos, frente a vecinos que los superaban en fuerza
y en número. Los judíos simbolizaron esa primacía del ethos,
pero los griegos tomaron el relevo y fueron más lejos, al em
bestir tanto contra el logos como contra el p athos. Para
ellos, aun las respuestas brindadas por la religión habían
dejado de resistir al tiempo. Tuvieron entonces que apre
hender el mundo y la relación con los demás a través de la
identidad de los seres, del Ser mismo; fue así como la ontolo-
gía pasó al primer puesto y el logos tuvo que ser pensado de
nuevo.
De rebote, logos y pathos se tambalearon en sus posicio
nes. Al comienzo, sin embargo, los griegos habían percibido
el ethos como sometido a la violencia de las pasiones (el p a
thos, según Platón), antes de que se impusiera la necesidad
de reconstruir un orden del mundo, una visión del cosmos
(gracias a un nuevo logos) más adecuada. Ahora bien, la
cuestión planteada por la Historia en marcha tenía aún la
finalidad de responder al ethos, a la cuestión de lo que cada
cual debía hacer y ser para vivir «bien», para disfrutar —en
un mundo que se lleva todo por delante— de una plena ar
monía con la naturaleza y el cosmos. El pathos quedó enton
ces al servicio del ethos, pues las pasiones (o, en Aristóteles,
sus excesos) eran destructivas. Incluso con su nuevo fun
93
damento, el logos debía ser capaz de servir al ethos para de
cir lo que es en esencia, de modo racional y no accidental. Es
ta orientación, que veía privilegiado el ethos a partir de sí
mismo y no ya a partir de Dios (como en el judaismo) o del
discurso racional (como en Aristóteles), y por lo tanto ya no
estaba sometido al uno o al otro, se reforzará en la época he
lenística con el epicureismo y el estoicismo. En el mundo ro
mano, el ethos dominará todavía más y pasará, explícita y
reflexivam ente, al primer puesto. En el mundo romano,
pues, la jerarquización del universo social y político será tan
fuerte que sólo en este nivel hallará la identidad su defini
ción y sus exigencias propias.
Empero, todo este espléndido optimismo desaparece con
el fin del Imperio Romano, y habrá que esperar al final de la
Edad M edia para que la Historia comience a respirar de
nuevo. Las diferencias que ella imprime en la sociedad se
traducen en la caída de las distancias sociales y políticas, y
la cuestión que surge entonces es la del otro, hombre o dios.
Fijados el ethos y el logos por la religión, serán el pathos, las
pasiones violentas y belicosas, las relaciones con el otro, las
que testimoniarán el resquebrajamiento de la Historia. El
logos está ahí para traducir esas pasiones e incluso para di
simularlas, y el ethos, aunque asociado ad inmutable Yo co
mo fuente de todas las vanidades, se ve situado bajo la féru
la del pathos. La retórica que surge de esta omnipresencia
de lo pasional, en la edad clásica, es una discursividad diri
gida tanto a refrenar las pasiones como a expresarlas. El
logos se figurativiza forzosamente y va a codificar esta figu
ratividad mediante las teorías del tropo.
Ahora bien, el retorno de la retórica no revela verdadera
mente su carácter innovador hasta el siglo XX. Después del
momento antiguo, dominado por el ethos, y de la era moder
na, centrada en el pathos (es decir, en el otro, a través de la
religión, de la relación con Dios, que es el Gran Otro, y de la
política, en la que se teme al «pequeño otro»), impone su rei
nado la era del logos, tiempo más impersonal y más objeti
vante. La Historia, que se ha acelerado y masificado tanto,
no ofrece como posibilidad de entendimiento otra cosa que el
discurso, que se espera reconciliador. Todas las retóricas
procuran definir lo que hace posible este acuerdo y esta fu
sión, a veces puramente intelectuales, gracias a un logos
pensado de un modo nuevo y al que el pathos y el ethos se so
94
meterán idealmente, como si el uso hiciera la norma. Volve
mos a hallar a Aristóteles y su lógica retórica, que había sa
bido superar la estricta preocupación por el primado del
ethos, caro a las sociedades antiguas, para acceder a una
universalidad por el logos, universalidad que lo consagra to
davía hoy como padre fundador de muchas disciplinas filo
sóficas.
Sin embargo, el movimiento de la Historia se ha acelera
do aún más, los grandes relatos y las narraciones comunes
han fallado. Se llamó a esto condición posm oderna, que
constituye la forma más extrema del nihilismo. Al haberse
vuelto todo más problemático que nunca, lo que hoy con
viene pensar es lo problemático en sí, pero, esta vez, par
tiendo de este mismo como nuevo fundamento. En un con
texto de esta índole, la retórica no puede ser sino una retóri
ca que articule lo problemático con lo resolutorio a través
del vínculo intersubjetivo.
95
Retórica y argumentación:
las leyes de unidad
96
efecto, complementarias, por cuanto hay sólo dos maneras
de enfrentar una interrogación: o bien se parte de ella para
dirigirse hacia la respuesta, o bien se propone primero la
respuesta, con la consecuencia de que entonces la cuestión
ya no parecería plantearse, puesto que se la ha dejado en si
lencio. Y también puede ocurrir que se trate de un simple
efecto de varita mágica «puramente retórico», de una ficción
en suma, en cuyo caso el éxito se deberá tan sólo al matiz es
tilístico del discurso. Sólo la invención y el buen gusto en la
elección de la forma hacen creer que la respuesta es obvia y
que ya nada plantea cuestiones. Platón asociaba este tipo
de artificios a la retórica y a la sofística, que con bellos dis
cursos crean la ilusión de la respuesta. Se explica así la ex
presión «¡Es pura retórica!», para decir que «¡Son sólo pala
bras!», cuando en realidad el problema permanece intacto.
Dos ejemplos nos ayudarán a ilustrar la diferencia entre
retórica y argumentación. El razonamiento jurídico es una
lógica argumentativa: una cuestión divide a las partes, que
acuden al tribunal para resolver el conflicto que las opone.
Tenemos A y no-A, y una tercera persona, jurado o juez,
debe decidir —en función de los argumentos que la ley o los
códigos permiten invocar— quién está jurídicamente equi
vocado y quién tiene razón. El caso opuesto es el de la publi
cidad, la cual, para no mostrarse forzosamente desprovista
de argumentos, se dedica a presentar como evidente una
respuesta para un problema subyacente que ella hace desa
parecer, dado que ella misma es respuesta. Y nuestro segun
do ejemplo nos es procurado por la publicidad de perfumes
en televisión. Es difícil ensalzar los encantos de un olor a
través de la vista y del oído. El procedimiento que utilizará
el publicitario consistirá en llegar hasta el extremo de la «ló
gica» retórica tal como la hemos definido: presentar una res
puesta de modo que anule el problema gracias a lo evidente
de su solución. Los publicitarios de Chanel imaginaron una
Caperucita Roja que, gracias al uso de ese perfume, no sólo
se salva de los lobos, que la siguen dócilmente, sino que ade
más parte con ellos a la conquista de París. Se -abre una
puerta y a lo lejos se ve la torre Eifíel, hacia la cual Caperu
cita Roja y los lobos se dirigen alegremente. ¿Por qué esta
publicidad es tan ejemplificadora en el plano retórico? Por
que toma al pie de la letra la misión de la retórica, que es
«hacer desaparecer los problemas», y esto sólo puede suce
97
der en los cuentos de hadas, pues en la vida real, en la de to
dos los días, no es posible. Los problemas continúan plan
teándose y no se los puede eliminar así como así, con un gol
pe de varita mágica, a menos que se crea, precisamente, en
los cuentos de hadas. Y no es sino esto lo que va a inventar el
publicitario de Chanel: un cuento de hadas absolutamente
inédito, incluso dado vuelta. Gracias a este perfume, Cape-
rucita Roja amansa a los lobos y también a París. La idea no
es muy realista, pero justamente lo que se pretende es hacer
pensar que Chanel n° 5 es mágico, pues anula (mágicamen
te, claro) todos los problemas. Gracias a él vivimos en un
mundo en el que todo es posible y en el que sólo hay solucio
nes. Y aquí no es necesario siquiera especificar de qué pro
blemas podría tratarse, como en la publicidad de las lejías o
de los aparatos domésticos, puesto que concretamente no
los hay.
En tanto que la retórica desaloja lo problemático presen
tándolo resuelto, la argumentación procede poniendo la
cuestión sobre la mesa, enfrentándola decididamente con
argumentos que se oponen al sustentar tal o cual solución.
La lógica también procede con argumentos. ¿Cuál es enton
ces la diferencia entre ambas? ¿Cuál es, incluso, la eficacia
de cada una de ellas? Esto nos conduce a reflexionar sobre lo
que caracteriza a un razonamiento argumentativo, por opo
sición al razonamiento lógico.
98
la afirmación —eminentemente dudosa— de que estamos
agradecidos a todos los que nos han ayudado. Con frecuen
cia, sin embargo, estamos resentidos con ellos, porque han
sido testigos de nuestra debilidad, y los tratamos peor que al
que no ha hecho nada por nosotros. La inducción supone
que, en general, de la generosidad se puede deducir el reco
nocimiento por haberse observado que, cuando X fue gene
roso, se le estuvo agradecido. Así pues, cuando ello ocurrió
con Y, Z, V, W, etc., se expresó la misma gratitud a su respec
to, pero todo esto es asunto de mera probabilidad, ya que la
proposición no posee la fuerza demostrativa de una verdad
científica, tipo 2 + 2 = 4. La inducción descansa en múltiples
casos particulares, de los que se infiere que lo mismo va a
seguir ocurriendo, pero sin ninguna certeza. Acerca de la
afirmación comentada podemos guardar las más serias re
servas, y esta es la razón, además, por la cual la hemos
puesto de relieve, porque hay inducciones que, sin llevar a
conclusiones ciertas e indiscutibles, son no obstante convin
centes: «Sócrates tiene fiebre, pues su frente está caliente»
es más probable que «Sócrates es generoso; luego, se le ex
presa gratitud».
Aristóteles asocia la inducción al ejemplo, en el cual se
toma un caso particular como argumento para una conclu
sión general. El ejemplo es otra forma de inducción. «Napo
león quiere conservar consigo las tropas de la campaña de
Egipto; si se le permite, va a tomar el poder como lo hizo Cé
sar al volver de la guerra de las Galias». El ejemplo de César
incita a desconfiar del general Bonaparte. Aquí no se afirma
ninguna ley general; se la sobrentiende en el ejemplo que
sirve de argumento para la conclusión. Podríamos distin
guir la inducción, en el sentido habitual del término, de la
ejemplificación, y señalar que la inducción se apoya sobre
casos individuales para afirmar una conclusión (X tiene la
frente caliente, y ha tenido fiebre; Y también, Z lo mismo,
etc.), mientras que la ejemplificación se sustenta en propie
dades (César conservó su ejército, y quien hace esto quiere
utilizarlo con fines personales) que se aplican a otros in
dividuos (en este caso, Bonaparte). Pero hay que reconocer
que la inducción sobrentiende también propiedades recu
rrentes, así como la ejemplificación recae en individuos con
siderados ejemplares. Se menciona a X, Y y Z por el hecho de
que el predicado Pies es común, y el predicado P, en la ejem-
99
plificación, sólo es pertinente porque se habla de César o de
Bonaparte. Ejemplificación e inducción son, por lo tanto,
difíciles de distinguir. Si se persiste empero en hacerlo, es
porque el ejemplo ilustra una propiedad destacable y desta
cada, tanto sea, ciertamente, de un estado de cosas o de un
individuo, pero que sólo es ejemplar en virtud de lo que uno
u otro es. En la inducción, en cambio, se focalizarían funda
mentalmente casos particulares, individuales, que dejan su
marca en el espíritu a fuerza de repetirse (¿de qué modo,
sino por atributos comunes?). Reconozcamos que se podría
sostener lo inverso.
Habrá que superar, pues, una vez más el análisis aristo
télico, aunque siempre reteniendo la idea de que la inferen
cia retórica se funda en similitudes. En cambio, para com
prender lo que distingue a un razonamiento lógico de un ra
zonamiento argumentativo es mejor preguntarse por qué
en el primer caso se estipulan todas las premisas, y qué su
cede cuando no se lo hace, como en el segundo.
Imaginemos a dos amigos perdidos en el bosque. Ven a lo
lejos algo así como largas cuerdas enrolladas sobre sí mis
mas. El primer amigo le dice al segundo: «Cuidado, aquí las
serpientes son venenosas». En lugar de detenerse o cambiar
de ruta, el segundo amigo sigue su camino como si tal cosa.
¿Qué actitud implica esto respecto de la afirmación «Las
serpientes son venenosas?». El segundo paseante no cree
que el objeto divisado a lo lejos sean serpientes, o bien refu
ta su carácter venenoso. Pone en cuestión el sujeto y el he
cho asociado (<cc es una serpiente»), o el predicado (x es sin
duda una serpiente, pero las «x no son y», es decir, veneno
sas). Supongamos ahora que la puesta en guardia no habi
lite ninguna contestación. En ese caso se habría tenido que
decir: «(1) todas las serpientes son venenosas; (2) lo que se
ve a lo lejos son serpientes; luego, (3) los que bloquean nues
tra ruta son seres venenosos». Con las premisas 1 y 2, la
conclusión 3 es irrefutable, necesariamente verdadera. Se
dice que es apodíctica. Empero, como el paseante continúa
su ruta pese al alerta, las que plantean problemas para él
son las premisas, y además el primer paseante no las men
ciona. No dice que todas las serpientes son venenosas ni lo
que él ve son efectivamente serpientes. Él presupone estas
dos aserciones de manera indirecta, implícita, para decirle a
su amigo que preste atención. Y dichas aserciones no tienen
100
nada de evidente, e incluso la primera premisa es falsa, pe
ro es bueno actuar en la vida como si fuese verdadera.
Ahora se comprende mejor, a contrario, por qué una in
ferencia lógica debe especificar todas las premisas: es preci
so que ya no haya espacio posible para un cuestionamiento
que se volvería necesariamente contra la validez de la con
clusión. Dado que una afirmación sólo puede ser objetada a
nivel del sujeto o del predicado, el razonamiento lógico re
quiere una premisa que resuelva, a priori, la cuestión refe
rida al sujeto, y otra premisa que impida cualquier cuestión
referida al predicado. Las premisas son las respuestas a
priori a las cuestiones que podrían plantearse: al suponer
verdaderas las respuestas a tales cuestiones hipotéticas, se
excluye la posibilidad de que estas surjan efectivamente.
Las premisas son los medios por los cuales el razonamiento
excluye a priori toda alternativa, puesto que sólo deja espa
cio a una única respuesta posible. Lo proposicional se cierra,
pues, sobre sí, al desplegar un orden de resultados que pare
cen derivar nada más que de ellos mismos y por la sola nece
sidad de aquello que los vuelve necesarios. La conclusión
debe entonces emanar de las premisas, porque nada per
mite objetar la pertinencia del predicado («todos los hom
bres son mortales»), ni la de la premisa referida al sujeto («x
es un hombre»). Si se aceptan estas dos premisas, será obli
gado concluir que la que dice <a es mortal» es verdadera, sin
discusión posible.
Un razonamiento lógico es necesariamente verdadero
porque no autoriza ninguna alternativa, ninguna puesta en
entredicho: nos hallamos en el puro «responder», en lo pro
posicional, para ser más exactos. No ocurre esto en retórica.
Se puede atacar el sujeto o el predicado de un argumento,
desde el momento en que no se ha dem andado admitir res
puestas previas que excluyan esa puesta en cuestión.
Otro ejemplo: Bruto ha matado a César. ¿Cómo puede
Bruto defenderse y hasta rebatir esa afirmación? Tiene a su
disposición dos estrategias: la primera consiste en atacar el
sujeto; la segunda, en atacar el predicado. En el primer ca
so, dirá: «No, no soy yo, Bruto, el que le asestó el golpe fatal
a César», o bien: «Es que César no ha muerto: en este mo
mento está en Roma», lo cual explica que, en materia de crí
menes, siempre hace falta un corpus delicti. La segunda es
trategia no niega el hecho («Sí, soy yo, Bruto, el que efectiva
101
mente mató a César»), pero objeta el predicado sosteniendo,
por ejemplo: «Lo que hice no fue matar, sino liberar a Roma
del tirano». Esto es lo que los juristas llaman calificación del
hecho: asesinar es punible, defenderse es legítim o, aun
cuando en los dos casos haya muerte de un hombre.
Una inferencia retórica no es por fuerza argumentativa.
Puede tratarse simplemente de un tránsito de lo figurado a
lo literal. Cuando le digo a una joven que es bella, le estoy
significando, de manera figurada, otra cosa que tal vez no
podría expresarle literalm ente sin caer en la vulgaridad.
Dado que una figuratividad, siempre problematológica,
puede dar lugar a distintas lecturas, mi afirmación puede
implicar en principio otras respuestas, lo cual deja espacio a
varias relaciones posibles (relaciones que quedan excluidas
si le digo que es fea, puesto que la pluralidad de las conduc
tas de aproximación se verá anulada por una sola respuesta
posible a esta afrenta: el alejamiento). La figuratividad des
plaza al campo del auditorio la respuesta que conviene
aportar: esto da más libertad y tiempo de reacción y, por lo
tanto, de elección.
No hay inferencia sin recurso a lo no problemático. Si
todo fuera problemático, no podríamos comunicarnos, y si
nada lo fuera, no tendríamos nada que decimos. Todo el ar
te del orador consiste en apoyarse sobre lo que es no proble
mático para él y para el auditorio; se lo llama topoi o lugar
común, que permite transformar lo problemático en reso
lutorio y pasar de lo uno a lo otro.
102
la retórica a la argumentación, de la respuesta supuesta
mente encargada de eliminar y resolver una interrogación
al enjuiciamiento tajante de las respuestas. Este continuum
no impide la gradación, pero revela la unidad de un proce
der cuyo principio es importante despejar. Esta es la razón
por la que se habla de retórica en sentido amplio, que englo
ba a la vez la argumentación —en la cual se opone tanto co
mo se propone— y la retórica en sentido estricto (o retórica
como procedim iento y no como disciplina), en la que sólo
cuentan el estilo y el «hablar bien» dirigidos a sugerir o a ha
cer actuar. Tomemos un solo ejemplo, que nos conducirá a
esa ley general, única, de principio, que es ley del logos retó
rico. Si se dice «Hace frío», se puede del mismo modo:
(1) sugerir con ello que hay que ponerse el abrigo, aun
que se lo diga de otra manera;
(2) dar un argumento, una razón, para ponerse el abrigo.
El punto en cuestión es, por supuesto, el tiempo que ha
ce, pero lo que constituye una cuestión es la respuesta a
aportar. Ahora bien, el hecho de que nadie haya planteado
expresamente esta cuestión —si se lo hiciera, el proceso se
detendría— implica que se plantea otra, subyacente, inser
ta en el contexto. Lo que está en discusión no es «¿Qué tiem
po hace?», que tenía aquí su respuesta directa, sino, debido
a que nadie ha formulado esta cuestión, más bien otra, como
«¿Qué se debe hacer?». En términos formales que resumen
(Di-!--- >qrq2
el proceso:
103
que descubrir r2 entre las numerosas respuestas que deri
van de rj. Inversamente, para llegar a concluir r2, el orador
debe encontrar rx como argumento. Si se pasa a la argumen
tación concebida esta vez como erística, es decir, como con
testación pura y simple, se tiene la formulación siguiente:
r2— >qrq2
ahora bien, rj
luego, r2
pero se objeta r2, que se justifica hacia atrás por rr En con
secuencia, no hay — >: r 1- T^ r2, y r2 qj ■q2. Q2 per
manece abierta, lo cual hace que se tenga r2 o no-r2. La úni
ca diferencia con la formulación (1) es que aquí se parte de
una respuesta y, al objetarla, se pone en tela de juicio aque
llo que la justifica y de lo cual ella debe resultar. Se puede
expresar el proceso de otra manera:
<ll-- >r l
q2^ r2
luego rx r2
yaque rx----- >qx' q2
y que r2_7^ q 1 q2
no se puede afirmar que decir rx sea decir r2; en términos
argumentativos, el hecho de decir r1 no permite sostener r2.
«Decir r 1 es decir r2» es una fórm ula equivalente a
«rj----- >r2» o «r1, luego r2». Decir que es la una es decir que
es hora de ir a la mesa. El hecho de que sea la una es una
buena razón para ir a comer, es un argumento para hacerlo.
Observemos que, cuando no existe esa simetría entre «decir
A es decir B», y «A es un argumento para B», estamos obli
gados a traducir el desvío, la diferencia, mediante una for
mulación que conserve, sin embargo, un efecto de pasarela:
se trata del lenguaje de lo figurado y lo literal. Decir que
Ricardo es valiente equivale a decir que es un león, pero no
representa un argumento para ser un león; por lo tanto, es
una manera figurada (metáfora) de decirlo. El recurso a la
veTsión argum entativa, con o sin la conclusión explícita
«pasemos a la mesa» para «es la una», o a la versión retórica,
puram ente narrativa, sin que se acentúe una inferencia
cualquiera, es asunto de contexto. R: ----->qx • q2 es, simple
mente, la ley de unidad del logos en la retórica concebida en
sentido amplio, lo cual abarca tanto las identidades figura
tivas de la retórica stricto sensu como las diferencias entre
proposiciones enlazadas, propias de la argumentación.
104
Dicho esto, la cuestión que se plantea con una fórmula
como «rx» es «r2» consiste en saber qué tipo de relación hay
entre r x y r2, relación que esta fórmula escamotea. Nada
permite afirmar que «decir r1 es decir r2» implique que «rj =
r2», pues, rigurosamente, sólo «rj» es «r2» (las comillas tra
ducen el metalenguaje, el decir de rj o de r2), y no rj que es
r2. «Es la una» no es «vamos a comer». Lo equivalente es de
cir lo uno por lo otro. Decir «es la una» equivale, en el contex
to, a decir «es hora de pasar a la mesa», pero no se puede sos
tener que estas dos afirmaciones sean idénticas, en el senti
do en que «el marido de Josefina» es idéntico a «Napoleón».
La retórica tiene precisamente esta función de volver idén
tico, por economía, aquello que literalm ente no lo es. Se
comprende así de inmediato lo que se halla en cuestión. El
contexto de la interlocución desempeña un papel esencial.
Llamemos «contexto» al saber com partido del que creen
disponer los interlocutores acerca de la cuestión en juego.
Cada uno dispone de un saber al respecto, y cada uno sabe
que el otro sabe tal o cual cosa, y que el otro, además, sabe
que él lo sabe. El contexto es el saber de este saber del otro.
Orador y auditorio pueden decirse: «Yo sé, y sé que sabes lo
que sé». Este saber mutuo, común, crea una situación que
permite silenciar muchas respuestas sin dejar de m ovili
zarlas.
Hay que distinguir, pues, «ra» = «r2» porque rx = r2, de
«r-|» = «r2» porque r1 es una buena razón para afirm ar r2. Si
mi hijo vuelve de la escuela con una mala nota, esta es una
buena razón para decir que no ha estudiado, pero no es esto
lo que hace que no haya estudiado. Simplemente, prefirió
jugar en vez de hacer sus deberes, pero de aquí se puede in
ferir que, como no estudió, obtuvo, a título de consecuencia,
una mala nota.
105
bre el logos no permite borrar forzosamente, si esa es la me
ta de la relación. Es por esto que muchas argumentaciones
se desplazan del ad rem, en el que se discute sobre la cues
tión en sí, al ad hominem, en el que se implica al interlocu
tor. Sin atacarla, se va sencillamente de una argumentación
objetiva a un cuestionamiento subjetivo mediante el cual se
pone en tela de juicio lo que el otro es, piensa o hace. Cuando
no se puede responder a un argumento concreto, se interpe
la al orador, objetándolo; por ejemplo: «¿Quién es usted para
decir semejante cosa?», o: «Y usted, que defiende esa posi
ción, ¿qué hizo cuando estaba en el poder?». Este tipo de pro
ceder, en el que se interpela al orador y no se objeta el argu
mento examinado, descansa sobre un principio muy simple
de la vida diaria: el principio de adherencia, según el cual yo
soy «en» lo que digo. Si alguno no está de acuerdo con mis
opiniones, no está de acuerdo conmigo, pues en cierto modo
es a mí mismo a quien pone en entredicho. Todos estamos
implicados en nuestras creencias y en nuestro discurso, y si
alguien los desaprueba nos pone indirectamente en tela de
juicio. Con frecuencia se hiere a las personas al rechazar sus
pareceres, al desaprobarlos, y a veces al no seguir el mismo
camino. Esto explica el papel positivo que cumplen en las
relaciones sociales las fórmulas de cortesía, a veces huecas y
puram ente aduladoras. Ellas anulan el efecto de la dis
tancia, obrando como si esta no existiera. Si alguien es de la
misma opinión que nosotros, esto nos agrada, nos sentimos
respaldados y estimamos más a nuestro interlocutor por
esta sola razón, prueba de que hay correspondencia entre el
logos y la implicación personal.
El recurso al ad hom inem nunca es otra cosa que un mo
vimiento de explicitación y focalización sobre quienes inter
vienen en la relación retórica. Ahora bien, esta relación está
siempre teñida, de manera implícita y evidente, por la im
plicación de los individuos, que se sienten cuestionados
tanto por los interrogantes que se plantean como por las
respuestas, las cuales son también, indirectamente, cues-
tionamientos potenciales. Si alguien le dice a otro que él no
habría hecho esto o aquello que, en cambio, sí ha elegido ha
cer su interlocutor, este último se preguntará inevitable
mente por la oportunidad y el valor de sus propias orienta
ciones. Y, con frecuencia, terminará rechazando al otro por
haber planteado ese punto, que constituye casi una des
106
mentida de lo que él es. Una sociedad que fragiliza cada vez
con m ás ferocidad a las personas no puede m enos que
acelerar este tipo de reacciones. A fin de cuentas, estas son
consecuencia del principio de adherencia, según el cual uno
está siempre implicado en lo que le dice al otro y en lo que el
otro nos confía. Para experimentar este tipo de sentimien
tos no hace falta encarar directamente al otro, o que él nos
encare a nosotros. El otro es en sí una cuestión que se nos
dirige, del mismo modo en que nosotros lo somos para él, al
margen de todo discurso y con mayor razón cuando algún
discurso se instala entre nosotros. Por consiguiente, si no
podemos actuar sobre A L (las diferencias entre los indivi
duos que el discurso concreta), es decir, la diferencia tal co
mo se traduce en y por el logos, nos desplazamos hacia la
distancia intersubjetiva que le corresponde y que no es otra
que la diferencia entre el ethos y el pathos, A (E-P). Después
de r1----->qi ■q2, aquí tenemos la segunda ley fundamental
de la retórica:
(2) A L = A (E-P)
Es probable que aquello que la acción por el logos no
permite realizar lo consiga el trabajo sobre la distancia in
tersubjetiva que viene a sustituirlo, puesto que, desde el
punto de vista retórico, ambos planos son equivalentes.
Esto significa que es posible traducir la distancia entre los
individuos tanto actuando sobre el logos, que traduce la
cuestión enjuego, como trabajando directamente sobre la
distancia intersubjetiva misma. Lo que la ley 2 expresa es
que los dos procederes son equivalentes. El logos movilizado
con ese fin debe traducir la distancia que se quiere dismi
nuir, mantener o incrementar, según los casos, lo cual recibe
el nombre de figuras-, más precisamente, el de figuras de
pensamiento. Ellas traducen la manera en que el orador le
expresa al auditorio sus respuestas sobre la distancia que
los separa. E stas figuras tien en por finalidad y efecto
traducir la distancia, minimizar el potencial problemático
de lo que nos separa del otro («Yo no soy experto como us
ted. . .»), como en el cleuasmo, o de lo que lo separa a él de
nosotros («Usted, que es un gran experto en la materia, sabe
que. . .»). Pero también se puede insistir en la proximidad
con el otro («Yo soy como usted, pienso que. . .»), sobre la co
munidad que él forma con nosotros («Usted es como yo, tie
ne. . ., por lo tanto. ..»).
107
Gracias a este principio de adherencia, que aplica siem
pre una dimensión ad h o m inem sobre el a d rem en apa
riencia más alejado de ella, toda relación argumentativa se
revela más o menos retórica, y el efecto de la argumentación
(pathos), así como la intención subyacente (ethos) que ani
ma a un locutor aparentemente neutral y objetivo, permiten
captar la estructura y la forma de los argumentos. Estable
cer una teoría general de la argumentación que responda a
este criterio será la tarea que emprenderemos ahora.
108
Las formas de la argumentación
1. ¿Qué es un argumento?
Un argumento es una razón para pensar o para actuar.
Se suele proponer, sin embargo, otra acepción: se argumen
ta cuando no se está de acuerdo. Un argumento es entonces
una oposición y no una razón, un desacuerdo y no una solu
ción para ponerle fin. Tercera perspectiva: un argumento es
un entimema, es decir, el producto de un razonamiento sub
yacente e implícito. ¿Cómo conciliar todas estas definiciones
de la argumentación y darles un sentido que preserve su di
versidad en el seno de una concepción unificada?
Para responder a esta exigencia, comencemos por algu
nos ejemplos. Si alguien dice que hace buen tiempo, es por
que tiene una cuestión en mente y la trata enunciando lo
que es para él la respuesta. Si la enuncia, es porque juzga
que la cuestión se plantea en el mismo momento de decirla.
Ahora bien, al tiempo que la lógica se asienta en el análisis
del valor de verdad, y la pragmática, en el uso de las pala
bras, la retórica se ocupa de las razones por las que se plan
tea una cuestión subyacente. Esto puede traducirse así:
1) «Hoy hace buen tiempo»
es una frase que significa, en el plano de la enunciación, la
apreciación por el locutor de que, dado el contexto del dis
curso, se habría podido pensar lo contrario. Hace buen tiem
po, pero había razones para pensar lo contrario. Esto im
plica, por ejemplo, que la cuestión se plantea porque las cir
cunstancias del momento desentonan y hay entonces, en la
comprobación efectuada en 1, algo sorprendente sobre lo
cual se desea llamar la atención. De aquí deriva, en térmi
nos de enunciación y no de enunciado, la lectura que convie
ne hacer de 1.
1’) «Hoy hace buen tiempo, pero se habría podido pensar
lo contrario (si no, yo no lo hubiera dicho)».
109
Detrás de 1 y 1’ está la idea según la cual, en la estación
actual, el tiempo es en general malo y, por ende, el tiempo
del día de hoy debe serlo igualmente. Sin embargo, no es es
to lo que ocurre, lo cual pone de algún modo en tela de juicio
la regla general. Aquí se advierte con claridad el vínculo en
tre argumento y razonamiento, aun cuando sea implícito.
Hay una cuestión que se plantea respecto de la situación
habitual, que la excluye, y se comunica al otro el hecho de
que ella se plantea: el argumento es entonces una opinión
sobre esa cuestión, opinión que constituye, por este mismo
motivo, una respuesta. La razón de esta respuesta reside en
el razonamiento subyacente, propio del clima estacional,
pero en este caso el razonamiento se muestra defectuoso,
por cuanto, sin embargo, pese a todo lo que habría podido
esperarse, hoy hace buen tiempo. «Hoy hace buen tiempo»
es una razón para oponerse a las ideas corrientes acerca del
clima habitual en esta estación. Encontramos así las tres
definiciones antes citadas: un argumento es una razón para
pensar ciertas cosas desde un ángulo distinto; expresa con
ello una oposición a lo que constituye la opinión corriente (si
una cuestión no se planteara, no se mencionaría la respues
ta, que sería inútil, pues no sorprendería), y, por último, en
cuanto respuesta, un argumento es una razón para pensar
otras cuestiones, puesto que la respuesta suscita cuestiones
anexas. De manera concomitante, se verifica rx ■——>q1 • q2
Esto hace que toda verbalización sea potencialmente argu
mentativa, rebatible o capaz de acarrear consecuencias que
ella no contiene literal y directamente. En sí, «Hoy hace buen
tiempo» no es una argumentación pero sí un argumento,
puesto que se estima que lo que se piensa del clima de la es
tación, por ejemplo, es discutible. Constituye una dirección
para el pensamiento. Un argumento es una respuesta que,
por el sesgo de cuestiones subyacentes, conduce a otras.
Crea una alternativa, dado que suscita una cuestión: la ex-
prqgada por 1’.
La tesis defendida aquí sobre lo que es una argumenta
ción puede ser sustentada en otros ejemplos. Tomemos los
que el propio Aristóteles invocó o que es posible construir a
partir de ellos.
2) «Sócrates tiene la cara enrojecida»;
= 2’) «Sócrates tiene la cara enrojecida, pero se habría
podido creer que no era así».
110
Por lo tanto, no se halla en su estado habitual. Se plan
tea entonces el problema de saber qué le sucede y, dadas las
circunstancias de su vida, se puede considerar 2 como un
argumento para pensar que está enfermo (aunque podría
estar borracho, si se hubiesen tenido razones para pensar
que era dado a la bebida).
3) «César conserva sus legiones consigo al retomar de la
Galia».1
Empero, 3’) «Habría podido no hacerlo».
Se plantea aquí una cuestión de la cual derivan otras,
pues aquel que quiere asignarse tropas personales tiene, en
general, miras dictatoriales; así, es posible temer de César
un golpe de Estado, a diferencia de Pompeyo, que desmovili
zó a sus tropas y las dejó en manos del Senado. Los genera
les que se deshacen de su guardia personal tendrán dificul
tades para adueñarse del poder. Habría podido pensarse
que César respetaría las leyes de la República. Sin embar
go, no fue así, como lo especifica 3, y por lo tanto es legítimo
sostener que lo que pretende es hacer caer al régimen mili
tarmente. La sorpresa es registrada en 3 y sirve de argu
mento para inferir la intención de César.
Un argumento como «Hoy hace buen tiempo» es una ra
zón para pensar algo (r2) a propósito de una cuestión (q2) no
expresada literalmente en la cuestión (qx) que esa respues
ta (r1) resuelve. No es cuestión del tiempo en 1; tampoco es
cuestión del color de la cara de Sócrates en 2, o de la actitud
de César frente a sus tropas en 3. Hay, en cada oportunidad,
otra cuestión enjuego (q2), que no es dicha literalmente, si
no sugerida indirectamente a través de una opinión general
que se rebate, de un razonamiento que conviene hacer, como
en 2, o de una respuesta que se impone sobre la acción veni
dera, como en 3. «Hace buen tiempo» es un argumento para
pensar de cierta manera; es una frase que orienta la mente
hacia otras cuestiones que el contexto permitirá identificar.
Si una persona se dirige a otra, es porque tiene una cues
tión en mente, un problema que la moviliza. La cuestión es
subyacente y no idéntica, en su letra, a la aludida por las pa
labras utilizadas. Si le digo a mi interlocutor: «Mira, los pre
cios han aumentado otra vez», pese a que él no ha pregunta
1Aristóteles: «De este modo, para probar que Dionisio intenta la tiranía
al pedir una guardia, se alega que Pisístrato, aspirando a ella, pidió una guar
dia y, una vez obtenida, se hizo tirano» (Rhétorique, 13576, tr. fr. Ruelle).
111
do nada al respecto (no planteó la cuestión: «¿Han aumenta
do los precios?»), es porque quiero decir otra cosa, y mi ver-
balización es el argumento de esa otra cosa. Esto le permite
inferir la verdadera respuesta que quiero defender: por
ejemplo, los precios habrían podido continuar estables, pero
en ese momento fue introducido el euro y, por lo tanto, el eu
ro es el responsable. O incluso, si mi interlocutor es un co
merciante, estoy sugiriendo que ahora cobra muy caro.
Esta lectura en la que hay remisión a una alternativa se
aplica a todas las enunciaciones: «Ayer vi a su hijo» signi
fica, puesto que habría podido no verlo, que este hijo habría
tenido que estar probablemente en otro lado (ahora bien,
¿dónde?); o incluso, si digo: «Ahora los trenes atrasan siem
pre», estoy indicando que, dadas las promesas de la compa
ñía de ferrocarriles, se habría podido creer lo contrario. Lue
go, dichas promesas son engañosas, porque, en principio,
hay derecho a pensar que los trenes deben partir a horario,
que el hijo de mi interlocutor estaba en la escuela, que Cé
sar iba a desmovilizar a sus tropas, que el tiempo iba a ser
malo, etc. Un argumento suscita cuestiones, y es un argu
mento precisamente porque las suscita. El hecho de decir al
go basta para llamar la atención sobre una cuestión, y esto
lo convierte en un argumento para pensar de una manera
determinada. Hablar sugiere un sentido y, por lo tanto, una
dirección que está sobrentendida y que las palabras dichas
nos invitan a tomar.
112
que decir A es decir B, o decir que A implica B, excluyéndose
en este caso tanto no-A (simbolizada por Á) como no-B (o B).
Se observa claramente este tipo de argumento en materia
de protección vial, por ejemplo: «Hay que elegir: o beber o
conducir», donde se sobrentiende que beber es peligroso pa
ra la conducción automovilística (topos o lugar común), y
que si uno bebe (A), será más probable que tenga un acci
dente (B) que si no bebe. Encontramos esta clase de razona
mientos en innumerables situaciones: «El café es excitante,
después de las 4 de la tarde no lo bebo más», o «La decisión
de presentarme de nuevo a la elección presidencial merece
reflexión, así que voy a reflexionar sobre ello» (Jacques Chi
rac); he aquí otras tantas conclusiones retóricas, y en oca
siones falaces (no se reflexiona sobre presentarse o no pre
sentarse para semejante cargo por una razón tan exigua y
formal). ¿Cuál es, entonces, el nexo entre estos ejemplos y
los que se han dado hasta aquí: el de la guardia personal de
César o de Napoleón, cuya presencia hace temer una dicta
dura militar, o el de la cara roja de Sócrates, que lleva a pen
sar en la fiebre?
Para percibir mejor lo que todos estos razonamientos
tienen en común, conviene remitirse a la estructura cardi
nal del vínculo cuestión-respuesta y al modo en que, gracias
al lenguaje, sea o no verbal, ella se m anifiesta en el pen
samiento humano.
Lo que está fuera de cuestión y lo que está en cuestión co
existen y deben ser identificados y diferenciados ya en la es
tructura proposicional de la respuesta. Se trata del nexo su
jeto-predicado. Un sujeto y un predicado son, en sí, indife-
renciables: el predicado «ser [o estar] rojo», por ejemplo,
comprende el conjunto de los seres que son [o están] rojos.
Por lo tanto, lo rojo es como una abreviación, como un con-
densado, que permite hablar de seres por otra parte diferen
tes desde un mismo punto de vista (que debe abrir alguna
cuestión). «La sangre es roja» significa, sin duda: «La sangre
es algo que forma parte de los seres (de las sustancias) que
son rojos». De este modo se anula aquello que diferencia a
todos estos seres, pues la sangre, el tomate o una bandera
no tienen nada de semejantes como no sea este color, por lo
demás puramente ocasional en el caso de la bandera (y has
ta en el caso del tomate, que a veces es verde, o en el de la
sangre, que a veces es negra, pero esto es aquí superfluo).
113
El proceso intelectual de base que traduce la movilidad
del pensamiento no comienza con categorizaciones estable
cidas y en las que todo está ya clasificado —por ejemplo, en
rojo, verde y azul, en tom ates, banderas y sangre— . Hay
predicados y atributos P que se aplican a d istin to sx y a d is
tintos y, los cuales son Q, R, Z, por ejemplo, y entre los Q hay,
ciertamente, distintos x, pero también distintos y, que son
R, y los R son tanto y como z, y así sucesivamente. Esta es la
base sobre la que funcionan las asociaciones en el pensa
miento: Ricardo es valiente, el león también, por lo cual se
dice que Ricardo es un león. El tropo hace desaparecer una
interrogación convirtiéndola en una respuesta que no pue
de ser tomada literalmente como tal; ahora bien, presen
tada como respuesta, evita tener que ir a buscarla. El tropo
es, por consiguiente, una respuesta expresam ente pro
blematológica que permite ahorrarse respuestas literales,
debido a lo cual no habrá que buscarlas una por una. Aun
que se las dé por sobrentendidas, de todas formas están in
determ inadas. Dicho esto, el pensamiento procede habi
tualmente interrogándose más en profundidad: ¿Cuáles son
los y que son cornos: al ser P? ¿Son también Y? ¿Y los y son Q
porque los x a los que se parecen son igualmente Q? Todos
estos interrogantes pertenecen a la argumentación, pues
los predicados conocidos dan lugar a argumentos aptos para
concluir en la identidad o, por el contrario, en la diferencia.
El león es cuadrúpedo, como el cerdo o la mesa, y la mesa,
por ejemplo, es de color marrón, pero este coche también, o
aquel traje; surgen así otros rasgos comunes con individuos
cada vez diferentes y que a su vez evocan, no obstante, ras
gos comunes, etcétera.
P Q R
\
\
\
S
\
\ .......
x y z
114
menos débiles, ya no puede determinar en verdad cómo son
exactamente las cosas. Todo es problemático, todo está in
serto en múltiples alternativas, de manera que la mente ja
más puede concluir nada preciso. Para lograrlo, hay que ser
capaz de responder disociando los predicados, que vuelven
homogéneos e indiferenciados a los seres que los poseen. Es
tos pueden ser muchas otras cosas, tener múltiples atribu
tos, que por consiguiente hay que poder indiferenciar y rea-
grupar igualmente metiéndolos en el sujeto, en el que que
dan como relegados. El tomate es como la sangre pero no es
la sangre, y los dos sujetos se distinguen cabalmente por un
conjunto de propiedades que no se mencionan, aun cuando
están como «contenidas» en ellos. Sin esta demarcación en
tre el sujeto y el predicado, gracias a la cual una respuesta
puede detener el pensamiento, nada impide efectuar susti
tuciones basadas en analogías parciales (y, en última ins
tancia, infinitas). Una mesa es (en cierto modo) un caballo
(cuatro patas), es un uniforme militar (el color marrón), etc.
«Sócrates» es un individuo, pero también un conjunto de
atributos (calvo, griego, bajo, etc.) que remiten a otros indi
viduos, y por lo tanto a otros predicados, y por lo tanto a otros
individuos, y así sucesivamente hasta el absurdo. Para li
brarse de esta búsqueda infinita, uno se detiene en determi
nado punto diciendo simplemente «Sócrates», pues se so
brentiende que aquello de lo que es cuestión le concierne so
lamente a él.
Así se explica que términos del lenguaje como «Sócrates»
reúnan y condensen un conjunto —a menudo indefinido—
de respuestas previas a las que, por ser obvias, ya no se
presta atención: forman parte de lo que se denomina la cul
tura del grupo o de los individuos. Sócrates es el padre de la
filosofía griega, el interrogador radical; él es quien bebió la
cicuta, a quien se acusó de impío y de corromper a la juven
tud, etc. Él es quien, pero, ¿un quien que hizo qué?; dicho de
otro modo: ¿quién es qué? Estos quien, estos qué, estos cuán
do, estos dónde, sintetizan todas las cuestiones resueltas
que reúnen, una vez abolida la interrogatividad por dichas
respuestas, las determinaciones del término «Sócrates»,
además de que precisan quién es él.* Estas cuestiones po
* El mismo pronombre francés «qui» corresponde a los pronombres cas
tellanos «quien, quienes, quién, quiénes», y también a «que» como pronom
bre, pero no en su función de conjunción. (N. de la T.)
115
drían ser planteadas de nuevo, pero la mayoría de las veces
no hace falta hacerlo, pues en general se sabe de quién se
habla, y se comparte este saber presupuesto con el inter
locutor, aun cuando no se tengan en mente, por fuerza, las
mismas respuestas. En todo caso, se tienen en común las
suficientes como para dialogar y hacerse entender. Esto
explica la idea de que el lenguaje privado no tiene sentido
(aunque es probable que. . . la tesis sea sólo parcialmente
verdadera, pues de lo contrario no habría malentendidos).
Así pues, los términos del discurso son puntos de deten
ción a interrogaciones en principio infinitas, ya que siempre
es posible someter a interrogación los términos utilizados,
responder con otros, y así hasta el infinito. ¿Quién es Sócra
tes? Un griego muerto en 399 a.C. ¿Por qué esta fecha? Fue
la fecha del juicio. ¿Por qué un juicio, y cuál? Y así indefi
nidamente. Basados en un contexto, es decir, en un saber
compartido que sabemos que el otro posee y que él sabe que
lo sabemos, podemos ahorrarnos ese proceso de regresión
interrogativa, lo cual hace que cada cual sepa de qué es
cuestión cuando los protagonistas usan el término «Sócra
tes», sin que esto implique conocer todo lo que el otro sabe.
Para dar cuenta de la estructura argumentativa de una
manera general y, por lo tanto, formal, hay que recurrir a lo
que podemos llamar cuadrado retórico, aunque por ahora se
trate sólo de argumentación. La forma general de un argu
mento r j ----- >r2 es la siguiente:
Cuadro 5.
P Q
X y
116
P = tener frío Q = ponerse el abrigo
117
ne mucha atención en no exponer demasiado su piel al sol).
Un argumento es, pues, una respuesta que elimina la pro
blematicidad de una cuestión transformando lo problemáti
co en no problemático; pero nada impide que lo problemáti
co resuija, puesto que el argumento es sólo una manera de
hacerlo a un lado, y no de resolverlo en forma absoluta. La
retórica, incluso cuando es argumentación, constituye un
procedimiento para responder aunque lo problemático sea
insoslayable. Es también una manera de privilegiar ese he
cho de responder al cuestionamiento, a veces transforman
do simplemente de manera formal lo que no se presta a tal
inversión. Esto explica que se acuse a la retórica de manipu
ladora, así como la indispensable apelación a ella en mate
ria de ideología y propaganda.
En «Tbdos los hombres son mortales, etc.» y «Si hace frío
nos ponemos el abrigo» se percibe claramente que la mayor
problematicidad del segundo ejemplo descansa sobre la
identidad, que es parcial:
Todos los P son (j¡
P Q
118
César es, a la vez, demandante de una guardia personal
(P) y capaz de tomar el poder (Q); x forma parte de los y, es
un y (hay otros), y, además, podría no serlo, salvo que se
planteara que todos los P son Q. También se puede escribir:
x y
César Pisístrato, etc.
César es un Pisístrato
"león
z x y
Ricardo león
119
X es y porque ambos forman parte de los z, que se omite
mencionar. El mismo esquema se aplica a la metonimia con
Victor Hugo, o a la sinécdoque con el ejemplo de la edad. Se
tiene una respuesta, la cual resume la cadena que atraviesa
a propiedades e individuos ad infm itum . No hay aquí nada
que corresponda a la argumentación, porque no se puede
decir: «Si Ricardo es un hombre, entonces el león es un ani
mal». El tropo se caracteriza precisamente por las rupturas
causadas en el cuadrado argumentativo, lo cual consagra la
no literalidad de lo verbalizado.
120
sino como un acto de legítima defensa hacia Roma. Y es así
como se pasa del castigo a la absolución e incluso, en este ca
so, al triunfo. Se recalifican las cuestiones, los problemas,
las respuestas, las apuestas, para servir mejor a una causa
y escapar de las garras del adversario. En E l arte de tener
siempre razón,2 Schopenhauer habla de la extensión de los
conceptos, que lo mismo permite restringir su campo como
ampliarlo. Dicha extensión encubre una definición, y todo lo
que la excede es caracterizado entonces como metáfora, a
menudo inapropiada. «Mi honor, señor, está aquí enjuego»
es una afirmación que supone que el honor es esto o aquello,
y siempre se puede rebatir el campo de aplicación de la pala
bra «honor» para invalidar el argumento del locutor.
Una última categoría de argumentos es la que descansa
sobre los efectos y las causas, como en este ejemplo: «Si us
ted fuma, no se asombre de contraer cáncer», o incluso, para
ir del efecto a la causa: «La mayoría de los accidentes en la
ruta se deben al consumo de alcohol». La quintaesencia del
razonamiento argumentativo es la siguiente: se trata de
localizar lo que es idéntico, aun a título puramente analógi
co; o se trata también, por trabajo de redefinición, de sacar
consecuencias, de destacar las cadenas causales que ema
nan de estas identidades y, por último, de señalar las dife
rencias, que pueden llegar hasta la oposición. Detrás de es
tos mecanismos de identidad y de diferenciación encontra
mos siempre lo que se quiere y lo que no se quiere, lo que no
se debería querer (y esto, de ser necesario, lo juzgará un ter
cero) y lo que se debería perseguir para actuar o para impe
dir que se haga alguna cosa, pues la argumentación nunca
está separada de quienes recurren a ella.
El principio de adherencia del sujeto a su discurso, que
implica a este sujeto, nos conduce a examinar la traducción
ad hom inem , intersubjetiva, de estas tres grandes estructu
ras ad rem argumentativas. En síntesis, ¿qué sucede si se
desplaza la atención del a d rem al ad hom inem?
El cuadro 6 nos ayudará a responder a esta cuestión.
El ethos plantea la cuestión de la identidad, identidad
siempre modulable de las definiciones, que permite volver
atrás, recalificar y recentrar lo verbalizado en el ad rem y en
el ad hom inem , evaluar al orador para rechazarlo o para se
121
guirlo. La identidad es entonces su identidad, aquello que lo
califica para hablar o, simplemente, aquello que lo califica
como tal o cual. De la identidad a la diferencia está todo lo
que separa a ego de alter en la discusión. La exigencia de
compatibilidad (de no contradicción) es necesaria para el
acuerdo argumentativo; por otra parte, en términos de dis
tancia con el otro, la oposición ya no se mide por la contra
dicción sino por valores. En cuanto al discurso, este juega
sobre la identidad y la diferencia: Aristóteles recuerda que
un silogismo, retórico o dialéctico, es una diferencia resolu
toria, pues la conclusión no puede repetir lo que hay en las
premisas sin dar vueltas en redondo, sin afirmar como res
puesta aquello que, en realidad, está en cuestión (los anglo
sajones llaman a esto «proceso de question-begging»), Em
pero, cuando se abandona el a d rem por el ad hom inem , el
logos que afirma de ese modo sus razones —como razona
miento, precisamente— pasa a ser, a todas luces, una impli
cación del otro y hasta su puesta en cuestión. En retórica,
nunca hay puro ad rem.
Cuadro 6.
122
tía. La cualidad del orador puede abarcar, pues, todo el es
pectro del distanciamiento, desde su aumento hasta su abo
lición, pasando por la benevolencia desinteresada. Esto, en
cuanto al ethos; veamos ahora lo que sucede con el pathos.
El auditorio reacciona ante el tratamiento de sus puntos de
referencia, es decir, cuando se lo afecta atacando sus valores
y cuando se lo halaga exaltando la legitimidad de estos. En
última instancia, el pathos es también la contradicción. En
virtud del principio de implicación de sí y del otro, la refuta
ción de las posiciones del otro implica siempre un mayor o
menor cuestionamiento de lo que él es. Con el logos, final
mente, esta implicación ad hom inem consiste en atribuir a
los propios individuos la validez, la responsabilidad de sus
argumentos: «Usted que defiende. . ., dice ahora que. . .» es
un argumento ad hominem que se escucha con frecuencia.
Es evidente que el logos va a generalizar la calificación,
la implicación (mediante la invocación de la causalidad, de
las consecuencias, sobre todo) y el distanciamiento en la ar-
gumentatividad (mediante el más y el menos), para hacer
de ellos características generales, componentes formales,
estructuras. Ahora bien, el operador clave del logos es la in
ferencia. Ella redimensiona los otros componentes en la ar
gumentación, subordinándolos, allí donde se trata de infe
rir, de dar o hallar las «buenas razones». Desde ese momen
to, la inferencia de argumentos que justifiquen una res
puesta o la critiquen va a regir todo el proceso gracias al
establecimiento de contradicciones, pero también de iden
tificaciones y de calificaciones pertinentes: «Esto es aquello,
o no es aquello; por lo tanto, se puede deducir que. . .». Los
sofismas, que a partir de la clásica obra de Hamblin3 los au
tores anglosajones llaman falacias, no son otra cosa que la
transposición, en términos de argumentación ad rem , de lo
que habría debido permanecer en el nivel ad h o m inem : la
amenaza («Si haces esto, serás castigado. . .»), la envidia, la
exhortación a la piedad, al sacrificio, etc. No son argumen
tos válidos, sino argumentos a d hom inem formateados en
ad rem. Afirman cierto ethos, cierta postura del orador, en
general de superioridad y fuerza social, política o, llegado el
caso, familiar, y lo elevan a la condición de fuente del ar
3 C. L. Hamblin, Fallacies, Methuen & Co, 1970; y para una visión más
contem poránea, J. Woods y D. W alton, C ritique de l ’argum entation.
Logique des sophism.es ordinaires, Kimé, 1992.
123
gumento. Sin embargo, desde Aristóteles también sabemos
que argumentos no válidos, y por lo tanto falaces desde el
punto de vista de la estricta racionalidad, se fundan a veces
en deslizamientos de sentido debidos al logos o al pathos.
Muchas homonimias, ambigüedades y sobre todo amalga
mas desembocan en un conjunto de sofismas de esta índole.
Cuando, en ocasión de una copa mundial de fútbol, el presi
dente de Senegal declara que su país es ahora campeón del
mundo por haber vencido al equipo francés, que realmente
ha ganado el campeonato, se trata sin duda de un sofisma
basado en la identidad «A es B». La inferencia no es válida,
pero sirve para ilustrar la fuerza de un equipo del que no se
esperaba tanto arrojo. La exageración, la amplificación en
la elección de los términos («Es testarudo», en vez de «Tiene
una voluntad de hierro»), ejemplifican esa tendencia del
ethos a generar inferencias cuya validez descansa en la am
plificación de cierta característica. Los sofismas son argu
mentos refutables sólo porque operan sobre la base de des
lizamientos de ese orden, en que los valores y las identida
des personales hacen las veces de argumentos; por otra par
te, esta manera de proceder puede ser muy eficaz desde el
punto de vista retórico. En cambio, las inferencias realmente
no válidas son las que se basan en una lectura errónea de
los hechos; por ejemplo, cuando se invocan estadísticas que
no prueban gran cosa o bien cuando se admiten testimonios
falaces.
La calificación va a focalizarse en el orador estrictamen
te hablando, y a desobjetivarse (paso del ad rem al ad homi
nem), sólo cuando la distancia entre los diferentes protago
nistas se incremente y se haga notoria; sólo en estas cir
cunstancias, la validez para el auditorio deviene apelación a
los valores y a las emociones, e incluso las causas y los efec
tos se traducen en implicación personal. De manera conco
mitante, el orador recurre más bien a efectos de estilo según
quff busque o no reducir la distancia. Esta últim a origina
una problemática específica, en la cual se la señala para ne
gociarla mejor, según que uno sea más o menos diferente del
otro y esté más o menos alejado de él. En el plano del ad
rem , esta negociación se objetiva m ediante evoluciones
centradas en el + y el - , con argumentos del tipo: «Es mejor
tener más dinero», o «Cuanto más sano esté uno, mejor» y
otras fórmulas por el estilo. La exageración, la amplifica
124
ción, cumplen este cometido, y en el sentido opuesto lo ha
cen, por su parte, la eufemización y la minimización. En nues
tra época es frecuente escuchar la expresión «genial» para
denotar, simplemente, que hacer tal o cual cosa es agrada
ble o simpático. También la minimización cumple una fun
ción conceptual concreta: atenuar las oposiciones posibles
mediante el juego de los conceptos. Hablar de «solución fi
nal» para ordenar el exterminio total de los judíos permite
disfrazar un horror que hubiese podido alejar a algunas «al
mas bellas» germánicas, al principio reticentes.
De manera general, en toda argumentación ad rem hay
siempre un aspecto personal, intersubjetivo, más o menos
implícito; en efecto, por mucho que se discurra sobre una
cuestión, lo que importa es convencer al otro del interés de
esta y de la validez (o el valor positivo) de la respuesta que
se le da. La incorporación de esta dimensión a d hom inem ,
por mínima que sea, está en la base de las calificaciones am
plificadas («Es testarudo» para lo negativo, «Tiene mucha
voluntad» o «Tiene un temperamento de acero» para lo po
sitivo; o también: «Es un verdadero nazi», para la descali
ficación); de manera más generad aún, la dimensión ad ho
m inem está también en la base de la sobrestimación y la mi
nimización —en términos de «más» y «menos»— que inte
gran el distanciamiento dentro de la calificación misma. El
recurso al «más» y al «menos» proyecta el cursor del ad ho
m inem sobre el ad rem a partir de uno de los términos de la
distancia ethos-pathos. Este formalismo va de la identidad a
la oposición, pero, considerado desde la perspectiva del
valor, hay que hablar más bien de preferencia. Se vuelve a
caer aquí en la vieja teoría de los lugares comunes (topoi).
Un lugar común es una proyección de la distancia, y por lo
tanto de valores, sobre el formalismo argumentativo, al que
da cuerpo; o, a la inversa, pone argumento donde sólo hay
valores. En el fondo, es una regla de pasaje del ad rem al ad
hominem, un transformador que traduce los valores en ar
gumentos, y a la inversa. El topos da una coloración subjeti
va y hasta intersubjetiva a una relación formal, lo cual ja
más se presenta en los argumentos científicos, pues en estos
el sujeto no interviene. Cuando se habla en términos de más
y de menos, se proyecta sobre el logos la variabilidad típica
de la conceptualización de la distancia. Si se permaneciera
en el plano ad hominem, se hablaría más bien en estos tér
125
minos: «Es mejor esto que aquello», o «Es preferible que. .
en síntesis, la respuesta estaría configurada simplemente
en términos de valores. Ahora bien, ¿debe hablarse de luga
res cuando lo que está enjuego es un procedimiento pura
mente formal, en el que resulta esencial la variación de la
identidad (A no es totalmente B, A se parece a B, A es más B
que no-B o que otra cosa, etc.)? En el párrafo siguiente vere
mos que, para nosotros, los lugares son argumentos centra
dos en el ethos, el pathos y el logos. En ellos obtienen sus
contenidos del mismo modo en que se remite uno a un mo
delo que sería, a la vez, norma y premisa, aun cuando el lu
gar pueda ser también punto de anclaje y de referencia para
la discusión y el debate. Entre la identidad y la contradic
ción se extiende una gama de respuestas que van de lo posi
ble a lo real, pasando por lo probable, para jugar finalmente
con lo necesario. Se trata de otras tantas variaciones y dife
renciales que sirven para evaluar el carácter apocrítico (res
puesta que vale como tal) de las respuestas. Por las mismas
razones que la identidad, la contradicción y la causalidad,
tanto la variación cuantitativa como la diferenciación mo
dal remiten a la estructura de los argumentos, con indepen
dencia de los contenidos sobre los que se discute. Estos se
alimentan del ethos, del pathos, pero no ya del logos, el cual
es, sobre todo, como hemos visto, el pivote de la forma de los
argumentos. Después del - y del +, está el juego sobre los
propios términos de la relación que marca esa distancia. El
ethos pasa de la autoridad para hablar (pericia sobre varios
temas, como la tiene el médico en materia de enfermedad y
de salud) a la simpatía activa, al acercamiento exhibido y
afirmado. O lo inverso: el general viste un uniforme que lo
señala como tal; el hombre de Iglesia también; el presidente
del directorio tiene su coche con chofer, o su traje Armani,
etc. En síntesis, la distancia, cuando se traduce de manera
ad hom inem , es modulable, y lo que es verdadero en el nivel
dét ethos lo es igualmente para el logos y sus figuras, o para
el pathos y la emocionalidad, con una preocupación por los
valores comunes que es reafirmada incluso cuando estos
valores no están en cuestión (como en el género epidíctico).
Cuanto más se desplaza el debate hacia quienes partici
pan en él, más subjetiviza el logos la implicación, el valor
(que traduce no tanto la validez de un argumento como la
comunidad de creencias y emociones que lleva a suscribirlo)
126
y la cualidad (el «¿Quién habla?» prevalece sobre el «¿Qué se
dice?»). La distancia misma es entonces su propio objeto. En
un contexto de esta índole, la descalificación del oponente
prevalece sobre la refutación de su argumento, así como, en
el caso del pathos, lo que se siente pasa al primer plano en
relación con el juicio de adecuación de las respuestas. A la
inversa, cuanto más ad rem es la argumentación, más re
caerán sobre los argumentos las nociones de implicación,
calificación y valor.
Se imponen dos conclusiones: un argumento que conven
ce opera sobre el movere, el docere y el delectare, es decir,
respectivamente, sobre la emoción pasional (pathos), sobre
la información factual y formal del discurso (logos) y sobre
las cualidades ejemplares del orador (ethos). Lo cual equiva
le a recordar que el argumento convincente es el que res
ponde a la siguiente exigencia acumulada:
(3) E + P + L = 0
127
tivo. ¿Quién no desea ser obstinado y tenaz? ¿Y a quién le
gusta que lo califiquen de obcecado?
Así como el logos traduce un orden de consecuencias y
principios, la relación con el ethos remite a valores más o
menos explícitos, en tanto que el pathos expresa implicacio
nes subjetivas más o menos emocionales. Y el «más o me
nos» subraya la fuerza de esta proyección, que modula el
lugar como premisa argumentativa o como simple compro
bación general y hasta proverbial. Así pues, un topos es más
o menos retórico o más o menos argumentativo según que
esté o no enjuego un criterio de validación, tal como se ad
vierte en el ejemplo «Es la una, pasemos a la mesa». La con
clusión depende de una premisa, de un argumento que no
plantea problemas en absoluto («Es la una»); por ende, dado
que la cuestión no se plantea (q^, pero no obstante se dice
r1; otra aserción debe validarla, a saber: el lugar común se
gún el cual a la una, en general (q2), se tiene r j ----->q1 • q2.
128
Los lugares comunes son premisas comúnmente admiti
das por los protagonistas de un debate y con ayuda de las
cuales intentan convencerse entre sí. Se trata, pues, de un
saber compartido, casi siempre implícito, conformado por
conocimientos generales pero también particulares, es de
cir, ligados a la cuestión a tratar, que permiten proponer al
otro una respuesta referida a la cuestión problemática. De
aquí provino otra idea, según la cual los topoi son verdades
generales, triviales incluso, acerca de los valores más seme
jantes pero también más imprecisos (como: «Todos estamos
en favor de la libertad», aun cuando en el caso de un empre
sario la libertad no es entendida, por fuerza, de la misma
manera que en el de un obrero). Y los lugares comunes pa
saron a ser entonces trivialidades como las siguientes: «Más
vale ser sano que rico», o «Hay que proteger a los niños de
las bestias pedófilas», o «Es mejor la paz que la guerra». Si
son trivialidades, ello obedece a que todo el m undo las
suscribe sin la menor discusión; ahora bien, de tan genera
les que son, resulta muy difícil utilizarlas para resolver al
go, sea lo que fuere.
Si queremos resumir ahora las diferentes acepciones de
la expresión «lugar común» o topos, nos encontramos con di
versas significaciones, legadas por la Historia, que se opo
nen a un uso coherente y útil de esta noción, como si el pro
pio concepto de lugar común fuera. . . un lugar común.
1) Un topos es una regla form al de inferencia: la identi
dad (si A es B, y B es x, entonces A es también x), la contra
dicción (si A se opone a B, y A es C o D, C o D se opondrán
igualmente a B), la cantidad («Cuanto más frío hace, m ás
hay que abrigarse al salir»), lo posible («Si A es posible, y A
es peligroso, hay que evitar A»).
El estatus de regla formal de la inferencia se debe al he
cho de que argumentar implica, con frecuencia, oponerse a
una respuesta, y oponerse equivale a negar una o varias de
las premisas, implícitas o explícitas. «Las serpientes son ve
nenosas», frase pronunciada mientras se camina por el bos
que, presupone dos tipos de lugares: a) la cualidad, esto es,
el hecho de que lo que se tiene delante son serpientes, más
que cuerdas enrolladas (después de la cual vendrá, si se la
admite, la calificación de los objetos), y b) la cantidad. Es
verdad que las serp ientes son venenosas, pero no todas.
Ahora bien, lo que la advertencia parece implicar es este do
129
ble aspecto. Tanto la afirmación como la negación remiten a
estos dos tipos de lugares, y ello, debido a que la propia in
terrogación (dialéctica) se desdobla. Se interroga uno sobre
la cualidad y sobre la cantidad, sobre el sujeto calificado de
tal o cual cosa (una serpiente) y sobre el predicado («ser ve
nenoso», que vale para todos los sujetos).
2) Un topos es un valor, un espacio de comunidad que
puede llegar hasta el proverbio y hasta la máxima de reco
mendación: «Más vale ser generoso que avaro». Por otra
parte, esta verdad comúnmente admitida es más un valor
que una verdad: la proposición «Todo el mundo debería te
ner una vivienda (un empleo)» es de este orden.
3) Un topos es una respuesta compartida, un presupues
to obvio y que, por lo tanto, permanece en estado implícito.
Si le digo a alguien: «Napoleón terminó perdiendo», doy por
sobrentendida como lugar común una verdad admitida
acerca de los dictadores, a saber: que se lanzan con gran fre
cuencia a guerras que terminan con ellos; larga es la lista
entre las conquistas de Alejandro y la invasión de Kuwait
por Saddam Hussein.
¿Cómo armonizar estas acepciones que parecen carecer
del menor vínculo entre sí? También en este caso, el enfoque
problematológico permite avanzar: un topos es lo no proble
mático de una argumentación. Tal es su papel, su función:
esto que se encuentra al margen de toda cuestión puede ser
una respuesta, puede ser un precepto para arribar a una
respuesta o puede ser un valor común (a veces muy general)
exento de toda cuestión para los protagonistas.
De hecho, los topoi son reductores de problem aticidad y,
por lo tanto, también de distancia, gracias a la evidencia de
que gozan a los ojos de quienes los adoptan. Los topoi gene
ran identidad con el auditorio basándose en la semejanza (o
la oposición) con contenidos (que pueden ser valores) co
munes tanto a dicho auditorio como al orador; una identi
dad que, situado uno en el ad rem, sirve aún más para argu
mentar con respuestas previas fundadas en la semejanza y
el paralelo. En cambio, cuanto menos se está inmerso en la
argumentación, más se vacían de contenido los lugares, que
pasan a ser más bien bellas fórmulas y hasta proverbios y
máximas, cuya enunciación parecería constituir casi su pro
pia meta, pues no se trataría de revelar la sabiduría que se
comparte. Así se explica la expresión «Soltar lugares comu
130
nes». Estos no cumplen forzosamente una función argu
mentativa, aunque su utilidad resida en que pueden trans
formar la identidad y la diferencia (la oposición) en relacio
nes formales a propósito de contenidos precisos (similitud
con las resp u estas com partidas, contradicción con las
otras). El topos es la dimensión relacional de un discurso
que, en apariencia, sólo opera con argumentos. Se trata,
entonces, mayormente de valores, de implícitos, de puestas
en discurso en los que se formalizan respuestas que para el
grupo están fuera de toda cuestión. Los lugares pueden ser
considerados proyectivos del grupo, el cual se reconoce por
su intermedio como tal, como comunidad de intereses o de
pensamientos. Abarcan desde las verdades de sentido co
mún e inocuas («Cuanto más frío hace, más hay que abri
garse»), que suministran un aglutinante a las relaciones so
ciales, hasta los valores más elevados del grupo («Cuantas
más personas carezcan de techo, más se impone una política
de la vivienda»).
Los topoi constituyen lo no problemático que el locutor
necesita para argumentar. Si todo fuera problemático, no se
podría decir nada. Si nada lo fuera, nunca habría desacuer
do. La argumentación nace entre lo uno y lo otro. Para resol
ver una cuestión hay que descubrir aquello no problemático
en lo cual interlocutor y locutor concuerdan. Tal es el papel
asignado a los topoi. Estos alimentan las identidades y las
diferencias que regulan los acuerdos y las oposiciones, y,
aun cuando puedan ser puramente formales, encierran tam
bién valores implícitos que revelan la distancia posible en
tre los individuos. En el plano lógico, los topoi son regulado
res de la mayor o menor identidad que el orador transfiere
de las premisas a las conclusiones: Napoleón es como César
o Pisístrato, Napoleón es más o menos César o Pisístrato, o
incluso Napoleón es en cierto modo un Pisístrato. Para con
vencer al auditorio de los peligros que encierran las conduc
tas de Napoleón o César, hay que alegar la identidad de si
tuaciones, una identidad que, según que haya mayor o me
nor semejanza entre los casos, es asimilada a una identidad
verdadera o a una simple analogía.
Cuando sólo se considera la faceta de respuesta previa,
el concepto de topos se revela sumamente útil, pues califica
una situación en términos generales. «Hoy llueve» remite a
la idea de que esta lluvia plantea una cuestión, pues hay
131
una respuesta generalmente en curso según la cual en esa
estación no llueve. «Nada de vino, tengo que conducir»
presupone, con carácter de respuesta previa, que es mejor
no conducir cuando se ha bebido, que beber es peligroso
cuando se toma el volante. «Hace frío, ponte el abrigo» supo
ne igualmente que es normal abrigarse cuando la tempera
tura desciende; en este caso, se refuerza el topos en uso in
sistiendo en su aplicación. Hace frío, pero no se habría podi
do tomar ninguna precaución si no hubiese hecho mucho
frío, lo cual se sobrentiende, puesto que, como consecuencia,
se elimina uno de los términos de la alternativa. Nos pro
nunciamos sobre ella y optamos por una respuesta. Un lu
gar es, cabalmente, la respuesta subyacente (y refutable, si
no es trivial) ofrecida a título de presupuesto compartido.
Dicha respuesta vuelve a aparecer gracias a que se plantea
una cuestión y a que esta puede recaer incluso sobre ella, in
directamente, como en el ejemplo del clima. Se puede hablar
de respuestas que se enfrentan en la alternativa planteada
por la enunciación: «No había vino, de acuerdo, pero yo ha
bría podido tomarlo, puesto que estábamos comiendo». O
incluso: «Llueve, sí, pero habría podido no llover, puesto que
eso es lo habituad en esta estación». La cuestión es también
evidente en «Hace frío». ¿Por qué decirlo, si no se planteara
de manera indirecta una cuestión distinta? En resumen, un
lugar común es una respuesta a propósito de una alterna
tiva de la que ella propone salir. Así se explica la frecuente
existencia de lugares comunes opuestos sobre una misma
cuestión: «En la mesa, es usual beber vino» y «No se bebe
cuando se conduce». «Mira, llueve» remite tanto al enuncia
do «En esta estación es raro que llueva», como a «Las esta
ciones ya no son lo que eran».
¿Cuál es, entonces, la clave que permite hallar una uni
dad detrás de todas estas visiones de los topoil Dado que la
relación retórica enlaza el ethos y el pathos a través de cierto
logas, es preciso descubrir en una de estas dimensiones las
razones para argumentar. El lugar al que iremos a buscar la
base de nuestra argumentación es el ethos, o el pathos, o el
logos, aun cuando la relación retórica una a los tres. Se pue
de privilegiar el ethos con sus respuestas previas, admiti
das, que el orador espera hacer compartir y más o menos
imponer gracias a su autoridad. Se puede ir a buscar en el
pathos los valores que el auditorio va a preferir y que con
siderará esenciales para la situación precisa en que se en
cuentra. Por último, los lugares de la argumentación pue
den ser tomados de la naturaleza misma de la inferencia do
gos), con sus reglas formales, fundamentándose en lo que es
posible, real o necesario, por no hablar del juego con la iden
tidad y la diferencia, juego que va de la analogía a la opo
sición. Puesto que se trata de argumentación, de una rela
ción en la que se plantea una cuestión porque cierta res
puesta resulta problemática, siempre hay lugares extraídos
—en proporción variable— del ethos, del pathos y del logos
que se entremezclan. El locutor se apoya en respuestas ad
mitidas previamente para inferir cómo debe ser una res
puesta nueva que concuerde con los valores del auditorio.
Ahora bien, para alcanzar este resultado es preciso conside
rar el ethos, el pathos y el logos como lugares argumentati
vos, es decir, como reservorios de respuestas, preceptos y va
lores que es preciso activar simultáneamente. Cuanto más
se esté en el ad rem, en lo argumentativo, más será el logos
inferencial el que subordinará los lugares insistiendo sobre
el razonamiento convincente. Cuanto mayor sea la distan
cia entre los interlocutores, más será preciso hallar (inven-
tio) las respuestas capaces de reunir a los protagonistas a
los que se debe convencer. Y cuanto más escasa sea esa dis
tancia, más determinantes serán los valores y las pasiones
vinculados a ellos.
Podemos aventurar ahora una definición general de los
lugares comunes:
Un topos es la proyección de verdades extraídas del
ethos (orden de las cuestiones importantes), del pathos
(orden de las opiniones) y del logos (orden de los hechos y
de las reglas) sobre la resolución ad rem, y que da a esta,
como form a (identidad, contradicción, implicación), con
tenidos particulares, es decir, corporeidad. O, a la inver
sa, un topos es una analogía, oposición o implicación m a
yor o menor respecto de un contenido particular que hace
las veces de argumento. Esto explica el matiz a la vez for
mal, inferencial y axiológico del lugar que consagra su as
pecto material y hasta pasional y evaluativo.
Argumentar es siempre evocar alternativas, y los luga
res nutren el cuestionamiento, pero sirven también para
«resolverlo». No hay forzosamente puesta en cuestión, sino
simplemente una respuesta que es preciso sacar como con
clusión. En el ejemplo «Hace frío, ponte el abrigo», o en «Es
la una, pasemos a la mesa», no se pone en entredicho un lu
gar; se lo verifica, se lo aplica, se lo constituye en calificación
de una identidad de situaciones que vale para la que se pre
senta. Este lugar sirve, pues, de premisa, y será útil para
evitar su explicitación y para reforzar su aspecto no proble
mático. No se cuestiona la costumbre de ir a la m esa a la
una, ni tampoco la de abrigarse cuando hace frío; simple
mente, se orienta la respuesta hacia una de las dos direccio
nes que podrían prevalecer (uno podría no abrigarse aun
que hiciera frío, o no pasar a la mesa aunque fuese la una).
El lugar expresa una elección, una dirección. Las cuestiones
literales subyacentes se inscriben de manera indirecta en
respuestas que aparentan ser obvias y no responden a na
da, como «Hace frío» o «Es la una», lo cual determina que su
razón resida en otra parte, además de que ilustran muy
bien el motivo por el cual sirven de argumentos.
Cuanto más sirve el topos para argumentar, para produ
cir una respuesta, y cuanto más retórica y no conflictiva es
la cuestión, más trillado y convencional es aquel, como las
conversaciones sobre el tiempo que suelen mantener las se
ñoras mayores en las tiendas de barrio. La comunidad se
reafirma en su acuerdo y en su unión (sobre todo a través de
la cortesía), y el topos se emparenta más con una máxima
general poco discutible.
En cambio, cuanto más argumentativo es un topos, más
inferencial deviene. Cuanto más retórico es, más valores y
hasta máximas muy generales enuncia. Por otra parte, un
topos es formal y m aterial al mismo tiempo, y posee un
contenido que radica en la cuestión de la que él es cuestión.
Sirve de premisa a una inferencia, sea esta de contestación
o de validación. Contestación: «Mira tú: sin embargo has
venido», donde se sobrentiende que, si dos personas dispu-
tdñ, por ejemplo, una de ellas no asistirá a la conferencia de
su rival. Se habría podido pensar lo contrario, que el enemi
go no aparecería, y sin embargo, contra todas las expectati
vas, ha hecho acto de presencia. Validación: «Hace frío, pon
te el abrigo», dado que es un lugar común ponerse un abrigo
cuando hace frío, pese a no ser obligatorio. Así pues, lo con
trario es posible, y el locutor no quiere verlo concretado re
cordando lo que nadie discute: el tiempo que hace.
134
Por consiguiente, el lugar funciona ya sea como premisa,
ya sea como valor implícito o como regla de inferencia para
una evidencia compartida. Hace de puente entre el ethos, el
pathos y el logos. Permite a la estructura argum entativa ha
llar un contenido, es decir, una validez. El lugar afirma una
identidad (con valores, con el otro, con lo que este cree y a lo
cual adhiere), o una contradicción, o una posibilidad, etc.
«Cuando hace frío nos ponemos el abrigo; pues bien, hace
frío y, por lo tanto, nos ponemos el abrigo»: hay una identi
dad que reafirmamos a través de una premisa considerada
verdad evidente y que está en conformidad con el valor
salud. De hecho, el lugar es una identidad, una diferencia,
una implicación, una contradicción en el ad rem-, en el ad
hom inem , en cambio, el lugar tiende a formalizar, recu
rriendo a lo subjetivo y a los valores rechazados (a los cuales
nos oponemos) o aprobados (a los cuales adherimos previa
mente), la identidad y la oposición (en los que deviene la
contradicción formal). Empero, cuando la distancia aumen
ta, los topoi se autonomizan también y pueden servir tanto
de sentencias y evidencias retóricas no conflictivas, ele
gantes y estilizadas, incluso pomposas, como de verdades
generales en las que es preciso inspirarse para argumentar.
135
nos hablan de sus problemas, gente cuyas preocupaciones
son o pueden llegar a ser las nuestras o, por lo menos, inte
resarnos. Empero, si las cuestiones que plantean casi no
nos incumben, y dado que aquello de que se trata no nos
suscita cuestiones a nosotros, también en tales circunstan
cias esperaremos cortésmente a que hayan terminado para
hablar de nuestras propias preocupaciones. A veces, les co
municamos expresamente ese desinterés. Los políticos sue
len tener la enojosa costumbre de tratar problemas que ellos
consideran necesario resolver —a veces, en su propio y más
estricto interés— y de descuidar los nuestros.
Dejemos ahora de lado las cuestiones suscitadas por las
respuestas del interlocutor y consideremos estas respuestas
por sí mismas. También en este caso se pueden observar dos
grandes tipos de actitudes: unas son explícitas y otras per
manecen implícitas. Hay un acuerdo que puede ser explícito
y que se hace notar con fórmulas del tipo «Sí, tiene usted
razón», «Absolutamente», «Comprendo», y m uchas otras.
Luego está la aprobación muda, tras la cual el diálogo prosi
gue acerca de otra cosa. En la respuesta explícita se puede
dar la modificación recalificadora (o bien, si hay desacuerdo,
descalificadora), como «Sí, pero. ..», y también el agregado*
(o, si hay desacuerdo, la rectificación). La modificación pue
de afectar las reglas de discusión o los principios que la
rigen. El otro recurso, típico de lo que sucede en argumenta
ción, es el despliegue de la tesis con todas sus consecuen
cias, lo cual forma parte de los agregados posibles. Una ma
nera habitual de proceder cuando no se está de acuerdo con
alguien consiste en recorrer las consecuencias hasta el ab
surdo, hasta la contradicción interna o externa (con propo
siciones ya establecidas sobre las cuales no es cuestión de
volver). El dilema (si se tiene A, se tiene B, y si se tiene no-A,
entonces se tiene C) y el razonamiento a fortiori (si A, en
tonces seguramente A’) tienen lugar cuando, planteada una
alternativa, se mantiene contra ella la identidad. Estas son
consecuencias del trabajo argumentativo sobre las conse
cuencias.
Todas estas posibilidades pueden resumirse en el cuadro
siguiente:
136
Cuadro 7.
Cuestión
desinterés
explicitación silencio
(1) (2)
Respuesta
acuerdo
acuerdoimplícito acuerdoexplícito
(silencio) \
(3) N
modificación agregado rospuosta diferente respuesta rectificación
(4) (6) (agregado) (modificación)
(7) (8)
137
Cuadro 8.
modificación ±
agregado +
138
Cuadro 9.
identidad acuerdo
contradicción - desacuerdo
139
tan sobre estas posibilidades de base, las que el Grupo \í , en
su Retórica general, consagró como las cuatro operaciones
fundam entales de la retórica, aunque sin aclararnos por
qué. Salta a la vista que ello habría requerido de su parte un
enfoque problematológico, pero, como no es el suyo, el Gru
po n se detiene en el enunciado de esas operaciones pre
sentándolo como una verdad evidente y de aspiración pura
mente descriptiva.
Oradores y auditorios se ven así constreñidos por posibi
lidades que predeterminan sus respectivos m árgenes de
maniobra. Las respuestas posibles son idénticas tanto para
los primeros como para los segundos, aun cuando unos pre
gunten y los otros respondan. Incluso teniendo unos y otros
sus respectivos turnos, la diferencia problematológica es
respetada y se encarna en cada uno de ellos. Sin embargo,
cuando se considera el discurso de tal modo que traduzca di
cha diferencia cuestión-respuesta, se observa que la retóri
ca hace desaparecer lo problemático mediante efectos de es
tilo cuyo fin es presentar como respuesta aquello que sólo lo
es más o menos. Esta manera de operar es producto de di
chos efectos de estilo, a los que se ha llamado figuras.
140
embargo, que las figuras, pese a su diversidad, presentaban
una m isma ambición en el plano argumentativo, a saber:
reforzar la presencia, dirigir la imaginación a un punto pre
ciso a fin de suplir al discurso literal, demasiado realista. El
efecto argumentativo de las figuras consiste en crear proxi
midad, poner en evidencia la fuerza viva de los valores que
unen a orador y auditorio, reforzar el sentimiento de comu
nidad que puede existir entre ellos. Una buena metáfora,
por ejemplo, es una visión que impone su punto de vista
apoyándose en una imagen en la que no forzosamente se
piensa y que de pronto ilumina la cuestión. Llamar «nuevo
Victor Hugo» a un escritor es más elocuente como elogio, co
mo evocación, que decir simplemente que es un gran autor.
Lo que Perelman consiguió es bastante novedoso, pues
la mayoría de los autores que lo precedieron, incluyendo a
Aristóteles, se contentaban con explicar la multiplicidad de
las figuras basándose en algunas de ellas pero sin determi
nar el papel que desempeñaban. Para Aristóteles, todas
son, en últim a instancia, metáforas, es decir, m aneras no
literales de expresarse. Tiene razón, sin duda, pero, ¿por
qué metaforizar? Otros autores eligieron como figura pri
mera la sinécdoque, que es siempre inclusión de una clase-
sujeto en el interior de una clase-predicado; ahora bien, esto
es lo que caracteriza a la proposición, y fue el punto de vista
adoptado por el Grupo |4. de Lieja. Otros prefirieron poner en
primer plano la metáfora y la metonimia, como fue el caso
de Lacan, quien encontraba en ellas el desplazamiento y la
condensación propios del sueño y del trabajo del inconscien
te teorizado por Freud. En cuanto a Jakobson, concibió es
tas dos figuras cardinales como los ejes fundamentales del
lenguaje y de sus perturbaciones. Poco importa, finalmente.
Ya había dicho Vico, en el siglo XVIII, que cuatro grandes
tropos —la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la iro
nía— explicaban los diversos estadios recorridos por la hu
manidad en su evolución. Luego vinieron todos los que se
propusieron inventariar íntegramente las figuráis discursi
vas, como Dumarsais y Fontanier, aunque no lograron po
nerse de acuerdo sobre los criterios de clasificación.
Así pues, nada más decepcionante, y sin duda m ás es
téril, que esta clase de catálogos; sin embargo, es preciso po
ner orden en ellos, puesto que la figuratividad es esencial
para la retórica y, como veíamos con Perelman, para la ar
141
gumentación. Volvamos, pues, a los aspectos esenciales y
observemos qué es lo que nuestro enfoque, centrado en el
cuestionamiento, permite esclarecer.
La metaforización es, indiscutiblemente, el proceso so
bre el que se asienta la figuratividad en general. En este
punto, no podemos menos que adherir a Aristóteles. Todas
las figuras son, en cierto sentido, metáforas, es decir, des
plazam ientos del sentido literal. El hecho de que una pala
bra o una frase quieran decir una cosa distinta de la que
afirman literalmente es tributario del proceso de metafori
zación. En términos problematológicos, esto significa que,
en un momento dado, ciertas respuestas dejan de valer co
mo tales y se convierten en metáforas de sí mismas. Ya no
son lo que eran, salvo de un modo metafórico, y ello, simple
mente porque el mundo ha cambiado, se ha vuelto diferen
te. La metáfora es la diferencia en lo hondo de las identida
des. Es la expresión de la Historia o, para ser más precisos,
de la historicidad. Esta última es la traducción de la Histo
ria en una realidad no histórica, en un presente que se tra
duce en presencia. Lo cual no significa que no haya otras fi
guras para repartirse el campo de lo figurativo, sino simple
mente que la esencia de lo figurativo es asimilable a un pro
ceso de metaforización. Así pues, no hay necesidad de seguir
a Vico, con sus cuatro grandes tropos, para dar cuenta de la
historicidad, a menos que, como él, pretendamos hallar y
determinar ciertos estadios privilegiados de la evolución.
Al acelerarse la Historia, las respuestas se vuelven cada
vez más problemáticas. Su metaforización creciente es la
expresión de esa problematicidad, la cual termina por impo
nerse y obliga a inscribir de otro modo la diferencia proble
matológica, pues esta tiende a diluirse en el plano de unas
respuestas que van perdiendo su condición de tales. No otro
es el origen del realismo, contrapartida del incrementado fi-
gurativismo de la metaforización. El arte clásico traduce un
equilibrio entre estos dos momentos, equilibrio que acaba
por romperse con el manierismo y el barroco. Surgen así
nuevas formas de arte, que van a ser más realistas, como la
ópera, en el caso de la música, o el teatro, en el del relato épi
co o poético.
Junto a ese proceso de perforación de la identidad que es
la metaforización, encontramos una filosofía que se esfuer
za por dar un sentido —histórico, en realidad— a los cuatro
142
grandes tropos, esto es, la metáfora, la metonimia, la sinéc
doque y la ironía. Vico les atribuye una interpretación histó
rica muy particular, según la cual la retorización, cada vez
más consciente de sí, es propiamente la marca de la histori
cidad. En cada época, una figura de retórica dominante re
sumiría la concepción del mundo entonces vigente. La con
ciencia final coincidiría con la toma de conciencia de todo el
movimiento precedente. La Historia sólo podría ser concebi
da como tal al cabo de esta evolución dominada por esos gran
des puntos de referencia históricos que son los tropos. Ten
dríamos la edad de los dioses, la edad de los héroes, la edad
de los hombres y, por último, la edad que se sabe Historia; y
ya no habría una edad dominada por tal o cual figura em
blemática que resumiría la época sin concebirla histórica
mente. La edad de los dioses sería la de la metáfora, en la
cual se hallan identidades que lo asimilan todo a todo y que
afirman que un dios es una fuerza, o un dios distinto, y, ade
más, que todo esto es perfectamente real. La edad de los hé
roes sería la de la reducción por metonimia: se singularizan
ciertas propiedades para resaltar aquello que otorga carác
ter sobrehumano a los héroes representativos del momento,
así como a las epopeyas que hablan de estos. En tanto que el
héroe se resum e en unos pocos caracteres esenciales, los
hombres, en el impulso universalista y hasta igualitarista,
privilegian la sinécdoque, que es integrativa porque se con
centra en los aspectos generales de los individuos. La me
tonimia (nombrar una obra por su autor, como cuando se di
ce «leer a Homero») pone por delante lo particular, lo que im
pacta en la sensibilidad, lo que está primero, pero que no
proporciona el sentido de lo general ni de la abstracción. «La
sinécdoque adquirió valor de figura cuando los hombres
otorgaron a las cualidades o a los objetos particulares un va
lor universal y reunieron las partes para formar con ellas
un todo».7 La abstracción descansa sobre el espíritu de si
nécdoque. Por fin, última figura, la ironía, que toma sus dis
tancias respecto de la retórica y hace que lo histórico acceda
a sí mismo, literalmente.
Vico resalta cuatro tropos que desde entonces son consi
derados fundamentales; y aunque les haga cumplir un pa-
143
peí en la formación de concepciones del mundo que ya no se
aceptan forzosamente, muestra que desempeñan una fun
ción básica. Fontanier opone estos tropos a las otras figuras,
lo cual plantea el problema de la definición y el número de
unos y otras.
El tropo es, en realidad, una figura que, por su forma
misma, imposibilita la lectura literal. «Ricardo es un león»
afirma que Ricardo es un anim al, aunque sepamos muy
bien que se trata de un ser humano: literalmente, tenemos
(x , no-*). He aquí la expresión de una cuestión, de un enig
ma, de un problema, pero asentada en forma de respuesta,
la cual está, en el fondo, a cargo del auditorio. El tropo es el
instrumento por excelencia de lo figurativo; sin caer en la fi
losofía de la Historia, queda por descubrir la razón por la
cual metáfora, metonimia, sinécdoque e ironía estructuran
tradicionalmente las variaciones en el espacio tropológico.
144
un argumento debe ser efectivamente evidenciado, pode
mos hallar esta idea ya en Cicerón,9 aunque será sobre todo
Perelman quien extraerá de ello todas sus consecuencias.
Es preciso, empero, avanzar más. No todas las figuras
cumplen una función argumentativa, y aun puede no ser es
ta su misión primordial. Las figuras tienen quizá varios co
metidos, que coexisten —¿por qué no?— por partes iguales.
A fin de mantener una apariencia de orden, no es ocioso
remitirse a las clasificaciones que se han propuesto tradicio
nalmente para las figuras, sin complicarse tratando de de
terminar si se preferirá la que abarca diez de ellas o las que
distinguen quince o veinte, o bien si cierto autor tiene más
razón que otro al elegir algunas de ellas (pensamos en Du-
marsais y Fontanier, que no coinciden en los mismos princi
pios de clasificación), o bien si hay algunas más «correctas»
que otras.
En cualquier caso, todos los autores concuerdan en dis
tinguir las figuras de lenguaje de las de pensamiento. Entre
las primeras, diferencian (1) las que se basan en el sonido,
en el lenguaje hablado, y (2) las que apelan al lenguaje es
crito y son llamadas «figuras de construcción (gramatical)».
Invertir las palabras o trastornar la gramática no es lo mis
mo que jugar con similitudes fonéticas, con las rimas y con
la musicalidad, oratoria y oral, del verbo. Por último, (3) es
tán las figuras de sentido llam adas «tropos» («giros», en
griego), que vedan cualquier lectura literal.
Entre estos tropos se hallan principalmente la metáfora,
la metonimia y la sinécdoque. Hay quienes polemizan en
cuanto a si se debe agregar o no la ironía (que es también
una figura de pensamiento, una «estrategia»), y tal es nues
tra opinión; otros, finalmente, subdividen las metonimias
en subfiguras como la antonomasia, que es una metonimia
caracterizada por resumir propiedades esenciales a través
de un personaje típico que constituye su soporte y que las
simboliza («Este hombre no será sino un pequeño César»),
En cuanto a las figuras de pensamiento, permanecen en
lo literal para significar «r1, luego r2», porque, a través de qx,
lo que está enjuego es q2.
145
En estos cuatro grupos, que reflejan las grandes etapas
de la adquisición del lenguaje, encontramos figuras que
operan sobre los significantes y figuras que trabajan sobre
el significado. Están también las que funcionan sobre el de
sajuste que puede surgir entre significantes y significados.
Quedan así abiertas no pocas cuestiones en cuanto a la ex
plicación de la figuratividad. Al optar por el enfoque proble
matológico, a nuestro entender, resolvemos la cuestión de la
unidad y la racionalidad, basándonos en la idea de que el
objeto de la retórica es una cuestión que plantea más o me
nos problemas entre los individuos.
Comencemos por examinar las figuras de lenguaje, que
operan sobre el sonido y la gramática; corresponden, pues,
en líneas generales, al lenguaje oral y a la lengua escrita. Lo
im portante es advertir que las figuras que ju eg a n con los
sonidos traducen forzosamente una problematicidad menor,
al menos del lado del locutor, que las figuras de construcción
gra m a tica l, donde la cuestión es m ás problem ática. En
cuanto al tropo, es por sí m ism o una cuestión traducida en
una respuesta inaceptable literalmente como tal. Cuando
se actúa sobre la distancia y sobre los operadores que la tra
ducen, se deberá recurrir a otro modo de figuratividad más
directo, que sólo podrá ser hallado en las llamadas «figuras
de pensamiento». Observemos esto con más atención:
146
la identidad y la diferencia observado en las reacciones del
auditorio, reacciones que van desde la confirmación, me
diante una nueva respuesta, hasta la modificación y la in
versión pura y simple, en este caso de sílabas o de palabras
y frases. En cuanto a los juegos de palabras, el efectuado
sobre «Salvador Dalí» transformándolo en «Avida Dollars»
hace pensar en el gusto del pintor por el dinero, así como
«Roma-Amor» evoca el vínculo entre la ciudad eterna y el
amor.10 En otro tiempo se decía que se modifica la palabra
para reforzar una imagen, pero en realidad se lo hace, sobre
todo, para recordar ligeramente una cuestión que no se con
sidera demasiado problemática. Está escondida aún en las
respuestas asociadas al término sobre el cual se efectúa el
juego —Salvador Dalí y Roma en nuestros ejemplos—, lo
cual vale también para la supresión, la adjunción (que in
cluye la repetición, como en «Grande eres, grande serás») y
la permutación. La idea es subrayar lo que está en cuestión,
pero para presentarlo como si, en rigor, no la constituyera
realmente. En retórica, el estilo sirve para suprimir lo pro
blemático en la respuesta, pero presentándolo mediante un
juego de palabras o mediante un juego con las palabras.
Esto sucede cuando el problema no es francamente engorro
so. Los +, los - , los + o - , todos tienen la misión de evocar
una cuestión, y de esto se puede deducir la idea de Perel
man según la cual la figura verbal sirve —como las demás,
por otra parte— para resaltar, en un argumento, el dato
pertinente. Aquí no hay argumento estrictamente hablan
do, sino una cuestión que se minimiza a través de un juego
con las palabras, pero siempre se puede concluir de él una
respuesta, la que emana de la cuestión enfatizada. Cuando
se dice «má» para decir «mamá», se lo hace a fin de destacar
la familiaridad y proximidad afectiva del niño con su ma
dre, de la cual quiere obtener algo, demanda que además
puede ser intrusiva; la expresión «¡Tontito!», por ejemplo,
pretende moderar lo que tiene de agresivo plantear la cues
tión de la tontería. La repetición de lo mismo en «Grande
fuiste, grande eres, grande serás» tiene una similar función
resolutoria: la cuestión no es muy problemática y se la pre
senta como tal, precisamente, para confirmar el hecho de
que se está en verdad ante un gran hombre. Lo fonético
147
cumple el mismo papel, pero todo es entonces más lúdico:
«Shell que j ’aime»* es, en Francia, un eslogan publicitario
que anula el rechazo que pueden inspirar las compañías pe
trolíferas, minimizando, además, la gravedad de una cues
tión a través de una respuesta humorística basada en el
aspecto fonético. La similitud de palabras (la paronomasia
«celle - shell») permite tratar este problema de un modo su
perficial y jocoso. La semejanza fónica en el «Veni, vidi, vin-
ci» de Julio César, u otra aliteración, esta vez de Racine:
«¿Para quién son esas serpientes que silban sobre nuestras
cabezas?»** (Andróm aca), así como la paronomasia del tipo
«le ciel amer», que evoca «le sel amer»,*** desproblematizan
la cuestión subyacente. Hay una operación de supresión en
«J’vois clair»,**** o de adjunción en «El “ah, ah” de los inge
nuos». Estas mismas operaciones aparecen en las figuras de
gramática o de construcción: semejanza, oposición, aposi
ción, elisión, construcciones entrecortadas (asíndeton), o
elipsis (prolepsis), constituyen el homólogo de lo fonético,
como, por otra parte, la adjunción (epífora) o la acumulación
redundante («Lo vi con mis propios ojos»), que puede ser tan
sólo una yuxtaposición. El juego de palabras pretende vol
ver no problemático algo que podría serlo, porque se aborda
la cuestión por su aspecto más convencional o —juego de
palabras obliga— humorístico, inocuo, logrado mediante un
discurso que suena jocoso (fonéticamente). En el «¡Ah, ah,
ah!» hay tan ta sorpresa como ironía, e incluso una risa
aprobadora, que hacen de esta figura de palabras una suer
te de puntuación fonética de esa aprobación o esa burla.
148
Suscitar una cuestión no es, por fuerza, suscitar un pro
blema: lo que está en cuestión no genera necesariamente
una cuestión. Al revés. Con las figuras de lenguaje, a me
nudo, se trata de poner en evidencia lo que una cuestión
tiene de no problemático, como si se la quisiera anular y, al
señalar este hecho, repetir que, justam ente, no plantea
problemas. En la diáfora, dos palabras se presentan con
idéntica consonancia y dos sentidos diferentes. Tomemos
este ejemplo de Du Bellay: «Recién llegado que buscas a
Roma en Roma, y nada de Roma en Roma encuentras», es
una proposición dirigida a hacer comprender que la Roma
moderna ha ahogado un poco a la Roma antigua, percepti
ble aquí y allá, pero de manera dispersa, oculta o sepultada.
Ahora bien, si digo: «Tg amo más de lo que jamás me am as
te», el poliptoton (pues tal es el nombre de esta figura) que
estoy utilizando enfatiza la cuestión que nos separa, es de
cir, la diferencia de amor, gracias a la repetición y la asime
tría indicadas por los términos de la alternativa; el reproche
se oye, pero finalmente es poco problemático. Es como un
hecho. Hay dos Romas. Nuestro amor no es el mismo. Una
alternativa, una cuestión, pero no un problema. Así son las
cosas. El juego con las semejanzas fónicas es más lúdico y
remite también a algo menos problemático: «Arrorró mi ni
ño, arrorró mi sol, arrorró pedazo de mi corazón»,* que se
canta a los niños pequeños, marca, con su musicalidad y su
rima, la evidencia del sueño al que el niño debe abandonar
se. La respuesta se ve reforzada por esa repetición escandi
da (asonancia).
149
(«Te quería débil, te tuve fuerte», para «cuando eras»), el
agregado («¡La campaña de Sarkozy, todo no fue más que un
show!», lo cual es un anacoluto), pero puede haber una
simple modificación calificadora de la respuesta admitida
(caso de epanortosis: «El último momento, mom ento que no
habríamos imaginado tal. . .»). Todas estas fórmulas de fra
ses de construcción particular están destinadas a imponer
una respuesta y a diluir la cuestión, pese a su carácter pro
blemático, dejándola como entre líneas. En realidad, lo que
el estilo consagra es la condición relativamente poco proble
mática de la cuestión tratada: «Hay que comer para vivir, y
no vivir para comer», dice Moliére en E l avaro, en forma de
sentencia referida al buen vivir que pocas personas pon
drían en entredicho. La oposición, pero también la escan
sión repetitiva de palabras idénticas o diferentes (asín
deton), permiten decirse que no hay nada muy problemático
en la cuestión planteada: «El auto estaba destrozado, en lla
mas; los pasajeros, bloqueados, ya nada se movía» es un
ejemplo un tanto paradójico de esta figura en la que se re
fuerza, sin embargo, el aspecto dramático y violento del cho
que. Da igual: este choque no plantea problemas, se lo com
prueba, se lo comunica, y no abre ninguna cuestión. La su
cesión entrecortada de los cuadros en las frases que les co
rresponden sirve para producir este efecto: «No dude usted
de la violencia del choque», se está diciendo aquí. También
la elipsis refuerza la respuesta afirmada como respuesta: la
locución «Pas vu, paspris» expresa simplemente, de manera
incorrecta en el plano gramatical, lo absoluto del vínculo
entre la falta y la prueba en el derecho francés.* Más que
una larga frase, esta fórmula elíptica consagra lo que hace
la respuesta a la cuestión evocada. No se discute más. Se
arroja una respuesta, pero la cuestión es poco problemática:
sin pruebas, no hay condena. También las «faltas» gramati
cales cumplen esta función desproblematizante: «El dinero
es mi esencia, mis empresas, mis vehículos».** La fórmula
impacta por la omisión del segundo verbo, que habría tenido
que ser un plural. ¿Se trata de una elipsis? ¿De un zeugma?
150
(en este último, el nexo es no gramatical). El nombre no tie
ne importancia, sólo cuenta la cosa. Se ponen en relación co
rrespondencias, oposiciones, problemas, pero ya resueltos o
muy poco distanciadores. La misión de las sim etrías y las
disimetrías es resaltar estas cuestiones poco problemáticas,
pero cuestiones al fin. Las figuras de sonido se muestran
menos contundentes que las de construcción porque presen
tan una cuestión juzgada poco problemática en forma de
coincidencias y oposiciones aparentemente fortuitas. En las
figuras de construcción la narración es más elaborada, por
cuanto debe quitar toda problematicidad a una cuestión for
zosamente más problemática que cuando se juega con rit
mos y diferenciales fónicos.
151
1) la sustitución;
2) el agregado (incluida la repetición, que agrega);
3) la modificación;
4) la supresión (una modalidad de esta es la inversión:
un + deviene —y un —deviene +).
152
— El lugar: «Washington está a la defensiva». No se
trata de Washington, sino de Estados Unidos; Washington,
que es el lugar en el que está situado el poder político de Es
tados Unidos. . . Se borra «P, que es Q» y se dice simplemen
te «P = Q»; luego, se utiliza Q.
— El instrumento: «Victor Hugo es una gran pluma», por
«Victor Hugo, que escribe con portaplumas, es un gran
escritor», «P, que es Q», «P = Q», del mismo modo en que «Los
caballos, que tiran del carro, han matado a un transeúnte»,
pasa a ser «El carro mató a un transeúnte».
— El tiempo: «El verano será cálido» por «El clima que
hace en verano es cálido», pasa a ser «P, que es Q», «P = Q».
— La causa: «El cielo no nos es favorable», por «El cielo,
donde se encuentran los dioses. . .» o también «Los dioses,
que gobiernan todo el cielo. . .».
En cada oportunidad se borran los interrogativos para
las cuestiones que creemos resu eltas por la resp uesta
metonímica. El determinativo, que está presente en la cláu
sula interrogativa, se vuelve esencial, y él es el que hace la
respuesta, que sigue siendo problematológica debido a la no
literalidad que ella inscribe en y como respuesta. La meto
nimia borra los quién, los dónde: en resumen, las cláusulas
interrogativas que remiten a las respuestas previas, las
cuales determinan de qué se habla para poder hablar de ello
y ser comprendido. La metonimia tacha las cuestiones, da
las respuestas como premisas características y singulariza,
en la reserva de datos, aquel que se debe tener en cuenta
pues se lo considera obvio. La metonimia opera sobre las ca-
tegorizaciones {quién, qué, dónde, etc.) y se ahorra la inte
rrogación que ellas suponen. Victor Hugo no es, evidente
mente, una pluma, pero si de lo que es cuestión es de la es
critura, la metonimia fija el hecho de que Hugo es un gran
escritor. En el último ejemplo, el cielo no tiene nada que ver
literalmente con lo que sucede en la tierra, salvo si se en
tiende que es cuestión, precisamente, de poderes sobrenatu
rales todopoderosos; y la frase quiere decir que, a pesar de
cuanto ha podido hacerse, las cosas salieron mal. Sin em
bargo, en vez de decirlo tal cual, el tropo enuncia como res
puesta algo que sugiere una respuesta distinta que él per
mite inferir. La metalepsis es típica, por otra parte, de la bo
rradura inferencial: «El ha vivido» por «Ha muerto», o
«Cuando la salud declina, cae la noche» para decir «Cuando
153
uno es viejo, pierde su vitalidad». He aquí otros tantos pro
cedimientos en los que el argumento «si p , entonces q; o p ,
luego, efectivamente q» es reducido a sus efectos y a sus sig
nos visibles o evidentes. Esto verifica la tesis de Perel-
man,11 y hasta la extiende: un tropo es el condensado de un
argumento, una tesis que va mucho más allá del efecto de
presencia. Es responder sin responder, sin ofrecer la
respuesta, la cual ha de ser inferida por el auditorio como
cuando se lee una obra literaria (he llamado a esto respuesta
problematológica, porque es una respuesta destinada a ex
presar un problema). La metáfora consagra una identidad
sobre la cual no se desea argumentar; la metonimia, sobre
propiedades determinantes. Quedan la sinécdoque y la iro
nía, que corresponden a las dos últimas respuestas ofreci
das al auditorio. Mirado con más detenimiento, la variación
que va de la metáfora a la ironía consagra una diferencia ca
da vez mayor: la sinécdoque expresa la causalidad abstrac
ta, y la ironía, la oposición. La metonimia es una simple al
teración; la sinécdoque, un agregado, el de la inferencia,
verdadera adjunción concretada por la inferencia entendida
como figura; en lo que respecta a la ironía, representa la dis
tancia máxima, la oposición que no dice su nombre pero se
deja inferir.
154
d) La ironía. El «¡Muy gracioso!»,* que dice lo contrario sin
decirlo, consagra la oposición, así como la sinécdoque, el agre
gado y la metonimia consagran la modificación selectiva.
155
rem está enteramente al servicio del ad hominem, de la dis
tancia, y recíprocamente. Se traducen el uno por el otro.
En la Retórica a Herenio, en Cicerón, en Quintiliano o en
autores modernos como Fontanier, el número de estas figu
ras fue variando. En la Retórica a Herenio, no se distingue
verdaderamente entre figuras de palabras y figuras de pen
samiento, y estas últimas tienen un estatus incierto. Cuan
do se escande una frase por medio de asíntotas, cuando se
invierten las palabras para acentuar el peso de una idea,
cuando se repite una frase o un vocablo, lo que se busca es,
sin la menor duda, poner en evidencia lo que se está pen
sando; otro tanto se hace, también, al utilizar las llamadas
«figuras de pensamiento», como la concesión, la duda, la
antítesis, la comparación, la amplificación, la preterición
(en la que se finge no decir lo que se dice, como en la frase
«No voy a hablar de su escandalosa vida privada, pero. . .»),
etc. Pues bien, ¿en qué radica entonces la diferencia entre fi
guras de lenguaje y figuras de pensamiento, dado que la
frontera entre ambas parece tan impi ecisa? Nuestra con
cepción es clara: cuanto mayor es la problematicidad, más
retorizada y figurativa se presenta la cuestión, y en los ca
sos en que esto no es posible porque los tropos ya no alcan
zan para ello, la problematicidad se figurativiza mediante
figuras de pensamiento. La distancia entre el ethos y el p a
thos pasa a ser un problema, incluso el problema.
Es aquí donde se puede apreciar plenamente cómo debe
entenderse la palabra ornamento: ataviamos una cuestión,
la manipulamos —literalmente hablando—, amplificamos
la problematicidad de tal o cual punto (lo que debe generar
un sentim iento de rechazo), o de la respuesta sobre tal o
cual punto (para, al contrario, robustecer la intención de
aprobar), interpelamos, nos retractamos, concedemos, ne
gamos, exageramos o anticipamos una objeción acerca de
una cuestión y de la distancia que ella instala. Examinado
con detenimiento, este juego con la distancia que se abre al
abocarnos a la cuestión, y que la transforma, no sólo pone a
trabajar las cuatro grandes operaciones de la interactivi-
dad, sino que además las tematiza: se remarca la antítesis,
se modifica amplificando, se agrega acumulando, se asiente
a una respuesta del otro para enfatizar mejor la propia indi
rectamente, etc. Cada vez, la respuesta brindada, digamos
r1( remite a más o a menos, a otra cosa; ella suma, resta, mo
156
difica, desvía, niega u opone para modular la distancia esta
blecida por la problematicidad de la cuestión planteada. En
las figuras de lenguaje, casi podríamos decir que la causa se
oye, pues la narración está construida para eso. En las figu
ras de pensamiento, la forma gramatical no tiene nada de
específica, pero al trabajar una cuestión más problemática
se modula la distancia entre uno mismo y el otro. No basta
con insistir en la forma gramatical para hacer pasar la reso
lución. Cicerón resumió muy bien este mecanismo en el li
bro III de su De oratore, al oponer la amplificación de hechos
e imágenes a la alusión rápida a ellos, a la atenuación (como
la litotes, que dice menos pero evoca más), a la digresión
(que «ahoga» la cuestión), procedimientos que en su totali
dad tienen el efecto de disminuir la problematicidad, des
viar la atención o sugerir otra cosa más aceptable. El orador
puede también interrogarse, interrogar al otro, devolverle
la cuestión, ironizar; en resumen, jugar con ella y no ya dis
frazarla para desproblematizar los desafíos que plantea. Es
aquí donde intervienen la ejemplificación, la puesta en re
lieve de objeciones desechadas, las reticencias confesadas,
cierta retractación que se concede, un acuerdo, a menudo for
mal, que se reconoce —así sea parcialmente— para hacer
pasar el resto cuando este genera un problema con el otro.
Están también los arrebatos o el tono moderado, propios
para crear la ornamentación de una cuestión, para negociar
la distancia con el interlocutor. Se negocia esta distancia to
mando posición acerca de la problematicidad misma o tra
tándola directamente por medio de figuras. En estas figuras
de pensam iento, la respuesta apunta siempre a literalizar el
reenvío a la problematicidad de la cuestión, evocando r2 a
través de q2 que modifica a q1; a la que ella presenta, empe
ro, como contenida en q1 o como idéntica a ella. Quintiliano
se preguntaba «qué efecto produciría la elocuencia si se le
quitara la facultad de amplificar o de atenuar los objetos.
Pues bien, amplificar es hacer entender más de lo que se di
ce [decir r 1 es decir r2\) atenuar es suavizar, paliar, excu
sar»,12 pero esto es posible porque detrás de todo ello hay
una cuestión que pone en cuestión. Y, por este motivo, «¿hay
algo más común que interrogar o cuestionar? Nos servimos
indistintamente de estos dos términos aunque uno parezca
157
implicar más bien la idea de averiguar y el otro la de hosti
gar».13 Nos interrogamos sobre cosas no dudosas, agrega
Quintiliano, porque el objetivo es permitir que el interlocu
tor llegue a la misma respuesta que el orador. Y se puede
responder por alteración, desplazamiento, complemento,
como se dijo ya con anterioridad. Y también se puede jugar
con la distancia, como cuando se la atenúa («Usted, que es
un experto, sabe que. . .»), o cuando se atenúa la diferencia
propia («Yo no soy un experto en la materia como usted, pero
coincidirá conmigo en que. . .»). Esta últim a figura, por
ejemplo, se llam a «cleuasmo», pero nos percatamos muy
bien de que recordar estos nombres complicados y engorro
sos no agregará nada al análisis de los mecanismos subya
centes de la figuratividad, como tampoco hacer su catálogo.
Lo figurativo descansa sobre el hecho de que rj no agota
la cuestión literal subyacente, sino que la modifica, la trans
forma, lo cual hace que la respuesta a qj remita a una cues
tión q2 más problemática. Gracias a estas figuras, la cues
tión puede ser mejor desalojada e incluso hecha desapare
cer como tal; en síntesis, puede pasar por resuelta debido a
que ya no se plantea.
Tbdo el problema de la frontera entre las figuras de len
guaje y las figuras de pensamiento radica en que en estas el
lenguaje es esencial. Para tomar sólo dos ejemplos, una con
cesión, una antítesis, corresponden tanto a la construcción
de lenguaje como a la estrategia entre interlocutores en la
negociación de su distancia. Por lo demás, Cicerón incluye
estas dos figuras entre las de palabras. ¿Serán entonces las
figuras de pensamiento una transposición del ad rem al ad
hom inem ? En estas figuras se observa que el orador habla
de otras personas, de emociones, de valores, y que lo hace
con calma o con énfasis, con franqueza o con discreción, pa
ra jugar con la oposición eventual hacia el otro. El orador so
brentiende, reafirma, acumula proposiciones que van en el
mismo sentido, opone, ilustra e incluso minimiza. Todo esto
parece correcto, pues una figura de pensamiento opera de
manera m ás o menos directa sobre la distancia al consa
grarse —como si se tratara de un instrumento— a la cues
tión problemática desplazándola hacia el ad hom inem , que
parece ser el último objeto del discurso. Se compara a perso-
13 Ibid.
158
ñas (César es como Pisístrato), se narra un suceso ejemplar,
se concede, se opone, y el objeto es cada vez una relación ad
hominem que se transpone al discurso y por él, pues lo que
plantea problemas es, en realidad, esa distancia. Se la pro
yecta hacia el pasado o hacia otros casos para tratar aquella
con la cual se confronta uno directamente, en el momento
actual. No nos sorprendamos, pues, de que en ciertas oca
siones pueda haber correspondencias entre las figuras de
palabras y las de pensamiento. La epanortosis, por ejemplo,
es una figura de construcción que opera por corrección de lo
dicho («Francia retrocede, pero esto no es, evidentemente,
un destino inmutable. . .»). El papel de conectores como «pe
ro», «incluso», etc., es facilitar esta corrección. Ella encuen
tra su equivalente en términos a d hominem en la figura de
pensamiento llamada «retractación». Modificar suprimien
do, corrigiendo, significa aportar un agregado a la respuesta
primera. Y el hecho de corregirse constituye una figura de
pensamiento, en tanto que la forma utilizada corresponde a
las figuras de construcción. Finalm ente, no tiene mayor
importancia: en cada oportunidad, se trata de anular la pro
blematicidad de una cuestión planteada. La amplificación
puede efectuarse por medio del discurso, de las actitudes o
simplemente (figuras de palabras) mediante los términos
empleados: «Es terco como una muía» recarga una determi
nación del carácter que, en sí, traduce la fuerza de voluntad.
Se la moviliza aquí en un sentido preciso que amplifica uno
de sus aspectos. E l objeto de las figuras de pensamiento son
esas m ism as operaciones que hemos descripto como respues
tas del auditorio (uno se retracta, agrega, discrepa, etc., y es
posible hacerlo de múltiples maneras): identidad, amplifi
cación (repetición), agregado, oposición o, si se toma la di
rección contraria o se opera interviniendo sobre el otro, dis
minución, matiz, concesión, identidad o diferencia con el au
ditorio.
159
puestas pertinentes, procediendo por inferencia a partir de
esas respuestas y, finalmente, expresando acuerdo con el
otro sobre el conjunto de su proceder. Los tropos singulari
zan estos momentos, permiten economizarlos y prescindir
de argumentación para dar de entrada la conclusión. Si nos
detenemos en uno de esos momentos, es sin duda porque ex-
plicitar el argumento —cuando lo hay— podría resultar es
pecialmente problemático y porque queremos evitar la con
testación o, en todo caso, minimizarla. Ahora bien, si qui
siéramos argumentar, podríamos hacerlo, y esto explica que
a cada tropos le corresponda un topos en cuanto principio
utilizado para argumentar cuando, en vez de eludir la argu
mentación por medio del tropo, recurrimos explícitamente
al argumento. Entre la identidad y la diferencia máxima,
que es la oposición, corre todo el espectro de los topoi, tan ca
ros a Aristóteles como a Perelman. Los topoi ilustran elec
ciones de valor cuando se considera que la distancia con el
auditorio es esencial; al comienzo, no obstante, son reglas de
la argumentación. Los lugares de la cantidad, por ejemplo,
son a la argumentación lo que la sinécdoque es a las figuras
de estilo, así como los lugares de la cualidad corresponden a
la metáfora. Los lugares propios de una cuestión, es decir, la
calificación, remiten a la metonimia, que enfatiza lo impor
tante como determinación pertinente. En cuanto a los luga
res vinculados a la ironía, ellos subrayan la diferencia, aque
llo que no se debería seguir como línea de pensamiento o de
conducta. La calificación especifica las identidades que el
orador privilegia o rechaza, y si se lo ataca con relación a
una idea, él cambia de definición, la modifica, aclarando:
«Cuidado, no es eso lo que yo quería decir, sino más bien es
to», lo cual constituye un procedimiento bien conocido para,
como dice Schopenhauer, «tener siem pre razón». Para
Perelman, los lugares, lejos de ser reglas de inferencia, son
valores. El lugar de la cualidad, que aparece santificado en
el íomanticismo, ilustra la singularidad, lo excepcional del
valor único. A la inversa, el lugar de la cantidad exalta más
lo que vale para todos, como el precepto moral. Aristóteles
tenía, sin duda, una concepción más neutra. Los lugares co
munes y los lugares propios de una cuestión sirven para la
contestación y para la defensa. Esto va desde la identidad
esencial de nociones y seres hasta la contradicción posible,
pasando por la identidad contingente y accidental de lo que
160
es, un tipo de identidad que constituye el fundamento de la
contradicción argumentativa. U na cosa es tal o cual, pero
puede ser otra, pues el nombre retenido es un accidente, así
como el atributo puede serlo igualmente en la realidad mis
ma. Las conclusiones se vuelven inciertas si no se pone
buen orden en lo que, detrás de lo que parece idéntico, lo es.
La palabra «cuerpo», por ejemplo, puede significar la esen
cia de un fenómeno (el cuerpo de una demostración m ate
mática), pero también la parte material de un ser vivo (el
cuerpo de este hombre), y hay que tener cuidado con las con
clusiones variables y hasta contradictorias derivables de es
ta misma expresión, que en realidad oculta diferencias. Em
pero, hay más, dice Aristóteles: cualquier conclusión sobre
Sócrates debe integrar, por cierto, todo lo que en él es acci
dental y que, por lo tanto, puede ser argumentado o negado.
Nada irrefutable puede concluirse del hecho de que bebió la
cicuta en 399 a.C., ya que su condena habría podido tener
lugar antes o después de esta fecha.
¿Son los lugares, entonces, sim ples maneras de evitar
las confusiones, o bien de sacar provecho de ellas? A este
respecto, las concepciones han cambiado. Un lugar expresa,
en última instancia, un valor implícito que en todo caso él
presupone. Mas, en el otro extremo, un lugar es una simple
regla de inferencia, una m anera de situarse sobre el eje
identidad-diferencia, no entre individuos, sino entre res
puestas.
En el caso de Aristóteles, la reflexión sobre los lugares
nació del debilitamiento de las identidades, de la identidad.
La identidad no se limita a la esencia, como en Platón, es
decir, a aquello por lo cual una cosa es la que es y no otra.
Por lo demás, si esto fuese así, no habría nunca discusión
posible: A sería A, necesariamente, y todo el resto quedaría
excluido. Empero, A puede ser algo muy distinto de A, puede
ser B, C o D, y entonces se tienen, señala Aristóteles, otras
formas de identidad. A sigue siendo A, sin duda, pero, pues
to que es B, C o D, se dice que A es B, o que A es C o D, por
ejemplo. A es necesariamente él mismo al ser tal o cual cosa:
Sócrates no puede no ser Sócrates, pero es griego, calvo, pe
queño, y es alguien muy criticado, por ejemplo, lo cual no
depende de su esencia, que es la única necesidad a la que él
responde. En cuanto hombre, Sócrates es necesariamente
mortal, aunque en esto es como todos los hombres, ya no es
161
específicamente Sócrates. Para determinar lo que él es hace
falta sustentarse en otros atributos. Aristóteles los cataloga
en las Tópicas como otros tantos juegos con la identidad y la
diferencia, diferencias que acentuamos y semejanzas que
ponemos en primer plano. En resumidas cuentas, importa
saber si el predicado objetado (o afirmado, pues un lugar de
fine un tipo de proposición «A es B»), es
162
sobre todo, luego, con Perelman, valores comunes, todas es
tas concepciones de los lugares encuentran su armonización
en la concepción problematológica, en la cual la diferencia
entre individuos cuenta tanto como la cuestión que consti
tuye el objeto de su relación y que es más o menos problemá
tica (aunque aquí debe rechazarse la idea de que haya que
apoyarse en una gradación codificada y descripta en tér
minos de esencia, propio, género y accidente).
Dicho con m ás precisión: ya en Aristóteles los lugares
servían para evaluar lo que genera problemas cuando se
ataca, pero servían sobre todo para hacer desaparecer el ca
rácter problemático del juicio cuando se defiende. La identi
dad que se debilita incrementa la problematicidad de la res
puesta, lo cual hace que la argumentatividad tienda a au
mentar. Hay que reinterpretar entonces la identidad para
preservarla, así como para indicar que ahora es sólo formal.
Para defenderse, es fácil jugar con la identidad que especifi
can las definiciones. Si se dice, por ejemplo, que la religión
es intolerante, su defensor siempre puede replicar: «Sí, pero
esta práctica no es intolerante por su condición de religión,
ya que los textos sagrados revelan, por el contrario, una
preocupación muy grande por las otras creencias». Este
defensor también puede responder a la objeción diciendo:
«Tbdo depende de lo que usted llama “intolerancia”, pues no
es intolerancia creer que uno tiene razón». Para resumir,
entre las estratagem as está siempre, como dice Schopen-
hauer, la reevaluación de las identidades, y aquí el lugar de
la cualidad y el lugar de la cantidad son fundamentales.
Respecto de la frase: «Las serpientes son venenosas», puede
uno negar esa afirmación indicando que no todas las ser
pientes lo son (lugar de cantidad) o que la calificación es in
apropiada («Son serpientes, sin duda, pero inofensivas»).
Un lugar es una respuesta que pone en primer plano su
cualidad de respuesta, el criterio de su identidad, y que es
conde en su interior una problematicidad que siempre es
posible hacer resurgir. Así pues, el lugar sirve para tratar la
problematicidad, eventualmente para contradecirla o, cosa
más sencilla, para especificar en qué sentido se debe buscar
la respuesta (hace frío y nos ponemos el abrigo, pero podría
mos no actuar de ese modo; si se lo menciona, es para orien
tar al auditorio hacia la respuesta, que es problemática,
mientras que el lugar-premisa, implícito, no lo es).
163
El vínculo que los lugares m antienen con las figuras y
los tropos esclarece quizá su sentido profundo, su utilidad,
mejor que cualquier otro análisis que pudiera emprenderse.
Los lugares sirven de regla argumentativa, desde la identi
dad hasta la oposición, exactamente como los tropos tienen
por objeto eliminar el argumento para ofrecer la evidencia
de una respuesta que sabemos trunca, pero que sirve para
atizar el entendimiento. Tomemos una sentencia como «El
sabio practica la virtud»: se trata de una sinécdoque que
permite omitir toda argumentación referida a los sabios, a
lo que es la sabiduría y a lo que ella implica. «Las serpientes
son venenosas» es una expresión que plantea la cuestión de
saber cuántas lo son o si todas lo son. Al traducir la idea me
diante una sinécdoque, como «Las venenosas se cruzan en
nuestro camino», se prescinde de estas interrogaciones. Y si
se hubiese preferido, por ejemplo, la metonimia «Los asesi
nos nos esperan al final del camino», se habría eliminado
también el problema de saber si esas serpientes eran peli
grosas o no, representándolas como algo que se debe evitar
a toda costa. Los lugares de la cualidad se especifican por re
sumir mediante una identidad esencial, como hubiera dicho
Aristóteles, una analogía, una correspondencia, una compa
ración cuyo despliegue nos ahorran. «Ricardo es un león»
suprime los términos de la analogía, y sólo queda la idea
esencial que caracteriza a Ricardo a los ojos del orador. Se
trata de una figura poderosa que corresponde a un lugar
también él poderoso: la identidad fuerte, aunque no literal.
Se infiere de un lugar semejante la transferencia de una
respuesta A a una respuesta B: se dice entonces que «A es
B» porque, figurativamente, A es, en efecto, B, en un cierto
sentido analógico, débil, en el que hay sem ejanza. La
respuesta «Ricardo es valiente, los leones son valientes;
luego, Ricardo es como ellos», constituye una inferencia que
la fórmula «Ricardo es un león» permite ahorrarse.
•Los lugares vinculados a la metonimia son igualmente
tributarios, si queremos adoptar el lenguaje aristotélico, de
la identidad, pero ahora de otro género. «Victor Hugo es una
gran pluma» o «Las provincias se rebelan» ya no son res
puestas A que devienen B. A, que es B, hace C; luego, B hace
C. Tenemos aquí determinaciones que remiten a otras tan
tas cuestiones sobre aquello de lo que es cuestión: Victor
Hugo, las provincias o lo que fuere; y la que se retiene, en el
164
conjunto de los quién, qué, dónde, cuándo, cómo, a causa de
qué posibles, sirve de criterio para identificar lo que hará las
veces de respuesta-palanca y que indica la cuestión de
aquello de lo que era cuestión, pero que ya no constituye
una cuestión. Hay en la metonimia remisión a una regla po
sible de argumentación, especificación de un cuestionario a
partir del cual argumentar. Si elijo decir que X bebe un
vaso, cuando en realidad bebe el vino contenido en él, anulo
en cierto modo cualquier referencia a un eventual alcoholis
mo, y ello, gracias a lo que dejo en silencio y que reduzco a su
modesto continente. Aquí, califico la respuesta pertinente
que podría despertar un problema, y al hacerlo puedo defen
der la sobriedad global de X o negar, frente a quienes pien
san lo contrario paira atacarlo, que bebe demasiado alcohol.
Calificar un problema permite resolverlo mejor: la metoni
mia impone una elección y, al proponerse como respuesta,
nos ahorra tener que justificar una calificación sobre la que
tal vez habríam os tenido que debatir, como sucede, por
ejemplo, en derecho. El lugar común subyacente, o más bien
correspondiente, es la cualidad dotada de pertinencia, la
identidad ocasional que importa y que serviría, en otros lu
gares, de premisa para responder a la problematicidad de
una cuestión. Porque argumentar no es tanto responder a
una cuestión como responder sobre ella, a su problematici
dad, en cierto modo. Se privilegiará el lugar de la inferencia
cuando haya que considerar los pormenores, las consecuen
cias (que llegan —decía Perelman razonando en términos
de «valores»— hasta el sacrificio de sí posible). La sinécdo
que transpone este problema como respuesta: ella generali
za, y si hubiera que explicitar su estructura retórica m e
diante una figura, se hablaría de un juego con la cantidad.
La frase «El francés conduce demasiado rápido» resum e
bien la inferencia y la generalización: se trata de una cau
salidad que, en términos argumentativos, pone en primer
plano el lugar de la cantidad, aunque en este caso se hace
desaparecer el todos, el cuantificador, cuya validez es, por
otra parte, refutable.
En lo que respecta a la ironía, ella soslaya el ataque fron
tal y corresponde, en términos de lugares, a un juego con la
diferencia.
Para concluir, las figuras retóricas abordan por la vía de
las respuestas la ficción de la resolución y la eliminación de
165
lo problemático, al que pese a todo se refieren cuando sugie
ren dichas respuestas. Es normal, pues, que a estas figuras
les correspondan argumentos, los cuales serán desplegados
cuando se trate de encarar las cuestiones resueltamente, en
vez de hacer como que se las resuelve utilizando respuestas
de estilo elegante o de gran fuerza de sugestión.
166
Cuadro 10.
R R’ A A’
Figuras
Auditorios Tropos (depensamiento) Lugares Argumentos
167
Ethos, logos, pathos
en la interacción retórica
168
caso, de potencialmente amenazador. En un principio, la
gente se daba la mano para mostrar que no escondía ningún
arma. En este contexto, el ethos ya no remite a un saber
específico que se pone a prueba, que ni siquiera es puesto en
evidencia. Es simplemente la demostración de la capacidad
de responder aprendida en la práctica del intercambio so
cial, en las convenciones de buena ley. El ethos es aquí la ex
presión de un carácter cortés y refinado como puede ser la
del sentido común o, de manera más general, la de nuestra
hum anidad, aquella de la que cada hombre da pruebas
cuando se dirige a otro acerca de cuestiones que conciernen
a cualquier persona en sus intereses más universales. El
ethos es entonces la sabiduría encerrada en el ser humano,
en todos los seres humanos, por compartir, en su condición
de tales, sentimientos, pasiones, temores y esperanzas. En
su época, Cicerón hizo de este ethos el motor y el objeto de la
retórica, mucho antes de que el humanismo del Renaci
miento la convirtiera en una doctrina con todas las letras.
El ethos se presenta como la expresión más profunda de
una humanidad compartida, gracias a la cual todos estamos
en condiciones de responder a las grandes cuestiones pro
pias de cada uno. 'Ibdos tenemos una opinión acerca de ellas,
porque lo que se halla en cuestión es lo humano. El ethos ex
presa el principio de autoridad, de autoridad débil en este
caso, pues la auctoritas se reduce a la postura de un auctor,
es decir, de un garante [répondant]. Esto explica la impor
tancia del testimonio en la argumentación judicial, en la que
alguien tiene la capacidad de comunicar lo que sabe. La res
ponsabilidad [responsabilité], que corre a la par con la idea
de garante [répondant],* caracteriza al ethos y también a lo
que el auditorio, cualquier auditorio, espera de él, esto es,
que pueda responder y cerrar un cuestionamiento, e incluso
una larga serie de interrogaciones. Esta realidad no escapó
al psicoanálisis, que habló de transferencia al ver en la au
toridad del analista la fuente resolutoria de los problemas
169
del paciente. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en
retórica, el analista no responde, el paciente se halla ante
una autoridad muda y se ve remitido a su propia problemá
tica. Poco importa finalmente en quién se encarna el ethos,
que funciona como punto de detención y como principio de
autoridad, débil o fuerte. Conocemos el ejemplo de esos ni
ños que, hacia los tres años, no paran de preguntar: «¿Por
qué?» inmediatamente después de cada respuesta que les
dan sus padres, a los que acosan una y otra vez con un «¿Por
qué?» suplem entario. H asta que, rendidos, estos padres
acaban respondiéndoles: «¡Porque sí!», lo cual no es, eviden
temente, una respuesta. Sin embargo, curiosamente, el ni
ño queda satisfecho, como si hubiese conseguido lo que que
ría. Ahora bien, ¿qué quería, exactamente, como para dete
nerse en una respuesta que no lo es? Lo que el niño persigue
a esa edad no es tanto una respuesta o una sucesión de res
puestas después de cada «¿Por qué?», sino la verificación de
que su padre (o su madre) puede responder, de que tiene esa
capacidad tranquilizadora y de que goza de la real autori
dad de la que está investido como padre (o como madre).
Decir «¡Porque sí!» es, claramente, dar pruebas de autori
dad, la que el niño reclama para que lo guíe. Su padre ha ju
gado el juego. . . de padre. Ha superado con éxito la prueba
de credibilidad y confianza a la que su hijo lo había someti
do. El ethos es, por lo tanto, principio de autoridad, una au
toridad benévola o brutal, «ética», institucional, incluso
neutra, que el orador, si quiere convencer, debe demostrar.
La autoridad moral es la capacidad (virtus) de poner en pri
mer plano las virtudes, y es una «pericia», universal o parti
cular —como lo es todo saber—, para responder al otro ins
pirándole confianza. El ethos, al devenir principio de autori
dad, va de la sabiduría universal al saber particular, del hu
manismo a la idoneidad técnica.
Para los griegos, las virtudes del orador que más conven-
cea a un auditorio son la tem planza, el coraje y la justicia.
La templanza es el dominio de las pasiones, que ella trans
forma en virtudes y, por lo tanto, en valores que pueden ser
vir a los demás. El amor, la generosidad, la tolerancia y la
compasión activa para con el prójimo que encontramos en el
Pequeño tratado de las grandes virtudes, de André Comte-
Sponville, derivan de esta reorientación de las pasiones car
dinales (vanidad, deseo y avaricia, es decir, en lenguaje no
170
cristiano, ansia de honores, placeres y riquezas). Pero la
idea de base, cara a Aristóteles, es la primacía otorgada a la
templanza, fuente de prudencia y miramientos cuyo instru
mento es la fuerza del carácter, el coraje. Los hombres con
servan el rumbo gracias a la voluntad. Se atienen a lo esen
cial y no se dejan seducir por lo accesorio, que los distrae,
dirá Pascal, o los aparta de lo que es valioso en la vida lle
vándolos a entusiasmarse a cada momento por cuestiones
sin importancia, como se diría hoy. Nada más convincente y
ejemplar que un hombre que sabe conservar el sentido de lo
esencial y no se pierde en mil reacciones viscerales o en pe
queños objetivos concretos que lo absorben por entero.
Ser, poder y, por fin, deber, la tercera virtud cardinal es la
justicia. En este panel tercero de virtudes, el que prevalece
es el otro.
El ethos es virtuoso por las miras positivas y claras que
lo distinguen. Da muestras de fuerza y, a la vez, la pone al
servicio de los demás. Una fuerza que puede ser física, en
razón de la edad, del aspecto, de la salud, es decir, del cuer
po, y moral, a causa de un sentido de lo esencial que inspira
respeto, o sea, fuerza de convicción. Presentarse como per
sona moral es algo que siempre genera convicción, en tanto
que nada tiene de persuasivo invocar fines imprecisos o pa
siones que dominan el deseo hasta el punto de volverlo ex-
cluyente. El ethos, para operar de lleno como fuerza argu
mentativa, debe inspirar comunidad, sentimientos de co
munidad, con la reciprocidad como motor, reciprocidad que
va de la admiración por el otro a la voluntad de actuar como
él o de tomarlo por modelo. ¿Hay, entonces, para convencer,
virtudes distintas de la propia fuerza de convicción? ¿Hay,
entonces, una determinación distinta de aquella que nos
quiere decididos, focalizados siempre en lo esencial y poco
preocupados por lo accesorio (pero que, como el dinero o los
honores, suele dominar a los hombres)? ¿Hay, por último,
algo más convincente en alguien que su sentido de la huma
nidad y su capacidad para responder a las cuestiones que
los otros se plantean y cuyas respuestas buscan todavía?
¿No son todas las otras virtudes una especie de derivación
de aquellas? El dominio de las pasiones y, por lo tanto, del
cuerpo, que permite al ser humano acceder al rango de per
sona, nunca es otra cosa que la expresión de esa humanidad
compartida, promesa de posibilidades que permite anular
171
los temores y orientar la esperanza hacia la reciprocidad de
lo pasional, que pasa a ser entonces una suerte de valor: el
bienestar de todos, el amor que aproxima, la civilización que
une y trasciende.
Sumergirse en el ad rem vuelve al ethos distante y «auto
ritario»; en cambio, cuando se está en la retórica —donde la
distancia es, por definición, menos conflictiva—, el ethos se
vuelve modulable, adaptable al otro, compasivo y en rela
ción de simpatía. Se crea distancia cuando se transforma al
ethos en principio de autoridad, lo cual excluye toda puesta
en cuestión: en épocas pasadas, el uniforme del general, el
hábito del sacerdote, los atributos del rey, la pompa del je
rarca, permitieron asegurar a las funciones directivas una
postura incuestionable para sus poseedores, gracias a la
mera (re-)presentación de ellos mismos. Empero, si el in
dividuo quiere ir hacia el otro, es preciso llenar la distancia.
El lenguaje mismo permite advertir que el ethos sirve
para encontrarse con un cuestionamiento siempre posible, y
no sólo para excluir a priori la menor puesta en cuestión,
con o sin uniforme. El hecho de responder sólo es efectivo si
aquel que responde pone fin a una interrogación que podría
continuar hasta el infinito, al menos en principio. Una frase
como «Napoleón es el vencedor de Austerlitz» siempre pue
de llevar a preguntarse quién es Napoleón, o qué es Auster
litz. Se puede responder que Napoleón es, por ejemplo, el
marido de Josefina, o el autor del golpe de Estado del 18
Brumario, y continuar interrogándose sobre Josefina o so
bre el 18 Brumario, y con cada respuesta volver a interro
gar, una y otra vez. El ethos es un punto de detención porque
es sinónimo de credibilidad (a veces ética) y de confianza.
No obstante ello, es necesario llevar aún más a fondo la
interrogación. ¿A qué se debe que el ethos sea todo esto: au
toridad, confianza, seguridad, rol? Para expresarlo sintéti
camente: ¿Por qué el ethos es la fuente de las respuestas?
¿D* dónde viene esta focalización en las respuestas que todo
el mundo busca? El ethos es el sí mismo. El sí mismo es la re
presión del cuerpo en una identidad personal abstracta. Yo
soy el señor X o la señora Y, una persona que tiene tal o cual
característica, tal o cual identidad, tal o cual estatus en la
sociedad, y no sólo órganos, piel, corporeidad. El cuerpo y
sus pulsiones forman un lenguaje aparte, el lenguaje de lo
inconsciente. Reprimido, el cuerpo viene a quedar cifrado,
172
pero también codificado.* Las presiones exteriores e interio
res se anulan en ese Yo [.Moi] que las retoriza, racionalizán
dolas, anulando sus oposiciones (principio de realidad ver
sus principio de placer, hubiera dicho Freud) para hacer
frente a los conflictos. El ethos es el Yo socializado, desnatu
ralizado, civilizado, educado. Presa de conflictos interiores,
debe pronunciarse, decidir, decidirse, y con ello argumentar,
así sea consigo mismo, cuando las cuestiones, los proble
mas, no han podido ser retorizados en un tejido apocrítico
en el que impere la certeza. El sí mismo que habla se justifi
ca siempre de alguna manera, y le complace tanto menos
ser puesto en cuestión cuanto que lo ha hecho todo para te
ner nada más que respuestas. Cuanto más se cierra el Yo
sobre sí mismo con racionalizaciones ad hoc, menos posible
es una relación retórica, tal como ocurre cuando el auditorio
es presa de una pasión excesiva (pensamos en un m ovi
miento de masas, por ejemplo). Quedémonos, no obstante,
en la justa medida. La retorización del Yo, de sus afectos, de
su corporeidad, así como de la presión exterior, le permite
surgir con autoridad. Pero eso no es todo. Esta retórica del
Yo, que transforma los problemas en respuestas —por ejem
plo, negociando el cuerpo como fuente de placeres físicos—,
debe ser a su vez retorizada para no aparecer por lo que ella
es. Como consecuencia, el individuo cree, adhiere, a la ima
gen literal que da de sí mismo. Él es lo que es, al menos ante
sus propios ojos. Proyecta así una imagen de sí que es la que
quiere dar a los otros porque él mismo la construyó. Este
ethos es, por lo tanto, una proyección que obliga al auditorio
a ir más allá de ella para ver qué ocurre efectivamente con el
otro, más allá de sus racionalizaciones. Evocar las intencio
nes del locutor implica hacerse cargo de este desajuste entre
el orador efectivo y la imagen de sí, a la cual él anhela que
los otros adhieran. Así pues, el ethos es, a un tiempo, efecti
vo y proyectivo, según que pongamos el acento en lo que él
es más allá de su imagen o que nos focalicemos sobre esta.
Para concluir, el ethos abarca tanto la idoneidad del ora
dor como su carácter y, a fin de cuentas, su humanidad, que
lo acerca a su auditorio. Esta variabilidad corresponde al
juego con la distancia entre individuos. La argumentación
173
requiere idoneidad y pericia, y la retórica, humanidad co
mún. En definitiva, la distancia es la misma; sólo difieren
los medios para enfrentarla.
174
que cerrar la ventana»). Se objetará, sin duda, que hay ade
más una tercera forma gramatical, el imperativo, probable
mente justificada por el hecho de que, en presencia de un in
terlocutor, uno puede exigir (si su situación es de superiori
dad), así como puede pedir (si su situación es de inferiori
dad) o proponer (si la situación es de paridad). Esto prueba a
las claras que la distancia entre los individuos es un ele
mento fundamental para comprender el modo en que fun
ciona el logos (teoría del uso).
En todo logos encontramos en ejercicio, pues, la diferen
cia cuestión-respuesta. Hagamos una experiencia. Tome
mos un ejemplo de aserción en el que tal diferencia, al pare
cer, no se presenta en absoluto: «Napoleón ganó la batalla
de Austerlitz». Ninguna cuestión parece atravesar este
enunciado. No obstante, podemos figurarnos que si alguien
lo profiere es porque la cuestión le interesa y, además, por
que piensa que es apta para llamar la atención de aquel o
aquella a quien se dirige. Ahora bien, considerada incluso
por sí sola, esta aserción lleva la marca de una interrogati-
vidad subyacente que hace de ella no una simple aserción,
sino una verdadera respuesta. Napoleón es, en efecto, quien
hizo el 18 Brumario, fecha que remite a un golpe de Estado,
el cual es, etc. Cada término remite a otros términos por la
vía de cláusulas interrogativas que traen a la mente cues
tiones anteriores cuya respuesta condensan estos términos.
La palabra «Napoleón» es, por lo tanto, el resumen, el con-
densado, de un conjunto de respuestas que presuponemos
cuando utilizam os el término «Napoleón». Empero, dado
que no es posible explicitarlas todas, recurrimos a un solo
término que las reúne sin distinciones. Hay sin duda una o
dos, incluso más, que el interlocutor conoce y que le permi
ten comprender de qué o de quién es cuestión cuando se le
habla de Napoleón. Los interrogativos desaparecen en las
respuestas que, por ser respuestas, los anulan, pero si al
guien no comprende lo que el locutor quiere decir, puede
plantear esta s cuestiones de nuevo: «¿Quién es N ap o
león?. . . ¿Dónde está Austerlitz?. . . ¿Qué sucedió allí?», y
entonces las respuestas explicitarían, mediante cláusulas
interrogativas (mediante relativas, como dicen los gramáti
cos), las respuestas convenientes, retomando la cuestión
planteada pero presentándola como resuelta: «Napoleón es
quien hizo esto y aquello. . . Austerlitz es la batalla donde
175
estuvo enjuego esto o aquello. . .», y así sucesivamente. De
modo tal, proposiciones con cláusulas relativas, interrogati
vas, preservan el sentido original de las proposiciones sobre
las cuales se interroga, retomando de manera asertiva las
cuestiones que el interlocutor ha podido plantearse o que
efectivamente formuló, a fin de especificar la respuesta a
dichas cuestiones. En tal caso, los interrogativos de las
relativas son determinantes. «Napoleón es quien ganó en
Austerlitz» tiene entonces el mismo sentido que «Napoleón
es el vencedor de Austerlitz», salvo que la primera frase re
toma la cuestión «¿Quién ganó en Austerlitz?», afirmando
su respuesta, y la segunda soslaya esta cuestión sencilla
mente porque no fue planteada. Quintiliano pensaba que el
logos recaía sobre un número limitado de interrogaciones:
quién, qué, dónde, por qué medios, en qué momento, por qué
razón, etc., pues hablar es siempre, de algún modo, res
ponder. «Napoleón es el vencedor de Austerlitz» = «Napo
león es quien ganó en Austerlitz», pero también tenemos,
dado que «Napoleón es quien (= el marido) se casó con Jose
fina», la sustitución posible: «El marido de Josefina es el
vencedor de Austerlitz». El gran lógico Gottlob Frege hizo de
esta sustituibilidad el criterio de la significación, pues dar el
sentido de una proposición es reformularla de modo idéntico
con ayuda de los términos que surgen de esas cuestiones.
«Napoleón» = «el marido de Josefina» es una sustitución que
preserva y da el sentido de todas las frases sobre Napoleón,
ya que él es quien se casó con Josefina. Por desgracia, Frege
no refiere la sustitución a un cuestionamiento, que es lo
único en dar cuenta de ella, porque hay una razón para que
se hable de Josefina en vez de hablar de Waterloo, y esta
razón sólo podemos hallarla en la cuestión planteada. Hay
una razón para focalizarse sobre Napoleón como marido de
Josefina en vez de hacerlo sobre la derrota de Waterloo, y es
ta razón tiene que ver con la cuestión que nos planteamos
acerca de Napoleón en un contexto determinado. Sin em
bargo,^lesde el punto de vista lógico no es absurdo decir que
«el marido de Josefina perdió en Waterloo», aun cuando esta
derrota no tenga nada que ver con su estado civil. El «quien»
cumple un papel referencial que es, para Frege, el único que
importa, pero el aspecto interrogativo de la postura es ine-
sencial a sus ojos en comparación con la equivalencia propo
sicional. En todo este proceso, Frege sólo ve el resultado de
176
un procedimiento lógico en el cual los interrogativos han
sido anulados en provecho de la sustituibilidad que emana
de ellos y que preserva la verdad de los enunciados. Ahora
bien, si el sentido de una verbalización está dado efectiva
mente por aquello de lo que es cuestión, esta cuestión, si lle
ga a ser explicitada, no recae forzosamente sobre la referen
cia de los términos, sino que tiene que ver, de manera más
general, con respuestas globales en las que esos términos
aparecen como el condensado de cuestiones resueltas con
anterioridad.
Observemos, por otra parte, que la traducción lingüísti
ca de ciertos fenómenos retóricos no los aclara más que el lo-
gicismo, el cual lo reduce todo a un análisis en el que sólo in
tervienen los valores de verdad y la referencia. La polifonía,
por ejemplo, es un concepto privilegiado por ciertos lingüis
tas a fin de integrar la pluralidad de voces, como si otro locu
tor, y hasta un oponente, estuvieran presentes en el discur
so, dentro de una m isma enunciación. «El me dijo que tu
mujer se había marchado con su mayordomo, pero, por su
puesto, no le creí», es un ejemplo en que el enunciador m en
ciona la posición de otro locutor, en este caso para distan
ciarse de él. Es posible imaginar también un distanciamien-
to nulo del locutor, quien adopta la posición transmitida por
aquel a fin de reforzar su posición propia: «Manuela ha de
fendido en verdad muchas ideas estúpidas, todo el mundo
coincide en eso», es un ejemplo en el cual el locutor recoge
una tesis general para señalar esta vez su adhesión a lo que
parece comúnmente admitido.
¿Qué añade la idea de polifonía a la concepción proble
matológica? Los quién, los qué, los dónde, etc., recogen la
cuestión de los otros, y esto es aquí lo importante. El locutor
responde a dicha cuestión presentando una respuesta de
ellos dentro de la suya propia. «Parece que tu mujer se ha
marchado con su mayordomo» = «Alguien dice que tu mujer
se ha marchado con. . .». El locutor adhiere a la tesis difun
dida, a la que alude como procedente del rumor general y,
por ende, de otros. El análisis es idéntico para el otro ejemplo.
El enunciado «Más valdría que Manuela, quien ha cometido
un montón de errores, se borrara en interés de todos» confir
ma claramente, merced a la cláusula relativa introducida
por quien, la adhesión del locutor a la opinión general según
la cual esta mujer ha cometido errores en cantidad.
177
Tbdo esto se explica sin recurrir a la polifonía, puesto que
lo importante no es la pluralidad de locutores, sino la pre
sencia expresa de alternativas que tienen sus expresiones y
términos en los interrogativos.
Continuemos. En opinión de los lingüistas, de Grice en
adelante, los topoi o lugares comunes como la cualidad o la
cantidad son máximas conversacionales. ¿Qué se gana con
este «viraje lingüístico»? Al reducir el empleo de los lugares
comunes a cierta pertinencia de los intercambios lingüísti
cos, a determinadas normas que los rigen, se limita el papel
de los topoi. Observamos, por ejemplo, que la llamada «má
xima de cantidad» (no des ni más ni menos información que
la necesaria) consiste en hacer de este lugar una máxima de
informatividad en el intercambio, mientras que la relación
retórica no se limita forzosamente a la conversación (como
sucede en la retórica literaria, entre otras). El topos de can
tidad apunta más bien a generalizar lo verbalizado, y no a
sujetarse a cierta forma de pertinencia, lo cual puede repre
sentar dos tareas que son, por otra parte, contradictorias.
La máxima de manera, que propugna hablar con claridad,
descuida el hecho de que en retórica, muchas veces, el pro
pósito no es ser claro sino, al contrario, lo bastante ambiguo
como para manipular al adversario. En resumen, no deje
mos que la lingüística, en nombre de una supuesta preci
sión científica, reduzca la riqueza de los mecanismos retóri
cos a simples transacciones de lenguaje, que son, por lo de
más, tan sólo un aspecto de las cosas. La retórica exige un
enfoque más complejo, al que las «máximas conversaciona
les» prestan escasa ayuda.
Referir una respuesta a su sentido implica saber qué cosa
hace de ella una respuesta, y esto remite a las cuestiones
subyacentes. Se suele decir «Pero, ¿cuál es la cuestión?» pa
ra significar que no se comprende bien de qué está hablando
el orador, qué quiere decir, e implica preguntarse por el sen-
tidq,de sus palabras. El dualismo de la hermenéutica, como
referencia al sentido, y de la argumentación retórica, como
efecto sobre el otro, se explica por la relación que la discur-
sividad m antiene con la interrogatividad. Si bien, por un
lado, una respuesta se sitúa en relación con la cuestión que
ella resuelve, por el otro, plantea cuestiones diferentes de
esta última (de lo contrario se giraría en círculo, incluso en
un círculo vicioso). Lo que se halla en cuestión en la res
178
I
179
Es evidente que el propósito de estas m anifestaciones es
reforzar el sentimiento de comunidad y suprimir cualquier
distancia entre sus miembros, crear lo no problemático
gracias a la universalidad hueca de lo expresado. Discursos
como la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
por ejemplo, son textos marcadamente retóricos, dado que
su propósito es reunir a los individuos en un solo auditorio a
través de lo no problemático, pero sólo funcionan así porque
no son resolutorios. Mientras la ley positiva no los inscriba
en un derecho nacional, nada resuelven, pero apelan justa
mente al sentido de la distancia, que es lo emocional. Como
se ha dicho, la Declaración Universal de los Derechos Hu
manos es un buen ejemplo de ese tipo de textos; sin embar
go, ellos implican que los derechos particulares aferentes
puedan ser precisados, clarificados, codificados, para que
sea posible decidir en caso de conflicto. El derecho vuelve a
generar distancia, la conceptualiza y se esfuerza en admi
nistrarla de modo que permita decidir en un sentido y no en
otro. Esta relación entre nociones imprecisas y su trata
miento jurídico plantea en Perelman el problema del audi
torio universal. Este auditorio es, por supuesto, una ficción,
dado que constituye la traducción retórica de una razón hu
mana no retórica, la razón pura o el razonamiento de los fi
lósofos. Se trata de lo universal en cada uno, que no es nadie
en particular. Se trata del buen sentido o del sentido común,
que permite a cada cual elevarse por encima de sus intere
ses y comprender aquello que concierne a todo el mundo. La
distancia está en cada uno de nosotros, y esta es la condición
de posibilidad de cualquier uso de la retórica. Para Perel
man, el auditorio universal es un auténtico principio tras
cendental. Es verdad que somos capaces de superar nues
tros puntos de vista individuales y acceder a la comprensión
del punto de vista ajeno, pero todo el problema radica en sa
ber si una realidad de esta índole puede fundarse en una no-
ciói^tan borrosa e imprecisa como la de auditorio universal.
Nuestra capacidad inmanente de administrar la distancia
entre los individuos se debe más a nuestras múltiples inser
ciones en el tejido social, a la necesidad de adoptar estrate
gias de adaptación a los otros para convencerlos y obtener lo
que esperamos de ellos. La implantación histórica en una
comunidad y la participación en diversos grupos humanos
son lo que nos permite superar nuestros pequeños puntos
180
de vista individuales; en cualquier caso, nos obligan a ha
cerlo, aun si esta participación suele ser causa de conflictos
relacionados con otras cuestiones.
De todas formas, lo cierto es que toda respuesta, por ser
respuesta, es problematológica de otra cuestión que ella re
suelve y con relación a la cual es apocrítica. Incluso pala
bras de aspiración tan universal como el artículo 1 de la De
claración Universal de los Derechos Humanos («Todos los
seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y dere
chos») constituyen una afirmación que, aun cuando respon
dan a los problemas de la H istoria (la Segunda Guerra
Mundial y en particular los crímenes del nazismo), se pre
senta como universal por cuanto pretende excluir toda
puesta en entredicho, todo debate. Se dice que esta afirma
ción se basta a sí misma y que por eso remitiría a una razón
universal a la que ella haría referencia. En realidad, esta
clausura de lo universal no impide en absoluto plantear
cuestiones a su respecto, no por su pretensión de tal sino por
sus calificaciones posibles. ¿Qué quieren decir unos y otros
términos: igualdad, derecho, libertad, por ejemplo? Aquí, la
argumentación expresa una cuestión referida al sentido
concreto de las palabras, lo cual implica una equivalencia
con el proceder hermenéutico. El debate sólo puede girar en
torno a la interpretación, y por ello decía Richards, en su
Philosophy ofR hetoric, que la interpretación era una «teo
ría del malentendido (m isunderstanding)». En la vida coti
diana —agregaba el autor—, es el uso, la práctica codificada
y habitual de los vocablos, lo que regula las significaciones.
Para discursos como la Declaración Universal de los Dere
chos Humanos, la institución oratoria que fija las respues
tas aceptadas y aceptables es la instancia judicial, el de
recho en todos sus aspectos. Los discursos universalistas re
flejan una distancia máxima, pero no permiten negociarla.
Además, esa es su función: situarse por fuera de toda nego
ciación para generar un sentimiento de comunidad intangi
ble, dejando a otras instituciones (oratorias, como decía
Quintiliano) el cuidado de traducir los problemas, concretos
y de hacerse cargo de ellos. El ethos, las intenciones, el que
rer decir detrás de lo dicho, deben ser entonces calificados y
precisados por esas instancias, que transforman en cuestio
nes para alguien las problemáticas generales de las respues
tas universalistas. Esto resulta de su aspecto problema-
181
tológico negado, pero que es lo propio de toda respuesta, aun
de la que parece no serlo.
El hecho de que toda respuesta plantee igualmente una
cuestión, aunque se presente como si ya no tuviera nada de
problemática, confirma su aspecto retórico; es como si exis
tiera un p a th o s implícito, una intervención posible o su
puesta del interlocutor debida a una interrogatividad in
terna siempre presente, aun si corre por debajo. Si digo
«Este hombre es honesto», lo hago porque la cuestión se
plantea, pero sería raro, por otro lado, que se lancen pala
bras semejantes sin herir a la persona aludida. Ahora bien,
tomada literalmente, esta afirmación no estipula otra cosa
que el hecho de que cierto individuo es irreprochable. La
lectura problematológica permite comprender por qué, sin
embargo, ese individuo tiene derecho a ponerse furioso con
el locutor. Se suscita una cuestión, y más bien hiriente. Esto
fue lo que sucedió durante un debate electoral en Estados
Unidos, en el cual uno de los oponentes señaló cuán honesto
era su rival: el efecto resultó desastroso para este último,
pues ello quería decir que, pese al cumplido, la cuestión po
día plantearse. Las palabras del primero sembraron la du
da. Este ejemplo no deja de recordar la situación en la que
alguien me pregunta si iré mañana, y yo le respondo «Sin
duda». Tal respuesta implica, a todas luces, la cuestión que
ella niega: la cuestión (la duda) se impone y, por consiguien
te, mi respuesta es contradictoria. «Sin duda», lejos de que
rer decir que no hay ninguna duda, afirma, por el contrario,
que la hay.
El fenómeno de la negación en Freud es afín a este me
canismo problematológico. Si alguien me interroga: «¿Usted
tiene algo contra mí?», y yo le contesto: «No, nada», el diálo
go term ina ahí, dado que mi respuesta viene a cerrar el
cuestionamiento del otro. Él está satisfecho pues yo le he
respondido con toda franqueza, literalmente. A la inversa,
si dejpuenas a primeras le digo: «No tengo nada contra us
ted», sin que él me haya hecho ninguna pregunta al respec
to, la cuestión que no obstante ha de plantearse es la de por
qué le dije lo que le dije. «No tengo nada contra usted» afir
ma que la cuestión planteada no se plantea, lo cual es con
tradictorio. Esa afirmación se destruye entonces como res
puesta, y sólo queda la respuesta alternativa: «Tengo algo
contra usted». Por más que yo niegue mi hostilidad, esa es la
182
conclusión que mi interlocutor se ve llevado a extraer de mis
palabras, pues la respuesta que he dado no se sostiene.
En cuanto a los marcadores lingüísticos, como «además»,
«incluso», «ya que» o «pero», también los numerosos análisis
a que los sometieron Anscombre y Ducrot1 descuidan su as
pecto problematológico. Aun cuando estos autores no lo ad
vierten, ese aspecto explica, lo mismo que en la renegación
freudiana o en el análisis del sentido, por qué estos marca
dores son indicadores argumentativos. Si una mujer a la
que invito a dar un paseo me responde: «Hace buen tiempo,
pero está un poco fresco», es evidente que está confrontando
las dos respuestas posibles a la cuestión que le someto: «sí» y
«no». Mi interlocutora recurre a argumentos alternativos en
los que el «no» prevalece sobre el «sí», pues de lo contrario no
diría pero. «Hace buen tiempo» es un argumento para ir a
pasear; «está un poco fresco», para no hacerlo. Si prevale
ciera el «sí», la mujer no mencionaría siquiera el argumento
opuesto. Por lo tanto, prevalece el «no».
¿Qué sucede con los otros marcadores, «además», «casi» o
«incluso»? Ellos operan de la misma manera que «pero», ya
sea reforzando una respuesta para una cuestión con máxi
mo grado de problematicidad, ya invirtiendo una respuesta
que se creía poco problemática. «Tu novio —le digo a mi
hija— es muy poco inteligente, incluso no es amable»; en es
ta respuesta a la cuestión de saber si ella ha hecho una mala
elección, el marcador incluso refuerza el aspecto negativo de
esta última. Empero, yo podría decirle también a mi hija:
«Está muy bien tu amiguito, incluso (por lo tanto, se habría
podido pensar lo contrario, lo cual explica que haya cuestión
y alternativa) es muy inteligente». También aquí se refuer
za la respuesta positiva inicial, dado que la cuestión está
cargada de una fuerte problematicidad. Se puede conside
rar, asimismo, una cuestión menos «caliente», como: «¿Nos
vamos de viaje el mes que viene?», y dar como respuesta:
«No, no es posible; además, en esta época del año tengo mu
cho trabajo»; aquí, el marcador adem ás sirve para reforzar
la respuesta considerada, por cierto, muy débil y. muy poco
argumentada en su primera parte. «Tu amigo no es muy
simpático; adem ás, no me gusta» refuerza igualmente la no
183
problematicidad de la respuesta en cuanto respuesta nega
tiva. Esto ocurre, sin duda, porque tal vez tengo al comienzo
muy pocos argumentos y porque la cuestión presenta una
fuerte carga problemática o problematizante para mi inter-
locutora. Si le digo a mi hija: «Tu amigo es poco simpático;
tampoco es muy amable», mi expresión es menos problema-
tizante que si digo: «Tu amigo es poco simpático, y adem ás
(= encima) no es muy amable». E sta segunda aserción es
más fuerte porque, cuando la cuestión es presentada como
poco problemática, como si la personalidad del amiguito
fuera obvia, la respuesta, para imponerse como tal, con su
evidencia vista como evidente, necesita ser reforzada. La
gran diferencia entre incluso y adem ás estriba en el grado
de problematicidad de la cuestión suscitada. «Es inteligen
te, e incluso m uy inteligente» rem ite a una cuestión más
problemática, de respuesta menos evidente, que la que se
puede despejar en: «Es inteligente, y además ayer lo demos
tró». Aquí casi se confirma esta evidencia al dar sim ple
mente una razón suplementaria, a título de confirmación.
En el caso siguiente hay otro marcador, pero la misma
idea: cuando se dice que «Juan no es tan alto como María»,
literalm ente se debe poder concluir —cosa que no se hará
nunca— que Juan puede ser m ás bajo, pero también más
alto, ya que no tiene la m ism a estatura que María. Lo que
está en cuestión aquí es la idea de altura, y no de igualdad
matemática. Por consiguiente, se deduce que él no sólo es
también alto, sino que es sobre todo más bajo. Esta lectura
se verifica cuando lo que está en cuestión es, ahora, su baja
estatura. «Juan no es tan bajo como María» significa que es
más alto, pues lo problemático es la baja estatura. Ahora
bien, una vez más, literalmente, es decir, en un plano no ar
gumentativo, lo enunciado implica solamente que Juan no
tiene la misma estatura que María, y si no hay igualdad, él
es, por fuerza, o bien más bajo, o bien más alto. Con todo, es
ta alternativa sólo tiene sentido en el plano estrictamente
lógico, porque desde el punto de vista de la inferencia argu
mentativa no hay más que una única respuesta, que cada
cual deduce sin vacilar.
Así como hay marcadores que sitúan expresamente una
respuesta en relación con lo que se debe pensar de una cues
tión, hay, a la inversa, formulaciones que anulan cualquier
problematicidad de esta. Su finalidad es evitar toda relación
184
con el otro que pueda darle la sensación de que se desaprue
ban o rechazan sus elecciones o, peor aún, que se desaprue
ba o rechaza lo que él es. De la oración fúnebre a las fórmu
las de cortesía, del discurso sobre el estado del tiempo a las
expresiones más convencionales, el problema reside, sin du
da, en evitar todo problema. Aristóteles llamaba epidíctico a
este género de discurso. Su función es ser placentero, no
útil. Si debemos renunciar a hablar de géneros retóricos es
porque, contrariamente a la concepción de Aristóteles, las
nociones de distancia y problematicidad abarcan y explican
más que aquellos la elección del discurso adoptado, sin de
jarnos prisioneros de una categorización inamovible. Aris
tóteles enumera sólo tres, el jurídico, el epidíctico y el políti
co (en el que se delibera), como si la seducción, la publicidad
o la argumentación cotidiana resolvieran sus diferencias en
un género. La idea de género es demasiado estática y dema
siado amplia. Sirve para inmovilizar modulaciones de la
distancia entre los individuos, pero sin teorizarla.
Se ve a las claras que el logos es el lugar en el que se ex
presa la diferencia problematológica, con sus múltiples po
sibilidades. El logos es incluso la función del discurso en ge
neral. Respuesta problematológica para unos, apocrítica
para algún otro, la diferencia se desplaza entonces a la que
existe entre los individuos para una cuestión dada, que ellos
ven de un modo distinto. La cuestión puede recaer sobre lo
que está en cuestión: se trata entonces de volver a trazar, de
recuperar en cierto modo, el camino interrogativo, recons
truyendo, a falta de poder demandarlos, el sentido y la di
rección que el orador ha tomado y que incluso ha deseado.
Empero, la cuestión que el interlocutor detecta no pertenece
por fuerza al orden de la comprensión. El interlocutor puede
dirigir su atención hacia la respuesta en sí y juzgarla in
apropiada, inadecuada, falsa o carente de interés; en todo
caso, puede considerar que, aun habiendo comprendido la
cuestión, no puede hacer suya la respuesta ofrecida. Es aquí
donde la retórica coincide con la argumentación. La razón
de todo esto radica en que una respuesta es problematológi
ca y apocrítica, en que traduce tanto un aspecto-respuesta
como un aspecto-cuestión. Incluso como cuestión, ella res
ponde a una intención, a una voluntad, a una decisión. La
cuestión es una respuesta a un problema que perturba al lo
cutor: ella le permite formularlo, circunscribirlo, darle un
185
contenido comunicable. La pregunta «¿Quieres ir a pasear
conmigo?» responde a un problema que el locutor revela
implícitamente, incluso si sólo es cuestión, literalmente, de
dar un paseo. ¿Se trata de una orden, de un deseo que tal
vez no pueda ser confesado directamente? Esto no tiene ma
yor importancia: lo que hay en este caso es, para usar tér
minos de Searle, una especie de «acto de lenguaje», solapa
damente inscripto en lo explícito del discurso para orientar
lo en el sentido de su utilización, pues hablar no es más gra
tuito que el resto de nuestros actos; la cuestión que tenemos
en mente desborda sobre el problema al que responde el he
cho de expresarla —como lo literal remite a lo figurado— .
Esta dualidad apocrítica-problematológica inscripta en
la naturaleza de toda respuesta está también en la base de
una realidad muy simple: no respondemos a la cuestión que
expresamos porque expresar nuestro problema no alcanza,
por desgracia, para ofrecer su solución. Una respuesta plan
tea una o varias cuestiones, una multitud de cuestiones po
sibles, y remite a las que, siendo también múltiples, presi
dieron su enunciación, la cual es siempre respuesta a una
situación, a una voluntad. La forma sirve más o menos para
traducir aquello de lo que es cuestión, así como para enmas
carar el problema. Sin esto, la mentira y la manipulación se
rían imposibles. Los hombres prudentes no gustan de res
ponder a las cuestiones que les son planteadas, sobre todo
cuando tienen aire de inocentes.
Así pues, una proposición es respuesta, por aquello a lo
cual responde —directamente o no— , y a la vez cuestión, por
la interpelación que su enunciación provoca. Esto hace que,
considerada desde el punto de vista problematológico, toda
respuesta remita a una multiplicidad de otras que pueden
hasta traducir oposiciones. Para que la diferencia cuestión-
respuesta sea efectiva es preciso que los dos tipos de cuestio
namiento, aquel al que la respuesta responde y el que ella
suscka, difieran. Esta diferencia obra de tal modo que la in
ferencia, toda inferencia en general, es posible. U na res
puesta que promueve cuestiones llama a otras de las que
ella es el argumento: en virtud de esa respuesta primera,
otras se encadenan. Una respuesta que en cierto modo de
viene cuestión, pero sin dejar que esta última sea la cues
tión que ella resuelve, impide la formación de un círculo vi
cioso que socavaría a la inferencia y la tomaría inválida, fa
186
laz —que haría de ella, en suma, una no inferencia—. El
círculo vicioso que los ingleses llam an, acertadam ente,
«question-begging», postula a título de respuesta la cuestión
misma que se debe resolver. Si le pregunto a quien es sospe
chado del asesinato de su mujer: «¿Por qué mató usted a su
esposa?», caigo en un círculo vicioso, pues de este modo afir
mo —en todo caso, como respuesta implícita— lo mismo que
debo probar. La cuestión a resolver se ha transformado en
respuesta. Ahora bien, ¿se trata, en verdad, de una respues
ta? Sin duda, pero no a la cuestión planteada en ese tribu
nal. Formado el logos por cuestiones y respuestas, está en
su naturaleza suscitar cuestiones distintas de las que estas
últimas resuelven —diferencia problematológica obliga—.
La inferencia y el razonamiento en general han surgido de
esta realidad, de esta posibilidad. Así pues, el logos es cabal
m ente el lugar de la inferencia, del pasaje entre una res
puesta que remite a una cuestión y una respuesta que la re
suelve. De lo contrario, hay circularidad, y la inferencia no
tiene, en verdad, nada de circular.
Por consiguiente, una respuesta es respuesta en relación
con cuestiones nuevas, pues las que se han resuelto desapa
recen una vez que lo han sido; y esto hizo pensar muchas ve
ces que no había respuestas, que sólo había proposiciones.
En realidad, la respuesta, para ser tal, debe remitir a cues
tiones distintas de las que ella resuelve, ya que estas últi
m as desaparecen. Y sigue siendo, por lo tanto, respuesta.
Tal dualidad de lo apocrítico y lo problematológico, dualidad
inherente a la naturaleza del responder, lo vuelve inferen
cia!; en efecto, resolver una cuestión no se reduce a expre
sarla, aun cuando en los dos casos se está en el ámbito del
responder.
Argumentar es inherente, pues, a la naturaleza del dis
curso, de su empleo y de su contextualización intersubjeti
va. El logos sirve para cuestionar y para responder; incluso
expresar una cuestión significa ya responder a un problema
anterior. Lo que varía es la inmanencia de la cuestión re
suelta y la presencia inferible de aquella que se plantea.
«Napoleón perdió en Waterloo» es literalmente una afirma
ción sobre Waterloo o sobre Napoleón, pero esto plantea la
cuestión de saber por qué se lo dice y, en consecuencia, a
quién. Puede querer sugerir, a título figurado, que todos los
dictadores terminan, tarde o temprano, derrocados. O que
187
Waterloo es un sitio peligroso para librar batallas, o quién
sabe qué otras cosas más. ¿Qué cuestión se plantea aquí? Se
trata de una cuestión de múltiples sentidos, pues el sentido
es múltiple en sí mismo y abre cuestiones. Es así como en
tramos en el campo del pathos, del auditorio. Surge enton
ces la pregunta: ¿Qué podemos decir del pathos?
188
se volverá a hablar de las pasiones en retórica, pero ya no en
el marco de esta o, en todo caso, de manera subsidiaria. Y en
el siglo XX, ni Toulmin ni Perelman las invocarán para ex
plicar lo que ocurre por el lado del auditorio cuando este ad
m ite o rechaza una idea, cuando vota por un candidato o
compra un producto, cuando se enardece en política o cuan
do se abandona a las disparatadas intenciones de un tirano
vociferador o simplemente de mucha labia, de ideología con
vincente. Perelman justificará esta posición de repliegue
oponiendo lo racional a lo razonable, el razonamiento obli
gatorio que encontramos, por ejemplo, en las ciencias duras
—y que no puede sino tener la conclusión que tiene— al
razonamiento probable o verosímil. Ya no estamos en el len
guaje de la pasión. De todos modos, lo razonable quiere que
evitemos llevar cierta postura hasta sus últimas consecuen
cias, y que paremos. Esas consecuencias son demasiado
numerosas y, a menudo, nefastas. Ser razonable es, por lo
tanto, abstenerse de perseguir todas las consecuencias de
una postura, de una tesis, de una premisa, pues estas lleva
rían más allá de. . . lo razonable. En tanto que lo razonable
modera el espíritu, el cual se niega a llegar hasta las conse
cuencias extremas, a veces, ciertas pasiones nos incitan a
hacerlo. La pasión no es, entonces, sino lo irrazonable de la
racionalidad, su perversión, en suma. La justificación retó
rica para contenerse y moderarse es lo razonable. La racio
nalidad ignora este ethos: las consecuencias se deducen de
las premisas, hasta la última si es posible, aunque esto no
es forzosamente lo que conviene cuando debemos afrontar
los problemas prácticos de la existencia o de la vida en socie
dad. Hay una pasión en lo razonable: la pasión de actuar y
saber detenernos y explicarles a los otros por qué lo hace
mos. Argumentar es razonable porque es razonable argu
mentar, en especial para defender lo razonable. Empero,
esto no es todo. Ajuicio de Weber, la racionalidad absoluta,
que se atiene a los fines y que no tiene en realidad un fin úl
timo, desplaza cada fin hacia otros y así sucesivamente, lo
cual precipita al actor social en una cadena infinita, por más
que, en su afán de ser absolutamente racional, persiga el or
den; y esto, en el plano humano, es contrario al hombre ra
zonable. El hombre totalmente racional se abandona así a lo
que Weber llamó «ética de convicción», que es la del hombre
que quiere llevar sus creencias hasta el extremo y vencer
189
cualquier resistencia a su aplicación. Para ejecutar sus de
signios, en todo caso, si tiene la posibilidad o, mejor aún, si
se le ordena hacerlo, esto no puede sino conducirlo al extre
mo de matar, asesinar, torturar, como un buen alemán bajo
el nazismo. Lo opuesto al razonable es sin duda el fanático
psico-rígido. En cuanto a la ética de responsabilidad, ella
responde a una cuestión precisa y se detiene únicamente en
las respuestas que la resuelven, aun cuando sepa que hay
otras posibles. Esta ética es razonable. Una moral racional
que llega hasta el extremo de sus principios es, con frecuen
cia, inhumana. Produce maníacos, jefes de bajo rango y, a la
larga, asesinos, cuando el contexto político lo permite. Los
valores trascienden el formalismo de la moral racional ca
racterístico de la ética de convicción. En tanto que la cultura
se arraiga en valores, algunos m ás incondicionales que
otros, la civilización prefiere asentarse sobre lo razonable.
Tbda sociedad equilibrada buscará las dos, cultura y civili
zación, porque son complementarias; en efecto, una suele
ponderar a la otra por el sentido que da a los actos y a las si
tuaciones complejas. La racionalidad del hombre conven
cido reside en su aspiración a validar las consecuencias últi
m as de sus premisas. En el fondo, él suscribe el ideal inal
canzable de una racionalidad total. En cuanto al carácter
razonable del hombre responsable, se asienta en la plura
lidad de respuestas problemáticas que pueden surgir como
respuesta a una misma cuestión, lo cual conduce a la tole
rancia de puntos de vista diversos. ¿Cómo llegar hasta el fin
si las respuestas se dividen en múltiples subrespuestas y
subcuestiones, unas más contradictorias que otras? La ra
cionalidad del hombre razonable radica en la problematici
dad consciente de sus respuestas. La racionalidad del hom
bre convencido radica en la naturaleza de la racionalidad
misma de su racionalidad. Ella es infinita, coercitiva e im
posible de fundar, de fundarse. Presupone también una pa
sión* la de empeñarse en cultivar lo racional puro; una pa
sión que no tiene nada de racional: cada cual la decidirá. En
última instancia, conduce a obedecer hasta el fin las órde
nes que hay que ejecutar, lo cual implica una jerarquía de
consecuencias y puestas en práctica que evoca una impe
tuosa sucesión de conclusiones lógicas. Contrariamente a lo
que se podría pensar, en el hombre cuya pasión es no tener
pasiones, la obsesión de la racionalidad pura no deja de cau
190
sar placer: el de acomodarse a todo y continuar sin hacerse
demasiadas cuestiones. La regla de «los principios contra
las consecuencias» va a revelar, sin embargo, una pasión sin
fin en la que se siente culpa por no poder llegar al final, por
que no hay final: así surge el culto de la muerte, que detiene
el proceso (finalmente): una muerte infligida a los demás.
En materia práctica, la racionalidad total sólo puede llevar
a perseguir el poder absoluto y a aplicarlo. Es preciso susti
tuirla por la retórica de lo razonable, que alimenta la armo
nía entre la cultura y la civilización. En realidad, la pasión
enceguece al hombre de las convicciones absolutas, quien
no advierte que debe detenerse y limitarse, moderarse y ac
tuar en consecuencia. La pasión es razonable cuando rein-
troduce el equilibrio. Por otra parte, la pasión de ir hasta el
final, más allá del precio, suele conducir al mal: no se ocupa
de las consecuencias. La pasión es, por lo tanto, ambivalen
te. Si se ignora cuáles son las razones enjuego, puede ser
negativa en el plano ético.
No cabe ninguna duda de que hay una lógica de las pa
siones, una razón de las pasiones, que las vuelve em inen
tem ente movilizables por todos aquellos que se esfuerzan
en persuadir a los otros. Jugar con los temores o hacer titi
lar esperanzas es una vieja astucia de político, sea demócra
ta o no. Argumentar sin hacer uso de las pasiones es olvidar
que un argumento, por más justo que sea, debe primero
impactar. La pasión tiene, por cierto, un papel restringido
en muchas situaciones que se consideran racionales y en las
que no es admisible dejarse guiar por elementos tan subjeti
vos, pero en muchos casos, que son seguramente más nume
rosos (aunque no más importantes), la pasión y las emocio
nes activadas cumplen un papel capital en las reacciones
del auditorio. ¿Se puede establecer de manera más precisa
cuándo las pasiones desempeñan un papel crucial y cuándo
no son determinantes de la adhesión que atribuimos a las
respuestas brindadas?
En virtud de la definición de la retórica aquí propuesta,
la respuesta a este interrogante no padece de ninguna am
bigüedad. Cuanto mayor es la distancia entre los indivi
duos, menos interviene la pasión en el acuerdo o en el desa
cuerdo. Por otra parte, la pasión es más fuerte cuanto más
débil es la distancia. Así se explica el hecho de que la aplica
ción del derecho descanse sobre un formalismo y una cierta
191
puesta en escena consagrada por la exterioridad de los jue
ces respecto del conflicto a juzgar. Esto permite volver a ins
talar distancia, lo cual desapasiona el conflicto. La alta pro
blematicidad es igualmente un factor de intensidad en la
pasión: una ratería no provoca el mismo repudio que un
robo con violencia, ni un robo con violencia, tanta repugnan
cia como un asesinato. Por otra parte, reaccionamos inten
samente frente a los problemas que nos plantean los seres
queridos, a los que tenemos cerca, y somos más indiferentes
a los otros, que están lejos, aun cuando sus dificultades sean
más graves y hasta catastróficas, como cuando padecen el
hambre o la guerra. En estos últimos casos reaccionamos
incluso con menos violencia que si nuestro hijo, por ejemplo,
se ha caído en la escuela o ha sido golpeado, o si un pariente
cercano está ligeramente enfermo.
Antes de hablar de las diferentes pasiones, veamos cómo
opera la pasión. Esta nace siempre de una cuestión que nos
impacta directa o indirectamente por un rasgo que evoca, o
porque nos recuerda un deseo o un temor radical. La res
puesta en la cual deriva es una repiesentación que nos
afecta por su carácter sensible, corporal incluso, en virtud
del placer o el displacer que proporciona. Esa proximidad, al
ser corporal, es sinónimo entonces de vivencia más intensa
y, por lo tanto, de pasión. Lo que más nos conmueve es siem
pre muy particular, en cierto modo ejemplar, y rara vez se
trata de las ideas generales, porque lo propio de la generali
dad es consagrar la distancia, lo cual disminuye el afecto. Si
se amplifica (mediante ornamentos lingüísticos) una idea,
ejemplificándola para que impacte al individuo, es con el fin
de hacer nacer o renacer la pasión. La belleza anula el as
pecto corporal de la pasión, intelectualizando el sentimien
to. Ella recrea a la vez distancia y placer. Podemos respon
der ahora a la cuestión que planteaba Cicerón cuando escri
bía: «Es difícil explicar por qué los objetos que rozan más
gratamente nuestra sensibilidad y que hacen sobre ella, en
primera instancia, la impresión más profunda son, igual
m ente, los que más rápidamente provocan una suerte de
asco y saciedad que nos aparta de ellos».2 Respuesta: por
que la proximidad corporal impide ser uno mismo, negociar
una distancia que no existe, y porque la invasión de lo cor
192
poral suele generar las pasiones más vivas, tanto negativas
como positivas.
Ese quien que se halla en cuestión plantea la cuestión
que afecta al auditorio, y la pasión encuentra allí entonces
materia de objetivación. Un enamorado transido hilará siem
pre argumentos para decir que su elegida es la más bella, la
más amable, entre otras ponderaciones, convirtiendo cuali
dades subjetivas en atributos propios de la persona. La pa
sión transforma la cuestión subjetiva y la modula en sensa
ción y juicio, que hacen de la pasión una respuesta en la que
se mezclan lo afectivo y lo subjetivo. La alteridad, la simple
presencia del otro, interroga e interpela a los individuos. El
otro que surge ante nosotros es portador de la cuestión más
fundamental que pueda concebirse: ¿Apelará él a una forma
de violencia, o a la moral? ¿Golpeará o hablará? ¿Decidirá
ignorarnos, despreciarnos, o reconocernos? ¿Nos impondrá
alguna pequeña humillación para sentirse superior, o nos
tratará como iguales? Todo esto permite comprender que la
pasión no involucra únicamente el placer o el displacer, sino
que es también una reacción de puesta a distancia o de acer
camiento respecto de aquello (o de aquel) que se identifica
con el problema. Hay, pues, algo físico en la respuesta pasio
nal. El cuerpo está implicado, es puesto en acción, es puesto
incluso en movimiento a fin de administrar la distancia. De
entrada, esta es física, al menos en parte, y por lo tanto es
normal que la pasión se muestre a través de una gestuali-
dad y de unas mímicas que revelan el estado emocional en
el que nos sumen tanto la cuestión como el otro que preten
de ser su respuesta; es decir, las dos dimensiones, ad rem y
ad hominem, casi siempre mezcladas.
Una pasión es, pues, un sentimiento de placer o displa
cer que se expresa corporal e intelectualmente. Es una res
puesta subjetiva (placer-displacer) a un problem a objetivo
provocado por la presencia del otro, pero que puede identi
ficarse con el otro mismo, como en el amor o el odio. La pa
sión transforma la alteridad en subjetividad, lo cual se tra
duce para el otro en un distanciamiento que puede tender a
cero o, por el contrario, ser «infinito», como cuando no se
puede ver a alguien ni «en pintura», o como cuando no se
puede regresar a ciertos lugares traumáticos. Se explica así
una idea que debemos a Santo Tomás de Aquino, según la
cual la evitación o el acercam iento es la característica
193
propia del movimiento pasional. La evitación o el acerca
miento, tanto del Bien como del Mal, simbolizan en Santo
Tomás la dificultad que un ser inmerso en los placeres y los
dolores sensibles debe afrontar para alcanzar lo que la reli
gión cristiana prescribe y eludir lo que ella proscribe. No
obstante, la idea de base es correcta: la pasión es la manera
en que nos afecta la distancia entre los seres y las cosas. Es
ta idea puede ser generalizada sin que ello implique suscri
bir la doctrina tomista en su conjunto.
¿Cómo explicar que la pasión sea algo que se expresa fí
sicamente y que a la vez traduce un movimiento del alma
frente a un objeto, se trate del individuo mismo, del Bien,
del Mal o de otro ser, humano o divino? Semejante compleji
dad del fenómeno pasional no dejó de sorprender a los fi
lósofos desde el Renacimiento, cuando el hombre de carne y
sangre volvió a ocupar el primer plano y cuando el oprobio
arrojado por el cristianismo sobre las pasiones, concebidas
como la cabal expresión del pecado original, comenzó a di
luirse. Es sobre todo en el siglo XVII cuando, con Descartes
y Spinoza, el análisis de las pasiones experimenta un resur
gimiento sin precedentes, para culminar, con Hume, en el
siglo siguiente. Esta apropiación del campo pasional por los
filósofos, y pronto por los psicólogos, no permitió su reinte
gración a los estudios retóricos, sino todo lo contrario. Sin
embargo, aunque evidentemente las pasiones no se reduz
can a la retórica, la retórica no puede ignorar el impacto del
discurso sobre el otro; este es incluso, en algún sentido, uno
de sus objetos. ¿Cómo explicar que el efecto del discurso
pueda ser pasional, sino apelando una vez más a la noción
de distancia, de diferencia entre los individuos, a aquello
que los problematiza y que el Prójimo reaviva, exacerba, nu
tre o niega?
Una pasión es, por lo tanto, un juicio sobre la diferencia o
la distancia entre los individuos, y se manifiesta físicamen
te (pues la noción de distancia, es decir, de relaciones espa
ciales, tiene su raíz en el cuerpo) y mentalmente (pues la di
ferencia es social o psicológica, local o institucional). Hay en
la pasión un aspecto reactivo que la asimila a algo que se su
fre, que se padece. Las pasiones reflejan la distancia y ha
cen saber al otro lo que se piensa de él. Por consiguiente, la
pasión es tam bién una comparación con el prójimo. Planta
da sobre el sí mismo, y por ende sobre el cuerpo, la pasión es
194
alegría, gozo, placer o, a la inversa, dolor, repugnancia, dis
placer. El amor quiere abolir la distancia; el odio, crearla. Se
la objetiva mediante un juicio que pone cerca al ser amado y
lejos al detestado (paralelamente, que acerca lo que se ama
y aleja lo que se detesta). Para actualizar esta distancia mo-
dulable está la imaginación: ella alim enta un deseo que
quiere abolir la distancia con el ser amado (o con el objeto
que se quisiera tener, es decir, poseer). La ira, por su parte,
es repulsa de una distancia abolida. Puesto que la relación
retórica es una negociación con el prójim o, una distancia
que se aspira a concertar, dicha relación está forzosamente
teñida de pasionalidad. También sucede esto cuando se pre
tende avergonzar al otro: se instila entonces una distancia
hacia uno mismo que es como un desnudamiento (del cuer
po), como una mirada impúdica que deviene conciencia de
sí, distanciamiento respecto de sí, pues fue primero mirada
del otro, o que es como una mirada del otro que se desdobla
en la relación de la conciencia consigo misma. Esperanza,
temor, desaliento, etc., traducen lo que se siente en y de la
distancia social (se explica aquí el papel de la envidia, que
no la admite). Mientras que el amor pretende suprimirla y
el odio instalarla (pues se dirige a personas próximas y se
mejantes), la calma, por su parte, es esa respuesta —¿se
trata por ello de una pasión?— indiferente a la diferencia,
en tanto que la ira, por el contrario, postula dicha diferencia
como nefasta. La benevolencia, que es una forma de amor,
se esfuerza en llenarla. Cuando se causa indignación en el
otro resulta claro que se ha burlado una distancia, que se ha
pisoteado una diferencia, a veces hasta el extremo del asesi
nato; pero no respetar el cuerpo es suficiente para provocar
la ira. Se alimentan las pasiones planteando alternativas y
amplificando el espectáculo de los contrarios —imposibles o
deseables—, o minimizándolos. Esta evocación de la alter
nativa agudiza el problema, al mismo tiempo que la pasión
se muestra como una buena respuesta —lo cual elimina los
problemas— y hasta como una respuesta satisfactoria. La
pasión es mucho más fuerte cuando las alternativas nos
tocan de cerca (distancia) o cuando se imponen por sí m is
mas. La amplificación bosqueja un espectáculo de lo que su
cedería si prevaleciera cierto estado de cosas capaz de des
pertar, por ejemplo, indignación, vergüenza o atracción. Un
buen rétor sabe transformar un valor más objetivo, más ex
195
terior y, por lo tanto, más distante en pasión. Surge así la
idea de pintar, contar, volver vividos y próximos, valores que
es preciso poner en escena para obtener ya sea el favor (o la
absolución), ya sea la condena de los individuos. Esta es una
de las funciones a que apuntan las figuras retóricas: bosque
jar cuadros alternativos, correspondencias, ficciones. Am
plificar una m asacre sum inistrando detalles horrorosos
provoca más las pasiones de ira y odio (al jugar con la proxi
midad física de los individuos) que el simple hecho de decir,
fríamente: «Hubo una masacre en tal o cual sitio», sin abun
dar en precisiones. Y cuanto más se evoca la problematici
dad de cuestiones concretas y específicas, forzosamente
sórdidas en este ejemplo, más próximos nos sentimos del
otro a causa del horror de esos detalles que nos erizan la
piel. Esto explica el hecho de que la imagen sea la más fuer
te de las figuras retóricas: ella hace ver, suplantando a la
imaginación convocada por el discurso. La pasión proble-
matiza al otro, y la retórica, al poner en primer plano res
puestas siempre problemáticas, alimenta las pasiones. ¿Y si
la pasión fuera la expresión subjetiva de un valor, un juicio
implícito m odulado según el eje del placer o del displacer?
Si, por ejemplo, debo provocar la ira por un crimen cometido
contra un niño, pintaré lo que habría hecho la víctima si hu
biese vivido, el horror del acto que se produjo, y recordaré
así todo lo que no es: un destino, valores intangibles que ya
no tienen vigencia, lo que habría podido ser. Al mismo tiem
po, lo que fue se enlaza con lo pasional en calidad de valores
transgredidos, de valores por esto mismo reafirmados. Este
razonamiento vale, además, para todas las pasiones, pues
la esperanza, al igual que el temor, sólo tiene sentido con re
lación a determinadas alternativas (lo que habría podido no
ser, y que produce desaliento, o lo que puede ser y uno no
quiere que sea, como en el caso del temor, o uno sí quiere
que sea, como en el caso de la esperanza). La retórica, al po
ne», en primer plano respuestas que pueden siempre ser in
terrogadas y, en consecuencia, ser problemáticas, juega con
tales alternativas y provoca así emociones en el auditorio.
Cuanto más fuerte es la distancia, y más débil entonces la
pasión, más se debe reforzar la segunda para suprimir la
primera; en este caso, la pasión puede transformarse en
compasión. Disminuir la distancia o reavivar las pasiones
es, por lo tanto, lo mismo, y esto un buen orador lo sabe per
196
fectamente. La ficción, la narración, la evocación de situa
ciones que podrían ser las nuestras y afectarnos, suscitan
una impresión de acercamiento, de comunidad e incluso de
fraternidad. El amor es una pasión fuerte pues supone pro
ximidad; el odio también, en cierto sentido. Cuando la pa
sión es débil, hace falta más imaginación para alimentarla,
lo cual lleva a decir que la estética da el espectáculo de la pa
sión por medio de la distancia, pues para suplir a la pasión
débil debe apoyarse en la imaginación. El placer estético es
siempre intelectual, incluso cuando se vale de lo sensible y
de la sensibilidad. El arte, en el fondo, es pasión generada
por la mera imaginación, ya que su objeto último es la dis
tancia y su enigma. Una distancia débil, en cambio, da lu
gar a una pasión fuerte, sea de amor o de rechazo, de placer
o de displacer, y lo posible ya no es tributario del intelecto
sino del deseo (o de la aversión, como movimiento reactivo).
La intelectualización se arraiga siempre en la puesta a dis
tancia, la cual no excluye, con la representación de alterna
tivas, una implicación que elimina esa distancia y la vuelve
sensible, como sucede en el arte. Y en este proceso está ya la
retórica.
La pasión más fuerte no es quizá tanto el deseo, como
pensaba Spinoza, sino el temor. Uno puede vivir con sus de
seos, modulándolos, canalizándolos, hallándoles otras ex
presiones, pero es difícil y hasta imposible que pueda aca
llar sus temores. Los regímenes totalitarios lo entendieron
m uy bien: un campo de concentración en el que reina el
miedo cotidiano, en el cual el pavor de la muerte es constan
te, lo mismo que el hambre, la humillación o la tortura, es
muj^ro más eficaz para dominar a los hombres que la pro
m esa de un aumento de salarios y de ventajas sociales.
A ristóteles —siem pre A ristóteles— tenía una visión
muy fina de la lista de las pasiones y de la definición que era
posible darles.3 Para él, la pasión es aquello que los hom
bres comunican de sus relaciones, y también ella es rela
ción; para Santo Tomás, en cambio, la distancia es percibida
con relación a un objeto, el Bien o el Mal, detrás del cual se
ocultan Dios o el pecado. Pero en Aristóteles, como en Santo
197
Tbmás, la pasión se deja resumir en un juicio referido a una
distancia, también vivida por cada cual en su propio cuerpo.
La pasión, intersubjetiva en Aristóteles, exhibe ante los pro
tagonistas los malentendidos de la relación social y psico
lógica, así como los disgustos, acuerdos y desacuerdos que
de ella resultan. La pasión es una suerte de imagen de sus
sentimientos recíprocos y de los desajustes a que dan lugar.
Ella refleja lo que somos y sentimos respecto del otro. Le
significa a este otro lo que pensamos de él (ira, odio, despre
cio, etc.), pero además responde a lo que el otro piensa de no
sotros. Y es en este desajuste posible, en esta sobrepuja dia
léctica, en esta diferencia, donde la pasión se expresa y don
de desempeña a pleno su función de marcador de distancia
y hasta de modulador retórico. La pasión traduce lo que yo
siento y pienso del Prójimo, y le informa de lo que pienso
respecto de lo que él piensa de mí. Por ejemplo, si no me gus
ta lo que piensa de mí y se lo hago saber, reacciono, lo expre
so con mi cuerpo, con mis gestos, con mis palabras, hacién
dole leer en mi rostro las emociones que vivo y padezco. La
pasión se hace así retórica; ella indica que cada cual, en la
relación que mantiene con el Prójimo, estima, aprecia y re
chaza. Pero Aristóteles complejiza el mecanismo, pues la
pasión, al ser intersubjetiva, depende de la posición relativa
de los protagonistas: ¿el otro es inferior, superior o igual a
nosotros? Las pasiones no son las mismas según que nos di
rijamos a un inferior (menosprecio, benevolencia), a un su
perior (ira, vergüenza, emulación) o a un igual (amor y odio
son siempre recíprocos, como la igualdad), mientras que la
compasión, a la inversa de la benevolencia, que se dirige a
un igual, está reservada a un inferior. En verdad, no todas
las pasiones están socialmente definidas, ya que para Aris
tóteles la calma es también una pasión, lo cual, del roman
ticismo en adelante, puede parecer extraño. La calma es la
pasión antipasión; ella desactiva la hostilidad, recrea la
distancia y desapasiona la relación con el prójimo. Sin em
bargo, Aristóteles advirtió muy bien que muchas pasiones
son, en realidad, juicios referidos a la distancia social y, por
lo tanto, juicios de comparación entre las personas. Por un
lado está la cuestión en sí, que hace o no vibrar el corazón y
la mente, pero por el otro está la relación de identidad con el
prójimo que la pasión traduce. Es verdad que, para Aristóte
les, todo esto debe resumirse finalmente en juicios, en logos,
198
e incluso en una racionalidad susceptible de ser idealmente
capturada en entimemas. Da igual. También se puede po
ner el acento —como lo hacemos nosotros— en lo que la pa
sión significa en términos de distancia con el prójimo. Ira,
amor, odio, envidia, y todas las dem ás pasiones, son res
puestas a problemas que muchas veces se plantean en tér
minos de distancia social. Aprobamos lo que el otro dice o
hace, lo sufrimos, queremos suprimir la distancia que nos
separa o simplemente disminuirla.
Retórica, es decir, ethos, pathos, logos. La pasión conlle
va su parte de ethos en la sensación de placer y displacer
que le está asociada y que es a menudo corporal. Empero,
hay también un juicio objetivante que es tributario del logos
y que puede formarse retóricamente por asociación, aunque
las más de las veces lo es por identidad, en que la diferencia
entre lo que abre una cuestión y la respuesta ha sido supri
mida (estamos celosos porque el otro hace esto o aquello, y
vemos así al otro porque somos celosos; en síntesis, se gira
en redondo, con el convencimiento de tener un argum ento
válido). La pasión es entonces, ante todo, respuesta a una
cuestión, a un problema que surge en el exterior. Por último,
está el pathos propiamente dicho, lo que se llama, stricto
sensu, la pasión, que es la impresión problematizante que
causa el otro en uno y que está ligada a la distancia. Se trata
del otro como uno mismo, de una diferencia tanto consigo
mismo como con los demás, que se manifiesta en un cuestio
namiento que nos esforzamos por superar. Al estudiar las
pasiones, siempre se puede poner el acento en uno u otro de
los tres componentes, y así se hizo en numerosas oportuni
dades. Pero los tres están presentes en lo que se suele lla
mar «pasión»: el problema (el otro, la distancia que lo vuelve
más o menos problematizante), la respuesta subjetiva de
placer o displacer, la modulación de esa respuesta en un jui
cio de ira, odio, amor, etc.: pathos, ethos y logos, respectiva
mente.
Hay en las pasiones una síntesis de estos tres elementos
en la que se conjugan, por ende, el placer (o el displacer), la
respuesta modalizada como respuesta particular y una dis
tancia enjuego. La pasión suprime lo que nos opone a noso
tros mismos, aquello en lo cual se borra lo problemático,
aquello que procura placer. ¿Se trata de una solución, iluso
ria o fácil, para los problemas de la existencia? ¿Constituye
199
una manera de transformarlos en placeres? No cabe duda,
pero la pasión es también asunción de la distancia con el
prójimo, sea para disminuirla o para vivirla, si esto se justi
fica a nuestros ojos: así sucede en la ira o el odio, o, de un
modo más simple, en el temor. Ethos, logos y pathos entra
man la pasión en su dimensión retórica, pero también en su
vivencia más intensa. Se pasa de la cuestión, que plantea
problemas, a aquello que la borra, la resuelve, la suprime, y
esto es lo más atractivo que la pasión ofrece. Ella focaliza
desfocalizando: podemos así hallar placer en una ira consi
derada justa (por nosotros). La ira, que no resuelve nada,
proporciona sin embargo un sentim iento de placer, pues
crea en nosotros la impresión de que podemos poner a dis
tancia lo que nos afecta, como si de esa forma lo dominá
ramos. El hecho de poder entrar en cólera tranquiliza sobre
el poder que se tiene frente a lo enojoso. Una distancia que
disminuye es una distancia que habría tenido que ser más
grande, por razones sociales o por razones psicológicas. Pro
ducen este efecto las confianzas excesivas, las usurpacio
nes, las violaciones de nuestros derechos. Al reaccionar con
la violencia del afecto, tenemos la sensación de devolver las
cosas a su (justo) lugar, de desproblematizar la situación,
por lo menos a nuestros ojos. Recuperar mediante la pasión
la distancia que nos conviene es un medio de defensa o de
realización de sí bien conocido desde que los hombres viven
en grupos. Cuando la distancia es dem asiado débil, la pa
sión es útil, así como son útiles los valores cuando la distan
cia es demasiado fuerte. De modo que podemos reaccionar
con pasión contra alguien que debería mantener sus distan
cias y, si exageramos, recuperar el sentido de los valores que
se requieren para que se establezca una distancia justa.
¿Cuáles son, en el fondo, las respuestas pasionales bási
cas ante el planteo de un problema? Se espera una respues
ta negativa o se espera una respuesta positiva; se tiene más
temortuando lo probable es la respuesta negativa y se tiene
más esperanza cuando lo probable es la respuesta positiva.
En este último caso, nos desazona no tener esa respuesta
positiva, así como en el primero nos desazona la posibilidad
de obtener sólo una respuesta negativa. Mientras que la es
peranza y la desazón atañen sobre todo a las respuestas, el
temor concierne tanto a un problema como a su resolución.
El temor es la pasión primera; las otras no derivan de ella,
200
sino que la modulan. En cualquier caso, ella entra en la
composición de todas las demás, tanto del amor como del
odio. Estas dos pasiones son maneras de resolver la distan
cia así como el temor que esta inspira, y podemos burlarnos
de una de ellas (en el caso del odio), o eliminarla (mediante
el sentimiento de amistad o de amor). Las pasiones quieren
responder a nuestros temores, que son el sentimiento pri
mero, inspirado por la distancia entre los individuos y por
las cuestiones que ella determina. Cuanto más problemáti
ca es una cuestión, más prevalece el temor sobre la esperan
za, y cuanto menos lo es, más tiende la esperanza a sustituir
a los temores, que no tienen razón de ser. La desazón, en
cambio, será más fuerte si la respuesta a una cuestión fuer
tem ente problemática es negativa, en tanto que una cues
tión poco problemática no tendrá este efecto. Dado que el
amor y el odio tienen por objeto expreso la distancia, duran
te mucho tiempo estas dos pasiones fueron consideradas los
afectos primeros (la vergüenza es odio a uno mismo, la envi
dia es odio al otro, etc.), en tanto que el temor, al igual que la
esperanza y la desazón, se focalizan de manera más visible
tanto en la diferencia problema-respuesta como en la dis
tancia que el problema genera. Este punto de vista, que es el
más adecuado para comprender el fenómeno pasional, in
tegra, de todos modos, la distancia por la fuerza de las pasio
nes experimentadas (el amor es una distancia demasiado
fuerte que se quisiera suprimir, y el odio, una distancia de
masiado débil que se quisiera amplificar).
Las pasiones son puestas a distancia de lo problemático
en lo que este tiene a veces de irreductible, lo cual explica el
carácter ilusorio que se atribuyó a aquellas desde el princi
pio de los tiempos. Nada se resuelve con la ira o el odio. El
amor no permite suprimir verdaderamente la distancia con
el otro. L a pasión es a la retórica lo que el valor es a la argu
mentación: aquello que la moviliza como un término, como
un criterio de apreciación. Ensalcen ustedes mis pasiones o
adhieran a mis valores y obtendrán mi simpatía. Pero con
esto no alcanza. Los valores, las posiciones sociales respecti
vas, la respuesta que nos pone en cuestión, orientan las pa
siones en un sentido más que en otro. El orador hábil se es
fuerza generalmente en servirse de esto.
La pasión es fuerte en la medida en que la distancia con
el otro es débil. Es una manera de afrontarla y, por lo tanto,
201
de «controlar la situación», como se dice. Las grandes pasio
nes —se trate de la búsqueda de placeres, honores y poder, o
de riqueza— son la respuesta a una distancia considerada
demasiado débil y percibida como amenazante. Estas pasio
nes, que muchas veces invaden la vida de los individuos
hasta el punto de someterla y dominarla por completo, refle
jan así una distancia consigo mismo que es preciso vencer,
como si fuese otro quien nos pone en cuestión. Nos tranqui
lizamos, llenamos un vacío, tenemos la impresión de existir
plenamente, gracias a los honores, el poder o la riqueza, y
experimentamos la sensación de que estas pasiones nacen
del temor a un otro demasiado próximo y a menudo indeter
minado, impreciso, al que de ese modo respondemos. Estas
grandes pasiones son formas de dominación: lo que el amor
no es, lo es el placer; lo que el sentido del otro no es, lo es el
poder, lo que el oficio o la profesión no son, lo es el afán de ri
quezas. Puede resultar paradójico, pero estas pasiones
reequilibran la distancia para nuestra ventaja, porque sur
gen desde el suelo del temor y de la angustia personales. Y a
veces, en casos muy concretos, la pasión es violenta porque
una distancia demasiado debilitada genera reacciones no
controlables, en tanto que la riqueza, el poder o el encanto
ponen al otro a distancia, permiten tomar de nuevo las rien
das de la situación o, en todo caso, nos hacen pensar que las
tomamos. Las grandes pasiones apuntan a recuperar cierta
distancia respecto de uno mismo cuando esta es vivida como
inquietante porque refleja una excesiva proximidad del
otro, que nos pone fuertemente en cuestión. Nos abandona
mos a estas grandes pasiones para dejar de ser vulnerables
y débiles; en todo caso, para dejar de estar a merced de los
otros o de la adversidad. Estas pasiones responden a una
distancia débil, distancia respecto de uno mismo que plan
tea problemas. Al que no controlamos es al otro que se en
cuentra en nosotros, lo cual es reflejo de una emoción excesi
va, al ver a los demás penetrar en nuestra «burbuja». Las
grandes pasiones resuelven el problema que uno es para sí
mismo, liquidando la problemática. Operan como mar de
fondo, pues en la superficie no son tan violentas como la ira
o el amor, el odio o la envidia. En las grandes pasiones, el ob
jeto es finalmente el sí mismo, en tanto que el odio, la ira o la
pulsión amorosa son como explosiones que se producen en
un momento de disminución de la distancia con el otro. Se
202
responde a esta distancia demasiado débil a través del po
der, del dinero y de múltiples disfrutes, lo cual permite recu
perar cierto control de esa distancia y disminuir la probabi
lidad de que nos alcancen conflictos demasiado graves. Es
como si, en este recentrado de sí, no se amara a los demás;
en cualquier caso, esto es lo que ellos perciben con claridad.
Una pareja de enamorados excluye a los otros a igual título
que el rico propietario de una gran residencia o el hombre de
poder que exhibe sus atributos. Poco se aprecia a los hom
bres que sólo quieren ir tras sus placeres, que sólo persi
guen honores y riquezas, pues esto les permite aplastar e ig
norar a los demás.
Una dimensión de la pasionalidad demanda que se le
preste particular atención: el cuerpo, que representa la «dis
tancia cero». El placer y el dolor remiten al cuerpo, y la ne
gociación de la distancia suele realizarse mediante una ges-
tualidad en la que es decisiva la ocupación del espacio. En
esa negociación de la distancia hay una zona infranqueable,
el cuerpo, y para ello se requiere el acuerdo del interesado.
El cuerpo es el sí mismo animal y biológico al que no quere
mos quedar reducidos, pero sin el cual tampoco tendríamos
la condición de seres vivos. Y en esto reside el problema del
sufrimiento físico: este nos encierra en una sola preocupa
ción, en un solo centro, nuestro cuerpo, cuyo peso debemos
olvidar para vivir otras experiencias. La pasión, en el senti
do íntimo, es corporal. La opresión es corporal: incluso la
privación democrática de la libertad es un ataque al cuerpo,
a su posibilidad de movimiento. El cuerpo es la sede del
temor absoluto: la enfermedad, el sufrimiento, la muerte,
afectan al cuerpo. La pasión es el juicio que emana del cuer
po y que el espíritu padece, pues sin duda se debe soportar
el cuerpo que uno es haciendo cuerpo, como mínimo, con el
cuerpo que se tiene. El placer es, paradójicamente, una ma
nera de escapar del propio cuerpo, de procurarse la ilusión
de una victoria posible. Pero el placer no es más que una
roca de Sísifo: nunca se gana nada, y el hecho de comer bien
no impide volver a tener hambre. Preservar el cuerpo, pro
tegerlo, es un valor absoluto. Es la esencia misma del p a
thos en cuanto sede de valores. Lo que más nos pone en
cuestión afecta al cuerpo, y sólo se habla de alma o de espí
ritu cuando se es capaz de poder olvidar que se tiene un
cuerpo. La salud es uno de estos factores de olvido; la liber
203
tad de ir y venir, la libertad política, también. Un hombre
sano ignora generalmente que tiene un cuerpo, vive su cuer
po como si no fuera problemático. Un gozador piensa ade
más que tiene control sobre él, que el cuerpo no es más que
un instrumento pasivo que él domina. La pasión es el placer
que permite vivir sin pensar en el cuerpo como problem a,
mientras que el dolor, por ejemplo, obliga a volver a ese cuer
po. Empero, cuando hablamos de pasión, casi siempre pen
samos en una vida intensa («apasionada»), ritmada por los
placeres y sus excesos. La realización de las pasiones es un
argumento poderoso, sumamente movilizador en el plano
retórico: el dinero, el deseo, el poder, son otras tantas moti
vaciones —y representaciones— que pueden sacudir a un
auditorio, hacerlo pensar y hacerlo actuar, así como el res
peto del cuerpo es el límite inferior de toda argumentación,
un umbral por debajo del cual el discurso racional pierde
todo sentido. El exceso de pasiones convulsiona el campo de
lo aceptable, pues demasiado poder mata al poder, así como
el exceso de dinero mata la riqueza (de los otros). Por consi
guiente, la pasión sólo se vuelve aceptable como fuente de
placeres cuando no pone en entredicho los valores comparti
dos. Jugar con el pathos es, de todas formas, poner en tela
de juicio relaciones básicas como la familia, el amor, los pa
dres y los hijos, pero también todo cuanto concierne a la
muerte y al respeto de la vida. De una manera general, el
pathos tiene que ver con nuestra identidad y con la diferen
cia, encamadas en valores. Nuestra identidad engloba nues
tros intereses, aquello que queremos, nuestra corporeidad,
pero también nuestro estatus.
Esta retórica de las pasiones nos lleva a comprender de
qué modo el razonamiento puede convencer al hombre apa
sionado o, en todo caso, persuadirlo. ¿Cómo funciona el ape
go pasional? Se trata de un proceso retórico, lo cual explica
el carácter siempre emocional y hasta pasional propio inclu
so del razonamiento en apariencia más objetivo. Tal como
podremos observarlo, la pasión cierra a la mente sobre sí
m isma y, en los casos extremos, genera una obnubilación,
una fijación que es movilizable por la retórica. Se trata, pa
ra el orador, de responder a los problemas que dicha pasión
suscita, y de hacerlo ilustrándola, avanzando en el sentido
en que ella se da libre curso. También se puede proceder de
manera inversa, generando un choque emocional mediante
204
la puesta en cuestión del auditorio. Esto va a tocarlo en el
plano de sus emociones, de sus pasiones, que van de la expre
sión de sus intereses a la ejemplificación de sus valores, pa
sando por sus creencias y sus ideas a veces más irracionales.
La lógica de las pasiones es retórica por cuanto actúa por
contigüidad, semejanza, asociación: otras tantas formas de
identidad débil que suprimen las alternativas y se hacen
pasar entonces por auténticas respuestas a cuestiones rápi
dam ente sepultadas. Las pasiones proceden como figuras
retóricas, pero encarnándose en las figuras de la emoción.
Transforman en respuesta para el sujeto lo que pertenece al
orden de una interrogación, con frecuencia fundamental, en
última instancia, al ser más o menos fuerte la problematici
dad de la cuestión planteada. ¿De qué modo lo que era sólo
un problema puede pasar por una solución o, en todo caso,
tomar la apariencia de tal (lo cual explica las seculares críti
cas acerca de «la pasión que engaña» y que es meramente
ilusoria)? La pasionalidad no conoce más que identidades y,
valiéndose del razonamiento, se ilusiona con que crea dife
rencia entre las premisas y la conclusión; empero, dado que
en el fondo estamos en presencia de identidades, giramos en
redondo. Esta circularidad permite que la pasión se encie
rre en un razonamiento cualquiera, que se tendrá obcecada
m ente por fundado aunque no haya en la conclusión nada
más que lo que la pasión hizo meter en las premisas. Esta
mos frente a una lógica del ser débil en la que una propie
dad común a x y a y , digamos A, basta para asociarlos en el
pensamiento y para imaginar que x es y, como si todo cuanto
los diferenciaba no contara.
4 L. Dugas, «La logique des sentiments», pág. 48, en Les passions. Nou-
veau traité de psychologie de L. Dugas y F. Challaye, Alean, 1938.
205
Este ejemplo no deja de recordar el pañuelo que incrimi
na a Desdémona a los ojos de Otelo. En realidad, el meca
nismo es el siguiente:
A B
206
jarse impactar sólo por lo pasional o lo emocional. Conse
cuencia de ello es que se hagan revivir las cuestiones por
medio de alternativas, que se represente la distancia, se la
implemente, se la haga ver o entender o se la formalice, así
sea confiándola a un juez exterior. Tal es el papel del dere
cho, de la justicia reservada al tribunal. Trazar el cuadro de
las pasiones por las que estamos poseídos mediante un es
pectáculo que produce forzosamente distancia puede hacer
le creer, a ese espectador que nosotros mismos somos, que él
no está implicado aun cuando sea a él a quien estamos des
cribiendo. Esto permite poner sus problemas en situación y
hacerle comprender a cada uno, gracias a la retórica, lo que
no aceptaría si se le dirigiera expresamente un discurso di
recto y literal. La ficción hace comprender mejor que todos
los sermones. Mediante esta desubjetivación, transforma
mos las pasiones en valores: la moraleja de la historia es,
entonces, fuente de persuasión. Todos los aficionados a los
cuentos de hadas lo saben.
Sin embargo, algunos sostienen que las pasiones que do
minan a los hombres les impiden oírse verdaderamente. El
punto de vista del otro suele desagradar, y comprobamos
que su lógica, sus argumentos, lo que él considera respues
tas, no corresponden a lo que podemos aceptar y hasta juz
gar discutible. Cada cual se bloquea entonces en sus posicio
nes, pues en el debate ve sólo la suya, y la argumentación se
detiene ahí o bien termina con violencia. Si a pesar de todo
queremos argumentar, no estamos dispuestos a cambiar de
opinión.
De hecho, para comprender lo que está subyacente en la
incomprensión argumentada hay que recordar que una po
sición, sea personal o colectiva, traduce una distancia que
define lo que cada cual es. Lo que cada cual es constituye,
por lo tanto, aquello que en la argumentación se ve cuestio
nado de manera directa y frontal. Argumentar equivale en
tonces casi al suicidio psicológico o intelectual, y en conse
cuencia se produce el bloqueo, el diálogo de sordos. Ni si
quiera captamos la lógica del otro. No siempre es esto lo que
sucede, ni mucho menos, pero cuando las pasiones son de
masiado intensas surge esta situación. No se puede forzar
al otro a que nos escuche, y menos aún a que nos entienda,
sin que lo viva mal, como una amenaza personal. La repulsa
de esta escucha da origen a muchas violencias que tienen su
207
fuente en las cuestiones de honor, de humillación de sí, de
resentim iento. Cuanto menos se las puede argumentar,
más se cae en el conflicto. Y en caso de conflicto (no de sim
ple malentendido), cuanto más se diluye la ilusión retórica,
más queda la decisión en manos de terceros, los cuales, por
definición, menos implicados deben estar. Cuando haya ex
cesiva pasión, ellos volverán a poner distancia. Cumplen es
ta función el juez, los aliados, los electores, el partido, el gru
po al que se pertenece —sea de tipo religioso o social—, pero
no por ello la oposición o el malentendido se extinguen for
zosamente. Para ser pacificador, el tercero debe encarnar
idealmente valores que desubjetivan la oposición, y enton
ces puede zanjar el conflicto en su nombre. El tercero, sea
benévolo (acólito) o depositario de neutralidad, encama esos
valores. Pensamos aquí en el auditorio universal de Perel-
man, que tenía por lo menos esta función. Pueden cumplir
este papel las pasiones, para el caso de proximidad, si se las
moviliza en forma adecuada; y pueden cumplirlo los valores
en el caso de protagonistas distantes. Argumentar vuelve a
ser entonces posible y útil, pero de a tres, por decirlo así. Se
advierte que, a falta de este tercero resolutorio del diálogo
de sordos, el rechazo del otro e incluso la violencia revelarán
ser la única salida para sujetos que discuten no tanto sobre
una cuestión como sobre aquello que los pone en cuestión a
ellos mismos.
Para concluir, impresionar a un auditorio consiste en
resaltar las cuestiones.a las que es sensible, que lo conmue
ven o hasta lo apasionan, problematizándolo en sus valores
o en su ser. Cuanto más nos acercamos a ese núcleo irreduc
tible que es la intimidad, más fuerte es lo pasional, siempre
presente en un grado u otro. La paradoja reside en que ya
ningún argumento se aventura a pasar a este nivel. Nace
así el rol de la ficción, que consiste en conciliar lo emocional
y la distancia, haciéndolos ver en el prójimo. El celoso puede
«entender» a Shakespeare en Otelo, pero no está seguro de
soportar que argumentos racionales refuten de manera di
recta y literal su punto de vista. La alternativa ficcional res
tablece la distancia y pone las pasiones en escena. Conside
rado cualitativamente, en sus contenidos últimos, el pathos
se vincula con las grandes diferencias existenciales, como la
vida y la muerte (el cuerpo), las relaciones hombre-mujer
que rigen a la familia, las relaciones entre padres e hijos (el
208
amor). Todo ser humano debe afrontar estas problemáticas
de base que encamaron siempre las grandes cuestiones de
la humanidad. Reencontramos en esto el sí mismo, el mun
do y el otro articulados en el interior del pathos, donde se
distribuyen como otras tantas problemáticas distintas y su
mamente particularizadas, y que forman la cuerda sensible
de la que toda argumentación se vale como último recurso.
Frente al cierre a la escucha del otro ocasionado por una pa
sión intensa, únicamente la puesta en cuestión de estas pro
blemáticas sensibles puede romper el círculo o permitir la
entrada en él.
209
Lógica de los valores, lógica de la cultura
210
to como los grupos que las reivindican. La única validez de
estos valores surgiría del hecho de habérselos impuesto con
gran esfuerzo. Según Nietzsche, pasan a ser entonces la ex
presión más noble de los grupos que pelean por su supervi
vencia. Ya no se trata de validez ni de adhesión, sino de lu
cha de valores contra valores, cuya legitimación última es la
victoria. Es imposible, pues, escapar de los valores, aunque
ya no se utilice necesariamente el concepto o aunque se le
otorgue un sentido relativo. Da igual. La cultura, las creencias
compartidas, la exaltación de ciertos seres, de algunos com
portamientos (humanitarios, por ejemplo), del saber o de la
belleza, son también valores que no dicen su nombre. La vi
da es un valor, el amor que rige las relaciones sexuales es
una valorización de estas últimas, la relación positiva res
pecto de nuestros padres o hijos sigue siendo un valor de ba
se. Por lo tanto, aceptemos hablar de valores sin cubrirnos
el rostro, porque todo el mundo los reivindica y se sustenta
en ellos.
Para quien se interesa en el aspecto retórico de las cosas,
el término «valor» no tiene más que un carácter descriptivo.
Abarca las identidades y las diferencias valorizadas en la
sociedad, aquellas que reivindicamos y que a menudo ponen
algo en marcha o lo bloquean inconscientemente, sin que
esto sea por fuerza negativo. Ejemplo: la infancia es un va
lor a preservar y es lo que hace que se condene la pedofilia.
Muchos otros ejemplos tomados de la vida social o afectiva
revelan valores específicos a los que adhieren de hecho los
actores, sin que sean por ello conservadores o progresistas.
Los valores más fuertes no encierran ningún misterio: son
diferencias primeras que inducen permanentemente a re
flexionar y actuar, como la vida y la muerte, el amor que
funda la familia y que después enlaza a padres e hijos, todo
cuanto atañe al tener y al ser. Estas diferencias adoptan
modalidades y contornos múltiples, sobre los cuales, por lo
demás, se debate tanto como se los utiliza. La dignidad de la
vida es tema de múltiples discusiones: así se lo advierte en
la polémica sobre la eutanasia, la cual se halla en cuestión
cuando la controversia gira sobre la condena de la pena de
muerte o la autorización del aborto. Surge así este interro
gante: ¿De dónde vienen estas diferencias tan esenciales y
profundas? En las sociedades arcaicas —que, comparadas
con las nuestras, deberíamos llam ar más bien «ahistóri-
211
cas»— , la identidad del grupo es un imperativo absoluto de
supervivencia y de reconocimiento mutuo. Esta identidad
tiene por corolario el rechazo de la diferencia, muy a menu
do fustigada; todavía hoy se intenta recomponer los lazos
sociales de una comunidad excluyendo toda diferencia. Es
mal visto entonces el extranjero, pero también el que no ac
túa como todo el mundo, el que no se viste como los demás o
el que de una u otra manera se desmarca de ellos porque
son otras sus preferencias. Para la comunidad, este indivi
duo pone en cuestión lo que ella misma es, con lo cual ali
menta una incertidumbre que la mayoría procura eliminar
mediante una nivelación en la que cada uno se aviene a ha
cer de espejo para el otro. En este sentido, la sociedad demo
crática no es, probablemente, más evolucionada que sus
predecesoras.
Al fin y al cabo, el conformismo, que acepta incluso la
singularización autorizada —la de la vestimenta, por ejem
plo—, cumple esta función de reaseguro mutuo. La colegia-
lidad, bien vista en la adopción de las pequeñas decisiones,
en la empresa, en la administración pública o en la univer
sidad, permite a cada uno escucharse hablar, y a los otros,
hacer lo mismo, procurándose una ilusión de existencia en
este intercambio de incautos en el cual, a menudo, todo está
decidido o impuesto de antemano. La ilusión retórica con
siste en creer que los argumentos de todos tienen importan
cia, mientras que el objeto de la reunión y del diálogo es,
más bien, el reconocimiento mutuo del papel de cada cual,
inflado por este simple juego en el que uno negocia su ima
gen (la distancia), y no una respuesta —respuesta que se
acaba por olvidar y que, en realidad, era secundaria o esta
ba decidida de antemano—. La ilusión retórica es aquí una
ilusión de racionalidad surgida de la estructura democráti
ca, en la cual muchas veces se argumenta para mostrar que
uno está «bien», que está efectivamente «en su lugar» y do
tado d éla idoneidad correspondiente.
La diferencia viola la ley, la regla del grupo, su identidad,
y lo pone en cuestión, a menudo implícitamente. La no par
ticipación en este juego de ilusión retórica, en el que se en
tiende que cada cual aprueba al otro para poder ser aproba
do por él, basta para desmontar dicho juego. Y al grupo no le
agrada esta exterioridad de la que se inferiría que el ser que
se burla de ella no la necesita y, por lo tanto, sería superior a
212
los demás. La flor que brota por encima del seto sobrevive
rara vez a su audacia. A la democracia no le son gratos los
espíritus fuertes: se alimenta de los más débiles, a quienes
hace creer que no lo son. Esta empresa es, en realidad, un
toma y daca cuyo objetivo consiste en serenar los espíritus.
Resulta felizmente contrabalanceada por la libertad demo
crática, gracias a la cual hay, incluso así, una posibilidad de
salvación para los espíritus fuertes. Es probable que tengan
que marcharse, ir a buscar a otra parte, huir del grupo que
de todas maneras no los quiere; y si consiguen hacerse allí
un lugar, no deben esperar las ventajas mutuas que confie
ren esos espacios de hipócrita colegialidad que son la esen
cia de las reuniones democráticas en las instituciones que
les dan cabida.
A un espíritu fuerte le importará tener carácter fuerte: si
no, ¡cuidado con él! Debido a esta necesidad de aprobación y
reconocimiento permanentes —lo único que tranquiliza a
los individuos—, el universo democrático generaliza una
especie de solidaridad de nuevo tipo. Si la distancia es ma
yor, los individuos deben tratar de agradar, seducir, conven
cer y, al mismo tiempo — ethos obliga—, hacer gala de au
toridad y distinguirse (aunque no fueron elegidos para eso)
a fin de existir plenamente frente a la amenaza de indife
renciación. El hombre democrático está siempre buscando
la autoconfirmación. Entre la flexibilidad complaciente o se
ductora y la afirmación brutal de su posición burocrática,
este hombre se ve inmerso en un proceso existencial casi es
quizofrénico. Está claro que el autoritarismo de un ethos ne
cesitado de afirmarse suele ser incompatible con el afán de
tener que negociarlo todo en grupo. El sí mismo se resque
braja en este tipo de ejercicios, y es sabido que los actuales
«médicos del alma» hacen así su agosto. La pérdida de roles
y de estatus, la lucha constante y la necesidad de existir jun
to a aquellos que, habiendo sido los amigos de ayer, son los
enemigos de mañana, no favorecen la buena salud mental
del individuo, quien comprueba que la coartada democráti
ca desborda el dominio inicial y original del control político a
fin de regular y penetrar la vida social hasta en sus menores
aspectos, a menudo privados.
De hecho, el origen de los valores es la diferencia, un con
junto de diferencias esenciales fundadoras de la vida del
grupo. Sin ellas, esta última no sería posible. Ahora bien, el
213
problema está claro: la identidad del grupo, por ser precisa
mente una identidad, repele toda diferencia, pues, por defi
nición, la diferencia y la identidad son realidades contradic
torias. Estas diferencias esenciales son las de la vida y la
muerte, las del respeto de los padres y de los hijos, las de las
relaciones entre hombres y mujeres que hagan posible la fa
milia, el clan, la fratría. En un mundo definido por la identi
dad, para que estas diferencias sean intocables es preciso
sacralizarlas. Lo sagrado es lo que se pone a distancia: pro
tege, pero además es peligroso y aterrador, exigente y tem i
ble. La religión sacraliza objetos, seres, situaciones, compor
tamientos que, de lo contrario, el grupo rechazaría. La reli
gión exterioriza la diferencia, pero también la interioriza,
especialmente a través del ritual, y puede actuar sobre el
grupo sin que se la condene, porque es sagrada. A través de
estos valores fundamentales y fundadores reaparecen las
tres grandes problemáticas del sí mismo (la vida), del otro
(la alteridad encamada, para el adulto, en la infancia) y del
mundo (creada por la fusión del elemento macho y del ele
mento hembra; pensamos en las cosmogonías antiguas y su
escenificación de los acoplamientos originales).
Los valores religiosos, por ser trascendentes, pudieron
aparecer como grilletes inviolables. La Historia fue volvien
do laicos los valores de base, de tal manera que la identidad,
la humanidad, pero también las relaciones entre hombre y
mujer y entre padres e hijos, se tomaron problemáticas. Es
ta es la búsqueda que se juega en L a Odisea de Homero.
Reencontrarse con 'Ifelémaco y Penélope sin el riesgo de con
vertirse en animal, o de perder su humanidad y volverse in
mortal como los dioses, es la obsesión y el temor de Ulises.
Con Homero, todavía es posible esta victoria sobre las ame
nazas que acosan a las identidades fundamentales. Unos
siglos después, con el teatro, lo trágico toma nota de que este
desenlace feliz se ha vuelto imposible, pues las diferencias
se han ahondado de manera irreversible. La individuali
zación de las relaciones es obra de la Historia, y la laiciza
ción de los valores los torna más problemáticos, pero asimis
mo más frágiles e inciertos, lo cual conduce, a veces, a legiti
mar las peores consecuencias. Y esto plantea la cuestión si
guiente: ¿Los valores son, en sí, absolutos que se imponen al
grupo humano para que este encuentre en ellos su identi
dad y cohesión? ¿O son tan sólo instrumentos relativos y re
214
futables de la expresión de sí que les permiten a los grupos
afirmarse irnos contra otros, luchar y exhibir una pretendi
da superioridad por medio de un empleo de la fuerza casi
inevitable?
¿Tan condenado y hasta condenable es el lenguaje de los
valores por el hecho de ser, en ciertos casos, relativo? Nada
es menos seguro. Lo que la religión ya no sacraliza, la políti
ca lo pone en práctica y el derecho lo hace aplicar como nor
ma. Por su carácter problemático, los valores continúan
siendo los últimos e implícitos lugares comunes de nuestros
juicios, tanto como de la validación de nuestros deseos y
comportamientos. Son los puntos de interrogación de nues
tra socialización, las fuentes y las condiciones del debate y,
paradójicamente, aquello en cuyo nombre este último es
rehusado por considerárselo blasfemia, apostasía o injuria
suprema para con las más íntimas creencias. Palancas de
resolución, los valores son, a veces, también sus objetos, y
en tal carácter plantean la cuestión de lo que es justo o in
justo, de lo que vale como norma y de lo que puede ser cues
tionado. Todas estas alternativas hacen girar el debate en
torno a las relaciones entre lo social y lo individual, entre la
identidad y la diferencia, así como en torno a la interacción
de estas esferas, con los antagonismos que obligan a elegir
valores cuando se deben tomar decisiones y privilegiar res
puestas. El valor pasa a ser entonces un concepto retórico,
un cuestionamiento o un rechazo de este, lo cual es también
una alternativa y, por lo tanto, un cuestionamiento a su vez.
En estas circunstancias, la lógica de los valores no es
otra cosa que la respetuosa puesta a distancia de lo que debe
ser diferente, lo cual equivale a su valorización. Se convence
más fácilmente a alguien mostrándole que la vida es motivo
de debate, o que la familia es una apuesta, que sirviéndose
de consideraciones técnicas con respecto a una cuestión pre
cisa que la mayoría de los individuos ignoran o de la cual es
tán alejados porque no es ese su terreno. Así pues, si se trata
de convencer a alguien de que hay que ayudar a morir a un
pariente enfermo, es más fácil lograrlo refiriéndose de ma
nera concreta a los crecientes sufrimientos que padece, que
hablando en términos generales de la eutanasia como nor
m a moral que es indispensable aplicar en nuestras socie
dades modernas, en las cuales los individuos mueren cada
vez más viejos.
215
En síntesis, cuanto más débil es la distancia, más se tra
ta del pathos, y cuanto más fuerte es, más se trata del ethos.
Entre ambos, nos apoyamos en el trabajo del logos y de sus
reglas, extraídas de la relación con el mundo de las cosas y
de las situaciones. Los valores extraídos del ethos, del sí
mismo, de los derechos, los privilegios y la posición social
del sí mismo, de los bienes a los que el sí mismo puede aspi
rar, corporal, social, jurídica, política y económicamente, ha
cen que el ethos se exprese en una distancia máxima, casi
objetivable. A la inversa, cuanto m enos se reivindica la
autoridad y cuanto más apoyo se busca en la proximidad y,
por lo tanto, en el afecto, más se está en lo comunitario, en lo
psicológico, en lo no regulado, en lo apreciativo y en lo expe
rimentado. El ethos ya no está sometido a la ética, sino a la
morid; ya no es jurídico, sino político, y el bien del otro pasa
a ser entonces la fuente y el criterio de la argumentación
exitosa, persuasiva. El orador más distante manda', el más
cercano implora, y el que se halla entre los dos negocia. Se
trata, en resumidas cuentas, de las tres maneras de obtener
algo de otro.
Queda por determinar la relación entre pasiones y va
lores. También en este caso es asunto de distancia. Cuanto
más próximo se esté al otro, más reaccionará este de mane
ra subjetiva, afectiva. Y cuanto menor sea esa proximidad,
m ás estaremos en la objetivación posible. La pasión es el
valor reducido a una simple reacción subjetiva. Y, a la inver
sa, el valor es la pasión menos la respuesta subjetiva y emo
cional.
La relación entre pasiones y valores nos recuerda el céle
bre adagio «Degustibus non disputandum »: sobre gustos no
hay disputa.* Por otra parte, es posible extender la frase: no
se discute sobre las pasiones de unos y otros, tampoco sobre
sus simples deseos. En cambio, se discute sobre valores, e
incluso no es posible discutir sin dirigirse a valores, a menu
do implícitos. Ahora bien, los valores son pasiones desubje-
tivadas; en última instancia, serían subjetividad sin conte
nido, pero no sólo eso. Se puede discutir sobre el dinero, so
bre su uso social, sobre su afectación en el seno de la socie
* El autor traduce esta frase latina al francés por «orí ne discute p a s des
goüts et des couleurs». Son muchas las versiones castellanas del adagio,
además de la que hemos transcripto: «Sobre gustos no hay nada escrito»,
«Para gustos hay colores», etcétera. (N. de la T.)
216
dad, pero no tiene sentido criticar a alguien cuya vida gira
por completo alrededor del dinero. Si no obstante se lo hace,
es sobre la base de valores que van más allá de las eleccio
nes individuales y que incluso sirven para evaluar sus con
secuencias, pero las pasiones mismas no permiten juzgar
las pasiones.
La objetivación por valores es necesaria. En algunos con
flictos de evaluación es frecuente observar deseos que se
oponen a valores, o derechos subjetivos que encarnan a es
tos deseos y contrarían ciertos valores. Quien dice «No me
gustan los negros» es racista y a la vez expresa una opinión
en virtud de la libertad no sólo de tener opiniones, sino de
enunciarlas libremente en democracia. ¿Qué debe hacerse
en tales situaciones? ¿Cómo establecer una jerarquía entre
la libertad de expresión y la condena del racismo? Para res
ponder es preciso dar intervención al valor más determi
nante, que es el buen vivir juntos, la universalidad de la
persona; esta trasciende no a la libertad de pensar, sino al
derecho subjetivo de m ostrar las propias opiniones cuando
violan valores más importantes, como los de los fines colec
tivos y el respeto de la diferencia. La libertad de opinión que
contraría esta finalidad puede tener cabida, sin duda, en
conversaciones individuales, pero no en una institucionali-
zación, la que fuere, de esa libertad. No pongo objeciones a
que alguien me diga que no le gusto, y si soy negro, a que
sostenga que no le gustan los negros. Soy libre de escuchar
lo, de hablar con él y, evidentemente, de apartarlo para siem
pre de mis relaciones, pero en una confesión individual de
esa índole no hay delito, como tampoco en la de otras aversio
nes o preferencias que no expresan más que estados aními
cos. Dicho esto, puedo también discutir con él y replicarle:
«¡Eres verdaderamente un racista!», transformando así su
pasión en un valor, lo cual hace posible la discusión y la opo
sición. Su derecho a la aversión (deseos negativos), incluso
si es racista, se traduce entonces en la referencia a valores,
y esto desborda su caso individual y el de sus pasiones per
sonales para afectar a otros derechos: el debate pasa a cen
trarse en el respeto de la diferencia en el interior de una co
munidad. Ya no estamos, por consiguiente, en el terreno de
los gustos o el de las estrictas opiniones personales, sino en
el de las implicaciones generales. La pretensión de elevar
las a la condición de verdades válidas para todos (= valores)
217
rompe el lazo con el otro, y este es precisamente el caso del
racismo.
La gran diferencia entre las pasiones y los valores radica
en que los segundos no son negociables, mientras que las
primeras pueden transformarse unas en otras. Al igual que
los valores, las grandes pasiones están ligadas al ethos, al
pathos y al logos: el sí mismo, el otro, el mundo. El orgullo y
los deseos, como el deseo sexual, corresponden al ethos, a la
realización de sí. La afición a los objetos materiales y al di
nero pertenece a la relación con el mundo y es tributaria de
la racionalidad objetiva con la que se enriquece el logos. Y,
por último, la obsesión por el poder y la voluntad de poderío
respecto del otro remiten al pathos. Las pasiones transfor
man en respuestas estas tres problemáticas, para completar
más acabadamente el aspecto problemático de las tres di
mensiones. Dichas respuestas funcionan como obturadores,
como tapaderas. Adoptan la forma de soluciones, pero re
presentan búsquedas infinitas que las personas, en la ca
rrera desenfrenada que identifican con la vida, enmasca
ran. Son cómodamente traducibles una por la otra y se ne
gocian en las pasiones, a las que ellas subordinan. Se habla,
por ejemplo, de goce en relación con los bienes, con las perso
nas o con uno mismo, como para diluir mejor las diferencias
entre las tres grandes problemáticas de la existencia huma
na. En cuanto a los valores, no se negocian unos por otros,
como —para considerar sólo algunos— la justicia por la fe
licidad o la verdad por el interés. Esto llevó a decir que el
reino de las pasiones triunfantes corresponde por fuerza a
una pérdida de valores (San Agustín). No argumentamos
las pasiones: actuamos según ellas; en cambio, sí argumen
tamos con y para los valores. La cultura exige cierta eleva
ción que el goce pasional desprecia, pero este goce moviliza
de igual modo, si no más, al orador que intenta persuadir a
un auditorio.
Se advierte en qué forma se argumenta desde posiciones
alejadas: recurriendo a valores comunes cuya defensa va a
ser entusiastam ente emprendida, o a valores rechazados
cuya puesta a distancia será celebrada. Persuadir a alguien
consistirá, entonces, en hallar el argumento que permita
poner en primer plano una identidad, con sus valores co
rrespondientes, o que favorezca el surgimiento de una opo
sición radical a los valores que ese interlocutor rechaza. En
218
cambio, cuanto más débil sea la distancia con el auditorio,
m ás nos dirigiremos decididamente a aquello que lo con
mueve y lo apasiona, a su subjetividad, a lo que él es en lo
más profundo de sí e incluso al elemento preciso que lo mo
viliza. En este caso, el pathos es puesto directamente en es
cena y en acción, sin pasar por valores que objetiven y racio
nalicen esas inclinaciones.
Si bien los tipos de argumentos se definen siempre por el
ethos, el pathos y el logos, su alcance es función de la distan
cia entre los individuos; ahora bien, ¿es así como se catalo
garon en el pasado las reacciones retóricas?
219
volveremos a tratar un poco más adelante— se halla la re
flexión acerca de las consecuencias, que tiene lugar con ma
yor razón cuando la distancia es grande. La analogía con
respuestas anteriores permite resolver una cuestión, al
igual que el dilem a, el cual fuerza a elegir una solución («Si
A, se tendrá B, y si se rechaza A, se tendrá C: decida usted
qué es mejor»); el a fortiori, que transfiere una respuesta
sobre la otra cuestión, porque esta última no es más que un
ejemplo o un caso particular de aquella; el recuerdo de lo no
problemático con lo que identificamos la respuesta elegida,
y la contradicción con lo que se presenta como problemático
(por ejemplo, en términos de valores). Queda pendiente la
retroproyección, que pasa del ad rem al a d hominem («pues
to que usted lo dice. . .») y que, aun cuando no sea estricta
m ente válida, puede llegar a tener una eficacia formidable.
Todas las operaciones a las que terminamos de referirnos
derivan de la fórmula general: r1-----» qj • q2. Desde el ab
surdo hasta la contradicción con los valores o con las sim
ples respuestas imaginadas como tales al comienzo, la argu
mentación revela ser un juego formal pero que debe alimen
tarse de contenidos aceptables y apuntar a los problemas
planteados por el auditorio.
Cuadro 11.
jurídico
<
ethos
pathos
logos
lo justo/lo injusto
los valores/lo ilegitimo
las reglas del discurso argumentado
(el código, la ley)/lo ilegal
ethos el poder
deliberativo
ivo pathos lo útil
logos el interés
220
Cuadro 12.
221
dificada y, por consiguiente, menos pasional: se trata del
derecho. Y, por último, tenemos ante nosotros una cuestión
puramente formal cuyo único problema subyacente es el de
su eliminación; se trata aquí del discurso elegante y estiliza
do, cuyo propósito, dadas las circunstancias, es simplemente
ser placentero: estamos ante el género epidíctico.
¿Sobre qué argumentamos con más frecuencia? Tal es,
en realidad, la gran cuestión de este capítulo, pues aquello
sobre lo cual argumentamos es también aquello con lo cual
lo hacemos. Si argumentamos sobre la justicia, lo hacemos
con argumentos que, inevitablemente, tratan de ella. Consi
deremos entonces de modo más preciso lo que constituye el
objeto propio de nuestras argumentaciones. Uno mismo, el
mundo y el otro: ethos, logos, pathos, habría dicho Aristóte
les, aclarando que el ethos remite a un género particular, lo
justo y lo judicial; el logos, al discurso mismo, que debe ser
válido o, en su caso, bello y agradable (género epidíctico), y
el pathos, a lo útil del género deliberativo, en el cual la pa
sión se encuentra en su apogeo por falta de reglas, como en
derecho, o de convenciones socialmente bien definidas, co
mo en el género conversacional o en la oración fúnebre, del
universo epidíctico. El pathos es así el reflejo del libre juego
de los intereses tal como se dan libremente en las asam
bleas políticas, donde las opiniones más contradictorias se
enfrentan con pasión.
222
tanciamiento con el auditorio —distancia que se materiali
za en sus diferencias respectivas, en sus roles y en sus posi
ciones distintas—. La apelación a fórmulas vagas, impreci
sas («La libertad es preferible a la injusticia», etc.) y genera
les viene a suplir esta movilización de respuestas previas
más circunstanciadas.
El logos ofrece un conjunto de respuestas provenientes
de la naturaleza de las cosas y del mundo, de su funciona
miento y sus causalidades. En él vienen a culminar los co
nocimientos invocables, pero hacia él convergen también
las opiniones (ethos) y las emociones (pathos), que reflejan
lo que se siente frente a ciertos problemas. El orden del
mundo es también un orden humano en el que vemos des
plegarse, operar y actuar el trabajo de los hombres. Es, en
consecuencia, el lugar de la economía, y el del dinero que
mide los productos de esta, los cuales constituyen su objeti
vación del mismo modo en que las necesidades constituyen
su expresión subjetiva (ethos), y el interés o la utilidad, su
efecto (pathos).
También el ethos es un lugar de argumentos, en el que se
entremezclan numerosas proposiciones movilizables por el
orador. En el ethos encontramos todo cuanto le concierne en
particular, su carácter transformado en virtudes. Lo que el
orador puede hacer por el otro, lo que este representa a sus
ojos, la proximidad y la escucha que puede manifestar, lo
vuelven tanto más convincente. Empero, no sólo alimentan
el ethos los argumentos tomados de la ética, de la buena
disposición o del derecho de los individuos, sino también
todo lo que concierne a la posición social, a la autoridad que
confiere un estatus, al deseo y al papel que cumple el cuer
po. La moral se extiende así sobre los fines últimos, como la
religión y como el estatus entendido globalmente, que re
mite a las maneras de vivir, a las elecciones existenciales en
las que nos apoyamos para orientar las acciones del otro. En
una palabra, esto abarca lo que uno es (para sí), o sea, aque
llo que uno representa a sus propios ojos y que hace del indi
viduo un ejemplo y hasta un modelo, lo cual puede incluir
desde el mérito hasta el sacrificio, resumiendo, pues, todas
las virtudes y el sentido moral en general.
La naturaleza del p a th o s es más política. Se trata de
aquellos valores de la sociedad que dan peso a los argumen
tos. De manera concomitante, el poder mismo pasa a ser un
223
argumento, como la utilidad o el deber. La problematicidad
de la cuestión planteada por el orador, su aceptación y su
asunción por el auditorio pasan a ser los momentos claves
del pathos. La diferencia alimenta la persuasión, la movili
za y termina siendo valorizada por ella.
224
inversa, una pasión no deviene valor sino cuando el hecho
de ser compartida elimina lo subjetivo, con la consecuencia
de que los valores miden entonces la reciprocidad de creen
cias. Los valores sirven para administrar la distancia entre
los individuos y sobre todo para comprenderla, para eva
luarla en la relación social —tanto sea abstracta como muy
cercana—, mientras que la pasión produce a veces la impre
sión de que la distancia ha desaparecido, como en la pasión
amorosa. El valor trasciende a los individuos; la pasión, en
cambio, los encama.
Avancemos ahora y preguntémonos cuáles son los valo
res básicos de un grupo social. Podemos afirmar, sin mayo
res riesgos, que el valor primero es la identidad. Ella es la
condición de supervivencia del grupo, aquello que le pro
porciona su carácter efectivo, encamado, concreto, de grupo
humano. Los bienes primarios colectivos son esenciales pa
ra este, y el resultado es la exclusión de la diferencia. Ahora
bien, la diferencia esencial es la humanidad: la más funda
mental es la que opone la vida a la muerte, aunque tan fun
damental como ella es la que distingue a padres de hijos (de
la que deriva el culto de los antepasados). La familia (rela
ciones sexuales) es decisiva para la reproducción del grupo y
condiciona igualmente el poder sobre los bienes necesarios
para toda sociedad humana. ¿Qué hacer cuando la diferen
cia, esencial para el grupo, debe permanecer exterior a él,
que la rechaza a fin de resguardar una cohesión identitaria
condicionada no obstante por la diferencia? La única salida
es, y fue, hacer que la diferencia necesaria resulte intocable,
inviolable: volverla, en una palabra, sagrada. Lo sagrado
—por lo tanto, la religión— expresa la distancia que el gru
po adopta en cuanto a las diferencias constitutivas de su
propia identidad, y el respeto (la sacralización) con que se
las debe tratar, puesto que, dado su carácter, podría tender
se a rechazar o a pisotear esas diferencias. La religión nació
del afán de preservar la diferencia en un mundo identitario,
así como el ritual apunta a importar lo sagrado en lo profa
no y la exterioridad en la interioridad. Se trata de sacralizar
mediante la religión lo que le es necesario al grupo y que, de
lo contrario, podría aparecérsele como contradictorio, nefas
to e incompatible. La religión es, en consecuencia, la expre
sión del lazo social, pues sin el respeto de diferencias funda
cionales el grupo no tendría identidad posible.
225
Cabe concluir, pues, que entre los valores colectivos de
base más esenciales están los siguientes:
Cuadro 13.
226
La vida, el respeto de la familia, pero también de la natu
raleza que hace posible la existencia económica del grupo,
remiten a bienes valorizados como tales: el bien del cuerpo,
que se denota por los bienes del cuerpo, los bienes económi
cos, y los bienes sociales y políticos que resguardan el lugar
de los otros en la vida grupal, lugar que varía según el tipo
de sociedad de que se trate.
Ahora bien —tal como lo señaló, hace largo tiempo, Du-
mézil—, la tripartición en el recorte de la realidad originará
rápidamente una especialización de funciones. Al ethos le
corresponderá el hombre que define la ética, la virtud, es
decir, aquello que se debe hacer en relación con los otros y
con el orden del mundo: el intelectual. Al logos, el personaje
que explota la naturaleza, vive y hace vivir de ella a los
dem ás, es decir, el trabajador, el hombre del pueblo. Por
último, con el pathos se vincula la categoría de lo político,
donde se hallará entonces al hombre de poder, al guerrero,
pues la gestión de la alteridad, pacífica o belicosa, es siem
pre asunto de poder. El sacerdote, el trabajador y el guerre
ro traducen así las formas primeras de la división social.
Los valores resultantes son muy específicos y se desarrollan
de manera adecuada. Hoy en día, cuando cada cual es, a su
turno, un poco las tres cosas, los valores del trabajo y la ri
queza (logos), de la moral y los derechos (ethos), de la demo
cracia política como forma de gestión privilegiada de las
relaciones políticas (pathos), están anclados en cada uno.
Estos valores, que tienen una enorme fuerza de convicción y
de motivación, se inscriben en la individualización progresi
va que acompañó al movimiento de la Historia, y de este
modo se convierten en los parámetros de la diferenciación
social, con el estatus, en el caso del ethos o del sí mismo; con
la renta, que es lo que retiramos profesionalmente de nues
tra relación con el mundo (el logos), y con el poder, en el caso
del pathos, que es relación con el otro («¿X es inferior, igual o
superior a Y?»). La distancia social nos presenta lo que el in
telectual se ha abocado a definir: los derechos. En el caso del
político, se trata del poder, y en el de quienes actúan en el
mundo y ejercen en este lo que llamamos una «profesión», se
trata de los deberes correspondientes. Nos hallamos aquí
ante el cruce entre lo individual y lo colectivo, y esto puede
oscurecer la clasificación. ¿Por qué no hablar de los dere
chos del prójimo, del poder que se tiene sobre las cosas o la
227
Cuadro 14. La jerarquía de valores.
colectivo,
concreto
e th o s logos p a th o s
(u n o m is m o ) (el m u n d o ) (e l o tro )
cuestiones al comienzo
m uy problemáticas,
no convencionales:
prelación de la
argumentación por
conflictividad
incrementada
individual,
abstracto
228
Con el ethos, el logos y el pathos, el «yo», el «él» y el «tú»,
tenemos, al pasar a la fase más individual, la identidad y la
autoridad, el deseo y las opiniones, en cuanto al ethos-, las
necesidades y el placer de las cosas en cuanto al logos, y por
consiguiente el poder económico, en tanto que, en el caso del
pathos, lo que va a valorizarse es el deber, la comprensión,
la diferencia. Podemos resumir entonces la jerarquía de va
lores mediante un esquema como el del cuadro 14.
229
mortal. La dignidad y el valor de la vida son valores fuertes
porque se trata de lo más valioso que existe. El derecho se
apoderó de la religión y de la vida tanto como de los vínculos
familiares, para protegerlos. Anular la distancia vida/muer
te, tener/ser, padres/hijos, no es tributario sólo de la nega
ción de ciertos derechos sino, en el origen, de algo que no se
puede argumentar; y cuando tales diferencias —traducidas
aquí en pares de opuestos— son burladas, ello produce re
pulsión, rechazo en el auditorio, pues el pisoteo de esos valo
res genera una distancia máxima, que repele.
El respeto de la vida no debe hacer a un lado los vínculos
naturales: la palabra de un padre o los ritos religiosos que
especifican en qué consisten el universo y la naturaleza
ofrecen argumentos poderosos. Son fuente de valores, pero
tienen también la función de medir diferencias, aun cuando
al mismo tiempo permitan suprimirlas en los casos en que
la discusión recaiga sobre ellas. Padres e hijos pueden ver
disiparse sus desacuerdos gracias al amor que se brindan
unos a otros, lo cual no obsta a que se enfrenten, precisa
m ente porque sus respectivos intereses generacionales de
terminan en ellos diferencias de apreciación. El orador pue
de expresar, por ejemplo, su necesidad de vivir plenamente
su juventud y servirse de esto para convencer a su familia
de que lo deje actuar de una manera determinada. Puede
defender un orden natural, una expresión de causas y efec
tos en la naturaleza, para justificar su postura cuando esta
se contrapone a jerarquías sociales encarnadas en el orden
familiar, o, por el contrario, para reforzarlas valiéndose de
ese argumento. De ahí a reivindicar los atributos que cons
tituyen la vida (segunda línea del cuadro), en cuanto valo
res que importan, no hay más que un paso. Decir, por ejem
plo: «Este hombre, que se halla en plena madurez, es de
temer en caso de pelea», o «Ayudemos a Juan a salvarse» si
está amenazado físicamente, es una señal de respeto ético, y
aquí el ethos pasa a ocupar el primer puesto en la considera
ción. La vida misma se convierte en un atributo, e incluso en
un haz de atributos. La tercera línea referida al ethos tradu
ce expresamente su connotación moral. La religión, que se
vuelve más personal, refleja la trascendencia de la existen
cia física como esperanza para el alma, como voluntad de
otorgarle un fin a la propia vida para que tenga un sentido.
Alguien que nos habla en nombre del sentido da siempre en
230
el blanco, sobre todo si —pathos obliga— tiene en cuenta al
otro, con sus fines propios, en cuanto ser social y psicológica
m ente distinto; esto equivale a respetar las normas que lo
respetan, a actuar en función del interés general, que lo in
tegra como distinto a causa de sus propios fines y roles. De
manera más concreta, un discurso sobre las personas, sobre
el interés de todos, seducirá al interlocutor con más facili
dad que el que ponga en primer plano lo atinente a la subje
tividad del orador, salvo cuando ambas cosas se reúnan. La
columna del ethos, cuando es posible identificar sus elemen
tos con los del pathos, línea por línea, da origen a la llamada
fuerza persuasiva, por la cual no se puede menos que adhe
rir a la acción y las palabras del otro. Se le responde acer
cándose a él mediante respuestas que son las suyas o a las
que él adhiere a priori, antes de toda confrontación o, sim
plemente, de todo diálogo. Si la preservación de los bienes fí
sicos tiene valor de norma moral y política, como en lo que
atañe a los derechos del hombre (no se puede torturar, ma
tar, etc.), la argumentación resultante gozará de una fuerza
de convicción tan grande que nadie podrá oponerse durante
mucho tiempo a esos argumentos. Y otro tanto en cuanto a
la salvación o la esperanza universales prometidas al próji
mo (Jesús, Buda), pues todo el género humano puede bene
ficiarse de ellas, y no solamente una casta de fieles. Lo bello
es un valor asimismo eminente: la belleza se cultiva, es
valorizada, preservada, cuando se encarna en obras de arte,
y el simple hecho de proponerla al otro para que sea parte de
sus fines, los fines de una persona, de toda persona, él in
cluido, constituye un argumento en extremo poderoso.
Cuando la reflexión se apodera del mecanismo de los va
lores, cuando el valor mismo se ve valorizado, cuando cier
tos valores son considerados desvalorizadores, cuando se in
voca la inquietud de estar unos y otros en comunión, o cuan
do hasta se prefiere la oposición, se está de lleno en la argu
mentación reflexiva. Esto es lo que resume la cuarta línea,
en la que convergen lo individual y lo colectivo. La identidad
es en sí un valor que puede ser positivo, porque puede forta
lecer al grupo, pero también puede excluir, como cuando se
deja de tener en cuenta el pathos, la identidad en la diferen
cia. Se trata, entonces, de un conjunto de valores que son de
rivados sobre el grupo, la comunidad, los fieles, los miem
bros del partido, etc. Son valores que le confieren un ethos al
231
orador, un aura que viene de lo colectivo, de su valorización,
de lo que reúne, pero que también puede separar y rechazar,
especialmente a los que no participan de la identidad pro
puesta y sus criterios. Ahora bien, por sí misma, la identi
dad, y por lo tanto el acuerdo, la identidad considerada des
de el punto de vista formal, es un valor. Nos reencontramos
a nosotros mismos en quien la defiende, porque, precisa
m ente, estam os en la m ism a posición que él respecto de
ciertos seres a los que valorizamos.
La identidad es a la vez el lugar de lo colectivo (la identi
dad del grupo) y del individuo (que yo soy). Es también lo re-
lacional expresado de la manera más formal que se pueda
concebir. Es el momento bisagra de la deliberación con uno
mismo acerca de esta relación individuo-grupo (aspecto ver
tical del cuadro), que alimenta al sí mismo. Identidad, nego
ciación y diferencia: se trata de la retórica en el sentido vi-
vencial y reflexivo del término y, por lo tanto, de la relación
intersubjetiva en lo que tiene de retórica y de conflictiva. La
identidad y la diferencia expresan exactamente la forma de
la que están revestidas las relaciones con el otro.
De la identidad a la autoridad no hay más que un paso,
incluso una línea. En términos de ethos, este paso lo da el
estatus social, que procura autoridad y pericia. Se trata del
lugar efectivo de cada cual en la sociedad, con marcas dis
tintivas que denotan el estatus: un elegante despacho para
el director, galones bien visibles para el oficial, uniformes
para el sacerdote o el jefe de servicio del hospital (el guarda
polvo blanco es equiparable a la sotana negra), no hacen si
no evocar la jerarquía y la autoridad de las que cada quien
goza en el puesto que ocupa. Este estatus debe guardar co
rrespondencia con cierto poder, pues de lo contrario hay
posibilidad de desacuerdo y enfrentamiento. Y si cabe la po
sibilidad, siempre es preferible, para anular el efecto nega
tivo del estatus, reasegurar al otro acerca de su poder y su
propia potencia. El apretón de manos del Rey o del Presi
dente a un subalterno, la sonrisa y las escuetas palabras
que lo acompañan, son sumamente valorizadores para el
otro, quien se agranda como si fuera más alto de lo que es.
De todos modos, y en términos generales, el poder de los otros
—con frecuencia, harto real— será fuente de tensiones con
la estatura que cada cual imagina tener, para descubrir fi
nalmente que no es sino un coloso con pies de barro.
232
Del estatus a los derechos, lo que ese estatus garantiza
es toda la distancia que media entre lo que uno piensa que
es y las exigencias personales. Cuanto más universal es un
derecho, más obliga a los demás en relación con nosotros, al
mismo tiempo que nos une a ellos. Un deber nunca es otra
cosa que la obligación de respetar nuestros derechos. Ahora
bien, para que esto traiga aparejada la persuasión, es preci
so que sea compartido y verdaderamente recíproco, pues de
lo contrario seguirá tratándose del poder puro y simple. De
seos, virtudes y opiniones, al tiempo que van pautando la
individualización creciente del ethos, son valores que valen
sólo en la medida en que el individuo prevalezca en su sin
gularidad. Finalmente, los hechos nos convencen sólo cuan
do están insertos en argumentaciones que no afectan a los
valores colectivos y personales de los seres humanos: si los
afectaran, muy a menudo negaríamos su carácter de h e
chos. En sí, el hecho es retóricamente mudo y, como todo,
puede ser rebatido. Basta con redefinirlo para que pierda
toda su fuerza de argumento científico. En cuanto a nues
tras opiniones, son indiscutiblemente respetables, pero sólo
constituyen valores que suprimen la distancia cuando, pri
mero, se plantea en el otro una cuestión, y segundo, dichas
opiniones confirman la respuesta respectiva que el otro ya
tiene o que ellas le aportan.
Cuanto más se desciende en la columna de la individua
lidad, más se deben proponer los argumentos abstractos y
generales necesarios para que el otro se reconozca en ellos y
pueda ser conquistado, pues él está, por naturaleza, afuera
en cuanto individuo diferente, otro. Lo concreto sería dema
siado personal, demasiado exclusivo. Por otra parte, suele
observarse que los individuos acaban por arremeter contra
la lógica, contra la manera de pensar, de clasificar, de deno
minar, utilizada por el otro. El recurso a los valores abstrac
tos, sociales y hasta universales permite definir un campo
de entendimiento. «Obsérvese que, la mayoría de las veces,
la disputa se interrumpe en la convergencia acerca de un
principio superior común».1 La distancia es mayor cuando
se discute sobre las opiniones, las virtudes o los deseos de
cada cual. Si bien respetarlos es un valor, invocarlos no es,
233
por fuerza, un buen argumento, salvo que nos sirvamos de
ellos precisamente para abolir la distancia, la diferencia
que separa a los individuos. Esto implica acercarse al otro,
tener en cuenta lo que él es, lo que espera y desea o, simple
mente, lo que lo inquieta y preocupa, y lo que él aguarda ex
presamente como respuesta. Según se ha dicho y repetido,
esto significa que la semántica del ethos se confunde con la
del pathos, se ajusta a ella, como en la expresión «Mi dere
cho es tu deber» (y recíprocamente). «Mi deseo corresponde
a tu demanda» y, a la inversa, «Mi opinión es la tuya», etc.
Empero, si mi opinión plantea cuestiones, como lo muestra
el cuadro en la columna del pathos, o si mi deseo no respon
de a tu demanda, «yo» y «tú» no pueden concordar. Se abre, o
permanece irreductible, una distancia. Y cuanto más se
desciende en el cuadro, más probable es este desacuerdo
(salvo que lo imponga una disminución correspondiente de
la distancia social entre los protagonistas), que sólo es po
sible tratar con la circulación social generalizada o media
ciones que vuelven legítimas esas diferencias. Ahora bien,
dicha circulación debe ser legitimada por la valorización de
los principios democráticos que fundan el derecho de cada
cual a ocupar un puesto por su idoneidad (y, sobre todo, a
obrar de tal forma que esto sea efectivo).
La lectura del cuadro permite observar un proceso de
individualización creciente y, como correlato, la apertura de
un surco entre los individuos, que sólo puede ser compensa
do por un mayor esfuerzo de legitimación. Los valores co
m unes del grupo como tal propician cada vez más la bús
queda individual de bienes, búsqueda que va a favorecer el
respeto de la salud, de la edad y de todo cuanto conviene fi
nalmente al cuerpo, lo cual contribuirá a la formación de un
acervo de argumentos muy poderosos para convencer al
otro. Tfenemos aquí valores que reúnen a los individuos y en
los cuales se asienta la fuerza de convicción del orador; pero
lo mtfemo sucede con la riqueza y los honores, siempre tenta
dores para los miembros de un grupo humano. Una vez ob
tenidos, estos bienes, que son —tanto en el sentido literal
como en el figurado— valores a compartir, funcionan como
normas o se encarnan en normas que alimentan el afán de
justicia o de honores.
En síntesis, cuanto más se desciende en el cuadro, más
se individualizan los valores. La columna del ethos traduce
234
la posibilidad de una conflictividad creciente del individuo
consigo mismo —en lo que se llama «conciencia deliberan
te»— o con los demás. La abstracción y los principios gene
rales permiten superar el conflicto orientándolo hacia valo
res de alcance más vasto. Gracias a ellos, el sujeto puede
deliberar más fácilmente consigo mismo y decidir, ya sea
entre sus deseos y sus opiniones, su identidad comunitaria
y su identidad subjetiva, entre sus derechos y la limitación
de estos en un momento dado, sustentándose para ello en
ciertas cualidades morales (las virtudes), aunque a veces
esto sea «puramente retórico». Tenemos a veces derecho a
hacer ciertas cosas, lo cual no está necesariamente «bien».
La columna del pathos pone en evidencia la posibilidad
de una conflictividad creciente a causa de las alternativas
contradictorias propias de cada entrada. Para tomar sólo el
ejemplo de las pasiones, estas son discordantes, como el
amor y el odio, o incluso —otro ejemplo— las cuestiones,
que son en sí mismas alternativas. Esto es menos probable
si se sube por la columna.
Vayamos a los fines. Se trata de argumentos poderosos,
de valores que ganan adhesión con facilidad. En el caso del
ethos, si se habla de religión, de salvación, de lo bello y del
bien que resultarán de esto o de aquello, o que se verán ame
nazados si no se hace esto o aquello, el orador quedará fácil
mente al mismo nivel que su auditorio. Si se los hace acor
dar con el bienestar (logos) o con el interés de los otros (es
decir, el auditorio, el pathos), pasan a movilizarse valores
fuertes que reúnen naturalmente a los miembros del grupo.
Se encuentran en este estadio el placer y lo placentero ver
sus lo útil, y por último lo universal. Podríamos resumir es
ta tercera línea del cuadro hablando del valor del valor, co
mo si este se fundara por sí mismo en un principio de placer,
utilidad y solidaridad, mientras que su puesta en valor co
rresponde a la línea siguiente, donde aparecen la identidad,
la negociación y la diferencia. La retorización de los valores
es resultado de la formación de subgrupos en el interior de
los conjuntos, sean nacionales o simplemente sociales. Esto
es fruto de la diferenciación. La creación de sistemas en el
interior de la sociedad, al igual que los pliegues comunita
rios, plantean las cuestiones de la identidad y la diferencia.
La retórica se instituye en este estadio como relación con
uno mismo y con los demás, relación que, tras haber sido
235
preindividualista (o posindividualista, en el pliegue comu
nitario), se hará plenamente individualista en un estadio
ulterior de la evolución histórica.
A los miembros de los grupos se les asigna un lugar de
acuerdo con (1) el papel que cumplen en el grupo, (2) la si
tuación relativa del grupo en la sociedad y (3) las ventajas
que obtienen de esa situación. La denominación para (1) es
el poder, es decir, la posición relativa respecto de los demás
miembros del grupo {pathos); para (2), el estatus, que especi
fica el papel y la imagen que se tiene de sí mismo (ethos), y,
finalmente, para (3), la renta, que es la recompensa por esta
posición relativa en la sociedad. Se puede tener un estatus
elevado y pocas rentas (el cura, el escritor, etc.), un poder
importante sobre los otros y poco estatus (el hombre que en
la ventanilla del correo debe entregarnos ese documento
que nos resulta indispensable, y nos hace esperar), una
gran renta y mínimo estatus (el carnicero que se hizo rico,
por ejemplo). Así pues, el estatus proporciona influencia so
bre otros individuos de grupos diferentes: prestamos oídos a
las opiniones de una estrella de cine o a las de un gran de
portista porque su éxito personal les ha conferido un esta
tus importante.
La línea siguiente consagra los derechos de la persona,
los derechos del hombre que han trascendido al estatus: la
libertad como valor primero promovido por el ethos, con el
poder que tiene sobre las cosas, la naturaleza y los bienes en
un logos que lo justifica. Por último, están los deberes hacia
los demás, en materia de pathos. El hombre, al individuali
zarse respecto del grupo, adquiere derechos, libertades,
capacidad de dominio económico (o de subordinación), y
contrae deberes que forman la trama de sus obligaciones
para con el prójimo. En el plano de los derechos, los poderes
y los deberes, lo llamativo es que cada uno de estos concep
tos puede ser empleado en el lugar de los otros dos. Un dere
cho Cs un poder y traduce el deber que tengo respecto del
otro, el cual tiene un poder a causa de sus derechos propios.
El derecho obliga como un deber y autoriza como un poder.
Se comprenderá que, dada tal función armonizadora del de
recho, del poder sobre las cosas y luego sobre los seres, de
sus deberes, que son igualmente los míos, haya una interpe
netración de las esferas jurídica, económica (los intereses) y
política (la jerarquía). Los valores contemporáneos se asien
236
tan sobre esta interpenetración, que se alimenta de las tres
esferas y vuelve tan preeminentes el derecho, el interés y el
sentido del grupo en el que cada cual se sitúa jerárquica
mente. Derecho, economía y política desempeñan este papel
porque ofrecen respuestas, aun cuando generen también
problemas. En otro tiempo, las pasiones eran asociadas a
estos tres elementos: los honores (que corresponden a un de
recho estatutario vinculado a una función), la riqueza y el
poder, prueba de que su regulación se imponía al mismo
tiempo que se las reconocía como motivaciones legítimas.
Al aumentar su individualización, el hombre instituirá
como valores cada vez más esenciales sus deseos, sus nece
sidades, que hay que valorizar y satisfacer (Marx: «A cada
cual según sus necesidades»), y el criterio de utilidad se im
pondrá como exigencia política que los otros demandarán
respetar. Detrás de la utilidad se halla enjuego el conjunto
de las demandas afectivas y racionales: al estar la demanda
dirigida al otro, reencontramos la voluntad de expresar
nuestra diferencia y de verla reconocer como válida por sí
misma. La utilidad es, entonces, la demanda conceptualiza-
da en términos de esfuerzos proyectados sobre el otro, sobre
lo que este puede aportamos.
Vienen después las virtudes personales, el trabajo y la
proximidad emocional con los demás (compasión, caridad,
fraternidad). Son valores que, sin suprimir la distancia, la
miden y pueden compensarla. La última línea es quizá la
que mejor traduce los valores argumentativos, por los cua
les la distancia entre los individuos, sin desaparecer, puede
desdibujarse en provecho de la convicción personal; y ello,
precisamente gracias a las opiniones subjetivas, al apoyo en
los hechos (de donde proviene el valor argumentativo de lo
científico) y a la consideración de las cuestiones que preocu
pan al prójimo. He aquí valores de reenlazamiento retórico.
Se respetan las cuestiones que plantean los otros, se acep
tan los hechos y se toman en cuenta las opiniones de todos,
aun cuando para uno mismo lo más importante no sea for
zosamente lo que más cuenta para los demás. Ahora bien,
en esta última línea hay algo más que lo que parece. A me
dida que la individualidad y la problematicidad aumentan,
el papel de la argumentación se torna más decisivo. Los sig
nos y la apelación a las causas de los que se nutren los argu
mentos apoyados en los hechos remiten a alternativas po
237
sibles en las que la realidad misma se vuelve cuestión. Las
ciencias trabajan cada vez más con probabilidades y, por lo
tanto, con signos, con indicios, más que con certezas abso
lutas. Cuando los médicos afirman, en la actualidad, que el
perímetro abdominal de los hombres no debe superar los
100 centímetros, ¿hay en esto un signo de que, en caso de
que los supere, esos hombres están expuestos a un peligro
cardiovascular? ¿O bien se trata de una causa por la cual
existe el riesgo de sufrir ese accidente? Una causalidad fuer
te se verifica sólo cuando se argumentan cuestiones que las
respuestas ofrecidas pueden resolver, en cuyo caso se deja a
las otras teorías —menos fuertes— el cuidado de detenerse
en ciertos factores sin advertir que, al referirlos a otras cau
sas, se está re enlazando lo que parece carecer de nexos pero
sin embargo los tiene. Se explicará mucho mejor la Revolu
ción Francesa cuando los esquemas utilizados para ello se
apliquen a otros fenómenos revolucionarios de los que dicha
Revolución, en cuanto revolución, precisamente, es sólo un
caso entre otros. Todo el debate entre Tocqueville y Marx,
reanimado por Fran?ois Furet en Penser la Revolution fran-
qaise, se resuelve si se adopta este criterio. Centralización
del Estado o lucha de clases, o ambas cosas, la revolución se
aclara por lo que ocurre en Rusia, en China, en Inglaterra o
en Roma, y entonces la oposición de las dos tesis pasa a ser
sólo complementariedad, lo cual no merece menos ser ar
gumentado.
La problematicidad de una cuestión, cuando surge, se
expone a ser mayor aún si se vincula a problemas colectivos
de cohesión social, lo cual certifica que nos situamos en la
parte superior del cuadro, en tanto que la distancia inter
subjetiva (lo que se da en llamar «las diferencias») tiende a
increm entarse a m edida que se desciende por él. Como
contrapartida, estas cuestiones primeras tienen menos pro
babilidades de surgir, precisamente, a causa de su validez
colectiva, pues su retórica propia apunta, en cada oportuni
dad, a confirmarla. En cambio, las cuestiones individuales,
al ser subjetivas, son más difíciles de resolver, pues los con
flictos tienden a hacerse más violentos, y en todo caso los
litigios que resultan de ellos tienden a ser más numerosos.
Como mínimo, hay odios pasionales entre personas que no
se aprueban ni se reconocen, situaciones en las cuales es
m ás necesario convencer. Hoy en día, cada cual está inmer
238
so en cuestiones altam ente problemáticas y en otras más
superficiales pero que pueden impactar más a los indivi
duos. De todas formas, la distancia entre ellos es más gran
de, por cuanto lo colectivo está menos compartido o es me
nos decisivo en nuestras existencias individuales. Por su
puesto, las cuestiones que se plantean sólo son más perso
nales en apariencia. La igualación de las condiciones, pro
ducto de la evolución histórica, vuelve m ás resolutoria la
mediación por lo retórico, mediación a su vez más necesaria
—individualismo obliga— para compensar el riesgo de con-
flictividad incrementada que la retórica apunta a anular.
Por ejemplo, la eutanasia, referida a la cuestión de la vida,
será fuente de debates individuales hoy más tormentosos,
aunque vayan más allá de las opiniones o los deseos pura
mente subjetivos.
239
valores cumplen la misión fundamental de instalar pasare
las entre esferas de actividad como el derecho, la economía,
la política o la religión. Los valores dan cuenta de la acción
individual en calidad de motivaciones implícitas, a veces
inconscientes, pero siem pre activas. Con la Historia, las
esferas de la actividad social se autonomizan hasta el punto
de entrar en conflicto unas con otras. Marx, por ejemplo, ex
plicaba las revoluciones por el conflicto entre lo económico y
lo social, y subrayaba el carácter inaceptable del desfase pa
ra los productores de riqueza cuando se los excluye del po
der y se los priva de todo papel social predominante, como
ocurrió con la burguesía en la época de la Revolución Fran
cesa. Después de él, otros teóricos, como Gino Germani, vie
ron en el fascismo una reacción violenta de los sectores más
postergados, pero socialmente poderosos, al sentirse supe
rados por esferas económicas más dinámicas aunque, en
general, políticamente débiles. Los ejemplos más conocidos
son los de las sociedades en que hay sectores desfasados en
tre sí, sean más modernos o retrasados, tal como se vio en la
América Latina de las dictaduras militares o en la Italia de
Mussolini. Poco importa que adhiramos o no a este tipo de
análisis. Lo que cuenta es advertir que es un hecho la auto-
nomización de las esferas de actividad y de los valores vin
culados a ellas. Unas y otros no están forzosamente comuni
cados (Habermas), y las disfunciones e incluso los conflictos
son inevitables, por más que quepa preguntarse si la radica-
lización de tales conflictos produce efectivamente revolucio
nes, sean de izquierda o de derecha. Una cosa es segura: pa
ra que la sociedad funcione como un todo es preciso que sur
jan pasarelas entre los valores que expresan aquello que re
sulta esencial en las diferentes esferas de actividad social.
La mediación exige medios y mediadores, y este ha sido
siem pre el papel de los intelectuales. Dichos mediadores
fueron variando a lo largo de la Historia: del mago al sacer
dote? del filósofo al experto y al periodista, la imagen que ha
bía que transmitir les exigió adaptarse, sin que sepamos
bien si fueron los medios los que los condicionaron para que
fuesen lo que son, o si ellos mismos formatearon a los m e
dios para la misión que se les asignaba, redefinida en cada
estadio de la diferenciación social. En cualquier caso, estos
mediadores tienen que reflejar una imagen tanto más glo
bal cuanto que la sociedad se toma más compleja y se rami
240
fica en esferas cada vez más autónomas unas de otras. Ello
las vuelve tanto más frágiles cuanto que se cierran sobre sí
mismas, a la vez que se hacen menos independientes unas
de las otras. El político, por ejemplo, se volvió menos repre
sentativo que nunca, mientras que la democracia se ha ex
tendido a esferas no políticas. El hecho de que el periodista,
y particularmente la televisión, monopolicen la función me
diática repartiéndose la intelectualidad denominada «críti
ca» y la transparencia que suprime el cierre de las esferas se
debe, precisamente, a la multiplicación de estas últimas en
actividades a menudo muy distintas, de valor similar.
¿Cuál es el mecanismo que preside la constitución de es
tas esferas y luego su diferenciación? Hemos hablado del de
recho, de la religión, de la economía, de la política, de la esfe
ra privada o personal (corporal al comienzo). Esto es indu
dable, pero, ¿hay alguna racionalidad que permita clasificar
estas esferas de manera adecuada?
Al principio, en las sociedades no históricas, donde reina
la identidad fuerte, la retórica procede de esta misma iden
tidad fuerte. Las cuestiones son poco problemáticas, y las
respuestas, convencionales, apuntan más bien a resguar
dar la identidad del grupo y la de cada cual en el interior de
este. Hay, sin duda, ethos, pathos y logos, pero no dan lugar
a esferas muy diferenciadas. El mediador, que es el chamán,
aspira a importar —a través de los ritos— la diferencia divi
na hacia la identidad comunitaria que ella asegura. La reli
gión es cosmológica, y la retórica sirve para mediatizar las
diferencias en el interior de la tribu. Sólo con la diferen
ciación creciente, ínsita a la aceleración de la Historia, ha
brá esferas propias (1) del ethos, el derecho, las normas,
dictados por el sacerdote; (2) del logos, que regula los asun
tos de este mundo y que se encarna en la economía, y (3) del
pathos, que rige la relación con el prójimo, la esfera pública
de la política. Antes de autonomizarse, la economía corres
pondía a la administración de la casa (oikos), y antes de di
ferenciarse como esfera propia, el ethos, que no estaba re
servado al derecho (coincidente con el poder y, por lo tanto,
con la política) como ahora, se prolongaba más bien en la re
ligión, que se encarnaría como esperanza y como promesa
de salvación, más que como explicación del orden de las co
sas. Es así como el derecho, la economía y la política se auto-
nomizaron tardíam ente en la historia de la humanidad;
241
ahora bien, puesto que lo que nos está ocupando es lo que
sucede hoy, aceptemos la realidad factual de estas! esferas
propias.
Sin embargo, se perfila enfrente una cuarta esfera: la del
individuo que integra esas normas, las interioriza y las apren
de. Este aprendizaje constituye un capital simbólico, social,
cultural, como habría dicho Bourdieu. Gracias a este ca
pital, los individuos pueden penetrar más o menos cómoda
mente en esas tres esferas, conocer sus códigos y prácticas,
sus ritos y argumentos, y, por lo tanto, adquirir en ellas es
tatus, renta y poder. Hay valores del sí mismo (que no es el
Yo [Moi] -individuo) y una moral fundada en el respeto de los
derechos del hombre, pero hay también valores centrados
en el mundo. La moral asociada pone de relieve el uso de los
bienes de este mundo (pensamos en el utilitarismo, caro a
los anglosajones), y, por último, hay valores que se asientan
sobre los deberes hacia el prójimo —sus poderes, en suma—.
La moral asociada es la de Kant, cuya palabra clave es el
deber, el imperativo categórico. No cabe ninguna duda de
que la educación escolar, respecto de la cual se pretende que
sea la misma para todos, tiene por principal objetivo limar
las diferencias sociales a través de una cultura de base co
mún a todos. Gracias a esta cultura, los individuos circulan
por las distintas esferas de actividad tal como se las descri
be en los cuadros 15 y 16 (insertados un poco más adelante);
si esta cultura llega a faltarles, tienden a quedar excluidos y
a oponerse entre sí, y también a verse dominados por lo ex
traño de unas esferas en las que sólo penetran con dificul
tad. Estas se hallan en manos de los técnicos, y ellos no lo
son, todo lo cual constituye la base de lo que recibe el nom
bre de exclusión social.
¿Qué sucede en cada una de las esferas de actividad? ¿A
qué llamamos exactamente su «autonomía»? Se lo ve a las
claras con la religión: esta comienza por ser un logos, un dis-
curso*sobre el orden del mundo y el cosmos, sobre lo que de
be ocurrir, sobre lo que es justo, y por ende sobre lo injusto,
para terminar encarnándose en lo que cada uno puede espe
rar finalmente para sí mismo. Se pasa así del logos al p a
thos, del pathos al ethos, y cuando hay que cumplir demasia
dos ritos (pathos) se observa un movimiento de balancín ha
cia la interioridad (ethos), lo cual corresponde, por ejemplo
en el cristianismo, a la Reforma. La Contrarreforma de los
242
jesuítas pondrá el acento entonces en el pathos, y esto es lo
que se advierte, por ejemplo, en las iglesias barrocas, en las
que se exaltan pasiones y sentimientos, la ornamentación
retórica y la apelación a lo sensible, que va del temor al
éxtasis, con el fin de motivar al creyente para que no ceda a
la ascesis del espíritu pregonada por el intelectualism o
depurado del protestantismo.
U na esfera que se autonomiza se apodera, pues, por
turno, del ethos, del pathos y del logos. También será este el
caso del derecho. Asimilado al ejercicio del poder, indisocia-
ble de la política y hasta de lo religioso, el derecho se fue ha
ciendo poco a poco «civil», con su protección de los derechos
(primero del soberano y luego de la sociedad en general) y su
delimitación de las obligaciones; además, se ha contractua-
lizado en forma creciente y, junto con ello, se revela cada vez
más formal y más sujeto a procedimientos. Del pathos se pa
só al ethos, antes de que el logos se apoderara de ellos al de
finir normas válidas para todos, normas de las que habrá
que poder deducir lo que es posible hacer en cada circuns
tancia.
Las esferas de actividad que van a surgir así en la mo
derna sociedad democrática2 son el derecho, la economía y
la política.
A las tres esferas del ethos, el pathos y el logos les corres
ponden el derecho, que garantiza la identidad del sí mismo
(o sea, de los seres que pueden decir «Yo»); la política, que
rige las oposiciones, las pasiones, las luchas con el prójimo y,
por lo tanto, el marco común del vivir-juntos; la economía,
que diseña nuestras relaciones con las cosas y con las profe
siones que permiten obtener de ellas una renta. Se trata de
esquemas cooperativos y articulados que estructuran el sis
tema social y, en consecuencia, la vida del grupo. Con la ace
leración de la Historia, el individualismo se profundiza, los
seres se oponen más, argumentan para tener razón, discu
ten para seducir, para convencer, para prevalecer sobre los
otros. El derecho se autonomiza, estructura las diferencias,
las situaciones: aquí los derechos de unos, allí los deberes de
los otros. Todo se diferencia y se jerarquiza. En caso de con
243
flicto se acude al tercero, que simboliza la jerarquía jurídica.
Quien decide y condena es el juez. En política, la jerarquía
se hace burocrática, las luchas se juegan en la confronta
ción. Aquí, el juez será finalmente el elector. Y por último, en
economía, la competencia no es menos ardua, la jerarquía
se afirma en las diferencias de ingresos y de posición social.
El juez, aquí, es el mercado, el consumidor.
religión
|economía |
*1 I política"!
| derecho |
psicología
moral y existencia
creencias y saberes
244
compre y consuma. Tales diferencias quedan así reducidas,
facilitando la posesión de bienes y, en consecuencia, la ad
quisición y práctica de un oficio y el desempeño de funciones
que hagan posible dicha posesión. Se trata de un derecho
para todos, sustentado en el derecho de trabajar. Por últi
mo, la política es el lugar en el que, si estos derechos u otros
no son puestos en vigencia, el juego de diferencias hallará
de un modo u otro su expresión y solución. La expresión so
cial del derecho, de la economía y de la política es el punto de
encuentro de lo individual y lo colectivo. Este encuentro se
encarna en el estatus individual (de la función), las rentas
que el sujeto obtiene de él o del capital anterior, heredado o
acumulado, y del poder del que disfruta en función de su je
rarquía. En sentido amplio, derecho, economía y política re
presentan aquello que puede anular la confrontación ethos-
pathos y permitir la identidad de valores al servicio de am
biciones colectivas, aunque no necesariamente comunes.
245
en el otro, sino su resolución en la victoria, sea judicial, polí
tica o económica. Así pues, para recuperar una «armonía de
las esferas» es preciso implementar la circulación social, en
la cual cada uno pueda ser el otro aun a riesgo de cederle su
lugar.
E sta igualación democrática tiene como contrapartida
positiva la necesidad de negociar con otro que es uno mismo
y de quien, sin embargo, es preciso distinguirse. Esto entra
ña para cada cual, por el hecho de estar implicado en esas
tres esferas de valores, el deber de agradar y seducir, con
vencer y presentar también una buena imagen. Sin esta cir
culación social que hace revivir la identidad a través del de
recho de cada cual a ver recompensada política y económica
mente su idoneidad, el derecho, la política y la economía se
rán, antes que reguladores de la vida social, fuente de vio
lentos conflictos. Siempre son los tres, en alguna medida,
ambas cosas, instrumentos de los individuos y de las nor
mas que se aplican a ellos; pero la proporción tiene aquí im
portancia.
El individuo se inserta en la vida económica con sus ne
cesidades y sus capacidades profesionales. Las diferencias
que debe vencer se materializan en el estatus, la renta y el
poder. Este individuo procura tener un estatus (más) im
portante, que le asegure una buena imagen y un reconoci
m iento social por las funciones que ocupa legítimamente
(ser presidente, jefe, rector, ministro, etc., con los derechos
correspondientes). Busca aumentar su renta gracias a su
actividad, y actuará políticamente para mejorar su suerte
con relación a los dem ás y sobre ellos. E sta libertad de
actuar en lo colectivo y a veces por lo colectivo, en todo caso
sobre él, es la manera moderna que tiene el individuo de
vincularse socialmente con los otros. Ser más, tener más,
ser mejor reconocido por aquellos con quienes se trabaja.
Estos tres parámetros definen la circulación social, es decir,
la posibilidad de superar las diferencias. Dar pruebas de
idoneidad es estar en condiciones de mostrarlo a los otros,
que nos permiten subir los escalones de la sociedad. Empe
ro, el sistema social debe también proteger a los individuos
en cuanto a la posibilidad de realizar sus deseos frente a la
determinación contradictoria de los otros. El derecho es, a la
vez, garantía de individualidad y norma obligatoria para to
dos. En las leyes y en los reglamentos se ejerce el doble jue
246
go de las normas de acción y de las obligaciones impuestas a
cada cual. La política es el lugar en el que las exigencias y
las demandas se expresan colectivamente. Ahora bien, una
vez más, sin movilidad social el sistema político se agarrota
ría, se cerraría sobre sí mismo, pues los hombres de poder se
elegirían unos a otros sin representar aun a sus mandantes.
Este corte y este cierre aislarían al sistema político del resto
del sistema social, y al hacerlo crearían un desequilibrio con
relación al conjunto. Los valores jurídicos, políticos y eco
nómicos o profesionales deben permitir que cada cual goce
de una efectiva movilidad social (el derecho debe garantizar
la igualdad de trato y de oportunidades), y definir esferas de
actividad en las que reine igualmente la movilidad —desde
el interior, podríamos decir—. El estatus, la renta y el poder
deben variar con la idoneidad, y permitir que la eficacia se
traduzca en una accesibilidad y una rotación de los miem
bros que también sean efectivas. Si no es así, el sistema se
bloquea y genera violencia, primero individual y luego co
lectiva. Las esferas de valor, que se sustentan en los dere
chos y los deberes, en las necesidades, las demandas y los
deseos, en los poderes y la eficacia, autorizan a evaluar esa
circulación social y el papel que desempeña en ella la idonei
dad de cada uno para acceder a los puestos, incluso los más
importantes. Las profesiones, en las que se juega ese ascen
so social, deben estar jurídicamente legisladas y política
mente reguladas; esto significa que el derecho debe garanti
zar la identidad de cada individuo, y la política, las diferen
cias respectivas. Es verdad que la individualidad tiene su
esfera privada, pero, en cuanto esfera de acción en el seno
del grupo, está sometida a normas y restricciones, así como
a las posibilidades económicas y políticas que permiten su
perar las situaciones fijadas a priori. Sin esta circulación so
cial ascensional, sin la preocupación de que la condición de
este ascenso sea la idoneidad, no hay comunidad posible, y
el grupo se divide, fracciona y fractura. El derecho cristaliza
las identidades, la economía las regula, la política las expre
sa como diferencias. Esto explica la obsesión del poder por
vencer, y del dinero por existir. Una panoplia de finalidades
fragmentadas y acosadoras, y que pretenden ser resoluto
rias, pautará entonces las existencias individuales sin que
ya nada sustancial las unifique. Esto es quizá lo que Zyg-
munt Bauman llamó «licuefacción de la sociedad».
247
7. Los conflictos de valores
o el ethos contra el pathos
¿De dónde vienen los conflictos entre los individuos? De
desacuerdos en materia de valores, pues estos expresan el
distanciamiento entre ellos y también los posibles puntos de
acuerdo. La contradicción surge de la relación (del ethos) con
el pathos, lo cual significa que — remitiéndonos al cuadro—
un conflicto de valores está determ inado p o r una m ism a
línea horizontal. Los valores definidos por la columna del
ethos no son forzosamente intercambiables con los que ha
llamos en la columna del pathos, y es entonces cuando hay
conflicto. Examinemos esto con más detenimiento.
Entre los más conocidos conflictos de valores, pensamos
en el que enfrentaba a Antígona con Creonte, conflicto entre
la ley del corazón y de los lazos familiares (Antígona) y la ley
civil (Creonte): la salvación contra el orden social, la vida
contra la ley. Señalemos que durante el «período axial» de
las religiones (situado entre los años 800 y 500 a.C.), cuando
aparecen Confucio, Buda o los profetas de Israel para reac
cionar contra las religiones oficiales —que se verticalizan
m ediante la institución de sacerdocios—, se observa una
valorización de la salvación personal. Se prioriza la bús
queda de fines individuales, opuestos en general a un orden
social poco satisfactorio. La columna del ethos se pone, por
decirlo así, en marcha.
La variación, que va de la identidad a la diferencia, es la
expresión por antonomasia de la oposición creciente, oposi
ción entre los grupos y entre los individuos. ¿Cuál es el valor
que prevalece?: ¿el del individuo o el del grupo?, ¿el de A o el
de B?, ¿el que defiende la religión A o el que quiere encarnar
la religión B? Ya habíamos visto esto con la oposición del
ethos centrado en el sí mismo y el pathos, que es el otro. ¿El
sí mismo primero? De hecho, la gente suele razonar de ese
modo„pero los valores de alteridad son también dominan
tes, puesto que uno es siempre el otro de otro, que puede
aportarnos algo o tomarlo de nosotros, o imponernos una
obligación. El cuerpo-sí mismo contra el cuerpo-otro, la obra
contra la acción, como diría Arendt. Mi deseo tiene el mismo
valor que el vuestro. Mis derechos son valores, la libertad es
un valor, pero la obligación que la limita también lo es. De lo
contrario reinaría la barbarie, los ciento veinte días de So-
248
doma, la selva, la exclusiva ley del más fuerte. Deseos con
tra demandas del otro, libertad contra obligación, «ser o no
ser», en suma, un monólogo shakespeareano que resume la
deliberación (vertical) entre nuestros deseos, nuestros dere
chos y nuestra identidad, y hasta nuestro estatus. Hable
mos del estatus: ¿no se trata de un valor que se opone al del
poder? La imagen de sí, dice Hobbes, ¿no es lo que provoca
la reacción del otro, que quiere dominar tanto como lo quie
ro yo, en nombre de la misma imagen de sí mismo que la que
tengo de mí? Ethos contra pathos, porque yo es otro* y, fi
nalm ente, no lo es. Los valores reúnen, y puesto que los
otros sostienen los mismos, surgen la oposición y la lucha.
Hay que organizar la rivalidad en justa competencia. ¿Y
mis virtudes? Honestidad, sentido de la justicia, modera
ción en las pasiones, pericia, conocimiento de los problemas,
autoridad para aportarles una respuesta, pueden oponerse
a la escucha del otro, a la compasión y a la generosidad. La
justicia rara vez es generosa. Por otra parte, no tiene que
serlo, si lo que se anhela es que los culpables no reincidan.
Los valores que unen son los que niegan la distancia, como
la generosidad, precisamente, o la compasión. Hay que po
der entonces afrontar la ingratitud, que permite al otro re
cuperar una diferencia propia que le ha sido arrebatada. En
una época en la que cada cual quiere creer que no le debe
nada a nadie salvo a sí mismo, es raro que los individuos
sean agradecidos: tendrían la impresión de perder una par
te de sí mismos, de traicionarse o, simplemente, de recono
cer una debilidad. La envidia y la ingratitud forman el Ja-
nus bifrons de la insoportable desigualdad: la desigualdad
que consagra el mérito de los otros es tan insoportable como
la que se ejerce en la generosidad que nos demuestran.
La última línea del cuadro 14 es la del valor que se obje
tiva: las opiniones de unos, las cuestiones que se plantean
los otros, acerca de estas opiniones, por lo demás, y final
mente los hechos valorizados como argumentos de base. La
oposición nace de las opiniones y del cuestionamiento que
generan. En nuestra sociedad, en la cual una igualación
* «Je est un autre», célebre frase del poeta Arthur Rimbaud. Se trata
aquí del pronombre personal ye», pero con carácter sustantivo, a diferen
ciar de los «moí», también sustantivos, que aparecen en el texto. Cuando
«yo» corresponde a este empleo de «je», agregamos el término francés entre
corchetes. En algunos casos, se añade asimismo «moi». (N. de la T.)
249
creciente debilita la autoridad, se observa un doble fenóme
no. Primero, una mayor judicialización, destinada a zanjar
conflictos cada vez más numerosos, como se observa en Es
tados Unidos. Luego, la igualación más acentuada conduce
a relaciones crecientemente caracterizadas por la retórica y
hasta por la imagen, donde los problemas surgen, más que
del a d rem , de las relaciones intersubjetivas y de la bús
queda de aprobación y reconocimiento mutuos. El objeto de
la retórica es la distancia entre las personas. Esta fragiliza-
ción de los seres, de su ego, encuentra su eco en la inquietud
por la transparencia política y por la sinceridad individual.
Los debates están más personalizados, pero el desafío in
tersubjetivo, que es m ás importante, engendra también
más violencia.
Concluyamos. En este cuadro, la verticalidad es fuente
de d ilem as, mientras que la horizontalidad lo es de conflic
tos. ¿Es posible zanjarlos? Sin remitirlos a un valor de una lí
nea antes por lo menos, sin recurrir a lo abstracción que eli
mina (¿ficticiamente?) las distancias, hacen falta valores de
encuentro en los que la diferencia etkos-pathos-logos deje de
operar, en los que yo \je\ sea verdaderamente otro, en los que
el derecho y el deber formen una unidad, por ejemplo. Em
pero, esta identidad vale para todas las líneas, condición pa
ra que no haya conflicto. En esta invención comienza real
mente el arte del orador y la retórica se transforma en téc
nica (Aristóteles). En síntesis, cuanto más altamente pro
blemática es una cuestión, más potencialmente elevado es
el conflicto. Se lo desactiva restableciendo la distancia, lo
cual permite objetivar el problema (sobre todo, mediante la
resolución judicial) argumentando el pro y el contra. La vi
da social está fundada sobre la distancia, que es preciso ne
gociar incesantemente, en cada encuentro. A partir de ella,
cada cual exhibe su rango, su estatus, y retoriza las cuestio
nes que pueden surgir desactivándolas a través de la forma.
La cortesía, los temas neutros, son también procedimientos
retóricos que apuntan a esta desproblematización de las re
laciones humanas.
250
¿Cómo se negocia la distancia
entre individuos?
251
cual es, o sea, la distancia social que con frecuencia encar
namos a priori. Negociar la distancia, a menudo más social
que física (esta se h alla garantizada jurídicam ente), es
hacer aceptar la legitimidad del propio punto de vista, de
aquello por lo cual uno está donde está, tanto como hacer
valer lo que uno dice. Ahora bien, para llegar a un acuerdo
se requiere también que la imagen que nos hacemos del otro
se adecúe a lo que él es efectivamente. Esto sólo sucede al fi
nal del proceso argumentativo, pues la retórica integra el
desajuste en sus procedim ientos discursivos generales.
¿Debe recordarse, entonces, que cuanto más débil es la dis
tancia, más inmersos estamos en el pathos, y que, en cam
bio, lo estamos más en el ethos cuanto más fuerte es esa dis
tancia?
252
sorpresa puede ser grande. Lionel Jospin nos proporciona
un buen ejemplo al respecto. Cuando se presentó a la elec
ción presidencial francesa de 2002, todo su discurso se sus
tentaba en la rigurosidad de su gestión como primer minis
tro. Esta idea, acorde con su cultura protestante, era la del
buen balance económico. El problema residía en que los
franceses no querían elegir a un contable, sino a un hombre
que tuviera alguna visión de futuro. El desajuste se reveló
de manera flagrante en el momento de la votación, ya que
Jospin no obtuvo los sufragios suficientes como para pre
sentarse a la segunda vuelta de la elección presidencial. He
aquí la prueba de que, con su discurso, proyectó sobre los
franceses una imagen de su auditorio que no se correspon
día con el auditorio efectivo de sus electores. Este fue el mo
tivo del fracaso.
¿Cómo funciona realmente, entonces, la comunicación?
Para la concepción tradicional, debemos tener un locutor,
un receptor y un mensaje. Este esquema tradicional, toma
do de la tripartición ethos-pathos-logos, no fue pensada, en
verdad, tanto como se habría necesitado. Lo encontramos
en diferentes concepciones sobre el lenguaje y en muchos
autores. Jakobson recogió la tripartición exactamente como
es, en tanto que Austin hablaba de dimensión ilocucionaria
respecto del ethos, de perlocucionaria respecto del pathos (se
trata del efecto del discurso) y de locucionaria respecto del
logos. Sin embargo, ya a comienzos del siglo XX el lingüista
alemán Karl Bühler había reivindicado el viejo tríptico al
hablar de expresión, referencia y persuasión. Dicho esto,
queda claro que sólo al final del proceso se alcanza una rela
ción tan depurada, cuando uno está convencido racional
mente o persuadido emocionalmente. Antes de ello, el ethos
y el pathos se desdoblan. Incluso el ethos puede desdoblarse
en el orador mismo, desde el momento en que este se hace
una im agen ideal de sí, desajustada, como todo ideal, res
pecto de la realidad. La comunicación no puede explicarse
por una simple relación de efectividad, puesto que ello ex
cluiría cualquier desvío posible entre lo que queremos decir
y lo que decimos, entre lo que pretendemos ser y lo que so
mos. Es sabido que un hombre enamorado adornará a su
bienamada con todas las virtudes, hasta el punto de provo
car una sonrisa en quienes la conocen «de verdad». Así nació
la expresión «el amor es ciego». Pero el odio también lo es.
253
Uno suele presentar a los seres que detesta como carentes
de cualidades auténticas, lo cual torna poco creíble el dis
curso negativo, pues se lo juzga excesivo, dictado solamente
por la pasión.
¿Cuáles son las características propias del ethos efectivo?
¿Qué hace este ethos, exactamente? En la relación ethos-pa-
thos-logos, se consagra a una cuestión cuya respuesta él ex
presa por medio del logos, sabiendo que hay una diferencia,
una distancia (pathos), que lo separa del otro, distancia que
de este modo negocia.
El pathos que el orador imagina, la imagen que se hace
de su auditorio, es decir, su receptividad, es un pathos pro
yectivo, aun cuando este orador crea que no se engaña acer
ca de lo que este auditorio es efectivamente. Puede no cono
cer a cada uno de sus componentes, o bien la distancia pue
de generar cierta opacidad, o bien el orador puede, simple
m ente, proyectar sus expectativas como si el otro debiera
plegarse a ellas porque él lo afirme. Cuando se habla de p a
thos proyectivo, muy a menudo se olvida que la imagen que
nos hacemos de los demás está mediatizada por la que ellos
se hacen de sí mismos. En nuestra sociedad de imágenes,
m uchos actores sociales fantasean su propia vida, pero
también —y quizá sobre todo— lo que ellos mismos son. Por
otra parte, suelen imaginarse más de lo que son, y experi
m entan a la vez la angustia de no adecuarse a la imagen
que se han forjado de sí mismos y que insisten en querer
presentar a los demás. Así se explica que hoy en día una ni
miedad pueda desestabilizar a los individuos, humillarlos,
contrarrestar sus defensas, lo cual permite advertir hasta
qué punto la relación con el prójimo es percibida muy fre
cuentemente, y a partir de demandas muchas veces insigni
ficantes, como un verdadero cuestionamiento. La imagen
que los individuos quieren ofrecer de sí mismos es, enton
ces, el revelador de una simple construcción, en definitiva
bastajate frágil.
En la relación ethos-pathos-logos, el pa thos proyectivo
remite a una triple respuesta: la comprensión de lo que el
orador quiere decir («¿Cuál es la cuestión?» es, por lo tanto,
su cuestión propia), la adecuación de la respuesta y el inte
rés persuasivo de sus manifestaciones. Si me dirijo a al
guien, hago esta triple hipótesis: la diferencia será anulada
por la persuasión, mi respuesta será considerada adecuada
254
y el otro habrá comprendido tanto mi punto de vista como
mis intenciones. Pero el auditorio no reaccionará forzosa
mente como yo lo imagino o espero. El pathos efectivo, es de
cir, el auditorio real, es movilizado por otros parámetros. En
el plano de su ethos, de su opinión, será la diferencia de pun
tos de vista la que lo hará reaccionar. Y si bien el logos debe
ser capaz de integrar las respuestas a sus cuestiones, es su
subjetividad la que constituye su pathos. Con estos tres ele
mentos en su cabeza, se dirigirá al orador, y hasta corregirá
lo que dijo, según las modalidades que hemos estudiado con
anterioridad (cuadros 7, 8 y 9). También el auditorio efectivo
bosquejará un cuadro del orador implicado en una relación
ethos-pathos-logos, y se hará de él una «idea», es decir, una
imagen. El auditorio va a percibirlo con ciertas intenciones
y con determinada identidad, real o solamente proyectada.
Evaluará su discurso según el grado de sinceridad respecto
de sus intenciones, y apreciará la relación con él, el audi
torio, en función de los valores que él encuentra o escarnece;
en todo caso, que él expresa.
Esto da el cuadro siguiente:
t
pnths u
1 ^ _______ pathoa proyectivo
etho» diferencie de puntos de vista comprensión de aquella de lo que ee cuestión
logot respuesta a bus cuestiono* adecuación de la respuesta a la cuestión
pathoa movilización de loa persuasión: ¿se tra ta de la respuesta «correcta»?
emociones y las creencias
255
forzosamente con la im agen que nos hacemos de ella. No
hablemos siquiera del caso en que el auditorio es heteróclito
por la gran cantidad de individuos que lo componen y que no
conocemos. Siempre hay un desajuste, por débil que sea, en
tre el auditorio real, efectivo, y aquel que imaginamos, por
que es preciso hacerse una idea de aquellos o aquellas a
quienes nos dirigimos si aspiramos a convencerlos, encan
tarlos, seducirlos, divertirlos o hacerlos actuar o juzgar
acerca de una cuestión en particular, tal como lo desea el
orador. Este último proyecta entonces sobre sus interlocuto
res aquello que los motiva o que eventualmente los reúne:
para no fracasar en su objetivo, debe integrar sus diferen
cias respecto de él mismo. Debe imaginar las emociones que
los atraviesan en relación con la cuestión planteada, pero
también los valores que sus interlocutores pueden defender
y que van a incidir en la apreciación de lo que él dice. El au
ditorio proyectivo no es otra cosa que el conjunto de las ca
racterísticas a él atribuidas y que lo definen a los ojos del
orador. El auditorio efectivo es el conjunto de las carac
terísticas que surgirán, en los hechos, de la confrontación
con dicho orador. Este deberá entonces corregir, si puede,
las proyecciones que efectuó sobre el auditorio para —per
m ítasenos la expresión— no volver a errar el blanco. Las
flechas entre el orador efectivo, el orador proyectivo, el audi
torio efectivo y el auditorio proyectivo son la expresión de
estos ajustes sucesivos. Tales ajustes, que se producen per
m anentem ente en los diálogos cotidianos, responden a la
discrepancia entre lo que uno cree del otro y aquello que
este muestra realmente de sí y que, por otra parte, a menu
do él mismo modula. Es frecuente que uno se esconda tan
tas cosas a sí mismo como sobre uno mismo. Por su parte, el
auditorio procede del mismo modo con el orador. Imagina lo
que pueden ser realmente su carácter, sus intenciones, sus
diferencias, sus modos de enfocar los problemas que pre-
tendejresolver, etc. El auditorio proyecta sobre el orador una
imagen que es fruto del proceso de adaptación retórica, pero
el orador real está más allá de las expectativas, de las im
presiones, incluso de la relación que lo vincula al auditorio.
También en este caso, el desajuste entre lo efectivo y lo pro
yectivo se revelará durante el intercambio o, simplemente,
cuando el auditorio tome conocimiento de la respuesta pro
puesta por el orador.
256
Tratemos en primer lugar del ethos efectivo, que negocia
una diferencia con el otro (pathos) ofreciendo la respuesta
(logos) a la cuestión recibida de este o que él mismo (ethos)
ha planteado. El orador se dirige a un auditorio sobre el cual
proyecta una articulación complementaria y vinculada a las
tres dimensiones siguientes: la comprensión de la cuestión,
la percepción de lo adecuado de la respuesta y la persua
sión, que se produce cuando el auditorio toma conciencia de
que el orador ha respondido adecuadamente. Ahora bien,
esta es quizás una expectativa ilusoria. El auditorio efecti
vo, que responde con su diferencia, está preocupado por sus
propias cuestiones y animado por emociones y creencias de
índole personal. Si no hay desajuste, la persuasión alcanza
rá a la subjetividad real del auditorio, y la adecuación de la
respuesta conducirá a cierta comunión con este. El audito
rio, al responder, por ejemplo para corregir al orador, para
agregar algún matiz o bien para oponérsele, también va a
imaginar que dicho orador no tiene más propósito que el de
adaptarse a él. Proyectará sobre el orador ciertos valores
(pathos), cierta manera de responder que debe generar con
fianza (logos), y reconstruirá, asimismo, la identidad y las
intenciones del locutor equivocándose, quizás, a su vez.
La negociación de la distancia con miras a un acuerdo
entre individuos (en muchos casos, irrealizable) se muestra
en el cuadro 17 mediante las flechas. ¿Qué es el acuerdo si
no la desaparición de tales flechas, gradual o supuesta? Es
to lleva a considerar que el acuerdo no es otra cosa que un
orador y un auditorio que coinciden en una respuesta, en
una concepción, en una idea, como consecuencia de lo cual
suele perderse de vista que ello es tan sólo el resultado final
de un proceso en el que tanto orador como auditorio se ha
bían desdoblado primero en proyectivo y efectivo. El acuer
do se obtiene cuando lo que quiso decir el orador (E por ethos
y p por proyectivo, o sea, Ep) y lo que dijo efectivamente (Ee )
son una sola y misma cosa para el auditorio, y que este últi
mo hace suya la respuesta en conformidad con sus valores
efectivos, lo cual determina también aquí una identidad en
tre el auditorio (P por pathos) proyectivo y el efectivo: Pp =
PE. Así pues, el acuerdo se define como Ep = Ee ----- >E, y Pp
= PE----- > P, y entonces se tiene E + P + L = 0; es decir que la
relación del ethos E con el pathos P es exactamente confor
me con lo que se dice, para las dos partes: E + P + L. Si ope
257
rásemos sobre la distancia o sobre la cuestión, deberíamos
arribar al mismo resultado. Es posible imaginar, sin duda,
que el orador se las ingenió para obtenerlo valiéndose de su
imagen, pero esto sería una manipulación, cuando, en rea
lidad, Ep * Ee . Cabe imaginar también, en la otra punta del
espectro de posibilidades de acuerdo, un simple malenten
dido: PE * P p El orador creía que tal o cual argumento, tal o
cual expresión, iban a agradar a su auditorio, pero, de he
cho, se comprueba que esta proyección es ilusoria; y aunque
el auditorio adhiera a él durante cierto tiempo, puede des
pertarse de pronto y poner las cosas como estaban.
El acuerdo realiza la unidad puntual de lo proyectivo y lo
efectivo sobre una cuestión dada. En cambio, el desacuerdo
deja intactas las diferencias entre lo proyectivo y lo efectivo,
deja intacto aquello que genera distancia entre los indivi
duos, aunque eventualmente estén próximos.
El amor es un caso interesante para estudiar. La retórica
está omnipresente desde el amor cortés hasta la seducción
actual. El amor no elimina ciertas diferencias, sino que pre
tende anularlas totalmente, de modo que ya no quede espa
cio para ninguna distancia entre los amantes. Ello genera
una especie de acuerdo que presume de «global» (en argu
mentación, por el contrario, este acuerdo recae sobre una
cuestión específica y no sobre todas las respuestas), pero
que es puramente ficticio y tributario de la imagen que cada
cual se proyecta del otro. El amor se sustenta sobre esta
imagen y no sobre la realidad efectiva (con la cual habrá que
transigir, pero con posterioridad, si es que la hay), hasta el
punto de que a menudo nos preguntamos a quién amamos
realmente cuando amamos a alguien. De manera concomi
tante, cuando el amor desaparece, uno tiene la sensación de
haber sido engañado —intelectualm ente, se entiende—,
pues el desajuste se impone y uno se percata del peso que
tuvo en aquel lo proyectivo. En el desamor es muy frecuente
q u»el amor se convierta en odio, para restablecer así una
distancia que no tendría que haberse disipado en la fanta
sía de lo proyectivo. El amor es una proyección del «asenti
miento total», es ante todo una retórica; pero el odio, que 11
menudo le sucede, no lo es menos. El odio amplifica la ale
gría de recuperar una efectividad destinada a contrarrestar
esa proyectividad de la que el enamorado no era plenamen
te consciente y que lo angustiaba. En definitiva, el amor,
258
que se juega en la distancia entre los individuos, transforma
la efectividad de esa distancia en una relación fantasmática
y puramente proyectiva.
El desacuerdo, simbolizado por Ep * E e y PE * Pp remite
a un flechado sin saturar. Este desacuerdo puede recaer so
bre los valores, sobre la respuesta, sobre las diferencias sub
jetivas irreconciliables, y no sólo sobre la respuesta misma o
sobre la pertinencia (objetiva o para el individuo) de la cues
tión suscitada.
Cabe interrogarse, además, sobre los diferentes casos
posibles de ruptura entre lo efectivo y lo proyectivo. Un mal
entendido, por ejemplo, no es otra cosa que la equiparación
indebida del auditorio proyectivo y el auditorio efectivo, co
mo consecuencia de la cual el orador supone que es com
prendido por el auditorio real según él lo imagina y con arre
glo a sus expectativas. Cuando tome conciencia de que se hi
zo entender mal y de que el mensaje que quería transmitir
no fue percibido como él lo creía, va a corregir dicho mensaje
(en nuestro cuadro, esto se indica en el flechado). En reali
dad, el orador no respondió como el auditorio esperaba, las
emociones generadas no son las que debieron ser, lo cual
puede ser imputado por el auditorio a los valores o incluso a
la falta de sinceridad de su interlocutor. A la inversa, el ora
dor «perfecto» —entiéndase: el manipulador— se forja en el
molde de lo que el auditorio quiere y espera oír de él. Cons
truye su auditorio en función de los valores que este quiere
ver asegurados, de las emociones a las que es afecto, de las
cuestiones que espera ver resueltas por un orador sincero.
Una argumentación exitosa debe brindar respuestas que
coincidan con los valores del auditorio, que pongan a distan
cia las que este rechaza, que exalten sus emociones y hasta
sus pasiones, y ello, con la mayor sinceridad del mundo. Ra
ra vez se cumple esto de entrada, pues de lo contrario no ha
ría falta argumentar. Sospecham os que la retórica que
mejor lo consigue es el discurso del seductor, o de la seduc
ción en general. En la vida diaria, los desajustes, y por ende
los reajustes, son naturales e inevitables; hasta son política
m ente sanos, pues denotan la pluralidad de opiniones y
valores propia del régimen democrático.
Una respuesta que no tome en cuenta las diferencias in
dividuales, los valores y los problemas del otro tiene, nece
sariam ente, pocas posibilidades de imponerse ante él. Si
259
además se opone a sus creencias y, por lo tanto, a sus pro
pias rispuestas, es decir, en última instancia, a sus valores
y emociones, el conflicto es inevitable.
El orador puede también apostar su estrategia a un de
sajuste entre la imagen que él quiere dar y la que supo des
doblar intencionalmente; así sucede en la publicidad, en la
cual una star, una top model, una actriz famosa por su belle
za, sirve para dar valor a un producto cosmético, perfume,
champú, crema de día o de noche, gel contra la edad o contra
las arrugas y vaya a saber qué más. La imagen hace las ve
ces de proyección de un auditorio que quisiera ser una star,
una top model, una mujer joven, bella y famosa. Cuando no
lo es, la imagen hace creer que, aplicando ciertas recetas
relacionadas con el producto, estará mejor y, por lo tanto,
más cerca de la imagen proyectada. El deseo se inscribe en
tonces en el flechado, jam ás saturado. Algunas mujeres
anhelan ser efectivamente tal o cual actriz, mas esto es sólo
una proyección del deseo, un puente para el anhelo de tener
el mismo cabello que Penélope Cruz, la m isma distinción
que Catherine Deneuve, la misma sensualidad que Angeli
na Jolie: se sugiere o afirma que esto es posible gracias al
producto que ellas utilizan. Al no poder ser lo que ellas son,
no pueden sino desear tener alguna característica común.
Ahora bien, mientras que en el caso de la publicidad uno
sabe a quién se dirige (PE = Pp), en retórica, en términos
generales, esto no siempre sucede. En política, el candidato
a una elección se presenta al sufragio de un auditorio hete-
róclito, pero, contrariamente a lo que suele pensarse, quiere
encarnar al personaje que proyectan sobre él sus electores
operando sobre los valores que estos desean ver defendidos.
Publicidad y política suelen amalgamarse, no obstante, en
la mente de los críticos de la sociedad capitalista, pero esta
amalgama es fruto de una incomprensión de las dos retóri
cas que presiden estas actividades, y que son diferentes.
260
3. ¿Cuáles son las consecuencias del desajuste
entre el orador proyectivo y el orador efectivo?
El flechado del cuadro 17 muestra el del ajuste necesario
para llegar a un acuerdo y al mismo tiempo rem ite a los
desajustes que lo impiden. Empero, la retórica no se reduce
a la argumentación, y los desajustes entre la imagen del
orador (y del auditorio) y la realidad no son, por fuerza, lo
que se busca anular, hablando literalmente o no. Esto es
muy claro en dos ám bitos que son característicos de la
retórica: la publicidad y la literatura. En ellas, la finalidad
de la acción retórica no es llegar a un acuerdo o resolver un
desacuerdo. No es este problema el que las anima, pues, en
su caso, la argumentación no es, de por sí, la modalidad que
adopta la retórica en la materia. El hiato entre lo proyectivo
y lo efectivo tiene, pues, otra significación. La cuestión no es
externa, no está «sobre el tapete», como se dice, sino que es
interna, a través de la resolución que ofrece el logos tanto en
la publicidad como en la estilística. En literatura, la distan
cia entre los individuos, el lector y el autor (o el narrador), es
crucial: el placer estético tiene por objeto la diferencia, la
distancia que el arte introduce en los seres y las cosas, a
veces los más familiares.
En literatura, es evidente —y resulta trivial repetirlo—
que el autor y el narrador son distintos, así como el lector
implicado es distinto del público real, al que no se conoce.
También aquí tenemos EP * Ee , y Pp * PE, pero este desa
juste no tiene valor de desacuerdo, por cuanto la narración o
el poema no buscan ofrecer argumentos explícitos. No hay
ninguna cuestión externa que resolver. Si la hay, estamos
en otro caso, el del derecho, en el cual se parte, antes del
conflicto y de la invocación de «sus derechos» por el litigan
te, de una situación:
Ep * Ee ----->PE = Pp
Pp * PE----->Ep - Ee
261
El desacuerdo no se soluciona ya con el otro, sino que, dada
la importancia de restablecer la distancia, requiere el arbi
traje de un tercero: se explica de este modo el papel que
cumple el juez.
Por el contrario, en retórica strieto sensu —es decir, en la
retórica entendida como conjunto de procedimientos estilís
ticos, y no como disciplina—, Ep * Ee , Pp * PE tiene la con
secuencia de transferir al logos el elemento estructurante
de la relación, tal como ocurre con la argumentación en el
derecho. Así se explica que a menudo se haya caracterizado
a la retórica tanto por el logos epidíctico literario o estiliza
do, propio sobre todo de la literatura, como por el logos argu
mentativo, conflictivo, fundado en el desacuerdo y en la con
tienda, propio del derecho. La retórica y la argumentación
se han repartido, pues, el campo retórico como retórica de
las figuras y retórica de los conflictos, respectivamente.
Si se recurre a la argumentación porque la cuestión que
se plantea genera un debate, los argumentos serán más
«objetivos» y neutros cuando la distancia es fuerte porque,
en este caso, el pathos desempeña un papel menor. Esto es
lo que distingue a una argumentación que objetiva los argu
mentos como valores y no como racionalización de pasiones.
Pensam os en el debate entre Nicolás Sarkozy y Ségoléne
Royal. Argumentación racional versus argumentación pa
sional (con frecuencia, más ad hominem). Cuando la distan
cia es fuerte y la cuestión no es muy problemática, la retóri
ca es poco argumentativa: estamos en el uso codificado pro
pio de una distancia social fuerte. El orador efectivo coincide
con el orador proyectivo y la distancia anula en cierto modo
la diferencia entre ambos: el orador efectivo se encarna en el
papel que desempeña y que se espera verlo desempeñar. No
hay más problema que cerciorarse de que no están surgien
do problemas reales. Este costado desprovisto de asperezas
es el correspondiente retórico del acuerdo argumentativo,
una"especie de acuerdo sin debate previo, típico de lo que se
ha llamado «género epidíctico». La distancia fuerte, sobre
todo en sus aspectos sociales, constituye su dato preliminar.
La gran diferencia entre lo epidíctico y la estilística literaria
depende de que la cuestión caiga o no en el interior del dis
curso. En la oración fúnebre, en las charlas convencionales
de la vida cotidiana, la necesidad de estos discursos surge
cuando se trata de un contexto en el cual una cuestión se
262
plantea p o r fuera del discurso y es fuente de este. Distinto
es el caso de lo literario, que autocontextualiza cuestiones,
puesto que las inventa en el interior del relato, del poema o
de la obra teatral. En lo epidíctico no hay desajuste entre Ep
y Ee , como sí lo hay, en el discurso literario, entre el na
rrador y el autor, entre el «yo» [/e] y el poeta, o entre el dra
maturgo y sus personajes. En la retórica tradicional tenía
mos la relación siguiente:
263
lo proyectivo sirve para despertar el deseo de acercarlos,
más que para perseguir algún acuerdo. Esto es manifiesto
en la publicidad. La distancia entre lo efectivo y lo proyecti
vo se produce a nivel del ethos, que consagra el de la marca o
el producto, por un lado, y el de la persona que lo encama,
por el otro, persona que le sirve de proyectivo. Se tiene
Ep * Ee para un público predeterminado y que será efecti
vamente el que comprará el producto: Pp = PE. Si el autor
del mensaje, la marca, juega con el desajuste entre la ima
gen propuesta y él mismo, lo que quiere es inducir en ese pú
blico el deseo de tomar conciencia de ese desajuste procu
rándole la impresión de que es posible neutralizarlo si el
cliente tenido en mira compra la marca. Si una mujer com
pra los productos L’Oréal, por ejemplo, es porque espera ser
tan bella y deseable como Penélope Cruz o Sharon Stone. Lo
proyectivo, la proyección, es el dispositivo destinado a hacer
comprar, no lo que ellas encarnan, sino el producto que en
salzan. Lo real es el producto, como si este fuera el orador
efectivo, aunque subyacente. La marca habla, promete una
identidad, así sea parcial, con el ser que ella proyecta en la
pantalla de televisión. La mujer que compre lo que la con
vertirá, como se afirma, en una de esas actrices o modelos
de cabello o tintura perfectos será un poco ellas. El deseo re
side en ese afán de acercarse a lo que estas actrices o mode
los son, gracias al producto que utilizan y que supuesta
mente las hace ser lo que son. Ellas «son» la marca del pro
ducto, su imagen, su portavoz, y al comprar este producto la
compradora realiza la identidad Ep = Ee : estas stars «son»
L’Oréal, y al comprar L’Oréal, en algún punto, la comprado
ra «es» ellas; el deseo es un deseo de identidad, y la suya pa
sa a ser la nuestra. En la publicidad, el que habla debe dar
acceso a la efectividad del producto, pero sin la compra sub
sistirá la discrepancia.
Ep * E e -------► PP= PE
4_____ I
deseo
Ep=
264
conflicto es entonces inevitable. El debate será apasionado,
por cuanto la cuestión que divide constituye un problema.
Como en el proceso judicial en derecho, hay ruptura de PE y
Pp, lo cual obliga, en caso de argumentación no resuelta, a
buscar un «auditorio universal», como diría Perelman, que
no es otro que un auditorio proyectivo al que hay que apelar
para decidir. En el derecho, ese auditorio es el juez; en la
política, el elector.
Derecho y política cuando la cuestión es externa, publi
cidad y estilística literaria cuando la cuestión es interna
—por lo tanto, argumentación y retórica, respectivam en
te— , constituirán así los grandes géneros de la retórica
contemporánea, géneros que con excesiva rapidez fueron
reducidos al derecho, la política y la literatura, sin duda,
porque lo que se tenía sobre todo en mente eran el ethos, el
pathos y el logos, a los que se consideraba sin tener en cuen
ta el papel que cumplían tanto la distancia entre los indivi
duos como la cuestión, que es más o menos problemática.
Ep = Ee era el derecho, los valores éticos que este defendía;
Pp = PE, cuando el acuerdo político se realizaba; LE = Lp
(L = logos) para el género epidíctico, que debía consagrar el
discurso esperado, tal como se lo imaginaba, pronunciado
efectivamente en el contexto en el que debía serlo. Empero,
estas identidades suponían que se había superado todo de
sacuerdo y que, por lo tanto, forzosamente había tenido
plena realidad una distancia previa, con sus discrepancias
entre el auditorio imaginado y el auditorio real en el caso de
la política; o bien suponían, en el caso del género epidíctico,
que se había construido una identidad ideal por la cual re
sultaba placentero un discurso del que se había borrado, da
do que se la había desplazado, toda argumentación. En de
recho, cuando se anticipa lo que se debe respetar, se tiene la
identidad Ep = Ee y se está, en consecuencia, más allá de los
conflictos, de los procesos judiciales, de las violaciones del
derecho y de los derechos que conducen a ello. Olvidemos
estos géneros basados en el acuerdo después del desacuerdo
o que pretenden anularlo. Hablemos más bien de usos del
discurso y de prácticas que se basan en la acción retórica,
usos y prácticas que la encarnan y que no pueden prescindir
de ella para llegar a buen puerto.
265
4. Conclusión
Cabe resumir lo que se acaba de exponer en un cuadro
como el siguiente:
E ,* E P
retórica argumentación
266
por su parte, apunta a eliminar la conflictividad con quienes
van a decidir e incluso, a menudo, con los otros. Se trata de
hacer admitir, reconocer y legitimar puntos de vista diferen
tes aproximándolos, precisamente para reducir el grado de
conflictividad; pero esto no siempre es posible, y así se expli
ca la diferencia con el derecho.
Sea como fuere, dado que todos estos géneros retóricos
provienen de una relación en la cual el orador efectivo reve
la estar desfasado respecto de lo que él mismo pretende ser
o del modo en que se lo imagina, o respecto de lo que es legí
timo esperar de él, se comprende que el derecho, la política,
la publicidad y la literatura hayan sido privilegiados por la
escena retórica. Así pues, un género es el tipo de cuestiones
cuyo planteo es esperable por el auditorio. Si la retórica con
quista otros ámbitos, ello sucede, entonces, por extensión.
Los géneros retóricos ya no se definen en relación con la con
flictividad anulada de lo epidíctico, o con la conflictividad
resuelta tal como se la encuentra en lo deliberativo y lo jurí
dico, sino en función de las diferentes estrategias del orador.
Este debe hacer frente a cuestiones más o menos problemá
ticas en el interior de una relación, decisiva, con la distancia
respecto de sí y respecto del otro.
Así pues, tampoco el derecho, el discurso político o la pu
blicidad, para no hablar de la literatura, se reducen a las ca
racterísticas del cuadro sinóptico precedente. El derecho,
por ejemplo, no es sólo un logos argumentativo, sobre todo
cuando hay conflicto, y proceso judicial. Lo que parece haber
servido de criterio de definición de los géneros en Aristóteles
es la conflictividad retórica, con su resolución posible. Em
pero, este aspecto de las cosas no agota la naturaleza ni la
realidad múltiple del derecho. Lo mismo cabe decir de la po
lítica, que no se propone simplemente convencer de cierto
punto de vista a los otros, sino que sirve también para regu
lar las ambiciones y el poder. En cuanto a la literatura, la
fórmula Ep * Ee , Pp * PE no remite al desacuerdo, que sólo
vale para la argumentación, sino al afán de reencontrar,
mediante el logos, lo que un ethos y un pa thos alejados el
uno del otro no pueden expresar, tanto más cuanto que el
orador y el auditorio efectivos y proyectivos están igualmen
te distantes entre sí. En este caso la distancia es máxima, y
ello obliga al discurso, al logos, a hacerse cargo él solo del ac
to retórico propio de lo literario. Las cuestiones son aquí in-
267
tem as, pero el campo literario no se limita, evidentemente,
a esta comprobación.
La política y la publicidad tienen, cada una de ellas, una
parte de ethos, de pathos y de logos. Encontramos en ambas
argumentación y retórica, así como conflicto y puro discurso
de valorización. A veces juegan más sobre una de estas di
mensiones que sobre la otra, porque los tres componentes
están presentes en cada uno de estos géneros particulares.
268
La teoría de las variaciones problemáticas
269
1. La ley de contextualidad
El hecho de que el logos sirva para traducir la diferencia
cuestión-respuesta, para expresar la problematicidad de
situaciones y seres, así como para comunicar lo que convie
ne pensar a su respecto —todo ello, mediante respuestas
destinadas a ese fin—, permite comprender por qué la dife
rencia problematológica resulta fundamental, y hasta de
principio, en el uso del lenguaje. Empero este último se si
túa siempre en un contexto de interlocución en el cual lo que
constituye un problema no requiere ser forzosamente espe
cificado. Un saber previo, a menudo compartido, delimita,
de manera a veces imprecisa, un entramado de respuestas
que van de las más particulares a las más generales: la cul
tura, en suma —en todo caso, en el sentido amplio del térmi
no—. Estos conocimientos más o menos difusos, que no son
precisados, incluyen lo que uno ve a su alrededor en el mo
mento de hablar con alguien, a lo cual no presta atención de
m anera explícita y consciente, pues aquello de lo que es
cuestión no exige ser explicitado una y otra vez. Ahora bien,
este saber supuesto se desprende im plícitam ente de las
respuestas enunciadas, únicos elementos explícitos y que
expresan lo que el locutor piensa de una cuestión (no dicha).
Si le digo a alguien: «¡Qué escándalo la invasión a Irak!», es
to supone que uno y otro sabemos que esa invasión se pro
dujo y que lo que sucede en Irak es suficientemente conocido
por ambos. Las respuestas hacen conocer la cuestión, es
decir, aquello de lo que es cuestión, mediante el discurso que
se profiere sobre ella y sin que fuese necesario explicitarla
antes. Es razonable pensar que este tipo de enfoque de las
cuestiones, que las elimina como problemas por cuanto las
presenta como resueltas o asumidas, y que constituye la
manera m ás frecuente de abordarlas en la vida cotidiana
—en la cual el pragmatismo de los resultados es esencial—,
ha hecho que, desde los griegos, el logos, tomado aislada
mente, haya sido siempre situado en el exclusivo orden de
las respuestas. Esto acarreó la consecuencia de que la Ra
zón y el discurso fuesen considerados no un orden de res
puestas, sino un orden proposicional, es decir, una red de
juicios que no remiten a otra cosa que a ella misma.
Enunciar respuestas supone, no obstante, que se deba y
pueda identificar aquello que corresponde a las cuestiones,
270
es decir, tanto aquello de lo que es cuestión en dichas res
puestas como lo que constituye cuestión en ellas. Lo implíci
to y lo explícito aparecen así como la forma primera, ele
mental, de la diferenciación problematológica a respetar.
Cuando el contexto es lo bastante claro como para estable
cer esa diferencia, la forma no tiene por qué distinguir lo
problemático de lo no problemático. Empero, cuando el con
texto no facilita tal determinación de la diferencia, debería
hacerlo la literalidad, lo explícito; así se explica la distinción
entre forma interrogativa y forma asertiva como marcas de
la diferencia aludida. Ahora bien, es posible imaginar una
forma asertiva que enuncie lo que constituye un problema.
«Le pido a usted que se detenga» o «¡Cierre la puerta!» son
dos enunciados no interrogativos que indican claramente el
problema al que el interlocutor está más o menos conmina
do a responder. Cuanto más rico en información sobre la di
ferencia problematológica es el contexto, mayor es la liber
tad de que dispone la forma para eludir la exigencia de ex
presarla. A la inversa, cuanto menos específico es el con
texto, más está la forma al servicio de esa explicitación: he
aquí la ley de contextualidad. Cuando lo que constituye un
problema está ya especificado por el contexto, menos tiene
el discurso el problema inicial de traducirlo.
La forma liberada del contexto, aquello que la distancia
crea a prio ri, obliga al locutor a reencuadrar —con otros
medios, con otras formas, precisamente— la autoridad que
debe responder. Las cuestiones externas del derecho y de la
política deben hallar su contexto de definición, en el cual las
cuestiones, por ser externas al discurso, deben poder ser re
conocidas como válidas, es decir, como cuestiones legítimas.
Una cuestión de derecho es siempre una cuestión en dere
cho. Esto explica el formalismo del tribunal de justicia, de la
autoridad que emana del locutor uniformado o del despacho
del superior jerárquico. En estos ejemplos, la distancia, que
podría ser sinónim o de una mayor indeterm inación en
cuanto a lo que es problemático y lo que no lo es, se ve com
pensada por el marco social que formaliza (autoriza) la to
ma de la palabra. De manera concomitante, hasta los pro
blemas quedan encuadrados y esto mismo determ ina su
contexto. Se sabe qué es lo que puede entonces generar pro
blemas, de qué modo deben ser formuladas las respuestas y,
sobre todo, qué es lo que constituye entonces, efectivamente,
271
un problema. El contexto es de problematización de las
cuestiones planteadas. Así pues, el tribunal de justicia es al
derecho lo que el parlamento a la política.
La ley de contextualidad, con todas las modalidades que
se expondrán a continuación, expresa una variación en el
tratamiento de la problematicidad. En la medida en que no
se la pueda resolver de manera decisiva, esta problematici
dad va a ser retorizada. No se alude aquí a la negociación de
la distancia entre los protagonistas (puede recurrirse indis
tintamente al ad hom inem o al ad rem), sino a la cuestión
que los divide o los reúne (más aún, además, cuando se tra
ta de una cuestión retórica). La figuratividad sirve para
traducir la interrogatividad y para absorberla como si es
tuviese resuelta, mientras que la literalidad la saca a plena
luz. Estas dos maneras de responder sobre estas cuestiones
son tam bién maneras de responder a las cuestiones m is
mas. Hay una variabilidad en la figuratividad que, en últi
ma instancia, traduce a modo de respuesta la interrogati
vidad en sí, pues no puede «descargarse» de ella de otra ma
nera. Cuanta más figuratividad hay, menos se resume en
una respuesta la argumentación que ella puede condensar.
272
Cuanto m ás literalmente exprese el texto un problema,
m ás se constituirá desplegando explícitamente la resolu
ción. L a diferencia cuestión-respuesta (o diferencia pro
blematológica) se traduce mediante el lenguaje literal, re-
ferencial, el cual remite a un mundo común, que es el m u n
do corriente compartido por locutores (autores) y audito
rios (lectores). Reina a q u í la m im esis (o im itación de la
naturaleza y lo real a través de la representación). Como
consecuencia, el lector (pathos,) es más pasivo y esa misma
literalidad lo remite al m undo común (predominio de la
referencialidad) que él comparte con el locutor (ethos].
273
tam bién —y esta es la consecuencia de esa figuratividad
m ás en igm ática — el lector (pathos,) será m á s activo y
deberá esm erarse en descubrir el sentido a tribuible al
texto y que el texto, aquí, no dice. Se extiende la distancia
entre el locutor o el autor (ethos,) y el lector (pathos,). El
logos es menos referencial, menos «cotidiano», por cuanto
es menos literal. Es mayor la interpelación al lector para
que rellene el sentido (= aquello de lo que es cuestión) que
el texto no expresa literalmente. Se ahonda el surco que se
para lo literal de lo figurativo. L a indeterm inación au
menta, y la literatura puede volverse tan enigm ática que
acaba por ser su propio objeto (Joyce, Kafka, Calvino, Ma-
llarmé o Borges son claros ejemplos de ello).
274
despojan de sus bienes en vida para favorecer a sus hijos
egoístas. E l rey Lear expresaba ya esta locura. Empero,
sería un error reducir tales obras a la condición de meros
argumentos, y olvidar que la retórica está al servicio de una
complejidad que ninguna argumentación podría expresar
por sí sola. La razón de esto parece radicar en la naturaleza
de la literatura, cuyo objetivo no es negociar una distancia
para resolver un problema entre individuos, sino expresar
los problemas que nacen de esa distancia y que el sujeto no
siempre percibe. La distancia consigo mismo, la alteridad
dentro de uno mismo, suelen producir idéntico efecto, crean
do problematicidad en la im agen de sí y en el comporta
miento, de todo lo cual dan testimonio muchas obras lite
rarias. Mas cuando en la retórica sólo se ve literatura, esta
última queda reducida al formalismo estilístico, y de este, a
la inversa de lo que sucede en la vida diaria, el concepto de
distancia está forzosamente ausente.
En cualquier caso, la distancia se integra en el arte gra
cias al juego del pathos, el logos y el ethos. Una distancia
que se ha debilitado y que mezcla las cartas es tributaria de
un fuerte pathos. El teatro permite tener perspectiva, pues
ofrece el espectáculo de diferencias libradas a la confusión.
La tragedia surge cuando las cuestiones esenciales se ven
escarnecidas. Se percibe entonces la amalgama en el seno
de diferencias claves, lo cual torna problemático algo que no
debería serlo, como la vida y la muerte, el respeto por los pa
dres y los hijos, las relaciones entre hombres y mujeres, fun
damentos de la familia. Recordemos lo que ya decía Shakes
peare: «El amor se entibia, la amistad se quiebra, los her
manos disputan. Cunde la discordia en las comarcas y la
traición en los palacios; se rompen los lazos naturales entre
padres e hijos. El hijo se alza contra el padre, y el padre se
opone al hijo».1 Cuando las cuestiones abruman con res
puestas que no son tan cruciales, la tragedia cede el paso a
la comedia e incluso a la tragicomedia, que empieza mal pe
ro termina bien. El pathos, ya sea que se manifieste en risas
o en lágrimas, es igualmente indicio de una gran proximi
dad: esta es de aquellas que enceguecen y que el teatro per
mite reencuadrar, del mismo modo en que un proceso judi
cial quita visceralidad a los conflictos. Aquí, ningún juez le
275
pone término, y por esa razón sobrevienen la caída y la muer
te como única ley cuando, precisamente, ya no se aplica nin
guna ley.
Se ha discutido mucho sobre el origen del teatro en Occi
dente. ¿Por qué hay tragedia y comedia o, en la actualidad,
drama y comedia ligera? Para Aristóteles bastaba con dis
tinguirlas, no hacía falta explicarlas. Puesto que son géne
ros literarios, o sea, retóricos, se diferencian según el ethos
(héroes versus hombres de la calle), el pathos (efecto sobre el
auditorio, o sea: la risa para la comedia, la piedad y el temor
para la tragedia) y el logos (los versos para la tragedia, la
prosa para la comedia). Asunto resuelto. Salvo que hoy en
día muchas piezas trágicas están escritas también en prosa,
y que, así como la comedia no hace reír necesariamente, la
tragedia no origina por fuerza terror y compasión hacia el
audaz personaje que se derrumba al final. Aún resta plan
tear la verdadera cuestión: ¿Por qué ha habido teatro en Oc
cidente, y por qué las formas que adoptó fueron, durante
mucho tiempo, la comedia y la tragedia?
La H istoria, al acelerarse, rompe las identidades, las
fractura, las fragmenta, e instaura en su seno la diferencia,
debido a la cual lo que es ya no es del todo como era. Esta de
finición del cambio histórico, en apariencia puramente for
mal, es sin embargo capital y constituye el fundamento de
toda perspectiva sobre lo que habrá de entenderse, desde
ahora, por el concepto de Historia. La diferencia lo vuelve
todo —o casi todo— diferente, y sume en la duda y en inte
rrogantes nuevos los puntos de referencia establecidos.
¿Qué cosa vale todavía como respuesta, qué cosa tiene aho
ra sólo el ropaje y la apariencia de una respuesta? Todo
Hamlet se halla en esa búsqueda, como todo Lear está en la
confusión que enturbia las respuestas y le impide distinguir
ahora las buenas de las malas. Aquí se perderá y por esto
mismo perderá la razón. Rechazará a su hija Cordelia, que
lo amar, al tiempo que sus otras hijas, Regan y Goneril, que
lo engañan, lo persuadirán de su buena fe con sus respues
tas. El destino trágico de Lear se jugará en la indiferencia-
ción entre las respuestas y lo problemático. Está probado
que el teatro nació del espectáculo de esta confusión: el tea
tro la ilustra, la pone en escena para hacer sonar la alerta,
pues los m ás grandes héroes, incluyendo los reyes y los
príncipes, no pueden eludir lo que se desencadena cuando
276
las diferencias se apretujan entre sí y cuando las identida
des han dejado de serlo. ¿Cómo diferenciar todavía las bue
nas diferencias de las otras, que pierden a quienes las des
deñan o pisotean? ¿Podía saber realmente Edipo que su pa
dre era su padre, y su madre, su madre? Lo cierto es que, al
matar a uno y desposar a la otra, Edipo viola dos de las
diferencias más sagradas: el respeto de la vida, que exige no
matar, y la distancia entre los padres y los hijos, que obliga
al respeto y que, a fortiori, prohíbe el incesto, el cual anula
las diferencias más elementales.
El teatro no es simplemente el espectáculo de diferencias
entre las que ya no se hace diferencia. Es la mirada que se
echa sobre su confusión y sus consecuencias, a veces las
más funestas. No habría teatro si no hubiera confrontación,
inversión, dice Aristóteles, y resolución de lo problemático
que al comienzo no se había percibido. Al final, todo vuelve
al orden: en la comedia, por obra de la risa, y en la tragedia,
por vía del espanto del castigo, al haber sido pisoteados los
valores esenciales y fundadores. Cuando las diferencias no
son tomadas al pie de la letra por los individuos, que ten
drían que haberlas tomado, ello significa que ya no son sino
metáforas de respuestas, y nada obliga pues a respetarlas y
observarlas como valores morales imperativos. Se justifican
así los crímenes más horrendos: Lady Macbeth no está le
jos. Pero surgirán oponentes que clamarán por el carácter
intangible de lo literal tras lo que algunos quisieron tomar
simplemente por metáfora: sólo esta salida permite liberar
a la Ciudad. En la comedia se observa un movimiento inver
so: el personaje cómico se aferra a lo literal y deja escapar
las diferencias que la Historia impuso a respuestas que se
han vuelto caducas. También él mezcla lo metafórico y lo li
teral, sin advertir que de pronto lo literal ha pasado a ser
metafórico. Queda, pues, obstinadamente inmerso en lo pri
mero. El personaje cómico es el único que no sospecha que
su mujer lo engaña y tiene al amante escondido en el arma
rio, por lo cual se muestra ridículo e ingenuo. Al tomar con
ciencia de lo que ocurre, pasa a ser como los otros, como los
espectadores, como todo el mundo en la Ciudad: está al mis
mo nivel que ellos. La novela es lo trágico y lo cómico sin esa
conflictividad que resuelve y zanja las confusiones; la nove
la es prosecución de la búsqueda, lo cual explica la idea de
apertura. Es lo metafórico sin la literalidad que lo hace esta
277
llar, como en la tragedia; es la literalidad sin la diferencia
conflictiva que hace tomar conciencia de lo que no funciona
en esa literalidad, como en la comedia. En el Don Quijote de
Cervantes, considerada la primera novela en el sentido mo
derno del término, hallamos episodios cómicos y trágicos,
pero no se trata aquí de teatro, pues no se da esa confronta
ción resolutoria que obligaría a reliteralizar valores funda
mentales que han sido metaforizados, o a aceptar las dife
rencias nuevas (ya no se está en el mundo de la caballería),
diferencias que el lector, aferrado a las obsoletas identida
des subyacentes, no ha percibido. Don Quijote toma los mo
linos de viento por gigantes, pero nada lo hará desistir, ni si
quiera la verdad que le vocifera Sancho para salvarlo. Don
Quijote volverá a deambular y a divagar como si nada.
Quiere proteger a un joven pastor de los golpes de su amo,
quien se niega a pagarle; pero, en cuanto Don Quijote se
marcha, los golpes llueven con más fuerza sobre el pobre
muchacho: Don Quijote cree haber hecho el bien cuando en
realidad ha hecho muy poco. Se alternan en esta obra episo
dios trágicos y cómicos, sin que los desajustes hayan sido
advertidos y sin que se hayan combatido los excesos. Sólo el
debate y la lucha argumentada hacen tomar conciencia a
los personajes trágicos de que han caído en un exceso de
metaforicidad, el cual conduce al culpable a su fin (trage
dia). Sólo ellos hacen percatarse a los personajes burlescos
de que han sido víctimas de un exceso de literalidad que los
ha llevado a tomar gato por liebre, tras lo cual podrán supe
rar un infortunio cuya existencia a veces ni siquiera sospe
chaban (comedia).
El teatro mantiene una relación especial con el poder, el
cual, como lo religioso al que está ligado, constituye la forma
más clara de la diferencia. El teatro va en contra de la iden
tidad del grupo. Sacrificado en el cambio de estación para
consagrar su renovación, el rey no cejó en su búsqueda de
un chivo emisario que pudiera ser sacrificado en su lugar.
Todo el peso de la diferencia recae sobre el chivo (en griego,
tragos, de donde deriva la palabra tragedia), que va a expiar
su diferencia (que es su animalidad, y su proximidad con lo
humano) en lugar del rey, lo cual le permitirá a este último
sobrevivir. La justa diferencia hace frente a la m ala y debe
ser sustentada, ilustrada, verificada de m anera visible, y
sacralizada. El teatro debe permitir el trazado de la fron
278
tera. Por eso, los reyes gustaron siempre del teatro: nos lo
recuerdan Luis XTV y Racine, Elisabeth I y Shakespeare,
Pisístrato el Tirano y Tespis, fundador de la tragedia. El
justo poder debe ser un poder justo, ni hablar de que la in-
diferenciación tenga derecho de ciudadanía. Así pues, para
la Ciudad en movimiento, es fundamental y hasta fundacio
nal conservar el sentido de la diferencia en un mundo que la
hace caer a causa de la Historia que se acelera. La acepta
ción de las diferencias, empezando por la media entre los
dioses y los hombres, que no deben tomarse por dioses, cons
tituye la finalidad moral de la tragedia. Esta nace de la indi-
ferenciación que ilustra Dioniso, el indiferenciado mitad
hombre, mitad chivo, dios del vino y de la ebriedad, que ha
ce perder a los hombres el sentido de la diferencia y de la
realidad. Todo está entonces permitido, como en el teatro,
incluyendo lo peor, que el teatro denuncia. Edipo es el que
resuelve el enigma planteado por la Esfinge a los humanos.
Es el gran resolutorio. La Esfinge, venerada por los egip
cios, es para los griegos un monstruo, mitad hombre, mitad
animal (tiene cuerpo de león), y simboliza así la indiferen-
ciación amenazante: hay que matar a esta Esfinge que ma
ta a su vez cuando no son resueltos los enigmas que ella so
mete a la Ciudad. Pero Edipo, al convertirse en aquel que
resuelve el enigma y elimina la problematicidad, no se sal
vará por ello de la indiferenciación, aunque esta, por ser en
este caso humana, es de todos modos igualmente destructi
va. La enigmaticidad de los seres y las cosas es insoslayable,
y resulta inútil querer suprimirla. Las más grandes res
puestas son aquellas que reconocen esa problematicidad.
No hay resolución sin problema: la diferencia, renovada sin
cesar, no puede ser eliminada por una única respuesta. La
verdadera diferencia no puede desterrar a la indiferencia
ción, y Edipo, que libera a Tebas de la Esfinge asesina, no
escapará por ello a esta verdad.
No olvidemos nunca que, según los griegos, los dioses,
representados casi siempre con formas humanas, intervie
nen, para bien o para mal, en la Ciudad. La indiferenciación
amenaza. Grande es el peligro de no poder seguir disocian
do las respuestas humanas de las divinas, en un universo
democrático que no acepta las diferencias y, por este motivo,
corre el riesgo de precipitarse hacia su pérdida. Edipo rey
ilustra este pisoteo de las diferencias divinas: sólo los dioses
279
pueden casarse con su madre y matar a su padre, no los
«mortales». Resolver el enigm a de la Esfinge no hace de
Edipo un dios, un ser hasta tal punto diferente de los otros
que ya no tendría por qué respetar las diferencias fundan
tes de lo social y de lo político, en el sentido amplio del térmi
no (polis = la Ciudad). Por el contrario, el hecho de haber
librado a la Ciudad de la Esfinge, que es la indiferenciación
y que se alim enta de jóvenes víctimas surgidas de la Ciu
dad, obliga a Edipo a respetar las diferencias esenciales. Ni
siquiera él está por encima de esta exigencia.
El teatro es el lugar en el que se muestran todas las con
fusiones, todas las mezclas, y Dioniso es cabalmente su sím
bolo. Dioniso recuerda el peligro que significa para los mor
tales no tem er a estas confusiones en nombre de las apa
riencias, a las cuales toman por signo de su nuevo poderío.
Pero en la tragedia no sólo se inmiscuye la relación con los
dioses: está también la diferencia, quizá la primera, que re
presenta lo político en la Ciudad. Por más que Creonte esté
equivocado, también tiene razón, porque él encarna el or
den social y político —en una palabra, la Ciudad que él de
fiende—. La democracia no gusta de las diferencias, pero
sin embargo algunas son necesarias, como las que velan por
el respeto de los antepasados, o sea, de los muertos, de los
padres, de la vida, de la familia. La identidad del grupo no
podría edificarse sobre las ruinas de estas diferencias fun
dadoras sin terminar perdiéndose: tentación igualitaria en
la que todo vale por todo pues todos valen por todos (al me
nos en lo que concierne a los hombres libres). Así pues, el
teatro debe poner en guardia a la Ciudad, y ello, con más ra
zón, por cuanto esta, debido a su ideal democrático, podría
objetar el respeto de las diferencias o, en todo caso, tenerlas
por inexplicables o ilegítimas.
Con frecuencia se asoció el teatro griego con la epopeya
(pensamos en Los persas de Esquilo, por ejemplo), pero vea
mos las diferencias que los separan. En La Odisea de Home
ro, Ulises está amenazado en su vida, su matrimonio y su
poder. Penélope y Telémaco creen en él, Itaca resiste, y Uli
ses regresa a su país. Después de haber sido amenazados,
los auténticos valores de la Ciudad fueron restaurados y
han quedado a salvo. Ha quedado a salvo la identidad hu
mana y cívica. Ulises no cedió. Lo que está enjuego en La
Odisea —y por eso es una epopeya— son las diferencias de
280
base, que tienen que ser sagradas, pues de lo contrario de
ben ser combatidas en cuanto diferencias (dado que estas,
por definición, van en contra de la identidad del grupo): la
vida y la m uerte, la relación entre padres e hijos y entre
hombre y mujer, esenciales para la familia. Ahora bien, en
La Odisea estos valores se hallan permanentemente ame
nazados, hasta que Ulises arriba por fin a ítaca y recupera
su trono, su mujer y su hijo. Bajo el reinado de la tragedia,
en cambio, Grecia ya no cree en este tipo de soluciones; los
valores de base son pisoteados, y es preciso que haya caída y
castigo para confiar en el retorno de cierto equilibrio. Con la
«novela», que es mucho más tardía, sólo resta la búsqueda,
sin posibilidad de resolución última del conflicto; en efecto,
en un mundo que deambula al capricho del azar y de la For
tuna, la identidad está perdida.
La distancia que se abre bajo los embates de la Historia
en movimiento la emprende contra las identidades (ethos),
antes de forzar a reconfirmarlas cuando se ven cada vez
más amenazadas. El logos épico cumple esta función: Ulises
recupera trono y hogar. En el éxito de Ulises, vida, mujer y
poder quedan relegitimados como valores esenciales de la
Ciudad. La tragedia surge cuando este happy end deja de
ser realizable o pensable. Las diferencias esenciales se ven
escarnecidas y esto es, a todas luces, trágico. «Yo», «tú», «él»:
género poético, género teatral, género épico, ethos literario,
pathos literario y logos literario, respectivamente. Pero va
yamos más allá: en cada género reencontramos la oposición
de lo figurativo y de lo literal, del realismo, pues, que tra
duce la variación de problematicidad.
Cuadro 19.
e th o s U)g08 p a th o s
(género lírico) (género épico) (género dramático)
281
Cuadro 20.
ethoa logoñ p a th o s
3. Teorizaciones de lo literario
que corresponden a las diferentes etapas
de la ley de problematicidad invertida
La figuratividad, que aumenta al acelerarse la Historia,
tiene por contraparte un realismo que persiste y que está
bien arraigado. Ni la novela policial ni la novela de amor,
que apasionan en igual medida, son abandonadas, y ello,
porque la poesía se vuelve más enigmática con Mallarmé o
Yeats, o también porque la narración ficcional se revela más
alegórica con Joyce, Kafka o Borges. La problematicidad,
que aumenta con la aceleración de la Historia, no impide,
pues, que las formas realistas y miméticas de literatura per
duren y hasta se modifiquen para adaptar su realismo a las
nuevas condiciones sociales del público lector. Un auditorio
de masas, en principio más democratizado, promueve una
literatura «de folletín», como lo advirtió Umberto Eco en
E l superhombre de m asas.2 Junto a la novela que Eco mis
mo califica de problemática se despliega una novela o narra
ciones novelescas en las que lo problemático se inscribe en
las situaciones (y no en la forma, como ocurre con Joyce o
Calvino) vividas por sus héroes. El sentimiento y la emoción
acercan al lector a estos personajes de novela. El lector se
282
exalta al redescubrir sus propios problemas resueltos por el
héroe, en tanto que la novela de vanguardia va a formalizar
más bien su problematicidad a través de la estilización.
Ello no obsta a que, al aumentar la figuratividad, al pro-
blematizarse más el texto, la ficción ya no tenga otro sentido
que confirmar la pérdida de sentido. Vemos cómo se suceden
teorías y escuelas que harán las veces de mediadores cultu
rales entre el autor y el lector, antes de que los periodistas li
terarios vuelvan a hacerse cargo de esta función, democrati
zándola. Si ninguna de estas teorías concuerda con las de
más, ello se debe a que pretenden generalizar un punto de
vista específico, a menudo sólo válido para un estadio par
ticular de la diferenciación entre cuestiones y respuestas en
el interior del texto literario. Dichas teorías las proyectarán
hacia el pasado con carácter de verdad general respecto del
hecho literario.
1) E l prim er estadio de la ley de problematicidad inverti
da es la literatura fuerte propia de un mundo estable, en el
cual la cuestión a resolver está expresada por un texto cuya
finalidad es resolver la intriga. E thos proyectivo y ethos
efectivo están muy próximos. La narración tiene, por cierto,
un sentido figurado, pero que parece ser externo al texto.
Este primer estadio dura mucho tiempo y se caracteriza por
la preeminencia de la mimesis. El arte es representacional;
refleja lo real, la naturaleza, la acción; imita y reproduce. La
novela policial y la intriga amorosa son ya estadios avanza
dos de este primer momento en el cual lo real es más proble
mático, en el que se intenta reconstruirlo o reencontrarlo.
Dicho estadio se prolonga en formas narrativas miméticas,
que siguen siendo apreciadas, al lado de una literatura, no
velesca o poética, más enigmática y figurativa, que expresa
la innovación formal al adoptar un ritmo creador o desesta
bilizador (en todo caso, problematizante) de la Historia.
2) E l segundo estadio es presentado por una figurativi
dad incrementada que marca el ritmo de una Historia que
se acelera, de identidades que se resquebrajan, de metáfo
ras que se profundizan, de un sentido que elude la transpa
rencia de lo literal. Se plantea el punto de saber qué quiere
decir el texto. Ya nada es tan evidente como antes. E ste se
gundo m om ento consagra la era de la hermenéutica, a tra
vés de la búsqueda del sentido. Interpretar el texto es indis
pensable para comprenderlo. La exterioridad de lo referen-
283
cial ya no permite resolver la cuestión casi automáticamen
te. El problema del sentido pasa a ser el del texto. ¿De qué es
cuestión en este? He aquí, sin duda, lo que conviene ir a
buscar en los recodos de la ficción. Ella responde, pero, ¿a
qué? La cuestión consiste en descubrir la cuestión de la que
es cuestión en la respuesta.* Al comienzo, cuando la figura-
tividad es todavía débil, no se piensa en términos de cues
tión ni de cuestionamiento. Dar el sentido de un texto o de
una frase es ser capaz de reformularlos por medio de otras
palabras. Esta equivalencia hace de Don Quijote un traduc
tor que reproduce en forma idéntica los libros de caballería.
Él quiere vivir lo que lee. Aquí, Don Quijote se convierte en
Don Xerox: el intérprete perfecto. En la vida cotidiana,
cuando nuestro interlocutor no ha comprendido lo que le
hemos dicho, repetimos lo que quisimos decir empleando
otros términos. Pero comprender todo un texto no implica
que se lo deba reescribir, cual el Pierre Menard de Borges,
quien finalmente no encuentra mejor salida que reproducir
la obra de manera idéntica para no traicionar la significa
ción utilizando palabras diferentes de las del texto original.
Una figuratividad que se acentúa lleva a plantearse
cuestiones, y entonces ya no se puede ver el texto como un
simple texto: la que abre una cuestión es la respuesta a una
cuestión. ¿De qué es cuestión en la respuesta textual, na
rrativa o no? La hermenéutica es una disciplina interroga
tiva: ella interroga al texto en cuanto respuesta. La especifi
cidad de este proceder plantea a su vez un interrogante: Las
cuestiones del texto, ¿están en el texto mismo o en el lector?
Esta pregunta no es en absoluto inocua. Pretende saber si
las diferentes interpretaciones de los textos en la Historia
están contenidas en ellos o en las generaciones sucesivas de
lectores. ¿Qué es la Historia para un texto? Decir que ella
está en él sería asignar al texto la historia de sus lecturas
posibles, a semejanza de una Providencia divina que des
plegaría a priori el destino de cada cual. Por otra parte, si el
sentido proviene de la recepción y de la lectura, se cae en el
relativismo histórico. Cada época tendría sus cuestiones y
sus respuestas, y todo texto encerraría entonces en sí mis
mo una significación indefinida. Mientras no se lo interro-
284
gase, no respondería específicamente a nada: su sentido, al
ser múltiple e indeterminado, estaría como a la espera. Am
bas posturas, enfrentadas, parecen tan insostenibles la una
como la otra: Gadamer pensaba que un texto despliega sus
cuestiones en el transcurso del tiempo, como un sentido pre
vio contenido en él a priori y que se dejaría leer en la Histo
ria, en tanto que Jauss e Iser,3 partidarios de la escuela de
la recepción, consideraban al lector la única fuente del sen
tido. Esta escuela otorga más peso a lo figurativo, que asig
na un papel más importante al lector, mientras que la her
menéutica se atiene todavía a una transparencia y una in
manencia relativas de las que la Biblia sigue siendo el mo
delo implícito. He aquí dos estadios sucesivos en los diferen
ciales de la Historia y de la problematicidad creciente.
¿Cuál es la solución?
Las cuestiones son efectivamente planteadas por el lec
tor en su diálogo con el texto, dado que las respuestas de es
te remiten a aquello de lo que es cuestión, la inferencia in
terpretativa está condicionada y limitada por la respuesta
textual. Existe lo que a partir de Greimas4 es llamado isoto
pía, un topos coherente que subyace en la unidad de las res
puestas y que constituye su clave. El carácter objetivo de
una interpretación está dado por las respuestas posibles
acerca de lo que se halla implicado en calidad de cuestiones,
y estas proporcionan la problemática del texto. Empero, di
cha problemática es abierta por definición, y en tanto que
las respuestas posibles sobre aquello de lo que es cuestión
están determinadas por la respuesta textual en su conjunto,
en cambio, las cuestiones son plurales e históricamente va
riables. Gadamer y Jauss tienen, pues, razón, pero sólo si
combinamos sus puntos de vista. Las cuestiones que se le
plantean a un texto varían históricamente, pero no se puede
decir cualquier cosa sobre aquello de lo que es cuestión en
un texto. Un ejemplo muy conocido es el que recuerda Pop-
per a propósito de Platón. Un hombre de la Edad Media se
interesa en las cuestiones teológicas de las que versan cier
tos textos de Platón, en tanto que un espíritu del siglo XX se
preocupará más por la libertad y el totalitarismo e interpe
lará a Platón de un modo diferente. Ahora bien, es legítimo
285
pensar que las respuestas segundas, de las que se trata en
las respuestas de Platón, no dependen del intérprete que
plantea las cuestiones, o sea, de la Historia. Rara vez puede
calificarse de falsa a una buena lectura y de verdadera a
otra: la primera es solamente obsoleta, o secundaria res
pecto de lo que interesa a los lectores en una época ulterior.
3) E l tercer estadio en la figuratividad incrementada de
lo literario advierte que se ha vuelto aún más problemático.
Es la era de la deconstrucción (siglo XIX, Nietzsche; siglo
XX, Derrida). El objeto del texto es la problematicidad de lo
literario en un mundo trivializado y obsesionado por el con
sumo y en el cual la intelectualidad de la escritura parece
un lujo inútil e insignificante. La guerra o el dinero. En los
dos casos, lo real se fractura en espasmos que vuelven la li
teratura secundaria e inesencial. El sentido está perdido.
Tbdo se torna absurdo. La ficción no puede sino expresarlo y
abrir así la cuestión del sentido hacia la imposibilidad, toda
vía, de responder. Leer un texto pasa a ser entonces decons-
truir el sentido como ilusión: no hay más que sendas, direc
ciones, líneas de lectura que son plurales y hasta contradic
torias. Lo problemático del texto es lo negativo del sentido,
negativo que debe tomarse, a un tiempo, en su acepción
fotográfica y en su definición lógica; y esto vuelve contradic
torio y paradójico lo que él determina, en cierto modo anu
lándolo de antemano. Si Derrida aspiró a ser el teórico de
esta deconstrucción del sentido, fue en continuidad con las
grandes ficciones de Kafka, Borges o Calvino, en las cuales
la imposibilidad del sentido de los textos literarios cons
tituye, paradójicamente, su sentido mismo. En «El examen»
(Prüfung) de Kafka se asiste al extraño encuentro de un sir
viente, que busca desesperadamente ser conchabado, con
quien puede ayudarlo a conseguirlo. Cierta noche se en
cuentran en un café y el hombre le confía a esa especie de je
fe de personal que está buscando un empleo en el castillo.
Su interlocutor le hace una infinidad de preguntas que el
hombre ni siquiera comprende y a las que no puede respon
der. Y el jefe lo toma, dice, porque quien no comprende las
preguntas es quien tiene las buenas respuestas; de modo
que es este último quien recibe el empleo. Esto es claramen
te absurdo. ¿Cómo leer entonces la alegoría? Se trata de una
metáfora del sentido y de la literatura. Se entra en la litera
tura cuando se ha comprendido que la cuestión de la signi
286
ficación ya no tiene sentido. El sentido es entonces, paradó
jicamente, la ausencia de sentido; ya no hay sentido: tal es
el absurdo de Kafka. El texto tiene sólo efectos: he aquí la
era del pathos. Así pues, un texto deconstruye, uno por uno,
todos sus sentidos, y este movimiento retórico es la nueva
clave de lo literario.
4) La concepción problematológica de la literatura parte
del hecho de que la respuesta a la cuestión del sentido es
que no hay respuesta, lo cual es menos paradójico y contra
dictorio que afirmar que el sentido de la literatura es que ya
no tiene sentido. En realidad, la respuesta a esta cuestión es
que tenemos que vérnoslas con una cuestión. Comprender
un texto significa relacionarlo con las cuestiones que él
plantea y de las que pretende ser la respuesta. La proble-
maticidad de lo real condujo a la fragmentación del arte: de
la disonancia musical a la abstracción figurativa —no re-
presentacional— de la escultura o la pintura, se observa un
mismo movimiento dirigido a interpelar al espectador, al
lector, al oyente. La cuestión reside en la interrogatividad
misma del mundo. El cuestionamiento es el mundo atrave
sando a la Historia. Somos así llevados a interrogarnos
acerca de la interrogación misma que nos afecta. No ya el
sinsentido, no ya la absurdidad, sino una extensión del res
ponder a lo problemático que le hace frente y le subyace, con
el afán de preservar su diferencia: he aquí lo problematoló-
gico. Líneas, puntos, colores, deformidades y disonancias,
rupturas, poesía abstracta: cuántos lugares en los que la
cuestión es, sin duda indirectamente (y no directamente,
como en filosofía), saber por qué todo es tan problemático.
Prevalecía el absurdo cuando la respuesta consistía en to
mar nota de la imposibilidad de responder, y prevalecía el
nihilism o cuando se trataba de decirlo de todas formas,
aunque fuera indecible. Decir lo problemático con «respues
tas» que no pueden concebirlo y conceptualizarlo conduce
necesariamente a la imposibilidad, el silencio y el nihilismo.
Hay que afrontar, pues, un logos en el cual el responder pue
de hablar del cuestionamiento sin indiferenciar a ambos en
lo proposicional. Lo problematológico es aquel momento del
pensamiento que ve reflejarse la respuesta como reenvío
urgente a lo problemático, el cual se ha vuelto por fin posible
y ya no tiene nada de negativo ni de imposible para el res
ponder, sino que es su correlato natural. Se sale del absurdo
287
y del nihilismo para reencontrar el sentido, y esto, gracias a
una nueva manera de aprehenderlo, sustentada en una di
ferencia problematológica cuya negación conducía al nihi
lismo del decir, nihilismo que no puede concebir ni expresar
lo problemático objeto de reflexión.
288
como un acto que libera a la Ciudad del tirano que la ame
naza? Decir que hay serpientes que interceptan el camino
también debe ser interpretado: ¿Se trata de una amenaza?
¿De una comprobación? ¿De una cuestión? Después de todo,
lo que se ve a lo lejos se parece también a cuerdas enrolla
das. Por último, y he aquí el tercer momento, se debe apli
car: Bruto mató a César, se trata de un asesinato y por lo
tanto hay que castigar a Bruto. O incluso: hay serpientes a
lo lejos, ¿debe vérselas como un peligro, el de ser mordido
por estos animales venenosos? Si se aplica esta última pro
yección, la conclusión es que hay que cambiar de ruta. En el
Cuadro 21.
E n u n c ia c ió n L a s s e rp ie n te s B ru to asesin ó Logos
son v e n e n o sa s a C é sa r
289
sión. Decir que las serpientes son venenosas es decir que se
plantea cierto problema, así como decir que Bruto asesinó a
César es decir que un (otro) problema debe ser resuelto
(«¿Qué hacer con Bruto?», así como teníamos «¿Qué hacer
con nuestro paseo?»). Se termina, pues, por el pathos, que es
la conclusión que el orador induce a extraer al auditorio.
Veamos ahora cómo funcionan la enunciación (logos), la
interpretación (ethos) y la aplicación (pathos) en las institu
ciones retóricas del derecho y de la política.
290
cual ley. E l papel del jurista crece tanto más cuanto que la
norm a es invocada por los in d ividuos en conflicto, los
cuales recurren al derecho en calidad de querellante y de
acusado.
291
mientras que la segunda considera que ni siquiera hay ya
cuestiones. Es aquí donde se asocian: una vez que se dis
pone de las respuestas, hay que propagarlas evitando que
se muestren problemáticas.
No se puede hablar en este caso de figuratividad, sino de
problematicidad en lo que conviene aplicar. El jurista discu
te, opone, busca precedentes y analogías. Reintroduce la
distancia —una distancia que aquí no tiene nada de so
cial— cuando la pasión que anima a los oponentes es dema
siado fuerte.
El derecho, la política y la publicidad estructuran la dis
tancia entre los individuos sobre un eje similar en el que
reencontramos el ethos, el logos y el pathos, pero esta dis
tancia puede ser más o menos grande entre los individuos
en cada una de las tres dimensiones retóricas.¿Por qué re
sultan posibles, pues, esas tres etapas en la negociación de
los conflictos retóricos? El ethos, el logos y el pathos definen
ciertamente nuestra relación con nosotros mismos, con el
mundo y con las cosas: ¿por qué existen, entonces, fuera de
la literatura, una retórica política, una retórica jurídica y
una retórica publicitaria, propia de la economía, que debe
rían ser singularizadas? Cuando la economía (la relación
social con las cosas) se convierte en retórica, ello da lugar a
la publicidad; cuando el derecho, que preserva al sí mismo
(y por lo tanto al otro), se hace discurso, tenemos la retórica
jurídica; por último, cuando la relación con el prójimo des
plaza sus apuestas hacia la comunicación que oculta, devela
o reúne, tenemos el discurso político. En el plano de la retó
rica, el ethos, el pathos y el logos son lo que podemos llamar
instancias, mientras que el derecho o la política constituyen
instituciones oratorias, para recoger el término que utiliza
ba Quintiliano cuando se abocaba a codificar los lugares pri
vilegiados de la palabra social o individualizada. Pero no só
lo se trata de estas evidencias en el tríptico derecho-publici-
dad-política. En política, el problema que enlaza y opone a
los individuos suele ser ocultado, pertenece al orden de lo no
dicho, como en el caso de un interés, sea o no de clase, que no
puede confesarse sin despertar rechazo o mala conciencia,
que no se quieren afrontar. Y están también las cuestiones
que se niegan, como sucedía no hace mucho con el problema
del recalentamiento climático y sus causas. En cuanto a la
publicidad, ella juega, como la literatura, sobre una varia
292
ción de la problematicidad en el interior mismo de los dis
cursos que genera. En ocasiones, la cuestión resuelta es lite
ral («Compre esta lavandina, que lo lava todo sin decolorar
la ropa»); otras veces, es totalmente indirecta y figurativa
(«Con este perfume, el amor está al alcance de todos»). Por
último, con el derecho, la cuestión que divide tiene que ser
enteramente explícita y clara, y calificar el delito o el error
como tales, lo mismo que la reparación que se busca obtener
o la sanción a que se está expuesto. Tenemos aquí, por lo
tanto, tres grados de explicitación de lo problemático y va
riaciones posibles en el interior de cada uno de estos campos
retóricos. Así pues, la distancia entre los individuos y la pa-
sionalidad (pathos) que los une o los contrapone pasan a ser
determinantes en el tipo de retórica adoptado. Para resu
mir, de la política al derecho, la cuestión que divide se revela
cada vez más explícita.
En nuestra sociedad democrática, el derecho, lo mismo
que la política o la publicidad, tienen por objeto negociar
—indirectamente o no— la distancia entre los individuos
gracias a la resolución de esa cuestión. Empero, seamos
precisos: cuando se negocia sólo la distancia sin que haya
cuestión que la exprese, cuando el único problema es la dis
tancia, no hay resolución argumentada. Estamos ante lo
que siempre fue considerado pura retórica de palabras abs
tractas, de ideas preconcebidas, de vivencia racionalizada.
He aquí la ilusión retórica, en el sentido de que es sofística.
Si sólo se interviene sobre la distancia, ya no se argumenta,
estrictamente hablando, sobre una cuestión, la cual no es
más que un pretexto. ¿Y si la distancia fuera finalmente el
problema último? La retórica no sería más que ideología y
—lo veremos también— mecanismo psicológico de protec
ción y defensa. Es verdad que el derecho establece distan
cias, las distancias más grandes que pueda haber, mediante
sus juicios y condenas, lo cual empieza por el formalismo ju
rídico. La publicidad juega con las distancias, a las cuales
pretende rentables. La política no puede desembarazarse
de ellas, y aquí el pathos es mayor que en cualquier otro ám
bito, pues las diferencias de que se trata forman la identi
dad social de cada uno y el lugar que cada uno se esfuerza
en reservarse o en preservar gracias a esa identidad. Empe
ro, hay cuestiones externas a esta problemática de la dis
tancia a las que tanto el derecho como la política intentan
293
responder. Derecho, política y publicidad presentan una
autonomía retórica que los caracteriza específicamente: en
los tres hay ethos, pathos y logos, pero el logos traduce, a
causa de la problematicidad invertida, la creciente apela
ción a una problematización que se afirma como tal y que
conduce a un ethos invocado cada vez más como último re
curso. El ethos es la verdad indirecta e implícita de la re
lación, lo cual conduce a una personalización creciente de la
política, así como la problematicidad expresada en ella con
duce al deber de zanjar lo problemático (especialmente por
medio de las elecciones). Por otra parte, es interesante refe
rir el derecho a la política, y a la inversa, para advertir de
qué modo se invoca al primero para resolver los problemas
que subsisten en la segunda, y recíprocamente.
Cuadro 22.
A B
D erecho . ---------- 1-------------------- 1— ► ¡
.ethos logos p a th o s |
1 1
i i i
i i w
1 logos p a th o s 1
i i
Cuadro 23.
justicia social
D erecho ethos \ ^ ► pathos
294
que es obligatorio respetar. Inversamente, la proyección ju
rídica sobre el discurso político de este pathos, de estos debe
res, consiste en normas. De este modo, la política, proyec
tada en el derecho (cuadro 23), daba lugar a la justicia como
ideal del derecho y a normas de justicia destinadas a tradu
cir la preocupación por la distribución y el reparto. El dere
cho en la política (cuadro 24) introduce en la conducta de es
ta el respeto de los derechos de cada cual, cuya salvaguarda
está a cargo del poder político.
El ideal social es mantener vigentes en la sociedad civil
las normas en las que se expresan las leyes y los reglamen
tos jurídicos, y recíprocamente.
Cuadro 24.
Cuadro 25.
295
cargo, sin perjuicio de que también en política cuestiones
expresas pueden ser resueltas de manera específica. En
efecto, como institución oratoria, la política posee tanto
literalidad como figuratividad. Está estructurada según un
eje propio que enlaza un ethos y un pathos por la vía de un
logos. En cambio, el vínculo entre la negociación de la dis
tancia y la apelación al discurso jurídico es menos unívoco
que lo que se piensa habitualmente: el derecho no puede
resolverlo todo, ni en los tribunales ni por aplicación de los
códigos. Es preciso que la sociedad pueda funcionar, que
pueda regular la organización de las instituciones y generar
el acceso a los cargos garantizando la circulación social. En
consecuencia, el derecho envía a la política, y a lo político
(poder legislativo), las cuestiones que no puede resolver de
manera codificada, sin que la distancia sea mayor y tampo
co más débil. Con la política, todo es tan sólo más conflictivo
y pasional, y el papel de las elecciones consiste, justamente,
en zanjar aquello que de lo contrario conduciría a la pura
violencia como método de resolución.
Ahora bien, enlazados unos con otros, observamos gra
daciones entre ellos. Política, derecho y ética aspiran a re
solver las cuestiones respecto de las cuales se espera una ar
gumentación racional, con una distancia que es preciso re
crear más fuertemente en derecho que en política, en ética
que en derecho. Empero, cuanto más conflictivo sea el pro
blema, y oponga de manera más virulenta a los individuos,
más se recurrirá, en cada uno de estos dominios, a la última
defensa de que dispone el locutor, es decir, a él mismo, el
ethos. Autoridad, grandes principios, posición social y, por lo
tanto, relación de fuerzas serán fuente de argumentos. Lo
que se afirma de este modo es la institución oratoria, en to
da la plenitud del término. Una institución oratoria es un
lugar de habla en el cual se perfilan relaciones retóricas
específicas estructuradas por el ethos, el logos y el pathos.
Las (Estancias son restablecidas en cada una de las esferas
y definen cada institución oratoria de manera propia. Ello
no obsta a que la mayoría de las veces las instituciones ora
torias se proyecten entre sí y se fundan en un mismo conti
nuo. Ethos de lo político, ethos jurídico, ethos de la ética van
a estructurar, de lo colectivo a lo individual, los baluartes
sucesivos de la resolución, proyectando sobre el eje horizon
tal ethos-pathos lo que correspondía, en el cuadro de los
valores, al eje vertical, en el cual el ethos delibera consigo
mismo. El pathos ya no es más que una ficción proyectiva
absorbida en el ethos o puramente construida por él, sin
correlato efectivo que corrija la proyección. Puesto que existe
pathos frente a sí mismo, frente al sí mismo, la relación con
el otro, al no haber resolución argumentada, da lugar a una
argumentación puramente retórica y sin gran racionalidad
que no sea sofística o ideológica, argumentación que permi
te al sujeto respaldarse en sus razones previas. La diferen
cia con el otro es percibida entonces como una identidad dis
frazada, reino de la compasión a modo de respuesta, o, si el
sujeto la vive como inaceptable, para él se trata del reino de
la envidia y del resentimiento. Si bien se mira, ambos reinos
son lo mismo: somos víctimas de nuestros superiores, de la
autoridad, de los poderes y de las instituciones, por lo cual
somos merecedores de compasión, y a su vez ellos provocan
nuestra envidia por la posición injusta que ostentan. La dis
tancia se transforma en diferencia, y esta es inaceptable.
Por lo bajo, está la idea de que una víctima tiene siempre ra
zón por principio, porque es objeto de una injusticia; por lo
alto, la de que la posición del otro que nos domina es igual
mente injusta e inaceptable («¿Por qué no yo?»), dado que es
superior. La envidia y el resentimiento constituyen el len
guaje justo de la injusta víctima, y, por lo tanto, también de
quien se halla a medio camino, portavoz de la víctima en su
voluntad de castigar al culpable, es decir, a aquel que ejerce
su diferencia y al que habría que liquidar en nombre de la
igualdad o, más bien, de la identidad del ethos. La argumen
tación política se descentra del análisis objetivo en provecho
de la moral, que quiere ver a alguien equivocado y a alguien
que tiene razón a priori, lo cual es falaz e ideológico. Cabe
observar en esta gradación del ethos, que retoriza las cues
tiones que no puede resolver mediante argumentos verifica
dos por alternativas que los ponen a prueba, la manera en
que actualmente se inscribe la historicidad. El ethos es el ar
gumento último y responde a la preocupación obsesiva por
las diferencias como criterio de realización de sí, lo cual tra
duce una evolución histórica innegable de las sociedades de
mocráticas modernas.
297
6. La proyectividad sin efectividad:
los ejes metafórico y metonímico
del lenguaje emocional y de la racionalización
(o de qué modo la mente suple la falta,
voluntaria o inexorable, de pathos efectivo)
La retórica apunta a negociar la distancia en relación
con una cuestión que en alguna medida plantea problemas,
y cuando el derecho no consigue regular los conflictos entre
los individuos, la resolución jurídica desborda sobre el enfo
que político. Los conflictos no se extinguen necesariamente
con las reparaciones que se obtienen. Subsiste un sen ti
miento de injusticia, que es ethos en su aspecto quizá más
puro. Se alcanza aquí la ética para un ethos al final de la
«flecha» retórica que expresa la distancia entre los indivi
duos. El eje que surge trasciende los dominios retóricos en
cargados de los conflictos: ética, valores comunes----- » de
recho ----->política son los grandes momentos de la resolu
ción de la distancia, grande socialm ente con la política, y
muy íntima y personalizada con la ética. El derecho está a
mitad de camino: mediatiza y racionaliza (argumentativa
mente) lo que procede tanto de la ética como de la confronta
ción política.
El derecho y la política son instituciones oratorias con
todas las letras, es decir, resolutorias. Su retórica descansa,
como toda retórica, en la relación ethos-logos-pathos. Por
otro lado, es también una realidad la imbricación del dere
cho y la política en la gestión de la distancia. El derecho, por
ejemplo, restablece la distancia por medio del formalismo y
del recurso al tribunal y al juez, aunque se encarna, ante to
do, en los discursos que recogen los derechos de cada cual in
tegrándolos en las negociaciones contractuales sin que haya
conflictos, precisamente para evitarlos. Cuando hay debate,
la distancia que separa a los protagonistas aumenta, y el re
curso ¿Tuna argumentación jurídica orientada a lograr ante
el tribunal un acuerdo sin conflicto devuelve la distancia a
su estado anterior. La resolución argumentativa, es decir, el
acuerdo, cumple así plenamente su misión «pacificadora»
(Habermas). En rigor, el derecho trata las cuestiones que le
son propias, como lo hace, por su lado, la política. Esta defi
ne también una esfera de respuestas figurativas marcada
mente retóricas, y hasta pasionales, para confirmar al dere
298
cho en su función social, la cual pretende ser, si no «redento
ra», al menos resolutoria. Tbnemos, por consiguiente, dos si
tuaciones posibles de la repercusión derecho-política (cua
dros 26 y 27).
Cuadro 26.
Ética Derecho Política
pathos
Cuadro 27.
Ética Política Derecho
299
Puede darse también el caso inverso, en el cual la rela
ción con el otro está marcada ya por argumentos jurídicos
cuyo valor persuasivo radica en los grandes principios que
estos invocan.
En este caso, la retórica sirve para absorber el conflicto;
ella lo politiza, y si esto no funciona se argumentará, en úl
timo extremo, por la ética. El discurso político, demasiado fi
gurativo, genera problemas muy específicos, sobre los cua
les conviene argumentar para convencer, especialmente a
los electores.
Podríamos imaginar rupturas, como aquellas que dan
origen a instituciones oratorias separadas: las de los inte
lectuales, los políticos y los juristas.
Derecho Política
_______________________________________________ p. patho»
Iargumentación I
A
/
Política
\
Derecho
ethos .......—... ........................... ............... » patho»
300
Cuadro 30. Formas de puesta a distancia que tienen su fuente en el
ethos.
ETH OS
valores com unes
A rgum entación ; (religión, etc.)
(cuestiones p la n te a d a s
expresam ente) I recurso a la s ideas codificación in tere ses
‘ m orales vigentes y leyes sociales
valores identitarios
e individuales
(valorización de af)
ética derecho poli tica
dista n cia m odulada p o r el conflicto « f MTflMfl ( OTRO
C uadro 31.
C u estio n es
«sobre e l ta p e te s , v a lo re s prev io s conflictos c u e s tio n e s
e x p lícitas q u e s u b y ac en (v a lo re s e x is te n te s q u e q u e o p o n en
(d ire ctas) e n l a arg u m e n ta c ió n e s t á n e n c u e s tió n como (v a lo res a e n c o n tra r )
ob jeto s d e a rg u m e n ta c ió n )
oposición c r e c ie n te
301
dúos distintos. La deliberación se convierte en resolución,
sin que haya forzosam ente acuerdo. El locutor m oviliza
toda la gama de argum entos, colectivos y personales o
emocionales, que tiene a su disposición para resolver sus
conflictos. Los argumentos políticos se individualizan, así
como la ética procede de un movimiento inverso: ella se
colectiviza para facilitar la convicción. Se pasa, pues, de los
valores comunes a su traducción individual, y a la inversa.
No obstante, de esta horizontalidad del eje deliberativo
del ethos surge una consecuencia inesperada, aunque siem
pre posible, cuando el sujeto decide eludir la argumentación
con el otro o se siente incapaz de resolverla. Cuando la iden
tidad (ethos) ya no se da de suyo y plantea un problema in
soslayable, necesita de otro (pathos), construido, proyecta
do, imaginado, que sirva de exutorio o de modelo. Sin rela
ción con un prójimo efectivo no hay argumentación, sino ra
cionalización, la cual es también, sin duda, una forma de ar
gumentación, pero no se dirige en verdad a alguien exterior
existente en la realidad. Construirse un enemigo o imagi
narse un «gran otro» es un proceder cuyo origen reside en
ese desplazamiento horizontal del eje ético. Empero, este
desplazamiento afecta tanto los valores como los deseos, y
entonces los primeros son, respecto de los segundos, sólo
máscaras a través de las cuales esos deseos se enuncian y se
ocultan a la vez. El desajuste entre lo proyectivo y lo efectivo
no puede ser suprimido, salvo retóricamente, mas ello es
mera ilusión, pues el cuerpo del otro constituye por sí solo
un obstáculo para esa anulación. No podemos sentir el dolor
o el placer que sienten los otros, por más que el nombre de
sus sensaciones y el de las nuestras sean idénticos. Razona
mos por analogía con lo que sentimos, y el lenguaje, por ser
compartido, lleva a ignorar que se trata, precisamente, de
analogía. Hablamos del dolor de los otros, de su ira o de su
placer como si fueran nuestros, y ello, porque suponemos
que lo son. Sin embargo, esta identidad es un efecto del len
guaje , 5 mientras que en la proyección pura de la racionali
302
zación sucede lo inverso: imaginamos una efectividad del
otro que se escabulle, pues este otro es una proyección de
nuestros fantasmas, de nuestros temores, de nuestras pasio
nes, que aplicamos sobre él porque no queremos tener en
cuenta que él es diferente de un pathos proyectivo. Por el
contrario, en la proyección pura, que se esfuerza por
alcanzar lo que el otro siente, el pathos se proyecta sobre el
ethos (se reproducen en el cuadro 30 los elem entos de la
columna del cuadro 14 que aparecen en un plano horizon
tal), donde sólo existen nuestras sensaciones, no las que el
otro experimenta realmente y a las que sólo es posible ac
ceder mediante la imaginación y la analogía. Pero la identi
dad con otro, imaginada o construida, hace posible el len
guaje de la emoción. Se trata de una proyección que con fre
cuencia se sabe tal, cuando lo que se juega no es ético, mien
tras que la racionalización ignora al otro real en su efec
tividad y en su insalvable alteridad, que ella niega. El judío
que el alemán de preguerra se construyó era un ser codi
cioso, inquietante, obsesionado con la idea de superioridad
(la suya, supuestamente), de la que finalmente el resenti
miento nazi fue la expresión más visible, pero proyectada en
un arquetipo exculpador. Nada que ver con la realidad del
judaismo del que Einstein, Freud y millares de judíos anó
nimos fueron la expresión más alta y más perturbadora pa
ra el pequeñoburgués teutón. La racionalización, al tomar
al otro como exutorio de conflictos internos que el Sí mismo
proyecta sobre él porque no puede hacerse cargo de ellos,
niega la diferencia entre lo proyectivo y lo efectivo. Sin em-
303
bargo, en la racionalización, que desecha los problemas pa
ra no tener que afrontarlos, hay tam bién un esfuerzo de
coherencia del sujeto, el cual retoriza al otro desproblemati-
zándolo. Tal es el seductor papel de las historias que uno se
cuenta sobre sí mismo y sobre los demás. ¿Es fundamental,
entonces, que sean verdaderas, antes que verosímiles? La
racionalización que descuida la diferencia entre lo efectivo y
lo proyectivo niega la diferencia (y conduce a la envidia). Del
mismo modo, cuando no se tiene en cuenta la diferencia en
tre lo efectivo y lo proyectivo, se proyecta sobre el otro —co
mo si se tratara del otro tal como es en la realidad—, en for
ma de identidad emocional, el carácter inaceptable de esa
diferencia. Esto permite comprender el surgimiento de la
compasión, que anula cualquier desajuste entre lo real y la
vivencia de lo real, y descarga a priori al individuo de su cul
pabilidad sobre una víctima «que siempre tiene razón», aun
cuando no se está en presencia de la razón ni frente a un
asunto emocional: más bien, hay que explicar.
El lenguaje de la emoción vivifica la identidad de los se
res gracias al sentimiento común de que existen sentimien
tos comunes. Si no se evoca lo que se puede observar efecti
vamente en el prójimo, y verificarlo tanto como sea posible,
la emoción se reduce a mera compasión: nos ponemos a
priori en el lugar del otro para lamentar la diferencia, sea
cual fuere. Si es un superior, la diferencia es percibida como
injusta y surge entonces la envidia. Si es un inferior, la dife
rencia es también injusta y esto suscita la compasión. El
ethos habla valiéndose de argumentos que no son tales y
abandona a la emoción la crítica de las injusticias, lo cual,
racionalmente hablando, es insuficiente.
Se tiene así la horizontalidad de un eje ethos-pathos que
se desplaza en una verticalidad, ciertamente metafórica, de
la relación consigo mismo como criterio de juicio sobre el
prójimo. El pathos deviene norma del ethos, de lo que es im
portante para cada uno, como si revelara lo más íntimo del
sí mismo. Junto a esto, hallamos el movimiento inverso, en
el eje vertical, de aplicación del ethos sobre un pathos cons
truido y proyectado por aquel. Este eje, que llamamos ahora
metonímico, engloba la relación con un otro que puede estar
interiorizado o exteriorizado, pero que es puramente pro
yectivo: lo que uno no es, lo que uno teme ser, aquello a lo
que uno se opone y que traduce al otro en nosotros plantean
304
do una cuestión, cuando lo único que queremos son respues
tas. ¿Abolir la distancia de manera puramente ficticia, o
crearla, abusivamente también?: esta es, sin duda, la cues
tión que se plantea cuando el eje de retorización, que va de
lo político al ethos puro, ya no responde a una retorización
argumentada de la distancia, que pasa a ser la preocupa
ción central del sujeto, sin resolución de un problema ex
terno como fundamento del proceder.
Cuadro 32.
eth os'
De la comprensión a la borradura
de las diferencias mediante el discurso de
la emoción común (distancia negociada a la baja)
Cuadro 33.
ethos
E l Sí m ism o se proyecta so b re un
otro im aginario al cual tom a (o no)
por el otro real y efectivo, cre a n d o
u n a distancia que le proporciona co
herencia pero que puede llegar h as
ta el rechazo del otro efectivo.
------------------------ (pathos proyectivo) .................... (pathos efectivo)
De la coherencia de sí a la racionalización
(distancia negociada a la alta)
305
otro, está la metonimia, que singulariza al otro en su carác
ter proyectivo a fin de procurarle coherencia identitaria a
un ethos sin otro, con un «otro» que es simplemente proyec
tado. La primera lógica de proyección consiste en ver al otro
a partir de sus propias emociones, puesto que no es posible
ponerse en su lugar. Nos decimos que sufre o que está con
tento, pero sólo por efecto de una analogía con nuestras pro
pias sensaciones de dolor y de alegría. La anulación de lo
proyectivo mediante este lenguaje único da la impresión de
alcanzar al otro en su realidad, aunque sea corporalmente
ajena a la nuestra. El siente dolor, él tiene calor, él es feliz, él
está enfermo. La lógica proyectiva se halla aquí al servicio
de una búsqueda que tiende a comprender al otro en lo que
tiene de irreductible y de real. Ella anima la empatia, que
va de la compasión a la percepción de pasiones más fuertes
y conflictivas.
La otra lógica proyectiva, lejos de anular la distancia me
diante la comprensión, apunta a crear alguna para lograr
vivir mejor con uno mismo. El individuo se proyecta un otro
diferente —pero que es él mismo— mediante propiedades
que lo resumen tanto como resulte posible. Aísla un otro, y
esto tiene el propósito de emular lo problemático que el otro
crea en él.
Si bien se mira, la función de estas dos lógicas proyecti-
vas es finalmente la misma: afrontar problemas conflictivos
que no se pueden resolver, lo cual equivale a abolirlos retóri
camente, cuando el eje ethos----->pathos con la ética, el de
recho y la política ya no ofrece, valiéndose de recursos suce
sivos, respuestas argumentadas a los problemas externos
que se plantean en uno u otro momento. Al no conseguirlo,
el locutor (ethos) desplaza la alteridad psicologizándola en
la proximidad mediante el lenguaje de la emoción, en lo que
atañe a las respuestas, o construyendo un otro a menudo
ficticio cuando una proximidad demasiado fuerte pone en
cuestión al sujeto. Así se explica el papel crucial y constituti
vo de la distancia que se restablece, y también el de la per
m anente conciencia del desajuste entre lo efectivo y lo
proyectivo sobre la que se asienta la argumentación en la
relación con el prójimo, irreductiblemente diferente.
Ahora bien, la relación con el otro no siempre es argu
mentada. En ciertos casos se prefiere eludir la cuestión,
rechazar al otro, excluir lo que perturba y actuar como si el
306
problema hubiese desaparecido o estuviese en otro lugar.
Las variaciones problemáticas remiten a la posibilidad de
afrontar una problematicidad cada vez menos expresada,
más «figurativa»; en una palabra, más retórica. La retoriza-
ción de las cuestiones se efectúa, en cada circunstancia, en
el interior de las esferas resolutorias, el derecho, la política,
incluso la ética. En estos movimientos sucesivos se perfila
una cuestión de distancia que es en realidad una toma de
distancia. La subjetividad evita, rehúye, la deliberación in
terior y proyecta sobre el otro real o imaginario emociones
que este puede compartir o conflictos que puede eludir, con
argumentos, con una ideología o con buenas razones que
permitan al locutor convencerse a priori. El sujeto se afir
ma, se reencuentra, se confirma o se comunica. Seamos cla
ros: en esta doble lógica proyectiva no hay, de nuestra parte,
ni aprobación ni condena, sino simplemente la observación
de un doble movimiento en el cual, de manera sistemática,
el sujeto encuentra en su subjetividad aquello que va a con
fortarlo. Ahora bien, sin la confrontación con el pathos efec
tivo como instancia de verificación, no hay validez real para
estos argumentos emocionales o tomados de la ética. La
retorización de los problemas evita esta verificación, pues se
procura una efectividad invulnerable, eliminando de este
modo todo cuanto puede ser problemático y que subsiste en
la base de cualquier argumentación real. Esta últim a da
cabida a otros argumentos que pueden surgir siempre con
similar validez. Al responder al hombre que la invita a dar
un paseo, la mujer puede afirmar también: «Hace buen
tiempo, pero está un poco fresco; vayamos igual», para su
brayar su deseo a pesar de todo cuanto podría refrenarlo.
Puede seguir también la dirección contraria y rechazar la
propuesta, deteniéndose en el argumento negativo: «Está
un poco fresco». Pasado en limpio, la cuestión permanece
inexorablem ente abierta, pues la efectividad del p a th o s
crea esta abertura misma al trazar la alternativa con lo
proyectivo, el cual obra de modo que la reacción puede ser
mal evaluada, y la distancia Pp----->PE, ser más fuerte de lo
que se había estimado.
La retorización de las cuestiones las absorbe, las reduce,
las desproblematiza, y la realidad del otro, interpretada
siempre por las proyecciones que extraemos de ella, plantea
menos cuestiones a causa de las ideas que nos hacemos so
307
I
bre este otro, a veces sobre la base de analogías muy ligeras
que pueden inducir a error. El miedo a la confrontación ar
gum entativa conduce así al desplazam iento (metonimia)
sobre un otro puramente imaginario. El sujeto racionaliza
de este modo sus temores, sus angustias y, en última instan
cia, sus odios, que proyecta sobre un otro construido por él
con ese fin. Este otro construido, por eso mismo más mane
jable, le permite al sujeto tener razón con menos costos.
Mientras que la empatia retoriza el Sí mismo, la racionali
zación parte de una retorización del otro, pero en los dos
casos se trata de borrar la alteridad inaccesible, que no po
demos admitir como tal. La interrogatividad del otro, su
enigmaticidad por ello mismo retorizada, es reemplazada
por la satisfacción que procura un discurso de seudoconoci-
miento cuya utilidad subjetiva y emocional está fuera de to
da discusión. La corrección vendrá después, pues se sabe
que lo efectivo está más allá de lo proyectivo; de lo contrario,
uno conservará sus a priori. La empatia procede a menudo
de buenos sentimientos: imaginamos lo que el otro experi
m enta a partir de las manifestaciones que acompañan a
nuestros sentim ientos propios. Una impresión de esta ín
dole no puede menos que resultar confortable en el plano in
telectual, mientras no dé lugar a una puesta a prueba por lo
real. Será entonces muy de temer que nos hagamos sobre
los demás ideas engañosas o simplemente ilusorias. El do
lor del otro es ciertamente perceptible, mas para que sea in
teligible —dado que es imposible ponerse en su lugar— re
quiere siempre en la mente humana la verificación o el in
tento de explicación de sus causas. Hay que comprender ha
llando una explicación y, por lo tanto, argumentos.
Cuando en un campo se negocia una distancia que dis
minuye en forma indebida porque la pasión amenaza con
acercar las subjetividades hasta la confrontación, se ejercen
mecanismos compensatorios. El más espectacular es la tea-
tr a lid ^ del poder, la puesta en escena de formalismos ad
ministrativos dirigidos a reforzar el prestigio de determina
das funciones, sean o no electivas. No entramos en el despa
cho del jefe así como así. Las fiestas populares, las manifes
taciones públicas, las grandes misas de las dictaduras, cum
plen la misma función: recrear comunidad ;y confirmar la
distancia, hacérnosla accesible. Se participa del poder, so
comulga con él, pero en tales manifestaciones los roles son
308
claros y se afirman sin ambigüedad. El jefe «habla», pero
desde arriba. La alfombra roja es para él, mientras que los
demás se quedan al costado, aplauden o saludan. Se llegó a
hablar de dramatización. Sin duda, porque el teatro apunta
a acentuar las diferencias que importan mediante el espec
táculo de lo que sucede cuando hay confusión. Esta confu
sión y la am algam a que anula las diferencias separarán
siempre al teatro de la puesta en escena política, donde no
hay cabida para la indiferenciación. El teatro, el verdadero,
no tendría ningún sentido si la confusión fuera imposible.
Está ahí para recordar lo que debe ser evitado, y el poder se
sirvió de él con frecuencia para justificar su legitim idad
(Isabel I y Shakespeare, o Luis XIV y Racine, por ejemplo),
haciendo ver lo que sucedería si la gente llegara a engañar
se acerca de lo que es legítimo y de lo que es ilegítimo. En
ocasiones, esto termina en lo cómico: el burgués que se toma
por un noble resulta ridículo, sin duda, pero en el fondo no
es poco peligroso para el poder.
Administrar la distancia mediante una retórica que sub
raye sus contornos: tal es el sentido de la teatralidad en polí
tica, y sin duda de las reglas morales en ética o de la codifi
cación de los procedimientos y del formalismo jurídico en el
tribunal, donde tampoco está ausente la teatralidad. Sólo
que la resolución alcanzada mediante estas posturas está
presidida por la retorización, lo cual supone distancia entre
lo proyectivo y lo efectivo, en tanto que la racionalización y
la proyección de sentimientos no la tienen en cuenta y la ab
sorben retóricamente (ese es el propósito).
Concluyamos. En la proyección del pathos sobre el ethos
hay ( 1 ) una empatia que puede saberse siempre en déficit
respecto de lo que el otro experimenta realmente y que no
sotros no podemos sentir en su lugar, un saber que impide la
compasión automática en provecho de la descripción. En
cambio, (2 ) cuando la diferencia entre lo proyectivo y lo efec
tivo es ignorada, se lo hace en nombre de la identidad a prio-
ri del ethos, el cual rechaza la diferencia por injusta. En la
racionalización, donde la proyección es el ethos que se cons
truye un puro pathos al que toma por efectivo, volvemos a
encontrar la misma doble posibilidad, habida cuenta de la
diferencia, borrada o integrada, entre lo efectivo y lo proyec
tivo. Tenemos, entonces, o bien (1) la coherencia del ethos,
que busca en el egoísmo su resolución ética con respecto al
309
prójimo, o bien (2 ) la anulación del otro real en una proyec
ción que se toma por realista. Y aquí, lo que el otro es efecti
vamente queda anulado o, peor aún, debe serlo.
310
los problemas es inevitable. Se recrea la distancia, hay des
vío al campo de las historias, del storytelling, de lo retórico
stricto sensu y de lo emocional, que finalmente va a liberar
se de toda racionalidad (cuadros 32 y 33). Las cuestiones de
alta densidad problemática nos llevan de lo teatral y lo ideo
lógico a lo psicológico, pasando por el sentido de lo justo y del
formalismo, para reencontrar la distancia y desactivar los
conflictos, finalidad que la argumentación no permite forzo
samente lograr. Aquí, las instituciones oratorias se mezclan
entre sí, el ethos las atraviesa y domina toda la estrategia
retórica. Esta preeminencia del ethos conlleva una mezcla
que amenaza —metafórica y metonímicamente— con des
bordar e invadir al sujeto, debido a que los sentimientos y
las creencias morales se autonomizan y funcionan como va
lores. No para convencer, sino para persuadir. La política re
gula las grandes problemáticas sociales, mientras que el de
recho las formaliza sirviéndose de las leyes vigentes. De
aquí proviene la idea, tan frecuente en los políticos, de for
malizar en leyes las soluciones que proponen a la sociedad y
que de este modo imponen, por otra parte, tanto en demo
cracia como en los regímenes autoritarios. Al fin de cuentas,
un argumento deberá encontrar su legitimidad en el ethos,
es decir, en los valores, si debe valer para la comunidad.
Esto sólo resulta viable cuando la argumentación es la
preocupación esencial. En la conflictividad, cuando prevale
ce la negociación de la distancia, y la retorización de los pro
blemas constituye la forma «resolutoria» de estos, después
del derecho viene la política. En este cnso, el ethos, lejos de
ofrecer valores, sugiere más bien sentimientos, emociones.
311
cluso demanda (de reconocimiento). Nada resume mejor es
ta cuestión de la distancia que la publicidad siguiente, en la
que se subraya la paradoja de la identidad y el deseo, así co
mo la interrogatividad que subyace en toda retórica:
312
retórica publicitaria presenta una manera muy original de
tratar la problemática verificada por la ley de problemati
cidad invertida: cuanto más explícito es el problema, más li
teral es la publicidad en las respuestas que ofrece. En cam
bio, cuanto más se disimula el problema, porque se quiere
significar que, gracias al producto encomiado, tal problema
ya no se plantea, más figurativo, alusivo y elíptico es el dis
curso publicitario. Estará a cargo del consumidor inferir el
argumento que la publicidad ha retorizado. En cuanto al
publicitario, su intención es anular la problematicidad de
una cuestión, pues, si la publicidad no lograra presentarse
como respuesta, esa problematicidad podría impedir la com
pra del producto. Tomemos un ejemplo: el de las comidas
congeladas. Impera la idea de que este tipo de cocina, sin
duda muy fácil de realizar, es poco refinado. Nos decidimos
por ella cuando no nos queda otra opción, porque no tene
mos ninguna otra cosa a mano y necesitamos preparar la co
mida rápidamente. En la publicidad de «La cuisine de Ma-
rie», por ejemplo, se presenta a un actor vestido de esm o
quin para que dé un toque de solemnidad a la cena, y que
alecciona a la dueña de casa para que prepare una bella me
sa. Ella, a su vez, debe vestir con elegancia, ya que «La cui
sine de Marie» tiene clase. El mensaje subyacente del publi
citario es que su producto no tiene nada que ver con lo que la
mayoría de la gente piensa en general de las comidas conge
ladas. Esto explica la etiqueta indispensable que es preciso
desplegar cuando se las sirve a los amigos. El problema, que
en la actualidad está en la mente de todos respecto de las co
midas congeladas, se resuelve sin haber sido mencionado
nunca explícitamente (platos congelados = comidas de baja
calidad): esta idea, pese a hallarse muy difundida, resulta
de algún modo absorbida cuando el mensaje publicitario la
retoriza, pues este mensaje sugiere que esa marca de pro
ductos congelados es, de todos modos, sinónimo de clase,
elegancia y refinamiento. Decirlo significaría recordar que
hay una cuestión en relación con los congelados, en tanto
que proponer una respuesta recomendando el uso de este
producto implica que todo eso está resuelto.
Recordemos la publicidad del perfume Chanel n° 5 que
analizábamos con anterioridad. Gracias a este perfume, los
problemas se desvanecen como por arte de magia: se trata
de retórica, de un cuento de hadas como los que se les relata
313
a las niñas pequeñas. El problema radica en hacer creer que
con Chanel n° 5, mágicamente, no habrá más problemas.
Dado que esto es imposible, esa publicidad no puede ser
m ás que un cuento de hadas. Y el rizo se ha rizado: se ensal
za el perfume en una historia maravillosa en que todo se
resuelve como por encanto. El lobo, Caperucita Roja, todo el
mundo marcha de consuno a la conquista de París.
La promoción de un agua lavandina complica más las co
sas y, a la vez, las torna más evidentes. Se filma a una ma
dre frente a su hijo, que vuelve de jugar tenis con la camise
ta m uy sucia. ¿Cómo hará frente ella a una situación tan
deprimente? Esta vez, el publicitario no propone ninguna
identificación (además, el personaje no es una top model,
sino una mujer de m ediana edad, ni linda ni fea, exacta
mente la madre tipo). En todo caso, si se evoca una posible
identificación, una proxim idad, ella reside en el problema,
no en los personajes. Dado que ese problema aparece expre
sado literalmente, la respuesta también lo es, y aquí se tra
ta de una verdadera argumentación con test comparativo y
hasta recordación del precio. Distancia más débil, literali
dad mayor, identidad más fuerte entre los personajes de re
ferencia y los que deben interesarse en el producto. Ningún
deseo, ninguna demanda, solamente un necesidad: darles
ropa limpia a los hijos.
Todos estos ejemplos verifican la ley de problematicidad
invertida en publicidad, donde la cuestión tratada es más o
menos literal, más o menos figurativa:
314
La publicidad suele acordar imagen y texto, lo visible y la
interpretación, no sólo para que se refuercen mutuamente,
sino también para que se opongan generando la paradoja, la
cuestión. En ocasiones, incluso, no tienen nada que ver en
tre sí, siempre para despertar el interés y el cuestionamien
to en el auditorio. Lo propio de la imagen es crear, en rela
ción con el texto, un espacio figurativo. El filme publicitario
acentúa todavía más el aspecto narrativo del mensaje; aho
ra bien, la retórica de lo visible está dominada en general
por la figura de la elipsis. En ella, el razonamiento entero se
ve condensado, y gracias a esto el producto es presentado,
en el periódico o por el locutor del anuncio publicitario, como
atractivo, útil o deseable. Con frecuencia, lo que se dice hace
las veces de conclusión o incita a inferirla. La equivalencia
retórica-argumentación se halla aquí en plena acción. La
retórica es, en cierto modo, una síntesis de argumentos y,
por consiguiente, funciona como incitación a un razona
m iento implícito que quiere decir: «La cuestión suscitada
casi siempre de manera indirecta está resuelta». Al receptor
le toca inferir, concluir y actuar. A nivel de la retórica de lo
visible, el incremento de figuratividad del que trata la ley de
problematicidad invertida se traduce, en términos de Peir-
ce, en las distinciones entre el icono, el índice y el símbolo.
El icono es mimético e indica aquello de lo que es cuestión; el
índice lo conduce, y el símbolo es su abstracción. La imagen
de un paisaje representa el paisaje; el índice, como la huella
de una pisada, remite al paso de un individuo. La bandera
es el símbolo de un país.
Una idea importante surge del análisis de la retórica pu
blicitaria. El hiato entre el ethos efectivo y el ethos proyecti
vo es reflejo de la distancia entre el locutor (o el mediador) y
el auditorio, entre el Sí mismo y el otro. En último extremo,
como veíamos con anterioridad, la distancia está construida
a priori en una proyección pura: de la emoción intelectuali-
zada por el sujeto por analogía con alguien con el cual se
identifica, o de la racionalización en la que se proyecta un
otro muy distinto.
315
Los marcos sociales de la argumentación
316
ciudad me interesan más que los de la ciudad cercana. Mi
país me deja menos indiferente que los más lejanos, y así
sucesivamente. El afecto, pues, disminuye con la distancia.
En cambio, un conflicto que aleja a amigos de toda la vida
crea distancia: cuanto más dolorosa es la herida, más fuerte
es el pathos. Por otra parte, resolver este pathos conflictivo
permitirá acercar nuevamente a los protagonistas. Nego
ciar de manera favorable con alguien la distancia acerca de
una cuestión que los ha dividido genera aproximación, por
que la pasión sólo se convierte en un argumento pertinente
cuando la distancia es débil. Si definimos la comunidad por
los sentimientos, la pasión crea una comunidad de corazo
nes. Ella acerca. Una pasión fuerte puede alejar a los indivi
duos, desembocar incluso en una mayor distancia entre
ellos cuando esta pasión los desgarra.
Debe distinguirse, por lo tanto, un pathos fuerte en la
distancia débil y un pathos débil en la distancia fuerte; pero
también, en el plano dinámico, un pathos fuerte que origina
una distancia fuerte, como el pathos negativo, por ejemplo.
Así pues, a menudo nos vemos confrontados con las situa
ciones de hecho siguientes:
1 ) un pathos fuerte y una distancia débil;
317
Parece serlo si no atendemos al hecho de que distancia
social y distancia psicológica no forzosamente se recubren.
Veamos esto con más detenimiento. Representémonos con
un gráfico la correlación entre la distancia social y la distan
cia psicológica. La primera es histórica y constituye un a
priori, mientras que la segunda está puntuada por cuestio
nes que afectan a los contemporáneos.
Cuadro 34.
J ■pathos
ethos
distancia social
Cuadro 35.
ethos
distancia social
318
El orador, el sujeto, el ethos, está muy alejado socialmen
te de su auditorio. Sin embargo, hay una fuerte interacción
afectiva, ya sea porque se aprecian o se detestan. Orador y
auditorio se codean, se conocen, debaten.
Puede darse también una situación «neutra», la que ilus
tra el primer gráfico de este segmento (cuadro 34). Por últi
mo, es posible hallarse ante un contexto de gran distancia
afectiva y de débil distancia social.
Cuadro 36.
pathos
ethos logos
distancia psicológica
ethos
distancia social
Cuadro 37.
distancia psicológica
U n conflicto e s ta lla e n tr e
allegados; es m uy pasional;
luego los p ro ta g o n ista s se
alejan (resolución) afectiva
m en te, sin que la d istan c ia
social en tre ellos haya cam
biado.
319
y una gran indiferencia P 3 P 2 >0 un alejamiento evidente
puntuado por una pasionalidad débil P4 P 2 -
Puede haber, pues, una distancia débil y poca pasionali
dad, y por lo tanto una gran indiferencia, tanto como se
puede dar en la situación inversa. En este caso, la distancia
es fuerte, pero la pasionalidad también.
Cuadro 38.
pathos
Cuadro 39.
pathos
320
de cada uno, a menudo constitucionalizado; estamos ante
una relación de tipo «político» pathos-pathos.
El cuadro 40 ilustra claramente el predominio de la rela
ción social como lugar de autoridad retórica cuando la dis
tancia afectiva es demasiado débil, demasiado cargada co
mo para asumir todo el potencial resolutorio (racional) re
querido.
Cuadro 40.
pathos
problematización
Padres-hijos
logos
pathos ' ► pathos
conflicto 4 1
S urge un conflicto, por ejemplo, e n
tr e p a d re s e hijos en un e n f re n ta
m iento m uy pasional. M altrecha, la
negociación personalizada es su s ti
tu id a crecientem ente por la resolu
ción en térm in o s de d istan c ia y de
roles (eje vertical), con el logos en el
centro p a ra reconvenir a los hijos.
distancia social
321
¿Qué revela dicho cuadro? La relación ethos-pathos se
conflictualiza a través del derecho en el nivel personal. La
relación individuo-sociedad (o con el grupo, o, si es el caso, la
función) es política: pathos social -pathos individual. Cuanto
más fuerte resulta la distancia social, más lógico es resolver
las discusiones y oposiciones por medio del derecho o de la
política.
Como podremos comprobar, este gráfico se enriquecerá
poco a poco con todos los componentes de la retórica, y ter
minará dando un cuadro sistemático y sintético de la disci
plina. Pero empecemos por el principio.
3. Nacimiento y funcionamiento
de las instituciones oratorias
Se trata de los lugares desde donde se habla con autori
dad para analizar las cuestiones que marcan la distancia en
tre individuos. Si nos remitimos al cuadro cruzado de la dis
tancia psicológica y la distancia social, el origen y el papel de
estas instituciones se explican con la debida coherencia.
Tomemos la institución política: en ella se debaten ideas,
se expresan oposiciones, se decide y, en democracia, se apela
a los electores.
La retórica política se inscribe en el marco de una distan
cia social y una distancia afectiva fuertes. Se negocian inte
reses, las personas no se conocen forzosamente, son repre
sentativas de grupos y comunidades diversas que muy a
menudo entran en rivalidad. En sus encuentros, cuando hay
que poner los problemas sobre el tapete, la retórica política
transforma la distancia social en distancia psicológica, don
de a menudo las pasiones vienen a velar los intereses socia
les y políticos.
Com(T sabemos, el espacio político se despliega en el ám
bito del pathos. De la seducción-propaganda a la voluntad
de resolver cuestiones que enmascaran (o traducen) nues
tros afectos, la política opera tanto en la distancia social y
sobre ella como sobre la negociación directa de la distancia
emocional ligada a los valores que se quiere ver respetados.
El eje de la distancia social determina la importancia de la
política en las relaciones personales, en las relaciones con el
322
prójimo. Cuanto más importa o más elevada es esa distan
cia social, más tiene la mediación una naturaleza política. Y,
a la inversa, cuanto menos juega la distancia social, más es
absorbido lo político en un pathos de carácter psicológico
mayor. Olvidemos ahora la relación con el otro y considere
mos el ethos, el sí mismo que se expresa. La mediación ju
rídica, con su afirmación de los derechos, es típica de las re
laciones sociales. Cuando la distancia social se ahonda,
tampoco sorprende observar una extensión del campo polí
tico, el cual avanza a lo largo del eje del pathos social y del
p a th o s afectivo que lo expresa. El recurso a la política es
típico de la negociación de la distancia por ella misma. En el
fondo, la distancia da carácter político al hecho de tomar a
cargo las cuestiones que separan o unen a hombres y gru
pos. Al comienzo, el ethos, que debe negociar con un audito
rio (pathos) una cuestión fuertemente problemática, un con
flicto que incrementa el espacio que los separa, lo hace recu
rriendo al derecho. La mediación por el derecho, por el juez
exterior, cesa si la distancia no puede resolver el sentimien
to de exacerbación, en cuyo caso es el turno de la lucha
política. Se puede trazar así una línea horizontal que, al
abrazar el papel del logos, marca la negociación objetivada,
y a menudo conflictiva, de los intereses de los protagonistas.
Este es el rol de la economía. La retórica publicitaria sirve
para desconflictualizar los deseos rivales centrándolos aho
ra en función de la idealización.
Cuadro 42.
pathoa
distancia social
323
Veamos lo que sucede en caso de variación de distancia, o
de preponderancia, en uno de sus componentes, sea social o
afectivo.
Cuadro 43.
324
normal, finalmente, que con una distancia social fuerte y
determinante la retórica resolutoria sea política si la distan
cia personal es grande, y jurídica si el conflicto alcanza el es
pacio más íntimo de los individuos (para recrear la distan
cia). Esto explica la línea de distancia social que corta el eje
derecho-política.
Veamos ahora lo que sucede cuando el parámetro varia
ble es la distancia personal.
Cuadro 44.
eth o s
distancia social
325
prensible: cuando la distancia que anima a los individuos se
vuelve sólo social y deja de ser interpersonal (lo cual sucede
únicamente en ciertos casos), las relaciones son estructura
das por los derechos de cada uno; en el caso de un conflicto
institucional, surge entonces una relación de negociación
política.
326
bla al ethos de su ethos. El espectáculo del ethos social, de la
desgarradura de las pasiones, del pathos, da nacimiento al
drama y llega entonces la era del teatro, que surge en los pe
ríodos de enfrentamiento. Entre ambos, la narración evolu
ciona de la epopeya a la novela. La epopeya está más cerca
del relato de los hechos destacados, mientras que la novela
lo está de las desgarraduras que la Historia, al acelerarse,
impone a los individuos, confrontados con una impotencia
cada vez mayor. Esto explica la flecha horizontal del cuento
o la novela que cruza el campo psicológico ethos-pathos, pero
que se sitúa siempre en cierto nivel de distancia social, colo
cado por nosotros, para claridad de la exposición gráfica, en
el punto en que se lo posicionó. La cercanía del cuento res
pecto del ethos se debe a que lo que se cuenta es algo maravi
lloso y moral. La novela corta [nouvelle] es más «objetiva»,
más factual, pues el logos de la narración, más neutro que el
cuento, se centra preferentem ente en un personaje. En
cuanto a la novela estrictamente hablando, se interesa más
por el pathos y por lo que sienten subjetivamente el prota
gonista y los personajes secundarios.
También en este caso se pueden hacer variar las dos for
mas de distancia y observar lo que resulta de ello:
Cuadro 46.*
pathoa
ethos
distancia social
* Todos los «Yo» de este cuadro corresponden al francés «Je». (N. de la T.)
327
Cuadro 47.
p a th o a
328
Cuadro 48.
psicológica
Cuadro 49.
329
Cuadro 50.
pathoa
5. Conclusión
La distancia social disminuye con la igualación de las con
diciones, lo cual, según afirma Tocqueville, asegura la de
mocratización de nuestras sociedades. Sin embargo, tal co
mo lo ha demostrado nuestro análisis, la retórica sirve para
legitimar —a través de mediadores que encarnan a las ins
tituciones oratorias— una distancia que no forzosamente se
ha reducido. Es aquí donde interviene el hiato entre los
principios y la realidad. Como lo muestra el cuadro del siste
ma retórico general (cuadro 45), cuanto más fuerte es la dis
tancia social, más requiere su legitimación la mediación de
instituciones oratorias, que son los intelectuales al servicio
de las respuestas. En una sociedad democrática, esto suele
ir de la legitimación a la pericia y de la pericia a la informa
ción. El papel de los periodistas consiste, entonces, en expo
ner el trabajo de los intelectuales, antes de considerarse,
con el correr del tiempo, intelectuales con todas las de la ley.
330
Meta-retórica
331
debilitamiento de la represión de las cuestiones por fuera
del orden de las respuestas. Esta represión no es otra cosa
que el proceso de diferenciación entre cuestiones y respues
tas, e incluso, finalmente, para que la diferencia entre ellas
se mantenga, de reconocimiento de unas y otras como tales
(problematología). Cuando el discurso que expresa las res
puestas consideradas seguras es el mismo que el que tra
duce las respuestas problemáticas, la confusión amenaza
con instalarse. La sofística, tal como fue definida por Platón,
es tributaria de una confusión de esa índole. Ella juega con
la semejanza entre las «buenas» respuestas y las otras, lo
cual permite su manipulación y la manipulación de las men
tes. De este modo, se puede hacer pasar por verdad lo que
sólo aparenta serlo, e ilusionar a aquellos que quieren con
servar respuestas caducas con que estas siguen siendo vá
lidas. En lo sucesivo, hay que justificar una respuesta para
hacerla pasar por tal. La racionalización y el cierre están
igualmente contenidos en la metaforización de respuestas
caducas, en los modos de anular diferencias que se han
ahondado porque se aceleró la Historia, actuando como si
sólo se tratara de «retórica». Al mismo tiempo, los conflictos
son inevitables, porque quienes optan por abandonar viejas
respuestas, y por lo tanto les hacen frente, entran inevita
blemente en polémicas más o menos ásperas, más o menos
amigables, con quienes se empeñan en aferrarse a ellas.
La represión problematológica que se debilita es, pues, lo
que ha hecho posible la retórica. No debería asombrarnos
comprobar que fue durante el apogeo de la fundación griega
del saber, el Renacimiento en Italia y los considerables pro
gresos del saber y de la democracia en el siglo XX, siglo cas
tigado por la Historia, cuando la retórica retornó al primer
plano de la escena intelectual.
La contrapartida de la represión problematológica es la
represión apocrítica. ¿Cómo lo entendemos? Cuando las res
puestas ya fio pueden inscribirse al margen de las cuestio
nes, de las cuales han surgido filosóficamente (histórica
mente, las cuestiones que se plantean aparecen, a menudo,
como respuesta a problemas anteriores), es preciso poder ha
llar nuevos criterios de diferenciación. Está claro que para
nosotros, dentro de un mismo orden de respuestas, hay res
puestas problematológicas y respuestas apocríticas. Deben
entenderse por ellas discursos que traducen problemas y
332
discursos que los resuelven. Y esas respuestas no pueden
ser las mismas, a riesgo de girar en redondo. Es lo que lla
mamos «círculo vicioso»: pretender resolver una cuestión
presentándola simplemente de manera explícita, como si
fuese la respuesta y porque está expresada como tal, es sin
duda un círculo. El desafío planteado por respuestas que ya
no lo son, en medio de otras que siguen siéndolo, reside en
hallar un medio capaz de expresar, de una u otra manera, la
diferencia entre ellas.
Este acto de rediferenciación de las cuestiones y las res
puestas cuando la represión problematológica se debilita es
producto de una represión compensatoria o apocrítica (de
«apokrisis», o «solución», en griego). Dicho acto apunta a
imponer justificaciones a las respuestas para que valgan co
mo tales, y esas justificaciones no son otra cosa que argu
mentos. La argumentación es, pues, del orden de la repre
sión apocrítica, así como la retorización del discurso es del
orden de la represión problematológica que disminuye.
Evidentem ente, tal debilitamiento da paso a respuestas
tanto como a cuestiones en el interior de un orden no dife
renciado de respuestas. Ahora bien, ¿cómo saber qué es una
verdadera respuesta, y hasta una respuesta verdadera, si la
represión problematológica es demasiado débil como para
desmarcar o permitir localizar las diferencias entre las
cuestiones y las respuestas? Lo que es puede ser distinto de
lo que es, o ser lo que era sin serlo de verdad (literalmente),
y ello, sin que forzosamente nos demos cuenta. El retorno al
ámbito de la identidad fuerte es, por lo tanto, inevitable y
corresponde a la represión apocrítica más notable de la His
toria. «Identidad fuerte» quiere decir «identidad m ate
mática», y es sabido que en los grandes períodos de flore
cimiento de la retórica se observa un desarrollo sin igual de
la ciencia y de su matematización. Ello se traduce en Eucli-
des para los griegos; Kepler, Copémico, Galileo, Descartes y
New ton para los Tiempos Modernos, y la relatividad, se
guida de la mecánica cuántica, en el siglo XX, por mencio
nar tan sólo las concepciones físicas del mundo. Pero la re
presión apocrítica no se limita a esto. Su principio de base
consiste en que las respuestas que corren peligro de no serlo
deben ser desmarcadas de las que lo son efectivam ente.
Cuando la represión problematológica es fuerte, la distan
cia entre las cuestiones y las respuestas está claramente es-
333
tablecida porque las segundas se inscriben en identidades
fuertes y las primeras en un ser débil. Pensamos en las so
ciedades llamadas «primitivas», en las cuales se identifica
casi matemáticamente lo que es tan sólo del orden de la se
mejanza o de la analogía. Una o dos propiedades comunes
bastan para identificar a los seres como si fueran literal
mente idénticos en la realidad. Incluso en el Egipto de los
faraones, la identificación del Faraón con un halcón, Horus,
porque sobrevuela su territorio pasando por encima de él,
así como el soberano es superior a sus súbditos, no hace sino
plantear la cuestión de las relaciones entre identidad literal
e identidad metafórica. El nexo entre las aserciones proble
máticas es, por cierto, una equivalencia, pero de un tipo más
débil, más figurativo, como cuando se dice que la cuestión
del frío plantea la de la ropa que hay que vestir para prote
gerse. «Hace frío» = «Debemos ponernos el abrigo» es una
equivalencia que no se puede tomar al pie de la letra. La
identidad, puesto que la hay, es débil si se la toma literal
mente. De lo contrario, se trata de una manera figurativa de
hablar, que responde a una misma cuestión inicial, pero sin
dejar de suscitar otras y siendo aún ella misma problemáti
ca. El frío y el hecho de ponerse un abrigo promueven la
cuestión de saber cómo responder a un problema de enfria
miento eventual, respuesta que consiste en cubrirse. La
identidad por la cual, en estas circunstancias, decir lo uno
es decir lo otro descansa en el hecho de que el frío se define
por problemas que son fuente de enunciaciones equivalen
tes (y no de enunciados equivalentes).
A veces, el ser débil de la cadena interrogativa es «psico-
logizado» y entonces se habla de asociaciones mentales, de
sugestión, como si estos procesos no tuvieran traducción
discursiva. Pero no es así: la tienen. Si digo: «Ricardo es un
león», hablar de Ricardo es decir que él es un león; el empleo
de la figuratividad remite a un decir que implica otro por
que hay algunos rasgos comunes entre Ricardo y el león,
una identidad débil entre ambos, que evoca una cuestión. Si
Ricardo no es (literalmente) el león que se dice que es, la
cuestión pasa a ser entonces: ¿qué se afirma (literalmente)
que él es, con exactitud?
El ser fuerte de las sociedades poco historizadas, o ahis-
tóricas, atraviesa el discurso, el cual traduce así la identi
dad relativamente estable de lo real. Aquí, la represión pro-
334
blematológica es elevada, lo cual implica que el ser débil se
halla excluido del discurso en nombre de la preocupación
por la diferencia problematológica. En cambio, cuanto más
se debilita esta represión, más se debilita también el ser que
enlaza a A y B en la forma clásica del juicio «A es B», lo cual
problematiza la discursividad en general. Descartes no va
cilaba en incluir dentro de lo dudoso las respuestas de ser
débil, no matemáticas, que son a la vez respuestas verdade
ras y respuestas problemáticas, que plantean una cuestión.
Esto le permitía meterlo todo en la m ism a bolsa, sin obli
gación de hacer distinciones. La represión apocrítica arroja
en lo dudoso cuestiones y respuestas de ser débil, privile
giando así la matematización, que evita tener que distin
guir. Mas aquella no se limita a zanjar el dilema planteado
por las cuestiones que se infiltran en el orden de las res
puestas haciendo equivaler las expresiones de ser débil, las
cuales pueden ser tanto cuestión como respuesta. La repre
sión apocrítica toma el relevo de la represión problemato
lógica que se debilita, exigiendo justificación, es decir, ar
gumentos para las respuestas, a los efectos de establecer la
validez de estas como tales. Con un argumento en su favor:
una respuesta no puede sino imponerse como respuesta, por
cuanto, sin justificación, no puede mostrarse como verdade
ra y al mismo tiempo suscitar un problema y un debate. Por
consiguiente, la retórica y la argumentación son fruto de
una represión problematológica que se debilita y de una re
presión apocrítica que, por compensación, se refuerza. Se
trata de encontrar la respuesta y de evitar la confusión, lo
cual no obsta a que algunos jueguen con ella, posibilidad fa
cilitada por una represión problematológica que disminuye.
En el fondo, esto habilita una alternativa: o bien aceptar la
confusión y hasta utilizarla, pues se sabe que la diferencia
entre problemático y no problemático se desdibuja, y, en
consecuencia, amoldarse a ella, por cuanto no se puede esta
blecer la respuesta con certeza, o bien decidir la búsqueda
de respuestas en medio de lo problemático hasta el punto,
finalmente, de redefinir lo que valdrá como respuesta ca
rente de ambigüedad. Esto explica que la ciencia se mate-
matice.
No habría habido retórica, y no la habría tampoco hoy, si
la represión problematológica no hubiera disminuido en for
m a considerable. Sólo ella hace que algunos se aferren a
335
ciertas respuestas como si todavía lo fueran, mientras que
para otros no son más que cuestión. Sólo ella hace también
que podamos valernos de unas para defenderlo todo y apo
yarnos en las otras para criticarlo todo. Sólo ella hace, ade
más, que la retórica se esfuerce en demistificar las falsas
respuestas y desmarcarlas de las otras, así como sólo ella
hace que deba hallarse un criterio que justifique una res
puesta por lo que vale como tal a los ojos de los otros, con ar
gumentos que establecen precisamente esa diferencia. Ope
rar sobre la posible confusión entre cuestiones y respuestas,
querer librarse de ella, desprenderse de las confusiones o
aprovecharlas para manipular y alcanzar los propios fines:
he aquí consecuencias de una represión problematológica
que se ha erosionado con un tiempo que ahonda las diferen
cias, sin poder definir forzosamente sus nuevos contornos.
Empero, hay más: la represión problematológica que se
desdibuja tiende, inevitablemente, a producir pasiones fuer
tes. El temor, la esperanza, el desaliento, la angustia, la ira,
la oposición o el empeño de no cambiar de opinión están ins
criptos en la pulverización de las respuestas y en lo que ella
promueve: su problematización (que se convierte en la de
aquellos que son sus defensores) y el afán de aferrarse a
esas respuestas, muchas veces hasta las consecuencias últi
mas más criminales, esas que exigen las ideologías de sus
beneficiarios.
2. La argumentación filosófica
La filosofía pone en ejercicio una argumentación que só
lo encontramos en su ámbito, especificidad de su disciplina
que muchos filósofos negaron. Sumergidos en el proposicio-
nalismo, consideraron que la deducción filosófica era una
simple deducción proposicional en el sentido clásico del tér
mino —algo que ella no es—. Por este motivo, dichos filóso
fos debieron afrontar la acusación de falta de rigor, sin que
ni unos ni otros pudiesen percibir que la deducción filosófica
es rigurosa, aunque de una naturaleza específica. Al acan
tonarse en esa postura y no ver en el discurso más que lo
proposicional, el rigor de la deducción filosófica, comparado
con la ciencia, ciertamente no se deja ver. Ahora bien, si se
336
analiza el punto de cerca, se observa que las grandes filoso
fías poseen esta característica singular: deducen sus res
p u esta s de su propio cuestionam iento. Cuando Descartes
duda de todo, del hecho mismo de dudar infiere una primera
proposición que está fuera de dudas. Cuando Aristóteles
quiere «probar» el principio de no contradicción como funda
mento último del logos, imagina a un cuestionador que re
chaza y contradice este principio; sin embargo, esto lo vali
da, porque en el mismo momento en que él lo niega, lo está
utilizando, lo presupone y, por lo tanto, lo verifica. Kant, al
querer mostrar que el conocimiento a priori se compone de
conceptos surgidos del entendim iento y de una m ateria
empírica que proviene de la sensibilidad, deduce a priori
que, sin esta conjunción, dicho conocimiento no puede cono
cer nada. Y Hegel, en su dialéctica, deduce que la concien
cia, al afirmar su posición, asciende un nivel reflexionando
sobre lo que hace, lo cual constituye un nuevo objeto. Todas
estas posturas hacen coincidir la represión problematológi
ca, que disminuye, con la represión apocrítica, que se ins
taura y se refuerza. La cuestión que se expresa remite a la
respuesta que lo dice y la dice. En otras disciplinas, un ar
gumento se apoya en hechos o en otras respuestas —a me
nudo previas—, lo cual no es factible en filosofía pues esta
no puede presuponer nada distinto de ella misma en cuanto
filosofía (históricamente, en cambio, todo cuestionamiento
es ya respuesta, y esta última es la que la Historia revela).
No hay nada más fundamental o fundante que el acto de in
dagar en lo fundamental, y de esto se puede deducir el ca
rácter primigenio del cuestionamiento. Las otras ciencias se
plantean, por supuesto, otras cuestiones, factuales y objeti
vas, pero no se interrogan sobre su propia interrogación ni,
a fortiori, sobre el cuestionamiento. El rigor de su argumen
tación reside en los argumentos que ellas pueden movilizar
acerca de los objetos que les son propios y que dan lugar a
comprobaciones sobre los hechos o también a razones.
337
pueden plantearse, lo cual está determinado por la estruc
tura predicativa de la respuesta. Esta es «A es B» (o «x es y»)
y, en consecuencia, el cuestionamiento sólo puede recaer
sobre B, el predicado, o sobre A, el sujeto. Cuando se dice:
«El asesino de César fue castigado como se debía, tal como lo
prueban todas las dictaduras imperiales que siguieron, si
bien él quería salvar a Roma de la tiranía», no preocupa pa
ra nada saber si quien perpetró el asesinato fue Bruto u otro
conjurado. Lo pertinente es el hecho de que se dio muerte a
César, y no quién es el culpable. Ahora bien, la cuestión
subyacente puede ser otra y estar referida al sujeto. Por eso
la frase siguiente puede considerarse ambigua: «Yo vi al
hombre que mató a César»; en efecto, aun si Bruto es ino
cente, lo que quiero decir es que vi a Bruto el otro día, y la
calificación importa poco: de quien hablo es de Bruto, la
cuestión se vincula a él en particular.
Esta doble posibilidad de interrogar atañe al meollo de
toda defensa retórica. Se la pone en ejercicio al negar que «lo
que el otro me reprocha es lo que yo quería decir», o al refe
rir otros hechos para una misma calificación que se conside
ra intangible. Se la reinterpreta para conservarla. Tome
mos otro ejemplo. Alguien sostiene que Clinton fue un buen
presidente de Estados Unidos. Esa persona quiere defender
a Clinton, de modo tal que, si se critica a este, dirá que Clin
ton hizo esto o aquello y que, por lo tanto, actuó muy bien.
Pero también puede dirigir su atención hacia lo que debe
entenderse por «buen presidente», en cuyo caso, de ser nece
sario, se cambiará la definición de lo que hace a un buen
presidente y se concluirá: «Por lo tanto, Clinton fue excelen
te». Los dos «por lo tanto» precedentes marcan con claridad
las diferencias que puede presentar el cuestionamiento ar
gum entativo. Veremos trazarse las m ismas líneas argu
méntales si se dice: «La esposa de Arturo es muy simpática».
¿Qué es lo que aquí importa? ¿Ser la esposa de Arturo o el
rasgo propio de esta mujer, que seguiría siendo simpática
aunque no estuviese casada con mi amigo Arturo? Si se di
vorcia y continúa siendo alguien agradable, la que es simpá
tica es la persona; se la ha calificado en virtud de su estado
civil, pero lo mismo se habría podido decir: «La mujer que
vive en bulevar X, n° 27,.. .». En cambio, si lo que determina
lo comprobado es su calificación, cambiar de calificación
altera lo comprobado. Es frecuente oír decir a individuos
338
muy bebedores que no son alcohólicos. Se les replica: «Sí que
lo eres, bebes una botella por día y todos los días». Ellos res
ponden: «No, eso no es alcoholismo, el vino contiene poco al
cohol», y de este modo recalifican la afirmación. Pero tam
bién pueden centrar la cuestión de otra manera y dirigirla
propiamente al sujeto: «Yo no me siento aludido pues bebo
dos o tres copas por comida, y esto no es lo mismo que una
botella, que si se toma en una comida sola es demasiado».
En síntesis, «igual se puede beber vino en la mesa, ¿no?».
339
nan en este ámbito la circulación social y la preocupación
por ascen der sobre la base de la idoneidad, fuente de
justicia y respeto.
Por último, después de lo religioso y lo político, está el
tercer estadio, en el cual lo que cuenta es el individuo, con
sus problemas y sus opiniones; lo psicológico prevalece so
bre lo social, al que debe ahora resumir. En este estadio in
dividual, la argumentación es más fogosa, pues las diferen
cias, que se tornan personales, son más consecuentes y ha
cen estallar los puntos de vista, que se fragmentan de ma
nera a veces irremediable. Las distancias pueden ser fuer
tes y, en todo caso, pasionales, pues la de índole social queda
a cargo de una circulación social que permite cegar diferen
cias de estatus anteriormente infranqueables. En esta psi-
cologización de lo retórico y de su empleo se reflexiona sobre
los valores y su contenido emocional: eso que nosotros he
mos llamado meta-retórica, con el derecho y la política como
puntos de encuentro. El derecho permite negociar las dis
tancias individuales y, la política, las de carácter social. De
masiado pasionales, estas distancias aumentan debido al
formalismo del derecho y a la apelación a un juez exterior.
Con la argumentación, sea jurídica u otra, en cualquier caso
exenta de juez y de tercero que zanje el conflicto, se consigue
restituir la distancia al estado anterior al desacuerdo. El
tránsito del derecho a la política se efectúa pensando en las
normas y en la justicia social que estas deben poner en
práctica (cuadros 22, 23, 24 y 25).
La distancia se negocia psicológicamente cuando la de
índole social cuenta poco a causa de su debilidad. Cuando
las personas se tratan más o menos de igual a igual, esto
desplaza el peso de la confrontación a lo psicológico y lo emo
cional. En cambio, una distancia social fuerte tiene el efecto
de absorber las diferencias psicológicas para traducirlas en
roles y en expectativas socializadas. Esto no siempre alcan
za para resolver los problemas que dividen y oponen, los
cuales continúan siendo marcadamente pasionales y perso
nales, a través de las oposiciones entre el ethos y el pathos.
Cada uno de esos problemas se convierte en fuente de argu
mentos, antes que en sede de instituciones oratorias, que
son, en general, de naturaleza social y política.
340
5. ¿Para qué sirve la retórica
en nuestra sociedad posmodema?
Nuestra sociedad presenta características inéditas, que
es indispensable tener en cuenta cuando se pretende expli
car los diferentes modos de utilización de la retórica. El con
cepto que mejor contribuyó a calificar un universo cultural
sin otro rumbo que la inquietud de afirmar cada cual el pro
pio es el de posm odernidad. Según Jean-Frangois Lyotard,
autor de la idea, lo posmoderno corresponde sobre todo al fin
de los meta-relatos. El individuo está abandonado a su pro
pia historia, a sus problemas. Ya no hay lenguaje común,
sino la ilusión de comprender a los otros. El lenguaje ya no
querría decir lo mismo para todo el mundo. El sentido de
una frase o de vina palabra es otra frase u otra palabra, y así
sucesivamente. Cada cual asocia a lo que se dice diferentes
frases y de contenidos diversos. Las personas parecen en
tenderse, pero esto es ilusorio. En el enfoque interrogativo,
este tipo de conclusión pesim ista no tiene vigencia, pues
aquello de lo que es cuestión siempre puede ser objeto de un
cuestionamiento efectivo que redefina el sentido de lo que se
dice, lo acote y lo vuelva común, a medida que la interroga
ción prosigue, por intermedio de respuestas sucesivas. Sólo
se gira en redondo en un sistema proposicional de reenvíos
asertóricos infinitos: encerrados los individuos en sus pro
pias significaciones, jamás salen del lenguaje para dirigirse
a la realidad de lo que constituye cuestión. Olvidemos, pues,
la observación de Lyotard, aun cuando tiene razón en un
punto: ya no hay relato, mitos comunes. Con mayor razón,
ya no hay religión única, código social o cultural válido para
todos. Es sabido que el repliegue identitario y hasta comu
nitario pasa a ser, por ende, una respuesta corriente frente
a esa situación, pues permite a los individuos superar el de
samparo y el aislamiento. Desde el momento en que nos ex
traviamos en la vana búsqueda de una misma Historia o de
las mismas historias, intentando reconstruir alguna, la ar
gumentación puede servir para demistificar la ilusión de
haberla hallado. Ella es entonces crítica, ya que pretende
desactivar posturas oscurantistas e ingenuidades ideológi
cas que resurgen, sobre todo gracias al retomo de lo religio
so o del discurso comunitario. Nos encontramos, pues, ante
dos concepciones diametralmente opuestas de la apelación
341
a la retórica: o bien esta apunta a despejar y garantizar un
nuevo discurso único y unifícador, que reemplace a los que
la posmodernidad ha socavado, o bien se esfuerza en desen
mascarar esta pretensión y, con ella, los discursos que trae
aparejados. Se enfrentan dos m eta-retóricas, solapada
mente, con la tentativa de conciliación de Habermas. Esta
mos de acuerdo, dice él, en reconocer esferas concurrentes
de discurso y de sus funciones. Estamos de acuerdo en seña
lar la necesidad de un relato, si no único, al menos unifica
do, que confirme puntos de vista forzosamente distintos y
hasta opuestos. Estamos también de acuerdo en confrontar
los y en desenmascarar sus pretensiones de validez o el al
cance ético que reivindican para todos. Pero lo que realmen
te importa es poder comunicarnos y hacer que esas esferas
se comuniquen. «La ética de la discusión» puede generar así
comprensión, pacificación social y armonía gracias a la to
ma de conciencia crítica y argumentada de las posiciones
respectivas. Muchos autores siguieron a Habermas en este
punto y tomaron la vía angélica de una nueva retórica del
«peace a n d love». Esta pasó a ser incluso el arma ideológica
de una nueva izquierda, a menudo de inspiración cristiana
—confesa o no—, en la cual el hecho de ajustarse las cuen
tas conduciría al de ponerse de acuerdo. Se accedería enton
ces a una especie de redención comunitaria, gracias a un
angelismo retórico o de lo retórico, que permitiría trascen
der la argumentación crítica, prueba de la buena voluntad
de los hombres de buena voluntad.
Todas estas opciones meta-retóricas dejan transparen
tar, a su pesar, el sutil juego de la distancia entre los indivi
duos, distancia que se deberá reducir y a veces desmantelar,
en un caso, y reactivar, en el otro. No queda entonces más
que soñar con un mundo en el que se habrían borrado las
distancias, mediante una conmovida comprensión hacia to
das las causas: desde la ingenuidad respecto de ciertas for
mas de acción humanitaria, hasta la inquietud de restaurar
el fundamentalismo religioso a fin de salvar a los hombres
de un mundo moderno sentido como oprimente y hasta co
mo opresor.
Al generar nuestra sociedad actual una mayor proximi
dad social entre los seres, lo psicológico pasó a ser en ella ar
gumento y motor de la comprensión y de la acción. Decía
Tocqueville que en el Ancien Régime las distancias sociales
342
estaban más cristalizadas, y que a los individuos no se les
ocurría, en general, compararse con los demás, sentir en
vidia o pensar que esas distancias podían ser atenuadas.
Hoy, el individuo sufre de permanentes comparaciones.
B usca entonces saberlo todo sobre los demás, y muchas
veces la anhelada transparencia termina anidándose en los
cestos de basura de la vida privada y hasta en las revelacio
nes, siempre apetecibles, de la prensa sensacionalista. El
papel de los periodistas consiste en sustituir a los intelec
tuales, por quienes se hacen pasar a menudo (un periodista
de temas filosóficos escribe libros de filosofía, un periodista
literario escribe novelas, etc.), pero, en el fondo, lo que se
espera es que él comunique y, eventualmente, transmita infor
m ación. El periodista asegura sobre todo la argamasa, y
cada cual imagina que aprende tomándolo como referencia,
cuando en realidad, él legitima una cierta distancia social (o
su abolición). Esto explica el recurso permanente al lengua
je de la emoción, que permite indignarse, reír o consolarse
por no ser distinto y más feliz. Cuando las distancias socia
les eran más acentuadas, el intelectual, para justificar su
discurso, debía encarnarse en una institución oratoria y
producir una obra. Sartre tenía tras sí un pensamiento que
le servía como criterio de lectura, permitiéndole defender
un punto de vista contra otro. Hoy, las exigencias son clara
mente menos rigurosas. Basta con ir a la televisón, «dar allí
su opinión», la opinión de todos. En ella vende uno sus libros
y es consagrado filósofo o pensador. La legitimidad se cris
taliza entonces en el hecho de pasar por legítimo. Sólo cuan
do la circulación social se lentifica, sólo cuando las distan
cias vuelven más difícil el acceso a los puestos, resurge la
cuestión de la legitimidad de las distancias. Estas son refu
tables y refutadas. Unos las justifican, otros las critican. Es
en este momento cuando renacen las oposiciones. El con
senso se disipa ante el debate argumentado. La justificación
vuelve a ser un problema. Los intelectuales, como mediado
res de esa legitimidad, son requeridos de nuevo, más allá
del periodismo de exposición y de toma de partido.
343
Pequeño léxico de base
Diferencia problematológica
Constante del espíritu humano a través de la Historia, que
permite a la realidad aparecer como tal. La diferencia se materia
liza en el hecho de que las cuestiones son reprimidas hacia el exte
rior del orden de las respuestas, evitando toda confusión entre lo
que se ha de resolver y lo que concierne a resultados establecidos
en la relación con lo real.
Doblete apocrítico-problematológico
U na respuesta es resolutoria (apok risis, en griego) de una
cuestión; abolida en ella esta última, remite a otra cuestión (pro
blematológica) y, por lo tanto, a otras respuestas, las cuales pue
den variar y enfrentarse.
Instancias retóricas
Son los componentes de la relación retórica. El ethos en cuanto
al orador, el logos en cuanto al discurso, el pathos en cuanto al ora
torio [oratoire].
Institución oratoria
Tradicionalmente, se trata de los géneros o tipos de discurso.
La toma de palabra se sustenta en una relación de autoridad que
legitima, vuelve útil o da derecho a esa palabra. Al mismo tiempo,
una institución oratoria define una pericia o los peritos (los inte
lectuales) aptos para responder y para argumentar sobre una o
varias cuestiones vinculadas. El derecho, la política y la economía
son las instituciones oratorias de hoy. Son lugares que definen las
respuestas a partir de valores comunes aceptados o tenidos por
345
justificados y, en consecuencia, por justificadores. Se trata del
ethos, el pathos o el logos que se autonomizan en tipos de oratorios
[ioratoires] y de argumentos específicos.
Ley de distancia: L = E - P
Si no se puede resolver o tratar una cuestión mediante el logos
L, es equivalente apelar a la distancia entre el orador E y el
auditorio P. Así se explica el frecuente pasaje del ad rem al ad ho-
minem en una argumentación.
Pasión
Comprende tres elementos: la cuestión que impacta o el pro
blema que ella traduce, el placer o el displacer que ocasiona, y la
modalidad, en forma de juicio, que ella genera: el amor o el odio, la
tristeza o la piedad, la esperanza o el temor, etcétera.
Problematicidad creciente
Es ella la que justifica el recurso a los lugares (topoi), que son
lo menos problemático y lo m ás evidente; a las figuras, que son
más lo primero y menos lo segundo —sobre todo, los tropos—, y a
las figuras de pensamiento, que tratan lo problemático de manera
expresa en respuestas que lo atenúan o pretenden hacerlo desa
parecer.
Problematología
Enfoque filosófico que sitúa el cuestionamiento en el corazón
de la reflexión. La problematicidad del mundo, de los otros, de uno
346
mismo, está en la base de una estética, de una retórica y de una
epistemología nuevas que forman un todo.
Represión problematológica
Modaliza la diferenciación cuestión-respuesta que la Historia
subvierte al volver cada vez más problemáticas las respuestas. La
retórica opera sobre esta amalgama posible, así como permite
desarticularla. La distinción entre lo figurativo y lo literal funda,
en retórica, la manera de traducir la problematicidad de una cues
tión a través de respuestas.
Retórica
Negociación de la distancia entre individuos acerca de una
cuestión dada, más o menos problemática. Un argumento es una
resp u esta en favor de una respuesta: una figura absorbe la
cuestión como si ya no se planteara. Se trata de la retórica no ya
como disciplina, sino como procedimiento.
Sofisma (o «Fallacy»J
Un sofisma es la transposición en ad rem de un argumento ad
hominem. «Si no haces la tarea, no mirarás televisión». Este argu
mento no es lógicamente válido, pero sí muy persuasivo. «El 100 %
de los ganadores probaron suerte, así que haga usted lo mismo,
juegue al Loto» es un argumento falaz, puesto que el 100 % de los
perdedores también lo hicieron. Para incitar a jugar, se transfor
ma el encantamiento en argumento.
Valor
Un valor es una pasión sin el aspecto subjetivo, así como una
pasión es un valor traducido en términos puramente emocionales.
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