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Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide

á la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de


l’Institut Fran^ais, opérateur du Ministére Fran^ais des
Affaires Etrangéres et Européennes, du Ministére Fran^ais
de la Culture et de la Communication et du Service de Coo-
pération et d’Action Culturelle de l’Ambassade de France
en Afgentine.

Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda


a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del
Instituto Francés, operador del M inisterio Francés de
Asuntos Extranjeros y Europeos, del Ministerio Francés de
la Cultura y de la Comunicación y del Servicio de Coopera­
ción y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Ar­
gentina.
Principia Rhetorica
Una teoría general de la argumentación

Michel Meyer

Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de filosofía
Principia Rhetorica. Théorie générale de l ’argumentation, Michel Meyer
© Librairie Arthéme Fayard, 2008
Traducción: Irene Agoff
© Tbdos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225,7° piso - C1057AAS Buenos Aires
Amorrortu editores España S.L., C/López de Hoyos 15, 3° izq. - 28006
Madrid
www.amorrortueditores.com

Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723


Industria argentina. Made in Argentina
ISBN 978-950-518-353-1
ISBN 978-2-213-63696-2, París, edición original

Meyer, Michel
Principia Rhetorica. Una teoría general de la argumentación.-
1* ed. - Buenos Aires : Amorrortu, 2013.
352 p .; 23x14 cm.- (Biblioteca de filosofía)
Traducción de: Irene Agoff
ISBN 978-950-518-353-1
1. Filosofía. I. Agoff, Irene, trad. II. Título.
CDD 190

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro­
vincia de Buenos Aires, en febrero de 2013.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
Indice general
y

11 Introducción

17 Las grandes definiciones de la retórica


18 1. Las definiciones centradas en el auditorio
19 2. Las definiciones centradas en el lenguaje
y en el estilo
22 3. Las definiciones centradas en el orador
23 4. ¿Qué tipos de retórica resultaron según
la dimensión privilegiada en cada caso?
24 5. Características comunes a los tres grandes grupos
de definiciones, y sus puntos débiles
26 6. Nuestra definición de la retórica

29 Una nueva visión de la retórica


29 1. El papel histórico del cuestionamiento
39 2. Los grandes momentos de la retórica
41 3. Los comienzos: pilares griegos, innovaciones
romanas
50 4. La retórica en la época moderna
56 5. Las retóricas del siglo XX
88 6. El momento problematológico

96 Retórica y argumentación:
las leyes de unidad
98 1. Inferencia retórica, razonamiento lógico
102 2. La ley de unidad del campo retórico-
argumentativo: r1----->q1 ■q2
105 3. La ley de distancia entre individuos A L = A (E-P)

7
109 Las formas de la argumentación
109 1. ¿Qué es un argumento?
112 2. La estructura formal de la argumentación:
el cuadrado argumentativo
120 3. ¿Cómo funciona el proceso argumentativo?
128 4. Las funciones de los lugares comunes (topoi) como
moduladores argumentativos de la identidad
y la diferencia
135 5. ¿Cuántas clases de auditorios hay?
140 6. Argumentos y figuras de retórica
144 7. Reconstrucción de la lógica de las figuras:
la racionalidad de lo figurativo
159 8. Los vínculos entre figuras y lugares comunes:
tropos y topos
166 9. Cuadro sintético de las correspondencias entre
figuras, argumentos, lugares y auditorios

168 Ethos, logos, pathos en la interacción retórica


168 1. El lugar del sujeto y la relectura problematológica
del ethos
174 2. ¿Cómo pensar el lenguaje?
188 3. El auditorio, sus emociones, sus juicios
y sus cuestiones

210 Lógica de los valores, lógica de la cultura


210 1. ¿Qué se entiende hoy por una lógica de los valores?
219 2. Aristóteles y los tipos de argumentos
222 3. ¿Cuáles son los argumentos que cuentan
y por qué?
224 4. La deducción de los valores
229 5. Explicación del cuadro que resume la jerarquía
de valores
239 6. La inscripción de los valores en las esferas
del sistema social
248 7. Los conflictos de valores o el ethos contra el pathos

8
251 ¿Cómo se negocia la distancia entre
individuos?
252 1. Las dimensiones de proyección y de realidad
efectiva en la relación retórica
255 2. ¿Cómo leer el cuadro clave para explicar
la negociación entre individuos?
261 3. ¿Cuáles son las consecuencias del desajuste entre
el orador proyectivo y el orador efectivo?
266 4. Conclusión

269 La teoría de las variaciones problemáticas


270 1. La ley de contextualidad
272 2. La ley de problematicidad invertida como clave
de lo literario
282 3. Tfeorizaciones de lo literario que corresponden
a las diferentes etapas de la ley de problematicidad
invertida
288 4. Comprensión, interpretación, aplicación:
la ley y la política
290 5. Cuando el derecho, la política y la economía
se traducen en instituciones oratorias:
de la resolución directa a la retorización
298 6. La proyectividad sin efectividad: los ejes
metafórico y metonímico del lenguaje emocional
y de la racionalización (o de qué modo la mente suple
la falta, voluntaria o inexorable, de pathos efectivo)
310 7. La teoría de las instituciones oratorias
311 8. La ley de problematicidad invertida en la retórica
publicitaria

316 Los marcos sociales de la argumentación


316 1. ¿Qué traduce la distancia entre individuos:
indiferencia o conflicto pasional?
317 2. Distancia social y distancia psicológica
322 3. Nacimiento y funcionamiento de las instituciones
oratorias
326 4. La retórica literaria: traducir el espacio social
en espacio psicológico
330 5. Conclusión

9
331 Meta-retórica
331 1. Combinación de interrogatividad y respuestas
como acto de nacimiento de la retórica
336 2. La argumentación filosófica
337 3. ¿Cómo funciona la argumentación?
339 4. Los tres estadios principales de la meta-retórica:
religión, política, individualidad
341 5. ¿Para qué sirve la retórica en nuestra sociedad
posmodema?

345 Pequeño léxico de base

10
Introducción

Hace ya medio siglo, en 1958 exactamente, salían a la


luz dos libros que iban a revolucionar la retórica: el Tratado
de la argumentación, de Chaim Perelman y Lucie Olbrechts-
Tyteca, y Los usos de la argum entación, de Stephen Toul­
min. Ambas obras habían sido escritas a modo de reacción
ante el estricto logicismo que reinaba entonces en la des­
cripción de la racionalidad, calcada de las ciencias natura­
les. Después, la importancia de la retórica y de su hermana
pequeña —o grande, según se prefiera—, la argumentación,
no dejó de incrementarse, hasta el punto de pasar a ser un
nuevo paradigma de las ciencias humanas. Este paradigma
sustituyó poco a poco a la lingüística, que había alimentado
los momentos más productivos del estructuralismo. En la
actualidad, la retórica está en todas partes. Ha ganado el
corazón de nuestra sociedad mediática y ha llegado incluso
a la vida privada, en la que es preciso agradar y seducir.
El origen del fenómeno es interesante y, en muchos as­
pectos, característico de las grandes renovaciones experi­
mentadas por la retórica a lo largo de su historia. El de­
rrumbe de las ideologías dio nacimiento esta vez a socieda­
des pluralistas, en que la libre discusión y la diversidad de
opiniones son juzgadas normales y saludables. Es primor­
dial ser capaz de convencer, e imponer no resulta grato. Con
el paso de las décadas, la democratización de las relaciones
humanas y el cuestionamiento de las jerarquías vigentes
con miras a su redefinición generaron una sociedad domi­
nada por el imperativo de comunicar.
En lo que concierne a las ciencias humanas, ellas argu­
mentan más de lo que demuestran. Presentan razones que
siempre es posible objetar o reinterpretar, por cuanto el
hombre ha tomado conciencia de que es un ser problemá­
tico, que no puede evitar preguntarse sobre sí mismo, sobre
el mundo y sobre los demás.

11
Si bien la retórica conoce hoy múltiples usos, que van de
la política a los medios de comunicación, de la conversación
cotidiana a la publicidad, la disciplina misma nació hace
más de dos mil años. Floreció en períodos muy particulares,
cuando los modelos antiguos se desdibujaban y los nuevos
se hacían esperar. Pese a esa continuidad y a esos rever-
decimientos, la retórica, nacida en el mundo grecorromano,
sufrió considerables transformaciones. Fue dejando tras de
sí numerosas concepciones, a menudo contradictorias, que
hacían las delicias de sus detractores. El más célebre de
estos fue Platón, quien la veía tan sólo como una manipula­
ción de las m entes. Sin embargo, de la crítica literaria al
psicoanálisis, del derecho a la ciencia política, de la lin ­
güística al estudio de las m otivaciones de los actores so­
ciales, la retórica reveló ser, a la larga, una poderosa herra­
mienta para el análisis y la comprensión de sí mismo y de
las relaciones humanas. No obstante, es forzoso observar
que, si bien vistió muy distintos ropajes y experim entó
múltiples desarrollos, se ha reflexionado poco acerca de sus
contornos precisos y de sus fundamentos últimos. Sólo el
esclarecimiento de tales contornos y fundamentos permi­
tiría despejar una racionalidad de la retórica en su conjunto
pues, a los ojos de muchos, aparece totalmente fracturada.
La ambición de estos Principia Rhetorica es no sólo re­
capitular todas estas ramificaciones, sino proponer además
una visión general, coherente y articulada, que ponga al
descubierto la real unidad de la retórica a partir de prin­
cipios claros y evidentes.

El «tratado de retórica» que va a descubrirse aquí llega,


sin la menor duda, tras decenas de otros que dejaron su im­
pronta en la disciplina. Algunos supieron resaltar y hacer
crecer el papel del lenguaje, iluminándolo de una manera
completamente nueva. Otros se focalizaron en la religión, la
literatura o las figuras de estilo. Y otros más prefirieron con­
centrarse en las finalidades de la retórica, desde la edu­
cación hasta la propaganda, desde el discurso crítico hasta
su completa inversión en la ideología. Empero, hasta el mo­
mento presente, todos ellos se fundaron en una misma vi­
sión de la razón y del pensamiento, cuya unidad de base era
la proposición o el juicio. Lo que se discute son tesis (Aristó­
teles), proposiciones, en el sentido literal de la palabra «pro­

12
poner». Ahora bien, esta concepción ha sido superada. Hoy
se debate, se reflexiona, sobre cuestiones* y si no hubiese
ningún problema no habría discusión. En el fondo, la propo­
sición no es sino una respuesta, y comenzar el análisis por
la proposición equivale a considerar respuestas sin que ha­
ya habido previamente una cuestión. Para una concepción
de esta índole, desprovista de toda interrogación reflexiva,
tales «respuestas» se caracterizan por sostenerse solas, pero
entonces no se sabe bien por qué se habla de ellas. La uni­
dad de la reflexión es, sin embargo, el cuestionamiento, y el
basamento de toda retórica es, más aún que los interrogan­
tes, la articulación entre cuestiones y respuestas. Algunos
dirán que nuestras cuestiones no salen de la nada, que sólo
en el plano conceptual y filosófico se las puede considerar
primigenias: en efecto, ellas responden a necesidades ante­
riores que llevaron a plantearíais. Visto desde cierto ángulo,
el del despliegue temporal, una cuestión se plantea porque
existe una situación en la que se impone, lo cual remite a un
problema anterior a ella. Así pues, estamos siempre inmer­
sos en respuestas previas, pero esto no invalida el hecho de
que, si en determinado momento no nos planteáramos cues­
tiones a su respecto, o respecto de otra cosa, ni siquiera ha­

* En correspondencia con sus obras anteriores, el autor de este libro hace


girar sus concepciones radicales en torno a los pares «question / question-
nement» y «question/réponse». Ahora bien, el término «cuestión» {.«ques­
tion») denomina el concepto de la teoría de la argumentación que el Diccio­
nario de análisis del discurso, elaborado bajo la dirección de Patrick Cha-
radeau y Dominique Maingueneau (Buenos Aires: Amorrortu, 2005), defi­
ne como «punto controvertido, resultado de la expresión de puntos de vista
divergentes acerca de un mismo tema». La adopción y generalización de
este término en la disciplina tratada por el autor —término central en este
libro— impone utilizarlo tal cual en la mayoría de sus ocurrencias, rele­
gando a un segundo plano las dificultades que genera la no superposición
exacta de los contenidos semánticos entre las palabras castellana y fran­
cesa. De todas formas, téngase presente que las ocurrencias de «cuestión»
en esta obra responden, conjunta o separadamente según los casos, a las
acepciones 1, 3, 4, 5 y 7 del Diccionario de la Lengua Española de la Real
Academia.
En cuanto a «questionnenient», se lo traduce aquí por «cuestionamien­
to». En la mayoría de sus ocurrencias, corresponde a la acepción 1 del ver­
bo «cuestionar» según se establece en ese Diccionario: «Controvertir un
punto dudoso, proponiendo las razones, pruebas y fundamentos de una y otra
parte». En casos menos numerosos, el término corresponde a la acepción 2:
«Poner en duda lo afirmado por alguien». En cada oportunidad, el contexto
determinará cuál de los dos sentidos se halla enjuego. (JV. de la T.)

13
blaríamos. Menos aún discutiríamos. No debatiríamos nun­
ca. ¿Quién diría, a quemarropa, «hace buen tiempo», «tengo
hambre», «la ventana está abierta», «no soy anticuado», o lo
que fuere, si no estuviera planteada la cuestión del tiempo
que hace, de lo que deseo, del frío que entra o de la ruptura
de una costumbre? Hay cuestiones de alta densidad proble­
mática que despiertan pasiones y distancian a los indivi­
duos, así como hay cuestiones poco problemáticas que sir­
ven para aceitar la conversación cotidiana y, con frecuencia,
establecer contactos corteses y amigables. Las primeras di­
viden, las segundas unen. De la argumentación conflictiva
al discurso convencional hay una gradación continua a tra­
vés de la cual queda en cuestión la distancia entre los in­
dividuos, pues de ella se trata, sin duda, en retórica. Aun­
que se discurra directa y exclusivamente sobre cuestiones,
de todas formas esa distancia estará enjuego. Aunque se la
retorice de frente, dichas cuestiones serán tan sólo un
pretexto para afirmar posiciones respectivas y puntos de
vista a veces opuestos; en todos los casos, se tratará de una
distancia que deberá ser negociada o afirmada. A veces,
incluso, la distancia entre los seres es el objeto exclusivo de
la relación retórica, y esta sirve para promover, social o psi­
cológicamente, lo que cada uno es en relación con los otros.
No sorprenderá comprobar, pues, que la misión del dis­
curso es traducir la mayor o menor problematicidad de las
cuestiones a afrontar. Esto va del lugar común, que confir­
ma, a la argumentación explícita, que confronta, pasando
por las figuras de estilo que, en la elegancia de su presenta­
ción, parecen capaces de reducir o absorber toda la proble­
maticidad de una cuestión. Aunque el tropo, dada su litera­
lidad imposible, se muestre más enigmático que el prover­
bio o que la máxima de buen cuño, en cada oportunidad se
pone de relieve un interrogante que aparece expuesto como
si ya estuviese resuelto o como si ya no se planteara. Para
lograr esto, la m ente humana ejecuta cuatro operaciones
básicas que se escalonan entre la identidad y la diferencia.
No causará asombro hallar entre estos dos polos la m odifi­
cación de la respuesta o de la cuestión a afrontar, y si con es­
to no alcanza, el agregado de otra respuesta, que remite a
una cuestión juzgada más pertinente para el contexto en
juego. Estas cuatro operaciones retóricas fundadoras se
distribuyen generalmente sobre el empleo de las palabras,

14
sobre el de las frases (o sea, la gramática), sobre los argu­
mentos explícitos o sobre las proposiciones que sugieren
una respuesta diferente. Por ejemplo, si tomamos sólo el ca­
so de los argumentos, encontramos los cuatro procedimien­
tos de respuesta siguientes: hay argumentos que objetan,
otros que aprueban, otros que agregan y otros que modi­
fican la respuesta en debate. He aquí las cuatro respuestas
elementales a toda cuestión retórica y a toda respuesta so­
bre una respuesta. No hay, pues, nada aleatorio en retórica,
dado que en ella la mente humana se muestra tan sistemá­
tica como en cualquier otro terreno, lo cual no debería sor­
prender a nadie. El campo de respuestas posibles de un au­
ditorio está circunscripto por un espacio de modalización de
las cuestiones a tratar, según el parámetro de su mayor o
menor problematicidad. Sólo varía el camino elegido. Es
este último el que consagra al «buen orador».
El fundamento último de la argumentación reside en la
dualidad cuestión-respuesta. Una respuesta, por ser tal, re­
mite al cuestionamiento. Una vez resuelta la cuestión, el
reenvío al cuestionamiento se efectúa a través de las otras
cuestiones que él suscita. Se tiene, pues, una cuestión a la
cual la respuesta viene a responder, y luego, otras que esta
respuesta plantea. A menudo se trata de cuestiones virtua­
les que se actualizan en ciertos contextos o en ciertas épo­
cas. Es posible, pues, reproblematizar en cualquier mo­
mento las respuestas ofrecidas. Se dice que una respuesta
es a la vez problematológica (o sea, que significa un proble­
ma) y apocrítica (resolutoria, del griego apokrisis, que quie­
re decir solución). Este carácter doble de la respuesta hace
que no plantee problemas para algunos y que sí lo haga
para otros, en cuyo caso habrá debate.
Se hallarán en estos P rin cip ia los elem entos de una
reflexión sobre la retórica que cada cual podrá continuar
por su cuenta. Lo ayudarán para esta tarea numerosos cua­
dros de síntesis incluidos en el volumen y que traducen, en
vez de respuestas establecidas de una vez y para siempre,
articulaciones de base que servirán a una indagación más
profunda.

15
Las grandes definiciones de la retórica

A lo largo de los siglos se propusieron múltiples defini­


ciones de la retórica, a veces sin nexo aparente entre sí. Ellas
reflejaban las preocupaciones de la época, pero también el
contexto ideológico en el que se inscribían. Un uso particu­
lar acababa siempre por determinar el conjunto. Fue así co­
mo la retórica recibió definiciones diversas, ninguna de las
cuales resultó finalmente decisiva. ¿Es la retórica un hecho
de lenguaje, como se lo pensaba en el siglo XX? Sin duda, pe­
ro no es sólo eso. Puesto que permite actuar sobre los de­
más, ¿forma parte de la política, como se lo consideraba en
la Antigüedad? Tampoco cabe dudarlo, pero limitarse a esta
visión sería, una vez más, reduccionista. E incluso cuando
se asocia la retórica a ciertos usos del lenguaje, ¿en qué se
está pensando, exactamente? ¿En la literatura, porque en
ella las cosas se dicen de manera figurada o figurativa? ¿O
se piensa m ás en la publicidad, en la propaganda o sim ­
plemente en las conversaciones de la vida cotidiana, en las
que a menudo se sobrentiende lo que se quiere decir? Por el
hecho de que la literatura apele a la retórica a través del
estilo, ¿vamos a descuidar los aspectos conflictivos y hasta
jurídicos que presidieron su nacimiento en Sicilia, cuando
se trataba de alegar en favor de campesinos expoliados que
deseaban recuperar sus tierras? Por otra parte, estos dos
aspectos contrapuestos de la retórica llevaron, muchas ve­
ces, a preguntarse cuál podía ser el nexo entre el debate con­
tradictorio al que se asiste en un juicio y la creación estilísti­
ca del escritor. ¿Se trata realmente de la misma práctica?
Como se advierte, es importante poner orden en todas
estas concepciones, clasificarlas, antes de arribar a una de­
finición que las reúna a título de principio rector.

17
1. Las definiciones centradas en el auditorio
La más célebre de todas es la de Platón. Para él, la retóri­
ca juega con las palabras, gracias a lo cual se le puede hacer
decir cualquier cosa a cualquiera, una cosa y su opuesto, en
desmedro de la verdad, que es una e indivisible o, en todo
caso, unívoca. La retórica constituye una manipulación de
la verdad; es preciso, pues, sustituirla por la filosofía, que es
la expresión de esta verdad. Sin duda, también la filosofía
apela a la retórica para justificar sus tesis, pero Platón pre­
fiere llamarla entonces dialéctica. Sobre la elección de este
nombre planea la sombra de Sócrates. Platón considera, en
efecto, que la dialéctica hace progresar la mente hacia la
verdad eliminando las tesis contradictorias, en vez de jugar
con ellas como lo hace —según el campo en que se sitúe— el
rétor. Dialéctica y sofística se oponen como dos vertientes de
la retórica, pero una es positiva y quiere centrarse en la ver­
dad, mientras que la otra es negativa y se limita a escoger
una tesis según criterios de oportunidad e incluso de opor­
tunismo.
Los filósofos recurren a la dialéctica, y los sofistas —que
se venden al mejor postor— se encomiendan a una retórica
«negra», que no repara en medio alguno para manipular las
mentes en el sentido buscado. La dialéctica quiere ser cien­
tífica: se trata de una ascesis que da acceso a un mundo de
Ideas gracias a la eliminación de ambigüedades falaces sur­
gidas de las múltiples informaciones provistas por el mundo
sensible. La sofística, en cambio, es una retórica que navega
en una inestable pluralidad de sensaciones contradictorias
y que permite afirmar A y no-A según convenga. Mientras
la dialéctica busca lo verdadero, la retórica, tal como se la
entiende comúnmente, se dedica más bien a lo verosímil.
Presupone la debilidad de hombres que escuchan a sus sen­
tidos más que a su intelecto —pues los placeres que obtie-
nentle ellos son más grandes—, y que después, incluso, pue­
den tomar la dirección opuesta sin perturbarse en lo más
mínimo.
Según Platón, entonces, el halago del auditorio es lo que
determina el conjunto de la cadena retórica. Para m ani­
pular al oyente, el orador juega con las palabras; de este mo­
do lo seduce, lo captura, lo hechiza, y finalmente consigue
hacerle creer lo que él quiere.

18
Así concebida, la retórica no puede ser muy positiva, y si
se redujera a esto habría que apartarse de ella. La visión
platónica se perpetuó, por otra parte, en la propaganda y
hasta, según algunos, en la publicidad, donde se estimulan
las pasiones más elementales de los individuos a fin de ha­
cerles desear mil cosas que en realidad no necesitan.
Esta concepción de la retórica, sin ser por completo falsa,
es empero limitada y restrictiva. La retórica permite tam ­
bién dirigirse al otro con absoluta buena fe, no forzosamente
para hacerle hacer lo que en verdad no quiere, sino simple­
mente para compartir, comunicar, decidir sobre aquello que
puede fundar una comunidad de personas sensatas, des­
tinadas a vivir juntas en la Ciudad. Esta visión más genero­
sa es la que va a defender Aristóteles.

2. Las definiciones centradas en el lenguaje


y en el estilo
Para Aristóteles, la retórica tiene virtudes positivas gra­
cias a una racionalidad específica absolutamente notable,
que Platón no había percibido. En la vida no sólo se discute
sobre la verdad científica, irrefutable y unívoca. Existen
también verdades múltiples, más o menos probables, a las
que cada cual se adapta, a diario, sin plantearse cuestiones.
Por ejemplo, es frecuente otorgar natural confianza a aque­
llos que saben: al médico en lo que atañe a la salud, al juris­
ta en lo que concierne al derecho, y así sucesivamente. Sus
respuestas son aceptadas, y si hubiera que justificar esta
actitud, los argumentos propuestos serían de índole retóri­
ca, dado que se fundarían sencillamente en la verosimilitud
o la credibilidad de sus autores. Pero esas respuestas no re­
sultan por ello absolutamente seguras. La exigencia plató­
nica de admitir sólo certezas sin fallas —renovada mucho
después por Descartes— es demasiado fuerte y hasta caren­
te de realismo; en efecto, en la vida cotidiana, cuando se tra­
ta de enfrentar este tipo de cuestiones, no es preocupación
de la gente apoyarse en verdades científicas o indubitables.
Aristóteles elaboró, pues, la primera verdadera teoría
retórica en Occidente mostrando de qué modo el discurso o
la razón —el término griego tanto para uno como para otra

19
es «logos»— ten ían en sí recursos suficientes como para
transmitir conclusiones y conducir inferencias, permitiendo
hacer creer para hacer actuar o, simplemente, para influir.
La potencia del discurso y de los razonamientos probables
es de tal magnitud que el orador que se somete a ellos es, en
el fondo, igual al auditorio que a ellos se adhiere. «La dis­
posición ética del orador tiene fuerza de persuasión cuando
el discurso es pronunciado de tal modo que el orador inspira
confianza, pues depositam os m ás rápidam ente m ayor
confianza en las personas de bien respecto de toda cuestión
en general, pero en particular respecto de aquellas en las
que falta precisión y en las que subsiste la duda. Empero,
también esta confianza debe nacer del discurso (logosK 1 La
confianza en el logos y en su racionalidad se halla en la base
de esta primera retórica filosófica, que tendrá luego tantos
émulos. Sin embargo, Aristóteles no es tan ingenuo como
para pensar que a los hombres se los convence simplemente
a través del discurso, sin actuar sobre sus pasiones. Él ela­
bora, pues, la tipología de estas últimas, la primera en su
género, diciéndose que el buen orador, si no es ingenuo, sa­
brá apoyarse en las características emocionales de su audi­
torio. No obstante, Aristóteles sigue persuadido de que sólo
gracias al discurso, que es racional hasta en la puesta en
juego —calculada o no— de las pasiones, tienen los hombres
la capacidad de llegar a los otros y de movilizarlos para que
actúen o, sencillamente, para que cambien de parecer. Tal
vez manifieste de ese modo una excesiva confianza en las
virtudes de la razón, incluso cuando intervienen las pasio­
nes. Sea como fuere, su visión continúa profundamente en­
raizada en la primacía del logos, el cual opera como media­
dor entre los puntos de vista vigentes en la Ciudad —ver­
sión antigua de la relación entre las subjetividades—.
Empero, el logos de Aristóteles, que domina tanto a los
locutores como a los interlocutores, no es simplemente un
logqp hecho de argumentos y de buenas razones para actuar
o para creer ciertas cosas. Es también el lugar diferenciado
en el que se distribuyen discursos de todo tipo: entre ellos, la
conversación cotidiana, el elogio fúnebre y hasta el estilo
elegante y ritmado de los poetas. En síntesis, el logos no es

1 Aristóteles, Rhétorique, 1356a (tr. fr. J. Lauxerois), Agora, «Pocket»,


2007, pág. 45.

20
únicamente la forma adoptada por el razonamiento, sino la
forma a secas, que abarca desde la expresión del poeta y del
prosista hasta el lenguaje de quien tiene banalmente algo
que decir.
Con el paso de los siglos, las retóricas sucesivas optarán
por una visión más amplia del logos, en la que podrán co­
existir las figuras de estilo y los razonamientos del jurista,
sin que se sepa bien cómo articular formas de discurso tan
diferentes y hasta opuestas. Es comprensible la seducción
que llegó a ejercer la lingüística en el siglo XX, al presentar­
se como el crisol de una unificación posible; sin embargo, se
limitó a reproducir las diferencias de forma, sin explicarlas,
y, restringida a la comprobación de este mero vínculo de len­
guaje, no hizo más que posponer el problema.
Fue surgiendo así una multitud de enfoques de la retóri­
ca basados en el lenguaje, cada uno de los cuales sustentaba
un punto de vista propio que a menudo excluía los demás.
Roland Barthes, por ejemplo, concebía la retórica como el
conjunto de procedimientos estilísticos mediante los cuales
el lenguaje pasa de lo literal a lo figurado. Esta relación en­
tre lo figurado y lo literal domina la retórica de figuras y pa­
rece no tener nada en común con la retórica argumentativa
defendida en esa misma época por Perelman o Toulmin. El
papel del lenguaje en la codificación de los mensajes emana­
dos del inconsciente sumaba el aura de Freud a esta orien­
tación centrada en la figuratividad y en la importancia del
estilo. El inconsciente está estructurado como un lenguaje,
decía Lacan, porque esta estructura transforma los trau­
mas y las contradicciones en lenguaje figurativo, enigmáti­
co, destinado a proteger al sujeto de revelaciones demasiado
brutales acerca de sí mismo. Hay una retórica del incons­
ciente destinada a traducir la mecánica de la represión. De
m anera paralela se elaboraron diferentes perspectivas,
como, por ejemplo, la de Oswald Ducrot, paira quien las fra­
ses, y sobre todo su enunciación, eran la fuente de los proce­
dimientos inferenciales que conducen de lo explícito a lo im­
plícito, principalmente gracias a marcadores de lenguaje es­
pecíficos.
Fueron muchos, pues, los que enraizaron la retórica en
el logos, aun cuando esto diera lugar a teorías muy distan­
tes entre sí y que en algunos casos se oponían expresa­
mente. Sin embargo, todas se basaban en la misma idea: la

21
de que en lo dicho hay algo no dicho, y este algo es lo que se
halla implicado en el uso retórico —porque el lenguaje es re­
tórico, si no por naturaleza, al menos por función—. Empe­
ro, con el punto de anclaje situado en el logos, que instala a
orador y auditorio en una misma comunión, tanto racional
como emocional, lo que cuenta es la figuratividad, lo implíci­
to sugerido, la codificación, más que la elocuencia o el juego
de pasiones sensibles que anteriormente constituían las
claves centrales de lo retórico. Por otra parte, después de
Aristóteles, las pasiones desaparecen de este campo para
invadir el de la teología, y se convierten, si no en la fuente
del pecado, al menos en su expresión. Volverá a hallárselas,
sin embargo, aunque más tarde, en psicología. Si bien Lamy
habla un poco de ellas en el siglo XVII, es el único en hacer­
lo, pues ni Perelman, ni Tbulmin, ni Burke, ni Habermas, ni
Barthes otorgarán a las pasiones la menor importancia.2
Mientras que para muchos teóricos de la retórica, tanto
antiguos como modernos, el logos es subordinador y primor­
dial, un tercer grupo de definiciones no se centran ni en el
auditorio ni en el vínculo de lenguaje o racional, sino en el
papel y las cualidades del orador.

3. Las definiciones centradas en el orador


Las retóricas en las que el p rim u s movens es el orador
son las que vieron la luz en el mundo romano. Este universo
de pensamiento considera las virtudes de quien toma la pa­
labra como modelo y fuente ejemplar de la persuasión, tanto
en política como en derecho. Es difícil que pueda hablar en
forma convincente de libertad un tirano, de sana gestión un
hombre arruinado, de medicina un individuo sin formación
médica, etc. Mas con la pericia no basta. Hay que ser claro,
pertinente, saber ordenar bien los argumentos o exhibir ele­
gancia en el estilo. El arte oratoria es definida por Quintilia­
no como el arte de bien decir (ars bene dicendi), y esto inclu­
ye tanto la capacidad de responder correctamente a cuestio­
nes precisas como la de captar al auditorio mediante el mo­

2 Sobre todo esto, véase M. Meyer, Lephilosophe et les passions, Hachet-


te, Le Livre de Poche, «Biblio-Essais», 1991, y PUF, 2007.

22
do de expresarse y de destacar lo que autoriza a tomar la pa­
labra y justifica que se lo haga. La virtud del orador pasó a
ser una noción muy general, abarcadora de lo que más tarde
se plasmaría en la idea de hombre de bien: aquel que es
modelo y ejemplo para todos, y no sólo expresión de idonei­
dad técnica en determinadas cuestiones. Esta concepción
del arte oratoria fue la fuente del humanismo que desde Ro­
ma hasta nuestros días, pasando por el Renacimiento, selló
la historia intelectual y la ética de Occidente. La idea esen­
cial característica de esta visión del hombre es que cada
uno, al dar m uestras de virtud, sirve de ejemplo a los de­
más; por otra parte, nada es más persuasivo que la ejempla-
ridad de una conducta y de las costumbres que ella supone.

4. ¿Qué tipos de retórica resultaron según


la dimensión privilegiada en cada caso?
Cuando se examina sumariamente la invención de la re­
tórica en el mundo antiguo occidental, sorprende advertir
que, de los griegos a los romanos, el acento se desplazó del
pathos al ethos pasando por el logos. En resumen, esto equi­
vale a Platón, Cicerón y Aristóteles. Cada uno de ellos se
confrontó con un problema esencial. Privilegiado el pathos
por Platón, el logos por Aristóteles o el ethos por Cicerón, se
hizo necesario explicar en cada caso cómo funcionaban los
otros dos com ponentes subordinados al escogido. Para
Platón, la retórica es una manipulación del auditorio y esto
requiere la intención de engañar, de producir malentendi­
dos y ambigüedades, por parte del sofista que juega con el
lenguaje. Ethos, logos y pathos pasan a ser, respectivamen­
te, intención, sofística y manipulación. En Aristóteles, el lo­
gos, definido como discurso de razón (o de razones), condi­
ciona la relación retórica, al orador tanto como al auditorio.
El entim em a cumple aquí un papel decisivo. Se trata de un
razonamiento trunco, que sólo m al conducido deja libre
curso a la pasión del auditorio para imaginar lo que le plaz­
ca. Empero, cuando no es ese el caso, el razonamiento condi­
ciona tanto al orador en sus elecciones como al auditorio en
sus reacciones, incluyendo las pasionales. En Aristóteles,
ethos, logos y path o s se traducen en la pericia del orador,

23
que puede ser puesta al servicio de causas buenas o malas, y
en el papel que cumplen las pasiones, pues ellas inciden en
el juicio que se formará el auditorio. Representan, por este
motivo, la contrapartida «irracional» del razonamiento,
cuando el orador se deja llevar por el entusiasmo y yerra el
blanco. ¿Contrapartida forzosamente irracional? Nada es
m enos seguro para A ristóteles, quien considera que su
misión es, por el contrario, crucial. Las pasiones, en efecto,
permiten corregir el tiro al hacer saber al orador que algo no
encaja. Si se admite que el acuerdo consiste en inducir cier­
ta identidad entre el ethos y el pathos, se comprenderá que,
según Aristóteles, la pasión puede ser sometida y domesti­
cada por el logos; así sucede cuando el orador adapta su ha­
bilidad (ethos) a aquel a quien intenta convencer, así sea
mediante un discurso adornado y figurativo. Por último, es­
tá Cicerón. Para él, prevalece el ethos, concebido sobre todo
como enfatización de las virtudes propias del orador y que
son tanto sociales como morales, según la jerarquía social
que define los deberes y las prerrogativas de cada cual has­
ta el punto de fijar los límites del turno de habla. El ars bene
dicendi, la elocuencia y las figuras de estilo, ponen en evi­
dencia el dominio del tema del que debe dar m uestras el
orador para obtener la convicción del auditorio.
Todo esto se resume en el siguiente cuadro sintético:

Cuadro 1. E l elem en to cen tra l d e la d o c trin a aparece recu a d ra d o .

ethos logos pathos

Platón intención sofistica m anipulación


(equívocos)

Aristóteles pericia | razonam iento | pasión

Cicerón | virtudes | elocuencia convicción


(y figuras)
•w

5. Características comunes a los tres grandes


grupos de definiciones, y sus puntos débiles
En todos los casos, se ponga el acento en el auditorio, en
el orador o en el vínculo de lenguaje, la retórica se define por

24
una estructura triádica. Esta consta de un orador, un men­
saje y un auditorio al que el orador se dirige por mediación
de un lenguaje, que por otra parte no es forzosamente ver­
bal. En estas tres grandes clases de definiciones, el punto de
anclaje escogido determina cuál será el principio dominan­
te. Si se elige el auditorio como elemento crucial, los otros
dos componentes de la relación retórica le están subordina­
dos. Esto es muy claro en Platón. En cambio, si lo determi­
nante es el logos, será este el que condicionará el papel y el
funcionamiento de los otros dos elementos. Se advierte esto
con similar claridad en Aristóteles, para quien la retórica es
una técnica de persuasión a través del discurso, lógico o no,
que el orador debe dominar y al cual va a adherir un audito­
rio conmovido y conquistado, a menudo por buenas razones
y sin ninguna manipulación. Los pensadores latinos, por su
parte, cargan todo el peso sobre el orador y su dominio de la
expresión, tanto la de sus pensamientos como la de sus cua­
lidades; convertirán así la retórica en un lugar de excelencia
en el que habrá que inventar las fórmulas más sensatas
acerca de la cuestión en debate y organizar el discurso en el
estilo más acorde con la resolución propuesta. El auditorio
se rendirá a los argumentos del otro porque, en un sentido,
él es igualmente ese otro, magnificado sin duda por virtudes
que le son presentadas como puntos de referencia y como
valores que es preciso adoptar, dado que los valores triunfan
sobre las pasiones.
La debilidad de estas tres perspectivas reside, a todas lu­
ces, en la elección del punto de anclaje. ¿Por qué el auditorio
iba a contar m ás que el m ensaje, o el mensaje m ás que
quien lo entrega? La relación retórica descansa sobre tres
componentes, todos ellos indispensables; por lo tanto, no
hay ninguna razón para privilegiar uno y subordinarle los
otros dos. Cuando se opta por esto, se acaba en definiciones
de la retórica a menudo diferentes pero siempre parciales,
que dan la impresión de una falta total de unidad e incluso
de oposición entre diversas concepciones, en tanto que la
disciplina es la misma. En consecuencia, la única manera
de definir correctamente la retórica es integrar esos tres ele­
mentos de base situándolos en un pie de igualdad. Conser­
vemos su nombre griego para no privilegiar otra vez un
punto de vista particular con términos que delatarían cual­
quier anclaje dominante. Quien se dirige a un auditorio da­

25
do recibe el nombre de ethos, este auditorio es llamado p a ­
thos, y los mensajes que uno y otro se dirigen son tributarios
del logos.

6. Nuestra definición de la retórica


Si alguien habla o escribe es porque tiene en mente una
cuestión, que divide o reúne a los individuos que discurren a
su respecto. De la confrontación a la complicidad —en la
que cada uno refuerza la opinión del otro, aprobándola—, lo
que hay en común es la cuestión situada en la base. Ella
acerca o aleja a los protagonistas. La retórica es la negocia­
ción de la distancia generada por un problema, y se consti­
tuye en su revelador, su marca e incluso, muchas veces, su
medida. El objeto de la discusión se desplaza, por cuanto, en
ocasiones, lo problemático no es tanto la cuestión exterior a
los protagonistas, si la hay, como la distancia entre ellos. De
ahí nuestra definición de la retórica:

La retórica es la negociación de la distancia entre indi­


viduos a propósito de una cuestión dada.

La ventaja de esta definición reside en que sitúa en un


pie de igualdad al locutor (ethos), a su auditorio (pathos) y al
lenguaje (logos) mediante el cual los dos primeros expresan
sus cuestiones y sus respuestas. En cambio, el cuestiona­
miento, la distancia y la noción de negociación resultan evi­
dentes por sí mismos. Al profundizar en ellos, se desplegará
ante nosotros toda la retórica, sus principios y su unidad.
a) Esta definición se muestra neutra en cuanto a aque­
llos aspectos habituales de la retórica a los que muchas ve­
ces se la reduce: emocionar, convencer, razonar, complacer,
informar, influir, hacer valer el propio punto de vista. Estos
aspectos forman parte de la relación ethos-pathos-logos a tí­
tulo de casos particulares ligados, como tales, a circunstan­
cias específicas. Cuando examinemos cuidadosamente el lo­
gos, el pathos y el ethos, veremos trazarse y desmarcarse to­
das estas dimensiones en cuanto consecuencias posibles de
nuestra definición. Observaremos así lo que corresponde al
ethos (el punto de vista expresado y los valores), al pathos

26
(la emoción, la convicción, el placer, así como el complacer
en general) y al logos (el razonamiento, el estilo).
b) ¿Y la cuestión dada? En principio, si se apela a la retó­
rica es porque se plantea una cuestión. Cabe entonces pre­
guntarse por qué motivo se responde a ella retóricamente y
no en forma directa. ¿Hay cierto tipo de cuestiones que re­
quieren un tratamiento retórico? ¿O lo retórico es el trata­
miento de las cuestiones, y no lo son estas en sí mismas?
c) Aún debemos referirnos al último punto de nuestra de­
finición que es preciso profundizar: la noción de distancia.
¿Qué se entiende por negociar una distancia, una diferencia
entre individuos? Primera evidencia: cuando estos se diri­
gen la palabra, no buscan necesariamente dism inuir la dis­
tancia entre ellos. Puede ser que quieran afirmarla y hacer­
la reconocer (exhibiéndola, por ejemplo: tal es la función del
uniforme, de la sotana, del traje del ejecutivo, etc.), e incluso
aumentarla. Tomemos el caso del insulto, que no se propone
generar una aproximación con el otro sino, por el contrario,
hacerle sentir que el foso entre ellos se ha vuelto infran­
queable. Esto explica, además, el recurso a nombres de ani­
males para subrayar el abismo ontológico que separa a los
protagonistas. Pero no todas las puestas a distancia son tan
radicales. También están el menosprecio («Oye, ese proble­
ma no me interesa»), e incluso la indiferencia (cuando al­
guien puntúa sus frases con un impreciso: «Comprendo»), a
menos que la respuesta ofrecida sea simplemente un silen­
cio de desinterés. Finalmente, no sólo el acuerdo entre las
personas dism inuye la distancia que pueda haber entre
ellas en un momento dado; incluso hay muchos casos en
que, al no plantearse en sus relaciones ningún problema
real, no hay nada que disminuir. Se habla del tiempo, por
ejemplo, sólo para tratar un tema neutro inapto para moles­
tar razonablemente a nadie: tal es el propósito de los discur­
sos convencionales que preludian habitualmente nuestras
conversaciones. Ningún desacuerdo importante tiene ca­
bida en estos discursos, en los que cumplen su misión fór­
mulas de cortesía que van del «Buenos días» al «¿Cómo es­
tás?», y en los que se responde asimismo con un «¿Y tú, cómo
andas?», sin que medie verdadera preocupación por la si­
tuación del otro. Estas preguntas tienen el fin de neutrali­
zar a priori el impacto de la distancia que hay de hecho en­
tre los individuos.

27
Así pues, el papel de la distancia en retórica es crucial,
pero suscita numerosas interrogaciones que merecen ser
estudiadas en profundidad. Por ejemplo, es interesante sa­
ber si se trata de una distancia social o psicológica, o de am­
bas. ¿Se la puede conceptualizar sim plem ente por una
cuestión, o incluso por el problema que esta cuestión impli­
ca? ¿Es la distancia entre los individuos meramente pun­
tual, circunstancial, o remite a una situación de hecho —ca­
si siempre afectiva— previa a la discusión e independiente
de esta? Sin entrar ahora en los pormenores del análisis que
vamos a realizar, podemos precisar ya mismo lo que debe
entenderse por negociar la distancia: es, para los individuos
—y, por lo tanto, para el ethos y el pathos—, el hecho de tra­
ta r su diferencia respecto de una cuestión que los enlaza,
vínculo que puede ir de la complicidad al enfrentamiento.
Su problema, que se traduce en la cuestión a considerar, ex­
presa esta diferencia; al abocarse a él, los individuos la «re­
suelven», lo mismo que el diferendo que pueda haber entre
ellos. ¿No tenemos derecho a concluir, por lo tanto, que el
verdadero problema de una relación retórica es la diferencia
entre los individuos a través de la cuestión que lleva a
afrontarlo?
Una nueva visión de la retórica

1. El papel histórico del cuestionamiento1


A partir de Aristóteles, la retórica se centra en las cues­
tiones y en el cuestionamiento en general. Aunque la defina
como «la facultad de considerar, respecto de cada cuestión,
aquello que puede ser adecuado para persuadir»,2 y haga
recaer todo el peso de la definición en un logos subordinan­
te, lo cierto es que —dice— «sólo deliberamos sobre las cues­
tiones que pueden manifiestamente recibir dos soluciones
opuestas».3
Empero, Aristóteles no podía teorizar el cuestionamien­
to, por cuanto, ya desde los albores griegos, la unidad del
pensamiento no reside en la cuestión y su respuesta, sino en
la afirmación, en el juicio que las engloba y que, a través de
un término único (la proposición, el juicio), las vuelve in­
distintas.
La Razón occidental comenzó a edificarse cuando Platón
echó sus bases como reacción al cuestionamiento radical e
infinito de Sócrates. Había que responder, pero, ¿qué es res­
ponder? Todo reenvío al cuestionamiento debilita las res­
puestas al volverlas potencialmente problemáticas, pues de
esta forma recuerda, de hecho, su origen y su punto de par­
tida. Sócrates comprendía muy bien esto cuando, ante cada
respuesta ofrecida, ponía en dificultades a sus interlocuto­
res relanzando el cuestionamiento. El mecanismo de este
proceder es harto simple y temiblemente eficaz, pero vuelve
imposible cualquier respuesta. Si se pregunta «¿Qué es X?»,
se está suponiendo, evidentem ente, que X es algo, a, por
1 Véase M. Meyer, De la problématologie, Mardaga, 1986, y PUF, 2008, y
La problématologie, «Que sais-je?», PUF, 2009.
2 Aristóteles, Rhétorique, 1357a (tr. fr. Ruelle), Hachette, «Le Livre de
Poche», 1991.
3 Ibid. (tr. fr. M. Dufour, en este punto más expresiva), Gallimard, 1998.

29
ejemplo, y no b: es preciso saber, en efecto, sobre qué se está
interrogando y no confundirlo con otra cosa. Ahora bien,
cuando se dice que X es a, o que X es b, ya se está especifi­
cando lo que se pregunta. Se gira en redondo. Y Sócrates
siempre hace notar esto a sus interlocutores. Afirmar «X es
a» o «X es 6», por ejemplo, no impide en absoluto que alguien
oponga otra aserción, otra lectura de X, como c o d, que a
priori tienen la misma validez; en efecto, la interrogación
sobre lo que es X no permite decidirse por a más que por b, c
o d. ¿Dónde detenerse, y en virtud de qué criterio? No se
puede presuponer nada sin excluir lo demás, y como no se
dispone de un argumento más primigenio que permita decir
que X es a y no b o c, se tropieza de modo inevitable con el
aporetismo socrático, como consecuencia del cual la cues­
tión X queda sin respuesta y toda respuesta tiene tan sólo la
apariencia de serlo. X puede ser muchas cosas, y a Sócrates
le resulta fácil hacerles decir b, c o d a sus interlocutores,
para anular la respuesta dada inicialmente. Cuando pre­
gunta qué es X, la única respuesta que se impone es que X
es ella misma, es decir, la cuestión enjuego. Así pues, a Só­
crates no le causa la menor molestia no responder nunca ni,
a fortiori, no haber escrito nada. Todo lo que podría decir so­
bre X presupondría que X es tal o cual cosa, cuando esto es
precisamente aquello cuya especificación se pide. Ahora
bien, como no se puede decir lo que es X sin saber ya un mí­
nimo a su respecto, no decir nada es la única actitud cohe­
rente, y es la que Sócrates adopta. No presuponer nada, o en
todo caso exponerse a enunciar sobre X algo problemático,
es a lo que se aventuran los interlocutores de Sócrates,
quien de este modo los pone cómodamente en dificultades.
Mas esto mismo viene a resultar paradójico, por cuanto el
propio Sócrates sí habla y afirma, considera verdaderas de­
terminadas proposiciones y falsas otras. Platón intentará
sugerar este atolladero proponiendo una teoría de las res­
puestas en virtud de la cual estas irán teniendo cada vez
menos que ver con el hecho de ser respuestas y, por lo tanto,
con el cuestionamiento. El paso de las Ideas a la proposición
como unidad del pensamiento será dado rápidamente.
Para concretar esta superación de la interrogatividad
sin fin, Platón va a efectuar una verdadera revolución en la
lectura de una cuestión, en aquello que debería hacer posi­
ble la respuesta. ¿Cuál es esta lectura nueva que él preconi­

30
za? Platón vuelve a tomar la cuestión que había sido cara a
Sócrates: «¿Qué es X?». Se supone aquí sin duda que X es al­
go, y para Platón esto significa, sencillamente, que X tiene
un ser, una esencia, o incluso una Idea, por los cuales X es lo
que es y ninguna otra cosa. De este modo, la esencia o la
Idea de X es el verdadero objeto de «¿Qué es X?», y la pre­
gunta debe ser interpretada de la manera siguiente: «¿Qué
es X?» = «¿En qué consiste el ser de X?». De aquí en adelante
habrá que considerar que, al lado del m undo sensible en el
que hay X que pueden ser efectivamente a ,b ,c , o bien otras
cosas más que se desvanecen eventualmente con el paso del
tiempo o con sensaciones que les reconocen aspectos cam­
biantes, hay un mundo de esencias que duplican las cosas
X, mundo de un doble formal y abstracto. La esencia o el ser
de X es lo que hace que X sea X: es, por lo tanto, su razón.
Ella nos asegura lo que él es y, por consiguiente, ella es su
identidad. El ser de X excluye a la vez la posibilidad de que
sea no-X, y tenemos entonces el tercer principio que rige al
mundo, que es más real que lo real: el principio de no con­
tradicción. Identidad, razón y no contradicción constituyen
los tres grandes principios de la mente humana en su pro­
pósito de superación del mundo sensible. De este modo, la
retórica, que descansa empero sobre la contradicción o, para
ser más exactos, sobre la contradictoriedad —ya que los in­
dividuos se consideran con derecho a oponerse y a defender
uno A y el otro no-A—, queda relegada al puesto de los dis­
cursos ilusorios, que se alimentan erróneamente de las opi­
niones surgidas del mundo sensible. La verdad no padece de
alternativa ni de ambigüedad: A es A y, por lo tanto, no-A ca­
rece de sentido. Si alguno propone A y otro no-A, ello signifi­
ca que un error o una ilusión engañan a los protagonistas.
El ideal del discurso verdadero es el de la certeza, pues si A
es verdadero, esto implica necesariamente que no-A no lo
es, y esta necesidad asegura la necesidad de la necesidad co­
mo norma del discurso; la verdad, entonces, ya no puede ser
más que certeza de verdad, excluyente de cualquier alterna­
tiva posible: A excluye no-A. El discurso que transforma es­
te ideal en realidad es la ciencia, en este caso la geometría,
lo cual reduce los demás tipos de discursividad a ser tan sólo
opiniones (doxa).
Lo más interesante de la concepción de Platón es, para
nosotros, lo que ella implica en materia de interrogatividad,

31
toda vez que Platón reivindica la herencia socrática y esta
asimila la práctica filosófica al cuestionamiento radical. Pa­
ra Platón, la pregunta «¿Qué es X?», lejos de relanzar el
cuestionamiento, lejos de abrirlo, lo cierra sobre un mundo
misterioso: el de las Ideas. Esta cuestión plantea o supone
que X tiene un ser (en alguna parte, en un mundo distinto) y
que, al formularse la cuestión «¿Qué es X?», se está tradu­
ciendo el olvido del ser de X, ignorancia surgida del contacto
primero con el solo mundo sensible; pero, por otra parte, es­
ta ignorancia va a disiparse si el alma se acuerda de lo que
siempre supo antes de habitar el cuerpo. Hay, por lo tanto,
algo más primigenio que la relación con el mundo físico: la
que se tuvo en un mundo anterior y que es un mundo, lite­
ralmente, meta-físico. Una ascesis liberadora que va de lo
físico a lo metafísico se perfila gracias a la filosofía, concebi­
da como una dialéctica que parte de cuestiones, es decir, de
la ignorancia motivada por la omnipresencia del mundo
sensible, y se eleva hacia el mundo de las Ideas. Esta dialéc­
tica lo es porque la exidad de X no se concibe como lo propio
de una cuestión X, sino como la marca de su esencia. Es ella,
en el fondo, el verdadero objeto de la interrogación. Y como
esta esencia es conocida desde siempre, antes de haber teni­
do un cuerpo, la cuestión «¿X?» no es una verdadera interro­
gación orientada a hacemos conocer algo que ignoraríamos,
sino una ocasión para que resurja en nuestros recuerdos un
saber que ha estado sepultado desde siempre en el alma. Se
trata de reencontrar la respuesta sobre el ser de X cuando se
interroga a X, como si no fuera a este último al que se apun­
ta directamente, sino a su esencia. Hay, pues, dos mundos,
un mundo sensible y un mundo de esencias, los cuales des­
doblan la diferencia cuestión-respuesta en dos universos
ontológicos distintos que existen en la realidad, aun cuando
uno sea más «verdadero» que el otro. Aquí, la paradoja resi­
de en que nunca se interroga a las cosas mismas, sino a su
sei»¿Es correcto decir que tenemos a nuestra disposición las
respuestas, incluso antes de formular las cuestiones que
permitirían traerlas de nuevo a la superficie de la memoria?
Aristóteles, por su parte, lo duda. Él sostiene otra con­
cepción del saber, de la dialéctica y de la retórica. La idea de
base es la siguiente: lo que es no debe ser forzosamente tal
como es, sino que puede ser distinto, múltiple. El ser es múl­
tiple: he aquí una afirmación contradictoria, pues el ser es

32
uno en cuanto ser, y afirmar que es múltiple contraría la
unidad que se acaba de afirmar. ¿Cómo se resuelve esta con­
tradicción?: por medio de una nueva teoría, la del juicio, que
consta de dos partes, una para enunciar la unidad y la otra
para caracterizar a la multiplicidad de lo que le sucede, gra­
cias al predicado. El ser es uno como sujeto y múltiple como
predicado: ha nacido la codificación de la estructura de la
proposición. Todo enunciado tendrá necesariamente la for­
ma «S es P».
Según Aristóteles, dado que el ser se dice de m últiples
maneras, puede haber ambigüedades en lo que se entiende
por esto o por aquello; sobre todo, puede haber desacuerdo.
La confrontación de opiniones es la dialéctica, mientras que
la persuasión corresponde a la retórica. Una es el comple­
mento de la otra, dice Aristóteles sin explicar realmente por
qué. En todo caso, la dialéctica no es ciencia, como sucedía
en Platón, quien pretendía que del juego cuestión-respuesta
iba a salir lo que suprime esa diferencia. Desde el momento
en que ella es su punto de partida, y dado que lo que consti­
tuye cuestión para uno no lo constituye por fuerza paira otro,
el resultado tiene que ser también «subjetivo» y contingen­
te, cosa que la verdad y la ciencia no son. ¿Puede la verdad
nacer de un estado de ignorancia forzosamente variable y
aleatorio? Precisamente porque la respuesta a esta cuestión
no puede ser sino negativa, Aristóteles quiso restituir a la
dialéctica su estatus de justa oratoria, de postura de refuta­
ción, y no de constitución de un saber nuevo. Para él, la
dialéctica es una interrogación portadora de contradicción,
y si se parte de opiniones refutables o incluso probables, se
permanecerá siempre en el reino de la opinión refutable,
aunque sea verosímil. No puede haber al final del proceso
ningún salto cualitativo que permita transformar lo sim ­
plemente probable en absolutamente seguro, lo cual es, en
cambio, el objetivo de la ciencia. La dialéctica y la ciencia ya
no tienen, pues, nada que ver una con la otra. Sus logos de­
ben ser diferentes, aun cuando hallemos razonamiento en
las dos; además, es muy importante singularizarlas para
evitar cualquier confusión. Esto conduce a Aristóteles a ela­
borar una teoría de la dialéctica y una teoría de la ciencia;
Platón, en cambio, pudo ahorrarse esta tarea pues amalga­
mó las dos y las calificó a ambas de dialéctica. Para Aristóte­
les, las dos perspectivas se conciben por separado: de un la­

33
do la dialéctica, que es un arte de la justa oratoria, y del otro
la concepción del silogismo científico, a la cual denomina
analítica. Pese a sus diferencias, dialéctica, retórica y lógica
hacen uso, por cierto, del razonamiento y hasta del silogis­
mo. Aristóteles considera que la inferencia es precisamente
un silogismo: postuladas ciertas cosas, de ellas derivan
otras, diferentes. Inferencia: luego, diferencia. De las pre­
misas brotan las conclusiones: en ciencia, el pasaje es obli­
gatorio y no está permitida ninguna conclusión contraria o
diferente; en retórica, sea dialéctica y, por lo tanto, refutato­
ria, o apunte tan sólo a una conclusión probable, en princi­
pio, es posible deducir consecuencias distintas y hasta opues­
tas. Recordemos el clásico ejemplo de silogismo cuya conclu­
sión es insoslayable: «Todos los hombres son mortales; Só­
crates es un hombre; luego, Sócrates es mortal». En cambio,
«si no hay nubes hará buen tiempo» es un silogismo im ­
perfecto —aunque un silogismo al fin—, pues no basta con
que no haya nubes para que de ello se pueda inferir que
hará buen tiempo.
Según Aristóteles, la dialéctica es el arte de la refutación
formal, mientras que la retórica es un logos cuya fuerza de
persuasión es positiva y orienta al auditorio hacia una nue­
va respuesta. Para lograrlo hay que poner en ejercicio un si­
logismo específico, el entimema, en el que, como bien se ha
visto, la conclusión es meramente probable. Se trata, en
realidad, de un silogismo trunco, dado que no todas las pre­
misas están explicitadas. En la vida de todos los días no se
puede ni se quiere decirlo todo. La inferencia «Sócrates está
enfermo, porque tiene calor» nos pone en presencia de un
entimema, por cuanto la premisa que podría convertirla en
silogismo científico, esto es, «Los individuos que tienen calor
están enfermos», no puede ser razonablemente sostenida.
Primero, porque ello es falso, ya que se puede tener calor sin
estar enfermo. Después, porque es poco elegante enunciar
verdades sentenciosas y generales con cada afirmación que
se someta a la aprobación de los demás en la vida cotidiana.
Si en este contexto se dice que Sócrates está efectivamente
enfermo, ello obedece a razones de probabilidad y de verosi­
militud. Sócrates ha estado hace poco con individuos conta­
giados y es legítimo suponer que, si tiene calor y su rostro
está enrojecido, es porque ha pescado sus microbios. Todo
entimema se declara tributario de cierta verosimilitud de­

34
pendiente de las circunstancias. Si el orador no lo explicita
todo, ello se debe a que las premisas, demasiado generales,
serían falsas, o a que es más estratégico dejar que el interlo­
cutor las infiera por sí mismo. El orador tendrá la impresión
de que esa es su verdad, y esto dará más fuerza persuasiva
al argumento. Según Aristóteles, la retórica, contrariajiien-
te a la dialéctica —en la que alguien siempre puede señalar
de m anera estrictam ente formal sus desacuerdos— , se
ocupa sobre todo de cuestiones particulares, dado que sólo
es posible abordarlas a partir de lo que se sabe específica­
mente dentro de un contexto preciso.
¿Es posible clasificar estas cuestiones? Para Aristóteles,
se subdividen en tres grandes grupos: las cuestiones p o líti­
cas, en las que se delibera sobre lo que es útil; las cuestiones
epidícticas, en las que reinan la desaprobación y la alaban­
za del orador en función del placer que se obtiene de su dis­
curso —es el caso de la oración fúnebre, que debe estar bien
compuesta, como se lo espera en tales circunstancias— ; y,
por último, las cuestiones judiciales, en las que lo justo y lo
injusto son objeto de un debate cuya finalidad es saber
quién hizo qué cosa en un momento dado, y por qué razones.
E sta tripartición resulta un tanto arbitraria, como ya lo
había hecho notar Quintiliano, el gran teórico romano de
las Instituciones oratorias. Los latinos propusieron una cla­
sificación distinta de las cuestiones que constituyen el obje­
to de la retórica. En la Retórica a Herenio, su autor (durante
mucho tiempo se creyó que lo era Cicerón) distinguía cuatro
causas: lo honorable, lo malo, lo dudoso y lo insignificante,4
que expresan una problematicidad creciente. Así, cuanto
más se apunta a lo insignificante, más difícil es alegar (en
su favor). Lo honorable (o lo noble) genera consenso, pero es­
te último disminuye cuando la causa es modesta o insignifi­
cante, y se torna francamente difícil cuando ella es dudosa u
oscura o está evidentemente desprovista de pertinencia. Lo
insignificante no interesa. Lo honorable casi no plantea
cuestiones, lo dudoso remite a una alternativa, y con lo in­
significante ni siquiera hay cuestión que plantear, pues se
la juzga carente de interés. Tenemos así una escala de dis­
tancia respecto del auditorio. Cicerón agrega una quinta
causa posible, lo oscuro, cuando las palabras son ambiguas,
4 Rhétorique á Herennius, I, 5 (tr. fr. G. Achard), Les B elles Lettres,
1989.

35
y así resulta la lista siguiente: lo honorable (honestum ), lo
extraordinario (adm irabile), lo insignificante, lo dudoso y lo
oscuro. Quintiliano sigue a Cicerón5 solamente en el núme­
ro: lo noble, lo insignificante, lo dudoso (o lo ambiguo), lo ex­
traordinario y lo oscuro son presentados por él en un orden
diferente. Es importante advertir que ya no hay géneros
retóricos fijos, sino causas cuya diversidad se mide por la
distancia respecto del auditorio. Lo honorable suscita un
ánimo propicio, mientras que este disminuye ante el aspec­
to sorprendente (adm irabile, extraordinario) de la cuestión
(por ejemplo, defender una causa vergonzosa), y más aún si
hay oscuridad y desinterés. Por lo tanto, en estos casos es
más difícil convencer al auditorio. Como puede verse, en la
retórica latina lo primordial no es el logos y su razonamien­
to formal, sino la relación con el ethos, con el orador y con los
valores comunes. El orador debe, pues, restablecer el equili­
brio, en forma moderada cuando la causa es honorable, y
muy fuertemente si el auditorio se siente poco involucrado
por el problema.

C uadro 2. R e c a p itu la c ió n d e la s c a u sa s je r á r q u ic a s segú n la d if i­


c u lta d p a r a defen d erla s.

Retórica a Herenio Cicerón Quintiliano

Lo honorable (lo noble) Lo honorable (lo noble) Lo honorable (lo noble)


Lo malo Lo extraordinario Lo insignificante
Lo dudoso (sorprendente) Lo dudoso
Lo insignificante Lo insignificante Lo extraordinario
Lo dudoso Lo oscuro
Lo oscuro

La concepción del pensamiento y del lenguaje que de­


vendrá clásica en Occidente nació y se codificó en Platón y
Aristóteles. Esta concepción instituye un modelo de racio­
nalidad que, pese a la oposición entre uno y otro, se impon-
dr¿Thasta nuestros días. Por nuestra parte, la hemos llama­
do pro p o sicio n a lism o . ¿En qué consiste, exactam ente?
Puesto que la cuestión «¿Qué es X?» presupone un ser de X
por el cual X es lo que es y no otra cosa, toda alternativa que­

5 Cicerón, De l ’invention, I, 20 (tr. fr. G. Achard), Les B elles Lettres,


1994; Quintiliano, Institutioiis oratoires, IV, I, 40 (tr. fr. J. Cousin), Les Be­
lles Lettres, 1976.

36
da instantáneamente excluida. He aquí la traducción pro-
posicionalista de la interrogatividad. En consecuencia, lo
que la ontología persigue es la eliminación de la interrogati­
vidad y del cuestionamiento. El ser tiene esta función de eli­
minación a priori de la cuestión, lo cual instaura el modelo
de lo resolutorio como norma del pensamiento. Pero esto no
va a funcionar —ya veremos por qué— y el ser se converti­
rá, con Heidegger, en el enigma de un pensamiento que ya
no podrá reducirse a lo resolutorio, aunque sin desembocar
por ello en el cuestionamiento que se reflexiona como tal.
Digámoslo con claridad: la respuesta que se define por la eli­
minación de la alternativa, o sea, la que dice que A excluye
no-A (o lo inverso), se anula como respuesta debido a que su
reenvío al cuestionamiento es reprimido por la alternativa
eliminada A o no-A. Esta desaparición de la cuestión va a
im ponerse como aquello que hace precisam ente que se
tenga la «respuesta». En una respuesta que no se indica con
carácter de tal, que borra la diferencia entre ella y las cues­
tiones, ya no se tiene siquiera respuesta, sino solamente lo
que se da en llamar una proposición. Con toda evidencia, el
deslizamiento en los términos no es inocuo, pues en tanto
que la idea de respuesta hace referencia al cuestionamien­
to, la proposición no alude de ningún modo a él; es como si la
entidad proposicional se sostuviera por sí sola y tuviera su
propia necesidad, lo cual es absurdo. De aquí deriva el papel
central y hasta fundador que Aristóteles asigna al principio
de contradicción. ¿Qué estipula este principio? De dos pro­
posiciones contradictorias, A y no-A, una sola es verdadera,
en tanto que la otra es necesariamente falsa. La alternativa
parece caer así fuera del logos, de la Razón. Oponerse pasa a
ser, o bien ilógico, prueba de absurdidad, o bien tan sólo ex­
presión de ignorancia de uno de los dos oponentes. ¿Es así,
en realidad, como conviene leer hoy en día este principio?
¿Es verdaderamente ilógico o imposible mantener actitu­
des contradictorias? Lo hacemos todo el tiempo. Por consi­
guiente, la lectura del principio tiene que ser otra. De hecho,
lo que el principio de contradicción enuncia realmente es
una verdadera definición de lo que se debe entender por el
concepto de respuesta. Dado que una respuesta no es asi­
milable a la cuestión de la que ha surgido, es preciso que la
alternativa que expresa a la segunda desaparezca a nivel de
la primera. Esto no significa más que lo siguiente: si A es la

37
respuesta, no-A no puede serlo, y recíprocamente. Si tene­
mos A y no-A, esto no puede ser una respuesta sino una
cuestión, dado que las cuestiones se definen por alternati­
vas. Y cuando no estamos de acuerdo con alguien acerca de
una cuestión, es normal que esta cuestión tenga, al menos,
dos vertientes, A y no-A; la respuesta, en cambio, no puede
tenerlas. Es asunto de definición, pero también de sentido
común. Cuando tenemos A y no-A, estamos en el campo de
la interrogación, no en el de las soluciones; se trata de dos
tipos diferentes de respuestas, el problem atológico y el
apocrítico, pero la diferencia entre ellos no está marcada ne­
cesariamente por la forma. Es más bien el contexto de la in­
terlocución el que traza la línea divisoria entre lo apocrítico
y lo problematológico. Recordemos que lo apocrítico resuel­
ve la cuestión, la cual, desde ese momento, ya no se plantea,
y que lo problematológico precisamente la expresa. En la
reflexión a través del discurso, las respuestas problema-
tológicas y las respuestas apocríticas traducen la diferencia
cuestión-respuesta, como lo hacemos por otra parte aquí.
El principio de contradicción sirve, pues, para definir a
priori lo que se entiende por respuesta, dado que, en térmi­
nos preposicionales, la cuestión es una alternativa. A y no-A
son contradictorias sólo como respuestas, dado que, en el
plano de la interrogatividad, en nada puede sorprender que
tengamos A y no-A a la vez. El hecho de que A excluya no-A
significa una sola cosa: que ya no estamos en el orden de la
alternativa, sino en el orden de lo resolutorio. Ahora bien,
nunca se hizo esta lectura de un principio tan esencial. En
el proposicionalismo no hay cuestiones ni respuestas como
tales, sino proposiciones, juicios que no hacen diferencia en­
tre cuestiones y respuestas y que suscitan su amalgama,
por no decir su confusión, pero que privilegian, no obstante,
como lo sugiere el término proposición, el lado respuesta, es
decir, la aserción. Esto tiene el efecto de proyectar todo pen­
samiento hacia el orden de las «respuestas» y de vedar la
posibilidad de reflexionar lo problemático en sí, desplazán­
dolo a otros pares contrastados, como lo subjetivo y lo objeti­
vo, por ejemplo. Al mismo tiempo, dado que el principio de
no contradicción se formula de m anera proposicional, la
alternativa queda excluida; A y no-A son a priori incompati­
bles en cualquier pensamiento posible, y ya no se advierte
de qué modo podemos contradecirnos a nosotros mismos ni

38
oponernos unos a otros. Tal vez sea peor: el principio de con­
tradicción, lejos de definir una respuesta por oposición a
una cuestión, eleva de hecho la supresión de esta última a la
condición de norma de lo resolutorio, y entonces la necesi­
dad de este estado de cosas pasa a ser fuente de la necesidad
que debe regir los juicios; al ser A verdadero, no-A no puede
dejar de ser excluido, debe incluso serlo necesariamente. La
necesidad se impone como la norma necesaria, no sólo de to­
do discurso, sino también del ser mismo. Se ha rizado el rizo.
¿Qué hacer entonces con la aporía siguiente? Si A es ne­
cesariamente lo que es, o sea, A, lo cual es necesariamente
verdadero por cuanto no se entiende cómo podría A no ser
ella misma, ¿cómo justificar que A sea B o C, que A podría
sin embargo no ser? Sócrates no puede no ser Sócrates, pero
es calvo y griego, por ejemplo, y no es nada fuera de todo lo
que él es, a saber: un conjunto de propiedades contingentes,
porque Sócrates no es necesariamente todo lo que él es, dado
que podría no ser calvo, no ser bajo, no ser griego, etc. En re­
sumen, las cosas no son necesariamente lo que son: también
pueden ser distintas, como las opiniones y muchos juicios en
general.

2. Los grandes momentos de la retórica


Heidegger decía que «la retórica no es otra cosa que la
explicitación del hombre en cuanto ser concreto, la herme­
néutica del ser del hombre mismo».6 Esta idea controvierte
todo cuanto se ha pensado siempre de la retórica, a saber,
que sirve simplemente para influir sobre los demás a fin de
hacerlos actuar o hacerles creer, a menudo, cualquier cosa.
Se advierte aquí muy bien que no hay retórica sin cierta
imagen subyacente del hombre y de los otros, y hasta de la
Historia, podríamos agregar. Pues los grandes momentos
de la historia de la retórica tienen su racionalidad propia.
El primero de esos momentos es el de su instauración
grecorromana, que culmina con Platón, Aristóteles, Cicerón
y la síntesis que de todos ellos hace Quintiliano. Luego vie­

6 M. Heidegger, Grundbegriffe der Aristotelischen Philosophie (Bd 18),


Klosterman, 2002, pág. 110.

39
ne la renovación ligada al Renacimiento, que desembocará
en una focalización cada vez mayor sobre el discurso figura­
tivo, aunque sólo sea porque el recentramiento teológico
producido en Inglaterra y Alemania llegará a monopolizar
el campo de la interpretación. En Francia, la retórica ocupa­
rá más bien el espacio político, con el juego de las pasiones y
del lenguaje de corte, de los cuales el segundo es una suerte
de reverso del primero pues se trata de un lenguaje bien
construido, apto para disfrazar las gracias del adulador y
refrenar los arrebatos. Empero, hablar de bellos discursos
es hablar de estilo, y la retórica se orientará de m anera
creciente al estudio de la ficción literaria. La tercera y últi­
ma etapa se sitúa en el siglo XX y corresponde al impetuoso
retorno de la retórica en todas sus dimensiones: lógico-argu­
mentativa, retórico-literaria, ético-política, tanto en Esta­
dos Unidos como en Francia, y sobre todo en Bélgica, con
Perelman y el Grupo |i. Reviste interés comprender por qué
razón estos tres grandes períodos corresponden a un floreci­
miento de esta disciplina, que muestra en cada uno de ellos
inflexiones nuevas.
Si bien se mira, son momentos en los cuales, en Europa,
la Historia se acelera. Los viejos esquemas son sometidos a
discusión y se tornan problemáticos. Las respuestas es­
tablecidas se derrumban o simplemente se marchitan, dan­
do paso a una multiplicidad de debates y de opiniones con­
tradictorias. Reaparece luego cierto monolitismo que tiende
a secundarizar otra vez a la retórica, o que, en todo caso,
parece esclerosarla al modo de una escolástica. Es el cristia­
nismo el que cumple este papel, tras el considerable desa­
rrollo experimentado por la disciplina durante la Antigüe­
dad. Con Descartes, la exigencia de univocidad y certeza pa­
sa al primer plano. La aparición y la consolidación de la
ciencia m oderna son contemporáneas de una paulatina
disipación de las identidades del Renacimiento, débiles y
casi mágicas, en beneficio del rigor matematizador de la
edad clásica. En cuanto a la época actual, nadie puede pre­
ver qué cosa reemplazará a nuestra sociedad, en la cual la
comunicación suele hacer las veces de acción y de fin en sí.
Dicho esto, la retórica continúa siendo una prenda de liber­
tad tanto intelectual como moral, pues supone el derecho a
expresarse y a confrontar puntos de vista diferentes. Ella
sustituye a la fuerza, que no necesita ser justificada.

40
3. Los comienzos: pilares griegos, innovaciones
romanas
La retórica experimenta un auténtico auge durante esos
momentos privilegiados, aunque inquietantes, en que el
pensamiento se ve librado a sí mismo en la pluralidad de
sus puntos de anclaje. En Grecia, el fin de la mitología coin­
cide con el nacimiento de la retórica, pues la primera de las
retóricas pasa a ser ella misma mitología. Al perder su cre­
dibilidad religiosa, los mitos se convierten en objetos litera­
rios. Sin esta evolución, Homero no hubiese sido posible.
Empero, esto implica también que la apelación a los dioses
ya no es pertinente para explicar el orden del mundo, sin
duda porque corresponde a un universo regido por el heroís­
mo guerrero de una aristocracia dominante; y este orden ya
no se aplica a la sociedad democrática en la Atenas de los si­
glos VI y V a.C. Los mitos devienen fábulas, bellas historias
a menudo lejanas y misteriosas, y su objeto son las trampas
que ellos les tienden a los hombres y a quienes les prestan
ayuda. La Razón es, probablemente, más tranquilizadora.
Los fenómenos naturales o políticos tienen que ser explica­
dos, entonces, por otros factores: a esto se lo llamó el «mila­
gro griego», caracterizado por el nacimiento de las ciencias
empíricas y también por la geometría de Euclides. Las his­
torias de dioses no son ya respuestas, sino metáforas de res­
puestas. Los m itos deben servir m ás bien como ejemplos
morales, al tiempo que la Razón demanda nuevas respues­
tas, es decir, una nueva literalidad. Esto corresponde a una
auténtica revolución metafísica, que viene a sustituir a la
explicación teológica del cosmos, mientras la lógica consti­
tuye la armazón del discurso científico. La política y la ética
nacen como discursos específicos destinados a evaluar las
conductas hum anas de acuerdo con nuevas normas. De
hecho, el sistema del mundo, del universo, es pensado ahora
de otro modo. Entre tanto, se generalizan los conflictos de
los hombres en la Ciudad, las discusiones sobre lo que dis­
tingue a la respuesta correcta de la respuesta beneficiosa.
La dialéctica de la confrontación nace al mismo tiempo que
la retórica apta para expresar esa metaforización de las vie­
jas respuestas en problemas disfrazados. Producto de esto
es una bella literatura cada vez más enigmática, incluso
desde La Odisea-, pero ya no se trata de un discurso realista

41
que deba ser tomado al pie de la letra. Las metáforas entre­
tejen el discurso volviéndolo literario, poético, a fin de ilus­
trar verdades más generales, edificantes y persuasivas; a
nosotros nos toca descubrirlas en todo lo que el Poeta ha es­
crito o ha expresado oralmente.
El caso griego es ejemplar por más de un motivo: permite
observar a la Historia en acción, y los momentos de acelera­
ción que se repetirán luego nos remitirán a él como etapa
fundacional. Surge así la cuestión: ¿qué sucede cuando la
Historia se acelera?
Sin caer en las derivas habituales de la filosofía de la
Historia, de todos modos es posible avanzar sobre la base de
una proposición minimalista, pero irrefutable. Cuando la
Historia se acelera, las cosas dejan de ser lo que son, sin de­
saparecer forzosamente del todo. Algunas sí, otras no. Todas
son más o menos lo que eran, y esta diferencia, este hiato, se
traduce por una identidad cada vez menos literal. La identi­
dad figurativa, o figurada, recibe el nombre de metáfora. La
Historia, al acelerarse, metaforiza cada vez más las viejas
respuestas, que van dejando de ser respuestas y se vuelven
cada vez más enigmas, cuestiones. El discurso, entonces, al
metaforizarse, introduce cada vez más cuestiones en el or­
den de las respuestas, a riesgo de generar confusiones entre
unas y otras, confusiones motivadas —lo hemos mostrado—
por el hecho de que el orden de las respuestas es solamente
proposicional y deja a ambos niveles —las cuestiones y las
respuestas— indiferenciados. La represión problem atoló­
gica tiene como objetivo mantener constante la diferencia,
también problematológica, por la cual cuestiones y respues­
tas se mantienen distintas. Ahora bien, cuando la Historia
se acelera, las respuestas se vuelven más problemáticas y la
diferencia es cada vez menos firme, ya que la represión pro­
blematológica disminuye. La metaforización tiende a gene­
ralizarse y acaba por hacerse consciente, generando, a la
larga, la exigencia de una represión apocrítica correlativa.
Esta represión refuerza las identidades como respuesta al
debilitamiento del ser. Ello explica la matematización del
discurso, lo cual se produce primero en la geometría, con los
griegos, y posteriormente en la física, con Kepler, Copérnico
y Descartes.
La retórica, por su parte, se inscribe en ese lento proceso
de debilitamiento del ser que ve volverse cada vez más pro­

42
blemáticas las respuestas; surge así la dialéctica de tipo
aristotélico, dirigida a eliminar la confusión mediante la re­
futación de lo que parece respuesta sin serlo, para oponerse
de este modo a la sofística, que juega con la amalgama, aho­
ra posible. Las respuestas se convierten entonces en m etá­
foras, entendidas como tales, y surge así la retórica, litera­
ria o no, que puede mantener vivo —en la forma de maneras
de hablar, de decir— lo que ya no vale como respuesta lite­
ral: metáforas y, por lo tanto, retórica que van a enraizarse
cada vez más en las relaciones entre lo figurativo y lo literal.
La retórica responde a la aceleración de la Historia, acelera­
ción que, como sabemos, conduce al desmantelamiento de
las viejas respuestas, que se tornan cada vez más expresa­
mente problemáticas. La retórica deja constancia de esta in-
diferenciación eventual brindando a algunos, gracias a ello,
la posibilidad de engañar a los otros, aunque también per­
mitiendo a estos otros defenderse. Pero abre principalmente
el campo al discurso metafórico, el cual trasciende ese dile­
ma creándose un espacio propio: el del estilo y la literatura.
Los sofistas,7 que vendían sus servicios a las causas más
contradictorias, dan testimonio de ese relativismo naciente.
Aún hoy se asocia relativismo y retórica; uno puede decirlo
todo, haberlo sido todo, haberlo hecho todo: no tiene impor­
tancia. Cada cual es en cierto modo víctima de su juventud,
como Günter Grass o Joseph Ratzinger, que se enrolaron
bajo el estandarte nazi, o como los terroristas actuales, que
se estrellan contra torres o explotan en sitios superpobla­
dos. Todo vale todo, y si se hacen cosas censurables es por­
que se tienen buenas razones; o sea, porque se tiene razón.
Desde el momento en que toda causa es buena con tal que
sea una causa, grande es el peligro de que la violencia per­
petúe los problemas y de que la cerrazón méntal se apodere
de quienes se conforman con hallar excusas a modo de argu­
mentos.
Para Platón, la retórica debe ser rechazada, justamente
porque expresa una (primera) forma de debilitamiento del
ser y, por lo tanto, de incertidumbre posible. La oponibilidad
remite al pathos, al auditorio imbuido de pasiones contra­
dictorias, aun cuando, alterada la identidad por la Historia,
será finalmente el ethos, sede por excelencia de la identidad,

7 Véase B. Cassin, L’effet sophistique, Gallimard, 1995.

43
el que se verá cuestionado. Ahora bien, se habrá dejado en­
tonces Grecia por Roma. La concepción aristocrática de la
sociedad que se desprende de La república y de Las leyes en­
tiende la retórica como una perversión del orden antiguo,
como la expresión histórica de su enjuiciamiento por perso­
nas que en democracia son fáciles de manipular. Platón es­
tim a que la retórica es puro abuso del lenguaje, y que una
vez que se la desenmascare, las cosas se normalizarán y re­
tornarán al estado inicial. Es, pues, el pathos, la manipula­
ción del auditorio, el que soporta el peso de la Historia a tra­
vés de la metaforización desliteralizante del discurso y de la
pérdida de identidad infligida a las palabras, que posibilita
hacerles decir lo que se desea que digan para halagar las
opiniones de unos y otros.
Según Aristóteles, que percibe la aceleración creciente
de la Historia antes de convertirse él mismo en su víctima,
el esplendor de Atenas y de la Grecia clásica está próximo a
su fin. La retórica es como un último recurso para recuperar
valores comunes y, de ser posible, para recuperar lo no con­
flictivo. Ella permite a los ciudadanos discutir sobre lo que
entienden por bien común, y así llegar a definir lo que debe­
ría ser, para ellos, la buena manera de vivir juntos. Como
demócrata que es, no cree que la verdad emane de los pode­
rosos para descender, cual luz divina, hacia las demás cla­
ses. Le corresponde al logos reflejar el orden de las cosas, pe­
ro este logos no cae por su peso, y la retórica deja constancia
de esto al apropiarse de las nociones de verosimilitud y pro­
babilidad, e incluso de preferibilidad. De todas maneras, el
logos flaquea y se desliteraliza respecto de las respuestas
(literales) anteriores. Para Aristóteles, que no recurre al tér­
mino «desliteralización» —aunque el resultado es equiva­
lente—, el ser se fragmenta en múltiples categorías, en sig­
nificaciones plurales. Cada ser es esto, y aquello, y muchas
otras cosas más. Dada semejante situación de pluralismo, y
a veces de indeterminación, es natural que haya debate. Al
contrario de Platón, Aristóteles no percibe la Historia como
manipulación, sino como el surgimiento de diferencias rea­
les que se insertan en el ser y lo vuelven ambiguo o, al me­
nos, ambivalente. Al repensar así el logos, Aristóteles espe­
ra despejar y reencontrar cierta univocidad, género por gé­
nero, adecuada para hacer brotar una identidad subyacente
que permita afirmar las cosas tal como son («esto es como

44
aquello, y no de otra manera»), de acuerdo con la exigencia
de no contradicción. Sin embargo, el ser, en su univocidad,
se ha convertido en un enigma y hasta en una imposibili­
dad. Sin el Dios de la Edad Media, que es el Ser por excelen­
cia, dado que es el supremo, el ser habría mantenido su ca­
rácter de misterio contradictorio. Ya en su dialéctica, Aristó­
teles llamaba la atención sobre las rupturas de identidad,
pues son estas las que generan debates: de la definición, que
especifica la esencia de los seres, a su identidad accidental
(la afirmación «Sócrates es calvo» indica algo totalmente ac­
cidental, que no es ni su esencia ni una propiedad del género
humano), se toman en cuenta otros tantos debilitamientos
del ser. Sea que tras la apariencia de una identidad se ocul­
ten lo propio, el género, la definición esencial o el simple ac­
cidente, de todas maneras hay aquí, de hecho, una grada­
ción que corresponde al debilitamiento creciente de las res­
puestas; en efecto, ya no se podría entender «A es B» como
una identidad estricta. Esto remite, para Aristóteles, a cua­
tro grandes clases de cuestiones (la esencia o definición, lo
propio, el género y el accidente), que son abarcadas y hasta
ocultadas por una cuestión como «¿Qué es X?», y su res­
puesta: «X es B» o, si se prefiere, «A es B». Las respuestas
son tributarias de lugares comunes, o topoi, que permiten
responder acerca de X aplicando lo que se sabe a lo que no se
sabe, transformando respuestas admitidas en respuestas
que se quiere hacer admitir, del tipo: Quien puede lo m ás
puede lo menos, Lo que vale para todo debe valer pa ra un
elemento del todo, S i los hombres se definen por ser m orta­
les, esto vale tanto para usted como para m í, etcétera.
En opinión de Aristóteles, pues, lo importante es despe­
jar bien las diferencias que hay tras las identidades ficti­
cias, como la homonimia, o tras aquellas que son sim ple­
mente formales, y distinguir entre identidad y diferencia; la
Historia profundiza la distancia entre estas y, por otro lado,
siempre cabe la posibilidad de confusión (consecuencia de la
represión problematológica, que disminuye).
Se advierte muy bien que esta teorización del logos conti­
núa impregnada de un gran optimismo resolutorio; pero la
Historia no va a detenerse y Roma va a dominar a Grecia,
como también al resto de la cuenca mediterránea. La retó­
rica tendrá que negociar el valor esencial del mundo anti­
guo, la identidad, identidad que flaquea y que es preciso

45
afirmar y reafirmar: esta es la función del cursus honorum,
el cual hace posible la evolución en la identidad de cada uno.
La retórica está al servicio de esa identidad evolutiva mos­
trando que, en cada fase, el individuo hace gala del ethos
que conviene. Cicerón, uno de los grandes beneficiarios del
ascenso social, será cónsul aunque no provenga de una fa­
milia aristocrática, cosa infrecuente en su época. Será tam ­
bién uno de los grandes teóricos de la retórica y conservará
esta condición durante toda la historia de la disciplina. Con
él, bien se percibe que el ethos, surgido en el corazón de la
retórica como la piedra angular de toda persuasión, pasa al
primer plano. El uso del logos se revela como el arte de ha­
cer valer en forma ejemplar la propia identidad, la excelen­
cia de lo que uno es y las virtudes que posee. En este despla­
zamiento de prioridad, que traerá aparejadas grandes con­
secuencias sobre la concepción de la retórica, es posible ver
la base de las diferencias entre la retórica griega y la retóri­
ca latina.
La retórica no está estructurada de la misma m anera
para Aristóteles que para Cicerón. Cuando una respuesta
se tom a problemática y la cuestión resurge, intacta, con dos
soluciones contradictorias por lo m enos, el discurso debe
subdividirse «en dos partes,8 pues hay que decir cuál es el
asunto de que se trata, y después demostrarlo [...]. Estas
partes son las propias del discurso: a lo sumo, un discurso
comprende un exordio, una proposición,9 una confirmación
y una peroración».10 Aristóteles oscila, de hecho, entre una
estructura binaria, «problematológica», que articula la ex­
posición de la cuestión y su resolución, y una estructura
más compleja en la cual, al lado de (1) el exordio, destinado
a despertar el interés del auditorio hacia esa cuestión, y de
(2) la conclusión, que debe hacerle saber a aquel que está
resuelta, el orador instala toda una estructura narrativa.
Los argumentos deben escindirse según el pro y el contra.
La 3isposición expone la confirmación de una tesis y la refu­
tación de la tesis contraria. En cuanto respecta a lo que
Aristóteles llama «proposición», abarca incluso a la narra­
ción, sea o no literaria. El exordio, por su parte, tiene la

8 «Es como si se estableciera la distinción de que una es la cuestión plan­


teada y la otra su demostración» (1414a; tr. fr. Ruelle).
9 Léase: «una proposición sobre la cuestión».
10 Aristóteles, Rliétorique, 1414a-6 (tr. fr. Dufour).

46
misión de volver interesante la cuestión, y cuando el audi­
torio se divide entre un interlocutor y un juez distinto de él,
debe partir «del orador, del auditorio, del asunto litigioso y
del adversario» (14146). Reaparecen así el ethos, el logos y el
pathos, el que habla, el que escucha, el que juzga (si no son
idénticos), y aquello de lo que se trata.
El exordio es muy importante porque no se está forzosa­
mente ante el tribunal, con un litigio que preexiste a la ar­
gumentación destinada a convencer a quienes deben resol­
verlo. Para los griegos, las situaciones son m últiples, las
cuestiones también, y habrá que ganarse la atención de los
demás. El exordio debe tener vinculación con los problemas
del interlocutor, con sus pasiones, a fin de captar su interés.
Para los romanos, en cambio, la subdivisión del discurso re­
tórico es un tanto diferente, debido a que la destinación re­
tórica suele hallarse predeterminada por un marco social o
político en el que se plantea ya una cuestión previa. Primero
está la invención (1); luego viene la disposición (2), en la
cual encontramos el exordio, la narración, la confirmación y
el epílogo; luego está la elocución (3), que comprende el es­
tilo y la forma; después vienen la memoria (4) de todo lo que
hay que decir y, por último, la acción propiamente dicha (5),
en la que se enuncia el discurso.11

«La invención se ejerce en las seis partes del discurso:


el exordio, la narración, la división, la confirmación, la re­
futación y la conclusión. El exordio es el comienzo del dis­
curso: él dispone y prepara la mente del oyente o del juez
para escuchar. La narración expone el desenvolvimiento
de los hechos tal como se produjeron o tal como pueden
haberse producido. En la división ponemos al descubier­
to los puntos de acuerdo o desacuerdo y exponemos aque­
llo de lo que vam os a hablar. La confirmación expone
nuestros argumentos haciendo constar las pruebas. La
refutación destruye los lugares de la argumentación con­
traria. La conclusión cierra con arte el discurso».12

En Roma, la inventio gobierna y absorbe a la dispositio,


subordinando el exordio, que en Aristóteles estaba primero.

11 Cicerón, De l’invention, I, 19.


12 Rliétorique á Herennius, I, 4.

47
¿Cómo se explica esta diferencia entre los griegos y los
romanos? La razón es simple: para los griegos, la í/etórica es
cuestión de hombres libres, de pares que no deben escuchar­
se forzosamente, salvo en el tribunal, donde el decorado se
halla instalado. Por consiguiente, antes que nada es preciso
captar la atención y el interés del auditorio, y solam ente
después se despliegan argumentos (¿nventio, heuresis, de
donde proviene la palabra heurístico). Según la concepción
de Aristóteles, tras haber suscitado el interés mediante una
adecuada exposición de la cuestión, hay que producir la res­
puesta: el logos es la piedra angular de esta división binaria
de la destinación retórica. En Roma no hay nada de todo es­
to. La sociedad está fuertemente jerarquizada, y, por lo tan­
to, el interés hacia el que habla está pautado por lo que debe
decir —sobre todo, por lo que puede decir—. Es decisiva la
posición social del orador, consecuencia de lo cual es que el
ethos se inscribe casi siempre en el marco de ciertas carre­
ras (cursus honorum) e instituciones. «La institución orato­
ria» —para tomar el título de la obra (Institutionis orato-
riae) en la cual, cien años después de Cicerón, Quintiliano
plasmó su gran síntesis de la retórica— se centra, de hecho,
en el modo en que se organiza la intervención del orador, y
debe ser considerada una institución entre otras. El discur­
so está ritualizado y se estructura en función de circunstan­
cias precisas, como las del tribunal, o como en política, cuan­
do el objetivo es obtener la aprobación de los conciudadanos;
tal es el papel que cumplen las elecciones, por ejemplo, para
ser nombrado cónsul o tribuno. Esta clase de acontecimien­
tos no requiere plantear un problema en la mente del audi­
torio, y tampoco captar su interés: las circunstancias insti­
tucionales cumplen este papel antes de que el orador tome
la palabra. Su arte no reside tanto en despertar interés por
una cuestión conocida o a cuyo respecto el oyente está ya
sensibilizado, sino en las respuestas, en la llamada inventio
o afte de desplegar los argumentos convenientes.
Como puede advertirse, la concepción de Aristóteles con
respecto a la humanidad del hombre retórico, el ethos, es
distinta de la que postulaban los romanos. Según el filósofo
griego, la discusión sobre el bien común es producto de las
diferencias de opinión entre hombres libres, iguales en este
aspecto, y de la necesidad de decidir qué es lo más útil, da­
das las divergencias de parecer que cada cual puede mani­

48
festar. En el ámbito latino, en cambio, lo decisivo para defin­
ir el funcionamiento de la retórica es la situación, el con­
texto, y no el discurso. El hombre es un ser retórico en vir­
tud de su ethos, que está diferenciado social y políticamente:
él debe justificar ante los demás el papel público que quiere
asumir o la causa que quiere defender. Este papel institu­
cional es determinante: juez, litigante, tribuno y tantos
otros. Se pasó así de un universo retórico centrado en el lo­
gos a un universo focalizado más bien en el ethos. Lo cual no
obsta a reencontrar, en estos dos universos, la tripartición
ethos-pathos-logos. En Aristóteles, el logos, lugar de la cues­
tión y de la respuesta (no teorizadas como tales), es el punto
de anclaje inaugural de la retórica y, bien compuesto, permi­
te al orador convencer a su auditorio. Esto explica que privi­
legie una estructura binaria para dar cuenta de la articula­
ción, estructura en la que el exordio inicia el proceder dis­
cursivo despertando el interés del otro por una cuestión.
Entre los latinos, en cambio, todo está atravesado y domi­
nado por la inventio. El exordio, que forma parte de ella, ha
de permitir resaltar el carácter (ethos) ejemplar o virtuoso
de quien propone una tesis. Vienen después los argumentos
propiamente dichos, la narración de los hechos, con el pro y
el contra (logos), mientras que el punto final será aportado
por el epílogo, cuyo propósito es retomar lo esencial del dis­
curso para dejar bien claro que el orador ha respondido efec­
tivamente al auditorio y ha tenido en cuenta sus emociones
(pathos). Sin embargo, el punto de anclaje del proceder dis­
cursivo es siempre el ethos, pues todo parte del orador: la
presentación de sí mismo, de sus valores, del modelo ejem­
plar que él encarna. Será apoyándose sobre tales valores,
positivos y compartidos, como un orador seducirá mejor a
sus «jueces». De manera concomitante, el auditorio se verá
movido a concluir que la cuestión —cuya existencia era pre­
via al encuentro— ha sido bien resuelta, puesto que el ora­
dor habrá producido, con su discurso, la mejor de las impre­
siones. Estos tres momentos cubren, respectivamente, el
pathos, el logos y el ethos.

49
4. La retórica en la época moderna
En el Renacimiento, cuando el modelo escolástico-teo-
lógico cede gradualmente el paso a la ciencia, se asiste a una
suerte de nuevo «milagro griego». La retórica renace. Al co­
brar la Historia una aceleración sin igual, el logos se meta-
foriza más y en lo sucesivo el estilo define a la retórica. La
dialéctica, dominada por la inventio, se transforma en arte
de inventar y pasa a ser finalmente un método de adquisi­
ción del saber, equivalente analítico de la retórica. Esta con­
vertibilidad encuentra su expresión más acabada en D es­
cartes y su famoso Discurso del método. En esta obra, Des­
cartes se afana en impugnar la retórica punto por punto,
desde el exordio hasta la elocución. Despeja así ciertos pre­
ceptos que cree necesarios para alcanzar resultados cien­
tíficos, los cuales son a su vez necesariamente verdaderos y
no ya, como sucedía en retórica, dudosos, simplemente por
ser problemáticos.

«Era el primero, no aceptar nunca cosa alguna como


verdadera que no la conociese evidentemente como tal, es
decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la preven­
ción y no admitir en mis juicios nada más que lo que se
presentase a mi espíritu tan clara y distintamente, que
no tuviese ocasión alguna de ponerlo en duda. El segun­
do, dividir cada una de las dificultades que examinase en
tantas partes como fuera posible y como se requiriese
para su mejor resolución. El tercero, conducir ordenada­
m ente mis pensam ientos, comenzando por los objetos
más sim ples y fáciles de conocer para ascender poco a
poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más
complejos, suponiendo, incluso, un orden entre los que no
se preceden naturalmente. Y el último, hacer en todas
partes enumeraciones tan completas y revistas tan gene-
Tales que estuviese seguro de no omitir nada».13

Examinada la fuente de estos cuatro preceptos, se ad­


vierte de inmediato que responden al afán de transformar

13 Descartes, (Euvres philosophiques, tomo I, AT, VI, 18, Garnier, 1963,


págs. 586-7. [El párrafo transcripto fue tomado de Descartes, Discurso del
método. Reglas para la dirección de la mente, tr. Antonio Rodríguez Huás­
car, Barcelona: Orbis, 1983, págs. 59-60. (N. de la 7?)]

50
cada etapa de la retórica en una regla de método muy pre­
cisa. Descartes transpone así la inventio, la dispositio, la
elocutio y la m em oria a estrictos procesos analíticos, que
dan por resultado la necesidad del resultado, en lugar de la
verosimilitud de las respuestas. Se afirma ahora como res­
puesta la afirmación excluyente de su contrario. Si se tiene
A, no-A es necesariamente falsa. La disolución de la dia­
léctica es total. La primera regla es muy clara al respecto:
ya no se debe admitir lo problemático, pues, según Descar­
tes, lo problemático se identifica con lo dudoso. La alterna­
tiva queda erróneamente asimilada a lo indecidible. En con­
secuencia, lo problemático debe ser completamente elim i­
nado. Es preciso hallar (inventio) aquello que constituye la
exacta respuesta, es decir, la respuesta exacta que lo hace
desaparecer. Este es en lo sucesivo el papel del método, y no
ya el de una retórica de resultados más que inciertos. Ahora
se trata de juicios que no tienen nada que ver con la interro-
gatividad, la cual ha sido confinada a los armarios de lo du­
doso; en efecto, se nos ha propulsado a un universo intelec­
tual regido por la autoafirmación fundadora de la afirma­
ción necesaria y excluyente: A sin posibilidad de tener no-A.
Tal es el criterio, tomado de la geometría, de la «respuesta».
El segundo momento es tan elocuente como el primero
respecto del objetivo perseguido por Descartes. La disposi­
tio es la formalización del pro y del contra; los argumentos
se dividirán según esta regla. Descartes traduce esto en su
método afirmando que conviene «dividir las dificultades».
El tercer momento es el de la formalización ordenada: en
el lenguaje cartesiano, la elocutio retórica corresponde a un
orden del discurso que va de lo simple a lo complejo, lo cual
permite observar el trayecto de la solución ofrecida. Se ha
pasado así de la exigencia de dar pruebas de estilo, típica del
campo retórico, al estilo que exige la prueba, típico de la de­
mostración matemática. Este papel le está reservado a la
síntesis, que desde Pappus y Euclides sirve para exponer los
resultados. Se los reordena de tal modo que aparecen sos­
teniéndose por sí solos, como ocurre en los m anuales de
estudio de las ciencias exactas.
En cuanto al cuarto momento, el de la enumeración, se lo
encuentra tanto en la retórica como en el Discurso del m é­
todo; curiosamente, Descartes expresa aquí que, al rehacer
el camino recorrido, no debe omitirse nada. Se trata de una

51
exigencia sorprendente, por cuanto es puramente psico­
lógica, como la memoria. Esto sólo puede comprenderse si se
admite que Descartes escribió su Discurso con aquellos mo­
mentos de la retórica que tenía todo el tiempo presentes. Si
tantas interrogaciones suscitaron estas reglas cartesianas
de número arbitrario y exigencias a veces insólitas (po­
dríamos imaginar otras), es porque se perdió de vista que
constituían el equivalente racionalista del procedimiento
dialéctico. Con la inventio se corresponde la certeza de los
resultados (demostración en el sentido analítico); con la dis-
positio, la división de los argumentos; con la elocutio, una
organización sintética que debe reemplazar a la exposición
teórica, y con la memoria, la enumeración, entendida ahora
en el sentido matemático de recuento del todo y de las par­
tes de la demostración.
Esto completa el movimiento de cientifización de la dia­
léctica iniciado un siglo antes por Pierre de la Ramée, quien
la separó completamente de la retórica. Privada de su logos
argumentativo, así como de su ethos —que el humanismo
abandonará a las reglas religiosas y luego a la moral filosó­
fica—, la retórica que pervive se reduce cada vez más, en la
época clásica, al pathos. En vez de identificarse con lo meta­
fórico y con las figuras, el logos lo hará con la expresión de la
relación con el otro (así sea lo divino). En el mundo antiguo,
este papel primordial lo cumplía el ethos.
En el Renacimiento, la sociedad ve objetadas cada vez
más sus jerarquías. Lo que se tambalea no es la virtud tal
como debe concebírsela, ni el papel social que corresponde a
cada uno: devienen codificados tanto la moral religiosa
como los roles sociales. Las diferencias marcadas por la
H istoria afectan m ás bien al hombre en su Yo profundo
(Pascal, La Rochefoucauld), extendiéndose a las relaciones
que entablan los seres entre sí a través de sus variadas pa­
siones (Hobbes) y a las que mantienen con Dios. Desde aho-
raTlas relaciones con el prójimo, las pasiones egoístas y
destructivas, el vínculo con la imaginación (Hume), se vuel­
ven problemáticos. Las identidades, así como las respuestas
que las definen, ven fijados sus contornos por la sociedad
monárquica. Donde hay efectivamente discusión es en el
plano de las diferencias: entre el hombre y Dios, entre unos
hombres y otros a través de sus pasiones, y las que vinculan
a los hombres con lo real que los afecta. El pathos es, ante

52
todo, relación con el gran otro, que es Dios. ¿Cómo creer en
él —pregunta Pascal—, cuando carezco de pruebas absolu­
tas a su respecto y sólo puedo apostar sobre su existencia?
¿Cómo vivir con los otros —pregunta Hobbes—, si quieren
dominarme o buscan mi muerte? ¿Cómo transigir con mis
pasiones, si desde los albores del cristianismo ellas encar­
nan lo prohibido? Recordemos que, a partir de San Agustín,
las grandes pasiones, vale decir, el deseo carnal, el afán de
poder y la búsqueda de riquezas, quedan asociadas al peca­
do original. Es preciso renunciar y arrepentirse. Si el hom­
bre de fe quiere que se lo ordene sacerdote, debe hacer ade­
más voto de castidad, humildad y pobreza. Miradas de cer­
ca, estas tres pasiones expresan la relación con uno mismo,
con el otro y con el mundo. El deseo que nos arrastra domina
todo nuestro ser y desvirtúa nuestra esencia; el afán de po­
der desnaturaliza la relación con el prójimo; por último, la
búsqueda desenfrenada de dinero pervierte la relación con
el mundo. En el Renacimiento, esta herencia cristiana se
imprime aún en las conciencias y deja su marca en el ethos,
el pathos y el logos. Puesto que las pasiones desnaturalizan
cualquier relación justa, es sin duda el pathos el que apare­
ce como factor clave. Puesto que los individuos se ven enca­
denados a un rol ya establecido, tienen prescripto el ethos, y
así sucede también con el logos, desde el momento en que se
lo subordina al papel social de cada cual. La edad clásica,
por otra parte, será dominada cada vez más por las pasio­
nes, que el lenguaje de corte deberá neutralizar. Sin embar­
go, el lenguaje figurativo, sometido a una metaforización
creciente a causa de una mayor aceleración de la Historia,
pasará a ser objeto de estudio por sí mismo, primero con Du-
marsais (1730) y más tarde con Fontanier (1820). Una vez
superados los caprichos de los juegos cortesanos, la retórica
resurgirá en el corazón de las manifestaciones pasionales.
El orden social tiende a inmovilizar a seres (ethos) y concep­
tos (logos), por lo cual la única variación permitida es la
reacción contra este orden a través de su instauración (Hob­
bes) o de su contestación. Subsisten, desde luego¡ el consen­
timiento argumentado y, por encima de todo, la manera en
que cada cual elige encomendarse a Dios (Pascal). Una retó­
rica específica, jesuita llegado el caso y de todos modos ba­
rroca, reorientará las pasiones en provecho de la fe (Gra-
cián). He aquí todo el arte de la prédica y de la arquitectura

53
barroca. Empero, sea lo que fuere de todos estos casos
paradigmáticos, el pathos aparece como el electrón libre de
esta retórica, como el elemento sobre el cual se puede ac­
tuar, porque él es el que traduce las diferencias permitidas.
Gracias al p a th o s, la Historia inscribe de nuevo la dife­
rencia en lo humano.
La retórica moderna hará, pues, de lo pasional el eje de
su proceder, aun cuando muchas veces esté oculto, inconfe-
sado, y se exprese siempre de manera indirecta. Al comien­
zo, por otra parte, el par de lo figurado y lo literal traduce la
oposición entre el decir que disimula y el decir que anuncia
el color. En el centro de las controversias políticas, de Ma-
quiavelo a Rousseau pasando por Hobbes, esta dicotomía
suscita la cuestión sobre lo que justifica el sentimiento de
confianza. ¿Cómo confiar en el otro, si puede disimularse y
engañarme? Hay que analizar entonces su discurso y sobre
todo preguntarse, de la manera más general posible, de qué
modo el discurso separa lo esencial de lo accesorio y de qué
modo es vehículo de su distinción (Port-Royal). ¿No se es­
conde Dios mismo al revelarse? En todo caso, no será sino
por el sesgo de este dualismo que se afirmará la figurati-
vidad como la piedra angular del discurso de las pasiones y,
poco después, de la retórica. De Port-Royal a Lamy, y poste­
riormente de Lamy a Fontanier, junto a un ethos vaciado en
el bronce de los roles sociales y de la religión, se tendrá un
logos que acabará por estereotiparse, al reducirse cada vez
más a eruditas figuras de estilo que serán estudiadas enton­
ces por sí mismas. A partir del Renacimiento, cuando las pa­
siones sean equiparadas a intereses racionales (Adam Smith
y el nacimiento del homo economicus) o aceptables, el p a ­
thos, que dominaba a la retórica, perderá este papel. De ma­
nera concomitante, tales pasiones se verán rehabilitadas a
título de componentes positivos de la naturaleza humana.
Surgidas del campo de la retórica, participarán de pleno de-
reclio en el de la política, la economía o la psicología. Las
tres dimensiones a que nos referimos sucumbirán así a la
Historia, al menos como elementos fundadores de una retó­
rica posible. El optimismo de la Razón instaurado en el siglo
XVIII tendrá el efecto de eclipsar toda forma de retórica; así
será hasta la segunda mitad del siglo XX, momento en el
cual ella renacerá poco a poco, a la sombra, ciertamente, del
relativism o y del escepticismo, que perduran aún como

54
herencia saludable de los totalitarismos que dieron lugar a
las dos guerras mundiales.
Interroguémonos ahora sobre la retórica inglesa, que ad­
quirió orientación propia con Campbell (1776) y W hately
(1828). Cuando Campbell escribe su Philosophy ofR heto-
ric,14 tiene a Hume sobre su mesa. Al empirismo no le resul­
ta fácil explicar las ideas vinculadas a la imaginación, y lo
mismo le sucede con las pasiones, que derivan de sensacio­
nes pero no se reducen a ellas. Campbell toma de Hume sus
concepciones sobre la creencia y la probabilidad, y las aplica
a la persuasión. Con Whately, arzobispo anglicano, la pers­
pectiva se modifica. En sus Elements ofRhetoric15 se adivina
al hombre de Iglesia habituado a predicar a sus corderos. Es
más sensible que Campbell a la argumentación y se intere­
sa más que este en la elocución y el estilo. En relación con
Whately, y coincidiendo con su prologuista moderno Dou-
glas Ehninger, se llegó a hablar de retórica eclesiástica,
pues se trata de pasar de premisas reveladas a conclusiones
que deben parecerle evidentes al auditorio. La lógica pone a
prueba la validez de los argumentos; la retórica los inventa
y, sobre todo, los acomoda para impresionar mejor. Mientras
que la influencia de Hume sobre Campbell es evidente por
el modo en que apela a los hechos y a las relaciones de espa­
cio y tiempo en los nexos argumentativos, así como a la cre­
dibilidad de los signos ofrecidos por el orador, Whately se
apoya ante todo en la noción de testigo y de testimonio, así
como en la presunción de existencia, consecuencia todo ello
de su óptica religiosa.
Si buscamos puntos comunes entre esta retórica inglesa
del siglo XVIII y la del siglo XIX, hallaremos el credo empi-
rista, tanto el que se aplica como aquel contra el cual se
reacciona. Este credo parece imposibilitar cualquier forma
de retórica, y con mayor razón cuando es religiosa. De ahí el
desafío que estos dos autores decidieron aceptar. Puede
añadirse que Campbell está más cerca de Aristóteles como
Whately lo está de Cicerón, aunque con fines diferentes.

14 Reeditado por Lloyd Bitzer, Southern Illinois Press, 1963.


15 Reeditado por Douglas Ehninger, Southern Illinois Press, 1963.

55
5. Las retóricas del siglo XX
Hubo que esperar a la década de 1950 para que la retóri­
ca y la argumentación —la antigua dialéctica— resurgie­
ran. Como de costumbre, ciertos autores privilegiaron el
ethos, algunos el logos y otros el pathos. Pero, a la inversa
del mundo antiguo, en el que el ethos fue el objeto de todas
las atenciones, o del mundo moderno, ocupado sobre todo en
el pathos, en la relación con el otro, el llamado «mundo con­
temporáneo» se interesó en teorizar más que nada el logos.
El monopolio de la lógica y de la ciencia no fue ajeno a esto.
La distancia creciente entre las palabras y las cosas, fruto
de la aceleración de la Historia, tampoco.
El éxito de los análisis del lenguaje preparaba este re­
surgimiento. En efecto, una de las características relevan­
tes del siglo XX, más allá de las revoluciones científicas que
conoció en su transcurso, fue el papel preponderante cum­
plido por el lenguaje. El estructuralismo lo convirtió en ma­
triz de las ciencias humanas, etnología incluida; mucho an­
tes, sin embargo, y tras los filósofos vieneses y alemanes, ya
el pensamiento anglosajón se había preocupado por estu­
diar las significaciones y la estructura del lenguaje lógico,
así como del lenguaje corriente. Estamos pensando en Witt-
genstein, pero también en todos aquellos de sus continuado­
res que, desde Oxford hasta Berkeley, se interesaron en el
lenguaje con el fin de estudiar el pensamiento. En lugar de
reducir este último a la condición de tema fundador y origi­
nario, pero empíricamente inaccesible, prefirieron concen­
trarse en aquello que, producto del pensamiento, podía ob­
servarse: el lenguaje utilizado por los hombres. Mucho an­
tes de Foucault, este tipo de análisis tomó nota de la muerte
del sujeto, de aquel sujeto concebido a partir de Descartes
como una mancha ciega y originaria, como un mirón invisi­
ble que permite reflexionar acerca de todo menos de él mis-
mo^con el consiguiente riesgo de extravío en la reflexión in­
finita sobre sí. Los pensadores del lenguaje se ocuparon de
lo que vincula a los hombres entre ellos y con el mundo, esto
es, el lenguaje y la palabra, el decir y lo dicho, la verdad y su
enunciación. La Historia, al acelerarse, extendió aún más,
en efecto, la distancia entre el hombre y lo real. Nuestros
pensamientos ya no bastan para descifrar los secretos del
mundo, y pensar el pensamiento no da lugar ahora más que

56
a lo subjetivo. Lo único que del pensamiento del hombre se
mantuvo objetivo, es decir, lo único accesible a todos de la
misma manera, es el lenguaje. Aún había que inquirir sobre
lo que este provee acerca de la exterioridad de las cosas tan­
to como de la interioridad del hombre. Se habló entonces de
referencia para aludir a lo que los signos denotan; de semio­
logía, para la implementación de los diversos códigos de em­
pleo, y de uso, para captar el significado de las palabras en
los múltiples contextos de sentido. En suma, fueron Frege,
Peirce y Wittgenstein, y sus continuadores, quienes nos re­
cordaron que el sentido de las palabras y su uso tienen final­
mente algo de más universal y, científicamente hablando,
de preferible, cuando se trata de dejar a un lado la fluctuan-
te y caprichosa subjetividad. A finales del siglo XIX, esta
última reemplazó al sujeto puro, cartesiano, kantiano, que
lo ve todo salvo a sí mismo, pues no puede convertirse en su
propio objeto sin disolverse como sujeto.
Aún se estaba lejos de un resurgimiento cualquiera de la
retórica. Por el contrario, la idea de significación unívoca,
susceptible de ser codificada por el formalismo lógico, se
oponía al reinado de la ambivalencia del cual se habían nu­
trido los rétores y que los teóricos de la retórica habían pro­
fundizado. Además, en esa época el clima era apenas pro­
picio para la discusión contradictoria. El marxismo y el fas­
cismo se habían repartido la primera mitad del siglo, antes
de que se tuviera el recaudo de denunciar, por fin, su san­
guinaria barbarie. Los intelectuales del siglo XX no fueron
afectos a la retórica, obnubilados como estaban por las có­
modas certezas de la ideología. En cambio, cuando estas úl­
timas se hundieron en los hedores de la muerte de masas, la
muy desacreditada retórica volvió a ser el arma a utilizar en
debates al fin posibles, así como el instrumento de quienes
preferían las incertidumbres de la apertura intelectual an­
tes que el mortal encanto de las ideologías totalitarias. Ca­
bría hablar, incluso, de un «viraje retórico», con Habermas y
Perelman, Eco y Gadamer, junto al «linguistic turn» que,
con Russell y Wittgenstein, había marcado al pensamiento
anglosajón a comienzos de siglo.
Cuando se habla precisamente de este siglo XX, forzoso
es comprobar que la mayoría de los teóricos optaron por pri­
vilegiar el logos, lo cual, dado el papel que se le otorgó, como
se dijo poco antes, al lenguaje, no tiene nada de sorpren­

57
dente. Este es el caso tanto de Perelman como del Grupo |x,
con quienes se asocia en general la renovación de la retó­
rica. Mas no hay retórica real sin ethos ni pathos, y tampoco
sin disociación entre retórica y argumentación. Esto no fue
óbice para que Perelman asentara su concepción en el logos
o asimilara la retórica a la argumentación, como si la dife­
rencia entre ambas no fuera significativa. Toulmin hizo lo
mismo en nombre de un enfoque aún más logicista que el de
Perelman, aunque, en su caso, más interesado por lo recto,
el ethos, y también por el papel del auditorio, el pathos. Lo
que particulariza a las retóricas de nuestra época es, preci­
samente, el retorno de cada una de esas dimensiones que
son el ethos, el pathos y el logos, cada una de ellas con sus
teóricos. Así como el logos parece haber ocupado un lugar
preponderante, también el pathos y el ethos tuvieron sus
propios especialistas. Con el logos, siempre la piedra angu­
lar de la disciplina, se tiene además la posibilidad de privile­
giar ya sea una teoría de la retórica por sobre una teoría de
la argumentación, ya sea lo inverso. Esto explica la riqueza
de las teorías que florecieron entonces.
Para dejar bien claras las ideas, recordemos algunas de­
finiciones que no fueron, por fuerza, las de los autores que
vamos a considerar, pero que permiten, no obstante, articu­
lar y comprender las diferencias entre ellos y el lugar que
ocuparon en ese siglo XX.
No hay retórica sin un lazo ethos-pathos-logos, orador-
auditorio-lenguaje, sea este último escrito u oral, verbal o
visual. La retórica misma es la negociación de la diferencia
entre individuos acerca de un tema [o sujeto] dado. Hay una
cuestión que los opone y, por otra parte, respuestas que los
vinculan. Cuando este vínculo prevalece sobre las demás
consideraciones, estamos en la retórica stricto sensu, en la
retórica como procedim iento. Cuando, por el contrario, lo
que aparece como más esencial es la oposición, importa más
laTuestión que divide, y entonces estamos en la argumenta­
ción (en este punto, es preciso distinguir la retórica como
procedimiento de la retórica como disciplina, de la cual for­
ma parte la argumentación). Un límite extremo, podríamos
decir, lo constituye el género epidíctico, en el cual el proble­
ma reside en actuar como si no hubiera ningún problema,
según sucede en la cortesía neutralizante de la vida cotidia­
na. Se trata aquí de pura retórica, pues lo que se busca no es

58
convencer sino agradar, y, sobre todo, no fastidiar al interlo­
cutor abordando cuestiones que podrían resultar espinosas.
No hay, en este caso, argumentos. El otro límite está dado
por una situación en que la cuestión es explícita, se halla
sometida al debate contradictorio, y es necesario salir de es­
te debate de una u otra manera: es el caso de la argumenta­
ción judicial. Acabamos de mostrar en qué consiste la dife­
rencia entre retórica y argumentación, aunque sabemos
que hay casos mixtos, como en política, en que argumentar
y agradar se entremezclan.
En el fondo, hay dos maneras de afrontar un problema:
eliminándolo mediante lo que parece ser una respuesta o, al
contrario, debatiendo explícitamente sobre la cuestión en
juego.
Recordemos la primera situación: se finge que la cues­
tión está resuelta, dado que se aporta la solución. Esto es
ilusorio, desde luego, ficcional incluso, pero puede resultar
convincente y seductor. Ello explica la imagen de la retórica
como arte de la falsa apariencia, como manipulación de las
mentes. Se presentan ideas y hasta argumentos en favor de
una cuestión con la pretensión de que estas ideas o razones
la resuelven sin mencionarla, sin plantearla de modo explí­
cito e incluso obrando sobre el subconsciente que se la plan­
tea, que nos la plantea. Con la argumentación sucede lo in­
verso, pues, antes que bajo la alfombra, ella pone la cuestión
sobre la mesa.
Sospechamos que aquí está todo lo que opone la retórica
a la dialéctica, a la argumentación. Son los dos ángulos por
los cuales se aborda el problema que separa al orador del in­
terlocutor, del lector o del espectador. De hecho, aquí está to­
do lo que distingue a la publicidad, aunque también a la li­
teratura, del proceso judicial, en que uno de los contendien­
tes defiende expresamente lo que el otro ataca. Las dos par­
tes en litigio encarnan la alternativa, y el problema es claro
y explícito.
En cuanto a la retórica como conjunto de procedimien­
tos, ella oculta el problema obrando como si estuviese re­
suelto: presentando de la manera m ás elegante posible
aquello que lo suprime. Cumplen este papel, entre otras,
ciertas figuras que operan como si la cuestión hubiese desa­
parecido en provecho de la respuesta, como si todo lo proble­
mático se hubiese esfumado, como si no se planteara o hu­

59
biera dejado de plantearse: así sucede en la publicidad. To­
memos el ejemplo del elogio fúnebre, de la «oración» y del
«sermón», que nos dan la oportunidad de lanzarnos a gran­
des despliegues retóricos. ¿Qué se espera de un elogio seme­
jante sino que borre, precisamente, todo cuanto pudo haber
de problemático en el personaje al que acaban de enterrar?
El discurso convencional consiste sólo en hablar bien de él,
en lamentar su pérdida por esta m isma razón: nadie está
ahí para escuchar planteos en su contra. Las figuras de esti­
lo apuntan a exaltar lo no problemático, y por este motivo el
problema del elogio fúnebre reside en que no se menciona
ningún problema. Todas las cuestiones son tratadas en esta
oportunidad m ediante respuestas destinadas a destacar,
así sea de un modo exagerado, con estilo ampuloso, las cua­
lidades del difunto, como si estas no hubiesen dejado tras de
sí dificultades ni vestigios, como si, contrariamente a la ma­
yoría de las cualidades humanas, no hubiesen presentado
ninguna ambivalencia. Las cuestiones concernientes al di­
funto sólo son «citadas» a través de aquello que las resuelve,
para ventaja postuma de aquel.
Aunque el discurso literario sea más problemático que el
elogio fúnebre e incluso apele a una mayor enigmaticidad
de los personajes y las situaciones, afectando así a la propia
narración, lo problemático enjuego no es puesto en escena
como en el tribunal de justicia —ni siquiera en las trage­
dias—, pues se m anifiesta en respuestas y por medio de
ellas, cualesquiera que sean las cuestiones explícitas que
por otro lado encontremos en ese discurso. Aquello de lo cual
es cuestión se enuncia no como cuestión, sino a través de
determinados atributos singulares que formarán la trama
del relato y lo volverán eminentemente concreto. Esto ex­
plica el papel que, con frecuencia, cumple la verosimilitud
en la composición de las respuestas, a fin de que estas no
planteen problemas en la mente del lector. Tal es el precio a
pagar por el acuerdo de este, por su captura intelectual y
estética.
En síntesis, y volviendo a nuestra cartografía del siglo
XX, el ethos, el pathos y el logos van a distribuirse en teorías
que privilegian en un caso la retórica, en otro la argumen­
tación, sin perjuicio de reducir la una a la otra, así como de
hacer depender el ethos y el pathos del logos; por ejemplo,
cuando es el logos el que sirve de punto de anclaje a la teoría

60
considerada. Así pues, los grandes ejes de la retórica del si­
glo XX no son tres, sino seis. Se trata aquí de dominantes,
dado que la preeminencia del logos no impide articular el
ethos sobre él, ni hablar de retórica adoptando el punto de
vista argumentativista. Se observa con frecuencia una im ­
bricación de la retórica y la argumentación; es el caso, por
ejemplo, de Ducrot, cuyo punto de vista es más bien retórico,
aun cuando él considera que su enfoque forma parte de la
teoría de la argumentación: en efecto, no le preocupa anali­
zar cómo se hace para convencer al otro. Perelman hacía lo
inverso al hablar de «nueva retórica» cuando trataba, en
realidad, de argumentación.

Cuadro 3. Autores m ás relevantes y fechas significativas de sus


obras principales.

ethos logos pathos

Retórica K. B urke (1950) D. D ucrot (1972) I. Richards


Grupo |i (1970) (1936)
La retórica
norteam ericana
(G. Weaver,
1950)

A rgum entación Teoría de la C. Perelm an H. Gadam er


com unicación (1958) (1960)
y de los actos de y la
lenguaje (J. herm enéutica.
Searle, 1969) y S. Toulmin Teoría de la
de la dialéctica (1958) recepción
p rag m ática (H. R. Jauss,
(F. Van 1972;
E em eren y R. W. Iser, 1976)
G rotendorst,
1983)

J. H aberm as
(1981)

Examinemos a continuación los puntos sustanciales de


este cuadro.

a) I. Richards y la Philosophy ofRhetoric (1936) -

En la década de 1930, bajo la influencia de Russell y Witt-


genstein, se observó el interés por reconsiderar la teoría del

61
sentido, lo cual condujo, pese a cierto logicismo de partida, a
poner en primer plano el lenguaje natural. La brecha es­
taba abierta: ¡no todo lenguaje es lógico, ni mucho menos!
Hay otros lenguajes posibles. La cuestión no reside en saber
si es engañoso, como pensaban los cartesianos, o si concuer­
da con la Idea; lo que importa es, simplemente, estudiarlo
por lo que es, aunque sólo sea para dar cuenta de esta doble
posibilidad.
El primer indicio de rehabilitación del lenguaje natural
—al que se atribuía, sin embargo, falta de rigor— provino,
pues, del mundo anglosajón, en este caso de Richards, quien
publicó en 1936 una Philosophy ofRhetoric. No se trataba,
según él, de analizar el lenguaje —ya lo había hecho, con
Ogden, en M eaning ofM eaning, de 1923— , sino de explicar
el pluralismo del sentido, fuente de todos los conflictos deri­
vados de la multiplicidad de interpretaciones y que consti­
tuirían otros tantos malentendidos. Para Richards, en efec­
to, la retórica es «el estudio del malentendido (m isu n d er-
standing) y de su resolución».16 No estamos aquí ante una
teoría del lenguaje, sino más bien ante la recepción de fra­
ses y palabras que cada cual puede interpretar de manera
contradictoria. La concepción de Richards no se apoya tanto
en lo que cada cual sabe acerca del lenguaje natural, cuyo
estudio no corresponde a la retórica, sino en el papel que
cumple el sujeto que interpreta. La recuperada polisemia
permite comprender el hecho literario y la vivencia sub­
jetiva, que es siempre plural y va de la mano de la multipli­
cidad del sentido inherente a la utilización de una lengua
natural. De un modo bastante particular, Richards ve en la
retórica la posibilidad de eliminar no la pluralidad de signi­
ficaciones, sino los malentendidos que ella origina. Todo el
peso de la retórica descansa, pues, sobre el rol del auditorio,
del pathos, frente a un logos que ha pasado a ser lengua de
todos los días. La retórica es la respuesta a la prosa cotidia­
na, aquello que preside el lenguaje cuando este no es refe-
rencial, como sucede en el caso del discurso lógico-científico.
Y tampoco hay retórica sin ethos: evitar el malentendido, re­
solverlo, es una tarea casi moral, destinada a posibilitar un
mejor entendimiento entre los hombres, y no simplemente a
descifrar sus intenciones. Ahora bien, como toda teoría de la

16 I. Richards, Philosophy ofRhetoric, Oxford, 1936, pág. 3.

62
interpretación, la perspectiva adoptada por Richards está
dominada, de todos modos, por el pathos.

b) C. Perelman y el Tratado de la argumentación (1958; es­


crito en colaboración con L. Olbrechts)

La gran revolución en retórica durante el siglo XX fue,


en opinión de todos, la que produjo Chaim Perelman. En los
siglos venideros, se lo leerá como se lee aún a Cicerón o a
Quintiliano.
Perelman fue, en efecto, el primero en mucho tiempo que
le devolvió a la retórica todos sus títulos de nobleza. A dife­
rencia de lo que se hizo en general a partir de Dumarsais, él
no la circunscribe al uso estilístico, epidíctico, ni al lenguaje-
ornamento del cortesano y de los manipuladores de toda la­
ya. Para él, la retórica es la Razón en acción, pero al margen
de los sistemas formales de la ciencia. Esta racionalidad es­
capa al ideal logicista que con demasiada frecuencia se pre­
tendió calcar de la lengua corriente —lengua cuya riqueza
de empleos está siempre enjuego—, en nombre de una uni­
vocidad que sólo podría ser puramente formal. Según Perel­
man, pues, el gran enemigo es el positivismo lógico, el de
Carnap, por ejemplo, quien se empeña en regimentar la len­
gua natural por medio de un grillete de símbolos de signifi­
cación estereotipada, símbolos que para ser dichos y com­
prendidos remiten otra vez a la lengua natural.
Hay otras inferencias además de las lógicas, y aunque lo
mismo ocurra con ciertas racionalidades, ellas no son ilógi­
cas por eso. Los criterios de adhesión son múltiples; son ra­
zones que a su vez tienen sus motivos. Estos argumentos
pueden ser más o menos débiles, más o menos fuertes, y no
obstante hacen actuar y creer. Es razonable suscribirlos
aun cuando adherir a ellos no sea racional, es decir, otra
vez, lógico, científico. Esto es lo que ocurre con la «lógica» del
discurso filosófico: se compone de argumentos, de razona­
mientos, pero que lo son, evidentemente, en un sentido dis­
tinto de los que hallamos en Newton, por ejemplo. Cuando
Descartes «prueba» el Cogito, no se trata de una prueba en
el sentido en que Newton prueba las tres leyes fundamenta­
les de la mecánica racional. Sin embargo, Descartes argu­
menta y ofrece razones para afirmar: «Pienso, luego soy».

63
A juicio de Perelm an, la retórica tiene una definición
precisa:

«El objeto de esta teoría es el estudio de las técnicas


discursivas que permiten provocar o incrementar la adhe­
sión de las m entes a las tesis presentadas a su asenti­
miento».17

Aunque Perelman invoque al auditorio, este se halla tan


subordinado como el orador a la consideración de los argu­
mentos, los cuales son objeto de un análisis detallado. El lo­
gos es el punto de anclaje de su concepción. No hay pathos
que sea pasional o apasionado; no hay orador cuyo carácter
haya de ser más importante que los argumentos mismos y
hasta el punto de que sea estudiado por derecho propio. En
cuanto a la retórica, esta se filtra en la argumentación sim­
plemente porque, para Perelman, las figuras son amplifi­
cadores o tan sólo marcadores de la presencia, y la función
de esta es acentuar la fuerza de un argumento. «La elección
de ciertos elementos a considerar y que son presentados en
un discurso los sitúa en el primer plano de la conciencia y, de
este modo, les confiere una presencia que impide descuidar­
los [...]. La presencia actúa de manera directa sobre nues­
tra sensibilidad [...]. Lo que determina la relación entre la
retórica como arte de persuadir y la retórica como técnica de
expresión literaria es el recurso a los efectos de lenguaje y a
su capacidad evocadora».18 Si la figura presenta fuerza
argumentativa, es porque enfatiza y singulariza, porque
pone en evidencia y sensibiliza. Sin esta fuerza argumenta­
tiva, «la figura [no] será percibida [más que] como ornamen­
to, como figura de estilo. Podrá despertar admiración, pero
en el plano estético».19 En síntesis, se trata de hacer ver. Pe­
relm an toma el ejemplo de la «mano invisible» de Adam
Smith, que ilustra la armonía subyacente entre el interés

17 C. Perelman y C. Olbrechts-Tyteca, Traité de l ’argumentation, PUF,


1958, pág. 5. [Tratado de la argumentación. La nueva retórica, Madrid:
Gredos, 1994. Fragmento traducido conforme a la transcripción del autor.
(N .delaT .)]
18 C. Perelman, L’empire rliétorique, Vrin, 1977, pág. 50. [El imperio re­
tórico. Retórica y argumentación, Bogotá: Norma, 1997. Fragmento tradu­
cido conforme a la transcripción del autor. (N . de la T.)]
19 Traité, pág. 229. Udem.\

64
individual y el interés colectivo: se trata de una acción ocul­
ta que la metáfora hace volver a la superficie como si un ac­
tor real efectuara, a escondidas, la síntesis de esos dos tipos
de interés que las circunstancias parecen oponer. Pero esto
es tan sólo una metáfora, y Perelman se dedica a otras figu­
ras. Algunas son típicamente argumentativas, como la con­
cesión («Le concederé que. . ., pero. . .»), que sirve para ate­
nuar la oposición, o la prolepsis, que anticipa una oposición,
un argumento contradictorio que es objeto de refutación
(«Me dirá usted seguramente que. . ., pero eso no se sostiene
porque. . . »). Otras figuras parecen m ás resistentes al
reduccionismo perelmaniano, lo cual no le impide expli­
carlas por ese mismo deseo de tener un efecto de presencia
para el orador: la onomatopeya, por ejemplo, acentúa los
efectos de la cosa por el sonido que produce («El auto, al es­
trellarse, hizo crash»), lo mismo que la repetición («Guerras,
guerras, guerras, los hombres sólo saben pelear»). En cuan­
to a las figuras que escapan a esta función de «hacer ver», de
hacer presente, ya no corresponden a la argumentación sino
a la pura puesta en forma retórica, lo que se llama «estilo»,
que no interesa a Perelman. Él sólo se interesa por la argu­
mentación en cuanto forma ampliada de la Razón y de la ra­
cionalidad.
¿Cómo puede transformarse el logos en razón razonable?
Perelman distingue, a este respecto, dos grandes tipos de
vínculo: la asociación de las nociones y su disociación o, si se
prefiere, la identidad y la diferencia. Se trata de poner en
relación conceptos cuyo vínculo no es por fuerza aparente o
evidente, y en el cual el argumento sirve de pasarela o de
criterio de pasaje. El orador crea la evidencia de este pasaje
y suscita de este modo la adhesión a lo que de él resulta:

«Los argumentos se presentan, unas veces, en la for­


ma de una ligazón que permite transferir a la conclusión
la adhesión prestada a las premisas; otras, en la forma de
una disociación orientada a separar elem entos que el
lenguaje o una tradición reconocida ligaron antes entre
sí. [. . .] Examinaremos tres tipos de ligazones: los argu­
mentos cuasi lógicos, los argumentos fundados en la es­
tructura de lo real y los que fundan esta estructura. Los
argum entos cuasi lógicos son aquellos que comprende­
mos comparándolos con el pensamiento formal, de natu­

65
raleza lógica o matemática. Pero un argumento cuasi
lógico difiere de una deducción formal por el hecho de que
presupone siempre la adhesión a tesis de naturaleza no
formal, únicas que permiten aplicar el argumento. Los
argumentos fundados en la estructura de lo real se basan
en las ligazones que existen entre los elementos de lo
real, como relaciones de causalidad. Los argumentos que
fundan la estructura de lo real son aquellos que, a partir
de un caso particular conocido, permiten establecer un
precedente, un modelo o una ley general».20

Los argumentos cuasi lógicos son aquellos que apelan a


la forma (contradicción o incompatibilidad, identificación o
definición, transitividad o probabilidad, etc.), pero que en
realidad recaen sobre el fondo, sobre un contenido respecto
del cual solicitan la adhesión. Sirven para hacer pasar argu­
mentos, como si la forma sola fuera pertinente: «Un céntimo
es un céntimo»* es una tautología que nadie pensaría en ob­
jetar. La identidad proclamada no autoriza la contestación.
Pero, ¿qué quiere decir el orador? No hay nada analítico en
esta expresión. Es necesario ahorrar y dar importancia a la
menor suma de dinero, y sobre todo no descuidar lo que pa­
rece insignificante, pues no lo es. Este argumento no tiene
nada de analítico, y como puede considerárselo refutable, la
puesta en evidencia de una verdad cuasi formal, es decir, de
una identidad aparentemente lógica, facilita la conclusión
transmitida pues no hay en ella ninguna tautología. Tam­
bién lo cómico es retórico, dado que subraya la oposición. La
incompatibilidad suele ser utilizada argumentativamente:
la cuestión de confianza respecto de un proyecto de ley
transfiere sobre el jefe de gobierno el rechazo de la propo­
sición, lo cual no tiene nada de lógico, pero parece serlo. Se
trata, en realidad, de un argumento de naturaleza política.
Hay incompatibilidad entre el mantenimiento en el poder
dé quien hace la proposición y esta en sí misma: se argu­
menta para votar en favor evaluando la contradicción a la
que el Parlamento se expondría si votara en contra. La pro­

20 C. Perelman, L'empire rhétorique, págs. 64-6. [Idem.\


* En el original, «Un sou est un sou», expresión francesa con la que se se­
ñala que no se deben subestimar las pequeñas ganancias. La traducción li­
teral es exigida por el contexto. (N . de la T.)

66
habilidad es también un argumento en apariencia formal,
pero que en realidad afecta el fondo de las cosas. Si Sócrates
está enfermo porque es viejo, ello se debe a que uno enferma
más probablemente cuando es viejo que cuando es joven.
Pero lo que caracteriza a la probabilidad es que también se­
ría aplicable lo inverso: que Sócrates goce de buena salud no
debería sorprender necesariamente. Al recurrir a lo proba­
ble queremos actuar como si hubiera una (cuasi) lógica en el
pasaje a la conclusión, pero esto, pese a las apariencias, no
tiene nada de formal. Todos recuerdan en Francia el argu­
mento de la Lotería Nacional: ¡«El 100% de los ganadores
jugó» es un eslogan dirigido a anular la escasa posibilidad
que tiene cada uno de ganar al Loto incitando a todo el mun­
do a apostar! No se aclara que también jugó el 100% de los
perdedores, lo cual demuestra que el argumento probabilis-
ta sirve para ocultar lo improbable de que nos llevemos el
primer premio. Se hace pasar un contenido problemático
gracias a un argumento formal que, a su vez, se presenta co­
mo respuesta. La identificación es otro argumento cuasi ló­
gico: si se acepta identificar al rey con un ser que ejerce sus
funciones por derecho divino, es para sugerir que se le debe
el mismo respeto que a Dios.
En síntesis, los argumentos cuasi lógicos militan en fa­
vor de una conclusión tributaria de una relación indepen­
diente del contenido, y sin embargo es este el que marca to­
da la diferencia. De ahí la función de complemento indis­
pensable que desempeñan los argum entos basados en la
estructura de lo real. Las ligazones invocadas son de coexis­
tencia y sucesión, como la causalidad. Si veo que una per­
sona se inclina sobre un cadáver con las manos llenas de
sangre, tendré un argumento para sospechar de ella. Aten­
der a las consecuencias es una argumentación bien conoci­
da en moral y en política: constituye justamente el paradig­
ma de este género de argumentos fundados en la estructura
de lo real.
Después de la sucesión, veamos la coexistencia. Ya no
estamos en el reino de la causalidad, sino en el de.la califi­
cación, en el de la atribución. Si digo que alguien es el diablo
en persona, implico al mismo tiempo que es el mal absoluto,
que se debe desconfiar de él, ponerlo a distancia, etc. El
vínculo acto-persona es típico de la coexistencia del sujeto y
sus atributos, tanto supuestos como reales. Así se explica el

67
argumento de autoridad, que encuentra su fuente en este ti­
po de ligazón entre una persona y manifestaciones que, al
ser esta persona su autora, son por esto mismo creíbles.
Hay, sin duda, otros tipos de vínculos de coexistencia,
como la participación simbólica: esta se basa en la inclusión
en un todo de un atributo que se vuelve a encontrar en otro
todo. Se trata, en suma, de una identificación, pero fundada
en un rasgo común, en una semejanza que permite argu­
mentar de un todo al otro. Si se suscribe la idea de que hay
que respetar a la patria o a la religión, por ejemplo, habría
que rendir entonces homenaje a la bandera o al crucifijo que
los simbolizan, pues estos las reemplazan o las materiali­
zan, del mismo modo en que el presidente simboliza a la re­
pública o el rey al reino. Hay una presencia conferida por to­
dos estos símbolos, por todas estas figuras, que consagra su
fuerza retórica.
En relación con esta apelación a las ligazones fundadas
en lo real, importa advertir de qué modo el carácter fáctico
de dicho real le permite servir para argumentar. Perelman
distingue así los argumentos basados en la estructura de lo
real de aquellos que fu n d a n la estructura de lo real, y que
son regularidades invocadas como premisas para inferir de­
terminada conclusión (juegan este papel las ejemplifica-
ciones, las analogías, los modelos, las metáforas). Lo real es
en sí un argumento. Es posible apoyarse en ejemplos mate­
riales para fundar un argumento en favor de una conclusión
m ás general. El ejemplo, el modelo, la ilustración forman
parte de estos argumentos que pretenden «pegar» con lo
real para vehicular una conclusión que, por esta misma ra­
zón, debe imponerse. En cada oportunidad, se trata de par­
tir de algo presentado como ajeno a la cuestión a fin de vali­
dar una conclusión cuyo carácter problemático resulta así
soslayado. Esta conclusión es, habida cuenta de los hechos
invocados, verosímil, realista, evidente para el orador y, en
consecuencia (según Perelman), igualmente para el audito­
rio. En este sentido, también el razonamiento por analogía
sirve para instalar una estructura de realidad de carácter
puramente argumentativo. La analogía remite a la ligazón
de coexistencia, y el ejemplo, a la ligazón de sucesión: ambos
las fundan.
Aún queda por considerar la disociación de las nociones,
procedimiento, empero, de relativa evidencia en argumen­

68
tación, puesto que consiste en quebrantar una identifica­
ción habitualmente establecida. Se determinan diferencias,
se crean o utilizan oposiciones a menudo neutras en sí, pero
que son suscitadas para instar la adhesión o, lo que es equi­
valente, el distanciamiento respecto de lo que se debe recha­
zar. Para tomar el ejemplo de Perelman, la apariencia es
una forma de la realidad, pero a la cual singularizamos ne­
gativamente para positivizar la realidad pura; lo sensible se
disocia pues de lo inteligible, como la ilusión de la verdad.
Todos los filósofos han trabajado sobre estos términos con­
trastados: Bergson con el análisis y la intuición, Heidegger
con el ente (que es) y el ser (que es también), etcétera.
En opinión de Perelman, lo que importa ante todo es el
logos, la manera en que se lo formaliza, en que se recorta en
él lo real; y todo esto porque, de ese modo, se cae siempre en
un argumento orientado a otra cosa. Nunca es neutro un re­
corte. El orador actúa en función de esta lógica, se somete a
ella y la utiliza. En cuanto al auditorio, es construido por el
orador para que oriente la selección de los contenidos invo­
cados. Perelman forjó así el concepto de auditorio universal
—contradicción en los términos, norma ideal y dato supues­
tamente presente en cada individuo— a fin de hallar un ho­
mólogo de los argumentos universales de la filosofía, de la
justicia en materia de derecho, y hasta de los invocados por
la ciencia. Se trata de un ideal de auditorio que ya no tiene
nada de retórico, puesto que atañe a lo que Descartes llama­
ba la Razón. Resulta evidente que, para Perelman, el audi­
torio es creado por el argumento; en consecuencia, a argu­
m entos universales, auditorio universal, el cual no está
compuesto por nadie en particular. Según este autor, en
efecto, la retórica se confunde con la argumentación racio­
nal: se dan argumentos, es decir, razones. Por eso, el modelo
de esta argumentación es el derecho, en el cual hay oposi­
ción explícita respecto de una cuestión (¿X es culpable o no
culpable? ¿Hizo esto o no lo hizo? ¿Hizo esto u otra cosa, en
tal o cual momento?). Cada uno presenta sus argumentos y
el juez, encarnación perelmaniana de la razón práctica, de­
cidirá en función de la ley. La preocupación por el ethos es
llevada hacia el lado de la ética positiva —que es precisa­
mente el derecho—, así como el pathos es una Razón sin pa­
sión. El juez, los jurados, pueden haberse conmovido, pero,
al fin y al cabo, el derecho sólo conoce la ley.

69
c) La hermenéutica en su apogeo: H. G. Gadamer con Ver­
d a d y método (1960) y la escuela de la recepción (H. R.
Jauss y W. Iser)

Nos es inevitable vincular a Richards con Gadamer, aun


cuando entre uno y otro se sitúe la obra revolucionaria de
Perelman, que influyó sobre el segundo. Quiérase o no, toda
teoría de la interpretación se centra en el pathos, en el au­
ditorio, el lector o el espectador. No se habla aquí de pasión,
sino más bien de sensibilidad y sentimiento, dos nociones
fuertemente connotadas y revivificadas por el romanticis­
mo, del cual fue contemporáneo Schleiermacher, «padre» de
la hermenéutica (1838). El propósito de esta no es reducir el
exceso de sentido a una literalidad común, sino hallar ar­
gumentos para una interpretación que sea compatible con
la literalidad del texto, siempre desbordada por las signifi­
caciones. La hermenéutica se cuida muy bien de ignorar la
problematicidad del texto, pero le preocupan sobre todo los
efectos (W irkungsgeschichte) que este tiene, en cada época,
sobre nuevos «contemporáneos» que lo leen. Esto es, por
otra parte, lo que Gadamer escribe:

«Me parece increíblemente falto de realismo decir, co­


mo Habermas, que la retórica es en sí coactiva y que se
debería preferir el libre diálogo racional [...]. En reali­
dad, ninguna praxis —incluyendo la revolucionaria— es
concebible sin la retórica. [. . .] Hay un sentido estrecho
de la retórica que la reduce a simple técnica y que la con­
sidera puro instrumento de manipulación social. En ver­
dad, la encontramos fundamentalmente en todo compor­
tamiento racional. Ya Aristóteles prefería hablar no de
una tecné, sino de una dynam is (un poder), hasta el pun­
to de que es tributaria de la determinación general para
que el hombre pueda ser calificado de ser dotado de ra­
zón».21

La hermenéutica es la retórica como efecto sobre el otro;


también, por consiguiente, como poder (y como manipula­
ción) sobre él, incluso a través de la Historia; se comprende

21 H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode. Erganzungen, Tubinga, 1983,


pág. 467.

70
entonces que «el arte de la interpretación tome ampliamen­
te prestados sus medios de la retórica».22 Ahora bien, en
tanto que para esta última el efecto es deudor de las pasio­
nes, para Gadamer constituye una racionalidad ligada a la
lógica de las cuestiones y las respuestas nacida de la dialéc­
tica socrático-platónica. Así se explica el sentido ampliado
de la retórica que vuelve a encontrar este autor cuando con­
sidera la práctica social de todos los días y que va más allá
del sentido restringido antes mencionado, el cual la reducía
a la inevitable manipulación de las mentes (de la que tam­
bién forma parte, dicho sea al pasar, el asentim iento ra­
cional). «Debe darse, pues, un sentido más amplio al concep­
to de retórica. Esta comprende todas las formas de comuni­
cación basadas en el poder del discurso y es, por lo tanto, lo
que mantiene reunidos a los hombres en una sociedad. Sin
esta capacidad de hablarse y comprenderse, pero también
sin la capacidad de captar razonamientos y conclusiones, no
habría sociedad humana. Así pues, conviene hacerse final­
m ente conscientes de la significación de la retórica y de su
relación con la cientificidad moderna».23
Gadamer se consagrará, además, a las ciencias hum a­
nas y al fenómeno de comprensión de lo humano que cons­
tituye su basamento. Ahora bien, lo que interesa sobre todo
para nuestra elaboración es advertir que la retórica, según
aquel, lejos de reducirse a la elocuencia (el hablar-ínera),
tiene en realidad por objeto el hablar-verdadero. La Razón
está operando, y la hermenéutica actúa racionalmente. De
ahí la lógica de la pregunta y la respuesta, esencial en retó­
rica, ya que, como dice Aristóteles, sólo se debate acerca de
lo que suscita cuestiones (Retórica, 1357a). El intérprete
cuestiona, y lo que busca es una respuesta que exprese la
problemática del texto, es decir, aquello de lo que está allí en
cuestión. Esto no significa que se disponga de una única res­
puesta posible o que ella esté ya ahí, en algún sitio, esperan­
do ser hallada. El autor puede haber muerto, el orador pue­
de mentir, de modo que sólo se dispone del texto como res­
puesta. La universalidad de la hermenéutica se debe a su
naturaleza interrogativa: «Es evidente que la estructura de
la cuestión está presupuesta en toda experiencia. No ha­
22 H. G. Gadamer, «Rhétorique herméneutique et critique de l’idéolo-
gie», en L’art de comprendre (tr. fr. M. Simón), Aubier, 1982, pág. 128.
23 H. G. Gadamer, Ergaiizuiigen, pág. 320.

71
cemos experiencia si no nos ponemos a cuestionar».24 En
síntesis, «el logos es siempre respuesta»;25 de manera conco­
mitante, «sólo se puede comprender un texto cuando se ha
comprendido la cuestión para la cual ese texto es la respues­
ta».26 Gadamer añade que «incluso la doctrina aristotélica
de la prueba y la inferencia —que rebaja, de hecho, la dia­
léctica a la condición de momento subordinado del conoci­
miento— exhibe la misma primacía de la cuestión, como lo
mostraron en particular los brillantes estudios de Ernst
Kapp sobre el nacimiento de la silogística aristotélica. Esta
primacía de la cuestión en la esencia del saber pone al des­
cubierto, de la manera más radical, el límite del que partió
el conjunto de nuestras consideraciones, es decir, en el sa­
ber, el tema del método».27 Cuestionar es quizás un arte,
pero es también una experiencia que cada horizonte históri­
co orienta en una determinada forma; por otro lado, la obra
de arte es, como todo texto, una cuestión formulada al intér­
prete, es decir, al interlocutor, al espectador, al lector. La
dialéctica argumentativa de que se vale la hermenéutica
conduce, pues, a Gadamer a considerar a esta racional, al
punto de llegar a fundar las ciencias humanas: estas últi­
mas no pueden funcionar sin ella, pues cuestionan y elabo­
ran respuestas siempre más o menos problemáticas.
Paradójicamente, a fin de dar el carácter de objetiva a la
hermenéutica como disciplina, Gadamer inscribe la interro-
gatividad en el propio núcleo de la textualidad, de la obra,
del lenguaje, relegando al receptor-intérprete a la condición
de simple relevo, y ello, pese a que le otorga, por otra parte,
el papel central. Sin embargo, Gadamer no explica nunca,
en su concepción del lenguaje, de qué modo la interrogativi-
dad lo atraviesa, lo determina y se marca en la forma o como
forma. El logos que él tiene en vista no posee estructura in­
terrogativa en su sintaxis ni en su semántica, y tampoco en
su pragmática. El cuestionamiento parece estar ausente de
éT, aun cuando lo que Gadamer dice de la lógica cuestión-
respuesta habría tenido que impulsarlo a conceptualizar el
logos en esa dirección. Ahora bien, las estructuras interro­

24 H. G. Gadamer, Vérité et méthode (tr. fr. E. Sacre), Seuil, 1996, pág.


358.
25 Op. cit., pág. 386.
26 Op. cit., pág. 394. Traducción francesa modificada.
27 Op. cit., pág. 389.

72
gativas de la lengua natural y el papel que cumple el cues­
tionamiento son evidentes para quien se interesa en buscar­
las y se percata de su importancia. Sea como fuere, las cues­
tiones que situamos en el texto congelan el horizonte her-
menéutico y, por lo tanto, la Historia, lo cual será objetado
por la escuela de la recepción de H. R. Jauss, tan próximo,
en otro aspecto, a la hermenéutica. Para este autor, las
cuestiones varían según las épocas y, por consiguiente, su
único depositario es el lector, el auditorio. Jauss lo expresa
en estos términos:

«Un texto del pasado no tiene el poder de plantearnos


por sí mismo a través del tiempo, o de plantear a otros
que llegarán aún después, una cuestión distinta de la
que el intérprete debe reconstruir y reformular partiendo
de la respuesta que el texto transmite o parece transmi­
tir. La tradición literaria es una dialéctica de la cuestión
y la respuesta cuyo movimiento se continúa siempre des­
de las posiciones del tiempo presente, aunque a menudo
no se acepte reconocerlo».28

En síntesis, Gadamer, a quien alude este fragmento, no


llevó suficientemente lejos esa retórica del pathos que es la
hermenéutica, cuando se afanó en despejar un fundamento
objetivo y hasta científico del proceder dialéctico:

«Aunque el texto literario haya sido considerado des­


de el principio una respuesta, o aunque el lector ulterior
busque en él primeramente una respuesta consagrada
por la tradición, esto no presupone en absoluto que el pro­
pio autor haya tenido que formular en él, por fuerza, una
respuesta explícita. El hecho de que la obra pueda ser de­
finida como una respuesta, sin lo cual no habría continui­
dad histórica entre la obra del pasado y su comprensión
ulterior, constituye una modalidad de su estructura con­
siderada ya desde el ángulo de su recepción, y no un pa­
rámetro invariante de la obra en sí. La respuesta —o el

28 H. R. Jauss, Pour une esthétique de la réception (tr. fr. C. Maillard),


Gallimard, 1978, pág. 107. Véase también W. Iser, L'acte de la lecture (1976)
(tr. fr. E. Sznyczer), Mardaga, 1985. Los textos de H. R. Jauss fueron re­
producidos en Asthetische Erfahrung und literarische Henneneutik, Suhr-
kamp, 1982.

73
sentido— que el lector busca con posterioridad en la obra
puede haber sido dejada desde el principio en la ambi­
güedad o incluso en una total indeterminación. Según el
grado de esa indeterminación se mide incluso la eficacia
estética de la obra y, por lo tanto, su calidad artística».29

En realidad, lo que ni Gadamer ni Jauss perciben es que


ambos tienen razón. Hay una recepción, un pathos de la
obra, que constituye el contrapunto de lo que es problemato-
lógico en la obra misma, es decir, de lo que es cuestión en las
propias respuestas que ella adelanta y por las que ella es
cuestión. Lo problematológico es estructural; lo problemá­
tico es histórico. Las cuestiones encontradas aquí o allá va­
rían con las épocas, pero la riqueza de una obra reside en
esa capacidad problematológica de satisfacer cuestiones
nuevas que no se planteaban antes, pero que sin embargo
son indirectamente debatidas, suscitadas, tratadas allí. La
perspicacia que lleva a ponerlas en evidencia es deudora de
la Historia, sin duda, pero ellas están ahí, sepultadas en lo
hondo de las respuestas que se ofrecen a la mirada y que en­
cubren, al ser repelidas, ciertas cuestiones a las que remi­
ten, para dejar aparecer otras. No se lee a Platón hoy como
se lo leía en la Edad Media: la relación con Dios le interesa
menos al lector contemporáneo que la visión política, teñida
de la problemática del totalitarismo. Esta última lectura,
heredada de Karl Popper, revela un problema del que Pla­
tón trata aunque no lo plantee como habría podido hacerlo
una mente víctima del fascismo y acosada por el comunis­
mo, como fue el caso de Popper. En Platón, sin embargo, la
divinidad no es más cristiana, lo cual no le impide hablar
bien de Dios, aunque también de la violencia y del poder
fuerte, cuestiones que tienen sin duda una respuesta en su
obra filosófica. Podríamos multiplicar ejemplos semejantes
con sólo ocuparnos de Shakespeare o Picasso, de Mozart o
Proust, de Giacometti o Freud.

d) S. Tbulmin o la retórica a la sombra de la lógica

En 1958 se publican el Traité de Perelman y The Uses o f


A rgum ent, de Stephen Tbulmin.30 Estas obras son asocia-
29 Op. cit., pág. 112.
30 Les usages de l’argunieiitation (tr. fr. P. de Brabanter), PUF, 1993.

74
das con frecuencia, y su fecha de aparición refuerza aún
más la comparación; sin embargo, esta se interrumpe allí.
Es verdad que ambos autores procuran despejar una racio­
nalidad argumentativa privilegiando un logos reducido al
lenguaje natural, pero Toulmin es, ante todo, un alumno de
Wittgenstein: sólo cuenta el lenguaje y, por consiguiente,
aquel no se ocupa de tipologizar a los auditorios ni de incli­
narse sobre el ethos, reducido a un orador que es intercam­
biable con el interlocutor. Pues, en el fondo, él persigue so­
bre todo una lógica natural que sea un calco de la lógica for­
mal, por medio de calificaciones que la vuelvan tan irrefuta­
ble como ella.
El esquema basal del enfoque de Toulmin se centra en la
interacción de los data o datos,31 de la claim o conclusión a
la que se quiere arribar, y ello, a través de una garantía, o
warrant, para la inferencia.

D, luego C: Harry nació en las Bermudas; luego, es súb­


dito británico,
G: puesto que las personas nacidas en las Bermudas tie­
nen la nacionalidad británica.

El problema estriba en que la garantía G es, la mayoría


de las veces, asunto de mera probabilidad, porque, final­
mente, ¿quién certifica que los padres de Harry son forzosa­
m ente británicos? Si la cuestión se plantea, hace falta un
backing, es decir, una condición de aceptabilidad de G, o sea,
F (por «fundamento»). En este caso, una ley que diga que los
hijos tienen la misma nacionalidad que los padres:

D, luego C, dado que F

D _________________ C

F _______ G

31 El lector francófono se remitirá aquí al excelente análisis de Corinne


Hoogaert, uno de los muy pocos que se escribieron en francés sobre Toul­
min: «Perelman et Toulmin», Hermés, n° 15,1995, págs. 155-69.

75
i
Empero, Toulmin entiende que una buena argumenta­
ción debe ser «cementada», es decir, tiene que acercarse lo
más posible al silogismo lógico. El «buen» orador no debe re­
parar en medios para lograrlo. De ser posible, no hay que
dejarle al auditorio ningún margen de maniobra. Con este
fin, el orador debe prever una refutación posible (rebuttal) y
calificar su conclusión, en consecuencia, mediante una re­
futación que él tiene el deber de anticipar. De este modo se
explica el modelo general del silogismo argumentativo se­
gún Toulmin:

Cuadro 4.

Por lo tanto, probablem ente (Calificar)


D atos „ Conclusión
(Data) (Claim)

1 t1
F ----------— puesto que G y A m enos que R
(Backing) (Warrant) (Rebuttal)

Ejemplo: César ha muerto, apuñalado por varios conju­


rados, entre los cuales se halla Bruto, su hijo adoptivo. De
este dato se concluirá que este último debe ser condenado
por su crimen. Esta conclusión sólo es válida si se admite
que el crimen debe ser castigado en virtud de la ley (aquí:
fundamento o backing), a menos que se niegue que lo come­
tido fue un asesinato y se admita que Bruto actuó en nom­
bre de Roma y de sus instituciones republicanas, a las que
quería proteger. El rechazo (rebuttal) de la legítima defensa
da derecho a concluir que el acto de Bruto merece ser san­
cionado. La calificación de la conclusión como altamente
probable y hasta como forzosa se obtiene mediante la inte­
gración de los argumentos opuestos a fin de anularlos. To­
mado esto en cuenta, nos encontramos ante una conclusión
lógica.
El modelo de Toulmin es claramente más dinámico que
el que ofrece la lógica formal, pero esta última es de todos
modos su modelo. En estas condiciones, no hay que sor­
prenderse de la ausencia de ethos y pathos. La lógica mate­
mática opera de la misma manera; sólo que en lógica, a cau­

76
sa de las premisas y de la regla de inferencia postulada al
comienzo, es necesario que la conclusión califique.

e) K. Burke o la retórica al servicio del ethos (The Rhetoric


o f Motives, 1950)

Con Kenneth Burke, nos hallamos en presencia del pa­


radigma propio de cierta retórica norteamericana centrada
en el ethos. Al comienzo, es preciso que los inmigrantes se
asimilen y se impregnen de los valores vigentes, que en mu­
chos casos son nuevos para ellos. Ahora bien, para conven­
cer hay que ser convincente, y tan sólo pueden proyectarse
valores nobles, encarnados en el orador, quien hace algo
más que educar al inmigrante en una lengua nueva. Es in­
dispensable que todo el mundo pueda acceder a la cultura
del país de acogida, por lo cual, al lado de los valores nobles
exaltados en una literatura edificante, religiosa o novelesca,
tiene que haber también preocupación por la lengua y, en
consecuencia, por la comunidad: preocupación igualitaria,
sin privilegios.
La copiosa obra de Burke encarna a las mil maravillas
todas estas exigencias contradictorias. El retorno a la retó­
rica se debe al derrumbe de los valorea que siguió a la Pri­
mera Guerra Mundial. Los criterios de juicio se vuelven
problemáticos y sale a luz el rechazo de cualquier autorita­
rismo en el pensamiento y en la moral, abriendo el camino
al debate, pero sobre todo a la interpretación múltiple y poli­
valente. La retórica ha de poder ofrecer una solución alter­
nativa y no simplemente formal: debe educar y hacer ver.
La retórica se une a la estética, que «hay que defender como
lo opuesto a lo práctico, industrial, mecanizado»,32 para
marcar la distancia con todo lo que es eficaz, ordenado, por­
que se basa en una jerarquización generalizada en la que
todo ha sido organizado para todos (el fascismo y el comu­
nismo son dos expresiones de esta necesidad de orden).
Pese a esta aparente claridad, la obra de Burke se pare­
ce, en muchos casos, a un revoltijo de consideraciones di­
versas en el que mil lecturas se cruzan sin teoría propia,
dando lugar a observaciones generales dispersas que
quieren ser, más que nada, edificantes. A despecho de esta

32 K. Burke, Counter-Statement, Berkeley, 1931, pág. 113.

77
debilidad, es posible despejar algunas ideas centrales que
concitaron la atención.
Para Burke, siempre preocupado por el ethos, la retórica
se define como «el uso de las palabras por los actores huma­
nos con miras a forjarse actitudes o a inducir la acción en
otros seres humanos». Hay, así, en la retórica un aspecto for-
mador —en todos los sentidos de la palabra form a—, pero
ella puede también deformar y manipular, constreñir, como
lo hace la retórica de iglesia o de partido, apelar a la persua­
sión lógica o al sentimiento. En suma, la retórica «echa raí­
ces en una función esencial del lenguaje, una función que es
enteramente realista y que se renueva de manera perma­
nente: el uso del lenguaje como medio simbólico para llevar
a la cooperación a seres que, por naturaleza, responden a los
símbolos».33
El concepto clave de la retórica es la división: los hom­
bres están divididos y razonan transfiriendo a sus ideas sus
antagonismos y diferencias; la retórica, que les es «natural»,
apunta a restablecer la identidad. Toda retórica juega con
las identidades, a veces hasta con el fin de dividir, de poner
aparte, como en la retórica guerrera. Al comienzo, la retóri­
ca se emparenta con el pensamiento mágico, que crea iden­
tidades (entre el mal y la riqueza, por ejemplo, para preser­
var a la sociedad primitiva de una acumulación que destru­
ye los lazos sociales). En esta etapa, la retórica es una fun­
ción, no una disciplina. Está actuando, pese a todo, pues el
propósito de la magia no es decir lo verdadero o lo falso, sino
influir, hacer que se actúe en un sentido acorde con la iden­
tidad del grupo y que este reconocerá como el Bien.
He aquí la razón por la cual el término central del análi­
sis retórico es, según Burke, la identificación: identificación
de la tesis, del orador, del orador con su tesis, de la realidad
sustancializada de esta, de la identidad diferente propia del
grupo o del auditorio, etc. Ejemplo de ello es el candidato a
la"Presidencia que les recuerda a los agricultores su propio
origen campesino a fin de obtener la identificación del elec­
torado. O bien la identidad de una causa, que es de natura­
leza dialéctica, tipo comunismo = antifascismo, y entonces
oposición al comunismo = fascismo. O bien, por último, la
identidad sustancial, como cuando las mujeres se identifican

33 K. Burke, The Rhetoric o f Motives, Berkeley, 1950, pág. 43.

78
con una modelo famosa y comienzan a usar el champú elo­
giado por ella en un anuncio televisivo. La comunicación es
retórica porque se trata de realizar la identidad y de vencer
las divisiones sociales, físicas, políticas, que dominan a los
hombres. La retórica, señala Burke, es la respuesta a una
cuestión planteada por la situación: ella identifica a los
agentes, identifica la escena, el acto mismo, el fin y los me­
dios. Burke llama al act, scene (el dónde)-, alpurpose, agency
(el cómo), y al agent, la «péntada» fundamental de toda es­
trategia retórica. En realidad, no es otra cosa que un con­
junto de cuestiones al que se llamó cuestionario de Q uinti­
liano:34 «Toda acción —dice Quintiliano— da lugar a las
cuestiones siguientes: ¿Por qué fue hecha? ¿Dónde? ¿Cuán­
do? ¿Cómo? ¿Por cuáles medios?» (libro V, cap. X), lista a la
que él añade el quién (persona, factum , causa, locus, tem-
p u s, m odus, facultas). Burke introduce en el concepto de
scene las respuestas al dónde, al cuándo, mientras que act
remite al qué, purpose al por qué, y agent (o actor) al quién
(persona). En lo que atañe a agency, abarca el modus y \&fa ­
cultas.
Burke es tal vez m ás actual en G ra m m a r o f M otives
(1945) que en Rhetoric o f Motives (1950). Es en su Gramáti­
ca, en efecto, donde examina —siempre a lo largo de un nú­
mero increíble de análisis de obras literarias— los cinco ele­
mentos de su cuestionario retórico, desplegando una origi­
nal elaboración de los que fueron, a partir de Vico, los cuatro
tropos fundamentales de la retórica: la metáfora, la metoni­
mia, la sinécdoque y la ironía, que son otros tantos procesos
de identificación de aquello que es. Hay una transcripción
ontológica de estos cuatro tropos: la metáfora da una pers­
pectiva, la metonimia es reducción, la sinécdoque es repre­
sentación y la ironía es dialéctica.
E stas cuatro figuras resultan ejem plares por cuanto
m odulan la identidad y la diferencia de modo tal que se
abarca toda la gama de variaciones posibles. La metáfora es
la sustitución identitaria por excelencia, puesto que afirma
que A es B, aun cuando esto no sea, estrictamente hablando,
verdadero. La ironía se sitúa en el otro extremo de la varia­
ción, ya que al decir una cosa se significa, en realidad, lo

34 Véase M. Meyer, Questions de rhétorique, Le Livre de Poche, «Biblio-


Essais», 1993, págs. 68-9.

79
contrario. La sinécdoque se basa en la inclusión de los con­
ceptos, mientras que la metonimia se inscribe en la conti­
güidad, en la vecindad. Decir que la universidad forma a
muchos estudiantes es hacer una sinécdoque, puesto que
quienes los forman son los profesores. Tenemos, pues, la
parte por el todo. La metonimia, en cambio, pone el acento
en la vecindad; por ejemplo, la metonimia de lugar: «beber
una botella» por «beber el vino contenido en ella», pues no se
«bebe» la botella, aunque haya una relación entre el vino y
esta. Si se toman dos conceptos, A y B, se tendrán así todos
los casos posibles:

Ricardo Al francés Hugo es una gran ¡Ah, qué astuto!


es un león le gusta el vino pluma

conjunto
de los hum anos gusta del vino ser astuto

conjunto El francés
<pcb
seres que hacen
de ios leones tonterías

m etáfora sinécdoque

Para Burke, esto significa, en términos de concepción de


la realidad, que una metáfora es perspectivista, pues ve a A
como B; la sinécdoque hace que B represente a A, como en el
ejemplo citado los profesores representan a la universidad;
la metonimia reduce la acción de beber a su continente ma­
nipulado por el bebedor, y la ironía, por su parte, es oposicio-
nal. El juego de los conceptos refleja también actitudes; en
este caso, las de quien recurre a él.

f) Habermas y la pragmática argumentativa: el retorno del


ethos kantiano (1981)

»E1 pensamiento de Habermas es considerado una im ­


portante reflexión acerca de la ética. Y se da la circunstan­
cia de que pasa por la argumentación. En su Teoría de la ac­
ción comunicativa,35 trata tanto de Weber como de Parsons,

35 Théorie de l’agir communicationnel, 2 vols. (tr. fr. J. M. Ferry, vol. 1, y


J. L. Schlegel, vol. 2), Fayard, 1987 [Teoría de la acción comunicativa, 2
vols., Madrid: Taurus, 1987, y Trotta, 2009].

80
tanto de Marx como de Mead. Estamos ante una obra enci­
clopédica acerca de la racionalidad occidental, considerada
ante todo desde el ángulo de la sociología, proyecto cuyo ca­
rácter monumental se sitúa en la gran tradición alemana.
En el fondo, la concepción de Habermas se resume de la
siguiente forma: las condiciones de la argumentación, de la
discusión en general, e incluso cuando hay desacuerdo, pre­
suponen un reconocimiento mutuo que implica la capacidad
de unlversalizar el propio punto de vista. El orador ha en­
trado en un proceso que le exige ser capaz de ponerse en el
lugar del otro, otro que él es, en cierto modo. La finalidad de
este logos es hacer mover, en este caso, al ethos: despeja con
ello un fundamento para la ética —kantiana, por supues­
to— . El acto de hablar (también llamado «aspecto pragmáti­
co» del lenguaje, es decir, el que corresponde a su uso) com­
promete al locutor a satisfacer múltiples condiciones, entre
ellas, por ejemplo, la sinceridad (Searle).

«Quienquiera que emprenda con seriedad la tentativa


de participar seriamente en una argumentación, queda
implícitamente inserto en presuposiciones pragmáticas
universales que poseen un contenido morad [...]. En las
argumentaciones, los intervinientes deben partir del he­
cho de que, en principio, todos los seres involucrados par­
ticipan, libres e iguales, en una búsqueda cooperativa de
la verdad en la cual sólo puede valer la fuerza incoercible
del mejor argumento».36

Todo esto suena bastante candoroso, pues la argumenta­


ción no siempre es tan racional. Con Habermas, uno tiene la
impresión de volver a toparse con el auditorio universal,
pero al revés, pues estamos aquí en presencia de un orador
universal, sometido al imperativo kantiano de no hablar
nunca por sí sin implicar automáticamente a los otros de
manera universal: «Yo soy otro», yo soy el otro. Ahora bien,
así como en Perelman el auditorio universal no se compone
de personas reales, puesto que se trata de una construcción
puram ente intelectual, el orador universal no es sino un
«ser de razón» que no es nadie en particular y que encarna a

36 J. Habermas, De l ’éthique de la discussion (tr. fr. M. Hunyadi), Cerf,


1992, págs. 18-9.

81
«todo el mundo», en una especie de vivido renunciamiento a
la individualidad y a las pasiones. Hay que ser ya muy mo­
ral —en un sentido preciso de la moral, por otra parte—
para querer plantearse la cuestión de esa universalización
moral y argumentar en este sentido con tanto afán y en esa
dirección.
Empero, la tentativa de Habermas es interesante por
esa necesidad de revivificar el ethos mediante una teoría de
la argumentación centrada, esta vez, en el locutor sometido
al logos universalizador, por ser logos en situación. Dicha
tentativa era, de todas formas, inevitable a causa de la eco­
nom ía retórica, para la cual una teorización del ethos tiene
que haber visto la luz en argumentación, como se hace cons­
tar en el cuadro 3. Entre los discípulos de la teoría de los ac­
tos de lenguaje hallam os a F. Van Eemeren y R. Groten-
dorst,37 cuya «pragma-dialéctica» apunta a mostrar que la
argumentación tiene por objeto el acuerdo y el consenso. Es­
tos autores procuran deducir tal visión armoniosa de las re­
laciones humanas a partir de las condiciones pragmáticas
de la argumentación. Ya en Searle habíamos observado esa
condición de sinceridad que le hace pensar al auditorio que
su interlocutor dice la verdad, lo cual es esencial para la per­
suasión. Esta forma de considerar la resolución argumenta­
tiva se funda exclusivamente en el lenguaje.

g) La renovación del análisis literario y su extensión al im­


plícito argumentativo de la Retórica general (1970): del
Grupo n a la argumentación en la lengua de Oswald Du­
crot (1983), con Jean-Claude Anscombre.

Con el Grupo n tenemos el estructuralismo estético y li­


terario de Barthes, Genette y Todorov, que se provee de su
propio fundamento teórico. Esta corriente restablece lazos
con la gran tradición francesa en materia de retórica, aso­
ciada a los nombres de Lamy, Dumarsais y Fontanier. La
concepción del lenguaje defendida por el Grupo n ya no otor­
ga primacía a la literalidad referencial que encontrábamos
en la base del logos de la tradición anglosajona, e incluso en

37 A Systematic Theory o f Argumentation, Cambridge University Press,


2004, que es su gran síntesis; pero su libro de base es Speech-acts inArgu-
mentative Discussion, Foris, 1983.

82
Perelman. Por lo tanto, ya no se trata de emancipar a la re­
tórica de esa contracara suya que es el modelo lógico. Aquí,
el lenguaje natural es, ante todo, figurado o figurativo, y só­
lo se vuelve literal por efecto de una operación determinada.
Ducrot la llamará argumentación, pues hay una inferencia
que la lengua misma realiza de manera implícita. De hecho,
la literalidad es una sedimentación efectuada por el audito­
rio cuando se confronta con lo plural del sentido. La idea de
base del Grupo n es que hay un hiato, una diferencia, entre
lo figurado y lo literal, diferencia que autoriza la interpreta­
ción pero que hace posibles, asimismo, todas las formas de
hiato que se encarnan en las figuras retóricas. Lo significa­
do se desprende del decir como un dicho implicitado por él,
tal como ocurre en la inferencia argumentativa; mas esta
última recubre, en realidad, una diferencia entre cierta lite­
ralidad y cierta forma, y también, por lo tanto, entre lo lite­
ral y lo literario.
Para comprender esto volvamos un poco atrás. El único
género que subsiste de la retórica es el epidíctico, lo cual da
lugar a una monopolización de lo estético, del placer ante la
belleza del estilo. El ethos desapareció con la renovación de
la ética, sea religiosa o filosófica; el pathos, devenido en pa­
sión o en miseria del pecado, se fue desvaneciendo poco a po­
co de la retórica en calidad de auditorio-, el logos como lugar
de la retórica del conflicto, de la argumentación, también
había cedido terreno por influjo de la nueva ciencia, mate­
mática y cartesiana. No le quedaba a la retórica más que un
lenguaje ondulante, formal y estetizante a la vez. En el siglo
XVII, la retórica fue el lenguaje del cortesano, pero también
del hombre de letras, con sus figuras de estilo y sus bellos
giros. Durante mucho tiempo se pensó que estos giros, o tro­
pos, eran simples ornamentos para decir en lenguaje rebus­
cado lo que podía literalizarse en lenguaje común y corrien­
te, como si un poema de Ronsard fuera tan sólo una manera
adornada de expresar un simple: «Eres bella, te amo». En
realidad, pronto se advirtió que el lenguaje no cuadraba por
fuerza con ideas preexistentes, destinado como estaba, se
suponía, a expresarlas de manera más agradable; se advir­
tió también que el desajuste entre uno y otras autorizaba la
creatividad a través de la forma, y que el lenguaje podía ser
útil, entonces, para producir sentido. Ya no servía tan sólo
para expresar literalidades gastadas, guarnecidas por el

83
estilo y cuya función consistía en no decir de modo directo
(por cortesía o adulación) lo que se significaba literalmente.
La forma podía dejar indeterminada esta significación, sin
perjuicio de depositar sobre el lector la tarea de hallar el
sentido que quisiera atribuir a la tragedia, el poema o la his­
toria. Las metáforas podían ser «vivas» (Ricceur) antes que
gastadas, y la forma, mostrar realidades para las cuales
una palabra, una frase, un texto incluso, hubieran sido si­
nónimos de pérdida de sentido. Las obras de ficción entrete­
jen niveles de lectura múltiples y se abren a significaciones
inagotables gracias a su lenguaje, que por lo tanto no es ya
adecuación sino creación. Este es el motivo por el cual el lo­
gos, más que retórico, es aquí poético, pero los autores ya no
hacen distingos entre estos dos campos.

«la retórica es el conocimiento de los procedimientos de


lenguaje característicos de la literatura».38

Así como la distinción entre retórica de figuras y poética


ya no tiene vigencia, lo mismo sucede, para nuestros auto­
res, en cuanto a los otros procedimientos retóricos que com­
binan propaganda y publicidad, en razón de los efectos de
estilo que intervienen en ellos y con independencia de los ar­
gumentos utilizados como disfraz. La figura fundamental
de esta retórica es la sinécdoque:

«En una retórica general tal como nosotros la concebi­


mos, no existe a priori ninguna razón para privilegiar la
metáfora, según lo hace una notable porción de la retóri­
ca actual. Si hay en este primer sistema una figura fun­
damental, es más bien la sinécdoque».39

Estos autores justifican esa primacía recordando que el


análisis en términos de clases y de sus encajaduras es co-
múffi a todas las relaciones conceptuales. Pues bien: esta re­
lación de inclusión es precisamente lo que caracteriza a la
sinécdoque. Es verdad que Aristóteles lo refería todo a la
metáfora, pues esta consiste en expresar un término en fun­
ción de otro con el cual se lo sustituye. En este aspecto, to­

38 Grupo n, Rhétorique générale, 2“ ed., Seuil, 1982, pág. 25.


39 Grupo n, Rhétorique de la poésie, 2* ed., Seuil, 1990, pág. 54.

84
das las figuras son metáforas, maneras de hablar. Se habla
de velas que asoman en el horizonte para aludir a barcos
que dejan ver, antes que nada, la parte superior de sus más­
tiles (debido a que la Tierra es redonda y lo primero que
aparece es la cúspide del navio); según el caso, esta figura
puede ser situada entre las metonimias o las sinécdoques,
pero es, como todos los tropos, una sustitución: la palabra
vela se emplea aquí para designar al barco y hace entonces
sus veces. La figuratividad puede ser vista como una impli­
cación (Ricardo es un león; luego, puede decirse que es va­
liente), o como una sustitución (Ricardo es un león = Ricar­
do es valiente).
En cualquier caso, la retórica del Grupo |a. sigue siendo
una de las grandes retóricas de nuestra época, pues supo re­
novar la vieja problemática del estilo y sus figuras aplicán­
dole la concepción estructuralista de la lengua. A la gran su­
tileza en el análisis de los textos se le suma la aportación de
numerosos ejemplos literarios, cuya profusión no deja de re­
cordar la gran cantidad de ejemplificaciones del Tratado de
Perelman y Olbrechts-Tyteca.
Sin embargo, al asimilar la retórica a un juego en el que
lo implícito es sugerido por la forma, la retórica estructural
iba a avanzar sobre la argumentación, definida desde ese
momento como inferencia de ese implícito. Esta fue la apor­
tación de Oswald Ducrot, de quien consideraremos aquí La
argum entación en la lengua, obra de síntesis que escribió
junto con Jean-Claude Anscombre.40 En ella, los autores re­
capitulan numerosas investigaciones referidas a ejemplos
de frases, en las que se estudian las relaciones entre lo ex­
plícito y lo implícito. Estas relaciones son introducidas por
conectores que sugieren la conclusión buscada. Es el caso de
los términos franceses «méme», «incluso», «d ’ailleurs», «por
otra parte», «presque», «casi», o «mais», «pero», que Ducrot
singulariza como marcadores argumentativos. Considere­
mos un ejemplo: Le propongo a una mujer ir a pasear jun­
tos, mas la idea no le atrae. Me responde: «Es un lindo día,
pero un poco fresco». Pasado en limpio, rechaza-mi invita­
ción, aunque lo hace de manera implícita. Para Ducrot, te­
nemos aquí una argumentación, dado que hay inferencia de

40 L’argumentation dans la langue, Mardaga, 1983 [La argumentación


en la lengua, Madrid: Gredos, 1994).

85
una conclusión im p licita d a por la presencia del pero. La
muchacha ofrece un argumento en favor («es un lindo día»)
y un argumento en contra («un poco fresco»), el cual decide
sobre la respuesta final, que es negativa. Si hubiese predo­
minado lo positivo, la respuesta habría sido, simplemente:
«De acuerdo»; ahora bien, como no es así, resulta inevitable
concluir que el conector pero, que enlaza el pro y el contra,
confiere más fuerza a este último en la escala argumentati­
va que los jerarquiza. Ciertos marcadores, en cambio, acen­
túan la orientación tomada por el primer argumento. Por
ejemplo, si mi hijo me trae una novia que no me agrada y
quiere convencerme de que su elección es excelente, muy
bien puede decirme: «Ana es bonita, e incluso inteligente», a
fin de reforzar lo que debería motivar mi aprobación. La be­
lleza es un argumento en favor de esta últim a, alentada
además por la invocación de la inteligencia: cuerpo y mente,
en suma.
En verdad, Ducrot nunca propuso realmente una teoría
de la argumentación, pero ofreció notables y sutiles análisis
de ejemplos de frases. Detrás de todo esto,41 sin embargo,
volvemos a hallar la retórica como respuesta a una cuestión
subyacente, de la cual ha sido borrada cualquier remisión a
lo problemático, pues se lo mantiene siempre en estado de
implícito. Hablamos de argumentación porque se detecta
aquí la inferencia, pero se trata, todavía y siempre, de retó­
rica en el sentido de que esta vez es el propio logos el que in­
troduce elementos —como los conectores— capaces de in­
dicar la relación implícita con una literalidad ausente que el
auditorio debe reconstruir, tal como se debe reconstruir el
sentido en el caso de textos literarios más o menos herméti­
cos. Observemos, de paso, que hay además en la lengua una
argumentatividad ejercida sin marcas explícitas. Si, tras
una larga reunión celebrada por la mañana, yo digo: «Es la
una», a fin de sugerir que es hora de levantar la sesión para
ir "5 almorzar, no apelo a ningún marcador argumentativo
específico que implicite esta conclusión. Los lugares comu­
nes («Es la una, a la mesa») son aquí suficientes.
Ahora bien, lo interesante en Ducrot es que, aunque él
mismo no lo perciba, la remisión a la interrogación constitu­
ye un aspecto esencial en los usos del lenguaje que él des­

41 Véase, al respecto, M. Meyer, De la problématologie, cap. V, op. cit.

86
cribe, respectivam ente, como argum entativo y retórico.
Porque se le ha planteado a la muchacha una cuestión, ella
responde tomando los dos términos de la alternativa para
poner de manifiesto su preferencia. Porque mi hijo me atri­
buye una cuestión subyacente, él refuerza uno de los tér­
minos de la alternativa que esta expresa («¿Es ella buena o
no para ti?»), invocando la inteligencia de su novia tras ha­
ber mencionado su belleza. A la inversa de la argumenta­
ción, en la cual la relación con la cuestión es explícita —co­
mo en los tribunales de justicia—, en retórica esta relación
se m antiene implícita para transmitir mejor —como en la
publicidad— lo que se considera una respuesta. El proceder
retórico stricto sensu comienza con el silenciamiento de la
cuestión a fin de hacer desaparecer lo problemático, lo cual
atenúa la eventual problematicidad del discurso emitido y
refuerza el carácter afirmativo e irrebatible de lo expresado.
Así pues, la retórica puede ser manipuladora, pero también
se la puede utilizar, por ejemplo en el contexto literario, pa­
ra acreditar la verosimilitud del relato y suspender el juicio
crítico, lo cual hace que a veces, al leer una obra de ficción,
«uno no crea lo que lee pero haga como si creyera», según
suele decirse.
En resumen, según acabamos de observar, cada casilla
que puede ser llenada lo ha sido por una concepción de la re­
tórica que privilegiaba, una de ellas, el ethos, la otra el p a ­
thos y la tercera el logos, reduciendo la retórica a la argu­
mentación, como Perelman, o la argumentación a la retóri­
ca, como Ducrot. No obstante, la gran mayoría de las retóri­
cas del siglo XX pusieron el acento en el logos, pues el len­
guaje fue verdaderamente el gran tema de ese siglo. Por
otra parte, ese es el nivel en el que más innovadoras resulta­
ron, como la del Grupo o la de Perelman, que —preciso es
reconocerlo— dominaron la época. Las otras se plegaron al
enfoque pragmatista de Searle o a las concepciones de Witt-
genstein. Al ser incompletas, cada una de las retóricas estu­
diadas se respaldaba en la otra, y cada una reducía a meros
fantasm as las dimensiones no situadas en su anclaje ini­
cial. El pathos wittgensteiniano de Richards no podía sino
suscitar una elaboración más rica, como la de Gadamer. El
ethos de Burke era todavía demasiado impreciso como para
no hacerse reinterpretar por el universalismo kantiano de
Habermas. El logos «racional» de Perelman tenía que ser

87
necesariamente contrabalanceado por el que destacaron los
teóricos de la literatura, quienes hicieron del logos la sede
m ism a de la figuralidad; la argumentatividad será perci­
bida como un efecto de esta última, desde el momento en
que hay inferencia de una literalidad implícita, pero marca­
da. Ello no impidió a dichos teóricos de la argumentación,
como tampoco a los de la retórica, forzar el logos en detri­
mento del pathos y del ethos. De manera concomitante, tan­
to el pathos como el ethos iban a reencontrar a su oficiante,
siempre a cargo de domesticar al logos. Ahora bien, quiérase
o no, no puede haber una justa retórica que no ponga en el
mismo plano teórico y conceptual al ethos, al pathos y al lo­
gos. Asimismo, esta unidad de plano teórico es lo que permi­
tirá articular retórica y argumentación, nuevam ente sin
otorgar privilegio a una más que a otra.
Esa teorización constituye la meta del enfoque proble-
matológico, en el que es central el papel del cuestionamien­
to; esto último era sabido desde Aristóteles, pero se lo olvidó
al resquebrajarse la disciplina fundada por él.

6. El momento problematológico
Una retórica centrada en el cuestionamiento deja de pri­
vilegiar al orador, al interrogador y al que responde, pues
cada uno puede serlo en su oportunidad. En cuanto al logos,
tendrá que expresar tanto la interrogatividad como aquello
que la resuelve, tanto lo problematológico como lo apocríti-
co. En realidad, lo interesante en la historia de la retórica
—historia a cuyas grandes articulaciones hemos pasado
revista— es que las retóricas focalizadas en el ethos, el p a ­
thos o el logos aportan enseñanzas igualmente esenciales.
Sintetizarlas es ya adoptar un punto de vista nuevo. El
enftqu e problematológico pone el cuestionam iento en el
centro; el hombre que cuestiona está él mismo en cuestión, y
lo problemático es justamente el hecho de que lo esté (y for­
ma parte de la cuestión). Las respuestas-soluciones se disi­
pan en provecho de las que ponemos en duda, lo cual deter­
mina la «necesidad» que todos sentimos de vivir interrogán­
donos permanentemente sobre nuestros propios puntos de
vista, sin otro desenlace que la expresión de lo problemático.

88
La Historia, tanto la nuestra como la de los otros, participa
en esta serie de respuestas dudosas y de nuevas respuestas
que a su vez darán lugar a otras cuestiones, y así sucesiva­
mente. La muerte, la libertad, la verdad, la justicia, los fines
que queremos perseguir, la «vida satisfactoria», son pro­
blemas que no tienen solución definitiva y universal. Toda
respuesta —y es importante encontrar una— está siempre
expuesta a tambalearse bajo el peso de las alternativas y el
planteo de dudas. Tanto para una comunidad como para los
individuos, es grande la tentación de plegarse entonces a
una ideología en la que todo parece darse por descontado, en
la que toda cuestión se resuelve en una respuesta previa, co­
rrecta o falsa, lo cual es también tributario de la retórica.
Esta última es fruto de la Historia y, por lo tanto, de la
represión problematológica que disminuye. La barrera que
expulsa las cuestiones al exterior del orden de las respues­
tas tiende a desgastarse, pues el ser se debilita, la proble­
m aticidad va impregnando las respuestas que creíamos
más seguras y la diferencia se instala propiamente en su
centro; pasan a ser así, cada vez más, identidades en el sen­
tido metafórico del término. La metaforización es la forma
misma de la historicidad, y su realismo es ocultación de es­
ta. Cuando la Historia se acelera y la represión problemato­
lógica disminuye, es grande el riesgo de ver mezclarse cues­
tiones y respuestas dentro de un mismo logos. Algunos con­
tinuarán adhiriendo a respuestas que ya no lo son, mien­
tras que otros las pondrán en tela de juicio. Tal es el origen
de la dialéctica, de la argumentación en cuanto contestación
de respuestas, de «tesis». Pero nada impide metaforizar es­
tas respuestas y dejar de considerarlas literalmente como
tales para preservarlas mejor, lo cual es otra manera de po­
ner en ejercicio la diferencia problematológica. Afín de cuen­
tas, cuando lo metafórico se haga consciente de sí mismo, la
oposición entre lo figurado y lo literal dará lugar también a
nuevas respuestas aceptables. Lo metafórico se presenta,
ciertamente, relevando el orden de las respuestas y el de lo
proposicional en general, pero con carácter de problemato-
lógico y, con el tiempo, de crecientemente enigmático. Ya no
se trata de dialéctica, sino de retórica. En un primer mo­
mento, la metaforización de respuestas que se vuelven ca­
ducas las preserva, las mantiene artificialmente con vida al
afirmar de ellas: «Sí, pero no es esto lo que quieren decir».

89
De tal modo se las reelabora y reinterpreta para mantener­
las —a pesar de la diferencia temporal que las afecta y más
allá de esta— en una identidad ficticia o facticia. Son toda­
vía respuestas cuando ya no lo son. Como resultado de la
confusión que puede generarse entre las respuestas y lo
problemático, es siem pre posible una m anipulación. La
retórica pretende ser decisional, aun cuando se revele tam­
bién manipuladora y sofística. En el espíritu de los griegos,
retórica y dialéctica se oponen, pero incluso en la dialéctica
se observa un doble movimiento: contestación de tesis y ar­
gumentación en favor de otras nuevas, lo cual exige inven­
ción-, así se explica la importancia que esta etapa tuvo des­
pués en la retórica, sobre todo entre los latinos. Sin embar­
go, ¿por qué no se disoció realmente la erística, propia de la
justa oratoria de confrontación, de la dialéctica, en la que se
proponen argumentos nuevos? ¿Por qué no se inscribió
finalmente la dialéctica en la retórica tal como lo harán los
latinos, siempre con el mismo afán de coherencia? Si uno
está contra la respuesta r2, es porque tiene un argumento r1
para oponerle, y, a la inversa, el que defiende r2 debe tener
también un argumento rj que lo justifique. Cuando los da­
neses publicaron una caricatura del profeta Mahoma, de­
fendieron su posición en nombre de la libertad de expresión,
en tanto que quienes lo consideraron algo indigno argumen­
taron la blasfemia, la irreverencia. Esto da dos cadenas de
oposición: rx— ►r2 y r,—►?>, y dos campos: r2y r2.
Se comprueba entonces que no es fácil distinguir la dia­
léctica erística de la argumentación positiva.
Como se ve, la retórica presupone que las respuestas son
problemáticas y que no lo son, lo cual implica que puede ins­
talarse una confusión. Algunos pueden ir en un sentido y
otros en un sentido opuesto o diferente, pero, al mismo tiem­
po, se puede también manipular al auditorio. Si la retórica
fuera simplemente discurso, la diferencia problematológica
no fiodría ser efectuada, establecida o restablecida: el dis­
curso es cuestión y respuesta. Mas es preciso que alguien se
oponga o adhiera, o bien infiera una respuesta literal dife­
rente, para poder superar el riesgo de indiferenciación re­
sultante del ser debilitado. Platón reprochaba ya a los sofis­
tas por jugar con esta posibilidad del discurso de ser débil,
multívoco y, en consecuencia, ambiguo. La oposición entre
lo figurado y lo literal cumple este cometido de diferencia­

90
ción problematológica, y puesto que el discurso cotidiano es
sobre todo de naturaleza literal, la literatura vino a suplirlo.
Esto explica que se haya asociado entonces la literatura al
uso retórico del lenguaje. Empero, también con el discurso
literario, escrito y no ya recitado, el otro se fue distanciando
paulatinamente, diluido en un discurso cada vez más im­
personal, lo cual desembocó en otras formas de arte, que
equilibraron mejor lo realista y lo figurativo en cuanto ex­
presión de la diferencia problematológica. Esta complemen-
tariedad resultó indispensable para responder a la Historia
que se aceleraba, a lo metafórico que se generalizaba como
lenguaje figurativo. El arte está tejido de respuestas proble-
matológicas, mientras que la retórica intenta salir de lo pro­
blem atológico valiéndose de respuestas distintas, verda­
deramente apocríticas. El arte es «vertical», si se quiere, y
traduce a la Historia, mientras que la retórica procura res­
ponder a alguien en el tiempo presente y actúa más, pues,
de modo «horizontal». La diferencia entre ellos se manifies­
ta en la argumentación, en la cual una respuesta implica
otra que la reemplaza porque constituye su argumento. Co­
mo puede observarse, argumentar tenía al comienzo una
simple función dialéctica de contestación, de refutación, y
no de invención. Refutación, invención y sugestión articula­
ron así, por el sesgo de un implícito figurado en lo explícito,
la diferenciación cuestión-respuesta, lo cual se hizo necesa­
rio como consecuencia de la desaparición progresiva en lo fi­
gurativo y de la dificultad para establecer esa diferencia so­
lamente a través del logos.
Retórica y arte tienen en común, por cierto, el recurso al
lenguaje metafórico, simbólico. El género epidíctico puede
ser, además, igualmente realista o metafórico. Por su lado,
el arte tiene la particularidad de poner la diferencia proble­
matológica en escena, en acción, de manera interna y según
una proporción variable de metaforicidad y realidad. La re­
tórica, en cambio, deja la diferenciación a cargo de otro, lla­
mado «auditorio», lo cual explica el papel de la distancia en­
tre los individuos. El rol diferenciado que asumen orador e
interlocutor es, respectivamente, el del que cuestiona y el
del que responde. Cada uno puede incluso asumir sucesiva­
m ente esta diferencia, estos dos roles, como sucede en un
diálogo. Cuanto más distante se halle el otro, más pesará
sobre el logos la carga de diferenciar entre lo problemático y

91
lo no problemático. Es aquí donde el arte se distingue menos
de la retórica y hasta pretende ser retórico él mismo; por
ejemplo, en el «realismo socialista», en el cual la imaginería
producida tenía por finalidad edificar una colectividad pre­
sentándole (epideixis, en griego, de donde deriva la palabra
epidíctico) «respuestas» acordes con la ideología predo­
minante. Observábamos la misma postura en la década de
1930, en Occidente, con la arquitectura y la escultura fascis­
tas, por ejemplo. Cuanto menos físicamente presente está el
otro para decidir entre lo que es un problema y lo que ya no
lo es, más es el propio logos el que, epidícticam ente, tiene
que cumplir esa tarea. Nos hallamos frente a una retórica
que señala hacia lo que se propone como respuesta para to­
dos, indistintamente. La razón por la que un arte «soviético»
o un arte «fascista» tienen tan poco de arte, o son un arte tan
ingenuo, reside en que ni uno ni otro presentan tensión al­
guna entre lo enigmático y lo resolutorio; en ellos, lo figu­
rativo es la formalización literal de una idea previa y reve­
lada, desprovista de ambigüedad. Encontramos en uno y en
otro formas masivas y claras, estructuradas del modo más
simple por líneas y ángulos rectos, que pueden ser incluso
gigantescos, a imagen de esos sistemas políticos en los que
el ethos que se afirma con fuerza es precisamente la fuerza
física, «virtud» suprema de los regímenes totalitarios.
La retórica es resolutoria, el arte es más enigmático. La
parte resolutoria del arte es con gran frecuencia una retóri­
ca, incluso en lo que se denomina «gran arte», donde el len­
guaje figurativo quiere decir algo que se deja en estado de
implícito y a menudo hasta indeterminado, con lo cual que­
da a cargo del lector, del oyente o del espectador dar un sen­
tido. Dar un sentido no implica pasar a otra forma de arte
que sea necesariamente más concreta y realista. La música,
por ejemplo, no tiene que ser siempre traducida en ópera
para volver visual y tangible lo que ella sugiere. Si así fuera,
este-la empobrecería, reduciéndola a una visualización, en
tanto que la abstracción deja coexistir varios sentidos de
manera no excluyente.
Ahora bien, lo que el arte y la retórica en general tienen
de específico es que la unidad de base de su comprensión,
así como de su génesis, es el par cuestión-respuesta, vale de­
cir, la diferencia problematológica. Dicha diferencia se tra­
duce de manera variable, dado que constituye una distancia

92
y esta se amplía en lo histórico pero también en lo social.
Más allá de las circunstancias que, en lo concreto, alejan
provisionalmente a seres próximos, o acercan puntos de vis­
ta por lo general alejados, la retórica se basa en el afán de
responder cuando todo se ha vuelto más problemático. Jue­
ga con la confusión, al tiempo que se propone eliminarla pa­
ra ir más allá, hasta los «argumentos correctos». Preocupa­
da por responder en un universo cada vez más problemáti­
co, la retórica busca en la relación con el otro la clave para
resolver problemas que están ocultos en las respuestas, en
dirección de otras más adecuadas.
En la Antigüedad, cuando la Historia comenzó a avanzar
con mayor rapidez sin que la sociedad se derrumbara por
ello, el problema del pensamiento consistió en determinar lo
que permanecía estable e inmutable, y en delimitar lo que
seguía siendo convincente y justo. El ethos dominó civili­
zaciones antiguas que supieron poner obstáculos a su pro­
pia desaparición, a su integración en imperios más vastos.
Primero fueron los judíos frente a los babilonios, los persas
y los romanos, frente a vecinos que los superaban en fuerza
y en número. Los judíos simbolizaron esa primacía del ethos,
pero los griegos tomaron el relevo y fueron más lejos, al em­
bestir tanto contra el logos como contra el p athos. Para
ellos, aun las respuestas brindadas por la religión habían
dejado de resistir al tiempo. Tuvieron entonces que apre­
hender el mundo y la relación con los demás a través de la
identidad de los seres, del Ser mismo; fue así como la ontolo-
gía pasó al primer puesto y el logos tuvo que ser pensado de
nuevo.
De rebote, logos y pathos se tambalearon en sus posicio­
nes. Al comienzo, sin embargo, los griegos habían percibido
el ethos como sometido a la violencia de las pasiones (el p a ­
thos, según Platón), antes de que se impusiera la necesidad
de reconstruir un orden del mundo, una visión del cosmos
(gracias a un nuevo logos) más adecuada. Ahora bien, la
cuestión planteada por la Historia en marcha tenía aún la
finalidad de responder al ethos, a la cuestión de lo que cada
cual debía hacer y ser para vivir «bien», para disfrutar —en
un mundo que se lleva todo por delante— de una plena ar­
monía con la naturaleza y el cosmos. El pathos quedó enton­
ces al servicio del ethos, pues las pasiones (o, en Aristóteles,
sus excesos) eran destructivas. Incluso con su nuevo fun­

93
damento, el logos debía ser capaz de servir al ethos para de­
cir lo que es en esencia, de modo racional y no accidental. Es­
ta orientación, que veía privilegiado el ethos a partir de sí
mismo y no ya a partir de Dios (como en el judaismo) o del
discurso racional (como en Aristóteles), y por lo tanto ya no
estaba sometido al uno o al otro, se reforzará en la época he­
lenística con el epicureismo y el estoicismo. En el mundo ro­
mano, el ethos dominará todavía más y pasará, explícita y
reflexivam ente, al primer puesto. En el mundo romano,
pues, la jerarquización del universo social y político será tan
fuerte que sólo en este nivel hallará la identidad su defini­
ción y sus exigencias propias.
Empero, todo este espléndido optimismo desaparece con
el fin del Imperio Romano, y habrá que esperar al final de la
Edad M edia para que la Historia comience a respirar de
nuevo. Las diferencias que ella imprime en la sociedad se
traducen en la caída de las distancias sociales y políticas, y
la cuestión que surge entonces es la del otro, hombre o dios.
Fijados el ethos y el logos por la religión, serán el pathos, las
pasiones violentas y belicosas, las relaciones con el otro, las
que testimoniarán el resquebrajamiento de la Historia. El
logos está ahí para traducir esas pasiones e incluso para di­
simularlas, y el ethos, aunque asociado ad inmutable Yo co­
mo fuente de todas las vanidades, se ve situado bajo la féru­
la del pathos. La retórica que surge de esta omnipresencia
de lo pasional, en la edad clásica, es una discursividad diri­
gida tanto a refrenar las pasiones como a expresarlas. El
logos se figurativiza forzosamente y va a codificar esta figu­
ratividad mediante las teorías del tropo.
Ahora bien, el retorno de la retórica no revela verdadera­
mente su carácter innovador hasta el siglo XX. Después del
momento antiguo, dominado por el ethos, y de la era moder­
na, centrada en el pathos (es decir, en el otro, a través de la
religión, de la relación con Dios, que es el Gran Otro, y de la
política, en la que se teme al «pequeño otro»), impone su rei­
nado la era del logos, tiempo más impersonal y más objeti­
vante. La Historia, que se ha acelerado y masificado tanto,
no ofrece como posibilidad de entendimiento otra cosa que el
discurso, que se espera reconciliador. Todas las retóricas
procuran definir lo que hace posible este acuerdo y esta fu­
sión, a veces puramente intelectuales, gracias a un logos
pensado de un modo nuevo y al que el pathos y el ethos se so­

94
meterán idealmente, como si el uso hiciera la norma. Volve­
mos a hallar a Aristóteles y su lógica retórica, que había sa­
bido superar la estricta preocupación por el primado del
ethos, caro a las sociedades antiguas, para acceder a una
universalidad por el logos, universalidad que lo consagra to­
davía hoy como padre fundador de muchas disciplinas filo­
sóficas.
Sin embargo, el movimiento de la Historia se ha acelera­
do aún más, los grandes relatos y las narraciones comunes
han fallado. Se llamó a esto condición posm oderna, que
constituye la forma más extrema del nihilismo. Al haberse
vuelto todo más problemático que nunca, lo que hoy con­
viene pensar es lo problemático en sí, pero, esta vez, par­
tiendo de este mismo como nuevo fundamento. En un con­
texto de esta índole, la retórica no puede ser sino una retóri­
ca que articule lo problemático con lo resolutorio a través
del vínculo intersubjetivo.

95
Retórica y argumentación:
las leyes de unidad

La argumentación forma parte, tradicionalmente, de la


retórica como disciplina. Y con «argumentación» queremos
decir dialéctica. Ahora bien, es preciso ser aún más pruden­
tes al respecto, pues la justa oratoria presenta una articu­
lación doble: puede ser refutativa de una tesis, pero tam­
bién productora de argumentos en favor de una postura dis­
tinta. En el primer caso, su alcance es negativo, pues ella
niega; en el segundo, positivo, pues ella afirma. En la pri­
mera situación hay desacuerdo, mientras que en la segunda
el orador defiende una tesis e intenta convencer al otro de
que es correcta. Entendida como disciplina y no como proce­
dimiento, la retórica no apunta forzosamente a persuadir,
sino también a agradar o emocionar. Docere, movere, delec­
tare, decían los latinos: se referían así al ethos, que pretende
ser ejemplar; al pathos, que quiere conmover, y al logos, que
aspira a agradar.
Aristóteles comienza la Retórica sosteniendo que la dia­
léctica es la contrapartida, lo inverso (antistrophos), de la
retórica. Ahora bien, este enunciado no aclara en verdad en
qué consiste, exactamente, la relación entre retórica y dia­
léctica. ¿Cómo debe entenderse esta relación según la lectu­
ra problematológica que proponemos? Dicha lectura permi­
te resolver el enigma y esclarecer el lazo que tiene que haber
entre retórica y argumentación. De hecho, sin el enfoque
problematológico, la relación entre argumentación y retó­
rica corre el riesgo de no ser dilucidada en profundidad,
pues ambas son dos maneras de tratar las cuestiones en for­
ma complementaria. U na se enfrenta resueltam ente con
ellas para inferir las respuestas consideradas correctas, en
tanto que la otra arranca de las respuestas, como si este
mismo hecho resolviese la cuestión; este es, al menos, el re­
sultado que se busca por medio de la elegancia del estilo y el
encanto del discurso. Argumentación y retórica son, en

96
efecto, complementarias, por cuanto hay sólo dos maneras
de enfrentar una interrogación: o bien se parte de ella para
dirigirse hacia la respuesta, o bien se propone primero la
respuesta, con la consecuencia de que entonces la cuestión
ya no parecería plantearse, puesto que se la ha dejado en si­
lencio. Y también puede ocurrir que se trate de un simple
efecto de varita mágica «puramente retórico», de una ficción
en suma, en cuyo caso el éxito se deberá tan sólo al matiz es­
tilístico del discurso. Sólo la invención y el buen gusto en la
elección de la forma hacen creer que la respuesta es obvia y
que ya nada plantea cuestiones. Platón asociaba este tipo
de artificios a la retórica y a la sofística, que con bellos dis­
cursos crean la ilusión de la respuesta. Se explica así la ex­
presión «¡Es pura retórica!», para decir que «¡Son sólo pala­
bras!», cuando en realidad el problema permanece intacto.
Dos ejemplos nos ayudarán a ilustrar la diferencia entre
retórica y argumentación. El razonamiento jurídico es una
lógica argumentativa: una cuestión divide a las partes, que
acuden al tribunal para resolver el conflicto que las opone.
Tenemos A y no-A, y una tercera persona, jurado o juez,
debe decidir —en función de los argumentos que la ley o los
códigos permiten invocar— quién está jurídicamente equi­
vocado y quién tiene razón. El caso opuesto es el de la publi­
cidad, la cual, para no mostrarse forzosamente desprovista
de argumentos, se dedica a presentar como evidente una
respuesta para un problema subyacente que ella hace desa­
parecer, dado que ella misma es respuesta. Y nuestro segun­
do ejemplo nos es procurado por la publicidad de perfumes
en televisión. Es difícil ensalzar los encantos de un olor a
través de la vista y del oído. El procedimiento que utilizará
el publicitario consistirá en llegar hasta el extremo de la «ló­
gica» retórica tal como la hemos definido: presentar una res­
puesta de modo que anule el problema gracias a lo evidente
de su solución. Los publicitarios de Chanel imaginaron una
Caperucita Roja que, gracias al uso de ese perfume, no sólo
se salva de los lobos, que la siguen dócilmente, sino que ade­
más parte con ellos a la conquista de París. Se -abre una
puerta y a lo lejos se ve la torre Eifíel, hacia la cual Caperu­
cita Roja y los lobos se dirigen alegremente. ¿Por qué esta
publicidad es tan ejemplificadora en el plano retórico? Por­
que toma al pie de la letra la misión de la retórica, que es
«hacer desaparecer los problemas», y esto sólo puede suce­

97
der en los cuentos de hadas, pues en la vida real, en la de to­
dos los días, no es posible. Los problemas continúan plan­
teándose y no se los puede eliminar así como así, con un gol­
pe de varita mágica, a menos que se crea, precisamente, en
los cuentos de hadas. Y no es sino esto lo que va a inventar el
publicitario de Chanel: un cuento de hadas absolutamente
inédito, incluso dado vuelta. Gracias a este perfume, Cape-
rucita Roja amansa a los lobos y también a París. La idea no
es muy realista, pero justamente lo que se pretende es hacer
pensar que Chanel n° 5 es mágico, pues anula (mágicamen­
te, claro) todos los problemas. Gracias a él vivimos en un
mundo en el que todo es posible y en el que sólo hay solucio­
nes. Y aquí no es necesario siquiera especificar de qué pro­
blemas podría tratarse, como en la publicidad de las lejías o
de los aparatos domésticos, puesto que concretamente no
los hay.
En tanto que la retórica desaloja lo problemático presen­
tándolo resuelto, la argumentación procede poniendo la
cuestión sobre la mesa, enfrentándola decididamente con
argumentos que se oponen al sustentar tal o cual solución.
La lógica también procede con argumentos. ¿Cuál es enton­
ces la diferencia entre ambas? ¿Cuál es, incluso, la eficacia
de cada una de ellas? Esto nos conduce a reflexionar sobre lo
que caracteriza a un razonamiento argumentativo, por opo­
sición al razonamiento lógico.

1. Inferencia retórica, razonamiento lógico


Para Aristóteles, el modelo de la inferencia es el silogis­
mo, pero en retórica se lo llama «entimema»: se trata de un
silogismo, de una deducción abreviada («en thymo», que sig­
nifica «en el espíritu»), A su lado tenemos la inducción o la
ejemplificación, que surge de lo particular. Uno se apoya en
signos, en indicios, y saca una conclusión sin haberlo especi­
ficado todo desde el comienzo. «El semáforo está en verde, se
puede pasar», es una conclusión basada en la premisa que
dice: «Cada vez que el semáforo está en verde se puede pa­
sar». Ahora bien, sucede con frecuencia que la premisa trun­
ca no es tan correcta. «Mi amigo me ha prestado dinero, así
que le estoy agradecido»: he aquí una inducción apoyada en

98
la afirmación —eminentemente dudosa— de que estamos
agradecidos a todos los que nos han ayudado. Con frecuen­
cia, sin embargo, estamos resentidos con ellos, porque han
sido testigos de nuestra debilidad, y los tratamos peor que al
que no ha hecho nada por nosotros. La inducción supone
que, en general, de la generosidad se puede deducir el reco­
nocimiento por haberse observado que, cuando X fue gene­
roso, se le estuvo agradecido. Así pues, cuando ello ocurrió
con Y, Z, V, W, etc., se expresó la misma gratitud a su respec­
to, pero todo esto es asunto de mera probabilidad, ya que la
proposición no posee la fuerza demostrativa de una verdad
científica, tipo 2 + 2 = 4. La inducción descansa en múltiples
casos particulares, de los que se infiere que lo mismo va a
seguir ocurriendo, pero sin ninguna certeza. Acerca de la
afirmación comentada podemos guardar las más serias re­
servas, y esta es la razón, además, por la cual la hemos
puesto de relieve, porque hay inducciones que, sin llevar a
conclusiones ciertas e indiscutibles, son no obstante convin­
centes: «Sócrates tiene fiebre, pues su frente está caliente»
es más probable que «Sócrates es generoso; luego, se le ex­
presa gratitud».
Aristóteles asocia la inducción al ejemplo, en el cual se
toma un caso particular como argumento para una conclu­
sión general. El ejemplo es otra forma de inducción. «Napo­
león quiere conservar consigo las tropas de la campaña de
Egipto; si se le permite, va a tomar el poder como lo hizo Cé­
sar al volver de la guerra de las Galias». El ejemplo de César
incita a desconfiar del general Bonaparte. Aquí no se afirma
ninguna ley general; se la sobrentiende en el ejemplo que
sirve de argumento para la conclusión. Podríamos distin­
guir la inducción, en el sentido habitual del término, de la
ejemplificación, y señalar que la inducción se apoya sobre
casos individuales para afirmar una conclusión (X tiene la
frente caliente, y ha tenido fiebre; Y también, Z lo mismo,
etc.), mientras que la ejemplificación se sustenta en propie­
dades (César conservó su ejército, y quien hace esto quiere
utilizarlo con fines personales) que se aplican a otros in­
dividuos (en este caso, Bonaparte). Pero hay que reconocer
que la inducción sobrentiende también propiedades recu­
rrentes, así como la ejemplificación recae en individuos con­
siderados ejemplares. Se menciona a X, Y y Z por el hecho de
que el predicado Pies es común, y el predicado P, en la ejem-

99
plificación, sólo es pertinente porque se habla de César o de
Bonaparte. Ejemplificación e inducción son, por lo tanto,
difíciles de distinguir. Si se persiste empero en hacerlo, es
porque el ejemplo ilustra una propiedad destacable y desta­
cada, tanto sea, ciertamente, de un estado de cosas o de un
individuo, pero que sólo es ejemplar en virtud de lo que uno
u otro es. En la inducción, en cambio, se focalizarían funda­
mentalmente casos particulares, individuales, que dejan su
marca en el espíritu a fuerza de repetirse (¿de qué modo,
sino por atributos comunes?). Reconozcamos que se podría
sostener lo inverso.
Habrá que superar, pues, una vez más el análisis aristo­
télico, aunque siempre reteniendo la idea de que la inferen­
cia retórica se funda en similitudes. En cambio, para com­
prender lo que distingue a un razonamiento lógico de un ra­
zonamiento argumentativo es mejor preguntarse por qué
en el primer caso se estipulan todas las premisas, y qué su­
cede cuando no se lo hace, como en el segundo.
Imaginemos a dos amigos perdidos en el bosque. Ven a lo
lejos algo así como largas cuerdas enrolladas sobre sí mis­
mas. El primer amigo le dice al segundo: «Cuidado, aquí las
serpientes son venenosas». En lugar de detenerse o cambiar
de ruta, el segundo amigo sigue su camino como si tal cosa.
¿Qué actitud implica esto respecto de la afirmación «Las
serpientes son venenosas?». El segundo paseante no cree
que el objeto divisado a lo lejos sean serpientes, o bien refu­
ta su carácter venenoso. Pone en cuestión el sujeto y el he­
cho asociado (<cc es una serpiente»), o el predicado (x es sin
duda una serpiente, pero las «x no son y», es decir, veneno­
sas). Supongamos ahora que la puesta en guardia no habi­
lite ninguna contestación. En ese caso se habría tenido que
decir: «(1) todas las serpientes son venenosas; (2) lo que se
ve a lo lejos son serpientes; luego, (3) los que bloquean nues­
tra ruta son seres venenosos». Con las premisas 1 y 2, la
conclusión 3 es irrefutable, necesariamente verdadera. Se
dice que es apodíctica. Empero, como el paseante continúa
su ruta pese al alerta, las que plantean problemas para él
son las premisas, y además el primer paseante no las men­
ciona. No dice que todas las serpientes son venenosas ni lo
que él ve son efectivamente serpientes. Él presupone estas
dos aserciones de manera indirecta, implícita, para decirle a
su amigo que preste atención. Y dichas aserciones no tienen

100
nada de evidente, e incluso la primera premisa es falsa, pe­
ro es bueno actuar en la vida como si fuese verdadera.
Ahora se comprende mejor, a contrario, por qué una in­
ferencia lógica debe especificar todas las premisas: es preci­
so que ya no haya espacio posible para un cuestionamiento
que se volvería necesariamente contra la validez de la con­
clusión. Dado que una afirmación sólo puede ser objetada a
nivel del sujeto o del predicado, el razonamiento lógico re­
quiere una premisa que resuelva, a priori, la cuestión refe­
rida al sujeto, y otra premisa que impida cualquier cuestión
referida al predicado. Las premisas son las respuestas a
priori a las cuestiones que podrían plantearse: al suponer
verdaderas las respuestas a tales cuestiones hipotéticas, se
excluye la posibilidad de que estas surjan efectivamente.
Las premisas son los medios por los cuales el razonamiento
excluye a priori toda alternativa, puesto que sólo deja espa­
cio a una única respuesta posible. Lo proposicional se cierra,
pues, sobre sí, al desplegar un orden de resultados que pare­
cen derivar nada más que de ellos mismos y por la sola nece­
sidad de aquello que los vuelve necesarios. La conclusión
debe entonces emanar de las premisas, porque nada per­
mite objetar la pertinencia del predicado («todos los hom­
bres son mortales»), ni la de la premisa referida al sujeto («x
es un hombre»). Si se aceptan estas dos premisas, será obli­
gado concluir que la que dice <a es mortal» es verdadera, sin
discusión posible.
Un razonamiento lógico es necesariamente verdadero
porque no autoriza ninguna alternativa, ninguna puesta en
entredicho: nos hallamos en el puro «responder», en lo pro­
posicional, para ser más exactos. No ocurre esto en retórica.
Se puede atacar el sujeto o el predicado de un argumento,
desde el momento en que no se ha dem andado admitir res­
puestas previas que excluyan esa puesta en cuestión.
Otro ejemplo: Bruto ha matado a César. ¿Cómo puede
Bruto defenderse y hasta rebatir esa afirmación? Tiene a su
disposición dos estrategias: la primera consiste en atacar el
sujeto; la segunda, en atacar el predicado. En el primer ca­
so, dirá: «No, no soy yo, Bruto, el que le asestó el golpe fatal
a César», o bien: «Es que César no ha muerto: en este mo­
mento está en Roma», lo cual explica que, en materia de crí­
menes, siempre hace falta un corpus delicti. La segunda es­
trategia no niega el hecho («Sí, soy yo, Bruto, el que efectiva­

101
mente mató a César»), pero objeta el predicado sosteniendo,
por ejemplo: «Lo que hice no fue matar, sino liberar a Roma
del tirano». Esto es lo que los juristas llaman calificación del
hecho: asesinar es punible, defenderse es legítim o, aun
cuando en los dos casos haya muerte de un hombre.
Una inferencia retórica no es por fuerza argumentativa.
Puede tratarse simplemente de un tránsito de lo figurado a
lo literal. Cuando le digo a una joven que es bella, le estoy
significando, de manera figurada, otra cosa que tal vez no
podría expresarle literalm ente sin caer en la vulgaridad.
Dado que una figuratividad, siempre problematológica,
puede dar lugar a distintas lecturas, mi afirmación puede
implicar en principio otras respuestas, lo cual deja espacio a
varias relaciones posibles (relaciones que quedan excluidas
si le digo que es fea, puesto que la pluralidad de las conduc­
tas de aproximación se verá anulada por una sola respuesta
posible a esta afrenta: el alejamiento). La figuratividad des­
plaza al campo del auditorio la respuesta que conviene
aportar: esto da más libertad y tiempo de reacción y, por lo
tanto, de elección.
No hay inferencia sin recurso a lo no problemático. Si
todo fuera problemático, no podríamos comunicarnos, y si
nada lo fuera, no tendríamos nada que decimos. Todo el ar­
te del orador consiste en apoyarse sobre lo que es no proble­
mático para él y para el auditorio; se lo llama topoi o lugar
común, que permite transformar lo problemático en reso­
lutorio y pasar de lo uno a lo otro.

2. La ley de unidad del campo


retórico-argumentativo: rx----->qx • q2
La argumentación ha sido siempre opuesta a la retórica.
Sin embargo, en el tránsito de lo figurativo a lo literal hay
también enjuego una inferencia.
La argum entación se impone cuando la cuestión es
debatida explícitamente y, en lugar de servir la respuesta
ya lista, es preciso encontrar argumentos que permitan al­
canzarla. El auditorio es más apremiante, más «contestata­
rio», y si el locutor empezó por la respuesta, esto implica que
será puesta en entredicho. Aparece un continuum que va de

102
la retórica a la argumentación, de la respuesta supuesta­
mente encargada de eliminar y resolver una interrogación
al enjuiciamiento tajante de las respuestas. Este continuum
no impide la gradación, pero revela la unidad de un proce­
der cuyo principio es importante despejar. Esta es la razón
por la que se habla de retórica en sentido amplio, que englo­
ba a la vez la argumentación —en la cual se opone tanto co­
mo se propone— y la retórica en sentido estricto (o retórica
como procedim iento y no como disciplina), en la que sólo
cuentan el estilo y el «hablar bien» dirigidos a sugerir o a ha­
cer actuar. Tomemos un solo ejemplo, que nos conducirá a
esa ley general, única, de principio, que es ley del logos retó­
rico. Si se dice «Hace frío», se puede del mismo modo:
(1) sugerir con ello que hay que ponerse el abrigo, aun­
que se lo diga de otra manera;
(2) dar un argumento, una razón, para ponerse el abrigo.
El punto en cuestión es, por supuesto, el tiempo que ha­
ce, pero lo que constituye una cuestión es la respuesta a
aportar. Ahora bien, el hecho de que nadie haya planteado
expresamente esta cuestión —si se lo hiciera, el proceso se
detendría— implica que se plantea otra, subyacente, inser­
ta en el contexto. Lo que está en discusión no es «¿Qué tiem­
po hace?», que tenía aquí su respuesta directa, sino, debido
a que nadie ha formulado esta cuestión, más bien otra, como
«¿Qué se debe hacer?». En términos formales que resumen

(Di-!--- >qrq2
el proceso:

Lo expresado remite ( ----- >) al tiempo que hace (q1), del


que es literalm ente cuestión, mas como la cuestión no fue
literalmente planteada, está enjuego otra (q2), y r1 remite
también a ella. La respuesta de q2 es r2, de lo cual se deduce
que decir r1 significa que se quiere decir r2. Decir que hace
frío es decir que hay que ponerse el abrigo.
(2) rx = r2
Empero, se podría expresar esto de otro modo y sostener
que «hace frío» implica que es preciso ponerse el abrigo, en
cuyo caso se trata de un argumento, de una razón para
hacerlo. De esto resulta la otra traducción de (2).
(3)r1-—-» r2
M ientras que (2) compete a la retórica como procedi­
miento (de respuesta), (3) nos sumerge en la argumenta­
ción. Toda argumentación se funda en la inventio, pues hay

103
que descubrir r2 entre las numerosas respuestas que deri­
van de rj. Inversamente, para llegar a concluir r2, el orador
debe encontrar rx como argumento. Si se pasa a la argumen­
tación concebida esta vez como erística, es decir, como con­
testación pura y simple, se tiene la formulación siguiente:
r2— >qrq2
ahora bien, rj
luego, r2
pero se objeta r2, que se justifica hacia atrás por rr En con­
secuencia, no hay — >: r 1- T^ r2, y r2 qj ■q2. Q2 per­
manece abierta, lo cual hace que se tenga r2 o no-r2. La úni­
ca diferencia con la formulación (1) es que aquí se parte de
una respuesta y, al objetarla, se pone en tela de juicio aque­
llo que la justifica y de lo cual ella debe resultar. Se puede
expresar el proceso de otra manera:
<ll-- >r l
q2^ r2
luego rx r2
yaque rx----- >qx' q2
y que r2_7^ q 1 q2
no se puede afirmar que decir rx sea decir r2; en términos
argumentativos, el hecho de decir r1 no permite sostener r2.
«Decir r 1 es decir r2» es una fórm ula equivalente a
«rj----- >r2» o «r1, luego r2». Decir que es la una es decir que
es hora de ir a la mesa. El hecho de que sea la una es una
buena razón para ir a comer, es un argumento para hacerlo.
Observemos que, cuando no existe esa simetría entre «decir
A es decir B», y «A es un argumento para B», estamos obli­
gados a traducir el desvío, la diferencia, mediante una for­
mulación que conserve, sin embargo, un efecto de pasarela:
se trata del lenguaje de lo figurado y lo literal. Decir que
Ricardo es valiente equivale a decir que es un león, pero no
representa un argumento para ser un león; por lo tanto, es
una manera figurada (metáfora) de decirlo. El recurso a la
veTsión argum entativa, con o sin la conclusión explícita
«pasemos a la mesa» para «es la una», o a la versión retórica,
puram ente narrativa, sin que se acentúe una inferencia
cualquiera, es asunto de contexto. R: ----->qx • q2 es, simple­
mente, la ley de unidad del logos en la retórica concebida en
sentido amplio, lo cual abarca tanto las identidades figura­
tivas de la retórica stricto sensu como las diferencias entre
proposiciones enlazadas, propias de la argumentación.

104
Dicho esto, la cuestión que se plantea con una fórmula
como «rx» es «r2» consiste en saber qué tipo de relación hay
entre r x y r2, relación que esta fórmula escamotea. Nada
permite afirmar que «decir r1 es decir r2» implique que «rj =
r2», pues, rigurosamente, sólo «rj» es «r2» (las comillas tra­
ducen el metalenguaje, el decir de rj o de r2), y no rj que es
r2. «Es la una» no es «vamos a comer». Lo equivalente es de­
cir lo uno por lo otro. Decir «es la una» equivale, en el contex­
to, a decir «es hora de pasar a la mesa», pero no se puede sos­
tener que estas dos afirmaciones sean idénticas, en el senti­
do en que «el marido de Josefina» es idéntico a «Napoleón».
La retórica tiene precisamente esta función de volver idén­
tico, por economía, aquello que literalm ente no lo es. Se
comprende así de inmediato lo que se halla en cuestión. El
contexto de la interlocución desempeña un papel esencial.
Llamemos «contexto» al saber com partido del que creen
disponer los interlocutores acerca de la cuestión en juego.
Cada uno dispone de un saber al respecto, y cada uno sabe
que el otro sabe tal o cual cosa, y que el otro, además, sabe
que él lo sabe. El contexto es el saber de este saber del otro.
Orador y auditorio pueden decirse: «Yo sé, y sé que sabes lo
que sé». Este saber mutuo, común, crea una situación que
permite silenciar muchas respuestas sin dejar de m ovili­
zarlas.
Hay que distinguir, pues, «ra» = «r2» porque rx = r2, de
«r-|» = «r2» porque r1 es una buena razón para afirm ar r2. Si
mi hijo vuelve de la escuela con una mala nota, esta es una
buena razón para decir que no ha estudiado, pero no es esto
lo que hace que no haya estudiado. Simplemente, prefirió
jugar en vez de hacer sus deberes, pero de aquí se puede in­
ferir que, como no estudió, obtuvo, a título de consecuencia,
una mala nota.

3. La ley de distancia entre


individuos A L = A (E-P)
Si bien rx----->qj • q2 es la ley de unidad del logos, no hay
que perder de vista que el contexto de interlocución remite
también a una distancia. El ethos y el pathos están separa­
dos por cierta distancia A, por una diferencia que el juego so­

105
bre el logos no permite borrar forzosamente, si esa es la me­
ta de la relación. Es por esto que muchas argumentaciones
se desplazan del ad rem, en el que se discute sobre la cues­
tión en sí, al ad hominem, en el que se implica al interlocu­
tor. Sin atacarla, se va sencillamente de una argumentación
objetiva a un cuestionamiento subjetivo mediante el cual se
pone en tela de juicio lo que el otro es, piensa o hace. Cuando
no se puede responder a un argumento concreto, se interpe­
la al orador, objetándolo; por ejemplo: «¿Quién es usted para
decir semejante cosa?», o: «Y usted, que defiende esa posi­
ción, ¿qué hizo cuando estaba en el poder?». Este tipo de pro­
ceder, en el que se interpela al orador y no se objeta el argu­
mento examinado, descansa sobre un principio muy simple
de la vida diaria: el principio de adherencia, según el cual yo
soy «en» lo que digo. Si alguno no está de acuerdo con mis
opiniones, no está de acuerdo conmigo, pues en cierto modo
es a mí mismo a quien pone en entredicho. Todos estamos
implicados en nuestras creencias y en nuestro discurso, y si
alguien los desaprueba nos pone indirectamente en tela de
juicio. Con frecuencia se hiere a las personas al rechazar sus
pareceres, al desaprobarlos, y a veces al no seguir el mismo
camino. Esto explica el papel positivo que cumplen en las
relaciones sociales las fórmulas de cortesía, a veces huecas y
puram ente aduladoras. Ellas anulan el efecto de la dis­
tancia, obrando como si esta no existiera. Si alguien es de la
misma opinión que nosotros, esto nos agrada, nos sentimos
respaldados y estimamos más a nuestro interlocutor por
esta sola razón, prueba de que hay correspondencia entre el
logos y la implicación personal.
El recurso al ad hom inem nunca es otra cosa que un mo­
vimiento de explicitación y focalización sobre quienes inter­
vienen en la relación retórica. Ahora bien, esta relación está
siempre teñida, de manera implícita y evidente, por la im­
plicación de los individuos, que se sienten cuestionados
tanto por los interrogantes que se plantean como por las
respuestas, las cuales son también, indirectamente, cues-
tionamientos potenciales. Si alguien le dice a otro que él no
habría hecho esto o aquello que, en cambio, sí ha elegido ha­
cer su interlocutor, este último se preguntará inevitable­
mente por la oportunidad y el valor de sus propias orienta­
ciones. Y, con frecuencia, terminará rechazando al otro por
haber planteado ese punto, que constituye casi una des­

106
mentida de lo que él es. Una sociedad que fragiliza cada vez
con m ás ferocidad a las personas no puede m enos que
acelerar este tipo de reacciones. A fin de cuentas, estas son
consecuencia del principio de adherencia, según el cual uno
está siempre implicado en lo que le dice al otro y en lo que el
otro nos confía. Para experimentar este tipo de sentimien­
tos no hace falta encarar directamente al otro, o que él nos
encare a nosotros. El otro es en sí una cuestión que se nos
dirige, del mismo modo en que nosotros lo somos para él, al
margen de todo discurso y con mayor razón cuando algún
discurso se instala entre nosotros. Por consiguiente, si no
podemos actuar sobre A L (las diferencias entre los indivi­
duos que el discurso concreta), es decir, la diferencia tal co­
mo se traduce en y por el logos, nos desplazamos hacia la
distancia intersubjetiva que le corresponde y que no es otra
que la diferencia entre el ethos y el pathos, A (E-P). Después
de r1----->qi ■q2, aquí tenemos la segunda ley fundamental
de la retórica:
(2) A L = A (E-P)
Es probable que aquello que la acción por el logos no
permite realizar lo consiga el trabajo sobre la distancia in­
tersubjetiva que viene a sustituirlo, puesto que, desde el
punto de vista retórico, ambos planos son equivalentes.
Esto significa que es posible traducir la distancia entre los
individuos tanto actuando sobre el logos, que traduce la
cuestión enjuego, como trabajando directamente sobre la
distancia intersubjetiva misma. Lo que la ley 2 expresa es
que los dos procederes son equivalentes. El logos movilizado
con ese fin debe traducir la distancia que se quiere dismi­
nuir, mantener o incrementar, según los casos, lo cual recibe
el nombre de figuras-, más precisamente, el de figuras de
pensamiento. Ellas traducen la manera en que el orador le
expresa al auditorio sus respuestas sobre la distancia que
los separa. E stas figuras tien en por finalidad y efecto
traducir la distancia, minimizar el potencial problemático
de lo que nos separa del otro («Yo no soy experto como us­
ted. . .»), como en el cleuasmo, o de lo que lo separa a él de
nosotros («Usted, que es un gran experto en la materia, sabe
que. . .»). Pero también se puede insistir en la proximidad
con el otro («Yo soy como usted, pienso que. . .»), sobre la co­
munidad que él forma con nosotros («Usted es como yo, tie­
ne. . ., por lo tanto. ..»).

107
Gracias a este principio de adherencia, que aplica siem­
pre una dimensión ad h o m inem sobre el a d rem en apa­
riencia más alejado de ella, toda relación argumentativa se
revela más o menos retórica, y el efecto de la argumentación
(pathos), así como la intención subyacente (ethos) que ani­
ma a un locutor aparentemente neutral y objetivo, permiten
captar la estructura y la forma de los argumentos. Estable­
cer una teoría general de la argumentación que responda a
este criterio será la tarea que emprenderemos ahora.

108
Las formas de la argumentación

1. ¿Qué es un argumento?
Un argumento es una razón para pensar o para actuar.
Se suele proponer, sin embargo, otra acepción: se argumen­
ta cuando no se está de acuerdo. Un argumento es entonces
una oposición y no una razón, un desacuerdo y no una solu­
ción para ponerle fin. Tercera perspectiva: un argumento es
un entimema, es decir, el producto de un razonamiento sub­
yacente e implícito. ¿Cómo conciliar todas estas definiciones
de la argumentación y darles un sentido que preserve su di­
versidad en el seno de una concepción unificada?
Para responder a esta exigencia, comencemos por algu­
nos ejemplos. Si alguien dice que hace buen tiempo, es por­
que tiene una cuestión en mente y la trata enunciando lo
que es para él la respuesta. Si la enuncia, es porque juzga
que la cuestión se plantea en el mismo momento de decirla.
Ahora bien, al tiempo que la lógica se asienta en el análisis
del valor de verdad, y la pragmática, en el uso de las pala­
bras, la retórica se ocupa de las razones por las que se plan­
tea una cuestión subyacente. Esto puede traducirse así:
1) «Hoy hace buen tiempo»
es una frase que significa, en el plano de la enunciación, la
apreciación por el locutor de que, dado el contexto del dis­
curso, se habría podido pensar lo contrario. Hace buen tiem­
po, pero había razones para pensar lo contrario. Esto im­
plica, por ejemplo, que la cuestión se plantea porque las cir­
cunstancias del momento desentonan y hay entonces, en la
comprobación efectuada en 1, algo sorprendente sobre lo
cual se desea llamar la atención. De aquí deriva, en térmi­
nos de enunciación y no de enunciado, la lectura que convie­
ne hacer de 1.
1’) «Hoy hace buen tiempo, pero se habría podido pensar
lo contrario (si no, yo no lo hubiera dicho)».

109
Detrás de 1 y 1’ está la idea según la cual, en la estación
actual, el tiempo es en general malo y, por ende, el tiempo
del día de hoy debe serlo igualmente. Sin embargo, no es es­
to lo que ocurre, lo cual pone de algún modo en tela de juicio
la regla general. Aquí se advierte con claridad el vínculo en­
tre argumento y razonamiento, aun cuando sea implícito.
Hay una cuestión que se plantea respecto de la situación
habitual, que la excluye, y se comunica al otro el hecho de
que ella se plantea: el argumento es entonces una opinión
sobre esa cuestión, opinión que constituye, por este mismo
motivo, una respuesta. La razón de esta respuesta reside en
el razonamiento subyacente, propio del clima estacional,
pero en este caso el razonamiento se muestra defectuoso,
por cuanto, sin embargo, pese a todo lo que habría podido
esperarse, hoy hace buen tiempo. «Hoy hace buen tiempo»
es una razón para oponerse a las ideas corrientes acerca del
clima habitual en esta estación. Encontramos así las tres
definiciones antes citadas: un argumento es una razón para
pensar ciertas cosas desde un ángulo distinto; expresa con
ello una oposición a lo que constituye la opinión corriente (si
una cuestión no se planteara, no se mencionaría la respues­
ta, que sería inútil, pues no sorprendería), y, por último, en
cuanto respuesta, un argumento es una razón para pensar
otras cuestiones, puesto que la respuesta suscita cuestiones
anexas. De manera concomitante, se verifica rx ■——>q1 • q2
Esto hace que toda verbalización sea potencialmente argu­
mentativa, rebatible o capaz de acarrear consecuencias que
ella no contiene literal y directamente. En sí, «Hoy hace buen
tiempo» no es una argumentación pero sí un argumento,
puesto que se estima que lo que se piensa del clima de la es­
tación, por ejemplo, es discutible. Constituye una dirección
para el pensamiento. Un argumento es una respuesta que,
por el sesgo de cuestiones subyacentes, conduce a otras.
Crea una alternativa, dado que suscita una cuestión: la ex-
prqgada por 1’.
La tesis defendida aquí sobre lo que es una argumenta­
ción puede ser sustentada en otros ejemplos. Tomemos los
que el propio Aristóteles invocó o que es posible construir a
partir de ellos.
2) «Sócrates tiene la cara enrojecida»;
= 2’) «Sócrates tiene la cara enrojecida, pero se habría
podido creer que no era así».

110
Por lo tanto, no se halla en su estado habitual. Se plan­
tea entonces el problema de saber qué le sucede y, dadas las
circunstancias de su vida, se puede considerar 2 como un
argumento para pensar que está enfermo (aunque podría
estar borracho, si se hubiesen tenido razones para pensar
que era dado a la bebida).
3) «César conserva sus legiones consigo al retomar de la
Galia».1
Empero, 3’) «Habría podido no hacerlo».
Se plantea aquí una cuestión de la cual derivan otras,
pues aquel que quiere asignarse tropas personales tiene, en
general, miras dictatoriales; así, es posible temer de César
un golpe de Estado, a diferencia de Pompeyo, que desmovili­
zó a sus tropas y las dejó en manos del Senado. Los genera­
les que se deshacen de su guardia personal tendrán dificul­
tades para adueñarse del poder. Habría podido pensarse
que César respetaría las leyes de la República. Sin embar­
go, no fue así, como lo especifica 3, y por lo tanto es legítimo
sostener que lo que pretende es hacer caer al régimen mili­
tarmente. La sorpresa es registrada en 3 y sirve de argu­
mento para inferir la intención de César.
Un argumento como «Hoy hace buen tiempo» es una ra­
zón para pensar algo (r2) a propósito de una cuestión (q2) no
expresada literalmente en la cuestión (qx) que esa respues­
ta (r1) resuelve. No es cuestión del tiempo en 1; tampoco es
cuestión del color de la cara de Sócrates en 2, o de la actitud
de César frente a sus tropas en 3. Hay, en cada oportunidad,
otra cuestión enjuego (q2), que no es dicha literalmente, si­
no sugerida indirectamente a través de una opinión general
que se rebate, de un razonamiento que conviene hacer, como
en 2, o de una respuesta que se impone sobre la acción veni­
dera, como en 3. «Hace buen tiempo» es un argumento para
pensar de cierta manera; es una frase que orienta la mente
hacia otras cuestiones que el contexto permitirá identificar.
Si una persona se dirige a otra, es porque tiene una cues­
tión en mente, un problema que la moviliza. La cuestión es
subyacente y no idéntica, en su letra, a la aludida por las pa­
labras utilizadas. Si le digo a mi interlocutor: «Mira, los pre­
cios han aumentado otra vez», pese a que él no ha pregunta­
1Aristóteles: «De este modo, para probar que Dionisio intenta la tiranía
al pedir una guardia, se alega que Pisístrato, aspirando a ella, pidió una guar­
dia y, una vez obtenida, se hizo tirano» (Rhétorique, 13576, tr. fr. Ruelle).

111
do nada al respecto (no planteó la cuestión: «¿Han aumenta­
do los precios?»), es porque quiero decir otra cosa, y mi ver-
balización es el argumento de esa otra cosa. Esto le permite
inferir la verdadera respuesta que quiero defender: por
ejemplo, los precios habrían podido continuar estables, pero
en ese momento fue introducido el euro y, por lo tanto, el eu­
ro es el responsable. O incluso, si mi interlocutor es un co­
merciante, estoy sugiriendo que ahora cobra muy caro.
Esta lectura en la que hay remisión a una alternativa se
aplica a todas las enunciaciones: «Ayer vi a su hijo» signi­
fica, puesto que habría podido no verlo, que este hijo habría
tenido que estar probablemente en otro lado (ahora bien,
¿dónde?); o incluso, si digo: «Ahora los trenes atrasan siem­
pre», estoy indicando que, dadas las promesas de la compa­
ñía de ferrocarriles, se habría podido creer lo contrario. Lue­
go, dichas promesas son engañosas, porque, en principio,
hay derecho a pensar que los trenes deben partir a horario,
que el hijo de mi interlocutor estaba en la escuela, que Cé­
sar iba a desmovilizar a sus tropas, que el tiempo iba a ser
malo, etc. Un argumento suscita cuestiones, y es un argu­
mento precisamente porque las suscita. El hecho de decir al­
go basta para llamar la atención sobre una cuestión, y esto
lo convierte en un argumento para pensar de una manera
determinada. Hablar sugiere un sentido y, por lo tanto, una
dirección que está sobrentendida y que las palabras dichas
nos invitan a tomar.

2. La estructura formal de la argumentación:


el cuadrado argumentativo
Para que una argumentación tenga fundamento es pre­
ciso. desde luego, que las cuestiones se encadenen de ma-
ntífa'pertinente y que haya auténticas alternativas enjue­
go, alternativas respecto de las cuales —al revés de lo que
sucede en la ciencia— las respuestas derivadas de ellas
sean problemáticas, refutables. La argumentación es mera­
mente probable, verosímil, pero también puede presentar
tanta evidencia que pase por irrefutable y verdadera.
El mecanismo subyacente es, desde el punto de vista for­
mal, simple: A/Á y B/B están vinculadas entre sí de tal modo

112
que decir A es decir B, o decir que A implica B, excluyéndose
en este caso tanto no-A (simbolizada por Á) como no-B (o B).
Se observa claramente este tipo de argumento en materia
de protección vial, por ejemplo: «Hay que elegir: o beber o
conducir», donde se sobrentiende que beber es peligroso pa­
ra la conducción automovilística (topos o lugar común), y
que si uno bebe (A), será más probable que tenga un acci­
dente (B) que si no bebe. Encontramos esta clase de razona­
mientos en innumerables situaciones: «El café es excitante,
después de las 4 de la tarde no lo bebo más», o «La decisión
de presentarme de nuevo a la elección presidencial merece
reflexión, así que voy a reflexionar sobre ello» (Jacques Chi­
rac); he aquí otras tantas conclusiones retóricas, y en oca­
siones falaces (no se reflexiona sobre presentarse o no pre­
sentarse para semejante cargo por una razón tan exigua y
formal). ¿Cuál es, entonces, el nexo entre estos ejemplos y
los que se han dado hasta aquí: el de la guardia personal de
César o de Napoleón, cuya presencia hace temer una dicta­
dura militar, o el de la cara roja de Sócrates, que lleva a pen­
sar en la fiebre?
Para percibir mejor lo que todos estos razonamientos
tienen en común, conviene remitirse a la estructura cardi­
nal del vínculo cuestión-respuesta y al modo en que, gracias
al lenguaje, sea o no verbal, ella se m anifiesta en el pen­
samiento humano.
Lo que está fuera de cuestión y lo que está en cuestión co­
existen y deben ser identificados y diferenciados ya en la es­
tructura proposicional de la respuesta. Se trata del nexo su­
jeto-predicado. Un sujeto y un predicado son, en sí, indife-
renciables: el predicado «ser [o estar] rojo», por ejemplo,
comprende el conjunto de los seres que son [o están] rojos.
Por lo tanto, lo rojo es como una abreviación, como un con-
densado, que permite hablar de seres por otra parte diferen­
tes desde un mismo punto de vista (que debe abrir alguna
cuestión). «La sangre es roja» significa, sin duda: «La sangre
es algo que forma parte de los seres (de las sustancias) que
son rojos». De este modo se anula aquello que diferencia a
todos estos seres, pues la sangre, el tomate o una bandera
no tienen nada de semejantes como no sea este color, por lo
demás puramente ocasional en el caso de la bandera (y has­
ta en el caso del tomate, que a veces es verde, o en el de la
sangre, que a veces es negra, pero esto es aquí superfluo).

113
El proceso intelectual de base que traduce la movilidad
del pensamiento no comienza con categorizaciones estable­
cidas y en las que todo está ya clasificado —por ejemplo, en
rojo, verde y azul, en tom ates, banderas y sangre— . Hay
predicados y atributos P que se aplican a d istin to sx y a d is­
tintos y, los cuales son Q, R, Z, por ejemplo, y entre los Q hay,
ciertamente, distintos x, pero también distintos y, que son
R, y los R son tanto y como z, y así sucesivamente. Esta es la
base sobre la que funcionan las asociaciones en el pensa­
miento: Ricardo es valiente, el león también, por lo cual se
dice que Ricardo es un león. El tropo hace desaparecer una
interrogación convirtiéndola en una respuesta que no pue­
de ser tomada literalmente como tal; ahora bien, presen­
tada como respuesta, evita tener que ir a buscarla. El tropo
es, por consiguiente, una respuesta expresam ente pro­
blematológica que permite ahorrarse respuestas literales,
debido a lo cual no habrá que buscarlas una por una. Aun­
que se las dé por sobrentendidas, de todas formas están in­
determ inadas. Dicho esto, el pensamiento procede habi­
tualmente interrogándose más en profundidad: ¿Cuáles son
los y que son cornos: al ser P? ¿Son también Y? ¿Y los y son Q
porque los x a los que se parecen son igualmente Q? Todos
estos interrogantes pertenecen a la argumentación, pues
los predicados conocidos dan lugar a argumentos aptos para
concluir en la identidad o, por el contrario, en la diferencia.
El león es cuadrúpedo, como el cerdo o la mesa, y la mesa,
por ejemplo, es de color marrón, pero este coche también, o
aquel traje; surgen así otros rasgos comunes con individuos
cada vez diferentes y que a su vez evocan, no obstante, ras­
gos comunes, etcétera.

P Q R
\
\
\
S
\
\ .......
x y z

En un sistema de esta índole, si no se dispone de un cri­


terio de detención y, por lo tanto, de decisión, nada autoriza
a terminar las sustituciones en un punto más que en otro.
La mente, dejándose llevar por cadenas de identidad más o

114
menos débiles, ya no puede determinar en verdad cómo son
exactamente las cosas. Todo es problemático, todo está in­
serto en múltiples alternativas, de manera que la mente ja­
más puede concluir nada preciso. Para lograrlo, hay que ser
capaz de responder disociando los predicados, que vuelven
homogéneos e indiferenciados a los seres que los poseen. Es­
tos pueden ser muchas otras cosas, tener múltiples atribu­
tos, que por consiguiente hay que poder indiferenciar y rea-
grupar igualmente metiéndolos en el sujeto, en el que que­
dan como relegados. El tomate es como la sangre pero no es
la sangre, y los dos sujetos se distinguen cabalmente por un
conjunto de propiedades que no se mencionan, aun cuando
están como «contenidas» en ellos. Sin esta demarcación en­
tre el sujeto y el predicado, gracias a la cual una respuesta
puede detener el pensamiento, nada impide efectuar susti­
tuciones basadas en analogías parciales (y, en última ins­
tancia, infinitas). Una mesa es (en cierto modo) un caballo
(cuatro patas), es un uniforme militar (el color marrón), etc.
«Sócrates» es un individuo, pero también un conjunto de
atributos (calvo, griego, bajo, etc.) que remiten a otros indi­
viduos, y por lo tanto a otros predicados, y por lo tanto a otros
individuos, y así sucesivamente hasta el absurdo. Para li­
brarse de esta búsqueda infinita, uno se detiene en determi­
nado punto diciendo simplemente «Sócrates», pues se so­
brentiende que aquello de lo que es cuestión le concierne so­
lamente a él.
Así se explica que términos del lenguaje como «Sócrates»
reúnan y condensen un conjunto —a menudo indefinido—
de respuestas previas a las que, por ser obvias, ya no se
presta atención: forman parte de lo que se denomina la cul­
tura del grupo o de los individuos. Sócrates es el padre de la
filosofía griega, el interrogador radical; él es quien bebió la
cicuta, a quien se acusó de impío y de corromper a la juven­
tud, etc. Él es quien, pero, ¿un quien que hizo qué?; dicho de
otro modo: ¿quién es qué? Estos quien, estos qué, estos cuán­
do, estos dónde, sintetizan todas las cuestiones resueltas
que reúnen, una vez abolida la interrogatividad por dichas
respuestas, las determinaciones del término «Sócrates»,
además de que precisan quién es él.* Estas cuestiones po­
* El mismo pronombre francés «qui» corresponde a los pronombres cas­
tellanos «quien, quienes, quién, quiénes», y también a «que» como pronom­
bre, pero no en su función de conjunción. (N. de la T.)

115
drían ser planteadas de nuevo, pero la mayoría de las veces
no hace falta hacerlo, pues en general se sabe de quién se
habla, y se comparte este saber presupuesto con el inter­
locutor, aun cuando no se tengan en mente, por fuerza, las
mismas respuestas. En todo caso, se tienen en común las
suficientes como para dialogar y hacerse entender. Esto
explica la idea de que el lenguaje privado no tiene sentido
(aunque es probable que. . . la tesis sea sólo parcialmente
verdadera, pues de lo contrario no habría malentendidos).
Así pues, los términos del discurso son puntos de deten­
ción a interrogaciones en principio infinitas, ya que siempre
es posible someter a interrogación los términos utilizados,
responder con otros, y así hasta el infinito. ¿Quién es Sócra­
tes? Un griego muerto en 399 a.C. ¿Por qué esta fecha? Fue
la fecha del juicio. ¿Por qué un juicio, y cuál? Y así indefi­
nidamente. Basados en un contexto, es decir, en un saber
compartido que sabemos que el otro posee y que él sabe que
lo sabemos, podemos ahorrarnos ese proceso de regresión
interrogativa, lo cual hace que cada cual sepa de qué es
cuestión cuando los protagonistas usan el término «Sócra­
tes», sin que esto implique conocer todo lo que el otro sabe.
Para dar cuenta de la estructura argumentativa de una
manera general y, por lo tanto, formal, hay que recurrir a lo
que podemos llamar cuadrado retórico, aunque por ahora se
trate sólo de argumentación. La forma general de un argu­
mento r j ----- >r2 es la siguiente:

Cuadro 5.

P Q

X y

Si P(x), entonces Q(y): «Si hace frío, ponte un abrigo», o


«Si César quiere una guardia personal, la dictadura no está
lejos» (podríamos agregar: «Hay que desconfiar de él», o «Va
a tomar el poder», etc.). Esto tiene que leerse de la siguiente
manera: «Tú eres x, luego tú eres Q = Si no te pones un abri­
go, corres el riesgo de tener frío», o «.. .por lo tanto, ponte un
abrigo».

116
P = tener frío Q = ponerse el abrigo

que corren el riesgo que se ponen un abrigo


de tener frío

Si x es P, entonces es también un y que es Q. Los «x son


y», porque los P son Q. Como puede verse, no se trata de un
enunciado dicho: es la premisa trunca del entimema, caro a
Aristóteles. Aquí, el hecho de que x forme parte al mismo
tiempo de los P y de los Q permite prescindir de la premisa
silogística, pero nada impide transformar el argumento en
silogismo clásico:
Todos los P son Q
ahora bien, x es P
luego, x es Q

Tal es la forma más clásica que hay del silogismo, del


tipo: «Todos los hombres son m ortales; Sócrates es un
hombre; luego, Sócrates es mortal». La argumentación es
más problemática, pues P(x) es un argumento para Q(y),
pero se podrían sacar otras conclusiones (R, S, T, U, y no Q,
sobre la base de otras propiedades: «Hace frío, te vas a res­
friar», por ejemplo), e incluso negar Q(y). Al respecto, vea­
mos nuevamente el ejemplo de Aristóteles: Sócrates tiene la
cara roja; luego, tiene fiebre (podría haber bebido o haberse
expuesto al sol). Formalmente, esto da:

tener la cara roja P Q tener fiebre

Tfenemos una identidad parcial «enrojecimiento de la ca­


ra = fiebre», y esto es entonces un argumento, sin duda pro­
bable en ese contexto preciso (Sócrates no bebe nunca y po­

117
ne mucha atención en no exponer demasiado su piel al sol).
Un argumento es, pues, una respuesta que elimina la pro­
blematicidad de una cuestión transformando lo problemáti­
co en no problemático; pero nada impide que lo problemáti­
co resuija, puesto que el argumento es sólo una manera de
hacerlo a un lado, y no de resolverlo en forma absoluta. La
retórica, incluso cuando es argumentación, constituye un
procedimiento para responder aunque lo problemático sea
insoslayable. Es también una manera de privilegiar ese he­
cho de responder al cuestionamiento, a veces transforman­
do simplemente de manera formal lo que no se presta a tal
inversión. Esto explica que se acuse a la retórica de manipu­
ladora, así como la indispensable apelación a ella en mate­
ria de ideología y propaganda.
En «Tbdos los hombres son mortales, etc.» y «Si hace frío
nos ponemos el abrigo» se percibe claramente que la mayor
problematicidad del segundo ejemplo descansa sobre la
identidad, que es parcial:
Todos los P son (j¡

luego, x es y, pues ningún x podría ser sino y.


Esto no sucede en
P(*), Q(y)
donde los x que son P no son forzosamente y que son Q. Se
puede tener frío sin estar entre las personas que se ponen
un abrigo: los x y los y no se recubren. P(x) es un argumento
para Q(y), para ser de aquellos (los y) que se ponen un
abrigo, porque x es a la vez P y Q, sin que Q se aplique sola­
mente a los x.
La estructura formal de una argumentación es, de he­
cho, siem pre la m ism a, y el cuadrado argum entativo lo
m uestra a las claras. En el ejemplo «César (x) pide una
guardia personal (P); por lo tanto, es peligroso para los otros
Q(y)», tenemos el cuadrado siguiente:

P Q

118
César es, a la vez, demandante de una guardia personal
(P) y capaz de tomar el poder (Q); x forma parte de los y, es
un y (hay otros), y, además, podría no serlo, salvo que se
planteara que todos los P son Q. También se puede escribir:

los que quieren P Q los que instauran


u n a guardia privada una dictadura

x y
César Pisístrato, etc.

César es un Pisístrato

Las figuras retóricas obedecen al mismo principio de


identidad, salvo que esta se vuelve cada vez más exigua.
«Ricardo es un león» supone, al comienzo, una propiedad
común (el valor), llamémosla C, lo cual da:

"león

C = hacer gala de valor

No hay argumento P(x), Q(y) en el caso de las figuras de


estilo. Se trata, ciertamente, de respuestas que han trans­
formado la problematicidad en enunciados no problemáti­
cos, pero no hay razón r1 r2 enjuego.
¿Qué sucede entonces con los tropos en general? La cade­
na sustitutiva de propiedades e individuos encuentra una
respuesta de condensación de la cadena a través de la figura
de estilo. Si digo: «Ricardo es un león», o «Víctor Hugo es una
gran pluma», o «Los años dan sabiduría», interrumpo la
sustituibilidad propiedades-individuos por medio del tropo.
tener valor W P hombres Q animales

z x y
Ricardo león

119
X es y porque ambos forman parte de los z, que se omite
mencionar. El mismo esquema se aplica a la metonimia con
Victor Hugo, o a la sinécdoque con el ejemplo de la edad. Se
tiene una respuesta, la cual resume la cadena que atraviesa
a propiedades e individuos ad infm itum . No hay aquí nada
que corresponda a la argumentación, porque no se puede
decir: «Si Ricardo es un hombre, entonces el león es un ani­
mal». El tropo se caracteriza precisamente por las rupturas
causadas en el cuadrado argumentativo, lo cual consagra la
no literalidad de lo verbalizado.

3. ¿Cómo funciona el proceso argumentativo?


Puesto que la relación retórica está estructurada según
el eje ethos-pathos-logos, es conveniente examinar las pro­
blemáticas que esto trae aparejadas. Pues bien, dicho eje re­
produce las grandes cuestiones que debió afrontar siempre
la humanidad: uno mismo, el otro y el mundo. Estas tres
grandes problemáticas definen los principios últimos del
pensamiento: la identidad para sí o ethos, la contradicción
para el otro o pathos, y el principio de razón, la causalidad,
para logos, que se concentra en el orden del mundo y lo des­
cribe. Esto explica que una de las primeras conductas argu­
m entativas sea detectar contradicciones, incoherencias e
incompatibilidades. La refutación o la dialéctica. La contra­
dicción define la distancia máxima con el otro, así como la
no contradicción remite al acuerdo posible, a la coexistencia
con el prójimo, lo cual explica el papel constitutivo de la opo­
sición, de la puesta en cuestión, que afecta al pathos. Mas
están también el cuidado de la identidad y de sus transfe­
rencias, así como la transitividad, que la m antiene. «Los
amigos de nuestros amigos son nuestros amigos», lo cual es
a ^feces falso, pero se verifica a menudo en política. O la divi­
sión entre el todo y las partes: «La ley se aplica a todos; por
lo tanto, a ustedes también» es un buen ejemplo de esa
transferencia de identidad de la cualidad en cuestión. En
derecho, es muy importante la calificación de una noción,
pero también lo es en toda argumentación en general. Bru­
to, acusado de asesinar a César, puede defenderse, puede
recalificar su gesto, definiéndolo no ya como un asesinato

120
sino como un acto de legítima defensa hacia Roma. Y es así
como se pasa del castigo a la absolución e incluso, en este ca­
so, al triunfo. Se recalifican las cuestiones, los problemas,
las respuestas, las apuestas, para servir mejor a una causa
y escapar de las garras del adversario. En E l arte de tener
siempre razón,2 Schopenhauer habla de la extensión de los
conceptos, que lo mismo permite restringir su campo como
ampliarlo. Dicha extensión encubre una definición, y todo lo
que la excede es caracterizado entonces como metáfora, a
menudo inapropiada. «Mi honor, señor, está aquí enjuego»
es una afirmación que supone que el honor es esto o aquello,
y siempre se puede rebatir el campo de aplicación de la pala­
bra «honor» para invalidar el argumento del locutor.
Una última categoría de argumentos es la que descansa
sobre los efectos y las causas, como en este ejemplo: «Si us­
ted fuma, no se asombre de contraer cáncer», o incluso, para
ir del efecto a la causa: «La mayoría de los accidentes en la
ruta se deben al consumo de alcohol». La quintaesencia del
razonamiento argumentativo es la siguiente: se trata de
localizar lo que es idéntico, aun a título puramente analógi­
co; o se trata también, por trabajo de redefinición, de sacar
consecuencias, de destacar las cadenas causales que ema­
nan de estas identidades y, por último, de señalar las dife­
rencias, que pueden llegar hasta la oposición. Detrás de es­
tos mecanismos de identidad y de diferenciación encontra­
mos siempre lo que se quiere y lo que no se quiere, lo que no
se debería querer (y esto, de ser necesario, lo juzgará un ter­
cero) y lo que se debería perseguir para actuar o para impe­
dir que se haga alguna cosa, pues la argumentación nunca
está separada de quienes recurren a ella.
El principio de adherencia del sujeto a su discurso, que
implica a este sujeto, nos conduce a examinar la traducción
ad hom inem , intersubjetiva, de estas tres grandes estructu­
ras ad rem argumentativas. En síntesis, ¿qué sucede si se
desplaza la atención del a d rem al ad hom inem?
El cuadro 6 nos ayudará a responder a esta cuestión.
El ethos plantea la cuestión de la identidad, identidad
siempre modulable de las definiciones, que permite volver
atrás, recalificar y recentrar lo verbalizado en el ad rem y en
el ad hom inem , evaluar al orador para rechazarlo o para se­

2 L’art d ’avoir toujours raison, tr. fr. H. Plard, Circé, 1990.

121
guirlo. La identidad es entonces su identidad, aquello que lo
califica para hablar o, simplemente, aquello que lo califica
como tal o cual. De la identidad a la diferencia está todo lo
que separa a ego de alter en la discusión. La exigencia de
compatibilidad (de no contradicción) es necesaria para el
acuerdo argumentativo; por otra parte, en términos de dis­
tancia con el otro, la oposición ya no se mide por la contra­
dicción sino por valores. En cuanto al discurso, este juega
sobre la identidad y la diferencia: Aristóteles recuerda que
un silogismo, retórico o dialéctico, es una diferencia resolu­
toria, pues la conclusión no puede repetir lo que hay en las
premisas sin dar vueltas en redondo, sin afirmar como res­
puesta aquello que, en realidad, está en cuestión (los anglo­
sajones llaman a esto «proceso de question-begging»), Em­
pero, cuando se abandona el a d rem por el ad hom inem , el
logos que afirma de ese modo sus razones —como razona­
miento, precisamente— pasa a ser, a todas luces, una impli­
cación del otro y hasta su puesta en cuestión. En retórica,
nunca hay puro ad rem.

Cuadro 6.

ethos pathos logos

a d rem identidad (no) razón, inferencia


(de las nociones, contradicción
definiciones)

ad hom inem cualidad valores implicación


(del orador,
su identidad)

Tenemos aquí, pues, el cuadro clave del proceder argu­


mentativo. La construcción de una argumentación está mo­
dulada siempre por la distancia entre los individuos, ya sea
cuando se centra en la cuestión misma, ya sea cuando opera
softre la relación ethos-pathos, y ello para crear identidad,
sea con el otro y sus valores o llevándolo hacia el campo de
quienes se oponen a valores que se rechazan. Todo esto, con
independencia de aquello sobre lo cual se argumenta.
Entremos ahora en detalles. El equivalente ad hominem
de la identidad es la cualidad, no de los argumentos sino de
su autor. La identidad se extiende desde la autoridad, muy
distanciadora respecto del otro, hasta la simpatía o la empa-

122
tía. La cualidad del orador puede abarcar, pues, todo el es­
pectro del distanciamiento, desde su aumento hasta su abo­
lición, pasando por la benevolencia desinteresada. Esto, en
cuanto al ethos; veamos ahora lo que sucede con el pathos.
El auditorio reacciona ante el tratamiento de sus puntos de
referencia, es decir, cuando se lo afecta atacando sus valores
y cuando se lo halaga exaltando la legitimidad de estos. En
última instancia, el pathos es también la contradicción. En
virtud del principio de implicación de sí y del otro, la refuta­
ción de las posiciones del otro implica siempre un mayor o
menor cuestionamiento de lo que él es. Con el logos, final­
mente, esta implicación ad hom inem consiste en atribuir a
los propios individuos la validez, la responsabilidad de sus
argumentos: «Usted que defiende. . ., dice ahora que. . .» es
un argumento ad hominem que se escucha con frecuencia.
Es evidente que el logos va a generalizar la calificación,
la implicación (mediante la invocación de la causalidad, de
las consecuencias, sobre todo) y el distanciamiento en la ar-
gumentatividad (mediante el más y el menos), para hacer
de ellos características generales, componentes formales,
estructuras. Ahora bien, el operador clave del logos es la in­
ferencia. Ella redimensiona los otros componentes en la ar­
gumentación, subordinándolos, allí donde se trata de infe­
rir, de dar o hallar las «buenas razones». Desde ese momen­
to, la inferencia de argumentos que justifiquen una res­
puesta o la critiquen va a regir todo el proceso gracias al
establecimiento de contradicciones, pero también de iden­
tificaciones y de calificaciones pertinentes: «Esto es aquello,
o no es aquello; por lo tanto, se puede deducir que. . .». Los
sofismas, que a partir de la clásica obra de Hamblin3 los au­
tores anglosajones llaman falacias, no son otra cosa que la
transposición, en términos de argumentación ad rem , de lo
que habría debido permanecer en el nivel ad h o m inem : la
amenaza («Si haces esto, serás castigado. . .»), la envidia, la
exhortación a la piedad, al sacrificio, etc. No son argumen­
tos válidos, sino argumentos a d hom inem formateados en
ad rem. Afirman cierto ethos, cierta postura del orador, en
general de superioridad y fuerza social, política o, llegado el
caso, familiar, y lo elevan a la condición de fuente del ar­
3 C. L. Hamblin, Fallacies, Methuen & Co, 1970; y para una visión más
contem poránea, J. Woods y D. W alton, C ritique de l ’argum entation.
Logique des sophism.es ordinaires, Kimé, 1992.

123
gumento. Sin embargo, desde Aristóteles también sabemos
que argumentos no válidos, y por lo tanto falaces desde el
punto de vista de la estricta racionalidad, se fundan a veces
en deslizamientos de sentido debidos al logos o al pathos.
Muchas homonimias, ambigüedades y sobre todo amalga­
mas desembocan en un conjunto de sofismas de esta índole.
Cuando, en ocasión de una copa mundial de fútbol, el presi­
dente de Senegal declara que su país es ahora campeón del
mundo por haber vencido al equipo francés, que realmente
ha ganado el campeonato, se trata sin duda de un sofisma
basado en la identidad «A es B». La inferencia no es válida,
pero sirve para ilustrar la fuerza de un equipo del que no se
esperaba tanto arrojo. La exageración, la amplificación en
la elección de los términos («Es testarudo», en vez de «Tiene
una voluntad de hierro»), ejemplifican esa tendencia del
ethos a generar inferencias cuya validez descansa en la am­
plificación de cierta característica. Los sofismas son argu­
mentos refutables sólo porque operan sobre la base de des­
lizamientos de ese orden, en que los valores y las identida­
des personales hacen las veces de argumentos; por otra par­
te, esta manera de proceder puede ser muy eficaz desde el
punto de vista retórico. En cambio, las inferencias realmente
no válidas son las que se basan en una lectura errónea de
los hechos; por ejemplo, cuando se invocan estadísticas que
no prueban gran cosa o bien cuando se admiten testimonios
falaces.
La calificación va a focalizarse en el orador estrictamen­
te hablando, y a desobjetivarse (paso del ad rem al ad homi­
nem), sólo cuando la distancia entre los diferentes protago­
nistas se incremente y se haga notoria; sólo en estas cir­
cunstancias, la validez para el auditorio deviene apelación a
los valores y a las emociones, e incluso las causas y los efec­
tos se traducen en implicación personal. De manera conco­
mitante, el orador recurre más bien a efectos de estilo según
quff busque o no reducir la distancia. Esta últim a origina
una problemática específica, en la cual se la señala para ne­
gociarla mejor, según que uno sea más o menos diferente del
otro y esté más o menos alejado de él. En el plano del ad
rem , esta negociación se objetiva m ediante evoluciones
centradas en el + y el - , con argumentos del tipo: «Es mejor
tener más dinero», o «Cuanto más sano esté uno, mejor» y
otras fórmulas por el estilo. La exageración, la amplifica­

124
ción, cumplen este cometido, y en el sentido opuesto lo ha­
cen, por su parte, la eufemización y la minimización. En nues­
tra época es frecuente escuchar la expresión «genial» para
denotar, simplemente, que hacer tal o cual cosa es agrada­
ble o simpático. También la minimización cumple una fun­
ción conceptual concreta: atenuar las oposiciones posibles
mediante el juego de los conceptos. Hablar de «solución fi­
nal» para ordenar el exterminio total de los judíos permite
disfrazar un horror que hubiese podido alejar a algunas «al­
mas bellas» germánicas, al principio reticentes.
De manera general, en toda argumentación ad rem hay
siempre un aspecto personal, intersubjetivo, más o menos
implícito; en efecto, por mucho que se discurra sobre una
cuestión, lo que importa es convencer al otro del interés de
esta y de la validez (o el valor positivo) de la respuesta que
se le da. La incorporación de esta dimensión a d hom inem ,
por mínima que sea, está en la base de las calificaciones am­
plificadas («Es testarudo» para lo negativo, «Tiene mucha
voluntad» o «Tiene un temperamento de acero» para lo po­
sitivo; o también: «Es un verdadero nazi», para la descali­
ficación); de manera más generad aún, la dimensión ad ho­
m inem está también en la base de la sobrestimación y la mi­
nimización —en términos de «más» y «menos»— que inte­
gran el distanciamiento dentro de la calificación misma. El
recurso al «más» y al «menos» proyecta el cursor del ad ho­
m inem sobre el ad rem a partir de uno de los términos de la
distancia ethos-pathos. Este formalismo va de la identidad a
la oposición, pero, considerado desde la perspectiva del
valor, hay que hablar más bien de preferencia. Se vuelve a
caer aquí en la vieja teoría de los lugares comunes (topoi).
Un lugar común es una proyección de la distancia, y por lo
tanto de valores, sobre el formalismo argumentativo, al que
da cuerpo; o, a la inversa, pone argumento donde sólo hay
valores. En el fondo, es una regla de pasaje del ad rem al ad
hominem, un transformador que traduce los valores en ar­
gumentos, y a la inversa. El topos da una coloración subjeti­
va y hasta intersubjetiva a una relación formal, lo cual ja­
más se presenta en los argumentos científicos, pues en estos
el sujeto no interviene. Cuando se habla en términos de más
y de menos, se proyecta sobre el logos la variabilidad típica
de la conceptualización de la distancia. Si se permaneciera
en el plano ad hominem, se hablaría más bien en estos tér­

125
minos: «Es mejor esto que aquello», o «Es preferible que. .
en síntesis, la respuesta estaría configurada simplemente
en términos de valores. Ahora bien, ¿debe hablarse de luga­
res cuando lo que está enjuego es un procedimiento pura­
mente formal, en el que resulta esencial la variación de la
identidad (A no es totalmente B, A se parece a B, A es más B
que no-B o que otra cosa, etc.)? En el párrafo siguiente vere­
mos que, para nosotros, los lugares son argumentos centra­
dos en el ethos, el pathos y el logos. En ellos obtienen sus
contenidos del mismo modo en que se remite uno a un mo­
delo que sería, a la vez, norma y premisa, aun cuando el lu­
gar pueda ser también punto de anclaje y de referencia para
la discusión y el debate. Entre la identidad y la contradic­
ción se extiende una gama de respuestas que van de lo posi­
ble a lo real, pasando por lo probable, para jugar finalmente
con lo necesario. Se trata de otras tantas variaciones y dife­
renciales que sirven para evaluar el carácter apocrítico (res­
puesta que vale como tal) de las respuestas. Por las mismas
razones que la identidad, la contradicción y la causalidad,
tanto la variación cuantitativa como la diferenciación mo­
dal remiten a la estructura de los argumentos, con indepen­
dencia de los contenidos sobre los que se discute. Estos se
alimentan del ethos, del pathos, pero no ya del logos, el cual
es, sobre todo, como hemos visto, el pivote de la forma de los
argumentos. Después del - y del +, está el juego sobre los
propios términos de la relación que marca esa distancia. El
ethos pasa de la autoridad para hablar (pericia sobre varios
temas, como la tiene el médico en materia de enfermedad y
de salud) a la simpatía activa, al acercamiento exhibido y
afirmado. O lo inverso: el general viste un uniforme que lo
señala como tal; el hombre de Iglesia también; el presidente
del directorio tiene su coche con chofer, o su traje Armani,
etc. En síntesis, la distancia, cuando se traduce de manera
ad hom inem , es modulable, y lo que es verdadero en el nivel
dét ethos lo es igualmente para el logos y sus figuras, o para
el pathos y la emocionalidad, con una preocupación por los
valores comunes que es reafirmada incluso cuando estos
valores no están en cuestión (como en el género epidíctico).
Cuanto más se desplaza el debate hacia quienes partici­
pan en él, más subjetiviza el logos la implicación, el valor
(que traduce no tanto la validez de un argumento como la
comunidad de creencias y emociones que lleva a suscribirlo)

126
y la cualidad (el «¿Quién habla?» prevalece sobre el «¿Qué se
dice?»). La distancia misma es entonces su propio objeto. En
un contexto de esta índole, la descalificación del oponente
prevalece sobre la refutación de su argumento, así como, en
el caso del pathos, lo que se siente pasa al primer plano en
relación con el juicio de adecuación de las respuestas. A la
inversa, cuanto más ad rem es la argumentación, más re­
caerán sobre los argumentos las nociones de implicación,
calificación y valor.
Se imponen dos conclusiones: un argumento que conven­
ce opera sobre el movere, el docere y el delectare, es decir,
respectivamente, sobre la emoción pasional (pathos), sobre
la información factual y formal del discurso (logos) y sobre
las cualidades ejemplares del orador (ethos). Lo cual equiva­
le a recordar que el argumento convincente es el que res­
ponde a la siguiente exigencia acumulada:

(3) E + P + L = 0

Esta fórmula significa, simplemente, que un buen orador


es aquel que con sus argumentos se une a los valores del
otro, creando así una identidad con él y suprimiendo la dis­
tancia entre ambos; en esta fórmula, el acuerdo está simbo­
lizado por «= 0». La persuasión es un fenómeno que reúne al
auditorio P (por pathos) con el orador E (por ethos), a propó­
sito de una cuestión debatida expresamente L (por logos)
por un orador que tiene la imagen ejemplar de quien pre­
senta la autoridad para responder. Un argumento es resolu­
torio en la medida en que, gracias al acuerdo sobre las cosas
y con los seres implicados, disminuye la distancia entre es­
tos. ¿Cómo amplificar o minimizar una distancia por medio
del logos? Cuando un orador señala que tal o cual hombre
tiene una voluntad de hierro, amplifica la calificación para
subrayar mejor su valor positivo. Quizá con el efecto de exa­
gerarlo, pone en primer plano este carácter positivo en rela­
ción con los valores del hombre en cuestión. A la inversa, el
orador que quiere resaltar el carácter negativo del individuo
al que se refiere dirá que es testarudo, lo cual resulta más
desvalorizador que tener una voluntad de hierro, y ello, aun
cuando, concretamente, el comportamiento de dicho indivi­
duo sea el mismo. En el primer caso, se trata de describir un
comportamiento como positivo, y en el segundo, como nega­

127
tivo. ¿Quién no desea ser obstinado y tenaz? ¿Y a quién le
gusta que lo califiquen de obcecado?
Así como el logos traduce un orden de consecuencias y
principios, la relación con el ethos remite a valores más o
menos explícitos, en tanto que el pathos expresa implicacio­
nes subjetivas más o menos emocionales. Y el «más o me­
nos» subraya la fuerza de esta proyección, que modula el
lugar como premisa argumentativa o como simple compro­
bación general y hasta proverbial. Así pues, un topos es más
o menos retórico o más o menos argumentativo según que
esté o no enjuego un criterio de validación, tal como se ad­
vierte en el ejemplo «Es la una, pasemos a la mesa». La con­
clusión depende de una premisa, de un argumento que no
plantea problemas en absoluto («Es la una»); por ende, dado
que la cuestión no se plantea (q^, pero no obstante se dice
r1; otra aserción debe validarla, a saber: el lugar común se­
gún el cual a la una, en general (q2), se tiene r j ----->q1 • q2.

4. Las funciones de los lugares comunes {topoi)


como moduladores argumentativos
de la identidad y la diferencia
El concepto de topos, lugar común, nunca fue muy claro,
seguram ente porque en el propio Aristóteles no aparecía
determinado:

«Se presenta aquí una dificultad. Aristóteles, quien


comienza siempre por definir con notable exactitud las
cosas de las que habla y los términos precisos de los que
se sirve, no definió los lugares comunes en sus Tópicas.
¿Por qué motivo? Sería difícil decirlo».4

"Podemos aventurar una hipótesis, que se impone, empe­


ro, al espíritu: el proceder de Aristóteles resulta de la ambi­
güedad propia de su concepción del topos, la cual comprende
varias nociones que distan de ser equivalentes. Volvamos a
la tradición retórica para observar qué sucede exactamente.

4 E. T hionville, De la théorie des lieux comm uns d a n s les Topiques


d ’A ristote, Vrin, 1983 (ed. original, 1855), pág. 29.

128
Los lugares comunes son premisas comúnmente admiti­
das por los protagonistas de un debate y con ayuda de las
cuales intentan convencerse entre sí. Se trata, pues, de un
saber compartido, casi siempre implícito, conformado por
conocimientos generales pero también particulares, es de­
cir, ligados a la cuestión a tratar, que permiten proponer al
otro una respuesta referida a la cuestión problemática. De
aquí provino otra idea, según la cual los topoi son verdades
generales, triviales incluso, acerca de los valores más seme­
jantes pero también más imprecisos (como: «Todos estamos
en favor de la libertad», aun cuando en el caso de un empre­
sario la libertad no es entendida, por fuerza, de la misma
manera que en el de un obrero). Y los lugares comunes pa­
saron a ser entonces trivialidades como las siguientes: «Más
vale ser sano que rico», o «Hay que proteger a los niños de
las bestias pedófilas», o «Es mejor la paz que la guerra». Si
son trivialidades, ello obedece a que todo el m undo las
suscribe sin la menor discusión; ahora bien, de tan genera­
les que son, resulta muy difícil utilizarlas para resolver al­
go, sea lo que fuere.
Si queremos resumir ahora las diferentes acepciones de
la expresión «lugar común» o topos, nos encontramos con di­
versas significaciones, legadas por la Historia, que se opo­
nen a un uso coherente y útil de esta noción, como si el pro­
pio concepto de lugar común fuera. . . un lugar común.
1) Un topos es una regla form al de inferencia: la identi­
dad (si A es B, y B es x, entonces A es también x), la contra­
dicción (si A se opone a B, y A es C o D, C o D se opondrán
igualmente a B), la cantidad («Cuanto más frío hace, m ás
hay que abrigarse al salir»), lo posible («Si A es posible, y A
es peligroso, hay que evitar A»).
El estatus de regla formal de la inferencia se debe al he­
cho de que argumentar implica, con frecuencia, oponerse a
una respuesta, y oponerse equivale a negar una o varias de
las premisas, implícitas o explícitas. «Las serpientes son ve­
nenosas», frase pronunciada mientras se camina por el bos­
que, presupone dos tipos de lugares: a) la cualidad, esto es,
el hecho de que lo que se tiene delante son serpientes, más
que cuerdas enrolladas (después de la cual vendrá, si se la
admite, la calificación de los objetos), y b) la cantidad. Es
verdad que las serp ientes son venenosas, pero no todas.
Ahora bien, lo que la advertencia parece implicar es este do­

129
ble aspecto. Tanto la afirmación como la negación remiten a
estos dos tipos de lugares, y ello, debido a que la propia in­
terrogación (dialéctica) se desdobla. Se interroga uno sobre
la cualidad y sobre la cantidad, sobre el sujeto calificado de
tal o cual cosa (una serpiente) y sobre el predicado («ser ve­
nenoso», que vale para todos los sujetos).
2) Un topos es un valor, un espacio de comunidad que
puede llegar hasta el proverbio y hasta la máxima de reco­
mendación: «Más vale ser generoso que avaro». Por otra
parte, esta verdad comúnmente admitida es más un valor
que una verdad: la proposición «Todo el mundo debería te­
ner una vivienda (un empleo)» es de este orden.
3) Un topos es una respuesta compartida, un presupues­
to obvio y que, por lo tanto, permanece en estado implícito.
Si le digo a alguien: «Napoleón terminó perdiendo», doy por
sobrentendida como lugar común una verdad admitida
acerca de los dictadores, a saber: que se lanzan con gran fre­
cuencia a guerras que terminan con ellos; larga es la lista
entre las conquistas de Alejandro y la invasión de Kuwait
por Saddam Hussein.
¿Cómo armonizar estas acepciones que parecen carecer
del menor vínculo entre sí? También en este caso, el enfoque
problematológico permite avanzar: un topos es lo no proble­
mático de una argumentación. Tal es su papel, su función:
esto que se encuentra al margen de toda cuestión puede ser
una respuesta, puede ser un precepto para arribar a una
respuesta o puede ser un valor común (a veces muy general)
exento de toda cuestión para los protagonistas.
De hecho, los topoi son reductores de problem aticidad y,
por lo tanto, también de distancia, gracias a la evidencia de
que gozan a los ojos de quienes los adoptan. Los topoi gene­
ran identidad con el auditorio basándose en la semejanza (o
la oposición) con contenidos (que pueden ser valores) co­
munes tanto a dicho auditorio como al orador; una identi­
dad que, situado uno en el ad rem, sirve aún más para argu­
mentar con respuestas previas fundadas en la semejanza y
el paralelo. En cambio, cuanto menos se está inmerso en la
argumentación, más se vacían de contenido los lugares, que
pasan a ser más bien bellas fórmulas y hasta proverbios y
máximas, cuya enunciación parecería constituir casi su pro­
pia meta, pues no se trataría de revelar la sabiduría que se
comparte. Así se explica la expresión «Soltar lugares comu­

130
nes». Estos no cumplen forzosamente una función argu­
mentativa, aunque su utilidad resida en que pueden trans­
formar la identidad y la diferencia (la oposición) en relacio­
nes formales a propósito de contenidos precisos (similitud
con las resp u estas com partidas, contradicción con las
otras). El topos es la dimensión relacional de un discurso
que, en apariencia, sólo opera con argumentos. Se trata,
entonces, mayormente de valores, de implícitos, de puestas
en discurso en los que se formalizan respuestas que para el
grupo están fuera de toda cuestión. Los lugares pueden ser
considerados proyectivos del grupo, el cual se reconoce por
su intermedio como tal, como comunidad de intereses o de
pensamientos. Abarcan desde las verdades de sentido co­
mún e inocuas («Cuanto más frío hace, más hay que abri­
garse»), que suministran un aglutinante a las relaciones so­
ciales, hasta los valores más elevados del grupo («Cuantas
más personas carezcan de techo, más se impone una política
de la vivienda»).
Los topoi constituyen lo no problemático que el locutor
necesita para argumentar. Si todo fuera problemático, no se
podría decir nada. Si nada lo fuera, nunca habría desacuer­
do. La argumentación nace entre lo uno y lo otro. Para resol­
ver una cuestión hay que descubrir aquello no problemático
en lo cual interlocutor y locutor concuerdan. Tal es el papel
asignado a los topoi. Estos alimentan las identidades y las
diferencias que regulan los acuerdos y las oposiciones, y,
aun cuando puedan ser puramente formales, encierran tam­
bién valores implícitos que revelan la distancia posible en­
tre los individuos. En el plano lógico, los topoi son regulado­
res de la mayor o menor identidad que el orador transfiere
de las premisas a las conclusiones: Napoleón es como César
o Pisístrato, Napoleón es más o menos César o Pisístrato, o
incluso Napoleón es en cierto modo un Pisístrato. Para con­
vencer al auditorio de los peligros que encierran las conduc­
tas de Napoleón o César, hay que alegar la identidad de si­
tuaciones, una identidad que, según que haya mayor o me­
nor semejanza entre los casos, es asimilada a una identidad
verdadera o a una simple analogía.
Cuando sólo se considera la faceta de respuesta previa,
el concepto de topos se revela sumamente útil, pues califica
una situación en términos generales. «Hoy llueve» remite a
la idea de que esta lluvia plantea una cuestión, pues hay

131
una respuesta generalmente en curso según la cual en esa
estación no llueve. «Nada de vino, tengo que conducir»
presupone, con carácter de respuesta previa, que es mejor
no conducir cuando se ha bebido, que beber es peligroso
cuando se toma el volante. «Hace frío, ponte el abrigo» supo­
ne igualmente que es normal abrigarse cuando la tempera­
tura desciende; en este caso, se refuerza el topos en uso in­
sistiendo en su aplicación. Hace frío, pero no se habría podi­
do tomar ninguna precaución si no hubiese hecho mucho
frío, lo cual se sobrentiende, puesto que, como consecuencia,
se elimina uno de los términos de la alternativa. Nos pro­
nunciamos sobre ella y optamos por una respuesta. Un lu­
gar es, cabalmente, la respuesta subyacente (y refutable, si
no es trivial) ofrecida a título de presupuesto compartido.
Dicha respuesta vuelve a aparecer gracias a que se plantea
una cuestión y a que esta puede recaer incluso sobre ella, in­
directamente, como en el ejemplo del clima. Se puede hablar
de respuestas que se enfrentan en la alternativa planteada
por la enunciación: «No había vino, de acuerdo, pero yo ha­
bría podido tomarlo, puesto que estábamos comiendo». O
incluso: «Llueve, sí, pero habría podido no llover, puesto que
eso es lo habituad en esta estación». La cuestión es también
evidente en «Hace frío». ¿Por qué decirlo, si no se planteara
de manera indirecta una cuestión distinta? En resumen, un
lugar común es una respuesta a propósito de una alterna­
tiva de la que ella propone salir. Así se explica la frecuente
existencia de lugares comunes opuestos sobre una misma
cuestión: «En la mesa, es usual beber vino» y «No se bebe
cuando se conduce». «Mira, llueve» remite tanto al enuncia­
do «En esta estación es raro que llueva», como a «Las esta­
ciones ya no son lo que eran».
¿Cuál es, entonces, la clave que permite hallar una uni­
dad detrás de todas estas visiones de los topoil Dado que la
relación retórica enlaza el ethos y el pathos a través de cierto
logas, es preciso descubrir en una de estas dimensiones las
razones para argumentar. El lugar al que iremos a buscar la
base de nuestra argumentación es el ethos, o el pathos, o el
logos, aun cuando la relación retórica una a los tres. Se pue­
de privilegiar el ethos con sus respuestas previas, admiti­
das, que el orador espera hacer compartir y más o menos
imponer gracias a su autoridad. Se puede ir a buscar en el
pathos los valores que el auditorio va a preferir y que con­
siderará esenciales para la situación precisa en que se en­
cuentra. Por último, los lugares de la argumentación pue­
den ser tomados de la naturaleza misma de la inferencia do­
gos), con sus reglas formales, fundamentándose en lo que es
posible, real o necesario, por no hablar del juego con la iden­
tidad y la diferencia, juego que va de la analogía a la opo­
sición. Puesto que se trata de argumentación, de una rela­
ción en la que se plantea una cuestión porque cierta res­
puesta resulta problemática, siempre hay lugares extraídos
—en proporción variable— del ethos, del pathos y del logos
que se entremezclan. El locutor se apoya en respuestas ad­
mitidas previamente para inferir cómo debe ser una res­
puesta nueva que concuerde con los valores del auditorio.
Ahora bien, para alcanzar este resultado es preciso conside­
rar el ethos, el pathos y el logos como lugares argumentati­
vos, es decir, como reservorios de respuestas, preceptos y va­
lores que es preciso activar simultáneamente. Cuanto más
se esté en el ad rem, en lo argumentativo, más será el logos
inferencial el que subordinará los lugares insistiendo sobre
el razonamiento convincente. Cuanto mayor sea la distan­
cia entre los interlocutores, más será preciso hallar (inven-
tio) las respuestas capaces de reunir a los protagonistas a
los que se debe convencer. Y cuanto más escasa sea esa dis­
tancia, más determinantes serán los valores y las pasiones
vinculados a ellos.
Podemos aventurar ahora una definición general de los
lugares comunes:
Un topos es la proyección de verdades extraídas del
ethos (orden de las cuestiones importantes), del pathos
(orden de las opiniones) y del logos (orden de los hechos y
de las reglas) sobre la resolución ad rem, y que da a esta,
como form a (identidad, contradicción, implicación), con­
tenidos particulares, es decir, corporeidad. O, a la inver­
sa, un topos es una analogía, oposición o implicación m a ­
yor o menor respecto de un contenido particular que hace
las veces de argumento. Esto explica el matiz a la vez for­
mal, inferencial y axiológico del lugar que consagra su as­
pecto material y hasta pasional y evaluativo.
Argumentar es siempre evocar alternativas, y los luga­
res nutren el cuestionamiento, pero sirven también para
«resolverlo». No hay forzosamente puesta en cuestión, sino
simplemente una respuesta que es preciso sacar como con­
clusión. En el ejemplo «Hace frío, ponte el abrigo», o en «Es
la una, pasemos a la mesa», no se pone en entredicho un lu­
gar; se lo verifica, se lo aplica, se lo constituye en calificación
de una identidad de situaciones que vale para la que se pre­
senta. Este lugar sirve, pues, de premisa, y será útil para
evitar su explicitación y para reforzar su aspecto no proble­
mático. No se cuestiona la costumbre de ir a la m esa a la
una, ni tampoco la de abrigarse cuando hace frío; simple­
mente, se orienta la respuesta hacia una de las dos direccio­
nes que podrían prevalecer (uno podría no abrigarse aun­
que hiciera frío, o no pasar a la mesa aunque fuese la una).
El lugar expresa una elección, una dirección. Las cuestiones
literales subyacentes se inscriben de manera indirecta en
respuestas que aparentan ser obvias y no responden a na­
da, como «Hace frío» o «Es la una», lo cual determina que su
razón resida en otra parte, además de que ilustran muy
bien el motivo por el cual sirven de argumentos.
Cuanto más sirve el topos para argumentar, para produ­
cir una respuesta, y cuanto más retórica y no conflictiva es
la cuestión, más trillado y convencional es aquel, como las
conversaciones sobre el tiempo que suelen mantener las se­
ñoras mayores en las tiendas de barrio. La comunidad se
reafirma en su acuerdo y en su unión (sobre todo a través de
la cortesía), y el topos se emparenta más con una máxima
general poco discutible.
En cambio, cuanto más argumentativo es un topos, más
inferencial deviene. Cuanto más retórico es, más valores y
hasta máximas muy generales enuncia. Por otra parte, un
topos es formal y m aterial al mismo tiempo, y posee un
contenido que radica en la cuestión de la que él es cuestión.
Sirve de premisa a una inferencia, sea esta de contestación
o de validación. Contestación: «Mira tú: sin embargo has
venido», donde se sobrentiende que, si dos personas dispu-
tdñ, por ejemplo, una de ellas no asistirá a la conferencia de
su rival. Se habría podido pensar lo contrario, que el enemi­
go no aparecería, y sin embargo, contra todas las expectati­
vas, ha hecho acto de presencia. Validación: «Hace frío, pon­
te el abrigo», dado que es un lugar común ponerse un abrigo
cuando hace frío, pese a no ser obligatorio. Así pues, lo con­
trario es posible, y el locutor no quiere verlo concretado re­
cordando lo que nadie discute: el tiempo que hace.

134
Por consiguiente, el lugar funciona ya sea como premisa,
ya sea como valor implícito o como regla de inferencia para
una evidencia compartida. Hace de puente entre el ethos, el
pathos y el logos. Permite a la estructura argum entativa ha­
llar un contenido, es decir, una validez. El lugar afirma una
identidad (con valores, con el otro, con lo que este cree y a lo
cual adhiere), o una contradicción, o una posibilidad, etc.
«Cuando hace frío nos ponemos el abrigo; pues bien, hace
frío y, por lo tanto, nos ponemos el abrigo»: hay una identi­
dad que reafirmamos a través de una premisa considerada
verdad evidente y que está en conformidad con el valor
salud. De hecho, el lugar es una identidad, una diferencia,
una implicación, una contradicción en el ad rem-, en el ad
hom inem , en cambio, el lugar tiende a formalizar, recu­
rriendo a lo subjetivo y a los valores rechazados (a los cuales
nos oponemos) o aprobados (a los cuales adherimos previa­
mente), la identidad y la oposición (en los que deviene la
contradicción formal). Empero, cuando la distancia aumen­
ta, los topoi se autonomizan también y pueden servir tanto
de sentencias y evidencias retóricas no conflictivas, ele­
gantes y estilizadas, incluso pomposas, como de verdades
generales en las que es preciso inspirarse para argumentar.

5. ¿Cuántas clases de auditorios hay?


De hecho, formalmente hablando, hay tantos auditorios
como respuestas a un argumento. ¿Qué puede hacer el audi­
torio cuando se ve confrontado con una cuestión cuya res­
puesta se le somete para que la apruebe? ¿Qué tipos de res­
puestas tiene a su alcance?
Es posible que la cuestión no le interese, y puede hacerlo
saber o, por el contrario, no decir nada. Por ejemplo, alguien
a quien usted no conoce se le acerca y le anuncia: «Mire
usted: Mirza está enferma». U sted no sabe quién es esta
señora ni de qué se trata, pero, como es educado, no respon­
de, o bien dice, simplemente: «¿No me diga?». En esta situa­
ción, todo es problemático y, por ende, nada tiene sentido.
La circunstancia es un tanto extraña y, en definitiva, poco
corriente, mas precisamente por eso el ejemplo es revelador.
La mayoría de las veces son las personas cercanas las que

135
nos hablan de sus problemas, gente cuyas preocupaciones
son o pueden llegar a ser las nuestras o, por lo menos, inte­
resarnos. Empero, si las cuestiones que plantean casi no
nos incumben, y dado que aquello de que se trata no nos
suscita cuestiones a nosotros, también en tales circunstan­
cias esperaremos cortésmente a que hayan terminado para
hablar de nuestras propias preocupaciones. A veces, les co­
municamos expresamente ese desinterés. Los políticos sue­
len tener la enojosa costumbre de tratar problemas que ellos
consideran necesario resolver —a veces, en su propio y más
estricto interés— y de descuidar los nuestros.
Dejemos ahora de lado las cuestiones suscitadas por las
respuestas del interlocutor y consideremos estas respuestas
por sí mismas. También en este caso se pueden observar dos
grandes tipos de actitudes: unas son explícitas y otras per­
manecen implícitas. Hay un acuerdo que puede ser explícito
y que se hace notar con fórmulas del tipo «Sí, tiene usted
razón», «Absolutamente», «Comprendo», y m uchas otras.
Luego está la aprobación muda, tras la cual el diálogo prosi­
gue acerca de otra cosa. En la respuesta explícita se puede
dar la modificación recalificadora (o bien, si hay desacuerdo,
descalificadora), como «Sí, pero. ..», y también el agregado*
(o, si hay desacuerdo, la rectificación). La modificación pue­
de afectar las reglas de discusión o los principios que la
rigen. El otro recurso, típico de lo que sucede en argumenta­
ción, es el despliegue de la tesis con todas sus consecuen­
cias, lo cual forma parte de los agregados posibles. Una ma­
nera habitual de proceder cuando no se está de acuerdo con
alguien consiste en recorrer las consecuencias hasta el ab­
surdo, hasta la contradicción interna o externa (con propo­
siciones ya establecidas sobre las cuales no es cuestión de
volver). El dilema (si se tiene A, se tiene B, y si se tiene no-A,
entonces se tiene C) y el razonamiento a fortiori (si A, en­
tonces seguramente A’) tienen lugar cuando, planteada una
alternativa, se mantiene contra ella la identidad. Estas son
consecuencias del trabajo argumentativo sobre las conse­
cuencias.
Todas estas posibilidades pueden resumirse en el cuadro
siguiente:

* En el original, «ajout». Para «adjonction», traducimos «adjunción». (N.


de la T.)

136
Cuadro 7.

Cuestión
desinterés
explicitación silencio
(1) (2)

Respuesta

acuerdo

acuerdoimplícito acuerdoexplícito
(silencio) \
(3) N
modificación agregado rospuosta diferente respuesta rectificación
(4) (6) (agregado) (modificación)
(7) (8)

Se obtienen así ocho casos posibles de respuestas, es de­


cir, de tomas de posición que definen a auditorios distintos,
cuatro que van en el sentido de la aprobación de la tesis (o
del otro) y cuatro que van en el sentido opuesto (desaproba­
ción de la tesis o del otro).
Ahora bien, mirada con más detenimiento, la estructura
de estos argumentos-respuestas remite forzosamente a la
de los auditorios que los producen.
El auditorio es una función, mayormente un turno de
habla, caracterizado por el hecho de que, en un momento
dado, se responde sobre la cuestión y a la cuestión, pues hay
desinterés o interés, acuerdo o desacuerdo. ¿Qué comproba­
remos si organizamos todas estas respuestas posibles en
grandes clases? Nos hallaremos con la gradación siguiente:
la indiferencia silenciosa, el acuerdo puro y simple, o sea, =;
la modificación de la respuesta inicial, que modula la acep­
tación, o sea, el ±; el agregado de una respuesta, o sea, +; y
podría hacerse una lista correspondiente para los casos de
desacuerdo, indicado por el signo Las dos escalas son
complementarias y se hallan en relación inversa: un acuer­
do total es un desacuerdo nulo, y entre ambos extremos es­
tán el agregado y la modificación, que expresan el desacuer­
do parcial y el consentimiento parcial.
Con los =, ±, + y - se corresponden igualmente las moda­
lidades argumentativas anteriormente referidas. Encontrá­
bamos en ellas la identidad, la oposición y, entre ambas, la

137
Cuadro 8.

Auditorio Tipos de respuestas argum entativas

acuerdo puro y simple identidad de resp u esta intacta: =


y todas las variedades de silencio,
forzosam ente am bivalente

modificación ±

agregado +

oposición p u ra y simple descalificación: —

modulación del responder mediante lugares, lo cual incluye


el mecanismo de diferenciación propio de la inferencia. La
inferencia se define, por otra parte, como una diferencia en­
tre dos proposiciones, una de las cuales implica a la otra en
la que no está contenida; de lo contrario, el razonamiento
sería circular: literalmente, question-begging.5 Respuestas
del auditorio a las palabras del interlocutor, sin duda, pero
dentro del marco argumentativo. En efecto, es preciso darse
cuenta de que es posible responder preguntándose uno tam­
bién cuál es la cuestión. En herm enéutica, se trata de la
cuestión del sentido. Por otro lado, se imagina que la argu-
m entatividad del lenguaje es una posibilidad aparte, lateral
a esta dimensión hermenéutica. Las dos posibilidades debe­
rán ser explicadas. Lo que especificamos en el cuadro prece­
dente son las clases de respuestas situadas en el interior del
marco argumentativo, en las que se responde sobre una res­
puesta y a una cuestión.
Podemos trazar ahora el esquema de las diferentes mo­
dalidades de respuesta según los tipos de auditorio (ver
cuadro 9).
¿Qué surge de este cuadro? Con toda claridad, que la ar­
gumentación y las respuestas del auditorio son idénticas,
pues el tipo de argumento se corresponde con los tipos de
auditorios. En realidad, si examinamos con detenimiento
las respuestas que puede dar un auditorio cuando argu-

5 D espués de Aristóteles, se define la inferencia B a partir de A por la


asimetría, por la diferencia AB, pues si las dos proposiciones revelaran ser
idénticas como inferencia, el proceder AB no sería válido. Sería un círculo
vicioso, pues B estaría en A como A en B, y se giraría en redondo.

138
Cuadro 9.

Form a de Respuesta del auditorio


los argum entos a los argum entos Tipos de auditorios

identidad acuerdo

implicación ±0 + 0 - agregado y modificación


de los argum entos
(reformulación, amplificación
y m inimización)

contradicción - desacuerdo

Silencio y desinterés por la cuestión

menta a propósito de una cuestión, observaremos cuatro


grandes operaciones, que constituyen las maneras básicas
de tratar una cuestión retóricamente o, si se prefiere, de tra­
tar una cuestión en retórica: puede concluirse que no se lo
está haciendo bien o, por el contrario, que se lo está hacien­
do correctamente. Por otra parte, entre el acuerdo y el desa­
cuerdo hay un conjunto de posibilidades, que se resumen en
sugerir que la cuestión debe ser entendida de otro modo, o
bien que está enjuego una cuestión distinta aun cuando la
primera haya sido formulada adecuadamente. Se aportan
precisiones o se modifica, se conserva tal cual y/o se agrega.
El Grupo n llamó a estas operaciones sustitución, agregado
(supresión-agregado), modificación y supresión, y observó
su presencia tanto en las figuras de lenguaje como en las de
pensamiento y los tropos. Señaló con esto la existencia de
un componente de estructura fundamental en toda retori­
zación de discurso. Utilizando nuestro lenguaje problema-
tológico, diremos que la cuestión debe ser tratada de mane­
ra diferente, entendida o precisada de manera diferente, lo
cual constituye una modificación, o bien que es preciso agre­
gar más precisiones y hasta considerar que está enjuego
una cuestión distinta. A menudo nos defendemos emplean­
do estas estrategias, lo cual prueba cabalmente que tras el
vocabulario del Grupo (i se encuentran las cuatro modalida­
des básicas de respuesta, dos de ellas situadas entre la sus­
titución, que confirma la posición inicial, y la supresión, que
niega esta posición: esto es, el agregado y la modificación.
Todas las estrategias argumentativas corrientes se asien­

139
tan sobre estas posibilidades de base, las que el Grupo \í , en
su Retórica general, consagró como las cuatro operaciones
fundam entales de la retórica, aunque sin aclararnos por
qué. Salta a la vista que ello habría requerido de su parte un
enfoque problematológico, pero, como no es el suyo, el Gru­
po n se detiene en el enunciado de esas operaciones pre­
sentándolo como una verdad evidente y de aspiración pura­
mente descriptiva.
Oradores y auditorios se ven así constreñidos por posibi­
lidades que predeterminan sus respectivos m árgenes de
maniobra. Las respuestas posibles son idénticas tanto para
los primeros como para los segundos, aun cuando unos pre­
gunten y los otros respondan. Incluso teniendo unos y otros
sus respectivos turnos, la diferencia problematológica es
respetada y se encarna en cada uno de ellos. Sin embargo,
cuando se considera el discurso de tal modo que traduzca di­
cha diferencia cuestión-respuesta, se observa que la retóri­
ca hace desaparecer lo problemático mediante efectos de es­
tilo cuyo fin es presentar como respuesta aquello que sólo lo
es más o menos. Esta manera de operar es producto de di­
chos efectos de estilo, a los que se ha llamado figuras.

6. Argumentos y figuras de retórica


A partir del siglo XVIII, la retórica fue asociada cada vez
más estrechamente a la teoría de las figuras del discurso:
Dumarsais y Fontanier son, sin duda, los representantes
más ilustres de esta concepción. Consecuencia de ello fue
cierta escolástica interesada en catalogar en la mayor
medida posible el conjunto de esas figuras, a menudo va­
liéndose de nombres bárbaros. El peligro de estos catálogos
es la arbitrariedad del recorte, lo cual no deja de recordar lo
qu# sucede con las pasiones. Figuras de palabras, figuras de
pensamiento, figuras de construcción, tropos sirvieron de es­
pina dorsal al inventario. Más inquietante fue la división
que esto produjo entre una retórica de las figuras propia de
la literatura y una retórica de los conflictos cuyo modelo por
excelencia es el derecho. Perelman6 mostró muy bien, sin

6 Traité de l’argunieiitation (con L. Olbrechts), § 42.

140
embargo, que las figuras, pese a su diversidad, presentaban
una m isma ambición en el plano argumentativo, a saber:
reforzar la presencia, dirigir la imaginación a un punto pre­
ciso a fin de suplir al discurso literal, demasiado realista. El
efecto argumentativo de las figuras consiste en crear proxi­
midad, poner en evidencia la fuerza viva de los valores que
unen a orador y auditorio, reforzar el sentimiento de comu­
nidad que puede existir entre ellos. Una buena metáfora,
por ejemplo, es una visión que impone su punto de vista
apoyándose en una imagen en la que no forzosamente se
piensa y que de pronto ilumina la cuestión. Llamar «nuevo
Victor Hugo» a un escritor es más elocuente como elogio, co­
mo evocación, que decir simplemente que es un gran autor.
Lo que Perelman consiguió es bastante novedoso, pues
la mayoría de los autores que lo precedieron, incluyendo a
Aristóteles, se contentaban con explicar la multiplicidad de
las figuras basándose en algunas de ellas pero sin determi­
nar el papel que desempeñaban. Para Aristóteles, todas
son, en últim a instancia, metáforas, es decir, m aneras no
literales de expresarse. Tiene razón, sin duda, pero, ¿por
qué metaforizar? Otros autores eligieron como figura pri­
mera la sinécdoque, que es siempre inclusión de una clase-
sujeto en el interior de una clase-predicado; ahora bien, esto
es lo que caracteriza a la proposición, y fue el punto de vista
adoptado por el Grupo |4. de Lieja. Otros prefirieron poner en
primer plano la metáfora y la metonimia, como fue el caso
de Lacan, quien encontraba en ellas el desplazamiento y la
condensación propios del sueño y del trabajo del inconscien­
te teorizado por Freud. En cuanto a Jakobson, concibió es­
tas dos figuras cardinales como los ejes fundamentales del
lenguaje y de sus perturbaciones. Poco importa, finalmente.
Ya había dicho Vico, en el siglo XVIII, que cuatro grandes
tropos —la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la iro­
nía— explicaban los diversos estadios recorridos por la hu­
manidad en su evolución. Luego vinieron todos los que se
propusieron inventariar íntegramente las figuráis discursi­
vas, como Dumarsais y Fontanier, aunque no lograron po­
nerse de acuerdo sobre los criterios de clasificación.
Así pues, nada más decepcionante, y sin duda m ás es­
téril, que esta clase de catálogos; sin embargo, es preciso po­
ner orden en ellos, puesto que la figuratividad es esencial
para la retórica y, como veíamos con Perelman, para la ar­

141
gumentación. Volvamos, pues, a los aspectos esenciales y
observemos qué es lo que nuestro enfoque, centrado en el
cuestionamiento, permite esclarecer.
La metaforización es, indiscutiblemente, el proceso so­
bre el que se asienta la figuratividad en general. En este
punto, no podemos menos que adherir a Aristóteles. Todas
las figuras son, en cierto sentido, metáforas, es decir, des­
plazam ientos del sentido literal. El hecho de que una pala­
bra o una frase quieran decir una cosa distinta de la que
afirman literalmente es tributario del proceso de metafori­
zación. En términos problematológicos, esto significa que,
en un momento dado, ciertas respuestas dejan de valer co­
mo tales y se convierten en metáforas de sí mismas. Ya no
son lo que eran, salvo de un modo metafórico, y ello, simple­
mente porque el mundo ha cambiado, se ha vuelto diferen­
te. La metáfora es la diferencia en lo hondo de las identida­
des. Es la expresión de la Historia o, para ser más precisos,
de la historicidad. Esta última es la traducción de la Histo­
ria en una realidad no histórica, en un presente que se tra­
duce en presencia. Lo cual no significa que no haya otras fi­
guras para repartirse el campo de lo figurativo, sino simple­
mente que la esencia de lo figurativo es asimilable a un pro­
ceso de metaforización. Así pues, no hay necesidad de seguir
a Vico, con sus cuatro grandes tropos, para dar cuenta de la
historicidad, a menos que, como él, pretendamos hallar y
determinar ciertos estadios privilegiados de la evolución.
Al acelerarse la Historia, las respuestas se vuelven cada
vez más problemáticas. Su metaforización creciente es la
expresión de esa problematicidad, la cual termina por impo­
nerse y obliga a inscribir de otro modo la diferencia proble­
matológica, pues esta tiende a diluirse en el plano de unas
respuestas que van perdiendo su condición de tales. No otro
es el origen del realismo, contrapartida del incrementado fi-
gurativismo de la metaforización. El arte clásico traduce un
equilibrio entre estos dos momentos, equilibrio que acaba
por romperse con el manierismo y el barroco. Surgen así
nuevas formas de arte, que van a ser más realistas, como la
ópera, en el caso de la música, o el teatro, en el del relato épi­
co o poético.
Junto a ese proceso de perforación de la identidad que es
la metaforización, encontramos una filosofía que se esfuer­
za por dar un sentido —histórico, en realidad— a los cuatro

142
grandes tropos, esto es, la metáfora, la metonimia, la sinéc­
doque y la ironía. Vico les atribuye una interpretación histó­
rica muy particular, según la cual la retorización, cada vez
más consciente de sí, es propiamente la marca de la histori­
cidad. En cada época, una figura de retórica dominante re­
sumiría la concepción del mundo entonces vigente. La con­
ciencia final coincidiría con la toma de conciencia de todo el
movimiento precedente. La Historia sólo podría ser concebi­
da como tal al cabo de esta evolución dominada por esos gran­
des puntos de referencia históricos que son los tropos. Ten­
dríamos la edad de los dioses, la edad de los héroes, la edad
de los hombres y, por último, la edad que se sabe Historia; y
ya no habría una edad dominada por tal o cual figura em­
blemática que resumiría la época sin concebirla histórica­
mente. La edad de los dioses sería la de la metáfora, en la
cual se hallan identidades que lo asimilan todo a todo y que
afirman que un dios es una fuerza, o un dios distinto, y, ade­
más, que todo esto es perfectamente real. La edad de los hé­
roes sería la de la reducción por metonimia: se singularizan
ciertas propiedades para resaltar aquello que otorga carác­
ter sobrehumano a los héroes representativos del momento,
así como a las epopeyas que hablan de estos. En tanto que el
héroe se resum e en unos pocos caracteres esenciales, los
hombres, en el impulso universalista y hasta igualitarista,
privilegian la sinécdoque, que es integrativa porque se con­
centra en los aspectos generales de los individuos. La me­
tonimia (nombrar una obra por su autor, como cuando se di­
ce «leer a Homero») pone por delante lo particular, lo que im­
pacta en la sensibilidad, lo que está primero, pero que no
proporciona el sentido de lo general ni de la abstracción. «La
sinécdoque adquirió valor de figura cuando los hombres
otorgaron a las cualidades o a los objetos particulares un va­
lor universal y reunieron las partes para formar con ellas
un todo».7 La abstracción descansa sobre el espíritu de si­
nécdoque. Por fin, última figura, la ironía, que toma sus dis­
tancias respecto de la retórica y hace que lo histórico acceda
a sí mismo, literalmente.
Vico resalta cuatro tropos que desde entonces son consi­
derados fundamentales; y aunque les haga cumplir un pa-

7 G. Vico, Principes d ’uiie Science Nouvelle relative á la nature commune


des nations (tr. fr. A. Doubine), Nagel, 1986, § 407.

143
peí en la formación de concepciones del mundo que ya no se
aceptan forzosamente, muestra que desempeñan una fun­
ción básica. Fontanier opone estos tropos a las otras figuras,
lo cual plantea el problema de la definición y el número de
unos y otras.
El tropo es, en realidad, una figura que, por su forma
misma, imposibilita la lectura literal. «Ricardo es un león»
afirma que Ricardo es un anim al, aunque sepamos muy
bien que se trata de un ser humano: literalmente, tenemos
(x , no-*). He aquí la expresión de una cuestión, de un enig­
ma, de un problema, pero asentada en forma de respuesta,
la cual está, en el fondo, a cargo del auditorio. El tropo es el
instrumento por excelencia de lo figurativo; sin caer en la fi­
losofía de la Historia, queda por descubrir la razón por la
cual metáfora, metonimia, sinécdoque e ironía estructuran
tradicionalmente las variaciones en el espacio tropológico.

7. Reconstrucción de la lógica de las figuras:


la racionalidad de lo figurativo
Más allá de ciertas palabras bárbaras utilizadas para
nombrar las figuras (tipo «enálage», «epanortosis», «zeug­
ma», etc.), lo que plantea problemas es, sobre todo, la lógica
que preside a esta proliferación en apariencia caótica.8
¿Para qué sirven todos estos giros estilísticos sino precisa­
mente para hacer estilo, es decir, para dejar fuera las cues­
tiones, como si ya no se plantearan? Se propusieron dos teo­
rías para explicar las figuras: una, extraída de Cicerón, está
referida al ornamento; la otra, más centrada en su engen­
dramiento, es llamada «teoría del desvío», está referida al
desvío respecto del uso «normal», literal, de las palabras y se
focaliza en el aspecto figurado o figurativo del lenguaje. En
cuaato a su función, la de poner en evidencia aquello que en

8 Cicerón ya señalaba que «las figuras de palabras y las de pensamiento


son casi innumerables» (De l’orateur, III, 201, tr. fr. E. Courbaud y H. Bor-
necque, Les Belles Lettres, 1930), y Quintiliano recordaba lo arbitrario del
recorte: «Hay una marcada divergencia entre los autores sobre el sentido
de la palabra figura, así como sobre el número de los géneros, sobre la
naturaleza y el número de las especies» (Institutions oratoires, IX, 1, tr. fr.
J. Cousin).

144
un argumento debe ser efectivamente evidenciado, pode­
mos hallar esta idea ya en Cicerón,9 aunque será sobre todo
Perelman quien extraerá de ello todas sus consecuencias.
Es preciso, empero, avanzar más. No todas las figuras
cumplen una función argumentativa, y aun puede no ser es­
ta su misión primordial. Las figuras tienen quizá varios co­
metidos, que coexisten —¿por qué no?— por partes iguales.
A fin de mantener una apariencia de orden, no es ocioso
remitirse a las clasificaciones que se han propuesto tradicio­
nalmente para las figuras, sin complicarse tratando de de­
terminar si se preferirá la que abarca diez de ellas o las que
distinguen quince o veinte, o bien si cierto autor tiene más
razón que otro al elegir algunas de ellas (pensamos en Du-
marsais y Fontanier, que no coinciden en los mismos princi­
pios de clasificación), o bien si hay algunas más «correctas»
que otras.
En cualquier caso, todos los autores concuerdan en dis­
tinguir las figuras de lenguaje de las de pensamiento. Entre
las primeras, diferencian (1) las que se basan en el sonido,
en el lenguaje hablado, y (2) las que apelan al lenguaje es­
crito y son llamadas «figuras de construcción (gramatical)».
Invertir las palabras o trastornar la gramática no es lo mis­
mo que jugar con similitudes fonéticas, con las rimas y con
la musicalidad, oratoria y oral, del verbo. Por último, (3) es­
tán las figuras de sentido llam adas «tropos» («giros», en
griego), que vedan cualquier lectura literal.
Entre estos tropos se hallan principalmente la metáfora,
la metonimia y la sinécdoque. Hay quienes polemizan en
cuanto a si se debe agregar o no la ironía (que es también
una figura de pensamiento, una «estrategia»), y tal es nues­
tra opinión; otros, finalmente, subdividen las metonimias
en subfiguras como la antonomasia, que es una metonimia
caracterizada por resumir propiedades esenciales a través
de un personaje típico que constituye su soporte y que las
simboliza («Este hombre no será sino un pequeño César»),
En cuanto a las figuras de pensamiento, permanecen en
lo literal para significar «r1, luego r2», porque, a través de qx,
lo que está enjuego es q2.

9 «En efecto, para impresionar vivamente a los oyentes se puede insistir


sobre un punto, exponer los hechos de manera brillante y colocarlos, por
decirlo así, ante su vista» (Cicerón, op. cit. ).

145
En estos cuatro grupos, que reflejan las grandes etapas
de la adquisición del lenguaje, encontramos figuras que
operan sobre los significantes y figuras que trabajan sobre
el significado. Están también las que funcionan sobre el de­
sajuste que puede surgir entre significantes y significados.
Quedan así abiertas no pocas cuestiones en cuanto a la ex­
plicación de la figuratividad. Al optar por el enfoque proble­
matológico, a nuestro entender, resolvemos la cuestión de la
unidad y la racionalidad, basándonos en la idea de que el
objeto de la retórica es una cuestión que plantea más o me­
nos problemas entre los individuos.
Comencemos por examinar las figuras de lenguaje, que
operan sobre el sonido y la gramática; corresponden, pues,
en líneas generales, al lenguaje oral y a la lengua escrita. Lo
im portante es advertir que las figuras que ju eg a n con los
sonidos traducen forzosamente una problematicidad menor,
al menos del lado del locutor, que las figuras de construcción
gra m a tica l, donde la cuestión es m ás problem ática. En
cuanto al tropo, es por sí m ism o una cuestión traducida en
una respuesta inaceptable literalmente como tal. Cuando
se actúa sobre la distancia y sobre los operadores que la tra­
ducen, se deberá recurrir a otro modo de figuratividad más
directo, que sólo podrá ser hallado en las llamadas «figuras
de pensamiento». Observemos esto con más atención:

a) Las figuras de lenguaje

1. Figuras de palabras y figuras de frases o de construc­


ción, e incluso tropos, responden a un modus operandi que
cabe considerar definitivamente teorizado por el Grupo (a, en
su Retórica general. Cuatro operadores generan lo figu­
rativo: la supresión (de sílabas o de palabras) para la nega­
ción (—); la adjunción; la supresión-adjunción, o sea, lo que
nosotros llamamos «modificación», que puede llegar a la
condensación en palabras nuevas en que se han reunido dos
antiguas (la «bravitude»* de Ségoléne Royal es de este or­
den), y la inversión. Estas operaciones evocan el juego sobre

* Neologismo utilizado por la candidata socialista a las elecciones pre­


sidenciales francesas (2007), en un discurso pronunciado en la Gran
Muralla china. Probable condensación de «bravoure», «valentía», y «a tti-
tude», «actitud». (N. de la T.)

146
la identidad y la diferencia observado en las reacciones del
auditorio, reacciones que van desde la confirmación, me­
diante una nueva respuesta, hasta la modificación y la in­
versión pura y simple, en este caso de sílabas o de palabras
y frases. En cuanto a los juegos de palabras, el efectuado
sobre «Salvador Dalí» transformándolo en «Avida Dollars»
hace pensar en el gusto del pintor por el dinero, así como
«Roma-Amor» evoca el vínculo entre la ciudad eterna y el
amor.10 En otro tiempo se decía que se modifica la palabra
para reforzar una imagen, pero en realidad se lo hace, sobre
todo, para recordar ligeramente una cuestión que no se con­
sidera demasiado problemática. Está escondida aún en las
respuestas asociadas al término sobre el cual se efectúa el
juego —Salvador Dalí y Roma en nuestros ejemplos—, lo
cual vale también para la supresión, la adjunción (que in­
cluye la repetición, como en «Grande eres, grande serás») y
la permutación. La idea es subrayar lo que está en cuestión,
pero para presentarlo como si, en rigor, no la constituyera
realmente. En retórica, el estilo sirve para suprimir lo pro­
blemático en la respuesta, pero presentándolo mediante un
juego de palabras o mediante un juego con las palabras.
Esto sucede cuando el problema no es francamente engorro­
so. Los +, los - , los + o - , todos tienen la misión de evocar
una cuestión, y de esto se puede deducir la idea de Perel­
man según la cual la figura verbal sirve —como las demás,
por otra parte— para resaltar, en un argumento, el dato
pertinente. Aquí no hay argumento estrictamente hablan­
do, sino una cuestión que se minimiza a través de un juego
con las palabras, pero siempre se puede concluir de él una
respuesta, la que emana de la cuestión enfatizada. Cuando
se dice «má» para decir «mamá», se lo hace a fin de destacar
la familiaridad y proximidad afectiva del niño con su ma­
dre, de la cual quiere obtener algo, demanda que además
puede ser intrusiva; la expresión «¡Tontito!», por ejemplo,
pretende moderar lo que tiene de agresivo plantear la cues­
tión de la tontería. La repetición de lo mismo en «Grande
fuiste, grande eres, grande serás» tiene una similar función
resolutoria: la cuestión no es muy problemática y se la pre­
senta como tal, precisamente, para confirmar el hecho de
que se está en verdad ante un gran hombre. Lo fonético

10 Grupo \i, Rhétorique générale, Larousse, 1970, pág. 63.

147
cumple el mismo papel, pero todo es entonces más lúdico:
«Shell que j ’aime»* es, en Francia, un eslogan publicitario
que anula el rechazo que pueden inspirar las compañías pe­
trolíferas, minimizando, además, la gravedad de una cues­
tión a través de una respuesta humorística basada en el
aspecto fonético. La similitud de palabras (la paronomasia
«celle - shell») permite tratar este problema de un modo su­
perficial y jocoso. La semejanza fónica en el «Veni, vidi, vin-
ci» de Julio César, u otra aliteración, esta vez de Racine:
«¿Para quién son esas serpientes que silban sobre nuestras
cabezas?»** (Andróm aca), así como la paronomasia del tipo
«le ciel amer», que evoca «le sel amer»,*** desproblematizan
la cuestión subyacente. Hay una operación de supresión en
«J’vois clair»,**** o de adjunción en «El “ah, ah” de los inge­
nuos». Estas mismas operaciones aparecen en las figuras de
gramática o de construcción: semejanza, oposición, aposi­
ción, elisión, construcciones entrecortadas (asíndeton), o
elipsis (prolepsis), constituyen el homólogo de lo fonético,
como, por otra parte, la adjunción (epífora) o la acumulación
redundante («Lo vi con mis propios ojos»), que puede ser tan
sólo una yuxtaposición. El juego de palabras pretende vol­
ver no problemático algo que podría serlo, porque se aborda
la cuestión por su aspecto más convencional o —juego de
palabras obliga— humorístico, inocuo, logrado mediante un
discurso que suena jocoso (fonéticamente). En el «¡Ah, ah,
ah!» hay tan ta sorpresa como ironía, e incluso una risa
aprobadora, que hacen de esta figura de palabras una suer­
te de puntuación fonética de esa aprobación o esa burla.

* Como el autor lo aclara a continuación, «Shell» aparece sustituyendo a


«celle», «aquella». «Celle que j ’aim e» significa, en rigor, «Aquella a la que
amo». Este eslogan (inventado en Francia en la década de 1950 y que si­
guió escuchándose hasta la de 1980) utiliza como recurso un defecto de
pronunciación denominado chuintement, que consiste en sustituir el fo­
nema «s» por «sh». (N. de la T.)
** En el original, «Pour qui sont ces serpents qui sifflent sur nos tetes?»,
célebre verso en el que la aliteración consistente en la repetición de la «s»
evoca, junto con la forma de la letra escrita, la imagen de una serpiente.
(N. de la T.)
*** «Le ciel amer», «el cielo amargo»; «le sel amer», «la sal amarga».
Téngase presente que «sel», «sal», es de género masculino, lo mismo que
«ciel». (N- de la T.)
**** La frase correcta es «J’y vois clair», «lo veo claro». Lo suprimido es
el pronombre «y». (N. de la T.)

148
Suscitar una cuestión no es, por fuerza, suscitar un pro­
blema: lo que está en cuestión no genera necesariamente
una cuestión. Al revés. Con las figuras de lenguaje, a me­
nudo, se trata de poner en evidencia lo que una cuestión
tiene de no problemático, como si se la quisiera anular y, al
señalar este hecho, repetir que, justam ente, no plantea
problemas. En la diáfora, dos palabras se presentan con
idéntica consonancia y dos sentidos diferentes. Tomemos
este ejemplo de Du Bellay: «Recién llegado que buscas a
Roma en Roma, y nada de Roma en Roma encuentras», es
una proposición dirigida a hacer comprender que la Roma
moderna ha ahogado un poco a la Roma antigua, percepti­
ble aquí y allá, pero de manera dispersa, oculta o sepultada.
Ahora bien, si digo: «Tg amo más de lo que jamás me am as­
te», el poliptoton (pues tal es el nombre de esta figura) que
estoy utilizando enfatiza la cuestión que nos separa, es de­
cir, la diferencia de amor, gracias a la repetición y la asime­
tría indicadas por los términos de la alternativa; el reproche
se oye, pero finalmente es poco problemático. Es como un
hecho. Hay dos Romas. Nuestro amor no es el mismo. Una
alternativa, una cuestión, pero no un problema. Así son las
cosas. El juego con las semejanzas fónicas es más lúdico y
remite también a algo menos problemático: «Arrorró mi ni­
ño, arrorró mi sol, arrorró pedazo de mi corazón»,* que se
canta a los niños pequeños, marca, con su musicalidad y su
rima, la evidencia del sueño al que el niño debe abandonar­
se. La respuesta se ve reforzada por esa repetición escandi­
da (asonancia).

2. En las figuras de construcción, todo el peso cae sobre la


estructura gramatical. El fin perseguido es volver elíptico
un sentido figurado. Reaparecen las cuatro operaciones re­
tóricas de base, que son las respuestas del auditorio. El
acuerdo gramatical es sustituido por un «desacuerdo gra­
matical» destinado a subrayar una cuestión. A esta se la
puede acentuar y reforzar («Temblad, temblad, Gengis Khan
está llegando»), se puede practicar la elisión, la supresión

* La cancioncilla francesa que consta en el original declara explícita­


mente su condición de arrullo para dormir a los niños: «Do do l ’enfant do
l’enfant dorm irá bientót». Otra diferencia con nuestro ejemplo español ra­
dica en que este presenta no sólo asonancia (mencionada enseguida por el
autor), sino también consonancia. (N . de la T.)

149
(«Te quería débil, te tuve fuerte», para «cuando eras»), el
agregado («¡La campaña de Sarkozy, todo no fue más que un
show!», lo cual es un anacoluto), pero puede haber una
simple modificación calificadora de la respuesta admitida
(caso de epanortosis: «El último momento, mom ento que no
habríamos imaginado tal. . .»). Todas estas fórmulas de fra­
ses de construcción particular están destinadas a imponer
una respuesta y a diluir la cuestión, pese a su carácter pro­
blemático, dejándola como entre líneas. En realidad, lo que
el estilo consagra es la condición relativamente poco proble­
mática de la cuestión tratada: «Hay que comer para vivir, y
no vivir para comer», dice Moliére en E l avaro, en forma de
sentencia referida al buen vivir que pocas personas pon­
drían en entredicho. La oposición, pero también la escan­
sión repetitiva de palabras idénticas o diferentes (asín­
deton), permiten decirse que no hay nada muy problemático
en la cuestión planteada: «El auto estaba destrozado, en lla­
mas; los pasajeros, bloqueados, ya nada se movía» es un
ejemplo un tanto paradójico de esta figura en la que se re­
fuerza, sin embargo, el aspecto dramático y violento del cho­
que. Da igual: este choque no plantea problemas, se lo com­
prueba, se lo comunica, y no abre ninguna cuestión. La su­
cesión entrecortada de los cuadros en las frases que les co­
rresponden sirve para producir este efecto: «No dude usted
de la violencia del choque», se está diciendo aquí. También
la elipsis refuerza la respuesta afirmada como respuesta: la
locución «Pas vu, paspris» expresa simplemente, de manera
incorrecta en el plano gramatical, lo absoluto del vínculo
entre la falta y la prueba en el derecho francés.* Más que
una larga frase, esta fórmula elíptica consagra lo que hace
la respuesta a la cuestión evocada. No se discute más. Se
arroja una respuesta, pero la cuestión es poco problemática:
sin pruebas, no hay condena. También las «faltas» gramati­
cales cumplen esta función desproblematizante: «El dinero
es mi esencia, mis empresas, mis vehículos».** La fórmula
impacta por la omisión del segundo verbo, que habría tenido
que ser un plural. ¿Se trata de una elipsis? ¿De un zeugma?

* En efecto, la locución no respeta la gramática («No visto, no apresa­


do»), lo cual, sumado a lo escueto de su formulación, la vuelve intraducibie
como tal. El sentido lo da el autor a continuación: «Sin pruebas, no hay
condena». (N. de la T.)
** Traducción literal. (N. de la T.)

150
(en este último, el nexo es no gramatical). El nombre no tie­
ne importancia, sólo cuenta la cosa. Se ponen en relación co­
rrespondencias, oposiciones, problemas, pero ya resueltos o
muy poco distanciadores. La misión de las sim etrías y las
disimetrías es resaltar estas cuestiones poco problemáticas,
pero cuestiones al fin. Las figuras de sonido se muestran
menos contundentes que las de construcción porque presen­
tan una cuestión juzgada poco problemática en forma de
coincidencias y oposiciones aparentemente fortuitas. En las
figuras de construcción la narración es más elaborada, por
cuanto debe quitar toda problematicidad a una cuestión for­
zosamente más problemática que cuando se juega con rit­
mos y diferenciales fónicos.

3. Los tropos. El tropo es el discurso con más marcada


problematicidad de lenguaje. Constituye por sí solo una
cuestión, y si se lo considera una respuesta, es ya proble­
matológica por su forma. Si digo: «Ricardo es un león», al so­
brentender que Ricardo es un hombre y que no lo es, la cues­
tión de lo que él es queda realmente planteada. Aquí, rx re­
mite ya p o r su form a a q2. A estas respuestas se las llama
«tropos»: el sentido literal es por sí mismo una especie de fi­
gura. La problematicidad es aquí más fuerte que en las figu­
ras de construcción o de sonido, aunque el tropo oficie tam­
bién en ellas de respuesta. «Ricardo es un león» significa
que es valiente, y no tengo necesidad de aclararlo. Esto nos
sitúa cabalmente en el campo retórico. La gradación que va
del juego con los sonidos al tropo corresponde a una proble­
maticidad creciente, inscripta en el propio discurso. Encon­
tramos en los tropos las mismas operaciones que en las otras
figuras, aun cuando estas operaciones, traducidas en rela­
ción ad kom inem , constituyan la sustancia, el objeto mismo
de las figuras de pensamiento. Si a las figuras de pensa­
miento las llamamos «figuras de pensam iento» es porque,
en realidad, reflejan* sobre la figuratividad una suerte de
operaciones centradas en lo mismo, el agregado, la modifi­
cación, la negación de las posiciones adoptadas sobre una
cuestión. Surgen así los cuatro grandes operadores de res­
puesta y, por ende, de tratamiento retórico de las cuestiones:

* El verbo «réflécliir» aquí utilizado significa tanto «reflejar» como «re­


flexionar». (TV. de la T.)

151
1) la sustitución;
2) el agregado (incluida la repetición, que agrega);
3) la modificación;
4) la supresión (una modalidad de esta es la inversión:
un + deviene —y un —deviene +).

La diferencia entre la retórica como procedimiento (y no


como disciplina) y las operaciones argumentativas reside en
que aquella pretende eliminar las cuestiones por el simple
hecho de proponer las respuestas, mientras que la argu­
mentación se mete de lleno en las cuestiones y considera ex­
presamente el pro y el contra. La retórica se ahorra seme­
jante examen y deja al auditorio el cuidado de completar la
respuesta. Como procedimiento, sigue siendo una técnica
de evacuación de lo problemático que actúa de manera ficti­
cia y hasta ficcional, y esta economía, que no puede dar ple­
na satisfacción intelectual, al menos da placer. Decir que
«Ricardo es un león» para significar que es valiente, seño­
rial, majestuoso, o vaya a saber qué más, permite limitarse
a una respuesta que no lo es (literalmente), respuesta que el
auditorio deberá interpretar, es decir, inferir por sí solo.
A las operaciones de identidad, modificación, agregado y
oposición les corresponden, respectivamente, la metáfora,
la m etonim ia, la sinécdoque y la ironía. Los tropos son,
pues, condensados de respuestas, como las figuras de pen­
samiento serán su explicitación modalizada por el a d homi-
nem. Consideremos esto con más detenimiento:

a) L a metáfora. El principio de esta figura es la posibili­


dad de instaurar una identidad entre dos términos, enca­
jando en lo implícito una tercera propiedad común que justi­
fique esa identidad. «Ricardo es un león» significa que, al
igual que el león, Ricardo forma parte de los seres valientes,
peroJa metáfora se ahorra esta literalización, que ella su­
giere sin decirla. Una figura responde al esquema: «Decir A
es decir B», «Ricardo ha hecho A, luego es B», luego «A es B»,
y queda a cargo del auditorio discernir en qué sentido A es o
no efectivamente B.

b) La m etonim ia. Una metonimia es siempre el conden-


sado de una interrogación referida a una categoría:

152
— El lugar: «Washington está a la defensiva». No se
trata de Washington, sino de Estados Unidos; Washington,
que es el lugar en el que está situado el poder político de Es­
tados Unidos. . . Se borra «P, que es Q» y se dice simplemen­
te «P = Q»; luego, se utiliza Q.
— El instrumento: «Victor Hugo es una gran pluma», por
«Victor Hugo, que escribe con portaplumas, es un gran
escritor», «P, que es Q», «P = Q», del mismo modo en que «Los
caballos, que tiran del carro, han matado a un transeúnte»,
pasa a ser «El carro mató a un transeúnte».
— El tiempo: «El verano será cálido» por «El clima que
hace en verano es cálido», pasa a ser «P, que es Q», «P = Q».
— La causa: «El cielo no nos es favorable», por «El cielo,
donde se encuentran los dioses. . .» o también «Los dioses,
que gobiernan todo el cielo. . .».
En cada oportunidad se borran los interrogativos para
las cuestiones que creemos resu eltas por la resp uesta
metonímica. El determinativo, que está presente en la cláu­
sula interrogativa, se vuelve esencial, y él es el que hace la
respuesta, que sigue siendo problematológica debido a la no
literalidad que ella inscribe en y como respuesta. La meto­
nimia borra los quién, los dónde: en resumen, las cláusulas
interrogativas que remiten a las respuestas previas, las
cuales determinan de qué se habla para poder hablar de ello
y ser comprendido. La metonimia tacha las cuestiones, da
las respuestas como premisas características y singulariza,
en la reserva de datos, aquel que se debe tener en cuenta
pues se lo considera obvio. La metonimia opera sobre las ca-
tegorizaciones {quién, qué, dónde, etc.) y se ahorra la inte­
rrogación que ellas suponen. Victor Hugo no es, evidente­
mente, una pluma, pero si de lo que es cuestión es de la es­
critura, la metonimia fija el hecho de que Hugo es un gran
escritor. En el último ejemplo, el cielo no tiene nada que ver
literalmente con lo que sucede en la tierra, salvo si se en­
tiende que es cuestión, precisamente, de poderes sobrenatu­
rales todopoderosos; y la frase quiere decir que, a pesar de
cuanto ha podido hacerse, las cosas salieron mal. Sin em­
bargo, en vez de decirlo tal cual, el tropo enuncia como res­
puesta algo que sugiere una respuesta distinta que él per­
mite inferir. La metalepsis es típica, por otra parte, de la bo­
rradura inferencial: «El ha vivido» por «Ha muerto», o
«Cuando la salud declina, cae la noche» para decir «Cuando

153
uno es viejo, pierde su vitalidad». He aquí otros tantos pro­
cedimientos en los que el argumento «si p , entonces q; o p ,
luego, efectivamente q» es reducido a sus efectos y a sus sig­
nos visibles o evidentes. Esto verifica la tesis de Perel-
man,11 y hasta la extiende: un tropo es el condensado de un
argumento, una tesis que va mucho más allá del efecto de
presencia. Es responder sin responder, sin ofrecer la
respuesta, la cual ha de ser inferida por el auditorio como
cuando se lee una obra literaria (he llamado a esto respuesta
problematológica, porque es una respuesta destinada a ex­
presar un problema). La metáfora consagra una identidad
sobre la cual no se desea argumentar; la metonimia, sobre
propiedades determinantes. Quedan la sinécdoque y la iro­
nía, que corresponden a las dos últimas respuestas ofreci­
das al auditorio. Mirado con más detenimiento, la variación
que va de la metáfora a la ironía consagra una diferencia ca­
da vez mayor: la sinécdoque expresa la causalidad abstrac­
ta, y la ironía, la oposición. La metonimia es una simple al­
teración; la sinécdoque, un agregado, el de la inferencia,
verdadera adjunción concretada por la inferencia entendida
como figura; en lo que respecta a la ironía, representa la dis­
tancia máxima, la oposición que no dice su nombre pero se
deja inferir.

c) La sinécdoque. En este caso se toma la parte por el to­


do; por ejemplo: «quince primaveras» por «quince años»,
«cien cabezas» por «un rebaño de cien animales», «al francés
le encanta el vino» por «a los franceses», o «el sabio ama la
virtud» cuando se trata, en rigor, de los que son sabios. Con
la metonimia teníamos «los P, que son Q, son R», luego, los
«Q son R»; en cambio, aquí tenemos «Q, que son (muchos) P,
es R», luego, P = R.
Más allá de esta modalización de la identidad, típica de
los tropos, en la que no se pretende exhibir la diferencia,
propia de la implicación, en la sinécdoque suele presuponer­
se, pese a ello, una causalidad que está ausente en la meto­
nimia. «Victor Hugo es una gran pluma»: no es la pluma la
que le da calidad a un escritor. En cambio, «el sabio ama la
virtud» porque es sabio, y al francés le gusta el buen vino
porque es francés.

11 L’empire rhétorique, Analyse et métaphore, op. cit., cap. X.

154
d) La ironía. El «¡Muy gracioso!»,* que dice lo contrario sin
decirlo, consagra la oposición, así como la sinécdoque, el agre­
gado y la metonimia consagran la modificación selectiva.

En síntesis, un tropo es siempre una respuesta, pero, co­


mo sabemos, la problematicidad es más marcada aún que
en las figuras precedentes, razón suficiente para que no se
deba ir más allá.
Los tropos son siempre identidades, lo cual explica el pa­
pel preeminente que se atribuyó muchas veces a la metafo-
rización. Se trata de embutir, de consumir las diferencias,
de presentar lo problemático como una respuesta con el ob­
jeto de ahorrarse un argumento del cual él es una suerte de
resumen.

b) Las figuras de pensamiento

Quedan ahora por tratar las figuras de pensamiento, que


son más difíciles de circunscribir. Sin el enfoque problema-
tológico, cabe preguntarse para qué sirve una retórica tan
próxima a la argumentación y a la vez tan alejada de ella
por su carácter sugerente y figurado. En realidad, el orador
negocia la distancia y la cuestión problemática, cuestión
que expresa esa distancia más o menos larga. La vuelve
más marcada, la atenúa, la circunda y la dice. La expresa
directamente encarando sin reservas la cuestión o bien apli­
cando el peso de sus respuestas sobre sí mismo y sobre el
otro como términos de la negociación. Los operadores son
los mismos, o sea, cuatro, con modulaciones posibles del
agregado, de la confirmación por alteración, de la repetición
que reasegura o de la oposición que suprime, pero estas
operaciones sirven para tratar la cuestión en la medida en
que la problematicidad que esta conlleva traduce la distan­
cia entre los protagonistas. Se explica así la lista de estas fi­
guras, variable según los autores, pero a lo largo de la cual
están presentes los principios elementales que acabamos de
mencionar. La figura de pensamiento surge cuando el ad

* En el original, «c’est malin!», exclamación de muy diversos empleos,


acordes o no (irónicos, por ejemplo, como el de nuestra traducción) con el
sentido propio de «m alin»: «astuto», «picaro», pero también «malévolo»,
etcétera. (N. de la T.)

155
rem está enteramente al servicio del ad hominem, de la dis­
tancia, y recíprocamente. Se traducen el uno por el otro.
En la Retórica a Herenio, en Cicerón, en Quintiliano o en
autores modernos como Fontanier, el número de estas figu­
ras fue variando. En la Retórica a Herenio, no se distingue
verdaderamente entre figuras de palabras y figuras de pen­
samiento, y estas últimas tienen un estatus incierto. Cuan­
do se escande una frase por medio de asíntotas, cuando se
invierten las palabras para acentuar el peso de una idea,
cuando se repite una frase o un vocablo, lo que se busca es,
sin la menor duda, poner en evidencia lo que se está pen­
sando; otro tanto se hace, también, al utilizar las llamadas
«figuras de pensamiento», como la concesión, la duda, la
antítesis, la comparación, la amplificación, la preterición
(en la que se finge no decir lo que se dice, como en la frase
«No voy a hablar de su escandalosa vida privada, pero. . .»),
etc. Pues bien, ¿en qué radica entonces la diferencia entre fi­
guras de lenguaje y figuras de pensamiento, dado que la
frontera entre ambas parece tan impi ecisa? Nuestra con­
cepción es clara: cuanto mayor es la problematicidad, más
retorizada y figurativa se presenta la cuestión, y en los ca­
sos en que esto no es posible porque los tropos ya no alcan­
zan para ello, la problematicidad se figurativiza mediante
figuras de pensamiento. La distancia entre el ethos y el p a ­
thos pasa a ser un problema, incluso el problema.
Es aquí donde se puede apreciar plenamente cómo debe
entenderse la palabra ornamento: ataviamos una cuestión,
la manipulamos —literalmente hablando—, amplificamos
la problematicidad de tal o cual punto (lo que debe generar
un sentim iento de rechazo), o de la respuesta sobre tal o
cual punto (para, al contrario, robustecer la intención de
aprobar), interpelamos, nos retractamos, concedemos, ne­
gamos, exageramos o anticipamos una objeción acerca de
una cuestión y de la distancia que ella instala. Examinado
con detenimiento, este juego con la distancia que se abre al
abocarnos a la cuestión, y que la transforma, no sólo pone a
trabajar las cuatro grandes operaciones de la interactivi-
dad, sino que además las tematiza: se remarca la antítesis,
se modifica amplificando, se agrega acumulando, se asiente
a una respuesta del otro para enfatizar mejor la propia indi­
rectamente, etc. Cada vez, la respuesta brindada, digamos
r1( remite a más o a menos, a otra cosa; ella suma, resta, mo­

156
difica, desvía, niega u opone para modular la distancia esta­
blecida por la problematicidad de la cuestión planteada. En
las figuras de lenguaje, casi podríamos decir que la causa se
oye, pues la narración está construida para eso. En las figu­
ras de pensamiento, la forma gramatical no tiene nada de
específica, pero al trabajar una cuestión más problemática
se modula la distancia entre uno mismo y el otro. No basta
con insistir en la forma gramatical para hacer pasar la reso­
lución. Cicerón resumió muy bien este mecanismo en el li­
bro III de su De oratore, al oponer la amplificación de hechos
e imágenes a la alusión rápida a ellos, a la atenuación (como
la litotes, que dice menos pero evoca más), a la digresión
(que «ahoga» la cuestión), procedimientos que en su totali­
dad tienen el efecto de disminuir la problematicidad, des­
viar la atención o sugerir otra cosa más aceptable. El orador
puede también interrogarse, interrogar al otro, devolverle
la cuestión, ironizar; en resumen, jugar con ella y no ya dis­
frazarla para desproblematizar los desafíos que plantea. Es
aquí donde intervienen la ejemplificación, la puesta en re­
lieve de objeciones desechadas, las reticencias confesadas,
cierta retractación que se concede, un acuerdo, a menudo for­
mal, que se reconoce —así sea parcialmente— para hacer
pasar el resto cuando este genera un problema con el otro.
Están también los arrebatos o el tono moderado, propios
para crear la ornamentación de una cuestión, para negociar
la distancia con el interlocutor. Se negocia esta distancia to­
mando posición acerca de la problematicidad misma o tra­
tándola directamente por medio de figuras. En estas figuras
de pensam iento, la respuesta apunta siempre a literalizar el
reenvío a la problematicidad de la cuestión, evocando r2 a
través de q2 que modifica a q1; a la que ella presenta, empe­
ro, como contenida en q1 o como idéntica a ella. Quintiliano
se preguntaba «qué efecto produciría la elocuencia si se le
quitara la facultad de amplificar o de atenuar los objetos.
Pues bien, amplificar es hacer entender más de lo que se di­
ce [decir r 1 es decir r2\) atenuar es suavizar, paliar, excu­
sar»,12 pero esto es posible porque detrás de todo ello hay
una cuestión que pone en cuestión. Y, por este motivo, «¿hay
algo más común que interrogar o cuestionar? Nos servimos
indistintamente de estos dos términos aunque uno parezca

12 Quintiliano, op. cit., IX, § 2 (tr. fr. M. Ouizille).

157
implicar más bien la idea de averiguar y el otro la de hosti­
gar».13 Nos interrogamos sobre cosas no dudosas, agrega
Quintiliano, porque el objetivo es permitir que el interlocu­
tor llegue a la misma respuesta que el orador. Y se puede
responder por alteración, desplazamiento, complemento,
como se dijo ya con anterioridad. Y también se puede jugar
con la distancia, como cuando se la atenúa («Usted, que es
un experto, sabe que. . .»), o cuando se atenúa la diferencia
propia («Yo no soy un experto en la materia como usted, pero
coincidirá conmigo en que. . .»). Esta últim a figura, por
ejemplo, se llam a «cleuasmo», pero nos percatamos muy
bien de que recordar estos nombres complicados y engorro­
sos no agregará nada al análisis de los mecanismos subya­
centes de la figuratividad, como tampoco hacer su catálogo.
Lo figurativo descansa sobre el hecho de que rj no agota
la cuestión literal subyacente, sino que la modifica, la trans­
forma, lo cual hace que la respuesta a qj remita a una cues­
tión q2 más problemática. Gracias a estas figuras, la cues­
tión puede ser mejor desalojada e incluso hecha desapare­
cer como tal; en síntesis, puede pasar por resuelta debido a
que ya no se plantea.
Tbdo el problema de la frontera entre las figuras de len­
guaje y las figuras de pensamiento radica en que en estas el
lenguaje es esencial. Para tomar sólo dos ejemplos, una con­
cesión, una antítesis, corresponden tanto a la construcción
de lenguaje como a la estrategia entre interlocutores en la
negociación de su distancia. Por lo demás, Cicerón incluye
estas dos figuras entre las de palabras. ¿Serán entonces las
figuras de pensamiento una transposición del ad rem al ad
hom inem ? En estas figuras se observa que el orador habla
de otras personas, de emociones, de valores, y que lo hace
con calma o con énfasis, con franqueza o con discreción, pa­
ra jugar con la oposición eventual hacia el otro. El orador so­
brentiende, reafirma, acumula proposiciones que van en el
mismo sentido, opone, ilustra e incluso minimiza. Todo esto
parece correcto, pues una figura de pensamiento opera de
manera m ás o menos directa sobre la distancia al consa­
grarse —como si se tratara de un instrumento— a la cues­
tión problemática desplazándola hacia el ad hom inem , que
parece ser el último objeto del discurso. Se compara a perso-

13 Ibid.

158
ñas (César es como Pisístrato), se narra un suceso ejemplar,
se concede, se opone, y el objeto es cada vez una relación ad
hominem que se transpone al discurso y por él, pues lo que
plantea problemas es, en realidad, esa distancia. Se la pro­
yecta hacia el pasado o hacia otros casos para tratar aquella
con la cual se confronta uno directamente, en el momento
actual. No nos sorprendamos, pues, de que en ciertas oca­
siones pueda haber correspondencias entre las figuras de
palabras y las de pensamiento. La epanortosis, por ejemplo,
es una figura de construcción que opera por corrección de lo
dicho («Francia retrocede, pero esto no es, evidentemente,
un destino inmutable. . .»). El papel de conectores como «pe­
ro», «incluso», etc., es facilitar esta corrección. Ella encuen­
tra su equivalente en términos a d hominem en la figura de
pensamiento llamada «retractación». Modificar suprimien­
do, corrigiendo, significa aportar un agregado a la respuesta
primera. Y el hecho de corregirse constituye una figura de
pensamiento, en tanto que la forma utilizada corresponde a
las figuras de construcción. Finalm ente, no tiene mayor
importancia: en cada oportunidad, se trata de anular la pro­
blematicidad de una cuestión planteada. La amplificación
puede efectuarse por medio del discurso, de las actitudes o
simplemente (figuras de palabras) mediante los términos
empleados: «Es terco como una muía» recarga una determi­
nación del carácter que, en sí, traduce la fuerza de voluntad.
Se la moviliza aquí en un sentido preciso que amplifica uno
de sus aspectos. E l objeto de las figuras de pensamiento son
esas m ism as operaciones que hemos descripto como respues­
tas del auditorio (uno se retracta, agrega, discrepa, etc., y es
posible hacerlo de múltiples maneras): identidad, amplifi­
cación (repetición), agregado, oposición o, si se toma la di­
rección contraria o se opera interviniendo sobre el otro, dis­
minución, matiz, concesión, identidad o diferencia con el au­
ditorio.

8. Los vínculos entre figuras y lugares comunes:


tropos y topos
Cuando se argumenta, se opera invocando una identi­
dad de puntos de vista, calificando o recalificando las res­

159
puestas pertinentes, procediendo por inferencia a partir de
esas respuestas y, finalmente, expresando acuerdo con el
otro sobre el conjunto de su proceder. Los tropos singulari­
zan estos momentos, permiten economizarlos y prescindir
de argumentación para dar de entrada la conclusión. Si nos
detenemos en uno de esos momentos, es sin duda porque ex-
plicitar el argumento —cuando lo hay— podría resultar es­
pecialmente problemático y porque queremos evitar la con­
testación o, en todo caso, minimizarla. Ahora bien, si qui­
siéramos argumentar, podríamos hacerlo, y esto explica que
a cada tropos le corresponda un topos en cuanto principio
utilizado para argumentar cuando, en vez de eludir la argu­
mentación por medio del tropo, recurrimos explícitamente
al argumento. Entre la identidad y la diferencia máxima,
que es la oposición, corre todo el espectro de los topoi, tan ca­
ros a Aristóteles como a Perelman. Los topoi ilustran elec­
ciones de valor cuando se considera que la distancia con el
auditorio es esencial; al comienzo, no obstante, son reglas de
la argumentación. Los lugares de la cantidad, por ejemplo,
son a la argumentación lo que la sinécdoque es a las figuras
de estilo, así como los lugares de la cualidad corresponden a
la metáfora. Los lugares propios de una cuestión, es decir, la
calificación, remiten a la metonimia, que enfatiza lo impor­
tante como determinación pertinente. En cuanto a los luga­
res vinculados a la ironía, ellos subrayan la diferencia, aque­
llo que no se debería seguir como línea de pensamiento o de
conducta. La calificación especifica las identidades que el
orador privilegia o rechaza, y si se lo ataca con relación a
una idea, él cambia de definición, la modifica, aclarando:
«Cuidado, no es eso lo que yo quería decir, sino más bien es­
to», lo cual constituye un procedimiento bien conocido para,
como dice Schopenhauer, «tener siem pre razón». Para
Perelman, los lugares, lejos de ser reglas de inferencia, son
valores. El lugar de la cualidad, que aparece santificado en
el íomanticismo, ilustra la singularidad, lo excepcional del
valor único. A la inversa, el lugar de la cantidad exalta más
lo que vale para todos, como el precepto moral. Aristóteles
tenía, sin duda, una concepción más neutra. Los lugares co­
munes y los lugares propios de una cuestión sirven para la
contestación y para la defensa. Esto va desde la identidad
esencial de nociones y seres hasta la contradicción posible,
pasando por la identidad contingente y accidental de lo que

160
es, un tipo de identidad que constituye el fundamento de la
contradicción argumentativa. U na cosa es tal o cual, pero
puede ser otra, pues el nombre retenido es un accidente, así
como el atributo puede serlo igualmente en la realidad mis­
ma. Las conclusiones se vuelven inciertas si no se pone
buen orden en lo que, detrás de lo que parece idéntico, lo es.
La palabra «cuerpo», por ejemplo, puede significar la esen­
cia de un fenómeno (el cuerpo de una demostración m ate­
mática), pero también la parte material de un ser vivo (el
cuerpo de este hombre), y hay que tener cuidado con las con­
clusiones variables y hasta contradictorias derivables de es­
ta misma expresión, que en realidad oculta diferencias. Em­
pero, hay más, dice Aristóteles: cualquier conclusión sobre
Sócrates debe integrar, por cierto, todo lo que en él es acci­
dental y que, por lo tanto, puede ser argumentado o negado.
Nada irrefutable puede concluirse del hecho de que bebió la
cicuta en 399 a.C., ya que su condena habría podido tener
lugar antes o después de esta fecha.
¿Son los lugares, entonces, sim ples maneras de evitar
las confusiones, o bien de sacar provecho de ellas? A este
respecto, las concepciones han cambiado. Un lugar expresa,
en última instancia, un valor implícito que en todo caso él
presupone. Mas, en el otro extremo, un lugar es una simple
regla de inferencia, una m anera de situarse sobre el eje
identidad-diferencia, no entre individuos, sino entre res­
puestas.
En el caso de Aristóteles, la reflexión sobre los lugares
nació del debilitamiento de las identidades, de la identidad.
La identidad no se limita a la esencia, como en Platón, es
decir, a aquello por lo cual una cosa es la que es y no otra.
Por lo demás, si esto fuese así, no habría nunca discusión
posible: A sería A, necesariamente, y todo el resto quedaría
excluido. Empero, A puede ser algo muy distinto de A, puede
ser B, C o D, y entonces se tienen, señala Aristóteles, otras
formas de identidad. A sigue siendo A, sin duda, pero, pues­
to que es B, C o D, se dice que A es B, o que A es C o D, por
ejemplo. A es necesariamente él mismo al ser tal o cual cosa:
Sócrates no puede no ser Sócrates, pero es griego, calvo, pe­
queño, y es alguien muy criticado, por ejemplo, lo cual no
depende de su esencia, que es la única necesidad a la que él
responde. En cuanto hombre, Sócrates es necesariamente
mortal, aunque en esto es como todos los hombres, ya no es

161
específicamente Sócrates. Para determinar lo que él es hace
falta sustentarse en otros atributos. Aristóteles los cataloga
en las Tópicas como otros tantos juegos con la identidad y la
diferencia, diferencias que acentuamos y semejanzas que
ponemos en primer plano. En resumidas cuentas, importa
saber si el predicado objetado (o afirmado, pues un lugar de­
fine un tipo de proposición «A es B»), es

1) esencial: se trata de la definición. La proposición res­


pectiva es apodíctica; «El hombre es un animal dotado de
razón», y si X está dotado de razón, X es un hombre.
2) propio: tenemos aquí un predicado reciprocable, sin
que constituya su esencia. Lo propio de un portaplumas es
utilizar la pluma. Esta no es su esencia, sino algo que sólo
pertenece al portaplumas. Todo lo que tiene una pluma es
un portaplumas, aunque, por supuesto, hay que tener cui­
dado con la homonimia, ya que vina pluma es también lo que
se encuentra en las alas de un pájaro; pero aquí no se invoca
el mismo sentido de la palabra «pluma».
3) un género: «el automóvil es contaminante», sin duda,
pero hay muchas clases de objetos contaminantes además
de los automóviles. A es B, aunque no todo B es A.
4) un accidente: «Arturo es pequeño», A es B, pero tam­
bién podría ser no-B.

La problematicidad, es decir, la oponibilidad, crece con el


debilitam iento de la identidad; es importante saber qué
atributos encierra la proposición «A es B», pues son revela­
dores de problematicidad. Los lugares precedentes encar­
nan lo que sucede en el nivel del discurso literal cuando la
identidad se debilita o, como se dice, se metaforiza más. De
la definición, que dice lo que una cosa es esencialmente, al
accidente, Aristóteles categoriza lo que representa, a sus
ojos, las etapas capitales de la problematicidad que aumen­
ta. Junto a esto, define los lugares como las respuestas pre­
vias en las que se basa un orador para argumentar. Y, últi­
ma definición, identifica los topoi con los nexos formales que
permiten inferir una respuesta a partir de esas respuestas
previas (nexos que van de la identidad —a veces puramente
fortuita, como la vinculada con la homonimia— a la contra­
dicción, pasando por la analogía o la comparación). Oponibi-
lidad, respuestas previas, reglas formales para inferirlas y,

162
sobre todo, luego, con Perelman, valores comunes, todas es­
tas concepciones de los lugares encuentran su armonización
en la concepción problematológica, en la cual la diferencia
entre individuos cuenta tanto como la cuestión que consti­
tuye el objeto de su relación y que es más o menos problemá­
tica (aunque aquí debe rechazarse la idea de que haya que
apoyarse en una gradación codificada y descripta en tér­
minos de esencia, propio, género y accidente).
Dicho con m ás precisión: ya en Aristóteles los lugares
servían para evaluar lo que genera problemas cuando se
ataca, pero servían sobre todo para hacer desaparecer el ca­
rácter problemático del juicio cuando se defiende. La identi­
dad que se debilita incrementa la problematicidad de la res­
puesta, lo cual hace que la argumentatividad tienda a au­
mentar. Hay que reinterpretar entonces la identidad para
preservarla, así como para indicar que ahora es sólo formal.
Para defenderse, es fácil jugar con la identidad que especifi­
can las definiciones. Si se dice, por ejemplo, que la religión
es intolerante, su defensor siempre puede replicar: «Sí, pero
esta práctica no es intolerante por su condición de religión,
ya que los textos sagrados revelan, por el contrario, una
preocupación muy grande por las otras creencias». Este
defensor también puede responder a la objeción diciendo:
«Tbdo depende de lo que usted llama “intolerancia”, pues no
es intolerancia creer que uno tiene razón». Para resumir,
entre las estratagem as está siempre, como dice Schopen-
hauer, la reevaluación de las identidades, y aquí el lugar de
la cualidad y el lugar de la cantidad son fundamentales.
Respecto de la frase: «Las serpientes son venenosas», puede
uno negar esa afirmación indicando que no todas las ser­
pientes lo son (lugar de cantidad) o que la calificación es in­
apropiada («Son serpientes, sin duda, pero inofensivas»).
Un lugar es una respuesta que pone en primer plano su
cualidad de respuesta, el criterio de su identidad, y que es­
conde en su interior una problematicidad que siempre es
posible hacer resurgir. Así pues, el lugar sirve para tratar la
problematicidad, eventualmente para contradecirla o, cosa
más sencilla, para especificar en qué sentido se debe buscar
la respuesta (hace frío y nos ponemos el abrigo, pero podría­
mos no actuar de ese modo; si se lo menciona, es para orien­
tar al auditorio hacia la respuesta, que es problemática,
mientras que el lugar-premisa, implícito, no lo es).

163
El vínculo que los lugares m antienen con las figuras y
los tropos esclarece quizá su sentido profundo, su utilidad,
mejor que cualquier otro análisis que pudiera emprenderse.
Los lugares sirven de regla argumentativa, desde la identi­
dad hasta la oposición, exactamente como los tropos tienen
por objeto eliminar el argumento para ofrecer la evidencia
de una respuesta que sabemos trunca, pero que sirve para
atizar el entendimiento. Tomemos una sentencia como «El
sabio practica la virtud»: se trata de una sinécdoque que
permite omitir toda argumentación referida a los sabios, a
lo que es la sabiduría y a lo que ella implica. «Las serpientes
son venenosas» es una expresión que plantea la cuestión de
saber cuántas lo son o si todas lo son. Al traducir la idea me­
diante una sinécdoque, como «Las venenosas se cruzan en
nuestro camino», se prescinde de estas interrogaciones. Y si
se hubiese preferido, por ejemplo, la metonimia «Los asesi­
nos nos esperan al final del camino», se habría eliminado
también el problema de saber si esas serpientes eran peli­
grosas o no, representándolas como algo que se debe evitar
a toda costa. Los lugares de la cualidad se especifican por re­
sumir mediante una identidad esencial, como hubiera dicho
Aristóteles, una analogía, una correspondencia, una compa­
ración cuyo despliegue nos ahorran. «Ricardo es un león»
suprime los términos de la analogía, y sólo queda la idea
esencial que caracteriza a Ricardo a los ojos del orador. Se
trata de una figura poderosa que corresponde a un lugar
también él poderoso: la identidad fuerte, aunque no literal.
Se infiere de un lugar semejante la transferencia de una
respuesta A a una respuesta B: se dice entonces que «A es
B» porque, figurativamente, A es, en efecto, B, en un cierto
sentido analógico, débil, en el que hay sem ejanza. La
respuesta «Ricardo es valiente, los leones son valientes;
luego, Ricardo es como ellos», constituye una inferencia que
la fórmula «Ricardo es un león» permite ahorrarse.
•Los lugares vinculados a la metonimia son igualmente
tributarios, si queremos adoptar el lenguaje aristotélico, de
la identidad, pero ahora de otro género. «Victor Hugo es una
gran pluma» o «Las provincias se rebelan» ya no son res­
puestas A que devienen B. A, que es B, hace C; luego, B hace
C. Tenemos aquí determinaciones que remiten a otras tan­
tas cuestiones sobre aquello de lo que es cuestión: Victor
Hugo, las provincias o lo que fuere; y la que se retiene, en el

164
conjunto de los quién, qué, dónde, cuándo, cómo, a causa de
qué posibles, sirve de criterio para identificar lo que hará las
veces de respuesta-palanca y que indica la cuestión de
aquello de lo que era cuestión, pero que ya no constituye
una cuestión. Hay en la metonimia remisión a una regla po­
sible de argumentación, especificación de un cuestionario a
partir del cual argumentar. Si elijo decir que X bebe un
vaso, cuando en realidad bebe el vino contenido en él, anulo
en cierto modo cualquier referencia a un eventual alcoholis­
mo, y ello, gracias a lo que dejo en silencio y que reduzco a su
modesto continente. Aquí, califico la respuesta pertinente
que podría despertar un problema, y al hacerlo puedo defen­
der la sobriedad global de X o negar, frente a quienes pien­
san lo contrario paira atacarlo, que bebe demasiado alcohol.
Calificar un problema permite resolverlo mejor: la metoni­
mia impone una elección y, al proponerse como respuesta,
nos ahorra tener que justificar una calificación sobre la que
tal vez habríam os tenido que debatir, como sucede, por
ejemplo, en derecho. El lugar común subyacente, o más bien
correspondiente, es la cualidad dotada de pertinencia, la
identidad ocasional que importa y que serviría, en otros lu­
gares, de premisa para responder a la problematicidad de
una cuestión. Porque argumentar no es tanto responder a
una cuestión como responder sobre ella, a su problematici­
dad, en cierto modo. Se privilegiará el lugar de la inferencia
cuando haya que considerar los pormenores, las consecuen­
cias (que llegan —decía Perelman razonando en términos
de «valores»— hasta el sacrificio de sí posible). La sinécdo­
que transpone este problema como respuesta: ella generali­
za, y si hubiera que explicitar su estructura retórica m e­
diante una figura, se hablaría de un juego con la cantidad.
La frase «El francés conduce demasiado rápido» resum e
bien la inferencia y la generalización: se trata de una cau­
salidad que, en términos argumentativos, pone en primer
plano el lugar de la cantidad, aunque en este caso se hace
desaparecer el todos, el cuantificador, cuya validez es, por
otra parte, refutable.
En lo que respecta a la ironía, ella soslaya el ataque fron­
tal y corresponde, en términos de lugares, a un juego con la
diferencia.
Para concluir, las figuras retóricas abordan por la vía de
las respuestas la ficción de la resolución y la eliminación de

165
lo problemático, al que pese a todo se refieren cuando sugie­
ren dichas respuestas. Es normal, pues, que a estas figuras
les correspondan argumentos, los cuales serán desplegados
cuando se trate de encarar las cuestiones resueltamente, en
vez de hacer como que se las resuelve utilizando respuestas
de estilo elegante o de gran fuerza de sugestión.

9. Cuadro sintético de las correspondencias


entre figuras, argumentos, lugares y auditorios
Perelman indicaba que el papel de la metáfora es con­
densar analogías y comparaciones. Damos todo el crédito a
las metáforas sabiendo que estamos ante ficciones, lo cual
explica el carácter impactante y emocional asociado a ellas.
El mecanismo parece menos ostensible en el caso de la me­
tonimia, pero también aquí existe un homólogo argumenta­
tivo. La categorización calificante de la cuestión es funda­
mental, pues con la metonimia se subraya lo que se conside­
ra pertinente paira resolverla y hasta se propone su resolu­
ción, al tiempo que se modifica la perspectiva que deberá
adoptarse a su respecto. Hay aquí una suerte de argumento
implícito, presentado empero como respuesta y que final­
mente actúa como tal. La m etonimia elige el argumento
relevante a propósito de lo que está en cuestión, pero lo anu­
la como argumento. Ella modifica, ciertamente, pero seña­
la, especifica, enuncia lo que es pertinente, escogiendo entre
las respuestas previas aquella sobre la cual el orador, to­
mándola como una evidencia, fundará su proceder.
R simboliza la retórica y A la argumentación.

¿Qué relaciones se dan entre R, R’, A y A?

*Ante todo, R/R’ = A/A’: si los tropos R son a la retórica R’


lo que los lugares A son a la argumentación A’, tenem os
también R/A = R’/A’: los tropos R son a los lugares A lo que
las figuras R’ son a los argumentos A’, es decir, lo que los
condensados de respuestas son a su despliegue explícito.

166
Cuadro 10.

R R’ A A’

Figuras
Auditorios Tropos (depensamiento) Lugares Argumentos

acuerdo metáfora identidadesencial, cualidad(en analogía (las


imagen, hipotiposis, términos de respuestas que
alegoría valores: «Es seimponen por
preferible») transferencia),
comparación

modificación metonimia generalidad lugares propios calificaciónde


(.. .sí, pero. . .) cualitativa, deuna cuestión losdatos (reserva
ejemplaridad, de respuestas
personificación, de laque deben
acumulación de tomarse los
respuestas argumentos)
en tomo
a una misma cuestión

agregado(si.. sinécdoque amplificación o cantidad(en inferencia


luego ..) minimización, términos de
concesión, valores:«todos;
retractación, . . .más. . .más»)
exposición de
lasconsecuencias,
duda,
implicitación,
evocación,
sugestión,
metalepsis1

supresión ironía oposición diferencia contradicción


(.. .perono. . .) retroproyectiva (entreotras, la
(sobreelque defensa)
habla), paradoja,
antítesis,
reticencia,
preterición,2
ironía, etc.

1 U na m etalepsis designa la causa por el efecto, el antecedente por el consecuen­


te, y a la inversa: «Ha bebido» para decir «Está disparatando», donde lo prim ero es
causa de lo segundo.
2 O negación: «No diré cuán deshonesto es», y sin em bargo se lo dice.

167
Ethos, logos, pathos
en la interacción retórica

Para resolver una cuestión cuando se tiene por horizonte


el pro o el contra, y sin que necesariamente se lo deba hacer
de manera igualmente tajante o conflictiva, hay que partir
de respuestas no problemáticas, o sea, de respuestas que se
imponen como tales y que son verdaderas para el auditorio.
¿Dónde toma el orador el contenido de esas respuestas, dón­
de hallará lugares que sean comunes a ambos?: en el ethos,
el pathos y el logos, que es necesario reinterpretar, pues, a la
luz de dicho papel resolutorio, esto es, asentándolos expre­
samente en la relación con el cuestionamiento.

1. El lugar del sujeto y la relectura


problematológica del ethos
Comencemos por el ethos, que los griegos asimilaban al
orador. Para ser un buen orador es preciso saber de qué se
habla. Esta pericia, esta capacidad —en latín, virtus, de la
cual provendrá la palabra virtud, así como ética provendrá
del vocablo griego ethos—, es la que permite responder. Una
pregunta sobre la salud exige conocimientos médicos, así
como una interrogación jurídica supone familiaridad con el
derecho y con las leyes. Ahora bien, la mayoría de las veces
las^uestiones que se plantean no son de orden jurídico ni de
orden médico: son tributarias del interés general o, como las
referidas al tiempo, de las trivialidades destinadas a allanar
la conversación. Las fórmulas de cortesía tienen la función
de anular, de neutralizar, cualquier cuestionamiento que
pudiera experimentar el otro al contacto con nosotros o no­
sotros al contacto con él. Se trata de abordar al otro por me­
dio de temas neutros, como el del tiempo, a fin de reprimir lo
que la presencia del otro tiene de agresivo o, en cualquier

168
caso, de potencialmente amenazador. En un principio, la
gente se daba la mano para mostrar que no escondía ningún
arma. En este contexto, el ethos ya no remite a un saber
específico que se pone a prueba, que ni siquiera es puesto en
evidencia. Es simplemente la demostración de la capacidad
de responder aprendida en la práctica del intercambio so­
cial, en las convenciones de buena ley. El ethos es aquí la ex­
presión de un carácter cortés y refinado como puede ser la
del sentido común o, de manera más general, la de nuestra
hum anidad, aquella de la que cada hombre da pruebas
cuando se dirige a otro acerca de cuestiones que conciernen
a cualquier persona en sus intereses más universales. El
ethos es entonces la sabiduría encerrada en el ser humano,
en todos los seres humanos, por compartir, en su condición
de tales, sentimientos, pasiones, temores y esperanzas. En
su época, Cicerón hizo de este ethos el motor y el objeto de la
retórica, mucho antes de que el humanismo del Renaci­
miento la convirtiera en una doctrina con todas las letras.
El ethos se presenta como la expresión más profunda de
una humanidad compartida, gracias a la cual todos estamos
en condiciones de responder a las grandes cuestiones pro­
pias de cada uno. 'Ibdos tenemos una opinión acerca de ellas,
porque lo que se halla en cuestión es lo humano. El ethos ex­
presa el principio de autoridad, de autoridad débil en este
caso, pues la auctoritas se reduce a la postura de un auctor,
es decir, de un garante [répondant]. Esto explica la impor­
tancia del testimonio en la argumentación judicial, en la que
alguien tiene la capacidad de comunicar lo que sabe. La res­
ponsabilidad [responsabilité], que corre a la par con la idea
de garante [répondant],* caracteriza al ethos y también a lo
que el auditorio, cualquier auditorio, espera de él, esto es,
que pueda responder y cerrar un cuestionamiento, e incluso
una larga serie de interrogaciones. Esta realidad no escapó
al psicoanálisis, que habló de transferencia al ver en la au­
toridad del analista la fuente resolutoria de los problemas

* «Répondant» es, por un lado, participio de «répondre», «responder»,


verbo que además del sentido de «responder a una pregunta, a alguien»,
etc., se utiliza en fórmulas como «responder de o por alguien o algo»; por
otro lado, como sustantivo, designa al «fiador», al «garante». En la frase de
que se trata están enjuego todos estos sentidos. Cabe añadir, asimismo,
que el latín «auctor» suele ser vertido en los diccionarios por «responsa­
ble». (N. de la T.)

169
del paciente. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en
retórica, el analista no responde, el paciente se halla ante
una autoridad muda y se ve remitido a su propia problemá­
tica. Poco importa finalmente en quién se encarna el ethos,
que funciona como punto de detención y como principio de
autoridad, débil o fuerte. Conocemos el ejemplo de esos ni­
ños que, hacia los tres años, no paran de preguntar: «¿Por
qué?» inmediatamente después de cada respuesta que les
dan sus padres, a los que acosan una y otra vez con un «¿Por
qué?» suplem entario. H asta que, rendidos, estos padres
acaban respondiéndoles: «¡Porque sí!», lo cual no es, eviden­
temente, una respuesta. Sin embargo, curiosamente, el ni­
ño queda satisfecho, como si hubiese conseguido lo que que­
ría. Ahora bien, ¿qué quería, exactamente, como para dete­
nerse en una respuesta que no lo es? Lo que el niño persigue
a esa edad no es tanto una respuesta o una sucesión de res­
puestas después de cada «¿Por qué?», sino la verificación de
que su padre (o su madre) puede responder, de que tiene esa
capacidad tranquilizadora y de que goza de la real autori­
dad de la que está investido como padre (o como madre).
Decir «¡Porque sí!» es, claramente, dar pruebas de autori­
dad, la que el niño reclama para que lo guíe. Su padre ha ju­
gado el juego. . . de padre. Ha superado con éxito la prueba
de credibilidad y confianza a la que su hijo lo había someti­
do. El ethos es, por lo tanto, principio de autoridad, una au­
toridad benévola o brutal, «ética», institucional, incluso
neutra, que el orador, si quiere convencer, debe demostrar.
La autoridad moral es la capacidad (virtus) de poner en pri­
mer plano las virtudes, y es una «pericia», universal o parti­
cular —como lo es todo saber—, para responder al otro ins­
pirándole confianza. El ethos, al devenir principio de autori­
dad, va de la sabiduría universal al saber particular, del hu­
manismo a la idoneidad técnica.
Para los griegos, las virtudes del orador que más conven-
cea a un auditorio son la tem planza, el coraje y la justicia.
La templanza es el dominio de las pasiones, que ella trans­
forma en virtudes y, por lo tanto, en valores que pueden ser­
vir a los demás. El amor, la generosidad, la tolerancia y la
compasión activa para con el prójimo que encontramos en el
Pequeño tratado de las grandes virtudes, de André Comte-
Sponville, derivan de esta reorientación de las pasiones car­
dinales (vanidad, deseo y avaricia, es decir, en lenguaje no

170
cristiano, ansia de honores, placeres y riquezas). Pero la
idea de base, cara a Aristóteles, es la primacía otorgada a la
templanza, fuente de prudencia y miramientos cuyo instru­
mento es la fuerza del carácter, el coraje. Los hombres con­
servan el rumbo gracias a la voluntad. Se atienen a lo esen­
cial y no se dejan seducir por lo accesorio, que los distrae,
dirá Pascal, o los aparta de lo que es valioso en la vida lle­
vándolos a entusiasmarse a cada momento por cuestiones
sin importancia, como se diría hoy. Nada más convincente y
ejemplar que un hombre que sabe conservar el sentido de lo
esencial y no se pierde en mil reacciones viscerales o en pe­
queños objetivos concretos que lo absorben por entero.
Ser, poder y, por fin, deber, la tercera virtud cardinal es la
justicia. En este panel tercero de virtudes, el que prevalece
es el otro.
El ethos es virtuoso por las miras positivas y claras que
lo distinguen. Da muestras de fuerza y, a la vez, la pone al
servicio de los demás. Una fuerza que puede ser física, en
razón de la edad, del aspecto, de la salud, es decir, del cuer­
po, y moral, a causa de un sentido de lo esencial que inspira
respeto, o sea, fuerza de convicción. Presentarse como per­
sona moral es algo que siempre genera convicción, en tanto
que nada tiene de persuasivo invocar fines imprecisos o pa­
siones que dominan el deseo hasta el punto de volverlo ex-
cluyente. El ethos, para operar de lleno como fuerza argu­
mentativa, debe inspirar comunidad, sentimientos de co­
munidad, con la reciprocidad como motor, reciprocidad que
va de la admiración por el otro a la voluntad de actuar como
él o de tomarlo por modelo. ¿Hay, entonces, para convencer,
virtudes distintas de la propia fuerza de convicción? ¿Hay,
entonces, una determinación distinta de aquella que nos
quiere decididos, focalizados siempre en lo esencial y poco
preocupados por lo accesorio (pero que, como el dinero o los
honores, suele dominar a los hombres)? ¿Hay, por último,
algo más convincente en alguien que su sentido de la huma­
nidad y su capacidad para responder a las cuestiones que
los otros se plantean y cuyas respuestas buscan todavía?
¿No son todas las otras virtudes una especie de derivación
de aquellas? El dominio de las pasiones y, por lo tanto, del
cuerpo, que permite al ser humano acceder al rango de per­
sona, nunca es otra cosa que la expresión de esa humanidad
compartida, promesa de posibilidades que permite anular

171
los temores y orientar la esperanza hacia la reciprocidad de
lo pasional, que pasa a ser entonces una suerte de valor: el
bienestar de todos, el amor que aproxima, la civilización que
une y trasciende.
Sumergirse en el ad rem vuelve al ethos distante y «auto­
ritario»; en cambio, cuando se está en la retórica —donde la
distancia es, por definición, menos conflictiva—, el ethos se
vuelve modulable, adaptable al otro, compasivo y en rela­
ción de simpatía. Se crea distancia cuando se transforma al
ethos en principio de autoridad, lo cual excluye toda puesta
en cuestión: en épocas pasadas, el uniforme del general, el
hábito del sacerdote, los atributos del rey, la pompa del je­
rarca, permitieron asegurar a las funciones directivas una
postura incuestionable para sus poseedores, gracias a la
mera (re-)presentación de ellos mismos. Empero, si el in­
dividuo quiere ir hacia el otro, es preciso llenar la distancia.
El lenguaje mismo permite advertir que el ethos sirve
para encontrarse con un cuestionamiento siempre posible, y
no sólo para excluir a priori la menor puesta en cuestión,
con o sin uniforme. El hecho de responder sólo es efectivo si
aquel que responde pone fin a una interrogación que podría
continuar hasta el infinito, al menos en principio. Una frase
como «Napoleón es el vencedor de Austerlitz» siempre pue­
de llevar a preguntarse quién es Napoleón, o qué es Auster­
litz. Se puede responder que Napoleón es, por ejemplo, el
marido de Josefina, o el autor del golpe de Estado del 18
Brumario, y continuar interrogándose sobre Josefina o so­
bre el 18 Brumario, y con cada respuesta volver a interro­
gar, una y otra vez. El ethos es un punto de detención porque
es sinónimo de credibilidad (a veces ética) y de confianza.
No obstante ello, es necesario llevar aún más a fondo la
interrogación. ¿A qué se debe que el ethos sea todo esto: au­
toridad, confianza, seguridad, rol? Para expresarlo sintéti­
camente: ¿Por qué el ethos es la fuente de las respuestas?
¿D* dónde viene esta focalización en las respuestas que todo
el mundo busca? El ethos es el sí mismo. El sí mismo es la re­
presión del cuerpo en una identidad personal abstracta. Yo
soy el señor X o la señora Y, una persona que tiene tal o cual
característica, tal o cual identidad, tal o cual estatus en la
sociedad, y no sólo órganos, piel, corporeidad. El cuerpo y
sus pulsiones forman un lenguaje aparte, el lenguaje de lo
inconsciente. Reprimido, el cuerpo viene a quedar cifrado,

172
pero también codificado.* Las presiones exteriores e interio­
res se anulan en ese Yo [.Moi] que las retoriza, racionalizán­
dolas, anulando sus oposiciones (principio de realidad ver­
sus principio de placer, hubiera dicho Freud) para hacer
frente a los conflictos. El ethos es el Yo socializado, desnatu­
ralizado, civilizado, educado. Presa de conflictos interiores,
debe pronunciarse, decidir, decidirse, y con ello argumentar,
así sea consigo mismo, cuando las cuestiones, los proble­
mas, no han podido ser retorizados en un tejido apocrítico
en el que impere la certeza. El sí mismo que habla se justifi­
ca siempre de alguna manera, y le complace tanto menos
ser puesto en cuestión cuanto que lo ha hecho todo para te­
ner nada más que respuestas. Cuanto más se cierra el Yo
sobre sí mismo con racionalizaciones ad hoc, menos posible
es una relación retórica, tal como ocurre cuando el auditorio
es presa de una pasión excesiva (pensamos en un m ovi­
miento de masas, por ejemplo). Quedémonos, no obstante,
en la justa medida. La retorización del Yo, de sus afectos, de
su corporeidad, así como de la presión exterior, le permite
surgir con autoridad. Pero eso no es todo. Esta retórica del
Yo, que transforma los problemas en respuestas —por ejem­
plo, negociando el cuerpo como fuente de placeres físicos—,
debe ser a su vez retorizada para no aparecer por lo que ella
es. Como consecuencia, el individuo cree, adhiere, a la ima­
gen literal que da de sí mismo. Él es lo que es, al menos ante
sus propios ojos. Proyecta así una imagen de sí que es la que
quiere dar a los otros porque él mismo la construyó. Este
ethos es, por lo tanto, una proyección que obliga al auditorio
a ir más allá de ella para ver qué ocurre efectivamente con el
otro, más allá de sus racionalizaciones. Evocar las intencio­
nes del locutor implica hacerse cargo de este desajuste entre
el orador efectivo y la imagen de sí, a la cual él anhela que
los otros adhieran. Así pues, el ethos es, a un tiempo, efecti­
vo y proyectivo, según que pongamos el acento en lo que él
es más allá de su imagen o que nos focalicemos sobre esta.
Para concluir, el ethos abarca tanto la idoneidad del ora­
dor como su carácter y, a fin de cuentas, su humanidad, que
lo acerca a su auditorio. Esta variabilidad corresponde al
juego con la distancia entre individuos. La argumentación

* El original presenta aquí un juego de palabras entre«coder», «cifrar», y


«codifier», «codificar, someter a normas, a códigos». (N. de la T.)

173
requiere idoneidad y pericia, y la retórica, humanidad co­
mún. En definitiva, la distancia es la misma; sólo difieren
los medios para enfrentarla.

2. ¿Cómo pensar el lenguaje?


El logos es el lugar en el que se negocia y traduce la dife­
rencia cuestión-respuesta. Si alguien habla o escribe, es
porque tiene una cuestión en m ente y hasta un problema
que resolver. A causa de ello, el lenguaje sirve para expresar
tanto cuestiones y problemas como respuestas y soluciones.
Esta concepción problematológica del lenguaje es entera­
mente nueva, aunque, por influencia de la filosofía anglosa­
jona surgida especialmente de Wittgenstein y Searle, no se
le ha hecho la debida justicia. Sin embargo, esta concepción
va mucho más allá de la pragmática y de la teoría lingüísti­
ca de la argumentación, tanto por su gran generalidad como
por sus numerosas consecuencias filosóficas, de las cuales
la retórica es sólo un aspecto. Esto suele suceder con las
ideas nuevas: obligan a repensar algo sobre lo cual muchos
edificaron ya todo un desarrollo propio.
Ahora bien, la concepción problematológica del lenguaje
requiere admitir al comienzo nada más que una idea, exi­
gencia mínima casi deudora del sentido común. La razón de
una enunciación es la cuestión de la que ella trata. Lo que
motiva a un locutor para hablar o escribir es una cuestión,
una problemática que motoriza su pensamiento. O bien él
propone la respuesta (de aquí proviene el concepto de propo­
sición, aun cuando en este no se mencione el aspecto res­
puesta, como si una proposición se sostuviera por sí sola), o
bien pide al interlocutor dicha respuesta. La forma, interro­
gativa o asertiva, modula esta diferenciación. Cuando el
contexto es suficientemente informativo respecto de lo que
es objeto de la cuestión, permite eludir la exigencia de tener
que formalizarla de manera específica a través de la sinta­
xis. Esto explica que se utilicen formas interrogativas para
afirmar o sugerir aserciones, como se advierte en los ejem­
plos siguientes. Una frase como «¿No es él deshonesto?»
hace pensar que el individuo en cuestión lo es; se utilizan
asimismo formas asertóricas para obtener algo («Habría

174
que cerrar la ventana»). Se objetará, sin duda, que hay ade­
más una tercera forma gramatical, el imperativo, probable­
mente justificada por el hecho de que, en presencia de un in­
terlocutor, uno puede exigir (si su situación es de superiori­
dad), así como puede pedir (si su situación es de inferiori­
dad) o proponer (si la situación es de paridad). Esto prueba a
las claras que la distancia entre los individuos es un ele­
mento fundamental para comprender el modo en que fun­
ciona el logos (teoría del uso).
En todo logos encontramos en ejercicio, pues, la diferen­
cia cuestión-respuesta. Hagamos una experiencia. Tome­
mos un ejemplo de aserción en el que tal diferencia, al pare­
cer, no se presenta en absoluto: «Napoleón ganó la batalla
de Austerlitz». Ninguna cuestión parece atravesar este
enunciado. No obstante, podemos figurarnos que si alguien
lo profiere es porque la cuestión le interesa y, además, por­
que piensa que es apta para llamar la atención de aquel o
aquella a quien se dirige. Ahora bien, considerada incluso
por sí sola, esta aserción lleva la marca de una interrogati-
vidad subyacente que hace de ella no una simple aserción,
sino una verdadera respuesta. Napoleón es, en efecto, quien
hizo el 18 Brumario, fecha que remite a un golpe de Estado,
el cual es, etc. Cada término remite a otros términos por la
vía de cláusulas interrogativas que traen a la mente cues­
tiones anteriores cuya respuesta condensan estos términos.
La palabra «Napoleón» es, por lo tanto, el resumen, el con-
densado, de un conjunto de respuestas que presuponemos
cuando utilizam os el término «Napoleón». Empero, dado
que no es posible explicitarlas todas, recurrimos a un solo
término que las reúne sin distinciones. Hay sin duda una o
dos, incluso más, que el interlocutor conoce y que le permi­
ten comprender de qué o de quién es cuestión cuando se le
habla de Napoleón. Los interrogativos desaparecen en las
respuestas que, por ser respuestas, los anulan, pero si al­
guien no comprende lo que el locutor quiere decir, puede
plantear esta s cuestiones de nuevo: «¿Quién es N ap o­
león?. . . ¿Dónde está Austerlitz?. . . ¿Qué sucedió allí?», y
entonces las respuestas explicitarían, mediante cláusulas
interrogativas (mediante relativas, como dicen los gramáti­
cos), las respuestas convenientes, retomando la cuestión
planteada pero presentándola como resuelta: «Napoleón es
quien hizo esto y aquello. . . Austerlitz es la batalla donde

175
estuvo enjuego esto o aquello. . .», y así sucesivamente. De
modo tal, proposiciones con cláusulas relativas, interrogati­
vas, preservan el sentido original de las proposiciones sobre
las cuales se interroga, retomando de manera asertiva las
cuestiones que el interlocutor ha podido plantearse o que
efectivamente formuló, a fin de especificar la respuesta a
dichas cuestiones. En tal caso, los interrogativos de las
relativas son determinantes. «Napoleón es quien ganó en
Austerlitz» tiene entonces el mismo sentido que «Napoleón
es el vencedor de Austerlitz», salvo que la primera frase re­
toma la cuestión «¿Quién ganó en Austerlitz?», afirmando
su respuesta, y la segunda soslaya esta cuestión sencilla­
mente porque no fue planteada. Quintiliano pensaba que el
logos recaía sobre un número limitado de interrogaciones:
quién, qué, dónde, por qué medios, en qué momento, por qué
razón, etc., pues hablar es siempre, de algún modo, res­
ponder. «Napoleón es el vencedor de Austerlitz» = «Napo­
león es quien ganó en Austerlitz», pero también tenemos,
dado que «Napoleón es quien (= el marido) se casó con Jose­
fina», la sustitución posible: «El marido de Josefina es el
vencedor de Austerlitz». El gran lógico Gottlob Frege hizo de
esta sustituibilidad el criterio de la significación, pues dar el
sentido de una proposición es reformularla de modo idéntico
con ayuda de los términos que surgen de esas cuestiones.
«Napoleón» = «el marido de Josefina» es una sustitución que
preserva y da el sentido de todas las frases sobre Napoleón,
ya que él es quien se casó con Josefina. Por desgracia, Frege
no refiere la sustitución a un cuestionamiento, que es lo
único en dar cuenta de ella, porque hay una razón para que
se hable de Josefina en vez de hablar de Waterloo, y esta
razón sólo podemos hallarla en la cuestión planteada. Hay
una razón para focalizarse sobre Napoleón como marido de
Josefina en vez de hacerlo sobre la derrota de Waterloo, y es­
ta razón tiene que ver con la cuestión que nos planteamos
acerca de Napoleón en un contexto determinado. Sin em ­
bargo,^lesde el punto de vista lógico no es absurdo decir que
«el marido de Josefina perdió en Waterloo», aun cuando esta
derrota no tenga nada que ver con su estado civil. El «quien»
cumple un papel referencial que es, para Frege, el único que
importa, pero el aspecto interrogativo de la postura es ine-
sencial a sus ojos en comparación con la equivalencia propo­
sicional. En todo este proceso, Frege sólo ve el resultado de

176
un procedimiento lógico en el cual los interrogativos han
sido anulados en provecho de la sustituibilidad que emana
de ellos y que preserva la verdad de los enunciados. Ahora
bien, si el sentido de una verbalización está dado efectiva­
mente por aquello de lo que es cuestión, esta cuestión, si lle­
ga a ser explicitada, no recae forzosamente sobre la referen­
cia de los términos, sino que tiene que ver, de manera más
general, con respuestas globales en las que esos términos
aparecen como el condensado de cuestiones resueltas con
anterioridad.
Observemos, por otra parte, que la traducción lingüísti­
ca de ciertos fenómenos retóricos no los aclara más que el lo-
gicismo, el cual lo reduce todo a un análisis en el que sólo in­
tervienen los valores de verdad y la referencia. La polifonía,
por ejemplo, es un concepto privilegiado por ciertos lingüis­
tas a fin de integrar la pluralidad de voces, como si otro locu­
tor, y hasta un oponente, estuvieran presentes en el discur­
so, dentro de una m isma enunciación. «El me dijo que tu
mujer se había marchado con su mayordomo, pero, por su­
puesto, no le creí», es un ejemplo en que el enunciador m en­
ciona la posición de otro locutor, en este caso para distan­
ciarse de él. Es posible imaginar también un distanciamien-
to nulo del locutor, quien adopta la posición transmitida por
aquel a fin de reforzar su posición propia: «Manuela ha de­
fendido en verdad muchas ideas estúpidas, todo el mundo
coincide en eso», es un ejemplo en el cual el locutor recoge
una tesis general para señalar esta vez su adhesión a lo que
parece comúnmente admitido.
¿Qué añade la idea de polifonía a la concepción proble­
matológica? Los quién, los qué, los dónde, etc., recogen la
cuestión de los otros, y esto es aquí lo importante. El locutor
responde a dicha cuestión presentando una respuesta de
ellos dentro de la suya propia. «Parece que tu mujer se ha
marchado con su mayordomo» = «Alguien dice que tu mujer
se ha marchado con. . .». El locutor adhiere a la tesis difun­
dida, a la que alude como procedente del rumor general y,
por ende, de otros. El análisis es idéntico para el otro ejemplo.
El enunciado «Más valdría que Manuela, quien ha cometido
un montón de errores, se borrara en interés de todos» confir­
ma claramente, merced a la cláusula relativa introducida
por quien, la adhesión del locutor a la opinión general según
la cual esta mujer ha cometido errores en cantidad.

177
Tbdo esto se explica sin recurrir a la polifonía, puesto que
lo importante no es la pluralidad de locutores, sino la pre­
sencia expresa de alternativas que tienen sus expresiones y
términos en los interrogativos.
Continuemos. En opinión de los lingüistas, de Grice en
adelante, los topoi o lugares comunes como la cualidad o la
cantidad son máximas conversacionales. ¿Qué se gana con
este «viraje lingüístico»? Al reducir el empleo de los lugares
comunes a cierta pertinencia de los intercambios lingüísti­
cos, a determinadas normas que los rigen, se limita el papel
de los topoi. Observamos, por ejemplo, que la llamada «má­
xima de cantidad» (no des ni más ni menos información que
la necesaria) consiste en hacer de este lugar una máxima de
informatividad en el intercambio, mientras que la relación
retórica no se limita forzosamente a la conversación (como
sucede en la retórica literaria, entre otras). El topos de can­
tidad apunta más bien a generalizar lo verbalizado, y no a
sujetarse a cierta forma de pertinencia, lo cual puede repre­
sentar dos tareas que son, por otra parte, contradictorias.
La máxima de manera, que propugna hablar con claridad,
descuida el hecho de que en retórica, muchas veces, el pro­
pósito no es ser claro sino, al contrario, lo bastante ambiguo
como para manipular al adversario. En resumen, no deje­
mos que la lingüística, en nombre de una supuesta preci­
sión científica, reduzca la riqueza de los mecanismos retóri­
cos a simples transacciones de lenguaje, que son, por lo de­
más, tan sólo un aspecto de las cosas. La retórica exige un
enfoque más complejo, al que las «máximas conversaciona­
les» prestan escasa ayuda.
Referir una respuesta a su sentido implica saber qué cosa
hace de ella una respuesta, y esto remite a las cuestiones
subyacentes. Se suele decir «Pero, ¿cuál es la cuestión?» pa­
ra significar que no se comprende bien de qué está hablando
el orador, qué quiere decir, e implica preguntarse por el sen-
tidq,de sus palabras. El dualismo de la hermenéutica, como
referencia al sentido, y de la argumentación retórica, como
efecto sobre el otro, se explica por la relación que la discur-
sividad m antiene con la interrogatividad. Si bien, por un
lado, una respuesta se sitúa en relación con la cuestión que
ella resuelve, por el otro, plantea cuestiones diferentes de
esta última (de lo contrario se giraría en círculo, incluso en
un círculo vicioso). Lo que se halla en cuestión en la res­

178
I

puesta se refiere al sentido de esta, en tanto que la cuestión


que ella m ism a plantea define una respuesta d istin ta , lo
cual es propio de la retórica y de la argumentación. Ahora
bien, una respuesta que origina una cuestión puede verla
recaer sobre aquello de lo que es cuestión o sobre ella misma
en cuanto respuesta. En el primer caso, lo que se halla en
cuestión es el sentido, lo cual corresponde a la hermenéu­
tica, mientras que en el segundo, dado que lo cuestionado es
la respuesta misma, se trata de la argumentación. Puesto
que quien respondió al comienzo adhiere a su respuesta, en­
tendiendo que ella ha resuelto lo que debía resolver, el he­
cho de que se vuelva a considerar que dicha respuesta abre,
a su vez, una cuestión implica dar por sentado que lo hace
para alguien distinto. Así se explica el vínculo, señalado con
frecuencia, entre argumentación y dialéctica. Interrogarse
sobre una cuestión, aunque se tenga ya una respuesta, es
fuente de diálogo. Es como un remonte al revés, un diálogo
con «la obra» o con su autor, acerca de sus intenciones, por
ejemplo, lo cual permitirá descubrir las cuestiones que él se
planteaba o que están presentes en la obra, tanto implícita
como explícitamente. En lugar de actuar como el autor o el
locutor, que van de la cuestión a la respuesta, la interpreta­
ción va de la respuesta a la cuestión. La interrogación que
apunta a reconstruir una interrogación distinta implica un
proceder inverso, asimilado al proceder hermenéutico.
Concluyamos. Una respuesta es a la vez problematológi­
ca y apocrítica, pero no para la misma persona, por cuanto,
resolutoria para uno, suscita cuestiones para alguien dis­
tinto: esto explica la escisión entre el ethos y el pathos en el
diálogo.
Si se recurre a ideas generales, a nociones imprecisas, a
conceptos más o menos indeterminados, es sin duda para
evitar debates sin fin. Defender la libertad, afirmar la igual­
dad de los hombres, exhortar al interlocutor a respetar los
derechos fundamentales de los demás, etc., todo esto genera
discursos que suscitan muy poca oposición, aun entre quie­
nes son indiferentes a estos tem as. Por otra parte, tales
aserciones, por su carácter general, pueden legitimar acti­
tudes políticas opuestas. No hay nada más fácil que volver
un discurso contra quien lo profiere en nombre de ese m is­
mo discurso: veremos así a muchos islamistas defender una
postura intolerante justificándose en la libertad religiosa.

179
Es evidente que el propósito de estas m anifestaciones es
reforzar el sentimiento de comunidad y suprimir cualquier
distancia entre sus miembros, crear lo no problemático
gracias a la universalidad hueca de lo expresado. Discursos
como la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
por ejemplo, son textos marcadamente retóricos, dado que
su propósito es reunir a los individuos en un solo auditorio a
través de lo no problemático, pero sólo funcionan así porque
no son resolutorios. Mientras la ley positiva no los inscriba
en un derecho nacional, nada resuelven, pero apelan justa­
mente al sentido de la distancia, que es lo emocional. Como
se ha dicho, la Declaración Universal de los Derechos Hu­
manos es un buen ejemplo de ese tipo de textos; sin embar­
go, ellos implican que los derechos particulares aferentes
puedan ser precisados, clarificados, codificados, para que
sea posible decidir en caso de conflicto. El derecho vuelve a
generar distancia, la conceptualiza y se esfuerza en admi­
nistrarla de modo que permita decidir en un sentido y no en
otro. Esta relación entre nociones imprecisas y su trata­
miento jurídico plantea en Perelman el problema del audi­
torio universal. Este auditorio es, por supuesto, una ficción,
dado que constituye la traducción retórica de una razón hu­
mana no retórica, la razón pura o el razonamiento de los fi­
lósofos. Se trata de lo universal en cada uno, que no es nadie
en particular. Se trata del buen sentido o del sentido común,
que permite a cada cual elevarse por encima de sus intere­
ses y comprender aquello que concierne a todo el mundo. La
distancia está en cada uno de nosotros, y esta es la condición
de posibilidad de cualquier uso de la retórica. Para Perel­
man, el auditorio universal es un auténtico principio tras­
cendental. Es verdad que somos capaces de superar nues­
tros puntos de vista individuales y acceder a la comprensión
del punto de vista ajeno, pero todo el problema radica en sa­
ber si una realidad de esta índole puede fundarse en una no-
ciói^tan borrosa e imprecisa como la de auditorio universal.
Nuestra capacidad inmanente de administrar la distancia
entre los individuos se debe más a nuestras múltiples inser­
ciones en el tejido social, a la necesidad de adoptar estrate­
gias de adaptación a los otros para convencerlos y obtener lo
que esperamos de ellos. La implantación histórica en una
comunidad y la participación en diversos grupos humanos
son lo que nos permite superar nuestros pequeños puntos

180
de vista individuales; en cualquier caso, nos obligan a ha­
cerlo, aun si esta participación suele ser causa de conflictos
relacionados con otras cuestiones.
De todas formas, lo cierto es que toda respuesta, por ser
respuesta, es problematológica de otra cuestión que ella re­
suelve y con relación a la cual es apocrítica. Incluso pala­
bras de aspiración tan universal como el artículo 1 de la De­
claración Universal de los Derechos Humanos («Todos los
seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y dere­
chos») constituyen una afirmación que, aun cuando respon­
dan a los problemas de la H istoria (la Segunda Guerra
Mundial y en particular los crímenes del nazismo), se pre­
senta como universal por cuanto pretende excluir toda
puesta en entredicho, todo debate. Se dice que esta afirma­
ción se basta a sí misma y que por eso remitiría a una razón
universal a la que ella haría referencia. En realidad, esta
clausura de lo universal no impide en absoluto plantear
cuestiones a su respecto, no por su pretensión de tal sino por
sus calificaciones posibles. ¿Qué quieren decir unos y otros
términos: igualdad, derecho, libertad, por ejemplo? Aquí, la
argumentación expresa una cuestión referida al sentido
concreto de las palabras, lo cual implica una equivalencia
con el proceder hermenéutico. El debate sólo puede girar en
torno a la interpretación, y por ello decía Richards, en su
Philosophy ofR hetoric, que la interpretación era una «teo­
ría del malentendido (m isunderstanding)». En la vida coti­
diana —agregaba el autor—, es el uso, la práctica codificada
y habitual de los vocablos, lo que regula las significaciones.
Para discursos como la Declaración Universal de los Dere­
chos Humanos, la institución oratoria que fija las respues­
tas aceptadas y aceptables es la instancia judicial, el de­
recho en todos sus aspectos. Los discursos universalistas re­
flejan una distancia máxima, pero no permiten negociarla.
Además, esa es su función: situarse por fuera de toda nego­
ciación para generar un sentimiento de comunidad intangi­
ble, dejando a otras instituciones (oratorias, como decía
Quintiliano) el cuidado de traducir los problemas, concretos
y de hacerse cargo de ellos. El ethos, las intenciones, el que­
rer decir detrás de lo dicho, deben ser entonces calificados y
precisados por esas instancias, que transforman en cuestio­
nes para alguien las problemáticas generales de las respues­
tas universalistas. Esto resulta de su aspecto problema-

181
tológico negado, pero que es lo propio de toda respuesta, aun
de la que parece no serlo.
El hecho de que toda respuesta plantee igualmente una
cuestión, aunque se presente como si ya no tuviera nada de
problemática, confirma su aspecto retórico; es como si exis­
tiera un p a th o s implícito, una intervención posible o su ­
puesta del interlocutor debida a una interrogatividad in­
terna siempre presente, aun si corre por debajo. Si digo
«Este hombre es honesto», lo hago porque la cuestión se
plantea, pero sería raro, por otro lado, que se lancen pala­
bras semejantes sin herir a la persona aludida. Ahora bien,
tomada literalmente, esta afirmación no estipula otra cosa
que el hecho de que cierto individuo es irreprochable. La
lectura problematológica permite comprender por qué, sin
embargo, ese individuo tiene derecho a ponerse furioso con
el locutor. Se suscita una cuestión, y más bien hiriente. Esto
fue lo que sucedió durante un debate electoral en Estados
Unidos, en el cual uno de los oponentes señaló cuán honesto
era su rival: el efecto resultó desastroso para este último,
pues ello quería decir que, pese al cumplido, la cuestión po­
día plantearse. Las palabras del primero sembraron la du­
da. Este ejemplo no deja de recordar la situación en la que
alguien me pregunta si iré mañana, y yo le respondo «Sin
duda». Tal respuesta implica, a todas luces, la cuestión que
ella niega: la cuestión (la duda) se impone y, por consiguien­
te, mi respuesta es contradictoria. «Sin duda», lejos de que­
rer decir que no hay ninguna duda, afirma, por el contrario,
que la hay.
El fenómeno de la negación en Freud es afín a este me­
canismo problematológico. Si alguien me interroga: «¿Usted
tiene algo contra mí?», y yo le contesto: «No, nada», el diálo­
go term ina ahí, dado que mi respuesta viene a cerrar el
cuestionamiento del otro. Él está satisfecho pues yo le he
respondido con toda franqueza, literalmente. A la inversa,
si dejpuenas a primeras le digo: «No tengo nada contra us­
ted», sin que él me haya hecho ninguna pregunta al respec­
to, la cuestión que no obstante ha de plantearse es la de por
qué le dije lo que le dije. «No tengo nada contra usted» afir­
ma que la cuestión planteada no se plantea, lo cual es con­
tradictorio. Esa afirmación se destruye entonces como res­
puesta, y sólo queda la respuesta alternativa: «Tengo algo
contra usted». Por más que yo niegue mi hostilidad, esa es la

182
conclusión que mi interlocutor se ve llevado a extraer de mis
palabras, pues la respuesta que he dado no se sostiene.
En cuanto a los marcadores lingüísticos, como «además»,
«incluso», «ya que» o «pero», también los numerosos análisis
a que los sometieron Anscombre y Ducrot1 descuidan su as­
pecto problematológico. Aun cuando estos autores no lo ad­
vierten, ese aspecto explica, lo mismo que en la renegación
freudiana o en el análisis del sentido, por qué estos marca­
dores son indicadores argumentativos. Si una mujer a la
que invito a dar un paseo me responde: «Hace buen tiempo,
pero está un poco fresco», es evidente que está confrontando
las dos respuestas posibles a la cuestión que le someto: «sí» y
«no». Mi interlocutora recurre a argumentos alternativos en
los que el «no» prevalece sobre el «sí», pues de lo contrario no
diría pero. «Hace buen tiempo» es un argumento para ir a
pasear; «está un poco fresco», para no hacerlo. Si prevale­
ciera el «sí», la mujer no mencionaría siquiera el argumento
opuesto. Por lo tanto, prevalece el «no».
¿Qué sucede con los otros marcadores, «además», «casi» o
«incluso»? Ellos operan de la misma manera que «pero», ya
sea reforzando una respuesta para una cuestión con máxi­
mo grado de problematicidad, ya invirtiendo una respuesta
que se creía poco problemática. «Tu novio —le digo a mi
hija— es muy poco inteligente, incluso no es amable»; en es­
ta respuesta a la cuestión de saber si ella ha hecho una mala
elección, el marcador incluso refuerza el aspecto negativo de
esta última. Empero, yo podría decirle también a mi hija:
«Está muy bien tu amiguito, incluso (por lo tanto, se habría
podido pensar lo contrario, lo cual explica que haya cuestión
y alternativa) es muy inteligente». También aquí se refuer­
za la respuesta positiva inicial, dado que la cuestión está
cargada de una fuerte problematicidad. Se puede conside­
rar, asimismo, una cuestión menos «caliente», como: «¿Nos
vamos de viaje el mes que viene?», y dar como respuesta:
«No, no es posible; además, en esta época del año tengo mu­
cho trabajo»; aquí, el marcador adem ás sirve para reforzar
la respuesta considerada, por cierto, muy débil y. muy poco
argumentada en su primera parte. «Tu amigo no es muy
simpático; adem ás, no me gusta» refuerza igualmente la no

1 J. C. Anscombre y O. Ducrot, L’argumentation dans la langue, Marda-


ga, 1983.

183
problematicidad de la respuesta en cuanto respuesta nega­
tiva. Esto ocurre, sin duda, porque tal vez tengo al comienzo
muy pocos argumentos y porque la cuestión presenta una
fuerte carga problemática o problematizante para mi inter-
locutora. Si le digo a mi hija: «Tu amigo es poco simpático;
tampoco es muy amable», mi expresión es menos problema-
tizante que si digo: «Tu amigo es poco simpático, y adem ás
(= encima) no es muy amable». E sta segunda aserción es
más fuerte porque, cuando la cuestión es presentada como
poco problemática, como si la personalidad del amiguito
fuera obvia, la respuesta, para imponerse como tal, con su
evidencia vista como evidente, necesita ser reforzada. La
gran diferencia entre incluso y adem ás estriba en el grado
de problematicidad de la cuestión suscitada. «Es inteligen­
te, e incluso m uy inteligente» rem ite a una cuestión más
problemática, de respuesta menos evidente, que la que se
puede despejar en: «Es inteligente, y además ayer lo demos­
tró». Aquí casi se confirma esta evidencia al dar sim ple­
mente una razón suplementaria, a título de confirmación.
En el caso siguiente hay otro marcador, pero la misma
idea: cuando se dice que «Juan no es tan alto como María»,
literalm ente se debe poder concluir —cosa que no se hará
nunca— que Juan puede ser m ás bajo, pero también más
alto, ya que no tiene la m ism a estatura que María. Lo que
está en cuestión aquí es la idea de altura, y no de igualdad
matemática. Por consiguiente, se deduce que él no sólo es
también alto, sino que es sobre todo más bajo. Esta lectura
se verifica cuando lo que está en cuestión es, ahora, su baja
estatura. «Juan no es tan bajo como María» significa que es
más alto, pues lo problemático es la baja estatura. Ahora
bien, una vez más, literalmente, es decir, en un plano no ar­
gumentativo, lo enunciado implica solamente que Juan no
tiene la misma estatura que María, y si no hay igualdad, él
es, por fuerza, o bien más bajo, o bien más alto. Con todo, es­
ta alternativa sólo tiene sentido en el plano estrictamente
lógico, porque desde el punto de vista de la inferencia argu­
mentativa no hay más que una única respuesta, que cada
cual deduce sin vacilar.
Así como hay marcadores que sitúan expresamente una
respuesta en relación con lo que se debe pensar de una cues­
tión, hay, a la inversa, formulaciones que anulan cualquier
problematicidad de esta. Su finalidad es evitar toda relación

184
con el otro que pueda darle la sensación de que se desaprue­
ban o rechazan sus elecciones o, peor aún, que se desaprue­
ba o rechaza lo que él es. De la oración fúnebre a las fórmu­
las de cortesía, del discurso sobre el estado del tiempo a las
expresiones más convencionales, el problema reside, sin du­
da, en evitar todo problema. Aristóteles llamaba epidíctico a
este género de discurso. Su función es ser placentero, no
útil. Si debemos renunciar a hablar de géneros retóricos es
porque, contrariamente a la concepción de Aristóteles, las
nociones de distancia y problematicidad abarcan y explican
más que aquellos la elección del discurso adoptado, sin de­
jarnos prisioneros de una categorización inamovible. Aris­
tóteles enumera sólo tres, el jurídico, el epidíctico y el políti­
co (en el que se delibera), como si la seducción, la publicidad
o la argumentación cotidiana resolvieran sus diferencias en
un género. La idea de género es demasiado estática y dema­
siado amplia. Sirve para inmovilizar modulaciones de la
distancia entre los individuos, pero sin teorizarla.
Se ve a las claras que el logos es el lugar en el que se ex­
presa la diferencia problematológica, con sus múltiples po­
sibilidades. El logos es incluso la función del discurso en ge­
neral. Respuesta problematológica para unos, apocrítica
para algún otro, la diferencia se desplaza entonces a la que
existe entre los individuos para una cuestión dada, que ellos
ven de un modo distinto. La cuestión puede recaer sobre lo
que está en cuestión: se trata entonces de volver a trazar, de
recuperar en cierto modo, el camino interrogativo, recons­
truyendo, a falta de poder demandarlos, el sentido y la di­
rección que el orador ha tomado y que incluso ha deseado.
Empero, la cuestión que el interlocutor detecta no pertenece
por fuerza al orden de la comprensión. El interlocutor puede
dirigir su atención hacia la respuesta en sí y juzgarla in­
apropiada, inadecuada, falsa o carente de interés; en todo
caso, puede considerar que, aun habiendo comprendido la
cuestión, no puede hacer suya la respuesta ofrecida. Es aquí
donde la retórica coincide con la argumentación. La razón
de todo esto radica en que una respuesta es problematológi­
ca y apocrítica, en que traduce tanto un aspecto-respuesta
como un aspecto-cuestión. Incluso como cuestión, ella res­
ponde a una intención, a una voluntad, a una decisión. La
cuestión es una respuesta a un problema que perturba al lo­
cutor: ella le permite formularlo, circunscribirlo, darle un

185
contenido comunicable. La pregunta «¿Quieres ir a pasear
conmigo?» responde a un problema que el locutor revela
implícitamente, incluso si sólo es cuestión, literalmente, de
dar un paseo. ¿Se trata de una orden, de un deseo que tal
vez no pueda ser confesado directamente? Esto no tiene ma­
yor importancia: lo que hay en este caso es, para usar tér­
minos de Searle, una especie de «acto de lenguaje», solapa­
damente inscripto en lo explícito del discurso para orientar­
lo en el sentido de su utilización, pues hablar no es más gra­
tuito que el resto de nuestros actos; la cuestión que tenemos
en mente desborda sobre el problema al que responde el he­
cho de expresarla —como lo literal remite a lo figurado— .
Esta dualidad apocrítica-problematológica inscripta en
la naturaleza de toda respuesta está también en la base de
una realidad muy simple: no respondemos a la cuestión que
expresamos porque expresar nuestro problema no alcanza,
por desgracia, para ofrecer su solución. Una respuesta plan­
tea una o varias cuestiones, una multitud de cuestiones po­
sibles, y remite a las que, siendo también múltiples, presi­
dieron su enunciación, la cual es siempre respuesta a una
situación, a una voluntad. La forma sirve más o menos para
traducir aquello de lo que es cuestión, así como para enmas­
carar el problema. Sin esto, la mentira y la manipulación se­
rían imposibles. Los hombres prudentes no gustan de res­
ponder a las cuestiones que les son planteadas, sobre todo
cuando tienen aire de inocentes.
Así pues, una proposición es respuesta, por aquello a lo
cual responde —directamente o no— , y a la vez cuestión, por
la interpelación que su enunciación provoca. Esto hace que,
considerada desde el punto de vista problematológico, toda
respuesta remita a una multiplicidad de otras que pueden
hasta traducir oposiciones. Para que la diferencia cuestión-
respuesta sea efectiva es preciso que los dos tipos de cuestio­
namiento, aquel al que la respuesta responde y el que ella
suscka, difieran. Esta diferencia obra de tal modo que la in­
ferencia, toda inferencia en general, es posible. U na res­
puesta que promueve cuestiones llama a otras de las que
ella es el argumento: en virtud de esa respuesta primera,
otras se encadenan. Una respuesta que en cierto modo de­
viene cuestión, pero sin dejar que esta última sea la cues­
tión que ella resuelve, impide la formación de un círculo vi­
cioso que socavaría a la inferencia y la tomaría inválida, fa­

186
laz —que haría de ella, en suma, una no inferencia—. El
círculo vicioso que los ingleses llam an, acertadam ente,
«question-begging», postula a título de respuesta la cuestión
misma que se debe resolver. Si le pregunto a quien es sospe­
chado del asesinato de su mujer: «¿Por qué mató usted a su
esposa?», caigo en un círculo vicioso, pues de este modo afir­
mo —en todo caso, como respuesta implícita— lo mismo que
debo probar. La cuestión a resolver se ha transformado en
respuesta. Ahora bien, ¿se trata, en verdad, de una respues­
ta? Sin duda, pero no a la cuestión planteada en ese tribu­
nal. Formado el logos por cuestiones y respuestas, está en
su naturaleza suscitar cuestiones distintas de las que estas
últimas resuelven —diferencia problematológica obliga—.
La inferencia y el razonamiento en general han surgido de
esta realidad, de esta posibilidad. Así pues, el logos es cabal­
m ente el lugar de la inferencia, del pasaje entre una res­
puesta que remite a una cuestión y una respuesta que la re­
suelve. De lo contrario, hay circularidad, y la inferencia no
tiene, en verdad, nada de circular.
Por consiguiente, una respuesta es respuesta en relación
con cuestiones nuevas, pues las que se han resuelto desapa­
recen una vez que lo han sido; y esto hizo pensar muchas ve­
ces que no había respuestas, que sólo había proposiciones.
En realidad, la respuesta, para ser tal, debe remitir a cues­
tiones distintas de las que ella resuelve, ya que estas últi­
m as desaparecen. Y sigue siendo, por lo tanto, respuesta.
Tal dualidad de lo apocrítico y lo problematológico, dualidad
inherente a la naturaleza del responder, lo vuelve inferen­
cia!; en efecto, resolver una cuestión no se reduce a expre­
sarla, aun cuando en los dos casos se está en el ámbito del
responder.
Argumentar es inherente, pues, a la naturaleza del dis­
curso, de su empleo y de su contextualización intersubjeti­
va. El logos sirve para cuestionar y para responder; incluso
expresar una cuestión significa ya responder a un problema
anterior. Lo que varía es la inmanencia de la cuestión re­
suelta y la presencia inferible de aquella que se plantea.
«Napoleón perdió en Waterloo» es literalmente una afirma­
ción sobre Waterloo o sobre Napoleón, pero esto plantea la
cuestión de saber por qué se lo dice y, en consecuencia, a
quién. Puede querer sugerir, a título figurado, que todos los
dictadores terminan, tarde o temprano, derrocados. O que

187
Waterloo es un sitio peligroso para librar batallas, o quién
sabe qué otras cosas más. ¿Qué cuestión se plantea aquí? Se
trata de una cuestión de múltiples sentidos, pues el sentido
es múltiple en sí mismo y abre cuestiones. Es así como en­
tramos en el campo del pathos, del auditorio. Surge enton­
ces la pregunta: ¿Qué podemos decir del pathos?

3. El auditorio, sus emociones, sus juicios


y sus cuestiones
El pathos es el tercer componente de la relación retórica.
Se lo percibe tradicionalmente como el conjunto de emocio­
nes que siente el auditorio respecto de una cuestión. Es la
manera en que el auditorio «padece» el problema (pathos =
sufrimiento, el hecho de padecer) que se le somete o sobre el
cual se le pide pronunciarse. Su respuesta es problematoló­
gica: el auditorio reacciona con la emoción o con un juicio
que es a veces extremadamente visceral. El pathos equivale
entonces casi a un choque; en cualquier caso, es todo lo que
afecta al auditorio y modifica, en consecuencia, su juicio.
Esto explica la importancia de valerse de esos afectos a fin
de provocar una reacción, una respuesta, que el orador
espera que sea acorde a lo que él desea. Es así como el p a ­
thos, en un principio auditorio, se fue volviendo un concepto
reactivo, psicológico. Después de Aristóteles, las pasiones
abandonaron, empero, el campo de la retórica. Preciso es
convenir en que pocos autores, fuera de Aristóteles, teoriza­
ron luego el papel del auditorio en términos de pasión y de
emoción, como si la preeminencia otorgada al logos per­
mitiera eliminarlas y redujera el auditorio a los juicios que
pudiese emitir. Con Perelman, el auditorio se vuelve incluso
«universal», como la Razón. Un argumento es convincente, y
parzrtodos estos autores, desde Aristóteles, la pasión, más
que esclarecer y guiar el juicio, lo oscurece. El auditorio y el
pathos ya no tienen nada que hacer juntos, pues se conside­
ra que el primero se rinde a las razones que se le dan, por­
que es razonable. El pathos se volvió incluso patológico (co­
mo lo señala Cicerón en las Disputas tusculanas), mientras
que el auditorio no puede perder su razón cuando se le so­
meten las razones. Es verdad que en los siglos XVII y XVIII

188
se volverá a hablar de las pasiones en retórica, pero ya no en
el marco de esta o, en todo caso, de manera subsidiaria. Y en
el siglo XX, ni Toulmin ni Perelman las invocarán para ex­
plicar lo que ocurre por el lado del auditorio cuando este ad­
m ite o rechaza una idea, cuando vota por un candidato o
compra un producto, cuando se enardece en política o cuan­
do se abandona a las disparatadas intenciones de un tirano
vociferador o simplemente de mucha labia, de ideología con­
vincente. Perelman justificará esta posición de repliegue
oponiendo lo racional a lo razonable, el razonamiento obli­
gatorio que encontramos, por ejemplo, en las ciencias duras
—y que no puede sino tener la conclusión que tiene— al
razonamiento probable o verosímil. Ya no estamos en el len­
guaje de la pasión. De todos modos, lo razonable quiere que
evitemos llevar cierta postura hasta sus últimas consecuen­
cias, y que paremos. Esas consecuencias son demasiado
numerosas y, a menudo, nefastas. Ser razonable es, por lo
tanto, abstenerse de perseguir todas las consecuencias de
una postura, de una tesis, de una premisa, pues estas lleva­
rían más allá de. . . lo razonable. En tanto que lo razonable
modera el espíritu, el cual se niega a llegar hasta las conse­
cuencias extremas, a veces, ciertas pasiones nos incitan a
hacerlo. La pasión no es, entonces, sino lo irrazonable de la
racionalidad, su perversión, en suma. La justificación retó­
rica para contenerse y moderarse es lo razonable. La racio­
nalidad ignora este ethos: las consecuencias se deducen de
las premisas, hasta la última si es posible, aunque esto no
es forzosamente lo que conviene cuando debemos afrontar
los problemas prácticos de la existencia o de la vida en socie­
dad. Hay una pasión en lo razonable: la pasión de actuar y
saber detenernos y explicarles a los otros por qué lo hace­
mos. Argumentar es razonable porque es razonable argu­
mentar, en especial para defender lo razonable. Empero,
esto no es todo. Ajuicio de Weber, la racionalidad absoluta,
que se atiene a los fines y que no tiene en realidad un fin úl­
timo, desplaza cada fin hacia otros y así sucesivamente, lo
cual precipita al actor social en una cadena infinita, por más
que, en su afán de ser absolutamente racional, persiga el or­
den; y esto, en el plano humano, es contrario al hombre ra­
zonable. El hombre totalmente racional se abandona así a lo
que Weber llamó «ética de convicción», que es la del hombre
que quiere llevar sus creencias hasta el extremo y vencer

189
cualquier resistencia a su aplicación. Para ejecutar sus de­
signios, en todo caso, si tiene la posibilidad o, mejor aún, si
se le ordena hacerlo, esto no puede sino conducirlo al extre­
mo de matar, asesinar, torturar, como un buen alemán bajo
el nazismo. Lo opuesto al razonable es sin duda el fanático
psico-rígido. En cuanto a la ética de responsabilidad, ella
responde a una cuestión precisa y se detiene únicamente en
las respuestas que la resuelven, aun cuando sepa que hay
otras posibles. Esta ética es razonable. Una moral racional
que llega hasta el extremo de sus principios es, con frecuen­
cia, inhumana. Produce maníacos, jefes de bajo rango y, a la
larga, asesinos, cuando el contexto político lo permite. Los
valores trascienden el formalismo de la moral racional ca­
racterístico de la ética de convicción. En tanto que la cultura
se arraiga en valores, algunos m ás incondicionales que
otros, la civilización prefiere asentarse sobre lo razonable.
Tbda sociedad equilibrada buscará las dos, cultura y civili­
zación, porque son complementarias; en efecto, una suele
ponderar a la otra por el sentido que da a los actos y a las si­
tuaciones complejas. La racionalidad del hombre conven­
cido reside en su aspiración a validar las consecuencias últi­
m as de sus premisas. En el fondo, él suscribe el ideal inal­
canzable de una racionalidad total. En cuanto al carácter
razonable del hombre responsable, se asienta en la plura­
lidad de respuestas problemáticas que pueden surgir como
respuesta a una misma cuestión, lo cual conduce a la tole­
rancia de puntos de vista diversos. ¿Cómo llegar hasta el fin
si las respuestas se dividen en múltiples subrespuestas y
subcuestiones, unas más contradictorias que otras? La ra­
cionalidad del hombre razonable radica en la problematici­
dad consciente de sus respuestas. La racionalidad del hom­
bre convencido radica en la naturaleza de la racionalidad
misma de su racionalidad. Ella es infinita, coercitiva e im­
posible de fundar, de fundarse. Presupone también una pa­
sión* la de empeñarse en cultivar lo racional puro; una pa­
sión que no tiene nada de racional: cada cual la decidirá. En
última instancia, conduce a obedecer hasta el fin las órde­
nes que hay que ejecutar, lo cual implica una jerarquía de
consecuencias y puestas en práctica que evoca una impe­
tuosa sucesión de conclusiones lógicas. Contrariamente a lo
que se podría pensar, en el hombre cuya pasión es no tener
pasiones, la obsesión de la racionalidad pura no deja de cau­

190
sar placer: el de acomodarse a todo y continuar sin hacerse
demasiadas cuestiones. La regla de «los principios contra
las consecuencias» va a revelar, sin embargo, una pasión sin
fin en la que se siente culpa por no poder llegar al final, por­
que no hay final: así surge el culto de la muerte, que detiene
el proceso (finalmente): una muerte infligida a los demás.
En materia práctica, la racionalidad total sólo puede llevar
a perseguir el poder absoluto y a aplicarlo. Es preciso susti­
tuirla por la retórica de lo razonable, que alimenta la armo­
nía entre la cultura y la civilización. En realidad, la pasión
enceguece al hombre de las convicciones absolutas, quien
no advierte que debe detenerse y limitarse, moderarse y ac­
tuar en consecuencia. La pasión es razonable cuando rein-
troduce el equilibrio. Por otra parte, la pasión de ir hasta el
final, más allá del precio, suele conducir al mal: no se ocupa
de las consecuencias. La pasión es, por lo tanto, ambivalen­
te. Si se ignora cuáles son las razones enjuego, puede ser
negativa en el plano ético.
No cabe ninguna duda de que hay una lógica de las pa­
siones, una razón de las pasiones, que las vuelve em inen­
tem ente movilizables por todos aquellos que se esfuerzan
en persuadir a los otros. Jugar con los temores o hacer titi­
lar esperanzas es una vieja astucia de político, sea demócra­
ta o no. Argumentar sin hacer uso de las pasiones es olvidar
que un argumento, por más justo que sea, debe primero
impactar. La pasión tiene, por cierto, un papel restringido
en muchas situaciones que se consideran racionales y en las
que no es admisible dejarse guiar por elementos tan subjeti­
vos, pero en muchos casos, que son seguramente más nume­
rosos (aunque no más importantes), la pasión y las emocio­
nes activadas cumplen un papel capital en las reacciones
del auditorio. ¿Se puede establecer de manera más precisa
cuándo las pasiones desempeñan un papel crucial y cuándo
no son determinantes de la adhesión que atribuimos a las
respuestas brindadas?
En virtud de la definición de la retórica aquí propuesta,
la respuesta a este interrogante no padece de ninguna am­
bigüedad. Cuanto mayor es la distancia entre los indivi­
duos, menos interviene la pasión en el acuerdo o en el desa­
cuerdo. Por otra parte, la pasión es más fuerte cuanto más
débil es la distancia. Así se explica el hecho de que la aplica­
ción del derecho descanse sobre un formalismo y una cierta

191
puesta en escena consagrada por la exterioridad de los jue­
ces respecto del conflicto a juzgar. Esto permite volver a ins­
talar distancia, lo cual desapasiona el conflicto. La alta pro­
blematicidad es igualmente un factor de intensidad en la
pasión: una ratería no provoca el mismo repudio que un
robo con violencia, ni un robo con violencia, tanta repugnan­
cia como un asesinato. Por otra parte, reaccionamos inten­
samente frente a los problemas que nos plantean los seres
queridos, a los que tenemos cerca, y somos más indiferentes
a los otros, que están lejos, aun cuando sus dificultades sean
más graves y hasta catastróficas, como cuando padecen el
hambre o la guerra. En estos últimos casos reaccionamos
incluso con menos violencia que si nuestro hijo, por ejemplo,
se ha caído en la escuela o ha sido golpeado, o si un pariente
cercano está ligeramente enfermo.
Antes de hablar de las diferentes pasiones, veamos cómo
opera la pasión. Esta nace siempre de una cuestión que nos
impacta directa o indirectamente por un rasgo que evoca, o
porque nos recuerda un deseo o un temor radical. La res­
puesta en la cual deriva es una repiesentación que nos
afecta por su carácter sensible, corporal incluso, en virtud
del placer o el displacer que proporciona. Esa proximidad, al
ser corporal, es sinónimo entonces de vivencia más intensa
y, por lo tanto, de pasión. Lo que más nos conmueve es siem­
pre muy particular, en cierto modo ejemplar, y rara vez se
trata de las ideas generales, porque lo propio de la generali­
dad es consagrar la distancia, lo cual disminuye el afecto. Si
se amplifica (mediante ornamentos lingüísticos) una idea,
ejemplificándola para que impacte al individuo, es con el fin
de hacer nacer o renacer la pasión. La belleza anula el as­
pecto corporal de la pasión, intelectualizando el sentimien­
to. Ella recrea a la vez distancia y placer. Podemos respon­
der ahora a la cuestión que planteaba Cicerón cuando escri­
bía: «Es difícil explicar por qué los objetos que rozan más
gratamente nuestra sensibilidad y que hacen sobre ella, en
primera instancia, la impresión más profunda son, igual­
m ente, los que más rápidamente provocan una suerte de
asco y saciedad que nos aparta de ellos».2 Respuesta: por­
que la proximidad corporal impide ser uno mismo, negociar
una distancia que no existe, y porque la invasión de lo cor­

2 Op. cit., III, 98.

192
poral suele generar las pasiones más vivas, tanto negativas
como positivas.
Ese quien que se halla en cuestión plantea la cuestión
que afecta al auditorio, y la pasión encuentra allí entonces
materia de objetivación. Un enamorado transido hilará siem­
pre argumentos para decir que su elegida es la más bella, la
más amable, entre otras ponderaciones, convirtiendo cuali­
dades subjetivas en atributos propios de la persona. La pa­
sión transforma la cuestión subjetiva y la modula en sensa­
ción y juicio, que hacen de la pasión una respuesta en la que
se mezclan lo afectivo y lo subjetivo. La alteridad, la simple
presencia del otro, interroga e interpela a los individuos. El
otro que surge ante nosotros es portador de la cuestión más
fundamental que pueda concebirse: ¿Apelará él a una forma
de violencia, o a la moral? ¿Golpeará o hablará? ¿Decidirá
ignorarnos, despreciarnos, o reconocernos? ¿Nos impondrá
alguna pequeña humillación para sentirse superior, o nos
tratará como iguales? Todo esto permite comprender que la
pasión no involucra únicamente el placer o el displacer, sino
que es también una reacción de puesta a distancia o de acer­
camiento respecto de aquello (o de aquel) que se identifica
con el problema. Hay, pues, algo físico en la respuesta pasio­
nal. El cuerpo está implicado, es puesto en acción, es puesto
incluso en movimiento a fin de administrar la distancia. De
entrada, esta es física, al menos en parte, y por lo tanto es
normal que la pasión se muestre a través de una gestuali-
dad y de unas mímicas que revelan el estado emocional en
el que nos sumen tanto la cuestión como el otro que preten­
de ser su respuesta; es decir, las dos dimensiones, ad rem y
ad hominem, casi siempre mezcladas.
Una pasión es, pues, un sentimiento de placer o displa­
cer que se expresa corporal e intelectualmente. Es una res­
puesta subjetiva (placer-displacer) a un problem a objetivo
provocado por la presencia del otro, pero que puede identi­
ficarse con el otro mismo, como en el amor o el odio. La pa­
sión transforma la alteridad en subjetividad, lo cual se tra­
duce para el otro en un distanciamiento que puede tender a
cero o, por el contrario, ser «infinito», como cuando no se
puede ver a alguien ni «en pintura», o como cuando no se
puede regresar a ciertos lugares traumáticos. Se explica así
una idea que debemos a Santo Tomás de Aquino, según la
cual la evitación o el acercam iento es la característica

193
propia del movimiento pasional. La evitación o el acerca­
miento, tanto del Bien como del Mal, simbolizan en Santo
Tomás la dificultad que un ser inmerso en los placeres y los
dolores sensibles debe afrontar para alcanzar lo que la reli­
gión cristiana prescribe y eludir lo que ella proscribe. No
obstante, la idea de base es correcta: la pasión es la manera
en que nos afecta la distancia entre los seres y las cosas. Es­
ta idea puede ser generalizada sin que ello implique suscri­
bir la doctrina tomista en su conjunto.
¿Cómo explicar que la pasión sea algo que se expresa fí­
sicamente y que a la vez traduce un movimiento del alma
frente a un objeto, se trate del individuo mismo, del Bien,
del Mal o de otro ser, humano o divino? Semejante compleji­
dad del fenómeno pasional no dejó de sorprender a los fi­
lósofos desde el Renacimiento, cuando el hombre de carne y
sangre volvió a ocupar el primer plano y cuando el oprobio
arrojado por el cristianismo sobre las pasiones, concebidas
como la cabal expresión del pecado original, comenzó a di­
luirse. Es sobre todo en el siglo XVII cuando, con Descartes
y Spinoza, el análisis de las pasiones experimenta un resur­
gimiento sin precedentes, para culminar, con Hume, en el
siglo siguiente. Esta apropiación del campo pasional por los
filósofos, y pronto por los psicólogos, no permitió su reinte­
gración a los estudios retóricos, sino todo lo contrario. Sin
embargo, aunque evidentemente las pasiones no se reduz­
can a la retórica, la retórica no puede ignorar el impacto del
discurso sobre el otro; este es incluso, en algún sentido, uno
de sus objetos. ¿Cómo explicar que el efecto del discurso
pueda ser pasional, sino apelando una vez más a la noción
de distancia, de diferencia entre los individuos, a aquello
que los problematiza y que el Prójimo reaviva, exacerba, nu­
tre o niega?
Una pasión es, por lo tanto, un juicio sobre la diferencia o
la distancia entre los individuos, y se manifiesta físicamen­
te (pues la noción de distancia, es decir, de relaciones espa­
ciales, tiene su raíz en el cuerpo) y mentalmente (pues la di­
ferencia es social o psicológica, local o institucional). Hay en
la pasión un aspecto reactivo que la asimila a algo que se su­
fre, que se padece. Las pasiones reflejan la distancia y ha­
cen saber al otro lo que se piensa de él. Por consiguiente, la
pasión es tam bién una comparación con el prójimo. Planta­
da sobre el sí mismo, y por ende sobre el cuerpo, la pasión es

194
alegría, gozo, placer o, a la inversa, dolor, repugnancia, dis­
placer. El amor quiere abolir la distancia; el odio, crearla. Se
la objetiva mediante un juicio que pone cerca al ser amado y
lejos al detestado (paralelamente, que acerca lo que se ama
y aleja lo que se detesta). Para actualizar esta distancia mo-
dulable está la imaginación: ella alim enta un deseo que
quiere abolir la distancia con el ser amado (o con el objeto
que se quisiera tener, es decir, poseer). La ira, por su parte,
es repulsa de una distancia abolida. Puesto que la relación
retórica es una negociación con el prójim o, una distancia
que se aspira a concertar, dicha relación está forzosamente
teñida de pasionalidad. También sucede esto cuando se pre­
tende avergonzar al otro: se instila entonces una distancia
hacia uno mismo que es como un desnudamiento (del cuer­
po), como una mirada impúdica que deviene conciencia de
sí, distanciamiento respecto de sí, pues fue primero mirada
del otro, o que es como una mirada del otro que se desdobla
en la relación de la conciencia consigo misma. Esperanza,
temor, desaliento, etc., traducen lo que se siente en y de la
distancia social (se explica aquí el papel de la envidia, que
no la admite). Mientras que el amor pretende suprimirla y
el odio instalarla (pues se dirige a personas próximas y se­
mejantes), la calma, por su parte, es esa respuesta —¿se
trata por ello de una pasión?— indiferente a la diferencia,
en tanto que la ira, por el contrario, postula dicha diferencia
como nefasta. La benevolencia, que es una forma de amor,
se esfuerza en llenarla. Cuando se causa indignación en el
otro resulta claro que se ha burlado una distancia, que se ha
pisoteado una diferencia, a veces hasta el extremo del asesi­
nato; pero no respetar el cuerpo es suficiente para provocar
la ira. Se alimentan las pasiones planteando alternativas y
amplificando el espectáculo de los contrarios —imposibles o
deseables—, o minimizándolos. Esta evocación de la alter­
nativa agudiza el problema, al mismo tiempo que la pasión
se muestra como una buena respuesta —lo cual elimina los
problemas— y hasta como una respuesta satisfactoria. La
pasión es mucho más fuerte cuando las alternativas nos
tocan de cerca (distancia) o cuando se imponen por sí m is­
mas. La amplificación bosqueja un espectáculo de lo que su­
cedería si prevaleciera cierto estado de cosas capaz de des­
pertar, por ejemplo, indignación, vergüenza o atracción. Un
buen rétor sabe transformar un valor más objetivo, más ex­

195
terior y, por lo tanto, más distante en pasión. Surge así la
idea de pintar, contar, volver vividos y próximos, valores que
es preciso poner en escena para obtener ya sea el favor (o la
absolución), ya sea la condena de los individuos. Esta es una
de las funciones a que apuntan las figuras retóricas: bosque­
jar cuadros alternativos, correspondencias, ficciones. Am­
plificar una m asacre sum inistrando detalles horrorosos
provoca más las pasiones de ira y odio (al jugar con la proxi­
midad física de los individuos) que el simple hecho de decir,
fríamente: «Hubo una masacre en tal o cual sitio», sin abun­
dar en precisiones. Y cuanto más se evoca la problematici­
dad de cuestiones concretas y específicas, forzosamente
sórdidas en este ejemplo, más próximos nos sentimos del
otro a causa del horror de esos detalles que nos erizan la
piel. Esto explica el hecho de que la imagen sea la más fuer­
te de las figuras retóricas: ella hace ver, suplantando a la
imaginación convocada por el discurso. La pasión proble-
matiza al otro, y la retórica, al poner en primer plano res­
puestas siempre problemáticas, alimenta las pasiones. ¿Y si
la pasión fuera la expresión subjetiva de un valor, un juicio
implícito m odulado según el eje del placer o del displacer?
Si, por ejemplo, debo provocar la ira por un crimen cometido
contra un niño, pintaré lo que habría hecho la víctima si hu­
biese vivido, el horror del acto que se produjo, y recordaré
así todo lo que no es: un destino, valores intangibles que ya
no tienen vigencia, lo que habría podido ser. Al mismo tiem­
po, lo que fue se enlaza con lo pasional en calidad de valores
transgredidos, de valores por esto mismo reafirmados. Este
razonamiento vale, además, para todas las pasiones, pues
la esperanza, al igual que el temor, sólo tiene sentido con re­
lación a determinadas alternativas (lo que habría podido no
ser, y que produce desaliento, o lo que puede ser y uno no
quiere que sea, como en el caso del temor, o uno sí quiere
que sea, como en el caso de la esperanza). La retórica, al po­
ne», en primer plano respuestas que pueden siempre ser in­
terrogadas y, en consecuencia, ser problemáticas, juega con
tales alternativas y provoca así emociones en el auditorio.
Cuanto más fuerte es la distancia, y más débil entonces la
pasión, más se debe reforzar la segunda para suprimir la
primera; en este caso, la pasión puede transformarse en
compasión. Disminuir la distancia o reavivar las pasiones
es, por lo tanto, lo mismo, y esto un buen orador lo sabe per­

196
fectamente. La ficción, la narración, la evocación de situa­
ciones que podrían ser las nuestras y afectarnos, suscitan
una impresión de acercamiento, de comunidad e incluso de
fraternidad. El amor es una pasión fuerte pues supone pro­
ximidad; el odio también, en cierto sentido. Cuando la pa­
sión es débil, hace falta más imaginación para alimentarla,
lo cual lleva a decir que la estética da el espectáculo de la pa­
sión por medio de la distancia, pues para suplir a la pasión
débil debe apoyarse en la imaginación. El placer estético es
siempre intelectual, incluso cuando se vale de lo sensible y
de la sensibilidad. El arte, en el fondo, es pasión generada
por la mera imaginación, ya que su objeto último es la dis­
tancia y su enigma. Una distancia débil, en cambio, da lu­
gar a una pasión fuerte, sea de amor o de rechazo, de placer
o de displacer, y lo posible ya no es tributario del intelecto
sino del deseo (o de la aversión, como movimiento reactivo).
La intelectualización se arraiga siempre en la puesta a dis­
tancia, la cual no excluye, con la representación de alterna­
tivas, una implicación que elimina esa distancia y la vuelve
sensible, como sucede en el arte. Y en este proceso está ya la
retórica.
La pasión más fuerte no es quizá tanto el deseo, como
pensaba Spinoza, sino el temor. Uno puede vivir con sus de­
seos, modulándolos, canalizándolos, hallándoles otras ex­
presiones, pero es difícil y hasta imposible que pueda aca­
llar sus temores. Los regímenes totalitarios lo entendieron
m uy bien: un campo de concentración en el que reina el
miedo cotidiano, en el cual el pavor de la muerte es constan­
te, lo mismo que el hambre, la humillación o la tortura, es
muj^ro más eficaz para dominar a los hombres que la pro­
m esa de un aumento de salarios y de ventajas sociales.
A ristóteles —siem pre A ristóteles— tenía una visión
muy fina de la lista de las pasiones y de la definición que era
posible darles.3 Para él, la pasión es aquello que los hom­
bres comunican de sus relaciones, y también ella es rela­
ción; para Santo Tomás, en cambio, la distancia es percibida
con relación a un objeto, el Bien o el Mal, detrás del cual se
ocultan Dios o el pecado. Pero en Aristóteles, como en Santo

3 Véase el pequeño libro de Aristóteles, La retórica de las pasiones, edi­


tado por mí en francés (Rivages, 1988) basándome entonces en el libro II
de su Retórica. Para un comentario más pormenorizado, véase M. Meyer,
Le philosophe et les passions, op. cit.

197
Tbmás, la pasión se deja resumir en un juicio referido a una
distancia, también vivida por cada cual en su propio cuerpo.
La pasión, intersubjetiva en Aristóteles, exhibe ante los pro­
tagonistas los malentendidos de la relación social y psico­
lógica, así como los disgustos, acuerdos y desacuerdos que
de ella resultan. La pasión es una suerte de imagen de sus
sentimientos recíprocos y de los desajustes a que dan lugar.
Ella refleja lo que somos y sentimos respecto del otro. Le
significa a este otro lo que pensamos de él (ira, odio, despre­
cio, etc.), pero además responde a lo que el otro piensa de no­
sotros. Y es en este desajuste posible, en esta sobrepuja dia­
léctica, en esta diferencia, donde la pasión se expresa y don­
de desempeña a pleno su función de marcador de distancia
y hasta de modulador retórico. La pasión traduce lo que yo
siento y pienso del Prójimo, y le informa de lo que pienso
respecto de lo que él piensa de mí. Por ejemplo, si no me gus­
ta lo que piensa de mí y se lo hago saber, reacciono, lo expre­
so con mi cuerpo, con mis gestos, con mis palabras, hacién­
dole leer en mi rostro las emociones que vivo y padezco. La
pasión se hace así retórica; ella indica que cada cual, en la
relación que mantiene con el Prójimo, estima, aprecia y re­
chaza. Pero Aristóteles complejiza el mecanismo, pues la
pasión, al ser intersubjetiva, depende de la posición relativa
de los protagonistas: ¿el otro es inferior, superior o igual a
nosotros? Las pasiones no son las mismas según que nos di­
rijamos a un inferior (menosprecio, benevolencia), a un su­
perior (ira, vergüenza, emulación) o a un igual (amor y odio
son siempre recíprocos, como la igualdad), mientras que la
compasión, a la inversa de la benevolencia, que se dirige a
un igual, está reservada a un inferior. En verdad, no todas
las pasiones están socialmente definidas, ya que para Aris­
tóteles la calma es también una pasión, lo cual, del roman­
ticismo en adelante, puede parecer extraño. La calma es la
pasión antipasión; ella desactiva la hostilidad, recrea la
distancia y desapasiona la relación con el prójimo. Sin em­
bargo, Aristóteles advirtió muy bien que muchas pasiones
son, en realidad, juicios referidos a la distancia social y, por
lo tanto, juicios de comparación entre las personas. Por un
lado está la cuestión en sí, que hace o no vibrar el corazón y
la mente, pero por el otro está la relación de identidad con el
prójimo que la pasión traduce. Es verdad que, para Aristóte­
les, todo esto debe resumirse finalmente en juicios, en logos,

198
e incluso en una racionalidad susceptible de ser idealmente
capturada en entimemas. Da igual. También se puede po­
ner el acento —como lo hacemos nosotros— en lo que la pa­
sión significa en términos de distancia con el prójimo. Ira,
amor, odio, envidia, y todas las dem ás pasiones, son res­
puestas a problemas que muchas veces se plantean en tér­
minos de distancia social. Aprobamos lo que el otro dice o
hace, lo sufrimos, queremos suprimir la distancia que nos
separa o simplemente disminuirla.
Retórica, es decir, ethos, pathos, logos. La pasión conlle­
va su parte de ethos en la sensación de placer y displacer
que le está asociada y que es a menudo corporal. Empero,
hay también un juicio objetivante que es tributario del logos
y que puede formarse retóricamente por asociación, aunque
las más de las veces lo es por identidad, en que la diferencia
entre lo que abre una cuestión y la respuesta ha sido supri­
mida (estamos celosos porque el otro hace esto o aquello, y
vemos así al otro porque somos celosos; en síntesis, se gira
en redondo, con el convencimiento de tener un argum ento
válido). La pasión es entonces, ante todo, respuesta a una
cuestión, a un problema que surge en el exterior. Por último,
está el pathos propiamente dicho, lo que se llama, stricto
sensu, la pasión, que es la impresión problematizante que
causa el otro en uno y que está ligada a la distancia. Se trata
del otro como uno mismo, de una diferencia tanto consigo
mismo como con los demás, que se manifiesta en un cuestio­
namiento que nos esforzamos por superar. Al estudiar las
pasiones, siempre se puede poner el acento en uno u otro de
los tres componentes, y así se hizo en numerosas oportuni­
dades. Pero los tres están presentes en lo que se suele lla­
mar «pasión»: el problema (el otro, la distancia que lo vuelve
más o menos problematizante), la respuesta subjetiva de
placer o displacer, la modulación de esa respuesta en un jui­
cio de ira, odio, amor, etc.: pathos, ethos y logos, respectiva­
mente.
Hay en las pasiones una síntesis de estos tres elementos
en la que se conjugan, por ende, el placer (o el displacer), la
respuesta modalizada como respuesta particular y una dis­
tancia enjuego. La pasión suprime lo que nos opone a noso­
tros mismos, aquello en lo cual se borra lo problemático,
aquello que procura placer. ¿Se trata de una solución, iluso­
ria o fácil, para los problemas de la existencia? ¿Constituye

199
una manera de transformarlos en placeres? No cabe duda,
pero la pasión es también asunción de la distancia con el
prójimo, sea para disminuirla o para vivirla, si esto se justi­
fica a nuestros ojos: así sucede en la ira o el odio, o, de un
modo más simple, en el temor. Ethos, logos y pathos entra­
man la pasión en su dimensión retórica, pero también en su
vivencia más intensa. Se pasa de la cuestión, que plantea
problemas, a aquello que la borra, la resuelve, la suprime, y
esto es lo más atractivo que la pasión ofrece. Ella focaliza
desfocalizando: podemos así hallar placer en una ira consi­
derada justa (por nosotros). La ira, que no resuelve nada,
proporciona sin embargo un sentim iento de placer, pues
crea en nosotros la impresión de que podemos poner a dis­
tancia lo que nos afecta, como si de esa forma lo dominá­
ramos. El hecho de poder entrar en cólera tranquiliza sobre
el poder que se tiene frente a lo enojoso. Una distancia que
disminuye es una distancia que habría tenido que ser más
grande, por razones sociales o por razones psicológicas. Pro­
ducen este efecto las confianzas excesivas, las usurpacio­
nes, las violaciones de nuestros derechos. Al reaccionar con
la violencia del afecto, tenemos la sensación de devolver las
cosas a su (justo) lugar, de desproblematizar la situación,
por lo menos a nuestros ojos. Recuperar mediante la pasión
la distancia que nos conviene es un medio de defensa o de
realización de sí bien conocido desde que los hombres viven
en grupos. Cuando la distancia es dem asiado débil, la pa­
sión es útil, así como son útiles los valores cuando la distan­
cia es demasiado fuerte. De modo que podemos reaccionar
con pasión contra alguien que debería mantener sus distan­
cias y, si exageramos, recuperar el sentido de los valores que
se requieren para que se establezca una distancia justa.
¿Cuáles son, en el fondo, las respuestas pasionales bási­
cas ante el planteo de un problema? Se espera una respues­
ta negativa o se espera una respuesta positiva; se tiene más
temortuando lo probable es la respuesta negativa y se tiene
más esperanza cuando lo probable es la respuesta positiva.
En este último caso, nos desazona no tener esa respuesta
positiva, así como en el primero nos desazona la posibilidad
de obtener sólo una respuesta negativa. Mientras que la es­
peranza y la desazón atañen sobre todo a las respuestas, el
temor concierne tanto a un problema como a su resolución.
El temor es la pasión primera; las otras no derivan de ella,

200
sino que la modulan. En cualquier caso, ella entra en la
composición de todas las demás, tanto del amor como del
odio. Estas dos pasiones son maneras de resolver la distan­
cia así como el temor que esta inspira, y podemos burlarnos
de una de ellas (en el caso del odio), o eliminarla (mediante
el sentimiento de amistad o de amor). Las pasiones quieren
responder a nuestros temores, que son el sentimiento pri­
mero, inspirado por la distancia entre los individuos y por
las cuestiones que ella determina. Cuanto más problemáti­
ca es una cuestión, más prevalece el temor sobre la esperan­
za, y cuanto menos lo es, más tiende la esperanza a sustituir
a los temores, que no tienen razón de ser. La desazón, en
cambio, será más fuerte si la respuesta a una cuestión fuer­
tem ente problemática es negativa, en tanto que una cues­
tión poco problemática no tendrá este efecto. Dado que el
amor y el odio tienen por objeto expreso la distancia, duran­
te mucho tiempo estas dos pasiones fueron consideradas los
afectos primeros (la vergüenza es odio a uno mismo, la envi­
dia es odio al otro, etc.), en tanto que el temor, al igual que la
esperanza y la desazón, se focalizan de manera más visible
tanto en la diferencia problema-respuesta como en la dis­
tancia que el problema genera. Este punto de vista, que es el
más adecuado para comprender el fenómeno pasional, in­
tegra, de todos modos, la distancia por la fuerza de las pasio­
nes experimentadas (el amor es una distancia demasiado
fuerte que se quisiera suprimir, y el odio, una distancia de­
masiado débil que se quisiera amplificar).
Las pasiones son puestas a distancia de lo problemático
en lo que este tiene a veces de irreductible, lo cual explica el
carácter ilusorio que se atribuyó a aquellas desde el princi­
pio de los tiempos. Nada se resuelve con la ira o el odio. El
amor no permite suprimir verdaderamente la distancia con
el otro. L a pasión es a la retórica lo que el valor es a la argu­
mentación: aquello que la moviliza como un término, como
un criterio de apreciación. Ensalcen ustedes mis pasiones o
adhieran a mis valores y obtendrán mi simpatía. Pero con
esto no alcanza. Los valores, las posiciones sociales respecti­
vas, la respuesta que nos pone en cuestión, orientan las pa­
siones en un sentido más que en otro. El orador hábil se es­
fuerza generalmente en servirse de esto.
La pasión es fuerte en la medida en que la distancia con
el otro es débil. Es una manera de afrontarla y, por lo tanto,

201
de «controlar la situación», como se dice. Las grandes pasio­
nes —se trate de la búsqueda de placeres, honores y poder, o
de riqueza— son la respuesta a una distancia considerada
demasiado débil y percibida como amenazante. Estas pasio­
nes, que muchas veces invaden la vida de los individuos
hasta el punto de someterla y dominarla por completo, refle­
jan así una distancia consigo mismo que es preciso vencer,
como si fuese otro quien nos pone en cuestión. Nos tranqui­
lizamos, llenamos un vacío, tenemos la impresión de existir
plenamente, gracias a los honores, el poder o la riqueza, y
experimentamos la sensación de que estas pasiones nacen
del temor a un otro demasiado próximo y a menudo indeter­
minado, impreciso, al que de ese modo respondemos. Estas
grandes pasiones son formas de dominación: lo que el amor
no es, lo es el placer; lo que el sentido del otro no es, lo es el
poder, lo que el oficio o la profesión no son, lo es el afán de ri­
quezas. Puede resultar paradójico, pero estas pasiones
reequilibran la distancia para nuestra ventaja, porque sur­
gen desde el suelo del temor y de la angustia personales. Y a
veces, en casos muy concretos, la pasión es violenta porque
una distancia demasiado debilitada genera reacciones no
controlables, en tanto que la riqueza, el poder o el encanto
ponen al otro a distancia, permiten tomar de nuevo las rien­
das de la situación o, en todo caso, nos hacen pensar que las
tomamos. Las grandes pasiones apuntan a recuperar cierta
distancia respecto de uno mismo cuando esta es vivida como
inquietante porque refleja una excesiva proximidad del
otro, que nos pone fuertemente en cuestión. Nos abandona­
mos a estas grandes pasiones para dejar de ser vulnerables
y débiles; en todo caso, para dejar de estar a merced de los
otros o de la adversidad. Estas pasiones responden a una
distancia débil, distancia respecto de uno mismo que plan­
tea problemas. Al que no controlamos es al otro que se en­
cuentra en nosotros, lo cual es reflejo de una emoción excesi­
va, al ver a los demás penetrar en nuestra «burbuja». Las
grandes pasiones resuelven el problema que uno es para sí
mismo, liquidando la problemática. Operan como mar de
fondo, pues en la superficie no son tan violentas como la ira
o el amor, el odio o la envidia. En las grandes pasiones, el ob­
jeto es finalmente el sí mismo, en tanto que el odio, la ira o la
pulsión amorosa son como explosiones que se producen en
un momento de disminución de la distancia con el otro. Se

202
responde a esta distancia demasiado débil a través del po­
der, del dinero y de múltiples disfrutes, lo cual permite recu­
perar cierto control de esa distancia y disminuir la probabi­
lidad de que nos alcancen conflictos demasiado graves. Es
como si, en este recentrado de sí, no se amara a los demás;
en cualquier caso, esto es lo que ellos perciben con claridad.
Una pareja de enamorados excluye a los otros a igual título
que el rico propietario de una gran residencia o el hombre de
poder que exhibe sus atributos. Poco se aprecia a los hom­
bres que sólo quieren ir tras sus placeres, que sólo persi­
guen honores y riquezas, pues esto les permite aplastar e ig­
norar a los demás.
Una dimensión de la pasionalidad demanda que se le
preste particular atención: el cuerpo, que representa la «dis­
tancia cero». El placer y el dolor remiten al cuerpo, y la ne­
gociación de la distancia suele realizarse mediante una ges-
tualidad en la que es decisiva la ocupación del espacio. En
esa negociación de la distancia hay una zona infranqueable,
el cuerpo, y para ello se requiere el acuerdo del interesado.
El cuerpo es el sí mismo animal y biológico al que no quere­
mos quedar reducidos, pero sin el cual tampoco tendríamos
la condición de seres vivos. Y en esto reside el problema del
sufrimiento físico: este nos encierra en una sola preocupa­
ción, en un solo centro, nuestro cuerpo, cuyo peso debemos
olvidar para vivir otras experiencias. La pasión, en el senti­
do íntimo, es corporal. La opresión es corporal: incluso la
privación democrática de la libertad es un ataque al cuerpo,
a su posibilidad de movimiento. El cuerpo es la sede del
temor absoluto: la enfermedad, el sufrimiento, la muerte,
afectan al cuerpo. La pasión es el juicio que emana del cuer­
po y que el espíritu padece, pues sin duda se debe soportar
el cuerpo que uno es haciendo cuerpo, como mínimo, con el
cuerpo que se tiene. El placer es, paradójicamente, una ma­
nera de escapar del propio cuerpo, de procurarse la ilusión
de una victoria posible. Pero el placer no es más que una
roca de Sísifo: nunca se gana nada, y el hecho de comer bien
no impide volver a tener hambre. Preservar el cuerpo, pro­
tegerlo, es un valor absoluto. Es la esencia misma del p a ­
thos en cuanto sede de valores. Lo que más nos pone en
cuestión afecta al cuerpo, y sólo se habla de alma o de espí­
ritu cuando se es capaz de poder olvidar que se tiene un
cuerpo. La salud es uno de estos factores de olvido; la liber­

203
tad de ir y venir, la libertad política, también. Un hombre
sano ignora generalmente que tiene un cuerpo, vive su cuer­
po como si no fuera problemático. Un gozador piensa ade­
más que tiene control sobre él, que el cuerpo no es más que
un instrumento pasivo que él domina. La pasión es el placer
que permite vivir sin pensar en el cuerpo como problem a,
mientras que el dolor, por ejemplo, obliga a volver a ese cuer­
po. Empero, cuando hablamos de pasión, casi siempre pen­
samos en una vida intensa («apasionada»), ritmada por los
placeres y sus excesos. La realización de las pasiones es un
argumento poderoso, sumamente movilizador en el plano
retórico: el dinero, el deseo, el poder, son otras tantas moti­
vaciones —y representaciones— que pueden sacudir a un
auditorio, hacerlo pensar y hacerlo actuar, así como el res­
peto del cuerpo es el límite inferior de toda argumentación,
un umbral por debajo del cual el discurso racional pierde
todo sentido. El exceso de pasiones convulsiona el campo de
lo aceptable, pues demasiado poder mata al poder, así como
el exceso de dinero mata la riqueza (de los otros). Por consi­
guiente, la pasión sólo se vuelve aceptable como fuente de
placeres cuando no pone en entredicho los valores comparti­
dos. Jugar con el pathos es, de todas formas, poner en tela
de juicio relaciones básicas como la familia, el amor, los pa­
dres y los hijos, pero también todo cuanto concierne a la
muerte y al respeto de la vida. De una manera general, el
pathos tiene que ver con nuestra identidad y con la diferen­
cia, encamadas en valores. Nuestra identidad engloba nues­
tros intereses, aquello que queremos, nuestra corporeidad,
pero también nuestro estatus.
Esta retórica de las pasiones nos lleva a comprender de
qué modo el razonamiento puede convencer al hombre apa­
sionado o, en todo caso, persuadirlo. ¿Cómo funciona el ape­
go pasional? Se trata de un proceso retórico, lo cual explica
el carácter siempre emocional y hasta pasional propio inclu­
so del razonamiento en apariencia más objetivo. Tal como
podremos observarlo, la pasión cierra a la mente sobre sí
m isma y, en los casos extremos, genera una obnubilación,
una fijación que es movilizable por la retórica. Se trata, pa­
ra el orador, de responder a los problemas que dicha pasión
suscita, y de hacerlo ilustrándola, avanzando en el sentido
en que ella se da libre curso. También se puede proceder de
manera inversa, generando un choque emocional mediante

204
la puesta en cuestión del auditorio. Esto va a tocarlo en el
plano de sus emociones, de sus pasiones, que van de la expre­
sión de sus intereses a la ejemplificación de sus valores, pa­
sando por sus creencias y sus ideas a veces más irracionales.
La lógica de las pasiones es retórica por cuanto actúa por
contigüidad, semejanza, asociación: otras tantas formas de
identidad débil que suprimen las alternativas y se hacen
pasar entonces por auténticas respuestas a cuestiones rápi­
dam ente sepultadas. Las pasiones proceden como figuras
retóricas, pero encarnándose en las figuras de la emoción.
Transforman en respuesta para el sujeto lo que pertenece al
orden de una interrogación, con frecuencia fundamental, en
última instancia, al ser más o menos fuerte la problematici­
dad de la cuestión planteada. ¿De qué modo lo que era sólo
un problema puede pasar por una solución o, en todo caso,
tomar la apariencia de tal (lo cual explica las seculares críti­
cas acerca de «la pasión que engaña» y que es meramente
ilusoria)? La pasionalidad no conoce más que identidades y,
valiéndose del razonamiento, se ilusiona con que crea dife­
rencia entre las premisas y la conclusión; empero, dado que
en el fondo estamos en presencia de identidades, giramos en
redondo. Esta circularidad permite que la pasión se encie­
rre en un razonamiento cualquiera, que se tendrá obcecada­
m ente por fundado aunque no haya en la conclusión nada
más que lo que la pasión hizo meter en las premisas. Esta­
mos frente a una lógica del ser débil en la que una propie­
dad común a x y a y , digamos A, basta para asociarlos en el
pensamiento y para imaginar que x es y, como si todo cuanto
los diferenciaba no contara.

«Una joven que quiere apasionadamente a su padre


se enamora de un hombre bastante mayor que ella por­
que él ha conocido y querido a su padre: esta joven asocia
en su mente los términos “amor paterno” y “amor”, y en
su corazón se efectúa la transferencia de un sentimiento
al otro. Otra mujer, celosa de una española, cachetea a su
marido porque está fumando un cigarro español: en la
procedencia de este cigarro sospechoso ve la prueba de su
traición».4

4 L. Dugas, «La logique des sentiments», pág. 48, en Les passions. Nou-
veau traité de psychologie de L. Dugas y F. Challaye, Alean, 1938.

205
Este ejemplo no deja de recordar el pañuelo que incrimi­
na a Desdémona a los ojos de Otelo. En realidad, el meca­
nismo es el siguiente:
A B

Reaparece aquí la interpenetración propia de las figuras


retóricas, salvo que en este caso el argumento presenta una
literalidad que le confiere toda su credibilidad: «Si mi mari­
do fuma un cigarro español, es porque su amante española
se lo dio», a pesar de que todo lo que hay de español es la
amante supuesta (x) y el cigarro (y), y de que el marido tal
vez ni siquiera tenga amantes; de todas formas, aunque
tenga alguna, la conclusión no es forzosamente correcta. No
obstante, cuanto más pasional es el pathos, más retórico y
figurativo es, y cuanto más apela a la argumentación, más
literal deviene. Así pues, la astucia consiste en volver argu­
mentativo lo que es puramente retórico. La lógica de las pa­
siones sólo conoce identidades, a las que disfraza más o me­
nos en un razonamiento en el cual las premisas parecen
distintas de la conclusión, pese a que esta se halla contenida
ya en aquellas. Otelo es celoso y por lo tanto cree que Desdé-
mona lo engaña, pero él afirma que si tiene celos es porque
Desdémona lo engaña. La lógica de lo pasional se cierra so­
bre sí misma, lo cual explica que sea muy difícil luchar ra­
cionalmente contra una pasión. Si mi hija viene a decirme
que su enamorado posee todas las virtudes posibles, que es
amable, inteligente, valiente, fiel, etc., por más que le diga
lo que yo quiero por mi parte, siempre seré yo el que está
equivocado, y no ella. La irracionalidad de la reacción posi­
ble se debe al cierre lógico de la pasión. La lógica de las pa­
siones da apariencia de racionalidad a un razonamiento que
es fundamentalmente circular y, por lo tanto, este no prueba
nada que no esté admitido (o postulado) ya al comienzo. La
m odalización de la pasión como respuesta, como juicio, se
efectúa mediante este tipo de razonamientos.
Dirigirse a un auditorio para convencerlo implica que
hay en este una disposición a escuchar argumentos, a no de­

206
jarse impactar sólo por lo pasional o lo emocional. Conse­
cuencia de ello es que se hagan revivir las cuestiones por
medio de alternativas, que se represente la distancia, se la
implemente, se la haga ver o entender o se la formalice, así
sea confiándola a un juez exterior. Tal es el papel del dere­
cho, de la justicia reservada al tribunal. Trazar el cuadro de
las pasiones por las que estamos poseídos mediante un es­
pectáculo que produce forzosamente distancia puede hacer­
le creer, a ese espectador que nosotros mismos somos, que él
no está implicado aun cuando sea a él a quien estamos des­
cribiendo. Esto permite poner sus problemas en situación y
hacerle comprender a cada uno, gracias a la retórica, lo que
no aceptaría si se le dirigiera expresamente un discurso di­
recto y literal. La ficción hace comprender mejor que todos
los sermones. Mediante esta desubjetivación, transforma­
mos las pasiones en valores: la moraleja de la historia es,
entonces, fuente de persuasión. Todos los aficionados a los
cuentos de hadas lo saben.
Sin embargo, algunos sostienen que las pasiones que do­
minan a los hombres les impiden oírse verdaderamente. El
punto de vista del otro suele desagradar, y comprobamos
que su lógica, sus argumentos, lo que él considera respues­
tas, no corresponden a lo que podemos aceptar y hasta juz­
gar discutible. Cada cual se bloquea entonces en sus posicio­
nes, pues en el debate ve sólo la suya, y la argumentación se
detiene ahí o bien termina con violencia. Si a pesar de todo
queremos argumentar, no estamos dispuestos a cambiar de
opinión.
De hecho, para comprender lo que está subyacente en la
incomprensión argumentada hay que recordar que una po­
sición, sea personal o colectiva, traduce una distancia que
define lo que cada cual es. Lo que cada cual es constituye,
por lo tanto, aquello que en la argumentación se ve cuestio­
nado de manera directa y frontal. Argumentar equivale en­
tonces casi al suicidio psicológico o intelectual, y en conse­
cuencia se produce el bloqueo, el diálogo de sordos. Ni si­
quiera captamos la lógica del otro. No siempre es esto lo que
sucede, ni mucho menos, pero cuando las pasiones son de­
masiado intensas surge esta situación. No se puede forzar
al otro a que nos escuche, y menos aún a que nos entienda,
sin que lo viva mal, como una amenaza personal. La repulsa
de esta escucha da origen a muchas violencias que tienen su

207
fuente en las cuestiones de honor, de humillación de sí, de
resentim iento. Cuanto menos se las puede argumentar,
más se cae en el conflicto. Y en caso de conflicto (no de sim­
ple malentendido), cuanto más se diluye la ilusión retórica,
más queda la decisión en manos de terceros, los cuales, por
definición, menos implicados deben estar. Cuando haya ex­
cesiva pasión, ellos volverán a poner distancia. Cumplen es­
ta función el juez, los aliados, los electores, el partido, el gru­
po al que se pertenece —sea de tipo religioso o social—, pero
no por ello la oposición o el malentendido se extinguen for­
zosamente. Para ser pacificador, el tercero debe encarnar
idealmente valores que desubjetivan la oposición, y enton­
ces puede zanjar el conflicto en su nombre. El tercero, sea
benévolo (acólito) o depositario de neutralidad, encama esos
valores. Pensamos aquí en el auditorio universal de Perel-
man, que tenía por lo menos esta función. Pueden cumplir
este papel las pasiones, para el caso de proximidad, si se las
moviliza en forma adecuada; y pueden cumplirlo los valores
en el caso de protagonistas distantes. Argumentar vuelve a
ser entonces posible y útil, pero de a tres, por decirlo así. Se
advierte que, a falta de este tercero resolutorio del diálogo
de sordos, el rechazo del otro e incluso la violencia revelarán
ser la única salida para sujetos que discuten no tanto sobre
una cuestión como sobre aquello que los pone en cuestión a
ellos mismos.
Para concluir, impresionar a un auditorio consiste en
resaltar las cuestiones.a las que es sensible, que lo conmue­
ven o hasta lo apasionan, problematizándolo en sus valores
o en su ser. Cuanto más nos acercamos a ese núcleo irreduc­
tible que es la intimidad, más fuerte es lo pasional, siempre
presente en un grado u otro. La paradoja reside en que ya
ningún argumento se aventura a pasar a este nivel. Nace
así el rol de la ficción, que consiste en conciliar lo emocional
y la distancia, haciéndolos ver en el prójimo. El celoso puede
«entender» a Shakespeare en Otelo, pero no está seguro de
soportar que argumentos racionales refuten de manera di­
recta y literal su punto de vista. La alternativa ficcional res­
tablece la distancia y pone las pasiones en escena. Conside­
rado cualitativamente, en sus contenidos últimos, el pathos
se vincula con las grandes diferencias existenciales, como la
vida y la muerte (el cuerpo), las relaciones hombre-mujer
que rigen a la familia, las relaciones entre padres e hijos (el

208
amor). Todo ser humano debe afrontar estas problemáticas
de base que encamaron siempre las grandes cuestiones de
la humanidad. Reencontramos en esto el sí mismo, el mun­
do y el otro articulados en el interior del pathos, donde se
distribuyen como otras tantas problemáticas distintas y su­
mamente particularizadas, y que forman la cuerda sensible
de la que toda argumentación se vale como último recurso.
Frente al cierre a la escucha del otro ocasionado por una pa­
sión intensa, únicamente la puesta en cuestión de estas pro­
blemáticas sensibles puede romper el círculo o permitir la
entrada en él.

209
Lógica de los valores, lógica de la cultura

1. ¿Qué se entiende hoy por una lógica


de los valores?
La palabra «valor» no tiene buena prensa. Anticuada en
opinión de muchos, conservadora incluso, serviría para fijar
las conductas en forma definitiva y para congelar los modos
de pensamiento. Desdeñar los valores sería, entonces, elu­
dir lo que es de buen tono pensar. Hablar de valores sería
tributario del decoro común, establecido por las normas
sociales vigentes.
El valor hace pensar también en una suerte de realidad
que querría ser positiva y trascendente y que encarnaría a
la sociedad. No respetar los valores sería entonces antiso­
cial, y desconsiderado hacia los demás. El relativismo con­
temporáneo dejó la idea de valor aún más al m argen de
los. . . valores, lo cual obedece, sin duda, a que todo el mun­
do es proclive a creer y hacer lo que quiere, en la medida en
que no moleste a los otros. Tener valores comunes sería co­
mo hallarse bajo una plancha de plomo que se hubiera de­
rrumbado sobre la libertad de cada cual, para regimentarlo
además en el pensamiento políticamente correcto. ¿Es esta
la visión de los valores que debemos seguir suscribiendo?
¿Se trata de una visión adecuada y, sobre todo, acorde con lo
real? La sociología de Durkheim nació, precisamente, de la
idea según la cual existe una conciencia colectiva que propo­
ne valores comunes, entre los que se encuentra la religión.
Dichos valores, que se imponen con fuerza y generan entre
los miembros del grupo una solidaridad poderosa, «mecáni­
ca», trascienden al grupo para expresar mejor, simbólica­
mente, su cohesión. De manera concomitante, adquieren una
fuerza que los vuelve casi coercitivos. Para eludir esta exte­
rioridad m ecánica se prefirió concebir los valores como
creencias siempre relativas, que se oponen imas a otras tan­

210
to como los grupos que las reivindican. La única validez de
estos valores surgiría del hecho de habérselos impuesto con
gran esfuerzo. Según Nietzsche, pasan a ser entonces la ex­
presión más noble de los grupos que pelean por su supervi­
vencia. Ya no se trata de validez ni de adhesión, sino de lu­
cha de valores contra valores, cuya legitimación última es la
victoria. Es imposible, pues, escapar de los valores, aunque
ya no se utilice necesariamente el concepto o aunque se le
otorgue un sentido relativo. Da igual. La cultura, las creencias
compartidas, la exaltación de ciertos seres, de algunos com­
portamientos (humanitarios, por ejemplo), del saber o de la
belleza, son también valores que no dicen su nombre. La vi­
da es un valor, el amor que rige las relaciones sexuales es
una valorización de estas últimas, la relación positiva res­
pecto de nuestros padres o hijos sigue siendo un valor de ba­
se. Por lo tanto, aceptemos hablar de valores sin cubrirnos
el rostro, porque todo el mundo los reivindica y se sustenta
en ellos.
Para quien se interesa en el aspecto retórico de las cosas,
el término «valor» no tiene más que un carácter descriptivo.
Abarca las identidades y las diferencias valorizadas en la
sociedad, aquellas que reivindicamos y que a menudo ponen
algo en marcha o lo bloquean inconscientemente, sin que
esto sea por fuerza negativo. Ejemplo: la infancia es un va­
lor a preservar y es lo que hace que se condene la pedofilia.
Muchos otros ejemplos tomados de la vida social o afectiva
revelan valores específicos a los que adhieren de hecho los
actores, sin que sean por ello conservadores o progresistas.
Los valores más fuertes no encierran ningún misterio: son
diferencias primeras que inducen permanentemente a re­
flexionar y actuar, como la vida y la muerte, el amor que
funda la familia y que después enlaza a padres e hijos, todo
cuanto atañe al tener y al ser. Estas diferencias adoptan
modalidades y contornos múltiples, sobre los cuales, por lo
demás, se debate tanto como se los utiliza. La dignidad de la
vida es tema de múltiples discusiones: así se lo advierte en
la polémica sobre la eutanasia, la cual se halla en cuestión
cuando la controversia gira sobre la condena de la pena de
muerte o la autorización del aborto. Surge así este interro­
gante: ¿De dónde vienen estas diferencias tan esenciales y
profundas? En las sociedades arcaicas —que, comparadas
con las nuestras, deberíamos llam ar más bien «ahistóri-

211
cas»— , la identidad del grupo es un imperativo absoluto de
supervivencia y de reconocimiento mutuo. Esta identidad
tiene por corolario el rechazo de la diferencia, muy a menu­
do fustigada; todavía hoy se intenta recomponer los lazos
sociales de una comunidad excluyendo toda diferencia. Es
mal visto entonces el extranjero, pero también el que no ac­
túa como todo el mundo, el que no se viste como los demás o
el que de una u otra manera se desmarca de ellos porque
son otras sus preferencias. Para la comunidad, este indivi­
duo pone en cuestión lo que ella misma es, con lo cual ali­
menta una incertidumbre que la mayoría procura eliminar
mediante una nivelación en la que cada uno se aviene a ha­
cer de espejo para el otro. En este sentido, la sociedad demo­
crática no es, probablemente, más evolucionada que sus
predecesoras.
Al fin y al cabo, el conformismo, que acepta incluso la
singularización autorizada —la de la vestimenta, por ejem­
plo—, cumple esta función de reaseguro mutuo. La colegia-
lidad, bien vista en la adopción de las pequeñas decisiones,
en la empresa, en la administración pública o en la univer­
sidad, permite a cada uno escucharse hablar, y a los otros,
hacer lo mismo, procurándose una ilusión de existencia en
este intercambio de incautos en el cual, a menudo, todo está
decidido o impuesto de antemano. La ilusión retórica con­
siste en creer que los argumentos de todos tienen importan­
cia, mientras que el objeto de la reunión y del diálogo es,
más bien, el reconocimiento mutuo del papel de cada cual,
inflado por este simple juego en el que uno negocia su ima­
gen (la distancia), y no una respuesta —respuesta que se
acaba por olvidar y que, en realidad, era secundaria o esta­
ba decidida de antemano—. La ilusión retórica es aquí una
ilusión de racionalidad surgida de la estructura democráti­
ca, en la cual muchas veces se argumenta para mostrar que
uno está «bien», que está efectivamente «en su lugar» y do­
tado d éla idoneidad correspondiente.
La diferencia viola la ley, la regla del grupo, su identidad,
y lo pone en cuestión, a menudo implícitamente. La no par­
ticipación en este juego de ilusión retórica, en el que se en­
tiende que cada cual aprueba al otro para poder ser aproba­
do por él, basta para desmontar dicho juego. Y al grupo no le
agrada esta exterioridad de la que se inferiría que el ser que
se burla de ella no la necesita y, por lo tanto, sería superior a

212
los demás. La flor que brota por encima del seto sobrevive
rara vez a su audacia. A la democracia no le son gratos los
espíritus fuertes: se alimenta de los más débiles, a quienes
hace creer que no lo son. Esta empresa es, en realidad, un
toma y daca cuyo objetivo consiste en serenar los espíritus.
Resulta felizmente contrabalanceada por la libertad demo­
crática, gracias a la cual hay, incluso así, una posibilidad de
salvación para los espíritus fuertes. Es probable que tengan
que marcharse, ir a buscar a otra parte, huir del grupo que
de todas maneras no los quiere; y si consiguen hacerse allí
un lugar, no deben esperar las ventajas mutuas que confie­
ren esos espacios de hipócrita colegialidad que son la esen­
cia de las reuniones democráticas en las instituciones que
les dan cabida.
A un espíritu fuerte le importará tener carácter fuerte: si
no, ¡cuidado con él! Debido a esta necesidad de aprobación y
reconocimiento permanentes —lo único que tranquiliza a
los individuos—, el universo democrático generaliza una
especie de solidaridad de nuevo tipo. Si la distancia es ma­
yor, los individuos deben tratar de agradar, seducir, conven­
cer y, al mismo tiempo — ethos obliga—, hacer gala de au­
toridad y distinguirse (aunque no fueron elegidos para eso)
a fin de existir plenamente frente a la amenaza de indife­
renciación. El hombre democrático está siempre buscando
la autoconfirmación. Entre la flexibilidad complaciente o se­
ductora y la afirmación brutal de su posición burocrática,
este hombre se ve inmerso en un proceso existencial casi es­
quizofrénico. Está claro que el autoritarismo de un ethos ne­
cesitado de afirmarse suele ser incompatible con el afán de
tener que negociarlo todo en grupo. El sí mismo se resque­
braja en este tipo de ejercicios, y es sabido que los actuales
«médicos del alma» hacen así su agosto. La pérdida de roles
y de estatus, la lucha constante y la necesidad de existir jun­
to a aquellos que, habiendo sido los amigos de ayer, son los
enemigos de mañana, no favorecen la buena salud mental
del individuo, quien comprueba que la coartada democráti­
ca desborda el dominio inicial y original del control político a
fin de regular y penetrar la vida social hasta en sus menores
aspectos, a menudo privados.
De hecho, el origen de los valores es la diferencia, un con­
junto de diferencias esenciales fundadoras de la vida del
grupo. Sin ellas, esta última no sería posible. Ahora bien, el

213
problema está claro: la identidad del grupo, por ser precisa­
mente una identidad, repele toda diferencia, pues, por defi­
nición, la diferencia y la identidad son realidades contradic­
torias. Estas diferencias esenciales son las de la vida y la
muerte, las del respeto de los padres y de los hijos, las de las
relaciones entre hombres y mujeres que hagan posible la fa­
milia, el clan, la fratría. En un mundo definido por la identi­
dad, para que estas diferencias sean intocables es preciso
sacralizarlas. Lo sagrado es lo que se pone a distancia: pro­
tege, pero además es peligroso y aterrador, exigente y tem i­
ble. La religión sacraliza objetos, seres, situaciones, compor­
tamientos que, de lo contrario, el grupo rechazaría. La reli­
gión exterioriza la diferencia, pero también la interioriza,
especialmente a través del ritual, y puede actuar sobre el
grupo sin que se la condene, porque es sagrada. A través de
estos valores fundamentales y fundadores reaparecen las
tres grandes problemáticas del sí mismo (la vida), del otro
(la alteridad encamada, para el adulto, en la infancia) y del
mundo (creada por la fusión del elemento macho y del ele­
mento hembra; pensamos en las cosmogonías antiguas y su
escenificación de los acoplamientos originales).
Los valores religiosos, por ser trascendentes, pudieron
aparecer como grilletes inviolables. La Historia fue volvien­
do laicos los valores de base, de tal manera que la identidad,
la humanidad, pero también las relaciones entre hombre y
mujer y entre padres e hijos, se tomaron problemáticas. Es­
ta es la búsqueda que se juega en L a Odisea de Homero.
Reencontrarse con 'Ifelémaco y Penélope sin el riesgo de con­
vertirse en animal, o de perder su humanidad y volverse in­
mortal como los dioses, es la obsesión y el temor de Ulises.
Con Homero, todavía es posible esta victoria sobre las ame­
nazas que acosan a las identidades fundamentales. Unos
siglos después, con el teatro, lo trágico toma nota de que este
desenlace feliz se ha vuelto imposible, pues las diferencias
se han ahondado de manera irreversible. La individuali­
zación de las relaciones es obra de la Historia, y la laiciza­
ción de los valores los torna más problemáticos, pero asimis­
mo más frágiles e inciertos, lo cual conduce, a veces, a legiti­
mar las peores consecuencias. Y esto plantea la cuestión si­
guiente: ¿Los valores son, en sí, absolutos que se imponen al
grupo humano para que este encuentre en ellos su identi­
dad y cohesión? ¿O son tan sólo instrumentos relativos y re­

214
futables de la expresión de sí que les permiten a los grupos
afirmarse irnos contra otros, luchar y exhibir una pretendi­
da superioridad por medio de un empleo de la fuerza casi
inevitable?
¿Tan condenado y hasta condenable es el lenguaje de los
valores por el hecho de ser, en ciertos casos, relativo? Nada
es menos seguro. Lo que la religión ya no sacraliza, la políti­
ca lo pone en práctica y el derecho lo hace aplicar como nor­
ma. Por su carácter problemático, los valores continúan
siendo los últimos e implícitos lugares comunes de nuestros
juicios, tanto como de la validación de nuestros deseos y
comportamientos. Son los puntos de interrogación de nues­
tra socialización, las fuentes y las condiciones del debate y,
paradójicamente, aquello en cuyo nombre este último es
rehusado por considerárselo blasfemia, apostasía o injuria
suprema para con las más íntimas creencias. Palancas de
resolución, los valores son, a veces, también sus objetos, y
en tal carácter plantean la cuestión de lo que es justo o in­
justo, de lo que vale como norma y de lo que puede ser cues­
tionado. Todas estas alternativas hacen girar el debate en
torno a las relaciones entre lo social y lo individual, entre la
identidad y la diferencia, así como en torno a la interacción
de estas esferas, con los antagonismos que obligan a elegir
valores cuando se deben tomar decisiones y privilegiar res­
puestas. El valor pasa a ser entonces un concepto retórico,
un cuestionamiento o un rechazo de este, lo cual es también
una alternativa y, por lo tanto, un cuestionamiento a su vez.
En estas circunstancias, la lógica de los valores no es
otra cosa que la respetuosa puesta a distancia de lo que debe
ser diferente, lo cual equivale a su valorización. Se convence
más fácilmente a alguien mostrándole que la vida es motivo
de debate, o que la familia es una apuesta, que sirviéndose
de consideraciones técnicas con respecto a una cuestión pre­
cisa que la mayoría de los individuos ignoran o de la cual es­
tán alejados porque no es ese su terreno. Así pues, si se trata
de convencer a alguien de que hay que ayudar a morir a un
pariente enfermo, es más fácil lograrlo refiriéndose de ma­
nera concreta a los crecientes sufrimientos que padece, que
hablando en términos generales de la eutanasia como nor­
m a moral que es indispensable aplicar en nuestras socie­
dades modernas, en las cuales los individuos mueren cada
vez más viejos.

215
En síntesis, cuanto más débil es la distancia, más se tra­
ta del pathos, y cuanto más fuerte es, más se trata del ethos.
Entre ambos, nos apoyamos en el trabajo del logos y de sus
reglas, extraídas de la relación con el mundo de las cosas y
de las situaciones. Los valores extraídos del ethos, del sí
mismo, de los derechos, los privilegios y la posición social
del sí mismo, de los bienes a los que el sí mismo puede aspi­
rar, corporal, social, jurídica, política y económicamente, ha­
cen que el ethos se exprese en una distancia máxima, casi
objetivable. A la inversa, cuanto m enos se reivindica la
autoridad y cuanto más apoyo se busca en la proximidad y,
por lo tanto, en el afecto, más se está en lo comunitario, en lo
psicológico, en lo no regulado, en lo apreciativo y en lo expe­
rimentado. El ethos ya no está sometido a la ética, sino a la
morid; ya no es jurídico, sino político, y el bien del otro pasa
a ser entonces la fuente y el criterio de la argumentación
exitosa, persuasiva. El orador más distante manda', el más
cercano implora, y el que se halla entre los dos negocia. Se
trata, en resumidas cuentas, de las tres maneras de obtener
algo de otro.
Queda por determinar la relación entre pasiones y va­
lores. También en este caso es asunto de distancia. Cuanto
más próximo se esté al otro, más reaccionará este de mane­
ra subjetiva, afectiva. Y cuanto menor sea esa proximidad,
m ás estaremos en la objetivación posible. La pasión es el
valor reducido a una simple reacción subjetiva. Y, a la inver­
sa, el valor es la pasión menos la respuesta subjetiva y emo­
cional.
La relación entre pasiones y valores nos recuerda el céle­
bre adagio «Degustibus non disputandum »: sobre gustos no
hay disputa.* Por otra parte, es posible extender la frase: no
se discute sobre las pasiones de unos y otros, tampoco sobre
sus simples deseos. En cambio, se discute sobre valores, e
incluso no es posible discutir sin dirigirse a valores, a menu­
do implícitos. Ahora bien, los valores son pasiones desubje-
tivadas; en última instancia, serían subjetividad sin conte­
nido, pero no sólo eso. Se puede discutir sobre el dinero, so­
bre su uso social, sobre su afectación en el seno de la socie­

* El autor traduce esta frase latina al francés por «orí ne discute p a s des
goüts et des couleurs». Son muchas las versiones castellanas del adagio,
además de la que hemos transcripto: «Sobre gustos no hay nada escrito»,
«Para gustos hay colores», etcétera. (N. de la T.)

216
dad, pero no tiene sentido criticar a alguien cuya vida gira
por completo alrededor del dinero. Si no obstante se lo hace,
es sobre la base de valores que van más allá de las eleccio­
nes individuales y que incluso sirven para evaluar sus con­
secuencias, pero las pasiones mismas no permiten juzgar
las pasiones.
La objetivación por valores es necesaria. En algunos con­
flictos de evaluación es frecuente observar deseos que se
oponen a valores, o derechos subjetivos que encarnan a es­
tos deseos y contrarían ciertos valores. Quien dice «No me
gustan los negros» es racista y a la vez expresa una opinión
en virtud de la libertad no sólo de tener opiniones, sino de
enunciarlas libremente en democracia. ¿Qué debe hacerse
en tales situaciones? ¿Cómo establecer una jerarquía entre
la libertad de expresión y la condena del racismo? Para res­
ponder es preciso dar intervención al valor más determi­
nante, que es el buen vivir juntos, la universalidad de la
persona; esta trasciende no a la libertad de pensar, sino al
derecho subjetivo de m ostrar las propias opiniones cuando
violan valores más importantes, como los de los fines colec­
tivos y el respeto de la diferencia. La libertad de opinión que
contraría esta finalidad puede tener cabida, sin duda, en
conversaciones individuales, pero no en una institucionali-
zación, la que fuere, de esa libertad. No pongo objeciones a
que alguien me diga que no le gusto, y si soy negro, a que
sostenga que no le gustan los negros. Soy libre de escuchar­
lo, de hablar con él y, evidentemente, de apartarlo para siem­
pre de mis relaciones, pero en una confesión individual de
esa índole no hay delito, como tampoco en la de otras aversio­
nes o preferencias que no expresan más que estados aními­
cos. Dicho esto, puedo también discutir con él y replicarle:
«¡Eres verdaderamente un racista!», transformando así su
pasión en un valor, lo cual hace posible la discusión y la opo­
sición. Su derecho a la aversión (deseos negativos), incluso
si es racista, se traduce entonces en la referencia a valores,
y esto desborda su caso individual y el de sus pasiones per­
sonales para afectar a otros derechos: el debate pasa a cen­
trarse en el respeto de la diferencia en el interior de una co­
munidad. Ya no estamos, por consiguiente, en el terreno de
los gustos o el de las estrictas opiniones personales, sino en
el de las implicaciones generales. La pretensión de elevar­
las a la condición de verdades válidas para todos (= valores)

217
rompe el lazo con el otro, y este es precisamente el caso del
racismo.
La gran diferencia entre las pasiones y los valores radica
en que los segundos no son negociables, mientras que las
primeras pueden transformarse unas en otras. Al igual que
los valores, las grandes pasiones están ligadas al ethos, al
pathos y al logos: el sí mismo, el otro, el mundo. El orgullo y
los deseos, como el deseo sexual, corresponden al ethos, a la
realización de sí. La afición a los objetos materiales y al di­
nero pertenece a la relación con el mundo y es tributaria de
la racionalidad objetiva con la que se enriquece el logos. Y,
por último, la obsesión por el poder y la voluntad de poderío
respecto del otro remiten al pathos. Las pasiones transfor­
man en respuestas estas tres problemáticas, para completar
más acabadamente el aspecto problemático de las tres di­
mensiones. Dichas respuestas funcionan como obturadores,
como tapaderas. Adoptan la forma de soluciones, pero re­
presentan búsquedas infinitas que las personas, en la ca­
rrera desenfrenada que identifican con la vida, enmasca­
ran. Son cómodamente traducibles una por la otra y se ne­
gocian en las pasiones, a las que ellas subordinan. Se habla,
por ejemplo, de goce en relación con los bienes, con las perso­
nas o con uno mismo, como para diluir mejor las diferencias
entre las tres grandes problemáticas de la existencia huma­
na. En cuanto a los valores, no se negocian unos por otros,
como —para considerar sólo algunos— la justicia por la fe­
licidad o la verdad por el interés. Esto llevó a decir que el
reino de las pasiones triunfantes corresponde por fuerza a
una pérdida de valores (San Agustín). No argumentamos
las pasiones: actuamos según ellas; en cambio, sí argumen­
tamos con y para los valores. La cultura exige cierta eleva­
ción que el goce pasional desprecia, pero este goce moviliza
de igual modo, si no más, al orador que intenta persuadir a
un auditorio.
Se advierte en qué forma se argumenta desde posiciones
alejadas: recurriendo a valores comunes cuya defensa va a
ser entusiastam ente emprendida, o a valores rechazados
cuya puesta a distancia será celebrada. Persuadir a alguien
consistirá, entonces, en hallar el argumento que permita
poner en primer plano una identidad, con sus valores co­
rrespondientes, o que favorezca el surgimiento de una opo­
sición radical a los valores que ese interlocutor rechaza. En

218
cambio, cuanto más débil sea la distancia con el auditorio,
m ás nos dirigiremos decididamente a aquello que lo con­
mueve y lo apasiona, a su subjetividad, a lo que él es en lo
más profundo de sí e incluso al elemento preciso que lo mo­
viliza. En este caso, el pathos es puesto directamente en es­
cena y en acción, sin pasar por valores que objetiven y racio­
nalicen esas inclinaciones.
Si bien los tipos de argumentos se definen siempre por el
ethos, el pathos y el logos, su alcance es función de la distan­
cia entre los individuos; ahora bien, ¿es así como se catalo­
garon en el pasado las reacciones retóricas?

2. Aristóteles y los tipos de argumentos


¿Cuáles son los grandes reservorios de argum entos,
aquellos a los que se echará mano para convencer al otro?
En el capítulo precedente hemos visto en qué consistían el
ethos, el pathos y el logos: un tríptico en el que se juegan las
cuestiones, las respuestas y su formulación en una transac­
ción de lenguaje (no forzosamente lingüística). Pero esto no
es todo. La decisión del orador de concentrar sus esfuerzos
en la cuestión, más que en la distancia, o en la diferencia,
con su auditorio, no impide, evidentemente, que la dimen­
sión intersubjetiva se traduzca por y en el logos. Así pues, la
inferencia, que rige a este, deviene tanto implicación del
otro como calificación de quien habla (y calificación, al m is­
mo tiempo, de sus palabras). Cuanto más nos deslizamos
hacia la implicación ad hominem, más debe jugar quien ar­
gumenta con la proximidad del otro y con el aspecto cálido o
simplemente cómplice de su proceder. La argumentación,
en cambio, quiere ser «objetiva» y, por lo tanto, aquello de lo
que es cuestión y aquello que constituye cuestión coinciden.
El auditorio se ve solicitado, al menos, para asentir, lo cual
no le impide volver eventualmente sobre las reglas mismas
de la discusión o proceder sometiendo a prueba la alternati­
va —dado que hay efectivamente una cuestión— por medio
de dilemas o examinando las consecuencias.
¿Es necesario recordar aquí las grandes operaciones de
la argumentación, centradas todas ellas en la inferencia? Al
lado de la inferencia pura y simple —de cuyas modalidades

219
volveremos a tratar un poco más adelante— se halla la re­
flexión acerca de las consecuencias, que tiene lugar con ma­
yor razón cuando la distancia es grande. La analogía con
respuestas anteriores permite resolver una cuestión, al
igual que el dilem a, el cual fuerza a elegir una solución («Si
A, se tendrá B, y si se rechaza A, se tendrá C: decida usted
qué es mejor»); el a fortiori, que transfiere una respuesta
sobre la otra cuestión, porque esta última no es más que un
ejemplo o un caso particular de aquella; el recuerdo de lo no
problemático con lo que identificamos la respuesta elegida,
y la contradicción con lo que se presenta como problemático
(por ejemplo, en términos de valores). Queda pendiente la
retroproyección, que pasa del ad rem al a d hominem («pues­
to que usted lo dice. . .») y que, aun cuando no sea estricta­
m ente válida, puede llegar a tener una eficacia formidable.
Todas las operaciones a las que terminamos de referirnos
derivan de la fórmula general: r1-----» qj • q2. Desde el ab­
surdo hasta la contradicción con los valores o con las sim ­
ples respuestas imaginadas como tales al comienzo, la argu­
mentación revela ser un juego formal pero que debe alimen­
tarse de contenidos aceptables y apuntar a los problemas
planteados por el auditorio.

Podemos resumir la concepción de Aristóteles mediante


los dos cuadros siguientes:

Cuadro 11.

jurídico
<
ethos
pathos
logos
lo justo/lo injusto
los valores/lo ilegitimo
las reglas del discurso argumentado
(el código, la ley)/lo ilegal

ethos la alabanza/la censura


epidíctico pathos lo agradable (el placer)/el displacer
logos lo bello/lo feo

ethos el poder
deliberativo
ivo pathos lo útil
logos el interés

Lo cual da, para el logos, el recorte clásico esquematiza­


do a continuación:

220
Cuadro 12.

en términos argum entación E l discurso placentero E l discurto emocional


de resolución principio de razón) (el principio de identidad) (el principio de no contradicción)

Lugar de inferencia Lugar en el que se articulan Lugar de la determinación


para un mundo regido las identidades estilísticas de la relación con el otro:
por la causalidad. del discurso. El lenguaje esto va de la comunidad
es visto aquí como con él a la oposición
el campo de la expresión. (contradicción).

Categoría-referencia: Categoría-referencia: Categoría-referencia:


lo necesario. la realidad. lo posible

Podemos añadir algunos comentarios a esta visión aris­


totélica. Tbmemos el género epidíctico, cuyo modelo es el gé­
nero literario o, en general, todo discurso cuya característi­
ca primera es la elegancia formal, el estilo. Para Aristóteles,
una oración fúnebre o una conversación cotidiana compar­
ten con la literatura la preocupación por la forma. El proble­
m a reside en no originar ningún problema, lo cual es com­
prensible cuando se trata de hacer el elogio de un difunto al
que se adorna con todas las cualidades, o cuando se encara
una charla con alguien acerca de temas banales. ¿La litera­
tura se reduce, empero, verdaderamente a semejante inte­
rés por desproblematizar? En cualquier caso, es evidente
que el discurso epidíctico, para Aristóteles, debe generar la
aprobación de quien lo pronuncia (ethos), estar elaborado
con encanto (logos) y, en consecuencia, provocar cierto pla­
cer en quien lo escucha (pathos). De manera concomitante,
si ahora practicamos un corte transversal que recorra todos
los géneros, podremos observar que el logos puede ser a la
vez convencional, argumentado y elegante, lo cual dará lu­
gar, entre los romanos, al tríptico docere (ethos), mouere (pa­
thos) y delectare (logos), aun cuando en los tiempos actuales
esto se haya reducido a la oposición entre la convicción (que
pretende ser racional) y la persuasión (tributaria de lo emo­
cional).
Si bien se mira, los tres géneros representan,, de hecho,
tres lógicas distintas. Si estamos frente a una cuestión muy
problemática, carente de método predeterminado de resolu­
ción y, por lo tanto, sumamente pasional, nos hallamos en el
registro político. Por otra parte, podemos estar frente a una
cuestión que tiene una resolución a priori posible, más co­

221
dificada y, por consiguiente, menos pasional: se trata del
derecho. Y, por último, tenemos ante nosotros una cuestión
puramente formal cuyo único problema subyacente es el de
su eliminación; se trata aquí del discurso elegante y estiliza­
do, cuyo propósito, dadas las circunstancias, es simplemente
ser placentero: estamos ante el género epidíctico.
¿Sobre qué argumentamos con más frecuencia? Tal es,
en realidad, la gran cuestión de este capítulo, pues aquello
sobre lo cual argumentamos es también aquello con lo cual
lo hacemos. Si argumentamos sobre la justicia, lo hacemos
con argumentos que, inevitablemente, tratan de ella. Consi­
deremos entonces de modo más preciso lo que constituye el
objeto propio de nuestras argumentaciones. Uno mismo, el
mundo y el otro: ethos, logos, pathos, habría dicho Aristóte­
les, aclarando que el ethos remite a un género particular, lo
justo y lo judicial; el logos, al discurso mismo, que debe ser
válido o, en su caso, bello y agradable (género epidíctico), y
el pathos, a lo útil del género deliberativo, en el cual la pa­
sión se encuentra en su apogeo por falta de reglas, como en
derecho, o de convenciones socialmente bien definidas, co­
mo en el género conversacional o en la oración fúnebre, del
universo epidíctico. El pathos es así el reflejo del libre juego
de los intereses tal como se dan libremente en las asam ­
bleas políticas, donde las opiniones más contradictorias se
enfrentan con pasión.

3. ¿Cuáles son los argumentos que cuentan


y por qué?
De hecho, para comprender cuáles son los argumentos
que persuaden más, es importante determinar de qué modo
el ethos, el pathos y el logos nutren la argumentación en
problemáticas de las que dichos argumentos son extraídos.
Es evidente que el orador, para argumentar, debe apoyarse
en lo no problemático de una cuestión; ahora bien, si puede
hacerlo es porque hay algo no problemático que comparten
él y el auditorio. Esto reduce forzosamente la distancia, pro­
duciendo entre ellos un acuerdo casi natural y hasta inme­
diato. Al movilizar saberes compartidos, opiniones comu­
nes, valores que los reúnen, el orador anula el efecto de dis-

222
tanciamiento con el auditorio —distancia que se materiali­
za en sus diferencias respectivas, en sus roles y en sus posi­
ciones distintas—. La apelación a fórmulas vagas, impreci­
sas («La libertad es preferible a la injusticia», etc.) y genera­
les viene a suplir esta movilización de respuestas previas
más circunstanciadas.
El logos ofrece un conjunto de respuestas provenientes
de la naturaleza de las cosas y del mundo, de su funciona­
miento y sus causalidades. En él vienen a culminar los co­
nocimientos invocables, pero hacia él convergen también
las opiniones (ethos) y las emociones (pathos), que reflejan
lo que se siente frente a ciertos problemas. El orden del
mundo es también un orden humano en el que vemos des­
plegarse, operar y actuar el trabajo de los hombres. Es, en
consecuencia, el lugar de la economía, y el del dinero que
mide los productos de esta, los cuales constituyen su objeti­
vación del mismo modo en que las necesidades constituyen
su expresión subjetiva (ethos), y el interés o la utilidad, su
efecto (pathos).
También el ethos es un lugar de argumentos, en el que se
entremezclan numerosas proposiciones movilizables por el
orador. En el ethos encontramos todo cuanto le concierne en
particular, su carácter transformado en virtudes. Lo que el
orador puede hacer por el otro, lo que este representa a sus
ojos, la proximidad y la escucha que puede manifestar, lo
vuelven tanto más convincente. Empero, no sólo alimentan
el ethos los argumentos tomados de la ética, de la buena
disposición o del derecho de los individuos, sino también
todo lo que concierne a la posición social, a la autoridad que
confiere un estatus, al deseo y al papel que cumple el cuer­
po. La moral se extiende así sobre los fines últimos, como la
religión y como el estatus entendido globalmente, que re­
mite a las maneras de vivir, a las elecciones existenciales en
las que nos apoyamos para orientar las acciones del otro. En
una palabra, esto abarca lo que uno es (para sí), o sea, aque­
llo que uno representa a sus propios ojos y que hace del indi­
viduo un ejemplo y hasta un modelo, lo cual puede incluir
desde el mérito hasta el sacrificio, resumiendo, pues, todas
las virtudes y el sentido moral en general.
La naturaleza del p a th o s es más política. Se trata de
aquellos valores de la sociedad que dan peso a los argumen­
tos. De manera concomitante, el poder mismo pasa a ser un

223
argumento, como la utilidad o el deber. La problematicidad
de la cuestión planteada por el orador, su aceptación y su
asunción por el auditorio pasan a ser los momentos claves
del pathos. La diferencia alimenta la persuasión, la movili­
za y termina siendo valorizada por ella.

4. La deducción de los valores


Es propio de un valor ser incondicional y, por consiguien­
te, no negociable. No se lo puede malvender. El hecho de que
permita intercambiar bienes no significa que sea negociable
él mismo. Cultivar relaciones humanas exige siempre valo­
res que intervienen en ellas de manera efectiva. Algunos
unen a los individuos, otros los separan y otros hasta pue­
den oponerlos. En economía se habla de «valor de cambio»
para caracterizar el precio de un bien respecto de otro, así
como en retórica se utiliza el término «valor» para medir lo
que es negociable en la distancia y que puede hacerlo variar.
El valor es el denominador común del intercambio y, por lo
tanto, de la distancia misma. Él mide la proximidad y el ale­
jamiento, la identidad y la diferencia. Un valor común, por
ejemplo la justicia, y sobre todo lo que cada cual entiende
por este término, tiene el efecto de hacer que, respecto de
una cuestión, los protagonistas resulten intercambiables.
La identidad del grupo, es decir, de los individuos, está
constituida por el valor, por los valores comunes a cada uno
de ellos. Cuando una pasión domina a un individuo, orienta
todo el comportamiento de este, o buena parte de él, hacia el
logro de su objeto; el resto de las cuestiones de la existencia
pasa a ser indiferente y esta indiferencia queda transforma­
da en indiferenciación. Todo lo que este individuo hace se
mide entonces por la pasión enjuego. El hombre que sólo
apreeia el dinero considera su vida entera en términos de
aumento de riquezas, costo, gasto, intercambio, así como el
que tiene la obsesión de seducir modelará sus juicios y accio­
nes según la posibilidad de conquista. El hombre dominado
por una pasión subordinará la mayor parte de sus actos a
esta: así, ella someterá la totalidad de los valores a la rea­
lización de aquella y reducirá, por lo tanto, lo que tengan de
trascendente al aspecto emocional, subjetivo, personal. A la

224
inversa, una pasión no deviene valor sino cuando el hecho
de ser compartida elimina lo subjetivo, con la consecuencia
de que los valores miden entonces la reciprocidad de creen­
cias. Los valores sirven para administrar la distancia entre
los individuos y sobre todo para comprenderla, para eva­
luarla en la relación social —tanto sea abstracta como muy
cercana—, mientras que la pasión produce a veces la impre­
sión de que la distancia ha desaparecido, como en la pasión
amorosa. El valor trasciende a los individuos; la pasión, en
cambio, los encama.
Avancemos ahora y preguntémonos cuáles son los valo­
res básicos de un grupo social. Podemos afirmar, sin mayo­
res riesgos, que el valor primero es la identidad. Ella es la
condición de supervivencia del grupo, aquello que le pro­
porciona su carácter efectivo, encamado, concreto, de grupo
humano. Los bienes primarios colectivos son esenciales pa­
ra este, y el resultado es la exclusión de la diferencia. Ahora
bien, la diferencia esencial es la humanidad: la más funda­
mental es la que opone la vida a la muerte, aunque tan fun­
damental como ella es la que distingue a padres de hijos (de
la que deriva el culto de los antepasados). La familia (rela­
ciones sexuales) es decisiva para la reproducción del grupo y
condiciona igualmente el poder sobre los bienes necesarios
para toda sociedad humana. ¿Qué hacer cuando la diferen­
cia, esencial para el grupo, debe permanecer exterior a él,
que la rechaza a fin de resguardar una cohesión identitaria
condicionada no obstante por la diferencia? La única salida
es, y fue, hacer que la diferencia necesaria resulte intocable,
inviolable: volverla, en una palabra, sagrada. Lo sagrado
—por lo tanto, la religión— expresa la distancia que el gru­
po adopta en cuanto a las diferencias constitutivas de su
propia identidad, y el respeto (la sacralización) con que se
las debe tratar, puesto que, dado su carácter, podría tender­
se a rechazar o a pisotear esas diferencias. La religión nació
del afán de preservar la diferencia en un mundo identitario,
así como el ritual apunta a importar lo sagrado en lo profa­
no y la exterioridad en la interioridad. Se trata de sacralizar
mediante la religión lo que le es necesario al grupo y que, de
lo contrario, podría aparecérsele como contradictorio, nefas­
to e incompatible. La religión es, en consecuencia, la expre­
sión del lazo social, pues sin el respeto de diferencias funda­
cionales el grupo no tendría identidad posible.

225
Cabe concluir, pues, que entre los valores colectivos de
base más esenciales están los siguientes:

Cuadro 13.

ethos logos pathos

uno mismo el mundo el otro


vida/muerte religión familia
(padres/hijos)
lo cual dei lugar a las disociad ones entre
bienes físicos y bienes del mundo bienes sociales
bienes del cuerpo y políticos

Si se lee bien este cuadro, se observa que la religión, por


ejemplo, está relacionada con el orden del mundo y, por lo
tanto, con la expresión social de la que ella es emanación,
reflejo. Sólo tardíamente será tributaria de una búsqueda
de salvación personal, que dará nacimiento a religiones uni­
versales como el cristianismo y el budismo. Empero, según
se sabe, esta transformación es relativamente tardía, lo cual
explica que lo religioso haya sido categorizado como expre­
sión del grupo antes que por el logos. Los bienes colectivos
de los que las tribus quieren apropiarse llevan el sello de la
religión, según se advierte en las pinturas de manadas de
animales de caza en las grutas de Lascaux.
Puesto que la religión provee los valores más importan­
tes, es decir, el respeto de la familia y el cuidado de la vida,
se comprende que invocarlos en cuanto principios primeros
sea igualmente lo que más fuerza tiene en una discusión. Y,
con toda lógica, estos valores deben predominar sobre los
demás si, en un momento dado, una eventual jerarquiza-
ción llega a oponerlos. Mencionarlos en un debate, enfatizar
su euestionamiento cuando no se hace esto o aquello, asegu­
ran siempre una sólida ventaja argumentativa para quien
lo logra. Y aunque en ocasiones presenten para algunos un
carácter demasiado abstracto, en realidad, la ritualización
de estos valores les confiere un carácter eminentemente
concreto para cada uno de los miembros del grupo. La cele­
bración colectiva y la interiorización individual van aquí de
la mano.

226
La vida, el respeto de la familia, pero también de la natu­
raleza que hace posible la existencia económica del grupo,
remiten a bienes valorizados como tales: el bien del cuerpo,
que se denota por los bienes del cuerpo, los bienes económi­
cos, y los bienes sociales y políticos que resguardan el lugar
de los otros en la vida grupal, lugar que varía según el tipo
de sociedad de que se trate.
Ahora bien —tal como lo señaló, hace largo tiempo, Du-
mézil—, la tripartición en el recorte de la realidad originará
rápidamente una especialización de funciones. Al ethos le
corresponderá el hombre que define la ética, la virtud, es
decir, aquello que se debe hacer en relación con los otros y
con el orden del mundo: el intelectual. Al logos, el personaje
que explota la naturaleza, vive y hace vivir de ella a los
dem ás, es decir, el trabajador, el hombre del pueblo. Por
último, con el pathos se vincula la categoría de lo político,
donde se hallará entonces al hombre de poder, al guerrero,
pues la gestión de la alteridad, pacífica o belicosa, es siem ­
pre asunto de poder. El sacerdote, el trabajador y el guerre­
ro traducen así las formas primeras de la división social.
Los valores resultantes son muy específicos y se desarrollan
de manera adecuada. Hoy en día, cuando cada cual es, a su
turno, un poco las tres cosas, los valores del trabajo y la ri­
queza (logos), de la moral y los derechos (ethos), de la demo­
cracia política como forma de gestión privilegiada de las
relaciones políticas (pathos), están anclados en cada uno.
Estos valores, que tienen una enorme fuerza de convicción y
de motivación, se inscriben en la individualización progresi­
va que acompañó al movimiento de la Historia, y de este
modo se convierten en los parámetros de la diferenciación
social, con el estatus, en el caso del ethos o del sí mismo; con
la renta, que es lo que retiramos profesionalmente de nues­
tra relación con el mundo (el logos), y con el poder, en el caso
del pathos, que es relación con el otro («¿X es inferior, igual o
superior a Y?»). La distancia social nos presenta lo que el in­
telectual se ha abocado a definir: los derechos. En el caso del
político, se trata del poder, y en el de quienes actúan en el
mundo y ejercen en este lo que llamamos una «profesión», se
trata de los deberes correspondientes. Nos hallamos aquí
ante el cruce entre lo individual y lo colectivo, y esto puede
oscurecer la clasificación. ¿Por qué no hablar de los dere­
chos del prójimo, del poder que se tiene sobre las cosas o la

227
Cuadro 14. La jerarquía de valores.
colectivo,
concreto

e th o s logos p a th o s
(u n o m is m o ) (el m u n d o ) (e l o tro )

cuestiones poco la vida la naturaleza los lazos familiares


problemáticas, (las religiones
las respuestas son primeras)
convencionales y
aceptadas por los bienes fisicos los bienes los bienes
el grupo (cuando, (la salud, el respeto económicos políticos
con el tiempo, de la edad, (el respeto de
resultan objeto del cuerpo) las normas)
de debate, las
reacciones son los fines los fines externos lew fines sociales
entonces personales (loa intereses (el interés general,
m arcadam ente (la salud, económicos) las personas)
enérgicas: eutanasia, la esperanza,
creencias, la satisfacción
religiones, etc.) intelectual, ética
y estética)

identidad negociación diferencia (tolerancia,


rechazo)

estatus (autoridad) renta poder (sobre los otros o


de loe otros)

derechos (libertad) poderes deberes (obligaciones)

deseos necesidades demandas (utilidad)

virtudes (honestidad, capacidades pasiones


justicia, (eficacia)
idoneidad)

opiniones hechos (los signos cuestiones


(compromisos, y las causas)
saber)

cuestiones al comienzo
m uy problemáticas,
no convencionales:
prelación de la
argumentación por
conflictividad
incrementada

individual,
abstracto

naturaleza y de los deberes que uno mismo tiene, no en


cuanto profesional competente, sino en cuanto ser humano?
El otro es tam bién el deber, y uno m ism o es tam bién el
deber. En este nivel de categorización, todo se mezcla, por lo
cual nos encontramos aquí con uno de los principales nudos
conflictivos del valor: derecho de unos, deber de los otros, y
recíprocamente, poder de uno contra poder del otro, ethos
contra pathos, o por lo menos desacuerdo, y es en este punto
donde tal desacuerdo es percibido con más claridad.

228
Con el ethos, el logos y el pathos, el «yo», el «él» y el «tú»,
tenemos, al pasar a la fase más individual, la identidad y la
autoridad, el deseo y las opiniones, en cuanto al ethos-, las
necesidades y el placer de las cosas en cuanto al logos, y por
consiguiente el poder económico, en tanto que, en el caso del
pathos, lo que va a valorizarse es el deber, la comprensión,
la diferencia. Podemos resumir entonces la jerarquía de va­
lores mediante un esquema como el del cuadro 14.

5. Explicación del cuadro que resume


la jerarquía de valores
Los valores de las sociedades varían finalmente poco, y si
bien su individualización responde al surgimiento histórico
de la persona hum ana en el seno de la sociedad, la forma
que adoptaron esos valores ha resultado bastante constan­
te. El cuadro resume a la vez la relación entre lo individual y
lo colectivo y una conflictividad que puede traducirse en la
necesidad de jerarquizar valores que se oponen. En general,
los valores colectivos son muy concretos, muy precisos, a
veces demasiado, a causa de su carácter obligatorio. Están
ritualizados, y las leyes o los reglamentos los convierten en
normas bien concretas para todos: el respeto de la vida («No
matarás»), las religiones cósmicas y naturales, el respeto de
los padres, de la familia, en otro tiempo de los antepasados,
todo esto es muy concreto en buen número de sociedades,
como la china, la india o la europea.
Estos valores son intangibles y primeros. Traducen dife­
rencias entre los individuos, aquellas que es preciso respe­
tar y que los unen porque, en el grupo, todo el mundo las
suscribe. Paradójicamente, esos valores expresan distan­
cias irreductibles entre los seres, que los hacen semejantes
y diferentes a la vez. El valor es retórico a causa de la dia­
léctica de la identidad y la diferencia que él traduce. «Se de­
be respetar a los padres» conduce a argumentos Como este:
«Se debe asistir a la familia cercana, a los padres e hijos que
se hallen en estado de necesidad», argumento que a su vez
pasó a ser artículo de ley. En cuanto al tema de la vida, apa­
recen todas las cuestiones referidas a la necesidad de salvar
a las personas y de rechazar la agresión, ya que puede ser

229
mortal. La dignidad y el valor de la vida son valores fuertes
porque se trata de lo más valioso que existe. El derecho se
apoderó de la religión y de la vida tanto como de los vínculos
familiares, para protegerlos. Anular la distancia vida/muer­
te, tener/ser, padres/hijos, no es tributario sólo de la nega­
ción de ciertos derechos sino, en el origen, de algo que no se
puede argumentar; y cuando tales diferencias —traducidas
aquí en pares de opuestos— son burladas, ello produce re­
pulsión, rechazo en el auditorio, pues el pisoteo de esos valo­
res genera una distancia máxima, que repele.
El respeto de la vida no debe hacer a un lado los vínculos
naturales: la palabra de un padre o los ritos religiosos que
especifican en qué consisten el universo y la naturaleza
ofrecen argumentos poderosos. Son fuente de valores, pero
tienen también la función de medir diferencias, aun cuando
al mismo tiempo permitan suprimirlas en los casos en que
la discusión recaiga sobre ellas. Padres e hijos pueden ver
disiparse sus desacuerdos gracias al amor que se brindan
unos a otros, lo cual no obsta a que se enfrenten, precisa­
m ente porque sus respectivos intereses generacionales de­
terminan en ellos diferencias de apreciación. El orador pue­
de expresar, por ejemplo, su necesidad de vivir plenamente
su juventud y servirse de esto para convencer a su familia
de que lo deje actuar de una manera determinada. Puede
defender un orden natural, una expresión de causas y efec­
tos en la naturaleza, para justificar su postura cuando esta
se contrapone a jerarquías sociales encarnadas en el orden
familiar, o, por el contrario, para reforzarlas valiéndose de
ese argumento. De ahí a reivindicar los atributos que cons­
tituyen la vida (segunda línea del cuadro), en cuanto valo­
res que importan, no hay más que un paso. Decir, por ejem­
plo: «Este hombre, que se halla en plena madurez, es de
temer en caso de pelea», o «Ayudemos a Juan a salvarse» si
está amenazado físicamente, es una señal de respeto ético, y
aquí el ethos pasa a ocupar el primer puesto en la considera­
ción. La vida misma se convierte en un atributo, e incluso en
un haz de atributos. La tercera línea referida al ethos tradu­
ce expresamente su connotación moral. La religión, que se
vuelve más personal, refleja la trascendencia de la existen­
cia física como esperanza para el alma, como voluntad de
otorgarle un fin a la propia vida para que tenga un sentido.
Alguien que nos habla en nombre del sentido da siempre en

230
el blanco, sobre todo si —pathos obliga— tiene en cuenta al
otro, con sus fines propios, en cuanto ser social y psicológica­
m ente distinto; esto equivale a respetar las normas que lo
respetan, a actuar en función del interés general, que lo in­
tegra como distinto a causa de sus propios fines y roles. De
manera más concreta, un discurso sobre las personas, sobre
el interés de todos, seducirá al interlocutor con más facili­
dad que el que ponga en primer plano lo atinente a la subje­
tividad del orador, salvo cuando ambas cosas se reúnan. La
columna del ethos, cuando es posible identificar sus elemen­
tos con los del pathos, línea por línea, da origen a la llamada
fuerza persuasiva, por la cual no se puede menos que adhe­
rir a la acción y las palabras del otro. Se le responde acer­
cándose a él mediante respuestas que son las suyas o a las
que él adhiere a priori, antes de toda confrontación o, sim­
plemente, de todo diálogo. Si la preservación de los bienes fí­
sicos tiene valor de norma moral y política, como en lo que
atañe a los derechos del hombre (no se puede torturar, ma­
tar, etc.), la argumentación resultante gozará de una fuerza
de convicción tan grande que nadie podrá oponerse durante
mucho tiempo a esos argumentos. Y otro tanto en cuanto a
la salvación o la esperanza universales prometidas al próji­
mo (Jesús, Buda), pues todo el género humano puede bene­
ficiarse de ellas, y no solamente una casta de fieles. Lo bello
es un valor asimismo eminente: la belleza se cultiva, es
valorizada, preservada, cuando se encarna en obras de arte,
y el simple hecho de proponerla al otro para que sea parte de
sus fines, los fines de una persona, de toda persona, él in­
cluido, constituye un argumento en extremo poderoso.
Cuando la reflexión se apodera del mecanismo de los va­
lores, cuando el valor mismo se ve valorizado, cuando cier­
tos valores son considerados desvalorizadores, cuando se in­
voca la inquietud de estar unos y otros en comunión, o cuan­
do hasta se prefiere la oposición, se está de lleno en la argu­
mentación reflexiva. Esto es lo que resume la cuarta línea,
en la que convergen lo individual y lo colectivo. La identidad
es en sí un valor que puede ser positivo, porque puede forta­
lecer al grupo, pero también puede excluir, como cuando se
deja de tener en cuenta el pathos, la identidad en la diferen­
cia. Se trata, entonces, de un conjunto de valores que son de­
rivados sobre el grupo, la comunidad, los fieles, los miem­
bros del partido, etc. Son valores que le confieren un ethos al

231
orador, un aura que viene de lo colectivo, de su valorización,
de lo que reúne, pero que también puede separar y rechazar,
especialmente a los que no participan de la identidad pro­
puesta y sus criterios. Ahora bien, por sí misma, la identi­
dad, y por lo tanto el acuerdo, la identidad considerada des­
de el punto de vista formal, es un valor. Nos reencontramos
a nosotros mismos en quien la defiende, porque, precisa­
m ente, estam os en la m ism a posición que él respecto de
ciertos seres a los que valorizamos.
La identidad es a la vez el lugar de lo colectivo (la identi­
dad del grupo) y del individuo (que yo soy). Es también lo re-
lacional expresado de la manera más formal que se pueda
concebir. Es el momento bisagra de la deliberación con uno
mismo acerca de esta relación individuo-grupo (aspecto ver­
tical del cuadro), que alimenta al sí mismo. Identidad, nego­
ciación y diferencia: se trata de la retórica en el sentido vi-
vencial y reflexivo del término y, por lo tanto, de la relación
intersubjetiva en lo que tiene de retórica y de conflictiva. La
identidad y la diferencia expresan exactamente la forma de
la que están revestidas las relaciones con el otro.
De la identidad a la autoridad no hay más que un paso,
incluso una línea. En términos de ethos, este paso lo da el
estatus social, que procura autoridad y pericia. Se trata del
lugar efectivo de cada cual en la sociedad, con marcas dis­
tintivas que denotan el estatus: un elegante despacho para
el director, galones bien visibles para el oficial, uniformes
para el sacerdote o el jefe de servicio del hospital (el guarda­
polvo blanco es equiparable a la sotana negra), no hacen si­
no evocar la jerarquía y la autoridad de las que cada quien
goza en el puesto que ocupa. Este estatus debe guardar co­
rrespondencia con cierto poder, pues de lo contrario hay
posibilidad de desacuerdo y enfrentamiento. Y si cabe la po­
sibilidad, siempre es preferible, para anular el efecto nega­
tivo del estatus, reasegurar al otro acerca de su poder y su
propia potencia. El apretón de manos del Rey o del Presi­
dente a un subalterno, la sonrisa y las escuetas palabras
que lo acompañan, son sumamente valorizadores para el
otro, quien se agranda como si fuera más alto de lo que es.
De todos modos, y en términos generales, el poder de los otros
—con frecuencia, harto real— será fuente de tensiones con
la estatura que cada cual imagina tener, para descubrir fi­
nalmente que no es sino un coloso con pies de barro.

232
Del estatus a los derechos, lo que ese estatus garantiza
es toda la distancia que media entre lo que uno piensa que
es y las exigencias personales. Cuanto más universal es un
derecho, más obliga a los demás en relación con nosotros, al
mismo tiempo que nos une a ellos. Un deber nunca es otra
cosa que la obligación de respetar nuestros derechos. Ahora
bien, para que esto traiga aparejada la persuasión, es preci­
so que sea compartido y verdaderamente recíproco, pues de
lo contrario seguirá tratándose del poder puro y simple. De­
seos, virtudes y opiniones, al tiempo que van pautando la
individualización creciente del ethos, son valores que valen
sólo en la medida en que el individuo prevalezca en su sin­
gularidad. Finalmente, los hechos nos convencen sólo cuan­
do están insertos en argumentaciones que no afectan a los
valores colectivos y personales de los seres humanos: si los
afectaran, muy a menudo negaríamos su carácter de h e­
chos. En sí, el hecho es retóricamente mudo y, como todo,
puede ser rebatido. Basta con redefinirlo para que pierda
toda su fuerza de argumento científico. En cuanto a nues­
tras opiniones, son indiscutiblemente respetables, pero sólo
constituyen valores que suprimen la distancia cuando, pri­
mero, se plantea en el otro una cuestión, y segundo, dichas
opiniones confirman la respuesta respectiva que el otro ya
tiene o que ellas le aportan.
Cuanto más se desciende en la columna de la individua­
lidad, más se deben proponer los argumentos abstractos y
generales necesarios para que el otro se reconozca en ellos y
pueda ser conquistado, pues él está, por naturaleza, afuera
en cuanto individuo diferente, otro. Lo concreto sería dema­
siado personal, demasiado exclusivo. Por otra parte, suele
observarse que los individuos acaban por arremeter contra
la lógica, contra la manera de pensar, de clasificar, de deno­
minar, utilizada por el otro. El recurso a los valores abstrac­
tos, sociales y hasta universales permite definir un campo
de entendimiento. «Obsérvese que, la mayoría de las veces,
la disputa se interrumpe en la convergencia acerca de un
principio superior común».1 La distancia es mayor cuando
se discute sobre las opiniones, las virtudes o los deseos de
cada cual. Si bien respetarlos es un valor, invocarlos no es,

1L. Boltanski y L. Thévenot, De la justification, Gallimard, 1991, pág.


49.

233
por fuerza, un buen argumento, salvo que nos sirvamos de
ellos precisamente para abolir la distancia, la diferencia
que separa a los individuos. Esto implica acercarse al otro,
tener en cuenta lo que él es, lo que espera y desea o, simple­
mente, lo que lo inquieta y preocupa, y lo que él aguarda ex­
presamente como respuesta. Según se ha dicho y repetido,
esto significa que la semántica del ethos se confunde con la
del pathos, se ajusta a ella, como en la expresión «Mi dere­
cho es tu deber» (y recíprocamente). «Mi deseo corresponde
a tu demanda» y, a la inversa, «Mi opinión es la tuya», etc.
Empero, si mi opinión plantea cuestiones, como lo muestra
el cuadro en la columna del pathos, o si mi deseo no respon­
de a tu demanda, «yo» y «tú» no pueden concordar. Se abre, o
permanece irreductible, una distancia. Y cuanto más se
desciende en el cuadro, más probable es este desacuerdo
(salvo que lo imponga una disminución correspondiente de
la distancia social entre los protagonistas), que sólo es po­
sible tratar con la circulación social generalizada o media­
ciones que vuelven legítimas esas diferencias. Ahora bien,
dicha circulación debe ser legitimada por la valorización de
los principios democráticos que fundan el derecho de cada
cual a ocupar un puesto por su idoneidad (y, sobre todo, a
obrar de tal forma que esto sea efectivo).
La lectura del cuadro permite observar un proceso de
individualización creciente y, como correlato, la apertura de
un surco entre los individuos, que sólo puede ser compensa­
do por un mayor esfuerzo de legitimación. Los valores co­
m unes del grupo como tal propician cada vez más la bús­
queda individual de bienes, búsqueda que va a favorecer el
respeto de la salud, de la edad y de todo cuanto conviene fi­
nalmente al cuerpo, lo cual contribuirá a la formación de un
acervo de argumentos muy poderosos para convencer al
otro. Tfenemos aquí valores que reúnen a los individuos y en
los cuales se asienta la fuerza de convicción del orador; pero
lo mtfemo sucede con la riqueza y los honores, siempre tenta­
dores para los miembros de un grupo humano. Una vez ob­
tenidos, estos bienes, que son —tanto en el sentido literal
como en el figurado— valores a compartir, funcionan como
normas o se encarnan en normas que alimentan el afán de
justicia o de honores.
En síntesis, cuanto más se desciende en el cuadro, más
se individualizan los valores. La columna del ethos traduce

234
la posibilidad de una conflictividad creciente del individuo
consigo mismo —en lo que se llama «conciencia deliberan­
te»— o con los demás. La abstracción y los principios gene­
rales permiten superar el conflicto orientándolo hacia valo­
res de alcance más vasto. Gracias a ellos, el sujeto puede
deliberar más fácilmente consigo mismo y decidir, ya sea
entre sus deseos y sus opiniones, su identidad comunitaria
y su identidad subjetiva, entre sus derechos y la limitación
de estos en un momento dado, sustentándose para ello en
ciertas cualidades morales (las virtudes), aunque a veces
esto sea «puramente retórico». Tenemos a veces derecho a
hacer ciertas cosas, lo cual no está necesariamente «bien».
La columna del pathos pone en evidencia la posibilidad
de una conflictividad creciente a causa de las alternativas
contradictorias propias de cada entrada. Para tomar sólo el
ejemplo de las pasiones, estas son discordantes, como el
amor y el odio, o incluso —otro ejemplo— las cuestiones,
que son en sí mismas alternativas. Esto es menos probable
si se sube por la columna.
Vayamos a los fines. Se trata de argumentos poderosos,
de valores que ganan adhesión con facilidad. En el caso del
ethos, si se habla de religión, de salvación, de lo bello y del
bien que resultarán de esto o de aquello, o que se verán ame­
nazados si no se hace esto o aquello, el orador quedará fácil­
mente al mismo nivel que su auditorio. Si se los hace acor­
dar con el bienestar (logos) o con el interés de los otros (es
decir, el auditorio, el pathos), pasan a movilizarse valores
fuertes que reúnen naturalmente a los miembros del grupo.
Se encuentran en este estadio el placer y lo placentero ver­
sus lo útil, y por último lo universal. Podríamos resumir es­
ta tercera línea del cuadro hablando del valor del valor, co­
mo si este se fundara por sí mismo en un principio de placer,
utilidad y solidaridad, mientras que su puesta en valor co­
rresponde a la línea siguiente, donde aparecen la identidad,
la negociación y la diferencia. La retorización de los valores
es resultado de la formación de subgrupos en el interior de
los conjuntos, sean nacionales o simplemente sociales. Esto
es fruto de la diferenciación. La creación de sistemas en el
interior de la sociedad, al igual que los pliegues comunita­
rios, plantean las cuestiones de la identidad y la diferencia.
La retórica se instituye en este estadio como relación con
uno mismo y con los demás, relación que, tras haber sido

235
preindividualista (o posindividualista, en el pliegue comu­
nitario), se hará plenamente individualista en un estadio
ulterior de la evolución histórica.
A los miembros de los grupos se les asigna un lugar de
acuerdo con (1) el papel que cumplen en el grupo, (2) la si­
tuación relativa del grupo en la sociedad y (3) las ventajas
que obtienen de esa situación. La denominación para (1) es
el poder, es decir, la posición relativa respecto de los demás
miembros del grupo {pathos); para (2), el estatus, que especi­
fica el papel y la imagen que se tiene de sí mismo (ethos), y,
finalmente, para (3), la renta, que es la recompensa por esta
posición relativa en la sociedad. Se puede tener un estatus
elevado y pocas rentas (el cura, el escritor, etc.), un poder
importante sobre los otros y poco estatus (el hombre que en
la ventanilla del correo debe entregarnos ese documento
que nos resulta indispensable, y nos hace esperar), una
gran renta y mínimo estatus (el carnicero que se hizo rico,
por ejemplo). Así pues, el estatus proporciona influencia so­
bre otros individuos de grupos diferentes: prestamos oídos a
las opiniones de una estrella de cine o a las de un gran de­
portista porque su éxito personal les ha conferido un esta­
tus importante.
La línea siguiente consagra los derechos de la persona,
los derechos del hombre que han trascendido al estatus: la
libertad como valor primero promovido por el ethos, con el
poder que tiene sobre las cosas, la naturaleza y los bienes en
un logos que lo justifica. Por último, están los deberes hacia
los demás, en materia de pathos. El hombre, al individuali­
zarse respecto del grupo, adquiere derechos, libertades,
capacidad de dominio económico (o de subordinación), y
contrae deberes que forman la trama de sus obligaciones
para con el prójimo. En el plano de los derechos, los poderes
y los deberes, lo llamativo es que cada uno de estos concep­
tos puede ser empleado en el lugar de los otros dos. Un dere­
cho Cs un poder y traduce el deber que tengo respecto del
otro, el cual tiene un poder a causa de sus derechos propios.
El derecho obliga como un deber y autoriza como un poder.
Se comprenderá que, dada tal función armonizadora del de­
recho, del poder sobre las cosas y luego sobre los seres, de
sus deberes, que son igualmente los míos, haya una interpe­
netración de las esferas jurídica, económica (los intereses) y
política (la jerarquía). Los valores contemporáneos se asien­

236
tan sobre esta interpenetración, que se alimenta de las tres
esferas y vuelve tan preeminentes el derecho, el interés y el
sentido del grupo en el que cada cual se sitúa jerárquica­
mente. Derecho, economía y política desempeñan este papel
porque ofrecen respuestas, aun cuando generen también
problemas. En otro tiempo, las pasiones eran asociadas a
estos tres elementos: los honores (que corresponden a un de­
recho estatutario vinculado a una función), la riqueza y el
poder, prueba de que su regulación se imponía al mismo
tiempo que se las reconocía como motivaciones legítimas.
Al aumentar su individualización, el hombre instituirá
como valores cada vez más esenciales sus deseos, sus nece­
sidades, que hay que valorizar y satisfacer (Marx: «A cada
cual según sus necesidades»), y el criterio de utilidad se im­
pondrá como exigencia política que los otros demandarán
respetar. Detrás de la utilidad se halla enjuego el conjunto
de las demandas afectivas y racionales: al estar la demanda
dirigida al otro, reencontramos la voluntad de expresar
nuestra diferencia y de verla reconocer como válida por sí
misma. La utilidad es, entonces, la demanda conceptualiza-
da en términos de esfuerzos proyectados sobre el otro, sobre
lo que este puede aportamos.
Vienen después las virtudes personales, el trabajo y la
proximidad emocional con los demás (compasión, caridad,
fraternidad). Son valores que, sin suprimir la distancia, la
miden y pueden compensarla. La última línea es quizá la
que mejor traduce los valores argumentativos, por los cua­
les la distancia entre los individuos, sin desaparecer, puede
desdibujarse en provecho de la convicción personal; y ello,
precisamente gracias a las opiniones subjetivas, al apoyo en
los hechos (de donde proviene el valor argumentativo de lo
científico) y a la consideración de las cuestiones que preocu­
pan al prójimo. He aquí valores de reenlazamiento retórico.
Se respetan las cuestiones que plantean los otros, se acep­
tan los hechos y se toman en cuenta las opiniones de todos,
aun cuando para uno mismo lo más importante no sea for­
zosamente lo que más cuenta para los demás. Ahora bien,
en esta última línea hay algo más que lo que parece. A me­
dida que la individualidad y la problematicidad aumentan,
el papel de la argumentación se torna más decisivo. Los sig­
nos y la apelación a las causas de los que se nutren los argu­
mentos apoyados en los hechos remiten a alternativas po­

237
sibles en las que la realidad misma se vuelve cuestión. Las
ciencias trabajan cada vez más con probabilidades y, por lo
tanto, con signos, con indicios, más que con certezas abso­
lutas. Cuando los médicos afirman, en la actualidad, que el
perímetro abdominal de los hombres no debe superar los
100 centímetros, ¿hay en esto un signo de que, en caso de
que los supere, esos hombres están expuestos a un peligro
cardiovascular? ¿O bien se trata de una causa por la cual
existe el riesgo de sufrir ese accidente? Una causalidad fuer­
te se verifica sólo cuando se argumentan cuestiones que las
respuestas ofrecidas pueden resolver, en cuyo caso se deja a
las otras teorías —menos fuertes— el cuidado de detenerse
en ciertos factores sin advertir que, al referirlos a otras cau­
sas, se está re enlazando lo que parece carecer de nexos pero
sin embargo los tiene. Se explicará mucho mejor la Revolu­
ción Francesa cuando los esquemas utilizados para ello se
apliquen a otros fenómenos revolucionarios de los que dicha
Revolución, en cuanto revolución, precisamente, es sólo un
caso entre otros. Todo el debate entre Tocqueville y Marx,
reanimado por Fran?ois Furet en Penser la Revolution fran-
qaise, se resuelve si se adopta este criterio. Centralización
del Estado o lucha de clases, o ambas cosas, la revolución se
aclara por lo que ocurre en Rusia, en China, en Inglaterra o
en Roma, y entonces la oposición de las dos tesis pasa a ser
sólo complementariedad, lo cual no merece menos ser ar­
gumentado.
La problematicidad de una cuestión, cuando surge, se
expone a ser mayor aún si se vincula a problemas colectivos
de cohesión social, lo cual certifica que nos situamos en la
parte superior del cuadro, en tanto que la distancia inter­
subjetiva (lo que se da en llamar «las diferencias») tiende a
increm entarse a m edida que se desciende por él. Como
contrapartida, estas cuestiones primeras tienen menos pro­
babilidades de surgir, precisamente, a causa de su validez
colectiva, pues su retórica propia apunta, en cada oportuni­
dad, a confirmarla. En cambio, las cuestiones individuales,
al ser subjetivas, son más difíciles de resolver, pues los con­
flictos tienden a hacerse más violentos, y en todo caso los
litigios que resultan de ellos tienden a ser más numerosos.
Como mínimo, hay odios pasionales entre personas que no
se aprueban ni se reconocen, situaciones en las cuales es
m ás necesario convencer. Hoy en día, cada cual está inmer­

238
so en cuestiones altam ente problemáticas y en otras más
superficiales pero que pueden impactar más a los indivi­
duos. De todas formas, la distancia entre ellos es más gran­
de, por cuanto lo colectivo está menos compartido o es me­
nos decisivo en nuestras existencias individuales. Por su­
puesto, las cuestiones que se plantean sólo son más perso­
nales en apariencia. La igualación de las condiciones, pro­
ducto de la evolución histórica, vuelve m ás resolutoria la
mediación por lo retórico, mediación a su vez más necesaria
—individualismo obliga— para compensar el riesgo de con-
flictividad incrementada que la retórica apunta a anular.
Por ejemplo, la eutanasia, referida a la cuestión de la vida,
será fuente de debates individuales hoy más tormentosos,
aunque vayan más allá de las opiniones o los deseos pura­
mente subjetivos.

6. La inscripción de los valores


en las esferas del sistema social
La lectura del cuadro según su eje vertical es reveladora
del creciente lugar de la individualidad en lo social, así como
de los valores que la caracterizan. La relación entre lo colec­
tivo y lo individual es fuente de conflictos internos, pero tam­
bién de aspiraciones que cada cual sustenta. Esta tensión
entre lo colectivo y lo individual traduce la distancia que se
abre entre los hombres, entre los hombres y el poder, entre
los hombres consigo mismos. Dicha tensión refuerza igual­
mente en estos su necesidad de pertenencia, su voluntad de
laborar para los otros y con ellos, a menudo para asegurarse
el reconocimiento y la autoestima, cada vez más difíciles de
obtener en la sociedad democrática de m asas. El hacer
reemplaza al ser, lo cual explica la necesidad de garantizar
este último con derechos intangibles y mínimos, indepen­
dientes de la posición social y de las funciones que se hayan
adquirido en el seno de un grupo cualquiera. Lo opuesto a la
diferenciación en esferas de actividad y roles particulares es
el valor de universalidad. Este último alimenta los debates
actuales acerca de las normas y del derecho (Habermas),
surgidos de la descripción del sistema social por Talcott Par-
sons, después de Durkheim y Weber. En este sistema, los

239
valores cumplen la misión fundamental de instalar pasare­
las entre esferas de actividad como el derecho, la economía,
la política o la religión. Los valores dan cuenta de la acción
individual en calidad de motivaciones implícitas, a veces
inconscientes, pero siem pre activas. Con la Historia, las
esferas de la actividad social se autonomizan hasta el punto
de entrar en conflicto unas con otras. Marx, por ejemplo, ex­
plicaba las revoluciones por el conflicto entre lo económico y
lo social, y subrayaba el carácter inaceptable del desfase pa­
ra los productores de riqueza cuando se los excluye del po­
der y se los priva de todo papel social predominante, como
ocurrió con la burguesía en la época de la Revolución Fran­
cesa. Después de él, otros teóricos, como Gino Germani, vie­
ron en el fascismo una reacción violenta de los sectores más
postergados, pero socialmente poderosos, al sentirse supe­
rados por esferas económicas más dinámicas aunque, en
general, políticamente débiles. Los ejemplos más conocidos
son los de las sociedades en que hay sectores desfasados en­
tre sí, sean más modernos o retrasados, tal como se vio en la
América Latina de las dictaduras militares o en la Italia de
Mussolini. Poco importa que adhiramos o no a este tipo de
análisis. Lo que cuenta es advertir que es un hecho la auto-
nomización de las esferas de actividad y de los valores vin­
culados a ellas. Unas y otros no están forzosamente comuni­
cados (Habermas), y las disfunciones e incluso los conflictos
son inevitables, por más que quepa preguntarse si la radica-
lización de tales conflictos produce efectivamente revolucio­
nes, sean de izquierda o de derecha. Una cosa es segura: pa­
ra que la sociedad funcione como un todo es preciso que sur­
jan pasarelas entre los valores que expresan aquello que re­
sulta esencial en las diferentes esferas de actividad social.
La mediación exige medios y mediadores, y este ha sido
siem pre el papel de los intelectuales. Dichos mediadores
fueron variando a lo largo de la Historia: del mago al sacer­
dote? del filósofo al experto y al periodista, la imagen que ha­
bía que transmitir les exigió adaptarse, sin que sepamos
bien si fueron los medios los que los condicionaron para que
fuesen lo que son, o si ellos mismos formatearon a los m e­
dios para la misión que se les asignaba, redefinida en cada
estadio de la diferenciación social. En cualquier caso, estos
mediadores tienen que reflejar una imagen tanto más glo­
bal cuanto que la sociedad se toma más compleja y se rami­

240
fica en esferas cada vez más autónomas unas de otras. Ello
las vuelve tanto más frágiles cuanto que se cierran sobre sí
mismas, a la vez que se hacen menos independientes unas
de las otras. El político, por ejemplo, se volvió menos repre­
sentativo que nunca, mientras que la democracia se ha ex­
tendido a esferas no políticas. El hecho de que el periodista,
y particularmente la televisión, monopolicen la función me­
diática repartiéndose la intelectualidad denominada «críti­
ca» y la transparencia que suprime el cierre de las esferas se
debe, precisamente, a la multiplicación de estas últimas en
actividades a menudo muy distintas, de valor similar.
¿Cuál es el mecanismo que preside la constitución de es­
tas esferas y luego su diferenciación? Hemos hablado del de­
recho, de la religión, de la economía, de la política, de la esfe­
ra privada o personal (corporal al comienzo). Esto es indu­
dable, pero, ¿hay alguna racionalidad que permita clasificar
estas esferas de manera adecuada?
Al principio, en las sociedades no históricas, donde reina
la identidad fuerte, la retórica procede de esta misma iden­
tidad fuerte. Las cuestiones son poco problemáticas, y las
respuestas, convencionales, apuntan más bien a resguar­
dar la identidad del grupo y la de cada cual en el interior de
este. Hay, sin duda, ethos, pathos y logos, pero no dan lugar
a esferas muy diferenciadas. El mediador, que es el chamán,
aspira a importar —a través de los ritos— la diferencia divi­
na hacia la identidad comunitaria que ella asegura. La reli­
gión es cosmológica, y la retórica sirve para mediatizar las
diferencias en el interior de la tribu. Sólo con la diferen­
ciación creciente, ínsita a la aceleración de la Historia, ha­
brá esferas propias (1) del ethos, el derecho, las normas,
dictados por el sacerdote; (2) del logos, que regula los asun­
tos de este mundo y que se encarna en la economía, y (3) del
pathos, que rige la relación con el prójimo, la esfera pública
de la política. Antes de autonomizarse, la economía corres­
pondía a la administración de la casa (oikos), y antes de di­
ferenciarse como esfera propia, el ethos, que no estaba re­
servado al derecho (coincidente con el poder y, por lo tanto,
con la política) como ahora, se prolongaba más bien en la re­
ligión, que se encarnaría como esperanza y como promesa
de salvación, más que como explicación del orden de las co­
sas. Es así como el derecho, la economía y la política se auto-
nomizaron tardíam ente en la historia de la humanidad;

241
ahora bien, puesto que lo que nos está ocupando es lo que
sucede hoy, aceptemos la realidad factual de estas! esferas
propias.
Sin embargo, se perfila enfrente una cuarta esfera: la del
individuo que integra esas normas, las interioriza y las apren­
de. Este aprendizaje constituye un capital simbólico, social,
cultural, como habría dicho Bourdieu. Gracias a este ca­
pital, los individuos pueden penetrar más o menos cómoda­
mente en esas tres esferas, conocer sus códigos y prácticas,
sus ritos y argumentos, y, por lo tanto, adquirir en ellas es­
tatus, renta y poder. Hay valores del sí mismo (que no es el
Yo [Moi] -individuo) y una moral fundada en el respeto de los
derechos del hombre, pero hay también valores centrados
en el mundo. La moral asociada pone de relieve el uso de los
bienes de este mundo (pensamos en el utilitarismo, caro a
los anglosajones), y, por último, hay valores que se asientan
sobre los deberes hacia el prójimo —sus poderes, en suma—.
La moral asociada es la de Kant, cuya palabra clave es el
deber, el imperativo categórico. No cabe ninguna duda de
que la educación escolar, respecto de la cual se pretende que
sea la misma para todos, tiene por principal objetivo limar
las diferencias sociales a través de una cultura de base co­
mún a todos. Gracias a esta cultura, los individuos circulan
por las distintas esferas de actividad tal como se las descri­
be en los cuadros 15 y 16 (insertados un poco más adelante);
si esta cultura llega a faltarles, tienden a quedar excluidos y
a oponerse entre sí, y también a verse dominados por lo ex­
traño de unas esferas en las que sólo penetran con dificul­
tad. Estas se hallan en manos de los técnicos, y ellos no lo
son, todo lo cual constituye la base de lo que recibe el nom­
bre de exclusión social.
¿Qué sucede en cada una de las esferas de actividad? ¿A
qué llamamos exactamente su «autonomía»? Se lo ve a las
claras con la religión: esta comienza por ser un logos, un dis-
curso*sobre el orden del mundo y el cosmos, sobre lo que de­
be ocurrir, sobre lo que es justo, y por ende sobre lo injusto,
para terminar encarnándose en lo que cada uno puede espe­
rar finalmente para sí mismo. Se pasa así del logos al p a ­
thos, del pathos al ethos, y cuando hay que cumplir demasia­
dos ritos (pathos) se observa un movimiento de balancín ha­
cia la interioridad (ethos), lo cual corresponde, por ejemplo
en el cristianismo, a la Reforma. La Contrarreforma de los

242
jesuítas pondrá el acento entonces en el pathos, y esto es lo
que se advierte, por ejemplo, en las iglesias barrocas, en las
que se exaltan pasiones y sentimientos, la ornamentación
retórica y la apelación a lo sensible, que va del temor al
éxtasis, con el fin de motivar al creyente para que no ceda a
la ascesis del espíritu pregonada por el intelectualism o
depurado del protestantismo.
U na esfera que se autonomiza se apodera, pues, por
turno, del ethos, del pathos y del logos. También será este el
caso del derecho. Asimilado al ejercicio del poder, indisocia-
ble de la política y hasta de lo religioso, el derecho se fue ha­
ciendo poco a poco «civil», con su protección de los derechos
(primero del soberano y luego de la sociedad en general) y su
delimitación de las obligaciones; además, se ha contractua-
lizado en forma creciente y, junto con ello, se revela cada vez
más formal y más sujeto a procedimientos. Del pathos se pa­
só al ethos, antes de que el logos se apoderara de ellos al de­
finir normas válidas para todos, normas de las que habrá
que poder deducir lo que es posible hacer en cada circuns­
tancia.
Las esferas de actividad que van a surgir así en la mo­
derna sociedad democrática2 son el derecho, la economía y
la política.
A las tres esferas del ethos, el pathos y el logos les corres­
ponden el derecho, que garantiza la identidad del sí mismo
(o sea, de los seres que pueden decir «Yo»); la política, que
rige las oposiciones, las pasiones, las luchas con el prójimo y,
por lo tanto, el marco común del vivir-juntos; la economía,
que diseña nuestras relaciones con las cosas y con las profe­
siones que permiten obtener de ellas una renta. Se trata de
esquemas cooperativos y articulados que estructuran el sis­
tema social y, en consecuencia, la vida del grupo. Con la ace­
leración de la Historia, el individualismo se profundiza, los
seres se oponen más, argumentan para tener razón, discu­
ten para seducir, para convencer, para prevalecer sobre los
otros. El derecho se autonomiza, estructura las diferencias,
las situaciones: aquí los derechos de unos, allí los deberes de
los otros. Todo se diferencia y se jerarquiza. En caso de con­

2 En la Edad Media, religión y derecho se repartían el campo de lo polí­


tico a través de la despiadada lucha que libraban el poder temporal y el po­
der espiritual. Véase H. J. Berman, Law and Revolution. The Formation
ofthe Western Legal Tradition, Harvard, 1983.

243
flicto se acude al tercero, que simboliza la jerarquía jurídica.
Quien decide y condena es el juez. En política, la jerarquía
se hace burocrática, las luchas se juegan en la confronta­
ción. Aquí, el juez será finalmente el elector. Y por último, en
economía, la competencia no es menos ardua, la jerarquía
se afirma en las diferencias de ingresos y de posición social.
El juez, aquí, es el mercado, el consumidor.

Cuadro 15. Esferas de valores (que se autonomizan por captación


del ethos, el pathos y el logosj.

religión

|economía |

*1 I política"!

articulaciones formales individuo/grupo e individuo/individuo


identidad, negociación y diferencia en términos sociológicos:

_ esfera de lo social identidad —estatus^


negociación = rental de cada uno
diferencia = poder j

| derecho |

psicología
moral y existencia
creencias y saberes

Es evidente que las diferencias, al increm entarse, no


pueden menos que abrir surcos más amplios entre los indi­
viduos, salvo que se implemente un mecanismo compensa­
torio capaz de llenarlos. Las jerarquías materializan las di­
ferencias en la sociedad, y sin una circulación social fuerte,
basada en la igualdad de posibilidades y, por lo tanto, en la
idoneidad, no cabe ninguna esperanza de ser como el otro.
El derecho debe proteger los derechos de cada uno, así como
la economía debe asegurar la elevación social, y la política,
organizar las jerarquías y el poder.
La misión del derecho es suprimir la distancia social en­
tre los individuos por medio de las normas, así como, al
tiempo que se resguardan sus diferencias, permitir que ellos
las ejerzan. La economía desempeña este mismo papel de
dism inución de la distancia, al posibilitar que cada cual

244
compre y consuma. Tales diferencias quedan así reducidas,
facilitando la posesión de bienes y, en consecuencia, la ad­
quisición y práctica de un oficio y el desempeño de funciones
que hagan posible dicha posesión. Se trata de un derecho
para todos, sustentado en el derecho de trabajar. Por últi­
mo, la política es el lugar en el que, si estos derechos u otros
no son puestos en vigencia, el juego de diferencias hallará
de un modo u otro su expresión y solución. La expresión so­
cial del derecho, de la economía y de la política es el punto de
encuentro de lo individual y lo colectivo. Este encuentro se
encarna en el estatus individual (de la función), las rentas
que el sujeto obtiene de él o del capital anterior, heredado o
acumulado, y del poder del que disfruta en función de su je­
rarquía. En sentido amplio, derecho, economía y política re­
presentan aquello que puede anular la confrontación ethos-
pathos y permitir la identidad de valores al servicio de am­
biciones colectivas, aunque no necesariamente comunes.

Cuadro 16. Elementos básicos del sistema social contemporáneo


(individualismo).

Cuanto menos puedan la economía, el derecho y la polí­


tica retorizar los problemas en calidad de funciones adquiri­
das y compartidas, más serán objeto a su vez de lucha y con­
frontación, y más estarán al servicio de la oposición entre
individuos, e incluso entre individuos reunidos en grupos.
El derecho, tanto como la economía —y esta, tanto como la
política—, pasará a ser el envite de rivalidades y divisiones,
el campo cerrado de las pasiones y los deseos, de la moral re­
ducida a fines personales que no encuentran su reaseguro

245
en el otro, sino su resolución en la victoria, sea judicial, polí­
tica o económica. Así pues, para recuperar una «armonía de
las esferas» es preciso implementar la circulación social, en
la cual cada uno pueda ser el otro aun a riesgo de cederle su
lugar.
E sta igualación democrática tiene como contrapartida
positiva la necesidad de negociar con otro que es uno mismo
y de quien, sin embargo, es preciso distinguirse. Esto entra­
ña para cada cual, por el hecho de estar implicado en esas
tres esferas de valores, el deber de agradar y seducir, con­
vencer y presentar también una buena imagen. Sin esta cir­
culación social que hace revivir la identidad a través del de­
recho de cada cual a ver recompensada política y económica­
mente su idoneidad, el derecho, la política y la economía se­
rán, antes que reguladores de la vida social, fuente de vio­
lentos conflictos. Siempre son los tres, en alguna medida,
ambas cosas, instrumentos de los individuos y de las nor­
mas que se aplican a ellos; pero la proporción tiene aquí im­
portancia.
El individuo se inserta en la vida económica con sus ne­
cesidades y sus capacidades profesionales. Las diferencias
que debe vencer se materializan en el estatus, la renta y el
poder. Este individuo procura tener un estatus (más) im­
portante, que le asegure una buena imagen y un reconoci­
m iento social por las funciones que ocupa legítimamente
(ser presidente, jefe, rector, ministro, etc., con los derechos
correspondientes). Busca aumentar su renta gracias a su
actividad, y actuará políticamente para mejorar su suerte
con relación a los dem ás y sobre ellos. E sta libertad de
actuar en lo colectivo y a veces por lo colectivo, en todo caso
sobre él, es la manera moderna que tiene el individuo de
vincularse socialmente con los otros. Ser más, tener más,
ser mejor reconocido por aquellos con quienes se trabaja.
Estos tres parámetros definen la circulación social, es decir,
la posibilidad de superar las diferencias. Dar pruebas de
idoneidad es estar en condiciones de mostrarlo a los otros,
que nos permiten subir los escalones de la sociedad. Empe­
ro, el sistema social debe también proteger a los individuos
en cuanto a la posibilidad de realizar sus deseos frente a la
determinación contradictoria de los otros. El derecho es, a la
vez, garantía de individualidad y norma obligatoria para to­
dos. En las leyes y en los reglamentos se ejerce el doble jue­

246
go de las normas de acción y de las obligaciones impuestas a
cada cual. La política es el lugar en el que las exigencias y
las demandas se expresan colectivamente. Ahora bien, una
vez más, sin movilidad social el sistema político se agarrota­
ría, se cerraría sobre sí mismo, pues los hombres de poder se
elegirían unos a otros sin representar aun a sus mandantes.
Este corte y este cierre aislarían al sistema político del resto
del sistema social, y al hacerlo crearían un desequilibrio con
relación al conjunto. Los valores jurídicos, políticos y eco­
nómicos o profesionales deben permitir que cada cual goce
de una efectiva movilidad social (el derecho debe garantizar
la igualdad de trato y de oportunidades), y definir esferas de
actividad en las que reine igualmente la movilidad —desde
el interior, podríamos decir—. El estatus, la renta y el poder
deben variar con la idoneidad, y permitir que la eficacia se
traduzca en una accesibilidad y una rotación de los miem­
bros que también sean efectivas. Si no es así, el sistema se
bloquea y genera violencia, primero individual y luego co­
lectiva. Las esferas de valor, que se sustentan en los dere­
chos y los deberes, en las necesidades, las demandas y los
deseos, en los poderes y la eficacia, autorizan a evaluar esa
circulación social y el papel que desempeña en ella la idonei­
dad de cada uno para acceder a los puestos, incluso los más
importantes. Las profesiones, en las que se juega ese ascen­
so social, deben estar jurídicamente legisladas y política­
mente reguladas; esto significa que el derecho debe garanti­
zar la identidad de cada individuo, y la política, las diferen­
cias respectivas. Es verdad que la individualidad tiene su
esfera privada, pero, en cuanto esfera de acción en el seno
del grupo, está sometida a normas y restricciones, así como
a las posibilidades económicas y políticas que permiten su­
perar las situaciones fijadas a priori. Sin esta circulación so­
cial ascensional, sin la preocupación de que la condición de
este ascenso sea la idoneidad, no hay comunidad posible, y
el grupo se divide, fracciona y fractura. El derecho cristaliza
las identidades, la economía las regula, la política las expre­
sa como diferencias. Esto explica la obsesión del poder por
vencer, y del dinero por existir. Una panoplia de finalidades
fragmentadas y acosadoras, y que pretenden ser resoluto­
rias, pautará entonces las existencias individuales sin que
ya nada sustancial las unifique. Esto es quizá lo que Zyg-
munt Bauman llamó «licuefacción de la sociedad».

247
7. Los conflictos de valores
o el ethos contra el pathos
¿De dónde vienen los conflictos entre los individuos? De
desacuerdos en materia de valores, pues estos expresan el
distanciamiento entre ellos y también los posibles puntos de
acuerdo. La contradicción surge de la relación (del ethos) con
el pathos, lo cual significa que — remitiéndonos al cuadro—
un conflicto de valores está determ inado p o r una m ism a
línea horizontal. Los valores definidos por la columna del
ethos no son forzosamente intercambiables con los que ha­
llamos en la columna del pathos, y es entonces cuando hay
conflicto. Examinemos esto con más detenimiento.
Entre los más conocidos conflictos de valores, pensamos
en el que enfrentaba a Antígona con Creonte, conflicto entre
la ley del corazón y de los lazos familiares (Antígona) y la ley
civil (Creonte): la salvación contra el orden social, la vida
contra la ley. Señalemos que durante el «período axial» de
las religiones (situado entre los años 800 y 500 a.C.), cuando
aparecen Confucio, Buda o los profetas de Israel para reac­
cionar contra las religiones oficiales —que se verticalizan
m ediante la institución de sacerdocios—, se observa una
valorización de la salvación personal. Se prioriza la bús­
queda de fines individuales, opuestos en general a un orden
social poco satisfactorio. La columna del ethos se pone, por
decirlo así, en marcha.
La variación, que va de la identidad a la diferencia, es la
expresión por antonomasia de la oposición creciente, oposi­
ción entre los grupos y entre los individuos. ¿Cuál es el valor
que prevalece?: ¿el del individuo o el del grupo?, ¿el de A o el
de B?, ¿el que defiende la religión A o el que quiere encarnar
la religión B? Ya habíamos visto esto con la oposición del
ethos centrado en el sí mismo y el pathos, que es el otro. ¿El
sí mismo primero? De hecho, la gente suele razonar de ese
modo„pero los valores de alteridad son también dominan­
tes, puesto que uno es siempre el otro de otro, que puede
aportarnos algo o tomarlo de nosotros, o imponernos una
obligación. El cuerpo-sí mismo contra el cuerpo-otro, la obra
contra la acción, como diría Arendt. Mi deseo tiene el mismo
valor que el vuestro. Mis derechos son valores, la libertad es
un valor, pero la obligación que la limita también lo es. De lo
contrario reinaría la barbarie, los ciento veinte días de So-

248
doma, la selva, la exclusiva ley del más fuerte. Deseos con­
tra demandas del otro, libertad contra obligación, «ser o no
ser», en suma, un monólogo shakespeareano que resume la
deliberación (vertical) entre nuestros deseos, nuestros dere­
chos y nuestra identidad, y hasta nuestro estatus. Hable­
mos del estatus: ¿no se trata de un valor que se opone al del
poder? La imagen de sí, dice Hobbes, ¿no es lo que provoca
la reacción del otro, que quiere dominar tanto como lo quie­
ro yo, en nombre de la misma imagen de sí mismo que la que
tengo de mí? Ethos contra pathos, porque yo es otro* y, fi­
nalm ente, no lo es. Los valores reúnen, y puesto que los
otros sostienen los mismos, surgen la oposición y la lucha.
Hay que organizar la rivalidad en justa competencia. ¿Y
mis virtudes? Honestidad, sentido de la justicia, modera­
ción en las pasiones, pericia, conocimiento de los problemas,
autoridad para aportarles una respuesta, pueden oponerse
a la escucha del otro, a la compasión y a la generosidad. La
justicia rara vez es generosa. Por otra parte, no tiene que
serlo, si lo que se anhela es que los culpables no reincidan.
Los valores que unen son los que niegan la distancia, como
la generosidad, precisamente, o la compasión. Hay que po­
der entonces afrontar la ingratitud, que permite al otro re­
cuperar una diferencia propia que le ha sido arrebatada. En
una época en la que cada cual quiere creer que no le debe
nada a nadie salvo a sí mismo, es raro que los individuos
sean agradecidos: tendrían la impresión de perder una par­
te de sí mismos, de traicionarse o, simplemente, de recono­
cer una debilidad. La envidia y la ingratitud forman el Ja-
nus bifrons de la insoportable desigualdad: la desigualdad
que consagra el mérito de los otros es tan insoportable como
la que se ejerce en la generosidad que nos demuestran.
La última línea del cuadro 14 es la del valor que se obje­
tiva: las opiniones de unos, las cuestiones que se plantean
los otros, acerca de estas opiniones, por lo demás, y final­
mente los hechos valorizados como argumentos de base. La
oposición nace de las opiniones y del cuestionamiento que
generan. En nuestra sociedad, en la cual una igualación

* «Je est un autre», célebre frase del poeta Arthur Rimbaud. Se trata
aquí del pronombre personal ye», pero con carácter sustantivo, a diferen­
ciar de los «moí», también sustantivos, que aparecen en el texto. Cuando
«yo» corresponde a este empleo de «je», agregamos el término francés entre
corchetes. En algunos casos, se añade asimismo «moi». (N. de la T.)

249
creciente debilita la autoridad, se observa un doble fenóme­
no. Primero, una mayor judicialización, destinada a zanjar
conflictos cada vez más numerosos, como se observa en Es­
tados Unidos. Luego, la igualación más acentuada conduce
a relaciones crecientemente caracterizadas por la retórica y
hasta por la imagen, donde los problemas surgen, más que
del a d rem , de las relaciones intersubjetivas y de la bús­
queda de aprobación y reconocimiento mutuos. El objeto de
la retórica es la distancia entre las personas. Esta fragiliza-
ción de los seres, de su ego, encuentra su eco en la inquietud
por la transparencia política y por la sinceridad individual.
Los debates están más personalizados, pero el desafío in­
tersubjetivo, que es m ás importante, engendra también
más violencia.
Concluyamos. En este cuadro, la verticalidad es fuente
de d ilem as, mientras que la horizontalidad lo es de conflic­
tos. ¿Es posible zanjarlos? Sin remitirlos a un valor de una lí­
nea antes por lo menos, sin recurrir a lo abstracción que eli­
mina (¿ficticiamente?) las distancias, hacen falta valores de
encuentro en los que la diferencia etkos-pathos-logos deje de
operar, en los que yo \je\ sea verdaderamente otro, en los que
el derecho y el deber formen una unidad, por ejemplo. Em­
pero, esta identidad vale para todas las líneas, condición pa­
ra que no haya conflicto. En esta invención comienza real­
mente el arte del orador y la retórica se transforma en téc­
nica (Aristóteles). En síntesis, cuanto más altamente pro­
blemática es una cuestión, más potencialmente elevado es
el conflicto. Se lo desactiva restableciendo la distancia, lo
cual permite objetivar el problema (sobre todo, mediante la
resolución judicial) argumentando el pro y el contra. La vi­
da social está fundada sobre la distancia, que es preciso ne­
gociar incesantemente, en cada encuentro. A partir de ella,
cada cual exhibe su rango, su estatus, y retoriza las cuestio­
nes que pueden surgir desactivándolas a través de la forma.
La cortesía, los temas neutros, son también procedimientos
retóricos que apuntan a esta desproblematización de las re­
laciones humanas.

250
¿Cómo se negocia la distancia
entre individuos?

Negociar una distancia significa tratarla, elaborarla, re­


flexionar sobre ella activamente; significa que la relación
con el otro es objeto de toda nuestra atención. Nada es deja­
do al azar cuando lo que importa es marcar esa diferencia, y
con ese fin se pueden tomar muy diversas direcciones. Uno
puede querer expresar su diferencia, su punto de vista, o
preferir atenuarla para encontrarse mejor con el otro en su
terreno; pero también puede querer «volver a tomar distan­
cia», o en todo caso empezar a tomarla, cuando es ignorado o
criticado a causa de su diferencia propia. Todas estas estra­
tegias se basan en el efecto de distanciamiento, el cual ex­
presa la diferencia entre los individuos. La noción de distan­
ciamiento es harto elocuente, pues traduce de manera cabal
el papel del cuerpo, el aspecto físico —primera marca de dis­
tancia espacial entre las personas—. Uno tiene su espacio
propio, su «burbuja», límite infranqueable que constituye la
zona más privada de cada cual. En la gestualidad de evita­
ción o de acercamiento, de cierre o de apertura, como cuan­
do alguien tiende sus manos hacia el exterior, o sus brazos,
hay una suerte de acogida en la que se prefigura un distan­
ciamiento que se desearía anular, pero que, de ser ello posi­
ble, se puede querer reforzar. Los gestos, las posturas, las
mímicas, la entonación son asimismo marcadores de la dis­
tancia. Ninguno de los interlocutores se engaña a su respec­
to: la gestión del cuerpo en el espacio es la marca primera de
la afirmación de la distancia, sea la que fuere, y con excep­
ción del amor físico (donde, en principio, cierta forma de dis­
tancia es libremente anulada aunque, incluso en este caso,
ella sea el objeto de la relación) o de la violencia (donde la
anulación de la distancia no es consentida), uno está siem ­
pre en la distancia con los otros.
Finalm ente, negociar la distancia es hacer valer cada
uno su diferencia y defender la legitimidad de lo que cada

251
cual es, o sea, la distancia social que con frecuencia encar­
namos a priori. Negociar la distancia, a menudo más social
que física (esta se h alla garantizada jurídicam ente), es
hacer aceptar la legitimidad del propio punto de vista, de
aquello por lo cual uno está donde está, tanto como hacer
valer lo que uno dice. Ahora bien, para llegar a un acuerdo
se requiere también que la imagen que nos hacemos del otro
se adecúe a lo que él es efectivamente. Esto sólo sucede al fi­
nal del proceso argumentativo, pues la retórica integra el
desajuste en sus procedim ientos discursivos generales.
¿Debe recordarse, entonces, que cuanto más débil es la dis­
tancia, más inmersos estamos en el pathos, y que, en cam­
bio, lo estamos más en el ethos cuanto más fuerte es esa dis­
tancia?

1. Las dimensiones de proyección y de realidad


efectiva en la relación retórica
De hecho, el orador integra la distancia como un a priori,
como la forma que adopta una relación aun en los casos en
que él mismo se engaña a su respecto. El orador se constru­
ye una imagen del otro, y el otro se construye una imagen
del orador. El orador construido por el auditorio y el audito­
rio tal como aquel se lo imagina son fruto de una dimensión
proyectiva: uno proyecta sobre el otro la idea que se hace de
él. Se puede hablar de un ethos proyectivo en el orador ima­
ginado por el auditorio, y de un pathos proyectivo en el audi­
torio tal como el orador lo evalúa o lo concibe. Puesto que
nunca conocemos en verdad a las personas, aun cuando las
tengamos muy cerca, nos vemos obligados a sustituir con
hipótesis la realidad fragmentada que nos ofrecen. Cada
cual se disimula en parte a los ojos de los demás, pero tam-
bién4es deja percibir rasgos de su personalidad de los que
tal vez ni siquiera él mismo es consciente. Esto explica el in­
evitable desajuste entre el ethos efectivo y el ethos proyec­
tivo, entre el pathos proyectivo y el pathos efectivo. Sin este
desajuste es imposible explicar la manipulación, los malen­
tendidos, las ideas preconcebidas, las fallas de comunica­
ción. La idea del otro es, a menudo, la proyección de la idea
que uno tiene de sí mismo, valores incluidos. Y entonces la

252
sorpresa puede ser grande. Lionel Jospin nos proporciona
un buen ejemplo al respecto. Cuando se presentó a la elec­
ción presidencial francesa de 2002, todo su discurso se sus­
tentaba en la rigurosidad de su gestión como primer minis­
tro. Esta idea, acorde con su cultura protestante, era la del
buen balance económico. El problema residía en que los
franceses no querían elegir a un contable, sino a un hombre
que tuviera alguna visión de futuro. El desajuste se reveló
de manera flagrante en el momento de la votación, ya que
Jospin no obtuvo los sufragios suficientes como para pre­
sentarse a la segunda vuelta de la elección presidencial. He
aquí la prueba de que, con su discurso, proyectó sobre los
franceses una imagen de su auditorio que no se correspon­
día con el auditorio efectivo de sus electores. Este fue el mo­
tivo del fracaso.
¿Cómo funciona realmente, entonces, la comunicación?
Para la concepción tradicional, debemos tener un locutor,
un receptor y un mensaje. Este esquema tradicional, toma­
do de la tripartición ethos-pathos-logos, no fue pensada, en
verdad, tanto como se habría necesitado. Lo encontramos
en diferentes concepciones sobre el lenguaje y en muchos
autores. Jakobson recogió la tripartición exactamente como
es, en tanto que Austin hablaba de dimensión ilocucionaria
respecto del ethos, de perlocucionaria respecto del pathos (se
trata del efecto del discurso) y de locucionaria respecto del
logos. Sin embargo, ya a comienzos del siglo XX el lingüista
alemán Karl Bühler había reivindicado el viejo tríptico al
hablar de expresión, referencia y persuasión. Dicho esto,
queda claro que sólo al final del proceso se alcanza una rela­
ción tan depurada, cuando uno está convencido racional­
mente o persuadido emocionalmente. Antes de ello, el ethos
y el pathos se desdoblan. Incluso el ethos puede desdoblarse
en el orador mismo, desde el momento en que este se hace
una im agen ideal de sí, desajustada, como todo ideal, res­
pecto de la realidad. La comunicación no puede explicarse
por una simple relación de efectividad, puesto que ello ex­
cluiría cualquier desvío posible entre lo que queremos decir
y lo que decimos, entre lo que pretendemos ser y lo que so­
mos. Es sabido que un hombre enamorado adornará a su
bienamada con todas las virtudes, hasta el punto de provo­
car una sonrisa en quienes la conocen «de verdad». Así nació
la expresión «el amor es ciego». Pero el odio también lo es.

253
Uno suele presentar a los seres que detesta como carentes
de cualidades auténticas, lo cual torna poco creíble el dis­
curso negativo, pues se lo juzga excesivo, dictado solamente
por la pasión.
¿Cuáles son las características propias del ethos efectivo?
¿Qué hace este ethos, exactamente? En la relación ethos-pa-
thos-logos, se consagra a una cuestión cuya respuesta él ex­
presa por medio del logos, sabiendo que hay una diferencia,
una distancia (pathos), que lo separa del otro, distancia que
de este modo negocia.
El pathos que el orador imagina, la imagen que se hace
de su auditorio, es decir, su receptividad, es un pathos pro­
yectivo, aun cuando este orador crea que no se engaña acer­
ca de lo que este auditorio es efectivamente. Puede no cono­
cer a cada uno de sus componentes, o bien la distancia pue­
de generar cierta opacidad, o bien el orador puede, simple­
m ente, proyectar sus expectativas como si el otro debiera
plegarse a ellas porque él lo afirme. Cuando se habla de p a ­
thos proyectivo, muy a menudo se olvida que la imagen que
nos hacemos de los demás está mediatizada por la que ellos
se hacen de sí mismos. En nuestra sociedad de imágenes,
m uchos actores sociales fantasean su propia vida, pero
también —y quizá sobre todo— lo que ellos mismos son. Por
otra parte, suelen imaginarse más de lo que son, y experi­
m entan a la vez la angustia de no adecuarse a la imagen
que se han forjado de sí mismos y que insisten en querer
presentar a los demás. Así se explica que hoy en día una ni­
miedad pueda desestabilizar a los individuos, humillarlos,
contrarrestar sus defensas, lo cual permite advertir hasta
qué punto la relación con el prójimo es percibida muy fre­
cuentemente, y a partir de demandas muchas veces insigni­
ficantes, como un verdadero cuestionamiento. La imagen
que los individuos quieren ofrecer de sí mismos es, enton­
ces, el revelador de una simple construcción, en definitiva
bastajate frágil.
En la relación ethos-pathos-logos, el pa thos proyectivo
remite a una triple respuesta: la comprensión de lo que el
orador quiere decir («¿Cuál es la cuestión?» es, por lo tanto,
su cuestión propia), la adecuación de la respuesta y el inte­
rés persuasivo de sus manifestaciones. Si me dirijo a al­
guien, hago esta triple hipótesis: la diferencia será anulada
por la persuasión, mi respuesta será considerada adecuada

254
y el otro habrá comprendido tanto mi punto de vista como
mis intenciones. Pero el auditorio no reaccionará forzosa­
mente como yo lo imagino o espero. El pathos efectivo, es de­
cir, el auditorio real, es movilizado por otros parámetros. En
el plano de su ethos, de su opinión, será la diferencia de pun­
tos de vista la que lo hará reaccionar. Y si bien el logos debe
ser capaz de integrar las respuestas a sus cuestiones, es su
subjetividad la que constituye su pathos. Con estos tres ele­
mentos en su cabeza, se dirigirá al orador, y hasta corregirá
lo que dijo, según las modalidades que hemos estudiado con
anterioridad (cuadros 7, 8 y 9). También el auditorio efectivo
bosquejará un cuadro del orador implicado en una relación
ethos-pathos-logos, y se hará de él una «idea», es decir, una
imagen. El auditorio va a percibirlo con ciertas intenciones
y con determinada identidad, real o solamente proyectada.
Evaluará su discurso según el grado de sinceridad respecto
de sus intenciones, y apreciará la relación con él, el audi­
torio, en función de los valores que él encuentra o escarnece;
en todo caso, que él expresa.
Esto da el cuadro siguiente:

Cuadro 17. Ciclo de desajustes y ajustes entre orador y auditorio.

•thna p m w c tiin ^ nlkna •féAiinfi


(el que al auditorio imagina) (el que habla efectivamente)

etho» identidad e intención cuoetión


logot la sinceridad del discurso producción de la respuesta
path o a defensa de valorea diferencia

t
pnths u
1 ^ _______ pathoa proyectivo
etho» diferencie de puntos de vista comprensión de aquella de lo que ee cuestión
logot respuesta a bus cuestiono* adecuación de la respuesta a la cuestión
pathoa movilización de loa persuasión: ¿se tra ta de la respuesta «correcta»?
emociones y las creencias

2. ¿Cómo leer el cuadro clave para explicar


la negociación entre individuos?
Aun cuando la distancia entre los individuos sea relati­
vamente débil, desde el punto de vista social o el psicológico
(o de ambos), la persona a la que nos dirigimos no cuadra

255
forzosamente con la im agen que nos hacemos de ella. No
hablemos siquiera del caso en que el auditorio es heteróclito
por la gran cantidad de individuos que lo componen y que no
conocemos. Siempre hay un desajuste, por débil que sea, en­
tre el auditorio real, efectivo, y aquel que imaginamos, por­
que es preciso hacerse una idea de aquellos o aquellas a
quienes nos dirigimos si aspiramos a convencerlos, encan­
tarlos, seducirlos, divertirlos o hacerlos actuar o juzgar
acerca de una cuestión en particular, tal como lo desea el
orador. Este último proyecta entonces sobre sus interlocuto­
res aquello que los motiva o que eventualmente los reúne:
para no fracasar en su objetivo, debe integrar sus diferen­
cias respecto de él mismo. Debe imaginar las emociones que
los atraviesan en relación con la cuestión planteada, pero
también los valores que sus interlocutores pueden defender
y que van a incidir en la apreciación de lo que él dice. El au­
ditorio proyectivo no es otra cosa que el conjunto de las ca­
racterísticas a él atribuidas y que lo definen a los ojos del
orador. El auditorio efectivo es el conjunto de las carac­
terísticas que surgirán, en los hechos, de la confrontación
con dicho orador. Este deberá entonces corregir, si puede,
las proyecciones que efectuó sobre el auditorio para —per­
m ítasenos la expresión— no volver a errar el blanco. Las
flechas entre el orador efectivo, el orador proyectivo, el audi­
torio efectivo y el auditorio proyectivo son la expresión de
estos ajustes sucesivos. Tales ajustes, que se producen per­
m anentem ente en los diálogos cotidianos, responden a la
discrepancia entre lo que uno cree del otro y aquello que
este muestra realmente de sí y que, por otra parte, a menu­
do él mismo modula. Es frecuente que uno se esconda tan­
tas cosas a sí mismo como sobre uno mismo. Por su parte, el
auditorio procede del mismo modo con el orador. Imagina lo
que pueden ser realmente su carácter, sus intenciones, sus
diferencias, sus modos de enfocar los problemas que pre-
tendejresolver, etc. El auditorio proyecta sobre el orador una
imagen que es fruto del proceso de adaptación retórica, pero
el orador real está más allá de las expectativas, de las im­
presiones, incluso de la relación que lo vincula al auditorio.
También en este caso, el desajuste entre lo efectivo y lo pro­
yectivo se revelará durante el intercambio o, simplemente,
cuando el auditorio tome conocimiento de la respuesta pro­
puesta por el orador.

256
Tratemos en primer lugar del ethos efectivo, que negocia
una diferencia con el otro (pathos) ofreciendo la respuesta
(logos) a la cuestión recibida de este o que él mismo (ethos)
ha planteado. El orador se dirige a un auditorio sobre el cual
proyecta una articulación complementaria y vinculada a las
tres dimensiones siguientes: la comprensión de la cuestión,
la percepción de lo adecuado de la respuesta y la persua­
sión, que se produce cuando el auditorio toma conciencia de
que el orador ha respondido adecuadamente. Ahora bien,
esta es quizás una expectativa ilusoria. El auditorio efecti­
vo, que responde con su diferencia, está preocupado por sus
propias cuestiones y animado por emociones y creencias de
índole personal. Si no hay desajuste, la persuasión alcanza­
rá a la subjetividad real del auditorio, y la adecuación de la
respuesta conducirá a cierta comunión con este. El audito­
rio, al responder, por ejemplo para corregir al orador, para
agregar algún matiz o bien para oponérsele, también va a
imaginar que dicho orador no tiene más propósito que el de
adaptarse a él. Proyectará sobre el orador ciertos valores
(pathos), cierta manera de responder que debe generar con­
fianza (logos), y reconstruirá, asimismo, la identidad y las
intenciones del locutor equivocándose, quizás, a su vez.
La negociación de la distancia con miras a un acuerdo
entre individuos (en muchos casos, irrealizable) se muestra
en el cuadro 17 mediante las flechas. ¿Qué es el acuerdo si­
no la desaparición de tales flechas, gradual o supuesta? Es­
to lleva a considerar que el acuerdo no es otra cosa que un
orador y un auditorio que coinciden en una respuesta, en
una concepción, en una idea, como consecuencia de lo cual
suele perderse de vista que ello es tan sólo el resultado final
de un proceso en el que tanto orador como auditorio se ha­
bían desdoblado primero en proyectivo y efectivo. El acuer­
do se obtiene cuando lo que quiso decir el orador (E por ethos
y p por proyectivo, o sea, Ep) y lo que dijo efectivamente (Ee )
son una sola y misma cosa para el auditorio, y que este últi­
mo hace suya la respuesta en conformidad con sus valores
efectivos, lo cual determina también aquí una identidad en­
tre el auditorio (P por pathos) proyectivo y el efectivo: Pp =
PE. Así pues, el acuerdo se define como Ep = Ee ----- >E, y Pp
= PE----- > P, y entonces se tiene E + P + L = 0; es decir que la
relación del ethos E con el pathos P es exactamente confor­
me con lo que se dice, para las dos partes: E + P + L. Si ope­

257
rásemos sobre la distancia o sobre la cuestión, deberíamos
arribar al mismo resultado. Es posible imaginar, sin duda,
que el orador se las ingenió para obtenerlo valiéndose de su
imagen, pero esto sería una manipulación, cuando, en rea­
lidad, Ep * Ee . Cabe imaginar también, en la otra punta del
espectro de posibilidades de acuerdo, un simple malenten­
dido: PE * P p El orador creía que tal o cual argumento, tal o
cual expresión, iban a agradar a su auditorio, pero, de he­
cho, se comprueba que esta proyección es ilusoria; y aunque
el auditorio adhiera a él durante cierto tiempo, puede des­
pertarse de pronto y poner las cosas como estaban.
El acuerdo realiza la unidad puntual de lo proyectivo y lo
efectivo sobre una cuestión dada. En cambio, el desacuerdo
deja intactas las diferencias entre lo proyectivo y lo efectivo,
deja intacto aquello que genera distancia entre los indivi­
duos, aunque eventualmente estén próximos.
El amor es un caso interesante para estudiar. La retórica
está omnipresente desde el amor cortés hasta la seducción
actual. El amor no elimina ciertas diferencias, sino que pre­
tende anularlas totalmente, de modo que ya no quede espa­
cio para ninguna distancia entre los amantes. Ello genera
una especie de acuerdo que presume de «global» (en argu­
mentación, por el contrario, este acuerdo recae sobre una
cuestión específica y no sobre todas las respuestas), pero
que es puramente ficticio y tributario de la imagen que cada
cual se proyecta del otro. El amor se sustenta sobre esta
imagen y no sobre la realidad efectiva (con la cual habrá que
transigir, pero con posterioridad, si es que la hay), hasta el
punto de que a menudo nos preguntamos a quién amamos
realmente cuando amamos a alguien. De manera concomi­
tante, cuando el amor desaparece, uno tiene la sensación de
haber sido engañado —intelectualm ente, se entiende—,
pues el desajuste se impone y uno se percata del peso que
tuvo en aquel lo proyectivo. En el desamor es muy frecuente
q u»el amor se convierta en odio, para restablecer así una
distancia que no tendría que haberse disipado en la fanta­
sía de lo proyectivo. El amor es una proyección del «asenti­
miento total», es ante todo una retórica; pero el odio, que 11
menudo le sucede, no lo es menos. El odio amplifica la ale­
gría de recuperar una efectividad destinada a contrarrestar
esa proyectividad de la que el enamorado no era plenamen­
te consciente y que lo angustiaba. En definitiva, el amor,

258
que se juega en la distancia entre los individuos, transforma
la efectividad de esa distancia en una relación fantasmática
y puramente proyectiva.
El desacuerdo, simbolizado por Ep * E e y PE * Pp remite
a un flechado sin saturar. Este desacuerdo puede recaer so­
bre los valores, sobre la respuesta, sobre las diferencias sub­
jetivas irreconciliables, y no sólo sobre la respuesta misma o
sobre la pertinencia (objetiva o para el individuo) de la cues­
tión suscitada.
Cabe interrogarse, además, sobre los diferentes casos
posibles de ruptura entre lo efectivo y lo proyectivo. Un mal­
entendido, por ejemplo, no es otra cosa que la equiparación
indebida del auditorio proyectivo y el auditorio efectivo, co­
mo consecuencia de la cual el orador supone que es com­
prendido por el auditorio real según él lo imagina y con arre­
glo a sus expectativas. Cuando tome conciencia de que se hi­
zo entender mal y de que el mensaje que quería transmitir
no fue percibido como él lo creía, va a corregir dicho mensaje
(en nuestro cuadro, esto se indica en el flechado). En reali­
dad, el orador no respondió como el auditorio esperaba, las
emociones generadas no son las que debieron ser, lo cual
puede ser imputado por el auditorio a los valores o incluso a
la falta de sinceridad de su interlocutor. A la inversa, el ora­
dor «perfecto» —entiéndase: el manipulador— se forja en el
molde de lo que el auditorio quiere y espera oír de él. Cons­
truye su auditorio en función de los valores que este quiere
ver asegurados, de las emociones a las que es afecto, de las
cuestiones que espera ver resueltas por un orador sincero.
Una argumentación exitosa debe brindar respuestas que
coincidan con los valores del auditorio, que pongan a distan­
cia las que este rechaza, que exalten sus emociones y hasta
sus pasiones, y ello, con la mayor sinceridad del mundo. Ra­
ra vez se cumple esto de entrada, pues de lo contrario no ha­
ría falta argumentar. Sospecham os que la retórica que
mejor lo consigue es el discurso del seductor, o de la seduc­
ción en general. En la vida diaria, los desajustes, y por ende
los reajustes, son naturales e inevitables; hasta son política­
m ente sanos, pues denotan la pluralidad de opiniones y
valores propia del régimen democrático.
Una respuesta que no tome en cuenta las diferencias in­
dividuales, los valores y los problemas del otro tiene, nece­
sariam ente, pocas posibilidades de imponerse ante él. Si

259
además se opone a sus creencias y, por lo tanto, a sus pro­
pias rispuestas, es decir, en última instancia, a sus valores
y emociones, el conflicto es inevitable.
El orador puede también apostar su estrategia a un de­
sajuste entre la imagen que él quiere dar y la que supo des­
doblar intencionalmente; así sucede en la publicidad, en la
cual una star, una top model, una actriz famosa por su belle­
za, sirve para dar valor a un producto cosmético, perfume,
champú, crema de día o de noche, gel contra la edad o contra
las arrugas y vaya a saber qué más. La imagen hace las ve­
ces de proyección de un auditorio que quisiera ser una star,
una top model, una mujer joven, bella y famosa. Cuando no
lo es, la imagen hace creer que, aplicando ciertas recetas
relacionadas con el producto, estará mejor y, por lo tanto,
más cerca de la imagen proyectada. El deseo se inscribe en­
tonces en el flechado, jam ás saturado. Algunas mujeres
anhelan ser efectivamente tal o cual actriz, mas esto es sólo
una proyección del deseo, un puente para el anhelo de tener
el mismo cabello que Penélope Cruz, la m isma distinción
que Catherine Deneuve, la misma sensualidad que Angeli­
na Jolie: se sugiere o afirma que esto es posible gracias al
producto que ellas utilizan. Al no poder ser lo que ellas son,
no pueden sino desear tener alguna característica común.
Ahora bien, mientras que en el caso de la publicidad uno
sabe a quién se dirige (PE = Pp), en retórica, en términos
generales, esto no siempre sucede. En política, el candidato
a una elección se presenta al sufragio de un auditorio hete-
róclito, pero, contrariamente a lo que suele pensarse, quiere
encarnar al personaje que proyectan sobre él sus electores
operando sobre los valores que estos desean ver defendidos.
Publicidad y política suelen amalgamarse, no obstante, en
la mente de los críticos de la sociedad capitalista, pero esta
amalgama es fruto de una incomprensión de las dos retóri­
cas que presiden estas actividades, y que son diferentes.

260
3. ¿Cuáles son las consecuencias del desajuste
entre el orador proyectivo y el orador efectivo?
El flechado del cuadro 17 muestra el del ajuste necesario
para llegar a un acuerdo y al mismo tiempo rem ite a los
desajustes que lo impiden. Empero, la retórica no se reduce
a la argumentación, y los desajustes entre la imagen del
orador (y del auditorio) y la realidad no son, por fuerza, lo
que se busca anular, hablando literalmente o no. Esto es
muy claro en dos ám bitos que son característicos de la
retórica: la publicidad y la literatura. En ellas, la finalidad
de la acción retórica no es llegar a un acuerdo o resolver un
desacuerdo. No es este problema el que las anima, pues, en
su caso, la argumentación no es, de por sí, la modalidad que
adopta la retórica en la materia. El hiato entre lo proyectivo
y lo efectivo tiene, pues, otra significación. La cuestión no es
externa, no está «sobre el tapete», como se dice, sino que es
interna, a través de la resolución que ofrece el logos tanto en
la publicidad como en la estilística. En literatura, la distan­
cia entre los individuos, el lector y el autor (o el narrador), es
crucial: el placer estético tiene por objeto la diferencia, la
distancia que el arte introduce en los seres y las cosas, a
veces los más familiares.
En literatura, es evidente —y resulta trivial repetirlo—
que el autor y el narrador son distintos, así como el lector
implicado es distinto del público real, al que no se conoce.
También aquí tenemos EP * Ee , y Pp * PE, pero este desa­
juste no tiene valor de desacuerdo, por cuanto la narración o
el poema no buscan ofrecer argumentos explícitos. No hay
ninguna cuestión externa que resolver. Si la hay, estamos
en otro caso, el del derecho, en el cual se parte, antes del
conflicto y de la invocación de «sus derechos» por el litigan­
te, de una situación:

Ep * Ee ----->PE = Pp
Pp * PE----->Ep - Ee

en la que cada cual se engaña acerca del otro y va, pues, en


contra de lo que este es, de sus derechos o de los valores
comunes que el derecho garantiza. El conflicto es más pasio­
nal cuando la proximidad es fuerte y lo torna más intenso,
más violento e incluso más «físico» y, por lo tanto, corporal.

261
El desacuerdo no se soluciona ya con el otro, sino que, dada
la importancia de restablecer la distancia, requiere el arbi­
traje de un tercero: se explica de este modo el papel que
cumple el juez.
Por el contrario, en retórica strieto sensu —es decir, en la
retórica entendida como conjunto de procedimientos estilís­
ticos, y no como disciplina—, Ep * Ee , Pp * PE tiene la con­
secuencia de transferir al logos el elemento estructurante
de la relación, tal como ocurre con la argumentación en el
derecho. Así se explica que a menudo se haya caracterizado
a la retórica tanto por el logos epidíctico literario o estiliza­
do, propio sobre todo de la literatura, como por el logos argu­
mentativo, conflictivo, fundado en el desacuerdo y en la con­
tienda, propio del derecho. La retórica y la argumentación
se han repartido, pues, el campo retórico como retórica de
las figuras y retórica de los conflictos, respectivamente.
Si se recurre a la argumentación porque la cuestión que
se plantea genera un debate, los argumentos serán más
«objetivos» y neutros cuando la distancia es fuerte porque,
en este caso, el pathos desempeña un papel menor. Esto es
lo que distingue a una argumentación que objetiva los argu­
mentos como valores y no como racionalización de pasiones.
Pensam os en el debate entre Nicolás Sarkozy y Ségoléne
Royal. Argumentación racional versus argumentación pa­
sional (con frecuencia, más ad hominem). Cuando la distan­
cia es fuerte y la cuestión no es muy problemática, la retóri­
ca es poco argumentativa: estamos en el uso codificado pro­
pio de una distancia social fuerte. El orador efectivo coincide
con el orador proyectivo y la distancia anula en cierto modo
la diferencia entre ambos: el orador efectivo se encarna en el
papel que desempeña y que se espera verlo desempeñar. No
hay más problema que cerciorarse de que no están surgien­
do problemas reales. Este costado desprovisto de asperezas
es el correspondiente retórico del acuerdo argumentativo,
una"especie de acuerdo sin debate previo, típico de lo que se
ha llamado «género epidíctico». La distancia fuerte, sobre
todo en sus aspectos sociales, constituye su dato preliminar.
La gran diferencia entre lo epidíctico y la estilística literaria
depende de que la cuestión caiga o no en el interior del dis­
curso. En la oración fúnebre, en las charlas convencionales
de la vida cotidiana, la necesidad de estos discursos surge
cuando se trata de un contexto en el cual una cuestión se

262
plantea p o r fuera del discurso y es fuente de este. Distinto
es el caso de lo literario, que autocontextualiza cuestiones,
puesto que las inventa en el interior del relato, del poema o
de la obra teatral. En lo epidíctico no hay desajuste entre Ep
y Ee , como sí lo hay, en el discurso literario, entre el na­
rrador y el autor, entre el «yo» [/e] y el poeta, o entre el dra­
maturgo y sus personajes. En la retórica tradicional tenía­
mos la relación siguiente:

epidíctico literatura la estilización = la literatura


--------------- = ----------- ------ ►
argumentativo derecho la argumentación = el derecho

porque el derecho es esencialmente argumentado y la lite­


ratura es, en cambio, estilizada. Por esta razón, la identifi­
cación retórica = literatura y argumentación = derecho ha
pasado a ser casi una obviedad. Pero la argumentación es
un procedim iento, lo mismo que la estilización, mientras
que el derecho o la literatura son campos,géneros. Esto hace
que pueda hallarse lo epidíctico en ámbitos distintos tanto
de la literatura como de la argumentación y el derecho. La
relación analógica antes expuesta, propia más de la tradi­
ción que de la realidad retórica, se explica por el hecho de no
haberse tenido nunca en cuenta la diferencia entre el ethos
proyectivo y el ethos efectivo: desajuste en literatura, ade­
cuación en los usos convencionales del discurso (epidíctico).
En literatura, ese desajuste entre lo proyectivo y lo efec­
tivo significa que la distancia es grande pero, como proble­
ma a afrontar, importa poco. El logos debe integrar y auto-
contextualizar cuestiones y respuestas en el relato o el poe­
ma, así como debe hacerlo, en el teatro o en los diálogos de
las novelas, con el rol de los que cuestionan y de los que res­
ponden; en la vida cotidiana, por el contrario, los roles y la
diferencia entre lo que constituye un problema versus aque­
llo que no lo constituye son claramente visibles y conocidos
por y en el contexto. No se describe una casa que se ve todos
los días; la novela, en cambio, lo hace para situar el ambien­
te y los personajes, que también deberán ser descriptos, ya
que esta es la única manera de hacérselos conocer al lector.
Cuando la cuestión es interna al discurso, cuando en
cierto modo ha sido creada por este y es, por ende, retórica y
a menudo poco problemática, el desajuste entre lo efectivo y

263
lo proyectivo sirve para despertar el deseo de acercarlos,
más que para perseguir algún acuerdo. Esto es manifiesto
en la publicidad. La distancia entre lo efectivo y lo proyecti­
vo se produce a nivel del ethos, que consagra el de la marca o
el producto, por un lado, y el de la persona que lo encama,
por el otro, persona que le sirve de proyectivo. Se tiene
Ep * Ee para un público predeterminado y que será efecti­
vamente el que comprará el producto: Pp = PE. Si el autor
del mensaje, la marca, juega con el desajuste entre la ima­
gen propuesta y él mismo, lo que quiere es inducir en ese pú­
blico el deseo de tomar conciencia de ese desajuste procu­
rándole la impresión de que es posible neutralizarlo si el
cliente tenido en mira compra la marca. Si una mujer com­
pra los productos L’Oréal, por ejemplo, es porque espera ser
tan bella y deseable como Penélope Cruz o Sharon Stone. Lo
proyectivo, la proyección, es el dispositivo destinado a hacer
comprar, no lo que ellas encarnan, sino el producto que en­
salzan. Lo real es el producto, como si este fuera el orador
efectivo, aunque subyacente. La marca habla, promete una
identidad, así sea parcial, con el ser que ella proyecta en la
pantalla de televisión. La mujer que compre lo que la con­
vertirá, como se afirma, en una de esas actrices o modelos
de cabello o tintura perfectos será un poco ellas. El deseo re­
side en ese afán de acercarse a lo que estas actrices o mode­
los son, gracias al producto que utilizan y que supuesta­
mente las hace ser lo que son. Ellas «son» la marca del pro­
ducto, su imagen, su portavoz, y al comprar este producto la
compradora realiza la identidad Ep = Ee : estas stars «son»
L’Oréal, y al comprar L’Oréal, en algún punto, la comprado­
ra «es» ellas; el deseo es un deseo de identidad, y la suya pa­
sa a ser la nuestra. En la publicidad, el que habla debe dar
acceso a la efectividad del producto, pero sin la compra sub­
sistirá la discrepancia.

Ep * E e -------► PP= PE
4_____ I
deseo
Ep=

Segunda situación para EP * Ee , y Pp = PE. Estamos en


el campo político, con un hombre político que, si se equivocn
de blanco, aparecerá desajustado respecto de sí mismo. El

264
conflicto es entonces inevitable. El debate será apasionado,
por cuanto la cuestión que divide constituye un problema.
Como en el proceso judicial en derecho, hay ruptura de PE y
Pp, lo cual obliga, en caso de argumentación no resuelta, a
buscar un «auditorio universal», como diría Perelman, que
no es otro que un auditorio proyectivo al que hay que apelar
para decidir. En el derecho, ese auditorio es el juez; en la
política, el elector.
Derecho y política cuando la cuestión es externa, publi­
cidad y estilística literaria cuando la cuestión es interna
—por lo tanto, argumentación y retórica, respectivam en­
te— , constituirán así los grandes géneros de la retórica
contemporánea, géneros que con excesiva rapidez fueron
reducidos al derecho, la política y la literatura, sin duda,
porque lo que se tenía sobre todo en mente eran el ethos, el
pathos y el logos, a los que se consideraba sin tener en cuen­
ta el papel que cumplían tanto la distancia entre los indivi­
duos como la cuestión, que es más o menos problemática.
Ep = Ee era el derecho, los valores éticos que este defendía;
Pp = PE, cuando el acuerdo político se realizaba; LE = Lp
(L = logos) para el género epidíctico, que debía consagrar el
discurso esperado, tal como se lo imaginaba, pronunciado
efectivamente en el contexto en el que debía serlo. Empero,
estas identidades suponían que se había superado todo de­
sacuerdo y que, por lo tanto, forzosamente había tenido
plena realidad una distancia previa, con sus discrepancias
entre el auditorio imaginado y el auditorio real en el caso de
la política; o bien suponían, en el caso del género epidíctico,
que se había construido una identidad ideal por la cual re­
sultaba placentero un discurso del que se había borrado, da­
do que se la había desplazado, toda argumentación. En de­
recho, cuando se anticipa lo que se debe respetar, se tiene la
identidad Ep = Ee y se está, en consecuencia, más allá de los
conflictos, de los procesos judiciales, de las violaciones del
derecho y de los derechos que conducen a ello. Olvidemos
estos géneros basados en el acuerdo después del desacuerdo
o que pretenden anularlo. Hablemos más bien de usos del
discurso y de prácticas que se basan en la acción retórica,
usos y prácticas que la encarnan y que no pueden prescindir
de ella para llegar a buen puerto.

265
4. Conclusión
Cabe resumir lo que se acaba de exponer en un cuadro
como el siguiente:

Cuadro 18. Los grandes géneros retóricos en la actualidad.

E ,* E P

retórica argumentación

objetivo cuestión interna cuestión externa

disminuir la distancia p ,= p r PB= Pp->desacuerdo


(para vender publicidad Ppes un tercero: el votante político
o hacer actuar)

mantener o establecer p.*pp Pj * Pp->desacuerdo


distancia literatura Ppes un tercero: eljuez recto

La argumentación sirve para volver a poner distancia, es


decir, objetividad, cuando el debate es demasiado conflictivo
y la cuestión demasiado problemática. Si esto no se revela
factible con el interlocutor en cuestión, hay que recurrir a
un tercero que decidirá en favor de uno o de otro. La distan­
cia resolutoria ha sido restablecida sin que haya, pues,
acuerdo entre los protagonistas iniciales.
Los parentescos entre el derecho y la política, y entre es­
ta y la publicidad, se explican tal vez mejor gracias a este
cuadro. El objetivo del discurso político, tanto como el de la
publicidad, es seducir al elector o al cliente. Muchas veces,
generar complicidad con el auditorio requiere acudir a es­
trategias distintas, ya que la meta de la política es también
argumentar con quienes no están forzosamente de acuerdo.
La publicidad, en ocasiones, argumenta —ya veremos cuán­
do— , pero no puede funcionar con desacuerdo y tampoco
provocándolo o presuponiéndolo, pues no puede promover
la venta contrariando a quienes deben comprar.
En este aspecto, el discurso político se encuentra más
cerca del derecho, que argumenta, pero en otro sentido. El
derecho apunta a restablecer la distancia o, si se prefiere
considerar esto en términos psicológicos, cierta serenidad,
por cuanto hay conflicto sobre la ley, sobre los derechos o so­
bre aquello a lo que se tiene derecho. El discurso político,

266
por su parte, apunta a eliminar la conflictividad con quienes
van a decidir e incluso, a menudo, con los otros. Se trata de
hacer admitir, reconocer y legitimar puntos de vista diferen­
tes aproximándolos, precisamente para reducir el grado de
conflictividad; pero esto no siempre es posible, y así se expli­
ca la diferencia con el derecho.
Sea como fuere, dado que todos estos géneros retóricos
provienen de una relación en la cual el orador efectivo reve­
la estar desfasado respecto de lo que él mismo pretende ser
o del modo en que se lo imagina, o respecto de lo que es legí­
timo esperar de él, se comprende que el derecho, la política,
la publicidad y la literatura hayan sido privilegiados por la
escena retórica. Así pues, un género es el tipo de cuestiones
cuyo planteo es esperable por el auditorio. Si la retórica con­
quista otros ámbitos, ello sucede, entonces, por extensión.
Los géneros retóricos ya no se definen en relación con la con­
flictividad anulada de lo epidíctico, o con la conflictividad
resuelta tal como se la encuentra en lo deliberativo y lo jurí­
dico, sino en función de las diferentes estrategias del orador.
Este debe hacer frente a cuestiones más o menos problemá­
ticas en el interior de una relación, decisiva, con la distancia
respecto de sí y respecto del otro.
Así pues, tampoco el derecho, el discurso político o la pu­
blicidad, para no hablar de la literatura, se reducen a las ca­
racterísticas del cuadro sinóptico precedente. El derecho,
por ejemplo, no es sólo un logos argumentativo, sobre todo
cuando hay conflicto, y proceso judicial. Lo que parece haber
servido de criterio de definición de los géneros en Aristóteles
es la conflictividad retórica, con su resolución posible. Em­
pero, este aspecto de las cosas no agota la naturaleza ni la
realidad múltiple del derecho. Lo mismo cabe decir de la po­
lítica, que no se propone simplemente convencer de cierto
punto de vista a los otros, sino que sirve también para regu­
lar las ambiciones y el poder. En cuanto a la literatura, la
fórmula Ep * Ee , Pp * PE no remite al desacuerdo, que sólo
vale para la argumentación, sino al afán de reencontrar,
mediante el logos, lo que un ethos y un pa thos alejados el
uno del otro no pueden expresar, tanto más cuanto que el
orador y el auditorio efectivos y proyectivos están igualmen­
te distantes entre sí. En este caso la distancia es máxima, y
ello obliga al discurso, al logos, a hacerse cargo él solo del ac­
to retórico propio de lo literario. Las cuestiones son aquí in-

267
tem as, pero el campo literario no se limita, evidentemente,
a esta comprobación.
La política y la publicidad tienen, cada una de ellas, una
parte de ethos, de pathos y de logos. Encontramos en ambas
argumentación y retórica, así como conflicto y puro discurso
de valorización. A veces juegan más sobre una de estas di­
mensiones que sobre la otra, porque los tres componentes
están presentes en cada uno de estos géneros particulares.

268
La teoría de las variaciones problemáticas

Tras haber tratado sobre la distancia, examinemos aho­


ra el impacto de la cuestión que separa o reúne a los indi­
viduos, variación que se extiende, en forma continua, desde
la oposición hasta la complicidad. Después de considerar el
ethos, el p a th o s y la distancia, ha llegado el momento de
reflexionar más sobre el logos. Este capítulo podría haber
sido titulado también «Variaciones de lo problemático» o
«Variaciones de problematicidad». Cuestiones altamente
problemáticas pueden dar lugar a debates en ocasiones
muy apasionados y a otros que no lo son en absoluto, cuya
función es asegurar una argamasa o, simplemente, robus­
tecer ideas convencionales por el hecho de que no resultan
chocantes. La alternativa «retórica o argumentación» es tri­
butaria de esa problematicidad, pero a veces, cuando es pre­
ciso neutralizar una cuestión demasiado problemática, es
preferible optar por la retórica. En general, sin embargo,
una cuestión de elevada densidad problemática requiere ar­
gumentos que permitan decidir, en tanto que una cuestión
más convencional parecerá más «retórica», y su respuesta
más obvia, cuando se trate de activar el contacto o de anular
cualquier eventual antagonismo. Al hacerlo, la «respuesta»
elimina todo cuestionamiento, tarea que la retórica stricto
sensu realiza perfectamente.
Sin prejuzgar sobre el recurso eventual a la retórica an­
tes que a la argumentación, o a la inversa, es interesante
observar lo que sucede cuando surge una variación en la
problematicidad, por ejemplo, en los diferentes géneros re­
tóricos, así como en el discurso político o en literatura.

269
1. La ley de contextualidad
El hecho de que el logos sirva para traducir la diferencia
cuestión-respuesta, para expresar la problematicidad de
situaciones y seres, así como para comunicar lo que convie­
ne pensar a su respecto —todo ello, mediante respuestas
destinadas a ese fin—, permite comprender por qué la dife­
rencia problematológica resulta fundamental, y hasta de
principio, en el uso del lenguaje. Empero este último se si­
túa siempre en un contexto de interlocución en el cual lo que
constituye un problema no requiere ser forzosamente espe­
cificado. Un saber previo, a menudo compartido, delimita,
de manera a veces imprecisa, un entramado de respuestas
que van de las más particulares a las más generales: la cul­
tura, en suma —en todo caso, en el sentido amplio del térmi­
no—. Estos conocimientos más o menos difusos, que no son
precisados, incluyen lo que uno ve a su alrededor en el mo­
mento de hablar con alguien, a lo cual no presta atención de
m anera explícita y consciente, pues aquello de lo que es
cuestión no exige ser explicitado una y otra vez. Ahora bien,
este saber supuesto se desprende im plícitam ente de las
respuestas enunciadas, únicos elementos explícitos y que
expresan lo que el locutor piensa de una cuestión (no dicha).
Si le digo a alguien: «¡Qué escándalo la invasión a Irak!», es­
to supone que uno y otro sabemos que esa invasión se pro­
dujo y que lo que sucede en Irak es suficientemente conocido
por ambos. Las respuestas hacen conocer la cuestión, es
decir, aquello de lo que es cuestión, mediante el discurso que
se profiere sobre ella y sin que fuese necesario explicitarla
antes. Es razonable pensar que este tipo de enfoque de las
cuestiones, que las elimina como problemas por cuanto las
presenta como resueltas o asumidas, y que constituye la
manera m ás frecuente de abordarlas en la vida cotidiana
—en la cual el pragmatismo de los resultados es esencial—,
ha hecho que, desde los griegos, el logos, tomado aislada­
mente, haya sido siempre situado en el exclusivo orden de
las respuestas. Esto acarreó la consecuencia de que la Ra­
zón y el discurso fuesen considerados no un orden de res­
puestas, sino un orden proposicional, es decir, una red de
juicios que no remiten a otra cosa que a ella misma.
Enunciar respuestas supone, no obstante, que se deba y
pueda identificar aquello que corresponde a las cuestiones,

270
es decir, tanto aquello de lo que es cuestión en dichas res­
puestas como lo que constituye cuestión en ellas. Lo implíci­
to y lo explícito aparecen así como la forma primera, ele­
mental, de la diferenciación problematológica a respetar.
Cuando el contexto es lo bastante claro como para estable­
cer esa diferencia, la forma no tiene por qué distinguir lo
problemático de lo no problemático. Empero, cuando el con­
texto no facilita tal determinación de la diferencia, debería
hacerlo la literalidad, lo explícito; así se explica la distinción
entre forma interrogativa y forma asertiva como marcas de
la diferencia aludida. Ahora bien, es posible imaginar una
forma asertiva que enuncie lo que constituye un problema.
«Le pido a usted que se detenga» o «¡Cierre la puerta!» son
dos enunciados no interrogativos que indican claramente el
problema al que el interlocutor está más o menos conmina­
do a responder. Cuanto más rico en información sobre la di­
ferencia problematológica es el contexto, mayor es la liber­
tad de que dispone la forma para eludir la exigencia de ex­
presarla. A la inversa, cuanto menos específico es el con­
texto, más está la forma al servicio de esa explicitación: he
aquí la ley de contextualidad. Cuando lo que constituye un
problema está ya especificado por el contexto, menos tiene
el discurso el problema inicial de traducirlo.
La forma liberada del contexto, aquello que la distancia
crea a prio ri, obliga al locutor a reencuadrar —con otros
medios, con otras formas, precisamente— la autoridad que
debe responder. Las cuestiones externas del derecho y de la
política deben hallar su contexto de definición, en el cual las
cuestiones, por ser externas al discurso, deben poder ser re­
conocidas como válidas, es decir, como cuestiones legítimas.
Una cuestión de derecho es siempre una cuestión en dere­
cho. Esto explica el formalismo del tribunal de justicia, de la
autoridad que emana del locutor uniformado o del despacho
del superior jerárquico. En estos ejemplos, la distancia, que
podría ser sinónim o de una mayor indeterm inación en
cuanto a lo que es problemático y lo que no lo es, se ve com­
pensada por el marco social que formaliza (autoriza) la to­
ma de la palabra. De manera concomitante, hasta los pro­
blemas quedan encuadrados y esto mismo determ ina su
contexto. Se sabe qué es lo que puede entonces generar pro­
blemas, de qué modo deben ser formuladas las respuestas y,
sobre todo, qué es lo que constituye entonces, efectivamente,

271
un problema. El contexto es de problematización de las
cuestiones planteadas. Así pues, el tribunal de justicia es al
derecho lo que el parlamento a la política.
La ley de contextualidad, con todas las modalidades que
se expondrán a continuación, expresa una variación en el
tratamiento de la problematicidad. En la medida en que no
se la pueda resolver de manera decisiva, esta problematici­
dad va a ser retorizada. No se alude aquí a la negociación de
la distancia entre los protagonistas (puede recurrirse indis­
tintamente al ad hom inem o al ad rem), sino a la cuestión
que los divide o los reúne (más aún, además, cuando se tra­
ta de una cuestión retórica). La figuratividad sirve para
traducir la interrogatividad y para absorberla como si es­
tuviese resuelta, mientras que la literalidad la saca a plena
luz. Estas dos maneras de responder sobre estas cuestiones
son tam bién maneras de responder a las cuestiones m is­
mas. Hay una variabilidad en la figuratividad que, en últi­
ma instancia, traduce a modo de respuesta la interrogati­
vidad en sí, pues no puede «descargarse» de ella de otra ma­
nera. Cuanta más figuratividad hay, menos se resume en
una respuesta la argumentación que ella puede condensar.

2. La ley de problematicidad invertida


como clave de lo literario
La diferencia problematológica es la clave del logos. En
literatura, a la inversa de lo que sucede en la vida cotidiana,
todo está contenido en el texto, en el logos. En cada situa­
ción de la vida cotidiana, el contexto exterior permite reco­
nocer lo que constituye un problema y lo que pertenece al or­
den de las respuestas. El texto literario, en cambio, con su
autosuficiencia, contiene las dos cosas, lo cual hace que
deba»autocontextualizar cuestiones y respuestas estable­
ciendo un contexto que es, en realidad, un co-texto. La lite­
ratura enuncia en el interior de ella misma las cuestiones
que le son propias. Las despliega, las trata, a veces las re­
suelve, todo ello según una ley de variación que es hoy clási­
ca en teoría literaria: la ley de problematicidad invertida,
llamada también «ley de complementariedad entre lo figu­
rado y lo literal». ¿Qué estipula esta ley?

272
Cuanto m ás literalmente exprese el texto un problema,
m ás se constituirá desplegando explícitamente la resolu­
ción. L a diferencia cuestión-respuesta (o diferencia pro­
blematológica) se traduce mediante el lenguaje literal, re-
ferencial, el cual remite a un mundo común, que es el m u n ­
do corriente compartido por locutores (autores) y audito­
rios (lectores). Reina a q u í la m im esis (o im itación de la
naturaleza y lo real a través de la representación). Como
consecuencia, el lector (pathos,) es más pasivo y esa misma
literalidad lo remite al m undo común (predominio de la
referencialidad) que él comparte con el locutor (ethos].

La distancia ethos-pathos se reduce debido a que se com­


parten referentes que se supone obvios: serían tal como apa­
recen en el texto.
El ejemplo típico de una literatura de este género, llama­
do «resolutorio», es la novela policial o la novela de amor, va­
le decir, cualquier narración que parta de una intriga que
ella se propone resolver. Se ha cometido un crimen y la no­
vela está construida sobre la investigación dirigida a averi­
guar quién es el asesino. Al final, se conoce al culpable y se
sabe cómo y por qué cometió dicho crimen. En la intriga
amorosa, dos seres, totalmente opuestos entre sí, se cono­
cen. Ninguno tiene nada que pueda agradar al otro, pero sa­
bemos que acabarán por «casarse y tener muchos niños», co­
mo dice el adagio: lo importante es saber cómo lo lograrán.
Por otra parte, la novela se ha construido siempre sobre la
idea de búsqueda, de obstáculo, de itinerario y, por ende, de
aventura. En ella, la narración es resolutoria. La escala de
variación en la problematicidad de lo literario opera sobre la
relación ethos-logos-pathos. La epopeya (logos) es menos
problemática que la novela, la cual tanto puede serlo más
como puede serlo menos; el teatro, por su parte, lo es más,
por cuanto pone en escena la confrontación. En cada género,
la figuratividad y el realismo prosaico sirven para traducir
de manera contundente la diferenciación problematológica.
En virtud de esta ley de problematicidad invertida,

cuanto m enos literalm ente está expresado el problema,


m ás se le encomienda a la form a la tarea de traducir esa
enigm aticidad, lo cual origina un incremento de lo figu­
rativo que traduce la enigm aticidad de tales textos. Pero

273
tam bién —y esta es la consecuencia de esa figuratividad
m ás en igm ática — el lector (pathos,) será m á s activo y
deberá esm erarse en descubrir el sentido a tribuible al
texto y que el texto, aquí, no dice. Se extiende la distancia
entre el locutor o el autor (ethos,) y el lector (pathos,). El
logos es menos referencial, menos «cotidiano», por cuanto
es menos literal. Es mayor la interpelación al lector para
que rellene el sentido (= aquello de lo que es cuestión) que
el texto no expresa literalmente. Se ahonda el surco que se­
para lo literal de lo figurativo. L a indeterm inación au­
menta, y la literatura puede volverse tan enigm ática que
acaba por ser su propio objeto (Joyce, Kafka, Calvino, Ma-
llarmé o Borges son claros ejemplos de ello).

Esta ley muestra con claridad el sentido de la evolución


histórica en materia literaria. La problematicidad del ro­
manticismo no tiene nada que envidiarle a lo que viene su­
cediendo desde hace un siglo en los ámbitos de la poesía, la
dramaturgia y hasta la novela, que son cada vez más fi­
gurativas, más elípticas y, por ende, más enigmáticas, como
lo serán el arte abstracto y la música dodecafónica. La His­
toria, al acelerarse, rompe las formas, pliega lo real, vuelve
problemáticas respuestas que no lo eran y crea de este mo­
do, a través de la forma artística, una diferencia en el propio
seno de los objetos más familiares (después del urinario de
Duchamp, el arte contemporáneo no dejó de reforzar esta
tendencia). El objeto del arte es reinstalar la diferencia
cuando la proximidad es excesiva, pero también consagrar­
la en lo que tiene de histórico con el fin de hacer entrar me­
jor la Historia en el tiempo presente, sin pretender abolirlo.
La enigmaticidad cumple esta función, incluso cuando lo
real no es problemático —aunque no cabe duda de que en
cada época lo es—.
La equivalencia entre la retórica y la argumentación no
significa que se pueda emplear indistintamente una en lu­
gar de la otra. En buen número de casos se puede traducir
una respuesta retórica, desplegarla incluso, interpretarla,
utilizando argumentos implícitos que están contenidos en
ella. M adam e Bovary constituye un alegato contra la estul­
ticia pequeñoburguesa y contra la presunción de las modis­
tillas en mal de amores, tan exaltadas en las fotonovelas. Le
Pére Goriot denuncia la debilidad suicida de padres que se

274
despojan de sus bienes en vida para favorecer a sus hijos
egoístas. E l rey Lear expresaba ya esta locura. Empero,
sería un error reducir tales obras a la condición de meros
argumentos, y olvidar que la retórica está al servicio de una
complejidad que ninguna argumentación podría expresar
por sí sola. La razón de esto parece radicar en la naturaleza
de la literatura, cuyo objetivo no es negociar una distancia
para resolver un problema entre individuos, sino expresar
los problemas que nacen de esa distancia y que el sujeto no
siempre percibe. La distancia consigo mismo, la alteridad
dentro de uno mismo, suelen producir idéntico efecto, crean­
do problematicidad en la im agen de sí y en el comporta­
miento, de todo lo cual dan testimonio muchas obras lite­
rarias. Mas cuando en la retórica sólo se ve literatura, esta
última queda reducida al formalismo estilístico, y de este, a
la inversa de lo que sucede en la vida diaria, el concepto de
distancia está forzosamente ausente.
En cualquier caso, la distancia se integra en el arte gra­
cias al juego del pathos, el logos y el ethos. Una distancia
que se ha debilitado y que mezcla las cartas es tributaria de
un fuerte pathos. El teatro permite tener perspectiva, pues
ofrece el espectáculo de diferencias libradas a la confusión.
La tragedia surge cuando las cuestiones esenciales se ven
escarnecidas. Se percibe entonces la amalgama en el seno
de diferencias claves, lo cual torna problemático algo que no
debería serlo, como la vida y la muerte, el respeto por los pa­
dres y los hijos, las relaciones entre hombres y mujeres, fun­
damentos de la familia. Recordemos lo que ya decía Shakes­
peare: «El amor se entibia, la amistad se quiebra, los her­
manos disputan. Cunde la discordia en las comarcas y la
traición en los palacios; se rompen los lazos naturales entre
padres e hijos. El hijo se alza contra el padre, y el padre se
opone al hijo».1 Cuando las cuestiones abruman con res­
puestas que no son tan cruciales, la tragedia cede el paso a
la comedia e incluso a la tragicomedia, que empieza mal pe­
ro termina bien. El pathos, ya sea que se manifieste en risas
o en lágrimas, es igualmente indicio de una gran proximi­
dad: esta es de aquellas que enceguecen y que el teatro per­
mite reencuadrar, del mismo modo en que un proceso judi­
cial quita visceralidad a los conflictos. Aquí, ningún juez le

1 Le R oí Lear, acto I, escena 2 (trad. fr. Y. Bonnefoy).

275
pone término, y por esa razón sobrevienen la caída y la muer­
te como única ley cuando, precisamente, ya no se aplica nin­
guna ley.
Se ha discutido mucho sobre el origen del teatro en Occi­
dente. ¿Por qué hay tragedia y comedia o, en la actualidad,
drama y comedia ligera? Para Aristóteles bastaba con dis­
tinguirlas, no hacía falta explicarlas. Puesto que son géne­
ros literarios, o sea, retóricos, se diferencian según el ethos
(héroes versus hombres de la calle), el pathos (efecto sobre el
auditorio, o sea: la risa para la comedia, la piedad y el temor
para la tragedia) y el logos (los versos para la tragedia, la
prosa para la comedia). Asunto resuelto. Salvo que hoy en
día muchas piezas trágicas están escritas también en prosa,
y que, así como la comedia no hace reír necesariamente, la
tragedia no origina por fuerza terror y compasión hacia el
audaz personaje que se derrumba al final. Aún resta plan­
tear la verdadera cuestión: ¿Por qué ha habido teatro en Oc­
cidente, y por qué las formas que adoptó fueron, durante
mucho tiempo, la comedia y la tragedia?
La H istoria, al acelerarse, rompe las identidades, las
fractura, las fragmenta, e instaura en su seno la diferencia,
debido a la cual lo que es ya no es del todo como era. Esta de­
finición del cambio histórico, en apariencia puramente for­
mal, es sin embargo capital y constituye el fundamento de
toda perspectiva sobre lo que habrá de entenderse, desde
ahora, por el concepto de Historia. La diferencia lo vuelve
todo —o casi todo— diferente, y sume en la duda y en inte­
rrogantes nuevos los puntos de referencia establecidos.
¿Qué cosa vale todavía como respuesta, qué cosa tiene aho­
ra sólo el ropaje y la apariencia de una respuesta? Todo
Hamlet se halla en esa búsqueda, como todo Lear está en la
confusión que enturbia las respuestas y le impide distinguir
ahora las buenas de las malas. Aquí se perderá y por esto
mismo perderá la razón. Rechazará a su hija Cordelia, que
lo amar, al tiempo que sus otras hijas, Regan y Goneril, que
lo engañan, lo persuadirán de su buena fe con sus respues­
tas. El destino trágico de Lear se jugará en la indiferencia-
ción entre las respuestas y lo problemático. Está probado
que el teatro nació del espectáculo de esta confusión: el tea­
tro la ilustra, la pone en escena para hacer sonar la alerta,
pues los m ás grandes héroes, incluyendo los reyes y los
príncipes, no pueden eludir lo que se desencadena cuando

276
las diferencias se apretujan entre sí y cuando las identida­
des han dejado de serlo. ¿Cómo diferenciar todavía las bue­
nas diferencias de las otras, que pierden a quienes las des­
deñan o pisotean? ¿Podía saber realmente Edipo que su pa­
dre era su padre, y su madre, su madre? Lo cierto es que, al
matar a uno y desposar a la otra, Edipo viola dos de las
diferencias más sagradas: el respeto de la vida, que exige no
matar, y la distancia entre los padres y los hijos, que obliga
al respeto y que, a fortiori, prohíbe el incesto, el cual anula
las diferencias más elementales.
El teatro no es simplemente el espectáculo de diferencias
entre las que ya no se hace diferencia. Es la mirada que se
echa sobre su confusión y sus consecuencias, a veces las
más funestas. No habría teatro si no hubiera confrontación,
inversión, dice Aristóteles, y resolución de lo problemático
que al comienzo no se había percibido. Al final, todo vuelve
al orden: en la comedia, por obra de la risa, y en la tragedia,
por vía del espanto del castigo, al haber sido pisoteados los
valores esenciales y fundadores. Cuando las diferencias no
son tomadas al pie de la letra por los individuos, que ten­
drían que haberlas tomado, ello significa que ya no son sino
metáforas de respuestas, y nada obliga pues a respetarlas y
observarlas como valores morales imperativos. Se justifican
así los crímenes más horrendos: Lady Macbeth no está le­
jos. Pero surgirán oponentes que clamarán por el carácter
intangible de lo literal tras lo que algunos quisieron tomar
simplemente por metáfora: sólo esta salida permite liberar
a la Ciudad. En la comedia se observa un movimiento inver­
so: el personaje cómico se aferra a lo literal y deja escapar
las diferencias que la Historia impuso a respuestas que se
han vuelto caducas. También él mezcla lo metafórico y lo li­
teral, sin advertir que de pronto lo literal ha pasado a ser
metafórico. Queda, pues, obstinadamente inmerso en lo pri­
mero. El personaje cómico es el único que no sospecha que
su mujer lo engaña y tiene al amante escondido en el arma­
rio, por lo cual se muestra ridículo e ingenuo. Al tomar con­
ciencia de lo que ocurre, pasa a ser como los otros, como los
espectadores, como todo el mundo en la Ciudad: está al mis­
mo nivel que ellos. La novela es lo trágico y lo cómico sin esa
conflictividad que resuelve y zanja las confusiones; la nove­
la es prosecución de la búsqueda, lo cual explica la idea de
apertura. Es lo metafórico sin la literalidad que lo hace esta­

277
llar, como en la tragedia; es la literalidad sin la diferencia
conflictiva que hace tomar conciencia de lo que no funciona
en esa literalidad, como en la comedia. En el Don Quijote de
Cervantes, considerada la primera novela en el sentido mo­
derno del término, hallamos episodios cómicos y trágicos,
pero no se trata aquí de teatro, pues no se da esa confronta­
ción resolutoria que obligaría a reliteralizar valores funda­
mentales que han sido metaforizados, o a aceptar las dife­
rencias nuevas (ya no se está en el mundo de la caballería),
diferencias que el lector, aferrado a las obsoletas identida­
des subyacentes, no ha percibido. Don Quijote toma los mo­
linos de viento por gigantes, pero nada lo hará desistir, ni si­
quiera la verdad que le vocifera Sancho para salvarlo. Don
Quijote volverá a deambular y a divagar como si nada.
Quiere proteger a un joven pastor de los golpes de su amo,
quien se niega a pagarle; pero, en cuanto Don Quijote se
marcha, los golpes llueven con más fuerza sobre el pobre
muchacho: Don Quijote cree haber hecho el bien cuando en
realidad ha hecho muy poco. Se alternan en esta obra episo­
dios trágicos y cómicos, sin que los desajustes hayan sido
advertidos y sin que se hayan combatido los excesos. Sólo el
debate y la lucha argumentada hacen tomar conciencia a
los personajes trágicos de que han caído en un exceso de
metaforicidad, el cual conduce al culpable a su fin (trage­
dia). Sólo ellos hacen percatarse a los personajes burlescos
de que han sido víctimas de un exceso de literalidad que los
ha llevado a tomar gato por liebre, tras lo cual podrán supe­
rar un infortunio cuya existencia a veces ni siquiera sospe­
chaban (comedia).
El teatro mantiene una relación especial con el poder, el
cual, como lo religioso al que está ligado, constituye la forma
más clara de la diferencia. El teatro va en contra de la iden­
tidad del grupo. Sacrificado en el cambio de estación para
consagrar su renovación, el rey no cejó en su búsqueda de
un chivo emisario que pudiera ser sacrificado en su lugar.
Todo el peso de la diferencia recae sobre el chivo (en griego,
tragos, de donde deriva la palabra tragedia), que va a expiar
su diferencia (que es su animalidad, y su proximidad con lo
humano) en lugar del rey, lo cual le permitirá a este último
sobrevivir. La justa diferencia hace frente a la m ala y debe
ser sustentada, ilustrada, verificada de m anera visible, y
sacralizada. El teatro debe permitir el trazado de la fron­

278
tera. Por eso, los reyes gustaron siempre del teatro: nos lo
recuerdan Luis XTV y Racine, Elisabeth I y Shakespeare,
Pisístrato el Tirano y Tespis, fundador de la tragedia. El
justo poder debe ser un poder justo, ni hablar de que la in-
diferenciación tenga derecho de ciudadanía. Así pues, para
la Ciudad en movimiento, es fundamental y hasta fundacio­
nal conservar el sentido de la diferencia en un mundo que la
hace caer a causa de la Historia que se acelera. La acepta­
ción de las diferencias, empezando por la media entre los
dioses y los hombres, que no deben tomarse por dioses, cons­
tituye la finalidad moral de la tragedia. Esta nace de la indi-
ferenciación que ilustra Dioniso, el indiferenciado mitad
hombre, mitad chivo, dios del vino y de la ebriedad, que ha­
ce perder a los hombres el sentido de la diferencia y de la
realidad. Todo está entonces permitido, como en el teatro,
incluyendo lo peor, que el teatro denuncia. Edipo es el que
resuelve el enigma planteado por la Esfinge a los humanos.
Es el gran resolutorio. La Esfinge, venerada por los egip­
cios, es para los griegos un monstruo, mitad hombre, mitad
animal (tiene cuerpo de león), y simboliza así la indiferen-
ciación amenazante: hay que matar a esta Esfinge que ma­
ta a su vez cuando no son resueltos los enigmas que ella so­
mete a la Ciudad. Pero Edipo, al convertirse en aquel que
resuelve el enigma y elimina la problematicidad, no se sal­
vará por ello de la indiferenciación, aunque esta, por ser en
este caso humana, es de todos modos igualmente destructi­
va. La enigmaticidad de los seres y las cosas es insoslayable,
y resulta inútil querer suprimirla. Las más grandes res­
puestas son aquellas que reconocen esa problematicidad.
No hay resolución sin problema: la diferencia, renovada sin
cesar, no puede ser eliminada por una única respuesta. La
verdadera diferencia no puede desterrar a la indiferencia­
ción, y Edipo, que libera a Tebas de la Esfinge asesina, no
escapará por ello a esta verdad.
No olvidemos nunca que, según los griegos, los dioses,
representados casi siempre con formas humanas, intervie­
nen, para bien o para mal, en la Ciudad. La indiferenciación
amenaza. Grande es el peligro de no poder seguir disocian­
do las respuestas humanas de las divinas, en un universo
democrático que no acepta las diferencias y, por este motivo,
corre el riesgo de precipitarse hacia su pérdida. Edipo rey
ilustra este pisoteo de las diferencias divinas: sólo los dioses

279
pueden casarse con su madre y matar a su padre, no los
«mortales». Resolver el enigm a de la Esfinge no hace de
Edipo un dios, un ser hasta tal punto diferente de los otros
que ya no tendría por qué respetar las diferencias fundan­
tes de lo social y de lo político, en el sentido amplio del térmi­
no (polis = la Ciudad). Por el contrario, el hecho de haber
librado a la Ciudad de la Esfinge, que es la indiferenciación
y que se alim enta de jóvenes víctimas surgidas de la Ciu­
dad, obliga a Edipo a respetar las diferencias esenciales. Ni
siquiera él está por encima de esta exigencia.
El teatro es el lugar en el que se muestran todas las con­
fusiones, todas las mezclas, y Dioniso es cabalmente su sím­
bolo. Dioniso recuerda el peligro que significa para los mor­
tales no tem er a estas confusiones en nombre de las apa­
riencias, a las cuales toman por signo de su nuevo poderío.
Pero en la tragedia no sólo se inmiscuye la relación con los
dioses: está también la diferencia, quizá la primera, que re­
presenta lo político en la Ciudad. Por más que Creonte esté
equivocado, también tiene razón, porque él encarna el or­
den social y político —en una palabra, la Ciudad que él de­
fiende—. La democracia no gusta de las diferencias, pero
sin embargo algunas son necesarias, como las que velan por
el respeto de los antepasados, o sea, de los muertos, de los
padres, de la vida, de la familia. La identidad del grupo no
podría edificarse sobre las ruinas de estas diferencias fun­
dadoras sin terminar perdiéndose: tentación igualitaria en
la que todo vale por todo pues todos valen por todos (al me­
nos en lo que concierne a los hombres libres). Así pues, el
teatro debe poner en guardia a la Ciudad, y ello, con más ra­
zón, por cuanto esta, debido a su ideal democrático, podría
objetar el respeto de las diferencias o, en todo caso, tenerlas
por inexplicables o ilegítimas.
Con frecuencia se asoció el teatro griego con la epopeya
(pensamos en Los persas de Esquilo, por ejemplo), pero vea­
mos las diferencias que los separan. En La Odisea de Home­
ro, Ulises está amenazado en su vida, su matrimonio y su
poder. Penélope y Telémaco creen en él, Itaca resiste, y Uli­
ses regresa a su país. Después de haber sido amenazados,
los auténticos valores de la Ciudad fueron restaurados y
han quedado a salvo. Ha quedado a salvo la identidad hu­
mana y cívica. Ulises no cedió. Lo que está enjuego en La
Odisea —y por eso es una epopeya— son las diferencias de

280
base, que tienen que ser sagradas, pues de lo contrario de­
ben ser combatidas en cuanto diferencias (dado que estas,
por definición, van en contra de la identidad del grupo): la
vida y la m uerte, la relación entre padres e hijos y entre
hombre y mujer, esenciales para la familia. Ahora bien, en
La Odisea estos valores se hallan permanentemente ame­
nazados, hasta que Ulises arriba por fin a ítaca y recupera
su trono, su mujer y su hijo. Bajo el reinado de la tragedia,
en cambio, Grecia ya no cree en este tipo de soluciones; los
valores de base son pisoteados, y es preciso que haya caída y
castigo para confiar en el retorno de cierto equilibrio. Con la
«novela», que es mucho más tardía, sólo resta la búsqueda,
sin posibilidad de resolución última del conflicto; en efecto,
en un mundo que deambula al capricho del azar y de la For­
tuna, la identidad está perdida.
La distancia que se abre bajo los embates de la Historia
en movimiento la emprende contra las identidades (ethos),
antes de forzar a reconfirmarlas cuando se ven cada vez
más amenazadas. El logos épico cumple esta función: Ulises
recupera trono y hogar. En el éxito de Ulises, vida, mujer y
poder quedan relegitimados como valores esenciales de la
Ciudad. La tragedia surge cuando este happy end deja de
ser realizable o pensable. Las diferencias esenciales se ven
escarnecidas y esto es, a todas luces, trágico. «Yo», «tú», «él»:
género poético, género teatral, género épico, ethos literario,
pathos literario y logos literario, respectivamente. Pero va­
yamos más allá: en cada género reencontramos la oposición
de lo figurativo y de lo literal, del realismo, pues, que tra­
duce la variación de problematicidad.

Cuadro 19.
e th o s U)g08 p a th o s
(género lírico) (género épico) (género dramático)

figurado/figurativo poesía epopeya tragedia

literal/realista novela historia comedia

«el Yo» [«le Je»] narraciónde lo confrontación


que le habla a que sucedióy ya que crea los
otro de sus no constituye problemas
problemas un problema

A título ilustrativo, veamos a qué corresponde este cua­


dro en la literatura de la Grecia antigua:

281
Cuadro 20.

ethoa logoñ p a th o s

fig urativo L a lita d a L a O disea la s tra g e d ia s


(poesía hom érica (epopeya) de E squilo,
e n la que está Sófocles,
e n juego el ethos E u ríp id e s
d e los héroes)

re a lis ta la ficción la s h isto ria s la s com edias


pro saica de H eródoto de A ristó fan es
d e la elocuencia (y p o sterio rm en te
d ialéctica de Tucídides)
y filosófica
de P lató n

3. Teorizaciones de lo literario
que corresponden a las diferentes etapas
de la ley de problematicidad invertida
La figuratividad, que aumenta al acelerarse la Historia,
tiene por contraparte un realismo que persiste y que está
bien arraigado. Ni la novela policial ni la novela de amor,
que apasionan en igual medida, son abandonadas, y ello,
porque la poesía se vuelve más enigmática con Mallarmé o
Yeats, o también porque la narración ficcional se revela más
alegórica con Joyce, Kafka o Borges. La problematicidad,
que aumenta con la aceleración de la Historia, no impide,
pues, que las formas realistas y miméticas de literatura per­
duren y hasta se modifiquen para adaptar su realismo a las
nuevas condiciones sociales del público lector. Un auditorio
de masas, en principio más democratizado, promueve una
literatura «de folletín», como lo advirtió Umberto Eco en
E l superhombre de m asas.2 Junto a la novela que Eco mis­
mo califica de problemática se despliega una novela o narra­
ciones novelescas en las que lo problemático se inscribe en
las situaciones (y no en la forma, como ocurre con Joyce o
Calvino) vividas por sus héroes. El sentimiento y la emoción
acercan al lector a estos personajes de novela. El lector se

2II superuomo di massa, 1978; trad. fr., De Superman au su.rh.omme,


Grasset, 1993.

282
exalta al redescubrir sus propios problemas resueltos por el
héroe, en tanto que la novela de vanguardia va a formalizar
más bien su problematicidad a través de la estilización.
Ello no obsta a que, al aumentar la figuratividad, al pro-
blematizarse más el texto, la ficción ya no tenga otro sentido
que confirmar la pérdida de sentido. Vemos cómo se suceden
teorías y escuelas que harán las veces de mediadores cultu­
rales entre el autor y el lector, antes de que los periodistas li­
terarios vuelvan a hacerse cargo de esta función, democrati­
zándola. Si ninguna de estas teorías concuerda con las de­
más, ello se debe a que pretenden generalizar un punto de
vista específico, a menudo sólo válido para un estadio par­
ticular de la diferenciación entre cuestiones y respuestas en
el interior del texto literario. Dichas teorías las proyectarán
hacia el pasado con carácter de verdad general respecto del
hecho literario.
1) E l prim er estadio de la ley de problematicidad inverti­
da es la literatura fuerte propia de un mundo estable, en el
cual la cuestión a resolver está expresada por un texto cuya
finalidad es resolver la intriga. E thos proyectivo y ethos
efectivo están muy próximos. La narración tiene, por cierto,
un sentido figurado, pero que parece ser externo al texto.
Este primer estadio dura mucho tiempo y se caracteriza por
la preeminencia de la mimesis. El arte es representacional;
refleja lo real, la naturaleza, la acción; imita y reproduce. La
novela policial y la intriga amorosa son ya estadios avanza­
dos de este primer momento en el cual lo real es más proble­
mático, en el que se intenta reconstruirlo o reencontrarlo.
Dicho estadio se prolonga en formas narrativas miméticas,
que siguen siendo apreciadas, al lado de una literatura, no­
velesca o poética, más enigmática y figurativa, que expresa
la innovación formal al adoptar un ritmo creador o desesta­
bilizador (en todo caso, problematizante) de la Historia.
2) E l segundo estadio es presentado por una figurativi­
dad incrementada que marca el ritmo de una Historia que
se acelera, de identidades que se resquebrajan, de metáfo­
ras que se profundizan, de un sentido que elude la transpa­
rencia de lo literal. Se plantea el punto de saber qué quiere
decir el texto. Ya nada es tan evidente como antes. E ste se­
gundo m om ento consagra la era de la hermenéutica, a tra­
vés de la búsqueda del sentido. Interpretar el texto es indis­
pensable para comprenderlo. La exterioridad de lo referen-

283
cial ya no permite resolver la cuestión casi automáticamen­
te. El problema del sentido pasa a ser el del texto. ¿De qué es
cuestión en este? He aquí, sin duda, lo que conviene ir a
buscar en los recodos de la ficción. Ella responde, pero, ¿a
qué? La cuestión consiste en descubrir la cuestión de la que
es cuestión en la respuesta.* Al comienzo, cuando la figura-
tividad es todavía débil, no se piensa en términos de cues­
tión ni de cuestionamiento. Dar el sentido de un texto o de
una frase es ser capaz de reformularlos por medio de otras
palabras. Esta equivalencia hace de Don Quijote un traduc­
tor que reproduce en forma idéntica los libros de caballería.
Él quiere vivir lo que lee. Aquí, Don Quijote se convierte en
Don Xerox: el intérprete perfecto. En la vida cotidiana,
cuando nuestro interlocutor no ha comprendido lo que le
hemos dicho, repetimos lo que quisimos decir empleando
otros términos. Pero comprender todo un texto no implica
que se lo deba reescribir, cual el Pierre Menard de Borges,
quien finalmente no encuentra mejor salida que reproducir
la obra de manera idéntica para no traicionar la significa­
ción utilizando palabras diferentes de las del texto original.
Una figuratividad que se acentúa lleva a plantearse
cuestiones, y entonces ya no se puede ver el texto como un
simple texto: la que abre una cuestión es la respuesta a una
cuestión. ¿De qué es cuestión en la respuesta textual, na­
rrativa o no? La hermenéutica es una disciplina interroga­
tiva: ella interroga al texto en cuanto respuesta. La especifi­
cidad de este proceder plantea a su vez un interrogante: Las
cuestiones del texto, ¿están en el texto mismo o en el lector?
Esta pregunta no es en absoluto inocua. Pretende saber si
las diferentes interpretaciones de los textos en la Historia
están contenidas en ellos o en las generaciones sucesivas de
lectores. ¿Qué es la Historia para un texto? Decir que ella
está en él sería asignar al texto la historia de sus lecturas
posibles, a semejanza de una Providencia divina que des­
plegaría a priori el destino de cada cual. Por otra parte, si el
sentido proviene de la recepción y de la lectura, se cae en el
relativismo histórico. Cada época tendría sus cuestiones y
sus respuestas, y todo texto encerraría entonces en sí mis­
mo una significación indefinida. Mientras no se lo interro-

* En el original, «La question est de découvrir la question dont il est ques-


tion dans la réponse». (N. de la T.)

284
gase, no respondería específicamente a nada: su sentido, al
ser múltiple e indeterminado, estaría como a la espera. Am­
bas posturas, enfrentadas, parecen tan insostenibles la una
como la otra: Gadamer pensaba que un texto despliega sus
cuestiones en el transcurso del tiempo, como un sentido pre­
vio contenido en él a priori y que se dejaría leer en la Histo­
ria, en tanto que Jauss e Iser,3 partidarios de la escuela de
la recepción, consideraban al lector la única fuente del sen­
tido. Esta escuela otorga más peso a lo figurativo, que asig­
na un papel más importante al lector, mientras que la her­
menéutica se atiene todavía a una transparencia y una in­
manencia relativas de las que la Biblia sigue siendo el mo­
delo implícito. He aquí dos estadios sucesivos en los diferen­
ciales de la Historia y de la problematicidad creciente.
¿Cuál es la solución?
Las cuestiones son efectivamente planteadas por el lec­
tor en su diálogo con el texto, dado que las respuestas de es­
te remiten a aquello de lo que es cuestión, la inferencia in­
terpretativa está condicionada y limitada por la respuesta
textual. Existe lo que a partir de Greimas4 es llamado isoto­
pía, un topos coherente que subyace en la unidad de las res­
puestas y que constituye su clave. El carácter objetivo de
una interpretación está dado por las respuestas posibles
acerca de lo que se halla implicado en calidad de cuestiones,
y estas proporcionan la problemática del texto. Empero, di­
cha problemática es abierta por definición, y en tanto que
las respuestas posibles sobre aquello de lo que es cuestión
están determinadas por la respuesta textual en su conjunto,
en cambio, las cuestiones son plurales e históricamente va­
riables. Gadamer y Jauss tienen, pues, razón, pero sólo si
combinamos sus puntos de vista. Las cuestiones que se le
plantean a un texto varían históricamente, pero no se puede
decir cualquier cosa sobre aquello de lo que es cuestión en
un texto. Un ejemplo muy conocido es el que recuerda Pop-
per a propósito de Platón. Un hombre de la Edad Media se
interesa en las cuestiones teológicas de las que versan cier­
tos textos de Platón, en tanto que un espíritu del siglo XX se
preocupará más por la libertad y el totalitarismo e interpe­
lará a Platón de un modo diferente. Ahora bien, es legítimo

3 En L’acte de la lecture, op. cit., gran libro de teoría literaria.


4 Sémantique structurale, Larousse, 1966; PUF, 1986, págs. 69 y sig.

285
pensar que las respuestas segundas, de las que se trata en
las respuestas de Platón, no dependen del intérprete que
plantea las cuestiones, o sea, de la Historia. Rara vez puede
calificarse de falsa a una buena lectura y de verdadera a
otra: la primera es solamente obsoleta, o secundaria res­
pecto de lo que interesa a los lectores en una época ulterior.
3) E l tercer estadio en la figuratividad incrementada de
lo literario advierte que se ha vuelto aún más problemático.
Es la era de la deconstrucción (siglo XIX, Nietzsche; siglo
XX, Derrida). El objeto del texto es la problematicidad de lo
literario en un mundo trivializado y obsesionado por el con­
sumo y en el cual la intelectualidad de la escritura parece
un lujo inútil e insignificante. La guerra o el dinero. En los
dos casos, lo real se fractura en espasmos que vuelven la li­
teratura secundaria e inesencial. El sentido está perdido.
Tbdo se torna absurdo. La ficción no puede sino expresarlo y
abrir así la cuestión del sentido hacia la imposibilidad, toda­
vía, de responder. Leer un texto pasa a ser entonces decons-
truir el sentido como ilusión: no hay más que sendas, direc­
ciones, líneas de lectura que son plurales y hasta contradic­
torias. Lo problemático del texto es lo negativo del sentido,
negativo que debe tomarse, a un tiempo, en su acepción
fotográfica y en su definición lógica; y esto vuelve contradic­
torio y paradójico lo que él determina, en cierto modo anu­
lándolo de antemano. Si Derrida aspiró a ser el teórico de
esta deconstrucción del sentido, fue en continuidad con las
grandes ficciones de Kafka, Borges o Calvino, en las cuales
la imposibilidad del sentido de los textos literarios cons­
tituye, paradójicamente, su sentido mismo. En «El examen»
(Prüfung) de Kafka se asiste al extraño encuentro de un sir­
viente, que busca desesperadamente ser conchabado, con
quien puede ayudarlo a conseguirlo. Cierta noche se en­
cuentran en un café y el hombre le confía a esa especie de je­
fe de personal que está buscando un empleo en el castillo.
Su interlocutor le hace una infinidad de preguntas que el
hombre ni siquiera comprende y a las que no puede respon­
der. Y el jefe lo toma, dice, porque quien no comprende las
preguntas es quien tiene las buenas respuestas; de modo
que es este último quien recibe el empleo. Esto es claramen­
te absurdo. ¿Cómo leer entonces la alegoría? Se trata de una
metáfora del sentido y de la literatura. Se entra en la litera­
tura cuando se ha comprendido que la cuestión de la signi­

286
ficación ya no tiene sentido. El sentido es entonces, paradó­
jicamente, la ausencia de sentido; ya no hay sentido: tal es
el absurdo de Kafka. El texto tiene sólo efectos: he aquí la
era del pathos. Así pues, un texto deconstruye, uno por uno,
todos sus sentidos, y este movimiento retórico es la nueva
clave de lo literario.
4) La concepción problematológica de la literatura parte
del hecho de que la respuesta a la cuestión del sentido es
que no hay respuesta, lo cual es menos paradójico y contra­
dictorio que afirmar que el sentido de la literatura es que ya
no tiene sentido. En realidad, la respuesta a esta cuestión es
que tenemos que vérnoslas con una cuestión. Comprender
un texto significa relacionarlo con las cuestiones que él
plantea y de las que pretende ser la respuesta. La proble-
maticidad de lo real condujo a la fragmentación del arte: de
la disonancia musical a la abstracción figurativa —no re-
presentacional— de la escultura o la pintura, se observa un
mismo movimiento dirigido a interpelar al espectador, al
lector, al oyente. La cuestión reside en la interrogatividad
misma del mundo. El cuestionamiento es el mundo atrave­
sando a la Historia. Somos así llevados a interrogarnos
acerca de la interrogación misma que nos afecta. No ya el
sinsentido, no ya la absurdidad, sino una extensión del res­
ponder a lo problemático que le hace frente y le subyace, con
el afán de preservar su diferencia: he aquí lo problematoló-
gico. Líneas, puntos, colores, deformidades y disonancias,
rupturas, poesía abstracta: cuántos lugares en los que la
cuestión es, sin duda indirectamente (y no directamente,
como en filosofía), saber por qué todo es tan problemático.
Prevalecía el absurdo cuando la respuesta consistía en to­
mar nota de la imposibilidad de responder, y prevalecía el
nihilism o cuando se trataba de decirlo de todas formas,
aunque fuera indecible. Decir lo problemático con «respues­
tas» que no pueden concebirlo y conceptualizarlo conduce
necesariamente a la imposibilidad, el silencio y el nihilismo.
Hay que afrontar, pues, un logos en el cual el responder pue­
de hablar del cuestionamiento sin indiferenciar a ambos en
lo proposicional. Lo problematológico es aquel momento del
pensamiento que ve reflejarse la respuesta como reenvío
urgente a lo problemático, el cual se ha vuelto por fin posible
y ya no tiene nada de negativo ni de imposible para el res­
ponder, sino que es su correlato natural. Se sale del absurdo

287
y del nihilismo para reencontrar el sentido, y esto, gracias a
una nueva manera de aprehenderlo, sustentada en una di­
ferencia problematológica cuya negación conducía al nihi­
lismo del decir, nihilismo que no puede concebir ni expresar
lo problemático objeto de reflexión.

4. Comprensión, interpretación, aplicación:


la ley y la política
Para Gadamer, estas son las tres operaciones claves del
proceder hermenéutico. La aplicación permite que la ley, el
texto, recupere toda su actualidad para un cuestionador del
tiempo presente. El ethos del texto, en lo más profundo de sí
mismo, reside en esa utilización de textos pasados o inac-
tuales de los que sentimos que su pertinencia puede consti­
tuir un problema, sobre todo si es preciso poder aplicarlos a
cuestiones nuevas e imprevistas. En esta preocupación por
restituir sentido y vida a imperativos a veces demasiado
abstractos o lejanos radica el papel esencial del mediador: el
hombre de ley, el hombre de fe. En la producción de un
mensaje hay una imagen del otro que hace que esperemos
que nos comprenda, que pueda interpretar y dar sentido o
validez a la respuesta, y que esté convencido de la pertinen­
cia de esta últim a en relación con sus propias exigencias.
Ninguna aplicación tendría sentido si no estuviésemos per­
suadidos de que el texto, la ley o lo dicho no eran pertinentes
en la situación como para responder a ella. Encontramos
aquí las dimensiones características del pathos proyectivo.
Pero hay más. ¿Pueden hallarse tal vez, en estos tres mo­
mentos hermenéuticos o retóricos (y aquí la aplicación es
persuasión de la validez pertinente de las respuestas), las
tres etapas del razonamiento argumentado? Cuando se dice
«Hay Serpientes a lo lejos» o «Bruto mató a César», se some­
te al auditorio una frase que es preciso comprender: ¿De qué
es cuestión, literalmente? De un hombre muerto, de César
(¿quién es?), de cosas a las que llamamos serpientes, etc. En
un segundo momento se ha de interpretar cuál es la cues­
tión enjuego: ¿Qué se quiere decir al decir lo que se dice?
¿Qué significa, exactamente? Decir que Bruto mató a César,
¿debe ser interpretado como una condena o, por el contrario,

288
como un acto que libera a la Ciudad del tirano que la ame­
naza? Decir que hay serpientes que interceptan el camino
también debe ser interpretado: ¿Se trata de una amenaza?
¿De una comprobación? ¿De una cuestión? Después de todo,
lo que se ve a lo lejos se parece también a cuerdas enrolla­
das. Por último, y he aquí el tercer momento, se debe apli­
car: Bruto mató a César, se trata de un asesinato y por lo
tanto hay que castigar a Bruto. O incluso: hay serpientes a
lo lejos, ¿debe vérselas como un peligro, el de ser mordido
por estos animales venenosos? Si se aplica esta última pro­
yección, la conclusión es que hay que cambiar de ruta. En el

Cuadro 21.

E n u n c ia c ió n L a s s e rp ie n te s B ru to asesin ó Logos
son v e n e n o sa s a C é sa r

In terp reta ció n L a s cosas que L os asesin o s E th o s


se v en a lo lejos d eb e n se r
so n p elig ro sas c astig ad o s
s e rp ie n te s

A p lica c ió n S eam os p r u d e n te s C a stig u em o s P a th o s


(conclusión) a B ru to

otro ejemplo se aplica la premisa «los asesinos deben ser


castigados». En síntesis, si hay serpientes, debemos prestar
atención, y si Bruto asesinó en verdad a César, conviene
castigarlo. Del logos se pasa así al ethos, en el que se juega
una evolución interpretativa del alcance del logos, que espe­
cifica lo que quiere decir el locutor con sus palabras. «Las
serpientes son venenosas» significa, en el contexto elegido
—el de un paseo entre amigos—, que probablemente haya
serpientes, pues, de lo contrario, ¿por qué decir tal cosa?
De igual modo, si Marco Antonio recuerda que Bruto ase­
sinó a César, es para que se experimente la fuerte voluntad
de castigarlo porque es un asesino. La multitud es invitada
a interpretar la comprobación del asesinato de César como
una exhortación al castigo. Dado que esto es obvio, ni si­
quiera hace falta recordar la ley: «Todo asesino debe ser
castigado». O incluso precisar: «Las serpientes son vene­
nosas, así que seamos prudentes». Claramente, el ethos espe­
cifica el imperativo que servirá de mediación para la conclu­

289
sión. Decir que las serpientes son venenosas es decir que se
plantea cierto problema, así como decir que Bruto asesinó a
César es decir que un (otro) problema debe ser resuelto
(«¿Qué hacer con Bruto?», así como teníamos «¿Qué hacer
con nuestro paseo?»). Se termina, pues, por el pathos, que es
la conclusión que el orador induce a extraer al auditorio.
Veamos ahora cómo funcionan la enunciación (logos), la
interpretación (ethos) y la aplicación (pathos) en las institu­
ciones retóricas del derecho y de la política.

5. Cuando el derecho, la política y la economía


se traducen en instituciones oratorias:
de la resolución directa a la retorización
a) El derecho se estructura, en su utilización, según el
ethos, el logos y el pathos. El ethos son los derechos de cada
uno; él los anticipa como conocidos por el otro, que tiene los
mismos, y si este saber es compartido, tales derechos son
igualmente reconocidos y respetados. No hay conflicto, por
cuanto el ethos y el pathos se confunden (cf. cuadro 14 y los
comentarios). En cambio, si la distancia entre el ethos y el
pathos crea una diferencia que es preciso resolver, el dere­
cho constituirá un cuerpo de doctrina movilizable y aplica­
ble, un logos formado por normas. También en este caso va a
aplicarse la ley de problematicidad invertida.
La ley de problematicidad invertida que se aplica al de­
recho es, en realidad, una manera de integrar la problema­
ticidad y su resolución a través del discurso normativo:

Cuanto m ás conflicto hay, m ás afecta el pathos al dis­


curso. Cuanto m ás dism inuye este último la problem ati­
cidad de las cuestiones, m ás expresa lo resolutorio de la
norma mediante leyes positivas. Y, al fin de cuentas, el de­
recho, al ser dem asiado problemático, recurre al ethos,
que se arraiga en el derecho a tener derechos, lo cual anti­
cipa a priori los conflictos. E n realidad, cuanto m ás espe­
cificado está el problem a, m ás literalm ente expresa la
norm a (logos) la respuesta que se impone. E n cambio,
cuanto menos calificado está el problema, m ás se trata de
interpretar la cuestión y de advertir cómo se le aplica tal o

290
cual ley. E l papel del jurista crece tanto más cuanto que la
norm a es invocada por los in d ividuos en conflicto, los
cuales recurren al derecho en calidad de querellante y de
acusado.

Aquí, la problematicidad invertida no se dirige a la com-


plementariedad textual de lo figurativo y lo literal para dar
cuenta de la variación en la diferencia problematológica,
sino que descansa en la oposición entre lo conflictivo y lo re­
solutorio. Pero siempre se trata de la diferencia entre cues­
tión y respuesta. Simplemente, en derecho, esta oposición
se traduce en el conflicto y la resolución. La cadena ethos-
logos-pathos, que expresa la relación interlocutiva de la
retórica, se traduce en el tríptico: los derechos, el derecho (o
las normas) y los deberes. Si surge la conflictividad, la con­
tradicción entre los derechos de unos y los derechos de los
otros (o los deberes que se tiene a su respecto), ella va a tra­
ducirse en el recurso a la justicia. Un conflicto es pathos, y a
fin de recuperar la distancia el derecho recurre al ethos para
afirmar la autoridad moral y jurídica del tribunal que torna
legales (logos) las decisiones.

b) El discurso político conoce él también la ley de proble­


maticidad invertida.

C uanto m á s expresam ente especificada se h a lla la


cuestión, m ás literalmente resolutorio es el discurso polí­
tico. Cuanto menos abierto está el problema, m ás es tom a­
do a su cargo por el discurso ideológico, que pretende re­
solverlo todo. A l fin de cuentas, la política será el discurso
de los hom bres políticos, y todo el peso recaerá sobre el
ethos, la personalización de lo político.

Una ideología es un discurso que afirma: 1) que toda


cuestión pública, incluso toda cuestión cultural y moral, en­
cuentra en él su respuesta; 2 ) que toda respuesta está dada
ya, de alguna manera, en la ideología existente; 3) que, por
consiguiente, toda respuesta contraria no haría m ás que
confirmar la ideología, la cual, por lo tanto, tiene «siempre
razón». P implica q, pero no-p también.
La ideología se diferencia de la propaganda en que la pri­
mera pretende tener respuesta para todas las cuestiones,

291
mientras que la segunda considera que ni siquiera hay ya
cuestiones. Es aquí donde se asocian: una vez que se dis­
pone de las respuestas, hay que propagarlas evitando que
se muestren problemáticas.
No se puede hablar en este caso de figuratividad, sino de
problematicidad en lo que conviene aplicar. El jurista discu­
te, opone, busca precedentes y analogías. Reintroduce la
distancia —una distancia que aquí no tiene nada de so­
cial— cuando la pasión que anima a los oponentes es dema­
siado fuerte.
El derecho, la política y la publicidad estructuran la dis­
tancia entre los individuos sobre un eje similar en el que
reencontramos el ethos, el logos y el pathos, pero esta dis­
tancia puede ser más o menos grande entre los individuos
en cada una de las tres dimensiones retóricas.¿Por qué re­
sultan posibles, pues, esas tres etapas en la negociación de
los conflictos retóricos? El ethos, el logos y el pathos definen
ciertamente nuestra relación con nosotros mismos, con el
mundo y con las cosas: ¿por qué existen, entonces, fuera de
la literatura, una retórica política, una retórica jurídica y
una retórica publicitaria, propia de la economía, que debe­
rían ser singularizadas? Cuando la economía (la relación
social con las cosas) se convierte en retórica, ello da lugar a
la publicidad; cuando el derecho, que preserva al sí mismo
(y por lo tanto al otro), se hace discurso, tenemos la retórica
jurídica; por último, cuando la relación con el prójimo des­
plaza sus apuestas hacia la comunicación que oculta, devela
o reúne, tenemos el discurso político. En el plano de la retó­
rica, el ethos, el pathos y el logos son lo que podemos llamar
instancias, mientras que el derecho o la política constituyen
instituciones oratorias, para recoger el término que utiliza­
ba Quintiliano cuando se abocaba a codificar los lugares pri­
vilegiados de la palabra social o individualizada. Pero no só­
lo se trata de estas evidencias en el tríptico derecho-publici-
dad-política. En política, el problema que enlaza y opone a
los individuos suele ser ocultado, pertenece al orden de lo no
dicho, como en el caso de un interés, sea o no de clase, que no
puede confesarse sin despertar rechazo o mala conciencia,
que no se quieren afrontar. Y están también las cuestiones
que se niegan, como sucedía no hace mucho con el problema
del recalentamiento climático y sus causas. En cuanto a la
publicidad, ella juega, como la literatura, sobre una varia­

292
ción de la problematicidad en el interior mismo de los dis­
cursos que genera. En ocasiones, la cuestión resuelta es lite­
ral («Compre esta lavandina, que lo lava todo sin decolorar
la ropa»); otras veces, es totalmente indirecta y figurativa
(«Con este perfume, el amor está al alcance de todos»). Por
último, con el derecho, la cuestión que divide tiene que ser
enteramente explícita y clara, y calificar el delito o el error
como tales, lo mismo que la reparación que se busca obtener
o la sanción a que se está expuesto. Tenemos aquí, por lo
tanto, tres grados de explicitación de lo problemático y va­
riaciones posibles en el interior de cada uno de estos campos
retóricos. Así pues, la distancia entre los individuos y la pa-
sionalidad (pathos) que los une o los contrapone pasan a ser
determinantes en el tipo de retórica adoptado. Para resu­
mir, de la política al derecho, la cuestión que divide se revela
cada vez más explícita.
En nuestra sociedad democrática, el derecho, lo mismo
que la política o la publicidad, tienen por objeto negociar
—indirectamente o no— la distancia entre los individuos
gracias a la resolución de esa cuestión. Empero, seamos
precisos: cuando se negocia sólo la distancia sin que haya
cuestión que la exprese, cuando el único problema es la dis­
tancia, no hay resolución argumentada. Estamos ante lo
que siempre fue considerado pura retórica de palabras abs­
tractas, de ideas preconcebidas, de vivencia racionalizada.
He aquí la ilusión retórica, en el sentido de que es sofística.
Si sólo se interviene sobre la distancia, ya no se argumenta,
estrictamente hablando, sobre una cuestión, la cual no es
más que un pretexto. ¿Y si la distancia fuera finalmente el
problema último? La retórica no sería más que ideología y
—lo veremos también— mecanismo psicológico de protec­
ción y defensa. Es verdad que el derecho establece distan­
cias, las distancias más grandes que pueda haber, mediante
sus juicios y condenas, lo cual empieza por el formalismo ju­
rídico. La publicidad juega con las distancias, a las cuales
pretende rentables. La política no puede desembarazarse
de ellas, y aquí el pathos es mayor que en cualquier otro ám­
bito, pues las diferencias de que se trata forman la identi­
dad social de cada uno y el lugar que cada uno se esfuerza
en reservarse o en preservar gracias a esa identidad. Empe­
ro, hay cuestiones externas a esta problemática de la dis­
tancia a las que tanto el derecho como la política intentan

293
responder. Derecho, política y publicidad presentan una
autonomía retórica que los caracteriza específicamente: en
los tres hay ethos, pathos y logos, pero el logos traduce, a
causa de la problematicidad invertida, la creciente apela­
ción a una problematización que se afirma como tal y que
conduce a un ethos invocado cada vez más como último re­
curso. El ethos es la verdad indirecta e implícita de la re­
lación, lo cual conduce a una personalización creciente de la
política, así como la problematicidad expresada en ella con­
duce al deber de zanjar lo problemático (especialmente por
medio de las elecciones). Por otra parte, es interesante refe­
rir el derecho a la política, y a la inversa, para advertir de
qué modo se invoca al primero para resolver los problemas
que subsisten en la segunda, y recíprocamente.

Cuadro 22.
A B
D erecho . ---------- 1-------------------- 1— ► ¡
.ethos logos p a th o s |
1 1
i i i
i i w
1 logos p a th o s 1
i i

El pathos político es más violento, pero la distancia suele


ser mayor entre las personas que en la relación jurídica.
Aunque los contendientes de un conflicto judicial sean pre­
sa de pasiones, el derecho no puede reflejarlas y debe operar
con calma. Por esta razón se dirá que la apelación al derecho
es sumamente pasional, pero no el derecho en sí, que suele
condensar los más intensos conflictos («Tengo derecho a
hacer esto, y punto»).

Cuadro 23.

justicia social
D erecho ethos \ ^ ► pathos

logos (codifica lo que es legitim o)


l
Política ethos \-----------------------1----------------------------------------------►pa th o s

La proyección de lo político sobre el derecho da lugar a la


pasión de la justicia social en la definición de los deberes

294
que es obligatorio respetar. Inversamente, la proyección ju­
rídica sobre el discurso político de este pathos, de estos debe­
res, consiste en normas. De este modo, la política, proyec­
tada en el derecho (cuadro 23), daba lugar a la justicia como
ideal del derecho y a normas de justicia destinadas a tradu­
cir la preocupación por la distribución y el reparto. El dere­
cho en la política (cuadro 24) introduce en la conducta de es­
ta el respeto de los derechos de cada cual, cuya salvaguarda
está a cargo del poder político.
El ideal social es mantener vigentes en la sociedad civil
las normas en las que se expresan las leyes y los reglamen­
tos jurídicos, y recíprocamente.

Cuadro 24.

D erecho ethos . .................. , ,, ......... » pathos


logos (codifica lo que es justo)
l
Política ethos \---------------------- 1 -------------------------------------------- ►p a th o s
norm as

No obstante, suele haber desajuste y, en consecuencia,


debate y confrontación (zona rayada del cuadro 25).

Cuadro 25.

El derecho es más argumentativo que la política; esta es


más «visceral», pues en ella las cuestiones son más explíci­
tas y se las califica más como transgresoras (o no) que en el
derecho. Cuando se negocia una cuestión ad rem, se apunta
más bien al derecho. Cuando se la aborda más ad hom inem ,
prevalece el recurso a la política. En cierto sentido, parece­
ría que una ley de problematicidad global rige las relaciones
entre derecho y política: cuanto m ás literal es un problema,
m ás se recurre al discurso jurídico; cuanto m ás im plícita es
una cuestión, m ás política es la retórica con que se la tom a a

295
cargo, sin perjuicio de que también en política cuestiones
expresas pueden ser resueltas de manera específica. En
efecto, como institución oratoria, la política posee tanto
literalidad como figuratividad. Está estructurada según un
eje propio que enlaza un ethos y un pathos por la vía de un
logos. En cambio, el vínculo entre la negociación de la dis­
tancia y la apelación al discurso jurídico es menos unívoco
que lo que se piensa habitualmente: el derecho no puede
resolverlo todo, ni en los tribunales ni por aplicación de los
códigos. Es preciso que la sociedad pueda funcionar, que
pueda regular la organización de las instituciones y generar
el acceso a los cargos garantizando la circulación social. En
consecuencia, el derecho envía a la política, y a lo político
(poder legislativo), las cuestiones que no puede resolver de
manera codificada, sin que la distancia sea mayor y tampo­
co más débil. Con la política, todo es tan sólo más conflictivo
y pasional, y el papel de las elecciones consiste, justamente,
en zanjar aquello que de lo contrario conduciría a la pura
violencia como método de resolución.
Ahora bien, enlazados unos con otros, observamos gra­
daciones entre ellos. Política, derecho y ética aspiran a re­
solver las cuestiones respecto de las cuales se espera una ar­
gumentación racional, con una distancia que es preciso re­
crear más fuertemente en derecho que en política, en ética
que en derecho. Empero, cuanto más conflictivo sea el pro­
blema, y oponga de manera más virulenta a los individuos,
más se recurrirá, en cada uno de estos dominios, a la última
defensa de que dispone el locutor, es decir, a él mismo, el
ethos. Autoridad, grandes principios, posición social y, por lo
tanto, relación de fuerzas serán fuente de argumentos. Lo
que se afirma de este modo es la institución oratoria, en to­
da la plenitud del término. Una institución oratoria es un
lugar de habla en el cual se perfilan relaciones retóricas
específicas estructuradas por el ethos, el logos y el pathos.
Las (Estancias son restablecidas en cada una de las esferas
y definen cada institución oratoria de manera propia. Ello
no obsta a que la mayoría de las veces las instituciones ora­
torias se proyecten entre sí y se fundan en un mismo conti­
nuo. Ethos de lo político, ethos jurídico, ethos de la ética van
a estructurar, de lo colectivo a lo individual, los baluartes
sucesivos de la resolución, proyectando sobre el eje horizon­
tal ethos-pathos lo que correspondía, en el cuadro de los
valores, al eje vertical, en el cual el ethos delibera consigo
mismo. El pathos ya no es más que una ficción proyectiva
absorbida en el ethos o puramente construida por él, sin
correlato efectivo que corrija la proyección. Puesto que existe
pathos frente a sí mismo, frente al sí mismo, la relación con
el otro, al no haber resolución argumentada, da lugar a una
argumentación puramente retórica y sin gran racionalidad
que no sea sofística o ideológica, argumentación que permi­
te al sujeto respaldarse en sus razones previas. La diferen­
cia con el otro es percibida entonces como una identidad dis­
frazada, reino de la compasión a modo de respuesta, o, si el
sujeto la vive como inaceptable, para él se trata del reino de
la envidia y del resentimiento. Si bien se mira, ambos reinos
son lo mismo: somos víctimas de nuestros superiores, de la
autoridad, de los poderes y de las instituciones, por lo cual
somos merecedores de compasión, y a su vez ellos provocan
nuestra envidia por la posición injusta que ostentan. La dis­
tancia se transforma en diferencia, y esta es inaceptable.
Por lo bajo, está la idea de que una víctima tiene siempre ra­
zón por principio, porque es objeto de una injusticia; por lo
alto, la de que la posición del otro que nos domina es igual­
mente injusta e inaceptable («¿Por qué no yo?»), dado que es
superior. La envidia y el resentimiento constituyen el len­
guaje justo de la injusta víctima, y, por lo tanto, también de
quien se halla a medio camino, portavoz de la víctima en su
voluntad de castigar al culpable, es decir, a aquel que ejerce
su diferencia y al que habría que liquidar en nombre de la
igualdad o, más bien, de la identidad del ethos. La argumen­
tación política se descentra del análisis objetivo en provecho
de la moral, que quiere ver a alguien equivocado y a alguien
que tiene razón a priori, lo cual es falaz e ideológico. Cabe
observar en esta gradación del ethos, que retoriza las cues­
tiones que no puede resolver mediante argumentos verifica­
dos por alternativas que los ponen a prueba, la manera en
que actualmente se inscribe la historicidad. El ethos es el ar­
gumento último y responde a la preocupación obsesiva por
las diferencias como criterio de realización de sí, lo cual tra­
duce una evolución histórica innegable de las sociedades de­
mocráticas modernas.

297
6. La proyectividad sin efectividad:
los ejes metafórico y metonímico
del lenguaje emocional y de la racionalización
(o de qué modo la mente suple la falta,
voluntaria o inexorable, de pathos efectivo)
La retórica apunta a negociar la distancia en relación
con una cuestión que en alguna medida plantea problemas,
y cuando el derecho no consigue regular los conflictos entre
los individuos, la resolución jurídica desborda sobre el enfo­
que político. Los conflictos no se extinguen necesariamente
con las reparaciones que se obtienen. Subsiste un sen ti­
miento de injusticia, que es ethos en su aspecto quizá más
puro. Se alcanza aquí la ética para un ethos al final de la
«flecha» retórica que expresa la distancia entre los indivi­
duos. El eje que surge trasciende los dominios retóricos en­
cargados de los conflictos: ética, valores comunes----- » de­
recho ----->política son los grandes momentos de la resolu­
ción de la distancia, grande socialm ente con la política, y
muy íntima y personalizada con la ética. El derecho está a
mitad de camino: mediatiza y racionaliza (argumentativa­
mente) lo que procede tanto de la ética como de la confronta­
ción política.
El derecho y la política son instituciones oratorias con
todas las letras, es decir, resolutorias. Su retórica descansa,
como toda retórica, en la relación ethos-logos-pathos. Por
otro lado, es también una realidad la imbricación del dere­
cho y la política en la gestión de la distancia. El derecho, por
ejemplo, restablece la distancia por medio del formalismo y
del recurso al tribunal y al juez, aunque se encarna, ante to­
do, en los discursos que recogen los derechos de cada cual in­
tegrándolos en las negociaciones contractuales sin que haya
conflictos, precisamente para evitarlos. Cuando hay debate,
la distancia que separa a los protagonistas aumenta, y el re­
curso ¿Tuna argumentación jurídica orientada a lograr ante
el tribunal un acuerdo sin conflicto devuelve la distancia a
su estado anterior. La resolución argumentativa, es decir, el
acuerdo, cumple así plenamente su misión «pacificadora»
(Habermas). En rigor, el derecho trata las cuestiones que le
son propias, como lo hace, por su lado, la política. Esta defi­
ne también una esfera de respuestas figurativas marcada­
mente retóricas, y hasta pasionales, para confirmar al dere­

298
cho en su función social, la cual pretende ser, si no «redento­
ra», al menos resolutoria. Tbnemos, por consiguiente, dos si­
tuaciones posibles de la repercusión derecho-política (cua­
dros 26 y 27).

Cuadro 26.
Ética Derecho Política

pathos

¿Qué describen este encadenamiento y estas superposi­


ciones entre el derecho y la ética para la retórica y entre la
política y el derecho para la argumentación? En el caso pa­
radigmático expuesto en el cuadro 26, la política está domi­
nada por el pathos, y los debates y las cuestiones planteadas
se retorizan. Encontramos grandes discursos para proble­
mas traducidos en términos líricos, en todo caso muy gene­
rales y relacionados con principios. Salen a la luz conflictos
de interpretación, y se despliegan argumentos destinados a
disminuir el pathos.

Cuadro 27.
Ética Política Derecho

retór [umentació mentación


ethos — ----- ----- pathos

La politización de los problemas se alimenta, en este ca­


so, de argumentos jurídicos que tienen origen en la idea de
lo justo. Como bien sabemos, «hay que respetar el derecho»,
lo cual confiere una fuerza argumentativa muy especial a
esta convocación jurídica de lo político. A los efectos de con­
vencer mejor, el político invocará grandes axiomas jurídicos
—que en general nadie discute— tomados de la retórica mo­
ral, de la ética corriente. Agreguemos que la conflictividad
procedente del debate político, al desviarse hacia el plano de
los principios del derecho, se adecúa a marcos de resolución
preestablecidos que el derecho suministra a través de las le­
yes y los procedimientos. Por otra parte, si en un momento
dado surge un conflicto, el recurso a la argum entación,
cuando es concluyente, permite reducir la distancia entre
los protagonistas.

299
Puede darse también el caso inverso, en el cual la rela­
ción con el otro está marcada ya por argumentos jurídicos
cuyo valor persuasivo radica en los grandes principios que
estos invocan.
En este caso, la retórica sirve para absorber el conflicto;
ella lo politiza, y si esto no funciona se argumentará, en úl­
timo extremo, por la ética. El discurso político, demasiado fi­
gurativo, genera problemas muy específicos, sobre los cua­
les conviene argumentar para convencer, especialmente a
los electores.
Podríamos imaginar rupturas, como aquellas que dan
origen a instituciones oratorias separadas: las de los inte­
lectuales, los políticos y los juristas.

Cuadro 28. Las instituciones oratorias con todas las letras.

Ética Política(oderecho) Derecho (opolítica)

argumentación retórica argumentación retórica argumentación retórica


patho»

Del mismo modo, es posible combinar las dos primeras


situaciones de la manera siguiente:

Cuadro 29. Cuadro 26 + Cuadro 27: argumentación y retórica en


derecho y en política.

Derecho Política
_______________________________________________ p. patho»

Iargumentación I

A
/
Política
\
Derecho
ethos .......—... ........................... ............... » patho»

El derecho disminuye la distancia oposicional mediante


la argumentación que pone de acuerdo, o bien crea la dis­
tancia si esta es demasiado débil, demasiado pasional y con­
flictiva, pero esto sucede en el tribunal (lo cual significa una
politización del conflicto).
Si nos situamos exclusivamente en el plano del ethos, te­
nemos lo siguiente:

300
Cuadro 30. Formas de puesta a distancia que tienen su fuente en el
ethos.

ETH OS
valores com unes
A rgum entación ; (religión, etc.)
(cuestiones p la n te a d a s
expresam ente) I recurso a la s ideas codificación in tere ses
‘ m orales vigentes y leyes sociales
valores identitarios
e individuales
(valorización de af)
ética derecho poli tica
dista n cia m odulada p o r el conflicto « f MTflMfl ( OTRO

retorización em ociones se n tid a s formalism o te a tra lid a d


(cuestiones en c ara d as por el sujeto e ideología
por el lado de la s re s p u e s ta s (en nom bre del ethos, a q u í la ¿tica)
encargadas de elim in arlas)

Este cuadro 30 de la retorización de los conflictos deriva


de este otro, más general, correspondiente a la resolución de
las cuestiones externas entendidas como conflictos a afron­
tar e incluso a resolver:

C uadro 31.

C u estio n es
«sobre e l ta p e te s , v a lo re s prev io s conflictos c u e s tio n e s
e x p lícitas q u e s u b y ac en (v a lo re s e x is te n te s q u e q u e o p o n en
(d ire ctas) e n l a arg u m e n ta c ió n e s t á n e n c u e s tió n como (v a lo res a e n c o n tra r )
ob jeto s d e a rg u m e n ta c ió n )

ethos logos pathos

C u estio n es re tó ric a fig u ra s re tó r ic a s p a s io n e s e in te r e s e s


«bajo e l tapete*» d e lo s se n tim ie n to s
(in d ire c ta s ) y d e la s creen c ias

oposición c r e c ie n te

d esc o n ílic tu a liz a c ió n

Si examinamos con atención el eje que corre de la políti­


ca a la ética personal, encontraremos de manera inversa,
proyectada horizontalmente, la columna ethos del cuadro
14 sobre la jerarquía de los valores (indicada por una línea
de puntos vertical en el cuadro 30, como por efecto de un
«principio de proyección»). Lo que sorprende es el carácter
horizontal del eje y, por lo tanto, la oposición argumentati­
va, más que la expresión de la deliberación interior que, por
decirlo así, confronta al sí mismo consigo mismo. Se trata de
resolver conflictos, y lo colectivo se mezcla con lo individual
para alimentar los argumentos resolutorios. Este eje hori­
zontal, y no ya vertical, traduce una distancia entre indivi-

301
dúos distintos. La deliberación se convierte en resolución,
sin que haya forzosam ente acuerdo. El locutor m oviliza
toda la gama de argum entos, colectivos y personales o
emocionales, que tiene a su disposición para resolver sus
conflictos. Los argumentos políticos se individualizan, así
como la ética procede de un movimiento inverso: ella se
colectiviza para facilitar la convicción. Se pasa, pues, de los
valores comunes a su traducción individual, y a la inversa.
No obstante, de esta horizontalidad del eje deliberativo
del ethos surge una consecuencia inesperada, aunque siem­
pre posible, cuando el sujeto decide eludir la argumentación
con el otro o se siente incapaz de resolverla. Cuando la iden­
tidad (ethos) ya no se da de suyo y plantea un problema in­
soslayable, necesita de otro (pathos), construido, proyecta­
do, imaginado, que sirva de exutorio o de modelo. Sin rela­
ción con un prójimo efectivo no hay argumentación, sino ra­
cionalización, la cual es también, sin duda, una forma de ar­
gumentación, pero no se dirige en verdad a alguien exterior
existente en la realidad. Construirse un enemigo o imagi­
narse un «gran otro» es un proceder cuyo origen reside en
ese desplazamiento horizontal del eje ético. Empero, este
desplazamiento afecta tanto los valores como los deseos, y
entonces los primeros son, respecto de los segundos, sólo
máscaras a través de las cuales esos deseos se enuncian y se
ocultan a la vez. El desajuste entre lo proyectivo y lo efectivo
no puede ser suprimido, salvo retóricamente, mas ello es
mera ilusión, pues el cuerpo del otro constituye por sí solo
un obstáculo para esa anulación. No podemos sentir el dolor
o el placer que sienten los otros, por más que el nombre de
sus sensaciones y el de las nuestras sean idénticos. Razona­
mos por analogía con lo que sentimos, y el lenguaje, por ser
compartido, lleva a ignorar que se trata, precisamente, de
analogía. Hablamos del dolor de los otros, de su ira o de su
placer como si fueran nuestros, y ello, porque suponemos
que lo son. Sin embargo, esta identidad es un efecto del len­
guaje , 5 mientras que en la proyección pura de la racionali­

5 «Puesto que ninguna experiencia inmediata nos enseña lo que sienten


los otros hombres, no podemos hacemos una idea de la manera en que es­
tán afectados sino suponiéndonos a nosotros mismos en la situación en
que ellos se encuentran. Si uno de nuestros semejantes se ve sometido al
suplicio de la rueda, nuestros sentidos jamás nos informarán de lo que su­
fre mientras sólo estemos viviendo sensaciones de bienestar. Nuestros

302
zación sucede lo inverso: imaginamos una efectividad del
otro que se escabulle, pues este otro es una proyección de
nuestros fantasmas, de nuestros temores, de nuestras pasio­
nes, que aplicamos sobre él porque no queremos tener en
cuenta que él es diferente de un pathos proyectivo. Por el
contrario, en la proyección pura, que se esfuerza por
alcanzar lo que el otro siente, el pathos se proyecta sobre el
ethos (se reproducen en el cuadro 30 los elem entos de la
columna del cuadro 14 que aparecen en un plano horizon­
tal), donde sólo existen nuestras sensaciones, no las que el
otro experimenta realmente y a las que sólo es posible ac­
ceder mediante la imaginación y la analogía. Pero la identi­
dad con otro, imaginada o construida, hace posible el len­
guaje de la emoción. Se trata de una proyección que con fre­
cuencia se sabe tal, cuando lo que se juega no es ético, mien­
tras que la racionalización ignora al otro real en su efec­
tividad y en su insalvable alteridad, que ella niega. El judío
que el alemán de preguerra se construyó era un ser codi­
cioso, inquietante, obsesionado con la idea de superioridad
(la suya, supuestamente), de la que finalmente el resenti­
miento nazi fue la expresión más visible, pero proyectada en
un arquetipo exculpador. Nada que ver con la realidad del
judaismo del que Einstein, Freud y millares de judíos anó­
nimos fueron la expresión más alta y más perturbadora pa­
ra el pequeñoburgués teutón. La racionalización, al tomar
al otro como exutorio de conflictos internos que el Sí mismo
proyecta sobre él porque no puede hacerse cargo de ellos,
niega la diferencia entre lo proyectivo y lo efectivo. Sin em-

sentidos jam ás pueden representarnos otra cosa que lo que se halla en


nuestro propio interior; sólo la imaginación nos permite concebir las sen­
saciones de ese hombre sufriente; y la imaginación misma sólo puede ha­
cer nacer en nosotros esta idea cuando nos representa lo que experimenta­
ríamos si estuviésem os en su lugar. Ella nos advierte entonces sobre las
impresiones que recibirían nuestros sentidos, y no de las que afectan a los
sentidos de aquel. Ella nos pone en su situación: sentimos que padecemos
sus tormentos, nos sustituimos, por decirlo así, a él mismo, él y yo somos
un mismo individuo; y al formarnos así una idea de sus sensaciones, ex­
perimentamos aquellas que, aunque más débiles, son de algún modo se­
mejantes a las suyas. Así pues, cuando de ese modo sus sufrimientos se
nos han hecho propios, comienzan a afectarnos, y nos estremecemos en­
tonces con sólo pensar en lo que él siente» (A. Smith, Théorie des senti-
ments moraux, pág. 2,1759; trad. fr. S. de Grouchy y la marquesa de Con-
dorcet, París, 1860).

303
bargo, en la racionalización, que desecha los problemas pa­
ra no tener que afrontarlos, hay tam bién un esfuerzo de
coherencia del sujeto, el cual retoriza al otro desproblemati-
zándolo. Tal es el seductor papel de las historias que uno se
cuenta sobre sí mismo y sobre los demás. ¿Es fundamental,
entonces, que sean verdaderas, antes que verosímiles? La
racionalización que descuida la diferencia entre lo efectivo y
lo proyectivo niega la diferencia (y conduce a la envidia). Del
mismo modo, cuando no se tiene en cuenta la diferencia en­
tre lo efectivo y lo proyectivo, se proyecta sobre el otro —co­
mo si se tratara del otro tal como es en la realidad—, en for­
ma de identidad emocional, el carácter inaceptable de esa
diferencia. Esto permite comprender el surgimiento de la
compasión, que anula cualquier desajuste entre lo real y la
vivencia de lo real, y descarga a priori al individuo de su cul­
pabilidad sobre una víctima «que siempre tiene razón», aun
cuando no se está en presencia de la razón ni frente a un
asunto emocional: más bien, hay que explicar.
El lenguaje de la emoción vivifica la identidad de los se­
res gracias al sentimiento común de que existen sentimien­
tos comunes. Si no se evoca lo que se puede observar efecti­
vamente en el prójimo, y verificarlo tanto como sea posible,
la emoción se reduce a mera compasión: nos ponemos a
priori en el lugar del otro para lamentar la diferencia, sea
cual fuere. Si es un superior, la diferencia es percibida como
injusta y surge entonces la envidia. Si es un inferior, la dife­
rencia es también injusta y esto suscita la compasión. El
ethos habla valiéndose de argumentos que no son tales y
abandona a la emoción la crítica de las injusticias, lo cual,
racionalmente hablando, es insuficiente.
Se tiene así la horizontalidad de un eje ethos-pathos que
se desplaza en una verticalidad, ciertamente metafórica, de
la relación consigo mismo como criterio de juicio sobre el
prójimo. El pathos deviene norma del ethos, de lo que es im­
portante para cada uno, como si revelara lo más íntimo del
sí mismo. Junto a esto, hallamos el movimiento inverso, en
el eje vertical, de aplicación del ethos sobre un pathos cons­
truido y proyectado por aquel. Este eje, que llamamos ahora
metonímico, engloba la relación con un otro que puede estar
interiorizado o exteriorizado, pero que es puramente pro­
yectivo: lo que uno no es, lo que uno teme ser, aquello a lo
que uno se opone y que traduce al otro en nosotros plantean­

304
do una cuestión, cuando lo único que queremos son respues­
tas. ¿Abolir la distancia de manera puramente ficticia, o
crearla, abusivamente también?: esta es, sin duda, la cues­
tión que se plantea cuando el eje de retorización, que va de
lo político al ethos puro, ya no responde a una retorización
argumentada de la distancia, que pasa a ser la preocupa­
ción central del sujeto, sin resolución de un problema ex­
terno como fundamento del proceder.

Cuadro 32.

eth os'

Se a p u n ta a lo efectivo con el solo


ethos proyectivo, concep tu alizad o
en el lenguaje del ethos.

(pathos proyectivo) .................... (pathos efectivo)

De la comprensión a la borradura
de las diferencias mediante el discurso de
la emoción común (distancia negociada a la baja)

Cuadro 33.

ethos
E l Sí m ism o se proyecta so b re un
otro im aginario al cual tom a (o no)
por el otro real y efectivo, cre a n d o
u n a distancia que le proporciona co­
herencia pero que puede llegar h as­
ta el rechazo del otro efectivo.
------------------------ (pathos proyectivo) .................... (pathos efectivo)

De la coherencia de sí a la racionalización
(distancia negociada a la alta)

¿No estamos aquí en presencia de dos maneras de apun­


tar al otro a partir del sí mismo y de sus emociones, de nego­
ciarlo, a pesar de que la realidad propia del otro esñgnorada,
abolida, o de que la inaccesibilidad es juzgada inesencial pa­
ra el sentir?
La proyección obedece, pues, a una doble lógica. Por un
lado, está la analogía, que es percibida como una metafori-
zación cuando el realismo recupera sus derechos. Por el

305
otro, está la metonimia, que singulariza al otro en su carác­
ter proyectivo a fin de procurarle coherencia identitaria a
un ethos sin otro, con un «otro» que es simplemente proyec­
tado. La primera lógica de proyección consiste en ver al otro
a partir de sus propias emociones, puesto que no es posible
ponerse en su lugar. Nos decimos que sufre o que está con­
tento, pero sólo por efecto de una analogía con nuestras pro­
pias sensaciones de dolor y de alegría. La anulación de lo
proyectivo mediante este lenguaje único da la impresión de
alcanzar al otro en su realidad, aunque sea corporalmente
ajena a la nuestra. El siente dolor, él tiene calor, él es feliz, él
está enfermo. La lógica proyectiva se halla aquí al servicio
de una búsqueda que tiende a comprender al otro en lo que
tiene de irreductible y de real. Ella anima la empatia, que
va de la compasión a la percepción de pasiones más fuertes
y conflictivas.
La otra lógica proyectiva, lejos de anular la distancia me­
diante la comprensión, apunta a crear alguna para lograr
vivir mejor con uno mismo. El individuo se proyecta un otro
diferente —pero que es él mismo— mediante propiedades
que lo resumen tanto como resulte posible. Aísla un otro, y
esto tiene el propósito de emular lo problemático que el otro
crea en él.
Si bien se mira, la función de estas dos lógicas proyecti-
vas es finalmente la misma: afrontar problemas conflictivos
que no se pueden resolver, lo cual equivale a abolirlos retóri­
camente, cuando el eje ethos----->pathos con la ética, el de­
recho y la política ya no ofrece, valiéndose de recursos suce­
sivos, respuestas argumentadas a los problemas externos
que se plantean en uno u otro momento. Al no conseguirlo,
el locutor (ethos) desplaza la alteridad psicologizándola en
la proximidad mediante el lenguaje de la emoción, en lo que
atañe a las respuestas, o construyendo un otro a menudo
ficticio cuando una proximidad demasiado fuerte pone en
cuestión al sujeto. Así se explica el papel crucial y constituti­
vo de la distancia que se restablece, y también el de la per­
m anente conciencia del desajuste entre lo efectivo y lo
proyectivo sobre la que se asienta la argumentación en la
relación con el prójimo, irreductiblemente diferente.
Ahora bien, la relación con el otro no siempre es argu­
mentada. En ciertos casos se prefiere eludir la cuestión,
rechazar al otro, excluir lo que perturba y actuar como si el

306
problema hubiese desaparecido o estuviese en otro lugar.
Las variaciones problemáticas remiten a la posibilidad de
afrontar una problematicidad cada vez menos expresada,
más «figurativa»; en una palabra, más retórica. La retoriza-
ción de las cuestiones se efectúa, en cada circunstancia, en
el interior de las esferas resolutorias, el derecho, la política,
incluso la ética. En estos movimientos sucesivos se perfila
una cuestión de distancia que es en realidad una toma de
distancia. La subjetividad evita, rehúye, la deliberación in­
terior y proyecta sobre el otro real o imaginario emociones
que este puede compartir o conflictos que puede eludir, con
argumentos, con una ideología o con buenas razones que
permitan al locutor convencerse a priori. El sujeto se afir­
ma, se reencuentra, se confirma o se comunica. Seamos cla­
ros: en esta doble lógica proyectiva no hay, de nuestra parte,
ni aprobación ni condena, sino simplemente la observación
de un doble movimiento en el cual, de manera sistemática,
el sujeto encuentra en su subjetividad aquello que va a con­
fortarlo. Ahora bien, sin la confrontación con el pathos efec­
tivo como instancia de verificación, no hay validez real para
estos argumentos emocionales o tomados de la ética. La
retorización de los problemas evita esta verificación, pues se
procura una efectividad invulnerable, eliminando de este
modo todo cuanto puede ser problemático y que subsiste en
la base de cualquier argumentación real. Esta últim a da
cabida a otros argumentos que pueden surgir siempre con
similar validez. Al responder al hombre que la invita a dar
un paseo, la mujer puede afirmar también: «Hace buen
tiempo, pero está un poco fresco; vayamos igual», para su­
brayar su deseo a pesar de todo cuanto podría refrenarlo.
Puede seguir también la dirección contraria y rechazar la
propuesta, deteniéndose en el argumento negativo: «Está
un poco fresco». Pasado en limpio, la cuestión permanece
inexorablem ente abierta, pues la efectividad del p a th o s
crea esta abertura misma al trazar la alternativa con lo
proyectivo, el cual obra de modo que la reacción puede ser
mal evaluada, y la distancia Pp----->PE, ser más fuerte de lo
que se había estimado.
La retorización de las cuestiones las absorbe, las reduce,
las desproblematiza, y la realidad del otro, interpretada
siempre por las proyecciones que extraemos de ella, plantea
menos cuestiones a causa de las ideas que nos hacemos so­

307
I
bre este otro, a veces sobre la base de analogías muy ligeras
que pueden inducir a error. El miedo a la confrontación ar­
gum entativa conduce así al desplazam iento (metonimia)
sobre un otro puramente imaginario. El sujeto racionaliza
de este modo sus temores, sus angustias y, en última instan­
cia, sus odios, que proyecta sobre un otro construido por él
con ese fin. Este otro construido, por eso mismo más mane­
jable, le permite al sujeto tener razón con menos costos.
Mientras que la empatia retoriza el Sí mismo, la racionali­
zación parte de una retorización del otro, pero en los dos
casos se trata de borrar la alteridad inaccesible, que no po­
demos admitir como tal. La interrogatividad del otro, su
enigmaticidad por ello mismo retorizada, es reemplazada
por la satisfacción que procura un discurso de seudoconoci-
miento cuya utilidad subjetiva y emocional está fuera de to­
da discusión. La corrección vendrá después, pues se sabe
que lo efectivo está más allá de lo proyectivo; de lo contrario,
uno conservará sus a priori. La empatia procede a menudo
de buenos sentimientos: imaginamos lo que el otro experi­
m enta a partir de las manifestaciones que acompañan a
nuestros sentim ientos propios. Una impresión de esta ín­
dole no puede menos que resultar confortable en el plano in­
telectual, mientras no dé lugar a una puesta a prueba por lo
real. Será entonces muy de temer que nos hagamos sobre
los demás ideas engañosas o simplemente ilusorias. El do­
lor del otro es ciertamente perceptible, mas para que sea in­
teligible —dado que es imposible ponerse en su lugar— re­
quiere siempre en la mente humana la verificación o el in­
tento de explicación de sus causas. Hay que comprender ha­
llando una explicación y, por lo tanto, argumentos.
Cuando en un campo se negocia una distancia que dis­
minuye en forma indebida porque la pasión amenaza con
acercar las subjetividades hasta la confrontación, se ejercen
mecanismos compensatorios. El más espectacular es la tea-
tr a lid ^ del poder, la puesta en escena de formalismos ad­
ministrativos dirigidos a reforzar el prestigio de determina­
das funciones, sean o no electivas. No entramos en el despa­
cho del jefe así como así. Las fiestas populares, las manifes­
taciones públicas, las grandes misas de las dictaduras, cum­
plen la misma función: recrear comunidad ;y confirmar la
distancia, hacérnosla accesible. Se participa del poder, so
comulga con él, pero en tales manifestaciones los roles son

308
claros y se afirman sin ambigüedad. El jefe «habla», pero
desde arriba. La alfombra roja es para él, mientras que los
demás se quedan al costado, aplauden o saludan. Se llegó a
hablar de dramatización. Sin duda, porque el teatro apunta
a acentuar las diferencias que importan mediante el espec­
táculo de lo que sucede cuando hay confusión. Esta confu­
sión y la am algam a que anula las diferencias separarán
siempre al teatro de la puesta en escena política, donde no
hay cabida para la indiferenciación. El teatro, el verdadero,
no tendría ningún sentido si la confusión fuera imposible.
Está ahí para recordar lo que debe ser evitado, y el poder se
sirvió de él con frecuencia para justificar su legitim idad
(Isabel I y Shakespeare, o Luis XIV y Racine, por ejemplo),
haciendo ver lo que sucedería si la gente llegara a engañar­
se acerca de lo que es legítimo y de lo que es ilegítimo. En
ocasiones, esto termina en lo cómico: el burgués que se toma
por un noble resulta ridículo, sin duda, pero en el fondo no
es poco peligroso para el poder.
Administrar la distancia mediante una retórica que sub­
raye sus contornos: tal es el sentido de la teatralidad en polí­
tica, y sin duda de las reglas morales en ética o de la codifi­
cación de los procedimientos y del formalismo jurídico en el
tribunal, donde tampoco está ausente la teatralidad. Sólo
que la resolución alcanzada mediante estas posturas está
presidida por la retorización, lo cual supone distancia entre
lo proyectivo y lo efectivo, en tanto que la racionalización y
la proyección de sentimientos no la tienen en cuenta y la ab­
sorben retóricamente (ese es el propósito).
Concluyamos. En la proyección del pathos sobre el ethos
hay ( 1 ) una empatia que puede saberse siempre en déficit
respecto de lo que el otro experimenta realmente y que no­
sotros no podemos sentir en su lugar, un saber que impide la
compasión automática en provecho de la descripción. En
cambio, (2 ) cuando la diferencia entre lo proyectivo y lo efec­
tivo es ignorada, se lo hace en nombre de la identidad a prio-
ri del ethos, el cual rechaza la diferencia por injusta. En la
racionalización, donde la proyección es el ethos que se cons­
truye un puro pathos al que toma por efectivo, volvemos a
encontrar la misma doble posibilidad, habida cuenta de la
diferencia, borrada o integrada, entre lo efectivo y lo proyec­
tivo. Tenemos, entonces, o bien (1) la coherencia del ethos,
que busca en el egoísmo su resolución ética con respecto al

309
prójimo, o bien (2 ) la anulación del otro real en una proyec­
ción que se toma por realista. Y aquí, lo que el otro es efecti­
vamente queda anulado o, peor aún, debe serlo.

7. La teoría de las instituciones oratorias


El título de Quintiliano es más apropiado que la noción
de género cuando se quiere hablar de las relaciones ethos-
logos-pathos, donde la cuestión que plantea problemas es de
índole jurídica, política, literaria o económico-publicitaria.
En realidad, una institución oratoria se detecta por su auto­
nomía en el tratamiento de los problemas, autonomía debi­
da a la presencia de los tres componentes, ethos-pathos-lo-
gos, en su seno, lo cual hace igualmente que la ley de proble­
maticidad invertida juegue aquí de lleno. El derecho o la po­
lítica, por ejemplo, son claramente instituciones con todas
las letras, dotadas de sus formas, protocolos, costumbres,
principios y reglas. Aun así, señalemos también que los pro­
blemas no siempre se dejan literalizar en primer grado, y
que por ende hay que poder tratarlos como si no se plantea­
ran. Esto supone una retorización de tales cuestiones que
las considera resueltas, «obvias», es decir, que cuentan ya
con respuestas previas. Este deslizamiento de lo literal a lo
figurativo, gracias al cual la respuesta puede ser inferida de
la cuestión, está centrado en un ethos débil pero real en po­
lítica, más dominado por el pathos, el cual es más importan­
te que en derecho, donde, por el contrario, domina el ethos.
En último extremo, cuando ya no es posible zanjar los con­
flictos, se recurre al ethos puro de la ética, que es la última
instancia, en la que pueden hallarse los argumentos o las
posturas emocionales «resolutorias». Todo esto se esquema­
tiza en los cuadros 22 a 31.
En términos de argumentos, derecho y política se conti­
núan de modo tal que hasta se produce una «overlapping»,
una superposición del logos jurídico y del logos político, con­
firmada por estos cuadros. La codificación de las reglas que
se aplican en política vale sin duda la recíproca, es decir, la
elección política que preside la puesta en forma de aquellas
en calidad de leyes (cuadros 22, 23, 24 y 25). Si se invoca el
ethos porque no surge ninguna resolución, la retorización de

310
los problemas es inevitable. Se recrea la distancia, hay des­
vío al campo de las historias, del storytelling, de lo retórico
stricto sensu y de lo emocional, que finalmente va a liberar­
se de toda racionalidad (cuadros 32 y 33). Las cuestiones de
alta densidad problemática nos llevan de lo teatral y lo ideo­
lógico a lo psicológico, pasando por el sentido de lo justo y del
formalismo, para reencontrar la distancia y desactivar los
conflictos, finalidad que la argumentación no permite forzo­
samente lograr. Aquí, las instituciones oratorias se mezclan
entre sí, el ethos las atraviesa y domina toda la estrategia
retórica. Esta preeminencia del ethos conlleva una mezcla
que amenaza —metafórica y metonímicamente— con des­
bordar e invadir al sujeto, debido a que los sentimientos y
las creencias morales se autonomizan y funcionan como va­
lores. No para convencer, sino para persuadir. La política re­
gula las grandes problemáticas sociales, mientras que el de­
recho las formaliza sirviéndose de las leyes vigentes. De
aquí proviene la idea, tan frecuente en los políticos, de for­
malizar en leyes las soluciones que proponen a la sociedad y
que de este modo imponen, por otra parte, tanto en demo­
cracia como en los regímenes autoritarios. Al fin de cuentas,
un argumento deberá encontrar su legitimidad en el ethos,
es decir, en los valores, si debe valer para la comunidad.
Esto sólo resulta viable cuando la argumentación es la
preocupación esencial. En la conflictividad, cuando prevale­
ce la negociación de la distancia, y la retorización de los pro­
blemas constituye la forma «resolutoria» de estos, después
del derecho viene la política. En este cnso, el ethos, lejos de
ofrecer valores, sugiere más bien sentimientos, emociones.

8. La ley de problematicidad invertida


en la retórica publicitaria
La publicidad es aquella retórica mediante la cual se da
a conocer la oferta a la demanda y se intenta promoverla en
función de los problemas que se procura resolver con los
productos.
A la inversa de la literatura, la publicidad opera con la
modulación de la distancia, incluso con su instrumentaliza-
ción, para crear deseo en el auditorio: deseo, necesidad o in­

311
cluso demanda (de reconocimiento). Nada resume mejor es­
ta cuestión de la distancia que la publicidad siguiente, en la
que se subraya la paradoja de la identidad y el deseo, así co­
mo la interrogatividad que subyace en toda retórica:

En R. Goldman, R eadingA ds Socially, Londres, Routledge, 1992,


pág. 4.

El publicitario trabaja sobre las necesidades, el deseo y


la demanda a través del juego de identidades y diferencias,
o sea, de la distancia E p----->Ee , que es aquella que separa
al producto de su fíguratividad emblemática, la cual es, de
algún medo, su mediadora. En la publicidad encontramos la
retórica en su totalidad. Hay publicidades que juegan más
sobre el ethos (la bella actriz que ensalza un producto),
sobre el logos (los méritos objetivos del producto) o sobre el
p a th o s («¡Muy bueno para usted!»). Al margen de que en
ellas proliferan, por supuesto, los procedimientos habitua­
les con sonidos («Dubo, Dubon, Dubonnet», o «Today, Tomor-
row, Toyota»), con rimas, elisiones o juegos de palabras, la

312
retórica publicitaria presenta una manera muy original de
tratar la problemática verificada por la ley de problemati­
cidad invertida: cuanto más explícito es el problema, más li­
teral es la publicidad en las respuestas que ofrece. En cam­
bio, cuanto más se disimula el problema, porque se quiere
significar que, gracias al producto encomiado, tal problema
ya no se plantea, más figurativo, alusivo y elíptico es el dis­
curso publicitario. Estará a cargo del consumidor inferir el
argumento que la publicidad ha retorizado. En cuanto al
publicitario, su intención es anular la problematicidad de
una cuestión, pues, si la publicidad no lograra presentarse
como respuesta, esa problematicidad podría impedir la com­
pra del producto. Tomemos un ejemplo: el de las comidas
congeladas. Impera la idea de que este tipo de cocina, sin
duda muy fácil de realizar, es poco refinado. Nos decidimos
por ella cuando no nos queda otra opción, porque no tene­
mos ninguna otra cosa a mano y necesitamos preparar la co­
mida rápidamente. En la publicidad de «La cuisine de Ma-
rie», por ejemplo, se presenta a un actor vestido de esm o­
quin para que dé un toque de solemnidad a la cena, y que
alecciona a la dueña de casa para que prepare una bella me­
sa. Ella, a su vez, debe vestir con elegancia, ya que «La cui­
sine de Marie» tiene clase. El mensaje subyacente del publi­
citario es que su producto no tiene nada que ver con lo que la
mayoría de la gente piensa en general de las comidas conge­
ladas. Esto explica la etiqueta indispensable que es preciso
desplegar cuando se las sirve a los amigos. El problema, que
en la actualidad está en la mente de todos respecto de las co­
midas congeladas, se resuelve sin haber sido mencionado
nunca explícitamente (platos congelados = comidas de baja
calidad): esta idea, pese a hallarse muy difundida, resulta
de algún modo absorbida cuando el mensaje publicitario la
retoriza, pues este mensaje sugiere que esa marca de pro­
ductos congelados es, de todos modos, sinónimo de clase,
elegancia y refinamiento. Decirlo significaría recordar que
hay una cuestión en relación con los congelados, en tanto
que proponer una respuesta recomendando el uso de este
producto implica que todo eso está resuelto.
Recordemos la publicidad del perfume Chanel n° 5 que
analizábamos con anterioridad. Gracias a este perfume, los
problemas se desvanecen como por arte de magia: se trata
de retórica, de un cuento de hadas como los que se les relata

313
a las niñas pequeñas. El problema radica en hacer creer que
con Chanel n° 5, mágicamente, no habrá más problemas.
Dado que esto es imposible, esa publicidad no puede ser
m ás que un cuento de hadas. Y el rizo se ha rizado: se ensal­
za el perfume en una historia maravillosa en que todo se
resuelve como por encanto. El lobo, Caperucita Roja, todo el
mundo marcha de consuno a la conquista de París.
La promoción de un agua lavandina complica más las co­
sas y, a la vez, las torna más evidentes. Se filma a una ma­
dre frente a su hijo, que vuelve de jugar tenis con la camise­
ta m uy sucia. ¿Cómo hará frente ella a una situación tan
deprimente? Esta vez, el publicitario no propone ninguna
identificación (además, el personaje no es una top model,
sino una mujer de m ediana edad, ni linda ni fea, exacta­
mente la madre tipo). En todo caso, si se evoca una posible
identificación, una proxim idad, ella reside en el problema,
no en los personajes. Dado que ese problema aparece expre­
sado literalmente, la respuesta también lo es, y aquí se tra­
ta de una verdadera argumentación con test comparativo y
hasta recordación del precio. Distancia más débil, literali­
dad mayor, identidad más fuerte entre los personajes de re­
ferencia y los que deben interesarse en el producto. Ningún
deseo, ninguna demanda, solamente un necesidad: darles
ropa limpia a los hijos.
Todos estos ejemplos verifican la ley de problematicidad
invertida en publicidad, donde la cuestión tratada es más o
menos literal, más o menos figurativa:

Cuanto m ás explícito es un problem a en una publici­


dad, m ás literal es el lenguaje utilizado, m ás apela este
m undo común entre el ethos y el pathos a un ethos p ro ­
yectivo cercano al ethos efectivo (la necesidad reemplaza
al deseo). L a identificación se establece no tanto con la
persona mediadora, sino con el problema, lo cual explica
el aspeeto m ás argumentado del mensaje publicitario.
A la inversa,

Cuanto m ás oculta la retórica publicitaria el proble­


m a que el producto debe resolver, m ás figurativo es el d is­
curso utilizado y m á s se disocian el ethos efectivo y el
ethos proyectivo en una diferencia que es la que el mensa­
je publicitario quiere enfatizar.

314
La publicidad suele acordar imagen y texto, lo visible y la
interpretación, no sólo para que se refuercen mutuamente,
sino también para que se opongan generando la paradoja, la
cuestión. En ocasiones, incluso, no tienen nada que ver en­
tre sí, siempre para despertar el interés y el cuestionamien­
to en el auditorio. Lo propio de la imagen es crear, en rela­
ción con el texto, un espacio figurativo. El filme publicitario
acentúa todavía más el aspecto narrativo del mensaje; aho­
ra bien, la retórica de lo visible está dominada en general
por la figura de la elipsis. En ella, el razonamiento entero se
ve condensado, y gracias a esto el producto es presentado,
en el periódico o por el locutor del anuncio publicitario, como
atractivo, útil o deseable. Con frecuencia, lo que se dice hace
las veces de conclusión o incita a inferirla. La equivalencia
retórica-argumentación se halla aquí en plena acción. La
retórica es, en cierto modo, una síntesis de argumentos y,
por consiguiente, funciona como incitación a un razona­
m iento implícito que quiere decir: «La cuestión suscitada
casi siempre de manera indirecta está resuelta». Al receptor
le toca inferir, concluir y actuar. A nivel de la retórica de lo
visible, el incremento de figuratividad del que trata la ley de
problematicidad invertida se traduce, en términos de Peir-
ce, en las distinciones entre el icono, el índice y el símbolo.
El icono es mimético e indica aquello de lo que es cuestión; el
índice lo conduce, y el símbolo es su abstracción. La imagen
de un paisaje representa el paisaje; el índice, como la huella
de una pisada, remite al paso de un individuo. La bandera
es el símbolo de un país.
Una idea importante surge del análisis de la retórica pu­
blicitaria. El hiato entre el ethos efectivo y el ethos proyecti­
vo es reflejo de la distancia entre el locutor (o el mediador) y
el auditorio, entre el Sí mismo y el otro. En último extremo,
como veíamos con anterioridad, la distancia está construida
a priori en una proyección pura: de la emoción intelectuali-
zada por el sujeto por analogía con alguien con el cual se
identifica, o de la racionalización en la que se proyecta un
otro muy distinto.

315
Los marcos sociales de la argumentación

1. ¿Qué traduce la distancia entre individuos:


indiferencia o conflicto pasional?
La respuesta a esta pregunta es que traduce tanto una
cosa como la otra. Una gran distancia entre los individuos
suele significar que no los une nada especial: ni odio ni
amor. En la vida social de todos los días conocemos a nume­
rosas personas con las que entramos en contacto por sim ­
ples razones profesionales, sin que haya nada afectivo en
juego. El chofer de taxi que nos conduce a la estación, el car­
tero que nos entrega el correo, el verdulero que nos vende
sus hortalizas, remiten a relaciones distantes, aun cuando
estén teñidas de buen humor y de cortesía formal. Empero,
junto a esto también se da el alejamiento de aquellos con
quienes hemos disputado: el joven cuya novia se ha enfada­
do, el niño al que escarmientan mandándolo a su cuarto, ese
amigo con quien creíamos estar de acuerdo en todo y al que
apartamos de nuestra vida porque se ha mostrado poco
amable con nosotros.
La ambivalencia de la noción de distancia nace de esta
doble posibilidad. La distancia puede ser resultado tanto de
una marcada indiferencia como, por el contrario, de un p a ­
thos que al comienzo fue intenso, y ello vuelve difícil el ma­
nejo del concepto de distancia.
No siempre advertimos con claridad cómo librarnos de
este aspecto ambivalente de la noción, lo cual se debe a que
solemos perder de vista el doble aspecto de la distancia: su
costado social y su componente psicológico.
En las relaciones humanas se observa, por una parte, un
aspecto social según el cual, cuanto más alejados estamos
de los otros, menos nos involucramos afectivamente con
ellos. Mis hijos me despiertan emociones y pasiones más
fuertes que los hijos de los vecinos, y los habitantes de mi

316
ciudad me interesan más que los de la ciudad cercana. Mi
país me deja menos indiferente que los más lejanos, y así
sucesivamente. El afecto, pues, disminuye con la distancia.
En cambio, un conflicto que aleja a amigos de toda la vida
crea distancia: cuanto más dolorosa es la herida, más fuerte
es el pathos. Por otra parte, resolver este pathos conflictivo
permitirá acercar nuevamente a los protagonistas. Nego­
ciar de manera favorable con alguien la distancia acerca de
una cuestión que los ha dividido genera aproximación, por­
que la pasión sólo se convierte en un argumento pertinente
cuando la distancia es débil. Si definimos la comunidad por
los sentimientos, la pasión crea una comunidad de corazo­
nes. Ella acerca. Una pasión fuerte puede alejar a los indivi­
duos, desembocar incluso en una mayor distancia entre
ellos cuando esta pasión los desgarra.
Debe distinguirse, por lo tanto, un pathos fuerte en la
distancia débil y un pathos débil en la distancia fuerte; pero
también, en el plano dinámico, un pathos fuerte que origina
una distancia fuerte, como el pathos negativo, por ejemplo.
Así pues, a menudo nos vemos confrontados con las situa­
ciones de hecho siguientes:
1 ) un pathos fuerte y una distancia débil;

2 ) un pathos débil para una distancia fuerte.

2. Distancia social y distancia psicológica


Hay que tener en cuenta que la distancia puede ser sinó­
nimo de una gran indiferencia, mas también sellar con una
gran pasionalidad los conflictos que alejan a los protagonis­
tas. Por eso, cabe pensar que, al negociar la distancia, esta
disminuya gracias al acuerdo final que reunirá a las partes.
Pasado en limpio, esto significa que una distancia fuerte no
es necesariamente signo de un pathos débil, y recíproca­
m ente. Por otro lado, siempre hemos afirmado y repetido
que, cuanto más cerca se hallaban los seres, más dominaba
el pathos sus relaciones (padres, hijos, hombres y mujeres
en relación, miembros de una misma empresa que trabajan
juntos, etc.), y que, cuanto más alejados estaban, menos in­
tervenía el pathos y más decisivo era el ethos. ¿No es esto
contradictorio?

317
Parece serlo si no atendemos al hecho de que distancia
social y distancia psicológica no forzosamente se recubren.
Veamos esto con más detenimiento. Representémonos con
un gráfico la correlación entre la distancia social y la distan­
cia psicológica. La primera es histórica y constituye un a
priori, mientras que la segunda está puntuada por cuestio­
nes que afectan a los contemporáneos.

Cuadro 34.

J ■pathos

distancia ethos logos


psicológica

ethos
distancia social

¿Cómo leer este gráfico? Tal como señalábamos con ante­


rioridad, cuanto más se avanza a lo largo de la flecha que
simboliza la distancia social, más disminuye el pathos, pues
las relaciones están formateadas a priori, aunque no forzo­
samente, porque todos sabemos que la proximidad de esta­
tus genera fuertes sentimientos de celos. Este es el aspecto
que mide la flecha horizontal, en la que el pathos aumenta a
medida que hay acercamiento con el otro.
A fin de entenderlo bien, imaginemos dos situaciones
opuestas.

Cuadro 35.

distancia psicológica ethos H -► pathos

ethos
distancia social

318
El orador, el sujeto, el ethos, está muy alejado socialmen­
te de su auditorio. Sin embargo, hay una fuerte interacción
afectiva, ya sea porque se aprecian o se detestan. Orador y
auditorio se codean, se conocen, debaten.
Puede darse también una situación «neutra», la que ilus­
tra el primer gráfico de este segmento (cuadro 34). Por últi­
mo, es posible hallarse ante un contexto de gran distancia
afectiva y de débil distancia social.

Cuadro 36.
pathos

ethos logos
distancia psicológica

ethos
distancia social

La proximidad con el otro es socialmente fuerte, pero


hay poco afecto y la indiferencia es grande.
Podemos considerar ahora el aspecto dinámico de la dis­
tancia.

Cuadro 37.

distancia psicológica
U n conflicto e s ta lla e n tr e
allegados; es m uy pasional;
luego los p ro ta g o n ista s se
alejan (resolución) afectiva­
m en te, sin que la d istan c ia
social en tre ellos haya cam ­
biado.

Se puede dar, entonces, una gran distancia con un gran


afecto P 4 ? !, porque Pj^ está más cerca del ethos que? por
ejemplo, P2. Una pequeña distancia puede también coexis­
tir con mucho afecto, desde el momento en que P3 P2 tiende
hacia P 3 P 1 . A la inversa, se puede tener vina distancia débil

319
y una gran indiferencia P 3 P 2 >0 un alejamiento evidente
puntuado por una pasionalidad débil P4 P 2 -
Puede haber, pues, una distancia débil y poca pasionali­
dad, y por lo tanto una gran indiferencia, tanto como se
puede dar en la situación inversa. En este caso, la distancia
es fuerte, pero la pasionalidad también.

Cuadro 38.
pathos

Cuadro 39.

pathos

Un conflicto muy pasional entre padres e hijos concluye


con la apelación al argumento de autoridad (ethos): «¡Vas a
obedecerme, porque soy tu padre!», el cual consagra la pre­
eminencia de la diferencia social, que subraya el peso del rol

320
de cada uno, a menudo constitucionalizado; estamos ante
una relación de tipo «político» pathos-pathos.
El cuadro 40 ilustra claramente el predominio de la rela­
ción social como lugar de autoridad retórica cuando la dis­
tancia afectiva es demasiado débil, demasiado cargada co­
mo para asumir todo el potencial resolutorio (racional) re­
querido.

Cuadro 40.
pathos
problematización

Padres-hijos

logos
pathos ' ► pathos

conflicto 4 1
S urge un conflicto, por ejemplo, e n ­
tr e p a d re s e hijos en un e n f re n ta ­
m iento m uy pasional. M altrecha, la
negociación personalizada es su s ti­
tu id a crecientem ente por la resolu­
ción en térm in o s de d istan c ia y de
roles (eje vertical), con el logos en el
centro p a ra reconvenir a los hijos.

De una manera más general: la mediación está a cargo


de la institución oratoria, que recrea la autoridad para re­
solver las cuestiones.

Cuadro 41. T anto el derecho


como la política
son tratados aquí
como relaciones
retóricas, u n a
«acción social»
en el sentido de
Max W eber
(según él, una
actividad es social
cuando está
influida'por el
otro).
k pa th o s

distancia social

321
¿Qué revela dicho cuadro? La relación ethos-pathos se
conflictualiza a través del derecho en el nivel personal. La
relación individuo-sociedad (o con el grupo, o, si es el caso, la
función) es política: pathos social -pathos individual. Cuanto
más fuerte resulta la distancia social, más lógico es resolver
las discusiones y oposiciones por medio del derecho o de la
política.
Como podremos comprobar, este gráfico se enriquecerá
poco a poco con todos los componentes de la retórica, y ter­
minará dando un cuadro sistemático y sintético de la disci­
plina. Pero empecemos por el principio.

3. Nacimiento y funcionamiento
de las instituciones oratorias
Se trata de los lugares desde donde se habla con autori­
dad para analizar las cuestiones que marcan la distancia en­
tre individuos. Si nos remitimos al cuadro cruzado de la dis­
tancia psicológica y la distancia social, el origen y el papel de
estas instituciones se explican con la debida coherencia.
Tomemos la institución política: en ella se debaten ideas,
se expresan oposiciones, se decide y, en democracia, se apela
a los electores.
La retórica política se inscribe en el marco de una distan­
cia social y una distancia afectiva fuertes. Se negocian inte­
reses, las personas no se conocen forzosamente, son repre­
sentativas de grupos y comunidades diversas que muy a
menudo entran en rivalidad. En sus encuentros, cuando hay
que poner los problemas sobre el tapete, la retórica política
transforma la distancia social en distancia psicológica, don­
de a menudo las pasiones vienen a velar los intereses socia­
les y políticos.
Com(T sabemos, el espacio político se despliega en el ám­
bito del pathos. De la seducción-propaganda a la voluntad
de resolver cuestiones que enmascaran (o traducen) nues­
tros afectos, la política opera tanto en la distancia social y
sobre ella como sobre la negociación directa de la distancia
emocional ligada a los valores que se quiere ver respetados.
El eje de la distancia social determina la importancia de la
política en las relaciones personales, en las relaciones con el

322
prójimo. Cuanto más importa o más elevada es esa distan­
cia social, más tiene la mediación una naturaleza política. Y,
a la inversa, cuanto menos juega la distancia social, más es
absorbido lo político en un pathos de carácter psicológico
mayor. Olvidemos ahora la relación con el otro y considere­
mos el ethos, el sí mismo que se expresa. La mediación ju ­
rídica, con su afirmación de los derechos, es típica de las re­
laciones sociales. Cuando la distancia social se ahonda,
tampoco sorprende observar una extensión del campo polí­
tico, el cual avanza a lo largo del eje del pathos social y del
p a th o s afectivo que lo expresa. El recurso a la política es
típico de la negociación de la distancia por ella misma. En el
fondo, la distancia da carácter político al hecho de tomar a
cargo las cuestiones que separan o unen a hombres y gru­
pos. Al comienzo, el ethos, que debe negociar con un audito­
rio (pathos) una cuestión fuertemente problemática, un con­
flicto que incrementa el espacio que los separa, lo hace recu­
rriendo al derecho. La mediación por el derecho, por el juez
exterior, cesa si la distancia no puede resolver el sentimien­
to de exacerbación, en cuyo caso es el turno de la lucha
política. Se puede trazar así una línea horizontal que, al
abrazar el papel del logos, marca la negociación objetivada,
y a menudo conflictiva, de los intereses de los protagonistas.
Este es el rol de la economía. La retórica publicitaria sirve
para desconflictualizar los deseos rivales centrándolos aho­
ra en función de la idealización.

Cuadro 42.
pathoa

distancia social

323
Veamos lo que sucede en caso de variación de distancia, o
de preponderancia, en uno de sus componentes, sea social o
afectivo.

Cuadro 43.

Cuanto más se diluya la diferencia social, o, lo que es lo


mismo, cuando el factor determinante de la relación sea en
mayor medida la distancia psicológica, menos afectará el
derecho, como la política, la negociación de la distancia en­
tre los individuos, que es ante todo psicológica y reactiva. Se
tiende hacia un ethos concebido (y vivido) como autoridad
individual, y el pathos se impone como pura receptividad in­
terrogativa, dialógica e interpersonal, que es, por lo tanto,
sobre todo afectiva. Lo político cumple un papel menor en
las relaciones psicológicamente cercanas. Derecho y política
pasan a ser instituciones resolutorias de conflictos, antes que
mediadores en las relaciones comunes y corrientes. Cuanto
más cerca esté el orador de su auditorio en una conflictivi-
dad eventual, esta sólo se decidirá argumentativamente,
salvo que sea relevada socialmente por la invocación de los
roles respectivos. El ethos será el lugar de lo justo y de la pa­
labra autorizada, no forzosamente legitimada. Si le hablo a
quien está a mi lado en el autobús, la proximidad no tiene
nada de social, pero la discusión, formal o no, tendrá lugar
sobre la base del turno correspondiente a cada cual, única
fuente de autoridad, por lo menos en un primer tiempo. La
mediación social, política y jurídica no interviene. El logos
se centra en las cuestiones y respuestas intercambiadas. Es

324
normal, finalmente, que con una distancia social fuerte y
determinante la retórica resolutoria sea política si la distan­
cia personal es grande, y jurídica si el conflicto alcanza el es­
pacio más íntimo de los individuos (para recrear la distan­
cia). Esto explica la línea de distancia social que corta el eje
derecho-política.
Veamos ahora lo que sucede cuando el parámetro varia­
ble es la distancia personal.

Cuadro 44.

eth o s
distancia social

Cuando la distancia personal tiende a confundirse con la


distancia social, o es absorbida por ella, esta pasa a ser el
factor determinante. Derecho y política se funden para re­
gular las relaciones sociales. La economía, de manera gene­
ral, tiende a regir, en un nivel de distancia social dado, las
relaciones que los individuos pueden mantener. Sin conflic­
to (del cual se adueñarían el derecho o la política), es la re­
tórica publicitaria la que insta y orienta la demanda. Cuan­
to más determinante es la distancia social, más cristaliza a
la economía; en cambio, cuando la circulación social se re­
fuerza y todo se psicologiza más, la economía prevalece so­
bre lo psicológico, en cierto modo por fuera de él, monopoli­
zando el derecho y la política.
En el fondo, cuanto más predomina la distancia social
sobre la distancia personal, más deja la distancia entre
individuos de ser mediatizada por el derecho o la política,
aunque ella es derecho y política. Esto resulta harto com­

325
prensible: cuando la distancia que anima a los individuos se
vuelve sólo social y deja de ser interpersonal (lo cual sucede
únicamente en ciertos casos), las relaciones son estructura­
das por los derechos de cada uno; en el caso de un conflicto
institucional, surge entonces una relación de negociación
política.

4. La retórica literaria: traducir el espacio social


en espacio psicológico
Derecho, política y economía son instituciones oratorias.
Resta aún situar la ficción y sus géneros propios como lugar
privilegiado de lo retórico.
Veamos esto en nuestro gráfico de síntesis:

Cuadro 45. El sistema retórico general.

Históricamente, la primera forma de diferencia que pro-


blematiza al hombre es la distancia social que se ahonda. El
noble, el príncipe, el conde, la dama de abolengo, encuen­
tran la exaltación de lo que son, de lo que quieren ser, de lo
que ya no pueden ser, de su ideal, en suma, en el lenguaje
poético de la epopeya; y esto, antes de que el «Yo» [«Je»] se
exprese plenamente en la poesía pura. Aquí, el ethos le ha­

326
bla al ethos de su ethos. El espectáculo del ethos social, de la
desgarradura de las pasiones, del pathos, da nacimiento al
drama y llega entonces la era del teatro, que surge en los pe­
ríodos de enfrentamiento. Entre ambos, la narración evolu­
ciona de la epopeya a la novela. La epopeya está más cerca
del relato de los hechos destacados, mientras que la novela
lo está de las desgarraduras que la Historia, al acelerarse,
impone a los individuos, confrontados con una impotencia
cada vez mayor. Esto explica la flecha horizontal del cuento
o la novela que cruza el campo psicológico ethos-pathos, pero
que se sitúa siempre en cierto nivel de distancia social, colo­
cado por nosotros, para claridad de la exposición gráfica, en
el punto en que se lo posicionó. La cercanía del cuento res­
pecto del ethos se debe a que lo que se cuenta es algo maravi­
lloso y moral. La novela corta [nouvelle] es más «objetiva»,
más factual, pues el logos de la narración, más neutro que el
cuento, se centra preferentem ente en un personaje. En
cuanto a la novela estrictamente hablando, se interesa más
por el pathos y por lo que sienten subjetivamente el prota­
gonista y los personajes secundarios.
También en este caso se pueden hacer variar las dos for­
mas de distancia y observar lo que resulta de ello:

Cuadro 46.*
pathoa

ethos
distancia social

* Todos los «Yo» de este cuadro corresponden al francés «Je». (N. de la T.)

327
Cuadro 47.
p a th o a

En el primero de estos dos últimos cuadros, el espacio de


lo literario se apoya en una distancia psicológica elevada.
Cuando la diferencia social se ahonda, se expresa por medio
del espectáculo y del teatro en lo referido al pathos, y por
medio de la poesía en lo referido al ethos. El relato [récit], al
igual que la novela, proyectan la distancia social en distan­
cia psicológica. El relato predomina sobre el teatro y la poe­
sía para una distancia social fija o constante, lo cual no obs­
ta a que una distancia psicológica —descripta o jugada en
dicho relato— sea problemática para el individuo confronta­
do con ella.
Como puede observarse, al perder importancia la distan­
cia social, pasa a prevalecer la distancia psicológica. Y en es­
te caso el papel mediador de las instituciones oratorias dis­
minuye, al tiempo que el ethos y el pathos ofrecen un «cara a
cara» más^sicológico y directo. Cuando la distancia social
se acorta, se torna resolutoria la distancia psicológica, y tan­
to el derecho como la política intervienen menos: D4 pasa a
ser D3, D5 pasa a ser D6. En cambio, si la distancia social se
ahonda, los aspectos personales son menos importantes, y
si a pesar de todo conservan su importancia, ello da DI y
D2, donde el ethos puede estar próximo al pathos, lo cual
hace que las relaciones puedan ser entonces más «vivas».

328
Cuadro 48.

psicológica

Cuadro 49.

Cuando la distancia social tiende a disminuir, la media­


ción jurídica y política tiende a debilitarse y el componente
psicológico toma el relevo. También el relato pasa a ser ex­
presión subjetiva (ethos), relación con las emociones del otro
(pathos) y apelación a los valores objetivos (logos) como for­
ma narrativa privilegiada de la interacción.
Otro ejemplo de situación: Se trata de una distancia so­
cial fuerte y una distancia psicológica débil. El relato es más
pasional, la economía atraviesa el campo psicológico, en
tanto que el teatro y la poesía, por su parte, tienden a «pe­
gar» con la distancia social.

329
Cuadro 50.
pathoa

5. Conclusión
La distancia social disminuye con la igualación de las con­
diciones, lo cual, según afirma Tocqueville, asegura la de­
mocratización de nuestras sociedades. Sin embargo, tal co­
mo lo ha demostrado nuestro análisis, la retórica sirve para
legitimar —a través de mediadores que encarnan a las ins­
tituciones oratorias— una distancia que no forzosamente se
ha reducido. Es aquí donde interviene el hiato entre los
principios y la realidad. Como lo muestra el cuadro del siste­
ma retórico general (cuadro 45), cuanto más fuerte es la dis­
tancia social, más requiere su legitimación la mediación de
instituciones oratorias, que son los intelectuales al servicio
de las respuestas. En una sociedad democrática, esto suele
ir de la legitimación a la pericia y de la pericia a la informa­
ción. El papel de los periodistas consiste, entonces, en expo­
ner el trabajo de los intelectuales, antes de considerarse,
con el correr del tiempo, intelectuales con todas las de la ley.

330
Meta-retórica

1. Combinación de interrogatividad y respuestas


como acto de nacimiento de la retórica
La retórica, como disciplina, nace y florece en ciertas
épocas de la Historia. ¿Ocurre esto por azar? El siglo V a.C.,
cuando el teatro griego está en su apogeo y la sociedad pasa
de un modelo aristocrático a un modelo democrático, consti­
tuye, por cierto, un momento decisivo para la comprensión
del fenómeno retórico en Occidente. El renacimiento de las
ciudades italianas contra las fuerzas medievales fue clave
para la renovación de la retórica, así como para la importan­
cia que adquirió en la vida civil e intelectual de la Italia de
esa época a través de su pintura, su arquitectura, su ciencia
nueva con Galileo y su poesía nueva con Dante. El tercer gran
período de resurgimiento de la retórica es el nuestro.
Y la pregunta que una y otra vez estamos tentados de
hacer es: «¿Por qué?». ¿Para qué sirve la retórica, en contex­
tos intelectualmente tan ricos?
De hecho, sólo se puede responder de manera cabal ha­
ciendo hincapié en que se trata de momentos de libertad, de
transformaciones o de búsqueda de sí. La multiplicidad de
puntos de vista ha vuelto a ser posible. Esto desplaza el pro­
blema de saber qué significa la retórica y a qué responde en
dichos momentos.
La retórica, fruto indudable de una Historia que derriba
lo establecido, surge al disminuir la represión problemato-
lógica, cuando la aceleración de la Historia pone en cuestión
respuestas supuestamente definitivas y debilita su propio
carácter de tales. Cuando la Historia se acelera, las diferen­
cias se ahondan: de hecho, lo que es ha dejado de ser por
completo tal como es; ciertas respuestas desaparecen, otras
no son más que metáforas de sí mismas y lo problemático se
mezcla con ellas: he aquí, sin duda, lo que definimos como

331
debilitamiento de la represión de las cuestiones por fuera
del orden de las respuestas. Esta represión no es otra cosa
que el proceso de diferenciación entre cuestiones y respues­
tas, e incluso, finalmente, para que la diferencia entre ellas
se mantenga, de reconocimiento de unas y otras como tales
(problematología). Cuando el discurso que expresa las res­
puestas consideradas seguras es el mismo que el que tra­
duce las respuestas problemáticas, la confusión amenaza
con instalarse. La sofística, tal como fue definida por Platón,
es tributaria de una confusión de esa índole. Ella juega con
la semejanza entre las «buenas» respuestas y las otras, lo
cual permite su manipulación y la manipulación de las men­
tes. De este modo, se puede hacer pasar por verdad lo que
sólo aparenta serlo, e ilusionar a aquellos que quieren con­
servar respuestas caducas con que estas siguen siendo vá­
lidas. En lo sucesivo, hay que justificar una respuesta para
hacerla pasar por tal. La racionalización y el cierre están
igualmente contenidos en la metaforización de respuestas
caducas, en los modos de anular diferencias que se han
ahondado porque se aceleró la Historia, actuando como si
sólo se tratara de «retórica». Al mismo tiempo, los conflictos
son inevitables, porque quienes optan por abandonar viejas
respuestas, y por lo tanto les hacen frente, entran inevita­
blemente en polémicas más o menos ásperas, más o menos
amigables, con quienes se empeñan en aferrarse a ellas.
La represión problematológica que se debilita es, pues, lo
que ha hecho posible la retórica. No debería asombrarnos
comprobar que fue durante el apogeo de la fundación griega
del saber, el Renacimiento en Italia y los considerables pro­
gresos del saber y de la democracia en el siglo XX, siglo cas­
tigado por la Historia, cuando la retórica retornó al primer
plano de la escena intelectual.
La contrapartida de la represión problematológica es la
represión apocrítica. ¿Cómo lo entendemos? Cuando las res­
puestas ya fio pueden inscribirse al margen de las cuestio­
nes, de las cuales han surgido filosóficamente (histórica­
mente, las cuestiones que se plantean aparecen, a menudo,
como respuesta a problemas anteriores), es preciso poder ha­
llar nuevos criterios de diferenciación. Está claro que para
nosotros, dentro de un mismo orden de respuestas, hay res­
puestas problematológicas y respuestas apocríticas. Deben
entenderse por ellas discursos que traducen problemas y

332
discursos que los resuelven. Y esas respuestas no pueden
ser las mismas, a riesgo de girar en redondo. Es lo que lla­
mamos «círculo vicioso»: pretender resolver una cuestión
presentándola simplemente de manera explícita, como si
fuese la respuesta y porque está expresada como tal, es sin
duda un círculo. El desafío planteado por respuestas que ya
no lo son, en medio de otras que siguen siéndolo, reside en
hallar un medio capaz de expresar, de una u otra manera, la
diferencia entre ellas.
Este acto de rediferenciación de las cuestiones y las res­
puestas cuando la represión problematológica se debilita es
producto de una represión compensatoria o apocrítica (de
«apokrisis», o «solución», en griego). Dicho acto apunta a
imponer justificaciones a las respuestas para que valgan co­
mo tales, y esas justificaciones no son otra cosa que argu­
mentos. La argumentación es, pues, del orden de la repre­
sión apocrítica, así como la retorización del discurso es del
orden de la represión problematológica que disminuye.
Evidentem ente, tal debilitamiento da paso a respuestas
tanto como a cuestiones en el interior de un orden no dife­
renciado de respuestas. Ahora bien, ¿cómo saber qué es una
verdadera respuesta, y hasta una respuesta verdadera, si la
represión problematológica es demasiado débil como para
desmarcar o permitir localizar las diferencias entre las
cuestiones y las respuestas? Lo que es puede ser distinto de
lo que es, o ser lo que era sin serlo de verdad (literalmente),
y ello, sin que forzosamente nos demos cuenta. El retorno al
ámbito de la identidad fuerte es, por lo tanto, inevitable y
corresponde a la represión apocrítica más notable de la His­
toria. «Identidad fuerte» quiere decir «identidad m ate­
mática», y es sabido que en los grandes períodos de flore­
cimiento de la retórica se observa un desarrollo sin igual de
la ciencia y de su matematización. Ello se traduce en Eucli-
des para los griegos; Kepler, Copémico, Galileo, Descartes y
New ton para los Tiempos Modernos, y la relatividad, se­
guida de la mecánica cuántica, en el siglo XX, por mencio­
nar tan sólo las concepciones físicas del mundo. Pero la re­
presión apocrítica no se limita a esto. Su principio de base
consiste en que las respuestas que corren peligro de no serlo
deben ser desmarcadas de las que lo son efectivam ente.
Cuando la represión problematológica es fuerte, la distan­
cia entre las cuestiones y las respuestas está claramente es-

333
tablecida porque las segundas se inscriben en identidades
fuertes y las primeras en un ser débil. Pensamos en las so­
ciedades llamadas «primitivas», en las cuales se identifica
casi matemáticamente lo que es tan sólo del orden de la se­
mejanza o de la analogía. Una o dos propiedades comunes
bastan para identificar a los seres como si fueran literal­
mente idénticos en la realidad. Incluso en el Egipto de los
faraones, la identificación del Faraón con un halcón, Horus,
porque sobrevuela su territorio pasando por encima de él,
así como el soberano es superior a sus súbditos, no hace sino
plantear la cuestión de las relaciones entre identidad literal
e identidad metafórica. El nexo entre las aserciones proble­
máticas es, por cierto, una equivalencia, pero de un tipo más
débil, más figurativo, como cuando se dice que la cuestión
del frío plantea la de la ropa que hay que vestir para prote­
gerse. «Hace frío» = «Debemos ponernos el abrigo» es una
equivalencia que no se puede tomar al pie de la letra. La
identidad, puesto que la hay, es débil si se la toma literal­
mente. De lo contrario, se trata de una manera figurativa de
hablar, que responde a una misma cuestión inicial, pero sin
dejar de suscitar otras y siendo aún ella misma problemáti­
ca. El frío y el hecho de ponerse un abrigo promueven la
cuestión de saber cómo responder a un problema de enfria­
miento eventual, respuesta que consiste en cubrirse. La
identidad por la cual, en estas circunstancias, decir lo uno
es decir lo otro descansa en el hecho de que el frío se define
por problemas que son fuente de enunciaciones equivalen­
tes (y no de enunciados equivalentes).
A veces, el ser débil de la cadena interrogativa es «psico-
logizado» y entonces se habla de asociaciones mentales, de
sugestión, como si estos procesos no tuvieran traducción
discursiva. Pero no es así: la tienen. Si digo: «Ricardo es un
león», hablar de Ricardo es decir que él es un león; el empleo
de la figuratividad remite a un decir que implica otro por­
que hay algunos rasgos comunes entre Ricardo y el león,
una identidad débil entre ambos, que evoca una cuestión. Si
Ricardo no es (literalmente) el león que se dice que es, la
cuestión pasa a ser entonces: ¿qué se afirma (literalmente)
que él es, con exactitud?
El ser fuerte de las sociedades poco historizadas, o ahis-
tóricas, atraviesa el discurso, el cual traduce así la identi­
dad relativamente estable de lo real. Aquí, la represión pro-

334
blematológica es elevada, lo cual implica que el ser débil se
halla excluido del discurso en nombre de la preocupación
por la diferencia problematológica. En cambio, cuanto más
se debilita esta represión, más se debilita también el ser que
enlaza a A y B en la forma clásica del juicio «A es B», lo cual
problematiza la discursividad en general. Descartes no va­
cilaba en incluir dentro de lo dudoso las respuestas de ser
débil, no matemáticas, que son a la vez respuestas verdade­
ras y respuestas problemáticas, que plantean una cuestión.
Esto le permitía meterlo todo en la m ism a bolsa, sin obli­
gación de hacer distinciones. La represión apocrítica arroja
en lo dudoso cuestiones y respuestas de ser débil, privile­
giando así la matematización, que evita tener que distin­
guir. Mas aquella no se limita a zanjar el dilema planteado
por las cuestiones que se infiltran en el orden de las res­
puestas haciendo equivaler las expresiones de ser débil, las
cuales pueden ser tanto cuestión como respuesta. La repre­
sión apocrítica toma el relevo de la represión problemato­
lógica que se debilita, exigiendo justificación, es decir, ar­
gumentos para las respuestas, a los efectos de establecer la
validez de estas como tales. Con un argumento en su favor:
una respuesta no puede sino imponerse como respuesta, por
cuanto, sin justificación, no puede mostrarse como verdade­
ra y al mismo tiempo suscitar un problema y un debate. Por
consiguiente, la retórica y la argumentación son fruto de
una represión problematológica que se debilita y de una re­
presión apocrítica que, por compensación, se refuerza. Se
trata de encontrar la respuesta y de evitar la confusión, lo
cual no obsta a que algunos jueguen con ella, posibilidad fa­
cilitada por una represión problematológica que disminuye.
En el fondo, esto habilita una alternativa: o bien aceptar la
confusión y hasta utilizarla, pues se sabe que la diferencia
entre problemático y no problemático se desdibuja, y, en
consecuencia, amoldarse a ella, por cuanto no se puede esta­
blecer la respuesta con certeza, o bien decidir la búsqueda
de respuestas en medio de lo problemático hasta el punto,
finalmente, de redefinir lo que valdrá como respuesta ca­
rente de ambigüedad. Esto explica que la ciencia se mate-
matice.
No habría habido retórica, y no la habría tampoco hoy, si
la represión problematológica no hubiera disminuido en for­
m a considerable. Sólo ella hace que algunos se aferren a

335
ciertas respuestas como si todavía lo fueran, mientras que
para otros no son más que cuestión. Sólo ella hace también
que podamos valernos de unas para defenderlo todo y apo­
yarnos en las otras para criticarlo todo. Sólo ella hace, ade­
más, que la retórica se esfuerce en demistificar las falsas
respuestas y desmarcarlas de las otras, así como sólo ella
hace que deba hallarse un criterio que justifique una res­
puesta por lo que vale como tal a los ojos de los otros, con ar­
gumentos que establecen precisamente esa diferencia. Ope­
rar sobre la posible confusión entre cuestiones y respuestas,
querer librarse de ella, desprenderse de las confusiones o
aprovecharlas para manipular y alcanzar los propios fines:
he aquí consecuencias de una represión problematológica
que se ha erosionado con un tiempo que ahonda las diferen­
cias, sin poder definir forzosamente sus nuevos contornos.
Empero, hay más: la represión problematológica que se
desdibuja tiende, inevitablemente, a producir pasiones fuer­
tes. El temor, la esperanza, el desaliento, la angustia, la ira,
la oposición o el empeño de no cambiar de opinión están ins­
criptos en la pulverización de las respuestas y en lo que ella
promueve: su problematización (que se convierte en la de
aquellos que son sus defensores) y el afán de aferrarse a
esas respuestas, muchas veces hasta las consecuencias últi­
mas más criminales, esas que exigen las ideologías de sus
beneficiarios.

2. La argumentación filosófica
La filosofía pone en ejercicio una argumentación que só­
lo encontramos en su ámbito, especificidad de su disciplina
que muchos filósofos negaron. Sumergidos en el proposicio-
nalismo, consideraron que la deducción filosófica era una
simple deducción proposicional en el sentido clásico del tér­
mino —algo que ella no es—. Por este motivo, dichos filóso­
fos debieron afrontar la acusación de falta de rigor, sin que
ni unos ni otros pudiesen percibir que la deducción filosófica
es rigurosa, aunque de una naturaleza específica. Al acan­
tonarse en esa postura y no ver en el discurso más que lo
proposicional, el rigor de la deducción filosófica, comparado
con la ciencia, ciertamente no se deja ver. Ahora bien, si se

336
analiza el punto de cerca, se observa que las grandes filoso­
fías poseen esta característica singular: deducen sus res­
p u esta s de su propio cuestionam iento. Cuando Descartes
duda de todo, del hecho mismo de dudar infiere una primera
proposición que está fuera de dudas. Cuando Aristóteles
quiere «probar» el principio de no contradicción como funda­
mento último del logos, imagina a un cuestionador que re­
chaza y contradice este principio; sin embargo, esto lo vali­
da, porque en el mismo momento en que él lo niega, lo está
utilizando, lo presupone y, por lo tanto, lo verifica. Kant, al
querer mostrar que el conocimiento a priori se compone de
conceptos surgidos del entendim iento y de una m ateria
empírica que proviene de la sensibilidad, deduce a priori
que, sin esta conjunción, dicho conocimiento no puede cono­
cer nada. Y Hegel, en su dialéctica, deduce que la concien­
cia, al afirmar su posición, asciende un nivel reflexionando
sobre lo que hace, lo cual constituye un nuevo objeto. Todas
estas posturas hacen coincidir la represión problematológi­
ca, que disminuye, con la represión apocrítica, que se ins­
taura y se refuerza. La cuestión que se expresa remite a la
respuesta que lo dice y la dice. En otras disciplinas, un ar­
gumento se apoya en hechos o en otras respuestas —a me­
nudo previas—, lo cual no es factible en filosofía pues esta
no puede presuponer nada distinto de ella misma en cuanto
filosofía (históricamente, en cambio, todo cuestionamiento
es ya respuesta, y esta última es la que la Historia revela).
No hay nada más fundamental o fundante que el acto de in­
dagar en lo fundamental, y de esto se puede deducir el ca­
rácter primigenio del cuestionamiento. Las otras ciencias se
plantean, por supuesto, otras cuestiones, factuales y objeti­
vas, pero no se interrogan sobre su propia interrogación ni,
a fortiori, sobre el cuestionamiento. El rigor de su argumen­
tación reside en los argumentos que ellas pueden movilizar
acerca de los objetos que les son propios y que dan lugar a
comprobaciones sobre los hechos o también a razones.

3. ¿Cómo funciona la argumentación?


¿Cómo operan aquellos que defienden sus respuestas pa­
ra conservarlas?: lo hacen en función de las cuestiones que

337
pueden plantearse, lo cual está determinado por la estruc­
tura predicativa de la respuesta. Esta es «A es B» (o «x es y»)
y, en consecuencia, el cuestionamiento sólo puede recaer
sobre B, el predicado, o sobre A, el sujeto. Cuando se dice:
«El asesino de César fue castigado como se debía, tal como lo
prueban todas las dictaduras imperiales que siguieron, si
bien él quería salvar a Roma de la tiranía», no preocupa pa­
ra nada saber si quien perpetró el asesinato fue Bruto u otro
conjurado. Lo pertinente es el hecho de que se dio muerte a
César, y no quién es el culpable. Ahora bien, la cuestión
subyacente puede ser otra y estar referida al sujeto. Por eso
la frase siguiente puede considerarse ambigua: «Yo vi al
hombre que mató a César»; en efecto, aun si Bruto es ino­
cente, lo que quiero decir es que vi a Bruto el otro día, y la
calificación importa poco: de quien hablo es de Bruto, la
cuestión se vincula a él en particular.
Esta doble posibilidad de interrogar atañe al meollo de
toda defensa retórica. Se la pone en ejercicio al negar que «lo
que el otro me reprocha es lo que yo quería decir», o al refe­
rir otros hechos para una misma calificación que se conside­
ra intangible. Se la reinterpreta para conservarla. Tome­
mos otro ejemplo. Alguien sostiene que Clinton fue un buen
presidente de Estados Unidos. Esa persona quiere defender
a Clinton, de modo tal que, si se critica a este, dirá que Clin­
ton hizo esto o aquello y que, por lo tanto, actuó muy bien.
Pero también puede dirigir su atención hacia lo que debe
entenderse por «buen presidente», en cuyo caso, de ser nece­
sario, se cambiará la definición de lo que hace a un buen
presidente y se concluirá: «Por lo tanto, Clinton fue excelen­
te». Los dos «por lo tanto» precedentes marcan con claridad
las diferencias que puede presentar el cuestionamiento ar­
gum entativo. Veremos trazarse las m ismas líneas argu­
méntales si se dice: «La esposa de Arturo es muy simpática».
¿Qué es lo que aquí importa? ¿Ser la esposa de Arturo o el
rasgo propio de esta mujer, que seguiría siendo simpática
aunque no estuviese casada con mi amigo Arturo? Si se di­
vorcia y continúa siendo alguien agradable, la que es simpá­
tica es la persona; se la ha calificado en virtud de su estado
civil, pero lo mismo se habría podido decir: «La mujer que
vive en bulevar X, n° 27,.. .». En cambio, si lo que determina
lo comprobado es su calificación, cambiar de calificación
altera lo comprobado. Es frecuente oír decir a individuos

338
muy bebedores que no son alcohólicos. Se les replica: «Sí que
lo eres, bebes una botella por día y todos los días». Ellos res­
ponden: «No, eso no es alcoholismo, el vino contiene poco al­
cohol», y de este modo recalifican la afirmación. Pero tam ­
bién pueden centrar la cuestión de otra manera y dirigirla
propiamente al sujeto: «Yo no me siento aludido pues bebo
dos o tres copas por comida, y esto no es lo mismo que una
botella, que si se toma en una comida sola es demasiado».
En síntesis, «igual se puede beber vino en la mesa, ¿no?».

4. Los tres estadios principales de la


meta-retórica: religión, política, individualidad
Trasladémonos al cuadro 14, referido a los valores y la
retórica. Se distinguen claramente en él tres grandes mo­
mentos. El primero es aquel estadio en el que la retórica
apunta a afirmar valores comunes, y hasta comunitarios,
considerados sagrados. Las diferencias, esenciales para la
identidad del grupo, contrarían no obstante esta identidad
en cuanto diferencias. La sacralidad atribuida a esos valo­
res tiene el objetivo de librarse de esta contradicción preser­
vándolos de la vindicta colectiva. Se trata de los valores de
vida, respeto familiar y estructuración de las relaciones en­
tre los sexos. Se perfilan desde el comienzo tres grandes
grupos de valores que perm iten lo colectivo pero que se dis­
tinguen de él. Estos valores inscriben las diferencias más
esenciales en el corazón mismo del grupo y de su identidad.
La religión sirve para otorgar un estatus independiente y
preservado a las siguientes diferencias: entre la vida y la
muerte («No matarás»), entre el hombre y la mujer (en toda
sociedad, la sexualidad y el matrimonio están regulados),
entre padres e hijos (el respeto, como en «Honrarás a tu pa­
dre y a tu madre»). Estos valores comunes van a politizarse
y se volverán claves de la vida social, a menudo trágicos (Só­
focles, Eurípides y, más tarde, Shakespeare), antes de con­
vertirse en valores cada vez más individuales.
El segundo estadio, en el que la sociedad se nutre de una
retórica específica y con valores propios, es el político. Ya no
estamos en lo sagrado, en lo religioso, sino en la esfera de los
derechos y los deberes, de las normas y las necesidades; rei­

339
nan en este ámbito la circulación social y la preocupación
por ascen der sobre la base de la idoneidad, fuente de
justicia y respeto.
Por último, después de lo religioso y lo político, está el
tercer estadio, en el cual lo que cuenta es el individuo, con
sus problemas y sus opiniones; lo psicológico prevalece so­
bre lo social, al que debe ahora resumir. En este estadio in­
dividual, la argumentación es más fogosa, pues las diferen­
cias, que se tornan personales, son más consecuentes y ha­
cen estallar los puntos de vista, que se fragmentan de ma­
nera a veces irremediable. Las distancias pueden ser fuer­
tes y, en todo caso, pasionales, pues la de índole social queda
a cargo de una circulación social que permite cegar diferen­
cias de estatus anteriormente infranqueables. En esta psi-
cologización de lo retórico y de su empleo se reflexiona sobre
los valores y su contenido emocional: eso que nosotros he­
mos llamado meta-retórica, con el derecho y la política como
puntos de encuentro. El derecho permite negociar las dis­
tancias individuales y, la política, las de carácter social. De­
masiado pasionales, estas distancias aumentan debido al
formalismo del derecho y a la apelación a un juez exterior.
Con la argumentación, sea jurídica u otra, en cualquier caso
exenta de juez y de tercero que zanje el conflicto, se consigue
restituir la distancia al estado anterior al desacuerdo. El
tránsito del derecho a la política se efectúa pensando en las
normas y en la justicia social que estas deben poner en
práctica (cuadros 22, 23, 24 y 25).
La distancia se negocia psicológicamente cuando la de
índole social cuenta poco a causa de su debilidad. Cuando
las personas se tratan más o menos de igual a igual, esto
desplaza el peso de la confrontación a lo psicológico y lo emo­
cional. En cambio, una distancia social fuerte tiene el efecto
de absorber las diferencias psicológicas para traducirlas en
roles y en expectativas socializadas. Esto no siempre alcan­
za para resolver los problemas que dividen y oponen, los
cuales continúan siendo marcadamente pasionales y perso­
nales, a través de las oposiciones entre el ethos y el pathos.
Cada uno de esos problemas se convierte en fuente de argu­
mentos, antes que en sede de instituciones oratorias, que
son, en general, de naturaleza social y política.

340
5. ¿Para qué sirve la retórica
en nuestra sociedad posmodema?
Nuestra sociedad presenta características inéditas, que
es indispensable tener en cuenta cuando se pretende expli­
car los diferentes modos de utilización de la retórica. El con­
cepto que mejor contribuyó a calificar un universo cultural
sin otro rumbo que la inquietud de afirmar cada cual el pro­
pio es el de posm odernidad. Según Jean-Frangois Lyotard,
autor de la idea, lo posmoderno corresponde sobre todo al fin
de los meta-relatos. El individuo está abandonado a su pro­
pia historia, a sus problemas. Ya no hay lenguaje común,
sino la ilusión de comprender a los otros. El lenguaje ya no
querría decir lo mismo para todo el mundo. El sentido de
una frase o de vina palabra es otra frase u otra palabra, y así
sucesivamente. Cada cual asocia a lo que se dice diferentes
frases y de contenidos diversos. Las personas parecen en­
tenderse, pero esto es ilusorio. En el enfoque interrogativo,
este tipo de conclusión pesim ista no tiene vigencia, pues
aquello de lo que es cuestión siempre puede ser objeto de un
cuestionamiento efectivo que redefina el sentido de lo que se
dice, lo acote y lo vuelva común, a medida que la interroga­
ción prosigue, por intermedio de respuestas sucesivas. Sólo
se gira en redondo en un sistema proposicional de reenvíos
asertóricos infinitos: encerrados los individuos en sus pro­
pias significaciones, jamás salen del lenguaje para dirigirse
a la realidad de lo que constituye cuestión. Olvidemos, pues,
la observación de Lyotard, aun cuando tiene razón en un
punto: ya no hay relato, mitos comunes. Con mayor razón,
ya no hay religión única, código social o cultural válido para
todos. Es sabido que el repliegue identitario y hasta comu­
nitario pasa a ser, por ende, una respuesta corriente frente
a esa situación, pues permite a los individuos superar el de­
samparo y el aislamiento. Desde el momento en que nos ex­
traviamos en la vana búsqueda de una misma Historia o de
las mismas historias, intentando reconstruir alguna, la ar­
gumentación puede servir para demistificar la ilusión de
haberla hallado. Ella es entonces crítica, ya que pretende
desactivar posturas oscurantistas e ingenuidades ideológi­
cas que resurgen, sobre todo gracias al retomo de lo religio­
so o del discurso comunitario. Nos encontramos, pues, ante
dos concepciones diametralmente opuestas de la apelación

341
a la retórica: o bien esta apunta a despejar y garantizar un
nuevo discurso único y unifícador, que reemplace a los que
la posmodernidad ha socavado, o bien se esfuerza en desen­
mascarar esta pretensión y, con ella, los discursos que trae
aparejados. Se enfrentan dos m eta-retóricas, solapada­
mente, con la tentativa de conciliación de Habermas. Esta­
mos de acuerdo, dice él, en reconocer esferas concurrentes
de discurso y de sus funciones. Estamos de acuerdo en seña­
lar la necesidad de un relato, si no único, al menos unifica­
do, que confirme puntos de vista forzosamente distintos y
hasta opuestos. Estamos también de acuerdo en confrontar­
los y en desenmascarar sus pretensiones de validez o el al­
cance ético que reivindican para todos. Pero lo que realmen­
te importa es poder comunicarnos y hacer que esas esferas
se comuniquen. «La ética de la discusión» puede generar así
comprensión, pacificación social y armonía gracias a la to­
ma de conciencia crítica y argumentada de las posiciones
respectivas. Muchos autores siguieron a Habermas en este
punto y tomaron la vía angélica de una nueva retórica del
«peace a n d love». Esta pasó a ser incluso el arma ideológica
de una nueva izquierda, a menudo de inspiración cristiana
—confesa o no—, en la cual el hecho de ajustarse las cuen­
tas conduciría al de ponerse de acuerdo. Se accedería enton­
ces a una especie de redención comunitaria, gracias a un
angelismo retórico o de lo retórico, que permitiría trascen­
der la argumentación crítica, prueba de la buena voluntad
de los hombres de buena voluntad.
Todas estas opciones meta-retóricas dejan transparen­
tar, a su pesar, el sutil juego de la distancia entre los indivi­
duos, distancia que se deberá reducir y a veces desmantelar,
en un caso, y reactivar, en el otro. No queda entonces más
que soñar con un mundo en el que se habrían borrado las
distancias, mediante una conmovida comprensión hacia to­
das las causas: desde la ingenuidad respecto de ciertas for­
mas de acción humanitaria, hasta la inquietud de restaurar
el fundamentalismo religioso a fin de salvar a los hombres
de un mundo moderno sentido como oprimente y hasta co­
mo opresor.
Al generar nuestra sociedad actual una mayor proximi­
dad social entre los seres, lo psicológico pasó a ser en ella ar­
gumento y motor de la comprensión y de la acción. Decía
Tocqueville que en el Ancien Régime las distancias sociales

342
estaban más cristalizadas, y que a los individuos no se les
ocurría, en general, compararse con los demás, sentir en­
vidia o pensar que esas distancias podían ser atenuadas.
Hoy, el individuo sufre de permanentes comparaciones.
B usca entonces saberlo todo sobre los demás, y muchas
veces la anhelada transparencia termina anidándose en los
cestos de basura de la vida privada y hasta en las revelacio­
nes, siempre apetecibles, de la prensa sensacionalista. El
papel de los periodistas consiste en sustituir a los intelec­
tuales, por quienes se hacen pasar a menudo (un periodista
de temas filosóficos escribe libros de filosofía, un periodista
literario escribe novelas, etc.), pero, en el fondo, lo que se
espera es que él comunique y, eventualmente, transmita infor­
m ación. El periodista asegura sobre todo la argamasa, y
cada cual imagina que aprende tomándolo como referencia,
cuando en realidad, él legitima una cierta distancia social (o
su abolición). Esto explica el recurso permanente al lengua­
je de la emoción, que permite indignarse, reír o consolarse
por no ser distinto y más feliz. Cuando las distancias socia­
les eran más acentuadas, el intelectual, para justificar su
discurso, debía encarnarse en una institución oratoria y
producir una obra. Sartre tenía tras sí un pensamiento que
le servía como criterio de lectura, permitiéndole defender
un punto de vista contra otro. Hoy, las exigencias son clara­
mente menos rigurosas. Basta con ir a la televisón, «dar allí
su opinión», la opinión de todos. En ella vende uno sus libros
y es consagrado filósofo o pensador. La legitimidad se cris­
taliza entonces en el hecho de pasar por legítimo. Sólo cuan­
do la circulación social se lentifica, sólo cuando las distan­
cias vuelven más difícil el acceso a los puestos, resurge la
cuestión de la legitimidad de las distancias. Estas son refu­
tables y refutadas. Unos las justifican, otros las critican. Es
en este momento cuando renacen las oposiciones. El con­
senso se disipa ante el debate argumentado. La justificación
vuelve a ser un problema. Los intelectuales, como mediado­
res de esa legitimidad, son requeridos de nuevo, más allá
del periodismo de exposición y de toma de partido.

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Pequeño léxico de base

Diferencia problematológica
Constante del espíritu humano a través de la Historia, que
permite a la realidad aparecer como tal. La diferencia se materia­
liza en el hecho de que las cuestiones son reprimidas hacia el exte­
rior del orden de las respuestas, evitando toda confusión entre lo
que se ha de resolver y lo que concierne a resultados establecidos
en la relación con lo real.

Doblete apocrítico-problematológico
U na respuesta es resolutoria (apok risis, en griego) de una
cuestión; abolida en ella esta última, remite a otra cuestión (pro­
blematológica) y, por lo tanto, a otras respuestas, las cuales pue­
den variar y enfrentarse.

Figuras de pensamiento (o modos de argumentación)


Son las figuras que tienen por objeto la distancia y la cuestión
que la expresa. Con ese fin, las figuras explicitan operaciones de
base que van de la identidad a la diferencia, que ellas atenúan o
refuerzan. Concedemos, nos retractamos, interrogamos falsamen­
te para conducir a una respuesta obvia, oponemos, nos alineamos
según el otro, y así sucesivamente.

Instancias retóricas
Son los componentes de la relación retórica. El ethos en cuanto
al orador, el logos en cuanto al discurso, el pathos en cuanto al ora­
torio [oratoire].

Institución oratoria
Tradicionalmente, se trata de los géneros o tipos de discurso.
La toma de palabra se sustenta en una relación de autoridad que
legitima, vuelve útil o da derecho a esa palabra. Al mismo tiempo,
una institución oratoria define una pericia o los peritos (los inte­
lectuales) aptos para responder y para argumentar sobre una o
varias cuestiones vinculadas. El derecho, la política y la economía
son las instituciones oratorias de hoy. Son lugares que definen las
respuestas a partir de valores comunes aceptados o tenidos por

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justificados y, en consecuencia, por justificadores. Se trata del
ethos, el pathos o el logos que se autonomizan en tipos de oratorios
[ioratoires] y de argumentos específicos.

Ley de distancia: L = E - P
Si no se puede resolver o tratar una cuestión mediante el logos
L, es equivalente apelar a la distancia entre el orador E y el
auditorio P. Así se explica el frecuente pasaje del ad rem al ad ho-
minem en una argumentación.

Ley de equivalencia y de unidad


de la retórica y la argumentación
r^-----^q^ *q2, luego r2 o «r^» —«r2»
La respuesta a una cuestión no planteada en forma literal sus­
cita figurativamente otra, r2. Decir r1 es decir r2, si rj es un argu­
mento para r2. Cuando esto no ocurre, obliga a buscar otros argu­
mentos para r2.

Ley de problematicidad invertida


Cuanto m ás literal es el problema, más se despliega el texto
—argumentado o estilizado— en forma de resolución. Cuanto
menos literal es el problema, más constituye el texto una respues­
ta que expresa lo problemático hasta el punto de terminar even­
tualmente por serlo. La literatura, el derecho, la política o la pu­
blicidad están regidos por esta ley retórica de base que concierne
al hecho de que el discurso tome a su cargo las cuestiones más o
menos problemáticas que la retórica toma por objeto.

Pasión
Comprende tres elementos: la cuestión que impacta o el pro­
blema que ella traduce, el placer o el displacer que ocasiona, y la
modalidad, en forma de juicio, que ella genera: el amor o el odio, la
tristeza o la piedad, la esperanza o el temor, etcétera.

Problematicidad creciente
Es ella la que justifica el recurso a los lugares (topoi), que son
lo menos problemático y lo m ás evidente; a las figuras, que son
más lo primero y menos lo segundo —sobre todo, los tropos—, y a
las figuras de pensamiento, que tratan lo problemático de manera
expresa en respuestas que lo atenúan o pretenden hacerlo desa­
parecer.

Problematología
Enfoque filosófico que sitúa el cuestionamiento en el corazón
de la reflexión. La problematicidad del mundo, de los otros, de uno

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mismo, está en la base de una estética, de una retórica y de una
epistemología nuevas que forman un todo.

Represión problematológica
Modaliza la diferenciación cuestión-respuesta que la Historia
subvierte al volver cada vez más problemáticas las respuestas. La
retórica opera sobre esta amalgama posible, así como permite
desarticularla. La distinción entre lo figurativo y lo literal funda,
en retórica, la manera de traducir la problematicidad de una cues­
tión a través de respuestas.

Retórica
Negociación de la distancia entre individuos acerca de una
cuestión dada, más o menos problemática. Un argumento es una
resp u esta en favor de una respuesta: una figura absorbe la
cuestión como si ya no se planteara. Se trata de la retórica no ya
como disciplina, sino como procedimiento.

Sofisma (o «Fallacy»J
Un sofisma es la transposición en ad rem de un argumento ad
hominem. «Si no haces la tarea, no mirarás televisión». Este argu­
mento no es lógicamente válido, pero sí muy persuasivo. «El 100 %
de los ganadores probaron suerte, así que haga usted lo mismo,
juegue al Loto» es un argumento falaz, puesto que el 100 % de los
perdedores también lo hicieron. Para incitar a jugar, se transfor­
ma el encantamiento en argumento.

Valor
Un valor es una pasión sin el aspecto subjetivo, así como una
pasión es un valor traducido en términos puramente emocionales.

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