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Las 4 primeras biografías de
SAN JUAN
BAUTISTA DE LA
SALLE
Hno. José María Valladolid (editor)
ARLEP
Publica Hno. Rodolfo Patricio Andaur Zamora
Para uso educativo y/o de investigación, sin fines de lucro.
Temuco – Chile 2016
LAS CUATRO PRIMERAS
BIOGRAFÍAS
DE SAN JUAN BAUTISTA
DE LA SALLE
TOMO III
Jean-Baptiste BLAIN
ESPÍRITU Y VIRTUDES
DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA DE LA SALLE
Edición preparada
por José María Valladolid, fsc.
Madrid, mayo de 2010
© La Salle Ediciones
Marqués de Mondéjar, 32
28028 MADRID
Impreso en Villena, A. G.
ISBN: 978-84-7221-495-8
Depósito legal: M-46744-2010
Printed in Spain
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin el permiso escrito de los titulares del copyright,
la reproducción o la transmisión total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento mecánico o electrónico, incluyen-
do la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 5
DE
por
J. B. BLAIN
CUARTA PARTE DE
PRESENTACIÓN
Al editar en español las cuatro primeras biografías de san Juan Bautista de La Salle,
en este tercer tomo recogemos la parte cuarta de la Vida del señor de La Salle, escrita
por Juan Bautista Blain.
En el primer tomo se han recogido las tres primeras biografías, a saber: la escrita
por el Hermano Bernard y las dos escritas por François-Élie Maillefer.
En el segundo tomo se han recogido las tres partes de que consta la Vida... escrita
por Blain y publicada en Ruán, en 1733. Forman la biografía completa del santo, y en
el original francés abarcan todo el tomo primero, de 446 páginas, y la primera parte
del tomo segundo, que son 196 páginas (Cahier Lasallien n.os 7 y 8). La traducción ha
sido hecha por el Hno. José María Valladolid, que ha tratado de mantener los mismos
criterios que se siguieron para traducir las Obras Completas de San Juan Bautista de
La Salle.
El Instituto hizo la segunda edición de la biografía escrita por Blain, en francés, en
1887; la tercera en 1889; hay además otra edición publicada por la Société de
Saint-Augustin, fechada en 1901, en Lille-Paris. Pero ninguna de estas tres ediciones
contenían el texto íntegro de Blain, sino el revisado por el abate Augusto Carion, a
quien el Superior General había encomendado la revisión de la obra de Blain. Las tres
ediciones tienen cambios con relación al original de Blain. El principal es la
supresión de las 113 primeras páginas, donde Blain intenta hacer una historia de las
instituciones dedicadas a la educación de niños y niñas. Hay otros cambios menores,
pero numerosos, consistentes en la supresión o modificación de algunos párrafos, y
en el cambio de palabras o frases, con el fin de mejorar el estilo literario.
Cuando los Hermanos se establecieron en España publicaron, en 1905, en Madrid,
un libro titulado Espíritu y Virtudes de San Juan Bautista de La Salle, traducido no de
la cuarta parte de la biografía de Blain, sino de la arreglada por el abate Carion.
Cuando se necesitó editar de nuevo este libro (Madrid, 1962), se hizo una nueva
traducción, dejando de lado el texto del abate Carion y ateniéndose al original francés
de Blain.
De todo lo dicho se deduce que los lectores de habla española no han tenido acceso
directo a la biografía de nuestro fundador escrita por Blain, ya que nunca fue
traducida, sino sólo a la parte cuarta, que sigue a la biografía propiamente dicha, es
decir, al Espíritu y Virtudes, como tradicionalmente se conoció entre los Hermanos.
En este tercer tomo recogemos la traducción de la edición de 1962. Es casi literal,
aunque algunas expresiones del francés del siglo XVIII no se han traducido
correctamente, y en otras ocasiones predomina una redacción más literaria que literal;
10 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
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AVISO AL LECTOR
Creo deber advertir al lector que encontrará muchas cosas repetidas en esta
cuarta parte de la Vida del Sr. de La Salle.
Es casi imposible evitarlo, cuando se escribe de modo particular sobre las virtudes
de quienes se ha compuesto la biografía.
Por esta razón, sin duda, la mayor parte de nuestros ilustres autores que han
publicado, en estos últimos tiempos, las vidas particulares de algunos santos y santas
o de personas muertas en olor de santidad, no descendieron a los pormenores de sus
virtudes.
En efecto, sus vidas forman un tejido de actos de humildad, mansedumbre,
obediencia, mortificación, paciencia, caridad y demás virtudes cristianas; la materia
queda agotada y apenas resta algo por decir, cuando se los ha bajado al sepulcro.
Al describir a un hombre, y retratarlo de cuerpo entero, no es costumbre pintarlo
fragmentariamente ni representar separadamente el perfil de su cabeza, manos y
otros miembros. Por muy fecunda que sea la fantasía de los pintores, ninguno se ha
amoldado a idea tan peregrina. Y, con todo, es lo que aparentan hacer quienes
después de haber pintado de cuerpo entero a los héroes cristianos en la historia de su
vida, los describen por partes, especificando sus virtudes. Necesariamente, o vuelven
sobre sus pasos o se extravían, pues o repiten lo que dijeron o se introducen en los
lugares comunes.
¿Por qué, pues, se preguntará alguno, incurrir aquí en la misma falta, y exponerse
a desairar al lector culto, que se aburre con repeticiones y se arrepiente de haber
comprado el doble del mismo libro?
Para no cometer tal injusticia cayendo en esta falta, se han puesto en venta las tres
primeras partes que contienen la Historia total de la vida del Sr. de La Salle,
separadas de la cuarta. De este modo, ni el lector delicado, que no soporta le digan lo
mismo de dos maneras, ni el comprador interesado, que no tiene la humorada de
realzar el precio de un libro sin necesidad, tendrán motivo de queja.
En cuanto a mí se refiere, declaro ingenuamente que no he puesto la mano de
grado en esta cuarta parte. El temor a las repeticiones y a engrosar demasiado esta
Historia, me decidieron a poner punto final en la muerte del héroe. Pero los
Hermanos, como más interesados en este asunto, me
12 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
<2-200>
obligaron a no tener en cuenta razones que, a su parecer, son más aparentes que
reales.
«¿Para quién —me dijeron— escribe la vida de nuestro Padre? Para nosotros, sus
hijos, o para personas semejantes a nosotros, sencillas, ganosas de edificación; esto
es, para personas a quienes no asustan las repeticiones, y para las cuales son, en
cierta manera, necesarias, porque graban más perfectamente en el alma las cosas
que nunca pueden saberse bastante, ni decirse en demasía.
A los espíritus finos, que tienen a gala hacer alarde de su buen discernimiento, les
chocan, ciertamente, tanto las repeticiones leídas en los libros como las oídas en los
sermones; mas también es verdad que personajes de esta índole no tienen la
curiosidad de leer las historias de las vidas de santos, y dejan estas lecturas para
quienes intentan enfervorizarse. Y así como un predicador haría mal en acomodarse
a los oídos delicados, siempre en minoría, de auditorios numerosos en perjuicio de
las almas sencillas, a las cuales prodiga en balde las figuras de su elocuencia sin
sacar provecho de su discurso, por no estar adecuado al mayor número; de igual
modo puede afirmarse que un autor malogra sus fatigas cuando, por temor de
desagradar a los oyentes cultos, se avergüenza de repetir lo que puede aprovechar
muchísimo al común de los fieles.
Por otra parte —añadían—, al vender por separado la cuarta parte de la obra,
nadie podrá quejarse; porque únicamente la comprarán y leerán quienes juzguen
que les será de utilidad.
En cuanto a nosotros, que no podemos cansarnos de oír hablar de nuestro Padre,
la repetición, en lugar de aburrirnos, nos inculca con nuevo fruto los ejemplos de
virtud que anhelamos perpetuar en nuestra memoria.
Al fin y al cabo —agregaban—, muchos episodios que no han entrado en las, tres
primeras partes están compilados en la cuarta. Ya que cuanto atañe al Sr. de La Salle
nos es precioso, nos enojaría mucho vernos privados de la gracia, vinculada para
nosotros a las menores circunstancias de su vida.
A mayor abundamiento, el Sr. de La Salle dio de viva voz y consignó por escrito
lecciones admirables de todas las virtudes, por lo cual deseamos le haga hablar y él
mismo, y que, en el cuadro que pintó de las virtudes, nos muestre las suyas.
Finalmente, si autores ilustres no añadieron a la historia de la vida de las personas
santas los pormenores de sus virtudes, también hay muchos, tanto antiguos como
modernos, que lo hicieron; y, por consiguiente, se les pueden achacar las
repeticiones. Indudablemente les animó contra tal reproche el deseo de ser útiles a
las almas que tienen hambre y sed de justicia. Por tanto, hay que atenerse a estos
dechados, por el interés de la gloria de Dios y de la salvación de las almas».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 13
<2-201>
CAPÍTULO PRIMERO
ARTÍCULO PRIMERO
Nadie quiere correr tras del error y la mentira. El deseo de la verdad es un deseo tan
ardiente y vivo que resulta natural y como necesario. Pero ¿dónde encontrar esta
verdad ansiada, que a tantos excita a buscarla? ¿Dónde tiene su morada? En la Iglesia.
Ésta es su órgano, su depositaria y su oráculo. Jesucristo nos encamina a ella. Él habla
por boca de la Iglesia; ésta es el trono donde reina, el tribunal en que juzga y la escuela
donde enseña. Debemos, pues, honrarla como a nuestra soberana, escucharla como a
nuestra maestra y amarla como a nuestra madre. La Iglesia merece nuestro respeto,
sumisión y amor. Respeto debido a su autoridad, sumisión a su infalibilidad y amor a
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su bondad y solicitud. Tales eran los sentimientos para con la Iglesia que el señor de
La Salle trataba de inspirar a los suyos.
mentira como entre los judíos, cuya expectación es tan engañosa como los desvaríos
que la apoyan.
recuerdo, por desgracia, es muy reciente por las parodias que se han hecho aun en
nuestros días. ¿Cuántas lamentaciones teatrales y cuántos gemidos falsos no han
repetido ciertos puristas contemporáneos en contra de prácticas sencillas y, como
ellos dicen, insignificantes ceremonias, consagradas por la piedad de los fieles?
Se encuentran aún muchos hombres desazonados y quisquillosos a quienes
desagradan las prácticas comunes, que les parecen arriesgadas y pueriles, y que,
fingiendo escandalizarse de ellas, renuevan temerariamente las disputas clásicas de
los nuevos herejes. Unas veces acometen contra las indulgencias, pretextando que
son un abuso: por aquí principió Lutero; otras, censuran el culto de las sagradas
imágenes y reliquias, so pretexto de que les parece falso, exagerado o supersticioso,
como empezó afirmando Calvino. Ora condenan las muestras de veneración a la
Virgen Santísima, tachándolas de exageradas, como continúan haciendo ciertos
censores inquietos; ora reprueban las oraciones que le dirigen los fieles y aun la
Iglesia, alegando que no son adecuadas. Estos sujetos querrían reformar la Salve
Regina y encuentran reprensibles otras muchas oraciones semejantes de la Iglesia,
consagradas por el uso universal de los fieles. Tapan sus oídos y quisieran cerrar los
nuestros a los títulos gloriosos y alabanzas que el Oficio público dirige a María.
Difaman el rosario como oración de los idiotas y repetición aburrida y estéril de
palabras. El simple nombre de escapulario irrita su celo y excita su cólera. Para
dichos individuos, ser piadoso es no dar señal ninguna de ello, y tienen a gala sustituir
las imágenes de Jesucristo y de la Virgen Santísima por las de sus héroes; así lo
hicieron los autores de la falsa Reforma, cuyas huellas y ejemplos parece que quieren
seguir e imitar. Mientras con mano sacrílega derribaban las estatuas de los santos,
quemaban y aventaban sus cenizas y preciosas reliquias o desfiguraban sus imágenes,
con la otra encumbraban a sus hombres ilustres para honrar su memoria y
conservaban sus despojos como se guardan los preciosos restos de los mártires o
defensores de la fe.
Ahora bien, todo este género de censores debieran reconocer que la Iglesia, sin
necesidad de sus buenos consejos, conoce suficientemente los abusos que necesitan
reforma; y que como está encargada de remediarlos, pueden quedar tranquilos.
Mientras tengamos por guía a la Iglesia, no temamos la delicadeza amarga de
aquellos que, so pretexto de buscar la gloria del Hijo, combaten la de la Madre.
Después de tantos elogios como le tributaron los santos Padres, no tendríamos
fundamento
<2-206>
ninguno para guardar silencio vergonzoso acerca de sus augustas prerrogativas.
¿Sería lícito callarnos porque la crítica maliciosa, que se opone al sentir de la Iglesia,
le discute sus prerrogativas? ¿Por qué no nos atreveríamos a manifestar (dejando
aparte los honores divinos y sin olvidar la distancia infinita que separa a Dios de la
más santa de sus criaturas) que todos nuestros homenajes son inferiores a sus
méritos? Después de las sentencias expresas de los Concilios, de los decretos de
tantos papas y obispos, de las decisiones de todas las Facultades de Teología, del
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parecer de infinidad de doctores, nos estará permitido, sin duda, llamarla pura,
inmaculada y tenerla por tal. Si nuestra lengua tímida no se atreviera a declararse en
favor de su Concepción Inmaculada porque hay aún quienes quieren servirse de
prescripción contra este privilegio, ¿no seríamos culpables de falsa prudencia y de
mal entendida reserva? ¿Nos estaría prohibido atenernos al fallo de nuestros Padres y
creer como ellos en la resurrección de aquel cuerpo virginal y tan puro, que llevó y dio
vida al de Jesucristo, porque haya quienes quieren protestar contra una tradición tan
antigua y tan autorizada en la Iglesia?
<2-207>
Día tras día, en todos los siglos, aun en los más florecientes del Cristianismo, nuevas
prácticas han sucedido a las antiguas y se han establecido sobre sus ruinas. Cuando la
Iglesia lo ve, lo permite o así lo ordena por razones superiores, es deber nuestro
respetarlas y siempre nos está prohibido censurarlas.
Si ha sido conveniente que consintiera en suavizar algo su antigua severidad
tocante a la penitencia, acomodándose a la flaqueza de los enfermos espirituales, a
quienes hubiera podido desalentar, exasperar y aun sublevar una firmeza inflexible,
nunca fue su intención colocar almohadas bajo la cabeza de los pecadores o poner
cojines bajo sus codos para halagar su desidia. Si, condolida de su indolencia, ha
descendido hasta ellos para levantarlos junto a ella, ¿ha dado motivo para exacerbar
tanto el celo amargo de los celadores del antiguo rigor que sólo advierten su
condescendencia para acusarla por eso como de un crimen? Más aún: ¿a quién habrá,
pues, que culpar de la disminución de la penitencia pública? ¿No lo será a la
indisposición de los pecadores, cuya flaqueza se ha visto obligada a excusar, para no
verlos perecer rechazando obstinadamente, por muy amargos, los remedios más
saludables? Si la Iglesia ha suavizado su disciplina en los últimos siglos, esto no
supone en ella blandura ni relajación, sino prudencia y necesidad; y no se ha de
imaginar que, cuando la Iglesia ha suprimido las penas canónicas, ha querido
descargar a los pecadores del peso de la penitencia. Entiéndase bien que deja siempre
a cargo de ellos el cuidado de reparar la ofensa de Dios y la obligación de satisfacerle.
Por tanto, no nos sorprendamos de que algunos celadores de las viejas
observancias se constituyan en censores de las nuevas, como si hoy día la Iglesia
hubiera perdido la autoridad que recibió de Jesucristo o la asistencia del Espíritu
Santo. Aunque quienes han hecho esa especie de examen de la conducta de la Iglesia
en todos los siglos, al tomarse la libertad de censurarla acerca de los puntos citados y
de otros muchos, quieran contarse siempre entre los católicos, se ha de convenir, con
todo, que andan por el camino que comienzan a recorrer cuantos se apartan de la
Iglesia. Simulando primeramente que quieren ordenar todo de acuerdo con los
antiguos cánones, claman contra abusos, a menudo imaginarios, sin temor a
introducir otros muy reales, y, so capa de celo, insinúan sus errores.
Durante largo tiempo la impiedad se había manifestado descaradamente; ahora se
pone la careta de la reforma y finge deplorar abusos que sólo podría corregir
introduciendo males verdaderos y visibles. En este sentido, el restablecimiento de los
usos antiguos sería más de temer que de desear, y de este modo podría ser
considerado como innovación peligrosa. El verdadero católico admira la disciplina
aprobada por los antiguos cánones, pero sigue puntualmente la nueva que han
autorizado los más recientes.
Los santos Padres hicieron y ordenaron en su tiempo lo que convenía al bien de los
fieles; si sus sucesores se han apartado a veces, ha sido aspirando al mismo fin y
corriendo hacia el mismo término por caminos diferentes. De este modo la Iglesia ha
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 23
conservado siempre el espíritu de los antiguos cánones, aun cuando haya cambiado la
letra. Todos sus hijos le deben el respeto de no condenarla nunca; antes bien, han de
esforzarse en conocer su sentir para conformar con él su propio parecer. Basta, dice
san Agustín, que esta Madre común de los fieles haya recibido unánimemente alguna
práctica, para no poder ya discutir su rectitud, sin atrevimiento intolerable.
<2-208>
Por consiguiente, no es proceder ilustrado y prudente, como se ha pretendido
obligarnos a creer falsamente, el hacer sentir a los pecadores el peso de sus culpas
mientras, por otra parte, se descuida el urgirlos a que salgan de ellas, y se tarda en
ofrecerles el remedio que debe curarlos. Si es cierto que la Iglesia aprueba, pide y aun
exige a sus ministros que no se apresuren al examinar a quienes se postran a sus pies
para acusarse, para estar seguros de su buena voluntad, alejarlos de las ocasiones de
pecado, romper con los hábitos que los atan y tienen encadenados y, en fin, para
despertar su arrepentimiento y penitencia; con todo, no aprueba que su reconciliación
se haga depender del comienzo de la satisfacción, porque la muerte puede
anticipárseles en esta demora cruel y obligada, y porque la satisfacción cumplida
después de la absolución no pierde nada de su merecimiento.
En lo demás, si estos falsos Jeremías que de este modo acusan de relajamiento a la
Iglesia, sólo se dedicasen a derramar lágrimas sobre las ruinas del templo, esto es, a
llorar la depravación de las costumbres del siglo; si se contentaran con suspirar por
la dichosa edad que vio al Evangelio honrado por la práctica, y sus máximas
confirmadas por la vida santa de los cristianos; si aún se limitaran a examinar las
antiguas constituciones, para oponer su santidad a nuestro regalo y darnos motivo de
confusión o para señalar la decadencia de su época, sus gemidos, parecidos a los de
los santos, servirían para edificarnos. Ojalá volviéramos a ver a la Iglesia tal como fue
en sus días primeros, días felices que constituyen aún su gloria al par que se los añora,
en los cuales contaba el número de santos por el de cristianos y daba a luz a sus hijos
para convertirlos en mártires. Éste ha sido el deseo de los santos y de todos los
hombres de bien en los últimos tiempos: deseo que únicamente se encamina a
reavivar la piedad entibiada o apagada y recordar entre los cristianos actuales la
virtud de los primitivos. Pero si celo de esta clase, unido a la docilidad y sumisión más
humilde al gobierno presente de la Iglesia, sólo merece alabanzas, ¿qué elogios podrá
recibir quien siembra disputas y querellas, críticas malignas y censuras despiadadas,
y sólo manifiesta acritud e indocilidad? Está muy bien que nos conmueva la belleza
de la antigua disciplina cuyo origen es tan puro, tan edificantes sus progresos y tan
triste su decadencia, con tal que no nos propasemos a criticar la moderna, ni nos
atrevamos a discutir a la Iglesia sus derechos en esta materia, y menos aún a restringir
la obediencia a que tiene derecho. Si se la respeta de veras, no costará someterse a sus
decisiones.
24 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
De aquí el derecho que se atribuía a decidir por sí mismo, con preferencia a los
Concilios, a los Santos Padres y a los Sumos Pontífices. Los demás adalides de sectas,
como Zuinglio, Calvino, Socino, etc., aunque opuestos entre sí y con respecto a
Lutero, se jactaban del mismo privilegio. A ejemplo suyo y fundados en semejante
título, todos sus discípulos se han arrogado el derecho de interpretar y explicar la
Sagrada Escritura, según su propio capricho.
De aquí proviene la pretensión de los sectarios, cuando nos reprochan que la Biblia
es fruta prohibida para nosotros o libro desconocido, y que la Iglesia romana oculta a
los hijos de Dios el testamento de su Padre. Mas de aquí nace también la santa firmeza
de la Iglesia para no abrirlo a todos indiferentemente, y para no entregar con tanta
libertad esta espada de dos filos que los pequeñuelos y los niños, ignorantes de su
manejo, podrían emplear en perjuicio suyo. La mala fe de los novadores en corromper
el texto sagrado, su libertad en adulterar el sentido, su infidelidad al alterarlo en sus
traducciones y sus artificios para esconder el veneno en explicaciones breves y
morales, sazonadas con falsa unción, son motivos justos para una prohibición tan
necesaria y legítima. Por otra parte, el relato circunstanciado de varios crímenes,
la descripción al natural de algunos hechos o prescripciones legales, el estilo y
expresiones del Cantar de los Cantares, dan a entender suficientemente que, aun en
los Sagrados Libros, no todo es apto para ser leído por todos. La santa oscuridad
esparcida en las divinas Escrituras y la profundidad insondable de los misterios que se
revelan en ellas presentan, a veces, escollos donde se estrella la fe de los sencillos o de
los soberbios.
Desconfiad de un hereje que se apoya en la Sagrada Escritura —dice San
Ambrosio—, pues el demonio empleó sus textos para tratar de engañar a Jesucristo.
Por consiguiente, es necesario recurrir a la Iglesia si se quiere entender bien la
Escritura, pues es —dice San Jerónimo— el libro misterioso del Apocalipsis, sellado
con siete sellos y que permanece cerrado si no se recibe la llave de quien guarda la de
David. Sin razón, pues, se pide que se ponga en cualquier mano, para ver a todo
género de personas tomarse la libertad de interpretarla, desgarrarla y comentarla a su
manera, sigue diciendo el mismo Padre. Si esto se permite, ¿de qué podrá uno estar
seguro sino de extraviarse indefinidamente y de hallar tantas interpretaciones y tantas
religiones cuantas son las cabezas desequilibradas?
2. Por lo que respecta a la Tradición, ¿quién sino la Iglesia es su depositaria? ¿No
es juez de los escritos de los Padres, puesto que se expresa por medio de éstos? Hay
que escucharlos indudablemente, pues exponen sus opiniones y transmiten su
doctrina; pero hallándose cada uno en particular sujetos al error, necesitan la
dirección de la Iglesia y sólo están seguros cuando ésta los guía.
San Agustín es, si se quiere, el más excelso de los Padres y el ingenio más sublime,
pero ni a él ni su doctrina acataría yo si no expresase la de la Iglesia o si ésta no
adoptase la de aquel santo doctor. Para mí sería un doctor extraño si no me hablara el
lenguaje de la Iglesia. Él mismo sale fiador de esta manera de pensar. No creería
—dice— en el Evangelio si la Iglesia no le impusiera la ley de creerlo (Evangelio non
28 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
crederem nisi me Ecclesiae Catholicae commoveret auctoritas. Cont. Ep. fond, c. 5).
Y nosotros no creeríamos a Agustín, podemos decir con mayor derecho, si Agustín
contradijera a la Iglesia. Si la Iglesia le desaprobara, lo que no es de temer, perdería
toda autoridad entre los buenos católicos. Si su autoridad es grande, la debe a la
Iglesia, pues ella se la dio en posesión. Todo el crédito que a nosotros nos merece
<2-212>
trae su origen de la Iglesia. Honrémosle como a doctor de la gracia, como a doctor de
la Iglesia. El primer título constituye su gloria, el segundo fundamenta nuestra
seguridad.
3. Y nuestro propio parecer ¿podrá ser elegido como juez en las controversias
sobre la fe? Nadie, sin duda, se atrevería a conceder a los necios, a los ignorantes, a
los simples, a personas incultas, a las mujeres y al vulgo, que componen, con todo, la
mayor parte de los fieles, el privilegio de atenerse a su propio parecer en materia de fe
y de doctrina. Esto equivaldría a poner la llave de la ciencia en manos incapaces de
usarla y a dejar que los ciegos se guiasen a sí mismos; equivaldría a dejar el Evangelio
y la religión en manos profanas.
Los prudentes del siglo tampoco pueden, sin ciega y culpable presunción, tomar su
propio parecer como árbitro en materia de religión. Bien considerado, el juicio propio
es el más temible de todos los enemigos de la verdad. Quien se fía de él, se fía de un
impostor y de un pérfido. Atenerse a él es hacer caso de un consejero falaz y sujeto a
engaño. Si no queremos acudir más que al tribunal de nuestro propio parecer, si no
queremos aprobar más decisiones que las suyas, escogemos un juez interesado, ciego
y mentiroso. ¡Qué desorden se seguiría en la religión si cada uno se erigiera en árbitro
de sus opiniones y quisiera ordenar sus creencias apoyado en sus propias luces!
Entonces habría, dice un hombre eminente, tantas religiones como cabezas (M.
Bossuet: Variat., L. 1).
¿No han llegado, aun los hombres más discretos, más sabios y aparentemente más
ilustrados, a excesos extravagantes e inexcusables, como adorar la obra de sus manos,
fabricar dioses a su capricho, consagrar todos los vicios por la religión y jactarse de
todos los crímenes con el nombre de alguna divinidad? Después de la venida de Jesucristo,
¿cuántos disparates, aun entre los cristianos, han salido de la cabeza de quienes no
han querido obedecer a la Iglesia y adherirse a su parecer en todo? ¿Ha existido
herejía tan extravagante, tan absurda, tan impía o tan monstruosa, que no haya estado
en boga, que haya carecido de protección en el mundo, que no haya tenido secuaces,
que no haya encontrado defensores entre los sabios y que no haya tenido en favor
suyo la lengua o la pluma de algún sublime ingenio? Por ejemplo, Orígenes,
Tertuliano y cien más. El primero asombraba al cristianismo por su ciencia y su
piedad. El segundo era el defensor ilustre y el sabio apologista de la religión. Esto no
obstante, el primero sembró, a manos llenas, de fantasías y errores sus comentarios de
los textos sagrados, y pretendió hacer decir a la Sagrada Escritura sus propios delirios
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 29
o los de algunos filósofos. El segundo se dejó engañar por Priscila y Maximila, las
dos famosas profetisas de Montano.
Si esto es así, ¿cómo fiarse de las luces engañosas de su propio parecer? ¿Es, quizá,
más juicioso, menos sujeto a error que el de tantos hombres eminentes admirados
como portentos en los siglos pasados? ¿Quién puede gloriarse de tener una razón
inaccesible a la mentira o al error? ¿Podría siquiera pensarse así sin renunciar a la
razón? Debemos, pues, tener como sospechoso el propio parecer y desconfiar de él en
todo lo concerniente a la religión.
1. La incertidumbre
En efecto, el carácter de nuestro entendimiento en la mayor parte de los juicios que
forma, es carácter de incertidumbre, de inconstancia, de irresolución: otros tantos
recelos legítimos en contra suya. El primer carácter de nuestro juicio es la
incertidumbre.
<2-213>
Para cada conocimiento cierto hay un centenar de otros dudosos y que sólo producen
opiniones. Y hasta sucede a menudo que lo que hoy miramos como cierto, mañana se
hace dudoso, y a veces falso, después de reflexiones más profundas. Si esto ocurre
aun tratándose de cosas terrenas, que en su mayor parte son del dominio de nuestros
sentidos y, por decirlo así, de nuestra incumbencia, ¿a cuánto más lo sería tratándose
de cosas divinas y sobrenaturales, en las que sólo puede iluminarnos la fe y servirnos
de guía la Iglesia? Si no queremos seguirla, estamos en peligro de caer a cada paso
que demos. Si en materia de religión nos atenemos a la sentencia del juicio propio,
estemos seguros de que nos arrebatará el desvarío de la razón y de que caeremos en un
caos de inquietudes.
A este respecto, podemos atenernos a la experiencia deplorable que hizo de ello
san Agustín. En el retrato que hace de sí mismo antes de su conversión y en el libro de
la Utilidad de la fe, pinta a todos los que, como él entonces, no tienen otro maestro
que la flaca razón: «Pasaba de secta en secta, de opinión en opinión; ora me inclinaba
a una, ora a otra. No había ninguna que no quisiese abrazar y que no quisiera dejar.
Hoy maniqueo, mañana académico: siempre luchando con la razón y en desacuerdo
con su propio entendimiento. Cansado de mis propios pensamientos, quedaba en la
incertidumbre y desesperaba de llegar a la verdad».
2. La inconstancia
De este modo, la incertidumbre produce la inconstancia, segundo carácter del
entendimiento humano. ¿De dónde proviene, en efecto, la confusión que se ha
30 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
manifestado en todo tiempo en el progreso de las herejías, que como ríos impetuosos,
después de haber inundado e inficionado las regiones más florecientes del cristianismo,
se han dividido en infinidad de canales? Y refiriéndonos particularmente al luteranismo,
¿de dónde sino del orgullo de la razón humana nace el gran número de sectas que lo
convierte en monstruo de cien cabezas? Cada uno, después de haber sido discípulo,
quiere convertirse en maestro, y después de haber escuchado, se cree, a su vez, con
derecho a hacerse escuchar. Cada uno sienta plaza de doctor de la verdad, y cansado
de recibir lecciones, pretende darlas y dogmatizar a su capricho. De ahí las divisiones
y los cismas particulares originados entre quienes primero los introdujeron en la
Iglesia. No se entienden entre sí, por no obedecer a la Iglesia. Esto explica las
variaciones del autor de la llamada nueva Reforma: con ellas se han compuesto libros
enteros. De ahí los cambios que han sobrevenido casi constantemente en la creencia
de los calvinistas, hoy día tan diferente de la de su fundador. Pues bien: lo que ha
sucedido en una secta es lo que sucede siempre en el juicio humano, y la experiencia
enseña que, desde el momento en que se constituye en juez de la fe, se divide a sí
mismo y se confunde. ¿A qué atenerse, en efecto, cuando no quiere uno remitirse al
juicio de la Iglesia? El espíritu queda indeciso e inquieto.
3. La irresolución
La irresolución es el tercer defecto de la razón humana. Ésta es, por naturaleza,
inquieta y ávida de nuevos conocimientos. Necesita, pues, algún principio fijo que la
contenga y que limite su curiosidad; alguna regla cierta que fije su inconstancia;
alguna máxima segura que evite sus errores. Ahora bien, sólo la sumisión humilde a
la Iglesia tiene estos privilegios. Dicha actitud es la que modera nuestra razón y
detiene su curiosidad reduciendo todos sus deberes a este único principio: Cuando me
habla la Iglesia, me habla Dios. Después que ha hablado la Iglesia, hay que callarse y
quedarse tranquilo, pues está revestida de autoridad infalible que la preserva de todo
error en lo que atañe a la religión. De este modo, fija la inconstancia del juicio
humano y le impide vagar de opinión en opinión o cansarse en discusiones inútiles.
<2-214>
VI. En que se confirma lo dicho
Para esclarecer mejor estos principios, hay que añadir que quien rehúsa la humilde
sumisión a la Iglesia pretende ser superior a la evidencia, o a la autoridad de los
demás; o en la discusión de los dogmas intenta buscar él mismo la verdad que no
alcanzó el cuerpo de los primeros Pastores ni el Sumo Pontífice, a quienes supone
haberse allanado al error; o admite como principio indiscutible que cierta secta se ha
adueñado de la verdad en perjuicio de los sucesores de los Apóstoles. Pues bien, esta
temeridad y presunción han sido las que han causado la pérdida de todos los
novadores. Cuando los antiguos filósofos presentaban como verdades las fantasías
más ridículas, ¿no invocaban la evidencia? ¿No apelaban también a la evidencia los
herejes de todo tiempo cuando difundían sus errores con tal apariencia de certeza que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 31
2. Sencilla y ciega
La sumisión a las decisiones de la Iglesia ha de ser sencilla y ciega; tal es su
segundo carácter. No se nos prohíbe levantar los ojos al cielo, contemplar la
hermosura del universo, dirigir nuestra curiosidad a sus diferentes aspectos, estudiar
la naturaleza y explorar sus misterios, ocultos hasta hoy a los mismos sabios. No se
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 33
nos veda la investigación de las causas naturales ni el esfuerzo para penetrar los
secretos de este mundo en que vivimos; Dios lo ha dejado a la discusión de los sabios.
Bien está que seamos muy hombres y hasta filósofos y teólogos, y que cultivemos
nuestro espíritu con el estudio de las cosas
<2-216>
naturales y sobrenaturales, con tal que permanezcamos fieles y sumisos y sepamos,
ante una razón superior, cerrar los ojos de la propia y sujetarla con el yugo de la
obediencia interior. La gloria de los fieles no es carecer de sentimientos naturales,
sino saber someterlos a la autoridad de la Iglesia. Los libertinos se dejan arrastrar por
sus sentidos y sólo quieren creer lo que les impresiona. Los filósofos profanos buscan
la evidencia y la consideran como lo único capaz de atraer y satisfacer la inteligencia.
Los sabios orgullosos únicamente quieren rendirse ante razones decisivas y se erigen
dentro de sí un tribunal soberano donde lo juzgan todo según sus propias luces; pero
los fieles humildes, dueños siempre de su razón y de sus opiniones, saben sacrificarla
a la Iglesia, a la que Jesucristo les ha mandado oír so pena de ser tenidos como
gentiles y publicanos. Ahora bien, llámase sumisión sencilla y ciega la que no sabe
razonar ni examinar ni discutir. Tiene el mérito de la sumisión ciega quien sólo usa de
su razón para someterse a la autoridad infalible de la Iglesia.
Con esta disposición condena absolutamente todo lo que la Iglesia condena,
aprueba sin restricción todo lo que la Iglesia aprueba, y tolera con prudencia cuanto
tolera la Iglesia. Efectivamente, quien razona las decisiones de la Iglesia antes de
someterse, empieza ya a dudar o a lo menos a sospechar si no se habrá apartado ella de
la verdad. Cuanto más razona, tanto más se extravía, y se expone a perder de vista la
verdad y a ver convertidos todos sus razonamientos en sombras que se la ocultan. Si
me someto a la decisión de la Iglesia después de haber razonado bien, no es a la
Iglesia, sino a mi propia razón, a quien me someto. En este caso, no le concedo más
aprecio que a un juez, cuya sentencia estimo porque la razón me la presenta como
equitativa.
Menos aún estima a la Iglesia quien se pone a discutir y a examinar después que ya
lo ha hecho ella, pues esta discusión y este examen la suponen sujeta a error. Se cree
que ha podido equivocarse, desde el momento en que se vuelve a considerar su
decisión. Si puede suponerse que la Iglesia ha podido engañarse, es posible también
que por el examen se llegue a la persuasión de que, efectivamente, se ha equivocado,
y por consiguiente, creerse con derecho a apelar sus decisiones y desechar sus
determinaciones. Por tanto, este examen atenta manifiestamente contra su autoridad.
Al hacerlo, el juicio propio se constituye a sí mismo en juez de las controversias y se
apropia injustamente el derecho de condenar las decisiones de la Iglesia. Desde el
instante en que se quiere examinar lo que ella examinó y discutir sus resoluciones,
mandatos y prohibiciones, se penetra en un callejón sin salida y se navega sin piloto ni
timón en la mar agitada de las opiniones nuevas y de los razonamientos sin fin del
juicio humano, donde naufraga la fe. Y esto, ¿por qué? Y ¿por qué aquello? ¿Con qué
intención se ha hecho esto y lo de más allá? ¿Ha habido intriga? ¿Ha sido la fuerza o la
34 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
autoridad la que ha prevalecido? ¿Se han condenado tales libros por partidismo,
interés o conjeturas? Palabras funestas para la fe. ¡Ah! ¡De qué mal augurio es este
lenguaje! Debe considerársele como indicio de fe muerta o moribunda. ¿Por qué os
prohibió Dios comer el fruto de este árbol? Desdichada pregunta del demonio a Eva;
su desgracia y la nuestra nos vinieron de haberla escuchado. ¿Cómo puede Éste
darnos a comer su carne y a beber su sangre? He aquí el lenguaje de todas las mentes
indóciles.
En cuanto a nosotros, tengamos a gala obedecer ciegamente. No examinemos las
determinaciones de los papas y de los obispos, jueces natos de la doctrina y únicos a
quienes, por institución de Jesucristo, corresponde dictaminar sobre ella. Es justo que
los hijos confíen a ciegas en la decisión de sus padres, las ovejas en la de
<2-217>
sus primeros pastores y los fieles en la del Papa y demás príncipes de la Iglesia.
Volvamos, tanto por necesidad como por espíritu de religión, a la Iglesia, con el fin de
tributarle el justo homenaje de la sumisión sencilla, ciega e ilimitada a sus decisiones.
Si alguien llama simpleza a esta obediencia perfecta, dichosa simpleza —le
diremos— que llega a la verdad sin trabajo ni riesgo. Quien se somete ciegamente a
todo cuanto prescribe la Iglesia ¿será inculpado por Jesucristo, que declara anatema y
fulmina la excomunión a quien no quiere escucharla? Si no pone restricción ni
condiciones a su obediencia, ¿será culpable por ser más dócil? Pero quienes discuten
a la Iglesia sus derechos y restringen la obediencia que piden ¿serán más inocentes al
volverse más soberbios?
ARTÍCULO SEGUNDO
de esto, como por regla general fomentan estas disputas la vanidad y el celo falso,
origínanse de ellas, como frutos propios, la dureza, la amargura y la pertinacia.
Sin embargo, hay ocasiones en que no es lícito callar, y en que la conciencia nos
obliga a declarar nuestros sentimientos con generosa libertad. Hasta hay casos en que
la fe se creería menoscabada o herida, si uno titubeare en proclamarla y sacrificarle su
reputación, sus proyectos e intereses. Entonces no basta creer; es necesario hacer
profesión de fe. La creencia interior es el fundamento de la justificación: corde
creditur ad justitiam; la profesión exterior es necesaria a la salvación: ore autem
confessio fit ad salutem. Todo cristiano está obligado a dar razón de su fe y a hacer de
ella declaración pública, a los que se la pidieren. Si temiese en estos casos manifestar
lo que cree o recelase dar testimonio de la verdad, se le tendría por renegado o se
creería de él con razón que se avergüenza de su fe. Su silencio sería un crimen, y sería
acusado ante el autor y consumador de nuestra fe de haber detenido a la verdad
cautiva de la injusticia. Jesucristo, a su vez, se avergonzaría de él y se negaría a
confesarle delante de Dios, su Padre.
<2-219>
y llegar a seducir a alguno! Nada le habría faltado, si hubiese sido menos intransigente
para con ellos: casa, muebles, dinero, protección, todo se lo habrían ofrecido con
apresuramiento. Nadie lo extrañará considerando el interés que despierta el atractivo
de la novedad. Todo sirve para alimentar su fuego, y casi nada para apagarlo. La
mucha reputación de santidad que había adquirido el señor de La Salle, el singular
talento que tenía para formar piadosos y hábiles maestros de escuela, eran los dos
motivos que ponían a la secta en movimiento para atraérselo. Los innovadores
esperaban que si lograban ganarle, su nombre daría extraordinaria importancia a su
secta, y le granjearía gran crédito entre las gentes de buena voluntad. Sus intenciones
iban aún más lejos: proponíanse tener a mano y a su servicio maestros de escuela de
mérito superior y de notable piedad para enseñar su doctrina.
Es cosa bien sabida que no hay medio más corto, fácil y eficaz para dar curso al
error y sembrarlo sin ruido y con seguridad, que las escuelas primarias. La edad
tierna, susceptiva de todas las impresiones que se le dan, recibe con la misma
sencillez las buenas que las malas; y una vez que los niños han recibido tan temprano
el barniz del error, es casi indeleble. Ese primer veneno que han tragado sin recelo,
penetra tan adentro del alma y corrompe la fe hasta tal punto que la curación es casi
imposible.
Del mismo parecer fueron en sus comienzos los protestantes, de donde vino el que
uno de sus primeros cuidados, en medio del ardor que inspira la herejía naciente para
encontrar medios de extenderse, fue componer catecismos con arreglo a sus
principios y tener maestros de escuela activos para enseñarlos a los niños. Port Royal
les imitó, y a ejemplo suyo compuso catecismos sobre su doctrina; pero no halló
muchos maestros de escuela, tales como él los deseaba, esto es, aptos para apóstoles.
Sólo una comunidad puede dar tales individuos en gran número y dotados de las
cualidades necesarias.
La del señor de La Salle era cada vez más numerosa y floreciente. La piedad y el
talento distinguían a los Hermanos hasta el punto de que los maestros calígrafos de
París se mostraban celosos y alarmados y se quejaron ante los tribunales de que sus
clases se despoblaban, mientras las escuelas de los discípulos del señor de La Salle se
llenaban de alumnos.
A esto obedecía el empeño que pusieron los propagadores de la nueva secta en
atraerle a su partido y en entablar relaciones con su Comunidad, pero todo fue en
vano: les cerró la puerta con la misma constancia que ellos mostraron en abrirla. Nada
pudo ni tentarle ni hacerle vacilar sobre este punto. Renunció con alegría, en favor de
la fe, a todas las esperanzas con que le halagaban, y con igual valor se expuso a las
persecuciones de personas a quienes consideraba, más que como amigos a quienes es
justo complacer, como a declarados enemigos de quienes conviene huir, porque son
diestros en hacer más daño que provecho. Desesperados de ganar por este medio al
santo Fundador y de tener cabida en su Instituto, probaron otro medio para llegar a su
38 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
fin, que fue establecer por su cuenta un seminario de maestros de escuela calcado
sobre el del señor de La Salle, aunque con método de vida muy diferente. Y como a un
partido tan rico y poderoso no le faltaban ni apoyo ni dinero, diose luego principio a la
obra en París, hallándose fácilmente sujetos que se brindaron a ser maestros. Al
principio todo hacia augurar feliz éxito, y prometer a Francia maestros de escuela de
sobresaliente mérito; pero como el Señor no puso su mano en la obra, no hubo gran
distancia entre su fundación y su ruina. Para semejante obra hacía falta otro Juan B.
de La Salle, y no tardaron mucho en ver que el espíritu de mortificación, humildad,
sumisión,
<2-220>
oración, mansedumbre, caridad, desinterés, no entra en una casa cuando el superior
da de todo esto brillantes lecciones pero sin acompañarlas con grandes ejemplos. Los
súbditos de esa nueva comunidad, a cuyo frente estaba un hombre que en nada se
diferenciaba de ellos, no cambiaron de costumbres. Llevaron a ese seminario sus
vicios y pasiones, y como nunca habían aprendido a mortificarlas, resultaron ser al fin
lo que eran al principio: indóciles, soberbios, interesados; por eso, perdida toda
esperanza de sacar otros maestros mejores, desistieron de la empresa cuando apenas
habían dado los primeros pasos para realizarla.
Ensayo semejante hicieron en Provenza los partidarios de las nuevas ideas, cuando
obligado el señor de La Salle a desterrarse de París el año 1711 se refugió en aquella
comarca para ponerse a cubierto de la persecución que contra él se había levantado.
Al presentarse en la ciudad principal de la provincia, fue recibido como un ángel del
cielo, cual si fuera el mismo Jesucristo, por todas las clases, hasta por todos sus
principales habitantes, pero con disposiciones y sentimientos muy diversos; pues si
bien los buenos católicos dieron testimonio de su sincera estimación y veneración
hacia la virtud del sacerdote forastero, los jansenistas recibiéronle con apariencia de
respeto y fingidos testimonios de amistad. Y, con todo, fueron ellos los que con más
empeño se esmeraron en demostrarle su afecto. El intento que llevaban de conquistar
a un hombre que en concepto de todos era tenido por santo y virtuoso, les puso en los
labios halagüeñas frases de bienvenida y ventajosas ofertas. Nada olvidaron para
granjearse su amistad y hacerle entrar en negociaciones y tratos con ellos. Pusieron a
su disposición tlodo el dinero que quiso, y le propusieron, a la vez que la dirección de
nuevas escuelas, un plan para la fundación de nuevos establecimientos. Cumpliéronse
las promesas y se realizaron en parte los anunciados proyectos con la erección de un
nuevo seminario para la formación de Hermanos de la enseñanza cristiana. Casa,
muebles, dinero, educandos, todo se encontró y fue presentado a Juan B. de La Salle.
No le dejaron ocasión de practicar la virtud sobre este punto, ni de esperar nada de la
divina Providencia. La obra iba viento en popa, al punto de que el único temor del
santo sacerdote era verla desaparecer con la misma rapidez con que la había visto
levantarse.
Cada día le honraban con nuevas visitas; se le consultaba, y sus consejos eran
recibidos al parecer como oráculos. Dados ya estos primeros pasos, sondearon sus
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 39
VI. Sus temores por los peligros a que se vio expuesta la fe en París
por los esfuerzos de los partidarios del Padre Quesnel
Parecía muy natural que, a su vuelta de la Provenza a París, pensara, ante todas las
cosas, en visitar al cardenal de Noailles y ofrecerle sus servicios; así parecía exigirlo
el deber del agradecimiento por el particular cariño que el cardenal le profesaba. Con
decir a Su Eminencia una palabra de las crueles persecuciones que sufría hacía tanto
tiempo
<2-223>
42 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
documento sin importancia. Halagaban con risueñas esperanzas a los ambiciosos. Así
engrosaban el número de los apelantes con adhesiones que sólo honraban al partido
allí donde sus fines eran desconocidos, y donde se ignoraba de qué modo habían sido
sorprendidas. Nadie ignora estos hechos; mas pondré aquí uno que interesa al señor
de La Salle y que aún no se conoce.
San Jerónimo, quien, en una dificultad suscitada en el seno de la Iglesia por los
arrianos, que exigían de él que admitiese en Dios tres hipóstasis, creyó deber
consultar a la silla de San Pedro, sobre la cual sabía, según dijo, estaba edificada la
Iglesia, y dirigiéndose al Papa Dámaso, le manifestó que si Su Santidad le mandaba
reconocer en Dios tres hipóstasis, a pesar de los inconvenientes que en ello
encontraba él, no temería confesar las tres hipóstasis, por lo cual concluyó su carta
este santo, suplicando con instancia a Su Santidad, por Jesucristo crucificado, que es
el Salvador del mundo, y por la Trinidad de las tres personas divinas en una misma
naturaleza, se sirviese autorizarle, por escrito, para confesar o negar en Dios tres
hipóstasis. El señor Deán no debe, pues, sorprenderse de que, conformándome con
este gran santo, tan ilustrado en cuanto a las cuestiones de religión atañe, baste que
aquel que hoy está sentado sobre la cátedra de San Pedro se haya declarado, por una
bula aceptada por casi todos los obispos del mundo, y haya condenado las ciento una
proposiciones sacadas del libro del Padre Quesnel, para que yo, después de una
decisión tan auténtica de la Iglesia, diga con San Agustín que la causa está terminada.
He aquí mi parecer y mi disposición sobre este punto, parecer y disposición que
nunca han sido diferentes, y que jamás cambiaré. Quedo, en Nuestro Señor, etc.»..
La publicación de esta carta desconcertó al partido sectario y confundió a los
calumniadores. Contra su intento, su mala fe sólo sirvió paca desacreditar una
apelación que necesitaba de la mentira para prosperar. El Deán, que había sido el
primer autor de la fábula, era tanto más culpable cuanto mejor conocía la
inquebrantable adhesión que el Superior de los Hermanos profesaba a la antigua
doctrina
<2-225>
y a la Iglesia romana.
No había podido olvidar la atenta y fina reprensión que había recibido del santo
varón en el asunto de la Asunción de la Santísima Virgen.
He aquí el hecho omitido expresamente al tratar del viaje que el siervo de Dios hizo
a Calais, y que es otra prueba del celo de nuestro santo Sacerdote contra las nuevas
opiniones.
El Deán de Calais, que descolló siempre entre los muchos que se apresuraron a
manifestar sn estima y veneración al siervo de Dios, le invitó a que oficiara en el día
de la Asunción de la Santísima Virgen, invitación que fue aceptada por el santo
Sacerdote, con no poca satisfacción de los concurrentes y con gran descontento suyo,
pues se quedó muy escandalizado de que el Deán descendiese del púlpito sin haber
dicho una sola palabra sobre la solemnidad del día.
El santo Fundador, terminada la Santa Misa, dejó traslucir en su semblante con tal
evidencia su disgusto que el Deán hubo de notarlo. Mas el santo sacerdote no le dejó
siquiera tiempo para pedirle explicaciones. Su celo por los privilegios de la Santísima
Madre de Dios le puso en los labios frases tan conmovedoras que, desconcertado, el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 45
eterna, que es más obra de Dios que nuestra, es necesario que concurran su gracia y
nuestra correspondencia a ella. La gracia no nos falta, sino que nosotros somos los
que faltamos a la gracia. La oración ferviente y humilde nos atrae las gracias en
abundancia, y nuestro cuidado en negarnos
<2-227>
a nosotros mismos y en hacer generosos esfuerzos contra la frágil naturaleza, forma la
fidelidad a la gracia que nos dispone a la perseverancia final. Sea lo que fuere de los
decretos de la predestinación, es de fe que no nos salvaremos sino por las buenas
obras. En vano queremos discutir sobre estos decretos: son abismos abiertos en que se
precipitan los presuntuosos que aspiran a sondearlos; pero jamás será inútil el trabajo
que hagamos para renunciarnos a nosotros mismos y practicar las virtudes, pues
estamos seguros de nuestra predestinación, si nos hacemos semejantes a Jesucristo.
Hagamos, pues, con valor cuanto de nosotros dependa, y lo que no dependa de
nosotros refirámoslo a Dios y dejémosle el cuidado de todas las cosas. Si algo hemos
de temer, ha de ser nuestra poca confianza en su bondad y la falta de correspondencia
a sus gracias. Trabajemos en nuestra salvación como si sólo de nosotros dependiese, y
dejemos el éxito feliz de la misma a Dios como si dependiera únicamente de Él. Tales
eran las máximas del santo Fundador; todas muy apropiadas para engendrar la
humildad, el fervor y el espíritu de oración y de mortificación.
«En lo que principalmente debéis trabajar —repite en varios escritos dirigidos a los
Hermanos— es en ser cada día mejores y en dirigir todos vuestros conocimientos a
cumplir bien con vuestras obligaciones y haceros cada día más virtuosos, y en cuanto
a lo demás, decíd siempre: Creo todo cuanto la Iglesia enseña y me someto a lo que
ella decida por boca del Papa y de la mayor parte de los obispos unidos a él».
Estas enseñanzas que dejó consignadas en sus escritos tocante a la sumisión a la
Iglesia, son las que constantemente inculcó en sus exhortaciones públicas y en sus
conversaciones privadas. Solía decir que los que están encargados de instruir y de
educar a los niños en las verdades de la Iglesia católica, apostólica y romana debían,
ante todas las cosas, huir de toda novedad y autorizar con ejemplos elocuentes las
instrucciones que dan acerca del respeto debido a la Santa Sede y a los obispos que
están unidos con ella, porque de ellos, en cierto modo, depende la extensión y
conservación de la religión, y la experiencia ha comprobado que tanto la herejía como
la verdadera fe son principalmente deudoras, a los maestros de escuela, de su
propagación y de sus progresos.
novedad. Durante los cuarenta años, poco más o menos, en que el señor de La Salle
gobernó su Instituto, tuvo la satisfacción de ver a sus hijos alimentados con el néctar
de su doctrina, penetrados de sus ideas y animados por los sólidos documentos que
les había inspirado de sumisión ciega a las decisiones de la Iglesia, de odio
irreconciliable contra toda novedad en cuanto a doctrina y de fidelidad inviolable a la
Iglesia romana. En uno solo de sus discípulos notó simpatías hacia las nuevas
doctrinas; pero muy pronto le hizo entrar en el verdadero camino, demostrándole que
el único partido razonable para él, lo mismo que para el común de los fieles, era el de
la obediencia ciega, atenerse invariablemente a la más alta autoridad visible y
declararse siempre por el mayor número de obispos unidos al Papa, que esta regla de
fe es la única segura, por lo que cualquiera otra conduce a la herejía.
El Hermano se atuvo a estos principios, que son la norma de la conciencia,
mientras vivió el santo Sacerdote, pero después de su muerte los olvidó. Su primera
inclinación hacia las innovaciones fue tentación funesta a la cual sacrificó finalmente
su vocación y su fe. Saliose del
<2-228>
Instituto porque era el único en profesar tales ideas y porque habría sido expulsado si
hubiese pretendido dogmatizar. No tuvo tiempo de arrepentirse de su falta; pues
habiéndose embarcado en Marsella para ir a buscar en país extranjero la libertad de
conciencia, el buque sucumbió con todos los que iban dentro: de esta manera el
naufragio y pérdida de la fe vino a ocasionarle la pérdida de la vida. Plugue a Dios que
en los últimos momentos una luz extraordinaria le haya desengañado de sus errores, y
que no le haya Dios castigado por el abuso de tantas gracias recibidas con negarle la
gracia postrera de bien morir.
<2-229>
ARTÍCULO TERCERO
de todos sus bienes, a imitación de los apóstoles, para seguir a Jesucristo; de ahí su
pasión dominante por la pobreza espantosa, por la penitencia más rigurosa, por la
soledad total, por la oración continua, por la vida oculta e ignorada, por la abyección y
las humillaciones, por la obediencia y la dependencia, por el último lugar y por
cuanto rebaja a los ojos de los hombres, virtudes de las cuales dio los más edificantes
ejemplos durante cuarenta años enteros; de ahí aquella sed insaciable de injurias,
afrentas, desprecios, cruces y padecimientos, de todo cuanto aterra y atormenta al
hombre viejo; de ahí el silencio inviolable que guardaba en sus penas, en sus
tribulaciones, sin conceder a la naturaleza la más mínima señal de resentimiento
contra sus enemigos, contra sus calumniadores, contra sus perseguidores, sin
permitirse ni en particular, ni delante de sus Hermanos de más intimidad, la más leve
palabra de queja o la más mínima señal de tristeza y de mal humor en los
contratiempos desagradables. ¿A qué sino a esta fe viva, informada por la caridad, se
debió el que el santo varón fuese un verdadero retrato de Job en las enfermedades, en
el desamparo de los amigos, en la traición y rebeldía de algunos de sus primeros
discípulos? ¿No fue por ventura la fe la que le hizo vencer con paciencia
inquebrantable tantos asaltos y afrentas casi diarias con que el demonio, el mundo y la
carne le acometieron no sólo sin descanso, sino con furia siempre creciente?
creían pensar con más caridad con respecto a él. Así es como guiado por el espíritu de
fe, a imitación de Moisés, prefería ser afligido con el pueblo de Dios antes que brillar
en la corte de faraón, y estimaba más el oprobio de Jesucristo que los tesoros de los
egipcios (Heb 11, 25-26). Este espíritu de fe le hacía hallar un gusto maravilloso en el
magnífico elogio que san Pablo hace de la fe de los antiguos patriarcas, de los profetas
y de los santos de la antigua ley en el
<2-231>
capítulo XI de su Epístola a los Hebreos. Cuando lo leían en el refectorio, parecía
extasiado y lo escuchaba con atención extraordinaria. Movido de ese mismo espíritu
de fe, dio en 1692 como regla a los Hermanos la práctica santa que les había inspirado
antes con su ejemplo, de llevar siempre consigo el Nuevo Testamento a imitación de
santa Cecilia y de otros santos, como preciosa prenda de su fe en Jesucristo, como
testimonio auténtico de su amor a la santa ley y como poderoso preservativo contra el
espíritu del mundo y los instintos de la naturaleza; la misma Regla obliga a los
novicios y a los Hermanos a leer de rodillas una página de este sagrado libro.
los seminarios o planteles de la Iglesia y del Estado, donde se educan los jóvenes que
serán trasplantados a los diferentes estados de la vida, como el noviciado del
cristianismo donde se forman para el culto de Dios y los ejercicios de la religión,
como asilos, refugios y lugares de seguridad, en donde su inocencia está al abrigo de
la corrupción del siglo; como santas academias, donde aprenden la ciencia de la
salvación y la práctica de las virtudes cristianas; para ellos esta ocupación no es
aburrimiento, antes bien encuentran en ella sus delicias.
este espíritu estableció su Instituto y fundó la esperanza de feliz éxito. La fe era la que
hablaba por su boca en sus máximas sublimes de perfección, tan contrarias a las del
mundo y a las inclinaciones de la carne; la voz de la fe era la que hacía resonar en los
oídos de sus discípulos cuando los llamaba y convidaba a que siguiesen sus huellas
por la estrecha senda de la práctica del Evangelio.
El santo varón no se contentaba con predicar en general a sus Hermanos la vida de
la fe; les excitaba en particular a que entrasen en ella; cuidaba mucho de hacerles
notar los pasos que daban por camino tan seguro, pero abstracto e insensible, de
darles reglas seguras para conocer si adelantaban o atrasaban en él, y en fin, de
animarlos a que caminasen con perseverancia, a pesar de las contradicciones de la
naturaleza y del mundo hostiles.
«El primer efecto de la fe —decía— es aficionarnos fuertemente al conocimiento,
amor e imitación de Jesucristo, y a la unión con Él; al conocimiento, pues en esto
consiste la vida eterna; al amor, puesto que el que no le ama es anatema; a la
imitación, porque los predestinados deben hacerse conformes a Él; a la unión, porque
somos; respecto de Jesucristo, como los sarmientos, que se secan luego cuando se les
separa de la cepa» (Colección: De la Fe).
«El espíritu de fe —escribía a uno de ellos— es la participación del espíritu de Dios
que mora en nosotros, el cual nos mueve a gobernar nuestra vida y arreglar nuestra
conducta conforme a las máximas y sentimientos que la fe nos enseña; de manera que
en lo que principalmente se ha de ocupar ha de ser en adquirir este espíritu a fin de
servirse de él como de escudo en el cual se emboten los dardos inflamados con que le
acometa el enemigo» (Ef VI, 16).
«Por el camino de la fe —escribía a otra persona— la quiere Dios llevar a sí, y eso
exige principalmente de usted. Esto quizá repugne a la naturaleza; pero ¿no es
bastante para el alma el conocimiento de Dios?
<2-233>
La sabiduría y ciencia de los doctores más entendidos no equivale ni con mucho a este
importante conocimiento. Emprenda, pues, ese camino y mire que no es cosa de mera
conveniencia, sino que la experiencia que tiene de lo mal que le ha ido por los otros, le
enseña que es de verdadera necesidad seguir por éste». «En ese espíritu de fe —le
dice en otra parte— en que la quiere Dios, vivió la Santísima Virgen, por eso puede
encomendarse seguramente a Ella, suplicándole que la lleve a Dios por ese camino o
por el que más le plazca».
Viendo el santo sacerdote que esa persona, cuya conciencia dirigía hacía mucho
tiempo, tenía muy buenas disposiciones para la virtud, pero que, por otra parte, le
costaba mucho acostumbrarse a andar a ciegas por el camino de la fe, sobre todo en el
modo y con la perfección que él le exigía, le volvió a escribir para animarla, sin
apartarse del camino trazado, y después de darle varios sabios consejos, añade lo que
sigue: «Mírelo todo con los ojos de la fe. No debe dejarla por ningún motivo, sea
el que fuere. Un solo día en que viva con este espíritu le proporcionará más
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 55
recogimiento interior, más unión con Dios y más vigilancia sobre sí misma que un
mes de esas penitencias y austeridades hacia las cuales se siente tan inclinada.
Créame, no deja de experimentar sus efectos, aunque tal vez ahora no lo comprenda.
No me cansaré de repetirlo: cuanto mayor sea la pureza y simplicidad de fe con que
mire las cosas, tanto más pronto se sentirá animada de la sencillez de acción en que
Dios la quiere». Estas pocas palabras produjeron en aquella alma todo el fruto que de
ellas deseaba su santo director, lo cual le llenó de alegría, según se lo manifestó con
las siguientes palabras: «Me ha causado gran consuelo y viva alegría saber que ahora
vive en paz y animada del espíritu de fe. Con mucha razón dice que a la luz de ese
espíritu se ven las cosas muy de otra manera que miradas a la sola luz de la razón y
consideradas en sí mismas, sin pasar adelante». No acabaríamos nunca si quisiéramos
referir lo que dijo y escribió sobre esto el señor de La Salle. Con lo dicho hasta aquí se
puede conocer suficientemente que sólo serán discípulos verdaderos del celoso
siervo de Dios los Hermanos que vivan animados de este espíritu, porque sólo así
tendrán el espíritu de su Padre y vivirán llenos del espíritu de Jesucristo. Mas no
poseerán ni el uno ni el otro si no practican la caridad activa y les mueve el celo
ardiente de alcanzar la perfección.
<2-235>
Había logrado inspirar tan perfectamente a sus discípulos la reverencia y religioso
pavor de que estaba penetrado en los templos del Señor, que ellos lo comunicaban a
sus alumnos y a todas las personas de su trato. Esta modestia respetuosa de profesores
y alumnos en el templo movió la atención del sobrino del párroco de Calais, a lo cual
se debió el establecimiento de las escuelas en esta ciudad.
Varias personas se detenían en París y en otras partes con el solo objeto de
contemplar el espectáculo de centenares de niños de suyo intratables, informales,
indóciles, ligeros y disipados, y al verlos ir a misa ordenados en filas de dos en dos,
entrar en la casa de Dios con tanto silencio, modestia y piedad, y permanecer mucho
tiempo de la misma manera, quedaban pasmados y no salían de su admiración sino
cuando veían la modestia y recogimiento de los Hermanos que estaban al frente de
tantos niños. ¿Cuántas veces estos sencillos Hermanos, a imitación de su santo Padre,
predicaron en el templo a la manera de san Francisco, sin abrir la boca, con su exterior
recogido, respetuoso y lleno de Religión? Esta clase de predicación muda había sido
tan eficaz en una de las parroquias de la ciudad de Chartres, adonde los Hermanos
asistían con los alumnos, que el celoso Mons. Godet Desmarets hizo cuanto pudo
para conseguir del señor de La Salle distribuirlos en las otras para desterrar de ellas,
como lo habían hecho en aquélla, las conversaciones, las inmodestias y los
escándalos, con su sola presencia y modestia.
aun cuando era tan pobre y tan amante de la pobreza, había conservado su capilla y
sus ornamentos de altar, que eran muy ricos.
El mismo espíritu de religión le inspiraba gran veneración a las demás cosas santas,
a las reliquias, a los vasos sagrados, a las imágenes y a cuanto se distingue de lo
profano por alguna bendición particular, pero sobre todo al agua bendita, de que hacía
uso continuo; costumbre que ha continuado, gracias a Dios, hasta hoy entre los
Hermanos, pues no hay habitación alguna en sus casas ni lugar frecuentado por ellos
que no tengan su pila de agua bendita, y ningún Hermano dejaría de creerse culpable
si descuidase tal práctica piadosa. Ejemplo que heredaron del santo Fundador, el cual
usaba con fruto del agua bendita a fin de apartar al tentador y poner a sus discípulos al
abrigo de sus artificios. Por eso solía rociar con ella a los que veía atormentados por el
enemigo común, y lo hacía con fruto, pues inmediatamente se sentían aliviados.
después tan gran número de ellos, ingratos a los sentidos y desagradables al amor
propio, que se deben contar sus sacrificios por el número de sus días. De forma que
apenas habrá habido sacerdotes tan poseídos como él del espíritu de sacrificio ni tan
semejantes a la divina víctima que inmolaba todos los días sobre el altar.
Si comparamos a este siervo de Dios no con los ministros ociosos y holgazanes,
cuya multitud es la vergüenza del clero y hace gemir a la Iglesia, sino con los
ministros más laboriosos y de mayor celo, hallaremos muy pocos que puedan
disputarle las alabanzas que por necesidad hacía de sí el Apóstol: He trabajado más
que todos los otros, y esta otra: Sin cesar me inmolo, hermanos míos; para haceros
entrar en la gloria eterna. Yo me sacrifico y me hago víctima por la salvación de
vuestras almas. ¿Cuál es, en efecto, el ministro que ha podido gloriarse con más
motivo, después de san Pablo, de llevar continuamente en su cuerpo la mortificación
de Jesucristo, y que con más confianza ha podido dirigirle estas palabras: Por Ti me
mortifico cada día y soy estimado como oveja destinada al matadero. ¿Quién supo
mejor que este santo Sacerdote penetrarse de las cualidades de víctima, inseparables,
en la persona de Jesucristo y en la de sus ministros, de la de sacrificador? Sentíase
animado totalmente del espíritu de uno de los mayores doctores y más ilustres
mártires de la Iglesia (San Cipriano), el cual decía que el oficio de los sacerdotes es
preparar a Dios hostias y víctimas al mismo tiempo que le ofrecen todos los días el
divino sacrificio. Era poco para él ofrecer a Dios víctimas diferentes de sí para
conquistar almas; él mismo era la víctima que tenía cuidado de inmolar con rigurosas
penitencias y con vida de padecimientos. Pues no hacía consistir sólo su piedad en
subir todos los días al altar con afectos tiernos y dulces, sino también en imitar al
Varón de dolores expirando en la cruz, y en tomar parte en su sacrificio, mediante real
y continua destrucción del hombre viejo y de sus desordenadas inclinaciones.
El siervo de Dios sabía mejor que nadie que el espíritu de que debe hallarse
animado el sacerdote que no ignora ni lo que es el altar, ni lo que en él se sacrifica, ni a
quien en él representa, es el espíritu de sacrificio, y comprendía muy bien que no
podía anunciar la muerte del Señor y renovar todos los días su inmolación, al celebrar
la santa misa, sin tener parte en ella por la práctica de la penitencia y de la
mortificación. Sabía mejor que cualquier otro que, si era una necesidad para Israel el
salir de Egipto y tomar el camino del desierto para ofrecer a Dios su sacrificio, es
todavía mayor la obligación que el sacrificador de la ley nueva tiene de abstenerse de
los placeres y comodidades del mundo para prepararse en el retiro a celebrar todos los
días. El cordero pascual y el maná, que eran las dos figuras más expresivas del
misterio del altar, encerraban esta lección, pues el uno había de ser comido con
lechugas amargas y el otro sólo caía en terreno desierto y árido en donde todo faltaba,
y aun él mismo dejó de caer en cuanto el pueblo de Dios pisó la tierra que manaba
leche y miel.
El santo Fundador, empapado, por decirlo así, de esas grandes verdades, solamente
vivía de sacrificios. Se consideraba como miembro de una Cabeza coronada de
66 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
espinas y ponía todo su cuidado en parecérsele. Una vez consagrado ministro del
misterio que renueva el de la cruz, declaró a la carne y a la sangre guerra tan larga
<2-242>
como su vida, y parecía que cada momento del día le anunciaba la obligación de
crucificar su carne, puesto que quería pertenecer a Jesucristo. Su cualidad de
sacerdote parecía avisarle continuamente de que, pues se había ordenado para
perpetuar el misterio de la cruz, debía estar crucificado a ella y poder decir con san
Pablo: Con Cristo he sido clavado en la cruz. Christo confixus sum cruci. Los
pecados del pueblo de que están cargados los sacerdotes, los que cometen ellos
mismos, el estado de la víctima que ofrecen, la memoria de su pasión que representan,
la obligación de participar de sus penas, eran los motivos que mantenían a nuestro
santo sacerdote en perpetuo espíritu de sacrificio. En efecto, ¡cuánto no sacrificó a
Dios! Bienes, dignidades, comodidades, descanso, salud, reputación, todo lo ofreció,
nada escatimó, ni se perdonó en nada. El holocausto fue entero y perfecto. La caridad
más celosa y exigente quedó satisfecha, pues no encontró allí ni división ni reserva.
El antiguo canónigo de Reims perdió todas las cosas con alegría, y el perderlas todas
túvolo por gran ganancia y como otros tantos grados para alcanzar la eminente
ciencia de Jesucristo y la gloria de parecérsele.
Nada diremos aquí de su celo de la gloria de Dios y la salvación de las almas, de
que haremos particular elogio en otra parte, ni del rigor de su penitencia y de sus
austeridades, ni de su afición a la oración, pues muy pronto trataremos esas materias.
Lo que he de añadir para mostrar en él la plenitud del espíritu eclesiástico es la
práctica perfecta de las virtudes que más convienen a este estado, el elevado concepto
que tenía formado de las funciones sagradas, su celo de la disciplina eclesiástica, su
pureza angelical y su amor a la Iglesia.
SECCIÓN PRIMERA
Jesucristo a sus Apóstoles: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto,
así como esta del mismo Salvador: Yo me sacrifico por ellos, eran para el santo
sacerdote materia de continua meditación y fondo inagotable de reflexiones nuevas
que le aficionaban cada día más y más a la perfección, mostrándole la de Dios, la de
Jesucristo y la de sus santos como un espejo, en el cual descubría lo que faltaba a la
suya y lo que tenía que adquirir. Como tenía puestos de continuo los ojos del alma en
este sol de luz sobrenatural, sentíase sobrecogido de santo temor cuando se veía tan
cerca de Jesucristo representar a su persona, ejercer sus funciones, dispensar sus
misterios, y al mismo tiempo se miraba tan impuro y tan manchado a sus ojos, que no
se atrevía entonces a levantarlos hacia Él, que es santo por esencia; y, sin embargo,
tampoco podía considerar otro objeto. Permanecía humillado, confundido, abatido,
aniquilado, sin poder dirigir a otra parte sus miradas, y la sorpresa íntima que le
causaba la impresión de la santidad divina, unas veces suspendía las potencias de su
alma y, sin dejarlas libres en el ejercicio de sus actos, las mantenía en silencio por un
sentimiento profundo de confusión y de respeto, mientras otras veces las ponía en
movimiento con afectos abrasados de ternura, amor, agradecimiento y religión.
II. Cuidado con que evita familiarizarse con el altar y las cosas santas
De aquí se originaba en él ese respeto siempre nuevo a cuanto se refería al culto de
Dios y a las funciones sagradas; la costumbre de acercarse a Jesucristo no pudo
familiarizarle con Él. Y como los sagrados misterios son siempre santos e igualmente
tremendos, no fueron capaces el tiempo ni el ejercicio de ellos de acostumbrarle a
tratarlos con menos reverencia y pureza. Lo que desde un principio le impresionó
santamente, le impresionó después del mismo modo, porque, como las cosas no
cambiaban,
<2-244>
tampoco mudaba él sus afectos santos y sus buenas disposiciones. Nada le aseguró en
este punto. Cuanto más trato tenía con las cosas santas, tanto más crecía su veneración
hacia ellas. La íntima unión que tenía con Jesucristo, en lugar de embotar la ternura
y la vivacidad de su piedad, le añadía cada día más grados de luces y de mayor
conocimiento de su indignidad.
llorar sobre los que corrían a las órdenes sagradas con ligereza, con precipitación, sin
reflexión, sin temor, sin preparación, los cuales, en su presunción, presentaban
débiles hombros a un peso terrible y tremendo para los mismos ángeles.
Mas como no se creía llamado a la reforma del estado eclesiástico ni a la educación
de los que lo abrazan, contentábase con reformarse a sí mismo y con dar ejemplo de
perfecta regularidad y prueba de su celo por la disciplina eclesiástica, con la más
escrupulosa observancia de los sagrados cánones y de todos los reglamentos
prescritos por los concilios.
En efecto, ninguno hay que no lo mirase como obligatorio, ni siquiera las más
pequeñas menudencias, si así pueden llamarse las reglas que se refieren a un estado
en el cual todo debe respirar e inspirar santidad. Las menores rúbricas y ceremonias
eran para él otras tantas leyes a las cuales se sujetaba con exacta obediencia. El
motivo que daba ordinariamente de atención tan particular era que se tributa
obediencia a la Iglesia honrando y observando religiosamente sus prácticas, y que el
fiel en sus menores reglamentos no se siente tentado a desobedecer a sus mandatos. El
modo con que hacía las genuflexiones, sin dejar jamás de tocar con la rodilla en el
suelo; las inclinaciones hechas siempre con devota gravedad y lentitud; la señal de la
cruz, dándole la extensión que ha de tener; en una palabra su modo de cumplir todas
las demás ceremonias, haciendo tanto la menor como la mayor con atención, decoro y
dignidad, mostraba bien a las claras que el principio en que radicaban eran el espíritu
interior que le animaba y el de religión; así que era muy a propósito para edificar a los
pueblos e inspirarles el respeto y la estima debidos a nuestra santa religión. El elevado
concepto que tenía de la majestad y de la santidad del misterio del altar, le hacía
insoportable la vista de la más insignificante falta de respeto en todo cuanto tiene
relación con él. Sus ojos no podían sufrir, y menos su corazón, ornamentos rotos,
paños grasientos, vasos poco cuidados, imágenes toscas y tabernáculos o sagrarios
llenos de polvo.
obligó a usarla. Nunca creyó que la multitud de viajes que hizo a pie y a caballo, y la
distancia de los lugares a donde se dirigía, le diesen derecho alguno para
desembarazarse de ella, ni siquiera para levantársela hasta las rodillas, a fin de evitar
la incomodidad. Era tan religiosamente fiel en llevar la sotana que, por familiarizados
que estuvieran con él sus discípulos, por más facilidad que tuviesen de tratarle de día
y de noche, por más ocasiones que tuviesen de sorprenderle en momentos de
descuido, jamás le vieron en pie sin ella. Así como era el primer hábito que se ponía al
levantarse, era el último que dejaba al acostarse.
Tenía tal costumbre de llevarla siempre puesta, que no se la quitaba en las
enfermedades siquiera, y no costó poco trabajo a los Hermanos el hacérsela dejar en
su última enfermedad, y sólo pocos momentos antes de expirar consintió en ello.
Ningún otro vestido le gustaba; todos los demás le estorbaban e incomodaban porque
no estaba acostumbrado. Si molesta a los más delicados, es por no estar
familiarizados con él y encontrarlo extraño. Bien pueden aplicarse para confusión
suya lo que David decía de la armadura de Saúl: usum non habeo; no estoy
acostumbrado. Por lo cual creen estar con la sotana tan incómodos, molestos y
desconcertados, como lo están sin ella quienes han sido siempre fieles en llevarla.
Pero todavía era, si se quiere, más escrupuloso en dejar el alzacuello. Ni el calor, ni
el sudor, ni el cansancio, ni la incomodidad, ni ningún otro motivo le parecían
suficiente para desprenderse del hábito eclesiástico, y causábale honda pena el que
otros perdiesen, por falta de mortificación o por motivos frívolos, esas costumbres de
decoro y modestia.
Los cabellos largos, rizados o empolvados, o bien las pelucas mundanas, eran para
él otro motivo de dolor que le hacía lamentarse al ver a eclesiásticos que ponían
empeño en no parecerlo, o que parecían disputar a las mujeres vanas esa loca afición a
las modas y al arte de los adornos. El descuido de los que no llevaban abierta la corona
o la usaban más pequeña de lo conveniente, o bien se mostraban desidiosos en
rapársela con frecuencia, le indignaba santamente y le hacía entrar en sospechas de la
conducta de esos eclesiásticos que parece se avergüenzan de representar en su cabeza
la corona de espinas de Jesucristo; pero de ninguna manera podía sufrir el que del
todo descuidasen esa señal honorífica de semejanza con nuestro divino Redentor. Por
la misma razón miraba también con ojeriza el solideo que oculta la corona o introduce
la costumbre de hacerla más pequeña. En conformidad con este principio, no lo llevó
en toda su vida, y tenía siempre los cabellos tan cortos como los de los Hermanos.
Considerando la sotana como saco y traje de penitencia y vestido de religión al
mismo tiempo, la quería conforme a las reglas de los sagrados cánones, ni demasiado
larga ni demasiado corta, ni demasiado ancha ni demasiado estrecha, y era tan mirado
en este punto, que a veces su exactitud hacía perder la paciencia a los sastres.
Otra señal de la plenitud del espíritu eclesiástico en él era el celo del adorno de los
altares. Le disgustaba todo cuanto tuviese aspecto vil, indecoroso, destartalado y
sucio. Sentía en el alma ver las cosas de los templos, pobres y poco decorosas a la
majestad de Dios que en ellos se adora y a la santidad de los misterios que allí se
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 71
operan. Costábale trabajo el consolarse cuando veía desiertos los templos en donde
mora el Príncipe de la gloria y en donde los ángeles le hacen la corte, o cuando su
pobreza le recordaba la del portal de Belén. Animado de ese espíritu que nuestro
Señor manifestó con tanta ostentación por la casa de su Padre, no quería ver en él nada
que no fuese devoto, edificante, rico, magnífico y digno de Aquel que, siendo
infinitamente rico, se hizo pobre por nosotros en la tierra, y merece, por tanto, ahora
<2-246>
que reina en el trono de su gloria, que nos hagamos pobres o cuando menos que
destinemos una parte de nuestros bienes para enriquecer sus tabernáculos.
Este celo le movía a adornar y hacer adornar los altares y a no sufrir nada en ellos
que no conviniese a la grandeza de la religión cristiana. Para eso agotaba todos sus
medios, y cuando le representaban que la pobreza de la casa no permitía tan grandes
gastos, contestaba con gracia que prefería que la cocina padeciera, y que a expensas
de ella había que atender el adorno de la casa de Dios.
con la mansedumbre, y mezclar, como el buen samaritano, el vino con el aceite en sus
llagas, que encontraban amables y útiles las mismas correcciones que les daba.
SECCIÓN SEGUNDA
La estima y amor grande que tenía nuestro santo sacerdote a la virtud angelical de
la pureza no podía ser mayor, ni más exquisitos los medios que empleaba para
aumentar el brillo y resplandor de esta joya.
En una materia en que nunca son leves las faltas, ni los castigos medianos, en tanto
que las sorpresas y los lazos jamás son escasos, creía que las precauciones no podían
ser excesivas. Así es que durante toda su vida procuró, con el más escrupuloso
cuidado y la diligencia más exacta, apartarse de todo cuanto podría hacerla peligrar.
lo produce con su palabra, lo toma en sus manos, lo enseña, lo lleva, lo da a los demás,
lo encierra en su pecho y se lo incorpora, de modo que el querer acercarse a Él tan a
menudo,
<2-249>
tratar con Él con tanta familiaridad, sin sobresalir en esa virtud, es exponerse a los
más terribles castigos.
Este subido aprecio y este encendido amor que el virtuoso sacerdote tenía de una
virtud que, según testimonio del mismo Espíritu Santo, nada tiene en el mundo que
iguale su precio (omnis ponderatio non est digna continentis animae. Ecli XXVI, 20),
de una virtud que Jesucristo aprecia en tanto que se dice el esposo de las almas puras,
producían en su alma extremado horror a todas las faltas que la hieren, y le incitaban a
evitarlas todas con la mayor fidelidad porque las creía todas enormes y peligrosas.
Así que no podía sufrir nada que tuviese la sombra o apariencia de alguna impureza o
que pudiera dar lugar a sospecha alguna. Movido de este espíritu de pureza y para
guardarla con diligencia se complacía en la soledad, asilo seguro de la castidad,
adonde llama Jesucristo a las almas puras; evitaba las ocasiones por remotas que
fuesen, sabiendo cuán sutil es el veneno que corrompe esa virtud, y que se infiltra
fácilmente en el corazón que no está muy alerta para preservarse de él.
Para triunfar de las tentaciones y conseguir el grado de castidad que en cierto modo
devuelve al hombre el estado de inocencia primitiva y le hace comparable a los
ángeles, ¿qué no hacía, padecía y sacrificaba? Cuando esta virtud es perfecta,
diviniza y consagra todo el hombre; pero ¡cuánto hay que luchar, violentarse y vencer
para lograrlo! Es preciso que sangre el alma, si así puede decirse, y que se desgarre a
menudo el corazón antes de que logre apagar los instintos de la carne y las
inclinaciones de la naturaleza. Hay que apartar lo más posible a la castidad de todo
cuanto puede alterarla, y sembrar espinas de penitencia y mortificación en el camino
que conduce a la sensualidad.
Para guardar la castidad es menester prudencia y timidez, porque quien se apoya en
sus fuerzas y confía en su propia virtud muy pronto es vencido, ya que la caída es casi
siempre castigo de la presunción. Esta virtud se amedrenta fácilmente y con razón, y
teme aun después de las mayores precauciones. Se alimenta con oraciones, lecturas
piadosas y austeridades. Se complace en el alejamiento del mundo y en la práctica de
la humildad. Parécele sospechoso el menor descanso innecesario y teme cualquier
momento ocioso y desocupado. Esto hace que, por hermosas y atrayentes que sean las
apariencias de la castidad, sea muy severa su práctica y muy austeras sus leyes. Sería
menester estar despojado del
<2-251>
cuerpo y de la corrupción de la carne para verse exento de la dificultad de tenerla a
raya.
Según tradición común de los Padres del desierto, referida por Casiano, el combate
que ha de sostenerse contra el espíritu inmundo es el más largo y penoso, y
ordinariamente no es definitiva la victoria.
Los demás vicios —dice san Jerónimo— son más propios de una edad que de otra;
éste nace con nosotros y apenas muere totalmente antes que nosotros, pues mientras
el alma permanece unida al cuerpo no está enteramente libre de la concupiscencia.
Sólo es propio —añade— de virtud acendrada y de vigilancia continua vencer lo que
ha nacido con nosotros, vivir en carne como si no se tuviese y combatir contra sí
mismo todos los días. San Agustín declara que, entre todas las luchas que los
cristianos han de sostener para salvarse, las más largas, violentas y peligrosas son las
que exige la guarda de la castidad; porque esta virtud —añade— tiene un enemigo
furioso que la somete a continuos asaltos y la pone en riesgo constante. Lo más
peligroso —agrega— es que la lucha dura todos los días y es rara la victoria. Ubi
quotidiana pugna, et rara est victoria. (Serm. de temp., 250.)
Es una especie de sacrificio —advierte San Juan Crisóstomo—, cuya víctima sólo
está segura de salvación cuando ha expirado. Es un martirio —agrega san
Bernardo— incruento, más penoso. Es más fácil —añaden todos los demás después
de Tertuliano— morir de una vez por la castidad que vivir siempre con ella (Exhort.
ad ca.). En efecto, si no hay nada más hermoso y precioso que la castidad, nada existe
más frágil y expuesto a perderse. Si por una parte es honrada por quienes la persiguen
78 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
y son sus mayores admiradores los que la combaten sin poder vencerla, por otra, todo
concurre en el mundo para guerrear contra ella. Las bellezas la tientan, los objetos
sensibles le arman lazos, los placeres la hechizan, los deleites la corrompen, las
compañías la debilitan, los malos ejemplos la alteran, la concupiscencia la solicita,
las ocasiones la sorprenden, el encanto de las criaturas la seduce: todo lo que agrada a
los sentidos, agrada al corazón; y una vez ganado éste, la castidad está vendida.
Nunca son leves sus heridas, sus peligros son inevitables, cuenta con enemigos en
todas partes y, a falta de otros, se basta el hombre a sí mismo para perderla. Aunque la
favorezca la soledad, allí la persigue la tentación. Si la oración la defiende, los malos
pensamientos la turban aun durante los ejercicios más santos. No hay lugar ni tiempo
ni ejercicio que la resguarden del tentador. No hay sentido en el cuerpo ni facultad en
el alma que no puedan contribuir a su pérdida. De modo que si es la más hermosa, es
también la más costosa de las virtudes. Sólo su autor puede ser su guardián y
conservarla con su gracia. Mas ha de añadirse fidelidad constante, humildad
profunda, oración asidua, huida prudente de las ocasiones, esfuerzo continuo y
mortificación universal. Esto enseñaba y practicaba nuestro santo sacerdote, Al
recomendar a sus discípulos el amor a la castidad sobre todas las demás virtudes, les
prescribe las precauciones más severas para conservarla. Hay que oírle a él mismo
explicarse sobre este artículo:
«Los Hermanos —dice— que hayan hecho voto de castidad y los que se disponen a
hacerlo deben estar persuadidos de que no se tolerará en el Instituto a ninguno en
quien se haya notado o se note algo exterior contrario a la pureza» (Reglas, cap. XX,
De la Castidad).
«Por tanto, su primero y principal cuidado respecto al exterior
<2-252>
será hacer que resplandezca en ellos la castidad sobre todas las virtudes. Para
conservar esta virtud con todo el esmero que requiere observarán dos cosas:
1. Estarán muy sobre sí para guardar sobriedad en la bebida y en la comida y sobre
todo en el vino, enemigo de la castidad, y cuidarán de aguarlo mucho.
2. Manifestarán mucho pudor en todo. El primer vestido que se pongan al levantarse
y el último que se quiten al acostarse será la sotana. Cuando hablen con personas de
otro sexo, se mantendrán siempre a algunos pasos de distancia y nunca las mirarán
fijamente. No les hablarán nunca sino con muchísima reserva y de modo muy ajeno
de la menor libertad o familiaridad, y procurarán terminar con las mismas en pocas
palabras».
CAPÍTULO II
de cuarenta años habrá habido un solo día que no le haya impuesto algún sacrificio de
este género.
Unas veces le venían a insultar a su misma casa, otras se hallaba a la puerta de ella
algún nuevo baldón, o bien era una contradicción de parte de sus superiores o el
desacierto de algún Hermano o de algún doméstico lo que le daba que padecer; ahora
la traición y deserción de algunos de sus hijos le partían el corazón; luego falsas
acusaciones e injustos procesos le daban que hacer; no pocas veces la imprudencia e
indiscreción de algunos de sus discípulos le proporcionaban no pequeños
contratiempos, otras al contarle los mismos algún ultraje que habían recibido o al
notificarle que se les retrasaba la pensión estipulada para la escuela o que del todo se
les negaba, veíase de nuevo acibarado; y finalmente no era la menor de sus penas el
ver cerrar algunas de las escuelas que había abierto. En algunas ocasiones vio su casa
expuesta al pillaje; en otras se vio sin pan, sin dinero y sin ningún subsidio.
Años enteros pasaron estrecheces, sin socorro humano ni esperanza de recibirlo.
Otras veces, llevado ante los tribunales, sin defensa ni apoyo, veía su casa perdida y
su reputación ajada; a menudo sus protectores, indispuestos contra él, se trocaban en
enemigos. Cada día añadía a las ya pasadas nuevas calumnias, o le ofrecía algún
nuevo género de humillación. Cuando aparecía en Reims, durante los primeros años
de la fundación de su Instituto, las silbas le seguían y acompañaban hasta que volvía a
su casa. No pocas veces le tiraban piedras y barro, lo mismo a él que a sus Hermanos.
Semejantes ultrajes acaecieron con frecuencia
<2-256>
en París, en Ruán y en otras partes. La muerte imprevista de varios de sus discípulos
más fervorosos eran otro género de pruebas que fomentaban su desapego de las
criaturas, y las enfermedades, peligrosas unas y cruelísimas otras, que padecían,
servían también para ejercitar su entrega en las manos de Dios. ¡Cuántas veces vio
reinar el desorden en su comunidad, bien por la indiscreción de algunos de sus
discípulos, bien por la envidia de sus rivales o por la malicia de sus adversarios!
¡Cuántas veces no vio sus reglamentos condenados, sus prácticas despreciadas y toda
su conducta censurada por gente que quería introducir innovaciones en el Instituto y
refundirlo a su antojo! Más aún, ¿no vio a sus mayores enemigos dominar en su casa,
imperar en ella, alterar las Reglas y sustituirle, en fin, otra forma de gobierno? ¿Y no
lograron hasta echarle fuera de su casa, obligándole a retirarse, a ocultarse y
desterrarse? ¿Cuál es el día de su vida, desde la inauguración de su obra, que no haya
sido señalado con alguna desgracia particular? ¿Acaso pasó uno solo en que no se
viese obligado a hacer a Dios el sacrificio, bien de su persona, bien de su vida, de su
salud, de su reputación o de sus funciones? ¿Cuál fue el día en que no se viese
obligado a dejar su obra en manos de Dios, o a resignarse inmolándola a su santísima
voluntad, viéndola de continuo combatida, perseguida y a punto de deshacerse?
A pesar de todo, en todas las pruebas, casi tan multiplicadas como las horas de su
vida, ¿quién le vio inquieto, turbado, alarmado, desconcertado o desconsolado?
86 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
¿Quién le mantenía en esa constante tranquilidad? ¿Quién le daba ese aire sereno y
hasta alegre, esa paz del corazón retratada en su semblante, esa igualdad de ánimo que
se admiraba en él? La resignación a la voluntad de Dios, la entrega total y su
confianza perfecta en la bondad de Dios. En una de las ciudades adonde habían sido
llamados los Hermanos, se encontraron en tal penuria y en tan apremiante necesidad
que, desesperando de poder continuar por más tiempo en ella, quisieron persuadir a su
superior, que estaba con ellos y era compañero de sus miserias y de sus
padecimientos, de que era preciso dejar aquel sitio, donde no podían vivir y donde
nadie tenía consideración a los servicios gratuitos que prestaban a la juventud pobre.
El santo Fundador, sorprendido de este lenguaje, dijo al Hermano director que le
hacía aquella proposición: ¿Cree usted en el Evangelio? Sí, señor, le contestó éste.
Entonces el santo sacerdote le despidió con estas palabras de Jesucristo: Buscad
primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. No
tardó el Hermano en experimentarlo, y dio testimonio de que, desde aquella época, la
Providencia no faltó en procurarles lo necesario. Mil veces se vio al santo sacerdote
esperar contra toda esperanza y acudir a la divina Providencia, como remedio
infalible, en el desamparo general de las criaturas. El pronto socorro con que acudió el
Señor a todas las necesidades pasadas y a las de toda su familia en los momentos más
críticos, era la causa de la seguridad que tenía y como prenda cierta para lo porvenir.
En efecto, jamás quedó defraudado, y puede verse en la historia de su vida que esta
virtud le hizo triunfar de persecuciones crueles, de hombres desalmados y de penuria
larga y apremiante, y, en fin, del mundo y del infierno.
IV. De dónde le venía esa gracia sublime que le hacía tan fácil
la práctica de la entrega total en las manos de Dios
Si nos remontamos al origen de esta gracia sublime que recibió de Dios,
encontraremos que fue la recompensa de la generosa resolución que formó de
mendigar el pan en caso de extrema necesidad, resolución que tomó en el mismo
momento en que la carne, el demonio y el mundo combatían la determinación que le
inspiró el cielo de deshacerse de todo y hacerse pobre a imitación de Jesucristo, por
amor de este Señor. Desde entonces contó tantas victorias contra el amor propio,
cuantos pasos dio en el camino
<2-257>
de la más incómoda pobreza. Nada pareció estorbarle, inquietarle ni turbarle en
adelante. Confiando en Dios como en padre tierno, no tenía ya cuidado ni del día de
mañana ni del presente. Descansaba en los brazos de su Providencia como el hijo en
los de su madre, no reservándose más que la fidelidad en dejarse conducir sin
cuidarse de saber a dónde ni cómo.
La entrega total en las manos de Dios, virtud tan rara, y que sólo se encuentra en los
perfectos, virtud que puede llamarse el heroísmo de la misma virtud, cuyo ejercicio
da a las demás virtudes la perfección, las alimenta y las pone en movimiento; que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 87
buscar en ella a Jesucristo desnudo y pobre; éstos se quedaban, porque la gracia los
llamaba.
<2-258>
Otros venían para ahorrarse algunos días de hambre, y éstos no hacían más que pasar,
porque el espíritu de Dios no los conducía. Para mí la casa grande, adonde se trasladó
con los novicios desde Vaugirard, es un nuevo monumento que la divina Providencia
consagró a su gloria. El santo sacerdote, al frente de aquella multitud de pobres, tuvo
el atrevimiento de firmar el arriendo por valor de 1.600 libras al año, sin saber dónde
encontraría el primer dinero; pero eso no le importaba, persuadido como estaba de
que Aquel por cuya gloria trabajaba y en quien había puesto toda su confianza
cuidaría de satisfacer el alquiler; y sus esperanzas no quedaron burladas. Dios hizo
más aún en su favor, pues procuró a su siervo lo que no esperaba, los muebles y
utensilios que necesitaba local tan vasto, que pronto se encontró lleno de sujetos,
cuyo alimento y manutención corrieron también a cargo del celestial Padre de
familias, que siempre se dignó proveer de todo.
sus propias manos para disponer de él, no según las piadosas intenciones del donante,
sino según su mira particular. Esta patente injusticia era tanto más sensible al santo
Fundador cuanto que miraba aquel legado como don del cielo debido a las continuas
oraciones que desde mucho tiempo venía haciendo en su comunidad, y como
absolutamente necesario para la adquisición de la importante casa de que se ha hecho
mérito, y que deseaba mucho a causa de su aislamiento, de su situación en aires puros,
de la extensión de sus solares y de su proximidad a París; sin embargo de lo dicho,
ofreció a Dios esa pérdida, como tantas otras, con silencio y sumisión perfecta a sus
divinas disposiciones.
No fue menos admirable ni pareció menos desprendido cuando, en otras ocasiones,
vio a sus propios hijos, aquellos mismos de quienes más se fiaba, apoderarse de sus
escuelas para su provecho particular y apropiarse los bienes que se habían destinado
para las mismas. De ahí procedió el que viese sin inmutarse, antes bien con su
ordinaria tranquilidad, a los Hermanos de Mende cerrarle las puertas de su misma
casa y apoderarse de la renta legada en su nombre a la comunidad. Así es como vio
con heroica paciencia al Hermano a quien había confiado el seminario de los
maestros de escuela apoderarse del dinero legado por el piadoso cura de San Hipólito
para el sostén de obra tan excelente, y aprovecharlo para sí con detrimento del
Instituto. Oyó, además, con la misma mansedumbre, a aquel ladrón sacrílego decirle
con insolencia que ya no le conocía y que no tenía que tratar nada con él.
En estos contratiempos tan inesperados, en estas delicadas pruebas de la virtud
perfecta, jamás se vio la del santo varón sorprendida o desmentida; su corazón se
mostraba entonces al natural, desnudo, desprendido de todo, estimando y queriendo
sólo lo que fuera del divino beneplácito; contento con cuanto Dios permitía, miraba
esas pérdidas como grandes ganancias, y, a los ojos de su fe, las desgracias de la vida
eran grandes fortunas porque le daban materia para
<2-261>
sus sacrificios y le hacían más rico en Dios, despojándole de todo cuanto no es Él.
En vez de discutir con quien le hacía injusticia, por su postura humilde, silencio
profundo y semblante manso y gracioso, parecía como que le pedía perdón y
agradecía que le tratara aun con indulgencia, mostrándose siempre dispuesto a dar la
túnica al que le quitaba la capa. En efecto, cumplió al pie de la letra este consejo
evangélico. Un día que volvía a su casa desde Vaugirard, le encontraron dos ladrones
que quisieron arrancarle el manteo. Ahí va —les dijo presentándoselo—; tomadlo si
lo queréis. Aquellos bellacos, desconcertados por una oferta tan inesperada,
quedaron aún más chasqueados cuando examinaron su latrocinio. El manteo estaba
tan usado y tan pobre que se lo devolvieron y se fueron avergonzados del despojo que
habían querido hacer.
La Salle no estaba más apegado a la vida que a los bienes. Al acercarse su muerte,
su tranquilidad era admirable y no podía disimular su alegría. Más de una vez estuvo
enfermo de peligro sin cuidarse de lo que podía sucederle ni de lo que podía acontecer
92 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
a su obra. Sin pensar en las consecuencias de su muerte, sin ninguna inquietud por la
suerte de su Instituto, sin reparar en las lágrimas y los gemidos de sus hijos, se ofrecía
a Dios como víctima de su divina voluntad, pronto a todo cuanto quisiera de él, y, a
imitación de san Martín, se mostraba dispuesto a morir y a vivir en el trabajo y en la
pena.
Si el santo sacerdote se hubiese hallado en esta preparación de alma, en los fuertes
ataques de una enfermedad peligrosa que disponen a las almas piadosas a una buena
muerte, y despiertan en ellas afectos más vivos de piedad, no habría sido mucho;
nuestro santo varón, aun en plena salud y en súbitas acometidas que desconciertan y
no dan lugar a la reflexión, tenía su alma en la mano, según expresión del Profeta
Rey, dispuesto a entregarla al que la crió. Buenos testigos de esto fueron dos ladrones
que le detuvieron, espada en mano, con un ademán que no respiraba más que sangre y
matanza; le vieron intrépido haciendo frente a la muerte con que le amenazaban. Más
sorprendidos aún quedaron con la respuesta que les dio con gran calma: Matadme, si
Dios os ha dado licencia para ello; huyeron no pudiendo soportar la presencia de un
hombre que, por el hecho de no temer la muerte, les enseñaba a ellos a temerla.
Sería menester componer un volumen entero —dice el discípulo que mejor le
conoció y ha facilitado los mejores informes con que uno trabaja— si se quisieran
especificar todas las coyunturas que testimonian el desprendimiento en que vivía el
señor de La Salle y el desinterés con que administraba los bienes temporales de la
Sociedad.
Tan poco caso hacía de los intereses materiales, que en los establecimientos
cuidaba más del número de los Hermanos que en ellos se podrían emplear y de los
medios que podrían mantenerlos en la regularidad, en el espíritu de retiro y de oración
y en el fervor, que de asegurar su subsistencia, confiando que el Amo de la viña que
iban a trabajar no les olvidaría. Eso es lo que contestaba a veces a aquellos Hermanos
que, menos desprendidos que él, le suplicaban reflexionara en que la confianza en
Dios no está reñida con las precauciones que inspiran la prudencia, que no hay que
dejarlo todo a Dios cuando podemos ayudarnos nosotros mismos, tomando las
debidas providencias para asegurarnos el pan, y que al fin y al cabo Dios no se ha
comprometido a hacer milagros para remediar nuestras necesidades, enviándonos,
como al profeta Elías, un cuervo con ese intento. Tanta
<2-262>
prudencia le disgustaba: Estad sin cuidado —les contestaba—, que ya proveerá la
divina Providencia.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 93
sacerdote añadió que había que acudir a Dios. El Hermano, que se fiaba poco de la
eficacia de sus propias oraciones, pero sí mucho de la eficacia de las de su padre, cuya
eminente virtud veneraba mucho, le suplicó se pusiera en oración. Así se pasó el día,
pero como el dinero no venía, la inquietud se apoderó nuevamente del espíritu del
Hermano, quien volvió de nuevo a solicitar del santo sacerdote hiciera alguna
diligencia para encontrar con
<2-263>
qué satisfacer a los hombres que había ocupado. Pero recibió la misma respuesta: que
había que acudir a Dios. El Hermano volvió a su ocupación y el siervo de Dios se fue
a exponer al Señor la necesidad de su casa. No lo hizo en balde: el dinero que el
Hermano buscaba le vino a la mano; mientras, cuidadoso y vigilante, hacía reunir y
trasladar los muebles menos importantes, se sintió movido interiormente a mirar en
un armario abierto enteramente, que había vaciado antes con mucho cuidado y
atención. Habían dejado dicho armario en el patio, donde había estado bastante
tiempo, y le tocaba ya el turno para ser trasladado. En todo ese tiempo nadie vio nada
en él, ni el Hermano de quien hablamos, a pesar de que lo había examinado varias
veces para ver si quedaba algo. ¡Cuál sería, pues, su sorpresa, cuando al volver a
mirar otra vez, siguiendo aquel impulso y movimiento providencial, halló en él
dinero, y precisamente la cantidad de cuarenta escudos, que era la que entonces se
necesitaba para pagar a los de las mudanzas! No dudando de que tal regalo del cielo
sería efecto de las oraciones de su superior, fue a darle la enhorabuena, diciéndole que
Dios había atendido su súplica y había socorrido su casa. El humilde sacerdote quedó
confuso de la alabanza, y después de haber sabido de qué modo se había valido la
bondad divina para asistir a su familia, contestó que se había de dar gracias a Dios por
ello y admirar su Providencia. He aquí —añadió— cómo Dios asiste a los que ponen
en Él su confianza.
Otro día que la casa de Vaugirard estaba tan pobre que no tenía con qué
proporcionar caldo a los enfermos, el siervo de Dios dijo a un Hermano que le
siguiese con un puchero; le llevó al seminario de San Sulpicio, en donde, habiéndole
mandado esperar a la puerta, se fue a suplicar al Superior se sirviese darle por caridad
caldo para sus enfermos. No le costó trabajo alcanzar de aquel hombre tan lleno de
misericordia, y cuyos bienes estaban todos consagrados a los pobres, auxilio tan
necesario, sino que por muchos años continuó haciendo la misma obra de caridad.
Hallábase entonces el señor l’Echassier al frente del Seminario Mayor de París,
mientras el señor Tronsón permanecía retirado en el de Issy. Esta limosna sirvió de
mucho alivio, durante la cuaresma y en los días de vigilia, a los enfermos de la
comunidad, que era la más indigente de París. Tan pobre se hallaba, en efecto, que a
pesar de componerla sesenta personas, no gastaban en carne más que cuarenta
sueldos diarios. Menos aún empleaban en vino, pues, como ya se dijo, sólo bebían
agua. Si les visitaban las enfermedades —y ¿qué lugar del mundo está libre de
ellas?—, no eran largas ni frecuentes.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 95
ordinarios, que eran la oración y la confianza en Dios; y con esas armas invencibles
quedó victorioso de todos los esfuerzos de sus enemigos. Trabajaron con todo el
artificio posible, primero con buen éxito cerca de la Sra. de Louvois, a quien
pertenecía la finca de San Yon, para persuadirla de que no la vendiese a los
Hermanos, o para impulsarla a subirla a tan alto precio que no pudiesen pretenderla;
pero Dios, que tiene en sus manos los corazones de los grandes y que conduce a sus
fines todos los acontecimientos de la vida, hizo que su siervo obtuviese por precio
reducido esa casa que tanto deseaba y que era tan necesaria. En fin —prosigue el
mismo Hermano—, el santo Fundador jamás tuvo que arrepentirse de haberse
despojado de sus bienes por amor de Aquel que, siendo infinitamente rico, se hizo
pobre por nosotros; y jamás su casa careció de lo necesario. Nunca se la vio tampoco
con deudas, a no ser con un panadero. A este hombre debía cien escudos el superior
de los Hermanos, y para acallarle le prometió que al cabo de tres semanas le pagaría
religiosamente la deuda; por su parte, el panadero le prometió no exigírsela hasta
pasado ese plazo, pero faltando a la palabra, apenas había pasado una semana, le hizo
comparecer ante los tribunales para que se la pagase al momento. Muy lejos estaba el
buen Padre de pensar en tan inesperada salida, pero aunque le cogió de improviso se
perturbó tan poco como si tuviese algún tesoro a su disposición».
Lo tenía, en efecto, en su total confianza en Dios, pues bien puede decirse que esa
virtud es la llave que abre, a los que saben servirse de ella, los tesoros del
<2-265>
Padre celestial. En esta ocasión el señor de La Salle subió al altar, y después de haber
ofrecido el santo sacrificio de la misa, se fue, con el Hermano que nos refiere esos
hechos, a visitar a dos o tres familias que le socorrieron generosamente. El panadero,
sorprendido a su vez al verse pagado tan pronto contra toda esperanza, quedó confuso
por tener que satisfacer los gastos de citación y cargar además con la vergüenza de su
deslealtad.
«Por muchos años —dice otro Hermano en una memoria que escribió— estuve
encargado de proveer a las necesidades de la casa, y en ellos fui no pocas veces
víctima y testigo a la vez de la suma pobreza, por la cual nos veíamos expuestos a
todas las miserias y necesidades de la vida. Cuando la veía en aquel extremo, sin
numerario y sin ninguna esperanza de humano socorro, iba a visitar al buen Padre
para encontrar en él, a falta de dinero, siquiera algún consuelo o vislumbre de
esperanza. Por respuesta siempre nos decía lo mismo: que tuviésemos paciencia, que
la divina Providencia atendería a todo. Con esa respuesta me daba a entender que no
tenía entonces a su disposición más dinero que yo, y con esto, al paso que aumentaba
mi inquietud, crecía mi pena y agotaba mi confianza. La necesidad seguía creciendo,
y con ella mis apuros y zozobra, la cual al fin me llevaba otra vez a la puerta de su
celda, pero la encontraba cerrada, y por más que importunase no lograba que me
abriese. Entonces, mirando por las rendijas, le veía que estaba en oración. Cansado de
llamar y de esperar, me volvía sin dinero, andando a Dios y a la ventura, buscando
algún dinero prestado para socorrer las necesidades de la casa. A mi vuelta el portero
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 97
me decía que fuese a encontrar al buen Padre en tal iglesia, donde me estaba
esperando. Allí me daba luego el dinero que me hacía falta, sin que pudiese yo saber
de dónde lo sacaba».
Un día, en San Yon, estando sin pan y sin dinero, nuestro buen Padre dijo al
Hermano José que fuese con otro a casa de los Cartujos, que eran vecinos, para
implorar su caridad. Fueron allá; pero los religiosos los despidieron ignominiosamente y
pensaron justificar su negativa diciéndoles que puesto que no tenían para vivir no
debían establecerse en la ciudad. Como fueran desde allí a visitar cosa de una docena
de las principales casas de Ruán para buscar el socorro que se les negaba a la puerta de
un monasterio fundado y enriquecido, como los demás, con las liberalidades y
limosnas de los fieles, fueron aún peor recibidos; y así tuvieron el consuelo de ser
contados en el número de los discípulos de Jesús despreciados y desechados por
todos. En fin, recogieron en sus visitas siete u ocho monedillas, que costaron muy
caro a su amor propio, pues los que se las dieron les cargaron de tantas humillaciones
que parecía como si quisieran hacerles comprar su regalo, o vengarse del que
consideraban como un insulto que se les hacía al recurrir a su caridad.
De vuelta a San Yon, muy cansados, después de haber contado a su Padre las
insultantes negativas y los ultrajes de toda clase que habían recogido en vez de
limosnas, le pusieron en las manos un grueso paquete de cartas que uno de los criados
de los Cartujos había dejado caer bastante cerca de la puerta de los Hermanos.
¡Bendito sea Dios! —dijo el siervo de Dios—; se conoce que es voluntad de Dios
que nos asistan los Cartujos. Volved allí y entregadles el paquete que habéis
encontrado. No quedaron burladas sus esperanzas, pues los Cartujos, después de
agradecerles mucho el paquete encontrado y devuelto, compadecidos finalmente de
sus vecinos, les enviaron tres o cuatro sacos de grano.
El deseo que tenía de la salvación de las almas convertía su casa en asilo de cuantos
jóvenes mostrasen alguna buena voluntad. Dispensaba la mejor acogida a los más
pobres y desamparados. Bastaba que aparentasen buscar a Dios para
<2-266>
que hallaran abierta su puerta. Cerraba los ojos a toda consideración humana al
recibirlos andrajosos, medio desnudos e indigentes; no se inquietaba por quién los
alimentaría, pues dejaba este cuidado a la divina Providencia mientras él se reservaba
el de convertirlos e instruirlos.
Jamás les pedía nada, muy contento de poder ejercitar con ellos la caridad pura y
gratuita. Si querían salir de aquel lugar donde tanto les debía interesar quedarse, el
corazón del buen Padre sufría, porque preveía los peligros espirituales que iban a
correr en el mundo. Su celo de la salvación de los hombres era tan vivo que los
hubiera encerrado a todos, a ser posible, en su pobre comunidad, sobre todo a los
indigentes, que nacen y crecen en deplorable ignorancia de las verdades eternas.
Todos los que encontraba por el camino, si querían creerle, le seguían para ir a vivir
en su casa, que era refugio universal. Apenas entrados, los hacía vestir decentemente.
98 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
De ordinario perdía con ellos el trabajo y el dinero, pues esa clase de gentes,
acostumbradas a la holgazanería, no pudiendo sufrir el yugo de una vida regulada, la
dejaban y se llevaban los vestidos sin darle siquiera las gracias. Esto no acobardaba al
santo sacerdote, quien creía haber ganado mucho cuando había logrado obtener de
ellos que hiciesen confesión general o se instruyesen en las verdades necesarias para
la salvación.
«Omitía un hecho —dice el mismo Hermano— el cual manifiesta con cuánto
desprendimiento de los bienes terrenos y resignación a la divina Providencia vivía
nuestro Padre. Estando cierto día en París, me llevó consigo para ir a cambiar
monedas antiguas. Llegado que hubimos cerca de la casa de la Moneda, me mandó a
efectuar el cambio mientras él iba a orar en la iglesia de San Leuterno. Por desgracia
desempeñé muy mal mi cometido, pues me dejé engañar en cuarenta libras; pero sólo
lo noté al entregar la cantidad al buen Padre. Al punto me mandó volver a la casa de la
Moneda para reclamar, mientras quedaba fresca la memoria, la cantidad que me
faltaba, confesando mi torpeza, mas no fui bien recibido. De vuelta a la iglesia de San
Leuterno, donde como antes me estaba esperando el siervo de Dios, le dije que no
había remedio para aquella pérdida y que no habían querido escucharme. ¡Bendito
sea Dios! —contestó—; no me habéis hecho mucho favor, pues ese dinero estaba
destinado a satisfacer una deuda».
era todo el dinero que había en casa, se manifestó inquieto y descontento: ¿Qué
haremos — les dijo— de todo eso? Bien veis que no somos verdaderos pobres.
¿Cuál sería, pues, la pobreza de aquella casa donde la cantidad de sesenta libras era
considerada como un tesoro? ¿Cuál sería el espíritu de pobreza de nuestro santo
sacerdote, que se consideraba demasiado rico cuando tenía veinte escudos para hacer
frente a las necesidades de su comunidad?
<2-268>
Mas si quería que fuesen resignados en las penas corporales, no exigía que lo
fuesen menos en las espirituales. He aquí cómo habla sobre este punto a uno de sus
Hermanos, que le manifestaba su aflicción por encontrarse en esa prueba. «La divina
y adorable Providencia —dice— quiere dejarle en el estado en que se encontraba,
carísimo Hermano: es preciso querer lo que ella quiere, confíe en ella; a eso estamos
obligados por nuestra profesión, y debemos adorar continuamente sus designios
sobre nosotros; si desea salir de ese estado para buscar consuelos, es de temer que
busque sólo su propio consuelo, más bien que al Dios de los consuelos».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 103
<2-269>
CAPÍTULO III
Filioli mei, non diligamus verbo, neque lingua, sed opere et veritate —dice el
apóstol de la caridad—. No amemos de palabra, ni con la lengua solamente, sino con
obras y de veras (I. Jn, 3, 18). Es falsa caridad la que no se manifiesta con las obras. El
verdadero amor se da a conocer por los efectos: las obras son las que lo patentizan.
Para enseñarnos claramente esta verdad da el Esposo a la Esposa este consejo cuando
trata de ordenar en ella la caridad. Ponme como señal sobre tu brazo y como sello
sobre tu corazón, con lo cual le quería dar a conocer que, cuando hubiere prendido en
ella el amor de Dios, acometería grandes empresas porque sería el corazón quien
haría mover los brazos, y al mismo tiempo le enseñaba a juzgar del amor por la
excelencia de las obras. Cuando el amor es grande —dice san Gregorio (Hom. 50, in
Evang.)—, cuando es vehemente, hace y sufre grandes cosas. Muestra que es débil y
lánguido, si nada de heroico le acompaña. Ésa es la regla segura con que hemos de
apreciar el amor que a Dios profesaba el santo sacerdote. Para probar su caridad nos
servirán de testigos abonados sus acciones, las obras que llevó a cabo, los sacrificios y
padecimientos, ya que éstos son los testigos que admite Jesucristo: Si alguno me ama,
guardará mi palabra (Jn, 14, 21, 23). Quien conoce mis mandamientos y los guarda
—decía a sus apóstoles—, ése es el que me ama. La mayor señal de amor es
sacrificarse por Dios. El amor no admite reserva. Cuando es ardiente emprende
grandes cosas, y las tiene por pequeñas. No se cansa y el más largo trabajo se le hace
corto, dice santo Tomás (Opus. 634). Un amor sin límites no tiene medida: todo lo
hace, todo lo sacrifica y no tiene cuenta con nada. Siempre se cree deudor y sólo
busca pagar su deuda. Señales y efectos al mismo tiempo del amor que a Dios
debemos son pensar en Dios, obrar por Dios, sufrir por Dios y morir por Dios: este
amor es el que hizo a los santos.
Al tratar, pues, de explicar la caridad de este virtuoso sacerdote no nos apoyaremos
como en pruebas sólidas en los milagros, ni en otros dones extraordinarios de que
están llenas las vidas de los santos, porque sabido es que no consiste en ellos
precisamente la perfección, que se puede ser santo sin ellos y que no todos los que los
tienen lo son. San Pablo lo supone cuando dice que todas esas cosas cesarán; pero que
la caridad no tendrá fin. Charitas numquam excidit. Jesucristo lo dice claramente
cuando declara que en el último día rechazará a varios de los que han hecho milagros.
Quizás Juan B. de La Salle haya sido favorecido con esa clase de gracias que tanto
aprecia el vulgo y que mira como testimonios de la santidad, pero Dios no nos lo ha
dado a conocer. Si los que tuvieron el conocimiento y la dirección de la conciencia del
104 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
siervo de Dios nos hubiesen legado algunas noticias, o si él hubiese dejado escapar
algunas de estas cosas al hablar con ciertos de sus más queridos discípulos, sin duda
que tendríamos con qué enriquecer su historia,
<2-270>
contando menudamente las comunicaciones con que Dios le favoreció; mas no: su
interior, como el de infinidad de otros santos, sólo será manifestado en el último día;
hasta entonces permanecerá oculto y desconocido.
Nada se podría decir del señor de La Salle si sus continuos ejemplos de virtud no
hubiesen tenido numerosos testigos. Pero si han podido referir lo que han visto, nada
pudieron descubrir de lo que pasaba en su interior, porque continuamente se
esmeraba en tenerlo oculto. Jamás se le escapó una sola palabra que pudiese darlo a
conocer en lo más mínimo. El silencio eterno e inviolable que guardaba sobre cuanto
le interesaba, no permitió a nadie penetrarlo. Como se dijo en el prólogo, ni por
referencias de sus directores, ni por sus manuscritos conservados, ni por confidencias
hechas a hurtadillas a sus íntimos, podemos hablar de su interior. Sólo sabemos de él
lo que nos dicen sus acciones, y no sabríamos nada si no hubiese tenido por testigos
durante cerca de cuarenta años a aquellos con quienes vivía, y que pueden aplicar a su
relación estas palabras del discípulo amado: Lo que oímos, lo que vimos con nuestros
ojos, lo que miramos y palparon nuestras manos, eso es lo que referimos.
Testimonio irrefutable que nadie podrá condenar de sospechoso, ni de prejuicio, ni
de ilusión, ni de falsedad, a no tratar de mentirosos a los testigos. Pero ésta sería una
acusación que se podría aplicar del mismo modo a todas las historias del mundo.
Parándonos, pues, sólo en los hechos y en las acciones, vamos a juzgar su caridad con
Dios y con el prójimo por los efectos, que son su verdadera señal y su prueba
evidente.
ARTÍCULO PRIMERO
En las instrucciones que compuso este santo Fundador para los Hermanos sobre
asuntos de religión, pone en la explicación del primer mandamiento cinco señales del
verdadero amor de Dios: la primera es pensar a menudo en Él; la segunda, hablar de
Dios con frecuencia u oír hablar de Él con gusto; la tercera, fidelidad en cumplir con
los deberes propios y en hacer la voluntad de Dios en todas las cosas; la cuarta, un
corazón benéfico para todo el mundo, sobre todo para los enemigos, y la quinta, el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 105
ejercicio del amor de Dios con actos frecuentes y continuas aspiraciones. Hablaba de
la abundancia de su corazón en esa materia más que en cualquiera otra, y se retrataba
a sí mismo al referir los caracteres de la perfecta caridad. La experiencia lo
demuestra. Cuando el amor se enseñorea del corazón, se hace dueño del
entendimiento, y dispone en igual forma de los pensamientos del uno como de los
deseos y de las inclinaciones del otro. Siempre se piensa en lo que se ama, se piensa
mucho en lo que mucho se ama y el que ama ardientemente piensa de continuo en la
cosa amada. Establece el amor entre el corazón y el entendimiento una correspondencia
tan exacta que el medio seguro para conocer lo que uno ama es saber en lo que se
entretiene a pensar con más gusto y más frecuencia.
Con dificultad se aparta el pensamiento del objeto que nos atrae. La medida justa
de las afecciones
<2-271>
es la continuidad del pensamiento. Vis nosse quid amas, attende quid cogitas (In
ligno et via trac. de carit., c. 4. «¿Quieres conocer lo que amas? Considera lo que
piensas».), dice San Lorenzo Justiniano.
«¿No os parece —dice con mucha razón Ricardo de San Víctor en la admirable
explicación de los grados de la perfecta caridad— que el corazón está herido de veras
cuando la llama del amor divino penetra hasta la medula del alma, se apodera de todo
su ser, ocupa de tal modo sus pensamientos y los une tan estrechamente con el amado
que no le puede olvidar, ni pensar en otra cosa? Hable de lo que quiera o haga lo que le
parezca, siempre le tiene presente delante de los ojos de su alma, en su imaginación
tiene grabada su imagen y de tal manera le tiene presente en su memoria que, aunque
de todo se olvide, nunca se olvida del amado. De día y de noche, en vela o soñando, en
él se ocupa solamente, porque de él está como empapado» (De gradibus violentae
charitatis, c. 4).
Y como el tener fijo y continuo el pensamiento en Dios es efecto de fervorosa
caridad, midamos la de La Salle por el cuidado, y si se puede hablar así, por la pasión
que tuvo de ocuparse sólo en Dios. De ahí tomaba origen la afición grandísima que
sentía a la soledad y al silencio.
los momentos para hablarle. Jamás salía sino por necesidad; y el sentimiento que
tenía de volver a aparecer en el mundo, hacía sus visitas semejantes a las de esas aves
de paso que con dificultad se posan en tierra y que sólo se paran un momento. Si
llegaban a sorprenderle sus amigos y podían hablar con él, le tildaban de agreste y
salvaje; pero todo era en vano, pues ni por sus reproches se hacía más familiar ni
complaciente en esto, ni dejaba de sentir vivos deseos de no volver a verlos cuando se
libraba de su visita.
Así pasó los años que corrieron desde el establecimiento de su Instituto en la
ciudad donde nació hasta su salida para la capital del reino. Retirado en Reims como
en una caverna, vivía allí como anacoreta, y tanto cuidado ponía en huir, en la ciudad,
de la compañía de los hombres, como Arsenio lo tenía en su desierto; porque para
pensar únicamente en el Criador no hay que pensar en las criaturas, y el medio de no
pensar en los hombres es el no verlos. Si, a pesar suyo, los hombres venían a
interrumpir su trato con Dios, buscaba en la casa los lugares más retirados para
ocultarse a su vista, y allí sabía esconderse tan bien y tanto tiempo que no le podían
hallar o sólo después de mucho buscarle. No era, más familiar con sus discípulos,
pues fuera de los ejercicios comunes, que regulaba y animaba con su presencia, fuera
de los oficios de caridad que había de ejercitar con ellos, se volvía a sí mismo y a
Dios, entrando de nuevo en el aposento que había escogido para sí, en donde no
habría cabido cómodamente otro compañero con él, y aun él mismo no tenía lugar
más que para arrodillarse.
En París, como en Reims, se manifestó siempre igual, solitario y apasionado por el
retiro. La casa de Vaugirard era, tanto para él como para sus discípulos, lugar de
silencio perpetuo, donde no era permitido abrir la boca sino para alabar a Dios.
Aunque entonces reuniese en su persona los oficios de procurador,
<2-272>
de ecónomo, de superior y de confesor, no por eso estaba menos solo ni andaba
menos recogido, pues la extrema pobreza de la casa le ponía al abrigo de los cuidados
del gobierno doméstico, de la inquietud por la hacienda y de la distracción en los
negocios.
La casa grande, adonde pasó desde la de Vaugirard con su comunidad, no les hizo
perder ni a él ni a sus discípulos el espíritu de recogimiento. La proximidad en que se
encontraba de París no facilitó ni las salidas ni las visitas. Todo su cuidado, allí como
en otras partes, fue el vivir sólo con Dios. El temor que tenía de perder el gusto a la
soledad le llevaba a hacer frecuentes y largos retiros. Los hacía en su casa o con los
Padres Carmelitas descalzos, ya solo, ya con los Hermanos. Eran por lo común de
diez días, a menudo de quince, algunas veces de un mes y más; pero jamás pudo
hartar tan cumplidamente su deseo y afición a la soledad como en la casa de San Yon,
por lo libremente que en ella podía vivir solo con Dios.
Allí, a la puerta de una de las populosas y mayores ciudades del reino, en donde el
comercio atrae a toda clase de extranjeros, vivía oculto y desconocido, como san
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 107
Benito en su gruta. Si tenía que ir a Ruán, encontraba con qué desquitarse de los
atractivos de su querida soledad con los desprecios que no escatimaban a sus
Hermanos y en los cuales le cabía buena parte. Además tenía trato con muy poca
gente, y sólo era conocido de las personas que le habían visto en la compañía de
algunos Hermanos. De modo que las visitas no le importunaban en San Yon, casi
nadie le iba a distraer ni a interrumpir su unión con Dios. Concentrado en su
noviciado y ocupado en la dirección de los novicios, no concluía los actos de éstos
sino para ir a empezar otros en su pobre celda o en la capilla delante del Santísimo.
Solamente la caridad, por la cual sabía dejar a Dios por Dios, tenía poder con él para
sacarle del retiro de su celda y le hacía pasar del silencio y del sosiego al ejercicio de
las obras de misericordia, ocupándole ahora con los enfermos y luego con los presos,
unas veces con los jóvenes pensionistas y otras con los Hermanos.
Cuando la obediencia o algún negocio le arrancaba de su soledad de San Yon, no
era para él pequeña mortificación, y sólo su sumisión al mandato de Dios y la
seguridad de encontrarle en todas partes podían consolarle; esto no impedía que
hiciese de su parte cuanto podía por despachar cuanto antes los negocios que le
habían sacado de su reposo, a fin de encontrarse libre y volver cuanto antes a su
amada soledad. Si alguna causa racional le tenía mucho tiempo ausente de su retiro,
suplía las ventajas de una soledad continua con frecuentes retiros de varios días, en
los cuales procuraba remediar el daño que la distracción de los negocios había podido
causar a su recogimiento y a sus conversaciones con Dios.
Poco faltó para que se dejase llevar de la inclinación vehemente que sentía de
separarse enteramente del mundo, cuando se vio en la gran Cartuja, a donde su
permanencia en Grenoble, que está muy cerca, le había convidado a ir. A la vista de
ese célebre monasterio, santificado desde hace siete siglos por la permanencia y santa
vida de tantos solitarios, le fue difícil resistir a la suave inclinación, que le llevaba a
quedarse en ella.
Durante el tiempo que el señor de La Salle permaneció en ese célebre monasterio,
se puede decir de él lo que san Lucas refiere de san Pablo con respecto a la estancia
que este santo Apóstol hizo en Atenas: Su espíritu le agitaba (Hch 17, 16), y no le
permitía descanso sino en aquel centro del silencio. Al presenciar el recogimiento
de los cartujos no podía contenerse, sino que se sentía poseído de santa envidia y de
vivos deseos de imitar su género de vida para aumentar de este modo con su persona
el número de ellos. Solamente el temor de que su inclinación no estuviese conforme
con la voluntad de Dios, pudo detenerle de llevar a efecto su propósito. Como deseaba
vivamente acertar,
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no paró hasta conocer si su piadosa inclinación se veía autorizada por el cielo o si la
aprobaban las personas santas e iluminadas de Dios con celestiales ilustraciones; mas
desistió al momento de su propósito cuando la célebre sor Luisa le aseguró no ser ésa
la voluntad de Dios, sino que siguiese gobernando su Instituto, el cual continuaría
108 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
siendo para él fuente perenne de penas y de cruces hasta la muerte. Escuchó su voz,
considerándola como venida del Espíritu Santo, e hizo a Dios el sacrificio de una
afición que parecía prometerle el maná a su entrada en el desierto.
Por otra parte, pudo quedar bastante satisfecho con el prolongado retiro que hizo en
la montaña de sor Luisa, de donde volvió, cual nuevo Moisés, lleno de luces y con
fervor extraordinario, a la pobre casa de los Hermanos de Grenoble. El mismo Dios
pareció como que quería indemnizar a su siervo del sacrificio que le hizo de su
inclinación a la soledad conduciéndole, después de su vuelta de Provenza, desde París
a San Yon, y dejándole plena libertad de aprovechar esa ocasión para dimitir del
cargo de superior y renunciar a todo cuidado que no fuese el de su perfección.
El viaje que le mandó hacer la obediencia a París por ese mismo tiempo para recibir
el legado que le habían otorgado, y disponer de él a favor de su comunidad, no
interrumpió su soledad; lo que hizo fue cambiarla, haciéndola pasar de San Yon a la
del seminario de San Nicolás del Chardonnet, donde se hizo invisible a sus propios
discípulos y permaneció oculto como el polluelo de la golondrina en su nido. Ya
regresado a San Yon, su soledad aumentó más que nunca, y durante los dos años que
allí permaneció, hasta su muerte, tuvo la satisfacción que deseaba de no tener más
trato que con Dios.
Su afición a la vida oculta correspondía a la que tenía por la soledad. Era difícil
distinguir en qué ponía más cuidado, si en huir de la vista de los hombres o en
desaparecer de su memoria. Aborrecía de corazón la honra, y las muestras de aprecio
y distinción le eran insoportables. Sólo aparecía de buena gana donde le esperaban
desprecios, allí donde le pisoteaban y donde le trataban como la escoria del mundo.
En ninguna otra parte se presentaba como no le llamase alguna absoluta necesidad o
algún deber de caridad o de cortesía indispensable. En vez de introducirse e ir a visitar
a los prelados y a los grandes del mundo, según parecía exigirlo el interés de su
Instituto, evitaba las ocasiones, aun al girar la visita de sus establecimientos.
Al entrar en una ciudad, íbase derecho a la casa de los Hermanos, y salía de ella
después de una estancia más o menos larga, según el número y la importancia de los
negocios, tan ignorado como a su llegada, sin haber hablado a ningún extraño, fuera
de los casos de necesidad.
En uno de los viajes que hizo entró en un monasterio de religiosas para celebrar;
mas como siempre ponía particular cuidado en no darse a conocer, la sacristana, que
ignoraba quién era, le exigió las licencias. Quedó sorprendido el Hermano que le
acompañaba y que había entrado en la sacristía a disponer los ornamentos —mientras
Juan B. de La Salle se preparaba delante del Santísimo Sacramento— de la exigencia
de la religiosa y fue a darle la respuesta. Éste contestó con su acostumbrada
mansedumbre: Bendito sea Dios; no acostumbro a llevarlas conmigo. Pues, señor
—le contestó el Hermano—, no podrá usted celebrar. Alabado sea Dios, contestó de
nuevo el siervo de Dios. Para desquitarse de mortificación tan sensible, pues el dejar
de celebrar un solo día era para él durísimo sacrificio, continuó
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 109
<2-274>
su oración. No obstante esto, satisfecho Dios con la pasada humillación, dispuso en
su sabia Providencia que tuviese el consuelo de ofrecer el Santo Sacrificio. Entró
entonces en la iglesia el capellán del monasterio, que le conocía, y contó luego a la
religiosa sacristana que aquel humilde sacerdote era un santo y grande amigo del
obispo de la diócesis, con lo cual la sacristana, avergonzada, le dio entera satisfacción,
y para desagraviarle le puso para celebrar magníficos ornamentos.
Parece que Dios se complacía en favorecer el espíritu de recogimiento de su siervo
y su amor a la vida oculta con las contradicciones y persecuciones con que permitía
que el mundo le abrumase. En efecto, disgustado el santo varón de no ver en el mundo
más que contradicciones en las obras de Dios y de sufrir de su parte vejaciones
indecibles, si tenía que tratar con él, lo hacía con grandísimo sentimiento y como se
tratan dos enemigos irreconciliables cuando por precisión se han de hablar, con
repugnancia, con fastidio y de prisa. Ésa es la explicación que daba él mismo de su
conducta a los que le echaban en cara el que se hiciera invisible al mundo: ¿Qué
queréis que vaya a hacer en él —contestaba— si constantemente me están armando
lazos? Por la misma razón se ocultaba a menudo en París a la vista de sus propios
discípulos, que no sabían dónde estaba, ni qué había sido de él. Cuando le reprendían
por ello y le preguntaban por qué se ausentaba así de su propia familia, de hijos a
quienes dejaba huérfanos e inquietos por su ausencia, contestaba que la necesidad y la
caridad le obligaban a ello: la necesidad, porque le hacía falta un tiempo de
recogimiento y de retiro para reparar la debilidad del hombre interior; la caridad, para
no atraer a los Hermanos disturbios, disgustos y negocios desagradables. Éste era
también su modo de portarse cuando la persecución pesaba sobre él. Si alguno
demostraba sorpresa, he aquí de qué modo sabía exponer los motivos de su conducta:
Me oculto por dos motivos: el primero, para llorar mis pecados, que me acarrearon
esa persecución; el segundo, para pedir a Dios por mis perseguidores y quitarles con
mi ausencia el objeto cuya presencia ocasiona sus faltas.
Mas como esos frecuentes eclipses del santo Fundador sucedidos en París y en
otras partes encontrasen las mismas causas en Provenza, a donde se había retirado, le
obligaron también a ocultarse allí para sustraerse a la persecución de sus enemigos,
haciéndose invisible a sus ojos; pero el demonio, que era su mayor enemigo y que
sublevaba a todos los demás, supo encontrarle y obligarle a buscar lugar más
desconocido, si quería vivir en reposo. Lo halló, en efecto, en una ermita, cerca de
San Maximino, en donde como saborease el dulce placer de no tener ya que tratar con
los hombres y de ocuparse sólo con Dios, sintiose tentado de quedarse en ella y a
pasar allí lo que le quedase de vida. Es de creer que habría sucumbido a tentación tan
conforme a su amor por la vida oculta si los Hermanos, que luego descubrieron su
retiro, no le hubiesen obligado a volver para seguir con su familia desolada.
Algún tiempo después, conducido por la Providencia a la soledad de Parmenia,
acometiole de nuevo la tentación de ceder a sus inclinaciones al retiro; pero encontró
obstáculo invencible en la oposición de sus discípulos. No tuvo por esto de qué
110 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
arrepentirse, sino motivo de alegría, como ya dije antes, pues llegado a San Yon para
acabar allí sus días, pudo dimitir del cargo de superior, con lo cual se vio libre de toda
otra ocupación que no fuese oración continua y anticipar sobre la tierra la unión con
Dios que había de ir a consumar muy pronto en el cielo. Allí descansaba en Dios
como en su centro, de modo que no podía sufrir la más mínima distracción que le
apartase de Él, sin padecer desoladora violencia; y cuando le instaban a que volviese a
tomar alguna
<2-275>
de las ocupaciones que había dejado, contestaba con gracia: El que no es nada, nada
tiene que decir y no tiene que ocuparse en nada. Me parece —añadía— que lo que
más me conviene es el retiro, el anonadamiento, el olvido del mundo por parte de él y
por mi parte y el entregarme a Dios; eso es a lo que debo atenerme. Según él, las
ocupaciones que había tenido hasta entonces habían turbado su interior, y necesitaba
el tiempo que le quedaba hasta la muerte para reparar esa falta, añadiendo que, pues
Dios se lo daba, había de aprovecharlo. «Tengo una idea muy arraigada —escribía un
día al Hermano Bartolomé, a quien daba cuenta de su interior, como a superior suyo,
después que le hubo hecho elegir—. Una idea me domina, y es que como hace tanto
tiempo he dedicado tan breve espacio a la oración, creo que me conviene emplear en
ella mucho tiempo para conocer la voluntad de Dios en las cosas que debo hacer. Por
ahora lo que más me conviene pedir en ella es que me dé a conocer lo que de mí quiere
Dios, y que me conceda la gracia de estar dispuesto siempre para hacer lo que de mí
exija su santísima voluntad».
No se contentaba con amar la vida oculta, sino que hacía lo posible para inspirar a
los demás la misma afición, y exhortaba particularmente a sus Hermanos a que tan
pronto como se hubiesen desentendido de sus ocupaciones exteriores, volviesen a
entrar prontamente en su soledad, esto es, en sí mismos, a fin de reparar los daños que
la disipación hubiese podido ocasionar a su virtud. Apreciaba enormemente a los que
se portaban de este modo, porque manifestaban —decía él— tener amor a Dios y
deseo de su propia perfección. Quería que apreciasen mucho la gracia que Dios les
había hecho con haberles sacado del tráfago y de los peligros a que viven expuestos
continuamente los hombres en el mundo. Se sorprendía de encontrar algunos
Hermanos con poca afición a vida tan retirada, a la que llamaban tormento continuo;
llegó cierto día a castigar a uno que no debía tener en tanta estima ese espíritu de
recogimiento, por lo cual se compadecía mucho de los novicios porque estaban tan
retirados; el castigo que le impuso fue vivir algunos meses con aquellos cuyo
infortunio deploraba, a fin de aprender de ellos a amar lo que él miraba como un
género de suplicio.
Nada le parecía tan útil para la salvación como el amor al retiro; esto es lo que
procuró dar a entender a una de sus sobrinas, que le había suplicado se sirviese
presenciar su profesión religiosa, al exponerle con sencillez las razones que se lo
impedían. «Querida sobrina —le dijo por escrito—, había contestado a la carta con
que me honraste el día de la Ascensión, pero como no pudo llegar a tus manos te
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 111
inútiles, que causan destrozo espiritual tanto más funesto, cuanto menos conocido
es». Por ese motivo añade que el silencio exterior debe ir acompañado del silencio
interior, olvidándose de lo criado para acordarse de Dios y de su santa presencia, pues
ésta ha de ser la ocupación interior del alma. Ése es, en efecto, el mejor silencio, y este
último es el que ha de producir el primero y darle los límites que le convienen para
conseguir excelentes frutos. Esa clase de silencio —escribe el señor de La Salle a una
persona piadosa— ha de ser la herencia del alma verdaderamente solitaria y separada
del amor al mundo; debe permanecer en reposo y callada porque es un medio de
elevarse sin cesar sobre sí misma, y nada hay más peligroso para ella como dejarse
arrancar de esa conversación divina para rebajarse a hablar con los hombres». «Es
tiempo — dice en otra carta a la misma persona— de hablar poco y obrar mucho. Sea
todo su estudio mucho silencio, mucha humildad y mucha oración, pues eso es lo que
Dios quiere de usted: por eso debe pensar poco, desear y saber poco, ése es el medio
de vivir contenta».
Da después a la misma persona, para la guarda del silencio, los siguientes avisos:
«El silencio es virtud muy útil y necesaria para adorar a Dios, para servirle en espíritu
y en verdad, para resistir a las tentaciones y para preservarse
<2-277>
de pecados. Es preciso aprender a callar, a disimular y a hablar bien cuando la
necesidad lo pide, y para no propasarse en este punto procure observar bien las reglas
siguientes:
1. No hable fuera de los recreos, sin mucha necesidad; y en el tiempo mismo de los
recreos, hable poco: su estado presente pide sea fiel en esto, y no debe decir una sola
palabra sobre lo que pasa, pero no olvide que su silencio no debe ser altanero.
2. Cuide bien de no justificarse en nada; confiese al contrario su culpa, pero sin decir
mentira alguna, y guarde silencio en todo, cuando no pueda hablar sin justificarse.
Nada veo en usted que le dé lugar a hacerlo.
3. Jamás hable de los negocios de la casa, ni de lo que crea se haga en ella contra el
buen orden; en este caso se contentará con encomendarlo a Dios, y cuando se hable de
negocios y cosas indiferentes, jamás diga su parecer, y eso en vista de su escaso
entendimiento.
4. Permanezca siempre callada en las ligeras contrariedades que los demás le
ocasionen, y Dios solo sea testigo de su inocencia.
5. Por fin, si después de haber sido reservada dice luego lo que le costó trabajo
guardar, y si habla hasta de las gracias que Dios le hubiere concedido, perderá el fruto
de su silencio y deberá imponerse una penitencia».
Éstas son las reglas santas que daba a esa persona para no pecar de palabra. Son las
mismas que dio a sus Hermanos y que observan aún con mucho cuidado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 113
I. Segunda señal del grande amor de Dios del santo: su espíritu de oración
Si el amor divino, celoso del corazón del hombre, le lleva al apartamiento de las
criaturas y le enseña a labrarse en su interior la soledad, es para que en ella encuentre
con más seguridad a Dios y se una a él con más facilidad. Huir del trato con los
hombres para vivir con más libertad, o para entretenerse con sus propios
pensamientos, o para entregarse a la inacción o a ocupaciones agradables, es cultivar
el retiro sin ningún mérito, como filósofo o misántropo, por amor propio, por pasión o
capricho. Alejarse del mundo por no poder granjearse la estima de los hombres, por
no poder figurar a gusto, ni presentarse en él sin desagradarle, es eludir su trato por
tristeza, despecho o desesperación. Retraerse de las compañías por aburrimiento,
interés o melancolía, es mal humor. Sólo, pues, la caridad da mérito al retiro y
santifica el divorcio con el mundo. Si ese instinto celestial le lleva a la soledad,
solamente es con la mira de remplazar la ausencia de las criaturas con la presencia del
Criador. Los que aman desean con ardor ver los objetos de su amor, escucharlos y
conversar con ellos. Su ausencia los aburre, los aflige y les hace sufrir. La presencia
del objeto amado les encanta, y le esperan con tanta impaciencia cuanto es el amor
que le profesan.
Eso es lo que producía en los santos el deseo insaciable de la oración. Cuanto más
pura y ardiente era su caridad, más viva y violenta era la pasión que los llevaba a la
conversación con Dios. El espíritu de oración aumenta o disminuye según aumenta o
disminuye la caridad. La oración de los primeros cristianos, cortados según el modelo
de los Apóstoles, era casi continua porque su fervor era grande. Si el espíritu de
oración está hoy casi apagado, hay que atribuirlo a la disminución de la caridad que
ya había anunciado Jesucristo.
<2-278>
El amor de Dios, al mismo tiempo que produce vivo deseo de poseerle, inspira afición
a la oración, con la cual en la tierra nos consolamos de la ausencia de Dios pensando
siempre en Él.
De modo que la oración es a la vez elemento, alimento y centro de las almas puras
que buscan en ella su descanso, su vida, su sostén. No pueden resolverse a dejar a
Dios como no sea por Dios, y de las obras de caridad más excelentes vuelven a la
oración con la avidez con que vuelve el pez a zambullirse en el agua, su elemento. El
santo autor de la Imitación, hablando de los antiguos solitarios, dice que las horas y
los días se les hacían cortos, y la dulzura de la oración les privaba del sentimiento de
las necesidades corporales. Es verdad —añade— que vivían alejados del mundo,
pero estaban bien pagados de esa ausencia por su familiaridad con Dios y con la
abundancia de sus favores (Imit., L. I, c. 18).
114 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
San Antonio y muchos santos pasaban las noches de claro en claro en fervorosa
oración, con tan admirable suavidad, que el sol al ponerse los dejaba orando y les
sorprendía por la mañana, al salir, en el mismo dulcísimo ejercicio. ¿En qué se
ocupaban esos santos, enemigos del trato con los hombres y más apartados de ellos
que las fieras, con las cuales vivían en los bosques o en las cavernas de los montes?
Ocupábanse agradablemente en Dios y con Él conversaban de continuo, y tanto se
habían hecho a esto, que sentían verdadera necesidad de contemplar su hermosura
infinita. Eso dice san Agustín (L. de moribus Ecclesiasticis, c. 31, 32) en el panegírico
que de ellos hace. San Crisóstomo da de ellos este testimonio (Homil. 69-70, in Mat.
Homil. 44, in Epíst. I ad Timoth.). «Establecen —dice ese Padre— su morada en los
desiertos y sobre los montes, en donde toda su ocupación es conversar con Dios,
alabarle, bendecirle, amarle y rendirle acciones de gracias por sí y por los demás
hombres. Para eso se levantan de noche, y para hacerlo con más prontitud duermen
vestidos, y el sueño que toman es corto y ligero, porque el sumo respeto que tienen a
Dios les impide dormir sueño profundo». Tan admirable espíritu de oración no se
limitó a los primeros siglos, y no se ha encerrado en los desiertos ni en las soledades;
por la fe se abrió camino al través de los siglos; y en todos los tiempos y en todos los
lugares se han encontrado siempre fervientes cristianos de todas las edades, de todos
los estados y condiciones, que lo han cultivado con cuidado. Los santos hicieron de
ella el pan de cada día y el alma de sus ejercicios. Y tanto en ella como en lo demás, el
santo Fundador se esforzó en imitarlos.
Su vida fue de continua conversación con Dios. Al salir del seminario de San
Sulpicio ya era hombre de oración, y cultivó durante su vida ese ejercicio con
muchísimo cuidado, conforme había aprendido en aquella casa. A medida que iba
recibiendo las órdenes, acrecentaba la oración y los ejercicios de piedad. Para darles
más tiempo se hizo más amigo del retiro y más enemigo de las visitas (Imit., L I, c.
20). El curso de los estudios, que seguía entonces en la Universidad de Reims, no
entorpeció para nada sus ejercicios de devoción, ni enfrió el cuidado que tuvo
siempre en hacerlos bien. De modo que, según el consejo que el seráfico padre san
Francisco daba a sus hijos, el amor al estudio en nada perjudicó ni disminuyó su
afición a la oración. Conoció el secreto de hermanarlos tan bien que, en vez de
combatirse y destruirse, se daban la mano para impulsar a su alma por el camino de la
perfección. Estudiaba con espíritu de oración, y se daba a la oración con más afecto
cuando había estudiado bien. Y es que no buscaba más que la ciencia de los santos, y
el único fin de sus estudios era la gloria de Dios. Si el estudio distrae y apaga
insensiblemente el espíritu de piedad, es porque tiene por principio el amor propio y
por fin la vana gloria. El señor de La Salle, aunque adelantaba y crecía en el espíritu
de oración a medida que adelantaba en
<2-279>
las órdenes, cuando se vio elevado al diaconado, diose con particular fervor a la vida
interior y a ese mismo espíritu de oración. Como se hallaba cerca del término a donde
conducen las demás órdenes, dispuso en su corazón subidas, según la expresión del
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 115
Rey Profeta, para ascender al sacerdocio. Esas subidas o escalones fueron mayor
retiro, más profundo recogimiento, mayor asiduidad al coro y demás deberes que
tenía como canónigo, y más larga oración en casa.
Ordenado de sacerdote, diose desde luego a conocer como hombre dado del todo a
la vida interior, apartado del mundo, entregado del todo a Dios y diligente y
cuidadoso por guardar su alma con tal pureza de vida y continuo recogimiento que
estuviese dispuesto, en cada instante, para poder subir dignamente al altar santo.
Celebraba cada día el santo sacrificio de la misa y cada vez con mayor devoción y
piedad, y para poder hacerlo así alimentaba la devoción con el ejercicio de la oración
prolongada todo el día. Los ejercicios de piedad, mezclados con las obras de caridad,
ocupaban el espacio de tiempo que le dejaban libre su oficio de canónigo y el
ejercicio del sagrado ministerio. Al verle así, siempre ocupado con Dios y por Dios, la
ciudad de Reims admiraba en ese joven sacerdote al ministro que a todos pareció
perfecto al salir de las manos del prelado que le había ordenado, y que demostraba
bien, por el modo con que asistía al coro y se presentaba en el altar, que no dejaba su
conversación con Dios aun cuando saliese de la iglesia. Desde entonces su
conversación empezó a no ser como la de los hombres comunes, sino como la de los
ángeles en el cielo o la de los varones perfectos en la tierra (Imit., L. IV, c. 5). Ése es
el plan de vida que traza en dos palabras el autor de la Imitación a todos los sacerdotes
de la nueva alianza y que nuestro Fundador siguió a la letra. Al ocultarse a las visitas y
a las conversaciones inútiles, se dio tan del todo al trato y conversación con Dios que
parecía absorto y a menudo arrebatado y como en éxtasis, sobre todo al volver del
altar.
Lleno del Espíritu Santo que había bajado sobre los apóstoles en el día de
Pentecostés, pareció decir con ellos: Por lo que a nosotros toca, nos aplicaremos a la
oración y al ministerio de la palabra (Hch 6) He aquí el patrimonio de la vida de un
sacerdote: la oración y el ejercicio del ministerio. Y como quiera que en esto se
ocuparon los apóstoles desde la fundación de la Iglesia, los sacerdotes que se dedican
a otras cosas y truecan por otras estas ocupaciones propias suyas, degeneran de la
virtud de sus padres y maestros y pierden el espíritu de su vocación. Somos cristianos
para nosotros —decía San Agustín a su pueblo— y sacerdotes para vosotros. De
modo que tenemos obligación de trabajar para salvarnos a nosotros y a vosotros.
En vano seríamos santos si no os fuésemos útiles, y vanamente os seríamos utiles si
no lo fuéramos para nosotros mismos. Pero el medio seguro y casi único de
santificarse y santificar a los demás es el espíritu de oración. Sin él, el ministerio no
santifica ni al ministro ni a los fieles. Sin él, el ministro permanece árido como árbol
cargado de hojas pero sin fruto. Sin ese espíritu de oración podrá hacerse mucho
ruido, pero se producirá poco fruto.
El sacerdote que se dedica exclusivamente a la oración descuidando el ejercicio del
ministerio será puro contemplativo, por no decir piadoso holgazán. Está entonces
expuesta su virtud a reducirse a un simple discurso o ejercicio del entendimiento, es
fácil que se entretenga en la oración en discurrir y aprender; de temer es que se llame
116 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
virtuoso y dado a la oración, y no sepa más que la teoría de la una y de la otra, sin tener
la práctica. Pero si al ejercicio del ministerio no precede, acompaña y sigue la
oración, hará del ministro un disipado, derramado a lo exterior, sin unción, que se ve
privado de muchas gracias. Posible es que esté trabajando y sudando sin allegar nada,
y que a la hora de la muerte se vea precisado a decir a Jesucristo con los apóstoles:
Toda la noche hemos estado fatigándonos y nada hemos cogido. El santo Fundador
supo unir tan bien el hábito de la oración con la práctica del ministerio,
<2-280>
que fue al mismo tiempo uno de los hombres más recogidos y asiduos a la oración, y
uno de los sacerdotes más activos y celosos que se hayan visto en su tiempo.
cuidados. El beber, el comer, el vestir y las demás cosas que sirven al mantenimiento
del cuerpo éranle verdadera carga. El mismo uso que hacía de ellos servía para
fomentar su trato con Dios, alimentando su espíritu de penitencia y de mortificación.
En otra ocasión el mismo Hermano sorprendió otra vez al santo varón en una de
esas
<2-283>
oraciones que ocupaban toda la noche. «Sucedióme —dice este Hermano— necesitar
cierto día muy temprano las llaves de la casa, y como el Superior no había dormido en
el dormitorio común, fui por ellas a su cuarto. Llamé, y no me respondió; vínome
entonces curiosidad de mirar por el agujero de la cerradura y vi, por un lado, el
reclinatorio tirado por el suelo, y por otro, a él tendido en tierra dormido, vencido sin
duda por el sueño. El Hermano Lázaro, que había de salir conmigo, le vio también en
aquel estado. Le habríamos dejado si la necesidad de salir cuanto antes no nos hubiese
obligado al llamar más recio. Despertado entonces por el ruido, se puso en pie,
levantó el reclinatorio y nos abrió, haciendo como que se levantaba de la cama, sin
dar ninguna señal de que no se había acostado ni sospechar que lo supiéramos. Por
nuestra parte, no tuvimos menos cuidado de ocultarle el estado en que le habíamos
visto, pues si hubiésemos llegado a decírselo le habría sabido mal. Con todo, no
pudimos contener la sonrisa uno y otro al mirarnos, muy contentos ambos al ver que
no se había incomodado».
El siervo de Dios era tan amigo de la oración que cualquier lugar le venía bien para
atender a ella, incluso las mismas calles de París. Fuera, lo mismo que en casa, en las
plazas públicas, como a los pies del crucifijo, su semblante retrataba al hombre
recogido, y que no pensaba más que en Dios. El rosario era la oración ordinaria que
rezaba al ir por la ciudad, y quería que sus discípulos, a imitación suya, se impusiesen
la obligación de orar en todas partes y de andar con el rosario en la mano, los ojos
bajos, el corazón en el cielo, como san Félix de Cantalicio, capuchino. Al encontrarse
cierto día por París con el Hermano ecónomo, que al ir a buscar provisiones parecía
no llevar el pensamiento recogido en Dios, le preguntó dónde tenía el rosario,
mostrándole él el suyo que llevaba en la mano. Lo rezaba siempre y andaba con tanta
modestia y recogimiento, que admiraba a los que le encontraban.
En lo que interesaba al bien del Instituto, asociaba los Hermanos a sus oraciones:
mandaba oración continua, que empezaba para ellos con el día y que para él no
concluía con la llegada de la noche. Dos Hermanos, de rodillas ante el altar, pedían a
Dios misericordia, en nombre del Instituto; y relevándose los unos a los otros, aun
durante la hora de la comida y del recreo, hacían a Dios suave violencia, suplicándole
les fuese propicio y desarmase a sus enemigos. Ese concierto de oraciones
extraordinarias duraba a veces ocho días enteros, y se repetía a menudo, porque
furiosas tempestades amenazaban a menudo esa frágil navecilla con próximo
naufragio.
Cuando más adelante los negocios y los cuidados multiplicados hurtaban al siervo
de Dios el tiempo ordinario que consagraba a la oración de cada día, lo suplía durante
la noche con puntualidad, y se resarcía no pocas veces con usura de estas pérdidas del
alma, a expensas del sueño, llegando a pasar la noche entera en conversación con
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 121
Dios. He aquí el testimonio que dio en este sentido un piadoso canónigo que vivió
algún tiempo con él. «Mientras practicaba —dice— unos ejercicios bajo la dirección
del siervo de Dios, que vivía con los Hermanos en la calle de la Princesa, en París,
tenía mi habitación más allá del oratorio; tuve necesidad de levantarme por la noche,
y al pasar por delante del oratorio encontré al santo varón postrado en tierra, y no
dudo que habría pasado en él toda la noche. Le dejé cierto día a las seis de la tarde de
rodillas junto a su mesa, y le encontré en la misma postura y en el mismo sitio a las
cuatro de la mañana, al día siguiente».
<2-284>
No fue este canónigo ni el primero ni el último testigo de tan larga oración. Además
de los antiguos Hermanos, otras varias personas aseguraron haberle visto pasar
noches enteras en oración. El medio de que se valía para ocultarlo era irse a tomar el
descanso cuando para la comunidad se acercaba el momento de levantarse; aparecía
entonces con los demás a toque de campana a la oración en común, persuadido de que
los Hermanos que se levantaban entonces de la cama creerían que también él venía de
dormir.
salir del miedo sacó al santo sacerdote de su arrobamiento, tirándole del manteo. No
podía agradar tan intempestivo servicio a quien parecía gustar algo de las delicias del
lugar que estaba contemplando con la vista, así es que reprendió al importuno
diciéndole: Os había dicho que fueseis siempre adelante. Este pobre Hermano, en
lugar de aprovecharse de hecho tan edificante, quedó tan asustado del arrobamiento
que presenció, que se separó del Fundador para siempre, al dejar su vocación. El
santo varón supo que quería casarse; le escribió para disuadirle de ello y le aseguró
que Dios no bendeciría su matrimonio. No se aprovechó de este consejo, pero tuvo
tiempo de arrepentirse y hacer penitencia; porque su mujer se quedó ciega y varios de
sus hijos nacieron con enfermedades o las contrajeron más tarde, como lo manifestó
el infortunado padre al señor obispo de Boloña, a quien mostró las cartas del siervo de
Dios.
oración pasiva, pues es hasta imposible. 4.° No se deben buscar ni desear las
oraciones sublimes porque no constituyen la verdadera virtud y hasta pueden estar
separadas de ella. Es decir, que es muy posible que alguien se crea levantado a esa alta
oración, sin ser por eso virtuoso, y que puede uno ser perfecto careciendo de ella,
como lo demuestra el ejemplo de infinidad de santos. 5.° El apóstol san Pablo nos
enseñó, en términos claros, a no hacer tanto caso de los dones extraordinarios, que
pueden estar separados de la caridad, fuera de la cual jamás se encuentra la
perfección. 6.° Es fácil equivocarse en materia de oración y ser sorprendido por el
ángel de las tinieblas, que se transforma en ángel de luz y remeda las operaciones de
Dios; pero no es fácil errar siguiendo el método de oración ordinaria y ejercitándose
en la práctica del desprendimiento de sí mismo, de la mortificación, de la obediencia
y de la humillación. 7.° Muchos pierden el tiempo en la oración y permanecen en ella
ociosos y flojos, en especulaciones huecas y abstractas, que ellos creen
contemplaciones, y en flojedad indolente, que toman por quietud y descanso en
Dios». De donde sacaba él como legítima consecuencia que la oración a que los
Hermanos habían de dedicarse es la oración de afectos, la oración común y metódica,
que se hace con actos, con reflexiones, con exámenes, y que termina con buenas
resoluciones porque esa oración es segura; es la que nos enseñaron y practicaron los
santos y la que ha sido autorizada en la Iglesia en todos los tiempos. Les exhortaba, en
consecuencia, a guardarse muy bien de la indolencia, de la flojedad y aún más de la
ociosidad e inacción, a la cual lleva la naturaleza en un ejercicio que tiene sus espinas,
y en el cual no se puede acertar sin mucha vigilancia y constancia.
«No es el descanso —les decía a menudo con energía— lo que habéis de buscar en
la oración, sino la luz para descubrir vuestras faltas, vuestros vicios, vuestras
pasiones; y fuerza y gracia para corregirlos. La oración a que os habéis de dedicar es
la purgativa. La unión con Dios es la recompensa de la pureza del corazón; la pureza
del corazón es el efecto de la perfecta mortificación, y la perfecta mortificación es el
término a que conduce la buena oración. Creed que la habéis hecho perfectamente
cuando salís de ella llenos de fervor y de deseo de practicar la virtud, de odio y
desprecio de vosotros mismos, de fuerzas para renunciaros a vosotros mismos. La
contemplación que no procede de ese principio y no vuelve a él es siempre
sospechosa, y por lo común es mera ilusión. La oración que no reforma las
costumbres es inútil, por sublime que parezca, puesto que el fin de la oración
<2-287>
es mejorar al que ora, esto es, hacerlo más recogido, más humilde, más paciente, más
obediente, más amante de la observancia, más manso y más mortificado. Cuando el
alma está bien purificada, está muy cerca de Dios: se une a Dios con toda facilidad,
Dios se une a ella con grandísima bondad. Esta unión es el fin último de la oración,
con tal que se llegue a él, de cualquier modo que sea. Puédese ir a él por vías
extraordinarias; ese camino parece ser el más hermoso, pero no el más seguro.
Puédese llegar a él corriendo y hasta volando con las alas de la oración común y de la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 125
práctica de las virtudes evangélicas; dicho camino es el más arduo, pero el más recto y
seguro».
Conformándose con esos grandes y sólidos principios, el sabio superior ponía
especial cuidado en formar a sus novicios en el ejercicio de la santa oración y en
instruirlos en el método de hacerla bien. Gustaba de explicársela muy menudamente,
y pensó que sería hacerles favor necesario el componer un librito sobre ella y de
hacerlo imprimir para su uso.
<2-288>
¡Ay, Hermano mío, ella es el sostén del alma, y parece que la quiere descuidar! Si no
puede encontrar gusto en una cosa, discurra en otra; en tiempo de sequedad aplique el
método de reflexiones, humíllese delante de Dios en vista de sus defectos. La
disipación a la que se deja arrastrar es causa de la dificultad que tiene en aplicarse a la
oración; es la señal y el efecto del desarreglo de su interior; así es que le recomiendo
mucho que se vigile en evitar esa falta; estudie bien, sobre todo, el método de oración
que está en uso en el Instituto y sígalo. No me sorprende el que no siguiéndolo tenga
muchas dificultades en darse a la oración; ahora tiene medio de tratar con Dios, de
entrar a menudo dentro de sí mismo; hágalo, se lo suplico».
generales, sino tomadlas siempre particulares, y poned los medios propios para
cumplirlas». Si este hombre de oración estaba verdaderamente persuadido de la
necesidad de la oración mental, no estaba menos convencido del peligro en que están
los que se dedican a ella de dar tremendas caídas, si no vigilan sobre sí mismos y si no
se mantienen siempre en la humildad; y para exhortarles a esa vigilancia concluía con
estas palabras:
<2-289>
«Cuando conversáis con Dios en la oración, o pensáis en Él, echad siempre sobre
vuestra vileza e indignidad infinita una mirada que os mantenga en profundo respeto
y anonadamiento delante de Dios».
No se manifestó menos su afición a la oración mental en los cuidados que tuvo de
encaminar en ella a todos los que se dirigían a él, que en las instrucciones que dejó a
sus Hermanos. He aquí en qué forma habla a una religiosa que le había suplicado por
carta se sirviese señalarle el camino que debía seguir en tan santo ejercicio para no
desanimarse en las varias penas que la acometían:
«1.° Sea la oración mental para usted —le decía— frecuente ejercicio, y en sus
sequedades acuda a ella por consuelo, porque en ella se encuentra a Dios con más
pureza; permanezca en ella con fe y constancia en las sequedades y oscuridades,
aunque sea sin gusto, que no es malo este estado, antes es muy bueno y apto para
santificarse.
2.° La oración, hecha en la forma que le he dicho, la conducirá en poco tiempo y
sin más diligencia a la presencia de Dios.
3.° La oración es preferible a todo. Después de su Oficio divino, debe ser ella para
usted punto esencial de regla.
4.° La oración de padecimiento vale más que cualquiera otra, y, cuando Dios la
ponga en ella, debe considerarla como dicha muy grande para usted. No tome libro
por ese tiempo, no hace falta.
5.° No se asuste por verse privada de Dios ni por las sequedades en la oración,
usted es la única causa de ello; renúnciese a sí misma, hágase violencia, sea fiel a lo
que la gracia le pide, y por indigna que sea de las caricias y de los favores del Esposo
de las almas, la colmará de ellas.
6.° Sea tanto más fiel a la oración cuanto más sienta por un lado, en lo íntimo de su
alma, que Dios la lleva a ella, y por otro, que el demonio pone todo el empeño posible
en desviarla de la misma.
7.° La oración debe ser su principal apoyo, no la deje nunca, a no ser que esté
enferma. Ella disipará las tinieblas y la ignorancia de su mente. Mire las cosas con la
lumbre de la fe; bástele estar en la presencia de Dios, que aun esto es demasiado para
usted; no se pare en los gustos sensibles; antes bien, témalos y no se fíe de ellos.
128 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
8.° Su oración, según la hace, es buena, siga con ella. Dios se encuentra en ella
y obra por usted, de modo que basta que renuncie alguna que otra vez con paz y
tranquilidad de corazón a todas las molestias y distracciones que siente en ello, y que
se entregue en lo demás a Nuestro Señor para que venga a vivir en usted y se haga
dueño de sus pasiones.
9.° Debe considerar el estado en que se encuentra en la oración como penitencia
que Dios le impone por sus pecados; no saldrá de él tan pronto, y es preciso que lo
sufra con paciencia y hasta con alegría; ¿acaso no le basta a una miserable criatura el
saber que está en la presencia de Dios? Esta reflexión convendría la hiciese de cuando
en cuando, bien sea entre día, bien sea durante la oración, para procurarse algo de
recogimiento interior y exterior.
10.° El estado en que, según me dice, está en la oración, no es ociosidad peligrosa,
como usted cree; con tal que tenga a Dios y vaya a Él, ¿qué cuidado le ha de dar de lo
demás? No necesita el Señor de sus esfuerzos. Es necesario evitar la ociosidad en la
oración, pero no conviene embrollarse con multitud de actos, basta que procure andar
en la presencia de Dios y con eso se da Dios por contento.
11.° En fin, una vez más acuda a la oración y persevere en ella delante de Dios en
estado
<2-290>
de anonadamiento y de desprendimiento de todo cuanto no es Dios. Pídale con
sencillez de corazón el medio de salir del estado de miseria en que se halla. Si no
puede hacer oración, dígale a Dios que no puede y permanezca tranquila; Él no la
obligará a lo imposible; o bien dígale como los Apóstoles: Señor, enséñame a orar, y
después quédese anonadada delante de Él como inútil para todo, y ésta será su
oración».
Finalmente, el espíritu de oración del siervo de Dios no estaba reducido al tiempo
que empleaba en dicho ejercicio: hacía oración en todo tiempo y lugar, y nada le
impedía orar. Tan familiar se le había hecho la presencia de Dios, que le mantenía en
recogimiento habitual y profundo, en singular modestia, en exacta regularidad y
en atención siempre nueva a santificar las menores acciones. Como vamos a verlo.
<2-292>
expresiones que el Espíritu Santo por sí mismo inspiró, dictó y consagró. Los
versículos de los salmos, tan llenos del fuego divino y tan propios para encender ese
fuego en los corazones, eran el lenguaje ordinario que usaba para conversar con Dios.
Le iba tan bien con ese método que hizo para su uso particular, y después para el de
sus discípulos, una colección de aspiraciones a Dios, entresacadas de los versículos
de los salmos y de los pasajes de la Sagrada Escritura más tiernos, para no decir a Dios
más que lo que el mismo Dios nos enseñó a decirle, y para que el Espíritu Santo, que
es el único que enseña a orar bien, fuese el único autor de su oración. Como que la
santa presencia de Dios le mantenía en todas partes con santo respeto, y hacía en su
mente y en su corazón las más vivas impresiones, creía que en los demás producía
estos mismos maravillosos efectos, y que como sus faltas procedían de olvido, sería
bastante recordarles que faltaban para que volviesen sobre sí y se corrigiesen de ellas.
Por eso solía decirles cuando faltaban en algo: ¿No teméis a Dios, no sabéis que os
está mirando? «Se conoce que su amor es muy tibio —escribía a uno de sus hijos—;
no lo extraño, puesto que, según dice, raras veces piensa en Dios. ¿De qué medio,
pues, quiere echar mano para adelantar en la virtud del santo amor, si no piensa en
Aquel que debe ser el objeto de nuestros pensamientos?».
volvió a la enfermería con la misma tranquilidad con que salió de ella, para doblar las
rodillas y levantar las manos al cielo, como se puede muy bien pensar, pues desde
aquel momento la violencia del fuego se aplacó, y el incendio causó pocos
desperfectos, lo cual se atribuyó a la oración del santo varón.
Hasta durante el sueño estaba ocupado con Dios, y se le oía a veces proferir estas
palabras: Dios mío, bien sabéis que no quiero más que a Vos. Este tan perfecto
recogimiento lo seguía también en los recreos; es verdad que el modo de hacerlos que
estableció en su Instituto es muy propio para conservarlo e
<2-293>
inspirarlo, y el que cumpla bien la Regla saldrá de ellos como de una conferencia
espiritual, con mayor fervor, con nueva fe y afecto a la presencia de Dios. El siervo de
Dios se encontraba, pues, tan libre en ese tiempo como en cualquier otro, para pensar
en Dios y alimentar su alma con el pan de vida que distribuía a sus discípulos.
Hablándoles de Dios con gracia y unción, se animaba a sí mismo; y al beber el
primero en la cisterna de las aguas celestiales que derramaba en las almas, parecía a
veces tan absorto en su conversación interior con Dios que se volvía sordo para todo
lo demás, y ni siquiera oía el ruido que se hacía a su alrededor, según lo prueba el
hecho siguiente.
actos y como el único objeto de sus deseos y de sus pensamientos. Para tener a sus
hijos continuamente alerta en este punto, acostumbraba a decirles a la menor falta que
les veía cometer: ¿Hace usted esto por Dios?
Nunca se cansaba de repetirles esta lección, ni tampoco la que el discípulo amado
tenía siempre en los labios: Hijitos míos, amaos unos a los otros. Y aun procuraba
grabar en su espíritu estos preceptos: Hermanos míos, no hagáis nada sino por Dios;
o bien: Reine su puro amor en vuestros corazones; sea Él siempre el principio de
todas vuestras intenciones y el centro de vuestros deseos. Haciéndolo todo por Dios y
sólo por Dios, llevaba a los otros a Dios y les hacía andar diligentes para ennoblecer
las acciones más insignificantes con el motivo puro de la gloria del Señor y del
cumplimiento de su santa voluntad, no cesando de repetirse estas palabras de san
Pablo: Todo cuanto hagáis y todo cuanto digáis, enderezadlo a Dios en nombre de
Jesucristo (Col 3, 17). Y éstas: Ya sea que comáis, ya sea que bebáis o hagáis
cualquiera otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1 Cor 10, 31).
«El amor del siervo de Dios era tan elevado y tan desinteresado —dice una persona
de mérito que le conoció bien— que no hablaba sino muy poco de las recompensas
que Dios prepara a los buenos, o de los castigos que están reservados a los que no le
hayan amado, creyendo que Dios tiene por sí mismo bastantes atractivos para ganar
nuestros corazones, sin usar de esos motivos que son menos puros y menos
agradables a su divina Majestad, pues hubiera deseado que todo el mundo amase a
Dios sin otra esperanza ni recompensa de ese amor que el mismo Dios. Si le oponían
que debía hablar más a menudo de los castigos y de los premios, para despertar a las
almas flojas y sacar a los tibios del estado peligroso en que vivían, respondía que no
creía él que hubiese entre los Hermanos muchos a quienes conviniese excitar al
servicio de Dios por esos motivos. Suponía, al contrario, que todos, a imitación suya,
querían andar por la senda del puro amor».
<2-296>
consideraba como enemigos de cualquiera de estas virtudes a los que desacreditaban
a las otras; y así lo que él deseaba era que, fomentando con cuidado los justos motivos
de espanto que imprime en el alma la consideración del pecado y de sus castigos, se
diese al amor de Dios el imperio y primacía que merece y se convirtiesen en provecho
de ese amor y se hiciesen servir para su mayor acrecentamiento las mismas amenazas
del Todopoderoso; porque como todas esas amenazas van encaminadas contra los
que no quieren amar a Dios, el hacer servir el temor de la justicia divina para
progresar en el amor de Dios es adivinar y cumplir mejor su voluntad.
El fervor con que el santo sacerdote hablaba del amor de Dios bastaba para
encender en los otros el deseo de amar. Y al repetir a sus hijos con tanta frecuencia y
con tanto fervor que no entregasen su corazón más que sólo a Dios, tenía el consuelo
de ver que no lo decía en balde, sino que sus palabras eran como centellas que
encendían en sus almas ese hermoso fuego que Jesucristo trajo a la tierra desde el
cielo y con el cual desea abrasar todos los corazones. Hermanos míos —les decía sin
cesar este celoso superior—, no deseéis sino a Dios, no busquéis más que a Dios,
llenaos del Espíritu de Dios. Esas vivas exhortaciones se grababan en el alma de sus
discípulos, y cuando les hablaba, sentían que se les ablandaba el corazón, como se
derrite la cera cuando se la pone junto al fuego. «Bastaba —dicen ellos— que
oyésemos las palabras que salían de su boca para excitarnos a Dios; y para trocar
nuestra flojedad en fervor. Los que estaban tentados y apenados no tenían más que
dirigirse a él para pedirle los avisos que creían serles útiles. Uno de ellos estuvo tan
tentado de salir del Instituto que ni siquiera quería descubrirle su tentación, y aun
evitaba con cuidado el topar con él, para que, como dijo después, no le estorbase la
salida con sus prudentes avisos; pero luego que le habló, cambió al momento su
proyecto y se disipó la tentación. Lo mismo sucedió a otros muchos. Para animar a los
que estaban poco dispuestos a dedicarse a la virtud, se valía ordinariamente de estas
palabras: ¿Acaso no merece Dios que se haga violencia por su amor? Y algunas
veces, abrazándolos con ternura, les decía: ¡Vamos!, ¿no quiere hacer eso por amor
de Dios?». Esto es lo que dicen muchos de los que han estado bajo su dirección.
Varias personas seglares confesaron también que les bastaba oírle hablar, para
sentirse animadas a hacer el bien con tanta afición como hastío experimentaban antes
para ello.
VIII. Como señal del amor de Dios, quería la práctica, las obras y los sacrificios
Además de esto, el amor de Dios que el santo varón quería inspirar a sus discípulos
no era amor imaginario, especulativo o sensible y dulce, era amor fuerte, generoso,
efectivo, amor práctico y de sacrificio, que no pone a la perfección ni límites ni
reservas y que siempre está pronto a conceder a Dios cuanto pide. Y como por esos
mismos principios le había gobernado a él la caridad, y se había hecho dueña de su
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 137
corazón, por ellos instruía a los demás a que se mostrasen dóciles a los movimientos
de la gracia y a que jamás dejasen de hacer lo que de ellos exigiese.
«Crea —escribía a cierta persona religiosa por él dirigida— que no adelantará en el
camino del amor a no ser que sea fiel en no cerrar su corazón a las inspiraciones de la
gracia. Sabe lo que dice el Espíritu Santo por boca del profeta: Si oyereis hoy su voz,
no endurezcáis vuestros corazones, pues sería el medio de alejarlo de usted, quizás
para siempre». «Bien sabe —dijo a uno de sus Hermanos— cuánto importa seguir las
inspiraciones que Dios le envía; son muy preciosas, y Dios tiene cifradas en ellas
ordinariamente sus gracias No pretende dárselas en balde: Él sabrá vengarse, si es
infiel a ellas. Son, pues, muy preciosas las inspiraciones que Dios nos da,
<2-297>
y no nos comunica sus gracias sino en proporción a lo fieles que somos en seguirlas.
«Tenga entendido —le dice a otro—, cuando tenga algo que hacer, que nadie es feliz
en este mundo sino cuando obra por Dios, por su amor y únicamente para agradarle.
Se conoce que su amor es muy insignificante, y no me sorprende, pues dice que
piensa raras veces en Dios. ¿Qué medio podemos tener para adelantar en la virtud del
Santo amor si no pensamos nunca en Aquel que debe ser siempre el objeto de
nuestros pensamientos? Sepa, pues, que mientras permanezca en ese estado, siempre
tendrá repugnancia a todas las virtudes. Ya sabe que no practica ninguna en las
sequedades que padece. Humíllese, pues, mucho delante de Dios; demuéstrele que
está tan contento como si experimentase gusto, y que es a Él a quien busca y no al
gusto. Cuando se vea en la tribulación, acuda a Dios, manifestándole que, siendo Él
su refugio, ha de ser su consuelo. Aplíquese a sus ejercicios de tal modo que no pueda
decir que habiendo empezado en espíritu, acaba en carne, esto es, de modo todo
material. Se necesita mortificación para no obrar sino por Dios y mirando en todo a
Dios. Quedo en su santo amor, carísimo Hermano, etc.».
En fin, según un sacerdote anciano que conoció mucho al siervo de Dios y vivió
algún tiempo con él, su vida era tan perfecta que se pudo decir que ya no era él quien
vivía, sino que obraba Dios en él y no vivía sino en Dios y para Dios: son palabras de
ese sacerdote.
IX. Tenía por ilusión cualquier amor que no iba encaminado a la práctica
Al no poder, pues, el señor de La Salle unirse todavía con Dios por la luz de la
gloria, se servía de la lumbre de la fe para acercarse a Él y estar siempre en su
presencia, en cuanto le era posible. Vivir de Dios, permanecer sin cesar en su
presencia y contemplarle sin nube, sin enigma y cara a cara, ésa es dicha propia de los
Bienaventurados; estar separado de Dios, sin esperanza de verle nunca, es la
desesperación de los condenados y la desdicha del infierno; vivir alejado de Dios sin
llorarle, sin echarle de menos, ése es el estado del mundo, y la deplorable condición
del pecador; vivir en Dios y por Dios es la fidelidad del justo, y la gracia que debe
trabajar por adquirir; pero vivir con Dios y mantenerse en su presencia es el deseo de
138 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
las almas puras y el ejercicio de los perfectos. Anda en mi presencia —dijo Dios a
Abraham— y sé perfecto, o no tardarás en serlo. El siervo de Dios merece colocarse
entre los perfectos, pues jamás perdía de vista al divino Maestro y podía decir con el
profeta que su cuidado consistía en no salir de esa dichosa compañía: Providebam
Dominum in conspectu meo semper. Siempre está el Señor presente a mis ojos.
Ausente del cielo, tenía su corazón fijo en Él, y sus deseos tenían siempre por norte
el objeto en cuya sola vista y contemplación consiste la felicidad de los
bienaventurados. Pedía a Dios con instancia que no le privase de su conversación
y aun le hiciese la gracia de continuar en este trato tanto como lo permitiese la
fragilidad humana, hasta que Él fuese servido de manifestarle su adorable rostro en la
gloria. Como le fue concedida esa gracia, la aprovechaba con cuidado, y nada le
mortificaba tanto como el interrumpir ese santo trato; y como la oración era el alma
de este trato, hacía de ella su alimento y su elemento; mas como el lazo de unión para
este trato es el recogimiento, éste era su centro y sus delicias. Permanecía con gusto
en silencio y en oración, salía de ella con sentimiento y volvía a ella con alegría. Para
dar a estas cosas más tiempo, se desentendía de todo cuidado, de toda
<2-298>
visita, de toda conversación u ocupación inútil. Cuando se veía obligado a estar con
las criaturas, se despedía de ellas lo más pronto que podía, para volver a la soledad
con el Señor; y guardaba como ley inviolable hablar mucho con Dios y poco con los
hombres, por más que dijesen y murmurasen éstos. No es de extrañar. La unión con
Dios es el descanso de los santos en la gloria; y ese mismo descanso buscan las almas
fervorosas en la oración y la soledad, y allí lo encuentran a lo menos en cuanto puede
disfrutarse en la tierra. Así como el alma cuanto más pura es, tanto más comunicación
tiene con Dios, así también cuanto más abrasada esté por la caridad, tanto más
atractivo experimenta a la soledad y al recogimiento. La oración es el imán que la
atrae, el alimento que la mantiene, el elemento que la conserva, el centro donde
descansa. Peregrina sobre la tierra y mantenida cautiva en Babilonia, dirige sus
aficiones y sus ojos hacia el cielo, y en la esperanza de ver en él a Dios, nada
encuentra que sea capaz de endulzar su languidez, como no sea el honor de conversar
con Él. Y como no le puede satisfacer nada fuera de Dios, así nada le da gusto si no le
acerca a Dios. Llora continuamente, sus ojos son como dos fuentes, y trabajo tiene
para consolarse y tomar alimento cuando se pregunta a sí misma: ¿Dónde está tu
Dios? ¡Tan grande es el temor que tiene de perderle, tanto es lo que la atormenta el
fastidio de estar todavía alejada de Él! Esa ausencia que inflama su deseo aumenta su
inclinación al silencio, a la soledad y a la oración. Tal disposición, que es la de todos
los perfectos, era eminente en Juan B. de La Salle.
La oración le proporcionaba el goce anticipado de la visión beatífica; el ejercicio
de la presencia de Dios constituía su paraíso en la tierra. Y ¡cuán preciosos efectos
producía esa divina familiaridad en su alma! Hasta se admiraron en él algunas
virtudes que no podemos dejar sepultadas en el silencio. Efectos de esta oración
fueron la lumbre y discernimiento de espíritus, singular modestia, observancia y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 139
regularidad perfecta, extraordinaria atención en dar a todas sus acciones, aun las
menores, su mérito y valor.
I. Uno de los efectos maravillosos de su unión con Dios fue su sabiduría sublime
La sabiduría cristiana es una virtud tan rara como necesaria; es la ciencia de los
santos, la maestra de la vida espiritual, la conservadora y directora de las virtudes, las
cuales, sin ella, son inútiles para la salvación. De ahí viene el que la Escritura divina
elogie tanto la sabiduría y dé tantos avisos sobre los medios de adquirirla, tantas
exhortaciones a que la pidamos a Dios, y llegue a contener libros enteros para
aficionarnos a ella y prescribirnos sus reglas. Todos se precian de prudentes en el
mundo, y se puede decir que apenas hay virtud cuya reputación sea más envidiada. El
mundo tiene, en efecto, sus sabios y sus discípulos, quienes a juicio del mismo Cristo
son más prudentes que los hijos de la luz; esto es, que los hijos del siglo, al poner
todos los medios para contentar sus pasiones y al tomar todas las providencias para
lograr sus fines, se muestran más vigilantes, celosos y hábiles que la multitud de los
cristianos tan descuidados para evitar los lazos de Satán y quitar los obstáculos que se
oponen a su perfección. Pero ¿cómo es la prudencia de la carne? Es terrestre, animal y
diabólica. Así la describe el Espíritu Santo en los sagrados libros. Sus apariencias, tan
graciosas y bellas, son verdadero disfraz e hipocresía; sus virtudes son fingidas; sus
obras tienden a la satisfacción del amor propio; sus precauciones son astucias de la
concupiscencia.
simulen callar para ser mejor oídos, que manifiesten indiferencia por una cosa para
mejor posesionarse de ella, que se muestren pacientes sólo cuando no pueden
vengarse, que no manifiesten caridad sino por interés y que en todo busquen salvar las
apariencias.
Muy diferente es la sabiduría cristiana —continúa el mismo Padre—; no se permite
el artificio, la disimulación ni el disfraz; odia la mentira y se considera obligada a no
herir jamás la verdad; gusta de dispensar favores gratuitos y desinteresados, sufre de
parte de todos y no hace mal a nadie, olvida las injurias y considera las calumnias
como verdadera ganancia. El mundo llama a esta ciencia de los justos simplicidad y
locura, y se ríe y se burla de ella. Tiene por insensatos a los que no dicen con los labios
más que lo que tienen en el pensamiento, a los que no saben usar de artificios, a los
que parecen insensibles en las persecuciones y aman a sus perseguidores, a quienes
oran por los que les hacen daño y sólo se vengan de ellos con favores, a los que
manifiestan afición a la pobreza y la prefieren a las riquezas, a quienes saben ceder a
todo el mundo y hasta presentar la mejilla derecha a los que les hieren en la izquierda.
Hay que convenir en que, según las máximas de la prudencia del siglo, el siervo de
Dios no ha sido del número de los cuerdos. El mundo le trató de loco. Su mismo
obispo no pensaba de otro modo; cuando entendió de él que quería desprenderse de su
canonjía y favorecer con ella a un extraño en perjuicio de su hermano, túvole por
hombre desacordado, a quien una devoción mal entendida había debilitado la cabeza.
Y cuando le vio resuelto a despojarse de todos sus bienes y entregarse en manos de la
Providencia, se compadeció de él y le tuvo por un loco de atar y digno de estar
encerrado en un manicomio. Los colegas de nuestro piadoso canónigo, sus amigos,
sobre todo sus parientes, y casi todos los habitantes de Reims, fueron de ese parecer y
miraron como síntomas de locura, o cuando menos como testimonio de insigne
imprudencia, los actos de virtud y los sacrificios del santo varón.
Desde entonces toda la vida del siervo de Dios fue diversión y ludibrio del mundo.
Todo parecía extravagante a las gentes del siglo en los proyectos del señor de La
Salle, en su conducta, en su género de vida y en el vestido de los Hermanos y de su
superior. Parecía igualmente ridículo a los ojos de los cuerdos el ver a unos maestros
de escuela vivir austeramente, en el silencio y en el recogimiento de los anacoretas,
así como el ver al canónigo dimisionario dar escuela a los niños vestido con el hábito
de los Hermanos. A su entender, tanto los discípulos como el maestro necesitaban un
buen consejo y cordura para sazonar su devoción. Su fervor sin tasa era —decían—
de la clase que condena el apóstol con estas palabras: No os extraviéis en el fervor; su
celo no era según la ciencia, y su virtud carecía de esa sabia moderación que la
prudencia inspira; al señor de La Salle
<2-300>
no se le podía sufrir porque era exagerado en todo y caía en los mayores excesos en
materia de devoción. Si el siervo de Dios fue así tratado en la ciudad donde recibió la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 141
luz del día, no le trataron con más benignidad en la capital del reino y en otras
ciudades.
Al alabar su eximia piedad, censuraban su conducta, y casi siempre la tildaban de
imprudente. Pero es gran dicha para él haber sido tratado como los siervos de Dios, de
los cuales se hicieron semejantes reparos. La virtud, que los elevaba sobre el común
de los justos, los exponía a la censura aun de estos mismos justos que, no teniendo sus
luces, censuraban las máximas de esa alta sabiduría por la cual regulaban su
conducta. Tal fue la suerte de Juan B. de La Salle. Su devoción, hecha blanco de
contradicción por parte de algunas personas buenas, fue siempre motivo de envidia,
de censura o de persecución. Se le trató de hombre exagerado, obstinado y de
inteligencia muy limitada. Y a esto se reducía lo que contra él podían decir, pues la
santidad de su vida le ponía a cubierto de cualquier otro reproche. Sus enemigos más
declarados le miraban como santo, mientras por otra parte le tenían por imprudente.
Esta acusación de imprudencia casi nunca deja de caer tarde o temprano sobre las
virtudes extraordinarias y heroicas; y sobre ese pretenso defecto se apoyan cuando
quieren hacerles guerra.
Con todo, ahora que se considera sin pasión, sin preocupación y, sin envidia la
conducta del Fundador de los Hermanos, se nota que el espíritu del Señor, espíritu de
sabiduría, de inteligencia y de consejo, moraba en él, y que se lo había comunicado
Él, que es fuente de esos dones. Dios mismo, después de haberse complacido en dejar
la fama de su siervo a la crítica o a la envidia de gente poderosa y que gozaba fama de
sabia, se la devolvió con honra, y con mengua de los que antes le denostaban.
trabaja en ellas, a estar presto para todo lo que puede contribuir a la gloria de Dios y a
la salvación del prójimo, y a ver con gozo que los otros, en sus empresas, obran
grandes cosas, reciben notables gracias y descuellan en toda clase de virtudes. Quien
conoció al señor de La Salle, le reconoce en ese retrato. Aunque no le gustase salirse
de su obra ni meterse en las que eran extrañas a sus fines, era amigo del bien y lo
procuraba en todas partes, en cuanto le era posible. Se interesaba por todo lo que se
refería a la gloria de Dios y cuando su mano no trabajaba en ello, a lo menos se
adhería de corazón. Si no consiguió siempre estar acorde con los émulos de su
Instituto, siempre guardó por su parte con ellos la paz y la unión.
<2-302>
Condescendió en todos sus deseos, cuando no se oponían al espíritu y a las Reglas de
la Sociedad. Así, como, estando en París, en la parroquia de San Sulpicio, por
condescender con los deseos del señor de la Barmondière, que estaba muy empeñado
en ello, admitió el trabajo manual, por más que no fuese de su gusto y lo considerase
como opuesto al bien de las escuelas. Guiado por este mismo espíritu, accedió a los
deseos del señor de la Chétardie, que manifestaba mucho empeño por el
establecimiento de una escuela dominical; y, para favorecer su éxito feliz, estimuló a
algunos de sus Hermanos a que se perfeccionasen en algunas ciencias que
conceptuaba peligrosas para ellos. Por esta misma condescendencia, recibió
favorablemente las representaciones que le hicieron sus discípulos sobre los funestos
escollos en que había tropezado la virtud de los dos Hermanos que enseñaban el
dibujo y los elementos de geometría. Cuando el Excmo. señor Desmarets, obispo de
Chartres, quiso aconsejarle un cambio en el modo de enseñar en las escuelas, le
encontró dispuesto a seguir su voluntad; pero aquél no pudo resistir el peso de las
razones que el siervo de Dios le presentó en un memorial. Habría que registrar toda su
vida, si se quisiesen exponer todas las circunstancias en que el virtuoso superior
sometió sus luces y sus inclinaciones a las de los demás, sacrificando en aras de la paz
y de la unión sus más caros intereses, cuando no se atravesaban los de Dios.
El sexto carácter de la sabiduría es la inclinación a obrar el bien y el gusto para las
obras de misericordia: Plena misericordia et fructibus bonis. Lo que pronto diremos
de la caridad del señor de La Salle para con el prójimo, nos manifestará a un hombre
lleno de compasión para con los pobres, ingenioso para hacerse útil a todos y procurar
en todas partes la gloria de Dios y la salvación de las almas.
El séptimo carácter de la sabiduría santa es la rectitud de espíritu que juzga bien de
todos y es enemigo de la crítica y de la censura, y que lejos de condenar a los demás,
huye de examinar su conducta, mucho más de juzgarla, cuando a ello no le obliga el
deber: Non judicans. Esta señal del espíritu de sabiduría brilla en toda la vida del
santo sacerdote. Blanco de la envidia, de la contradicción y de la censura, sufrió que
le reprobasen, que le juzgasen y condenasen sin murmurar, sin quejarse, sin querer
siquiera abrir los ojos para ver los defectos de los que tanto se empeñaban en notar los
suyos y exagerarlos. Llegó a tanta perfección su caritativa prudencia acerca de este
punto, que se impuso a sí una ley y dio a sus discípulos estrecha regla de no hablar de
144 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
persona alguna en vida, como no fuese para decir bien de ella. Por fin, la última nota
con la cual el Espíritu Santo, en la epístola de Santiago, caracteriza a la sabiduría
inspirada por Él, es la sencillez, sine simulatione: carácter infinitamente opuesto a la
falsa sabiduría del mundo, que hace de la disimulación el alma de su conducta. La
prudencia de los santos es, como ellos, sencilla, sin artificio, enemiga de la duplicidad, de
la astucia, amiga del candor y de la sinceridad. Eso es lo que admiraron en el siervo de
Dios los que le conocieron a fondo. Jamás hubo hipocresía en su conducta, ni en sus
palabras, ni en sus empresas. Sus labios no decían más que lo que él pensaba. La
verdad salía de su boca sin nubes ni sombras. Calla lo que la prudencia quiere que
ocultes. El silencio prudente e impenetrable encubría sus secretos, sin que tuviese
necesidad de ocultarlos por medio de la doblez o del engaño. Ese candor y esa
sinceridad le hacían amable, prevenían a las gentes en su favor y encaminaban sus
<2-303>
empresas a feliz éxito, mejor que las intrigas y todos los juegos de la política. El sí y el
no, es verdad o no es verdad, eran su constante lenguaje; y como, según las máximas
de Jesucristo, no añadía nada a sus afirmaciones o negaciones, se hacía acreedor a que
tuviesen fe en sus palabras, y obligaba a los más maliciosos a obrar con sencillez con
un hombre de tan buena fe. Digan lo que dijeren los hijos del siglo, ésta es la
verdadera sabiduría. Quien anda con sencillez, anda confiado. Qui ambulat
simpliciter, ambulat confidenter.
Este hombre cuyas intenciones eran tan puras; que no aspiraba a precipitar sus
planes con celo apasionado; que ponía en manos de la divina Providencia el éxito
feliz de sus empresas; que miraba todos los acontecimientos de la vida según el querer
de Dios y como venidos de su mano, y que prefería el beneplácito divino a cualquier
otra cosa, de ninguna manera necesitaba hacer uso de la astucia, de la política y de los
demás artificios de la prudencia del siglo. Fue tan extraordinario su amor a la verdad y
a la humildad, que prefirió arriesgar la pérdida de un legado que le habían hecho en
los últimos años de su vida, a recibirlo, reasumiendo la cualidad de superior de que se
había despojado para pasarla al Hermano Bartolomé. Con todo, no por eso perdió
nada en ello; pues el notario, que no estaba acostumbrado a semejantes actos de
virtud, consintió al fin en darle lo que le pertenecía, sin exigirle que firmase como tal
superior. El santo varón hallaba en su fe, en sus oraciones, en su habitual
recogimiento y en su unión con Dios esa sublime sabiduría que sobrepuja la sabiduría
humana tanto como el cielo a la tierra. Siguiendo esta conducta, se proponía, ante
todas las cosas, la gloria de Dios, que era el único fin de sus designios, según el
precepto de Jesucristo. Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33).
Mirando su propia santificación y la de los hijos espirituales que Dios le había dado,
como el blanco al cual unos y otros habían de apuntar sin cesar, para nada tenía cuenta
con todas las frívolas ventajas del mundo, según esta palabra de Jesucristo: ¿De qué
sirve al hombre ganar el universo entero, si llega a perder su alma? (Mt 16, 26).
Tenía en nada a todas las criaturas, miraba a Dios como soberano Señor que dispone
de todo; y consistía su principal sabiduría en acudir a Él, conseguir que le fuese
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 145
modesto, tan prudente, que se echaba de ver que la verdad hablaba por su boca y que
no buscaba más que volver a ella los corazones dóciles.
Si se encuentra en su vida alguna circunstancia en que al parecer le faltó la
precaución, como por ejemplo en las relaciones con aquel joven abate para la compra
de la casa de San Dionisio, examinando el caso con detenimiento se verá que tomó
todas las providencias que la prudencia podía dictar; pero la prudencia no nos pone
siempre a cubierto de la mala fe, de la pasión y de la calumnia; Dios permite algunas
veces que sus siervos sean víctimas de ellas. Todo contribuyó en este caso a la
condenación del inocente: la traición de su amigo, la dejadez culpable de los que
había tomado como protectores y la mala fe de los abogados a quienes consultó. Por
otra parte, el siervo de Dios, según su máxima constante, no quiso comparecer
en juicio, ni defenderse; prefirió sufrir detrimento en su reputación, antes que
defenderla.
prudencia, nada revelaba a los Hermanos de los planes que tenía sabre ellos, y no les
avisaba de sus viajes más que en el momento en que habían de partir. Y aun tomaba
precauciones para que los otros no notasen la ausencia del Hermano. Tan sabia
conducta los mantenía a todos en el silencio, en el recogimiento, en la paz, en la unión
y en la igualdad de espíritu. Conservándoles unidos unos a otros por los lazos de la
caridad, se hallaban al mismo tiempo desasidos, desprendidos, y en la disposición de
no tener nada y de desear sólo a Dios.
Otro distintivo de esa sabiduría superior que guiaba a La Salle es la negativa que
opuso a los magníficos ofrecimientos de su arzobispo de fundar, establecer y
enriquecer su comunidad, y de multiplicar las escuelas cristianas gratuitas por todos
los lugares de su diócesis, con la condición de no extenderlas fuera de ella. Tan
ventajosa oferta hubiera, es verdad, librado al siervo de Dios de innumerables
cuidados y penas, dándole el consuelo de ver su navecilla, que estaba amenazada por
tantas tempestades y naufragios, llegar de repente a feliz puerto; pero un
establecimiento tan fácil, rápido y cómodo no se habría fundado en la pobreza
evangélica, ni hubiera sido marcado con la señal de salvación, que es la señal de la
cruz. La divina Providencia no habría tenido todo el honor de la obra. Además, la
diócesis de Reims habría sido la única en aprovecharse del nacimiento de un Instituto
que Dios preparaba en su misericordia para el servicio de la Iglesia de Francia.
Limitándole al estrecho círculo de una diócesis, habría detenido sus progresos, y,
aprovechando a una sola Iglesia, hubiera perjudicado los intereses de las demás; era,
pues, digno de esa sabiduría celestial que aprecia, únicamente según los intereses de
Dios y la salvación de las almas, no poner en parangón ventajas temporales y
perjuicios reales para la Iglesia.
El señor de La Salle no demostró menos luces en la constante resistencia que opuso
a la modificación del hábito de los Hermanos y del gobierno de su Instituto. Sus
mejores amigos y mayores defensores de su obra eran del parecer del público que
clamaba contra la nueva forma de hábito y pedía que lo cambiasen. Algunos querían
que se lo remplazase por la sotana y el manteo corto; es decir, pretendían que los
Hermanos se pareciesen a los jóvenes clérigos. Quien les oyera creerían que les
asistían las más sólidas razones, pero para juzgarlas bastaba confrontarlas con las del
siervo de Dios. La sola lectura de éstas hacía comprender que tenía luces superiores, y
que venían de lo alto. Por lo que se refiere al nuevo plan de dirección que al fin llegó a
introducirse en la comunidad durante su ausencia, sólo sirvió para que sus autores
conociesen por propia experiencia que toda su aparente sabiduría no había producido
más que muchos desórdenes. Manifestó también cuán vigilante y sagaz era para
precaver
<2-306>
lo futuro, cuando deshizo el proyecto de enviar al Canadá los Hermanos concedidos
al señor Charón. Éste, aunque hombre de bien, había sorprendido al Hermano
Bartolomé y a sus asistentes, ocultándoles el uso que quería hacer de los maestros de
escuela que pedía; pero el señor de La Salle, alumbrado por luz celestial, lo descubrió,
148 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
y la confesión posterior del señor Charón hizo patente la sabiduría celestial que
iluminaba al siervo de Dios. El párroco de Versalles, aunque hombre de comunidad, y
de comunidad muy regular, supo también por experiencia que el Superior de los
Hermanos tenía el don de discernimiento de espíritus y gozaba de luces poco
comunes. Los magistrados de la ciudad de Mende, lo mismo que su obispo, que
mantuvieron, a pesar de las observaciones del siervo de Dios, a los Hermanos que
dirigían aquellas escuelas, no tuvieron menos motivo de arrepentirse cuando fueron
testigos del poco orden que reinaba entre ellos. Vieron, pero ya tarde, que al
contradecir las luces del superior habían ocasionado la pérdida de los inferiores. Esta
misma luz le descubría a menudo las caídas de sus discípulos, o el enflaquecimiento
en la virtud, o las tentaciones más ocultas, o los proyectos secretos, o cualquier otra
disposición inferior disfrazada con apariencias hipócritas y virtuosas.
La misma sabiduría le iluminaba de tal modo acerca de la suerte de las varias
fundaciones que le pedían, que parecía leer en lo porvenir sus progresos o
decadencias, las contradicciones o los socorros que habían de esperar. De ahí venía la
pena que sentía para acceder a la fundación de ciertos establecimientos en apariencia
muy ventajosos y que prometían éxitos notables, mientras para otros, rodeados de
espinas, manifestaba santa ansiedad por concluirlos y constancia invencible en
allanar las dificultades que se presentaban. Para unos, aunque prometiesen las más
halagüeñas esperanzas, no se resolvía sino con repugnancia y casi a pesar suyo; para
los otros, aunque más gravosos y muy poco favorables, era todo fuego. Esto pudo
observarse en especial en las fundaciones de Chartres, de Calais, de Marsella y de
Ruán. La experiencia demostró que aquellas que fueron objeto de los deseos del santo
sacerdote fueron también aquellas en que Dios derramó más bendiciones y en las
cuales se complació en cambiar en flores las espinas. Al contrario, aquellas por las
cuales no sentía inclinación, no produjeron los abundantes frutos que prometían.
espíritu elevado, extenso y penetrativo. No; trátase de esa prudencia sobrenatural que
produce la unión con Dios y que es el efecto de la pureza
<2-307>
del alma que mantiene con su Criador santo comercio y sociedad íntima, según lo
enseñan san Juan Clímaco y otros doctores de la vida espiritual. Esta profunda
sabiduría de tal modo es fruto de la perfección, que sólo se encuentra en los perfectos.
No es Moisés el único que sale de la conversación familiar con Dios irradiando
claridad. Ni siquiera es posible llegarse de cerca y asiduamente a ese Sol de Justicia
sin ser iluminado: Accedite ad eum et illurninamini. Acercaos a Él y seréis
iluminados. Llena de esplendores al alma que se le acerca: Implevit splendoribus
animam tuam. Llenará de resplandores a tu alma. Y estos esplendores aumentan, o
disminuyen según el tiempo que se pase en su compañía o según la proximidad. La
diferencia que existe entre Moisés y los demás ilustres siervos de Dios es que los
rayos de aquél herían la vista y la deslumbraban, mientras que los destellos de éstos
son interiores y a menudo se atenúan por la niebla de las humillaciones y los
menosprecios.
Fuera de esto, Nuestro Señor ha querido mostrarnos en su propia persona los
torrentes de luz que derraman en las almas puras la oración prolongada y el trato con
Dios, cuando apareció en el monte Tabor, con el rostro brillante como el sol y con las
vestiduras blancas como la nieve, pues quiso que este misterio glorioso fuera efecto
de su oración. Factum est dum oraret. Ocurrió cuando oraba. Allegaos a Dios —dice
Santiago— y Él se llegará a vosotros, y si queréis allegaros a Dios, purificad
vuestros corazones (St 4, 8). La oración nos lleva a Dios y nos lo acerca. El fruto de
esta unión, tanto como su principio, es la pureza de corazón y la iluminación del alma.
Por esto, bienaventurados los que tienen puro su corazón, porque ellos verán a Dios
(Mt 5, 8). Esta bienaventuranza evangélica compensa con creces el trabajo que al
principio pueda costar el ejercicio de la presencia de Dios.
El alma —dice san Buenaventura (De Theol. Myst., c. 3, parte 2)— adquiere
incomparablemente más luces y conocimientos por el ardiente amor que la une con su
Dios que por el estudio más profundo, la lectura más asidua, la instrucción de los
maestros más sabios y todo el trabajo del espíritu. Antes que él, lo había dicho el
Espíritu Santo: Los que teméis al Señor, amadle, y vuestros corazones serán
iluminados (Eclo 2, 10). La medida de vuestra inteligencia será la de vuestro amor.
Cuanto más santo seas, tanto más iluminado serás, porque sólo el santo vive en medio
de esta llama extraordinaria que le traspasa y quema sin consumirle. En esa fuente del
amor divino adquirió sus luces el siervo de Dios. Esta sublime sabiduría, que era el
alma de su conducta, fue el primer efecto de su oración y de su unión con Dios casi
continua; el segundo fue su modestia singular.
150 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
el sentarse se permitía raras veces en ella, y siempre veía con pena a los que buscaban
en el lugar santo postura cómoda, diciendo que Dios merecía que nos mortificásemos
algo para rogarle.
Como quiera que la modestia es la virtud que regula las conveniencias y mantiene
ordenado todo el exterior, no hay otra que más respeto atraiga al ministro y al
ministerio, y que más lejos esparza el buen olor de Jesucristo: eso se experimentaba al
ver al señor de La Salle. Todo en él era medido sin afectación, concertado sin
artificio, todo le granjeaba la estimación y el respeto. Accesible a todo el mundo,
venerado por cualquiera que no tuviese interés en desacreditarle, amable a los ojos de
todos aquellos que no eran sus rivales o sus enemigos declarados, inspiraba la
confianza por su aire bondadoso y el respeto por la majestad de la virtud.
Jamás se le veía airado es el elogio que hace de san Martín el autor de su vida, y me
creo con derecho de aplicarlo al siervo de Dios, según el testimonio de los Hermanos
que vivieron con él. Jamás se le veía airado —dice uno de ellos—, nunca
emocionado, jamás triste; pero reía raras veces. Era siempre el mismo; la alegría
celestial que se manifestaba en su semblante hacía que se le mirase como hombre
elevado sobre la naturaleza del hombre. Tenía a Jesucristo en la boca; la piedad, la
paz y la misericordia en el corazón. Así que parecía más bien ángel que hombre,
aunque la pobreza y la humildad le despojasen de las exterioridades que impresionan
los sentidos y
<2-312>
hacen mella en los hombres carnales. La virtud de Jesucristo se dejaba sentir en él, y
la serenidad de su semblante, unida a la tranquilidad que en él se reflejaba, le abrían el
corazón de sus discípulos.
dirigiéndose a ellos, se dirigen al mismo Jesucristo; pero no todos han adquirido aún
la virtud de vencer de tal modo sus impresiones que sepan entregarse a un hombre
inconstante, que cambia a cada momento de disposiciones.
Al emplear el señor de La Salle este lenguaje, hablaba el de san Bernardo, ya sea
que lo hubiera estudiado, ya sea que el mismo espíritu que lo había dictado a ese gran
santo se lo hubiese inspirado a él. La santidad —decía el abad de Claraval a su
antiguo discípulo, elevado a la silla de San Pedro—, la santidad sienta bien en
vuestra casa, la modestia debe adornarla y la honestidad, y su custodia ha de ser la
Regla. Os recomiendo no la austeridad, sino la gravedad, pues ésta sirve de freno a
la liviandad y la otra aleja a los débiles. Si os falta la última, os haréis despreciable;
si la primera os acompaña, os haréis odioso. El término medio entre las dos es lo que
os conviene. No seáis, pues, ni severo ni débil. Nada más grato que ese justo
temperamento que sabe conciliar la bondad con la firmeza, y que hace al hombre
afable sin hacerle despreciable por la demasiada familiaridad ni pesado por su
severidad. (L. 4 de consid. c. 6). Si el siervo de Dios no había estudiado en san
Bernardo ese lenguaje tan poco común y tan de desear, había cuando menos logrado
expresarlo en su persona, pues poseía perfectamente el arte de ser afable sin parecer
austero o demasiado familiar. Así mantenía en sus discípulos el respeto que debían a
su persona, y les facilitaba la práctica de aquel candor, sencillez, sinceridad de
corazón y confianza que hacían su ministerio tan útil y grato.
IX. Celo del santo sacerdote en inspirar a sus discípulos mucha modestia
Si este Superior fue modelo nada común de modestia, se puede decir para honra de
sus discípulos que le han imitado perfectamente y que se han amoldado a él. No se
contentaba con darles en su persona ejemplo vivo de esta virtud; se aplicaba además
con particular cuidado a enseñársela. Las reglas que les dejó acerca de este artículo
manifiestan el empeño que ponía y el celo que extremaba para formarlos bien en la
práctica de una virtud que juzgaba esencial a su profesión. Era tan exacto en
hacérselas observar y en que fuesen fieles
<2-313>
a las menores, que quienes las quebrantaban podían esperar de él la reprensión y hasta
la penitencia. Cuando le pedían el motivo de tal firmeza, contestaba que nunca se
inculca demasiado la modestia a aquellos que deben predicarla a los demás. «Una de
las virtudes más necesarias a los Hermanos —decía— es la modestia. No debe
notarse en ellos nada que no respire gravedad; y todo lo que huele a liviandad debe ser
enteramente desterrado de la Sociedad». No quería que las conversaciones que se
tenían después de las comidas disipasen demasiado el espíritu. Basta —decía— que
sean agradables y que, al recrear el cuerpo, edifiquen al alma. Por esto excluyó de
ellas toda clase de juegos, aunque inocentes, porque a menudo se corre el riesgo de
herir la modestia en ellos; exigía que los Hermanos empleasen todo el tiempo de la
recreación en hablar de Dios y de las virtudes propias de su estado, y esto de manera
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 157
agradable. Prohibía las carcajadas y no las dejaba sin castigo. Tampoco permitía que
so pretexto de recrearse dijesen chanzas y chistes; menos aún nada que pudiese
mortificar a los presentes, ya remedándolos, ya ridiculizándolos. Todo eso —decía—
sólo sirve para herir la caridad y ofender la modestia. Obligábales a ser tan rigurosos
en ese punto ya que no sólo, según él, se ofendía con esto la modestia, sino que se
exponía uno a perder en un día las virtudes que había adquirido a fuerza de duros
trabajos, en varios años; esto era evaporar en un momento la devoción, resucitar la
tibieza y la pereza en el servicio de Dios; en una palabra, era salir de sí mismo fuera de
propósito, y por consiguiente del reino de Dios, que está dentro de nosotros; era
desdeñar los bienes verdaderos y eternos para disiparse al exterior y buscar allí vano
consuelo por alguna gracia o algún chiste. Lo cual es pura vanidad y locura
engañadora.
Si vigilaba con tanto cuidado para que los Hermanos no traspasaran los límites de
la modestia en sus conversaciones, no tenía menor vigilancia para que fuesen también
muy modestos en todas las demás ocasiones, y particularmente al andar; quería que
tuviesen los ojos bajos y los brazos cruzados, y cuando advertía a uno que andaba con
disipación, se paraba luego como si se hubiese recreado en mirarle, y acercándose a él
le decía con mucho agrado: ¡Ay! Hermano mío, tenga mucho cuidado con sus ojos.
Habiendo visto una vez al Hermano Bartolomé, entonces maestro de novicios, que
andaba balanceando los brazos, no le dijo nada por entonces; pero algún tiempo
después le reprendió esta falta en la carta que le escribió, añadiendo algunos otros
buenos avisos. «He visto en San Yon que andaba con los brazos caídos con
negligencia —le decía—; es cosa indecorosa para un maestro de novicios que ha de
ser en todo el modelo de aquellos a quienes instruye. Es preciso que ande muy
pausadamente, y con los brazos cruzados, y no permita a sus novicios que vayan de
otra manera». La modestia cristiana es el efecto del recogimiento, y el ejercicio de la
presencia de Dios, el alma de ella; de modo que el prudente Superior no solía separar
nunca estas virtudes al recomendarlas a sus discípulos. La mayor parte de las
lecciones que les daba, ya de viva voz, ya por escrito, eran apremiantes exhortaciones
acerca de este punto. «Andad recogidos —decía a menudo— y tendréis la presencia
de Dios, y si al contrario os dejáis llevar de la disipación, seréis el receptáculo de
todos los vicios». En las frecuentes cartas que escribía a uno de sus hijos, le exhortaba
al recogimiento y a renovar de continuo la presencia de Dios. «La disipación y la
curiosidad —le dice— son enorme mal en el servicio de Dios. Trabaje, pues,
Hermano mío, en restaurar su interior; bien sabe que esto es lo principal y lo que
conduce a Dios.
<2-314>
Sus ojos son los dos mayores enemigos que tiene: he aquí por qué debe vigilarlos
continuamente para no dejarles ver sino lo que la necesidad exige. El mayor bien que
puede procurarse es el recogimiento, y cuando lo haya adquirido, podrá decir lo que
Salomón dijo de la sabiduría: Que todos los bienes le han venido con él. La curiosidad
es uno de los mayores impedimentos para conservar la piedad; guárdese de ella y
158 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
solo cabello, esto es, con una sola mirada tuya. Llegando un día a cierta casa del
Instituto, preguntó al Hermano Director si sus Hermanos eran muy interiores; a lo que
respondió que todos se portaban con bastante virtud. Ya lo veré hoy en el comedor,
replicó el señor de La Salle, dando a entender que juzgaría de ello por su vigilancia o
negligencia en mortificar la vista en el comedor. Habiendo notado que uno de ellos
tenía los ojos disipados, dijo después en particular al Hermano Director que cierto
Hermano que le nombró tenía unos ojos horribles. Usaba ordinariamente de esa
expresión para demostrar cuánto horror profesaba a la disipación de los ojos. Si la
modestia de los ojos fue una de las prácticas que más recomendó a sus hijos el santo
Fundador, toda su vida tuvo el consuelo de encontrarlos generalmente dóciles en este
punto, pues el único uso que hacían de la vista en las calles y en público era para mirar
precisamente por donde andaban y nada más. Se habían acostumbrado a tener los ojos
tan humildemente bajos que pasaban sin ver ni mirar a nadie, de modo que volvían a
casa con el espíritu tan libre de ideas de los diferentes objetos que atraen la atención,
como en el momento de salir de ella, y tan recogidos como si hubiesen permanecido a
los pies del Santo Cristo.
XI. Fruto que produjeron en los Hermanos las lecciones y los ejemplos
de modestia que les daba el señor de La Salle
La gran modestia de los discípulos del siervo de Dios hacíales todavía más notorios
que su hábito, con ser éste entonces muy singular, y tanto los distinguía que se les
miraba como hombres mudos, ciegos y sordos, pues andaban en silencio, los ojos
medio cerrados y como tapados los oídos. En una palabra, todo el mundo los vio, en
medio de París y en las más grandes ciudades del reino, andar como anacoretas por un
desierto. Su modestia no era menor en casa. Vigilantes en la guarda de los ojos, según
su Padre les recomendaba con tanta instancia, iban y venían por los patios y jardines,
sin permitirse levantar sus miradas ni fijarlas en cuanto los rodeaba y parecía
solicitarlos. He aquí un ejemplo edificante dado por el portero de San Yon. Ese buen
Hermano, retirado no hacía mucho del ejército donde había servido como soldado
raso, era tan recogido y tan mortificado en el uso de la vista que abría la puerta sin casi
levantar los ojos. Contestaba y hablaba sin fijarse en nadie. Su reserva en ese punto
era tan exacta que ni siquiera conocía al superior externo que había sido nombrado
para la casa de San Yon cuando el señor de La Salle se hubo retirado a Provenza. Ese
eclesiástico, con todo, iba a menudo a San Yon, reunía a veces a los Hermanos y les
hablaba en común y en particular. Parecía que había de ser conocido sobre todo del
portero, puesto que le había abierto a menudo la puerta y hablado; sin embargo de
esto, el buen Hermano no le conocía más que a otro cualquiera, como se echó de ver
en varias circunstancias y en ésta. Ese eclesiástico se paseaba por la huerta; el
Hermano se le acercó con los ojos bajos y le rogó humildemente que se retirase,
porque tenía orden de que al llegar el señor... hiciese salir a todo el mundo.
Sorprendido dicho superior de semejante observación, hizo notar al Hermano que
160 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
abriese los ojos para reconocerle, y quedó aún más sorprendido de la respuesta del
portero, quien, después de haber fijado la vista, le contestó que no le conocía.
He aquí hasta dónde los hijos, llenos del espíritu de su Padre, llevaban la vigilancia
<2-316>
sobre los sentidos y singularmente sobre los ojos. El señor de La Salle les había
inculcado tanto que los ojos son las ventanas por donde la muerte del pecado entra en
el alma, que para cerrarle todos los accesos se hacían medio ciegos, no dando más
extensión a sus miradas que la necesaria para dirigir sus pasos.
En efecto —dice san Jerónimo—, los vicios penetran en el alma por los cinco
sentidos como por ventanas. El castillo del espíritu no puede ser cogido si el enemigo
no entra en él por esas puertas. Le asaltan, y cuando se apoderan de él es por la vista,
por el oído, por el olfato, por el gusto y por el tacto. La experiencia diaria harto nos lo
enseña a expensas nuestras. Si vuestro ojo ha mirado inconsideradamente —dice san
Ambrosio—, ha pervertido vuestro corazón, si vuestro oído se abrió con curiosidad
o ligereza, ha llenado vuestro espíritu de distracciones y pensamientos extraños; si
vuestro olfato se ha permitido alguna satisfacción, ha reblandecido vuestra alma;
si vuestra boca ha satisfecho su sensualidad, vuestra conciencia ha quedado
manchada. Nada más verdadero que lo que dice el profeta Jeremías: La muerte entró
por la ventana. La ventana es vuestro ojo; cerradlo y conservaréis la vida.
Existe entre la guarda de los sentidos, sobre todo el de la vista, y la pureza del alma
tan estrecha unión, que lo que hiere los sentidos va hasta el alma y penetra en su
interior, asolándolo y desordenándolo todo. La modestia de las miradas es, pues, de la
mayor importancia para el alma atenta a cultivar su interior: es para el esposo sagrado
un jardín cercado, fuente sellada; así se expresa el Espíritu Santo en el Cantar de los
Cantares (Cant 4, 12).
A fin de hacer a sus Hermanos hombres interiores, el señor de La Salle procuraba
convertir, por decirlo así, a todos sus hijos en ciegos, sordos y mudos, a imitación de
los antiguos Padres del yermo, quienes, según refiere Casiano (L. 4. Inst. c. 1), daban
por máxima que para llegar a la perfección era preciso cerrar los ojos, los oídos y la
boca; esto es, usar de ellos con tal sobriedad y reserva que así como Jesucristo dijo de
san Juan que ni comía ni bebía, porque no tomaba casi nada, así también pueda
decirse de los aspirantes a la perfecta virtud que son ciegos, sordos y mudos, por no
conceder a sus sentidos sino lo que no se les puede negar por el uso de la vida y de las
relaciones sociales. Por ahí se ve cuánta razón llevaba el santo Fundador al
encomendar a sus Hermanos la práctica que san Pablo parece dar como señal de
predestinación: Revestíos de modestia, como escogidos de Dios, santos y amados.
Induite vos sicut electi Dei, sancti et electi modestiam (Col 3, 12).
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 161
2.a Dedicaré cada día un cuarto de hora y con fijeza para renovar la consagración
de mí mismo a la Santísima Trinidad.
3.a Será regla constante de mi conducta no hacer distinción entre los negocios
propios del estado y el negocio de la salvación y perfección, en la seguridad de que
jamás operará uno mejor su salvación ni adquirirá más perfección que cumpliendo
con los deberes de su cargo, con tal que se haga con la idea de cumplir la voluntad de
Dios. Debe tenerse siempre esa intención.
4.a Cuando salga de visita, cuidaré de no hablar sino lo necesario y de no hablar de
negocios del mundo, ni de cosas inútiles, y de emplear en ella una media hora a lo
más.
5.a Por lo menos veinte veces al día uniré mis acciones con las de Nuestro Señor, y
procuraré tener en ellas miras e intenciones semejantes a las suyas. Tendré, al efecto,
un papelito en el cual apuntaré cuantas veces lo hubiera hecho; y, cuantas veces
hubiere faltado al día, rezaré otros tantos padrenuestros, besando el suelo a cada
padrenuestro antes de acostarme.
6.a Cuando mis Hermanos vinieren a pedirme algún consejo, antes de dárselo
rogaré al Señor. Si es de alguna importancia, me tomaré cierto tiempo para orar sobre
el particular, y cuando menos, cuidaré de mantenerme por todo ese tiempo en
recogimiento y de levantar mi corazón a Dios breves momentos.
7.a Cuando me descubran sus faltas, me consideraré culpable de ellas ante Dios
por mi pobre conducta, por no haberlas prevenido, bien sea con los consejos que
debiera darles, bien sea vigilando sobre ellos, y si les impongo alguna penitencia, yo
me impondré otra mayor, y si la falta es considerable, además de la penitencia, vacaré
un rato en particular como media hora y hasta una hora, varios días seguidos, sobre
todo por la noche, para pedir a Dios perdón de ella. Si me considero como haciendo
las veces de Dios ante ellos, será con la convicción de que tengo obligación de cargar
con sus pecados, así como Nuestro Señor cargó con los nuestros, y que es una carga
que Dios me impone respecto de ellos.
<2-319>
8.a Miraré siempre la obra de mi salvación y de la fundación y gobierno de nuestra
Comunidad como la obra de Dios, por cuyo motivo le dejaré el cuidado de todo ello,
para no hacer nada de lo que me concierna sino por orden suya; y le consultaré
largamente, sobre todo cuanto tenga que hacer tocante a cualquiera de ambas cosas; y
le diré a menudo estas palabras del profeta Habacuc: Domine opus tuum, Señor,
ejecuta tu obra (Hab 3, 2).
9.a He de considerarme a menudo como instrumento, que para nada sirve sino
cuando está en manos del artífice; así, pues, debo esperar las órdenes de la
Providencia de Dios para obrar; y, al mismo tiempo, no debo dejarlas pasar cuando
son manifiestas.
164 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
10.a Sea cual fuere mi situación o estado, seguiré siempre un orden y reglamento
diario, con la gracia de Nuestro Señor en la cual únicamente confío, pues esto nunca
he podido conseguir, y la primera cosa que hiciere, cuando cambie de estado, será
formar nuevo plan, y al efecto tendré siempre un día de retiro.
11.a Antes de ir de misión al campo tendré un día de retiro para disponerme, y
procuraré ponerme en estado de hacer, por lo menos mientras dure el viaje, tres horas
de oración diarias.
12.a Si una persona, ya superior, ya inferior, o igual, me molestare, o como
comúnmente se dice me ofendiere en algo, cuidaré bien de no decirlo, y cuando me
hablen de ello los disculparé y daré a entender que tuvieron razón.
13.a Es preciso que examine bien el tiempo que perdí, y que evite el perderlo en
adelante: sólo mucha vigilancia puede remediarlo, y aun parece que únicamente un
retiro prolongado puede procurarme esa vigilancia.
14.a Parece buena regla de conducta no cuidar tanto de saber lo que se tiene que
hacer, cuanto de hacer perfectamente lo que se sabe.
15.a Por la mañana dedicaré un cuarto de hora a prever los negocios del día para
conformarme con ellos, las ocasiones que pueda tener de caer para preservarme de
ellas, y tomaré providencias para mi conducta durante el día.
16.a Antes falté a menudo en rezar el Santo Rosario, aunque es oración de Regla
en nuestra Comunidad; es preciso que en adelante no me acueste sin haberlo rezado.
17.a Tampoco he de pasar día alguno, excepto cuando esté de viaje, sin visitar al
Santísimo Sacramento; y aun estando de viaje, si me ocurre pasar cerca de la iglesia
de algún pueblo, me arrodillaré para adorar al Santísimo, y lo haré cuantas veces eso
me sucediere.
18.a Procuraré levantar mi corazón a Dios siempre que comenzare alguna acción;
y cualquier cosa que emprenda procuraré no hacerla sin previa oración.
19.a La Regla de la Comunidad dice que no debe entrarse, ya sea en la casa, ya sea
en una habitación, sin orar a Dios y renovar la atención en Él; procuraré no olvidarlo.
20.a Rezaré cada día una vez el paternoster con la mayor devoción, atención y fe
que pueda, en reverencia y acatamiento de Nuestro Señor, que nos lo enseñó y nos
mandó rezarlo».
Tal era el reglamento que se había obligado a guardar; y nos hace sentir la pérdida
del particular de que habla, en el que ponía al pormenor todas sus acciones diarias y
<2-320>
las demás de su conducta. No sabemos si le añadió en el decurso de su vida algunas
otras reglas. Fuera de esto, con lo dicho basta para hacer constar con qué rigor
ordenaba su vida este siervo de Dios. Se había impuesto a la vez tres clases de yugos:
el primero, el de la Regla común de los Hermanos, cuya práctica es muy molesta para
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 165
A imitación de ese divino modelo, nuestro santo sacerdote era puntual en hacer
cada ejercicio
<2-321>
en su tiempo, e iba con diligencia a los lugares que estaban destinados a ese fin,
dejándolo todo al primer toque de la campana, que consideraba como la voz de Dios.
No tenía inconveniente en cortar la palabra y no la concluía de pronunciar, y dejaba
sin terminar la letra comenzada, para ir adonde la Regla le llamaba, a imitación de los
solitarios ensalzados por Casiano (L. 4. Inst. c. 12), y cuya puntualidad sirvió, más
adelante, de modelo a los perfectos obedientes. Era muy exacto en este punto hasta en
las ocupaciones más apremiantes. A no ser que fuesen de suma importancia, y que no
pudiesen sufrir dilación, lo dejaba todo a pesar de las observaciones de los que
querían detenerle y a los cuales cerraba la boca contestándoles que nada era preferible
a la exacta observancia de la voluntad de Dios. Siempre se le veía el primero y a la
cabeza de los Hermanos en los ejercicios comunes, especialmente en la meditación
de la mañana, aunque muy a menudo hubiese pasado la noche o parte de ella en ese
santo ejercicio.
Como quería que se hiciese cada acción en el lugar que le estaba destinado, cuidaba
de trasladarse a él con los otros, y no quería en esto, como en lo demás, ni privilegio ni
distinción. Cuando los Hermanos vivían en casas que no eran tan desahogadas ni
cómodas para proporcionar a cada uno su celda, se negaba a tener una para sí en
particular, y voluntariamente se obligaba a habitar en la sala de Comunidad. Ese
mismo espíritu de regularidad le llevaba a tomar en el refectorio sus comidas como
los Hermanos y en su compañía, por más que estuviese débil y enfermo. Hizo esto
varios años antes de su muerte, y eso que su salud gastada y sus fuerzas agotadas por
el peso de los años, por los excesos de sus austeridades y de sus trabajos, parecía
exigir alguna consideración o alivio; pero nunca se pudo recabar de él que consintiese
en esto ni en que mediase la más mínima distinción en la comida entre él, endeble y
enfermo, y los demás Hermanos, que gozaban de buena salud. Se arrastraba al
comedor, lánguido y desfallecido, y quería ser servido como los demás, sin dar oídos
en esto a la delicadeza ni siquiera a la necesidad. No era menos cuidadoso y vigilante en
observar las Reglas del modo y forma determinados por las mismas, cuanto exacto en su
cumplimiento. Era rigurosamente fiel en guardar en la oración y en los demás
ejercicios de piedad la postura y el porte prescritos en las mismas, que exigen se esté
en la oración de rodillas o de pie, con la cabeza descubierta y sin arrimarse. No se
descuidaba de guardar en las recreaciones todas las leyes establecidas para
santificarlas; ni de observar en el andar y en la postura, en el comedor y en todos
lugares, las reglas de modestia prescritas. Y cuando por inadvertencia cometía alguna
falta, no dejaba de imponerse por ella una penitencia y de sufrirla con confusión y
vergüenza. Llevaba esa exactitud hasta el punto que el mundo llama nimiedad, como
por ejemplo, a besar el suelo cuando se le caía de la mano alguna cosa, sobre todo
durante la comida, y no tenía por de poca monta la fidelidad en esto, ni por escrúpulo
el temor de faltar en estas Reglas; y mucho menos le parecía a él que fuese indiferente
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 167
derecho que cree tener de gobernar sus actos, no hace más que renunciar a una
facultad peligrosa y funesta.
Añadía que la pena más grande de las personas de buena voluntad y de sólida
piedad en el mundo era no conocer la voluntad de Dios en muchas cosas que la Ley y
el Evangelio dejan indecisas; al paso que quienes viven bajo la Regla están libres de
esas dudas y perplejidades y exentos de examinar lo que Dios pide de ellos, y se
encuentran prevenidos contra la liviandad del espíritu, los caprichos del genio y la
instancia de la voluntad; procuraba insinuarles que la mayor parte de las observancias
regulares sólo consisten en el ejercicio de las virtudes cristianas cuya práctica
facilitan las Comunidades, pero cuya necesidad éstas no crearon, sino que habrían
tenido la misma obligación de observarlas en el siglo si en él hubiesen permanecido,
pero que se habrían visto expuestos a sus peligros, a la corrupción y a sus escándalos,
sin el auxilio del retiro, de la Regla y del buen ejemplo. Añadía que las prácticas de
Comunidad, que parecen arbitrarias e indiferentes, eran invención de los santos, o
más bien inspiración del mismo Espíritu Santo; que habían sido autorizadas por el uso
de más de catorce siglos; que los grandes maestros de la perfección las habían
introducido con éxito maravilloso; que cuantos las practicaron con espíritu sencillo y
humilde sacaron provechos incomparables; que guardándolas fervorosamente, las
más pequeñas comunidades habían hecho notables progresos y habían crecido muy
florecientes; que de ordinario son tan necesarias para la conservación de la verdadera
piedad como la caña lo es para el trigo y la corteza para el árbol, y el mundo las trata
de menudencias y de pequeñeces, porque no conoce sus consecuencias; además, el
orgullo y la sabiduría humana son malos jueces de lo que es grande o pequeño delante
de Dios, y hay muchas cosas necesarias a la disciplina, ventajosas para la perfección,
importantes para la regularidad, favorables al fervor, preciosas para la verdadera
piedad, de que la gente del siglo sólo sabe reírse y burlarse; que a menudo las
decadencias insensibles del fervor no tienen otro origen sino relajaciones pequeñas,
lejanas al parecer del término a que conducen, y que llegan, con todo, a él por grados e
infaliblemente; en fin, que todas las inobservancias voluntarias son castigadas: las
pequeñas, empujando hacia las mayores que nos prometíamos evitar; y las invisibles,
produciendo otras exteriores que nos cubren de confusión.
En suma, el santo Fundador quería que sus discípulos, al mirar sus Reglas como
bajadas del cielo, tuviesen hacia ellas el respeto, el apego y la fidelidad que merecen
las órdenes del Altísimo. Ahora que han recibido ya la aprobación de la Santa Sede,
deben considerarlas como leyes sagradas y
<2-325>
oráculos divinos, y observarlas con la afición que tendrían a ellas si un ángel se las
hubiese dado.
En efecto, diremos con el abad de Rancé, el Bernardo del siglo XVII, ¿qué cosa más
santa hay que la doctrina contenida en esas santas Reglas? (5. Aclarac., p. 9). No se
ven en ellas sino las máximas y las instrucciones de Jesucristo: son como compendio
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 171
de lo más excelente, sublime y perfecto que nos legó; enseñan a despreciar la tierra, a
no amar sino el cielo; levantan a la pureza de los ángeles, acercan a Dios, encarrilan
en el camino real de las humillaciones y del desprendimiento, hacen verdaderos
imitadores de Jesucristo a los que las observan al pie de la letra.
El señor de La Salle, penetrado de esas sublimes ideas, no omitía nada para
inculcarlas a sus discípulos y hacerles comprender que no debían descuidar ninguna y
mucho menos quebrantarla de propósito, porque de la fidelidad a las Reglas dependía
su santificación. Les enseñaba a considerarlas todas como muy importantes; a no
admitir en ellas ni modificación ni excepción; a no tener ningún miramiento con la
repugnancia natural, ni con el genio, a no avergonzarse jamás de observarlas delante
de la gente del mundo, ni delante de los que no hacen caso de ellas; en fin, a
practicarlas con tanto cuidado en particular como en comunidad y a la vista de los
superiores. Añadía que, cuando hay necesidad de dispensarse en alguna de ellas, no
debía hacerse por sí mismo, sino con permiso, y con disposición de suplir, al primer
momento libre, el acto que por necesidad hubo de omitirse. Causábale mucha pena
ver a los flojos dirigirse a los ejercicios con paso lento y pesado y manifestar deseo de
verlos concluidos antes de haberlos empezado, mantenerse en ellos con frialdad, al
parecer adormecidos, distraídos o pensativos, y sólo presentes con el cuerpo, y su
espíritu y corazón divagar por otra parte.
Además, al proponerles el ejemplo del mismo Legislador de la ley nueva, que se
sometió a las humillantes prácticas de la Circuncisión, del Bautismo de San Juan, y a
todas las observancias legales, sin querer usar de dispensa ni de privilegio, enseñaba a
sus Hermanos a mirar con horror todos los pretextos frívolos que la naturaleza y el
amor propio inspiran algunas veces para eximirse de las Reglas, y a no buscar nunca,
ni en el derecho de antigüedad en la Comunidad, ni en los talentos, ni en los servicios
prestados al Instituto, ni en la autoridad que se adquirió en él, pretextos para
sustraerse a algunas observancias comunes. Ni siquiera quería que se invocase para
dispensarse en las Reglas lo avanzado de la edad, los achaques u otros motivos que la
flojedad y la pereza hacen creer suficientes para que pueda uno concederse dispensas
sin escrúpulo.
el cumplimiento exacto, así de las cosas mayores como de las menores, de no obrar
por costumbre o por rutina y con cierta dejadez que impide formar intención y
propónese un fin. Cuidad igualmente de unir todas vuestras acciones a las de
Jesucristo, para darles todo el mérito que tienen. Armaos de valor para obligaros a
observar las Reglas con puntualidad, en el tiempo, lugar y modo señalados; con
prontitud, sin retrasar por un solo momento su cumplimiento; con alegría,
guardándolas todas con verdadero gusto; con celo, practicándolas de modo que
podáis hacerlas amar y estimar de los otros; con constancia, perseverando en esa
fidelidad hasta la muerte, y no con fidelidad pasajera en que el gusto y afición de la
devoción sensible tienen más parte que la sólida piedad. Pues tales han sido las
disposiciones del Corazón de Jesús con respecto a las órdenes de Dios, su Padre. El
amor ha sido el principio de su obediencia; su cuerpo fue víctima de ella; su muerte, el
término; el tiempo de su vida, la medida; la prontitud, la alegría y el celo, sus
caracteres; la gloria de Dios, su fin. Abrazó con ardor y prontitud, desde su entrada en
este mundo, todos los quereres de Dios que le fueron señalados, e hizo de ellos las
Reglas del suyo. Los siguió durante toda su vida, sin omitir una tilde. Cumplió hasta
los más rigurosos, y, en vista del gozo que le era propuesto, sufrió la cruz. Proposito
sibi gaudio sustinuit Crucem.
Si no observáis vuestras reglas con esas santas disposiciones, su yugo se os hará
insoportable; lo llevaréis con tristeza, tal vez quejándoos y murmurando, siempre con
languidez, con indiferencia e indevoción que podríais comunicar a los demás; si os
sometéis a ellas sólo exteriormente, para salvar las apariencias, por respeto humano,
por refinada hipocresía o para evitar reprensiones y castigos, sólo guardaréis su
corteza, y seréis como sepulcros blanqueados y fantasmas de regularidad. En fin, os
hastiaréis y disgustaréis de ellas y llegaréis hasta a sacudir su yugo, o sólo os
someteréis a él por fuerza, con violencia y amargura de corazón. Si lo lleváis a
disgusto, os parecerá molesto, penoso e insoportable. Ahora bien, con esa dificultad
retrocederéis en vez de adelantar por el camino del cielo, porque Dios mira el corazón
y no la mano. Y aun cuando adelantaseis no sería gran cosa, por la sencilla razón de
que nada violento es duradero. Ansiaréis, tarde o temprano, vida más libre; creeréis
dichosos a quienes no están sujetos a ninguna regla y tienen entera libertad para
seguir sus deseos y caprichos. Lo perdéis todo en la observancia de las Reglas, si sólo
guardáis la corteza. Por el contrario, lo ganáis todo, si les prestáis sumisión universal,
entera, puntual, interior, revestida de fe, pureza de intención, amor de Dios y del
cuidado de dirigirlo todo a Él».
El cuidado con que la mayor parte de los Hermanos observaban los reglamentos no
le causaba menos alegría que tristeza la indiferencia de otros en guardarlos. «Tengo
mucho gusto —dice a uno de ellos— de que se complazca en guardar las Reglas. El
grande amor que manifiesta por ello es señal de su vocación. Tiene razón en sentir
que las Reglas no se guarden bien; pero lo que ha de poner remedio a las faltas no es el
sentimiento que experimenta de que se quebranten, sino el buen ejemplo que dará en
su observancia; sea usted el primer móvil y
<2-329>
trabaje con prudencia en que se observen. ¿Le parece muy difícil? Procure ser
piadoso, modesto y muy observante de sus Reglas: con esto dará buen ejemplo a sus
Hermanos. Pido a Dios que le conceda esa gracia».
«Le suplico —dice a otro— que tenga mucha afición a la observancia de sus
Reglas, pues Nuestro Señor no le bendecirá sino en cuanto procure guardarlas con
exactitud; y si me pide un medio fácil para ello, le diré que debe mirar en ellas la
voluntad de Dios, y verá cómo entonces no se le hará difícil; en observancia, entre
todas las Reglas, la que con más empeño ha de guardar es la exactitud en no hacer
nada sin permiso: es de muchísima importancia».
Para adquirir perfecta regularidad —dice en otra parte— hay que mirar las
prácticas de Comunidad, no por lo que aparecen por de fuera, sino que se las debe
considerar con relación a la voluntad de Dios, que es la misma en todas, cualesquiera
que sean (Colección, art. de la Regularidad).
«1. Es increíble —dice también— cuán grandes y desastrosos son los efectos que
producen inobservancias muy leves en apariencia, y cuán fácil es caer en la
relajación, pues ésta sobreviene en las Comunidades, en primer lugar, por el poco
espíritu de recogimiento, por la falta de silencio y de retiro y, sobre todo, de oración;
por el excesivo derramamiento de los sentidos, por la demasiada familiaridad con
personas seglares, por amistades que se adquieren, por conversaciones frívolas y
mundanas, y, en fin, por la estima de lo que el mundo aprecia: como la nobleza, el
talento y el apoyo de las criaturas.
2. En segundo lugar, la relajación entra a veces en las Comunidades por la poca
exactitud en guardar la antigua forma de los hábitos, tomando paños más finos y más
ligeros, o cambiando algo en la forma de vestirse.
3. Introdúcese en tercer lugar relajación en la estructura de los edificios, que en
verdad han de ser sólidos y duraderos, pero conformes con la pobreza de que se ha
hecho profesión en las Comunidades. Apenas se puede creer cuánto detestaban los
santos los edificios de casas religiosas en donde todo resplandece menos el espíritu de
pobreza. San Francisco de Sales, para impedir ese desorden, exige terminantemente
que sus religiosas edifiquen a lo capuchino. Hay, sin duda, más gracia y más espíritu
de Dios en las Comunidades que construyen pobremente.
176 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
se nota en los miembros que componen las Comunidades. He aquí en qué forma se
expresa:
«El grado de fidelidad en los ejercicios y en las prácticas de Comunidad es lo que
produce diferencia tan grande en la multitud de personas que viven en la misma
Comunidad con las mismas Reglas. Siguen el mismo método de vida, los mismos
ejercicios y hacen las mismas cosas; sin embargo de esto, apenas hay dos parecidas en
la conducta y en las prácticas de las virtudes de Comunidad. La razón está en que su
fidelidad es desigual. Esa virtud inutiliza gran número de acciones de suyo muy
santas; y el descuido en practicarlas hace que con dificultad se encuentren algunas
acciones del todo buenas en la vida de una persona. Se dará —añade— cuenta muy
exacta en la hora de la muerte de la poca fidelidad a los ejercicios, así como de las
infracciones a la Regla del silencio, de la escasa aplicación al santo ejercicio de la
oración y del poco uso y fruto que se hubiese sacado de la participación de los
Sacramentos».
<2-331>
Propone después tres cosas a los que quieren llevar vida religiosa y progresar
mucho en la fidelidad a los ejercicios de Comunidad:
«La primera es no ocuparse en nada por impulso natural, sino siempre por
obediencia y en vista de la voluntad de Dios; la segunda es hacer, al fin de cada
semana, detenido examen de las infidelidades que se hubiesen cometido y renovar
sinceramente la resolución de ser más fiel en adelante; la tercera, aplicarse a hacer
bien la oración. Se ha de tener por verdad infalible —añade— que todos los que en las
Comunidades viven sin oración y sin aplicarse a ella con fervor, no son ni serán jamás
fieles a sus santos ejercicios».
En fin, concluye todo esto exhortando a las personas de Comunidad y
particularmente a todos los Hermanos de su Instituto a implantar muy en su espíritu
las tres máximas siguientes, para así facilitarse la adquisición de la santa fidelidad:
«La primera —dice— consiste en pensar que debemos servir a Dios en todo tiempo
con la misma fidelidad, porque es siempre el mismo y nunca cambia.
La segunda es que todas las penas del infierno deben parecer a uno menos
insoportables que la menor infidelidad a los ejercicios y a las prácticas de
Comunidad.
La tercera es que no se debe pasar jamás ni un solo momento sin dedicarse al
servicio de Dios, porque vendrá tiempo, como dice Jesucristo, en que nada podremos
hacer por la salvación».
Habiéndole pedido cierta ferviente religiosa algunos avisos espirituales que la
ayudaran a sobrepujar los obstáculos y las penas que encontraba en su estado, accedió
a su deseo, y por todo aviso le manifestó la importancia de la fidelidad a sus Reglas.
He aquí cómo le habla:
178 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
ARTÍCULO SEGUNDO
es preciso despegarse tan enteramente de lo que se llama propio interés y desasirse tan
eficazmente del dominio del amor propio, que se llegue hasta el desprecio y el odio de
sí mismo que el Evangelio canoniza.
Viose en él a un hombre que llegó a amar a Dios tan puramente que no buscaba en
Dios más que a Dios solo, que sólo gustaba de su beneplácito, buscaba únicamente su
servicio, no veía en todo sino su santa voluntad, y que, sin excluir de sus intenciones
la vista de las recompensas y el deseo de la eterna dicha, a lo que jamás es permitido
renunciar, deseaba la mayor gloria de Dios y no buscaba en el amor sino el amor
mismo.
Para decir algo más en particular, acerca de lo que nuestro santo sacerdote hizo por
Dios, es preciso detenerse sobre el celo que manifestó de su gloria y de la salvación de
las almas, y sobre los diferentes oficios de caridad que desempeñó en favor del
prójimo; su vida fue hasta sus últimos instantes un tejido de esas acciones.
viajes, corrió peligros, en todas partes: peligros de parte de los ladrones, peligros de
parte de sus enemigos, peligros en la soledad, peligros en la villa, peligros de ser
encarcelado (porque se le buscó en París para llevarle preso, después de sentencia
ignominiosa); peligros entre los falsos Hermanos, de los cuales unos le traicionaron,
varios le dejaron, otros se rebelaron contra él, algunos le ultrajaron, sin hablar del que
le maltrató.
Bien puedo decir, al recordar las virtudes de ese santo sacerdote, que Dios quiso
mostrar en su persona, en el siglo
<2-335>
XVII, a un ministro formado según el modelo de san Pablo. Los mismos peligros, las
mismas contradicciones, igual método para llevar las almas a Dios, idéntico valor
para perseverar hasta el fin. Siempre en el cansancio y en la miseria, en vigilias
frecuentes, en el hambre y en la sed, en rígidos ayunos, en el frío y en la desnudez.
He aquí lo que le hizo padecer el celo; he aquí lo que le costaron el Instituto y el
establecimiento de las escuelas cristianas. Aunque el santo sacerdote no muriese por
la propagación de la doctrina cristiana, fue, en cierta manera, mártir de ella por las
muchas penas y tribulaciones que sufrió por espacio de unos cuarenta años
consagrados al establecimiento de las escuelas gratuitas. ¿No podía decir, con san
Pablo, a sus discípulos y a los niños a quienes instruía, que cada nuevo día le pedía
nuevos sacrificios, y que él era una víctima cuya inmolación se renovaba todos los
días? Ninguno existió de esos pobres desamparados cuya alma no le fuese más
apreciable que la vida del hijo único lo es para un tierno padre; siempre dispuesto a
sufrir con alegría en aras de su salvación y a poner colmo a sus sacrificios pasados con
otros nuevos, derecho tenía para decirles también: Me sacrificaré gustoso por la
salud de vuestras almas (2 Cor 12, 15).
De este modo se mostraba en todas las cosas como debía, esto es, como celoso
ministro de Dios, con mucha paciencia, en medio de tribulaciones, de necesidades,
de angustias, de azotes, de cárceles, de sediciones, de trabajos, de vigilias, de
ayunos, con pureza, con doctrina, con longanimidad, con mansedumbre, con unión
del Espíritu Santo, con caridad sincera, con palabras de verdad, con fortaleza de
Dios, con las armas de la justicia para combatir a diestra y a siniestra, en medio de
honras y deshonras, de infamia y de buena fama; tenido por impostor, siendo
verídico; por desconocido, aunque muy conocido: casi moribundo, como castigado,
mas no muerto; como melancólico, estando en realidad siempre alegre; como
menesteroso, siendo así que enriqueció a muchos; como que nada tenía, y todo lo
poseía, poseyendo a Dios (Cor 6).
gloria y los intereses de Aquel a quien servía, ambicionando sólo para sí la pena y las
humillaciones, raras veces separadas de las funciones santas ejercidas con espíritu de
santidad; pues, al fin y al cabo, ellas distinguen el verdadero celo, y manifiestan en
quien las abraza y las sufre con valor la pureza de intención y caridad sincera. Es más
meritorio el padecer por Dios que emprender cosas grandes por Dios: lo uno puede
juntarse con el amor propio, lo otro es efecto del puro amor de Dios. En el crisol de la
ignominia y de las persecuciones se prueba y purifica el verdadero celo. Jamás el
sacerdote sirve mejor a Dios y a su Iglesia que cuando está velado con la nube de los
desprecios, y cuando sólo se da a conocer por sus trabajos y por sus virtudes. La
vanagloria indúcenos a cobrar mucha fama, el falso celo pretende siempre los
honores de gran reputación; pero ¿qué sucede cuando un ministro del altar ha
adquirido nombre ilustre? No se encuentra más que a sí por fruto de sus faenas; y
reconoce a la hora de la muerte que después de haber trabajado durante toda la noche
de esta miserable vida, nada ha hecho para la gloria de Dios y la salvación de las
almas.
Un ministro como el señor de La Salle, que apenas daba un paso sin encontrar
obstáculo, veía por todas partes sus designios hechos blanco de contradicción, no
conseguía adelantar sus empresas sino por la paciencia y la longanimidad;
<2-336>
imitando el celo de los Apóstoles, se encontraba, como ellos, roodeado de
perseguidores y cargado de cruces. Trabajaba sin ruido, pero con pingüe fruto; sin
brillo, pero con rico mérito. Tal ha sido la vida de todos los siervos del Esposo y de la
Esposa; como muerte cotidiana. No perdonando sacrificio, y consumiéndose ellos
mismos en el trabajo y la penitencia, se mantuvieron en el estado de víctimas
destinadas al holocausto. Si no fueron mártires, es porque la ocasión del martirio les
faltó. Los padecimientos diarios suplieron al martirio en Juan B. de La Salle. Quien
conoce su vida no titubeará en concederle cabida entre esa falange de celosos obreros
del Evangelio, cuyo retrato acabamos de pintar con las mismas palabras de san Pablo.
IV. Efectos que ese celo ardiente producía en el corazón del santo varón
Como no vivía para sí, sino únicamente para Dios, sólo suspiraba por la exaltación
de su santo nombre y por la multiplicación de sus servidores. Su único deseo era verle
conocido, amado y servido. Cifraba su contento en buscar y hallar medios con que
hacerle bendecir y honrar y ganarle todos los corazones. Hubiera quedado contento
sólo a medias, si hubiese visto a todos los hombres de la tierra reunidos en la
verdadera religión y sometidos al yugo de la fe. Su alegría hubiera sido completa, si
los hubiese visto a todos vivir como santos. Este deseo era en él tan vehemente que
miraba la pérdida de su descanso, de su reputación y de sus bienes como ganancia,
cuando esos sacrificios contribuían al acrecentamiento del reino de Dios. En el ardor
de su celo, hubiera querido multiplicarse hasta lo infinito para extenderlo por todo el
universo, y adquirir para el Señor servidores perfectos, capaces de adorarle en
184 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
espíritu y en verdad. Nada le arredraba cuando se trataba del servicio del divino
Maestro, y en cada instante de su vida se le veía dispuesto a sacrificarse por extender
su gloria. De ahí nacía en él ese santo celo por el ornato de los templos, por el decoro
en los altares; por la magnificencia de los vasos y ornamentos sagrados; de ahí nacía
esa noble pasión de ver todo lo que mira al culto de Dios y al servicio de la religión
con el esplendor y la majestad que conviene; de ahí el dolor que afligía su alma
cuando pensaba en lo mucho que se ofendía a Dios en el mundo, en cuán pocos
verdaderos adoradores tiene, y al recordar con qué tibieza le sirven aun los más fieles.
Tomaba tan a pechos el honor de Dios, que quiso ser su hostia y su celador
perpetuo, obligándose con sus discípulos a procurarlo por todos los medios posibles.
Sobre esto funda la fórmula de los votos que compuso para su Comunidad y que
pronunció él primero al pie de los altares, revestido de sobrepelliz y con una vela en la
mano, al frente de los Hermanos, con devoción que manifestaba en el semblante el
fervor de su alma. He aquí cómo empieza: Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, postrado con el más profundo respeto ante vuestra infinita y adorable
majestad, me consagro enteramente a Vos para procurar vuestra gloria. cuanto me
fuere posible y lo exigiereis de mí, etc. Con ese preludio quería enseñar primero a sus
discípulos el objeto único del Instituto, el fin de sus votos, lo que había de ser el alma
de todas sus acciones y el centro de sus deseos. Renovaba todos los años, el día de la
fiesta de la Santísima Trinidad, esta ceremonia con la misma solemnidad y con
nuevos deseos de verse, a sí y a sus discípulos, hechos hostias vivas, consagradas a la
mayor gloria de Dios.
Mudo en toda ocasión, y como incapaz de defenderse cuando se trataba de velar
por los propios intereses, volvíase elocuente cuando se trataba de los de Dios, y nadie
podía resistir a la sabiduría y al espíritu que hablaba por su boca (Hch 6, 10). Así
sucedió, entre otras circunstancias, cuando dos Hermanos fueron citados a
comparecer en juicio y a decir con qué autoridad habían abierto
<2-337>
otra escuela gratuita; siguioles él, y después de haber sido mero espectador en la
defensa que de sí hicieron los Hermanos, empezó a hablar cuando ellos callaron; y
defendió su causa con tanta vehemencia que al punto fue dictada la sentencia en su
favor, a pesar de los gritos de los maestros de escuela, quienes para evitar que se les
condenase a pagar las costas protestaban que no tenían nada que ver con él.
¡Cuántas veces hizo cambiar de parecer a los que, prevenidos contra la forma de su
gobierno, contra el nuevo género de vida y el hábito de sus Hermanos, le escuchaban
al fin con ánimo dispuesto a ceder a la verdad que tan sensible les hacían sus razones!
¡Cuántas luces y superiores razones no proporcionaba el Espíritu Santo en esas
ocasiones a una boca que sólo se abría cuando se trataba de defender la causa de Dios!
Los que por presunción o buena opinión de sí mismos conservaban resabios por no
tenerle en todo plenamente sumiso y dócil a sus avisos, sin ser, por supuesto,
superiores suyos, quedaban a veces deslumbrados por la evidencia de las razones que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 185
oponía a las suyas y se veían obligados a reconocer que era invencible en el raciocinio
cuando quería usar de él.
Los vicarios generales de la diócesis de Reims le conocían bien cuando le enviaron
en 1684 con varios eclesiásticos a trabajar en la misión de cierta ciudad descuidada
hacía mucho tiempo y cuya tierra, semejante a las montañas de Gelboe, parecía
condenada a no recibir del cielo más lluvia ni rocío. El santo sacerdote estaba
entonces a la cabeza de la Sociedad que acababa de nacer, y necesitaba absolutamente
de su presencia; y no fue para él ligero sacrificio el que le imponía la obediencia de
dejar a unas ovejas recién reunidas bajo su dirección, para correr tras otras ovejas
descarriadas, pertenecientes a rebaño desconocido; pero, en fin, la voluntad de los
superiores le daba a conocer la de Dios, y por más santa que fuese la pasión que sentía
de procurar la gloria de Dios en el redil que la divina Providencia había confiado a sus
cuidados, deseaba ante todas las cosas cumplir su voluntad santísima. Así es que
corrió a donde le llamaban la obediencia y los intereses de Dios.
El designio de los vicarios generales era conmover, a aquel pueblo endurecido, con
la presencia y ejemplo de un canónigo de Reims convertido, voluntariamente y por
amor de Dios, en el último y el más pobre de los sacerdotes de la diócesis, y obligar al
santo misionero a levantar sus manos al cielo, a dirigirle sus oraciones y a ofrecerle
sus penitencias para atraer su gracia y bendición sobre aquella tierra inculta hacía
mucho tiempo. No fueron vanas sus esperanzas. El resplandor de las virtudes del
joven obrero evangélico, más eficaz aún que sus predicaciones, conmovió a una
población a quien sus pastores habían escandalizado con ejemplos de vicios y de
pecados. Casi todas esas buenas gentes, olvidando que había en su viña otros obreros
y que no era conveniente dejarlos ociosos, para hacer llevar a uno solo todo el peso
del día y del calor, acudían todos a nuestro santo sacerdote, de modo que todo el peso
de la misión cayó sobre él; y esto no obstante, tuvo el consuelo de ver fructificar sus
trabajos mucho más aún de lo que esperaban quienes le habían enviado. Los
habitantes del lugar que le sobrevivieron le veneraban como a su apóstol, tan
edificados quedaron de los heroicos actos de celo y caridad que le vieron practicar en
favor de ellos.
No será exagerar, si me atrevo a decir que el celo de la gloria de Dios devoraba a
este santo sacerdote, y que cuando le sucedía estar fuera de su retiro y oración, en
nada pensaba sino en discurrir medios de extender la gloria divina. Con ese intento,
cuando iba de viaje, acechaba
<2-338>
las ocasiones de hablar de Dios a los que encontraba por el camino, para inducirlos a
crecer en virtud y a convertirse a Dios si estaban todavía en pecado. Su celo no era
estéril: producía a veces maravillosos frutos, según se verá pronto.
186 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
SECCIÓN PRIMERA
pasiones, a no dejar a ese buen confesor trabajar sólo en la curación de sus almas, sino
a unir sus oraciones y ayunos a la penitencia del santo sacerdote.
Unido con Dios por la oración casi continua, sacaba de ella el espíritu que vivifica,
la unción que conmueve, la virtud que obra y la gracia que cambia los corazones más
rebeldes; de este modo venía a convertirse en hábil instrumento de salvación, puesto
en las manos del Omnipotente para producir eficazmente, en las almas empedernidas,
la penitencia y la conversión. Lo que la palabra viva y eficaz había empezado en
corazón insensible lo acababa la oración, armada con sus austeridades y
mortificaciones, y, por lo común, ningún pecador avezado al crimen podía resistirse a
las gracias que de Dios le alcanzaba y a los ejemplos de virtud con que le edificaba.
Persuadidos de que el santo sacerdote trabajaba más que ninguno de ellos por su
conversión, y que ésta le costaba muchas lágrimas y no poca sangre, se avergonzaban
de su flojedad y se animaban con su ejemplo a conseguirla a costa propia.
Por otra parte, la humildad, el desinterés, la paciencia y la dulzura, que eran el alma
de su conducta, les inspiraban tanta confianza que era para ellos una especie de placer
confiarle sus pecados y exponer a sus ojos las llagas más vergonzosas. Pero ¡cuáles
eran su sorpresa y su edificación cuando el hombre de Dios, a quien reverenciaban
como santo, se pintaba a sí mismo como muy pecador; y, después de haber recibido la
confesión de sus más abominables crímenes, quería persuadirles que eran menos
criminales que él! Esa humildad les humillaba a ellos, y comunicándoles los
sentimientos de horror y de dolor
<2-340>
que les habían de inspirar sus iniquidades y que el espíritu de penitencia trae siempre
consigo, no les dejaba sentir vergüenza para declararlos todos, señalando las especies
diferentes y las circunstancias que podían revelar la fealdad y torpeza de los pecados.
He aquí algunos ejemplos que confirman lo dicho.
infierno a dos gentiles hombres cuya educación le había sido confiada como a
preceptor.
Nuestro santo sacerdote no tardó en conocer con quién se las había, y sintiendo
aumentársele el celo en razón de la misma dificultad de semejante conversión, la
emprendió con generosa confianza en Dios, sin detenerse a pensar en los obstáculos
casi invencibles que, al parecer, la hacían desesperada. Persuadido de que nada es
imposible a Dios, quien se complace en usar de misericordia con los mayores
pecadores, interesó al cielo por la conversión de éste; ofreciose, pues, al Espíritu
Santo a trabajar en la conversión de aquel corazón depravado y profundamente
corrompido, lo ablandó, ganó su confianza y le sacó la vergonzosa y humillante
declaración de su abominable vida. El señor de La Salle, obligado a continuar su viaje
y a interrumpir los trabajos para ganarle, tomó todas las providencias necesarias para
asegurarle en Dios, y acabar de arrancar de las garras de la antigua serpiente al
desgraciado pecador, determinándole a retirarse a casa de los Hermanos de París,
para ocuparse allí en la oración y preparar su alma a la justificación.
Vino, en efecto, a París a verse con el Hermano Director, quien le recibió y le puso
solo en una celda, en virtud de la orden que le habían dado, en carta que le fue
presentada por ese hombre. Pero alarmado por la presencia de ese nuevo huésped que
le hizo alguna confidencia sobre lo que había pasado entre el siervo de Dios y él, y del
cuadro horrible de su vida; inquieto por los negros designios que el demonio pudiera
intentar en la casa por medio de hombre semejante, prevenido contra lo que se
pudiese temer del trato con un penitente equívoco, el cual, so capa de conversión
fingida, podría tentar de pervertir a alguna alma débil, le tuvo, hasta la vuelta del
santo Fundador, encerrado y sin libertad para hablar con nadie, a no ser con el mismo
Hermano Director y con el Hermano que cuidaba de darle la comida. El siervo de
Dios, vuelto a París, acabó felizmente esta conversión. Oyó su confesión general y,
después de haberle confirmado en la piedad, le procuró el empleo de enseñar en un
hospital. Allí, el vigilante pastor no le perdió de vista,
<2-341>
y dirigía su conciencia. Ese pecador, sinceramente convertido, llevó vida
irreprensible, y la consumó con una muerte que hizo esperar que Dios había tenido
misericordia de él, según lo dijo el señor de La Salle al Hermano Director.
con una recomendación del señor de La Salle para que se le admitiera en la casa y
permaneció en ella dos años. Diosele trabajo en las escuelas para librarle de la
holganza, el tedio, el aburrimiento y vicios que los acompañan. El anhelo del varón de
Dios era ofrecer a este mal ministro del altar oportunidad de prestar algún servicio a la
Iglesia, pero no pudo conseguirlo. El espíritu de cuartel, que no se pierde fácilmente,
no estaba apagado, sino sólo adormecido en aquel hombre que, al parecer, tenía
vocación al par que inclinación a la milicia. Con todo, no fue este camino el que
siguió para probar fortuna. En espera de que la sotana y el breviario bastarían para
conseguirle algún beneficio en su tierra, los llevó a Roma y allí aguardó la
oportunidad ansiada por la codicia, en que pudo presentarse solo a concurso, sin
encontrar opositor más apto que él.
Varios otros grandes pecadores venían a pedir al santo sacerdote el bautismo de la
Penitencia y confesarle sus crímenes. No eran ni sus predicaciones ni ninguna obra
ruidosa lo que los atraía, pues oculto en su casa como san Juan Bautista en el desierto,
no se daba a conocer afuera; pero, porque era lo que debía ser, vivo dechado de
penitencia sin ser de ella predicador elocuente y aun sin manifestarse en público, los
pecadores venían a buscarle; los soldados acudían también a pedirle cómo debían
haberse para salvarse. Todos encontraban en él favorable acogida. Acostumbraba a
conducirlos a la capilla de la casa, y allí los oía en confesión gastando muchas horas,
si era necesario. Por más que apreciaba el tiempo, no lo escatimaba para con ellos, y
les concedía de buen grado todo el que pedía la perfecta conversión.
Después de haberlos puesto en este feliz término, no los dejaba. Excitándoles a que
volviesen a verle, procuraba, en estas caritativas visitas, afirmarlos en el bien e
inspirarles amor a la virtud. Como le habían entregado la llave de sus corazones, no
perdonaba nada para abrirlos a la gracia y hacer penetrar en ellos el amor de Dios. Si
alguna diferencia hacía entre ellos, era en favor de los más criminales y bribones;
éstos recibían de su corazón señales más particulares de distinción. Tratábales con
maneras tan humildes y tan suaves que parecía tenerles cierto respeto y verdadera
ternura. Esto les daba confianza, y se maravillaban de ver un confesor a quien
veneraban como a nuevo Juan Bautista, confidente y juez de sus conciencias, negras
como los carbones del infierno que les trataba con honra y estima, en vez de
rechazarlos o mirarlos con desprecio.
parte que se vuelva. Pecados que había olvidado momentos después de cometerlos, se
presentaban a su memoria y le obligaban a confesarse autor de tantas monstruosas
iniquidades. La multitud de ellos le espantaba. El mundo, desenmascarado a sus ojos,
no tenía ya nada que pudiera agradarle, y dijo a los placeres y goces: Sois vanos, ¿por
qué me engañáis? Insoportable a sí mismo, se ocultaba y no se atrevía a mostrarse a
los demás,
<2-343>
por temor de que notasen algo de la turbación, de la tristeza, inquietud y agitación de
que su alma estaba presa. Pensativo y solo consigo mismo, encontraba la vida aún
más aborrecible, porque el silencio y el retiro le ponían en manos de su mayor
enemigo, su conciencia. En fin, cayó en profunda melancolía, vecina de la
desesperación. El remedio para su dolencia era una buena confesión general; se la
aconsejaron, pero ¿con quién hacerla? ¿Habrá acaso en el mundo un hombre que
pueda oír la historia de su vida sin sobrecogerse de horror y sin hacérselo sentir? ¿Lo
habrá bastante paciente para escuchar con tranquilidad hasta el fin tan larga
enumeración de crímenes, cuya única diferencia consiste en la que les da la
diversidad de especies y circunstancias? Esto se decía a sí mismo, y esto contestaba a
los que le exhortaban a que buscase en la piscina de la penitencia, abierta a todos los
pecadores, el remedio de sus crímenes.
Siempre pronto a confesarse, si hubiese encontrado confesor cual lo deseaba, con
ninguno quería hacerlo, porque no podía hallar al que buscaba. Lo que necesitaba,
según él, era un confesor que fuese santo o que acabase la vida luego, después de
haberlo oído, pues no quería que el testigo secreto de vida tan desarreglada como la
suya sobreviviese a la declaración de sus pecados. De este modo, la soberbia, más
perniciosa aún que los demás vicios, impedía la curación de aquella alma. El mismo
espíritu diabólico que le había quitado todo pudor al cometer sus crímenes, se lo
devolvía para impedirle la confesión de ellos. Su ansiedad, con todo, crecía todos los
días, y la dilación del remedio sólo servía para aumentar el mal y hacerlo más
incurable. Lo bueno que tenía este hombre era que deseaba efectivamente su
curación; si tardaba en acudir al médico, era por no saber dónde buscar al que estaba
destinado a procurársela.
Nadie, sin duda, más a propósito para verificarlo que el abad de Rancé, el célebre
reformador de la abadía de la Trapa, a quien el cielo había concedido el talento de
convertir a los mayores pecadores en ilustres penitentes. Hablaron de él a este
pecador turbado, y se lo pintaron como un santo. Esto bastó; corrió a echarse a sus
brazos. Pero, bien sea que el abad de Rancé, a pesar de su eminente virtud, no fuese el
médico de quien Dios quería servirse para la curación de este enfermo desesperado,
bien sea que el demonio, al ver que su presa iba a escaparse de sus garras, hiciera
nuevos esfuerzos para asegurarse la posesión de ella, el desgraciado, llegado al puerto
de la salvación, después de haber estado en él por corto tiempo, quiso salir de él con
menosprecio de las vivas y caritativas reconvenciones del santo abad, que le
representó en vano que encontraría su perdición fuera de aquella casa. A pesar de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 193
esto, Dios velaba por este pecador y por vías ocultas le encaminaba a la conversión.
Cómo había oído hablar, al salir de la Trapa, de un virtuosísimo sacerdote llamado M.
Aubrí, fue a Moulins a buscarle, con intento de confesarse con él. Llegado allí, y
sabiendo que este celoso eclesiástico, dedicado a la instrucción y a la educación
cristiana de la juventud, buscaba un auxiliar que le ayudase en la humilde y pesada
tarea de las escuelas, le ofreció sus servicios, sin declararle el motivo que le había
llevado a Moulins. Hasta se sirvió aparentemente de fingimiento para hacerse desear
más aún del señor Aubri, aparentando estar resuelto a retirarse a un eremitorio.
Después de disuadirle, y juzgándole idóneo, el virtuoso señor Aubrí asociole a su
obra, señalándole una pensión. Además, consiguió nuestro pecador mejorar su
condición material, encargándose, como ayo, de la educación de los hijos del
Procurador del Rey en aquella ciudad. De este modo, comía a la mesa de este
magistrado y gozaba de la pensión del señor Aubrí. Era lo suficiente para vivir
cómodamente, si su conciencia le
<2-344>
hubiese dejado en paz; pero en vano trataba de distraer sus inquietudes; cambiando de
lugar no cambiaba de corazón, y adondequiera que iba seguíale el verdugo que le
torturaba.
Salió, pues, de Moulins, para buscar en París a Juan B. de La Salle, de quien le
habían hablado como de un gran siervo de Dios, y que debía ser el libertador que
la Providencia le destinaba. El deseo de visitar a Sept Fonds, célebre asilo de la
penitencia, próximo a Moulins, fue el pretexto de que se valió para justificar su
partida. Pero, en vez de dirigirse a Sept Fonds, se encaminó a París, en donde, después
de muchas pesquisas, vio con satisfacción al médico que al fin había de curarle.
Fue recibido por él, según deseaba, con bondad y cordialidad de que no había visto
ejemplo. El aire afable de santo sacerdote, su trato bondadoso, sus maneras
afectuosas y sobre todo la caridad con que ejercitó con él la hospitalidad, ganaron
plenamente su confianza, y reconoció al verle que se parecía perfectamente al retrato
que en su imaginación se había formado del santo que necesitaba para confesarle.
Suplicó sin dilación que le oyese; pero faltole el valor en las tres primeras veces que
se presentó al tribunal de la penitencia. Cuando llegó el caso de tener que revelar sus
infamias, el falso rubor, fruto del orgullo, le ató la lengua y le hizo enmudecer. Pero
después de esto, como quien va sondeando por un paso peligroso y anda con mucho
tiento, comenzó a declarar uno de sus más enormes crímenes, procurando indagar la
impresión de horror que producía en su confesor. Viole tranquilo y sin más emoción
que si le hubiese declarado confidencialmente un acto de virtud. Esta primera
tentativa había tenido el éxito feliz que deseaba, y le animó a añadir a la confesión del
primer pecado la de otros dos de igual gravedad. Muy sorprendido de que el señor de
La Salle no manifestase extrañeza, de que los escuchase a sangre fría y sin demostrar
horror, hizo declaración sincera y entera de los demás, conforme aseguró más tarde él
mismo a un Hermano que había ido de París a Guisa con él, adonde el señor de La
Salle les mandó.
194 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Esta confesión tan humilde y entera fue la salvación de este reacio pecador,
entregado desde tanto tiempo al gusano roedor de su conciencia, y le proporcionó el
suspirado descanso. Mas, para obtener la absolución, se le obligó a poner en manos de
su confesor todos los papeles en que estaban contenidos los misterios de iniquidad y,
entre ellos, las falsas licencias de sacerdote que había obtenido. Esta conquista, hecha
para Dios, llenó de rabia en alto grado al espíritu de tinieblas. Enfurecido al ver
arrancada de sus garras tal presa, y resuelto a vengarse, atormentó visiblemente al
recién convertido. Pareciole a este pobre penitente haber salido todos los demonios
del infierno, y estar su celda llena de estos implacables enemigos, que amenazaban
con echarlo por la ventana. Los asaltos en el interior de su alma fueron todavía más
terribles que los exteriores. Sintió allí una rebelión vivísima de todos los vicios y
pasiones. Todos los desórdenes pasados le solicitaban para nuevos crímenes. Jamás
el atractivo del placer y la delectación que acompaña al pecado le habían parecido tan
dulces y seductores. Pero, por efecto de la misericordia divina, estaba cerca de su
libertador, y, como le descubrió fielmente todas las tentaciones, salió siempre
victorioso de ellas. Fueron, con todo, muy largas y muy pertinaces; mas la
multiplicación de los combates sirvió para multiplicar
<2-345>
los triunfos. El señor de La Salle, sabiendo mejor que cualquier otro los furiosos
esfuerzos que el espíritu inmundo suele hacer para volver al corazón del cual ha sido
echado, su astucia en despertar las pasadas ideas, la facilidad que encuentra en los
vicios y los malos hábitos para abrir nuevamente llagas, aunque estén bien cerradas,
velaba con todo el cuidado posible por la conservación de esta conquista. Consiguió
mantenerle en los caminos de Dios, sosteniéndole con esa admirable caridad ya
empleada para sacarle de la senda del infierno. La muerte de este pecador penitente,
ocurrida poco después de su conversión, pareció confirmar su predestinación, pues su
fin fue muy edificante. Acaeció en el hospital de Soissons, adonde La Salle le había
enviado para que enseñase a los niños. El santo varón, a pesar de su humildad, recibió
en ella toda la honra, porque estándole tan obligado el moribundo no podía contener
los testimonios de agradecimiento que le debía. Decía públicamente que el santo
sacerdote le había arrancado de las fauces del león infernal y de la condenación
eterna, y que si Dios usaba con él de misericordia, era debido a la caridad del santo
sacerdote. La fama de esta conversión mereció al siervo de Dios elevada reputación
entre los grandes pecadores. Venían a él todos de todas partes para experimentar por
sí mismos la gracia que tenía para trocar los corazones más endurecidos y sacar del
infierno a hombres que parecían tener metidos ya en él los pies.
rezar el Oficio divino que le obligaba, sino en busca de pretexto para eludir tal carga,
y vivir vida licenciosa, olvidó presto sus deberes, y aun lo que era, lo que debía a Dios
y a la Iglesia, para no acordarse más que de la libertad que se había arrogado de ser
malo impunemente. Por este carácter de impiedad puede juzgarse el trabajo que
costaría al siervo de Dios la conversión de este desertor del estado eclesiástico; pero,
en fin, lo logró, y su muerte, que muy pronto sobrevino, pareció sellarla y asegurarla.
Acabó sus días en Rethel en santas disposiciones.
Los párrocos y los confesores, enterados del bien que Dios obraba por el ministerio
de Juan Bautista, le consultaban con frecuencia sobre los casos más apurados en la
dirección de esas almas de la más refinada malicia, cuya conversión pide estupendos
milagros de la gracia; a veces se los enviaban para acabar lo que ellos habían
empezado, o para que hiciera lo que ellos no se habían atrevido a emprender.
de presentárselo. Este joven, de solo dieciocho años, pero viejo por sus vicios y
costumbres licenciosas, había abrazado la milicia clerical; mas de tan sublime estado
tenía solamente alguna señal exterior, y nada del espíritu de tan sublime vocación.
Obligado por sus padres a seguir una carrera a la cual no era sin duda llamado;
inducido por miras de interés y de ambición a continuar siendo lo que no quería ser,
manifestaba inclinaciones que, al par que vergonzosas para él, serían temibles para la
Iglesia. Cuantos medios se habían tomado para mantenerle en el deber, resultaron
vanos, o mejor, sólo sirvieron para fomentar su espíritu de libertinaje. Por fin, sus
padres, viéndose precisados a tenerlo encerrado, lo habían colocado en la casa de los
Padres del Oratorio, que estaba a la puerta del arrabal de Santiago, en París,
esperando que movido por la fuerza y la multitud de las instrucciones y de los buenos
ejemplos se resolvería a llevar una vida más ordenada.
Todos esos remedios dieron por resultado agriar más y más el mal. Cuanto más
sujeto se veía, tanto más violento se ponía para lograr de nuevo su libertad. Astuto
para burlar los ojos que vigilaban todos sus pasos, sabía sustraerse a sus miradas; y
cuando le creían acostado o en casa, había ya saltado la tapia para ir al baile, al teatro,
a los juegos y a la vida desordenada. Agotó al fin la paciencia de sus superiores,
quienes buscaron el remedio. Aburridos de vida tan licenciosa que comprometía su
honra y cansados de vigilar la conducta de joven tan hábil para engañarlos,
resolvieron, de acuerdo con su familia, ponerle bajo la dirección de un hombre que
tenía la gracia particular de apartar de sus extravíos a los jóvenes libertinos. La voz
pública pregonaba en todos los tonos haberse Dios servido varias veces del ministerio
de Juan B. de La Salle para semejantes conversiones. Esperaron, pues, que el joven
clérigo hallaría en la casa de los Hermanos esa gracia victoriosa, que no había logrado
en la casa del Oratorio. Tan piadoso proyecto superó todas sus esperanzas y deseos.
Sorprendido primeramente del riguroso silencio que reinaba entre los Hermanos y de
la gran regularidad que observaba en la casa, se sintió luego impresionado del fervor
de los novicios y, en fin, edificado de la eminente piedad del que los gobernaba. Todo
cuanto se veía en los discípulos del santo Fundador era represión de sus desórdenes; y
el silencio unido a los buenos ejemplos, al tiempo que le echaban en cara su vida
criminal, le conducían de modo suave y persuasivo a un cambio total.
En tan buena compañía, con la fuerza del ejemplo y las inspiraciones de la gracia,
aprendió a resistir a la concupiscencia y a violentar sus propias inclinaciones
desordenadas. Dócil a estos primeros movimientos del Espíritu de Dios, los fue
recibiendo más poderosos; y la bondad divina recompensando generosamente, con
gracias más eficaces, esta primera cooperación, por fin comunicó la gracia y caridad a
un alma dominada hasta entonces por el atractivo del deleite. Las conferencias que el
joven clérigo tuvo con el señor de La Salle perfeccionaron la obra de su conversión.
La indubitable señal de su vuelta sincera a Dios fue el cambio de su vida. Ese lobo
trocado en cordero se dio a los ejercicios de piedad con tanto ardor como el
desplegado para correr tras los vanos placeres del mundo. El fervor de los novicios,
cuyos ejercicios seguía, le animaba a imitarles; y Dios, obrando sin cesar en su
198 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
contestación, y cuando la recibía era para leer reiteradas negativas o evasivas propias
para templar la vivacidad de los deseos del ferviente clérigo. Uno de sus parientes, al
parecer en nombre de todos los demás, vino expresamente a la casa de los Hermanos
para quitarle esa idea. Dios sabe cuánto le dijo acerca del estado demasiado humilde
que quería abrazar, del deshonor que recaería sobre la familia si un hijo de la nobleza
tomaba la profesión de maestro de escuela, de la ligereza de espíritu que encerraba
un deseo de ese jaez, de sus consecuencias desagradables para lo venidero, del
sentimiento y vergüenza que se preparaba para más adelante. Todo cuanto pudo decir
este malaconsejado pariente para rebajar el estado de Hermano, no hizo vacilar de
ninguna manera la constancia
<2-349>
del clérigo. Cuanto más quisieron apartarle de su vocación, tanto más se apasionó por
ella. Como el fervor sabe echar mano de cualquier pretexto para salir con sus intentos,
creyó ver el joven en el silencio afectado de sus padres, que ya no contestaban a sus
cartas, un consentimiento tácito; y manifestando al señor de La Salle que no había que
esperarlo positivo y formal, al fin le decidió a condescender con lo que tanto deseaba.
No se puede ponderar la alegría y el contento del postulante al verse revestido del
humilde hábito que era mirado entonces, en el mundo, con tanto desdén. Prefirió el
más viejo y usado y jamás estuvo tan alegre como cuando vio en sus pies zapatos
toscos y pesados, y en su cabeza el sombrero que los criados de su casa hubieran
rehusado, y que para él era preferible al capelo de cardenal. El siervo de Dios dio
cuenta de este paso a la familia del pretendiente, la cual se alarmó sobremanera y
tomó las medidas necesarias para que el hecho quedase oculto y no se difundiese.
Cuando el piadoso novicio se consideraba olvidado y tranquilamente entregado al
fervor, se presentaron los parientes para sacarle de la casa de los Hermanos y
trasladarle a otra Comunidad. Lograron, sí, llevar allá su cuerpo, mas no el corazón.
Permaneció constantemente adicto al lugar de donde le arrancaran. El joven clérigo
murió dos años después, consumido, según se cree, por el sentimiento de no haber
podido acabar sus días en él.
insensible, declaraba con facilidad y sin horror los pecados más enormes, y no sabía o
no quería avergonzarse de ellos, ni humillarse tampoco. Decía sin ambages que su
alma, inaccesible al dolor, no sentía ni el peso ni la multitud de sus iniquidades, y que
por una desgracia, que por sí sola supera sin remedio a las muchas que afligen al
pecador, no podía concebir dolor de haber ofendido a Dios. Deseoso de excitar en él
este dolor, el señor de La Salle le llamaba de cuando en cuando a su casa noviciado de
Vaugirard, y después de haberle pintado con viveza los motivos más poderosos para
quebrantar el corazón y abrirle la benéfica llaga que es el remedio soberano e infalible
de todas las del alma, le mandaba a la capilla a oír la santa Misa, mientras él, por su
parte, se retiraba a la sacristía detrás del altar, donde podía con libertad postrarse en
tierra, pegar su boca en el suelo y permanecer en esta postura humilde todo el tiempo
que duraba el Santo Sacrificio, a fin de mudar aquel corazón de endurecido en
contrito y humillado.
Cuando, después de haber ensayado en estas almas de bronce todos los medios que
su corazón le inspiraba para conmoverlas, las veía, a pesar de todos sus esfuerzos,
tales como las había encontrado al principio, cargadas de crímenes y sin sentirlos,
buscaba en Dios su consuelo. Hemos hecho —decía— todo cuanto dependía de
nosotros; a Dios pertenece hacer lo restante, la conversión es su obra. Hay que
esperar sus momentos. Exige de nosotros el cuidado y no la curación.
El que más ejercitó la paciencia del santo Fundador fue un holandés trapacero e
<2-350>
hipócrita. Primero fue motivo de consuelo, para quien habiéndose aplicado con gran
celo a instruirle no sólo alcanzó de él que abjurase públicamente los errores
calvinistas, sino también pidió ser admitido entre los Hermanos, y así le fue
concedido; pero aquel embustero buscaba con esta falsa conversión hallar remedio
contra la miseria. Católico en la apariencia, por malicia y por interés, permanecía
calvinista en su corazón. Cuando creyó poder descubrirse impunemente, se atrevió a
hacer prosélitos para su herejía aun en la misma casa en donde acababa de abjurarla
exteriormente. Pero, sin embargo, no pudo el hipócrita ocultarse tanto que el señor de
La Salle no llegase a notar sus artificios. El santo sacerdote tentó como solía siempre
las vías de la mansedumbre antes de valerse del rigor; mas todo fue inútil. Por este
motivo, accediendo a las reiteradas instancias de los Hermanos, despidió a aquel
hereje disfrazado, de una casa cuyas ventajas no sabía apreciar, y en donde su
permanencia era cada vez más peligrosa.
Este desgraciado descreído, después de haber querido pasar por católico en París,
pretendió hacer lo mismo en Marsella algún tiempo después. El siervo de Dios
hallábase a la sazón en esta ciudad, y quedó muy sorprendido, como se puede
suponer, al ver al protestante disfrazado venir de nuevo a echarse en sus brazos y
abjurar de nuevo de los errores que ya otra vez públicamente había abjurado. El santo
sacerdote recibió esta nueva abjuración, ya porque creyese de buena fe en las palabras
de aquel hipócrita, alucinado su tierno corazón con el pensamiento de volver al redil
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 201
aquella oveja descarriada, ya porque, deseando una conversión sincera, esperase que
con nueva muestra de amor y celo la alcanzaría. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es
que el mismo hereje se asombró de la caridad del santo sacerdote, quien olvidando lo
pasado y sin desconfianza por lo porvenir, le abrió otra vez las puertas de su casa. Lo
que menos se imaginaba el siervo de Dios era que estaba practicando la hospitalidad
no sólo con un hereje, sino con un ladrón, que si entraba en la casa era para tener la
ocasión de robar a su bienhechor.
Desgraciadamente, había recibido el señor de La Salle hacía pocos días una
cantidad, que, atendida la pobreza de la casa, no dejaba de ser considerable: era la
pensión de los Hermanos que tenían las escuelas y el único caudal para subvenir a sus
necesidades por mucho tiempo. Aquel ingrato halló medio para entrar en la
habitación del Superior y quitó toda esta cantidad, lo cual puso a él y a toda la
Comunidad en el mayor apuro. El santo Fundador, al tener noticia de esta fechoría, se
quedó tan tranquilo como antes estaba. Ninguna otra palabra salió de sus labios sino
ésta, que ya le era familiar en tales casos: Bendito sea Dios. Luego, recordándoles que
Dios lo permite todo para su mayor gloria, calmó a sus discípulos y los consoló sin
permitir siquiera que persiguiesen al ladrón.
Un miserable sacerdote, esclavo del demonio mucho antes de que ajustara con él
infame pacto, cayó por efecto de la misericordia de Dios en las manos del señor de La
Salle. No sabemos de qué modo sucedió esto. Sea que este hombre, herido por algún
milagro de la gracia, quisiera convertirse; sea que, engañado por el enemigo, viendo
que no recibía ninguna de las cosas pactadas, creyese haber hecho en balde la
donación impía de su cuerpo y de su alma; sea que La Salle, habiéndole ganado la
confianza, le hubiese arrancado la confidencia de sus misterios de iniquidad, lo cierto
es que el siervo de Dios conoció tenía que habérselas con un emisario del infierno,
con un hombre vendido al demonio, poco más o menos como se vende una bestia en
el mercado. ¿Cuál sería el dolor de este eximio amigo de Dios, cuando leyó con sus
propios ojos el contrato abominable que aquel hombre de pecado había firmado con
el demonio, a quien llamaba príncipe de Babel? No nos permitiremos manchar estas
páginas reproduciendo tal acta, que patentiza el grado de perversidad a que conducen
las pasiones del hombre. Deseoso aquel desgraciado de satisfacer las que son en
nosotros origen de las demás, y que san Juan llama concupiscencia de los ojos,
concupiscencia de la carne y soberbia de la vida, ponía el último colmo a su malicia
por monstruosa hipocresía. Exigía al demonio inmensas cantidades de dinero,
honores excelentes, dignidades eminentes, abundancia de placeres; le obligaba
además a procurarle la reputación de santo, poeta célebre y perfecto orador. En una
palabra, poseído a la vez de insaciable concupiscencia, de soberbia diabólica y de
afición sin límites a los placeres, confiaba en la buena fe del padre de la mentira para
gozar en la tierra por espacio de sesenta y cinco años, tiempo pactado, de las delicias
del paraíso de Mahoma.
En verdad pedía mucho más de lo que el demonio podía concederle, y trabajando
con arte tan ingenioso en circunstanciar aquel contrato con todos sus artículos y hasta
con los más insignificantes pormenores para prevenirse contra los artificios del
espíritu seductor, se engañaba a sí mismo, pues sólo el Todopoderoso, que gobierna
el mundo y a quien todo está sometido, es el que puede fijar de modo seguro las
vicisitudes y la duración de la vida. Pero ¡a qué ceguedad de entendimiento conduce
la tiranía de las pasiones! Ese insensato, después de haber escrito en varias páginas
con su propia sangre el infernal contrato, lo concluyó con la detestable donación de su
propia persona, firmada también con la misma tinta, que fue indudablemente el único
fruto; porque le era imposible al demonio, aunque lo hubiese querido, cumplir lo
prometido y ejecutar fielmente las condiciones estipuladas en el pacto.
Puede creerse que quien se había vendido al demonio a tan subido precio
permaneció lo que era, pobre, abyecto, despreciable, desgraciado, y que confuso de
no encontrar otro fruto de sus deseos que el crimen a que le habían arrastrado, pensó
seriamente en revocar la sacrílega donación y en borrar con amargas lágrimas el
contrato escrito con su sangre con menoscabo de su salvación eterna.
<2-352>
Sin duda, el santo Fundador empleó también muchas lágrimas, oraciones y sangre
a fin de obtener la gracia para semejante criminal. Lo consiguió; es cuanto se ha
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 203
podido saber. Ignoro por qué casualidad este pacto detestable arrebatado por La Salle
de las manos del firmante se halló entre sus papeles después de su muerte.
XI. Es consultado el santo sacerdote por su fama de convertir
a los pecadores extraordinarios
Nuestro santo sacerdote, cuya habilidad en el arte de ganar para Jesucristo esas
almas así entregadas al demonio era notoria, servía de guía a los que encontraban
otros en tan triste estado. He aquí lo que afirmó sobre el particular uno de los que le
solían consultar, párroco y penitente del santo, en el testimonio que dio de sus
virtudes, después de la muerte del siervo de Dios: «El santo varón señor de La Salle
en otro tiempo me ayudó notablemente en la dirección de algunas almas apenadas, de
cuya curación yo desesperaba. Me aseguré, en vista del informe que le di, de que
había en ellas todas las apariencias de verdadera obsesión y me señaló las reglas que
debía seguir. Algunas de esas personas, en las cuales la obsesión no era más que una
prueba, quedaron pronto curadas por medio de la oración, de las humillaciones y
sobre todo de la frecuente comunión. Además, eran almas bastante inocentes; pero
una, que era muy criminal, resistió largo tiempo a todos los remedios. Me había
aconsejado que la mandase comulgar lo mismo que las demás, porque siendo el mal
grande, era preciso emplear grandes remedios, y además la persona estaba llena de
buena voluntad y era moderada en lo exterior; advirtiome que sucedería una de estas
dos cosas: que por la comunión, o aprovecharía pronto y de modo manifiesto, o bien
se volvería peor. En efecto, se volvió peor, y lo noté bien pronto. Entonces me
prohibió concederle la comunión, que ya le había quitado, y me dijo que no le debía
hacer practicar otra cosa que la penitencia y las humillaciones con la oración.
Aconsejándome que le hiciera confesar a menudo, me previno que mentiría con
frecuencia en la confesión, que se acusaría de muchas cosas falsas y ocultaría los
verdaderos pecados. Estuve más de cuatro años sin notar la doblez de tal persona;
pero al fin descubrí que inventaba nuevos pecados. Entonces multipliqué las
humillaciones; y aunque era pertinaz en sostener su falsa afirmación, obedecía a
cuanto le mandaba yo, sin que se cansase de las humillaciones más excesivas, capaces
de ponerla en ridículo ante todo el mundo. Por ese medio obtuvo la gracia de
reconocer sus embustes; me descubrió no pocos y después se acusó de algunos
pecados que había ocultado en todas las confesiones desde su juventud. Entonces,
siguiendo el consejo de La Salle, le mandé hacer sucintamente confesión general y
comulgar. Jamás he visto efecto más sensible de la sagrada comunión, después de
habérsela negado siete años seguidos. Quizá extrañe alguien plazo tan largo, pero era
necesario. Todos saben que el señor de La Salle era inclinado como el que más al uso
frecuente de ese sacramento, cuando no había obstáculo considerable. La persona de
que se trata vivió muy bien desde aquel tiempo y se encuentra casi enteramente libre,
salvo algunos malos resabios que, según el mismo La Salle, no la dejarán hasta la
muerte.
204 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
SECCIÓN SEGUNDA
El celo, fruto y señal de caridad ardiente tiene los mismos límites que ella;
semejante a su principio que desea amar a Dios sin medida, quiere también procurar
al Señor gloria infinita y ganarle todos los corazones; pero es preciso reconocer que
ese espíritu de celo inspira a los siervos de Dios sentimientos y afectos diversos,
porque la gracia imprime a cada uno inclinación y afección especiales para el objeto
de su vocación peculiar. Por este impulso del Espíritu Santo, la conversión de los
gentiles fue el objeto del celo así como la vocación de san Pablo; del mismo modo la
de los judíos fue la obra de predilección de san Pedro y a la cual le llevaba la gracia.
En estos últimos tiempos, los varones apostólicos se han aplicado, según la
inspiración de Dios y su vocación particular, ya a combatir la herejía o la infidelidad,
ya a restablecer la disciplina eclesiástica y restituir al clero a su primitivo fervor; éstos
a recordar el bueno y frecuente uso de los sacramentos, el espíritu de oración y el
fervor cristiano; aquéllos a acreditar de nuevo la viva devoción y facilitarla a todas las
edades y estados. Los ha habido que se han consagrado especialmente a la reforma
del estado eclesiástico y a la educación de los clérigos en los seminarios; otros,
movidos de tierna compasión por los campesinos que se ven privados
desgraciadamente de la instrucción y de otros auxilios necesarios para la salvación,
hicieron de las misiones y de otros ejercicios semejantes el objeto especial de su celo;
otros, en fin, deplorando la desdicha de los hijos de la luz, sepultados en las tinieblas
de la ignorancia, por lo que toca a la ciencia de la salvación, se sintieron santamente
apasionados por la doctrina cristiana e hicieron consistir su principal obligación
<2-355>
en enseñarla a esos mismos que, con deshonra del nombre que llevan, no saben
siquiera los primeros rudimentos. Pero como el cargo de catequista es empleo sin
brillo, de gran mérito a los ojos de Dios, pero de escasa importancia delante de los
hombres, poco se tardó en cambiarlo por el de predicador, y en remplazar
instrucciones sencillas y familiares por sermones de mucho aparato, cuyo fruto no
corresponde a los trabajos que exigen. Fuera de esto, aquellos mismos que en un
principio se habían consagrado por su estado a las humildes funciones de catequistas
no iban a la raíz del mal, porque no se encargaban de la educación cristiana de la
juventud pobre y desvalida; y puede decirse que esa parte del campo del padre de
familia había quedado inculta.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 207
Es, por consiguiente, una gloria y se hace digno de toda alabanza el santo religioso
mínimo Padre Barré, por haber sido el primero a quien el Espíritu de Dios impulsó al
establecimiento de las escuelas cristianas y gratuitas, y que lo consiguió para las
niñas, así como lo es mucho más nuestro La Salle, que tuvo un éxito mucho mayor
aún para los niños. Ambos pusieron manos a la obra más necesaria y más ventajosa
para el Estado y el Cristianismo, aplicando el remedio a una llaga social que la Iglesia
condena como la más funesta en sus consecuencias: la instrucción y la educación
cristiana de la juventud más disoluta y más descuidada, tal fue el grande objeto del
celo del santo canónigo de Reims; esto nos manifiesta la historia de su vida desde el
primer capítulo hasta el último. Sólo falta ahora que examinemos las gloriosas
cualidades del celo que animó al santo sacerdote por la instrucción y educación de esa
desgraciada juventud, así como el de los obreros que la divina Providencia destinaba
a cultivar esa parte de la viña del Señor inculta desde tanto tiempo.
I. Cualidades de su celo
1. El desinterés
Su celo fue puro y desinteresado, generoso y superior a todas las repugnancias de la
naturaleza; constante, a pesar de todas las dificultades de la obra y de los obstáculos
del mundo; esclarecido según la ciencia; finalmente, perseverante hasta el fin y aun
contra toda esperanza de éxito. La fundación de los maestros para las escuelas
cristianas y gratuitas era sin duda muy apetecible; pero, como todas las obras muy
importantes para el bien de la religión, ofrecía al que osase emprenderla lo que
Jesucristo había prometido a sus discípulos: cruces y desprecios.
Para llevar a cabo tal plan, no se trataba únicamente de tener inspección general
sobre los maestros destinados a las escuelas gratuitas. La dirección exterior de esta
sociedad habría podido conciliarse con las obligaciones de canónigo, y aun honrarle
sin menoscabar en nada su reputación, sus comodidades ni cualquiera otra cosa, fuera
de su bolsillo. El señor de La Salle, manteniéndose en esos límites, no hubiera dejado
de ser lo que era; el mundo, en lugar de echárselo en cara, hubiera aplaudido su celo
de la doctrina cristiana, con tal que no hubiera visto que se asociaba a los maestros de
escuela, vivía como ellos y se empobrecía para hacérseles en todo semejantes.
El celo que lleva al que lo posee hasta el sacrificio de las dignidades, de los bienes,
de la dulzura de la vida y de la reputación es sin duda celo puro, y que no tiene
ejemplo sino en Jesucristo, los apóstoles y sus imitadores. Tal ha sido el del Fundador
de los Hermanos: uniéndose a ellos y poniéndose por modelo de vida pobre, abyecta,
despreciada, mortificada y austera. pretendió que su Instituto
<2-356>
se fundase exclusivamente en la total entrega en las manos de la divina Providencia;
y, para enseñarles a confiar en ella, abrazó las generosas renuncias que Jesucristo
208 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
exige de los que quieren ser perfectos. Siguió al pie de la letra el consejo de vender sus
bienes y darlos a los pobres, reservándose por única herencia la cruz.
2. La generosidad
No se alimentó el celo del santo sacerdote de los aplausos ni de los brillantes éxitos,
ni de consuelo alguno humano. Nada lisonjero para el amor propio le favoreció. Sin
embargo, su celo creció a medida que se vio contradecido, condenado y censurado.
Todas las aguas de las tribulaciones no pudieron apagar, ni siquiera debilitar, su
ardor. Otro hubiera pensado que hacía mucho por Dios con entregarse a las funciones
pesadas del púlpito y del tribunal de la penitencia, mayormente si a ellos hubiese
añadido el rudo trabajo de las misiones y de los ejercicios o el cuidado de las casas y
de las almas religiosas. Pero a pesar de esto, esas importantes obras del celo no están
privadas de algún lustre y satisfacción y en ellas puede temerse algún engaño del
amor propio; el éxito brillante de las misiones y de los ejercicios públicos honra no
poco, y, si la dirección de las casas y de las almas religiosas oculta espinas, ofrece
también consuelos; multitud de devotos de primera fila, o realzados por la forma de la
virtud, honran grandemente al director que los guía; y se ven pocos que no giman de
consuelo por el peso de un trabajo ambicionado por tantos ministros.
El siervo de Dios, dotado de virtud poco común y de luces no menos notables, trató
de emplear su celo en otra parte. La conversión de los grandes pecadores tuvo para él
más aliciente que la dirección de las personas devotas. El santificar en el retiro a los
catequistas de los pobres y a los maestros de la juventud desamparada le ofreció un
trabajo del cual podía esperarse mucho para la mayor gloria de Dios y casi nada para
el amor propio. Esto le encariñó con ello.
Además, su celo fue tan generoso que combatió y superó las repugnancias más
vivas de la naturaleza, las preocupaciones más arraigadas de la educación y la
delicadeza de un temperamento que repelía los alimentos viles y groseros; porque
todo eso se oponía a los designios de Dios sobre el señor de La Salle. No emprendió
tampoco por gusto ni por inclinación natural el negocio de que se trata. En él todo se
rebelaba contra semejante proyecto. El solo pensamiento de asociarse con gente que
juzgaba inferior a sus criados le alarmaba, pues aunque muy piadoso, tenía todavía el
corazón algo apegado a la nobleza mundana; era harto amigo de la cortesanía y de la
urbanidad; sentía afición a las conversaciones agradables, y debía de mirar como
género de martirio la compañía de los maestros a quienes iba a gobernar. Las
preocupaciones de la educación y los intereses de familia, que cautivan
ordinariamente la razón y la hacen servir a sus bajos fines, eran absolutamente
contrarios al celo que animaba al siervo de Dios. Sepultarse con gente de poco valer,
dejar lo cierto por lo dudoso, una colocación sólida y honrosa en una de las más
ilustres metrópolis del reino por un proyecto que aún no tenía nada de real, y que los
sabios, según la prudencia humana, trataban de fantástico; ponerse en frente de sus
colegas, amigos, parientes; divorciarse generalmente de todo el mundo; condenarse a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 209
un género de vida verdadera crucifixión general de la carne y de los sentidos, tal era el
sacrificio al cual se había de resolver; pero antes era preciso acallar absolutamente la
voz de la naturaleza y de la prudencia de la carne, las preocupaciones de la educación,
los intereses de la familia y todo respeto humano.
<2-357>
Semejante resolución pedía valor heroico y generosidad a toda prueba. El celo le
inspiró al canónigo de Reims. Entonces se vio en él un hombre, si no muerto, por lo
menos entregado diariamente a una especie de muerte, acompañada de cruel y
dolorosa agonía, que experimentaba en la vida nueva, que afligió universalmente
todos sus sentidos. Al determinarse a llevar la vida común con los primeros maestros
de escuela que estaban bajo su dirección, y añadiendo a un tenor de vida tan pobre, tan
abyecto y doloroso todas las demás mortificaciones del gusto de los santos, se
condenaba a verdadero martirio, que experimentaba hasta en las acciones en que la
naturaleza busca el descanso y alivio, pues iba a la mesa como a un lugar de suplicio:
no sufría, en efecto, allí menos que si se le hubiera aplicado la tortura, tan vivas y
penosas eran las repugnancias que su delicadeza sentía a los alimentos que le
presentaban. El recreo era para él otra causa de mortificación, porque debía tomarlo
con hombres sin letras y que por sus modales, lengua y conversación contrariaban en
todo su educación y natural. Semejante antipatía no podía vencerse sino por el celo
tan fuerte como la muerte y por la caridad que supera todas las penas.
Basta fijar algo la atención en lo que refiere la historia de la vida del antiguo
canónigo de Reims para persuadirse de que celo menos constante que el suyo no
hubiera tardado en sucumbir por el peso de las dificultades que se multiplicaban a
cada paso. Por cualquier lado que se le mire, ya por el de los sujetos que había de
formar, ya por el de las escuelas que quería fundar, ya se mire la pobreza en que se
hallaba, el mundo que se le oponía, ya se consideren sus enemigos y aun sus mismos
amigos, su obra presentaba dificultades insuperables para todo celo que no hubiera
sido invencible. Veamos cómo el señor de La Salle se expresa acerca de este punto.
En el viaje que M. Gense, de Calais, y M. de la Cocherie, de Boloña, hicieron a
Ruán para ver al siervo de Dios, después de haberse cuidadosamente enterado por él
mismo de todo cuanto se relacionaba con la nueva Sociedad, por la cual se
interesaban
<2-358>
en gran manera, le preguntaron cómo había podido resolverse a emprender obra tan
útil en verdad a la Iglesia, pero tan llena de espinas y de dificultades. «Les confieso,
señores —contestó con su acostumbrada sencillez—, que si Dios, manifestándome el
bien que podía procurar este Instituto, me hubiese también descubierto las penas y
cruces, compañeras inseparables de su fundación, el valor me habría faltado, y lejos
de encargarme de él, ni siquiera hubiera osado tocarle con el dedo, en vez de
encargarme de él. Puesto por blanco de la contradicción, me he visto perseguido por
varios prelados, aun por aquellos de quienes esperaba algún socorro. Mis propios
hijos, aquellos mismos a quienes había formado en Jesucristo, que había querido con
más ternura, que había rodeado de solícitos cuidados y de quienes esperaba los
mayores servicios, se alzaron contra mí y añadieron a las cruces de fuera las
domésticas, que fueron para mí las más sensibles. En una palabra, si Dios no hubiese
alargado la mano de modo tan visible para sostener ese edificio, tiempo ha que estaría
sepultado en sus mismas ruinas. Los magistrados se unieron a nuestros enemigos,
apoyando con su autoridad los esfuerzos que éstos hacían para derribarnos. Como
nuestro ministerio perjudicaba aparentemente a los maestros de escuela, encontramos
en cada uno de ellos un enemigo declarado e irreconciliable, y reunidos todos en
corporación se sirvieron muchas veces de los poderes del siglo para destruirnos. Pero,
sin embargo, a pesar de tantos esfuerzos para derribar este edificio y de hallarse no
pocas veces al borde mismo de la ruina, la mano del Señor lo ha ido sosteniendo, y
esto es para mí prenda segura de que subsistirá, y que triunfando por fin de las
personas prestará a la Iglesia los servicios que tiene derecho a esperar de él».
por el divino Espíritu, descubrió y aplicó los medios más seguros, más breves y más
eficaces para instruir en la ciencia de la salvación a la juventud desvalida.
5. Fue perseverante hasta el fin y casi contra toda esperanza de buen éxito
El celo del piadoso Fundador fue perseverante hasta el fin, y aun contra toda
esperanza de éxito feliz. Cien veces vio su obra a punto de derrumbarse; varias la vio
flaquear en sus mismos fundamentos por la infidelidad de algunos de los más
antiguos y señalados Hermanos, que desertaron y salieron del Instituto en las más
apremiantes necesidades. ¡Qué escenas no presenció en su propia casa, contra su
persona y su conducta, por los manejos de un oculto rival, quien había logrado
engañar al arzobispo de París! ¡Cuántas veces espías maliciosos, enviados por
poderoso enemigo, se presentaran con el nombre de amigos en su Comunidad, para
provocar murmuraciones contra su gobierno y sembrar la división entre los
Hermanos! A menudo, después de grandes apariencias de éxito, vio de repente su
Instituto próximo a la ruina, tanto que una vez, para asegurarlo o a lo menos demorar
la caída que le amenazaba, creyó necesario hacer él mismo el voto de no dejarlo y de
no perdonar medio alguno hasta su muerte para procurar su establecimiento; para
colmo de desgracias, uno solo de aquellos dos varones que esperaba serían las
columnas del edificio permaneció fiel a su voto y a su vocación. Es cierto que no
pudieron desanimar a sus adversarios el poco éxito de sus manejos para
desconceptuarle ante la autoridad arzobispal, ni el escaso efecto que lograron por lo
pronto con sus intrigas secretas para obligarle a huir; antes pertinaces en su designio,
lograron al fin lo que pretendían; pero también es muy cierto que toda esta lucha
jamás pudo apagar el celo de este hombre que apenas empleaba otras armas para su
defensa que el silencio, la humildad y la paciencia. Casi todos los días se veía
precisado a luchar contra su fortuna adversa, que no parecía prometerle la paz sino
después de haber derribado al Instituto. Unas veces era el hambre, contra la cual había
de defenderle; otras la envidia, que le suscitaba pleitos; otras era la injusticia, que
desviaba los legados hechos en su favor o que introducía el saqueo o la turbación en
las escuelas; unas veces era la calumnia, que le infamaba en su reputación o
ennegrecía la de sus hijos; ya era el celo de la falsa doctrina, que se empeñaba en
sorprenderle o en seducirle; ya la imprudencia, o la rebelión o la perfidia de sus
propios discípulos; ya eran sus mismos protectores, a quienes debía combatir para
sostener una obra contra la cual el espíritu del mal armaba toda clase de manos. Hasta
la muerte prosiguió la persecución, y hasta la muerte su celo permaneció invencible;
en fin, ganó la victoria sobre todos los esfuerzos del infierno, por su perseverancia en
sufrirlo todo y ser la víctima de todos.
los que se ocupan en ella más que trabajo laborioso y pesado en todos los tiempos de
la vida, vil y abyecto a los ojos de la carne y sin ningún atractivo para la vanidad, la
concupiscencia ni el amor propio, el santo Fundador no descuidó nada para
comunicarlo a sus discípulos. «El espíritu del Instituto —dice en sus Reglas—
consiste en el celo ardiente de instruir a los niños y educarlos en el santo temor de
Dios, moverlos a conservar su inocencia si no la hubieren perdido, e inspirarles gran
alejamiento y sumo horror del pecado y de todo cuanto pudiera hacerles perder la
pureza.
Para conformarse con este espíritu —añade—, los Hermanos de la Sociedad se
esforzarán por medio de la oración, las instrucciones, la vigilancia y la buena
conducta en la escuela en procurar la salvación de los niños que les están confiados,
educándolos en la piedad y en el verdadero espíritu cristiano; esto es, según las
Reglas y las máximas del Evangelio» (Reglas, cap. II).
Pero, si es fácil que la fe ilustrada se sostenga contra las persecuciones del siglo y
de la carne, también lo es que la fe débil e ignorante ceda a la impresión de los
sentidos y a las ideas del vulgo, y que pierda el amor a los oficios que el mundo
desprecia porque no tienen nada que alimente la vanidad y el amor propio. El señor de
La Salle cuidó en gran manera de comunicar a los Hermanos la elevada estima que él
tenía de su vocación. Para este fin el argumento que juzgó más persuasivo y eficaz fue
el mostrarles en su misma persona, canónigo de una de las más ilustres iglesias de
Francia, sacerdote y doctor célebre, tener gusto singular en hacer las veces de un
Hermano en la escuela. Tuvo a mucha honra el empleo de maestro de escuela, y lo
ejerció varias veces y por todo el tiempo que lo exigió la necesidad.
Del ejemplo pasó a las razones para demostrar a sus discípulos la excelencia, la
importancia y las ventajas de su profesión. Nada puede decirse acerca de tan noble
materia que no lo haya tratado en las meditaciones que compuso sobre el particular:
les recuerda los ejemplos de Jesucristo y de sus apóstoles, quienes fueron los
primeros catequistas de la nueva ley; les descubre el mérito del empleo de enseñar la
doctrina cristiana, recordando los elogios que se leen en las obras de eminentes
doctores de la Iglesia y el celo que manifestaron santos ilustres para catequizar a los
mayores y pequeños; les muestra la importancia de tal ministerio por la necesidad
indispensable de saber la religión y las verdades de la salvación; les manifiesta sus
ventajas trazándoles el cuadro de los vicios y pecados que resultan de la humillante
ignorancia de los deberes del cristianismo, y mostrándoles los buenos efectos que
producen la instrucción y santa educación de los niños que algún día formarán el
cuerpo de la república cristiana; les anima con la consideración de los premios que el
cielo reserva a los que cumplen con celo y perseverancia un oficio que el mismo Hijo
de Dios consagró con su ejemplo; les revela el origen divino de la doctrina que
Jesucristo sacó del seno de su Padre, la cual vino a enseñar en la tierra, y que ellos
enseñan en pos de él; les recuerda las terribles penas y maldiciones con que la justicia
divina castiga a los que hacen esta obra con negligencia; les descubre las santas
industrias y piadosos artificios de que deben valerse para ganar el respeto, estima y
216 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
SECCIÓN TERCERA
de caridad de los Apóstoles. Grande hubiera sido sin duda la fama de santidad que se
habría granjeado nuestro santo sacerdote recorriendo las ciudades y los pueblos, a
imitación de su divino Maestro, con exterior humilde y penitente para anunciarles el
reino de Dios; pero la gracia le llamaba a otra parte, y le destinaba a una de esas obras
capitales, verdaderas minas de oro que, ocultas a los ojos de los hombres, enriquecen
a los que trabajan en ellas.
Entre las obras de Dios, las hay que son como el germen de otras innumerables.
Una sola de ellas es como semilla fecunda de bienes para la Iglesia, y los frutos que da
se cuentan por millares. Mirad un árbol elevado y cargado de flores y frutos; su
aspecto recrea la vista. ¿De dónde saca la vida, el alimento y su lozanía? De sus raíces
profundamente ocultas en el seno de la tierra. Ellas chupan la savia, que se reparte por
todo el cuerpo del árbol y por todas sus ramas. Si le cortáis las raíces, el árbol se
marchita, se seca y muere, y casi en el mismo momento se ve despojado de todo lo
que formaba su ornato y riqueza; si las conserváis sanas, el árbol se mantiene en su
hermosura y fecundidad; símbolo de los frutos que produce en toda ciudad el
establecimiento de las escuelas Cristianas y gratuitas. Este establecimiento es el plantel
de los buenos cristianos que la pueblan. La juventud, instruida y educada en el temor
de Dios y en la ciencia del Evangelio, da en tiempo oportuno los frutos de la buena
educación que recibió, y la salvación de la mayor parte de los habitantes de una
ciudad
<2-364>
saca su primer origen de las escuelas cristianas. En este sentido, que es muy
verdadero, el señor de La Salle, al ocuparse en la santificación de los Hermanos,
trabajaba en la salvación de infinidad de almas de todo el reino. Las fundaciones de
escuelas gratuitas que llevó a cabo son otras tantas misiones, no pasajeras, sino
estables y perpetuas, en favor de la juventud; son otros tantos seminarios que levantó
para la propagación de la doctrina cristiana. No cabe duda de que Nuestro Señor, al
trabajar en la formación de sus apóstoles, trabajaba para la conversión del mundo
entero. En la persona de ellos formaba a los rectores de la religión, a los maestros de la
Iglesia, a los capitanes destinados a conquistar el universo. Fueron los instrumentos
de Jesucristo, sus cooperadores en la obra de la salvación de los hombres y las obras
maestras de su gracia. Jesucristo lo hizo todo por su mediación, y fruto de los trabajos
del Salvador fue el éxito feliz que obtuvieron en su ministerio.
Por este divino ejemplar modeló el santo Fundador su celo. Admitiendo la
diferencia infinita que hay entre el Criador y la criatura, séame permitido afirmar que,
a ejemplo de Jesucristo, quien circunscrito a la Judea extendió su celo infinito por
toda la tierra formando discípulos que debían convertirla, el santo Institutor trabajó
para todo el mundo al hacer de la perfección de sus discípulos el principal objeto de su
celo. Puso todo su cuidado en trazarles el camino y en andar al frente de ellos.
Sacrificios, ejemplos, instrucciones, lágrimas, penitencias y oraciones, todo lo puso
en movimiento para llevarlos por él, persuadido como estaba de que tanto más
aprovecharían para la santificación de los demás cuanto más perfecta fuese la suya.
218 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Primer medio
1. Asociado a sus discípulos, quiso vivir con ellos y como ellos, y ese nuevo
método de vida fue verdadero tormento para él, por haberse criado con la mayor
delicadeza. No contento con amoldarse al tenor de vida de sus Hermanos, tomó su
mismo hábito, que sólo dejó en París, después de varios años, aconsejado por los
hombres de más prudencia y santidad. Los nuevos maestros de escuela podían decir
que el canónigo, su superior, se había hecho como uno de ellos, palpaba todas sus
miserias y conocía por propia experiencia todas sus necesidades. Desde entonces
jamás hubo entre él y ellos otra diferencia que la que produce la eminente virtud entre
los
<2-365>
fervorosos. Presidía todos sus ejercicios, era el último en acostarse y el primero en
levantarse; y a menudo, después de haber pasado toda la noche en la contemplación,
se presentaba aún en la oración como quien se halla todavía hambriento después de
larga y espléndida comida. Si la vida de sus primeros discípulos era sumamente
austera y mortificada, la suya era verdadero martirio de penitencia, pues en ese punto,
más que en cualquier otro, la diferencia que procuraba entre él y ellos consistía en
acumular en su persona los diferentes géneros de crucifixión de la carne que estaban
repartidos entre todos ellos, de modo que los hijos, desesperando de seguir a su padre,
que andaba por las espinas como si no sintiera sus punzadas, se veían obligados a
perderlo de vista en esta carrera de la penitencia, por no poder seguirle, o corrían el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 219
riesgo, al querer alcanzarle, de agotar sus fuerzas y de abreviar su vida, como les
sucedió a varios. Fuera de esto, todos le miraban como a hombre bajado del cielo que,
viviendo como ángel en cuerpo mortal, no manifestaba estima sino por la perfecta
virtud, no hablaba sino para recomendar su práctica y les presentaba un modelo de
ella en todas sus acciones.
sentimientos y conducta que los informan, así como las prácticas de mortificación, de
obediencia, de humildad y de fervor introducidas en sus noviciados para hacerlas
practicar en el de los Hermanos.
En efecto, aunque estableció el noviciado en Vaugirard y en hermosa casa,
próximo a París, fundole en la más extremada pobreza, en el desprecio del mundo
más declarado, en la entrega total en manos de la Providencia, en la imitación sincera
y perfecta de los ejemplos admirables de fervor que todos los Institutos dieron al
mundo en sus principios. Toda suerte de humillaciones, todos los ejercicios de
mortificación, todas las prácticas de obediencia, todos los medios de perfección más
penosos para la naturaleza eran en él de uso común y diario; la costumbre los había
como convertido en ley, y el hambre de los novicios acerca de este punto con
dificultad se saciaba. A tal punto llegó esto, que fue motivo de acriminaciones para el
siervo de Dios. El santo varón contemplaba con indecible consuelo el fuego que había
prendido en el corazón de sus hijos. El noviciado era para él jardín de delicias,
Carmelo florido y agradable, en donde veía nacer las flores en medio de las espinas.
Se encerraba en él con fruición, y no salía de él sino por necesidad, hallando todo su
placer en cultivar los tiernos vástagos que la mano del Señor había allí plantado, en
cuidarlos y hacerlos crecer con sus oraciones a la sombra de su paternal solicitud.
Como ninguna obra le parecía tan importante como la suya para la salvación del
pueblo, ningún empleo de su Instituto tomaba tan a pechos como el formar santos
novicios. Jamás declinó en otros este cuidado sino cuando la necesidad le obligó a
ello, y siempre volvía a él con nuevo atractivo. Cual tierno padre llevaba a los
novicios en su corazón, atento a cuanto se relacionaba con sus intereses, preocupado
de sus necesidades, pronto para servirles, siempre estaba preparado para escucharlos
y sus ojos jamás los perdían de vista. Su bondad, mansedumbre y caridad eran para
ellos poderoso atractivo, les inspiraba la más absoluta confianza y les comunicaba la
sencillez de los niños. Luego que le abrían su corazón, ¡cuántos registros tocaba para
desterrar de él el amor propio e introducir el amor de Dios! Entonces, para enseñarles
a adelantar a buen paso en los caminos de la perfección, les descubría los obstáculos
que provenían de sus inclinaciones ocultas, de sus pasiones, de su espíritu propio y de
su índole. Les manifestaba al mismo tiempo los auxilios que encontraban en la
bondad de Dios, en la gracia de su vocación, en el buen ejemplo y en el santo uso de
los sacramentos, en el retiro, la regularidad y la obediencia.
gracia de triunfar de los corazones más rebeldes, de enmendar sus yerros a aquellos
cuya cobardía apartaba del camino estrecho, de mantener en él a quienes la falsa
espiritualidad desviaba del mismo y de acelerar el paso a los animosos, y conservar en
él a los que empezaban a desanimarse ¡Cuánto hacía para socorrer a los débiles,
consolar a los pusilánimes, asegurar los pasos de los vacilantes,
<2-367>
levantar a los que habían caído, fortificar a los tentados, excitar a los tibios, animar a
los fervorosos y servir a todos de guía y capitán en las espinosas sendas de la pura
virtud! Por ganarlos a todos para Jesucristo se ejercitaba en todos los oficios que el
celo inspira y de que habla san Pablo. Maestro, médico espiritual, director, confesor,
pastor, superior y padre, practicaba en favor de sus novicios, con cuidado industrioso,
todos los oficios de caridad que prescriben esas diferentes cualidades.
Consejos, instrucciones, reprensiones, súplicas, lágrimas y humillaciones, todo lo
utilizaba este celoso Superior para llevar sus hijos a Dios. Cuando la advertencia no
surtía efecto, se valía de la reprensión; cuando no atendían sus órdenes, las cambiaba
en caricias; cuando no producían efecto las amonestaciones, las armaba con lágrimas;
y, para darles más eficacia, llegaba a ponerse a veces de rodillas; humillándose
delante de indóciles, cargaba en cierto modo con sus faltas para encender en aquellos
duros corazones la confusión y el dolor que él mismo experimentaba por las culpas de
ellos. Ausente o presente, los llevaba a todos en su mente y en su corazón. No se
olvidaba ni de sus necesidades ni de los auxilios que les debía. Desde lejos, como
desde cerca, vigilaba su conducta, seguía sus pasos, examinaba sus progresos y hacía
por cartas lo que no podía de viva voz. De modo que, cual otro san Pablo, ausente en
el cuerpo, estaba siempre en el espíritu cerca de ellos para consolarlos, animarlos,
asistirlos y cumplir con ellos todos los oficios del buen pastor.
Les exhortaba continuamente a adelantar en la virtud, porque, según decía, Dios
derramaría tanto más sus bendiciones sobre sus trabajos cuanto más fieles fuesen en
obrar el bien; que no se podían prometer fruto alguno en los niños que les fuesen
confiados, si llevaban vida poco fervorosa, y aun cuando lo alcanzasen en la
apariencia, sería vana esperanza y no verdadero fruto. Mucha pena sentía al ver que
algunos desempeñaban el oficio por mero cumplimiento. Los reprendía severamente
para excitarles a cambiar de conducta. Si los encontraba poco dóciles a sus
advertencias, les amenazaba con la cólera de Dios, diciéndoles estas palabras: Os
aseguro que si no cambiáis de conducta, Dios os desamparará. Imponía a estos tales
como penitencia el pensar que los flojos y descuidados serán excluidos del reino del
cielo, o bien estas palabras de Jeremías: Maldito el que hace la obra de Dios con
negligencia. Con estos medios conseguía que cumpliesen sus obligaciones con más
fidelidad.
Iba con regularidad a las escuelas, tanto para enterarse de si los niños se
aprovechaban de las instrucciones que recibían como para observar el
comportamiento de los Hermanos con ellos, para animarlos en el ejercicio de su
222 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
ministerio o para avisarles de los defectos que notara. Deseoso de que se guardase el
mayor orden y la más exacta disciplina, se resolvió a escribir una especie de Regla, en
la cual explica, de manera sólida al par que agradable y edificante, todo cuanto se
debe observar en las clases, cuyas prescripciones han tenido siempre a mucha honra
los Hermanos el seguir con escrupulosa exactitud. No quiere que se dediquen de tal
modo a lo accesorio que descuiden lo principal. Puede observarse en esta Regla que
después de haberse extendido mucho acerca del orden en la enseñanza de la lectura y
escritura y las demás cosas necesarias, insiste particularmente sobre el método para
enseñar a los niños a conocer la religión y a vivir como buenos cristianos. No fueron
inútiles las piadosas precauciones
<2-368>
tomadas por el santo sacerdote para que los niños fuesen instruidos en la piedad, pues
tuvo el consuelo de ver que se aprovechaban sensiblemente de las instrucciones que
recibían, lo cual era gran motivo de edificación para todos.
¡Cuánto hacía para alentar a aquellos de sus Hermanos que veía afligidos o
tentados de dejar su estado! No perdonaba nada para ello; les escribía cartas llenas de
ternura y les mostraba eficazmente el daño que se harían a sí mismos siendo infieles
por ligeras dificultades a la vocación. Si no bastaba esto para atraerlos de nuevo a su
deber, se ponía al punto en camino para lograr con su presencia la conversión, que por
cartas no había podido alcanzar. Al saber cierto día que uno de sus Hermanos, a pesar
de los buenos consejos que le había dado, estaba resuelto a dejar su estado, se dispuso
desde luego a ir a verle, y aunque llovía con abundancia, emprendió el viaje. En
cuanto llegó donde aquél estaba, sin aguardar a que se secasen sus vestidos ni mudar
los que traía calados de agua, corrió a ver a la oveja que quería salir del redil, y no
desistió de sus súplicas hasta arrancarle la promesa de quedarse. Como le
preguntasen por qué había emprendido ese viaje con tan mal tiempo, contestó: La
caridad no mira qué tiempo hace, cuando se trata de sacar a un alma del mal camino.
Representó después con tanto celo a aquel Hermano poco firme en la vocación el
peligro a que hubiera expuesto su salvación, dejando un estado al que parecía tan
visiblemente llamado, que acabó de disipar su tentación. Con todo, no fueron tanto
sus discursos llenos de fuego los que vivamente impresionaron a aquella oveja
descarriada cuanto la caridad con que aquel buen pastor había acudido para salvarla, a
pesar de la lluvia y del mal tiempo.
Este santo varón tenía tanto celo del adelanto espiritual de sus Hermanos que, si no
estaba en oración por ellos, exhortaba a los presentes con piadosas conversaciones, o
por cartas conducía a los ausentes por los caminos de la virtud. «La caridad y el celo
—escribe a uno de ellos— es el sostén de la sociedad. Me alegra mucho la buena
disposición en que está, amado Hermano mío; con mucho gusto veo que estima su
estado. Procure conservar esa gracia, y obre de modo que haya entre todos mucha
caridad para procurar la salvación del prójimo, y que todo se haga con probidad y
decoro, como entre hermanos que deben amarse mutuamente y soportar los defectos
unos de otros. Pídale mucho a Dios esa paz y esa unión. Es verdad, según me dice, que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 223
participó al señor de La Salle después de las fiestas de Pascua, por los mismos padres
del joven, que se presentaron para recoger el estuche de cirugía que había dejado,
pues ejercía antes esa profesión. Cuando lo supo el siervo de Dios, dio un profundo
suspiro y lloró amargamente fin tan desastrado [Blain dice literalmente: «la pérdida
de su alma», pero hemos preferido suavizar la expresión (N. del T.)].
nombre divino de caridad con los afectos naturales, según lo dice el autor de la
Imitación. Tan raro es amar al prójimo como a sí mismo, sin excluir a nadie, como es
heroico el amarle no por sí ni por él, ni por sus cualidades buenas o malas, ni por otro
motivo natural o interesado, sino sólo por Dios y en Dios.
1. Fue cordial
Aquel que ama al prójimo de esta manera, le ama como Jesucristo nos amó, esto es,
con cordialidad, con pureza, con ternura y con ardor; muestra para con los pobres
corazón compasivo, y para con sus enemigos sincera dilección; sufre con gusto sus
defectos, le asiste en sus penas, procura y conserva la unión; en una palabra, se hace, a
imitación del Salvador, víctima de la caridad. En este cuadro de la perfecta caridad se
puede ver el retrato del santo sacerdote, cuyas virtudes referimos.
Su caridad era afectiva y cordial. Pocas veces se ha visto que un hombre se ocupase
más cordialmente en todos los intereses del prójimo, se manifestase más sensible a
sus males y demostrase más alegría por sus ventajas. ¿Cuál es el padre que haya
tenido más cuidado de su familia que el Sr. de La Salle de la suya, compuesta de hijos
del pueblo y de maestros destinados a instruirlos? ¿Quién buscó más eficazmente los
medios de socorrerlos? ¿Quién con más solicitud proveyó a sus necesidades? ¿Quién
les deparó mejores oficios? Generalmente, en las disensiones y disputas que se
suscitaban en las conversaciones y en todas las ocasiones, evitaba con cuidado y tanto
como se lo permitía el deber el disgustar a nadie. Obraba siempre, con respecto al
prójimo, con la mayor deferencia, condescendencia verdaderamente cristiana y con
igual humildad y respeto.
Prefería siempre a la suya la reputación y buena fama de los demás, pues mientras
dejaba su propio honor a merced de la lengua maldiciente y murmuradora, y hasta a la
pública deshonra, defendía el del prójimo por todas las maneras posibles. En cuanto
lo permitía su conciencia, encubría las faltas del prójimo, las excusaba, disminuía y
desviaba las conversaciones en que se trataba de ellas, cuando no podía
<2-372>
imponer silencio a los que hablaban. Los Hermanos vieron siempre en él al amigo fiel
y sincero, al pastor celoso y caritativo, que se interesaba por su salud, velaba
cuidadosamente sobre todo lo que se relaciona con ella, se rebajaba a hacer los más
humildes oficios cuando estaban enfermos, y entonces no perdonaba ningún gasto
para lograr la curación; que en todas las circunstancias bajaba hasta los ministerios
más repugnantes de la compasión cristiana; que nada tomaba tan a pechos como la
santificación de ellos; que ofrecía oraciones continuas en su favor, derramaba
lágrimas exteriores por sus faltas y pecados y contemplaba con transportes de alegría
los progresos de la gracia en su alma y su adelanto espiritual.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 227
pronto como le hubo prestado tan caritativo oficio, para sustraerse a las alabanzas y al
agradecimiento.
Cuanto más se examinan las cualidades de la caridad de nuestro héroe para con el
prójimo, tanto más pura, tierna y fuerte se la halla. Amó al prójimo como Jesucristo
nos amó, sin interés, sólo por la salvación de las almas y por la gloria de Dios, con la
ternura santa de un corazón de madre, sin afectación, con valor y fuerza a prueba de
las mayores dificultades.
2. Fue pura
Puesto que nuestro santo sacerdote no solía prestar servicios más que a los pobres,
a los niños y a los mayores pecadores, esto es, a gentes idóneas para mortificar en
todo la naturaleza, su caridad no se vio empañada ni alterada, lo cual es tan fácil y tan
común en el trato con las criaturas. Únicamente la fe le hacía amables, en Dios y por
Dios, las personas en quienes nada se descubría que pudiese cautivar el corazón. De
modo que, a pesar de que la naturaleza no hallaba en ello su interés, ni esperaba de
ello gusto u honor, su corazón se deshacía en testimonios de estima y afecto, se
consumía en condescendencias y muestras de cortesía, se acomodaba al genio y a las
inclinaciones de los demás, se sujetaba a sus sentimientos y pareceres, seguía las
intenciones y los deseos del prójimo, cuando podía hacerlo sin faltar a su conciencia;
en una palabra, se mostraba tan afable, tan obsequioso, tan amable y tan benéfico con
todos los que se le acercaban y pedían sus servicios.
Al no encontrar en los que eran objeto de su caridad ninguno de los atractivos que
atan el corazón con alguna inclinación natural, le era fácil amarlos sólo por Dios. Su
único deseo era ganarlos para Jesucristo y trabajar en su perfección. En todas sus
conversaciones sólo trataba asuntos propios para infundir disgusto del mundo,
inspirar la estima y el amor de la virtud, fijar los pensamientos en el cielo y en la
eternidad; si cultivaba alguna amistad, era con el fin de ponerse en condición de
insinuarle las máximas del Evangelio y las verdades cristianas o de interesarle en
obras santas. Como no amaba al prójimo más que en Dios y por Dios, y no
consideraba para esto sus bellas cualidades, talentos, ingenio, condición, simpatía y
conformidad de carácter, ni mucho menos los beneficios que podía esperar de él, le
amaba con pureza, sin exceso ni peligro, sin inconstancia, sin acepción de personas,
en una palabra, de manera digna de Dios (Col 1, 10) y capaz de honrar a Cristo, que
tanto nos amó.
Era uno de esos hombres misericordiosos cuyo corazón modelado por el del
Salvador tenía parte en todas las miserias del prójimo y se las apropiaba. La
compasión había nacido con él, y había ido creciendo siempre con la edad. Siendo
todavía niño, los pobres eran el objeto de sus complacencias; les hacía todo el bien
que podía, y les mostraba mayor pena cuando no podía hacérselo;
<2-374>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 229
si no podía dar limosna, les daba sus lágrimas, pues era para él un suplicio no poder
asistir a los que veía en necesidad. Cada miseria de ellos abría nueva llaga en su
corazón. A sus ojos la indigencia era título de honor. Todos los pobres eran bien
recibidos en su casa. Los buscaba como tesoros de la Iglesia. Los visitaba siendo
canónigo, honrando en ellos con viva fe a la persona de Jesucristo. Ellos eran los que
usufructuaban el producto de su prebenda, y heredaban lo que le quedaba de la renta
anual de su patrimonio. Donde derramaba limosnas, dejaba ejemplos de humildad y
de celo y daba lecciones de mansedumbre y paciencia, presentándose como dechado
de ellas. Elevado al sacerdocio, empleó sus liberalidades en bien de las almas de los
pobres, con las instrucciones santas y saludables que les dirigía antes de distribuirles
los bienes perecederos destinados a subvenir las necesidades del cuerpo. Enseñaba a
los ignorantes, consolaba a los afligidos, auxiliaba a los enfermos, devolvía la
confianza en Dios a los desesperados, a todos animaba a la paciencia y a mirar por su
salvación.
La hospitalidad, ese oficio de caridad tan recomendado en la Sagrada Escritura, tan
en uso en los hermosos siglos del cristianismo, y hoy tan desconocido, era obra de
misericordia que no había olvidado. Cual otro Abraham, se adelantaba a los
forasteros. Después de haberles prevenido con modales obsequiosos, los conducía a
su casa, que desde entonces era hospedería para los pobres sacerdotes, y más adelante
vino a ser su morada ordinaria, pues por pobre que fuera su Comunidad y por más
apuros que pasara, los necesitados, sobre todo los eclesiásticos, encontraban allí
asilo. A esta caritativa obra de la hospitalidad ejercitada en favor del señor Niel debió
su nacimiento el Instituto. Es verdad que nuestro piadoso canónigo, al recibir a aquel
huésped en su casa, no tenía otro móvil que el de satisfacer su caridad; pero Dios tenía
otros designios y dicho forastero fue el primer instrumento de que se sirvió para
realizarlos. ¿Quién podrá decir lo que este espíritu de caridad le inspiró en lo restante
de su vida para establecer, formar, sostener y perfeccionar la más excelente y la más
necesaria de todas las obras de misericordia espiritual? La historia de su vida lo
enseña sin necesidad de repetirlo.
Bástenos recordar el triunfo que sobre él consiguió la caridad para con los pobres,
moviéndole a vender su patrimonio, para repartírselo por entero según el consejo del
Evangelio.
Reims conoció entonces que la fe todavía puede producir las virtudes de los
primeros siglos al ver a ese segundo José que enriquecía con los granos de Egipto la
estéril tierra de Canaán, y que hacía pasar desde su casa a la de los pobres el pan
necesario para la vida. Se le vio cargar con el dinero producido por la venta de sus
bienes y repartirlo con economía y orden a los desgraciados, cual tierna madre que
desea descargarse de la leche o que se quita el pan de la boca para repartirlo a sus
hijos. Puedo decir que san Jerónimo le retrató admirablemente al presentar en estos
términos la figura de uno de los más santos obispos de Francia. Alimentaba a los otros
mientras él sufría hambre y sus entrañas secas por el ayuno estaban aún más
desgarradas por la compasión. Este hecho se renovó al pie de la letra en el canónigo
230 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
hecho pobre y asociado con pobres, pues le faltó a él mismo el pan que tan
liberalmente había repartido a los demás y se vio obligado a su vez a hacer lo que los
indigentes, mendigar. Ya no diré más aquí de su caridad para con los mayores
pecadores y los niños pobres y desamparados, como tampoco de su amor a sus
enemigos y perseguidores, o a las personas indigentes de que se hablará, a fin de
evitar repeticiones.
<2-375>
3. Fue tierna
Si su caridad fue tan pura, según se acaba de ver, no fue menos tierna. Movido a
compasión de los que veía en la pena o en la miseria, parecía sentir sus males más que
ellos mismos. Los que acudían a él para recibir auxilios, no habían de temer encontrar
en él mal humor, ni desigualdades, ni desprecios, ni maneras altaneras y desdeñosas,
ni palabras arrogantes o de menosprecio. Los recibía siempre con caridad, con
semblante franco y con señales de sincero afecto.
En vez de tratar a sus inferiores de manera desabrida o de hablarles con tono
imperioso, y con aire de señor, parecía honrarlos y obrar con ellos como si fueran sus
superiores, según el espíritu de humildad que los apóstoles san Pedro y san Pablo
enseñan en sus Epístolas. Cualquiera que no le hubiese conocido, le habría mirado a
menudo, en su propia casa, como el siervo de todos, y le habría considerado como
sometido a ciertos Hermanos, quienes sin quererlo y sin notarlo se portaban con él
como superiores y le hablaban como a un novicio. Lleno de condescendencia para
con las personas afligidas con tentaciones, escrúpulos u otras penas interiores, se
mostraba siempre dispuesto a escucharlas o a resolver sus dudas, a consolarlas con
mansedumbre y cariño, muy del caso para aliviar sus almas que gemían en esos tristes
estados. En fin, formado en el modelo del Apóstol de las gentes, hacíase pequeño con
los pequeños, débil con los débiles, pobre con los pobres, desvalido con los
desvalidos, acomodándose con todos a fin de ganarlos a todos para Jesucristo. Amaba
tiernamente a sus Hermanos —dice uno de ellos — y manifestaba más afecto a los
que parecían menos gratos. Estaba siempre dispuesto para escucharlos, para darles
los consejos que necesitaban y para consolarlos en sus penas. Ni sus más apremiantes
ocupaciones le impedían el darles esa satisfacción. Es cierto que tan notoria bondad
no dejaba de producir excelentes frutos, pues si algunos estaban a punto de dejar su
vocación, bastábales oír sus mansas y persuasivas palabras para volver sobre sí y
adelantar después a paso tirado por la senda de la justicia. Pero la ternura que se sentía
para con ellos no tenía nada de desordenado, lo cual es muy raro; es fácil, en efecto, el
excederse en este punto y dejarse arrastrar por cierta bondad, que ya no es la
verdadera caridad, sino que concede o tolera lo que merece alguna censura justa.
No amaba de este modo nuestro santo sacerdote a los que Dios le había dado. Les
manifestaba su bondad con las más tiernas palabras; pero en lugar de cerrar los ojos
para no ver sus vicios e imperfecciones, se los reprendía con viveza y les hacía sentir
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 231
ejemplos que por sus palabras, del buen uso que debía hacer de su prisión y de las
miserias que le asediaban, miró desde entonces su castigo forzoso como pena
voluntaria; encontró en ese lugar, tan propicio para hacerle expiar sus pecados,
purgatorio anticipado, que aceptó con resignación, y tuvo muerte más edificante que
su vida, que, según las apariencias, no había sido tan santa como pedía su ministerio.
El otro, envuelto en su manto, salió de la Bastilla con el trofeo de su caridad; alegre
por haberla satisfecho a su gusto a expensas del amor propio y de la naturaleza, se
volvió muy contento a la Comunidad adornado con los despojos de su victoria. Fue
premiado este acto de caridad por el consuelo que experimentó al saber que su
penitente había muerto, algunos días después, con admirables sentimientos de
piedad.
La capital del reino no le fue más favorable que su propia ciudad. Todos los
maestros calígrafos, convertidos en rivales, le declararon guerra; envidiosos secretos
y maliciosos le suscitaron pleitos; amigos disfrazados apoyaron a sus enemigos
descubiertos y aumentaron el número de éstos; los primeros protectores trocáronse en
adversarios suyos; y como no bastase para derribarle el número de sus perseguidores
de fuera, de entre sus discípulos se levantaron también algunos que le causaron penas
aún más crueles. No bien hubo puesto el pie en la parroquia de San Sulpicio, cuando
vio a la envidia armarse de dardos de la más negra calumnia para desterrarle de ella,
por medio de la misma persona que le había hecho llamar, por el señor de la
Barmondière, que había ido a Reims a suplicarle se encargase cuanto antes del
cuidado de las escuelas sulpicianas. No se dijo la calumnia al oído ni en secreto:
queriendo su autor hacerla pública, escogió, para facilitar su extensión, numerosa
junta de señoras caritativas, convocada en casa del señor párroco, como en teatro
propio para publicarla. Ese mismo eclesiástico
<2-381>
la escuchó, y, prevenido por los artificios del calumniador, se mostró dispuesto a
despedir afrentosamente para Reims al inocente acusado y a sus discípulos. Aquella
primera calumnia fue el principio de la larga serie de imposturas y engaños que
causaron más adelante las tempestades que una tras otra cayeron sobre la cabeza del
siervo de Dios.
Las que sirvieron de fundamento a los disgustos que le ocasionó contra su propia
intención el señor Arzobispo de París, fueron las más principales y peligrosas, porque
armaron la autoridad legítima y superior, y dieron lugar a un sinnúmero de
vejaciones. Otras aún más infames atrajeron sobre su reputación afrentosa deshonra,
por causa de una sentencia difamatoria, y le obligaron a huir a Provenza, donde le
esperaban nuevos perseguidores. Vuelto a París después de la muerte de sus antiguos
enemigos, encontró otros, animados del mismo odio, que cuidaron de prepararle
cruces hasta el fin de la vida. Según se ve, desde la época en que emprendió la
fundación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, no dejó de encontrar en su
camino enemigos y perseguidores.
III. Ejemplos heroicos del perdón de los enemigos dados por el señor de La Salle
El primer calumniador que tuvo en París se convirtió para él en hombre respetable
y apreciado, del cual no sólo cuidó de conservar el honor, sino también de disimular
los defectos y artificios. Esta misma ley impuso a sus discípulos, los cuales
experimentaban también los tristes efectos de la malicia de su perseguidor. El señor
abate comisionado para hacer información de los hechos y descubrir lo que había de
verdad o mentira en lo que se decía, no pudo sacar de la boca del señor de La Salle ni
una sola palabra de murmuración, de queja o de disgusto contra su calumniador. En
cambio, caridad tan perfecta bastó para descubrir la impostura y justificar la
inocencia; y enseñó al virtuoso comisario la gran pureza y heroicidad de una virtud, a
la cual la calumnia no le quita nada de su tranquilidad interior, ni de su caridad para
con los mismos enemigos. Aunque el Superior de los Hermanos estuviese bien
justificado a los ojos del señor de la Barmondière, este santo varón guardó, con todo,
algún resabio del resentimiento que le habían despertado las calumnias contra el
Superior de los Hermanos. Así lo permitía Dios para ejercitar la virtud de ambos, y
manifestar que sus mayores siervos, sin quererlo y aun sin saberlo, contribuyen con
frecuencia a purificar la piedad de sus semejantes. La mala disposición del virtuoso
párroco contra el Superior de los Hermanos llegó a tal extremo que resolvió
mandarlos de nuevo a Reims, de donde los había llamado.
La afrenta era sensible, y podía traer funestas consecuencias. No hubiera dejado de
parecer merecida viniendo de parte de un sacerdote cuya fama de santidad era notoria
en París. Sin embargo, aun suponiendo dicha resolución fundada en motivos serios,
no debía negarse al santo varón el derecho indiscutible de pedir explicaciones y de
defenderse; pero si no era merecida, tenía el de exigir más equidad por parte del señor
de la Barmondière, y de acriminarle por haberle llamado con tanta instancia para
despedirle después tan vergonzosamente. A pesar de todo, el caritativo sacerdote,
creyendo siempre que tenían razón de humillarle, y que él solo tenía culpa cuando le
suscitaban conflictos, no se mostró resentido del señor de la Barmondière,
<2-383>
ni descontento de su resolución. Insensible a esta afrenta, fue a despedirse del que se
la infería, con sumisión y respeto, como niño manso y dócil que sale de la casa de
donde le echa su padre, sin perder para con éste el respeto ni el afecto.
Algún tiempo después fue objeto de las iras de los profesores calígrafos de París,
los cuales le declararon tal guerra, que no terminó hasta su muerte. Preocupados por
la idea de que los Hermanos de las Escuelas Cristianas venían a quitarles el pan, se
creyeron con derecho de demandar al superior de ellos ante los tribunales, de
imputarle falsedades que la envidia y el interés les inspiraban como favorables a sus
fines, de introducir repetidas veces la turbación y alarma en las escuelas gratuitas, y
240 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
aun de derribarlo o saquearlo todo; pero jamás vieron que el humilde Superior se
quejase ni les recibiese con semblante turbado, ni se permitiese dirigirles ni una
palabra mortificante, ni levantar la voz para murmurar o quejarse, aún menos para
clamar contra la injusticia y pedir satisfacción por ella.
El causante de todos los disgustos que el señor de La Salle sufrió de parte del señor
Arzobispo de París, por más que en el fondo jamás dejó de apreciarle y de amarle, le
era muy conocido; poco hubiera costado al santo sacerdote hacer recaer todo el peso
de la persecución sobre el que la había suscitado, descubriendo al prelado los motivos
secretos que movían a su perseguidor. Desconcertando tales intrigas, se hubiera
evitado sus vejaciones, sirviéndose de la misma autoridad del Arzobispo, cuya
bondad se había sorprendido; pero prefirió callar y dejar su causa a Dios, antes que
defenderla por medios que hubiesen podido interesar la delicadeza de su conciencia
en lo concerniente a la caridad con el prójimo. El autor de sus desgracias ni siquiera
pudo notar que el siervo de Dios sospechase de él, puesto que se mostró siempre con
él lo que había sido antes cordial, sencillo, afable, franco, respetuoso, sumiso y hasta
lleno de confianza. No se puede decir cuál de los dos fue más constante en su
conducta, pues si el uno fue hasta la muerte el perseguidor, ora artificioso y
disimulado, ora manifiesto y declarado, el otro perseveró correspondiendo por la
práctica del silencio, de la mansedumbre, de la paciencia y de la humildad. Jamás se
presentó el siervo de Dios delante de su enemigo con ademán frío, silencio afectado o
semblante descontento, triste y disgustado; nunca le manifestó sombra de
resentimiento; jamás rehusó el verle por un movimiento de aversión, ni hablarle,
frecuentarle, saludarle o demostrarle respeto y sumisión; nunca trató de justificarse
delante de él, de destruir sus ojerizas, de abrirle los ojos sobre la injusticia de su
proceder, ni jamás dio a entender a nadie lo que tenía que padecer por parte de
adversario tan peligroso, y dejó que todo París creyese que su enemigo era el mayor
de sus amigos, su protector y su bienhechor. Sin embargo, tal personaje, en apariencia
celoso del bien del Instituto de los Hermanos, y de verdad rival secreto de su
Fundador, no guardaba ya miramientos con el siervo de Dios. Si le veía, tratábale con
desprecio; si le escuchaba, era para encontrar motivos de mortificarle; hallaba gusto
en servirse de sus confidencias para ponerle en conflictos y dificultades, arruinar su
reputación y perderle en el ánimo de sus discípulos. El humilde sacerdote le sufrió
con perseverancia, como oveja que no sabe quejarse y que no conoce la mano que le
hiere. Su virtud, al par que aprovechaba todas esas ocasiones para merecer, le inducía
a ser más atento para honrar y hacer honrar a su perseguidor, extender su reputación y
disculpar su conducta, y más solícito para buscar sus favores, demandar sus consejos
y manifestarle
<2-384>
respetuosa dependencia, sumisión sincera y fidelidad inviolable. De modo que, si en
el amor de los enemigos pudiera darse exceso, podría decirse que el Fundador de los
Hermanos lo habría llevado demasiado lejos, y que habría debido romper desde
el principio todo comercio con aquel hombre que parecía haber jurado perderle, y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 241
revelar al público sus manejos, dándole a entender a él mismo que no tenía derecho de
tomar los humos altaneros y de autoridad que se arrogaba sobre quien no era su
inferior.
Lo que el señor de La Salle hizo con ese enemigo, lo hizo con todos los demás, que
no eran pocos ni contados, que los encontraba en todas partes. Jamás se le oyó
quejarse del indigno proceder del joven abate que se allanó a ser el instrumento de los
furores de su padre, apoyando con su sello contra toda buena fe la ignominiosa
demanda en que trataba al virtuoso sacerdote de sobornador de menores, y por lo
cual, sorprendidos los jueces, pronunciaron sentencia que, al par que deshonraba su
carácter y reputación, le usurpaba una casa que había comprado en parte con su
propio dinero. El padre y el hijo mencionados no fueron los únicos de quienes el
siervo de Dios pudo quejarse en esa ocasión, y de quienes, con todo, no se quejó
nunca; los abogados sobornados y vendidos a la parte adversa, un falso protector que
aparentaba mirar por sus intereses y un antiguo amigo que le vendió o desamparó
concurrieron todos a esa injusticia. Y esto a pesar del expediente justificativo que
había puesto en sus manos el Fundador de los Hermanos. Pero ¿cómo supo el siervo
de Dios esclarecer en dicho documento hechos oscurecidos por la malicia, y separar
la verdad de la mentira, sin dejar escapar de su pluma ninguna palabra picante contra
sus acusadores? He aquí lo que no se puede explicar ni debidamente alabar y admirar
al leer ese escrito. Es claro, corto, compuesto con tanta sencillez que recuerda el estilo
apostólico. Expone la verdad clara y neta, sin quejas contra sus acusadores, sin
tacharlos de calumniadores, sin dejar entrever ninguna sospecha contra su buena fe.
La ingeniosa caridad del siervo de Dios encontró el secreto de suavizar en este
memorial todos los términos y de no defender su perseguida inocencia más que con
expresiones mesuradas, humildes y favorables a la reputación de los que ennegrecían
la suya sin reservas ni miramientos. Cuando se le notificó la sentencia que por
sorpresa y soborno habían dado contra su inocencia indefensa los que más obligados
estaban a defenderla, recibiola con la tranquilidad, silencio y paciencia inalterables
con que su divino maestro recibió la de Pilato. El piadoso condenado no la combatió
con quejas ni murmuraciones, nunca se le oyó censurar a sus jueces, ni condenar a sus
adversarios, ni criticar a sus abogados, ni quejarse de su pérfido procurador o de su
infiel amigo. El santo sacerdote, tan sensible para las injurias que los pecadores hacen
a Dios, no sentía las a él dirigidas; su humildad le impedía creer que se las pudiesen
hacer; no bien las recibía cuando ya las olvidaba, y jamás parecía tener resentimiento
alguno de ellas. Las flechas emponzoñadas de la más negra calumnia, de la injusticia
más irritante, de la malicia más exagerada podían herirle en su honra y en sus bienes,
pero no menoscababan su caridad. En lugar de exagerar el daño que le habían hecho y
de quejarse de él, cuando menos con sus amigos, evitaba pensar en él y aun mentarlo.
Si se acordaba de sus enemigos, era delante de Dios para pedir por ellos, solicitar la
bondad divina en su favor y recomendar a la divina Majestad intereses de ellos, con
tanto celo como lo hubiera hecho para con sus más insignes bienhechores. Así es, en
efecto, como los miraba con los ojos de
242 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
<2-385>
la fe, que se los presentaba como los más eficaces instrumentos de santificación y
como amigos caritativos a quienes debía tantas y tan preciosas ocasiones de imitar a
Jesucristo clavado en la cruz.
De tal modo se había posesionado la caridad del corazón de nuestro santo
sacerdote, que le hubiera sido preciso violentarse mucho para no seguir esa
inclinación sobrenatural de olvidar las injurias, perdonar a sus enemigos y amarlos
tiernamente. Acerca de este punto no hacía ninguna excepción. Todos los que le
despreciaban, ofendían o ultrajaban eran amigos suyos y ocupaban lugar preferente
en su corazón, sin atender a la vileza de la condición, ni a la injusticia, ni a la perfidia,
o ingratitud de sus difamadores. El que le perseguía, ora fuese discípulo suyo o uno de
sus penitentes, ora de los que trataba con confianza o de los que le estaban obligados,
en cuanto le infería alguna injuria o hacía alguna injusticia, indefectiblemente hallaba
lugar de preferencia en su corazón. La historia de su vida suministra hartos ejemplos
de ello; ultrajado, robado, vendido, maltratado en diversas ocasiones por hijos de
perdición, bastante parecidos al traidor Judas, lloraba su deserción, y no parecía sentir
la injuria que le habían hecho: echábase a sus pies, ya para suplicarles que no dejasen
la comunidad, ya para excitarlos a volver a ella; era preciso en tales circunstancias
que los Hermanos reunidos hicieran a su común padre santa violencia para obligarle a
despedir a esos pérfidos o cerrarles la puerta de una casa de la que habían salido con
escándalo.
Entre los eclesiásticos que recibían en su casa hospitalidad gratuita y tan larga
como querían, hubo uno, todavía joven, que al parecer no permaneció en ella sino
para agotar la caridad del siervo de Dios, y procurar al demonio el placer de triunfar
de su humildad y de su paciencia. Su ingratitud crecía a medida de los beneficios del
santo varón, y como si hubiese una como contienda entre el vicio y la virtud, cuanto
más manso, paciente y humilde era el uno, tanto más soberbia e insolencia
demostraba el otro. Arrebatado, violento y de altanería nunca vista, trataba a todos los
Hermanos como a criados suyos, y a su Superior como a hombre apocado, pues no
tenía reparo en llamarle extravagante y tildar de cuentos y sueños todo cuanto decía.
Nunca estaba contento con lo que le servían en la mesa, aunque lo hacían aparte,
dándole raciones más abundantes y mejor guisadas; prorrumpía en quejas contra lo
que le presentaban, y por despecho, cuando el siervo de Dios estaba ausente, echaba
por el suelo el potaje y los principios delante de la Comunidad. El santo varón,
aunque luego se enteraba de tales desmanes, aparentaba ignorarlo todo, y
multiplicaba sus maneras humildes y afables con el que hacía gala de tratarle con
desprecio y rudeza. Se les iba haciendo larga a los Hermanos la estancia de huésped
tan ingrato e insolente, que cada día se hacía más insoportable. Esperaban
impacientes que su buen padre, cansado de tantos escándalos, le mandase salir de
casa; pero el santo sacerdote, que miraba a ese eclesiástico como su enemigo personal
y como la cruz de su casa, no se acordaba de deshacerse de él. Éste, persuadido de la
bondad del siervo de Dios o determinado a hacerle salir de sus casillas, no pensaba
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 243
IV. Caracteres de la caridad del señor de La Salle, según los describe san Pablo
Finalmente, en el señor de La Salle se encuentran todas las notas de la caridad
perfecta, que señala san Pablo en su Epístola a los Corintios (I Cor 13). Caridad
sufrida, que soporta sin enfado y sin trabajo los caprichos, las flaquezas y las
imperfecciones del prójimo. Caridad benigna y mansa, que nunca deja escapar
palabras ásperas y punzantes, que sabe gobernar a temperamentos diversos con
miramiento prudente, sin hablar con sequedad, ni responder con desabrimiento, ni mandar
con imperio. Caridad que no tiene envidia y es bienhechora, que no se ensoberbece,
no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la
injusticia. Esta divina caridad, en lugar de envidiar la dicha del prójimo o de afligirse
por el bien ajeno, llora los males de los demás como si fueran propios y mira con
buenos ojos todas las ventajas ajenas. No se deja llevar del capricho o del mal humor.
Es enemiga del engaño y del disimulo, pues no sabe adular los vicios ni condescender
con las pasiones. Encerrada en la consideración de su propia nada, estima y respeta a
todos y para todos tiene pruebas de sumisión y deferencia. No hay nada por vil,
despreciable o humillante que sea, que no lo acepte de buen grado por amor al
prójimo. Consagrada exclusivamente a los intereses de Dios, sacrifica gustosa los
suyos propios cuando lo pide alguna causa legítima. No se irrita ni se enfada contra
nadie; antes bien, conserva siempre el corazón lleno de ternura y bondad para con
quienes le ofrecen mayores motivos de disgustos. no da importancia al mal que recibe
y únicamente se acuerda de las injurias para encomendar a Dios en sus oraciones a los
causantes. En vez de holgarse de la injusticia y del mal proceder del prójimo, se duele
de ello, y se regocija cuando le ve colmado de gracias y virtudes.
<2-388>
Parece dispuesta a sufrirlo todo, es tan firme su constancia en hacer bien al prójimo,
que no puede vacilar ni por los trabajos ni por las ignominias, ni por ningún otro
género de tentaciones, omnia suffert, todo lo sufre. Pero dispuesta felizmente en favor
de los demás, se halla siempre inclinada a creer lo bueno que se le dice o a
complacerlos en sus deseos, si su propia conciencia no se opone a ello, omnia credit,
todo lo cree. Como no pierde nunca la buena opinión que tiene del prójimo, no
desespera de la conversión de ningún pecador, ni de la perseverancia de quienquiera
que sea, omnia sustinet, todo lo soporta.
místico, no podemos esperar que el Padre nos oiga, puesto que no reconoce en
nosotros el espíritu de su Hijo».
Le da después algunos avisos muy importantes para mantener la caridad:
«1.° Confórmese —le dice— usando de caritativa condescendencia con todas las
flaquezas del prójimo; sobre todo impóngase como ley el ocultar su opinión
tratándose de cosas indiferentes.
2.° No sea jamás duro en el trato con el prójimo, y persuádase íntimamente de que
él es mejor que usted, lo que no le costará mucho si procura estudiarse a sí mismo, lo
cual le hará fácil el vencer sus repugnancias.
3.° Buscará todos los días ocasiones de servir a aquellos que le son antipáticos.
Después de examinarse todas las mañanas sobre ese punto, tomará resoluciones que
pondrá fielmente en práctica con sosiego y humildad.
4.° Cuide especialmente de prevenir las necesidades de los más flacos e
imperfectos, por más que en ello sienta natural repugnancia, conformándose, no
obstante, en todo al orden y a las prácticas regulares de la Comunidad; y si se ve
precisado a negar algo, hágalo de tal modo que todos queden contentos de la negativa.
5.° Sea cordial con todos, hable con mansedumbre y condescendencia,
proponiéndose imitar la manera de hablar y de contestar de Jesucristo cuando más le
maltrataban.
6.° Nunca hablará de los defectos o del proceder de nuestro prójimo. Cuando se
hable de ellos, interpretará en bien sus acciones, y, si no cree poder hacerlo, guardará
silencio.
7.° No haga recaer jamás ninguna falta en el prójimo, con el fin de encubrir las
suyas; aun cuando la hubiera cometido él y no tuviera usted en ella parte alguna, ha de
estar contento de que se crea que ha sido usted, y eso por espíritu de caridad y de
humillación. Acostúmbrese a no disculparse jamás; menos aún a defenderse a costa
de los demás.
8.° No se queje de los otros, a no obligarle a ello la necesidad; y, cuando esté
obligado a hacerlo, que no sea en son de queja.
9.° Por poca razón que lleven los otros en sus pareceres y deseos, cuando no pueda
condescender con ellos, por observar sus reglas, déjelos contentos con palabras
afables y humildes.
10.° Si incurre en alguna falta contradiciendo imprudentemente a alguno o
manifestando los resentimientos que tiene contra él, al caer en la cuenta de lo que está
haciendo, si habla, cállese; y si le importunan deseando saber la causa de tan
repentino silencio, dirá que no tiene razón de hablar así. Cae usted en muchos otros
defectos más notables, a los que debe atender, en vez de interpretar torcidamente las
acciones de los demás.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 249
11.° Está usted lleno de celo, mas ese celo no es según la ciencia, pues quiere que
se reprendan a otros sus defectos, y no quiere ser reprendido por los suyos. Soporte
los defectos del prójimo e interprételos en buen sentido.
12.° En fin, tendrá por regla invariable no hablar nunca de las imperfecciones de
los demás, ni reprenderlos por ellas, por graves que le parezcan.
<2-391>
Represéntese, cuando vea a uno caer en algún defecto, lo que dice el Evangelio: Ves
la paja en el ojo de tu hermano, y no ves la viga que está atravesada en el tuyo».
He aquí, en pocas palabras, los importantes documentos que revelan en nuestro
santo sacerdote el deseo ardiente de conservar la unión y caridad entre los suyos; nada
le pareció tan necesario como esa virtud, y hacía poco caso de todo lo demás, por más
que tuviese bella apariencia, cuando la caridad no era su principio.
ARTÍCULO TERCERO
quiso ser por elección, para parecerse a Jesucristo, lo que son los pobres por orden de
la Providencia.
conocen el nombre de los pobres, su número, así como el grado de necesidad de cada
uno de ellos, para remediarla, con inteligencia, con caridad celosa y discreta. En fin,
no es caso muy raro encontrar, entre los ricos, amigos de los pobres; pero sí lo es
encontrarlos que sean amigos y ávidos de su pobreza. Para ir a ellos, basta dejarse
conducir por la naturaleza; pero para hacerse como uno de ellos, es necesario todo el
poder de la gracia. Por aquí ruego al lector que examine la virtud de un hombre que en
edad avanzada renuncia a su dignidad excelente y posición opulenta, para desposarse
con la pobreza, ¿y qué pobreza? ¿Pobreza alabada, tal cual es hoy la que se profesa en
los claustros? ¿Pobreza cómoda o que cuando menos pone a cubierto de las
necesidades y de las miserias? ¿Pobreza brillante, que se une con fondos y rentas
poseídas en común? No, sino pobreza ignominiosa, pobreza incómoda, acompañada
de las más apremiantes necesidades: he aquí los caracteres de la pobreza a que se
resolvió el canónigo de Reims.
<2-394>
y nuevo fue recibido por el mundo, según él lo deseaba, como hombre a quien la
devoción hubiese trastornado la cabeza. Su conducta pareció extraña al mundo, ya
bastante enemigo de la elevada virtud, y si el santo canónigo con tal proceder no
buscaba más que el desprecio, lo consiguió y pudo quedar del todo satisfecho.
Contradecía al mundo en toda su conducta, y éste, que no quiere perdonar, se burlaba
de él y le despreciaba. Bien lo saben los que se separan enteramente del mundo;
encuentran en él un enemigo que para vengarse levanta todas las persecuciones que
su malicia pude excitar contra la virtud. Así que jamás se pudo reconciliar con el
siervo de Dios, que le hacía la guerra tan al descubierto.
En efecto, pocas veces se habrá visto hombre más opuesto a las máximas del
mundo, más contrario a su espíritu, más alejado de sus costumbres. El señor de La
Salle parecía en todas sus obras viva condenación del mundo: condenaba su lujo con
sus vestidos, sus delicias con la penitencia, su fausto y soberbia con la abyección y
humildad de su nuevo estado; apenas salió de la categoría de los canónigos de la
ilustre metrópoli de Reims para ponerse al frente de gente pobre, cuando cayó en
verdadera indigencia; ya le tenemos pobre según sus aspiraciones, pero con pobreza
afrentosa y humillante a los ojos carnales. El voto de pobreza que hacen ahora sus
discípulos se emite como el de los demás religiosos, con aplauso y solemnidad. El
mundo de hoy día, acostumbrado a tal ceremonia, no tiene nada que decir. Esta
pobreza es de mucho mérito. Con todo, si tal pobreza no está expuesta a la envidia,
puede inspirar vanidad. Pero su Fundador se obligó a ella de modo que no le
procuraba la honra de los hombres, y que sólo Dios pudo justipreciar, pues al
renunciar a su canonicato y patrimonio sólo por pura virtud y sin hacer caso de la voz
del mundo y de la naturaleza, cerró la puerta a todo género de asistencia que podía
esperar de su familia, de sus colegas y aun de sus amigos; todos vieron con despecho
y sentimiento tan absoluta renuncia que el interés y la prudencia humana no podían
aprobar. La entrega en manos de la divina Providencia fue, pues, en lo sucesivo el
único amparo de ese pobre según el rigor del consejo evangélico. Pero si la divina
Providencia tuvo siempre cuidado de asistirle, no lo tuvo menos de probarle y de
ejercitar la virtud del padre y de los hijos con todos los rigores de la pobreza.
privaciones; pero ¡cuántas veces, digo, vio faltar el pan en su casa aun en los tiempos
normales en que estaba barato! Y si el pan necesario a la vida faltaba, claro está que
con más motivo faltaría todo lo demás. Difícil sería hallar morada humana más pobre
que la de Vaugirard. Ropa, vestidos, mantas, camas, utensilios de cocina, leña,
bebida, en una palabra, casi todo lo necesario a la vida del hombre, o faltaba allí
absolutamente, o su uso era tal como se ve entre los más miserables. La casa principal
próxima a París y la de San Yon, lugares más frecuentados por
<2-395>
el Fundador de los Hermanos, no estaban mucho más provistos. ¡Cuántas veces ese
hombre providencial se vio en la necesidad de implorar la misericordia del prójimo en
apuros tan frecuentes como apremiantes! La amargura de esta clase de mendicidad
habría sido menos enojosa si hubiese encontrado siempre acogida afable y
abundantes limosnas. Si al tender la mano o al abrir la boca, para exponer sus
necesidades y las de su familia adoptiva, se le hubiesen abierto luego las arcas y los
corazones generosos, habría podido consolarse y coger algunas flores en medio de las
espinas de la pobreza; pero raras veces tuvo ese consuelo, y cuando se presentó, no
pudo o no quiso aprovecharlo. En efecto, cuando la injusticia le despojaba de los
legados y de las donaciones que la divina Providencia le procuraba, su espíritu,
enemigo por sistema de pleitos y contiendas, los cedía a los que se los disputaban y
quitaban. A menudo, al enviar a sus discípulos para la instrucción de los niños, se vio
obligado a dejar al Padre celestial el cuidado de alimentarlos, porque, atendido el bajo
concepto en que eran tenidos él y ellos, se creía un especial favor el concederle la
libertad de prestar tales servicios caritativa y gratuitamente a los pobres. Esto sucedió
en Ruán, por no hablar de otros puntos, como se ha dicho, y las cosas no han
cambiado en esta materia.
En esos casos no puede decirse lo que el padre y los hijos, entregados a la pobreza,
tenían que padecer. Trabajaban mucho y no tenían con qué vivir. Todo les faltaba,
mas ellos no faltaban a sus deberes de caridad y se imaginaban ser objeto de gran
liberalidad, cuando les regalaban camisas que eran cilicios, y algunas monedas para
defenderse del hambre y de la miseria. Esas necesidades, que eran frecuentes,
obligaban a nuestro canónigo a salir, a pesar suyo, para buscar lo necesario a la vida
en casas opulentas; pero más de una vez fue recibido en ellas de modo indigno, y tuvo
que salirse avergonzado y confuso, sin otro recurso que acudir a Jesucristo, para
pedirle el pan de cada día, suplicándole cumpliese su palabra con aquellos que todo lo
habían dejado por Él. Experimentar necesidades apremiantes, verse obligado a acudir
a la misericordia del prójimo, recibir de él repulsas y desprecios, ¿qué dura prueba y
qué cosa peor pudiera sucederle? Debiera preverlo y prometérselo al abrazar la
pobreza: lo había, efectivamente, previsto, y se había resuelto a ello, según se dijo en
su lugar. Al fin, cuanto más pobre, tanto más se parecía a Jesucristo. El ejemplo del
Señor, soberano del mundo que por derecho de nacimiento tenía autoridad sobre
todos los bienes y era dueño legítimo de ellos, nacido en un estado, falto de todo, que
vivió en la tierra en indigencia absoluta, y murió en la cruz despojado hasta de sus
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 255
vestidos, no le dejaba sentir los rigores de la pobreza. Sus excesos no tenían para él
más que atractivos y agrados, y se consideraba muy obligado para con el Señor por el
desprecio que experimentaba por todas las cosas de la tierra, por el desprendimiento
en el cual se veía de los estorbos del siglo, y por la feliz libertad que tenía de fijar
todos sus pensamientos en el cielo, y poseer a Dios solo. Por sí mismo experimentaba
que esa virtud es el fundamento de la perfección, el tesoro escondido del Evangelio.
Entendía que la había obtenido por muy poco, comprándola por el precio de todos sus
bienes, pues veía cuánta verdad es que los pobres de espíritu y de afecto son felices, y
que el reino de los cielos les pertenece desde el presente. En fin, encontraba en su
pobreza el céntuplo prometido ya en esta vida a los que todo lo dejan por Dios.
mesa, y allí se portaba como mendigo a quien han llamado y a quien dan de comer por
caridad, que encuentra sabroso todo lo que se le da, lo come sin examinarlo, no se
queja ni se atreve a pedir lo que le falta. Pues había adquirido la costumbre de comer
lo que le servían sin advertir lo que le faltaba. De modo que le sucedía a veces no
tomar más que la sopa, porque no le servían la otra comida, o comía el pan sin carne o
la carne sin pan, porque se habían olvidado de poner una u otra cosa en su sitio. Para
mostrar que nada tenía como propio, cuidaba de emplear siempre los términos que
indican la desapropiación, usados en las Comunidades religiosas, y también entre los
Hermanos. Hasta se ofendía si alguno de ellos hablaba en otra forma tocante a lo que
le pertenecía. Lo cual se echó de ver cuando un Hermano, a quien había llevado con
toda sencillez las medias para que se las remendase, terminado el encargo, le dijo:
Padre, tiene ya arregladas sus medias. ¡Mis medias! —replicó con santa emoción
este pobre según el Evangelio—: Hermano, si yo no tengo medias que sean mías. No
tenía nada superfluo, y en su casa la pobreza era tal, que cuando daba sus medias a
componer, por falta de muda, tenía algunas veces que estarse en la habitación hasta
que se las devolviesen.
Usaba sus vestidos hasta que se caían hechos jirones. Todo lo que era de su uso
debía echarse al desecho, cuando lo dejaba. Yendo un día a Reims, con su traje
ordinario de pobre sacerdote, entró en la ciudad con un ancho sombrero usado, que se
caía por todos lados, según
<2-397>
acostumbraba llevarlo, semejante al de los Hermanos, y tan a propósito para
avergonzar a su familia, como para atraerle burlas. Así es que, avisado por el
Hermano que le acompañaba, compró otro en una sombrerería que vio en el camino y
dejó en ella el suyo, absolutamente inservible. Así lo pudo juzgar por sí mismo uno de
los Hermanos de Reims, quien sintiendo la pérdida del sombrero que había dejado La
Salle en casa del sombrerero, fue a pedírselo. Allí está —le contestó éste,
mostrándoselo detrás de la puerta—, puede usted aprovecharlo. Violo el Hermano y
perdió las ganas de hacerse con él, volviéndose casi avergonzado, lo cual dio al
sombrerero ocasión de reír y de hacer reír contando el caso. Corrió esta voz por la
ciudad, y uno de los parientes del señor de La Salle, disgustado de tal suceso, se
presentó a la Comunidad a dar sus quejas por el deshonor que de ello redundaba en la
familia.
La ropa interior que dejó el siervo de Dios en el seminario de San Nicolás del
Chardonnet, en París, dos años antes de su muerte, tenía el mismo valor. No la pedía
jamás, la esperaba de manos de la Providencia, que se la presentaba por la de los
Hermanos; y entonces recibíala como pobre, de limosna, y como inferior, por
obediencia. Costaba trabajo, con todo, hacerle tomar algo nuevo, y cuando ocurría
necesitarlo, o se había de acudir a alguna piadosa industria o a una santa violencia
para quitarle lo viejo. Excusábase siempre diciendo que sus vestidos eran bastante
buenos para un pobre sacerdote. Remendando los nuestros —añadía otras veces—
podrán todavía servirnos. No pretendemos agradar al mundo. A fuerza de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 257
remiendos, no tenían ya casi forma, y sólo servían para incomodarle; sus medias de
paño burdo como las de los Hermanos, estaban tan llenas de piezas y de costuras que
más valían para mortificarle que para calentarle los pies. Los vestidos exteriores, esto
es, la sotana y el manteo largo, a menudo remendados con grandes piezas, estaban tan
raídos que ya no servían para nadie, cuando él los dejaba. Cierto día dos ladrones le
acecharon para despojarle, pero quedaron chasqueados, y se vieron obligados a
devolverle la sotana y el manteo, después de haberlos examinado, avergonzados de
robar lo que los mendigos habrían despreciado. Encontrándose el buen Padre en
Calais el día de la Asunción, el cura párroco le suplicó con tanta instancia que
celebrase la misa mayor que no pudo buenamente rehusar. Su sotana estaba tan
estropeada que dejaba ver los vestidos interiores, que no valían más. Sorprendidos los
eclesiásticos de ver al que había sido canónigo de Reims vestido como el más pobre
sacerdote de la diócesis, le proporcionaron una sotana para celebrar con decencia: el
santo varón se retiró a un rincón de la sacristía para revestirla. El Hermano que le
acompañaba trataba de recoger la sotana vieja para colgarla en la percha, y el santo
sacerdote se lo impidió, sin darle la razón; mirándola aquél de cerca, descubrió
fácilmente el motivo, por lo cual se contentó con apartarla, y la escondió en lugar
oculto. En otra ocasión obligáronle a quitarse el manteo que llevaba harto viejo y
usado, y a recibir otro mejor de manos de un prelado caritativo, conmovido al ver al
canónigo de Reims, su antiguo condiscípulo en el seminario de San Sulpicio, en traje
que inspiraba compasión.
Cuando por estar sus vestidos muy gastados por el uso le obligaban a aceptar otros
nuevos, sólo se resolvía si los veía conformes con la pobreza, esto es, de paño basto y
tosco y cosidos con hilo o lana y no con seda. Por lo que toca a los ceñidores,
<2-398>
había que recorrer numerosas tiendas de París para dar con alguno que le gustara o
que fuese tan pobre como él deseaba, pues no diré ya los de seda, sino los de lana más
comunes, eran para él demasiado hermosos y ricos. Llevábalos siempre muy cortos y
estrechos, y cuando estaban rotos los volvía a coser. En ocasión de que el buen Padre
necesitaba ceñidor, cierto Hermano que había sido seminarista, y conocía bien el
género, se ofreció a comprarlo, asegurando que estaba al tanto del precio y de la
calidad. Pero el verdadero pobre de espíritu, que amaba en todas las cosas la sencillez,
temiendo que aquel Hermano se lo comprase demasiado hermoso, le dio las gracias
por su buena voluntad, replicando que encargaría la comisión a otro que entendía el
negocio mejor que él. Al mismo tiempo, sacando aparte al que juzgaba capaz de ello,
le dio tres reales para comprarle uno que fuese de lana, tal cual él lo quería,
indicándole dónde lo encontraría, e imponiéndole silencio sobre ello. Después de
mucho rondar encontró uno de que quedó muy contento; pero no fue del gusto del
otro Hermano, quien se disgustó cuando se lo presentaron, y se fue de la lengua hasta
decir al santo Fundador: ¿Quién ha sido el necio que le ha comprado ese cordón? Es
uno que entiende más que usted, replicó el santo sacerdote imponiéndole silencio.
Los zapatos correspondían a los demás atavíos. Su facha y su peso, así como los
258 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
cordones de cuero con que los ataba, honraban la pobreza. Volviendo de Reims a
París, en tiempo del deshielo, por camino casi impracticable, dejó en él sus zapatos,
que no debió de echar de menos, puesto que estaban ya gastados y rotos antes de
emprender el viaje. Viose, pues, obligado a andar descalzo hasta el primer pueblo. Lo
que allí le consoló fue que no halló más que un par, que eran a propósito para
mortificar la vanidad. Tenían el empeine duro y recio como una tabla, los tacones
como los de una bota; tres gruesas suelas pegadas una encima de otra, estaban
armadas de más de cien tachuelas. Parecía como si los hubiese mandado hacer a su
gusto; así es que se apresuró a comprarlos para terminar su viaje. Los Hermanos de
París, al ver llegar a su Superior calzado con tanta elegancia, se apresuraron a
entregarle otros zapatos, siquiera para aliviarle; y habiendo tenido la curiosidad de
pesar los viejos, hallaron que su peso era de cerca de cinco libras.
Por ese mismo espíritu de pobreza, guardó quince años unos pantalones viejos
llenos de tantos remiendos que no había quedado rastro del paño primitivo. Pero,
conforme hemos advertido anteriormente, sabía juntar la pobreza con la limpieza.
Todo era vil, abyecto, burdo en sus vestidos; mas nada asqueroso y sucio, sino aseado
y decente. No era, por consiguiente, para él pequeña mortificación el ver a algunos de
sus discípulos harto descuidados en lo exterior, lo cual, a la verdad, puede alguna vez
ser fruto de la virtud, pero a menudo lo es de la pereza, y repugna a la modestia y a la
decencia convenientes a su estado. El santo varón, enemigo de toda afectación,
censuraba generalmente el exceso en el aseo. No podía sufrir que con exterior pobre y
humilde se ocultase secreta propensión a agradar. ¿Acaso —decía al que parecía
hacer alarde de limpieza— desea agradar a los hombres? Si es así, no es servidor de
Jesucristo. No hemos dejado el mundo para conformarnos con sus gustos, sino para
despreciarle a él y sus máximas. Por otra parte, tampoco quería sirviera el espíritu de
pobreza para justificar el descuido demasiado reprensible en lo exterior, y decía que
la verdadera causa de ese descuido afectado es la singularidad, la vanidad
<2-399>
y la hipocresía encubierta que se adorna con apariencias de virtud, cuando la pereza
no es su origen.
Los bienes propios que usaba el siervo de Dios eran un Nuevo Testamento, la
Imitación de Jesucristo, el crucifijo y el rosario. No permitiéndoles más a sus
discípulos, tampoco quería él tener más. Cuando algunas veces le hacían notar que su
habitación (si eran dignos de este nombre los miserables rincones que escogía para
morada) estaba demasiado desnuda, contestaba: ¿Pues qué? ¿No es ser bastante rico,
poseer el santo Evangelio, y sacar de él, cuando se quiere, los tesoros de la vida
eterna? ¿No era ésa toda la riqueza de los antiguos solitarios, y la mina de donde
sacaron los tesoros de virtudes, que tanto los enriquecieron?
He dicho que las habitaciones en que solía morar no merecían el nombre de celdas;
pero a menudo no tenía siquiera habitación aparte, porque si la casa de los Hermanos
era muy reducida, no quería cuarto particular, sino que se contentaba con la sala de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 259
Comunidad. Donde tenía celda aparte, se reducía ésta a una covacha que con estar él
dentro quedaba totalmente ocupada, o a escondrijos incómodos e ingratos. El cuarto
que habitaba en San Yon al morir, era del todo parecido a un establo pequeño.
Hallábase hundido en tierra a más de un pie de profundidad, y tal aspecto, forma y
olor tenía que, al entrar en ella, cualquiera creyera haber sido morada de bestias antes
de albergue y alojamiento del Superior de los Hermanos. Porque precisamente estaba
tocando a la cuadra donde guardaban los animales, y gracias a esta proximidad, se
participaba en ella de los olores de la habitación cercana. La afición grande que el
señor de la Salle tenía a la virtud de la santa pobreza le hacía suspirar por la dicha de
morir en un hospital entre los pobres. Para él habría sido ésta la satisfacción completa
de sus deseos, y como gracia singular la pidió en 1690 con mucha instancia y varios
días seguidos, cuando una grave enfermedad hizo temer por su vida. No le faltaron
buenas razones para hacerse escuchar, ni fuerza para hacerlas valer; y si al fin guardó
silencio sobre ese punto, fue porque comprendió que su súplica apenaba demasiado a
sus discípulos.
Jesucristo; en fin, su corazón no conocía otros tesoros que los del Calvario y de la
Cruz. Siendo tan parecido a los que predicaron la fe y la persuadieron aún más con el
ejemplo de sus virtudes que con discursos y milagros, se inquietaba tanto por su
Instituto como por su vida. No pensaba ni en asegurar su porvenir, ni en dotarle de
buena fundación, ni en adquirirle propiedades. Ponía particular empeño en enriquecerse
de virtudes; en cuanto a los intereses materiales, teníalos por lodo, y no hacía caso de
ellos. Contentábase con tener para sí y sus discípulos con que vestirse y alimentarse;
en lo demás quería verlos tan desasidos del mundo como apartados se hallaban de él
por su vocación, persuadido de que es rico el que desea riquezas, y los que desean
serlo caen en los lazos de Satanás y en deseos vanos e inútiles que arrastran a la
perdición. De aquí nacía en él esa insensibilidad por todos los daños, perjuicios e
injusticias que le hacían. Dejaba su túnica al que le quitaba el manteo, y, contento con
la pobreza, no permitía que se persiguiese a los ladrones que le habían robado los
muebles, ni que se contestase a los que le saqueaban la casa, ni que se entablaran
pleitos con los que le quitaban sus bienes. Cuando algunos Hermanos le exponían su
extremada pobreza y la pena que por ella sentían, les contestaba con el santo Tobías:
¿Qué teméis? ¿Por qué os dejáis abatir? Es verdad que somos pobres, pero ¿no
sabéis que tendremos muchos bienes si tenemos a Dios, si nos apartamos del pecado,
si hacemos buenas obras y cuanto Dios exige de nosotros? Así animaba a sus
Hermanos y se animaba a sí mismo a practicar con amor la virtud de la santa pobreza.
Como le hubiese escrito un Hermano a quien el santo sacerdote había mandado a
fundar una casa, y le diese cuenta de la extremada pobreza a que se veía reducido, le
respondió el siervo de Dios animándole en los términos siguientes:
«Es preciso amar la pobreza, carísimo Hermano; Nuestro Señor fue muy pobre,
aunque hubiera podido ser rico; debe, pues, imitar a este divino modelo. Sin embargo,
me parece que no quisiera usted carecer de nada para estar contento. Y ¿quién no
desearía ser pobre con esa condición? Aun los mismos grandes y poderosos del
mundo dejarían de este modo todas sus riquezas para gozar de una ventaja que los
haría más felices que los príncipes y los reyes de la tierra. Acuérdese, le suplico, de
que no vino a la religión para tener cumplidas sus comodidades y gustos, sino para
abrazarse con la pobreza y con sus efectos. Y dije sus efectos, porque de nada le
serviría amar la virtud, si no amase todo lo que de ella depende y lo que le pueda ser
ocasión de practicarla.
¿Soy pobre, dice? ¡Cuánto me gusta esta palabra!, pues decir que es pobre es decir
que es bienaventurado: Bienaventurados los pobres, decía Jesucristo a sus Apóstoles.
Lo mismo le digo yo. ¡Oh cuán feliz es! Dice que nunca había estado tan pobre;
mejor: jamás había tenido tantos medios de practicar la virtud como ahora. Podría
agregar a esto lo que un papa contestó a un jesuita que le exponía la extremada
pobreza de su casa, la cual, decía él, jamás había estado tan pobre. Tanto mejor —le
respondió—, cuanto más pobres seáis, tanto más virtuosos seréis. Las riquezas
estragan
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Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 261
pobreza colocan su tesoro; herencia tanto más preciosa cuanto más pone a esos
pobres voluntarios a cubierto de muchos peligros, pues es difícil ser rico y no caer por
apego a los bienes en una de estas tres clases de injusticia, a saber: primera, guardar
para sí exclusivamente el uso de los bienes sin dar parte de ellos a los pobres;
segunda, enriquecerse a expensas de éstos; finalmente, arrojar de sí con dureza a los
pobres y no poder sufrir ni siquiera el verlos. Así se
<2-402>
consuma la iniquidad del rico: cierra el bolsillo a las necesidades de los pobres, desvía
sus ojos de los mismos, se alimenta con la sustancia de ellos. Dureza, injusticia,
crueldad, tres precipicios a que conducen las riquezas, convirtiéndolas en verdadero
peligro para el alma; por esto las temían tanto los santos. Para santificar sus bienes,
empiezan partiéndolos con los pobres; después por una caridad ingeniosa cercenan de
lo que necesitan para aliviar su miseria; en fin, se despojan de las riquezas en su favor,
y, envidiosos de su estado, se desposan con la pobreza.
Tales son los tres grados de la perfecta pobreza, tal cual la practicó el Fundador de
las Escuelas Cristianas.
I. Sacrificio de su honra
¿En qué consiste el que los hombres más favorecidos de Dios y más elevados en el
orden de la gracia se tengan por ruines y prefieran siempre el último lugar? Sus
virtudes, que sólo ellos desconocen, vienen a servirles de tormento si resplandecen y
son alabados de los hombres, y si se les considera como santos, ellos se miran como
hipócritas.
Es verdad que este bajo concepto de sí mismo es el custodio fiel de sus propias
virtudes. Nunca son más honorables estas obras maestras de la gracia que cuando más
se rebajan ante sus propios ojos; y Dios cambiaría de sentimiento para con ellas, si
ellas cambiaran. Cuanto más las ensalza, tanto más quiere que se humillen. Cuanto
más las acaricia, tanto más deben despreciarse. Desde el instante que falta este
contrapeso, cesan todos los favores del cielo. Esto no obstante, quien se ve estimado
por todos ¡qué fácilmente coincide con la opinión común! Cuando Dios mismo
aprueba el sentir común con señales de preferencia y gracias de primer orden, ¿cómo
contradecirlo y desaprobarlo con sus propios sentimientos?
Pero no es tan difícil de entenderse esa humildad de los perfectos, que a quienes no
lo son les parece un enigma. Porque cuanto más penetrados están de la verdad, tanto
más desembarazados se hallan de vanidad. Por eso, como toman por término de
comparación la grandeza e inmensidad de Dios, mengua mucho el concepto que de sí
forman, y se consideran tan pequeños a sus ojos que al fin no ven en sí nada bueno. Si
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 263
4. La aplicación a humillarse
Persuadido de que los hombres no le trataban tan mal como
<2-404>
merecía, añadía a sus desdenes humillaciones voluntarias, que buscaba con exquisito
cuidado y arte. Había llegado a tal perfección en esta ciencia, que conseguía trocarlo
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 265
injuriosa que el siervo de Dios, después de leerla, pareció muy sorprendido y dijo que
jamás hubiera creído que párroco tan bueno se hubiese dejado llevar de ímpetu tan
violento. Con todo, como el santo Fundador profesaba profundo respeto a la
autoridad y no tenía otra voluntad que la de sus superiores, fue al palacio arzobispal
no para quejarse, sino para pedir órdenes al Vicario general, después de haberle
explicado el motivo que tanto agriaba a uno de los curas más edificantes y más
celosos de la diócesis. Una vez esclarecido el hecho, quedó resuelto a favor de los
Hermanos, y se juzgó que debían atenerse a una Regla tan ventajosa para sus
alumnos.
Hacia el año de 1708, el señor intendente de Ruán recibió varias acusaciones
contra
<2-405>
los Hermanos, en lo que se refería a los alumnos y pensionistas de San Yon, por lo
cual presentose en casa de los Hermanos acompañado del primer presidente, para
expresar su descontento al santo Fundador y para asegurarse por un informe exacto si
esas acusaciones eran justas. Estando el santo varón a la sazón enfermo en su pobre
celda, entraron estos señores en ella y se sentaron a su lado. El primer presidente tomó
la palabra: «El señor intendente —dijo— viene aquí para informarse a fondo de
vuestra casa, de lo que en ella se hace, y para cerciorarse de si es verdad todo lo que de
ella se ha dicho. Ha recibido varias instancias contra los Hermanos, y también contra
vos, por lo que se refiere a los internos. Se dice que tenéis maestros poco aptos para
enseñar; que os portáis mal con los del oficio, y que alimentáis muy mal a los
pensionistas, aunque pagan buenas pensiones». El santo varón contestó con su
humildad y modestia acostumbradas en estos términos: «Señor, me atrevo a
aseguraros que la casa no está tan mal ordenada como se le ha dicho; damos a cada
cual el oficio que le conviene. Los novicios no tienen más ocupación que la de
cumplir con sus ejercicios de piedad, de animarse del espíritu de su vocación y
formarse en la práctica de las virtudes que les convienen; por lo que hace a los
Hermanos sirvientes, sólo están ocupados en los quehaceres de la casa: como quiera
que a éstos sólo se les exigen trabajos manuales, no se les pide que sepan leer y
escribir. Los terceros son jóvenes que empiezan a formarse en las clases inferiores,
bajo la dirección de otros más experimentados, y se espera para darles ocupación a
que estén en disposición de saberla desempeñar satisfactoriamente. Entonces se les
coloca a las órdenes de un director sabio y prudente, que cuida de que cumplan bien
con su empleo, y está obligado a darme cuenta de ello. Con respecto a los
pensionistas, su alimento está regulado por el precio de su pensión. Algunos dan cien
libras, otros pagan cincuenta escudos [1 escudo = 5 pesetas (Nota del Tr.)], los hay
que pagan doscientas, trescientas y hasta cuatrocientas libras, y otros más, y es justo
que tasemos la diferencia de alimentación por la diferencia del precio. Fuera de esto,
todos están buenos». Para probarlo, el prudente Superior los mandó venir a presencia
del señor intendente, quien, al ver su perfecta salud y la buena cara que todos tenían,
quedó convencido de la falsedad de los relatos que le habían hecho. Tan satisfecho
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 267
quedó de lo que veía por sus ojos, que prometió no dar oídos en adelante a las
acusaciones que contra los Hermanos le dirigiesen. Por su parte, el primer presidente
aprovechó la ocasión de sincerarse y decir al intendente: ¿No le dije a usted que se
volvería más contento y satisfecho que descontento había venido? De este modo la
humildad del santo Fundador salió triunfante de las acusaciones de sus enemigos.
5. La luz divina
La luz divina acabó de perfeccionar en nuestro santo sacerdote la obra de ese
anonadamiento interior que, despojando el alma de toda estima propia, la dispone a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 269
que Dios la llene de su espíritu y divinos dones. Sin ayuda de esta luz el alma se ve
siempre a medias e imperfectamente y, por consiguiente, no puede tener idea justa de
su pequeñez y de su nada, pero cuando, ilustrada de lo alto, puede descubrir cuanto es
por su origen, lo que tiene en lo íntimo de su ser, lo que es naturalmente, lo que lleva
consigo, lo que encierra en su naturaleza y a donde la conducen sus inclinaciones,
entonces estima justamente y tributa a la verdad el homenaje de reconocer que fue
sacada de la nada; su obra es el pecado; su patrimonio, la corrupción de corazón, y su
herencia, el infierno. Entonces conoce ella de sí que nada es y que ni tiene ni puede
nada; ve claramente su pobreza, palpa su debilidad e impotencia, y al verse tan
miserable se mueve a compasión de sí misma y confiesa que es pobre y digna de todo
desprecio. Cuanto más se le descubre Dios, tanto más ahonda en ese abismo de
miserias que dimana de nuestra nada y del pecado original. Cuando se mira en el
espejo de la santidad divina, sólo ve en sí pecado y nada, y esa vista la confunde sin
abatirla, la aniquila sin destruirla, la condena sin desesperarla. Se ve monstruosa, y
esa vista produce el desprecio propio, que sirve de fundamento al amor puro de Dios.
Así, por más que nuestro santo sacerdote se estudiara para llegar al conocimiento
de sí mismo, aprendió mejor en un instante lo que era a favor de esta celestial lumbre,
que lo hubiese podido aprender durante siglos enteros con exámenes y revistas de sí
mismo. Vio lo que ya había visto, pero de otro modo distinto, esto es, que el pecado
nos sitúa por debajo de la nada, porque añade la rebelión a la nada; y que al ser
pecador, era una nada rebelde y armada contra su Dios; que esta rebeldía merecía la
privación de todas las gracias y el desamparo total; que como interiormente es
mentira y pecado, si la mano de Dios no le defendía, se vería entregado a deseos
corrompidos, a pasiones vergonzosas, a crímenes abominables y a la persecución
terrible de los demonios. En suma, hacíale conocer el espíritu de Dios la corrupción
grande que en sí encerraba, la natural inclinación al mal, los excesos a que le podían
conducir sus depravadas inclinaciones, y los espantosos precipicios en que intentaban
hacerle caer las pasiones violentas; por este conocimiento dedujo que no tenía
enemigo más peligroso que él mismo, y que, por tanto, la verdad y la justicia de
consuno le obligaban a pensar bajamente de sí, a tratarse con sumo desprecio y a
recibir con gozo y alegría las afrentas de todo el mundo.
otros padres, no es otra cosa que la humildad, la cual libra al alma del espíritu de
propiedad, despojándola de toda estima propia. El don eminente de oración de que
fueron coronados sus grandes sacrificios fue otro manantial del cual sacó un fondo de
estima soberana de Dios y profundo desprecio de sí mismo.
acaba de decirme que su enfermedad arruina la casa, y que mejor sería dejarle morir
que hacer tantos gastos. Tal era el bajo concepto que tenía formado de sí hombre de
tanto mérito. Delante de Dios, se tenía por nada; se consideraba como una carga para
sus hijos, que hacían demasiado por él y debían olvidarle y despreciarle tanto como él
mismo lo hacía.
personas santas e ilustradas, no sería mucho decir, ni sería esta práctica desusada
entre las personas de virtud; lo que no es ya tan común, y aun muy raro, es que este
sabio sacerdote estuviese persuadido de que no había juicio contra el cual debiese
vivir más temeroso que contra el suyo propio, y que por lo mismo se pusiese como
severa regla la obligación de someterlo al juicio y parecer de cualquiera.
Como ya hemos advertido varias veces, no hacía nada sin consejo de los Hermanos
y de acuerdo con ellos, mostrándose así más discípulo suyo que aquéllos lo eran de él.
Las Reglas, las Constituciones y todas las prácticas de Comunidad fueron obra de
todos; lo que a él le pertenece como propio es haberlas inspirado, y sabido
insinuarlas, acreditarlas y autorizarlas con la práctica. En lo demás, las dejó en sus
manos para que las examinaran, corrigiesen y reformaran. Si empezó a componerlas,
no les dio la última mano. Si las comenzó después de consultarlos y siguiendo el
parecer de ellos, no quiso hallarse presente ni exponer su dictamen cuando
terminaron su obra legislativa. En todas las asambleas de los Hermanos sometía a
consulta los asuntos del Instituto; y después de haber expuesto con sencillez las
razones en pro y en contra, sólo se reservaba el derecho de resolver por mayoría de
votos, omitiendo el suyo si era posible. Cuando le obligaban a dar su parecer, lo hacía
con tanta modestia e indiferencia que quedaban libres para contradecirlo o apartarse
de él. Aun entonces el santo sacerdote acostumbraba a dejarlos en libertad total, para
preferir el dictamen de ellos al suyo, apoyar y seguir sus opiniones, o para retirarse
antes de la conclusión. Fuera de los capítulos y reuniones consultaba a menudo por
cartas a los principales Hermanos ausentes, en los negocios de alguna importancia;
con mayor razón tomaba de buena gana los avisos de los que estaban cerca de él, aun
los más ordinarios, por creerlos más ilustrados que él o más guiados por el espíritu de Dios.
¡Cuántas veces supo elevarle su humildad sobre el orden natural, sometiendo el
padre a los hijos, el maestro a los discípulos, el Superior a los inferiores! Durante
algún tiempo ejercitó la caridad del señor de La Salle un novicio a quien el siervo de
Dios sostenía con oraciones y buenos consejos en unas tentaciones fuertes contra la
vocación; pero al fin sucumbió el novicio a ellas, pues era de carácter voluble, y no
fue siempre fiel en poner por obra los consejos que le daba. El santo varón se humilló
de ello delante de Dios, atribuyendo a su poca fe la ineficacia de sus oraciones. Sin
embargo, apenas hubo salido dicho joven, cuando vino a suplicar al siervo de Dios le
concediese la gracia de volver a entrar. En esta ocasión, la humildad y la bondad del
santo Fundador le pusieron en apuro. Por una parte, su caridad le inclinaba a recibirle,
pues aunque había salido de su Comunidad a pesar suyo, no se había apartado de su
corazón; por otra parte, su humildad le puso en guardia contra sus propias luces y le
movió a llamar al maestro de novicios y someterse a su juicio. El humilde Fundador
lo hizo con tanta perfección que, sin manifestar su parecer, ni dar a conocer nada de lo
que pensaba, se conformó ciegamente con el parecer de ese joven maestro de
novicios, quien decidió que no se debía recibir al infiel desertor de la Comunidad. Ese
ejemplo de humildad del santo sacerdote fue seguido de otro de paciencia,
<2-412>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 275
pues como le censurasen de haber hecho frecuentar demasiado los sacramentos a ese
novicio, sufrió esas reprensiones con su acostumbrada mansedumbre.
Décima: Del empeño que ponía en practicar los oficios más bajos
Los oficios más bajos, más viles y de mayor mortificación eran los que más le
gustaban, y en los que menos quería condescender. Poner la mesa, fregar los platos,
barrer, prestar a los enfermos los servicios más abyectos y repugnantes, postrarse
a los pies de los Hermanos, arrastrarse de rodillas para besárselos, confesar
públicamente sus faltas, pedir por ellas penitencia, revelar y reparar sus defectos eran
sus prácticas de cada día; y los Hermanos estaban tan acostumbrados a ello que
habían perdido el rubor que al principio les causaba el ver a su Superior, a su Director
y Fundador irse por su natural inclinación a esa clase de actos, que por otra parte
practicaba con alegría. Si se entregaba con ardor a esos oficios viles y bajos, se
guardaba bien de recibir de los demás ningún servicio, a no ser que estuviese en
absoluta necesidad de aceptarlo. Así, por ejemplo, él mismo se limpiaba los zapatos,
barría su celda y cosas semejantes. Todos los Jueves Santos practicaba con tanta
humildad y contrición el punto de Regla que había establecido, que arrancaba
lágrimas a todos los que lo presenciaban. Después de dirigir a los Hermanos una
276 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
respecto a los Hermanos del Instituto; me parece que es muy conforme a los designios
de la Providencia el mantenerme en ella». Y como el Hermano Bartolomé le
suplicase a menudo que tuviese a bien ocuparse en varios negocios, le hizo presente
con nuevo ejemplo de humildad que el interés del Instituto no se lo permitía: Si quiere
—le dijo— que los intereses de la casa de San Yon y los del Instituto no sufran
detrimento, es necesario que ya no intervenga en manera alguna, porque más valgo
para destruir que para edificar. Manifestábase también su humildad en la fórmula
que usaba al escribir, pues tributaba toda clase de respetos al Hermano Bartolomé, su
sucesor, y encabezaba las cartas que le dirigía con estas palabras: Muy venerable
Hermano, ofrezco a Vuestra Reverencia mis humildísimos respetos y obediencia
como obligado que estoy a ello por parte de Dios. Tampoco escaseaba las
expresiones humildes cuando se dirigía a los demás. He aquí cómo escribe a una
persona de mérito, de la ciudad de San Dionisio, en Francia, que le pedía fundase un
establecimiento de los Hermanos en una parroquia: «Permitidme os diga, señor, que
os han enterado mal por lo que a mí toca, al deciros que hacía tanto bien en la Iglesia,
y que enviaba maestros a las ciudades y a los pueblos para instruir a la juventud. Es
verdad que empecé a formar Hermanos para tener escuelas gratuitamente; pero hace
tiempo que no estoy encargado de su dirección. El Hermano que actualmente rige el
Instituto y a quien todos, incluso los de San Dionisio, reconocen por Superior, es el
Hermano Bartolomé, que vive en esta casa».
He aquí cómo habla en otra carta que dirige a otra persona de mucha consideración,
en que le suplicaba se sirviese conceder su protección al Hermano Bartolomé:
«Permítame que, aunque sea un pobre sacerdote de San Yon, me tome la libertad de
añadir unas letras a la carta del Hermano Bartolomé, Superior de los Hermanos, para
suplicarle
<2-414>
tenga a bien concederle el favor que se ha atrevido a pedirle. Estoy tan persuadido de
su celo y de su afecto a los Hermanos, que creo firmemente no era necesaria mi
intervención y que su carta le habría bastado, puesto que conozco su buen corazón.
Sin embargo, tengo tanto gusto y complacencia en aprovechar la ocasión que se me
presenta para renovarle mis humildes afectos y el alto concepto en que le tengo, que
me atrevo a suplicarle se sirva aceptar estas cuatro líneas como testimonio del
profundísimo respeto que le profesa su muy humilde y obediente servidor,
de La Salle, pobre Sacerdote».
se encierra. Si a ellos se hubiese de creer, siempre serían ellos los culpables, y así
parece convencérselo la conciencia, aun en aquellas cosas en que no tuvieron parte
alguna y que les atribuyen falsamente. En estos casos, los menos perfectos se sienten
tentados a creer que al asentir los santos a su injusta condenación, cuando les consta
que son inocentes, hieren más o menos la ingenuidad y se dan a creer que tal vez en
ocasiones semejantes la verdad tendría motivo de quejarse de la demasiada humildad.
Mas puesto que la humildad es virtud en la cual no hay miedo de faltar por exceso,
pues tanto mal hay en nosotros que jamás podemos formarnos de ello idea cabal, se
puede decir, sin faltar a la sinceridad, que aun cuando seamos inocentes en la obra, no
por eso dejamos de ser culpables en el fondo. En este sentido es verdad que no hay
crimen que no se nos pudiera imputar, y del cual no tuviéramos que avergonzarnos,
porque no hay ninguno al cual no seamos inclinados por nuestra natural perversidad,
ninguno de que no sea capaz nuestra malicia natural y del cual, por consiguiente, no
podamos aceptar la acusación en silencio.
Según esta doctrina, los verdaderos humildes pueden tenerse por criminales y
echarse la culpa de todas las cosas. En este supuesto, sienta san Juan Clímaco que el
verdadero humilde se condena en todo y se imputa todo el mal de que le acusan. Pero
pocos siervos de Dios ostentaron tan sensiblemente ese carácter de la perfecta
humildad como el santo Fundador. Esa virtud no dejaba nunca de condenarle en todas
las cosas ante el tribunal de su conciencia, aun cuando por fuera le tuvieren por
inocente y lo fuera, y con más razón le obligaba a atenerse y a aprobar sinceramente el
juicio de los que le condenaban. En esa virtud estaba el secreto por el que se persuadía
de que era responsable ante Dios (y que debía reconocerlo ante los hombres) de las
persecuciones que se movían contra él, de las faltas de sus inferiores, de los pecados
que se cometían contra él o con ocasión del mismo, de todos los reveses y desaciertos
acaecidos en su Instituto, de todo el bien que se omitía en él o de la imperfección con
que se hacía. Así es que andaba siempre corrido delante de Dios, considerándose
como objeto de maldición, y por eso no le costaba trabajo acusarse delante de los
hombres y tenerse en todo por culpable. Esa confesión sincera era, según él, la justicia
que debía a la verdad de Dios y la reparación de honor que su santidad exigía de él.
Penetrado de esos humildes sentimientos, cuando por su cargo mandaba alguna
cosa, lo hacía con dolor y pena, y jamás sintió alegría mayor que cuando algunos años
después de la fundación del Instituto eligieron los Hermanos a uno de ellos por
Superior en lugar suyo, cuando a él le depuso el señor Pirot, y, en fin, cuando pudo en
sus últimos años descargarse para siempre de la autoridad de Superior. A menudo se
echaba a los pies de los Hermanos de escuela, de los que le maltrataban o le vendían, o
estaban dispuestos a desertar, y les pedía perdón con íntima persuasión de que él era
verdadero culpable de las faltas que habían cometido o que iban a cometer. Otras
veces, en lo más recio de las desencadenadas tempestades que se levantaron contra el
Instituto, suplicaba a los Hermanos le echasen al mar, si querían que las tempestades
se apaciguasen: Mittite me in mare, et cessabit tempestas. Echadme al mar y cesará
la tempestad; es decir, que les suplicaba consintiesen en su renuncia o en su
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 281
libertad por encima de todo. Todos presumen de independencia y son celosos de ella.
Se tiene por esclavo a quien no es dueño de seguir sus antojos. Además, por rico y
feliz que parezca, se compara su estado al del niño bajo tutela, que es —dice el
Apóstol— bastante semejante al esclavo, y se le considera como que nada posee,
mientras no puede disponer de ello. Para curar esta llaga profunda que el orgullo abrió
en el hombre, quiso Jesucristo ser modelo de dependencia durante toda su vida, y
todos los santos se esforzaron en domar la rebeldía del corazón en este punto. De ahí
aquellas extraordinarias prácticas de obediencia ciega entre los padres del desierto, y
el voto que de ella emiten los religiosos. De ahí, asimismo, la fundación de todas las
Comunidades, cuyo fin principal es vivir en estado de dependencia. Pero de esta
materia relativa a la obediencia se tratará en párrafo posterior al hablar del profundo
amor que tuvo el señor de la Salle a la sujeción.
tiempo, precioso según él, elevar frecuentemente los ojos al cielo con agradable
sonrisa, que daba a conocer el gusto que experimentaba en los desprecios, la alegría
que en ellos gozaba y la gratitud que sentía y quería manifestar a Dios por ellos.
Llegado a casa lleno de paz y con tan alegre semblante como si hubiese venido
seguido y acompañado de aplausos, honores y gloria, dejaba a los que le habían
acompañado igualmente edificados y sorprendidos de su invencible paciencia en
ocasiones tan mortificantes, y de su júbilo al salir de los oprobios y de los insultos.
Sus discípulos, a quienes había tocado beber con él el cáliz de confusión y de
ultrajes, no quedaban poco extrañados de que lo hubiese él encontrado tan suave,
cuando a ellos se les había hecho tan amargo; y no podían comprender, porque no
eran tan humildes como él, qué placer podría encontrar en la desagradable bebida de
los desprecios. Además, mortificados hasta el extremo por el trato indigno que acababan
de experimentar de parte de una gentecilla vil e insolente, que necesitaba tanto de su
ministerio para la instrucción cristiana de los hijos, no podían evitar el disgusto que
les causaba su aflicción ni dejar de exhalar lamentos. Entonces el caritativo Superior,
para consolarlos, les decía: Bendecid a Dios, Hermanos míos, que permite seamos
tratados como su Hijo, quien recibió aún más ultrajes que nosotros, y eso que era
Dios. En sus exhortaciones se esforzaba particularmente en abrirles los ojos del alma
para que viesen las ventajas de los desprecios y los tesoros de gracias que están
escondidos en ellos. Les daba también a entender el mal ejemplo que darían, si
manifestaren el menor resentimiento. Para hacerles amar con constancia los
desprecios, les citaba a menudo esta sentencia del Apóstol: En mil maneras somos
atribulados, pero no nos abatimos; en perplejidades no nos desconcertamos;
perseguidos, pero no desamparados; abatidos, no nos anonadamos; traemos
siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se
manifieste en nuestros cuerpos. Por lo cual
<2-419>
no desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro
hombre interior se renueva de día en día. Porque las aflicciones tan breves y tan
ligeras de la vida presente nos producen el eterno peso de sublime e incomparable
gloria (2 Cor 4, 8). Pronunciaba todas estas palabras con extraordinario júbilo,
cuando había sufrido alguna mortificación o daba sobre ese punto algunos avisos
espirituales a sus Hermanos. No sólo recibía con gusto las diversas humillaciones que
se le ofrecían, sino que para no perder nada de su mérito, guardaba además profundo
silencio en semejantes ocasiones, para no descubrir a los autores y causantes de sus
penas y para no oír palabras de consuelo. Estando cierto día en el jardín rezando el
Oficio, escaposele el caballo que le servía a veces en sus viajes y entró en un campo
vecino sin que al principio causase daño alguno en él; el amo se enfureció tanto por
ello que se dirigió furioso al siervo de Dios y le dio una bofetada. El santo varón, sin
manifestar la menor pena, se postró inmediatamente a los pies de aquel bárbaro y le
pidió perdón por el daño que pudiera haberle causado. Éste, sorprendido de tanta
humildad, se retiró confuso. Se ignoraría tan sublime ejemplo de humildad, como
284 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
tantos otros, si el Hermano que lo presenció no hubiera edificado a los otros con el
relato.
En la otra ocasión fue a visitar a Monseñor d’Aubigné, Arzobispo de Ruán, aquel
prelado que estaba prevenido contra él, según se dijo; le despidió después de haberle
tratado con desprecio y reprendido con palabras duras, delante de varias personas. El
humilde sacerdote, colmado de alegría, se volvió bendiciendo a Dios y cantando sus
alabanzas. Como el Hermano que le acompañaba se mostrase sorprendido de esa
alegría cuya causa no podía adivinar, le dijo: Considero este día como uno de los más
felices de mi vida. Esto mismo le había sucedido con otro obispo, quien por otra parte
honraba su virtud y hasta le había prestado grandes servicios. Fue recibido por él con
tanto desprecio y con palabras tan humillantes que los mismos que estaban presentes
quedaron sorprendidos y mortificados; pero el siervo de Dios ni siquiera se
impresionó, y se volvió lleno de alegría. Esa alegría fue tan sensible que los
Hermanos se imaginaron que aquel prelado le había dispensado favorable acogida.
Le suplicaron que les explicase las circunstancias de ella, pero no lo hizo por temor de
que cobraran aversión al prelado, y para no perder el fruto de su humillación. En esas
ocasiones decía a los que conocían los malos tratos que recibía y le manifestaban la
pena que les causaba: «¿No sabéis que estamos destinados a los desprecios y a las
persecuciones? A esto debemos todos resolvernos al entrar en el servicio de Dios.
Pero ¡qué dicha! —añadía— la de padecer algo por Aquel que tanto padeció por
nosotros. ¿No sabéis que lo que a Dios agrada más es que llevemos con alegría los
males y penas que nos hacen padecer con injusticia, teniendo siempre fija nuestra
atención en agradarle con esto? A eso hemos sido llamados». Con tan santas
disposiciones no temía el oprobio de los hombres ni sus malos tratamientos.
No hay que maravillarse de que hombre tan humilde fuese tan elocuente cuando
predicaba la humildad, ni de que se mostrase tan celoso en aficionar a los otros a la
práctica de la misma, y tan ingenioso para inspirar afición y deseos de ella. Por haber
aprendido del príncipe de los apóstoles que es preciso que los cristianos se inspiren la
humildad unos a otros, porque Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los
humildes, no se contentaba con dar ejemplos de ella, la enseñaba además con
lecciones eficaces
<2-420>
e inducía a los que dirigía en la vida espiritual a trabajar por adquirirla. Persuadido de
que Dios no recibe gloria sino de parte de los humildes, no dejaba piedra por mover
para determinar a sus discípulos a adquirir esta virtud esencial a los cristianos y tan
necesaria a su estado. Ahí tuvieron origen tantas instrucciones como les dio y dejó
sobre ese punto, de las cuales voy a dar breves extractos.
«1. Debéis —les decía— considerar la humildad como el fundamento de todas las
demás virtudes sin el cual no se puede tener sólida piedad, puesto que la piedad sin la
humildad no es de ordinario más que pura hipocresía o ilusión.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 285
2. Para adquirir esa virtud tan necesaria para la salvación es preciso trabajar
mucho en conocerse a sí mismo. Pensad a menudo y estad persuadidos de que sois los
más débiles e imperfectos de los hombres, y que sólo vuestra soberbia puede haceros
creer lo contrario; y a cualquier hombre malo de quien oigáis hablar, tenedlo por
mucho mejor que vosotros; formad bajo concepto de vosotros mismos y no os creáis
útiles para nada, considerando que Dios se sirve de vosotros como de vil instrumento,
y que sois capaces de atraer su maldición.
3. Nunca digáis de vosotros mismos nada que pueda granjearos el menor aprecio
en la opinión de los demás. Huid de las alabanzas y aprobación de los hombres, y si
oís decir algo en loor vuestro, pensad que la honra es debida a Dios sólo y a vosotros
la confusión; guardad silencio y humillaos delante de Dios, persuadidos de que sólo
sois nada y pecado.
4. Por el contrario, que vuestro gozo sea el sufrir humildemente los desprecios y
repulsas de que fuereis objeto como cosa justísima: cuando podáis escoger, tomad
siempre lo peor. En las conversaciones y en los recreos, no os apresuréis a hablar, y
hablad con sencillez, sin emplear palabras rebuscadas o afectadas, sin desaprobar lo
que dicen los demás, sin interrumpirlos.
5. En fin, cuando fuereis reprendidos o amonestados por vuestras faltas, no os
justifiquéis, a no ser que vuestro Superior os ordene decir la verdad. Considerad a
menudo lo que podéis por vosotros mismos y lo que hicisteis cuando Dios os dejó a
vuestras fuerzas; miraos como capaces únicamente de perderos y temed hasta por las
obras que os parecen las mejores».
Por esos prudentes y necesarios avisos se echa de ver la profunda humildad del que
los escribía. Pues enseñaba lo que practicaba y se sabe que su ejemplo, aún más que
sus palabras, animaba a los Hermanos a la práctica de la humildad y se la facilitaba.
«Yo creo —escribe a un Hermano— que no hay duda de que la virtud que más falta le
hace es la humildad. Piense que no posee entera sumisión de voluntad y juicio;
Hermano mío, procure, le ruego, adquirirla; y sepa que nadie es feliz en este mundo
sino el que tiene humildad, sumisión y paciencia: tres virtudes inseparables, y que
necesita en igual grado. Trabaje, pues, en adquirirlas, y verá que cuanto más las
posea, tanto más descanso y satisfacción disfrutará en su estado. Nada omito para
consolarle y sacarle de apuros; pero, créame, Hermano, el mejor medio para
conservar la paz del corazón es la práctica de las virtudes que acabo de proponerle;
me parece, con todo, por su última, que no pone bastante empeño en adquirirlas. Le
suplico ponga cuidado en esto, pues nada de provecho hará sin ellas».
Habiéndole expuesto el mismo Hermano la pena que le causaban las advertencias,
que tal vez le hacían sin las precauciones que exigen la caridad y la prudencia, cuando
son dirigidas a los poco humildes, el señor de La Salle le consuela de esta manera:
«Cuide de no molestarse cuando le avisen de sus defectos
<2-421>
286 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
de cualquier manera que se los digan. Mucho más le dijeron a Nuestro Señor, de
quien hace profesión de ser discípulo; si lo es efectivamente, se alegrará de ser tratado
como su maestro, el cual sufrió con paciencia toda suerte de injurias, y lo mismo
hicieron los santos, sus verdaderos siervos. Cuando le avisen de modo que parece
ofenderle, o que le desprecian, adore la justicia de Dios en aquel que le advierte del
defecto. Ame mucho, Hermano mío, este ejercicio, y mírelo como medio de que Dios
se sirve para corregirle de sus faltas, y aun cuando en él no hubiese otra ventaja que la
misma humillación, debería desearle y amarle, etcétera».
Como ese Hermano sintiese todavía mucha pena al ser reprendido de sus faltas con
tanta libertad, necesitó para acostumbrarse a ello nuevos auxilios por parte de su
santo Director, que le escribió en estos términos:
«Es preciso alegrarse de los avisos. En vez de resentirse porque le reprenden sus
defectos pasados, bendiga a Dios sin cesar por eso. Procure, pues, le repito,
aprovecharse de ello. Pues entonces, ¿qué humildad es la suya si no puede sufrir una
cosa que le causa tan ligera confusión? Bien veo ahora lo que desea, Hermano mío:
quiere hacer profesión de ser amador de la humildad y juicioso apreciador de ella, y
entre tanto huye cuanto puede de la humillación. ¿De qué le sirve amar la virtud si no
la practica? ¿Por qué se queja de que los otros no tienen bastante caridad y no de que
usted no tiene bastante humildad? ¿Qué provecho sacará de tener tan buenas
disposiciones para esa virtud sino hacerse más culpable a los ojos de Dios? Procure,
pues, no quejarse en adelante de las advertencias que le hagan; y no crea que su
Director tenga algo contra usted. Si es exacto en reprenderle y en imponerle
penitencias y no lo es de igual modo con los otros, será porque le ve dispuesto a
recibirlas bien y quiere su progreso en la virtud. Obre de modo que eso sea verdad y
en adelante sea su primer cuidado alegrarse de las reprensiones y penitencias que le
impongan y corregirse de sus defectos. Es en las ocasiones donde se encuentran los
medios para esto. Vele, pues, sobre sí mismo, para no resentirse de lo que es un bien
para usted. Pido a Dios que le conceda tal gracia, y quedo en Nuestro Señor...».
Así llevaba este santo sacerdote a sus Hermanos a la práctica de la santa virtud de la
humildad. Les muestra la estima que a él le merece y la que a ellos debería
merecerles; pero les hace notar al mismo tiempo que le gusta incomparablemente más
la práctica de esta virtud que el nombre y teoría de ella. En efecto, la teoría sin la
práctica hace filósofos que saben discurrir bien sobre la virtud sin ser virtuosos; éstos
inspiran a los otros lo que ellos no saben practicar, son profesores elocuentes de
espíritu y de virtud muy subida; pero dejan a sus discípulos el ejercicio y el trabajo
de la misma.
Acabemos este asunto con los avisos que le dio a una ferviente religiosa:
«Persuádase —le dice— de que la vida que profesa exige de usted muy diferente
humildad, distinta renuncia del mundo, de su espíritu y de sí misma del que se exige a
los demás; de modo que lo que en otras se podría tolerar, no debe sufrirlo en usted en
manera alguna. Al considerarse como un desecho del infierno, póngase a los pies de
todo el mundo y admírese de que la puedan sufrir y de que la tierra la sostenga
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todavía. Pero mire cuán lejos está de pensar eso, avergüéncese de no conocerse y pida
a Nuestro Señor que grabe esa humildad en el fondo de su corazón.
<2-422>
En esto de humillarse, aborrecerse y reducirse a la nada, nunca hará demasiado, y éste
es el único medio de salvación que le queda. Si, pues, quiere adelantar mucho en esta
virtud, observe lo siguiente:
1.° De cualquiera parte que le venga la humillación, recíbala como cosa que le es
justamente debida.
2.° Aguarde las humillaciones, a no ser que le dé Dios particular impulso de ir a
buscarlas y le venga a la mano la ocasión.
3.° En lo que ha de mostrar afición particular, Hermana, es en lo que la humilla y
se opone a su natural inclinación. No hay mejor medio para destruir el orgullo del
corazón, como la práctica frecuente y diaria de las humillaciones. Si las desea y ama
para estar unida en todo con Nuestro Señor, le procurará muchas ocasiones, además
de las que encuentra ya por parte de su alma y de su índole. Si tiene hambre de esas
humillaciones y del apartamiento del mundo, lo conseguirá con la gracia de Nuestro
Señor.
4.° Mírese siempre por la parte en que tiene más motivos de humillación y
humíllese en todo y con todos. Humíllese cuando hace sufrir a los otros, considerando
que es lo único de que es capaz, y cuando vea que se zahieren sus acciones,
persuádase de que tienen razón.
5.° Es bueno que esté desacreditada; de esta manera será enemiga del mundo,
estará más alejada de él y a la vez más unida con Dios.
6.° Cuando la reprendan por alguna falta que no haya cometido y cuando la
desprecien, dé las gracias con gran mansedumbre y humildad a las que se portaren así,
como si le hubiesen hecho favor muy singular, dando a entender que está dispuesta
a enmendarse. Ya sabe que no se la debe ningún respeto ni favor, ni siquiera
aprobación. Ni aun merece ser escuchada: sean éstos sus sentimientos.
7.° Póngase siempre en el último lugar y en el más incómodo de todos, a pesar de
la repugnancia que oponga su soberbia. Piense que siempre será para usted dicha muy
grande el que la traten como a sierva de las demás, y lo debería desear con empeño:
primero, para abatir su soberbia y vencer su flojedad, y en fin, a causa de sus pecados,
cuyo número y enormidad deben mantenerla a los pies de todo el mundo y en
particular a los de sus Hermanas. Cuando esté convencida de que no merece delante
de Dios más que desprecios, y no vea en las criaturas sino instrumentos de que se
valen su misericordia y su justicia, unas veces para elevarla, otras para abatirla, y se
penetre bien de que la divina Providencia sólo las emplea para salvarla y para su
gloria, poco la conmoverán todos los malos tratos.
288 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
8.° Colóquese siempre en su lugar, es decir, a los pies de los demonios, donde
tantas veces mereció estar, y a donde iría para siempre si Dios no la tuviese de la
mano, y, con esta mira, colóquese debajo de los pies de sus Hermanas, sin pretender
que deban tener con usted ninguna consideración, ni guardar miramiento alguno.
Crea que no hay ninguna que no la supere en virtud y en inteligencia. Pues nadie
muestra tener menos virtud y talento que el que arriesga la eternidad, como tantas
veces lo hizo. Si puede, Hermana mía, grabar esos sentimientos en su corazón y obrar
en conformidad con ellos, amar la abyección y los desprecios de las criaturas,
buscarlos y abrazarlos, como cosa que le es debida, creo que será medio eficaz, y tal
vez el único, para atraerse la misericordia del Señor».
<2-423>
Enseñando a esta religiosa el modo de regular su interior, iba, sin pretenderlo,
dibujando el suyo propio. Se ve, en efecto, que esa carta es el verdadero retrato de su
humildad y del bajísimo concepto que de sí le inspiraba, tanto en lo concerniente a él
como en lo tocante a su trato con el prójimo.
§ 3. Su espíritu de obediencia
El espíritu de obediencia se origina del espíritu de humildad como el arroyo de la
fuente. Jamás se encuentra un corazón humilde sin que se le vea sumiso, ni será nadie
sinceramente sumiso si no es humilde. Estas dos virtudes andan a la par; la una es la
medida de la otra, y aunque no se confunden, van siempre inseparables, y puede
decirse que la obediencia es la humildad puesta en práctica.
Esto da idea de la que debemos tener de la obediencia de hombre tan humilde.
Ahora bien, para exponerla con claridad meridiana trataré: 1.° De sus sentimientos
sobre esta importante virtud. 2.° De la extensión que le daba. 3.° De las prácticas de
obediencia que inspiraba. 4.° De los ejemplos que de ella nos dio.
SECCIÓN PRIMERA
comunidades. Por la obediencia da a Dios cuanto se le debe; esto es, gloria perfecta.
La obediencia lleva al hombre a la perfección por el camino más seguro, más fácil y
más corto.
noche, dice el Profeta Rey (Ps. 118, 91). El mundo subsiste por el orden que en él ha
establecido su autor. Este orden depende de la conexión, armonía y concierto de sus
distintas partes; y la unión que admiramos en la multitud innumerable de seres
diferentes sólo se conserva por su subordinación mutua (Eccli., 16, 27). No tienen
otro principio de conservación los Estados, las sociedades y las familias. Si se quiere
que reine el orden en ellos, necesitan una autoridad a quien han de subordinarse.
Donde hay muchedumbre nace la confusión, si la pluralidad no termina en la unidad.
El cisma y la división se introduce por la anarquía, y ésta nace de la falta de
subordinación. Si todos los sentimientos y voluntades no concurren al mismo fin, al
coincidir en la obediencia a un superior, penetra el desorden en el gobierno, y al
desorden sigue la desolación.
«El Superior —dice el señor de Rancé— es el moderador de la congregación. Es la
cabeza de un cuerpo cuyos miembros y partes son los Hermanos. Y así como en el
cuerpo humano lo propio de la cabeza es gobernar, conducir y presidir todas los
movimientos y acciones, de modo que todo se refiera a ella y no se haga nada sin que
tenga en la misma su origen y principio, es menester también que en una Comunidad
ordenada todo se haga por mandato y dependencia del Superior; que disponga de todo
para utilidad pública y bien de los particulares; que destine a los súbditos y les señale
sus ocupaciones». Este segundo principio sobre el que estriba el virtuoso sacerdote la
necesidad de la obediencia es el mismo que el Apóstol de las gentes expone en su
Epístola a los Romanos con estas palabras: No hay potestad que no provenga de
Dios; y Dios ha establecido las que hay en el mundo. Por lo cual, quien desobedece a
las potestades, a la ordenación de Dios desobedece (Rom 13, 1-2).
extiende a todos los elegidos. De donde se deduce esta otra: la obediencia de cada
individuo obrará su salvación. Así, pues, la salvación del hombre está ligada a su
obediencia. El Apóstol lo dice también expresamente en su carta a los Hebreos:
Jesucristo vino a ser causa de salvación eterna para todos los que obedecen (Hebr 5,
9). ¿Nos percatamos de una vez para siempre hasta dónde llega el mérito de la
obediencia? Ella colmó la gloria de Jesucristo y debe colmar la dicha de los hombres.
La muerte de Jesucristo habría perdido su valor, si no la hubiera decretado la voluntad
de su Padre (S. Th., 2 2., q. 143, a 5); con mayor razón, nuestras virtudes no son más
que fantasmas, si no las regula la obediencia. Tenemos que ser santos como Dios
quiere que lo seamos y no según nuestra fantasía.
recompensa del cielo es conquista que cuesta muchos trabajos y fatigas, y hasta
sangre al alma, si vale la expresión. Si la senda que conduce a la vida eterna es tan
estrecha que Nuestro Señor Jesucristo mismo parece admirarse de ello cuando así nos
lo enseña, el camino de la perfección es todavía mucho más arduo y espinoso. Sólo se
adelanta en él con la abnegación; cada paso cuesta esfuerzo, y el progreso va tan
ligado a este renunciamiento, que por poco que se detenga en él, se retrocede. Ahora
bien, la obediencia es abnegación perfecta, contiene o ejercita todos los géneros de
mortificación. Entrega a Dios totalmente lo íntimo del hombre después de haberles
dado sus frutos. De suerte que, según el devoto autor de la Imitación, es gran cosa
estar en obediencia, y vivir sometido a un prelado y renunciar a la voluntad propia.
Por la práctica de las virtudes, se ofrece algo a Dios, se renuncia a alguna criatura,
se pierde parte de uno mismo. Por el silencio nos privamos del placer de conversar;
por la soledad, del de la compañía; por el ayuno y abstinencia mortificamos la
sensualidad; moderamos el atractivo de los placeres por la templanza; por las
austeridades reprimimos la rebeldía de la carne; por la castidad renunciamos al
deleite; por la pobreza nos despojamos de los bienes terrenales; mas por medio de la
obediencia nos renunciamos enteramente a nosotros mismos: voluntad, deseos,
caprichos, antojos, inteligencia, luces, juicio, uso de la propia razón, libertad, derecho
de disponer de uno mismo, proyectos y acciones. Por la obediencia queda tan sujeto
el cuerpo como el alma, pues esta virtud le cierra los ojos, le tapa los oídos, le ata la
lengua, pies y manos contra su gusto, o los desata y pone en movimiento según el
mandato de los superiores. Al fin, como nota san Gregorio, ¿es tan difícil dejar lo que
se tiene? Fácilmente nos despojamos de la camisa, porque no está adherida al cuerpo.
Lo tapa, pero no forma parte de él. No sucede lo mismo con la piel, porque le está
unida y forma parte de él: desollar el cuerpo es un martirio. No cuesta tanto sacrificar
lo exterior a nosotros mismos; pero despojarse de sí mismo es el esfuerzo más
generoso que el hombre puede hacer por Dios (Homil. 50 in Evang.), y el sacrificio
más precioso que puede ofrecerle. Es un holocausto en que el hombre se consume
enteramente para gloria de Dios. Las demás virtudes ofrecen hostias a Dios, pero se
reservan una parte para sí; únicamente la obediencia destruye todo y no deja nada de
la víctima. Por esto es
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verdadero holocausto, tanto más excelente cuanto que nada extraño a sí mismo es
inmolado en él: su víctima es el propio yo, como observa también san Gregorio
Magno.
En cuarto lugar, la obediencia es el camino más corto, suave y seguro para llegar a
la perfección. Hay muchos caminos que llevan a ella, mas el de la obediencia es el
más corto. Es el que Jesucristo siguió y al que llama a los que quieren seguirle. Es el
que más han andado los santos; el camino que su experiencia y doctrina señalan como
más corto; es el más suave y agradable; y, a mayor abundamiento, es el más seguro.
Los caminos que conducen a la perfección no carecen de peligro: los hay que
fácilmente extravían, dan rodeos y parecen llevarnos a ella, cuando en realidad nos
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 295
alejan. Existen otros en los cuales el demonio tiene gran facilidad de armar lazos que
hacen caer o estorban y detienen. Es fácil engañarse en ellos y efectivamente son
muchos los que se extravían; pero en materia de obediencia, no es de temer el engaño;
su atractivo no es inspirado nunca por el demonio ni por el amor propio o la
naturaleza. Todo mandato de los superiores legítimos que no vaya directa o
indirectamente contra la ley de Dios, la conciencia o el deber, es orden de Dios; Él es
quien habla por su boca, y se cumple la voluntad divina obedeciendo la de éstos.
Añadamos que se está expuesto —y quizás más en estos tiempos que en otros— a
recibir direcciones falsas, o porque los directores no son suficientemente ilustrados,
sabios y espirituales, o porque no son bastante celosos, vigilantes y atentos. Los hay
ciegos, que conducen y arrastran al precipicio. Unos llevan al fanatismo, y otros, a los
errores de que están imbuidos; mas en el camino de la obediencia a las Reglas
prudentes y aprobadas o a los superiores legítimos, no hay nada que temer. Es, por
tanto, el camino más seguro.
Asimismo, es el más suave; porque descarga del inquietante cuidado de la
dirección propia y de la responsabilidad de la propia voluntad, peso oneroso aun para
los más celosos en seguirla. La obediencia libra de la inquietud de saber si lo que se
hace agrada a Dios o es conforme con sus designios; evita, finalmente, escrúpulos y
arrepentimientos dolorosos por si acaso se tomaron como señales de la voluntad de
Dios los impulsos del amor propio; porque, en fin, fuera de la obediencia, es fácil y
ordinaria la sorpresa en esta materia: a menudo nos agita la pasión cuando creemos
que es celo lo que nos anima, según advertencia del piadoso autor de la Imitación de
Cristo. Y, como dice en otro lugar, creemos, a veces, obrar inspirados por la caridad,
cuando lo hacemos por instinto carnal. ¿Por qué? Porque la inclinación natural, el
amor propio, el interés, el amor de nuestras conveniencias y comodidades a menudo
nos engañan.
Fuera de las Comunidades, lo que aflige a las almas mejores es no poder ordenar
por medio de la obediencia los pormenores de sus proyectos y acciones. Como tienen
ardiente deseo de agradar a Dios y de adelantar en la perfección, y saben que esta
perfección va unida al cumplimiento de la voluntad de Dios, ponen toda su atención
en conocerla; y su único temor es equivocarse y tomar como inspiración del Espíritu
Santo lo que sólo es atractivo del amor propio o inclinación de la naturaleza.
Qué no harían y darían las almas de buena voluntad para conocer lo que Dios pide
de ellas, y el tiempo y modo de ejecutar sus designios; porque hay otra dificultad, que
es la de saber medir tan bien las circunstancias, que no se haga ni más ni menos, nada
fuera de tiempo o de lugar,
<2-429>
ni por pereza ni por precipitación; nada con que pueda sufrir menoscabo por la
indiscreción y la ligereza. Ahora bien, ésta es la ventaja del estado de sumisión y
obediencia, a saber: que se señala con seguridad cuál sea la voluntad de Dios, y el
tiempo, lugar, modo y todas las demás circunstancias que deben concurrir a su
296 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
cumplimiento cabal; evita todos los defectos que pueden empañar su ejecución, al
ordenarlo todo y al cerrar todos los caminos a la dilación o al ardor fogoso, al exceso y
al defecto. Acarrea, por consiguiente, al alma el mayor consuelo de que puede gozar
en este mundo, que es cumplir en todo el beneplácito divino.
De la necesidad de la obediencia
Por ser la obediencia la virtud principal y más necesaria a los religiosos y a todas
las personas que viven en Comunidad, importa sobremanera, dice el señor de La
Salle, que se les explique bien la extensión, esencia y práctica de esta virtud. Ya lo
hizo él mismo de manera muy sucinta y sólida en el tratadito acerca de este asunto, y
más ampliamente en meditaciones compuestas para los Hermanos.
Véase a manera de paradigma el excelente comentario del Santo Fundador al
explicar estas palabras del Evangelio: Jesús estaba sujeto a María y José. «¡Lección
admirable es ésta para cuantos están encargados de instruir a los demás en las
<2-430>
verdades cristianas! Jesucristo se preparó con la sumisión y obediencia a la obra
magna de la redención de los hombres y conversión de las almas, porque sabía que no
hay cosa tan capaz de procurarla con más provecho y certeza como el prepararse a
ella por mucho tiempo con la práctica de vida humilde y sumisa. Por este motivo, en
la primitiva Iglesia y, sobre todo, en el Oriente, se elegía por obispos a personas que
hubiesen vivido largo tiempo en obediencia. Vosotros, a quienes Dios ha llamado a
un ministerio que os obliga a trabajar en la salvación de las almas, debéis prepararos
con la práctica continua de la obediencia a haceros dignos de tan santo empleo y
producir en él opimos frutos. Cuanto más fieles seáis a la gracia de Jesucristo que os
quiere perfectos en la virtud de la obediencia, tanto más bendecirá Dios vuestros
trabajos, porque quien obedece a sus superiores, a Dios mismo obedece, etcétera».
Como puede leerse lo demás en el libro de las meditaciones impresas del señor de La
Salle, bastará con lo copiado.
SECCIÓN SEGUNDA
indiferente; 4.a, exacta y entera; 5.a, pronta; 6.a, ciega; 7.a, sencilla; 8.a, humilde y
respetuosa; 9.a, cordial y afectuosa. La primera de esas condiciones —dice— indica
el motivo que ha de mover a obedecer; las tres siguientes se refieren principalmente a
la persona a quien se obedece, y a las cosas en que se obedece; la quinta señala el
tiempo preciso en que se ha de obedecer, y las cuatro últimas expresan el modo como
debe obedecerse. Creo que se pueden compendiar esas nueve condiciones en cinco,
que vamos a explicar, según la intención del santo varón y casi con sus mismas
palabras.
En primer lugar, la obediencia ha de ser universal y no admitir excepción, ni
restricción, ni interpretación, ni dispensa vana o especiosa. Es preciso obedecer a los
superiores, cualesquiera que sean, eclesiásticos, civiles, regulares y, según san Pedro
(I Petr., 2, 13), a toda criatura; es decir, al papa, a los obispos, a los pastores, a los
directores, a los superiores de la congregación, a las Reglas, a los príncipes, a los
magistrados y al prójimo, según razón y prudencia. Ésta es la doctrina evangélica, y
aunque tan olvidada, tan descuidada y tan quebrantada, es el alimento con que
Jesucristo y sus apóstoles mantenían a sus discípulos. Obedeced a vuestros
superiores y estadles sumisos —dice san Pablo—, porque velan, como que han de
dar cuenta de vuestras almas, para que hagan esto con gozo y no gimiendo, pues esto
no sería provechoso para vosotros (Hebr., 13, 18). Las obligaciones de los superiores
e inferiores son mutuas. El superior tiene obligación de enseñaros vuestros deberes,
y, de hacerlo o no, depende su salvación; pero también depende la del súbdito de
cumplir o no los preceptos legítimos del superior y de obedecerlos con docilidad. El
peso de la autoridad agobia a los pobres superiores cuando no les alivia la sumisión de
los inferiores. Si unos tienen derecho de mandar, porque representan a Dios y hacen
sus veces en la tierra, otros están obligados a obedecer.
<2-431>
La obediencia es de tal modo debida a todos los superiores legítimos que, sin parar
mientes en su vida, es preciso someterse a sus órdenes. En vano trataríamos de
sincerar nuestra obediencia con la mala conducta del superior; si el superior no es
santo, es santísimo Dios, en cuyo nombre mandan los superiores, y como en ellos
debemos ver a Dios, resulta que no es la buena o mala conducta del superior la regla
de la nuestra, sino su voluntad. Por eso, hablando Jesucristo al pueblo y a sus
discípulos, dice: Los escribas y fariseos están sentados sobre la cátedra de Moisés.
Observad, pues, y haced todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen. Más
aún: no se deben mirar los superiores establecidos en la Iglesia sino como imágenes,
vicarios y representantes de Jesucristo. Y de tal modo lo representan, que considera
como dirigidos a sí mismo los desprecios que a ellos se dirigen y también el honor que
se les tributa. Quien a vosotros oye, a Mí me oye —dice Él mismo—; quien os
desprecia, a Mí me desprecia, y quien a Mí me desprecia, desprecia a Aquel que me
ha enviado (Mt., 10, 40; Jn 13, 20; Lc 10, 16). Los ministros de Jesucristo,
cualesquiera que sean, están revestidos de su autoridad y son sus substitutos. El
pecado de desobediencia que se comete contra ellos recae en Aquel del cual son
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imágenes los superiores. Por indignos que puedan ser personalmente, el carácter de
que se hallan revestidos debe tapar los defectos a los ojos del inferior, y obligarle a
obedecer. La obediencia no se limita a los superiores eclesiásticos; extiéndese
también a los que ejercen la potestad civil, a los príncipes, a los magistrados y a todos
aquellos que tienen el derecho de gobernarnos. Esa doctrina es tan clara y
formalmente enseñada en la ley de gracia, que no hay cristiano que la pueda
lícitamente ignorar. Toda alma esté sometida a las potestades superiores —nos dice
san Pablo— porque no hay potestad sino de Dios, y las que son de Dios son
ordenadas. Por lo cual el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios, y
los que a Dios resisten, ellos mismos atraen a sí la condenación. Porque los príncipes
no son para temor de los que obran lo bueno, sino lo malo... Porque es ministro de
Dios para tu bien... Por lo cual es necesario que le estéis sometidos no solamente por
temor del castigo, sino también por la conciencia (Rom 13, 1 ss.). El Apóstol de las
naciones hace referir la necesidad de obedecer a los príncipes de la tierra a su primer
principio, el cual consiste en que el poder temporal les ha sido comunicado por Dios;
que la Providencia es quien lo ordena todo en el mundo; que el orden que Dios
estableció en él no puede sostenerse sino por la subordinación, y la subordinación por
la obediencia, de donde concluye que resiste a Dios y trastorna el orden de su
sabiduría el que no quiere someterse a los que ha establecido para gobernarnos. La
misma doctrina inculca en su Epístola a Tito: Amonesta a los fieles que estén sujetos a
los príncipes y a las potestades, que les obedezcan, que estén prevenidos para toda
obra buena (3, 1).
El príncipe de los Apóstoles usa el mismo lenguaje en estos términos: Someteos,
pues, a toda humana criatura, y esto por Dios, ya sea al rey, como soberano que es,
ya a los gobernadores, como enviados por él... Porque así es la voluntad de Dios...
Honrad a todos..., amad a todos; temed a Dios, dad honra al rey. Siervos, sed
obedientes a los señores con todo temor, no tan solamente a los buenos y moderados,
sino aun a los de recia condición, porque ésta es gracia, si alguno por respeto a Dios
sufre molestias padeciendo injustamente (Pe 2, 13). No puede extenderse a más la
obediencia porque san Pedro nos quiere sumisos y obedientes a toda clase de
personas, a todos quiere que honremos, y en particular nos obliga a obedecer a los
príncipes porque se hallan revestidos de la
<2-432>
autoridad de Dios; en fin, manda a los siervos e inferiores que obedezcan con
docilidad a sus amos, aunque sean de recia condición, porque tal es la voluntad de
Dios, y en ésta se cifra el mérito del súbdito.
No debemos, pues, extrañar que esa sumisión a los poderes legítimos forme parte
de la doctrina evangélica, pues es el fundamento del orden, el nudo de la sociedad, el
sostén de las leyes y la paz de los Estados. Los príncipes no pueden tener por fieles
súbditos sino a los buenos cristianos. ¿Por qué? Porque solamente la fe que nos los
representan como imágenes de la majestad de Dios, como depositarios de su
300 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
1. Ha de ser universal
Lo que precede explica el carácter de universalidad de la verdadera obediencia.
Como se ha visto, sujeta al hombre: 1.°, a todos los superiores legítimos,
cualesquiera que sean, y aun a toda criatura omni creaturae; 2.°, se extiende a todo
los mandatos, si son, por supuesto, justos y conformes con la ley de Dios, que
dimanen de los superiores, y quiere que se ejecuten al pie de la letra, tales como nos
sean comunicados y con todas las circunstancias, sin añadirles ni quitarles nada;
3.°, se extiende al tiempo, y no permite alargarlo ni abreviarlo, adelantarlo ni
retrasarlo, sino que exige que se obedezca con puntualidad; 4.°, se extiende a la
manera de obedecer, y prescribe cumplir lo mandado en la misma forma en que está
ordenado y no en otra; en una palabra, quiere que se obedezca en todo tiempo, en la
edad avanzada lo mismo que en la infancia; en todo lugar, así en el mundo como en
la religión; en todas las cosas, lo mismo en las difíciles que en las fáciles.
Puede verse cómo se explica La Salle cuando trata de esta materia en la Colección
sobre la Obediencia, n. 3. Así es, en efecto, como Nuestro Señor obedeció y nos
enseñó a obedecer con su ejemplo. Se sometió a todos los mandatos de su Padre:
Cumplo siempre lo que place a mi Padre; se sometió a toda la extensión de la ley:
Observo la ley con tanta exactitud que no omito ni una tilde; obedecía con
puntualidad sin adelantar el tiempo ni atrasarlo: Está escrito de Mí —dice por uno de
sus profetas— que debo hacer vuestra santa voluntad. Me sometí a ella con alegría y
establecí vuestra ley en medio de mi corazón. Entonces dije: vengo para cumplirla.
Escoge, como se ve, el momento que Dios quería y no se tomaba la libertad de
adelantarlo ni atrasarlo.
Semejante puntualidad observó en las bodas de Caná. Su Santísima Madre le
suplicó que obrase el primer milagro; mas por muchas ganas que tuvo de agradarla
y por más interés que su fama pudo tener en un prodigio que debía comenzar a
manifestar su gloria, lo atrasó porque aún no era llegada su hora. En fin, la
obediencia del Hijo de Dios se extendió al modo de obedecer. No quiso dejar nada a
su elección ni a su libertad; la voluntad divina fue tan perfectamente la regla de la
suya, que se obligó a cumplirla en la forma que le estaba prescrita: Cumplo las
órdenes de mi Padre en la forma que Él me indica.
Poner excepciones en lo que está mandado, haciendo una parte y omitiendo la otra,
es, al sentir de nuestro santo sacerdote, desfigurar la obediencia; poner restricciones
de manera que se someta en una cosa y en otra no, es limitar la obediencia; interpretar
y comentar lo que está mandado para persuadirse que no han querido, ni debido, ni
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 301
podido con razón mandar más de lo que queríamos, es alterarla; pedir dispensa
exponiendo falsas excusas, o manifestando
<2-433>
demasiada repugnancia, o pidiéndolo con demasiada instancia, más que obtener
dispensa, es sonsacarla. Obedecer de esta manera es sustituir hipócritamente la propia
voluntad a la del superior; es disfrazarse con la apariencia de la obediencia y rechazar
la realidad de ella.
Pero la obediencia debe extenderse todavía mucho más, pues mueve no sólo a
cumplir las órdenes, sino también a prevenir los deseos y las inclinaciones de los
superiores. La autoridad de los superiores se ejerce de dos maneras: mandando y
corrigiendo. La primera se ejecuta por orden expresa, formal y positiva, o por simple
declaración de voluntad, o por la sola manifestación de su deseo. La segunda, por
medio de avisos, amonestaciones y reprensiones. La obediencia se extiende a todo
eso, nada la limita. No debe, pues, decirse para desentenderse de cumplir con
integridad la obediencia, que no se falta más que a cosas pequeñas y de poca
importancia; pues, al contrario, cuanto más pequeñas son las cosas, tanto más
censurable es el descuido. El pecado del primer hombre le hizo tanto más criminal
cuanto más fácil era el mandato que se le había impuesto. Cuanto más suave es el
precepto, tanto más criminal es la transgresión.
Pero si los superiores quieren dar a alguno el empleo, lugar o colocación que gusta
y favorece la naturaleza, ¿no se podrá entonces manifestar disgusto? Cierto es que si
en esas ocasiones se obedece por la inclinación de la naturaleza, porque gusta el
mandato, la obediencia no tiene entonces ningún mérito; a sí mismo y no a Dios
quiere uno contentar. Del mismo modo, si se obedece en cosas pesadas, difíciles y
repugnantes sin que la voluntad tome parte ni el corazón tampoco, aunque se
obedezca en cosas difíciles, es infructuosa la obediencia, porque no es sincera ni
interna.
Es verdad que por lo que toca a las cosas que son conformes al gusto de la
naturaleza, al amor propio y a la inclinación del corazón, hay siempre derecho de
proponerlo al superior, y aun se puede pedir, que le eximan de ellas: y suspender la
ejecución hasta que le den orden positiva. Entonces los superiores, lejos de llevarlo a
mal, quedan edificados, cuando se convencen de que se procede con rectitud y
sinceridad. Esa doctrina es muy conforme con la práctica de los santos, de quienes se
podría traer gran copia de ejemplos. He aquí como el señor de La Salle aplica a los
Hermanos, en particular, esa doctrina general. La segunda condición de la obediencia
es que sea universal, obedeciendo a todos, directores, iguales e inferiores, sin
distinción; en todo lo ordenado, y en todo tiempo y lugar; los defectos contrarios son:
obedecer a un director y no a otro, en un lugar o en una casa, y no en otra (Colección:
De la obediencia).
302 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
3. Ha de ser generosa
El tercer carácter de la obediencia que les pedía es la generosidad. Nada, en efecto,
exige más valor que la obediencia, pues el hombre inclinado al mal desde su
304 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
4. Ha de ser ciega
La obediencia ha de ser ciega: es la cuarta cualidad, la más difícil y más necesaria
para conseguir obediencia perfecta. Llámase obediencia ciega la que no discierne,
examina, juzga ni discurre sobre lo que está mandado; la obediencia ciega rinde el
propio juicio, cautiva el entendimiento, renuncia a las luces propias y aun a la misma
razón, según enseña el Apóstol de las gentes: Captivantes intelectum.
Sobre todas las cosas —dice Casiano— os habéis de esforzar en parecer necios e
insensatos en el mundo, del modo que nos dice san Pablo, si deseáis conseguir la
verdadera sabiduría, que consiste en no discernir lo que se nos ha mandado y sin
formar de ello ningún juicio, sino en obedecer siempre con toda sencillez y con
entera fidelidad, teniendo por cosa buena y venida de Dios lo que os prescribe su
santa ley o el mandato de vuestros superiores (L. 4, 41).
Es preciso ser ciego en lo que toca directamente a la persona del superior, a su
mérito y a sus maneras. No se ha de considerar su edad: san Pablo manda obedecer al
joven Timoteo; ni al linaje y condición: Jesucristo quiere que oigamos como a Él
mismo a los Apóstoles, gente de ordinaria condición; ni a lo agradable: Nuestro Señor
se sometió con tanto gusto al edicto del emperador Augusto, a la sentencia injusta de
Pilatos, y a sus verdugos, como al mandato de María y de José.
Es menester ser ciego en cuanto al mérito del superior, sin parar mientes en su
inteligencia, en su ciencia, talentos, experiencia, ni siquiera en su virtud; no
obedeciéndole porque sea prudente, bueno, sabio, ilustrado, manso, amable y santo,
sino porque hace las veces de Dios.
Tampoco se ha de poner la vista en sus costumbres, vida, vicios y defectos, pues el
superior vicioso no pierde su autoridad. Jamás tendremos superiores como Anás,
Caifás y otros que estaban en la cátedra de Moisés, los cuales persiguieron,
calumniaron y combatieron a Cristo con furor diabólico, y no quedaron satisfechos
hasta que le vieron expirar entre dos facinerosos, cubierto de llagas, desangrado,
colmado de oprobios, y en medio de los más crueles tormentos; y, con todo, a tales
hombres hemos de obedecer, según mandato de Cristo. Porque no hemos de obedecer
solamente a los señores y amos mansos y modestos, sino que quiere san Pedro que los
siervos obedezcan de buena gana a los amos por fastidiosos que sean. Etiam discolis.
Hay que ser también ciego en lo que mira a los modales de los superiores; no debemos
pararnos en que sean groseros, estrambóticos, agrios, altaneros, imperiosos, bruscos
y demasiado vivos o lentos. Los superiores son hombres; tienen, pues, defectos,
vicios y pasiones. Si sólo a los superiores perfectos tuviéramos que obedecer, nunca
habría obligación de hacerlo, pues nadie es perfecto en este mundo. La santidad del
ministro no da a los sacramentos eficacia, ni al mismo ministro autoridad; su
iniquidad no impide el efecto de los sacramentos y no le despoja de la jurisdicción. Lo
mismo sucede con los superiores: al obedecer no se han de considerar ni sus virtudes
ni sus defectos.
306 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
San Pablo echa en cara a los Corintios el que sean aún carnales. Adhuc carnales
estis. ¿Por qué? Porque en lugar de ver sólo a Dios en sus ministros, paraban la
atención en sus talentos, lo cual les daba la ocasión de preferir unos a otros. He aquí
los términos que usa el Apóstol: Yo —dice uno— soy de Pablo; y otro, yo de Apolo,
¿no es claro que sois aún hombres carnales? Pues ¿qué es Apolo? o ¿qué es
<2-437>
Pablo? Ministros de Aquel en quien creísteis. Yo planté, Apolo regó; mas Dios es el
que ha dado el crecimiento. Y así ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios,
que da el crecimiento (I Cor., 3, 4ss.). Esto, por lo que a los superiores se refiere.
Con respecto a la cosa mandada debe dejarse el juicio y examen de ella al Superior,
poner los ojos en su ejecución. El corazón es muy flojo y la voluntad muy débil
—dice san Bernardo— cuando uno se pone a discutir los mandatos de los superiores
y cuando titubea a cada paso antes de obedecer, pide razón de todo, abriga sospechas
contra todo lo mandado, quiere saber los motivos en que se fundan los mandatos y no
quiere obedecer sino en lo que gusta. Esa clase de obediencia es muy imperfecta, o
más bien es deplorable (De prac. et dif., c. 13).
5. Ha de ser interna
En fin, la obediencia ha de ser interna o, según la expresión del santo varón,
cristiana y religiosa: es éste a nuestro juicio el último carácter y distintivo de la
obediencia; pero el señor de La Salle la ponía como primera condición de esa virtud.
He aquí sus propias palabras (Medit., p. 42): «La primera condición de la obediencia
es que sea cristiana y religiosa; es decir, que debe obedecerse por virtud y espíritu de
religión, como al mismo Dios, a quien se honra y respeta en la persona del Director,
revestido de su autoridad, y así, sólo por el motivo de obedecer a Dios y cumplir su
voluntad. Los defectos contrarios a esta condición de la obediencia son:
1.° No tener esa mira y sentimiento de que a Dios es a quien se obedece en la
persona del Director.
2.° No obedecer a causa de los defectos de un Director, y por cualesquiera
razones, aunque buenas en apariencia, u obedecer más bien a otro, porque se siente
más simpatía hacia él, porque tiene éste mayor talento, ciencia o prudencia.
3.° Obedecer sólo porque no se puede dejar de hacerlo, o por temor de alguna
reprensión o penitencia.
4.° Preferir en cosas mandadas, aconsejadas, o de regla, movimientos interiores o
pretensas inspiraciones, o aun las inclinaciones personales; en una palabra, el propio
parecer a la obediencia; o los avisos y dictamen de los demás, al dictamen del
Director, por parecer mejores aquéllos que éstos». Vemos por esas palabras que el
santo sacerdote colocaba entre los obedientes a los que juntaban la obediencia interna
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 307
a la externa; esto es, que no comprendía en el número de los obedientes sino a los que
obedecen por espíritu de fe, animado por la caridad.
Hacía consistir ese espíritu de fe, alma de la verdadera obediencia, en la visión
interior de Cristo en la persona de los superiores, en esa mira sobrenatural que sólo
deja ver a Dios en el hombre, y además en la firme persuasión de que es Dios quien
manda y a quien obedecemos cuando nos sometemos a los que hacen sus veces y que
le representan en la tierra. Sicut Domino, et non hominibus (Efes., 6, 7). Esa
obediencia es la regla evangélica, tan alabada y enaltecida en la Sagrada Escritura, la
que tanto recomendaron los Apóstoles, la que tantos méritos y privilegios tiene, la
única, en fin, cuya práctica resulta suave, fácil y agradable. Cualquiera otra
obediencia es o natural e imperfecta, o amarga y pesada, o inconstante y poco
duradera. El deseo de complacer o el temor de desagradar, la vanidad o el interés, el
respeto humano y otras intenciones viciosas o imperfectas se mezclan en ella o son su
principio. Sólo el espíritu de fe que ve a Dios representado en el hombre nos mueve a
respetar del mismo modo a todos los superiores, sin fijar la atención precisamente en
los talentos, condición, mérito ni virtud de la persona.
Cuando se obedece con ese espíritu de fe, se honra a todos los superiores como
<2-438>
a lugartenientes de Dios, depositarios de su autoridad y ministros de su voluntad. Ya
no es a ellos, sino a Jesucristo, a quien oímos cuando hablan. Qui vos audit, me audit.
Quien a vosotros oye, a mí me oye. En este espíritu de fe apoyan los Apóstoles las
reglas de obediencia que prescriben a todas las edades, estados y condiciones. Si san
Pablo exhorta a los hijos a obedecer a los padres, sólo por respeto al Señor les manda
que lo hagan así; si impone la misma ley a los siervos, les avisa también de lo mismo:
Siervos, obedeced a vuestros señores temporales con temor y respeto, con sencillo
corazón, como al mismo Cristo; no sirviéndolos solamente cuando tienen puesto el
ojo sobre vosotros, como para complacer a los hombres, sino como siervos de Cristo,
que hacen de corazón la voluntad de Dios, que los ha puesto en tal estado; y servidlos
con amor, haciéndoos cargo que servís al Señor, y no a hombres (Efes., 6, 5-7). En
otra parte, les dice: Todo lo que hagáis, hacedlo de buena gana, como quien sirve a
Dios y no a los hombres... A Cristo Nuestro Señor es a quien servís (Colos., 3, 23-24).
Por el mismo principio, san Pedro enseña a los fieles a someterse a toda humana
criatura, y esto por respeto a Dios, ya sea al rey, ya a los gobernadores, pues ésta es
la voluntad de Dios (I Pe., 2, 13).
Si consideramos las cosas a la lumbre de la fe, echaremos de ver carácter divino en
todos los que están puestos por la divina Providencia para gobernarnos. Al soberano
maestro hemos de reconocer y respetar en ellos. Y en tanto será entera y perfecta
nuestra sumisión en cuanto proceda de la virtud de religión. Las leyes humanas ponen
sobre los hombres a otros hombres y por eso no pueden establecer entre ellos
subordinación constante porque, al fin y al cabo, quedan hombres iguales los unos a
los otros; lo más que consiguen es hacer esclavos que obran por temor y sacudirán el
308 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
yugo por capricho, y se rebelarán cuando les plazca o tengan algún interés en hacerlo.
El espíritu de religión, que encadena las pasiones, es el único capaz de formar
verdaderos obedientes, porque enseña por boca de san Pablo que Dios estableció toda
potestad, y que quien se opone a las potestades se opone al orden establecido por el
mismo Dios. Despreciando a los superiores, desprecia a Cristo. No mienten y engañan
a los superiores sino a Dios, según palabra del príncipe de los Apóstoles a Ananías
(Hech., 5, 4). Quien a ellos desecha rechaza al mismo Dios, como lo dijo el Señor al
profeta Samuel.
A la obediencia, fundada en el espíritu de fe, no le cuesta mucho ofrecer a Dios,
como debido tributo, la sumisión entera y ciega de voluntad y entendimiento. En
cuanto nos persuadimos de que Dios es el que obra, habla, manda y gobierna en la
persona del superior, la voluntad se somete, la razón calla, ríndese el corazón, la
obediencia es sincera, pronta, alegre, ciega y entera. No es fácil que se ponga a
discutir los mandatos quien los venera como emanados de la boca de Cristo, sino que
al contrario, los tiene por posibles y hacederos, y aun le parecen suaves y fáciles, por
enojosos y difíciles que sean en apariencia. En ese sentido es cierto que el perfecto
obediente sale siempre vencedor y le cuestan poco las victorias, porque encuentra en
la voluntad de Dios manifestada por sus superiores tanta gracia y dignidad que le
levanta sobre sí mismo y le desvanece las dificultades. Esta obediencia tiene además
la ventaja de que jamás se desmiente, porque no sigue ni la repugnancia, ni la
inclinación natural, ni cualquiera otra consideración humana. Es constante, valerosa
y fuerte como la caridad que la anima, manifiesta la misma docilidad con los
superiores importunos, de mal genio, que con aquellos que saben revestir la autoridad
de cierto exterior que atrae, gana y cautiva los corazones.
Además, como no sabe discutir ni examinar, ni usar de su
<2-439>
juicio, sino para confirmarlo con el de los Superiores, está contento con lo que
mandan, porque le parece justo, razonable y ventajoso; no desea saber por qué, ni con
qué fin le imponen ciertos mandatos, ni se preocupa por los medios de ejecutar las
órdenes que recibe. En fin de cuentas, nunca es más racional la obediencia como
cuando uno se determina a cautivar su entendimiento al juicio de los superiores, a
renunciar al uso de sus propias luces y a dejar, por decirlo así, el uso de la razón,
porque entonces, a manera del niño que se entrega a la dirección de su madre, se
entrega a una razón superior; obedeciendo al Dios de toda verdad, infinitamente
sabio, justo y santo, que le habla por conducto de sus superiores, no necesita
reflexionar ni discurrir sobre lo mandado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 309
SECCIÓN TERCERA
loquens in Prophetis. Por eso, estos santos profetas cuidaban de avisarlo al pueblo,
para que apartasen la atención y la mirada de la persona que hablaba.
<2-440>
Según el mismo principio de fe, el que quiere obedecer bien, debe decirse a sí mismo,
mientras el superior habla: He aquí lo que me dice el Señor; y después que ha
hablado: El Señor Dios me ha mandado.
Confianza: Se debe acudir a la bondad de Cristo, que manda por boca del superior,
e implorar su divino Espíritu, a fin de que nuestra obediencia le sea agradable, y
obtener el valor necesario para superar las dificultades y repugnancias que el
demonio y la naturaleza suelen suscitar en nuestro corazón, con respecto a los
mandatos que no satisfacen a la soberbia.
Es preciso, pues, tener para con sus superiores corazón de hijo, docilidad de
discípulo y sumisión de siervo. Se les ha de mirar como maestros y como padres. Se
les ha de honrar como el buen siervo a su señor, oírlos con el respeto con que oye el
discípulo dócil a su maestro y amarles como todo buen hijo ama a su padre. El inferior
debe considerar a su superior como vicario de Cristo, cuyas veces hace; como
intérprete de Cristo, que le declara sus voluntades, y como la mano de Cristo, que le
guía por el buen camino.
Si la práctica de esta obediencia presenta dificultades, tiene también ventajas
inapreciables:
1.° Es muy segura. Si un ángel bajara del cielo para traernos las órdenes de Dios,
cabría duda, pues podría uno equivocarse, ya que nada hay tan fácil como tomar por
enviado de Dios al ángel de las tinieblas, transfigurado en ángel de luz; pero no puede
equivocarse escuchando la voz del superior y obedeciendo sus mandatos; en la
inteligencia, por supuesto, de que no mande nada contrario al deber de la conciencia.
El superior puede equivocarse y hasta pecar, mandando; pero el que le obedece como
a Cristo, no puede equivocarse cumpliendo sus órdenes, siempre que no contengan
nada contrario a la ley de Dios.
2.° Esa obediencia es la verdadera sabiduría, alumbra como la fe, y tiene la
antorcha para conducir todos nuestros pasos en medio de las tinieblas. La prudencia
es la virtud del superior y la obediencia la del inferior. El primero puede obrar con
indiscreción; el segundo tiene la ventaja de estar libre de ese defecto.
3.° Esa obediencia prepara el alma para recibir grandes luces, aparta todos los
lazos de Satanás y hace inútiles todos sus artificios.
Si se quiere ver esa clase de obediencia admirablemente reducida a la práctica,
basta leer el capítulo XII de las Reglas que el santo varón dio a sus discípulos.
«Los Hermanos —dice— considerarán siempre a Dios en la persona de su Director
y cuidarán de no dirigirse a él sino como a quien está investido de la autoridad de
Dios: disposición en la cual se pondrán antes de llegar a su presencia. No le hablarán
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 311
sino con profundo respeto, siempre en voz baja y en términos que manifiesten la
veneración que le profesan como a lugarteniente de Dios a quien deben reconocer y
respetar en la persona de su Director.
No pasarán nunca por delante del Hermano Director sin hacerle una inclinación
respetuosa. Tendrán humilde y entera confianza en él, y siempre que lo juzguen
conveniente podrán descubrirle libremente sus penas, la afición, facilidad o dificultad
que encuentran en la práctica de la virtud y darle a conocer con sencillez y en
particular lo que en ellos pasa. Cuando le den la cuenta de conducta, lo harán con la
disposición y mira de dársela a Dios. Recibirán con sumo respeto los avisos del
Hermano Director como dados por el mismo Dios; no mirando al Hermano Director
sino como al órgano y voz de Dios, por quien les da Dios a conocer los medios que
deben emplear para ir a Él. Recibirán con el mismo
<2-441>
sentimiento de respeto y sumisión todas las órdenes y mandatos del Hermano
Director, no considerando en él más que la autoridad de Dios que se le ha
comunicado, y a su divina Majestad a quien representa».
Vese por todo lo que acabamos de referir que apenas podía ya crecer el amor y
estima que tenía este virtuoso sacerdote a la virtud de la obediencia. Los había sacado
del corazón de Jesús, que era su principal estudio y única ciencia.
Convencido de la necesidad de esta virtud, de su excelencia y de sus incomparables
frutos, se esmeraba en inspirarla, practicarla por todas partes y en todo, y en
enriquecer sus acciones con los méritos de ella.
Persuadido de que lo que da valor y mérito a las obras es el deseo de cumplir en
todas la voluntad de Dios, sacaba como consecuencia que el espíritu de obediencia
era la medida del mérito de las obras. Para esto, en el capítulo XXI de la Regla,
recomienda a sus discípulos que sean muy exactos en dejarlo todo a la primera señal
del Hermano Director, considerando que Dios mismo es quien los llama y les manda;
que no hagan cosa alguna sin permiso, por pequeña o poco importante que parezca,
para que puedan tener la seguridad de cumplir en todo la voluntad de Dios. Según él,
la práctica de la obediencia es el camino real que conduce al cielo; la vía más corta, la
más abreviada y fácil para alcanzar la perfección; el sendero seguro que nos trazó
Jesucristo con su ejemplo, y fuera del cual sólo hay ilusión y peligro manifiesto de
perderse. Y de tal modo consideraba a la obediencia como el camino abreviado de la
vida espiritual; la sustancia y la medula de la piedad; la vida de todos los ejercicios del
cristiano; la fuente, madre y salvaguardia de todas las virtudes, que exige de los
Hermanos que no entren en ningún lugar sino en aquel en que está entonces la
Comunidad, ni salgan de casa ni aun siquiera del sitio en que se hallen, sin permiso;
que no lean libro ni papel alguno ni copien nada sin permiso, sin exceptuar los libros
espirituales, para cuya elección y lectura le necesitan también; esta ley se extiende a
todas las necesidades y achaques corporales.
312 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
No podía, sin duda, entrar en más minuciosos pormenores ni extender a más los
derechos de la santa obediencia; pero al imponer a sus discípulos este yugo que
parece tan pesado a los hijos del siglo y a los partidarios de la voluntad propia, lejos de
pensar que los molestaba y ponía sus corazones en apreturas, pretendía darles
anchura y la verdadera libertad de los hijos de Dios, cuyo único gusto es hacer en la
tierra la voluntad de su Padre celestial, así como se cumple en el cielo. En cuanto a él,
convencido por propia experiencia de que el verdadero obediente tiene sus pasiones
encadenadas, pisoteada la soberbia, que es como cabeza de todos los vicios, y
dominado al demonio, príncipe de los soberbios, estaba persuadido de que, para vivir
libre, contento, en paz y en la alegría del Espíritu Santo, es menester vivir bajo de
obediencia; era de parecer que el que se entrega a la obediencia es hijo de la gracia, y
el que de ella se aparta, se aleja del camino de la gracia y sigue el de los hijos de
Belial, que conduce al infierno, término y castigo de la voluntad propia, según la
palabra de san Bernardo: Quitad la propia voluntad, y ya no habrá infierno (Ser. 3, de
Resurrec.). A propósito de eso, en la última conferencia que hizo a los novicios, la
cual fue sobre la obediencia, el santo Fundador les dijo: «Si sois perfectos obedientes,
compareceréis con confianza ante el tribunal de Jesucristo, pues cuando este Juez
divino os pida cuenta de vuestra conducta, podréis contestarle: Señor, preguntad, si
os place, a mi Director: Nada hice sino obedecer a sus mandatos, persuadido de que
<2-442>
obedeciéndole obedecía a Vos, según Vos mismo nos lo decís en el Evangelio. Por
ese motivo, nada tendréis que temer».
El horror que profesaba al pecado le hacía apreciar más esta virtud que, según el
sentir de los santos, hace como impecables a los que la guardan y los pone en estado
de no temer ni la muerte ni el juicio de Dios. Su amor a Jesucristo y el deseo de
pertenecerle eran para él nuevos motivos de cultivar y de inspirar a los otros una
virtud que fue en Nuestro Señor la fuente de nuestra salvación; esta virtud nos hace
pertenecer a su familia y contraer con Él alianza tan estrecha como la de los parientes
más cercanos. Pues Él mismo dice que a aquel que hace la voluntad de su Padre que
está en el cielo, le considera como su hermano, su hermana y su madre (Mc 3, 35).
Miraba la obediencia como esencial en la criatura, como ley del cristiano, recurso de
los pecadores y puerta del cielo; pues ¿quién entra en él? Aquel —dice Cristo— que
hace la voluntad de mi Padre (Mt 7, 21).
Según ese principio, estimaba en poco en las personas religiosas las oraciones, los
ayunos, las austeridades y todas las obras santas que no tienen por motivo esta virtud,
única que tiene el privilegio de defenderlas contra las sorpresas del amor propio,
contra la seducción de la naturaleza y contra el veneno de la voluntad propia; esta
virtud es la única que posee el secreto de dar en la práctica a estas acciones la cabal
medida que han de tener; ella aparta de las mismas esos defectos tan ordinarios y tan
comunes, que son obrar fuera de tiempo, u obrar sin regla ni medida, hacer poco o
mucho, y a menudo lo que Dios no pide. Es cierto que la obediencia preserva de estos
escollos prescribiendo lo que ha de hacerse, el tiempo y modo de hacerlo bien. Así
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 313
regula y consagra todos los movimientos del corazón, los pensamientos del alma y las
empresas del hombre. Ella santifica todas nuestras acciones, el descanso y el trabajo,
el sueño y las vigilias, las necesidades y los alivios del cuerpo y hasta las mismas
austeridades. Aparta de nosotros las acciones malas, santifica las indiferentes,
perfecciona las buenas, y añade al mérito particular de cada una el de no obrar sino
por el único principio de cumplir la voluntad de Dios.
El señor de La Salle enseñaba, además, que la virtud de la obediencia pone todas
las demás en movimiento, porque ella es el mismo ejercicio de la humildad, de la
abnegación cristiana, de la mortificación, de la paciencia, de la fe, de la caridad y de
lo que hay de más santo, de más sublime y de más heroico en el Evangelio; en una
palabra, encierra toda la perfección cristiana resumida en estas tres palabras de
Cristo: El que quisiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame. Este compendio de la perfección, según comentario del santo varón, está
contenido en la obediencia, pues es la entera renuncia de todo el hombre, el
anonadamiento del juicio y de la voluntad, la mortificación de los vicios y de las
pasiones, la destrucción de los deseos y de las inclinaciones naturales. En eso mismo,
ella es la cruz que hay que llevar todos los días, el suplicio del hombre viejo, el
tormento de la naturaleza rebelde, la vía estrecha por la que se ha de caminar y que
conduce a Jesucristo, pastor de las ovejas sencillas y dóciles, tan perfecto obediente,
que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, y prefirió perder la vida antes
que dejar de obedecer, según lo explica san Bernardo. Finalmente, daba a entender a
sus discípulos que, si la virtud de obediencia es cruz, cruz que sostiene a los que la
llevan, que, en lugar de pesar sobre las almas de buena voluntad, las hace caminar tan
ágiles en el camino del cielo y correr tan a prisa, que no tienen tiempo de sentir las
punzadas de las espinas que en él se encuentran;
<2-443>
les decía que los hijos de obediencia van con viento en popa hacia la eternidad
bienaventurada, con la comodidad de los que, metidos en un barco, bogando con
viento favorable, viajan hasta el puerto con seguridad, con velocidad y tranquilidad, y
aun mientras el sueño los tiene como muertos, lo cual dio ocasión a san Juan Clímaco
para decir que los perfectos obedientes hacen su viaje durmiendo.
Intensidad de la obediencia
Penetrado de esa doctrina, el santo sacerdote no cesaba de alabarla ni de dar a sus
discípulos instrucciones, lecciones, avisos y exhortaciones sobre la obediencia. A
cada paso hablaba de ella, y nada tenía tan atravesado en el corazón como aconsejar la
práctica de esta virtud, persuadido de que ella había de ser el alma de su Instituto.
«Ninguna virtud necesitáis tanto —dice— como la obediencia, por ser virtud esencial
a vuestro estado y la única capaz de sosteneros en él, y porque, aun cuando poseyerais
todas las demás virtudes, sin ésta no tendrían más que la apariencia exterior de virtud,
314 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
pues la obediencia es la que da a las demás virtudes de una persona que vive en
Comunidad la forma que les es propia».
Como le hubiese dicho un día cierto Hermano que tenía mucha dificultad en
ejecutar algo, y sabiendo que ponía algunas condiciones para obedecer, le habló en
esta forma:
«Paréceme, carísimo Hermano, que debería ser más sumiso y rendido de lo que es.
No hemos venido a la religión para andar regateando en la obediencia. No se han de
poner condiciones, la sumisión ha de ser la regla de nuestra conducta. Esté seguro de
que Dios no le bendecirá si no se porta de esta manera. Por amor de Dios, no formule
jamás proposiciones semejantes a las que ha expuesto en su última, pues no
convienen a un obediente. Cierto que debemos confiar en la gracia de Dios; pero en la
religión puede decirse que las gracias van vinculadas a la obediencia. Pida, pues, a
Dios obediencia ciega; no hay cosa que le sea tan necesaria como ésta. Escuche las
inspiraciones, y no siga sus repugnancias ni huya de los trabajos, que no consiste la
sumisión en no sentir repugnancia, sino en vencerla cuando se siente. Me alegro
mucho de que sienta tanta inclinación a la virtud, pero la principal que ha de practicar
ha de ser la sumisión. Quedo en Nuestro Señor, etc.».
En otra ocasión, creyó este mismo Hermano que le había causado pena y le pedía
que le perdonase. El siervo de Dios le manifiesta que eso no le ha de turbar, sino que
ha de procurar hacerse de su parte modelo acabado de obediencia. He aquí cómo le
habla:
«Lo que conviene al Hermano es la obediencia; las penas que piensa haberme
ocasionado no me son de ningún modo sensibles por lo que a mí tocan, no me
conmueven esas cosas; lo que sí siento es que todavía no conozca lo que le es
provechoso. Tenga por cierto que lo más conveniente para usted es lo que la
obediencia le da. Por eso fije la atención en su conducta no solamente por lo que a
usted hace, sino también en sus relaciones con los otros, pues no es posible agradar a
Dios sin conformarse con los demás, ni tener paz ni reposo en el alma sin cuidarse de
los otros, para quienes ha de ser modelo de edificación. Le suplico pida a Dios le
toque el corazón y le haga dócil a sus inspiraciones. Esmérese en contentarle con sus
acciones; por mi parte, también rogaré por usted. Cuide mucho de que las penas que
le molestan no le impidan sacar provecho de su retiro, y aprenda en él a obedecer
como conviene.
Quedo, Hermano mío, su afmo. en Nuestro Señor.
de La Salle».
<2-444>
Dice en otra carta al mismo Hermano, que le manifestaba estar dispuesto a
obedecer en todo: «Ya que está dispuesto a obedecer en todo, no diga jamás quiero,
eso no es propio del obediente. No me apena el saber que siente repugnancia en
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 315
obedecer; me contento con que venza tal repugnancia; tenga siempre presente que la
obediencia santifica las acciones de las personas religiosas».
Al escribir a otra persona sobre el mismo tema le dice: «No atraerá las gracias de
Nuestro Señor sobre usted sino obedeciendo y sometiéndose a todo por amor de
Dios». Le prescribe después el modo con que se ha de haber en la obediencia y le
habla en esta forma:
«1.° Obedecerá uniéndose en espíritu y aun anonadándose en la intención de
Nuestro Señor, que reside en aquellos que hacen sus veces en la tierra, para ejecutar la
voluntad de Dios. Adore a menudo su divino Espíritu, por cuyos movimientos ha de
obrar y dejarse conducir.
2.° Sea fiel en pedir permiso para las menores exenciones y no escuche en eso los
discursos de su entendimiento. La naturaleza nada pide con tanto empeño como el
sacudir el yugo de la sumisión. Le suplico, pues, que sea muy fiel en hacerlo así.
3.° Es natural hacer sin trabajo lo que parece bien mandado: pero el obedecer por
natural inclinación no es obediencia; el ejecutar sin discernimiento lo mandado,
aunque opuesto a nuestros gustos o inclinaciones, tal es la obediencia que Dios pide
de nosotros.
4.° Es menester obrar en la obediencia por espíritu de fe, para que sea pura. No
hemos de examinar las intenciones y motivos que tienen para mandarnos tal o cual
cosa, sino ahogar todos nuestros razonamientos y dificultades, haciendo las cosas
porque nos mandan; de este modo se ha de portar en adelante.
5.° Haga lo que tiene prescrito, y obedezca siempre ciegamente, por más
repugnancia y sentimiento que experimente en hacer lo que se le manda; no
manifieste al superior nada que le pueda inclinar a darle alguna orden contraria a la
primera, a no ser que esté de por medio la gloria de Dios, pues entonces puede
proponer su parecer, sin desear, con todo, que le sigan.
6.° Jamás resuelva nada por sí mismo, pues es esto contrario a la obediencia y a la
dependencia que ha de haber en la religión; cuide de recibir órdenes de sus superiores
para todo lo que haya de hacer, y cuando le digan, prescriban o manden algo, acéptelo
y ejecútelo sin réplica, por ridículo que le parezca lo que le digan o manden hacer,
pues sepa que, en el punto en que se pare a discutir, ya no hay obediencia. ¡Donosa
obediencia la del que obedece en lo que quiere! No obre así, le suplico; no discuta ya
por nada, ni con nadie; todo es bueno a los ojos de Dios, cuando lo sazona la
obediencia. Ruégole, pues, que procure animarse de ese espíritu».
316 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
SECCIÓN CUARTA
No era el santo sacerdote de aquellos que hablan bien y obran mal, que dan
excelentes lecciones de virtudes pero no las practican, que imponen pesadas cargas
que ellos ni siquiera tocan con el dedo. Semejante a su divino maestro, primero obró y
<2-445>
después enseñó. Fueron siempre sus acciones conformes a la doctrina que sobre la
obediencia nos dejó; practicó al pie de la letra y con perfección lo que dijo de ella. Su
vida está llena de ejemplos heroicos de esta virtud; parece haber puesto en ella su
particular y casi exclusivo estudio. De modo que, aun cuando los Hermanos hubieran
perdido todas las excelentes instrucciones que les dejó en materia tan importante, les
bastaría leer su biografía para aprender a obedecer bien.
superiores, que no puede haber orden donde no hay subordinación y que la misma
razón dicta que sometamos la razón.
3.° Que la mayor dificultad que el santo sacerdote encontró en el Instituto, tuvo
origen en la poca sumisión de algunos que no tenían la docilidad necesaria o bastante
entendimiento y juicio, para dejarse guiar, porque para obedecer bien se necesita
tener cierta rectitud de juicio de que carecen por lo común los indóciles. Si tienen a
veces algo que en ellos parece brillar, en ese brillo no hay consistencia.
4.° Que la misma experiencia había enseñado al santo Fundador que los
Hermanos poco sumisos, después de haberle causado muchos disgustos, acababan,
para desgracia suya, por salirse del Instituto, al que durante largo tiempo habían
escandalizado con su desobediencia. De donde deducía que desaparecería de su
Congregación el espíritu de Dios, si no lo conservaba la obediencia, y que, si
dominaba en él la propia voluntad, caería en la relajación, se debilitaría y se arruinaría
bien pronto y de modo más irremediable que cualquier otro. Por lo cual, nada tomaba
tan a pechos como inspirar horror a la propia voluntad, y en formar a los novicios en
la práctica de una docilidad de niños; quería que los Directores se mantuviesen
perfectamente unidos y dependientes en todo del Superior general, y los particulares
igualmente sumisos a los Directores, y en fin, que todos los Hermanos viviesen en
subordinación y en entera indiferencia a todos los mandatos y disposiciones que les
pudieran dar, y en total preparación de ánimo para obedecer ciegamente.
Para seguir el parecer de su director tuvo que hacer el humilde sacerdote otro
sacrificio semejante de su juicio e inclinación cuando pensó ir a establecerse en París.
Allí llamaba el mismo Padre Barré al santo Fundador y allí deseaba con ardor verle
antes de morir, como que aquél era el punto más a propósito para el establecimiento y
progreso del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Nuestro piadoso
sacerdote pensaba como el santo mínimo. Inspiraciones secretas y razones sólidas se
aunaban y le determinaban a seguir ese partido. A mayor abundamiento, la palabra
que había dado al señor de la Barmondière de encargarse cuanto antes de la escuela
sulpiciana, le parecía compromiso ya contraído, y ocasión favorable para fijarse en
París, la cual no
<2-448>
se debía desechar. Pero se opuso el Director, y el santo varón le obedeció ciegamente.
Esta obediencia duró siete u ocho años, pues sólo al cabo de este tiempo dio el
director la libertad a su discípulo de dejar Reims para ir a establecerse en París.
Vuelto de nuevo allí y puesto bajo la dirección de sus primeros maestros en la vida
espiritual, esto es, de los señores de San Sulpicio, se mostró en la edad madura tan
dócil a sus avisos como lo había sido en su juventud. Como vivía aún el admirable
Tronsón, su primer director, aprovechose de sus grandes luces mientras vivió, y me
atrevo a decir que a los pies de ese nuevo Gamaliel acabó de aprender la ciencia de los
santos, con sumisión ciega, aunque de todos modos me parece menos admirable para
con hombre tan eminente que para con otros directores de nuestro santo sacerdote.
Porque, al fin, por virtuosos y esclarecidos que se supongan, no podía comparárseles
con aquel ilustre superior de San Sulpicio. Los que pudieron apreciarle confesarán
que no era muy difícil someter la razón a la autoridad de un hombre de su mérito. Su
profunda sabiduría, eminente virtud y grande experiencia movían a mirarle como
oráculo, como órgano del Espíritu Santo, y no se le consultaba sin admirar en él luces
poco comunes y recibir respuestas de vida.
Después de la muerte del señor Tronsón, el siervo de Dios se puso bajo la dirección
del señor Baüyn, otro ilustre director del mismo Seminario, y le entregó su corazón de
hijo dócil y sumiso, sin que nada le ocultara a su padre, ni experimentara repugnancia
alguna en obedecerle. Aquel virtuoso varón, cuya memoria es tan bendecida en el
lugar en que dejó tantos ejemplos de perfección, murió demasiado presto para el
santo Fundador, pues le perdió cuando más falta le hacía. Pero fue dignamente
sustituido por el señor l’Echassier, sucesor del señor Tronsón y fiel trasunto de su
sabiduría y virtudes. Mientras el señor l’Echassier quiso ayudar con sus consejos a
nuestro virtuoso sacerdote, éste cuidó mucho de aprovecharlos; pero más adelante
ese oráculo enmudeció para él, por motivos de prudencia que le impedían hablar y
darle consejos.
Cuando tomaba un director, permanecía firme e inquebrantable en su obediencia, y
como no decía de dónde le venían los consejos, por no comprometerlos, sus rivales le
llamaban obstinado, porfiado, hombre pagado de sí. No hubieran hablado así de saber
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 321
en este voto los Hermanos se atrevieron una vez a mandarle que volviese de Provenza
a París.
Se ha admirado, y con razón, la disposición heroica en que san Francisco de Asís
estaba de obedecer al último de los novicios y al más simple de los legos, como al más
anciano de los Padres, al más sabio y al más santo de la Orden. Pues esa disposición la
llevó a la práctica nuestro santo varón en los dos últimos años de su vida y al principio
de su Instituto. El estado de dependencia y de sumisión tenía tantos encantos que no
se resignó a permanecer en el cargo de Superior. ¡Cuánto hizo, desde entonces, para
bajar de aquel cargo, y encontrar en el último lugar la dichosa libertad de obedecer!
Puedo decir que supo fascinar a sus discípulos acerca de este punto, y, si me es lícito
usar de este término, alucinarlos, persuadiéndoles que consintiesen en su deposición
voluntaria y en la elección de un Hermano por Superior. Cuando lo hubo conseguido,
¿quién dirá los ejemplos de obediencia con que confirmó las lecciones que de ella
dio? ¡Cómo probaron su virtud los vicarios generales de Reims, cuando pretendiendo
ordenar de nuevo la Sociedad naciente le obligaron a tomar otra vez el cargo de
Superior! No es decible cuán mortificado quedó el humilde sacerdote al verse fuera
del estado de sumisión y de dependencia. Un rey obligado a dejar su trono y a salir de
su palacio no habría quedado tan afligido. Aquella aflicción fue tan prolongada como
el tiempo que permaneció en el cargo. Cesó, al fin, dos años y algunos meses antes de
su muerte, cuando obligó de nuevo a los Hermanos a darle un Superior, y a elegir uno
para ellos.
Entonces el humilde sacerdote, vuelto a su primera libertad de obedecer, pasó lo
restante de sus días y los acabó en la práctica de la más perfecta obediencia. No cesó
de bendecir a Dios porque le concedía aquel poco de tiempo para prepararse a bien
morir. No es para dicho con qué respeto obedecía en todo al que le había sucedido. No
hacía nada sin darle cuenta o por su orden; y como le representasen alguna vez que
como ministro del Señor no debía someterse tan fácilmente a persona que le era en
todo inferior, contestaba con alguna viveza: ¡Pues, qué! ¿Los ministros del Señor no
deben humillarse? ¿No han de enseñar más con los ejemplos que con las palabras?
De este modo hacía enmudecer a los que mostraban escándalo por verle obedecer en
todo a un simple Hermano. Por
<2-450>
lo que a él toca, hallaba en la obediencia motivo de júbilo, y protestaba en voz alta que
tendría siempre a gloria el obedecer a aquellos a quienes había mandado. No escribía
casi nunca al Hermano Bartolomé sin renovarle la seguridad de su disposición de
obedecerle en todo.
«Ya sabe —le dice en una de sus cartas— que estoy siempre dispuesto a obedecerle
en todas las cosas: estoy actualmente en la sumisión, y no hice voto de obediencia
para hacer lo que se me antoje». «Si se me mira —dice en otra carta — como unido a
los Hermanos de las Escuelas Cristianas, parece que mi estado presente ha de ser de
sumisión, sin dar un paso, con respecto a ellos, como no sea por obediencia».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 323
autoridad que no tenían y que se constituyeran superiores suyos. En estos casos, aquel
perfecto obediente recibía sus órdenes con respeto, y se sometía a ellas con fidelidad.
En una palabra, el santo sacerdote hallaba gusto en obedecer en todo al prójimo,
y, considerando a todos los cristianos como sus superiores, prevenía sus deseos
en cuanto le era posible. Con facilidad les concedía todo lo que le pedían
razonablemente, en la obediencia de la caridad, en el amor de la fraternidad. In
obedientia charitatis, in fraternitatis amore. En fin, se debe concluir en alabanza
suya que ponía con perfección en práctica esta máxima del príncipe de los Apóstoles:
Sed sumisos a toda criatura por Dios, mirando como obligación el obedecer a todas,
el ponerse debajo de ellas, el sufrir su yugo y sujetarse a ellas como a instrumentos de
que Dios se vale para llevar al cabo sus designios, no temiendo nada tanto como el
hacer su propia voluntad. Un Hermano le pidió cierto día un favor, mas como
manifestase alguna repugnancia en concedérselo, se tomó la libertad de decirle que
san Pacomio no se había desdeñado de obedecer a un niño. Ya no fue necesario decir
más a hombre tan celoso de imitar en cuanto podía las acciones de los santos, para
obligarle a cautivar su juicio. Obedeció al Hermano, y su obediencia fue al punto
coronada con la recompensa que Cristo promete en esta vida a los que quieren
imitarle. Quiero decir que fue muy humillado delante de varias personas testigos del
acto que ejecutaba, y que aparentemente era ridículo a los ojos de la carne, o poco en
consonancia con su posición.
Tres rasgos principales son los que retratan a este verdadero penitente de cuerpo
entero. Considerábase como pecador, y con el fin de expiar sus pecados y de
satisfacer a la justicia de Dios, entregaba su alma a la confusión, su corazón al dolor y
su cuerpo al padecimiento. Su vida, siempre muy inocente, no le impedía creer que
era pecador. Se colocaba en la categoría de los que cometieron los mayores crímenes
y se condenaba a la más severa penitencia. Imbuido de este saludable pensamiento,
<2-452>
tratábase y deseaba ser tratado como juzgaba que merecía. Así es que jamás perdía de
vista sus pecados, y, a imitación del Profeta, no cesaba de llorarlos y de concebir por
ellos profundo dolor. No había medio de que no se valiese para borrarlos. Empleaba
sus oraciones, sus sacrificios, sus lágrimas, sus austeridades y su sangre, pronto a
derramarla hasta la última gota, para convertirla en un baño a propósito para lavar y
purificar su alma.
Sus pecados, hasta los más leves, siempre presentes a su espíritu, le volvían, según
él, horrible a los ojos de Aquel que es santo por esencia. Al verlos en ese espejo
infinitamente puro de la santidad de Dios, ninguno le parecía pequeño, y como aquel
hombre que se viese obligado a declararse autor de cantidad de monstruos puestos a
su vista, así él se hallaba delante de Dios confuso y avergonzado de sus ofensas;
a imitación del Rey penitente, corríase de aparecer tan deformado ante tan alta
majestad. Abismado en esa confusión interior, la llevaba retratada en sus facciones, y
se presentaba delante de los hombres con la vergüenza que manifiesta el criminal ante
sus jueces. Consideraba como favor insigne el derecho de subir al altar, de entrar en la
iglesia y de hallar cabida entre los hijos de Dios. Creía haber perdido el derecho de
honrarse con esa augusta cualidad, se tenía por indigno de estar entre ellos y miraba lo
más profundo del infierno como el lugar que le correspondía. Como conocía la
preciosidad de esta consideración y conocimiento de sí mismo, por más que le era
penosa y humillante, se esforzaba en retenerla, y con ella la confusión y rubor que
produce en el alma, pudiendo decir con el Profeta: Todo el día está presente a mis
ojos mi vergüenza. Tota die verecundia mea contra me est.
feliz con no ser desamparado de Él por toda una eternidad. Su deseo ardiente y
continuo de exterminar el pecado y de verse en la feliz imposibilidad de cometerlo,
hacía que no hallara gusto en nada sino en el pensamiento de la muerte, que es el
término y expiación de él, así como su castigo. La miraba con gusto, no podía dejar de
desearla como una dicha, y al ver que se prolongaban sus días, sólo se consolaba
porque en ello veía el medio de prolongar sus penitencias. El odio que profesaba al
pecado le hacía temer la sombra y apariencia de él. Lloraba sus faltas con lágrimas
siempre nuevas, y ofrecía a Dios el sacrificio perpetuo de su corazón contrito y
humillado, que no se alimenta sino con gemidos y dolor, al recordar los años pasados.
La gracia de tener santo odio a sí mismo era uno de los dones con que le había
gratificado el Altísimo. Todo cuanto había en sí que fuera suyo sólo servía para
horrorizarle, ni hallaba ya dificultad alguna en condenar todos los afectos ilícitos de
su carne, en contradecir todas las inclinaciones y las pasiones desordenadas de la
naturaleza y en crucificar al hombre viejo con todos sus vicios y concupiscencias.
Tenía, pues, para con su carne toda la aversión que se puede abrigar para con el
mayor enemigo, desconfiaba siempre de ella, y vigilaba con atención todos sus
movimientos,
<2-453>
aplicado a contradecirla en todas sus inclinaciones y a perseguirla sin descanso, ni
paz ni tregua con ella. Corrido y desconsolado del fondo de maldad que nos inclina al
pecado y que sin cesar nos solicita ofender a Dios, trataba su cuerpo con todo el rigor
que se usaría con el esclavo que está siempre en acecho para rebelarse. Seguía el
interés de Dios en contra de la carne, consideraba como obligación y hallaba placer
en atormentarla y crucificarla para reparar a la Majestad Suprema de todas sus
rebeliones. A semejante enemigo de su cuerpo estaba contentísimo de verle mal
hospedado, mal vestido, mal alimentado, sujeto a muchos males y enfermedades, o
con frecuencia en los mayores apuros y falto de lo necesario, persuadido de que todas
sus penas le eran legítimamente debidas, y aun inferiores a las que merece un hombre
de pecado, digno de ser execrado por todas las criaturas. Sintiendo así de su cuerpo le
concedía con pena lo necesario, le negaba lo que más deseaba, le obligaba al propio
tiempo a vencer sus repugnancias e inclinaciones, se consolaba con verlo oprimido
por malos tratos, trabajos y tribulaciones, pensando que Dios mismo era el que
tomaba por sí la justicia por mano de los hombres.
En fin, convencido de que la carne no puede estar sometida a Dios, según
expresión del Apóstol; que sin cesar nos excita a tomar las armas contra nuestro
legítimo y soberano Señor; que hasta le da poco cuidado perder nuestra alma, con tal
que ella reciba gusto; la castigaba (Col 3, 23-24) a imitación de san Pablo, con todo el
celo que inspira la pura caridad, y le hacía llevar todo el peso de la penitencia más
severa, hasta que se viera separado de ella por la muerte, lo cual deseaba con ardor.
Por esta causa se sometía a toda la extensión de las penas que la justicia de Dios
quería descargar sobre él y sobre los suyos. Alistado en el partido de Dios contra sí
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 327
de Dios no se acusan de ella sino cuando ya no pueden enmendarla, esto es, a la hora
de la muerte, y sin duda con menos contrición y firme propósito que consuelo y
alegría.
<2-457>
se volvían consolados y animados a la paciencia. Dolencia tan a propósito para
ejercitar la virtud del santo sacerdote no hubiera merecido de su parte ninguna
atención si no le hubiese estorbado doblar la rodilla. El espíritu de mortificación le
hubiera inducido a conservar la lupia, como hay motivo para creerlo, si ésta no le
hubiese impedido arrodillarse; eso le obligó a emplear los medios propios para
librarse de ella.
Estando en Ruán, en donde el célebre capuchino fray Cosme gozaba de fama de
cirujano y médico, se puso en sus manos, y sufrió con paciencia y tranquilidad tan
grandes la dolorosa operación que se acostumbraba para semejantes males, que no se
habría sabido que padecía al hacérsela, si no se hubiesen visto las crueles incisiones
que el escalpelo hacía en forma de cruz sobre su carne viva, pues dando esa forma a la
incisión, fue extirpada la lupia, conforme lo deseaba el siervo de Dios, que halló en el
recuerdo de Cristo crucificado el modelo, motivo y gracia de la paciencia. Por hábil
que fuese la mano de fray Cosme para tales operaciones, el mal no quedó entonces
curado. Dios lo permitió para ejercitar la paciencia de nuestro nuevo Job con crueles
padecimientos; fue preciso, pues, emplear remedios más dolorosos que los primeros.
Es verdad que el santo varón, poco cuidadoso como siempre de su salud, no tomó las
precauciones necesarias para su curación pronta y radical, pues apenas quedó cerrada
la llaga, volvió a empezar los ejercicios ordinarios, y poco tiempo después salió para
París. Allí se vio precisado a ponerse de nuevo en manos de los cirujanos, quienes
después de haberle aplicado la piedra infernal, acabaron por cortar con la navaja de
afeitar todas las carnes que el Hermano capuchino había conservado. Durante este
suplicio, el santo Fundador, acostumbrado a ocuparse en Dios, rezaba el Oficio
divino con el recogimiento y la tranquilidad que se admiraba en él cuando estaba al
pie de los altares, sin manifestar la menor señal de dolor y sin dar a entender que fuese
su mismo cuerpo la víctima que tan rigurosamente trataba el cirujano.
El siervo de Dios, forzado a dejar transcurrir algún tiempo para su total curación, lo
aprovechó para revisar varios tratados de piedad que había compuesto en su noviciado de
Vaugirard.
Como esas obras y otras varias que compuso más adelante interesan solamente a
sus discípulos, es inútil hablar aquí de ellas. Haré, sin embargo, una excepción, de la
que tiene por título Reglas del decoro y urbanidad cristiana, la cual tuvo tan
favorable acogida entre el público que fue preciso hacer de ella varias ediciones;
pretenden muchos que el santo varón es, entre todos los autores que escribieron sobre
este asunto, el que lo hizo con mejor éxito: supo confirmar sus reglas con ejemplos
sacados de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, y hacer entrar en los
pormenores de la urbanidad y el decoro, las prácticas de la humildad cristiana y las
máximas del Evangelio. Hay que confesar, no obstante, que ésta es la obrita más
cuidada entre todas las que el santo sacerdote escribió.
332 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
uso aceptó Dios para imprimir en su siervo la imagen del varón de dolores. Así
cumplió la resolución que había tomado de no concluir sus padecimientos sino al
terminar sus días, y de hacerse mártir de la penitencia, ya que no pudo serlo de la fe.
En la enfermedad de que murió, después de estar mucho tiempo achacoso, su
fervor no le consintió ningún alivio al levantarse por la mañana, y le obligó a ir
arrastrándose, más bien que andando, el primero a la oración y demás ejercicios
comunes, que resultaban serle muy penosos, sobre todo al rosario que los novicios
solían rezar con mucha pausa. Fue preciso una súplica o más bien mandato del
Superior para que dejase de asistir al ejercicio de la mañana, señalándole la hora en
que debía levantarse y decir la santa misa.
Fuera de esto, ese grande espíritu de penitencia del padre se había comunicado a
sus hijos, como ya se dijo. Hallábanse animados a su ejemplo de santo celo contra su
<2-459>
carne, y tanto creció que el santo varón se vio obligado a moderar sus excesos.
Conformose en ésta con la orden de sus superiores y con los avisos de las personas
prudentes y santas, que le indujeron a dar a los Hermanos un plan de vida más
adecuado a la flaqueza humana y a los deberes de su estado, y a acallar las quejas de
sus enemigos, que le consideraban extremado en lo tocante a penitencias, duro con
exceso para sí mismo y para los demás, sin contemplaciones para la flaqueza humana
y sin temor por las consecuencias de un fervor imprudente. Los que estaban al tanto
del tenor de vida de la Comunidad del santo Fundador, decían que aquellos que
deseaban entregarse a la más espantosa penitencia, a su casa debían acogerse y no a
otra; pues, permaneciendo en ella, podrían satisfacerse y beber con abundancia el
cáliz de la mortificación.
Este retrato que acabamos de trazar del ilustre penitente está copiado del original
dibujado con su propia mano; pues se retrató a sí al trazar para sus discípulos el
cuadro de la verdadera penitencia en estos términos:
«Adorad a Nuestro Señor Jesucristo en su estado de víctima; sea vuestro principal
cuidado revestiros, por Él, del espíritu de penitencia; pedidle a menudo el corazón y
las disposiciones de un verdadero penitente; penetraos de la fuerza y virtud de estas
prácticas.
En primer lugar, a ejemplo de Jesucristo, que se hizo hombre, víctima de
propiciación por el pecado, debe el penitente tener siempre delante de sí su pecado, y
esto ha de ser el fundamento de todos los demás deberes que, a causa de sus pecados,
tiene para con Dios. Delante de mí tengo siempre mi pecado, decía David. El pecador
debe llevar perpetua confusión por causa de su pecado, en su rostro y delante de Dios,
así como Nuestro Señor se presentó delante de su Padre lleno de vergüenza por
nuestras ofensas, según lo dijo el Profeta: Cubrió la vergüenza mi rostro. En segundo
lugar delante de todos, sintiendo confusión al verse entre los siervos de Dios, cargado
de crímenes y llevando sobre sí el horrible y vergonzoso peso de sus propios pecados;
ocultándose por esta razón en la soledad, en cuanto le fuere posible, y permaneciendo
334 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
siempre en ella en espíritu. En tercer lugar, también debe tener esta confusión
respecto de sí mismo, no pudiendo sufrirse ni soportarse por causa de esa vergüenza y
pesar, a ejemplo de Job cuando decía: Me he hecho pesado a mí mismo. Conservad, si
es posible, continuamente en el corazón la vergüenza, dolor y detestación de vuestros
crímenes, en unión con Jesucristo, que vivió en sacrificio perpetuo de corazón
verdaderamente contrito por los pecados del mundo. A vista de tantos crímenes,
someteos a menudo interiormente a la justicia infinita, eterna y omnipotente de Dios,
para sobrellevar los efectos de su venganza y cuantos castigos tenga a bien enviaros
en satisfacción de vuestros pecados. Haced, de cuando en cuando, la profesión de
penitente que va a continuación, y tomad también cada día por práctica de penitencia
lo que más os cueste en vuestro estado y empleo.
V. Profesión de penitente
En honor y unión de Nuestro Señor Jesucristo, vuestro Hijo, víctima delante de
Vos por mis pecados y por los de todo el mundo, hago profesión, oh Dios mío, de
hacer penitencia todos los días de mi vida, y considerarme siempre y en toda ocasión
como pobre y miserable pecador, y muy indigno penitente. 1. Para satisfacer esta
obligación, formo la resolución de llevar siempre conmigo la imagen de Jesucristo,
víctima soberana del pecado, contemplarla y abrazarla frecuentemente, a fin de que,
con sus miradas amables e interiores, renueve
<2-460>
en mí el recuerdo de la obligación que tengo de hacer penitencia. 2. Hago acto de
desagravio a la justicia y santidad de Dios, a quien he ofendido con mis pecados.
3. Quiero conformarme hoy con todas las disposiciones interiores de Jesucristo
víctima, para hacer penitencia con Él, como uno de sus miembros y de sus hijos.
4. Os ofrezco, oh Dios mío, todas mis obras, y os suplico las aceptéis en satisfacción
de mis pecados. 5. Haré hoy, con el auxilio de vuestra santa gracia, tal ... o cual ...
acción en espíritu de penitencia; sufriré hoy tal o cual cosa, y me mortificaré en tales
ocasiones, a fin de que Dios, que es infinitamente justo, y que ningún derecho debe
perder sobre sus criaturas, no exija de mí en el otro mundo entera venganza y
rigurosísima satisfacción. Animadme, Dios mío, del santo espíritu de penitencia, y
renovad en mí el que de Vos recibí en el Bautismo, y haced que manifieste estos
sentimientos y disposiciones en toda la conducta de mi vida. Esto os prometo hacer,
oh Dios mío, y esta gracia os pido por Jesucristo Señor Nuestro. Amén».
El santo varón tenía declarada guerra cruel a sus sentidos, porque según dice en las
instrucciones a sus discípulos: «Los sentidos son las puertas por donde
ordinariamente entra el pecado en nuestra alma; por eso se aplicaron tanto los santos a
mortificarlos, para caer más difícilmente en pecado. Debéis velar tanto sobre vuestros
sentidos que, en lo que les concierne, los apartéis aun de toda apariencia de mal, como
dice san Pablo. Importa también sobremanera que no los pongáis indiferentemente en
todos los objetos que se os ofrecen, y que os acostumbréis a no usar de ellos sin
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 335
elevar su pensamiento a Dios, o a las cuales tenía que mirar para cumplir con su
deber.
Por lo que toca al sentido del oído, era muy atento a esta instrucción del Espíritu
Santo: Cuidad de no dar oídos a toda clase de discursos. Cerradlos a los vanos e
inútiles. No podían llegar los discursos de los hombres, ni las noticias del siglo o los
rumores del pueblo a los oídos de un hombre que no pensaba más que en Dios, ni
suspiraba por otra cosa que por la soledad y el silencio, que consideraba como
salvaguardias de la oración. Si alguno se ponía a contar al señor de La Salle algo que
él hubiese deseado ignorar, componíase luego y hacía como si nada oyese; otras
veces daba a conocer tal repugnancia de oír esas cosas, mostrábase tan indiferente,
frío y helado, que el hablador indiscreto veíase precisado a callar y retirarse, o a
mudar de conversación.
La mortificación del gusto costó al principio al santo varón trabajos muy grandes,
según se ha hecho notar; ¡cuántas repugnancias no tuvo que vencer cuando quiso
reducirse a la comida frugal de sus pobres discípulos! Entonces la naturaleza y la
delicadeza de este hombre criado en el regalo por sus padres que le querían tanto, le
presentaron combates de los cuales no pudo salir vencedor sino por medio de extrañas
violencias y dieta de varios días; pero, por fin, la victoria fue tal, y al cabo de ese
tiempo la carne se acostumbró de tal modo a las abstinencias, a los más rigurosos
ayunos, a los alimentos pobres, insípidos y repugnantes, que ya estas cosas no hacían
mella en él. Consideraba nuestro piadoso Fundador los manjares exquisitos y las
carnes delicadas como verdaderos venenos para el alma, y huía de la buena comida,
de los festines y de las mesas espléndidas con tanto cuidado como ponen en buscarlas
los sensuales.
Jamás parecía tan mortificado como cuando se veía obligado a sentarse a mesa bien
servida. Para lograrlo era menester valerse de algún artilugio. El señor obispo de
Chartres, que varias veces le había convidado inútilmente a comer con él, le obligó a
ello cierto día en que el siervo de Dios había ido a visitarle, mandando cerrar todas las
puertas, y declarándole que sólo le abrirían después de comer. Rehusó constantemente
aprovecharse del mismo honor con otros varios obispos y personas notables. Si en los
lugares en que paraba en sus viajes habían querido obsequiarle, consideraba esto
como falta imperdonable; para vengarse se desviaba de su camino
<2-462>
y no volvía a aquel lugar. Cuando aún estaba en Reims, algunos de los más caritativos
canónigos de la Iglesia metropolitana, movidos a compasión de su antiguo
compañero, que de posición desahogada había pasado, por inspiración del Espíritu
Santo, a aquel estado lleno de privaciones, en el cual le veían hecho víctima del
hambre, de los ayunos y de la mortificación, echaban mano de todos los pretextos que
la piedad ingeniosa puede inspirar para atraerle algunas veces a sus casas; y cuando lo
conseguían, le obligaban a sentarse a la mesa, so pena de no dejarle salir de allí. Pero
aquellos caritativos huéspedes no sabían que, al tratar de aliviar la necesidad de quien
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 337
VII. Del cuidado que ponía en la mortificación interior y extensión que le daba
No se limitaba su mortificación a los sentidos y a la carne, la extendía al genio, a las
inclinaciones, a las repugnancias, a las pasiones, al amor, a la voluntad y al propio
juicio; en una palabra, a todas las facultades del alma y a sus operaciones.
Entregábase a la circuncisión espiritual del hombre viejo, sin dejarle ni un instante de
respiro, ni el menor sitio donde atrincherarse. Como deseaba identificarse con los
afectos e inclinaciones de su divino Maestro, según a ello nos exhorta el Apóstol, le
urgía poderosamente a trabajar, con el auxilio de la gracia, en renunciar a sus
inclinaciones, en exterminar todo lo que oliese a genio y natural inclinación. El
cuidado que tenía de contradecirse en esto era causa de que el genio no se atreviese a
levantar cabeza y mucho menos a hacer de las suyas, de modo que en vano se habría
pretendido estudiar su temperamento y carácter para juzgar sus pensamientos e
inclinaciones. No era posible descubrir lo que le gustaba o causaba repugnancia,
porque jamás manifestaba inclinación o repugnancia por nada.
<2-464>
2. Cuidado con que mortificaba el espíritu propio
No era menos vigilante en mortificar en sí el amor propio. Por más que estimase las
austeridades, y por mucho que le atrajeran las penitencias y maceraciones del cuerpo,
no hacía caso de ellas sino cuando las veía acompañadas de la mortificación interior;
por esto repetía a menudo: Más quiero una onza de mortificación interior que una
libra de mortificación exterior. Cuando algunos de sus Hermanos, inclinándose más
a la maceración de la carne que a la mortificación del espíritu, le pedían permiso para
tomar alguna disciplina, les contestaba con agrado: ¡Ay! Hermano, discipline bien su
espíritu: he ahí la disciplina que le conviene y que más le puede aprovechar. Por su
parte, dábase con tanto cuidado a esta clase de mortificación, que no permitía a sus
inclinaciones y apetitos los placeres más inocentes. Es de suyo la naturaleza curiosa,
vana, ligera, precipitada y obstinada, y no cuesta poco, sino mucho trabajo, el curar a
nuestra alma de esas llagas que nos legó el pecado original. Por esto, pocas son las
almas generosas que tomando el cuchillo de la circuncisión espiritual cortan por lo
sano; pocas tienen el valor y la constancia necesarios para sufrir con gusto estas
operaciones dolorosas y para resolverse a no ceder un ápice a la curiosidad, codiciosa
de novedades y noticias extrañas y de investigaciones vanas e inútiles; ni a la vanidad,
que tiende a manifestarse, a descollar, a lucir sus talentos y a sobresalir; ni a la
ligereza, que lleva el alma de pensamiento en pensamiento sin ningún descanso, la
llena de proyectos y acontecimientos quiméricos, la ocupa en ideas ridículas y la tiene
en continua distracción; ni a la demasiada actividad, que produce el apresuramiento,
la inquietud, la turbación, la impaciencia, y llena la mente de vanos razonamientos; ni
a la obstinación, la cual so pretexto de entereza no quiere nunca desistir de su parecer.
Nuestro virtuoso sacerdote había corregido tan perfectamente esos cinco
principales desarreglos del espíritu, que parecía no tener otro norte en sus acciones
que la dirección que le daba el Espíritu Santo. Era tan poco curioso que a menudo era
el único en ignorar lo que todos sabían. En lugar de querer enterarse, ponía todo su
empeño en vaciar su mente de todas las ideas de las criaturas para llenarla de Dios.
Gracias a esa hambre que hacía padecer a la vanidad y a la natural ligereza del espíritu
propio, conseguía tener siempre fijo su corazón en Dios, y lograba estar de continuo
como anonadado en su presencia. En otra cosa se le iba la mano y se mortificaba
mucho, y era en dominar sus deseos personales, aunque parecieran santos. Así lo
manifestó cierto día en que trataba materias de piedad con una persona de confianza.
Recayó la conversación sobre cierto libro espiritual que el santo sacerdote no
conocía; y luego, siguiendo el primer impulso, manifestó mucho deseo de leerlo; la
persona con quien hablaba fue a buscarlo y trájoselo al instante, pero el señor de La
Salle se contentó con tocarlo sin abrirlo, para mortificar el apresuramiento que había
demostrado por verlo. Si sus enemigos le trataron de obstinado, es porque querían
admitiese planes y dirección muy contrarios al espíritu de su Instituto y capaces de
arruinarle en sus principios. Si hubiese querido que sus adversarios le tuviesen por
dócil, habría tenido que amoldarse ciegamente a todos sus caprichos; pero, en
340 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
cambio, los contradecía únicamente por consejo de los directores más ilustrados, que
para él tenían el lugar de Dios.
4. De la propia voluntad
No había cosa que más temiese como el que reviviese en sí la propia voluntad; para
evitar esto no decía nunca: Quiero o no quiero, le ordeno, le mando. No podía
determinarse en nada por sí mismo, ni usar del derecho de seguir su gusto en cosa
alguna. Holgábase de que sus directores le condujesen por la mano aun en los actos
más insignificantes, señalándole el tiempo y manera de hacerlos; a esos mismos
directores consultaba y pedía reglas para resolverse en los casos extraordinarios, y
obrar en todo por obediencia, a la cual miraba, a imitación de un grande santo (san
Juan Clímaco), como el sepulcro de la propia voluntad.
retratos de Cristo crucificado. Era tan dueño de sus pasiones, que a su tiempo sabía
hacer de ellas el uso que el espíritu de Dios le inspiraba. Entonces las excitaba, y
cuando era necesario, manifestaba ira o mansedumbre, fuego o sosiego, actividad o
tranquilidad, bondad o severidad. De modo que ese hombre, tan igual siempre en su
ánimo, tomaba cuando quería todas las expresiones que la caridad ingeniosa sabe dar
a la fisonomía, y componía su semblante según las circunstancias, cuando tenía que
humillar o probar a sus Hermanos. Hallábase una vez el santo varón guardando la
puerta de casa, cuando llamó el Hermano Director de Ruán, que muy de mañana
había venido para hablarle; sin darle tiempo para decir una palabra, le reprendió
severamente por haber dejado tan de mañana la casa, los Hermanos y los ejercicios de
Comunidad, añadiendo otras cosas por este mismo estilo. Escuchó el Director la
reprensión con los ojos bajos, la cabeza descubierta y con humilde y respetuoso
silencio. Entonces cambió de repente el Superior, y a las palabras duras y al tono de
reprensión siguieron luego palabras y testimonios de bondad y cariño. Otra vez el
prudente Superior, tomando ocasión de una falta muy leve para mortificar a cierto
Hermano a quien quería probar, le dio una corrección pública en el patio, en voz alta y
de manera mortificante. Púsose el Hermano humildemente de rodillas, recibió la
corrección con espíritu de penitencia y semblante de mucha edificación;
inmediatamente el santo sacerdote, cambiado en otro hombre, se mostró con él como
un cordero.
<2-466>
§ 5. Su paciencia y mansedumbre
Es muy natural que hombre tan mortificado fuese muy paciente y poseyese en
grado eminente la bondad y mansedumbre, frutos de la mortificación perfecta y de la
paciencia heroica. La caridad es paciente —dice el Apóstol—; todo lo sufre, todo lo
aguanta (I Cor 13, 7). Por consiguiente, cuanto más ardiente sea la caridad, tanto más
heroica ha de ser la paciencia, que es su fruto: sólo la pura caridad puede hacer amar
los sufrimientos y las penas que la naturaleza aborrece. Cuando el espíritu se
complace en las amarguras de la carne, cuando el corazón encuentra su alegría en ver
al hombre viejo crucificado, es señal de que es muy débil el amor propio, y muy fuerte
el amor de Dios. La paciencia pone freno a todas las pasiones, impone silencio a las
murmuraciones de la razón y rechaza la tristeza que se levanta en el alma a la vista del
dolor.
«Esta virtud —dice nuestro santo sacerdote (Colección: De la paciencia)—
dispone el corazón a sufrir en general todos los males de espíritu y de cuerpo por amor
de Dios y a imitación de Jesucristo; estimad mucho esta virtud y practicadla a
menudo, entregándoos del todo a Dios para sufrir las cosas más desagradables.
1. Admitiéndolas y aceptándolas por sumisión a la voluntad de Dios, cuando se
presentan al pensamiento. 2. Recibiéndolas con paciencia y humildad y sin quejarse
cuando os sobrevengan. 3. En silencio y sin darlas a conocer a nadie. 4. Con
estimación, mirándolas como verdaderos bienes. 5. Con deseo, gozo y agradecimiento».
Este nuevo Job no advertía que se pintaba a sí mismo al trazar los caracteres de la
342 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
paciencia. Pocos hombres habrá cuya paciencia haya sufrido tan duras pruebas o que
hayan dado de ella mayores ejemplos.
vio obligado a soportar guerra implacable por parte de algunos Absalones. Unas
veces, veía levantar la mano contra él, o colmarle de injurias; otras veces, vio que le
habían cerrado la puerta de su casa, o que le habían echado de ella. Finalmente, en
otras ocasiones, supo con dolor que algunos habían huido o saltado la tapia del jardín.
¡Cuántas veces vio arruinarse las escuelas ya establecidas a causa de los manejos de
algún mal consejero! ¡Cuántas otras vio rescindir contratos ventajosos, que estaban
ya a punto de firmarse, por la malicia de enemigos secretos! ¡Cuántas veces se vio a
sus discípulos rechazados y reducidos a dejar sitios a los cuales habían sido llamados,
porque su silencio, modestia, recogimiento y mortificación los hacían odiosos al
mundo que no quiere tener a la vista más que ejemplos semejantes a los suyos!
Necesitaba, sin duda, paciencia poco común para mantenerse en paz en esas
ocasiones; y, no obstante, así lo practicaba con perfección extraordinaria; así
cumplía, al pie de la letra, las enseñanzas que daba a sus discípulos, al decirles que
sufriesen en silencio, sin turbación ni tristeza, sin ceder en nada a la naturaleza, no
soltando ni una palabra de queja, ni una lágrima con que diesen a conocer en el
semblante el nublado de tristeza que interiormente los oprimía.
Más aún, conseguía con su paciencia triunfos más gloriosos, puesto que jamás se le
veía tan contento, alegre y tranquilo como cuando salía de las tribulaciones; y si eran
de tal naturaleza que no había en ellas en manera alguna motivo de alegría, por lo
menos ejercitaba la sumisión resignada a la voluntad de Dios y la entrega total en las
manos de su Providencia.
lo pudieron hacer todos con bastante diligencia, y a uno de ellos, que cayó en sus
manos, lo maltrataron malamente a palos. Los Hermanos, temiendo quedase impune
insulto de esta índole, y que podía ser origen de otros muchos atropellos, creyeron ser
de su deber dar parte al alguacil del barrio, que era vecino suyo. Hechos los informes,
los dos perdidos, que tenían sobrados motivos para temer la justicia, acudieron a la
indulgencia de aquel
<2-470>
a quien habían maltratado tan bárbaramente; éste les otorgó entero perdón por escrito,
y los libró, por este acto de generosidad cristiana, de las manos de la justicia.
El señor de La Salle, que estaba entonces en San Yon, sabedor de lo sucedido, se
afligió mucho de ello. Jamás se le había visto tan mortificado; jamás había
manifestado tanta sensibilidad como en esta ocasión. Pero ¿cuál era el motivo de su
dolor? ¿Era el que sus discípulos hubiesen sido maltratados? No, no sabía afligirse
por semejantes sucesos, que consideraba como verdadera dicha para los discípulos
del Crucificado. La causa de su dolor fue el que los Hermanos hubiesen formulado
queja ante el alguacil. Era ésta una falta que no podía excusar. En vano querían
justificarla con la necesidad de reprimir semejantes ultrajes, a fin de tener libertad
para seguir dirigiendo las Escuelas Cristianas al abrigo de los insultos de los impíos;
les cerraba la boca con esta única respuesta: Los Hermanos deben sufrirlo todo y no
hacer sufrir a nadie. Y porque les costaba trabajo acomodarse al lenguaje de la cruz,
lo confirmó con el ejemplo de los Apóstoles, revestidos de la virtud del Espíritu
Santo, de los cuales está escrito: Se retiraron de la presencia del Consejo muy
gozosos, porque habían sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre de
Jesús.
Pronunció este pasaje de los Hechos de los Apóstoles con un celo que parecía
devorarle, para inculcar a sus discípulos, que también se honran con la gloriosa
misión de enseñar la doctrina cristiana, de que debían, a imitación de los Apóstoles,
cifrar toda su alegría en sufrir por el nombre de Jesús. El santo sacerdote pronunció
las palabras de los Hechos de los Apóstoles en latín contra su costumbre, porque no
solía hacerlo sino en cosas de mucha monta y que le importasen mucho; ni siquiera lo
usaba en las pláticas, porque había mandado a los Hermanos que lo sabían que
hiciesen como si no lo supieran, y les prohibió con Regla rigurosa el usarlo; pero en
las ocasiones en que se trataba de inspirar respeto a Jesucristo crucificado, de
encadenar, por decirlo así, los Hermanos a sus pies, y de tenerlos dispuestos a beber el
cáliz de las humillaciones y padecimientos de este divino Salvador, se sentía animado
de santo fervor, y hablaba como hombre que no está en sí, sino animado y movido por
el espíritu de Dios.
No puede ponderarse bastante —dice un Hermano que vivió largo tiempo en su
intimidad— la paciencia admirable con que el santo Fundador sufría los modales
groseros de algunos Hermanos. Uno de éstos, altanero, imprudente y hasta insolente,
aunque sin repararlo, pues si bien era de espíritu corto no tenía mala voluntad, ponía a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 347
terrible prueba la paciencia del santo sacerdote con su carácter y sus continuas
importunidades y desaires. Jamás, sin embargo, pudo hacerle faltar a la evangélica
mansedumbre. Pero si no consiguió acabar con la paciencia del caritativo Superior, le
cansó tanto con sus reiterados extravíos y sus malos ejemplos que le quitó la salud. El
santo varón podía restablecerla fácilmente usando de su autoridad. El atrevido, que en
el fondo pecaba más por ligereza que por malicia, y que no se mostraba tan insolente
sino porque el señor de La Salle era demasiado indulgente, hubiera vuelto en sí de
haberle dado con la vara de hierro, pero no era éste el carácter del siervo de Dios;
prefería usar de la paciencia en vez de la autoridad.
Con todo, su salud sucumbió a la violencia que padecía la naturaleza, y le fue
preciso guardar cama. Uno de los principales Hermanos, ignorando la causa de su
enfermedad, le hizo tantas instancias para que se la declarase, que al fin le arrancó
estas palabras: No me es posible tener salud mientras esté en compañía del
Hermano... Por desgracia, no era fácil trasladar a otra casa a dicho Hermano, que era
verdadero martillo y azote de su Superior,
<2-471>
pues por gozar del favor del protector principal de la casa no se atrevían a sacarle de
ella. De este modo tuvo tiempo de hacer pasar por el fuego de la tribulación y
acrisolar la virtud del señor de La Salle. Al fin y al cabo, este Hermano díscolo
entraba en las intenciones de un hombre que se complacía en nutrirse de
mortificaciones y corría con avidez santa en busca de cuanto podía disgustarle.
Ya dijimos que recibía a menudo cartas llenas de invectivas e injurias, y que las leía
siempre con mucha atención y tranquilidad. Estando cierto día a punto de subir al
altar, vino una de esta clase. Aunque acostumbraba dejar para después de misa los
negocios que le llegaban mientras se disponía a celebrar, quiso, sin embargo, leer
dicha carta, creyéndola a propósito para prepararle a ofrecer el incruento sacrificio,
pues adivinó su contenido. Era, en efecto, muy ofensiva e injuriosa. Después de
haberla leído, la dio a la persona de confianza con quien entonces hablaba.
Habiéndose ésta enterado de ella, quedó muy sorprendida de la tranquilidad del señor
de La Salle. Éste dijo que a él le parecía que el autor de la carta había tenido muy
buena intención al escribirla, y después se fue a celebrar por él la santa misa.
Suplicáronle algunas personas piadosas, amigas suyas, que trasladase a otra casa a
determinado Hermano cuya conducta no era muy edificante; y aunque sin esperanza
de que el Hermano se enmendase en otra parte, condescendió con el deseo de dichas
personas. El Hermano, en lugar de mejorar de costumbres con el cambio del lugar,
parecía, al contrario, progresar cada día en el camino de la iniquidad. Esta obstinación
en la maldad causó, como era natural, muy profunda aflicción al santo Superior. Para
poner coto a un mal que podía tener fatalísimas consecuencias, aprovechó el viaje que
hizo a Provenza para visitar a ese Hermano. Recibiole éste con bastante cortesía; pero
al notar este hijo desgraciado que su Padre le quería llevar por el camino estrecho que
correspondía a su profesión, le tomó tal aversión que ya no tuvo palabras bastante
348 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
humilde sacerdote le levantó del suelo con palabras llenas de ternura, y añadió que se
debía adorar la conducta de la Providencia, que así lo había permitido.
Hombre tan paciente no podía menos de inspirar los mismos sentimientos a
aquellos que le estaban confiados, y esto hacía puntualmente con mucho fervor,
convencido de que es absolutamente necesario que los que están destinados a la
instrucción de la juventud descuellen en la virtud de la paciencia. Lo echaréis todo a
perder, les decía a menudo, si no cuidáis de moderar en vosotros esas impaciencias
que molestan de ordinario a todos los que enseñáis.
Cierto Hermano le dio cuenta de su interior por carta, y le manifestó que se sentía a
menudo vencido de la impaciencia; el siervo de Dios le hizo ver los inconvenientes
que eso puede acarrear con estas palabras: «Cuide de no dejarse llevar de la
impaciencia en el ejercicio de su ministerio, pues de esa manera no obtendrá
provecho alguno. Cuando se sienta tentado de impaciencia, contenga el movimiento
y espere que haya pasado para obrar; y cuando se haya dejado llevar de alguna
impaciencia como las que me señala en su última, pida a su Hermano Director que le
imponga alguna penitencia, pues éste será remedio eficaz para enmendarse de un
defecto de tan tristes consecuencias».
No les movía menos a la práctica de esta virtud fuera de sus empleos y quería que
en todas las ocasiones fuesen siempre modelos de ella. Por la cual, con santo celo,
repetía a los que en esto se desmandaban, aunque fuese en cosas pequeñas, alegando
que quien no podía sufrir, sin responder, cosa de poca monta, menos podría sufrir
después otra de más peso.
A uno de ellos que le escribió para decirle que se había dejado llevar de
impaciencia contra otro Hermano, le contesta en estos términos: «Hermano mío, si
hubiese sufrido con paciencia la pena que le sobrevino, ¡cuántas gracias habría
merecido de Dios! Cuide, pues, en adelante, de sufrir con paciencia. Si quiere agradar
a Dios, ofrézcale sus penas en unión con las de Jesús Nuestro Señor. La turbación que
tiene con respecto a sus defectos no le puede acarrear ningún provecho. Debe pensar
ante el acatamiento del Señor en los medios de enmendarlos. Tenga un poco de
paciencia, que Dios lo remediará todo». A otro Hermano,
<2-473>
que era Director, y le manifestaba el sentimiento que le causaba el tener que sufrir el
mal humor de algunos de los Hermanos confiados a su cuidado, le contestó que todo
Director había de tener paciencia tan grande y virtud tan probada que estuviese
siempre dispuesto a sufrirlo todo, sin demostrar ninguna pena ni descontento.
Pero si exigía tanta paciencia en las cosas exteriores, no la exigía menor en las
penas interiores. Quería que se recibiesen con tanta sumisión que no se abriese
siquiera la boca para quejarse de ellas. He aquí cómo habla sobre esta materia a una
persona a quien dirigía desde hacía mucho tiempo y que le pedía algunos avisos para
recibir con paciencia las diversas penas interiores que experimentaba:
350 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
«1. Échese, —le dice— en los brazos de Dios y de su santísima Madre, para que la
sostengan en su flaqueza, no de modo sensible y consolador, sino como Dios quiere y
usted lo merece. La violencia que se tenga que hacer no será nunca tan grande, ni tan
larga, tanto de parte de Dios, que es quien la ha de consolar, como por parte de usted,
que no ha de vivir mucho tiempo en el mundo; pero aunque hubiese de durar mucho
tiempo, ¿no merecen eso y mucho más sus pecados, el ejemplo de Cristo, el amor de
Dios y la posesión de la eterna bienaventuranza?
2. En sus flaquezas, apóyese en Jesucristo y confíe en su bondad que no la dejará
caer en sus miserias, si no dan motivo a ello sus infidelidades. Tenga, pues, paciencia;
aguarde, y el consuelo llegará a su tiempo.
3. Todas las turbaciones y penas que tiene son poderosos medios para satisfacer a
Dios por lo pasado. Sea fiel y crea que dará muy estrecha cuenta del uso que de ellas
hubiere hecho. Le recomiendo, y encarecidamente le ruego, que permanezca firmemente
asida a la cruz de Cristo; no la suelte; y por más que el infierno ruja, diga con entereza
que por su parte no se apartará de ella, y que no hay cosa que de ella la pueda separar.
Nuestro Señor vendrá luego en su auxilio y la sostendrá con su mano.
4. Seamos pobres de buena gana; y puesto que nuestro Dios es siempre fidelísimo,
tranquilicémonos y apacigüémonos con esto. Arrastremos nuestra pobre existencia
tanto tiempo como le plazca, sin quejarnos de ello a nadie, ni siquiera al que nos
pueda librar. Busquemos en todo puramente la voluntad de Dios. Confieso que la
continua violencia que ha de hacerse no tiene nada agradable para la naturaleza; pero
¡cuánto no hemos de sufrir para rescatar el paraíso perdido y evitar el infierno
merecido! Todo ha de referirse a esos dos grandes objetos de la eternidad. Sea Dios su
único auxilio en todos los combates y en los abatimientos de la naturaleza; y por
único remedio en sus penas, acuda confiadamente a visitar a Jesús sacramentado.
5. Si el estado en que se encuentra es un martirio, es lo mejor que puede desear,
porque es el que antes la santificará. Por poca conformidad que tenga en las
tribulaciones, será bastante: lo que hay que temer es que las manifieste a otras
personas fuera de las que la dirigen. En esto ha de tener mucho cuidado.
6. Bien sé, querida Hermana, que padece mucho, y mucho la compadezco en sus
aflicciones, pero me parece que no debería quejarse tanto. El desamparo que
experimenta es solamente exterior, y esas tinieblas tan densas en que se encuentra son
medios que Dios le proporciona para que vaya a Él con más seguridad. Bien sabe que
cuantas más tinieblas y oscuridades haya en el modo con que la dirijan, tanta más fe
habrá, y que
<2-474>
sólo la fe constituye la vida o camino de los que son de Dios. Dígase a sí misma en ese
abismo: Aun cuando estuviere condenada, haré cuanto pueda por Dios. Y aun cuando
entre veinte acciones no hiciera más que una buena o medio buena, siempre será algo
por amor de Dios. Bueno será que se humille algunas veces por el estado en que se
encuentra; pero lo que más necesita y le irá mejor será buen ánimo y confianza en
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 351
Dios. Una vez más, le suplico, acuda a Dios por medio de la oración. ¿Se enojará Dios
por ventura de que acuda a Él? Dios la libre de pensar tal cosa de su bondad. Créame:
la oración atrae siempre alguna gracia aun sobre los mayores pecadores; es casi su
único refugio, y aunque no hiciera más que estar delante de Dios, le será siempre muy
útil para sostenerse en sus penas y para ayudarse a soportarlas con paciencia. Hágala
en cuanto pueda ante el Santísimo. Esto la ayudará mucho a tranquilizar el alma.
7. No se deje persuadir, sin motivo, de que está desamparada de Dios. Crea, al
contrario, que Dios está más dispuesto que nunca a recibirla en sus brazos; y a medida
que el mal aumenta, aumenta también su misericordia y se derrama sobre usted con
más abundancia. Él sabe cuán grande es su flaqueza, y que es preciso que su gracia
establezca y confirme en usted lo que su debilidad y flojedad pueden hacerle perder a
cada paso».
¡Cuán elocuentes y persuasivas eran estas lecciones de paciencia, salidas de boca
de hombre tan paciente!
natural; ni tampoco le gustaba esa bondad política y afectada, resultado muchas veces
de pasiones aviesas; ni esa bondad y dulzura natural e interesada que procede de la
misma naturaleza, si no ya de alguna codicia, y mucho menos esa mansedumbre
falsa, y, por tanto, sin mérito delante de Dios, que debe su origen al genio y al
temperamento, cuando no a un corazón rastrero y mercenario. Bien sabemos que a lo
más que llega el mundo es a formar hombres amables por estudio, complacientes por
artificio, benéficos por interés, honrados
<2-475>
por política, dóciles por arte y hábiles para prodigar en la ocasión sus caricias,
siempre dispuestos a hacerse esclavos de aquellos de quienes necesitan, con el fin de
convertirse luego en tiranos de los mismos.
La mansedumbre y bondad de Cristo, en la cual se miraba el señor de La Salle para
copiarla en sí, tiene su raíz en el fondo del alma. Y por esto se hallarían pocos que le
superasen en la rectitud de su corazón y en la sinceridad de las palabras; el candor y la
sencillez eran en él carácter distintivo, y en sus palabras se notaba aquella franqueza
de nuestros padres que tan desterrada se halla por desgracia del lenguaje de sus hijos.
Y nadie piense que su natural le ayudase a ser manso, antes por el contrario oponíale
serios obstáculos. No era de índole fría ni apocada, sino de genio vivo y de sangre
ardiente, y por lo mismo inclinado de suyo a la ira, si con tiempo no hubiese
procurado mortificar su natural. Pero, ya se sabe, es propio de los grandes siervos de
Dios el contradecir a la naturaleza. Los mundanos, por lo contrario, siempre tienen en
la boca: es mi genio, es su temperamento, no me puedo valer. Verdadera cobardía que
en vez de excusarla es para ellos vergüenza y baldón. Los santos piensan de modo
muy distinto: su máxima principal es contradecir su genio y combatir su
temperamento, para combatir con mejor éxito la pasión dominante.
que el derecho de verse importunado a todas horas. Familiarizábase con los más
pequeños de los suyos, y, no separando nunca la cualidad de padre de la de Superior,
enjugaba sus lágrimas con ternura, escuchaba sus quejas con paciencia, se enteraba
por menudo de sus penas con bondad, los consolaba con afecto, y parecía no olvidarse
más que de sí mismo.
En el tribunal de la penitencia, sobre todo, se esmeraba en reproducir en su persona
con los mayores pecadores la mansedumbre del Salvador, llamado en el Evangelio el
amigo de publicanos y pecadores. Por pecados considerables, acostumbraba imponer
penitencias leves, porque se proponía expiarlos en sí mismo con penitencias
proporcionadas, además de que trataba de convertir a los pecadores en penitentes por
el camino de la mansedumbre y del amor. De este modo, sin apartarse del espíritu de
la Iglesia y de sus antiguas reglas señaladas en los cánones penitenciales, que
proporcionaban las penitencias a la gravedad y al número de los pecados, tomaba
sobre sí el satisfacer a la justicia divina por las deudas de los pecadores, y resarcirla de
la indulgencia y misericordia que usaba con ellos castigándose severamente a sí
mismo. A veces, imponía penitencias severas; pero, antes de arriesgarse, estudiaba el
carácter de sus penitentes, su grado de gracia, el de su conversión
<2-476>
y de sus fuerzas espirituales; y como médico prudente atendía más a las disposiciones
de los enfermos que a la naturaleza del mal, en los remedios que prescribía.
De sus pies, se levantaban los Hermanos confundidos por su bondad, encantados
de su mansedumbre y edificados de su paciencia. La unción y la gracia acompañaban
a su palabra, la cual eficazmente obraba en sus corazones. Los unía a sí y los sometía
con alegría a su autoridad; mantenía en el cumplimiento de sus obligaciones a
algunos que por su natural flojedad tendían a la emancipación; los conservaba en la
observancia sin forzarlos, y les hacía amable y ligero el yugo del Señor. Como la
mansedumbre no era en él efecto del genio ni del temperamento, más temía carecer de
ella que excederse por demasía. Creía que el exceso de mansedumbre nunca sería tan
contrario al espíritu de Cristo, como el carecer de esta virtud. Le costaba mucho
trabajo el convencerse de que su grande mansedumbre fuese verdadero defecto, y así
no trataba de corregirse de ella, sabiendo cuán difícil es que una virtud penosa a la
naturaleza degenere fácilmente en exceso, y que es pura esta virtud cuando con ella
no se mezcla la inclinación natural. En efecto, ¡cuántas veces tuvo que apurar en sí,
hasta las heces, el cáliz de hiel y de amargura para librar a los otros de probarlo! Es
menester que acaezca esto a menudo antes que la fuente se seque y se haga semejante
a la paloma que carece de hiel. Esa especie de victorias sangran el corazón; pues casi
siempre es preciso inmolar y sacrificar el amor propio para que la mansedumbre
establezca en el alma su pacífico reinado.
354 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
se había manifestado muy afecto a su persona. Todas las razones de familia parecían
obligarle a favorecer a los suyos con sus bienes patrimoniales, de los cuales estaba
resuelto a desprenderse para seguir a Cristo pobre. Podía hacerlo así, es verdad, pero
no era necesario, puesto que sus parientes, como ricos que eran, no necesitaban de sus
bienes. De haberlo ejecutado, el mundo habría alabado su resolución, y sus parientes
se la habrían agradecido, puesto que los enriquecía; pero no es ése el partido que
aconseja Jesucristo a los que quieren ser perfectos. La autoridad del Evangelio
prevaleció, pues, sobre todas las razones de familia. Después que dio este paso tan
penoso contra la carne y la sangre, no fue difícil a nuestro santo sacerdote ponerse a
cubierto de las alabanzas y caricias de sus parientes. Viose, por el contrario, en lo
restante de sus días al abrigo de tentaciones de este género; sosteníale en estas
ocasiones su fortaleza, y tenía a raya su bondad, logrando con semejante
comportamiento tanta gloria delante de Dios como desprecio a los ojos del mundo.
Sólo en estas ocasiones en que se trataba de la familia, ponía el siervo de Dios coto
a su bondad y mansedumbre. La carne y la sangre, que pretenden tener derecho a
pedirlo todo y a esperarlo todo de algún pariente eclesiástico, eran para él motivo para
pesar mejor las cosas. De este modo la mano ponía tasa al corazón, que de suyo se
inclinaba a favorecer a los parientes, pues no había perdido el natural sentimiento,
antes lo conservaba muy vivo; pero por lo mismo, menos se fiaba de sí, y sólo le
servía para animarle de verdadera caridad. Porque es verdad que la gracia no destruye
las inclinaciones naturales; el mismo Cristo lloró sobre Lázaro, y los que fueron
testigos de sus lágrimas decían: Ved cómo lo amaba. Los santos son hombres, y por
tanto sensibles, y deben por consiguiente desconfiar de su propio corazón, pues los
lazos de la carne y de la sangre ocasionan con frecuencia, aun a los más perfectos, las
tentaciones más delicadas.
Los gritos del mundo son otra causa de tentación que muchas veces hace naufragar
las más fuertes resoluciones y derriba los proyectos de perfección en vías ya de
ejecutarse; pero ¿qué ganó el mundo con sus gritos, censuras, burlas, desprecios y
persecuciones contra este hombre que el espíritu de Dios le oponía para contradecir
sus ejemplos, costumbres y máximas? No creo que en todo el siglo pasado haya
habido otro que como el señor de La Salle fuese el objeto de las contradicciones del
mundo; ese enemigo irreconciliable de los siervos de Dios odiaba a Juan Bautista y le
declaraba guerra en todas partes. ¿Cómo recibió los ejemplos admirables de pobreza,
la renuncia de los intereses de familia y la nueva manera de vivir del canónigo de
Reims, que por sí mismo se había despojado de su dignidad? Ya lo hemos visto: no se
escasearon contra él ni las malignas censuras, ni las murmuraciones mordaces, ni las
burlas picantes, ni los desprecios humillantes; pero todas estas acometidas no fueron
capaces de derribar de su firmeza y constancia a este hombre que despreciaba al
mundo más aún de lo que el mundo le despreciaba a él. Y para insultar a su vez a ese
enemigo anatematizado por la boca del mismo Cristo, a su vista se vistió el hábito
de los Hermanos, que entonces, como nuevo, era raro, y parecía ridículo. Iba, sin
esconderse, a hacer de maestro en la escuela de Reims cuantas veces era necesario, y
cuando le insultaban recibía con gusto los insultos y desprecios, sabiendo que es cosa
356 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
de rigor, era sólo para consigo. Obligado el siervo de Dios casi toda su vida, por razón
de su cargo, a vigilar y corregir, se atrajo muchas veces grandes pesares por parte de
ciertos individuos poco mortificados, quienes, no teniendo ningún miramiento a su
bondad y a la ternura que les manifestaba, le ultrajaron a menudo con irreverentes
respuestas, lo cual sufría con mucha paciencia sin quejarse.
Irritado uno de ellos de que le reprendiese a menudo de sus desarreglos, le resistió
cierto día con tal atrevimiento que sorprendió grandemente a todos los Hermanos, y
no satisfecho con haberle dicho varias palabras duras, rechazó con violencia a su
superior que quería abrazarle. La mansedumbre del santo varón, puesta a tan dura
prueba por aquel acto de brutalidad, llamó en auxilio a la humildad, y para ganar a
este soberbio no titubeó en postrarse a sus pies pidiéndole perdón. Ejemplo de virtud
tan propio para ablandar aquel ánimo rebelde sólo sirvió para hacerle más altanero e
insolente. Entonces
<2-479>
el santo sacerdote, cambiando de lenguaje, amenazó al incorregible con el desamparo
de Dios, o mejor dicho se lo profetizó. Harto se cumplió la predicción: aquel hombre
de corazón endurecido que resistía tanto tiempo hacía al Espíritu Santo, salió del
Instituto poco tiempo después, y fue al mundo a vivir como desesperado.
No manifestó nuestro santo varón menos mansedumbre con otros varios, menos
culpables, si se quiere, pero que la pusieron a prueba, unas veces con sus malos
modales y otras por su poca docilidad a los avisos; pero jamás se desanimó, y sólo
tuvo para con ellos palabras de dulzura, que al fin ganaron a casi todos para
Jesucristo, verificándose estas palabras del Sabio: La lengua pacífica es árbol de vida
(Prov 15, 4).
Las humillaciones que recibió a menudo de diferentes clases de personas, algunas
de ellas constituidas en dignidad, tampoco fueron parte para arrancar de su boca
palabra áspera, ni de su corazón ninguna señal de resentimiento: hablaba de ellos con
aprecio, aunque las penas que le habían causado fuesen muy sensibles. Reprendiole
cierto día una de estas personas con palabras ásperas y ofensivas, de las cuales se
defendió el humilde sacerdote con el más profundo silencio; pero siéndole necesario
responder, hízolo en pocas palabras con tanta mansedumbre que, admirada y
encantada, aquella persona no sólo quedó aplacada, sino que le abrazó y manifestó
particular cariño antes de despedirse. Lo mismo le sucedió cuando viajaba por los
Cevennes. Un prelado de gran mérito, que hasta entonces le había honrado con su
protección, receloso contra él por falsos relatos, le llamó y le habló en términos duros
y ofensivos. El siervo de Dios le escuchó con tranquilidad perfecta, y cuando le
permitió hablar, se justificó con tanta mansedumbre y en tan pocas palabras que el
obispo, conmovido, no pudo menos de abrazarle con ternura, prometiéndole ser más
circunspecto, en adelante, en las acusaciones que le hicieren; y al despedirle le
prometió de nuevo su entera protección para él y para todo su Instituto.
358 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
El santo varón, enriquecido con los bienes de posesión de la tierra que el Evangelio
promete a los corazones mansos, se sirvió de todo su celo para inculcársela a los que
estaban bajo su dirección. Les encomendaba cuidadosamente que hablasen con
todos, y en particular con sus Hermanos, con mucha mansedumbre, alejando de su
conversación toda palabra agria o airada. Como oyese a un Hermano Director
reprender a otro Hermano con aspereza, le llamó aparte y le preguntó si todavía no
había aprendido a dominar sus pasiones desde que se consagró al divino servicio.
«¡Pues qué! —le dijo con encantadora mansedumbre—, ¿así imita a Jesucristo
reprendiendo con tal aspereza y severidad a su Hermano? ¿Ignora acaso que siéndole
superior por el cargo debería superarle en la virtud? ¿Cómo se atreve a exhortarle a la
práctica de la mansedumbre si usted mismo no la practica? ¿No podrá contestarle, por
ejemplo, cuando le aconseje que trate a los otros con dulzura y humildad, que no le
hacen mella sus palabras que tan contrarias son a sus obras? Empiece, pues, desde
ahora a practicar esta virtud, a fin de poder después exhortar, sin temor a ningún
reproche; tenga entendido, si no lo sabe, que el Señor le guiará en la justicia y le
enseñará sus caminos, si cuida de adquirir la mansedumbre que le falta».
Queriendo después añadir el remedio a la reprensión, continuó: «Vaya a reparar su
falta, postrándose a los pies de su Hermano; y después de
<2-480>
habérselos besado, le pedirá perdón con toda humildad por haberle hablado tan
agriamente, y le suplicará que una sus oraciones a las de usted para ayudarle a
alcanzar de Dios el espíritu de mansedumbre».
Así se portaba con los que herían la santa virtud de la mansedumbre, de la que el
mismo Cristo se propuso como modelo. De igual modo procedía con aquellos que en
las conversaciones se mantenían en lo dicho, y que en el calor de la discusión dejaban
salir de su boca palabras duras y despectivas. Para mantenerlos en la regla prescrita
por san Pablo, que quiere que las conversaciones de los fieles vayan siempre
acompañadas de dulzura edificante, reprendía al punto a los que turbaban con
discusiones la paz y la tranquilidad, que constituyen el embeleso de las Comunidades.
A veces imponía inmediatamente alguna penitencia a esta clase de personas para
humillar su genio altanero; las solía llamar alborotadores o aguafiestas. Se portaba en
las conversaciones de manera tan llana y afable, que nadie se cansaba de estar en su
compañía, aunque no tolerase nada que pudiera alterar la paz; disimulaba, con todo,
algunas faltitas, para no quitarla él con reprensiones importunas, poniendo particular
esmero en disimular y sepultar en el silencio las faltas que contra él se cometían, las
cuales eran frecuentes, porque entre las personas a sus órdenes las había que, para
servirme de la expresión del Apóstol, no procedían con rectitud (Gál 2, 14), y se
complacían en contrariarle.
El mismo espíritu de mansedumbre que tan amable le hacía para los Hermanos le
acompañaba cuando estaba con las personas de fuera. Aborrecía tanto las disputas
que para no faltar a la mansedumbre prefería sufrir alguna pérdida. Trabajó cierto
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 359
CAPÍTULO IV
¡Oh bienaventurado Pontífice, que amaba a Jesucristo con todo su corazón! Este
elogio que la Iglesia tributa a san Martín en el oficio de su fiesta, conviene a todos los
santos. Todos descollaron por su amor a Cristo. Ésta es la fuente de sus méritos y de
su dicha. Todos se esmeraron en parecerse a este perfecto modelo, en tomar parte en
la bandera de este divino Capitán, en vivir de su vida, en reproducirle en su persona,
y tanto más elevados son en la gloria, cuanto mejor consiguieron esto en la tierra. A
imitación suya, Juan B. de La Salle tuvo por único y principal negocio el amor,
imitación y unión con su adorable Maestro, y por principal ocupación la meditación
de su vida. Puede, pues, decirse de él: ¡Oh feliz hombre, que amaba a Cristo con
todas sus fuerzas!
<2-482>
y al cual había sacrificado todos los demás, siguiendo aquel consejo del autor de la
Imitación de Cristo: Conviene dejar un amado por otro amado, porque Jesús quiere
ser amado sobre todas las cosas (L. 3, c. 7). Éste fue el único amigo a quien del todo
se entregó como el único fiel, el único necesario y el único con quien se puede
contraer unión eterna, según dice el mismo autor. Bien lo dio a entender dejándolo
todo por él. Todas las ventajas que poseía en el mundo no le procuraron jamás otro
placer que el de renunciarlas por Cristo. Tenía todas las cosas por desventajas si no le
servían para adquirir la eminente ciencia de Cristo su Señor. Esta ciencia, que le
descubría que todo lo demás no es nada, le hacía considerar como ganancia la
renuncia voluntaria que de lo demás había hecho. Todos los bienes del mundo le
parecían lodo, que no se puede tocar sin mancharse, y vil estiércol, si no le servían
para ganar a Cristo.
como la Magdalena a los pies de Cristo, con los ojos del alma fijos en Él, únicamente
atento a oír sus enseñanzas, o a pedirle mercedes, o a estudiar sus ejemplos.
cristianos para con un Dios, cuyo nombre llevan en sí y con el cual tienen deudas y
obligaciones infinitas. Como tenía el corazón herido, no le era siempre posible
contenerse, y prorrumpía en suspiros y sollozos por este motivo.
Los misterios de la santa Infancia, de la Pasión y del Santísimo Sacramento tenían
para él particulares atractivos, aunque todos los misterios de Cristo eran para el santo
sacerdote manantiales de devoción. Para honrar los primeros no dejó, mientras estuvo
con los Hermanos, de rezar todos los días las letanías del santísimo Nombre de Jesús
y las de la santa Infancia: las primeras, antes de la oración de la mañana, y las otras, a
eso de las ocho de la misma; inspiró esta devoción a los Hermanos, a fin de que
pidiesen al Niño Jesús para sí y para los discípulos que les estaban confiados su
divino espíritu. En los días en que la Iglesia celebra estos misterios, veíase a La Salle
absorto en Dios y lleno de indecible suavidad. Entonces todas las cosas de este mundo
le parecían amargas, y bebía poco a poco en las fuentes del Salvador el gozo y delicias
que el profeta Isaías dice estar allí encerrados. Así que en estos días huía de todo lo
que pudiera distraerle.
Su devoción y amor a los desprecios y sufrimientos de este amable Salvador no
eran menos admirables; por experiencia sabía el gusto que en esto se encuentra: allí
tenía su refugio en todas sus penas. La vista de todo cuanto Cristo sufrió le hacía
llevaderos y preciosos los desprecios que el mundo no le escatimaba. Admirado de la
semejanza que en ellos encontraba con la cabeza de los predestinados, nunca se
hartaba de oprobios.
Persuadido de que es preciso conformarse con Cristo crucificado, y por
consiguiente participar de sus dolores para aspirar a su gloria, animaba a los
Hermanos a superar las penas con la consideración de las del Salvador de los
hombres. Cristo era el libro que quería hacer leer a sus discípulos a imitación de san
Francisco, y quería que el mismo Cristo fuese la materia continua de sus
meditaciones. A este fin estableció entre ellos la práctica piadosa de rezar todos los
días, después de las
<2-485>
comidas, las letanías de la Pasión, en que están expresadas las humillaciones y
sufrimientos de Cristo. En cuanto a él, siempre que las rezaba lo hacía con devoción
tan viva y profunda que hasta se la infundía a los que no la tenían.
Su devoción al Santísimo Sacramento, en donde Cristo hace brillar su bondad para
con los hombres, y permanece, en cierto modo, prisionero en las cadenas de una
caridad infinita, era ardiente y siempre nueva. Tenía por ley inviolable no pasar junto
a una iglesia sin ir a tributar sus homenajes al Salvador que en ellas reside. A lo menos
no dejaba de hacerlo en espíritu si no podía corporalmente. Ni se dispensaba de esta
regla en sus viajes. Su fe en este divino misterio era tan viva que bastaba verle para
que se despertase la fe en los que la tenían amortecida. Si los que dudan de la
presencia de Jesús en este divino Sacramento viesen muchos sacerdotes como Juan
B. de La Salle, de su grado confesarían la verdad de cuanto la Iglesia nos enseña. Pero
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 365
donde particularmente daba muestras de esa tierna devoción era al celebrar la Santa
misa. Parecía entonces arrebatado en éxtasis, encendíasele el rostro y todo su exterior
parecía de ángel. Su corazón, inundado de gozo por el acercamiento de su Dios,
parecía estremecerse y dilatarse con palpitaciones extraordinarias que se oían en toda
la capilla. Celebraba todos los días, a no ser que le fuese absolutamente imposible
hacerlo. Ni las indisposiciones ni los viajes eran capaces de poner límites a su fervor:
si la enfermedad le tenía postrado en cama, obligaba a su cuerpo a prestar a Dios este
servicio; si en los viajes no encontraba iglesia, era para él una mortificación sensible.
Los días que debían sacarle sangre, o tenía que tomar algunos remedios, la decía más
temprano, para alimentarse con el Pan de vida del que estaba famélico, y sin el cual no
podía vivir. La majestad y la. piedad con que aparecía en el altar, al dar a conocer la
santidad del sacerdote que celebraba la santa misa, reanimaba la fe de los asistentes y
les echaba en cara su indevoción. Empleaba siempre tiempo considerable en disponerse
a celebrar este augusto sacrificio, y jamás por ningún motivo ni pretexto quiso dejar
esta preparación.
Si durante este tiempo venían a hablarle de algún negocio, por apremiante que fuese,
contestaba tranquilamente que después de la misa lo arreglaría. En ese tiempo estaba
tan ocupado en esa acción infinitamente augusta y formidable que no hacía ningún
otro uso de sus sentidos. Si iba al altar con tanta preparación, no salía de él con menos
fervor. El fuego que Jesús encendía en su corazón no podía contenerse dentro de él, y
se manifestaba a lo exterior. El vino celestial de que estaba embriagado no le consentía
entonces otra cosa sino gozar y amar. He aquí el testimonio que de ello da una
virtuosa religiosa de la congregación de Nuestra Señora: «Cuando el señor de La
Salle acababa de celebrar, le vi a menudo volver a la sacristía todo fuera de sí y de tal
modo transportado de amor de Dios, que no podía quitarse los ornamentos antes de
haber descansado siquiera un cuarto de hora. En ese tiempo no me atrevía a
interrumpirle, temiendo turbarle en la satisfacción que sentiría en el trato con Dios».
Los Hermanos y todos los que le vieron en el altar dicen lo mismo. El deseo de que
todos se preparasen bien le hizo componer un método para asistir con fruto al santo
sacrificio, y sus Hermanos lo usan con mucho provecho. Les puso por regla enseñar a
sus alumnos el modo de oír bien la misa y llevarlos todos los días a oírla para
enseñarles, aun más con el ejemplo que con las palabras, el soberano respeto y la
piedad íntima que pide acción tan santa.
<2-486>
A los que encontraba bien dispuestos, y en particular a los Hermanos, les
aconsejaba y persuadía de que comulgasen con frecuencia y fervor. Excitaba a ello a
los tímidos, animaba a los débiles y reprendía a los flojos la tibieza que les quitaba el
gusto del Pan de vida. Si algunos de sus discípulos, por ligeras imperfecciones, le
suplicaban que les dispensase de comulgar, les respondía: Vaya, Hermano, acérquese
al médico, y después de haberle expuesto sus miserias, pídale que le cure. Si otro le
decía que no estaba dispuesto para comulgar, porque no tenía bastante fervor: Vaya,
pues, a comulgar —le decía— para tenerlo. En general no quería que se privasen de
366 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
la comunión sino por necesidad, y siempre con permiso. Pero, por otra parte, su celo
prudente e ilustrado no toleraba que se acercasen a menudo a la sagrada mesa los que
van a ella con flojos deseos o con precipitación ciega y temeridad poco respetuosa. A
éstos los apartaba con santa indignación, declarándoles que si querían comulgar con
frecuencia, habían de vivir santamente, y que si tanto ansiaban el Pan de vida, habían
de comprarlo al precio de vida de recogimiento y mortificación, añadiéndoles que no
sabían lo que valía bien tan grande si para obtenerlo no se daban a la práctica de las
virtudes.
A los de buena voluntad pero pusilánimes, les animaba a sobreponerse a sus
aprensiones. Dábales a entender que el demonio trataba de apartarlos de tan celestial
bien y que habían de cuidar mucho de no dar oídos a sus sugestiones; si a pesar de sus
advertencias se empeñaban en no comer el Pan de vida, los amenazaba con la cólera
de Dios: Si seguís viviendo así —decíales—, Dios os desamparará y acabaréis mal.
Pero temiendo que sus discípulos, por demasiada familiaridad con el soberano Señor,
no se preparasen bien para recibirle, les exhortaba con frecuencia a que redoblasen la
fe y el fervor conforme multiplicaban las comuniones.
«Sería —les decía— mucho abuso y gran desorden en vuestra alma el que la
frecuencia de comuniones disminuyera su fervor. Por el contrario, nada dispone
mejor a la comunión siguiente que la anterior; y si no resistimos a la gracia que el
divino Sacramento comunica, éste nos harta sin quitarnos el hambre y deseo de
comulgar, así como la gloria de tal manera satisface a los bienaventurados, que jamás
pierden el deseo de ver a Dios, y después de haberle contemplado un millón de años,
tanto desean verle como si acabaran de entrar en el cielo. ¿Son éstos los deseos que
sentís de recibir la sagrada comunión? Es consejo muy provechoso traer a la
memoria, al tiempo de comulgar y en la acción de gracias, aquellas cosas en que de
ordinario halla uno mayor dificultad en el servicio de Dios y amonestarse en esta
forma. Pues bien, he aquí a tu Dios, que se da todo a ti, ¿no quieres tú entregarte todo a
Él? Y puesto que no depende más que de tal dificultad, ¿no quieres vencerla por amor
suyo? Y por el respeto que le tienes, ¿no querrás darle eso? ¡Sin duda no te atreverás a
rehusárselo! De este modo hay que excitarse y determinarse suavemente a vencerse.
Considerad bien que no hay en toda la vida tiempo más precioso que el de la
sagrada comunión y el que la sigue, durante el cual tenéis la dicha de tratar cara a cara
e íntimamente con Jesucristo. Pero si bien lo pensáis, reconoceréis no haber sacado el
fruto que debíais de estas sagradas comunicaciones. Averiguad la causa de ello. ¿No
será, acaso, porque
<2-487>
queréis hablar siempre, y no escucháis a Nuestro Señor, que también quisiera haceros
oír su voz? ¿No será, tal vez, por ser negligente durante ese tiempo? ¿Os entregáis a
Jesucristo para conformaros con todos sus designios sobre vosotros, y para
cumplirlos? No debierais preocuparos tanto en buscar cada día nuevos pensamientos
para comulgar bien, porque los mejores son los más sencillos y comunes, pues nada
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 367
tan conmovedor y poderoso para uniros interiormente con Dios, como el considerar
las enseñanzas más comunes de la fe acerca de este divino sacramento» (Colección:
Examen sobre la Sagrada Comunión, IV, VI y VII).
Con estas palabras, al paso que exhortaba a sus hijos a comulgar con frecuencia, les
enseñaba a unir a la frecuente comunión el provecho de la comunión ferviente.
En fin, su amor y devoción a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento se
manifestaban en lo que a su culto se refiere. Quería que todo lo que servía para la
celebración de los santos misterios fuese limpio, rico y magnífico. Por pobre y celoso
que fuese de la pobreza, hacía gastos en ornamentos, lienzos y vasos sagrados, como
se vio por los que dejó en la capilla de San Yon. Los días de fiesta y de los misterios de
Nuestro Señor, él mismo se ocupaba en el adorno de los altares con mucho celo y
alegría; era atento en poner en orden aun las menores cosas, y mucho más en procurar
en su alma la pureza y fervor que exige Nuestro Señor Jesucristo para unirse con
nosotros en la Sagrada Comunión. Pedía a los que ayudaban a misa mucha fe y
señales sensibles de piedad, atenta a las menores ceremonias. Si faltaban a ellas, o si
contestaban demasiado aprisa o no pronunciaban bien, se lo advertía en la sacristía.
Las vísperas de las fiestas solemnes giraba algunas veces su visita a la capilla, para
ver si el altar, los ornamentos y lo demás estaban en orden y bien arreglados; notaba
hasta un alfiler mal colocado. Se le vio en la capilla por la noche después de tocar a
retiro, para ordenar mejor las cosas. Como viese que cierto Hermano dejaba en el
rincón de la enfermería un ornamento de iglesia que estaba remendando, pareciole
muy mal, y llamando al Hermano le reprendió con fervor aquella falta de respeto.
368 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
CAPÍTULO V
su muerte en la cruz, a la cual se ha dado, por así decirlo, más que a todo el resto del
mundo entero.
Al distinguirla así, quiso Cristo no sólo honrar su maternidad divina, sino también
premiarla los servicios que le había prestado; a ella quiso estar sujeto y recibir de sus
manos los auxilios que como hijo de Adán necesitaba. Ella le alimentó, crió y cuidó
con ternura inconcebible. De modo que cuanto más incomparable es el número de
servicios que prestó a nuestro Salvador, tanto más obligados estamos nosotros para
con ella y tanto más amor y agradecimiento le debemos. Por consiguiente, el amor
que a Jesús debemos exige que amemos también a su santísima madre. Y ¿quién
podría dudarlo después que en la cruz nos la dejó por madre, cuando en la persona de
san Juan nos dijo a todos: He ahí a tu madre, dándola al mismo tiempo a ella corazón
de verdadera madre de los hombres?
El señor de La Salle, como todos los verdaderos siervos de Dios, se guardó muy
bien de separar el amor de María del amor de Jesús, y como todo verdadero cristiano,
sobresalió en la devoción a la Madre de Dios. La indiferencia para con la reina del
Cielo era la nota de los novadores de aquella época, para quien la devoción a la
Virgen Santísima era insoportable y el blanco de su censura y de sus bromas.
tanta ternura para con los hombres, que considera como hijos suyos, y no tomar nada
tan a pechos como el aprovechar y hacer valer la sangre preciosísima de su Hijo, y
multiplicar el número de los que deben alabarle y glorificarle eternamente, y como
sólo tiene entrañas de bondad y compasión para con los pecadores, a los cuales tanto
ama Jesús, se complace en favorecer con su misericordia a los que acuden a Ella; en
fin, que siendo sus verdaderos devotos los que más gracias reciben, ya que es el canal
de todas ellas, daba a entender que apreciaba muy poco su propia salvación el que no
se consagrara a su servicio. Añadía que siendo esta devoción universal en la Iglesia,
tan antigua, tan bien establecida y tan autorizada, pues está apoyada con el parecer de
los Padres y de los Concilios, con el ejemplo de los mayores santos y de los más
sabios doctores, con la práctica constante e inmemorial de la Iglesia, los que tratan de
presentarla como devoción y doctrina nueva, se ponen por el mismo hecho del lado de
los protestantes. Además de esto recordaba que, habiéndose Dios complacido en
confirmar esta devoción con infinidad de milagros, obrados en todos los tiempos y en todos
los lugares de la Iglesia, y obrando otros nuevos cada día en favor de los devotos de
esta reina, es gran temeridad el oponerse a esta devoción y no menor falta el mostrarse
en ella descuidado. Finalmente, que Dios manifiesta de tantas maneras el deseo que
tiene de ver honrar en la Iglesia a la que hace honrar en el cielo por los mismos
ángeles y los espíritus puros, que privarse de esta devoción es resistir a la voluntad de
Dios.
puesto que, siendo la criatura más perfecta y la más elevada en la gloria, tiene poder
muy grande ante Dios, y nos puede ayudar mucho con su poderosa intercesión para
conseguir nuestra salvación eterna y el remedio en nuestras necesidades temporales,
cosas que nunca niega a los que lo piden con verdadera piedad y con un corazón
enteramente despegado de todo afecto al pecado».
Recomendaba muchísimo a sus Hermanos que acudiesen a la Virgen Santísima,
tesorera de las gracias de Dios. Tanto se empeñaba en que hablasen de Ella con
respeto, que no permitía nombrarla sin añadir el superlativo Santísima Virgen, lo
cual él practicaba en todo tiempo, como puede verse en todas sus obras. Llegaba a
reprender a los que por inadvertencia y descuido la llamaban simplemente la Virgen,
o la Santa Virgen: Decid, pues, Santísima —exclamaba con vehemencia y fervor—,
que bien se lo merece. Celebraba con particular devoción todas sus fiestas, aun las
que no son de guardar, como la Visitación y otras. Y para que los Hermanos hiciesen
lo mismo, se lo dejó escrito en las Reglas. En estos días andaba tan recogido y tan
enajenado en Dios, que movía a devoción aun a los más tibios. No pasó ni un día en
toda su vida sin rezar el santísimo rosario, persuadido de que es una de las oraciones
más agradables a Dios; en efecto, no es posible decir oraciones más santas que las del
rosario, pues se compone del padrenuestro y del avemaría, que son las oraciones más
auténticas y más santas de la Iglesia.
Lo estimaba tanto que tenía a mucha honra el rezarlo en todas partes. Por las calles
llevaba el rosario en la mano debajo de la sotana, o en el dedo un diminuto rosario de
estaño, y lo rezaba con mucha devoción. Lo mismo hacía cuando iba de viaje. Esta
práctica que legó a los Hermanos contribuyó mucho para conservarlos en la modestia
y recogimiento de que hasta ahora han sido ejemplo. Además exhortó a sus
discípulos a enseñar a los niños el modo de rezarlo con piedad y devoción; y
estableció en todas las escuelas la laudable costumbre de señalar cada día dos niños
para que recen el rosario alternando con los otros.
Pero ¿cómo rezaba el santo varón oración tan santa, tan útil, tan santificante y que,
sin embargo de esto, se dice de ordinario tan mal, con tan poca atención, por rutina y
por costumbre? Cada día la rezaba con nueva devoción y nunca se dejaba llevar del
disgusto, ni del aburrimiento, ni de la distracción que causa de ordinario a las almas
poco devotas la repetición tan frecuente de la misma oración. Hemos dicho ya que en
lugar de avergonzarse de rezar el rosario en público, lo tenía a mucha honra, hablaba
de él en todas las ocasiones y siempre con mucha estimación; era celosísimo de
publicar sus excelencias a fin de excitar a todo el mundo a rezarlo. Hablaba de la
devoción al santísimo rosario como de una devoción usada durante muchos siglos en
la Iglesia, autorizada por los papas, favorecida con innumerables indulgencias,
confirmada con muchos milagros, esparcida por todas las partes del mundo cristiano,
entre todos los fieles, como un modo de oración muy fácil para meditar y honrar
todos los misterios de Jesús y de María. Siempre llevaba consigo el rosario para
manifestar su fidelidad y amor a la Virgen Santísima, según la piadosa costumbre
372 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
que se estableció entre los fieles desde las herejías de Lutero y de Calvino; adoptaron
esta práctica los católicos para distinguirse de los protestantes.
Tan gran devoción a la reina de los cielos no podía quedar sin galardón; y así fue,
pues alcanzó de Dios, por intercesión de la Virgen Santísima, particulares y
abundantes gracias. Así es que en todas sus penas y
<2-491>
persecuciones, acudía a ella como a su refugio; se echaba en sus brazos como en los
de su madre. Si le sobrevenía algún negocio importante, jamás lo emprendía sin
haberlo encomendado antes a la Señora, y hecho esto con gran fervor, esperaba con
seguridad el éxito feliz. Terminaba todas sus acciones con alguna oración a la Virgen
Santísima para ponerse bajo su protección, y por lo común era el Sub tuum
praesidium, etc. Después de la oración mental, acababa con la consagración de sí
mismo, rezando la hermosa oración O Domina mea, sancta María, etc. Solía también
añadirla al rosario. Por lo que toca a la última acción del día, la concluía siempre con
ésta, que fue la última oración que dijo al morir: María mater gratiae, etc. En fin, su
celo en extender la honra de la santísima Madre de Dios le movió a establecer en su
Instituto, sobre todo en el Noviciado, la costumbre de rezar el Oficio parvo, según se
practica en otras congregaciones. Casi siempre asistía él en persona, con tanto
recogimiento, devoción y cuidado en que se rezase bien, que obligaba a los que se
distraían a recordar de nuevo toda su piedad, para cumplir bien con esta obligación
hacia la reina del cielo. He aquí cómo se explica sobre esto en su Tratado de la
Oración:
«Es menester —dice— que quienes rezan el oficio de la Santísima Virgen lo hagan
con piedad y devoción extraordinarias, y para que produzca el fruto que la Iglesia
desea, han de considerarse tres cosas: primera, la excelencia y dignidad de la Virgen
Santísima en cuyo honor se reza; segunda, su amor para con los que se ponen debajo
de su protección, y tercera, la mucha necesidad que tenemos de su intercesión para
con Dios».
En las fiestas de la Virgen Santísima hacía durar los maitines de tres lecciones y los
laudes cinco cuartos de hora enteros. Había mandado además en las Reglas que se
rezase de pie este oficio parvo. Las otras horas se salmodiaban con igual lentitud. De
modo que desde las cuatro y media de la mañana hasta las doce permanecían en la
capilla en ayunas y casi siempre de rodillas: todo este tiempo se invertía en oración, o
en oír la santa misa, o de pie salmodiando el oficio. Cuando se hallaba al frente de los
Hermanos, ninguno parecía aburrirse, animados como estaban todos, a imitación de
su santo Fundador, de celo y fervor en honra de la Virgen Santísima. Por la noche,
antes de la cena, hacía a los Hermanos ferviente exhortación de media hora sobre la
fiesta de aquel día.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 373
príncipe de todos ellos, san Pedro, así como a san Pablo y a san Juan Evangelista. Era
fiel en imitar sus virtudes, y mostraba muchos deseos de que otros los honrasen,
según se ve por las instrucciones edificantes que compuso sobre su vida y su muerte y
en las meditaciones que dejó para los días de sus fiestas.
Su ardiente amor a Jesucristo le comunicó también devoción particular a san
Ignacio mártir, cuyo generoso amor a Jesús parece igualar al de los Apóstoles.
Hablaba de él con transportes de devoción, y quizá para imitar a este gran santo,
estableció en su Instituto la piadosa costumbre de decir al fin de todos los actos de
comunidad estas santas palabras: ¡Viva Jesús en nuestros corazones!... Por
siempre!..., lo cual es como el santo y seña entre los Hermanos. Tenía también en gran
veneración a los santos fundadores de órdenes, particularmente a quienes tuvieron
gran celo de la gloria de Dios, tales como san Francisco de Asís, santo Domingo, san
Ignacio de Loyola, san Felipe Neri y santa Teresa. Era incomparable el afecto que
profesaba a la seráfica Doctora. En el número de los santos cuyas virtudes se proponía
imitar colocaba también a los admirables santos Francisco Javier y Vicente Ferrer, y
no hallaba términos bastante elocuentes para ponderar el celo infatigable con que
trabajaron en ganar almas a Jesucristo. En fin, no hablaba con menos veneración de
san Carlos Borromeo y de san Francisco de Sales, y pedía sin cesar a Dios, por su
intercesión, el espíritu de que entrambos se hallaban animados, el celo y la
mortificación del uno y la angelical mansedumbre del otro.
Hemos dicho en pocas palabras cuál fue la. devoción que Juan B. de La Salle
profesaba a la Virgen Santísima, a los ángeles y a los santos, a quienes tanto imitó al
paso que se esforzaba en honrarlos.
376 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
<2-494>
CAPÍTULO VI
Aunque los milagros sirvieron siempre en la Iglesia para colocar a los santos en los
altares, sin embargo, ellos no constituyen de por sí la santidad, puesto que el Apóstol
nos asegura que ésta no consiste en los milagros, sino en la caridad. Aun cuando
trasladase las montañas de un lugar a otro —dice San Pablo—, si no tuviese la
caridad, nada soy (I Cor 13, 2). Para ser santo y agradable a Dios, es de absoluta
necesidad poseer esta virtud. Los milagros son dones gratuitos que Dios da a quien le
place, para extender la gloria divina; pero los que poseen esos dones no podrían
merecer con ellos si careciesen de la caridad.
De creer es que Judas haría milagros como los demás apóstoles, pues como ellos
recibió de Jesucristo este don, y no por eso es menos execrada en la Iglesia su
memoria. Muchos otros réprobos los hicieron, puesto que Cristo dice en términos
expresos que muchos, en el último día, le dirán: Señor, ¿acaso no profetizamos en tu
nombre? ¿Acaso no hemos obrado milagros? Y Él responderá: No os conozco: sois
obradores de iniquidad. San Juan, canonizado por la misma boca de Cristo, y
proclamado el mayor de los hijos de los hombres, no obró ningún milagro, según lo
hace notar el Santo Evangelio. Su vida era un milagro portentoso y daba testimonio de
su santidad. Lo mismo sucedió con otros grandes santos honrados en la Iglesia, y cuya
vida no ofrece ningún relato de milagro alguno. La santidad, pues, no tiene relación
esencial con ese don que tanto la honra a los ojos de los hombres. Dios lo concede
cuando le place a sus siervos, para los fines de su gloria; pero con frecuencia el
ejemplo de su vida es el único prodigio que presenta a la meditación de los fieles,
porque es el único que puede edificarles y que deben imitar.
La de nuestro santo varón en el siglo en que vivió, puede pasar por un prodigio, y
aun cuando no hubiera obrado otro milagro, tendríamos derecho a deducir de ahí su
santidad y grandeza a los ojos de Dios. Con todo, durante su vida y después de su
muerte, Dios se valió de él para manifestar su gloria con hechos extraordinarios que
no llamaremos milagros para no anticiparnos al fallo de la santa Iglesia, pero que son
verdaderamente portentosos. A los señores obispos corresponde juzgar de ellos y no a
los simples particulares. Por esto nos contentaremos con referir aquí sencillamente
algunos hechos que parecen tener algo de milagrosos, sin darles, por acatamiento a la
Iglesia, el nombre de milagros.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 377
Empezaré citando muy brevemente las gracias obtenidas durante su vida, sin
repetir la narración de las que se hallan referidas en su biografía, donde podrá verse
cómo curó a un Hermano, que estaba gravemente enfermo, con solo abrazarlo.
Otros varios Hermanos aseguran que en sus penas o tentaciones bastaba acercarse a
él y exponérselas para sentirse aliviado. «Lo que más admiramos —dicen— en
nuestro digno Padre es que, cuando alguno estaba muy tentado o apenado, bastaba
hablarle para quedar libre de la pena o tentación». Lo mismo se refiere en la vida de
varios santos y santas.
<2-495>
Otra persona de mucha piedad, que no quiero nombrar por no ofender su
modestia, refiere que estando muy atormentado por el aguijón de la carne, y
habiendo empleado inútilmente todos los medios para apagar la rebelión, se le
ocurrió descubrir por escrito su tentación al Sr. de La Salle, suplicándole le diera los
avisos necesarios sobre el particular, y que uniese a los consejos fervientes
oraciones. El siervo de Dios, lleno de caridad, le escribió una carta muy consoladora
y le prometió sus oraciones. No tardaron éstas en conseguir su objeto; pues la
tentación se desvaneció con los sentimientos de los demás vicios que la producen.
Parecíame —dice ella— que era yo otra persona diferente, y que Dios me había
dado naturaleza angelical: lo cual me inspiró alta idea de este santo varón y afecto
mayor al servicio de Dios.
Visitó a un Hermano de su Instituto, a quien un absceso en la garganta había
puesto a las puertas de la muerte de tal manera que sólo esperaban el momento en
que ésta le arrebatase; animole a sufrir la enfermedad con paciencia, diciéndole que
esperase quedar luego libre de ella. El hijo, consolado con la presencia de su buen
Padre, reunió todas sus fuerzas para pedirle no le olvidase en sus oraciones. El señor
de La Salle, después de habérselo prometido con gran bondad, fue a ofrecer el santo
sacrificio a su intención. El enfermo, muy consolado, confió experimentar pronto el
efecto de las oraciones del santo varón, y no quedó burlado, pues apenas llegó el
santo sacerdote a la consagración, cuando el tumor que se le había formado reventó
por fuera, echando gran cantidad de pus; lo cual decidió la curación del enfermo,
que se vio en pocos días restablecido y lleno de salud.
Viajando cierto día a pie el Hermano Gil, cuya vida es dechado de todas las
virtudes y cuya memoria es aún muy venerada entre los Hermanos del mismo
Instituto, se vio de repente acometido de dolor de cabeza tan fuerte que le fue
imposible proseguir su camino. Agobiado por el dolor, se acordó de que tenía en su
poder una carta del siervo de Dios, la que consideraba como reliquia. En esta
convicción, sintiose inspirado a aplicársela sobre la cabeza, colocándola dentro de
su sombrero. Entonces, lleno de confianza en Dios y en los méritos de su siervo, se
levantó muy animado, aunque el dolor continuaba muy violento; pero no bien hubo
dado algunos pasos, cuando se sintió enteramente libre de su mal. Concluyó lo que
le faltaba del camino con perfecta salud, bendiciendo a Dios miles de veces porque
había dado semejante virtud a lo que tenía alguna relación con su siervo.
378 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
durante toda la Cuaresma, que pasó con buena salud. Él mismo dio de ello
testimonio por escrito, firmado de su puño y letra.
Otro Hermano asegura que habiendo sufrido una accesión de calentura que se
repitió varias veces, invocó el auxilio de Dios por la intercesión del señor de La
Salle. Prometió rezar durante nueve días a su intención, en caso de que la calentura
cesase, tres padrenuestros por las almas del Purgatorio, y escribir su atestado, para
gloria de Dios y edificación del pueblo fiel; después se aplicó a la cabeza una de las
cartas que el santo varón le había escrito, con un mechoncito de sus cabellos. Hecho
esto, se durmió, y al despertar se sintió enteramente curado, y cumplió luego su voto
con alegría.
Hallose acometido un Hermano, a fines de diciembre del año 1719, de catarro tan
violento que le era imposible descansar por la noche y despertaba a los demás con la
tos; tuvo entonces la idea de ponerse en la boca y en la garganta algunos cabellos de
Juan B. de La Salle, suplicando a Dios le librase de esa incomodidad por la intercesión
de su siervo. No bien hubo concluido su oración, cuando se encontró libre del
constipado y de la tos.
El Hermano que ahora es el más antiguo del Instituto de los Hermanos de las
Escuelas
<2-497>
Cristianas, asegura que el año pasado, 1732, fue acometido por la noche de violento
dolor de cabeza, tan intenso que no sabía qué hacerse; entonces se acordó de que
tenía en su bolsillo una carta del santo varón; se la aplicó a la cabeza, y casi al punto
cesó el dolor y se encontró enteramente curado.
Otro Hermano que vive aún, padecía fiebres cuartanas larguísimas; después de
probar varios remedios, acudió a otro que le curó al punto. Este remedio consistió en
desprender algo de la capita grasienta del bonete del señor de La Salle, que vio en la
sacristía de San Yon; y si no lo hizo sin repugnancia, tampoco fue sin fruto; porque
en el mismo instante que lo tragó se sintió libre de su fiebre pertinaz, y tan bien
curado que no volvió a sentirla en lo sucesivo. La alegría que experimentó no fue el
ver su salud restablecida, sino el admirar la bondad de Dios, que autorizaba la
santidad del señor de La Salle con curaciones extraordinarias, lo cual colmaba a los
demás Hermanos y a él mismo de consuelo.
El caso siguiente es de otra especie; lo debemos al Hermano Bartolomé, que tuvo
buen cuidado de enterarse de lo que pasó en aquella ocasión. He aquí cómo lo
cuenta: «Era el año 1719, en la noche del 19 al 20 de junio, cuando uno de nuestros
Hermanos que pertenece al Instituto desde hace unos años, ocupado en las escuelas,
vino a mí muy tentado de dejar su estado, pidiéndome por favor que le diera el traje
seglar. Consentí en ello, añadiendo que, si lo había diferido hasta entonces, era por
su bien. Pareció estar persuadido de ello, y hasta añadió que la caridad que se había
usado siempre con él desde su entrada en el Instituto era la única pena que sentía al
dejarle. Le contesté que no había de sentir precisamente eso, sino que debía pensar
380 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
en el arriesgado paso que iba a dar, pues consentía en la tentación del demonio,
cuando de seguro Dios le había llamado a formar parte del Instituto. Viéndole
indeciso, le persuadí que hiciera un retiro para conocer más y más la voluntad de
Dios. Lo hizo en el Noviciado, y se sintió movido a ser muy observante hasta el
último momento, a perseverar en el Instituto y a acudir mucho a Dios en la oración,
tomando por protectores a la Virgen Santísima, a san José y al señor de La Salle.
La fidelidad con que siguió esas inspiraciones del Espíritu Santo le mereció la que
sigue. Habiéndose retirado por la noche al dormitorio, para acostarse como los
demás, durmiose, y despertándose durante la noche, pidió a Dios la perseverancia,
implorando la protección de la Virgen Santísima, de san José y de nuestro querido
Padre. Abriendo entonces los ojos, quedó muy admirado de ver la habitación llena de
claridad. Al principio creyó que era de día y que sin duda se habían ya levantado
todos. Preocupado con esta idea iba a levantarse cuando vio la figura del señor de La
Salle. Espantado con esta visión, quiso gritar, pero en vano; sólo le era permitido
mirar. Creyó, pues, ver a nuestro Padre, con rostro colorado, revestido con los hábitos
sacerdotales; es decir, con una casulla de raso con fondo blanco, la cual por todas
partes arrojaba rayos de luz y estaba sembrada de rosas encarnadas y de jacintos que
formaban la cruz; levantada la mano derecha como para mandar y hablar a manera de
un predicador, dirigiéndose a él le llamó dos veces distintas por su nombre. Serenose
algún tanto el Hermano, y escuchando con atención, oyó que le decía estas palabras:
Hijo mío, conozco el fondo de tu corazón; te digo de parte de Dios que perseveres en
el estado a que te ha llamado su divina Providencia, y que observes en él las Reglas al
pie de la letra. Si lo haces tendrás la vida eterna. Si no
<2-498>
perseveras en él y te vuelves al mundo, te perderás. Al oír estas palabras, el buen
Hermano quiso levantarse para ponerse de rodillas; pero desapareció la visión como
un relámpago, y se encontró en medio de las tinieblas de la noche, muy admirado,
consolado y fortalecido; dio de ello gracias a Dios y se levantó al instante para
asegurarse de que no era un sueño. Hasta quiso hablar al maestro de novicios, que se
figuraba dormía en el mismo dormitorio; pero no encontrándole, volvió a acostarse.
Buena prueba de que no fue falsa la visión es que todo el día siguiente le dolieron
mucho los ojos, irritados sin duda y ofuscados por la brillante luz que había visto.
El Hermano, avisado de este modo, resolvió perseverar en su estado, y en efecto
perseveró bastante tiempo con gran observancia; pero la violencia de sus pasiones,
que eran vivas, y a las cuales no trataba de dominar bastante, le trajeron a la memoria
la tentación pasada, y sucumbió a ella, no siendo parte para detenerle la terrible
predicción que el señor de La Salle le había hecho, a saber, que se perdería si
retornaba al mundo».
Poco ha se supo que a una mujer de Ruán que padecía una enfermedad de
consideración, sin esperanzas de curar, aconsejole un eclesiástico que fuese a hacer
una novena al sepulcro del señor de La Salle; lo hizo así, y al concluir su devoción
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 381
quedó perfectamente curada. Ella misma creyó deber manifestarlo a los Hermanos
en relación muy extensa.
Escribieron desde Aviñón al Hermano Superior que uno de los alumnos de los
Hermanos de aquella ciudad tenía una mano tan echada a perder que los cirujanos
desesperaban de curarla, por lo cual tomaron la resolución de cortársela. Antes de
la ejecución, los Hermanos, llenos de confianza en los méritos de su santo
Fundador, aplicaron a la mano del pobre niño un trozo del manteo que usó el santo
sacerdote en aquel país. Tan ciega fe tuvo su efecto: la mano que estaba condenada
a ser cortada curó en pocos días, con ese único remedio, sin intervención de
cirujanos.
«En el año 1703 había un pobre niño en la escuela vecina de las Maisons, en
París, que padecía de epilepsia hacía algunos años. El señor de La Salle tuvo
compasión de él; trabajó en su curación y le dio cierta bebida, cuya composición no
se supo, sin duda por ocultar el efecto de sus oraciones y mortificaciones. Pero lo
que no pudo ocultar es que, desde aquel tiempo, el niño está perfectamente curado.
Le vi diez años después gozando de perfecta salud, de lo cual estaba muy
agradecido al siervo de Dios». Así lo refirió el Hermano Juan.
Estando el siervo de Dios cercano a la agonía, dijo estas palabras: San Yon
llegará a ser una casa floreciente; el Hermano N. lo verá. Aunque el Superior
estaba cerca de él, no le dijo que lo vería, y no lo vio, pues murió trece meses
después del santo sacerdote; en cambio, el otro vive aún. Los que ven con sus ojos
los progresos de la casa de San Yon, de que la misma gente está sorprendida,
reconocen la verdad de esa predicción, hecha contra toda apariencia por su Padre.
Otro Hermano, en sus apuntes, habla a la larga sobre esa predicción. He aquí sus
palabras: «Nuestro santo Fundador dijo poco tiempo antes de su muerte, que
dentro de pocos años se notaría gran cambio en San Yon; que esta casa tendría
mucha fama, que haría mucho bien en la provincia, y hasta en todo el reino,
etcétera. Llegó a nombrar un Hermano presente, diciéndole que lo vería».
<2-499>
Mucho tiempo antes, volviendo de viaje con un señor y un postulante que
deseaban ver la propiedad, el santo varón les acompañó. Sorprendido ese señor de
la extensión del terreno y de la pureza del aire que allí se respira, manifestó que
aquella morada sería muy de su gusto. El santo varón, tomando la palabra, le dijo:
Todo esto pertenecerá a los Hermanos. Pero lo dijo en un tiempo en que no había
ninguna esperanza de que pudiera realizarse esa predicción, pues los Hermanos
estaban entonces en la imposibilidad de adquirir la finca a causa de su extremada
pobreza. Oponíanse, además, a ello muchos otros obstáculos que parecían
entonces invencibles. Sin embargo, el señor de La Salle, en aquel tiempo, decía con
seguridad a sus Hermanos que perdiesen toda inquietud, que la casa de San Yon les
pertenecería. Para mejor convencerlos de ello, cuando los Hermanos estaban para
desalojar la casa de San Yon, después de haber recibido un oficio en que se les
382 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
CAPÍTULO VII
toda sobrenatural, celestial, divina; que pensaba, hablaba y obraba como hombre del
otro mundo, o de naturaleza diferente; hombre cuyo elemento había venido a ser la
virtud; Dios, su vida; Jesucristo, su alma y centro. Era en la oración un ángel; en el
altar, un serafín; en la dirección y gobierno, hombre apostólico; en las tribulaciones,
verdadero Job; en la pobreza, nuevo Tobías; en la entrega en las manos de la
Providencia, otro Francisco de Asís; en los rigores de la penitencia, el segundo abad
de Rancé; en la práctica de la obediencia, nuevo Dositeo; en el ejercicio de las demás
virtudes, perfecto discípulo de Cristo. He aquí a Juan B. de La Salle presentado al
natural; ése es su verdadero retrato. La muerte, término fatal de la gloria de los
hombres, fue el principio de la suya. Su memoria permanece en bendición eterna, y su
lugar es entre los príncipes del pueblo, que en el siglo XVII han sido honra de la Iglesia
y modelos de perfección.
¡Oh triunfo de santidad! Los sepulcros que ocultan las cenizas de príncipes y reyes,
tristes restos de los cadáveres de esos hombres, en su tiempo tan honrados, sepultan
su memoria, mientras hacen revivir la de los siervos de Dios, presentándonos sus
ejemplos para perpetua imitación. ¡Oh santidad tan estimable y tan poco estimada de
los mortales! Por ti es eterna la memoria de los justos, mientras que la de los demás
hombres se desvanece como humo y perece por sí sola. ¿Dónde están ahora esos
felices del siglo, idólatras de su fortuna, henchidos de su grandeza, temidos,
respetados, buscados, incensados en la tierra? Amontonaron con mucho trabajo una
gloria frágil delante de los hombres, pero no la tienen delante de Dios. Después de
haber aparecido con brillo en la escena del mundo, desaparecieron uno tras otro, y la
muerte que los quitó de nuestra vista los borró de nuestra memoria. Disipose su
fortuna;
<2-501>
su grandeza se desvaneció; su nombre cayo en el olvidó; su memoria pereció con el
último suspiro que exhalaron.
¡Ah!, ¿qué nos dicen esos mausoleos levantados en su honra? Anuncian su paso,
dicen que fueron y que ya no son, y se quejan por verse obligados a servir la vanidad
de los mortales. En verdad nos arrebatan al admirar su arquitectura, sus adornos
atraen nuestras miradas; pero mientras nos entretienen en contemplar las invenciones
del arte en la materia que los compone, desvían nuestros pensamientos de los tristes y
lúgubres misterios que encierran. ¿Adónde van a parar esos grandes talentos que se
elevaron con tanta gloria por encima de los demás hombres y que son como un tipo
de superioridad natural, impreso por Dios en ciertas almas, si no van acompañados de
santidad? Fortuna, dignidades, nacimiento y todo cuanto el mundo más estima, se os
cuenta por nada en el cielo; nada sois a los ojos de un Dios pobre, humillado,
crucificado. Dios, que no conoce más grandeza que la suya, no canoniza más que las
virtudes que nos hacen semejantes a Él, y sólo honra a los que las poseen. Si hoy el
mundo las desprecia, algún día se verá obligado a hacerles justicia y a retractarse de
sus juicios. En aquel día en que todo lo que brilla a nuestros ojos será reconocido por
vanidad, en que el cielo y la tierra desaparecerán delante de Aquel que los crió, en que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 385
DECRETO
DE CANONIZACIÓN DEL SIERVO DE DIOS
JUAN BAUTISTA DE La Salle,
FUNDADOR DE LOS
HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS
LEÓN OBISPO,
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS.
Para perpetua memoria
Nació Juan Bautista en Reims, nobilísima ciudad de las Galias, de ilustre familia,
el 30 de abril del año 1651, para ser algún día ornamento insigne de su linaje y del
nombre cristiano. Ya desde niño dio muestras de aquella suave piedad que le
distinguió todo el curso de su vida. Aunque alegre de carácter, jamás gustó ni en su
infancia de juegos y diversiones, y tuvo sus delicias únicamente en leer las vidas de
los Santos. Y apenas pudo salir de casa, fue su principal gusto visitar los templos,
donde al pie del augustísimo sacramento de la Eucaristía y de la santa Madre de Dios
oraba tanto tiempo y con tanta gravedad y fervor que causaba admiración a los
circunstantes.
Frecuentó desde luego las escuelas, y tanto sobresalía en esto por su modestia y
aplicación al estudio, que los maestros prometían de él grandes cosas a su padre.
Elegido éste para magistrado de la ciudad, como que amaba a su primogénito Juan
más que a los otros hijos, le destinaba a aumentar y conservar su familia.
Pero otras eran las intenciones y designios de Dios. Pues con su inspiración
escogió el joven por la parte de su herencia al Señor y resolvió pedir ser admitido en el
sagrado estado clerical. No se opuso a ello su padre, según era de esperar de su piedad
para con Dios. Juan, por su parte, se mostró desde luego tan digno del hábito recibido,
que sin contradicción fue honrado con un canonicato en Reims, cargo que ilustró
aplicándose al ejercicio de las virtudes convenientes. Pasados cuatro años se
encaminó a París para dedicarse en el seminario de San Sulpicio a los estudios
teológicos.
En él dio tales pruebas de amor al estudio y santidad de vida, que todos sintieron
sobremanera su partida, cuando, por la muerte de su padre, se vio obligado a regresar
a su casa para atender a los negocios de la familia y a la educación de sus hermanos
menores, manifestando ya en su juventud admirable prudencia, y de tal suerte lo
dispuso todo, que su casa parecía casa de religiosos. El tiempo que le dejaban libre los
cuidados domésticos lo dedicaba Juan a la oración y al estudio, con la única mira de
disponerse convenientemente al sacerdocio, que constituía todo su deseo.
Y para mejor conseguir su intento, eligió por maestro de su espíritu a Nicolás
Rolando, teólogo de Reims y de eminente virtud, quien le inspiró la idea de
entregarse al sostén de las escuelas de los hijos del pueblo. Más aún: por su consejo,
como hombre que era ajeno a las cosas de la tierra, pretendió cambiar su canonicato
por la parroquia de San Pedro, lo que no pudo recabar del Arzobispo, no obstante sus
repetidas instancias, quien no quería privar a su colegio de tan excelente miembro.
Terminado el curso de Teología con general aprobación y cumplidos los veintisiete
años de su edad, fue elevado a la dignidad sacerdotal el Sábado Santo en la Iglesia
metropolitana de Reims. Al día siguiente celebró por primera vez el santo sacrificio
de la misa, sin pompa ninguna exterior, como había determinado, y llenaron de
admiración a los concurrentes los rayos de fe y caridad que desprendía su rostro. Y tal
fue su compostura exterior durante la celebración de tan alto misterio que, movidos
ante su vista los asistentes, frecuentemente concebían propósitos de mudar de vida.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 389
un como noviciado, en donde pudiesen ser mejor instruidos en el tenor de vida que
habían abrazado.
Mas, para que los niños del campo no careciesen de la instrucción que tenían los de
la ciudad, determinó al mismo tiempo el siervo de Dios abrir otro centro en que se
formasen maestros rurales, siendo éstos el origen y la norma de las escuelas que más
tarde se llamaron normales, y fueron de gran provecho a la religión y a la república.
Juan, entre tanto, celebró la primera junta general de los miembros de su Instituto,
en la que después de un retiro espiritual se acordaron y determinaron muchas cosas
tocantes a las Reglas, vestido y votos que se habían de hacer; y, el día de la Santísima
Trinidad, el Fundador con doce de Hermanos se ligaron con voto temporal de
obediencia, que diez años después, habida otra junta, se determinó fuese perpetuo.
El año de 1686, cuando, dadas las Reglas, parecía estar ya fundada la
Congregación de las Escuelas Cristianas, Juan Bautista, gran despreciador de sí
mismo, determinó poner a otro en su lugar para que desempeñase el cargo de general.
Se le opusieron en un principio los Hermanos que llamó al efecto; pero, al fin,
compadecidos de la aflicción que embargaba el corazón del santo varón, pusieron en
su lugar al Hermano Enrique l’Heureux, al que inmediatamente el Fundador, para
ejemplo de los demás, prestó obediencia el primero. Mas no aprobando este
nombramiento los vicarios generales de Reims, se vio obligado Juan a tomar de
nuevo el cargo renunciado; y dudando no hubiese sucedido esto por no ser aún
sacerdote el Hermano Enrique l’Heureux, pensó en prepararle para las órdenes; pero
la muerte se lo arrebató al poco tiempo. Juzgando el siervo de Dios que esta muerte
era prueba de que no agradaba a la divina Majestad que los miembros de su Instituto
fuesen elevados al sacerdocio, determinó dos cosas, a saber: que ningún Hermano de
las Escuelas Cristianas pudiese en adelante solicitar el sacerdocio, y que jamás se
enseñase en sus escuelas la lengua latina.
El año 1688, llamado Juan a París para fundar allí nuevos colegios, se puso en
camino con dos de sus compañeros. Una vez allí, no sólo organizó mejor las escuelas
antiguas, sino que abrió otras nuevas; fundó un noviciado para los suyos en
Vaugirard; instituyó escuelas dominicales para obreros, preludio de las que hoy
existen para enseñar las artes y conservar a la juventud en la práctica de la vida
cristiana; fundó, como lo había hecho en Reims, un seminario en que se formasen
maestros rurales; y por último, a petición del rey Jacobo II, desterrado de Inglaterra,
tomó la dirección del colegio en que serían educados en la piedad cristiana y buenas
costumbres cuarenta nobles y jóvenes irlandeses.
Mas no pudo llevar esto en paciencia el enemigo del linaje humano, y sería difícil
enumerar las dificultades que suscitó y las envidias que movió contra el siervo de
Dios. Le movieron causa judicial los socios de una corporación de maestros, que
veían con dolor ser desamparadas sus escuelas, y fueron devastadas y cerradas por la
fuerza las escuelas de los Hermanos; los amigos le negaron su benevolencia; en fin,
el mismo Juan, acusado falsamente, fue depuesto de su cargo por sus superiores
392 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
excitó su encono contra sí y contra los suyos: por artes de los sectarios, que hasta
llegaron a publicar contra el beato varón un libelo infamatorio, se halló reducida la
Comunidad de los Hermanos a la más extrema miseria, y Juan se vio después
desamparado no sólo de sus amigos, sino de muchos Hermanos que le echaban en
cara su imprudencia y excesivo celo. De este modo, condenado en París por la
calumnia, arrojado de Marsella, desamparado de todos, vivía en la más profunda
tristeza; y persuadido de que por culpa suya habían venido sobre el Instituto tantas
calamidades, se retiró a Grenoble, a fin de aplacar la justicia divina, pasando las
noches en oración o aumentando el rigor de sus ordinarias austeridades. Al mismo
tiempo instruía a los niños con profunda humildad, y, velando por el bien de sus
Hermanos, enviaba quien los visitase y escribía libros para su uso.
Mas en esto se promulgó la Bula Unigenitus, en la que el Romano Pontífice
anatematizaba los errores jansenistas; Juan consideró como deber de conciencia el
llamar junto a sí a los Hermanos que se encontraban en Grenoble, y, poniendo
claramente ante su vista el veneno oculto en las proposiciones condenadas, los
amonestó con gravísimas palabras se apartasen de toda novedad, permaneciesen
adheridos a las enseñanzas tradicionales de la Iglesia, recibiesen lo que ella recibe,
condenasen lo que ella condena y considerasen como el más sagrado de sus deberes el
prestar total obediencia a la Iglesia, cuando enseña o manda, ya por los Concilios, ya
por medio del Sumo Pontífice. No fueron inútiles las advertencias del Padre; de ello
da buen testimonio la constancia con que la Congregación por él fundada permaneció
siempre adicta a la Santa Sede.
El año 1714 fue llamado Juan a París por sus Hermanos: obedeció a su
llamamiento, mas con el fin principalmente de conseguir el propósito por largo
tiempo acariciado, que era descargarse del gobierno de la Congregación. Seguía él en
este asunto los consejos de su humildad y su prudencia, porque creía que, si uno de los
Hermanos fuere propuesto para el gobierno, los demás le estarían más sumisamente
sujetos y no se alterarían fácilmente las Reglas del Instituto. Desde entonces hablaba
de este asunto, ya con unos, ya con otros, y, aunque sus primeras tentativas resultaron
inútiles, reunida la Congregación en Ruán en la fiesta de Pentecostés del año 1717,
pudo por último conseguir sus deseos, siendo nombrado en su lugar el Hermano
Bartolomé. Tan sólo faltaba proponer a la Asamblea la revisión de las Reglas que ya
en gran parte regían y que habían sido compuestas por Juan Bautista el año 1695. Los
Hermanos confiaron al mismo Juan este trabajo, el cual, después de haber dado a su
obra la última mano, envió a todas las Comunidades de Hermanos el libro de las
Reglas que en adelante habían de observarse. Algún tiempo después el Sumo
Pontífice Benedicto XIII, encontrando estas Reglas llenas de sabiduría, de espíritu
sobrenatural y de carácter eminentemente práctico, se dignó concederles su
aprobación.
Aún pudo Juan sobrevivir dos años a estos sucesos, tiempo que empleaba en
meditar asiduamente las cosas celestiales, en macerar su extenuado cuerpo con
ayunos, disciplinas y cilicios, en dar ejemplo de obediencia, en ayudar a sus
394 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Hermanos con espirituales exhortaciones y en oír sus confesiones. Una sola vez dejó
su retiro e interrumpió su silencio, y fue en ocasión que los jansenistas tuvieron la
audacia de inscribir su nombre entre el número de los que eran vulgarmente
conocidos con el calificativo de «apelantes»; en un escrito que vio la luz pública, se
sinceró de semejante calumnia, protestando una y mil veces que nada tenía más en su
corazón y consideraba como el más sagrado de sus deberes que ser obediente y
perseverar en esta sumisión al Sumo Pontífice.
Mas para colmar la medida de los merecimientos de su siervo, permitió Dios que se
viese lleno de oprobios hasta el fin de su vida. Porque, acusado por envidia ante su
Arzobispo de una odiosa mentira, por sentencia de su mismo prelado quedó privado
de todo ejercicio de sus poderes en el fuero de la conciencia. Diose la noticia de esta
condenación al siervo de Dios, hallándose ya postrado en el lecho por su última
enfermedad, y él la recibió con grandísima mansedumbre, sin oponer nada en contra.
Acercándose la cuaresma del año 1719, juntáronse a los dolores reumáticos, que
de largo tiempo atrás venía padeciendo Juan, gran dificultad en la respiración,
ocasionada por el asma, y un golpe que le produjo en la cabeza la imprevista caída de
una puerta. Oyendo que a causa de estas enfermedades no le restaría ya largo tiempo
de vida, alegrose sobre manera con el pensamiento de que, por fin, le era dado entrar
en el gozo de su Señor. La víspera de la fiesta de San José, a quien él había
Consagrado su propia persona y su Congregación, mostró deseos de celebrar el Santo
Sacrificio, y, devolviéndole Dios repentinamente las fuerzas, pudo hacerlo al día
siguiente A vista de lo cual se llenaron de gozo sus hijos, creyendo que había
recobrado totalmente la salud. Mas pasadas pocas horas se agravó la enfermedad, de
modo que la muerte pareció inminente Advirtiéndolo Juan, quiso dar a sus discípulos
los últimos consejos con que se animasen a caminar constantemente por el camino de
perfección religiosa que habían emprendido. Además de la obediencia y de la mutua
caridad, les recomendó muy principalmente el respeto y la sumisión a la Sede
Apostólica, a la cual dijo que había enviado dos de sus hijos, para que viviesen en
Roma y atestiguaran su inviolable adhesión y la de todos los suyos. Les recomendó
que amasen con todo el afecto de su corazón a Jesucristo nuestro Salvador y que
procurasen unirse a él frecuentemente por medio de la Sagrada Eucaristía; que
constituyese sus delicias el amor a su Santísima Madre, y honrasen con culto especial
a su castísimo esposo, patrono de la Congregación.
Dos días después pidió los últimos Sacramentos de la Iglesia. Y, trayéndosele el
santo Viático del Cuerpo de Cristo, hizo adornar decentemente su aposento y que le
vistiesen sus hábitos con sobrepelliz y estola; y suministrándole nuevas fuerzas la
caridad, adoró de rodillas la Eucaristía y la recibió con suma reverencia. El jueves de
la Semana Santa se le administró la extremaunción y empleó siete horas enteras en
dar gracias a Dios. Cerca de la tarde, a instancias del Hermano Bartolomé, bendijo a
todos los miembros del Instituto. Luego se leyó la recomendación del alma,
terminada la cual, volvió a inculcar a sus Hermanos que, apartando totalmente su
corazón del mundo, viviesen y muriesen en la vocación a que habían sido llamados.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 395
Dos horas y media había estado ya en agonía y sin movimiento cuando súbitamente,
como despertando de un sueño, rezó devotamente la invocación María, madre de
gracia, prescrita a los Hermanos para la oración de la noche; luego, exclamando
«Adoro la voluntad de Dios para conmigo», alzados los ojos al cielo y puestas en
forma de cruz las manos, se durmió tranquilamente en el Señor, a eso de las cuatro, el
Viernes de la Semana Santa, 7 de abril de 1719, a los 68 años de edad.
Apenas se supo la muerte del siervo de Dios, fue uno el dolor de todos; y todos sin
excepción de clase ni condición pregonaban las virtudes y beneficios del difunto.
Habiendo sido expuesto en la capilla el cadáver revestido con ornamentos
sacerdotales, fue grande el concurso de gente, y lo mismo sucedió el día de los
funerales. Y nadie quería retirarse sin llevar algo de sus vestidos para conservarlo
como precioso recuerdo.
Lo cual nada tenía de extraño, pues era muy grande la fama y opinión que todos
tenían de su santidad. Fama que, andando el tiempo, no sólo no desapareció, sino que
se aumentó. Porque a esto se añadieron ciertos prodigios con que Dios parecía
confirmar su santidad, y al mismo tiempo daba a entender ser muy de su agrado el que
se tributasen a Juan Bautista los honores de los santos del cielo. Sin embargo, las
gravísimas perturbaciones que algún tiempo después sucedieron en la república
impidieron tan piadoso deber.
Así que, pasado mucho tiempo, se empezaron, mediante autoridad de los señores
obispos, los procesos informativos, los cuales, terminados en Ruán, en Reims y en
París, llevados más tarde a Roma y por fin jurídicamente examinados, Gregorio XVI,
de feliz recordación, selló por su propia mano la comisión de la introducción de la
causa el día 1.o de mayo de 1839.
Más tarde, jurídicamente examinados y aprobados los procesos apostólicos,
comenzó a tratarse de las virtudes en grado heroico de Juan Bautista en la
Congregación de Sagrados Ritos; y Pío IX, nuestro predecesor, el día 1.o de
noviembre del año 1873, declaró solemnemente: «Que constaba de las virtudes
teologales Fe, Esperanza y Caridad, de las cardinales Prudencia, Justicia, Fortaleza y
Templanza, y demás virtudes con éstas íntimamente enlazadas, habidas en grado
heroico; y así que se podía proceder a la discusión de los cuatro milagros».
A Nos plugo, no obstante, que, para tributar a Juan Bautista los honores de Beato,
bastaba probar tres milagros solamente. Éstos fueron: 1.° La instantánea y perfecta
curación del Hermano Adelminiano, de la Congregación de las Escuelas Cristianas,
de un ataque locomotriz progresivo. 2.° La instantánea y perfecta curación del niño
de diez años, llamado Esteban de Suzanne, de una bronquitis capilar mortal. 3.° La
instantánea y perfecta curación de María Magdalena Victoria Ferry, de una
bidropericarditis crónica incurable, complicada con otras gravísimas enfermedades.
Después de haber sido examinados estos tres milagros en tres discusiones por la
sagrada Congregación de Ritos, Nos también declaramos ser auténticos en un
solemne decreto expedido el día 1.° de noviembre de 1887.
396 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Para concluir el asunto, únicamente faltaba poner en discusión esta duda, a saber:
«Una vez asentada la aprobación de las virtudes y milagros, ¿se puede proceder con
toda seguridad a la solemne Beatificación del Ven. Juan Bautista?».
A esta pregunta respondió afirmativamente la sagrada Congregación de Ritos en
Asamblea General reunida en los Palacios del Vaticano el día 15 de noviembre de
1887, y a la que Nos también asistimos, de manera que el 27 de noviembre Nos
decretamos que: «Con toda seguridad se podía proceder a la solemne Beatificación
del Ven. Siervo de Dios Juan Bautista de La Salle. En efecto, el 19 de febrero de 1888
se celebró solemnemente en el Vaticano su Beatificación».
Después de esto quiso Dios por la intercesión del Beato obrar otros muchos
milagros. Entre los cuales solamente dos fueron elegidos y propuestos para impetrar
la Canonización. El primero se obró en el joven Leopoldo Tayac, alumno del colegio
de Rodez, en Francia. Este joven fue atacado el año de 1888 de una pulmonía que los
médicos juzgaron incurable por haberse inficionado la sangre. Conocida que fue la
gravedad del enfermo, el Director del Colegio mandó que le encomendasen al Beato
Juan Bautista de La Salle. Recrudeció, sin embargo, la enfermedad con terribles
convulsiones que turbaban totalmente el espíritu del joven desgraciado y agitaban de
manera horrible su cuerpo débil. No por eso desconfió el Director; antes con mayor
confianza exhortó a los suyos para que le encomendasen con mayor fervor en sus
oraciones. Hallábase presente la madre para recoger el postrer aliento de su hijo, que
por momentos parecía exhalar el último suspiro, cuando de repente, como quien
despierta de un sueño, dirige a su madre una tierna mirada, la reconoce y le dice que
ya está sano.
En efecto, los médicos, llenos de admiración, confesaron que había desaparecido
enteramente tan grave enfermedad.
El segundo milagro tuvo lugar en el mismo año en una casa religiosa llamada
vulgarmente Casa Nueva, cerca de Montreal. El Hermano Netelmo, del Instituto de
los Hermanos de las Escuelas Cristianas, a causa de una lesión en la espina dorsal,
había contraído tan grave inflamación de la sustancia gris que vino a degenerar en
paraplejía total; hincháronsele las piernas cubiertas de profundas llagas. El infeliz
imploraba auxilio de lo alto, pero en vano; entonces aconsejole el Superior que
acudiera al Beato Fundador, y exclamó «Si quieres, puedes sanarme». Apenas había
acabado su oración, cuando sintió vigor en las piernas, y dejando a un lado la muleta,
empieza a andar con segura planta, sin que le quedase señal alguna de sus llagas.
Discutidos estos milagros en tres ocasiones, como previenen los cánones, Nos el
día 30 de abril del año antepasado, fallamos favorablemente la probanza de los dos
milagros alegados: es a saber, la curación repentina y total de Leopoldo Tayac, de una
gravísima pulmonía, acompañada de mortales síntomas cerebrales, y la súbita y
perfecta curación de Netelmo, Hermano de la Congregación de las Escuelas
Cristianas, curado de poliomielitis crónica lumbar transversal y de las úlceras de una
pierna.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 397
ÍNDICE
Aviso
. . . . . al
. . lector
........................................................... <199>
Capítulo IV: Amor del señor de La Salle a Nuestro Señor Jesucristo . . <481>
I. — Caracteres de su amor a Jesucristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <481>
II. — Su recurso continuo a Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <482>
III. — Su unión constante con Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <482>
IV. — Del cuidado que ponía en imitar a Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <483>
V. — Su ardiente deseo y sumo empeño de asemejarse a Cristo . . . . . . . . . . . . <483>
Aprobación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <502>
Índice. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <503>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 409
<2b-1...>
<2b-1>
COMPENDIO
de la Vida de algunos Hermanos del Instituto de las Escuelas Cristianas
fallecidos en olor de santidad
PREFACIO
La norma que se sigue de no adelantar nada sobre el testimonio de
quienes han visto con sus ojos y oído con sus orejas, obliga a hacer en
pocas palabras el relato de las virtudes de algunos discípulos del señor
De La Salle, cuya vida fue el buen olor de Jesucristo.
El fervor en los primeros años del Instituto de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas era tan grande, los ejemplos de virtud eran tan heroicos y frecuentes en la
persona de su fundador, y el celo de sus primeros discípulos para imitarle era tan
ardiente, que sólo la virtud deslumbrante se dejaba notar. De ahí el olvido que se ha
dado entre ellos de las virtudes mediocres y de los hombres poco distinguidos en
virtud. También de eso proviene el olvido de numerosos actos de extraordinaria
virtud en sí mismos, pero que se consideraban como ordinarios y comunes por su gran
número, y por las muchas personas que daban ejemplo de ellos. Por otro lado, el
estado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas no permitía que residieran siempre
juntos, o mucho tiempo, por la necesidad que conlleva de separarlos y hacerlos
pasajeros en las escuelas de regiones distintas y alejadas, y por eso los que más se
distinguieron en la carrera de la perfección se quedaron con frecuencia sin los testigos
de su santa vida, de modo que ahora no sabe uno a quién dirigirse para recabar
información. Incluso, habiendo fallecido ya la mayoría de estos testigos, y los otros
estando dispersados, ya no es posible recoger testimonios. Lo poco que se dirá
permitirá juzgar de lo demás. El día del Señor nos revelará mucho más. Dios tiene sus
designios cuando no nos muestra todo lo que podríamos y querríamos conocer de la
vida de sus almas escogidas, a las que Él guió al cielo por la vía estrecha.
Tampoco ha sido por casualidad que conozcamos tan pocas cosas de la vida de los
patriarcas, de los profetas y de los hombres ilustres en santidad que ha precedido la
ley de gracia. La divina
<2b-2>
412 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Es justo que en este breve compendio de Vidas de algunos discípulos del señor De
La Salle demos la preeminencia a quien fue su sucesor en el gobierno del Instituto, y
que convertido en superior del santo varón, se consideró siempre como su humilde
discípulo. Si se tratase aquí de hacer sólo el elogio del Hermano Bartolomé, bastaría
decir que fue el hijo más apegado a su padre, el discípulo más sumiso a su maestro y la
imagen más perfecta del santo fundador. Se vio honrado con su mayor confianza, fue
depositario de sus secretos más ocultos, compañero casi inseparable de su persona y
testigo familiar de su proceder. Llegó a ser el primer heredero de su autoridad después
de haber recibido las primicias y la plenitud de su espíritu. Ejerció la autoridad con
tanta perfección que los Hermanos no creían haber perdido a su padre, ya que poseían
a este hijo que tan bien se le parecía y que le representaba perfectamente. Era el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 413
CAPÍTULO I
1. Su nacimiento y su familia
El Hermano Bartolomé, nacido de una familia humilde y sin brillo, no tuvo nada de
grande ante el mundo sino su virtud. Sus padres eran pobres pero temerosos de Dios,
y petenecían al número de personas de quienes la Sagrada Escritura llama sencillas,
justas y rectas de corazón. El padre realizaba por empleo lo que el hijo hizo en su vida
por vocación: era maestro de escuela, pero maestro de escuela cristiana; pues si al
estar obligado a vivir de su empleo no podía ofrecer sus servicios de forma gratuita,
los hacía santificantes, ejerciendo el trabajo con piedad y tratando de inspirar el temor
de Dios a los que acudían a recibir sus lecciones. Esta disposición, tan necesaria a
quienes instruyen a la juventud, y tan rara, sin embargo, en quienes la ejercen como
mercenarios, le conquistaba la confianza de los habitantes del lugar donde vivía. Era
estimado y considerado; con plena confianza le encomendaban la instrucción de una
infancia que guarda sus primeras impresiones, tanto para el bien como para el mal,
desde que recibe las primeras enseñanzas o desde que contempla los primeros
ejemplos. Su madre, semejante a su marido, era una de aquellas mujeres prudentes
que hacen la dicha del hombre y que Dios le promete en la Escritura como
recompensa de su virtud, o como don de su pura liberalidad: piadosa, modesta,
tranquila, amiga de la paz y de la unión; ella hacía las delicias y la riqueza de quien la
poseía, y vivía con él sin ruido, sin disputas, e igualmente respetada tanto dentro
como fuera de la casa.
El fruto de su matrimonio fueron dos niños gemelos, herederos ambos de su virtud,
que era la única riqueza que tenían que esperar.
414 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
El hijo de quien hablamos, llamado José en el bautismo, tuvo durante toda su vida
tierna devoción hacia su santo patrono. Nació el 11 de febrero de 1678 en una
localidad llamada Saint, de la diócesis de Cambrai.
Su padre, de apellido Truffet, que no poseía otros bienes que dejarle, le dio en
herencia su piedad, que tuvo mucho cuidado de que la recibiese con la leche con que
fue amamantado y de educarlo en el temor del Señor. Antes de que el niño aprendiese
a hablar, el padre le enseñó lo que un cristiano debe saber, y cultivó con diligencia
aquella tierra que no tarda en producir el fruto de los vicios o de las virtudes, según lo
que en ella se siembre.
El buen padre no sembraba en tierra ingrata; encontraba en su hijo un corazón
preparado por la gracia que sólo mostraba inclinación hacia el bien, y una docilidad
adecuada para recibir las huellas de las más alta virtud. De ese modo, el niño crecía a
sus ojos en edad y en piedad. Ayudado, como parece, por el Señor con las bendiciones
de su dulzura, sólo se mostraba en él la repugnancia por el mal y su inclinación al
servicio de Dios. Siendo sumiso con sus padres, constituía sus delicias, era manso y
bondadoso por carácter, se mostraba amable
<2b-5>
con todo el mundo; inclinado a la oración y modesto en la iglesia, servía de modelo
para todos sus compañeros.
cuando el vicio está próximo. Si la virtud más sólida y más veterana tiene motivo para
temblar en su presencia, la experiencia demuestra que el contagio con el mismo es el
tropiezo más funesto, en el que la virtud que comienza llega a fracasar, y que no se
tarda mucho en llegar a ser como aquellos a quienes se frecuenta. El mal se aprende
fácilmente en medio de quienes lo practican; y no se tarda mucho en cometerlo
cuando se lo ha conocido. El contagio del vicio, semejante a la peste, hace rápidos
progresos en el corazón de quienes lo ven. En cuanto uno es testigo del mismo, se
hace culpable, sobre todo en los primeros años de la vida.
titubeo entre preferir el amor al Creador o a la criatura. Por eso, confuso por igual por
la ternura de su corazón y por la atracción de su espíritu, se apresuró a olvidar la casa
paterna y tomar el camino hacia el Desierto.
penitente como el de la Trapa, pero mucho más abyecto. El fruto que sacó de aquella
ilustre escuela de penitencia fue un nuevo deseo de encontrar este género de modelos
que imitar, parecidos a los que acababa de contemplar.
Obligado a dejar la Trapa, buscó por doquier este nuevo modelo, y no quedó
satisfecho hasta encontrarlo, que fue en la nueva comunidad del señor De La Salle,
donde quedó sorprendido
<2b-8>
y admirado de poder seguir el plan de penitencia que se había trazado; pero la mano
de Dios no le guió a ella de forma inmediata. Al salir de la Trapa entró en una casa
muy diferente, el Priorato de Canónigos Regulares, cuyo prior deseaba tanto la
reforma como sus religiosos la temían. El nuevo enviado, que al prior le pareció un
hombre capaz de secundar sus piadosos planes, fue recibido como enviado del cielo.
Del mismo gusto y con el mismo espíritu, intentaban ya con ejemplos comunes
reproducir la antigua regularidad y el primitivo fervor, cuando el plan se deshizo casi
al mismo tiempo en que fue concebido; pues los religiosos antiguos, amigos de la
vida libre y relajada, obtuvieron de los primeros superiores que el noviciado se
suprimiera. De este modo, nuestro joven eclesiástico, recién entrado por una puerta,
fue arrojado por otra. El prior, desalentado al ver fracasar sus piadosos proyectos,
propuso otro camino a su novicio, a quien consideraba como persona de grandes
esperanzas, y adecuado para favorecer el plan de una reforma. Le propuso ir a otra
casa, de disciplina más mitigada que la suya, donde habría posibilidades de introducir
el cambio. Pero esta propuesta no satisfizo al hombre que buscaba más fervor, y que
se consideraba incapaz de resucitar algo que ya estaba apagado. Es lo que replicó al
prior, que se vio forzado a permitir que se fuera, aunque con mucho sentimiento, pues
con esta retirada veía cómo fracasaban todos sus planes de reforma.
quiso saber detalladamente el género de vida de este nuevo Instituto, y a quién había
que solicitar la entrada. Se informó, y supo que si él tenía por la mortificación, la
pobreza, las injurias y las ignominias la inclinación que inspira el Evangelio, podría
satisfacerla en la nueva Congregación. El relato que de ella le hicieron, a pesar de lo
horroroso como era para la naturaleza, le ensanchó el corazón. Al mismo tiempo oyó
una voz secreta que, tal como lo relató él mismo, le decía: He ahí el lugar a donde
Dios te llama. Fiel a la voluntad de Dios, sin atender a la carne ni a la sangre, corrió, a
ejemplo de san Pablo, hacia donde le llamaba la gracia, tomando el camino de París.
Pero mientras caminaba a grandes pasos, se apoderó de él una profunda tristeza, que
sólo podía venir del demonio, y poco faltó para que le hiciera volverse atrás.
Dios, toda su premura fue ir a buscar a su Ananías. Lo encontró y fue recibido con la
caridad que le era habitual.
8. Su ingreso en el Noviciado
Cuando el siervo de Jesucristo se vio en la casa de los Hermanos, su gozo, mayor
aún de lo que había sido su tristeza, le hizo sentir que estaba en el lugar a donde Dios
le llamaba, y que era, por fin, el momento de realizar el plan de perfección que se
había propuesto. Su ingreso en el Noviciado le enseñó que no había entrado en un
lugar de descanso, sino en un campo de batalla. Allí puso su plaza de armas, y no
pensó sino en combatir a los tres enemigos del hombre: el mundo, el demonio y la
carne; de ese modo llegó a ser en seguida el modelo de los demás. El fervor, la
mortificación, la modestia, la regularidad, el silencio, el recogimiento, la mansedumbre y
la docilidad de aquel recién llegado, aleccionaban a los novicios más adelantados,
que podían seguir sus pasos caminando con más rapidez por las vías espinosas de la
perfección, y que tenían en él un capitán, que aunque era el último llegado, era el
primero en la marcha.
El yugo del Señor, que el demonio había presentado al soldado de Jesucristo como
un peso agotador, le pareció al principio tan dulce que creyó hallarse en el paraíso
terrenal; pero el demonio no le permitió gozar de sus delicias durante mucho tiempo,
pues igual que hizo con Adán en el Edén, a quien tentó y consiguió arrojarle de él,
tampoco dejó durante mucho tiempo tranquilo a este fervoroso novicio, e hizo todos
sus esfuerzos para sacarle de un lugar en el que se hacía
<2b-10>
más formidable cada día. La oración y la apertura de corazón fueron los recursos del
novicio contra la tentación, y vio que se disipaba, al menos por algún tiempo, al
recurrir a Dios con fervor y descubriendo su pena con humildad y candor a quien
ocupaba para él el lugar de Dios.
Durante este tiempo de calma, continuado en seguida por furiosas tempestades
contra su vocación, recibió el hábito de Hermano con tanta alegría como miedo tuvo
al principio, y consideró como insigne honor llevar las libreas de la pobreza, a
ejemplo de quien siendo la fuente de todos los bienes, desposó nuestra indigencia,
como dice san Pablo. Este hábito, considerado en aquel momento como hábito de
ignominia, lejos de causarle vergüenza, convirtiéndose para él en una lección de amor
a los desprecios y a los oprobios, le enseñaba a recogerlos con santa avidez. Parece
que, tratándose de un vestido de gloria, se podría decir con el profeta: Me regocijaré
en el Señor, y mi alma, impregnada de dulzura, saltará de gozo en su Dios, porque me
ha revestido del hábito de la salvación, y envuelto en un vestido de justicia, y que me
ha adornado como esposo que lleva la corona sobre su cabeza, y como esposa
adornada de collares de perlas y de piedras preciosas.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 421
El nombre de Bartolomé, que se le dio, fue otra lección que le instruyó sobre lo que
tenía que hacer bajo este nuevo hábito, si quería sacar de él el fruto y merecer la
recompensa. Esta lección le enseñaba que el Instituto naciente sólo quería personas
dispuestas a sufrir en el alma el martirio que el santo apóstol había sufrido en su
cuerpo, es decir, hombres que tuviesen el coraje de despojarse, o más bien, de
arrancarse, según la expresión de san Pablo, del hombre viejo para revestirse del
nuevo; suplicio que realmente no tiene nada de sangriento, según lo advierte san
Bernardo, pero al cual hacen más cruel la duración y la dificultad. Sólo saben lo que
eso cuesta quienes se aplican a morir plenamente a sí mismos y a vencer con generosa
y continua mortificación todos los instintos de la naturaleza y las sorpresas del amor
propio. La víctima tiene siempre el cuchillo en la garganta, y es inmolada en todo
momento, sin recibir ningún golpe mortal, y está siempre viva y siempre agonizante,
y prueba lo que dice un santo doctor de la Iglesia, que la vida de un cristiano perfecto
es una cruz y un martirio continuo. Nuestro novicio tuvo experiencia de ello. Para
llevar con justo derecho el nombre de Bartolomé, quiso imitar el martirio del santo
apóstol, y se entregó sin reserva y sin descanso al combate contra la carne y los
sentidos, contra los vicios y las pasiones, contra las repugnancias y las inclinaciones
naturales.
Semejante violencia contra la naturaleza, haciendo sentir al fervoroso discípulo del
señor De La Salle todo lo que la mortificación tiene de horroroso, no podía durar
demasiado tiempo sin que manifestase sus quejas, que fueron los gritos de la carne,
forzada hasta el extremo, que parecieron despertar al enemigo y renovar todas sus
tentaciones.
armaba su celo y mostraba que eran los principios ordinarios de la relajación y de los
grandes desórdenes en las comunidades. Aunque era muy tranquilo de
temperamento, no podía ver sin inquietud y sin alarma que se violara el silencio, y su
vigilancia sobre este artículo era tan grande que se hubiera hecho incluso molesto y
pesado si no fuera porque trataba con personas de buena voluntad. En cuanto a
aquellos que se sentían afligidos por tentaciones y penas del espíritu, la experiencia
que él había tenido en este terreno lo movía a mostrarse lleno de ternura e ingenioso
para consolarlos. Aleccionado por sus propias enfermedades, había aprendido qué
tenía que decir a los enfermos y cómo había que dirigirlos; de manera que podían
tener la seguridad de no tener en él un maestro duro e incapaz de comprender
<2b-13>
sus debilidades, sino un hombre que, después de haber sido tentado de todas las
maneras, sabía con qué caridad hay que actuar con quienes están en la misma
situación. Es lo que dice san Pablo de Jesucristo, y es lo que el Hermano Bartolomé se
aplicó a imitar en este digno modelo. Los ejemplos apoyaban sus instrucciones, y las
hacían eficaces. Estaba atento a mortificarse en todo y por todo, y transmitía a sus
Novicios el precepto de la abnegación cristiana, dulce y sencilla, por la manera alegre
y contenta con que la ponía en práctica.
14. Después de hacer este voto, supo que su padre había muerto,
y conoció la desolación de su madre, que le conjuraba
a que no la abandonase
El Hermano Bartolomé hizo en momento muy oportuno los votos de los que
acabamos de hablar; pues si lo hubiera diferido, hay motivo para creer que la noticia
de la muerte de su padre, que conoció casi de inmediato, y las insistentes peticiones
de su madre para que volviera junto a ella para consolarla y ser el cayado de su vejez,
hubiera alimentado la tentación que le impulsaba a salir. El Hermano Bartolomé, que
tenía un corazón muy tierno, después de haber llorado la muerte de un padre a quien
amaba inmensamente, le rindió el tributo de sus oraciones, el único que podía
aliviarle en la otra vida. Pero a su madre no le podía prometer nada, después de
haberse consagrado a Dios y ligado con doble voto a su vocación, y por eso le rogó
que no contara más con un hijo que no podía prestarle otro servicio sino ante Dios.
Esta respuesta acabó de consternar a aquella madre desolada.
<2b-14>
En aquel momento se consideró doblemente viuda, por la muerte de su marido y por
la pérdida de su hijo. En consecuencia, al ver perdida su esperanza de que el hijo
llenara el lugar del padre para alimentarla con sus bienes y consolarla con su
presencia, sus lágrimas, semejantes a las de la madre de Tobías, no terminaban nunca
pues no tenían posibilidad de recobrar a quien era causa de ellas.
satisfechos de sus propios sentimientos, y que pretenden dar órdenes más que
consejos a quienes les consultan, se le veía contento, siempre por igual, cuando su
superior no le comunicaba sus planes, y cuando parecía que no hacía mucho caso de
sus luces. Esta humilde disposición, dejándole tranquilo, le hacía mucho más
prudente, y ambas virtudes le hacían más querido al señor De La Salle, y ganaba su
confianza cada vez más. Eso es lo que no pudieron ver sin cierto despecho algunos de
los Hermanos más antiguos, que pensaban que su edad, su experiencia y sus talentos
debían atraerles con preferencia la estima y la confianza del santo fundador.
Chocados por el mérito de una persona que consideraban como un neófito en el
Instituto y del crédito que tenía, en ocasiones le manifestaban su resentimiento, y
como si su virtud les molestara, se consideraban tan ofendidos de su paciencia como
de su autoridad en la casa.
¿Pero cuál es la fuerza de la perfecta virtud? Se hace admirar incluso de aquellos
mismos que la critican, y pronto o tarde sus censores se convierten en panegiristas.
Eso es lo que ocurrió con el maestro de Novicios. Su constancia en mostrarse sordo y
mudo respecto de quienes le censuraban, y su aplicación a vencer sus críticas con
testimonios diarios de caridad, ganó, al fin, su corazón y atrajo su admiración,
después de haber sido objeto de su envidia. Acabada esta prueba, sucedió otra, pues
tal fue el proceder de Dios con su siervo. Le ejercitó con toda clase de tentaciones.
Las primeras fueron las más difíciles, pues ponían en peligro su vocación. Las que
siguieron eraan domésticas e intestinas, y por eso más hirientes; pero sólo sirvieron
para ejercitar su virtud y hacer que brillase más. Las últimas, que fueron las
enfermedades, al dejarse sentir sólo en el cuerpo, fueron adecuadas para purificar un
alma que sólo buscaba a Dios y que deseaba llegar a ser semejante a Jesucristo
sufriente.
Resoluciones de mi Retiro
10. Pensaré a menudo que seré juez de mis pensamientos palabras y obras, y
particularmente de las palabras inútiles.
11. Nunca juzgaré a nadie, para no ser juzgado; sino que conforme con el consejo del
Apóstol, me juzgaré a menudo a mí mismo, para que el Señor no me juzgue.
12. Me consideraré siempre como el servidor y el último de todos mis hermanos,
considerando en ellos a Nuestro Señor, y sirviéndoles como al mismo Jesucristo.
13. Me consideraré siempre como el servidor de los alumnos; cuando esté encargado
de ellos, pediré a Dios por ellos, y consideraré a Nuestro Señor en ellos.
<2b-16>
14. Cuando recite el Pater, lo haré para tributar mis homenajes a Nuestro Señor,
cuando lo recitaba en la tierra, por amor de Dios y por mi prójimo, mis
superiores, mis hermanos, mis amigos y enemigos, bienhechores, y por las almas
del purgatorio.
15. Al desplazarme por la casa, rezaré a Dios recitando el rosario u otra oración;
procederé del mismo modo cuando vaya por la ciudad.
16. Trataré de rezar siempre con recogimiento y mucha atención, y de una manera
digna de Dios y con fervor.
17. Trataré de no decir nada, ni hacer nada, ni pensar nada para mi propia
satisfacción, sino por el amor y la gloria de Dios, en unión con Nuestro Señor
Jesucristo, sin cuya gracia no soy ni puedo nada.
Tales fueron las reglas que se impuso a sí mismo el Hermano maestro de Novicios,
y la fidelidad con que las observó le hizo digno de llegar a ser el sucesor del señor De
La Salle en el gobierno del Instituto. El santo fundador, viéndose ejemplo de su
divino maestro enfrentado con la contradicción, perseguido por todas partes en París
y como objeto de envidia para muchas personas, para quienes él estaba de más en la
nueva Comunidad, a la cual querían gobernar a su modo, tomó, por fin, la decisión de
ceder y de esconderse a sus ojos, para apartar, en lo sucesivo, de la cabeza de sus
hijos, los nuevos golpes con que atacaban al padre. Pero antes de eclipsarse, examinó
cuidadosamente delante de Dios a qué Hermano debía dejar en su lugar para gobernar
la sociedad.
Había varios que tenían edad, espíritu, mérito y experiencia y que parecían dignos
de su elección. Con todo, prefirió al Hermano Bartolomé porque reunía en su persona
las cualidades propias para el gobierno: la regularidad y la vigilancia, la
mansedumbre y la firmeza, la piedad y la discreción. Cuanto más lo pensó el santo
varón ante Dios, más se afianzó en la elección. Con todo, antes de dar el paso, quiso
probar nuevamente al Hermano, para ver si su virtud no fallaría. Habiéndole
encontrado sólido e inquebrantable, le expuso su plan, le dio las instrucciones
necesarias para mantener el orden y la regularidad, y le comunicó la manera como
debería proceder durante su ausencia. Cuando hubo preparado todo, el hombre de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 429
Dios, convencido de que no tendría nada que temer por su Instituto mientras el timón
estuviera en manos de tan buen piloto, desapareció y dejó a todo el mundo en la
ignorancia del lugar de su destierro voluntario de París.
19. Todos los Hermanos le reconocen como superior, salvo dos o tres
De todos los miembros de la sociedad, sólo hubo dos o tres que no quisieron
someterse a este nuevo jefe y que formaron cisma. Estos espíritus indóciles e
inquietos no estaban molestos por la ausencia del señor De La Salle, pues eso
favorecía su inclinación por la independencia y el deseo que tenían de vivir en
libertad. Su conducta desarreglada se fue incrementando de día en día, cuando se
dieron cuenta de que no tenían que temer la censura del vigilante fundador. Su lejanía,
tan favorable para su relajación, fue el pretexto con que justificaron sus
irregularidades y su rebeldía. Para hacerlos volver a su deber, el nuevo superior puso
por obra todo lo que una caridad esclarecida puede inspirar, uniendo los consejos a las
oraciones, y les conjuró para que no fueran por más tiempo piedra de escándalo para
sus Hermanos. Pero no fue escuchado, y con dolor vio despreciados sus prudentes
consejos y sus caritativas consideraciones, que sirvieron de peldaños a aquellos
orgullosos para descender a lo más profundo del abismo del pecado. En fin, después
de haber colmado sus antiguas y nuevas inquietudes, tuvieron que ser expulsados de
una sociedad de la cual se habían convertido, desde hacía tiempo, en el deshonor. Los
principales Hermanos se reunieron, y santamente irritados contra estos miembros
pestíferos, se decidieron a separarlos de su cuerpo, por miedo a que el contagio de su
maldad llegase más lejos.
Al purificar con esta severidad a su congregación de aquellas personas peligrosas,
vengaron al mismo tiempo al padre y al hijo, es decir, al señor De La Salle y al
Hermano Bartolomé, que habían sido ofendidos. Aquellos díscolos
<2b-18>
habían sido la cruz del santo fundador, y habían ejercitado su paciencia desde hacía
mucho tiempo. Sin regularidad, sin subordinación, sin respeto por sus consejos, sin
sumisión a sus órdenes, llevaban el hábito de Hermano sin tener el espíritu y sin
practicar las virtudes. Con gran extrañeza de todos los demás, que con gemidos
esperaban o su conversión o su expulsión, el hombre de Dios los había soportado con
una longanimidad excepcional; pero al final llegó la hora de expulsarlos, y se puede
decir que la separación de sus miembros dañados fue la salud del cuerpo, y que el
castigo que Dios sacó del abuso que habían hecho de sus gracias fue la venganza de
las penas que habían causado al señor De La Salle.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 431
lugar era del gusto de estas dos humildes personas, y ambos se lo disputaban con igual
calor. El primer puesto era objeto de su antipatía,
<2b-19>
y ni uno ni otro se avenían a ocuparlo. El señor De La Salle encontraba que el
Hermano Bartolomé estaba en posesión de la cualidad de superior, y tenía más de una
razón para mantenerlo en ella. Él quería ver, por fin, durante su vida, a un Hermano al
frente de los otros, para que su muerte no diera ocasión de menoscabar esta forma de
gobierno. Quería encerrarse en la vida oculta, abyecta y dependiente, y morir como
Jesucristo, víctima de obediencia. Quería hacer justicia a la prudencia del Hermano
Bartolomé, aprobar su proceder por un acto auténtico, sometiéndose a él, y de ese
modo llevar a los Hermanos a hacerlo por una nueva elección de su superior. Por
razones opuestas, el Hermano Bartolomé no quería serlo. Se consideraba el más
indigno; temía los precipicios que oculta el primer puesto, y sobre todo, tenía
vergüenza de ver a sus pies a un sacerdote, un doctor, su confesor y su padre en
Jesucristo.
El señor De La Salle, a quien la carta de los Hermanos de París, de San Dionisio y
de Versalles había llamado a París, rechazando todavía retomar el gobierno de la
sociedad, y decía que para obligarle era preciso que los Hermanos de Provenza
manifestasen por escrito que consentían en ello. El Hermano Bartolomé escribió a sus
Hermanos para informarles del asunto, y añadió a su carta una copia de la escrita por
los Hermanos de París, que había conseguido que volviera el señor De La Salle, con
el fin de que todos los Hermanos de las diversas localidades la firmasen. Sólo había
unas palabras cambiadas; en lugar de le rogamos que vuelva, puso le rogamos que
retome el gobierno de la sociedad. Los Hermanos de la Provenza recibieron la carta,
y en seguida la remitieron, ya firmada, a París.
Este acto, humillante para el señor De La Salle, produjo todo su efecto. Los hijos,
por su parte, triunfaron de la humildad de su padre, haciendo que la practicara; le
obligaron a encargarse del gobierno de la sociedad obligándole a que se sometiera a
su orden. El santo varón fue el único afligido. La alegría de sus discípulos no pudo ser
mayor. El Hermano Bartolomé, en particular, en el colmo de sus deseos, por ver al
santo fundador y verse a sí mismo en el lugar que convenía a uno y otro, sólo pensaba
en llevar vida de abyección y de dependencia, que el señor De La Salle le había
comunicado, y por la cual los dos sentían el mismo atractivo; pero quedó frustrado en
su esperanza. La humildad del maestro salió victoriosa de la del discípulo, pues supo
acomodar la sumisión que deseaba rendir al cuerpo de la Comunidad de los
Hermanos, con la que él deseaba ejercer hacia cada uno de ellos en particular, no
manteniendo, del título de superior, más que el nombre, y encontrando la forma de
revestir al Hermano Bartolomé de toda la autoridad. Éste, encargado de todo, porque
el otro le remitía todos los asuntos, siguió siendo el verdadero superior, y el señor De
La Salle sólo lo conservó en apariencia. Esta apariencia era todavía demasiado para el
santo varón. El nombre de superior le incomodaba y afligía su humildad. Ése fue el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 433
motivo por el que no gozó de plena paz hasta que aquel que ejercía las funciones tuvo
también el título.
23. Proceder del nuevo superior bajo la mirada del señor De La Salle
Tal como le pintamos en su cargo de maestro de Novicios, así fue también en el
puesto de superior. Vigilante y exacto en la observancia de las reglas; manso y firme
para castigar la transgresión; atento a la guarda del silencio, severo con quienes lo
violaban; afable y previsor con los Hermanos; bondadoso y generoso con los
postulantes; caritativo y siempre dispuesto a escuchar a quienes deseaban hablar, y,
en fin, tierno y compasivo con quienes se sentían tentados. Todo lo veía, sin ser por
ello poco recogido; el cuidado que ponía para el progreso de los Hermanos en la
perfección no le hacía perder de vista el suyo propio. Cuando no había podido
cumplir las horas destinadas a la oración y a los ejercicios de piedad, las tomaba de su
reposo y del tiempo de las comidas, y siempre era a costa del cuerpo como su alma se
compensaba del tiempo que los asuntos le habían quitado. Era tan fiel y tan exacto en
este punto que incluso en los viajes más largos y fatigosos no se acostaba sin haber
recitado antes su rosario y hecho su oración. Siempre ocupado y lleno de asuntos que
atender, parecía tan tranquilo como quien no los tuviera; y cuando estaba en oración,
se hubiera pensado que estaba totalmente vacío de todo comercio con las criaturas: tal
era la impresión que daba de que estaba lleno de Dios.
<2b-21>
El fondo interior que su inviolable fidelidad a la oración alimentaba y cultivaba, le
proporcionaba estas luces que le iluminaban en toda ocasión y que dirigían sus
gestiones, le enseñaban lo que tenía que decir y hacer en los momentos difíciles, y a
emplear tan bien el tiempo que lo tenía para todo. Ocupado unas veces en responder a
las cartas de los directores de las casas y a las rendiciones de cuenta de los Hermanos,
lo hacía con tanto cuidado que cada uno de ellos hubiera podido pensar que sólo
pensaba en él. Y otras, atendiendo a los distintos asuntos, espinosos y molestos, salía
de ellos como una persona que sale de la oración o que la comienza, totalmente
tranquilo y dispuesto a pensar en Dios. ¿Alguna vez tenía que reprender y corregir?
Lo hacía de manera que su corrección perdía su amargura, y que quien la recibía se
sentía obligado a dar las gracias. ¿Tenía que escuchar a los que estaban afligidos con
penas interiores o atormentados por escrúpulos? La acogida que les dispensaba les
animaba a abrir su corazón, y les persuadía de que nunca se sentía enfadado o cansado
de sus repeticiones. Era tan asiduo a todos los ejercicios de comunidad como si no
tuviera otra cosa que hacer; enseñaba con sus ejemplos que la mejor devoción es
sacrificarles todas las demás devociones particulares que los dificultan. Su atractivo
le impulsaba a menudo a ir a mezclarse con los novicios para oírles hablar de Dios en
las conversaciones, o para hablarles con sencillez de corazón. Se fijaba en todos y les
mostraba luego los defectos que debían corregir y la manera de conseguirlo. Los que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 435
En efecto, todos los Hermanos, casi tan afligidos como él por la pérdida de su padre
común, necesitaban que se enjugaran sus lágrimas, y que se les prohibiese
derramarlas sin discreción y sin medida; pues unos decían que su alma era inaccesible
al consuelo después de pérdida tan grande; otros, que la vida se les había hecho
molesta, y que la muerte tenía atractivos para ellos, por el deseo de reunirse con su
santo padre; y había otros, incluso, que le conjuraban a unir sus oraciones a las suyas,
para obtener una pronta muerte. Esto le obligó a él mismo a moderar su aflicción,
mandando a los demás que limitaran su dolor, y que enjugaran, finalmente, las
lágrimas que eran inútiles para quien era objeto de las mismas, pero que podían ser
perjudiciales a quienes las derramaban sin medida. Se puede ver cómo se explicaba él
mismo en una de sus cartas sobre este asunto, que hemos recogido en la vida del señor
De La Salle.
Esta escuela estuvo favorecida por el ilustre prelado de Saint-Omer, que la deseaba
con pasión, y los concejales de la ciudad la aceptaron con la prontitud y el celo que
muestran las gentes de esta tierra para todas las obras buenas. En poco tiempo la casa
destinada a Escuelas de caridad y para sus maestros, cuyo proyecto lo dio el Hermano
Bartolomé, estuvo terminada para ser habitada. Terminado este asunto con rapidez y
eficacia, otro asunto de naturaleza bien diferente y mucho más difícil le obligó a
tomar el camino de Calais, a petición de los Hermanos que residían en esa ciudad.
Estos pobres Hermanos estaban afligidos y llamaban a su padre para que les
consolara y para acordar con él el medio de librarse de la tiranía de los novadores,
bajo la cual gemían desde hacía tiempo. La ciudad de Calais, a pesar del celo y de la fe
de sus habitantes, y de los Magistrados, que se habían declarado a favor de la sana
doctrina, era para los Hermanos, inviolablemente unidos a las decisiones de la Santa
Sede y al cuerpo de los primeros Pastores, un lugar de inquisición, donde no se les
permitía que tuvieran otros sentimientos que los del obispo diocesano. El párroco de
Calais, con algunos otros eclesiásticos prosélitos suyos, quería dominar su fe de tal
manera, que no tenían ninguna libertad de conciencia. Incluso les recriminaba que se
confesaran con sacerdotes no apelantes y que asistieran a la santa misa en la iglesia de
los religiosos que se distinguían por la profesión de la doctrina católica.
Semejantes a los primeros cristianos, que se veían obligados a ocultarse para
participar en los divinos misterios, buscaban sitios alejados para recibir en secreto los
sacramentos de mano de ministros católicos. La sola sospecha de que lo habían hecho
les atraía crueles persecuciones. En una palabra, sus pobres Hermanos, mártires de
una Constitución aceptada por todas las órdenes del reino con toda la solemnidad
requerida, eran tratados como rebeldes por los partidarios de la nueva doctrina, que
sólo les prometían paz cuando hubieran firmado la apelación.
El remedio de este mal no estaba en las manos del Hermanos Bartolomé, y no pudo
hacer otra cosa que enjugar las lágrimas de los Hermanos afligidos, y mezclar las
suyas con las de ellos. Sin embargo, para no faltar en nada a lo que podía hacer,
resolvió visitar a los perseguidores, con el fin de suavizar su actitud, si era posible, y
obtener de ellos la libertad de conciencia para sus Hermanos. Pero creyó que era
oportuno ver antes a los Magistrados y principales de la ciudad, siempre muy afectos
a los Hermanos, y pedirles que siguieran protegiéndoles. Fue recibido por ellos de
manera muy amistosa, por lo que quedó consolado. Todos se ofrecieron para ser
defensores de las Escuelas caritativas y protectores de los maestros. Todos se
declararon contra los novadores, y le prometieron servir de salvaguarda a sus
Hermanos contra sus ataques.
El Superior del Instituto, tan bien apoyado por toda la ciudad de Calais, se aventuró a
visitar al párroco, que era apelante, y a sus amigos, bien preparado para escuchar sus
quejas y su mal humor. Con todo, fue recibido mejor de lo que esperaba. La
conversación comenzó, incluso, con un elogio del proceder de los Hermanos, que no
cabía esperar de una boca enemiga; pues reconoció que sus enseñanzas eran muy
438 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
útiles, que el fruto producido era la mejora general de la juventud, y que su modestia,
su sencillez y
<2b-24>
su piedad servían de maravillosa edificación. Sin embargo, añadió que su regularidad
había decaído; pero al rogarle que dijera en qué, sólo lo explicó con palabras vagas y
ambiguas, afirmando que sus conversaciones no se acomodaban a sus reglamentos. A
eso se redujeron todas las quejas sobre el asunto. Había otros, pero como eran
adecuados para honrar la pureza de fe de los Hermanos, procuró no tocarlo. Sin
embargo, dejó escapar cierto reproche sugiriendo que parecía que habían perdido
hacia él la primera confianza y el anterior respeto, y que frecuentaban menos la
parroquia. «Vuestro primer reproche, señor —respondió en pocas palabras el
prudente Superior—, es cierto. Pero la causa de ello son las novedades de los tiempos.
El segundo, en cambio, no tiene fundamento, pues los Hermanos van todos los días
con sus alumnos a la iglesia parroquial». Esta breve respuesta cerró la boca del
párroco, que buscó otros motivos de queja. Un encuentro que había tenido con el
Hermano Director le proporcionó la materia. La conversación había versado sobre los
asuntos del tiempo, y el Hermano, lejos de parecer someterse a las lecciones del cura
apelante, combatió la nueva doctrina con calor. Este celo le pareció al párroco una
falta de respeto, que merecía un castigo. Lo mínimo que exigía era que se le
desterrase de la ciudad de Calais, y es lo que pidió al superior. El Hermano Bartolomé
le replicó: «Yo puedo quitaros este Hermano, pero si lo quito no podré reemplazarlo,
pues no hay ninguno de los nuestros que quiera exponer su fe por tener que
relacionarse con los novadores». Estas palabras dieron al párroco ocasión para
abordar estas materias. Preparó su veneno con todo el arte posible, después de
adornarlo con palabras rebuscadas y con palabras dulces e insinuantes y modales
bondadosos. Así se lo presentó, pensando que era una persona simple y fácil de
sorprender; pero en seguida se percató de que tenía que habérselas con un buen
teólogo, y así la conversación no duró mucho tiempo.
El motivo que había llevado al Hermano Bartolomé desde Saint-Omer a Calais fue
el mismo que le obligó a ir desde Calais a Boloña. Los Hermanos de esta ciudad,
perseguidos como los de la otra, a causa de la Constitución, deseaban ver a su
Superior para recibir sus consejos y para consolarse con él. El momento era
favorable, pues los más duros enemigos estaban ausentes. El Hermano Bartolomé no
pudo, pues, negar a sus Hermanos este consuelo, pero su estancia en Boloña fue corta,
ya que partió al cabo de tres días, después de haber recibido muchos elogios de la
fidelidad de sus discípulos a la fe de la Santa Sede, tanto del conjunto de los primeros
pastores como de la boca de los Magistrados, así como de ecelsiásticos y religiosos a
quienes visitó.
Por lo demás, la persecución no hacía más que comenzar en Boloña, y muy pronto
se hizo más furiosa, después de la marcha del Hermano Bartolomé, pues el prelado,
intentó por todos los medios imaginables atraer a los Hermanos a sus doctrinas, pero
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 439
ternura, y a algunos de ellos les testimonió que era la última vez, lo cual les llenó de
dolor. Luego se puso en camino hacia Chartres, donde le esperaban desde hacía
tiempo. Algunos Hermanos le acompañaron por el espacio de una legua, y luego le
dieron el último adiós, derramando lágrimas. Su estancia en Chartres no fue larga.
Después de haber terminado con rapidez los asuntos que le habían llevado allí, se
apresuró a volver a Ruán, donde su presencia era muy necesaria, y llegó con buena
salud, pero no duró mucho, pues después de algunos días de descanso, que hubieran
debido restituirle las fuerzas, cayó enfermo. Al principio el mal no parecía
importante; parecía sencillamente como efecto de la fatiga y de sus viajes, hechos a
pie, muchos de ellos durante los fuertes calores del verano, de manera que parecía que
sólo necesitaba algún reposo junto con mejor alimentación. Pero la enfermedad no
tardó en agravarse. En cuanto el fervoroso superior sintió que su mal podía tener
malas consecuencias, hizo llamar a un eclesiástico de su conocimiento, para
confesarse con él. La hizo como la última de su vida, con la vergüenza y la contrición
de un hombre lleno de fe, preparado para comparecer ante su juez, tratando de repasar
todos los años de su vida en la amargura de su alma, y acusándose de todo lo que
podía presentarle como mayor pecador y humillarle más.
En cuanto se vio en peligro, su primer cuidado fue pedir los últimos
<2b-26>
sacramentos, que recibió con una fe y una devoción capaces de conmover a los más
endurecidos. El segundo fue dar a conocer su enfermedad a sus dos Asistentes, uno de
los cuales residía en París y el otro en Reims, para que estuviesen preparados para
adoptar las medidas necesarias para después de su muerte, y para proveer al bien del
Instituto. Esta triste noticia no se les dio de inmediato, sino después de haber
permitido que expresaran su justo dolor con abundantes lágrimas; luego se serenaron
para acudir cuanto antes junto al enfermo; pero su diligencia fue inútil, pues le
encontraron ya en la sepultura. Al principio, la sorpresa y la tristeza les dejaron sin
palabra; luego dieron al difunto el justo tributo de sus lágrimas; y al fin, recuperados,
sólo pensaron en avisar a todos los Hermanos de su pérdida, para pedir sus oraciones
por el digno Superior, y para interesar a todos a que solicitaran la misericordia de
Dios pidiéndole otro superior semejante. Así lo hicieron mediante la carta siguiente:
divina misericordia dándonos él mismo un sucesor que pueda caminar tras las huellas
del difunto. Podemos decir con toda verdad que la mano del Señor nos ha golpeado de
manera muy sensible al privarnos de tan digno guía, cuya vida y muerte han sido para
nosotros motivos de gran edificación. Todos vosotros sois testigos de ello, carísimos
Hermanos. Permitidnos, pues, que os digamos que debemos adorar los secretos
impenetrables de los juicios de Dios, poniendo ante nuestros ojos aquellas palabras
de Job: El Señor nos lo dio, y ahora nos lo quita; ¡bendito sea su santo Nombre!
Durante su enfermedad se ha mantenido siempre en una completa y perfecta
sumisión a las órdenes de Dios, abandonándose absolutamente a Él, para el tiempo y
para la eternidad. Sin embargo, la víspera de su muerte, después de haber recibido los
sacramentos, tuvo que sufrir molestas tentaciones de desesperación, que le hicieron
sufrir mucho, pero por la misericordia de Dios se repuso perfectamente cinco o seis
horas antes de su fallecimiento, y aseguró que no tenía parte alguna en todo lo que
había dicho en los tristes momentos en que no era dueño de sí, y dio pruebas
verdaderas y muy sensibles de una perfecta conformidad con el beneplácito de Dios,
con profunda confianza en su bondad y en su misericordia. Dijo, incluso, en presencia
de cuatro de nuestros queridos Hermanos, unas horas antes de su muerte, que había
visto a la Santísima Virgen con el señor De La Salle, nuestro querido padre, y que le
habían hablado. No pudo decir más, pues en seguida entró en una especie de sueño
letárgico hasta el último suspiro, que dio con tan gran tranquilidad que podemos creer
que su alma gozaba interiormente de una apacible calma.
<2b-27>
Ahora, pues, carísimos Hermanos, que Dios le ha llamado a sí, sólo nos queda
ofrecer nuestros votos y oraciones al Señor para el alivio de su alma, para que tenga a
bien concederle misericordia y librarle de las llamas del Purgatorio, si aún está allí
detenida; y a unirnos de corazón y de espíritu, todos juntos, aunque alejados unos de
otros, como hacían los cristianos de la Iglesia primitiva, para pedir día y noche al
Señor, con lágrimas y gemidos, con oraciones muy ardientes y frecuentes
comuniones, como hacían los santos apóstoles con relación a la elección de san
Matías, que nos dé a conocer (Él, que conoce el fondo de los corazones) a aquel a
quien haya escogido y destinado para sucederle. No nos fijemos, carísimos
Hermanos, en cualquier vano título de honor, de antigüedad, de edad y de condición;
pero tratemos de descubrir, con la ayuda de las luces del Espíritu Santo, a aquel a
quien ha escogido para dirigirnos durante esta vida mortal, en la justicia y en la
santidad, por la que mereceremos alcanzar una gloria inmortal. En San Yon, el 16 de
junio de 1720».
Esta carta que informaba al mismo tiempo a los Hermanos de la enfermedad y de la
muerte de un superior que se había ganado totalmente sus corazones, su estima y su
confianza, reabrió en sus almas la llaga que aún no estaba bien cerrada por la muerte
del señor De La Salle. Se consideraron como huérfanos abandonados, y pensaron que
habían perdido todo al perder, después de a su santo fundador, a aquel que poseía su
espíritu en mayor medida, y que les gobernaba con una prudencia y mansedumbre
442 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
tales que hay pocos ejemplos. Pero Dios, que siempre tiene sus ojos sobre sus hijos, y
que en las Sagradas Escrituras quiere ser tenido por su defensor, dio a los Hermanos
otro superior según su corazón, que les aseguró en poco tiempo que el difunto seguía
viviendo en su persona.
El Hermano Bartolomé fue inhumado con la sencillez ordinaria entre los
Hermanos, en la iglesia de San Severo, barrio de Ruán, en la capilla de Santa Susana,
cerca de la tumba del señor De La Salle, su santo padre en Jesucristo, sin duda por una
disposición particular de la divina Providencia, que quiso reunir después de la muerte
a dos hombres tan unidos durante la vida.
Parece como si Dios, al conceder al hijo el honor de ser enterrado cerca de su padre,
quiso recompensar a los ojos de los hombres la unión inviolable que el Hermano
Bartolomé mantuvo durante toda su vida con el señor De La Salle, en lo más intenso
de sus persecuciones, la sumisión perfecta que prestó siempre a sus órdenes con
humildad edificante, y el respeto profundo que siempre tuvo hacia él.
Se ha podido ver en este compendio de la vida de este segundo superior de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, que su característica peculiar era la piedad
generosa y humilde, que le inspiraba gran desconfianza en sus propias luces y le
comprometía constantemente a recurrir a las de otro, y someterse a ellas. De ahí ese
fondo de prudencia y de mansedumbre que hacían tan amable su gobierno; ese fondo
de paciencia y de caridad que le permitían soportar los desprecios, las persecuciones
y los defectos de otro sin muestra de resentimiento; el fondo de ternura y de
compasión hacia quienes se sentían tentados, que les abría sus corazones y les ganaba
su confianza; ese fondo de vigilancia y de regularidad, que le hacía inflexible para la
observancia de las mínimas reglas; en fin, ese fondo de bondad y de firmeza con que
sazonaba tan bien sus correcciones que se hacían eficaces sin ser amargas, cuando
salían de su boca.
He ahí, abreviado, el retrato del interior del Hermano Bartolomé, que hay que
<2b-28>
aumentar un poco más, para satisfacer los deseos de los Hermanos que guardan por su
memoria un respeto, una estima y una ternura que el tiempo no debilita. Eso es lo que
vamos a hacer en el capítulo siguiente, después de que digamos algo sobre el
Hermano José, uno de los dos Asistentes del Hermano Bartolomé, del que hablamos
anteriormente. Los servicios que prestó al Instituto durante casi treinta años merecen
que se le dé un lugar adecuado en esta historia.
Este Hermano fue recibido en París por el señor De La Salle hacia el año 1700, a la
edad de 20 años. Era natural de la localidad de Lerzi, cerca de Marle, en la Picardía.
Su fervor fue tan grande en el noviciado que algunos años después fue encargado de
conducir a los Hermanos y luego realizar la visita de las casas, en lugar del Hermano
Director de la casa de París, que tantas penas causó al señor De La Salle, tanto aquí
como en la Provenza, donde abandonó la sociedad, con gran escándalo de los
Hermanos. Si el Hermano José ocupó los cargos de este apóstata, no participó para
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 443
nada de su espíritu. Estuvo siempre plenamente unido al señor De La Salle, y fue uno
de los fieles discípulos que nunca le abandonaron en sus grandes persecuciones.
También fue el sostén del Hermano Bartolomé, que descargaba sobre él la mayoría de
los asuntos internos y externos, para los que tenía mucha habilidad. Amaba la
regularidad, el buen orden, el progreso de los Hermanos en la virtud y la mejora del
Instituto. Era infatigable, y se escuchaba tan poco a sí mismo, que cuando se trataba
de la gloria de Dios y del bien de la sociedad, nada podía detenerle. Estaba aquejado
de molestas enfermedades, entre ellas sufrió durante más de quince años un catarro
que le causaba tos violenta y casi continua; sin embargo, nunca buscó, ni en sus
enfermedades ni en el rigor de las estaciones, un pretexto para dispensarse de lo que la
obediencia exigía de él. Por eso se ganó, y conservó siempre, la confianza del
fundador, del Hermano Bartolomé y de sus sucesores. El señor de Pont-Carré, padre,
primer Presidente del Parlamento de Ruán, le honraba con su benevolencia y con su
estima, a causa de su virtud y de sus modales sencillos e ingenuos. Siempre que este
Hermano acudía a su palacio, le daba una acogida cariñosa; y la familiaridad con que
le recibía demostraba que se alegraba mucho de verle y de oírle hablar. Después de
tres o cuatro años de ausencia, el Hermano fue a visitarle, y el Magistrado le dijo que
si había regresado para residir en San Yon, eso le comprometía a ir a verle con más
frecuencia. Este caballero dio también muestras de la alta estima que le profesaba por
el pesar que manifestó cuando murió, lo que ocurrió de esta manera.
El Hermano José fue enviado a París para terminar con el cardenal de Bissy y las
autoridades de la ciudad de Meaux el establecimiento de los Hermanos en este lugar,
y se tomó tanto trabajo y tantas fatigas, que cayó enfermo de cansancio, en la casa de
los Hermanos, en París. Murió pocos días después, el 21 de febrero de 1729,
confortado con los sacramentos, que recibió con grandes sentimientos de piedad y
una perfecta resignación a la voluntad de Dios.
<2b-29>
CAPÍTULO II
Las virtudes del Hermano Bartolomé
que no agradaban a los buenos católicos. Por ello recibió incluso reproches por parte
de algunos de ellos cuyo celo tenía más fuego que luz.
<2b-32>
«Me he dado cuenta —dice él mismo en una de sus cartas— de que se ha conocido
lo que yo escribía a nuestros Hermanos en lo tocante a la sumisión que debemos tener
a N. S. padre el Papa y a la Iglesia, pues un obispo me ha hecho reproches sobre ello;
pero no me he espantado ni desalentado».
En otra ocasión recibió algunos reproches sobre una carta que había escrito para
mover a sus Hermanos a tener prudencia sobre este asunto, y respondió en pocas
palabras al que le había encontrado motivo para criticar los sabios consejos que había
dado: «He escrito esta carta con muchas precauciones y después de pedir buenos y
sabios consejos, y sin interesar mi conciencia; pues consulté con el superior general
del Seminario más famoso de Francia y a algunas personas competentes de una de las
órdenes religiosas más florecientes y más útiles en la Iglesia. Nada me mortifica tanto
como los reproches sobre este tema, porque considero que atañe a mi fe como algo
muy delicado». En seguida, para mostrar que no era por debilidad ni por relajación
por lo que defendía los intereses de la fe, y por lo que aconsejaba a los discípulos
emplear muchas precauciones en ocasiones tan delicadas, añade: «Por lo demás, he
tenido el honor de recibir reproches y amenazas por haber tratado de mantener a
nuestros Hermanos en la fe, y se me han quejado por esto, como si hubiese cometido
algún exceso, aunque sin razón».
En efecto, todo lo que olía a novedad le resultaba insoportable; era el testimonio
que daba en las conversaciones que tenía con sus Hermanos, diciéndoles que había
que evitar con cuidado hasta la sombra de la novedad, y apegarse a la sana doctrina de
nuestros Padres, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda. Sobre este asunto, algunas
veces exclamaba: «Bendigo a Dios porque me concedió la gracia de nacer de padres
profundamente católicos, y porque me ha dado tan grande aversión por toda novedad.
Gracias a Dios, soy buen católico y espero serlo toda mi vida».
Se llenaba de consuelo cada vez que recordaba el artículo del Testamento del señor
De La Salle en el que exhorta a sus queridos hijos a ser muy sumisos a la Iglesia de
Roma. Observemos, decía a menudo, la última voluntad de nuestro querido padre.
Los Hermanos, distribuidos por diversas diócesis, en algunas de las cuales las
nuevas doctrinas tenían acogida, a menudo se ganaban el mal humor de los superiores
que las seguían; y tuvieron que sufrir en varios lugares todas las penas que los
rebeldes, que sacudían el yugo de la autoridad, promovían contra ellos, por mantener
la unión inviolable al centro de la unidad y al cuerpo de los primeros pastores. En
esto, hay que alabar a los de Calais y Boloña, porque soportaron mayores combates y
merecieron más brillantes coronas.
En efecto, la tormenta que retumbaba por un lado y por otro, caía de vez en cuando
sobre algunos, y al fin se desató sobre los Hermanos con toda su furia. Sin repetir lo
que ya se dijo en la vida del señor De La Salle, nos limitaremos a decir que el ya
448 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
2. Su espíritu de fe
El Hermano Bartolomé no se contentaba con defender su fe y la de sus hijos del
contagio de los errores; se aplicaba a inspirarles el espíritu de fe y a llenarse del
mismo, como el espíritu que debe ser común a todos los cristianos y que es propio de
los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Por eso su vida fue, totalmente, una vida de
fe, tal como debe ser la del justo, y de todas las reglas del Instituto, la que le pareció
más esencial y la que trató de observar con más cuidado fue la que prescribe no actuar
450 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
sino por espíritu de fe, de tener siempre a Dios presente y de no perder nunca el deseo
de complacerle en todo.
Por medio de este espíritu de fe miraba todos los acontecimientos, malos o
agradables, como procedentes de la mano de Dios, y llenos de respeto y de sumisión a
las órdenes del Altísimo, y aquellas palabras de Job: El Señor me lo dio, el Señor me
lo quitó, bendito sea su santo Nombre, eran las únicas que permitía pronunciar a su
boca, a ejemplo de su santo padre, el señor De La Salle, que las tenía en tanta
consideración que hizo de ellas la divisa de la sociedad.
Para preservarse de la molicie, a la que la naturaleza se inclina con todo su peso, y
para excitar a la práctica de virtudes austeras, acudía a la ayuda de algunos textos
escogidos de la Sagrada Escritura, que llamaba pasajes de fe, y los convertía en el
tema ordinrio de sus pensamientos a lo largo del día. La lectura de la Sagrada
Escritura era uno de sus placeres más sensibles, y era tan regular a alimentarse de esta
palabra de Dios, que es el alimento del alma, como a dar al cuerpo lo que necesitaba.
Incluso en los viajes y en las ocupaciones más apremiantes, no se dispensaba de ella.
No podía cansarse, decía, de bendecir a Dios porque hubiera inspirado al señor De La
Salle a ordenar en la Regla que todos los Hermanos llevaran siempre consigo el
Nuevo Testamento, y que no dejara de leer en él ningún día, con sentimientos de fe
viva, de íntima reverencia y con la piedad debida a las palabras del Verbo encarnado.
Procuraba inspirar e imprimir esta devoción en el corazón de todos los suyos, y les
recomendaba practicar todo aquello que leían, y que expresaran con obras los
sentimientos de su corazón.
<2b-35>
No era menor su solicitud para atraer su atención sobre el punto de la Regla que les
manda regular todos sus pensamientos, juicios, proyectos y deseos con la luz de la fe,
y de animar con el espíritu de fe todas sus acciones.
A uno de ellos le escribe: «Trate de guiarse siempre con miras de fe; este proceder
le hará ciego en la obediencia y le hará mirar la voluntad de Dios en todo lo que haga y
en todas las cosas mortificantes o disgustosas que le sucedan; pues tiene que esperar
que va a encontrar cruces por todas partes, y si tiene cuidado de verlas con miras de fe,
las recibirá como regalos del cielo. Hay que imitar y seguir a Jesucristo por la práctica
de las virtudes, de las que nos dio ejemplo».
Un Hermano le escribió, en cierta ocasión, para informarle del éxito de un largo y
penoso viaje, y en su respuesta le manifiesta el gozo que tiene por ello, y le ruega que
se conduzca en adelante por espíritu de fe. «Estoy muy contento de que haya llegado
con buena salud; pido a Dios que se la conserve; hablo de la salud del cuerpo, que
usted ya sabe lo que puede conservarla. Desearía también que supiese conservar la
salud del alma. Le recomiendo, pues, que se sirva de los remedios que la preservan,
tales como la obediencia y la regularidad, y sobre todo el obrar sólo por espíritu de fe,
lo cual producirá en usted la modestia y el recogimiento que le son necesarios».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 451
Estaba convencido de que no se puede hacer nada que sea de gran mérito ante Dios
sin este espíritu; por ello no cesaba de insistir y conjurar a los Hermanos, en nombre
de Jesucristo, a que animaran hasta las mínimas acciones con miras de fe, y se llenaba
de alegría cuando sabía que alguien, dócil a sus avisos, cumplía esta práctica.
En otra de sus cartas dice: «Mi carísimo Hermano: He recibido su última carta en
Ruán, a la que no he podido responder de inmediato a causa de un viaje que he hecho
a París, donde me hallo desde hace seis semanas. De muy buena gana quisiera
cambiarle del lugar donde está para venir a esta provincia de Francia, y también para
proporcionarle algún tiempo de retiro en el Noviciado, y para retomar allí el espíritu
de nuestro Instituto, que es el espíritu de fe, como usted me pide. En espera de que
podamos hacer lo que desea, le exhorto y le ruego con todo mi corazón que se
conduzca en todas sus acciones por miras de fe, que cierre los ojos para no ver las
faltas de sus Hermanos, y que las atribuya, si las ve, a la malicia del demonio y a la
debilidad humana. En esas ocasiones es cuando hay que actuar por espíritu de fe,
entrando en el interior de sí mismo para ver sus debilidades. Ahora bien, para guiaros
con miras de fe, como conviene que lo haga, debe prestar atención a la vida y al
proceder de Nuestro Señor, a las máximas y verdades que practicó y enseñó, a la
obligación que todos tenemos de conformar nuestra vida con la suya, y a tener las
mismas miras, los mismos deseos y los mismos sentimientos que Él, pues es
necesario que los predestinados se le parezcan por la conducta de su vida exterior e
interior, excepto en la práctica de sus milagros».
Así era como este santo Hermano sacaba del buen tesoro de su corazón cosas
antiguas y nuevas, como dice Jesucristo, para animar a sus Hermanos a hacer todas
sus acciones con la mira y por el amor de Dios; pero si ponía tanto
<2b-36>
cuidado para inspirarles sentimientos de fe, no era menor el celo que ponía para
sostenerlos. «No basta —decía— con echar los cimientos de un edificio; es necesario,
luego, construir encima, pues de lo contrario los cimientos resultarán inútiles;
igualmente, no basta con haber comenzado a entrar en el espíritu de fe; luego se
necesita vivir sólo por este espíritu».
3. Su confianza en Dios
Su confianza en Dios era proporcional a su fe, y estaba inspirada por la
desconfianza que tenía en sí mismo; pues como es el orgullo el que engendra la
presunción, y la presunción es en sí misma una especie de pecado capital, raíz y
fuente de todos los demás, es la humilde desconfianza de sí mismo la que inspira
confianza en Dios al alma noble.
En realidad, esta virtud fue de gran ayuda a un hombre que, en la ausencia del señor
De La Salle y después de su muerte, estuvo encargado de una congregación naciente,
pobre, abyecta y enfrentada a la contradicción. ¿En qué otra mano, sino en la del
452 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Por lo demás, como la muerte del señor De La Salle había sido la desgracia que más
afectó en vida al Hermano Bartolomé, también fue ésta la que le proporcionó mayor
confianza en Dios y le impulsó a abandonarse al cuidado de la divina Providencia.
En efecto, por la pérdida tan necesaria a su familia, al dejarla huérfana, el Hermano
Bartolomé se vio encargado de numerosos Hermanos, tan pobres como él; y en
calidad de ser el mayor y el tutor, encargado también de proveer a sus necesidades, de
guiar sus negocios y de sostener todo el peso del gobierno. Todo su recurso, en aquel
momento, fue volverse hacia Aquel que habita en los cielos y tiene sus ojos abiertos
sobre la viuda y sobre sus hijos, que abre la mano y reparte sobre todo animal su
bendición. Y no se equivocó, pues antes de morir pudo ver los cuidados paternales
que Dios tuvo con su familia y los progresos que hizo en todo sentido, después de
haber gemido durante tanto tiempo bajo el peso de las persecuciones; y vio también
los preparativos que la casa de San Yon comenzaba para agrandarla y hacerla
floreciente. Es lo que escribió a un Hermano a propósito de la muerte del santo
fundador, en estos términos: «Espero que el Señor no nos abandone, y que mientras
nosotros tengamos el cuidado de servirle con fidelidad y según el espíritu de nuestro
Instituto, Él tendrá la bondad de bendecirnos y las puertas del infierno no
prevalecerán contra nosotros». Tenía cuidado de alimentar a sus Hermanos con el
mismo alimento, y recomendarles en todas las cosas gran confianza en Dios y un
sincero abandono a los cuidados de la Providencia. Sobre este tema solía hacer que
recayesen las conversaciones que tenía con ellos. Si los veía pusilánimes y faltos de
coraje en las dificultades, temerosos y desconfiados sobre el futuro, les reprendía
amablemente, haciéndoles sentir la amenaza de estas palabras del Espíritu Santo: ¡Ay
de los que vacilan en su corazón, que no confían en Dios, porque Dios no los
protegerá!
Por lo demás, tenía el mismo cuidado en prevenir contra la falsa confianza, que es
efecto o principio de la presunción. Quería que su confianza en Dios por los bienes de
la gracia estuviese fundada sobre el santo temor que nos inspira la Sagrada Escritura,
que nos manda obrar nuestra salvación con temor y temblor y que nos enseña a
humillarnos en la incertidumbre, de saber si somos dignos de amor o de odio.
Con este espíritu, a quienes se mostraban demasiado solícitos por el día presente y
por las necesidades futuras, les inculcaba la seguridad que da Jesucristo a todos de
que no les faltará nada a quienes busquen el reino de Dios y su justicia. Los remitía a
la experiencia del Rey profeta, que a menudo asegura que nunca ha visto abandonado
al justo, y daba como garantía de esta verdad a la Sagrada Escritura entera, que en
cada página confirma sea con ejemplos, sea con sentencias.
Si veía a otros asentados en una falsa o peligrosa seguridad, que mostraban
verdadera presunción bajo el nombre de confianza, les manifestaba el temor que tenía
por ellos; y después de decirles cuánto motivo tenían para temblar, concluía que había
que estar ciego para no ver los
<2b-39>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 455
peligros a los que todo hombre está expuesto sobre la tierra, o estar endurecido para
no sentirlos. Para nosotros, añadía, no hay seguridad sino después de la muerte, en el
seno de la feliz eternidad. Mientras vivimos, nuestra suerte es incierta; y si no
podemos saber si somos dignos de amor o de odio, menos aún podremos estar seguros
de que nuestro lugar esté a la derecha o a la izquierda de Aquel que vendrá a juzgar a
vivos y muertos.
Como la confianza en Dios, lejos de debilitar nuestra resignación a la voluntad de
Dios y nuestro abandono a su benevolencia, debe alimentar estas virtudes y
mantenerlas en un ejercicio constante, advertía a menudo a sus Hermanos que se
sometieran a Dios su voluntad, esperando en su bondad, y que tuvieran cuidado de
aprovechar las continuas ocasiones de mortificación que su Providencia nos
proporciona, abandonándose a su querer, que a veces es amargo, pero siempre
amable.
«Participamos —escribe a un Hermano— de la pena que usted siente. De buena
gana hubiéramos querido concederos lo que pidió, pero no nos fue posible. Tenemos
que adorar las disposiciones de la Providencia, que así lo ha permitido».
En fin, como a menudo Dios nos quiere conceder todo lo que le pedimos cuando
estamos dispuestos nosotros mismos a no negarle nada, no descuidaba de hacer notar
a sus discípulos que el gran medio de obtener de Dios todo lo que deseamos es
concederle a Él todo lo que nos pide, y no tener con Él ni retorno, ni reserva, ni
egoísmo. Sobre este asunto escribe así a un Hermano: «Le ruego que no sea tan
reservado con Dios, pues me parece que está pidiendo de usted un completo
sacrificio, y que supere todos los obstáculos que le hacen inclinarse de los dos lados,
que le impiden practicar la virtud y le llevan al desaliento. La tibieza en su oración
proviene sin duda de su resistencia a los toques interiores del espíritu de Nuestro
Señor, que le impulsan a darse a Él por entero. Tiene usted que obedecerle, aunque
sólo sea para reconocer la gracia que le hizo de llamarle a una vida más perfecta, para
que pudiera imitarle más fácilmente. ¡Qué honor para usted! ¡Qué bondad de un Dios
tan grande! Preste atención a ello, por miedo a que se calle y no le hable más, y que,
por tanto, no haga oídos sordos cuando usted quiera oír sus divinas lecciones y recibir
sus luces. No caiga en la tibieza de forma insensible y vaya de una falta a otra mayor.
Ruegue a Dios de todo corazón, carísimo Hermano, que le haga fiel a la promesa que
le hizo de ser todo de Él, sin reserva; pídale que su voluntad sea en todo conforme con
la de Él, a fin de que forme un solo espíritu con Él; intente también ver la voluntad de
Dios en la de los superiores y en las reglas de nuestra sociedad, y ser muy fiel en todo
ello; de ese modo conseguirá más facilidad para hacer oración, cumplir sus ejercicios
de piedad y practicar las virtudes convenientes a nuestro estado, todo él apostólico.
No dejo de rezar por usted; le ruego que lo haga también por mí, que quedo todo suyo
en el amor de Jesús y de María».
456 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Se hacía la presencia de Dios tan familiar que parecía que le veía y le hablaba por
todas partes. Su conversación con Él no terminaba casi nunca, y cuidaba de renovarla
con frecuentes y fervorosas oraciones jaculatorias, que su boca pronunciaba a
menudo para expansionar su corazón. El provecho que obtenía de esta piadosa
práctica le impulsaba y le inspiraba gran celo para recomendarla a los demás. La
experiencia le enseñaba cuán importante y necesaria es para la vida espiritual, y no
cesaba de exhortar a los Hermanos a hacer de ella una costumbre, que puede hacerles
el recuerdo de Dios tan fácil como lo es la respiración.
Este trato íntimo con Dios, que le iluminaba en todo lo que tenía que hacer, le hacía
fiel y exacto cumplidor de sus deberes, pero sin apuro ni esfuerzo. Esta exactitud no le
volvía escrupuloso ni abstracto, ni molesto consigo mismo; tampoco le hacía
importuno, molesto ni pesado con los demás. De este amor a Dios nacía el profundo
coraje que le hacía magnánimo en las empresas más costosas. No encontraba ni penas
ni dificultades cuando se trataba de la gloria
<2-41>
de Dios, o encontraba agradable vencerlas o superarlas. En cuanto se le manifestaba
la voluntad de Dios, no le paraba ningún obstáculo. Corría hacia donde ella le
llamaba, a menudo con perjuicio para su reputación, o incluso con peligro de su vida.
recibir una carta de su Superior que me ha ganado. Yo le vi cuando pasó por aquí. No
es muy hermoso de cara, pero su carta es tan hermosa que merecería ser impresa.
Esto se dice en el informe que hizo el señor George, canónigo de Mâcon.
Por lo demás, si la naturaleza fue ingrata con nuestro bondadoso Hermano, la
gracia fue con él muy liberal, y le concedió los dones del Espíritu Santo como al hijo
mayor de la familia. Le comunicó el arte, tan raro, de gobernar con mansedumbre y
sabiduría, y le fue confiado el de ganar las almas para Dios; y él hizo servir ambos
para la gloria de Dios.
Este digno sucesor del señor De La Salle en su celo, como también en su cargo, no
perdía ninguna ocasión de instruir a los que querían escucharle. Cualquier momento
era adecuado para ello, pero sobre todo el de los viajes, pues le daba posibilidad de
unirse en el camino con personas pobres, como carboneros o pastores, y podía
enseñarles la doctrina cristiana. Si veía que estaban instruidos, les enseñaba a usar
santamente las dificultades de la vida y a santificar sus acciones y trabajos cuidando
de ofrecérselos a Dios y haciéndolos por su amor. Si veía que eran ignorantes o
indóciles, redoblaba su cuidado para enseñarles lo que no se puede ignorar sin peligro
de la salvación, o para conmover sus corazones con palabras amables e insinuantes,
que en general resultaban eficaces.
En la casa de San Yon, donde residía de ordinario, su celo le llevaba a estar entre
los jóvenes internos, y le inducía a tomar todas las medidas que una caridad ingeniosa
inspira para atraerlos a Jesucristo. Con unos se mostraba como padre tierno; con
otros, como maestro prudente; amigo amable para unos; juez severo para otros; pero a
todos trataba de acercarlos a Dios; con palabras afectuosas a las almas inocentes,
inspirando la virtud y depositando las primeras semillas
<2b-42>
en los corazones cuya edad les hace dispuestos a recibirlas; apartando de los senderos
del pecado a aquellos cuya inclinación les lleva a él; intimidando con el temor las
conciencias ya endurecidas por el pecado. Les hablaba en público, y otras veces en
particular; estudiaba el corazón de cada uno y trataba de hacerse con la llave para
introducir en él a Aquel que lo hizo para sí.
El mismo celo le llevaba con mucha más frecuencia al Noviciado, para animar con
su presencia todos los ejercicios e inflamar el fervor con sus palabras, y para dar y
recibir ejemplos recíprocos de virtud. Su examen recaía en seguida sobre todo lo que
en él se practicaba y sobre el modo como se hacía, cuidando de que el espíritu interior
fuera el alma de los ejercicios y de que cada acto tuviera como principio un motivo de
fe. Sobre estas ideas asentaba el corazón de los novicios en las conversaciones
particulares con cada uno de ellos, que no tenían nada oculto para él, y se complacía
en trazarles el detalle circunstanciado de sus disposiciones interiores. En aquellos
momentos, su caridad se acomodaba a cada uno, consolando a los afligidos,
fortaleciendo a los pusilánimes, humillando a los altivos y soberbios, excitando a los
flojos, alentando a los tímidos, tratando con afecto a los principiantes, etc.; de ese
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 459
modo probaba a los fuertes y dejaba a todos renovados en el espíritu e inflamados por
el deseo de llegar a ser hombres nuevos. Si acaso encontraba algunos indóciles a su
voz y poco sensibles a sus reflexiones, doblaba las rodillas ante ellos, y hablándoles
desde esta postura suplicante, obtenía por sus lágrimas y oraciones lo que no había
podido ganar con sus razones y reprimendas.
Los que estaban alejados de él no quedaban excluidos de su vigilancia. Los tenía
presentes en su espíritu, y su corazón les acompañaba por doquier, y los guiaba con
sus prudentes consejos, como de la mano, por los senderos de la justicia. Su especial
cuidado consistía en refrescarles sin cesar el recuerdo de su santo fundador. «Le
exhorto —escribía a uno de los Hermanos— a poner en práctica las advertencias y los
avisos que nuestro bondadoso padre quiso dejarnos, y a imitar su vida». Lo mismo
recomienda a otro, al comunicarle la noticia de la muerte de otro Hermano que había
llevado una vida muy santa. He aquí lo que dice: «Carísimo Hermano, le saludo muy
afectuosamente, y le comunico el fallecimiento de nuestro querido Hermano Plácido,
ocurrido el 11 de diciembre de este año, de 1714. Este buen Hermano ha fallecido
como había vivido. Había ingresado con nosotros a la edad de diecinueve años y ha
vivido desde entonces cuatro años y medio. Era de una familia honrada. Sus virtudes
particulares han sido un gran horror del mundo, profundo amor por el retiro, amplia
apertura de corazón para con sus superiores, una obediencia y una regularidad
admirables, una modestia, paciencia y unión con sus Hermanos plenamente
edificantes, profunda piedad y mucha generosidad en el combate que tuvo que
sostener contra el demonio. En fin, mostró estas hermosas virtudes en sus
enfermedades, y sobe todo en la última, que duró nueve días, y durante la misma
rezaba a menudo, a pesar de sus fuertes dolores. Poco antes de morir recitó el Te
Deum y el Gloria in excelsis, entonó un cántico y tuvo la dicha de ver a Jesucristo y a
su Santa Madre. Murió lleno de alegría, muy contento y tranquilo. Si nosotros
queremos tener una muerte semejante, tratemos de imitar sus hermosas virtudes. Era
un Hermano muy amable y muy fiel. Por eso Dios le ha recompensado en su muerte,
según todas las apariencias externas, con la recompensa eterna».
<2b-43>
Después de que el virtuoso superior hubo relatado las virtudes de su discípulo,
llama la atención sobre la felicidad que existe en vivir y morir en el estado al que Dios
nos llama. Por eso añade:
«En cuanto a la hermosa vida y muerte de nuestro querido Hermano Plácido, me
siento inclinado, mi carísimo Hermano, a compartir con usted, por medio de ésta, una
cosa muy notable que sucede en nuestra sociedad. Y es que nos percatamos de una
gran diferencia entre las disposiciones de los sujetos que mueren en nuestra sociedad,
y los que la dejan o la abandonan después de haber permanecido durante varios años.
Pues los primeros son, de ordinario, los más fervorosos, los más sumisos y los más
regulares; por el contrario, los que nos abandonan han perdido esas virtudes tan
necesarias para las personas de comunidad, y a menudo nos enteramos de su miseria y
460 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
su desgraciado final. Le ruego que lea la presente carta, hasta aquí, a nuestros
Hermanos, para su edificación».
He ahí de qué manera este prudente superior excitaba a sus Hermanos al bien,
presentándoles la virtud de los que habían perseverado con edificación en el Instituto,
pensando que no podía ofrecerles mejores ejemplos que aquéllos, para moverlos a
velar sobre sí mismos. En fin, en otra carta da algunos buenos avisos a un Hermano
para que evite los defectos a los que estaba sujeto, después de haberle exhortado a
cerrar sus oídos a las sugestiones del demonio, por la consideración de las penas a las
que se exponen quienes las escuchan.
Y le dice: «¡Cuán largas serán las penas terribles y espantosas que sufrirán los que
siguen el camino de este maldito y desgraciado seductor! Pero, desde aquí, veo que usted
está dispuesto a seguir a nuestro divino Maestro, y que toma la resolución de serle
plenamente fiel en el futuro. Dando esto por supuesto, he aquí algunos buenos medios
que le podrán ayudar a vencer los pecados a los que se siente inclinado:
1. Sea comedido en el comer y el beber.
2. Evite encontrarse solo en compañía de aquel cuya conducta no sea edificante, y
no hablarle.
3. Guarde el recogimiento en casa y en las calles.
4. Preste atención frecuente a la santa presencia de Dios en sus acciones,
examínese frecuentemente sobre los motivos por los cuales las hace y de las faltas que
comete, pues hay que hacerlas por motivos de fe.
5. Procure ver la voluntad de Dios en las cosas mandadas o de regla.
6. Prepárese siempre a recibir los sacramentos somo si cada vez tuviera que morir
después de haberlos recibido. Y cuando comulgue, pida a Nuestro Señor la gracia de
servirle fiel y fervorosamente».
Así era como el celoso pastor trataba a sus ovejas enfermas o pusilánimes.
Aplicaba a sus males remedios sencillos, pero que eran fuertes y eficaces. No adulaba
ninguna de sus debilidades, pero les urgía siempre, a tiempo y a destiempo, según el
consejo del Apóstol, a desprenderse de sus pecados e imperfecciones, para ser
agradables a Dios.
adquirir buenas costumbres. Pero tiene que hacerlo ya de una vez, y dejarse de llevar
esa vida medio sensual, medio mortificada. Ya ve que le digo las cosas directamente,
y le digo abiertamente lo que pienso, que es lo más seguro y más necesario para su
salvación eterna. Escríbame siempre con plena confianza y sencillez, persuadido de
que quiero su salvación, y que no tengo otra cosa más a a pechos. Así quedo, mi
carísimo Hermano, en Jesús y María, su muy humilde, etc.».
He ahí con qué caridad este santo Hermano guiaba a los que Dios le había confiado,
a que corrigieran sus faltas. Los reprendía, pero lo hacía con tanta suavidad y ternura
que no podían hacer otra cosa que rendirse a sus consejos.
<2b-46>
A ejemplo del buen Samaritano del Evangelio, sabía mezclar tan bien el aceite y el
vino, y moderar la fuerza de la corrección con la dulzura y el cariño, que casi siempre
triunfaba de los corazones más inflexibles.
7. Su piedad
El Hermano Bartolomé no era de esos canales que se quedan sin agua una vez que
la han comunicado; no daba de su plenitud sino porque tenía un fondo de piedad que
la asiduidad a la oración no dejaba que se secase nunca. Se esforzaba por dirigirse
continuamente a Dios presente, de vivir de Él, y elevar hasta Él su corazón tantas
veces como respiraba. Daba a las más sencillas acciones todo su mérito, y las hacía
sólo como emanadas de la gracia y con miras de fe. Invocaba al Espíritu Santo y le
pedía sus luces cuando tenía que hablar, y recurría al tabernáculo para consultar a
Dios en todas las circunstancias difíciles. En fin, hacía que la oración presidiera todas
sus empresas, tanto las más pequeñas como las más grandes. Esta aplicación le hacía
una persona sobresaliente en todas sus obras, según esta expresión de la Escritura: In
omnibus operibus tuis praecellens esto. Cuando se trataba de un asunto importante,
ponía a todos los Hermanos del Instituto en oración con él, para hacer juntos santa
violencia a Aquel que se complace en ver juntos los corazones, redoblando sus gritos
y sus clamores hasta la importunidad. La experiencia que este piadoso superior tenía
del éxito de esta unión de oraciones humildes y fervorosas, le hacía esta práctica
querida y preciosa, y le impulsaba a utilizar este recurso con frecuencia. La oración se
hizo tan familiar para él, que era raro verle desocupado de asuntos sin que estuviera
rezando. Tanto la había convertido en una especie de hábito, que su sueño discurría a
menudo recitando el rosario, o aliviando su corazón por medio de jaculatorias. En los
asuntos que más pueden distraer, se notaba en él un corazón desprendido, atento a no
entregarse con exceso, sino a prestarse solamente a lo que hacía, pero quedando libe
para elevarse a Dios y de unirse a Él. Es lo que había aprendido del señor De La Salle
y lo que cuidaba de imitar con fidelidad.
Su asiduidad a las oraciones y a los ejercicios de comunidad era tan grande como si
fuera un novicio, o como si no tuviera otra cosa que hacer. La multiplicidad de los
464 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Él mismo, para lograr que esta práctica le fuera familiar, siempre tenía delante de él
un crucifijo, a cuyos pies había escrito con grandes letras: «Hago esta acción por
amor vuestro, oh Dios mío, que habéis hecho todo por mí».
Las cartas de los Hermanos que leía con más gusto y que más le consolaban eran
las que indicaban su amor por la oración y su aflicción por no poder dedicar más
tiempo a ella, según sus deseos.
«Tiene razón —escribe a uno de éstos— al creer que debe preferir la devoción y los
ejercicios de piedad a cualquier otra cosa, incluso al estudio, aunque el estudio sea
absolutamente necesario. Pero debe saber que la mayor devoción es hacer cada cosa a
su tiempo, y de la manera como está marcada en nuestras reglas, por ser para nosotros
la voluntad de Dios; y para realizar bien los otros actos de devoción, como la
meditación, la lectura espiritual, etc., hay que hacerlos con oración, es decir, con
miras de Dios y refiriéndolos a Dios, y rogándole de vez en cuando».
Su amor a Jesucristo le daba una singular devoción para pronunciar y oír
pronunciar su santo Nombre. Le invocaba sin cesar, y su mayor placer era pensar o
hablar de Él. En las tentaciones, este nombre adorable era el escudo del que se servía
para hacer vanos los dardos del enemigo, y la armadura que aconsejaba a los
Hermanos que se sirviesen contra los asaltos de los espíritus malignos; y les decía que
sabía por experiencia cuán eficaz era para alejarles y hacerlos huir. «Le ruego
—escribe a uno de ellos— que invoque a menudo el santísimo Nombre de Jesús,
<2b-48>
que se dirija a Él como el publicano y el pródigo del Evangelio. Nuestro Señor está
plenamente dispuesto —añade— a ayudarle, con tal que usted quiera recurrir a él con
humildad, confianza y perseverancia, y que haga lo que Él le mande».
Todas las fiestas dedicadas a solemnizar los diversos misterios de Nuestro Señor
eran para nuestro piadoso Hermano día de alegría espiritual y de abundancia de
gracia. Desbordaba de sí mismo y no era capaz de pensar en otra cosa, pues hasta tal
punto parecía absorto en Dios y ocupado en meditar la solemnidad del día. De manera
que en tales días era preciso dejarle que gustase en paz las dulzuras del maná celestial,
y no interrumpir aquel reposo místico, cuya duración siempre parece muy corta a
quienes lo disfrutan. Si se le distraía, se encontraba un hombre absorto, retraído en su
interior, ocupado en Dios y ajeno a casi todo lo que se le decía. El fuego de su rostro y
el de sus palabras, en aquellos días, indicaba el que ardía en su corazón. La materia
que empleaba para alimentar aquella llama era la oración continua y las
conversaciones espirituales. Para que no le distrajeran, si estaba en San Yon, seguía
todos los ejercicios de los novicios; y si no estaba con ellos, había que buscarle con
toda seguridad en la iglesia o en la capilla de la casa.
Entre todos los misterios de Jesucristo, honraba con particular devoción los que le
presentan humillado y anonadado. Con esta preferencia, el hombre de dolor, colmado
de oprobios y muriendo en la cruz, era el objeto de su mayor devoción y el tema
ordinario de sus cartas, como también de sus conversaciones.
466 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
en este asunto lo mejor que podía, visitaba con frecuencia al Santísimo Sacramento,
cuando iba a la ciudad, en las iglesias que encontraba al paso; y si encontraba cerradas
las puertas, la fe se las abría, y su mente y su corazón volaban a los pies de aquel que
residía allí, para presentarle sus homenajes. Ésta era un práctica que recomendaba a
los Hermanos, como importante y capaz de atraer muchas gracias.
A uno de ellos que había emprendido por mandato suyo un largo y penoso viaje, le
escribe: «No deje de visitar todas las iglesias que encuentre a su paso, ya sea con el
cuerpo, ya con la mente, y recuerde el deber que tiene para con Nuestro Señor».
El supremo respeto que tenía hacia el Santísimo Sacramento le inspiraba un celo
maravilloso para adornar y tener limpios los lugares consagrados a su honor.
Consideraba un placer trabajar en ello, y era el primero en tomar la escoba para
limpiar los lugares por donde había de pasar la santa Eucaristía.
En fin, nada puede mostrar mejor la actitud de su corazón con respecto a Jesucristo
que esta breve oración suya, que expresa toda su ternura: «Oh, Jesús mío, ven, ven, mi
bien amado, ven, mi Señor y mi Dios. Tú que eres infinitamente amable, y que por mi
amor os habéis dejado crucificar, toma posesión de mi corazón y modélalo conforme
al tuyo, para que quiera lo que tú quieres y no quiera lo que tú no quieres, en el
presente, siempre y eternamente. Amén».
grandezas, y considerar como buena fortuna las ocasiones de tributar algún homenaje
a la Reina del cielo, o de poner bajo sus filas a nuevos sujetos.
Ella era su asilo ordinario. En todas circunstancias estaba a sus pies, o para
reclamar con confianza su socorro, o para exponerle con sencillez las necesidades, o
para interesarla por algún asunto, o para consultarla en las dificultades. Y no lo hacía
solo; a menudo lo hacía en compañía de los Hermanos, a los que pedía que se unieran
a él para dirigirse a su Madre común con un corazón de hijo. Su confianza no era
vana. Los efectos que seguían a sus oraciones daban testimonio de que la Santísima
Madre de Dios es siempre también la nuestra, cuando la miramos como tal, y que las
mayores gracias de su Hijo son para quienes invocan a la que le dio vida en su seno
virginal.
El rosario era una de las devociones que nuestro Hermano más apreciaba. Esta
oración jamás le resultaba aburrida ni le causaba disgusto. Lo rezaba todos los días
con tanta exactitud que retrasaba el momento de acostarse para cumplirlo, cuando sus
ocupaciones no le habían permitido tributar este homenaje a la Santísima Virgen a lo
largo del día. Tampoco dejaba nunca de rezarlo cuando iba por las calles, según la
loable práctica establecida entre los Hermanos de las Escuelas Cristianas, tan
adecuada para mantener el recogimiento y la modestia más edificantes.
Las letanías de la Santísima Virgen era otra de sus devociones favoritas, pues,
decía, «la oración va unida en ellas a los más magníficos elogios y los títulos augustos
que recogen en honor de la divina María, y los títulos que fundan la confianza y la
devoción que debemos tener a Ella». Tampoco olvidaba inculcar esta devoción a los
Hermanos. Para ser amigo suyo había que ser verdadero devoto de María. Con
ocasión y sin ella les recomendaba que tuvieran por ella la ternura que los buenos
hijos tienen por su madre. «Sea —decía a uno de ellos— fiel siervo de la Santísima
Virgen; pues no perecerá nunca ninguno de sus fieles siervos. Recurra a Ella a
menudo —añadía— dirigiéndole fervientes oraciones, como el Ave María, el
Memorare y la Salve Regina». Y decía también a otro: «Recurra a la Santísima Madre
de misericordia, diríjase a menudo a Ella con la confianza de un hijo hacia su madre
amada; y ruéguele por mí, que quedo en su amor, todo suyo, etc.».
«Dejo aparte —añadía— la utilidad que tiene el hablar de la devoción a la
Santísima Virgen, y la obligación que tenemos de amarla. ¡Ah!, si yo tuviese alas de
golondrina, y fuera esto la voluntad de Dios, de buena gana iría a pasar una tarde de
asueto con usted y con nuestros queridos Hermanos de Grenoble
<2b-51>
para animarnos juntos conversando de las cosas de Dios y de su santa Madre. ¡Ah!,
cuán grande es el fruto de estas conversaciones, puesto que agradan tanto a Nuestro
Señor, que no deja de estar en medio de dos o tres personas reunidas en su nombre.
¡Ah!, quién conociera cuán grande es este honor y las grandes gracias que Nuestro
Señor comunica en ellas, cuando se hacen en el tiempo adecuado y de manera digna
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 469
de Él. Todo el mundo quisiera hablar sólo de cosas santas y piadosas para gozar de
esta dicha».
11. Su regularidad
El primer puesto que el Hermano Bartolomé ocupaba en la sociedad, lejos de
servirle de pretexto abusivo para sustraerse a la obligación de las Reglas, le servía
para ser censor constante que le reprochaba hasta las menores infracciones. Algunos
le echaban la culpa de todas las negligencias de los demás; otros le advertían de que
debía ser el apoyo y el guardián de las normas del Instituto; otros, en fin, le decían que
tenía que unir el ejemplo a la autoridad para mantenerlas y para hacer que se
observasen a la letra. Estaba convencido de que la perfecta Regularidad es para una
comunidad lo que el alma es al cuerpo, espíritu y vida; que el grado de regularidad
470 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
mide el grado de piedad, de fervor y de perfección que deben reinar en ella; y que la
relajación, la decadencia y la ruina de la regularidad en una casa lleva a la extinción
del espíritu de Dios, de la gracia y de la santidad. Él era manso y tranquilo por carácter
y por virtud, pero se mostraba en cierto modo inquieto en este punto, como centinela
alerta para velar por la observancia de las Reglas, y como juez severo en las
<2b-52>
ocasiones en que notaba descuido, y como inflexible vengador de las infracciones
voluntarias. Para conservar la Regla en toda su pureza y en su primitivo vigor, y
pasársela a sus sucesores tan entera como la había recibido del señor De La Salle, su
primer cuidado fue hacerse el más fiel observante de la misma; el segundo, ser su
celoso defensor, y el tercero, constituirse en su vengador denodado. De ese modo, la
regularidad a la sombra del ejemplo, de la autoridad, de las instrucciones y de los
castigos, al encontrar todo crédito y toda protección, se ponía al abrigo de la
relajación y de la negligencia, e incluso de la inadvertencia. Los más tibios, al ver a su
superior como observante escrupuloso hasta de las más leves reglas, que iba con el
ejemplo por delante de las instrucciones, que sostenía sus lecciones con advertencias
y reproches y castigaba con justas penitencias las infracciones a la Regla, en las que
intervenía el corazón, se sentían obligados a vigilarse exactamente y a observar a la
letra las leyes que no se podían violar impunemente, sin llamar la atención y sin
evidente escándalo.
El Hermano Bartolomé comenzó, pues, a ejemplo de su divino maestro, a hacer
antes de enseñar. Era religioso, hasta el escrúpulo, en la observancia de las Reglas. No
hacía distinción entre las grandes y las pequeñas en lo referente a la fidelidad. Todas
le parecían importantes; todas le indicaban la voluntad de Dios; todas le mostraban la
peligrosas consecuencias de su infracción. Con esta disposición de corazón acudía
con exactitud a todos los ejercicios de comunidad. El primer sonido de la campana le
ponía en movimiento para obedecer; entre sus Hermanos sólo se distinguía por el
fervor. Su preeminencia sobre los demás sólo se dejaba sentir por el valor que daba a
las reglas más sencillas, y se sometía a ellas con amor, estima, respeto y celo. En sus
ocupaciones y enfermedades, lejos de buscar en el primer puesto un pretexto para
dispensas o mitigaciones, modificaciones o interpretaciones favorables de la Regla,
sólo encontraba en ello obligaciones más estrechas para observarlas a la letra, sin
omitir ni una coma, y haciéndose modelo viviente de la fidelidad que se les debe. Así,
en lo referente al alojamiento, a los hábitos, a la comida y todo lo demás, quería ser
semejante a sus Hermanos y no quería ninguna diferencia entre ellos y él, si no era la
escrupulosa fidelidad a los Reglamentos.
Inútilmente se le presionaba para que no se privara de las mitigaciones requeridas
por sus fatigas, ocupaciones, trabajos y precaria salud. No las admitía, y decía que las
Reglas eran para él, por lo menos, tanto como para los demás, y que no debía
concederse nada que negaría a los Hermanos. Tener una habitación separada y una
cama fuera del dormitorio común eran motivos de mortificación. Si los aceptaba era
sólo en el transcurso de sus visitas, cuando la necesidad le obligaba a ello. En ese
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 471
caso, hacía que en la habitación y la cama preparadas para él durmiese otro Hermano,
y él iba al dormitorio común, para no tener nada singular para él. Es cierto que tenía
un despacho, como lo permite la Regla, para escribir y guardar los documentos
reservados; pero no permanecía en él sino el tiempo preciso, y en seguida volvía al
lugar de los ejercicios comunes como a su elemento natural.
Si se veía forzado a hablar a alguien durante el tiempo de silencio, lo hacía siempre
en voz baja, y de manera adecuada a favorecer una virtud que es el alma de la
regularidad. Ésa es la idea que él tenía del silencio, por lo cual mostraba gran celo en
observarlo. Según él, el silencio era, respecto
<2b-53>
de la regularidad, lo que la regularidad es respecto de la piedad, del fervor y de la
perfección: el nervio, la base y la raíz; todo el bien o el mal de una comunidad
depende de la fidelidad o infidelidad a guardarlo. En efecto, donde reina el silencio,
reina el recogimiento, el espíritu de retiro y de oración, el espíritu interior y el espíritu
regular; es decir, que la santidad entra en una casa con el silencio, y se retira cuando
éste sale. Nuestro Hermano, tan bien dispuesto a favor del silencio, se mostraba a la
vez religioso observante y generoso defensor. Lo recomendaba con frecuencia en sus
charlas, mostrando la importancia y sus importantes ventajas, y castigaba las
infracciones con penitencias severas para aquellos a quienes sus amonestaciones no
habían podido corregir.
En una palabra, su celo por la regularidad le hacía sufrir, por poco que la viese
alterada. Podía decir con el Profeta: Cuando he visto a los transgresores de tus leyes,
mi corazón ha recibido una llaga de dolor. Mi celo me ha hecho sufrir cuando he sido
testigo de que se olvidaban tus divinos mandatos.
Este mismo celo le hacía tomar la pluma para recomendar a sus Hermanos la
perfecta observancia de sus reglas. «Sea fiel a todos sus deberes y a sus ejercicios
—escribe a uno de ellos—. Sea fervoroso, y crea, mi carísimo Hermano, que le
costará mucho menos el hacerlos bien, y además estará contento. Vamos —añade
para animarle—, tenga mucho ánimo, mi carísimo Hermano, mi buen amigo. Nuestro
Señor está plenamente dispuesto a ayudarle, con tal que usted quiera acudir a Él con
humildad, con confianza y con perseverancia, y que realice lo que le manda, que es
ser muy regular, recogido y velar mucho sobre usted mismo».
Habiendo sabido que este Hermano se relajaba en este punto, le habla de manera
más severa, en estos términos: «¡Vaya!, usted comienza ya a no ser fiel a la
regularidad. Usted sabe lo que dice Nuestro Señor de la infidelidad a las cosas
pequeñas: que quien no es fiel en ellas no lo será tampoco en las grandes. Dios une sus
gracias a la fidelidad que tenemos en observar las cosas que usted llama pequeñas; y
cuando faltamos en ello, perdemos sus gracias, y nos hacemos más débiles y más
tibios; y es a través de estas infidelidades como uno se pierde poco a poco. Ponga,
pues, mucho cuidado en ello».
472 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Luego le anima a hacerse fiel servidor de Dios, por la práctica de esta virtud, y le
habla así: «Se trata, carísimo Hermano, de declararos de una vez a favor o en contra
de Dios; de serle servidor fiel, o enemigo suyo. ¿Cuál de los dos prefiere usted? Sólo
hay dos caminos; si usted toma el ancho, se declara contra Dios y le declara la guerra.
Me parece que el camino por el cual marcha todavía no es completamente el ancho,
pero lleva a él muy pronto. Examínelo delante de Dios».
El celo de este santo varón para mantener la regularidad en quienes estaban
confiados a sus cuidados era siempre nuevo, porque se consideraba responsable de la
inobservancia de las reglas, y no perdonaba nada para apartarle de ellas. Su celo no
era importuno, es cierto, pues era prudente y dulce; pero por eso mismo era más
eficaz, y aquellos a quienes exhortaba se sentían forzados a corregirse y a reconocer
que debían trabajar en llegar a ser como su superior lo deseaba.
«Nada agrada más a Dios —escribe a otro Hermano— como observar
<2b-54>
cada punto de la Regla, y ser fiel a las prácticas de Comunidad. Es a lo que Él une sus
gracias. De eso depende nuestra salvación eterna. Pues Dios no pretende concedernos
sus gracias en vano. Quiere que seamos fieles a ellas, y en cuanto advierte que somos
infieles a ellas, sabe muy bien cómo vengarse. Así, pues, el ser fieles o no depende de
nosotros; si somos fieles, estamos en el camino de la salvación; si somos infieles, nos
apartamos de él. Entonces es cuando nuestra ruina es inevitable; entonces, digo, es
cuando comenzamos a caer en el pecado, y al no ser ya fieles a las cosas pequeñas,
muy pronto dejamos de serlo en las grandes».
Tales eran las saludables instrucciones que este prudente superior daba a sus
súbditos para mantenerlos en la regularidad. Por eso tuvo la alegría de verla
restablecida en su primer fervor. Sobre este punto no escuchaba ni las excusas ni los
pretextos frívolos que la tibieza inspira a los que se cansan de ella. Era enemigo de la
relajación y amigo de la perfección de sus Hermanos, y se declaraba contra las
dispensas y los privilegios que una justa necesidad no hacía legítimos.
«No vea nada mejor ni más necesario —escribe a un Hermano— sino conformarse
a lo que tiene prescrito, y hacer cada cosa a su tiempo: la meditación, la oración, el
estudio y la escritura a la hora señalada; le recomiendo sobre todo, mi carísimo
Hermano, que no haga nada sin permiso, sino lo que está ordenado y es obligación
suya, pues es más difícil a un director o a un superior conceder algo cuando ya se ha
comenzado sin permiso, que concederlo antes de que se haya empezado».
En fin, la caída de uno de los suyos, a quien la relajación le había disgustado
insensiblemente de su estado y llegó a salir, le pareció ocasión favorable para animar
el espíritu de regularidad en la sociedad, y la aprovechó para escribir una carta
circular a todos los Hermanos, propia para causar impresión, mostrándoles el funesto
final a donde lleva la irregularidad. Esta carta es del 11 de septiembre de 1719.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 473
«Les comunico —dice— que uno de nuestros Hermanos, salido desde hace un año,
ha caído en la demencia, aunque cuando estaba con nosotros tenía buen juicio e
inteligencia. Se descuidó en la práctica de la regularidad y perdió poco a poco el
espíritu de su estado y el amor a la virtud. Se marchó, sin decir nada, a su pueblo,
donde esperaba que le fuera bien. Actualmente es despreciado y no asiste a la santa
Misa ni a los oficios divinos. Rogad a Dios por él y comunicadlo a nuestros carísimos
Hermanos, para que teman imitarle y se inclinen al amor de su estado, etc.».
Este ejemplo tuvo el fruto que esperaba, pues quienes estaban tentados en su
vocación se espantaron por la pérdida de quien lo había abandonado. Hubo, incluso,
algunos que, impresionados por este ejemplo de la debilidad humana, y en una
especie de desesperación por no poder perseverar, ante el ejemplo de otros más
veteranos que ellos, que no eran fieles, necesitaron consuelo y ayuda.
«No se angustien —les escribe el prudente superior— por quienes han salido de
nuestra sociedad, por muy veteranos que fueran. Judas era uno de los apóstoles de
Nuestro Señor, y más antiguo que los setenta y dos discípulos; con todo, cayó. Los
que salen de una comunidad después de haber permanecido durante mucho tiempo,
creen encontrar su bien, y se encuentran con su pérdida. No caen en esta desgracia por
haber sido los más obedientes, los más regulares, lo más humildes y los más
virtuosos; sino por haber sido los más irregulares, los más indóciles, los más tibios. Al
salir, purifican la comunidad y facilitan que goce de mejor salud».
<2b-55>
12. Su mortificación
Esta exacta regularidad, que era el alma de la conducta del Hermano Bartolomé, no
se desmentía nunca, porque estaba fundada sobre la perfecta mortificación, que es su
cimiento inquebrantable. Estaba lleno de dulzura y de bondad para con los demás,
pero lleno de rigor consigo mismo. Era amigo de las mortificaciones; cuando la
divina Providencia no se las proporcionaba a su gusto, encontraba el arte de
procurárselas en todo. Aunque, a decir verdad, estaba de ordinario dispensado de
tener ese cuidado, pues en el cargo que ocupaba encontraba nuevas cruces cada día, lo
que le daba pie a aplicarse las palabras del Apóstol: Señor, nuestros días son una
continua mortificación. Sus penas, de todo tipo, se multiplicaban tanto fuera como
dentro, y en la sucesión de unas y otras la única variedad era lo que distinguía el fin de
una y el principio de otra. Pero el santo uso que hacía de ellas para el provecho de su
alma le mantenía ecuánime y tranquilo, y no reflejaba sobre su rostro ninguna nube de
turbación que pudiera notarse al exterior, como la molestia de algún Hermano o la
indocilidad de otro; la pérdida de uno o la deserción de otro. Todo ello causaba en su
corazón un dolor continuo; y lo mismo su solicitud por todas las casas, el cuidado de
proveer a sus necesidades y la atención de mantenerlos en la piedad y en el espíritu de
su santa vocación, que creaban en su espíritu un trabajo espinoso y sin descanso; y
474 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
cómo mortificarse más en las comidas, ya fuera por la cantidad, ya por la manera de
tomarlas. No había nada soso, mal aderezado o repugnante que no fuese bueno para
él. Comía sin prestar atención a la comida, al menos aparentemente, y jamás se
quejaba de los alimentos. En los viajes, por muy fatigado o agotado que estuviese, no
mostraba prisa por ir a descansar, ni para escoger habitación y cama, ni prestaba
atención a los alimentos. Se le colocaba donde se quería y se le ofrecía lo que había; se
le servía cuando placía y nunca mostraba ninguna inclinación o contradicción. Todo
le resultaba indiferente; o más bien, lo peor, lo más pobre, lo más molesto era lo que le
gustaba. De ese modo llevaba la edificación y el buen olor de Jesucristo a todos
los,lugares por donde pasaba. Quiero decir en los albergues donde aquellos que le
daban alojamiento solían decir que serían felices si todos sus huéspedes se parecieran
a él. No era diferente de sí mismo en el alojamiento y en los vestidos. El espíritu de
pobreza, que tiene una relación tan íntima con la mortificación, sólo le daba atracción
por los más destartalados e incómodos. Parecía que había tomado por norma llevar
sólo hábitos viejos y muy zurcidos; según decía, eran los más cómodos. Ésta era una
buena razón que le movía a rechazar todos los nuevos. Si se le quería obligar a que los
aceptara, había que servirse de algún truco o encontrar la manera de quitárselos sin
que lo supiera. Con más razón aún, se negaba a aceptar cualquier muestra de
singularidad. Ni siquiera se permitía pensar que le dieran alguna cosa de más o que no
fuera totalmente conforme con las que llevan los Hermanos. Así, fue imposible que
aceptara que le hicieran una bata para la habitación, durante una enfermedad que
parecía exigirla; la razón era que ni la regla, ni el espíritu de pobreza, ni la
uniformidad podían permitirlo. Cuando necesitaba coser los hábitos o arreglar los
zapatos, lo pedía con la actitud de un pobre que lo pide de limosna. Si le faltaba
alguna cosa de la que pudiera prescindir, sufría la privación en silencio, de manera
que era precisa mucha atención para saber qué necesitaba y procurárselo. Una vez
sucedió que quien retiraba la ropa usada recogió las sábanas y puso otras limpias,
pero olvidó hacerlo para el Hermano Bartolomé. Se desconoció durante mucho
tiempo, si no fuera porque se descubrió por casualidad; pues este hombre
mortificado, que se acostaba cada noche en su cama, no hizo ni siquiera suponer que
le faltaban las sábanas. Su paciencia en las enfermedades era otro efecto de su
mortificación. Tranquilo, alegre, contento, no se le hubiera considerado enfermo si
no se le hubiera visto en la cama, y si no se hubiera sabido la
<2b-57>
enfermedad que le aquejaba. Tomaba con indiferencia todo lo que le presentaban,
estuviera dulce o amargo, y nunca mostraba repugnancia ni inclinación hacia ello. Su
silencio sepultaba en el olvido todos los descuidos de quienes le servían y los males
que no podía ocultar. Ni quejas ni murmullos salían de su boca, ni en su cara se
mostraba sombra de enfado o descontento. De manera que se iba a ver al enfermo
para edificarse, y los enfermeros le atendían con verdadero placer. La misma atención
ponía durante la convalecencia, que es tiempo en que el fervor puede sufrir más, y que
en efecto, él lo experimentaba; la misma atención, digo, ponía en no conceder nada
476 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Y escribe a otro: «Ánimo, carísimo Hermano, buen ánimo. Usted sufre un poco en
el sitio donde está. He ahí el camino y la escala del cielo por la que camina a grandes
pasos. Comparto todas sus dificultades, y ruego a Nuestro Señor que tenga a bien
concederle la gracia de aprovechar de las pequeñas dificultades y contrariedades que
le ocurren. Trate de ver en ello la justicia de Dios llena de misericordia para con usted,
ya que esto servirá para purificarle y saldar todas sus deudas. ¡Ay, qué feliz es usted
por cumplir el purgatorio en este mundo! Hay que pasar por ello para llegar al cielo, o
en esta vida o en la otra. Piense en ello, se lo ruego, y rece, como ya ha hecho, para
pedir a Dios la paciencia en los motivos de pena y de mortificación que le puedan
suceder».
Tales eran los consejos saludables que este santo Hermano daba a aquellos de los
suyos que lo necesitaban; y tenía gracia para darlos, ya que tan bien lo cumplía él
mismo con sus ejemplos.
afrontar él solo todos los esfuerzos de aquellos rabiosos enemigos de todas las reglas,
de todas las prácticas
<2b-59>
y de todos los usos introducidos en la sociedad desde su nacimiento, cuya abolición se
empeñaban en conseguir por todos los medios posibles.
El paciente sucesor del señor De La Salle, instruido en su escuela y formado con
sus ejemplos, se defendió de todo eso como él: sufriendo y callando. Con esta
perseverancia a sufrir con humildad, alcanzó completa victoria sobre todos sus
enemigos, de dentro y de fuera, y adquirió para su sociedad una paz y una
tranquilidad que la hicieron florecer en la piedad y en el fervor primitivo.
La dulzura le ayudó también mucho para lograr esta victoria, al irle ganando
insensiblemente el corazón de aquellos cuya paciencia les había ganado la estima. La
mansedumbre, esta virtud tan amable, fue el alma de su gobierno, y le dio una
verdadera imagen de ser el más dulce de los hombres, de aquel que se propuo como
modelo de dulzura.
El Hermano Bartolomé al principio llevó tan lejos esta virtud que algunos de los
Hermanos, celosos del buen orden y de la exacta disciplina, temieron que entrara la
relajación. Pero se tranquilizaron al ver que su superior juntaba la complacencia con
la firmeza y la severidad con la bondad, y sólo usaba la dulzura para mantener la
perfecta regularidad. Y que igualmente, sabía comprender la debilidad humana y
sostenerla, corregía y consolaba, y se hacía obedecer llevando al cumplimiento del
deber, por amenazas o por penitencias eficaces, a quienes se apartaban de ella,
abusando de su bondad.
Este prudente temperamento de firmeza y de mansedumbre consiguió todo el
efecto que se podía esperar. Sirvió de salvaguarda y defensa a la regla, de estímulo y
compromiso al fervor; para los flojos y tibios, sirvió de barrera y de muralla, y a las
almas de buena voluntad, de atractivo y de apoyo. Unos, temiendo contristar a un
hombre que se conducía con la ternura de un padre, mostraron hacia él un corazón de
hijos sumisos y dóciles. Otros, intentando no abusar de la paciencia de un maestro
que sin atender a tal cualidad sustituía los ruegos a los mandatos, consideraron una
obligación ir por delante de todos sus deseos, y ejecutarlos como si fueran órdenes.
Algunos, al ver que su superior no se vengaba de su indocilidad y de la falta de respeto
sino humillándose y pidiéndoles perdón, se sentían más culpables que si hubiesen
sido condenados a rigurosas penitencias, y ellos mismos se las imponían y satisfacían
por sus faltas. Y otros, en fin, encantados por la dulzura de un Hermano que sabía
sazonar de gracia y unción las reprimendas y correcciones, de modo que no sentían su
aguijón, sabían con gusto que se ocupaba de su vigilancia y de su exactitud, y se
hacían fieles a su deber.
El Hermano Bartolomé, convencido de que el espíritu de dulzura es el espíritu de
Jesucristo, y que sólo él consigue gobernar las almas, no olvidaba nada para
inspirárselo a los directores de las casas. A menudo les decía: «Con una palabra dulce
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 479
o con un gesto de bondad, ganarán a aquellos que ni los largos discursos, llenos de
fuerza y de razonamientos, han podido doblegar. Quien se rebela contra el azote y la
corrección, se doblega y se rinde a un testimonio de caridad. El corazón que se
amarga contra la reprimenda, se deja vencer por una ligera caricia. Así es el corazón
humano: quiere ser gobernado por el amor y la dulzura. Dios que le conoce, que le ha
hecho, y que sabe atraerlo como y cuando le place, no emplea ni la imposición ni la
dureza; le toca, le
<2b-60>
ablanda, y se hace gustar; y Él consigue lo que quiera haciéndose amar. Ése es el
modelo de un buen gobierno. ¿Puede uno equivocarse imitando el proceder de Dios?
¿No es el espíritu de Jesucristo el espíritu de mansedumbre? ¿No es esta virtud la que
Él nos da para que la estudiemos y la copiemos? Quienes emplean el rigor y la
severidad, las amenazas y los castigos para conseguir hacerse obedecer, tienen el
espíritu de Elías, y no el de Jesucristo. No fue con el rugido de los truenos o por la
amenaza del fuego del cielo, como este divino Salvador atrajo a la Magdalena a sus
pies, al publicano tras sus huellas, a la samaritana a la penitencia, y en su seguimiento
a los más grandes pecadores; fue con los encantos de su dulzura y con los atractivos
de su amor. Lo que Él hizo es lo que deben hacer ustedes. ¿Tienen un modelo más
excelente que imitar?».
Con este mismo espíritu, el prudente superior mandaba a los directores de las casas
que purificaran su celo de toda acritud, de toda pasión y de toda amargura, sin dejar
escapar, en las correcciones y reprimendas, ningún signo de turbación, de
impaciencia o de vehemencia; tampoco quería que se mostrasen demasiado
ardorosos y precipitados para levantar a los que habían caído, o que se lo hiciesen
sentir con reproches demasiado hirientes, que producen llagas que se ulceran cuando
no se trata debidamente a los que han quedado heridos. Si alguno de vuestros
Hermanos ha caído —les decía sobre este punto siguiendo al gran Apóstol—, a
vosotros, que debéis ser verdaderos hombres espirituales, corresponde levantarle
con espíritu de mansedumbre. Prestad atención a estas palabras: Que quien está de
pie, tema caer. Recordando su propia debilidad, que trate con bondad la del prójimo, y
que no olvide nunca que, al estar sujeto como él a la tentación, puede seguirle en el
mismo precipicio».
Este espíritu de mansedumbre que le acompañaba a todas partes, le proporcionaba
a menudo armas victoriosas sobre los más duros corazones. Cierto día se hallaba con
otro Hermano en un viaje desde Ruán a París, por el Sena, con cuatro libertinos.
Después de aguantar en silencio sus burlas, y de escuchar con un corazón herido los
chistes y burlas que aquellos descreídos hacían de lo más santo que hay en la religión,
pensó que lo mejor en aquella situación era rezar en lugar de hablar, y oponer un
humilde silencio a los discursos impíos, y el buen ejemplo al escándalo; y así, con su
compañero, se puso a rezar y a hacer santas lecturas. Pero era justamente lo que
esperaban aquellos descreídos para lanzar el veneno de una incredulidad descarada e
impúdica contra las verdades fundamentales del cristianismo. Después de haber
480 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
lanzado contra la piedad todos los dardos que una lengua impía, malvada y satírica
puede emplear, añadieron en tono de burla que, al parecer, aquellos buenos
Hermanos eran del número de los que temían el infierno. Dichas estas palabras, los
impíos permanecieron en silencio como para aplaudir tan feliz descubrimiento, o
para llamar la atención sobre tan sabias palabras. En seguida, el más atrevido tomó la
palabra, haciendo gala de impiedad, para reírse de la creencia en el infierno, y
encontró en sus compañeros de incredulidad los más firmes defensores.
Todo el mundo callaba y el silencio parecía dar la victoria al libertinaje más
palpable. Cuando el Hermano Bartolomé, con el fin de detener el escándalo y borrar
sus muestras, tomó la palabra para rechazar un error tan favorable a la corrupción de
las costumbres, lo hizo con tanta gracia y unción que los descreídos, confundidos y
desengañados a la vez, confesaron y retractaron inmediatamente una doctrina que
sólo nace de la impiedad y que conduce a
<2b-61>
todos los pecados. El que había sido el más sinvergüenza fue el primero en retirar sus
afirmaciones, honrando al Hermano Bartolomé, porque era el único que hubiera
podido convencerle en un punto en el que la mala vida tiene tanto interés en alterar la
fe. Los otros, a su vez, hicieron la misma confesión, y cambiando de conducta
después de haber cambiado su creencia, mostraron profundos testimonios de estima
al que poco antes habían ultrajado con desprecio.
Así era como la mansedumbre de este Hermano encontraba la manera de triunfar
de las almas más duras. No rechazaba a nadie, y si ocurría que presenciaba alguna
falta de un Hermano, no le reprendía inmediatamente, con vehemencia, sino que le
dejaba tiempo para reconocerlo; y si veía que la seguía un sincero arrepentimiento, la
olvidaba y la enterraba en el silencio. Es lo que aconsejaba a los Hermanos directores,
y les advertía que utilizasen debidamente las reprimendas y que mezclaran en ellas,
por decir así, la amargura con el azúcar de la dulzura.
«Le recomiendo —dice a uno de ellos— la suavidad en vuestras advertencias y
reprensiones. Hable con peso y medida, lentamente mejor que con vehemencia. Le
aconsejo y le ruego que actúe siempre, sobre todo con sus Hermanos, con mucha
moderación y calma en sus palabras; pues la impetuosidad en el hablar causa y
produce la imprudencia; etc.».
Pero como hay que estar atento en extremo sobre uno mismo para no excederse
alguna vez en las palabras, y hay que tener una paciencia a toda prueba para no
deslizarse a decir una palabra más alta que la otra, les aconsejaba que pusieran mucha
atención en ello.
«Usted nota —dice a un director—, desde hace tiempo, que la paciencia es
necesaria en todo momento, ya que siempre hay alguna cosa que le contraría en su
empleo, sobre todo cuando quiere cumplirlo debidamente. La cruz está plantada en
todas partes, en el refectorio, en el dormitorio, en el oratorio, en la sala de ejercicios...
En una palabra, en cualquier estado y empleo hay cruces que le esperan, etc.».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 481
Él mismo confesaba que necesitaba mucho esta virtud, y suplicaba a sus Hermanos
que la pidiesen a Dios para él.
«¡Ah! —exclama escribiendo a uno de ellos—, ¡qué oficio es el de superior de
nuestra sociedad! Se lo digo a usted, entre nosotros; habría que tener una buena
provisión de paciencia. ¡Bueno!, yo le ruego que la pida a Dios para mí, etc.».
14. Su humildad
¿Qué diré de la humildad de este buen Hermano? Desde que entró en la sociedad,
su vida fue un ejercicio continuo de ella, y un ejemplo perfecto. Es lo que se habrá
podido ver en la vida del señor De La Salle y en este resumen que hacemos de la suya.
Humilde novicio, humilde maestro, humilde discípulo, humilde superior, parece
que de todas las virtudes, fue ésta la que más ansiara del santo fundador y la que mejor
imitó.
¡Cuántas veces disputó con el santo varón a propósito de la obediencia, del último
puesto y de la humillación! Cada uno de ellos violentaba al otro para ponerse a sus
pies, para pedir permisos y volver al estado de dependencia. Si el señor De La Salle,
llevándose siempre la victoria, obligaba al Hermano Bartolomé a que mandara, que
<2b-62>
retomara la autoridad y que actuara como superior para con él, el Hermano
Bartolomé, confundido, encontraba en las humillaciones del fundador nuevos
motivos para humillarse.
Este Hermano nunca olvidó ni quién era el que así se comportaba con él, como el
más humilde de los novicios, ni el provecho que debía sacar de los ejemplos de
humildad que le daba aquel santo sacerdote, aquel doctor, antiguo canónigo de
Reims, su director y su padre. Ni tampoco olvidó nunca este Hermano quién era él
respecto de aquel santo varón, un simple Hermano, su alumno, su discípulo, su
penitente. De manera que cuanto más se rebajaba uno, más se humillaba el otro.
El Hermano Bartolomé, elegido superior, al ver con frecuencia a sus pies al señor
De La Salle, sumiso a sus deseos y pidiéndole permisos, llegó a verse como más
pequeño ante sí mismo, más anonadado ante Dios y más humillado en su propio
interior. Manteniendo siempre la desconfianza de sus propias luces, forzaba a su
maestro a que hablara y le enseñara lo que tenía que hacer, decir o callar; y sólo dejaba
sentir su autoridad sobre el santo varón para obligarle, por la virtud de la obediencia, a
guiar de la mano a su discípulo y a gobernar la sociedad en nombre suyo.
Respecto de las personas de fuera, el Hermano Bartolomé tenía actitudes y
palabras tan humildes, que casi siempre lograba desarmarlos y les hacía que
expresaran movimientos más favorables hacia él o hacia los Hermanos.
482 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Aquellas mismas personas que más opuestas estaban contra el Instituto, cambiaban
sus disposiciones para con él, cuando veían al superior a sus pies y pedir perdón por
pretendidas faltas, de las cuales ni él ni los Hermanos eran culpables.
Si la lejanía de los lugares le impedía ir personalmente para rebajarse ante los
poderosos indispuestos con los Hermanos, para amansarlos, les escribía en términos
tan humildes y con un estilo tan adecuado para calmarles, que, en efecto, la lectura de
sus cartas parecía convertirlos en otros hombres. Es lo que ya vimos que sucedió con
los señores obispos de Boloña y Macón.
Un proceder parecido de humildad se daba en este virtuoso superior respecto de los
Hermanos. La autoridad que ostentaba le llenaba de confusión, y lejos de envanecerle
le servía de motivo para humillarse ante ellos. El honor que le hicieron de ponerle al
frente de ellos, le parecía una prueba patente de la humildad de sus corazones, y era
para él como una voz humillante que le decía que era el único entre todos ellos que
estuviera lleno de orgullo. De manera que considerando su elección como un aviso de
su indignidad, creía que él era el único incapaz de cumplir debidamente el cargo al
que le habían elevado.
Con este mismo espíritu honraba a los Hermanos ancianos, como si fueran sus
padres; también a sus compañeros de noviciado, como a maestros suyos, y a los más
jóvenes, como a hijos de Dios. Hablaba a todos con actitud de respeto y con una
especie de reverencia que atraía hacia él la de todos los demás, sin que se diera cuenta.
En esto, participaba del espíritu de san Pablo, y practicaba a la letra los consejos que
daba a su discípulo Timoteo.
Sumiso interiormente a toda criatura, según la máxima de los Apóstoles, obedecía
más que mandaba; se humillaba en todos los encuentros, incluso delante de aquellos
que necesitaban serlo. Empleaba los ruegos en vez de las amenazas y de las
reprimendas. En cuestiones indiferentes cumplía la voluntad de los que deberían
haber indagado la suya, y se prestaba a las inclinaciones y a los deseos de cualquiera,
cuando su deber se lo permitía.
<2b-63>
No hay, pues, que extrañarse si un hombre tan humilde no hacía nada sin consejo;
si él tenía en cuenta, con tanta facilidad y alegría, las luces del prójimo; si no hacía
nada sin haber consultado, mientras vivió, a su profeta, el señor De La Salle; si
remitía todos los asuntos de la sociedad al consejo de sus Asistentes, y si no quería
decidir nada, en asuntos de importancia, que no fuera aprobado por la asamblea de los
Hermanos o aceptado por los principales de ellos. No hay que extrañarse tampoco si
en los viajes el Hermano Bartolomé dejaba de lado su cualidad de superior para
revestir de ella al acompañante, obligándole a ejercer la autoridad con respecto a él, y
mostrarla delante de toda la gente. Y no era sólo con los Hermanos antiguos con
quienes procedía así; lo practicaba incluso con los más jóvenes novicios. En cierta
ocasión llevaba consigo a un novicio tosco y corto de entendederas, y al llegar a un
monasterio en el que iban a pedir alojamiento, le mandó que al llegar al convento se
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 483
presentara como el superior. Y así lo hizo. El novicio habló al prior en calidad de tal,
respondió a las preguntas que le hicieron y recibió las muestras de distinción;
mientras tanto, el Hermano Bartolomé, sumido en humilde silencio, hacía de
acompañante. Pero el virtuoso Hermano no se detuvo en eso. Cuando entraron en la
habitación de los huéspedes, se arrojó a los pies de su nuevo superior y le dijo:
«Carísimo Hermano, hasta ahora, en el viaje, he mandado yo; ahora lo tiene que hacer
usted; aquí estoy preparado a recibir sus órdenes». El novicio, aturdido por este
manifestación de humildad, se arrodilló, a su vez, asegurando que se quedaría allí, en
aquella postura, hasta que él se levantara. Comienzo por obedecerle, y me levanto,
replicó el Hermano Bartolomé. El novicio, molesto por este lenguaje y tratando de
terminar aquella situación, pidió al Hermano que comenzara alguna lectura sagrada.
Con mucho gusto, respondió el Hermano Bartolomé, indíqueme el lugar donde
quiere que lea. A la hora de la cena quiso acusarse de sus faltas al nuevo superior,
pidiéndole una penitencia, según la costumbre de la Congregación; pero el novicio,
desconcertado por estos actos de humildad, que no esperaba, le rogó que lo retrasara
hasta el final del viaje. Así se comportaba el superior de los Hermanos con todos sus
demás compañeros de viaje. Les enseñaba a obedecer y a humillarse con su ejemplo;
y ellos terminaban el tiempo de su compañía con nuevas ganas de ejercitarse en esta
santa práctica.
Después de todo, a nuestro orgullo le cuesta mucho menos humillarnos a nosotros
mismos que ser humillados por los demás. Haciéndolo pocas veces, lo hacemos
perfectamente. El gusto particular, el espíritu natural, el amor propio, apenas sufren
cuando se hunde la espada de la humillación en lo profundo del alma. La vanidad es
un veneno que sabe correr hasta en las acciones humillantes en el exterior; y muy a
menudo se lleva un orgullo refinado, bajo la apariencia del desprecio de sí mismo.
Pero verse despreciado, criticado y censurado por los otros, incluso por sus inferiores,
sin pena, sin resentimiento, aceptar y admitir las injurias y las falsas acusaciones con
espíritu de mansedumbre, con el sentimiento de la propia indignidad y con la
persuasión íntima de que se merece el tratamiento más vil, y que quienes lo hacen
cumplen algo justo y nos conocen a fondo, es un testimonio de humildad que no es
equívoco.
Éste es el sello con que estaba marcado el Hermano Bartolomé. Apenas
<2b-64>
salido del Noviciado se convirtió en el confidente del señor De La Salle, y apenas era
un neófito cuando tuvo que ocupar su puesto. ¿Qué le atrajo la confianza del
fundador? La envidia de algunos Hermanos veteranos y todos los dardos satíricos e
hirientes que se derivan de ella. ¿Cómo los recibió nuestro Hermano? Con una
modestia y humildad que cambiaron el corazón de los envidiosos y que cambiaron su
envidia en admiración y estima, hacia una virtud superior a su malicia. ¿Qué llevó al
primer puesto a aquel que sucedió al fundador? Las contradicciones, las rebeldías y
las injurias de parte de algunos soberbios. Hubo quienes le tacharon de ambición, que
484 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
espera de ello, que son humillar, probar e instruir, como lo explica el santo autor de la
Imitación de Cristo (L. 1. c. 13).
<2b-66>
A vista de la llaga de una concupiscencia inflamada e irritada, que no podía cerrar
ni curar, y con el sentimiento de un corazón tan inclinado a la voluptuosidad, en una
especie de abandono a los deseos más inflamados, a las pasiones más vergonzosas y a
la más cruel persecución de los demonios, a los cuales se creía expuesto, y, en fin, a la
proximidad del precipicio en el que estaba amenazado de caer, gemía, se humillaba,
oraba, se armaba de paciencia, y llamaba en su ayuda el ejercicio de las más heroicas
virtudes. De ese modo, sus combates multiplicados sólo servían para incrementar sus
méritos. Salía de ellos más vigilante, más humilde, más agradecido a Dios y más
comprensivo con las debilidades de sus Hermanos.
Semejante al soberano pastor que siente todas nuestras enfermedades, que ha
querido ser tentado en todo y que se ha hecho en todo semejante a los hijos de Adán,
salvo en el pecado, el sucesor del señor De La Salle aprendía por la experiencia diaria
de sus miserias a compadecerse de sus Hermanos, a escucharlos con bondad, a
consolarlos con ternura y a soportar con corazón de madre sus debilidades. Eso es lo
que aprendió y lo que practicó con suma fidelidad, y eso es también lo que hizo que su
gobierno fuera tan amable.
A un Hermano que le expresaba la pena que sufría al verse reducido a combatir sin
descanso al ángel de Satanás, le escribe así: «No es nada extraordinario que se vea
tentado contra la castidad. Todo el tiempo que el hombre permanezca sobre la tierra
en su cuerpo de barro, siempre estará en situación de volverse hacia la porquería. Esto
debe humillarle y moverle a velar sin cesar sobre usted mismo y a mantenerse en
guardia. Para ello es preciso rechazar todas las ocasiones de tentación, en la medida
que sea posible, rezar mucho y a menudo a Dios, y pedir los consejos de un prudente
confesor».
Consejos tan saludables muestran a las claras cuál era su atención para purificar de
toda mancha los vasos del Señor que le estaban confiados. Pero si les impulsaba a huir
de todo lo que tuviera sombra de impureza, les recomendaba que no se alarmaran por
los pensamientos sucios y por los fantasmas con que el demonio trata de manchar la
imaginación, pues la turbación y el desaliento sirven para mantenerlos, en vez de
alejarlos. El ánimo en resistir, el fervor en la oración, la fidelidad a humillarse, la
práctica confiada de la verdadera obediencia, la mortificación de la carne y de los
sentidos, la comunión fervorosa y frecuente, el amor al retiro y a la oración, el recurso
a la Santísima Virgen y a los santos ángeles custodios, el candor y la sencillez para
descubrir el fondo del alma a sus directores: he ahí las armas que les mandaba utilizar
contra el espíritu inmundo, y que los santos nos aconsejan como las únicas
victoriosas. En fin, mucha modestia y profundo recogimiento, eran, según él, uno de
los medios más excelentes para cerrar la entrada del alma a este espíritu infernal. Por
eso nada recomendaba tanto como el recogimiento de la vista. En su opinión, los
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 487
Hermanos abrían demasiado los ojos para ir a su empleo. En esto, como en todo lo
demás, él daba ejemplo. Sólo en caso de necesidad miraba los objetos que agradan
más al corazón que a los ojos cuando uno se los encuentra. Era fiel a cerrarlos sobre
aquellas personas jóvenes a los que Job negaba su mirada, como consecuencia del
pacto que había hecho, y vivía sobre la tierra como una persona que se prepara para
ver a Jesucristo y que considera que cualquier otro objeto es indigno de su mirada. A
esta libertad para abrir demasiado los ojos atribuía la mayoría de las tentaciones.
Escribe a un Hermano: «Su disipación de los ojos y de la mente podrían
<2b-67>
contribuir mucho a las tentaciones que tiene. En tanto que le sea posible, debe intentar
no dar ocasión a la tentación. Nuestro Señor le manda que vigile y ore en todo
momento, por miedo a caer. Trate, por tanto, de acostumbrarse a vigilar sobre sus ojos
y sobre su mente, si quiere avanzar por el camino de la santidad».
Al mismo Hermano, que le había manifestado la dificultad que tenía para dominar
sus ojos continuamente, le responde con estas pocas palabras: «Como los ojos son los
mayores enemigos que tenemos, debe vigilar muy bien sobre ellos, por temor a que le
lleven a la perdición. Nuestro Señor dice que si tu ojo te escandaliza, debes arrancarlo
y arrojarlo lejos de ti; si este divino mandato no se interpreta a la letra, sí debemos
entenderlo en sentido espiritual, es decir, que debemos tomar todas las precauciones
posibles para no dar libertad a nuestros ojos, por temor a que nos escandalicen y nos
hagan caer. Por la disipación de los ojos nos hacemos tan exteriores y tan sensuales
que nos llenamos de las criaturas y de las cosas sensibles, vaciándonos de Dios y de
las cosas espirituales. Preste mucha atención a este punto, etc.».
En fin, decía que el recogimiento, para ser provechoso, debía ir acompañado de
frecuentes jaculatorias, de diversas elevaciones del corazón a Dios y de la
elaboración de diversos actos de algunas virtudes, como la fe, la esperanza, el amor,
la contrición, la humidad y la resignación. «Este recogimiento —añadía— es el que
produce excelentes efectos; si no es así, sólo es apariencia, hipocresía o imaginación».
16. Su prudencia
Acabemos diciendo breves palabras sobre su exquisita prudencia. Se han visto
algunos rasgos en lo que ya se ha dicho. Brilló, sobre todo, en la destreza que tuvo
para ganarse al difunto señor obispo de Mâcon, y en disponerle a favor de los
Hermanos. ¡Y qué beneficio le consiguió esta rara virtud ante el difunto señor obispo
de Boloña! Consiguió detener sus sentimientos de indignación y arrebatar de sus
manos las armas que había tomado contra los inocentes, cuyo único pecado era
negarse a poner su nombre en la lista de los apelantes.
Si la prudencia es una virtud tan rara, es que presupone otras virtudes poco
comunes. Estas virtudes son la humildad, la mortificación y la oración. La humildad,
que elimina el espíritu de presunción y de buena opinión de sí mismo, manteniendo al
488 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
necesarias para ayudar en ello a los Hermanos; pues este ejercicio, bien realizado por
parte de los inferiores y del director, es uno de los mejores medios para dirigir bien a
los Hermanos, para que se mantengan en el espíritu de nuestro Instituto y para
ayudarles a que se santifiquen».
Hacia el final de la carta le advierte que no caiga en una falta muy importante
consistente en que, cuando un Hermano haya cometido una falta, se lo diga durante el
recreo. «Hay que tener mucho cuidado durante los recreos no hablar de una falta que
algún Hermano haya cometido recientemente, pues eso no estaría bien y podría tener
malas consecuencias».
Éste es, pues, el compendio de la vida de quien tuvo el honor de haber sido el
primero en ocupar el puesto del patriarca de los Hermanos durante su vida y después
de su muerte, y que tuvo la dicha de representarle en su persona por la imitación de
sus virtudes. Lleno de su espíritu, moldeado con sus ejemplos, los Hermanos no se
dieron cuenta de que su padre había muerto mientras conservaron en vida a quien era
su verdadera imagen. Al perderle, todos lloraron de nuevo a los dos, y cuando
perdieron a su sucesor, pensaron que habían perdido otra vez al señor De La Salle.
***
<2b-69>
El primero que presenta el orden del tiempo es el Hermano Paris, llamado luego
Hermano José, recibido por el señor De La Salle en 1683, en la época misma en que el
santo varón se despojó de su canonjía. Fue uno de sus más fervorosos y uno de los
primeros discípulos. Aunque era de cierta edad y aunque estaba afectado por el asma,
y bastante enfermo, su exactitud a la Regla causaba sonrojo y servía de ejemplo a los
jóvenes y a los más robustos. Lejos de buscar en sus incomodidades motivos
legítimos para dispensarse de algunos ejercicios, veía en ellos razones urgentes para
hacerse violencia y apresurar el paso en la vía estrecha. Era todo lo que la obediencia
quería: sastre, despensero, etc.; y desempeñaba él solo los oficios de varias personas
con un celo que ocultaba el número real de sus años y el peso de sus males habituales.
Estuvo encargado de la ropería de la casa más pobre del mundo, y lo mejor era
siempre para sus Hermanos, y lo peor, para él. Escogía siempre los hábitos más
usados y los más zurcidos. Era una necesidad para él encontrar en todo lo que era de
su uso algo que mortificara la carne y con qué humillar su espíritu para que estuviera
perfectamente contento, pues ése, junto con la oración, era el mayor atractivo que
sentía.
490 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
En efecto, practicaba a la letra el mandato del Señor: Orad sin cesar, sine
intermissione orate. En cualquier lugar donde se le viera, estaba ciertamente rezando.
Estando ocupado en mil actividades en la casa, parecía olvidarlas para acordarse sólo
de rezar; o más bien, al ejecutar todas sus actividades, las hacía en espíritu de oración;
de manera que en todos los lugares a donde le llamaba el deber, en todos los oficios de
los que le había encargado la obediencia, tenía el secreto de encontrar a Dios, de
hablarle, de conversar con Él, y de hacer lo que se hace en la casa de oración. Si sus
ocupaciones le dejaban algún momento libre, se arrodillaba para continuar su oración
con más tranquilidad. Para favorecer esta oración continua recurría a la oración vocal
como ayuda para la mental, unía una y otra, o hacía que se sucedieran. Así, pues, con
frecuencia se le veía mover los labios, rezando, y decir palabras que le ayudaban a
recoger su corazón y mantener su atención en Dios.
En 1688 fue enviado a Laón para atender la escuela; el Hermano Bourlette, que
había muerto allí en olor de santidad, pareció que resucitaba en él, con su misma
humildad, con el mismo recogimiento, con el mismo desprecio del mundo, el mismo
celo por la instrucción y la edificación de los jóvenes. Tanto el párroco como todos
los feligreses estuvieron encantados de contar con este nuevo Hermano, y les pareció
que se reparaba así la pérdida que habían tenido por la muerte de otro Hermano, a
quien consideraban como un santo.
En 1691, el señor De La Salle, contento por ver que reinaba el fervor en su primer
Noviciado, establecido en Vaugirard, tal como él lo quería, llamó a él, durante las
vacaciones, a los Hermanos de las cuatro casas de Reims, Guisa, Rethel y Laón para
que participaran en sus ejercicios y se renovaran en el espíritu. La orden, dada a
nuestro Hermano José, fue cumplida de inmediato. Por muy fatigoso que fuera un
viaje tan largo para una persona cargada de años,
<2b-70>
muy afectada por el asma y además con la molestia de un nuevo mal, el de una lupia
enorme en la rodilla, que le había salido a causa de su asiduidad a rezar arrodillado, no
tardó ni un momento en partir, y llegó a tiempo al lugar señalado para encontrarse
todos los Hermanos, y así poder hacer juntos la caminata en grupo. La cita era una
hospedería a las afueras de Soissons, que tenía un cisne como emblema. Los primeros
en llegar tenían orden de esperar allí a los que llegaran después, con el fin de hacer en
comunidad el viaje de Soissons a París. El pobre Hermano José, que había hecho el
camino de Laón a Soissons, que es de siete leguas, a duras penas, con dolores terribles
y sosteniendo la lupia, tan grande como su cabeza, con un tirante, apareció al fin con
su compañero, resuelto a hacer a pie el resto del viaje. Sus fuerzas, con toda
seguridad, no hubieran respondido a su ánimo, y se hubieran agotado antes de llegar
al término, pues el camino que faltaba era de veintidós leguas. Pero este verdadero
obediente no miraba para nada su dificultad, y estaba dispuesto a morir o a quedarse
en el camino antes que faltar a la obediencia.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 491
Los otros Hermanos, sorprendidos y edificados por una virtud tan rara, tuvieron
lástima de él, y a pesar de su repugnancia, le obligaron a tomar la barcaza que le
llevaría a Beaumont, a siete leguas de París. Cuando llegó allí, le fue necesario
terminar el viaje tal como lo había comenzado, llevando su cruz, es decir, la lupia
gigantesca que llevaba en la rodilla, y que le daba tanto dolor que cada paso era una
especie de suplicio. Estas angustias no terminaron cuando llegó a Vaugirard, pues
apenas entró en la casa, olvidando su edad, su asma, su lupia y el cansancio del viaje,
se entregó a los ejercicios de piedad y de mortificación con el ardor del más joven, del
más robusto y del más fervoroso novicio. El señor De La Salle, acostumbrado como
estaba a las prácticas de virtud, de las que había dado tantos ejemplos, quedó
extrañado de la mortificación de su discípulo. Él ignoraba sus nuevas enfermedades,
pues de haberlas conocido le hubiera mandado quedarse tranquilo en Laón y ni
siquiera hubiera pensado en llamarle a París. Quedó agradablemente sorprendido y
maravillosamente edificado al ver a este anciano tan enfermo y lleno de dolores, con
una virtud tan consumada; no sabía qué admirar más, si su obediencia ciega, su ánimo
para afrontar tantas y tan penosas pruebas, o su fervor, que era un ejemplo
maravilloso. Cuando el Hermano José terminó el mes de vacaciones a su gusto, sin
perdonar a su cuerpo, sin acordarse de su edad ni de sus males, el prudente superior le
mandó de nuevo a Laón, de forma definitiva, por una circunstancia que le hizo más
llevadero el viaje que a la venida. Pero su virtud encontró en seguida un nuevo
ejercicio de mortificación, porque le salió una nueva lupia en la otra rodilla. Esta
nueva cruz sirvió para incrementar su paciencia, pero este nuevo sufrimiento, unido a
los anteriores, no le liberaron del trabajo de la escuela, y en ella encontró una muerte
bastante parecida a la del mártir san Casiano. He aquí cómo sucedió.
Tres años después de su regreso a Laón, es decir, en 1694, un alumno mayor, ya
fuera por malicia, ya por venganza de algún castigo que le impusiera, colocó en el
asiento de la silla una navaja, de tal modo que, cuando se sentó, la hoja entró hasta el
hueso en la carne del Hermano. La herida fue mortal, y acabó con él en pocos días.
Con esta especie de martirio quiso Dios recompensar el celo de un hombre que se
sacrificaba con tanta generosidad para instruir
<2b-71>
a la juventud. Siendo ya mártir por la paciencia, debía serlo también por la caridad, y
así tuvo el honor de ser víctima de uno de sus alumnos, y parecerse al santo que fue
atormentado y muerto por los suyos.
Este Hermano tuvo además el honor de ser enterrado junto al Hermano Bourlette, a
quien la ciudad de Laón honra como un santo; como la virtud les hizo tan semejantes,
era conveniente que tuvieran la misma tumba.
***
492 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Hermano JEAN-HENRY,
JUAN ENRIQUE
<2b-72>
piadosa, era ya una exhortación emocionante, pues, para mostrar públicamente su
incapacidad, tomaba un libro y leía en él, con tanta gracia y unción que los Hermanos
se quedaban más edificados que si se tratara de discursos preparados. Si este buen
Hermano añadía al texto que leía alguna cosa propia, comentándolo o parafraseándolo,
sus palabras eran espíritu y vida, y lo poco que decía producía en el corazón de los
oyentes impresiones tales que ellos mismos se sorprendían; tan cierto es que el
ejemplo de una gran virtud es el más persuasivo de todos los oradores, y tal vez el
único eficaz sobre los corazones.
¿Cómo no hubiera podido encontrar este Hermano gracia ante los demás, pues sólo
sabía estimar la pura virtud, y consideraba como nada todos los dones que no sirven
para llegar a la santidad? Si la naturaleza, ingrata, le había negado los talentos que
hacen brillar y que aprecia el mundo, la gracia le había compensado con dones de
primogénito que forman a los perfectos hijos de Dios. Le había adornado,
especialmente, con una sencillez y una obediencia tales que le hacían vencer las
pasiones de aquellos a quienes tenía que dirigir. El único uso que hacía de su cargo y
de su autoridad era obedecer, recibiendo con fidelidad, sobre todo, las órdenes del
señor De La Salle, y ejecutándolas a la letra. En este asunto era tan exacto y puntual
que ni siquiera hubiera cambiado de sitio una silla si no hubiera recibido, por escrito,
de su superior, la orden de hacerlo.
En 1691 fue llamado a pasar el mes de vacaciones en Vaugirard, siguiendo los
ejercicios del Noviciado, que funcionaba allí. Salió de Reims con otros cinco
Hermanos para dirigirse a Soissons, que era el lugar de encuentro con los Hermanos
de Laón, Guisa y Rethel, como se dijo en el relato de la vida del Hermano José. Este
viaje, que fue tan penoso para el Hermano José, se convirtió en un verdadero martirio
para el Hermano Juan Enrique, y los dos mostraron en este encuentro una obediencia
ciega y una disposición heroica para sufrirlo todo. En efecto, si el Hermano José era
anciano, asmático y con una enorme lupia en su rodilla, el Hermano Juan, aunque
joven, sufría de reuma agudo y de un agudo dolor de ciática en las caderas, y no podía
dar dos pasos sin balancear todo el cuerpo, de derecha a izquierda, poniendo en
movimiento todas las partes del cuerpo, de pies a cabeza, con agitación violenta y
dolorosa. En varias ocasiones se había intentado curarle, pero inútilmente, pues la
medicina había agotado para él todos los recursos de la ciencia; el mal, más fuerte que
los remedios, se había empeñado en hacer de este joven una especie de anciano
decrépito, a quien las piernas se negaban a obedecer.
Esta dificultad extrema para caminar, que a cualquier otro le hubiera hecho
imposible emprender un viaje de treinta y cinco leguas, no detuvo en Reims a un
hombre a quien el mndato del superior llamaba a París. Estaba convencido de que el
verdadero obediente siempre canta victoria, y por eso se puso en camino resuelto a
sufrir todo y a exponerse a cualquier riesgo antes que faltar a la obediencia. Es
evidente que era necesario tomar una resolución tan radical para emprender
semejante viaje, que desde el comienzo hasta el final fue un verdadero tormento para
494 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
todos sus compañeros, lo mismo que para él. En efecto, los acompañantes estaban
obligados a seguirle paso a paso, sin apenas poder darlos sino con enorme sufrimiento
y violencia, y por turno tenían que prestarle servicios caritativos, penosos y molestos
para ellos, como llevarle por las axilas para ayudarle a avanzar; de ese modo
<2b-73>
recorrieron las trece leguas que hay desde Reims a Soissons, con una dificultad
enorme por ambas partes, sin hallar otra ayuda que en la paciencia y en la caridad, que
buena falta les hacían.
No puedo dejar de señalar aquí lo que dice la Sagrada Escritura, y que confirma la
vida de cada santo en particular: Que Dios aflige a los que ama, y que procura
proporcionar las dificultades a las recompensas que les destina; y que la grandeza de
su amor es la medida que emplea para tallar las cruces que desea que lleven.
El Hermano Juan Enrique llegó con mucha dificultad a Soissons, y lejos de
sucumbir a las fatigas de un viaje tan molesto, se dispuso a continuarlo, encantado de
terminar una caminata en la que cada paso que daba le costaba tanto sufrimiento
como si anduviera sobre espinas, y que tan bien le recordaba las penalidades del
estrecho camino que conduce al cielo. Con este propósito, supo disimular tan bien
que pareció que la fatiga del viaje hecho hasta entonces con tantos dolores le había
entrenado, haciendo que desapareciera el mal, y le permitía caminar casi con
normalidad. Así lo creyeron los Hermanos, por lo cual no cayeron en la cuenta de que
podían embarcarle por el río, con el Hermano José. Pero al día siguiente se dieron
cuenta de que se habían engañado, cuando habían hecho ya tres o cuatro leguas desde
Soissons, y se percataron de que el Hermano sucumbía a la terrible dificultad. Pero
ahora la ocasión era hermosa para todos, porque podían practicar la paciencia, y
determinaron aprovecharlo realizando un camino de penas y méritos. Verlos caminar
con un enfermo que había que llevar casi en volandas producía piedad en quienes lo
veían; pero también edificaba a la gente, que no sabía qué admirar más, si el valor del
enfermo o la caridad de sus compañeros. Cada cinco o seis pasos tenían que pararse, y
en ese momento de descanso, los Hermanos se reemplazaban para sostenerle por los
brazos y ayudar a avanzar a aquel hombre que no podía echar un pie por delante del
otro. No sabría decir quién era en esos momentos el que más sufría. Por un lado, el
Hermano Juan Enrique sentía a cada paso renovarse los dolores y que se agotaban sus
fuerzas; muchas veces desfallecía y creía que cada paso era el último; por otro lado,
los Hermanos estaban alarmados, y aparte de la dificultad para sostenerle y hacerle
caminar, temían que expirase entre sus brazos. De este modo hicieron veintidós
leguas, sin encontrar ningún alivio para el Hermano, pero ya a las puertas de París
alquilaron una carreta en la cual colocaron, sobre haces de paja, al Hermano Juan
Enrique, que estaba más muerto que vivo. Esta solución llegó a tiempo, pues no
hubiera sido posible continuar por más tiempo el camino sin que el Hermano hubiese
dado su último suspiro.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 495
Los demás Hermanos, que habían tenido que soportar, además de las molestias del
viaje, las dificultades de llevar por turno a un enfermo, estaban tan cansados que
movieron a piedad al carretero, que invitó a que algunos se sirvieran de la comodidad
de la carreta, sin aumentar el precio del servicio. Dos o tres de los más fatigados
aprovecharon la oferta, y subieron. Algunos decidieron ir por delante de la carreta,
para servir de guía al carretero, y otros decidieron seguir por un atajo. Si el carretero
les ofreció la comodidad de su carro a los más fatigados, y sin aumentar el precio, no
fue lo mismo con el populacho, que se burlaba de ellos y les hizo pagar cara la
comodidad de la carreta, y tuvieron que soportar sus insultos desde la puerta de San
Martín hasta la parroquia de San Sulpicio. El espectáculo de tres o cuatro Hermanos,
vestidos de negro, de una manera tan singular para aquella gente, fue motivo de
<2b-74>
muchas burlas para los mirones de París. Así se dirigieron los Hermanos a Vaugirard
para comenzar allí un retiro tan largo como el mes de vacaciones, después de haberse
preparado durante el viaje con un prolongado ejercicio de paciencia y de caridad.
El señor De La Salle, informado de todos los avatares del viaje, pareció muy
sorprendido, y comprendió que era necesario facilitar el transporte a los Hermanos
achacosos durante su viaje; lo tuvo presente en lo sucesivo, pues hasta entonces no
había prestado atención a ello, a pesar de que llevaba más de doce años trabajando en
la formación del Instituto.
El Hermano Juan Enrique, llegado al fin, después de sufrimientos impensables y
casi moribundo, no al lugar de su reposo, sino al centro de su fervor, desde el día
siguiente apareció como resucitado, y olvidando tanto los dolores pasados como los
dolores presentes de su enfermedad habitual, fue el primero en acudir a las
penitencias y a las humillaciones, como si tuviera que reparar el tiempo que pensaba
haber perdido durante el viaje.
Una vez transcurrido el mes en ejercicios de fervor, regresó a Reims, por orden del
señor De La Salle, para seguir como director. Algún tiempo después le llamó a París
para que dirigiera el Noviciado en la Casa Grande.
En París se mostró tal como se había comportado en Reims, como un hombre
perfecto y un modelo consumado, siempre a la cabeza de los Novicios, y decía por
medio de sus actos lo que no podía decir con la boca. Todo hablaba en él: su silencio,
su modestia, su recogimiento, su fervor, etc. Al verle tan desentendido de las
necesidades del cuerpo, se hubiera pensado que el suyo, de distinta naturaleza que el
nuestro, no tenía necesidades que satisfacer, y que estaba ya espiritualizado y
participando del estado de la resurrección futura, lo cual permitía a su alma toda la
libertad necesaria para adorar, alabar, bendecir y amar a su Dios con todo placer, sin
distracción y sin interrupción. Como estaba totalmente absorto en Dios, sus actos
servían para continuar su oración, y parecía ser incapaz de pensar en otra cosa que en
la que debe ser el único objeto de nuestra mente y también de nuestro corazón.
496 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Además, quienes lo veían entendían que si imperfecciones tan leves o faltas tan
ligeras merecían castigos tan severos, ellos tenían que temer hasta la sombra del
pecado y hasta la apariencia del mal; igualmente se reanimaba así el fervor que
decaía, con ejemplos apropiados para encenderlo de nuevo en los corazones más
fríos. En fin, quería también probar que los heroísmos de virtud que parecen
anticuados en los escritos de san Juan Clímaco, de Casiano y otros autores, pueden
darse de nuevo en personas de los tiempos recientes.
Aparte de los oficios que desempeñaba el Hermano Juan Enrique, el señor De La
Salle le encomendó otro, el de reemplazarle, cuando estuviera ausente, en presidir los
ejercicios de los Hermanos que trabajaban en la escuela y de los Hermanos
empleados en la casa. Este deber lo cumplió con su fidelidad y su sencillez habituales.
En el año 1699 cayó enfermo, y el final de su vida fue el triunfo de su virtud. Los
ejemplos de humildad, de paciencia, de sumisión a los deseos de Dios y de fervor que
dio, fueron tan nuevos y extraordinarios que parecía haberse despojado totalmente de
los instintos de la carne y de la corrupción del hombre viejo. Su fervor y su devoción
crecían con el mal, y estando ya cercano a la muerte, se mostró con los sentimientos y
disposiciones que caracterizan a los santos, y que consuman su predestinación eterna.
El señor De La Salle quiso que los demás Hermanos fuesen testigos y aprovecharan
del ejemplo, y convocó a todos a la enfermería por la mañana, antes de la oración. Su
propósito era que vieran por sí mismos cuán dulce y santa es la muerte cuando la vida
ha sido fervorosa, y animar a todos a trabajar para llegar a ser santos, contemplando
cómo uno de ellos moría como un santo.
<2b-76>
En efecto, este buen Hermano, tan aplicado durante su vida a morir a todo lo que no
es Dios, parecía estar tan lleno y tan animado de su espíritu, tan transportado por su
amor, tan ocupado por el deseo de verle y poseerle, que se podría decir que él no vivía
ya, sino que era Jesucristo quien vivía en él, y que el final de su vida era el comienzo
de la vida de los bienaventurados.
Toda la comunidad estaba reunida ante los ojos de este santo moribundo, y quiso
darles el último adiós de una forma tan enternecedora y tan animada por el espíritu de
Dios, que era evidente que no hablaba él, sino el Espíritu Santo. Cuando su lengua,
muda o estéril durante toda su vida, no había podido mantener una reflexión durante
un cuarto de hora, ahora, convertida en órgano del Espíritu Santo, se hizo tan fecunda
que les dirigió una exhortación que duró casi media hora, aunque estaba a las puertas
de la muerte y a punto de entrar en agonía, con gran extrañeza del señor De La Salle y
de todos los que estaban presentes.
Lo que este piadoso moribundo acababa de decir pareció tan precioso y tan digno
de recordárselo a los Hermanos que el señor De La Salle, para que se les grabara
mejor, lo tomó como materia de la siguiente meditación, convencido de que no hacía
falta ningún otro punto. Se lo comunicó a los Hermanos ausentes con estas breves
palabras: «Rogad por el Hermano Henry, que ha fallecido con extraordinarios
498 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
***
El joven de quien hablamos era el más pequeño de la familia, pero el más piadoso y
virtuoso de los cuatro hermanos. El señor De La Salle le le abrió con sumo gusto la
puerta de una casa en la que deseaba ver a todos los varones de la familia, satisfacción
que le dio poco más tarde. El Hermano Dominique, que es el nombre que le fue dado
en religión al joven de quien hablamos, ingresó en el noviciado, diría yo, casi como
las almas de los elegidos entran en el cielo, con la firme decisión de pensar sólo en
amar y servir a Dios. Y cumplió esta resolución, pues apartadas de su mente todas las
criaturas, sólo tenía presente a Dios, y todo su cuidado fue hacer que cada uno de sus
actos tuviera la plenitud de méritos, y enriquecer su alma de todas las virtudes de su
estado. Sus días estaban repletos de prácticas de penitencia, de mortificación, de
humillación, de obediencia y de caridad, sucediendo unas a otras, y diferenciadas tan
sólo por nuevos grados de fervor. Para abreviar, lo diré todo en una frase: su
aplicación a Dios era tan firme y su trabajo para adquirir la perfección tan continuo,
que sus fuerzas parecieron agotarse. El espíritu interior fue minando en poco tiempo
la salud de un hombre tan fuerte y robusto y fue necesario retirarle del noviciado y
dedicarle a empleos exteriores, con el fin de moderar la actividad del fuego celeste
que le consumía.
Temiendo que su temperamento, que se alteraba a ojos vistas, sucumbiera bajo el
peso de su fervor ilimitado y del recogimiento, que parecía tenerle absorto en Dios, le
confiaron al Hermano encargado de formar a los nuevos maestros y de enseñarles los
ejercicios de su empleo. Éste, después de haberle enseñado todo lo que debía saber
para cumplir tan importante trabajo, le puso en la clase de los más pequeños, es decir,
con los alumnos que requieren más vigilancia y atención, y que son capaces de disipar
a aquellos que les dirigen. Era normal que el Hermano Dominique, con sus ojos
pendientes de aquellas cabecitas ligeras, que se mueven sin cesar y que no son
capaces de estarse quietos ni mostrarse tranquilos, perdiera algo de su recogimiento y
se viera forzado a apartar sus pensamientos de Dios y aplicarse a los niños. Pero,
tratando de no ver a los niños sino en Dios, encontró la manera de pensar en Dios
pensando en los niños.
En medio de esta tropa siempre distraída y en constante movimiento, no perdió
nada de su unión con Dios. En cierta ocasión entró en su clase el Inspector de la
Escuela, una hora después de haber comenzado la escuela, para ver cómo se las
arreglaba y si tenía alguna dificultad, y le encontró como en éxtasis, fuera de sí
mismo. Al verle así, le preguntó si encontraba algún contratiempo, pero el joven
maestro, mostrando a los niños con la mano, le respondió: No veo más que a Dios.
Esta respuesta obligó al Inspector a retirarse y dejar con Dios a quien sabía
encontrarle por todas partes.
El trabajo en la clase, realizado de esta manera, no produjo el efecto que esperaban
los superiores, pues lejos de afectar al profundo recogimiento del
<2b-78>
500 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Hermano Dominique, vino a ser muy buen alimento; y sólo sirvió para alterar más su
salud, en vez de restablecerla; de manera que fue necesario retirarle de la clase y
encomendarle ocupaciones más externas y capaces de hacerle salir un poco de sí
mismo. Así se hizo, y su salud comenzó a mejorar. Cuando pensaron que ya se había
restablecido, se le nombró maestro de Novicios, para sustituir al Hermano Juan
Enrique, que había fallecido. Pero no pasó mucho tiempo sin notar que su fervor se
fortalecía en todos sus aspectos, y gozando de plena libertad, volvía a dañar su salud.
Para impedir que sucumbiera se le puso de nuevo en el trabajo de la escuela, y como
es normal que haya más trabajo en las que son de reciente creación, se le envió a
Darnétal, lugar cercano a Ruán, que había sido abierta hacía algunos meses. Sin
embargo, ni el viaje desde París a Ruán, ni el trabajo de la clase, actividades ambas
muy propias para distraerle, lograron que perdiera nada en su vida interior, ni le
aliviaron en nada. Por eso, por el temor de perder a tan excelente sujeto, fue llamado a
la casa de San Yon, donde el aire era puro y vivo, para ver si mejoraba la salud del
cuerpo. Se le nombró subdirector del Noviciado, para que ayudara al Hermano
Bartolomé, pero esto cavó su tumba, en vez de ayudarle a prolongar la vida.
Cuando el Hermano Dominique llegó a San Yon, encontró en el Noviciado a su
padre y a dos de sus Hermanos, que estaban acabando el noviciado. Se comprende
fácilmente que la sorpresa fue recíproca, cuando el hijo vio que se sometía a su
autoridad a la persona que le había dado la vida, y cuando éste vio que su hijo le servía
de padre espiritual. La fe y la gracia, deshaciendo en esta ocasión el orden de la
naturaleza, trabajaron igualmente en uno y en otro para santificarlos. Este relato nos
lleva a la necesidad de decir unas ideas sobre el ingreso del padre y de los otros dos
hijos en el nuevo Instituto.
Este buen anciano fue a presentarse al señor De La Salle para pedirle una plaza en
su casa, y quedó muy sorprendido de la condición que le puso para concederle lo que
pedía. La condición consistía en que debería llevar con él a sus dos hijos varones si
quería ser admitido. «Si viene solo —le dijo el superior—, la puerta le estará cerrada;
pero la tendrá abierta si se presenta en compañía de los otros dos hijos». «Mi deseo y
el de mis hijos —dijo el anciano— quedarían satisfechos, si fuera posible, pues tanto
ellos como yo deseamos con igual ansia ofrecernos a Dios y terminar nuestros días en
su casa; pero tengo una hija, que también tiene la misma inclinación de ser toda de
Dios, pero no tiene bienes para entrar en un convento. Por tanto, es preciso que mis
dos hijos sigan con ella, para cuidarla». Al señor De La Salle le gustó oír hablar así a
aquel buen hombre, y se percató de que tanto el padre como los hijos estaban elegidos
por Dios. Quedó tan impresionado que se sirvió de su influencia para conseguir que la
hija ingresara cuanto antes en un convento de París. Lo consiguió, y la muchacha
perseveró en ello hasta la muerte, con gran edificación. Terminada esta gestión, el
padre y los dos hijos vendieron la casa y los muebles y acudieron, si me puedo servir
de la expresión, a obligar al señor De La Salle a mantener su palabra, y que los
aceptara, cosa que él hizo con satisfacción.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 501
Tanto el padre como sus dos hijos caminaban con fervor por los caminos de la vida
espiritual, como Novicios, cuando vieron con extrañeza que el Hermano Dominique
era puesto al frente de ellos, y que los animaba a ir más de prisa. No sé a cuál de los
dos debo admirar más, si al padre o al hijo, pues ambos ofrecen ejemplos de virtud
<2b-79>
que honrarían a los solitarios de la Tebaida. El Hermano Dominique, padre según el
espíritu de quien era hijo según la carne, muerto a todos los sentimientos de la
naturaleza, sólo pensaba en hacer caminar por una vida suprahumana a aquel que le
había dado la vida, sin perdonar nada, ni la edad, ni las antiguas costumbres del
anciano. Sin ningún miramiento para la carne y la sangre, castigaba en su persona,
con severidad y en público, las más pequeñas irregularidades, que siendo excusables
incluso en un joven, parecía que no merecían compasión en un viejo. El padre,
cuando estaba bajo la mirada del hijo, tenía que estar atento a todos sus gestos, y a
adecuarlos de tal modo con las reglas de la perfección que se hacían irreprensibles. Si
cometía alguna falta, ya podía esperarse correcciones humillantes y penitencias
rigurosas. Era necesario que el buen padre, olvidándose tanto del número de sus años
como de las dificultades que la naturaleza encuentra en una vida tan diferente de la
suya, apresurase el paso para correr tras las huellas de un hijo que volaba por el
camino de la perfección, con el pensamiento de que cuanto más anciano era, más
cerca estaba del término de sus trabajos.
Eso es lo que practicaba este buen hombre, llamado Hermano Hilarión. Recibía
con espíritu de fe las lecciones, los reproches, las correcciones y penitencias que le
imponía su hijo, con una humildad tal como si las recibiera de boca del mismo
Jesucristo. Un solo ejemplo, entre otros varios, bastará para dar testimonio de la
paciencia de este santo hombre. Cierto día se estaba cumpliendo el punto de regla que
manda que los Hermanos se corten el pelo cada dos meses; el anciano, que era muy
sensible al frío en la cabeza, notó que se lo estaban cortando en exceso, y temiendo las
consecuencias, expresó por algunas palabras en voz baja, o por algún signo, el
disgusto que le producía. Si tal movimiento de la naturaleza fue una falta, no quedó
impune, pues el Hermano Dominique, que fue testigo del mismo, primero lo tachó de
falta de mortificación y luego se lo reprochó en términos propios para humillarle, y
mandó al Hermano que le estaba cortando el pelo que se lo rebajara aún más, sin
ningún miramiento hacia su edad ni hacia su repugnancia; tales humillación y
penitencia el Hermano Hilarión las recibió con actitud sumisa y dócil, con una
paciencia que encantó a cuantos estaban presentes.
Hay que reconocer, además, que tenía una extraordinaria virtud. Con sus setenta
años, salmodiaba con los demás el oficio de la Santísima Virgen con todo su esfuerzo.
Fue humilde y obediente, como un fervoroso novicio de quince años, todo el tiempo
que vivió en la Sociedad. Fue modelo de obediencia, y prefirió perder la vida que
faltar a esta virtud, y esto sucedió de la manera siguiente. Después de haber
desempeñado en San Yon el oficio de portero con especial edificación hasta 1713, la
obediencia le trasladó a Guisa, como cocinero. Esta orden la recibió al principio de la
502 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
***
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 503
Hermano Luis
El Hermano Luis era de la parroquia de Veserni, cerca de Dijón, y entró en el
Instituto de los Hermanos hacia 1709, a la edad de 20 años. Su eminente piedad y su
sencillez de paloma le ganaron el aprecio del señor De La Salle. En el Noviciado no
parecía un novicio, sino una persona perfecta y consumada en virtudes. Habría que
componer todo un libro, dice uno de quienes mejor le conocieron, si se quisieran citar
los ejemplos que allí dio. Esto hizo que pocos años después de terminar el Noviciado,
aunque todavía neófito, y aunque estaba poco dotado de las cualidades naturales que
son las más meritorias a los ojos de los hombres, fuera considerado digno, por su
superior, de ocupar el cargo de director, que cumplió con éxito, pues su notable virtud
suplía la poca capacidad y equilibraba lo que la naturaleza le había negado. Su
regularidad, su paciencia, su mansedumbre y su caridad compensaban perfectamente,
a los ojos de sus Hermanos, lo que le faltaba en su inteligencia, de forma que muy
pronto se hizo dueño de sus corazones y de su aprecio. Incluso aquellos que eran
molestos y cuyo mal humor se dejaba notar, se sometían en seguida al deber y
honraban su proceder con una confianza filial y una subordinación tierna y
respetuosa. Se mostraba siempre perfectamente tranquilo, siempre ecuánime, sin
turbación ni inquietud, sin enfado, incluso en las ocasiones más difíciles y capaces de
alterar la paz del corazón, y así no veían nunca en él ni el enfado, ni la pasión, ni el
sufrimiento reflejados en su rostro. Por eso le miraban como a una persona que ya no
tiene nada de hombre, sino como
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a un sujeto lleno del Espíritu Santo. En efecto, quienes convivían con él nunca le
vieron, no digo enfadado, sino ni siquiera emocionado; le vieron siempre ecuánime
cuando tenían que tratar con él. Nunca le oyeron expresar ni una palabra o un rasgo de
impaciencia. Nunca advirtieron en su exterior ni en su interior, en su forma de actuar,
ningún signo de enfado, de resentimiento, de descontento, que a veces deja escapar el
amor propio cuando se siente herido.
El Hermano Luis sólo amaba al creador en las criaturas; amaba todas ellas con
tanta pureza y tan santamente que le daba lo mismo verse ofendido que alabado,
criticado que aplaudido, abandonado que apoyado o protegido. Todas las cosas tenían
un lugar en su corazón, y todas eran, o no, borradas de él, según que las mirase en
Dios o fuera de Dios por los ojos de la fe, o por los de la carne. La misma caridad que
las hacía entrar en él para amar a Dios en ellas, las hacía salir de él para no amar nada
fuera de Dios. A esto se aplicaba con sumo cuidado este buen Hermano. Estaba
convencido de que la separación total del mundo es el mejor medio para vaciarse de
su espíritu y perder su recuerdo; sólo se mostraba a los hombres cuando la necesidad
le obligaba. Se aplicaba a cultivar su interior y a conservar la pureza de corazón por
medio del retiro y la soledad. De esta manera vivió en la ciudad de Rhetel, a donde fue
enviado como director de la escuela, tan desconocido como un cartujo en su celda,
504 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
durante doce o trece años, viviendo en la tierra como si estuviera solo con Dios. Este
desprendimiento de las criaturas, ayudado por el amor al retiro, hizo de él un hombre
de profunda oración; si la obediencia se lo hubiera permitido, habría pasado los días y
las noches en este santo ejercicio. Con todo, aunque tan solitario y tan amigo del
retiro, no era huraño. Quienes trataban con él le encontraban afable, atento, gracioso y
de conversación agradable. Con tales disposiciones, contentaba a todo el mundo; los
seglares estimaban y respetaban en él a un hombre a quien veían raras veces pero que
tenía el aspecto de un ciudadano del cielo; los Hermanos que vivían con él, y que sólo
recibían de su parte ejemplos de virtud y testimonios de caridad, no tenían otros
sentimientos. Tanto unos como otros le amaban y lloraron su muerte, sabiendo que al
perderle habían perdido a un santo.
Dejó la tierra para ir al cielo, como esperamos, el 9 de marzo de 1728, a la edad de
unos cuarenta años, de los que veinte los había pasado en la Sociedad. Su
enfermedad, que duró 15 días, fue con toda probabilidad el fin de su Purgatorio, pues
cuando se declaró fue el comienzo de una vida de sufrimientos y un prolongado
ejercicio de paciencia. Recibió los sacramentos con sentimientos de piedad
extraordinarios, que denotaban y caracterizaban la muerte de los santos. Dios le
concedió gozar de perfecta consciencia durante toda la enfermedad, excepto en la
última media hora, y la utilizó para terminar la vida tal como la había pasado, en un
ejercicio actual y casi continuo de oración, de conformidad con la voluntad de Dios,
de abandono a su querer, de paciencia en los dolores, de caridad y de mansedumbre
con sus Hermanos, de amor de Dios y de deseo de verle en el cielo. Este santo deseo
de reunirse con su Creador creció en él a medida que fue creciendo en edad y en
perfección. Cuando en su última enfermedad advirtió que la prisión de su cuerpo se
deshacía, este deseo se inflamó, y todos sus pensamientos y deseos se vieron hacia
este Dios inmenso, el único que construye la fidelidad del hombre.
<2b-82>
El deseo de poseerle constituía el tema ordinario de sus conversaciones, y llegó a ser
tan impetuoso y vehemente que quienes eran testigos del mismo pensaban que había
contribuido en gran manera a separar del cuerpo un alma que no podía soportar por
más tiempo la ausencia de Dios.
Si es verdad que la voz del pueblo es la voz de Dios, el Hermano Luis, al dejar este
mundo, fue al cielo, y el último momento de su vida fue el primero de su reunión con
Dios en la gloria. La fama de santo que se había ganado en Rhetel, con una vida tan
pura, tan mortificada, tan regular, tan retirada y tan perfecta durante todo el tiempo
que vivió allí, le siguió a la tumba, pero no fue enterrada con su cuerpo, lo que hizo
decir a algunas personas que, en lugar de rezar por él, le rogaban que rezase a Dios por
ellos. Cuando todos los eclesiásticos estaban reunidos en la sacristía para el entierro,
el decano les dijo: Vamos a buscar a un santo, al más santo parroquiano de mi
parroquia. Llegado con su clero a donde estaba el cuerpo, las lágrimas apagaron su
voz, y cayeron con tal abundancia que no pudo terminar el De profundis que había
comenzado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 505
Puesto que hay que juzgar al árbol por los frutos, según las palabras de Jesucristo, y
al hombre hay que juzgarlo por sus obras, el relato abreviado de las virtudes de este
buen Hermano va a hablar por él, y podrá justificar la idea de santidad que se ganó.
1. Su piedad y su sentido religioso se dibujaban en todo su exterior y en su rostro,
sobre todo cuando oraba. En esos momentos en que estaba abismado en su nada
delante de la divina Majestad, no se le podía mirar sin quedar impregnado del respeto
hacia la presencia de Dios que le llenaba por completo. Estaba de tal modo inundado
de ella que, según su propia confesión, la distracción no encontraba ningún resquicio
en su alma, y por tanto, no podía entrar. Había estudiado seriamente el método de
oración y de seguir la santa Misa que el señor De La Salle había prescrito a los suyos,
y su uso se le había hecho tan fácil que le resultaba totalmente natural. La meditación
y la oración le eran tan familiares que no podía vivir sin rezar lo hacía en todas partes,
por ejemplo en las enfermedades. Algunas horas antes de su muerte todos le veían
cómo elevaba su corazón a Dios y cómo movía sus labios invocándole. Este profundo
espíritu de oración consiguió que viviera en cualquier lugar como un extraño, sin
relacionarse, sin mostrarse, sin conversar con nadie; en un desapego total a todas las
cosas, y en un trato íntimo con Dios, no tuvo dificultad para cambiar de lugar, según
la loable costumbre de las comunidades, cuya finalidad es tener los corazones libres y
desprendidos de cualquier criatura.
2. Su obediencia no tenía límites, y para que fuera universal en todas partes y
siempre, cuando encontraba dificultades en ella, después de haberlas expuesto con
sencillez y candor, añadía: a pesar de lo que acabo de exponer, me someto a cumplir
todo lo que le agrade. Su primer esfuerzo desde que entró en el Instituto fue adquirir
el espíritu de su estado y conseguir la sencillez de espíritu y la rectitud de corazón,
que mostrando sólo a Dios en los superiores, aprende a recibir sus deseos como
salidos de Su Divina Majestad, sin ponerse a examinarlas. Esto es lo que oyó de su
boca quien nos ha ayudado a componer esta breve nota biográfica.
3. Soportar los defectos y las debilidades del prójimo equivale a
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amar a los enemigos; lo que la caridad tiene de más sublime y de más heroico, el
Hermano Luis lo consideraba su deber principal, y lo cumplía con tal perfección que
cada Hermano pensaba que era él quien ocupaba el primer puesto en su corazón.
Tenía fama de ser el consolador de las personas atribuladas, y era su caridad quien le
había ganado ese título en la ciudad, y en virtud de ella muchas personas se acercaban
a él, y nunca se iban sin valor y alegría en el alma. Para animarlos a la paciencia, tenía
costumbre de decirles: Cuando sufro, pienso que Dios me ama; sólo siento inquietud
en este punto cuando me faltan los dolores.
4. Aunque este buen Hermano no tuviera por nacimiento grandes dotes, y aunque
las que tuvo fueran mucho más escasas que las de otros muchos para el trabajo de la
clase y para la instrucción de los niños, consiguió, sin embargo, muchos más
resultados que la mayoría, gracias al esfuerzo en el trabajo, a su entrega y a su celo.
506 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Sobre todo consideraba como deber suyo y como algo placentero enseñar a sus
alumnos a rezar, y a hacerlo con piedad, sentido religioso y recogimiento; y también a
enseñarles el catecismo y a confesarse debidamente. El trabajo que se tomaba para
ello no resultaba inútil. Los niños se forman más por medio de los ejemplos que por
las palabras, y cuando le veían cómo rezaba en la escuela, con tan singular devoción,
se acostumbraban a imitarle, cerrando los ojos, cruzando los brazos, y con piedad
edificante. Sus alumnos estaban tan instruidos sobre la manera de confesarse, que los
confesores que los atendían se maravillaban. Éste es el testimonio que dio el párroco
de Rhetel: «Antes los niños eran tan traviesos que no querían confesarse; pero desde
que recibieron las enseñanzas del Hermano Luis, muestran los frutos en su
comportamiento y en su vida ordenada; ya no hay dificultad para oírles en confesión,
porque saben confesarse muy bien. Es el elogio que me han hecho de ellos los
confesores de la parroquia y el que también doy yo mismo, que lo sé por
experiencia».
5. En fin, se puede juzgar de la perfección de este buen Hermano por la magnitud
de su paciencia. Esta regla no puede ser falsa, pues es el mismo Espíritu Santo el que
nos dice, por medio del Apóstol Santiago, que la perfección es el fruto de la
paciencia: Opus perfectum habet.
Cuando el Hermano Luis estaba aún en el Noviciado, se le declaró una especie de
ciática y un reuma severo que se le extendía a casi todos los miembros del cuerpo, que
sirvieron para probar su virtud y procurarle el purgatorio ya en este mundo. Este mal
le causaba dolores agudos y continuos, tan prolongados como su vida. El remedio que
se utilizó para curarlo o aliviarlo fue un nuevo tormento, que le convirtió en un
verdadero mártir de paciencia.
Por orden del médico, se extendía al enfermo, desnudo, cubierto por encima con
varias mantas, sobre una parrilla sostenida en el aire, y se colocaban por debajo dos o
tres cubetas llenas de fuego, en las cuales se quemaban granos de jengibre para que
desprendieran humo curativo. Fácilmente se puede uno imaginar que ese remedio era
un verdadero suplicio. El señor De La Salle, como se ha visto en su vida, tuvo que
utilizarlo también para una enfermedad parecida. Pocas personas querrían
experimentarlo. Sólo personas tan mortificadas como el señor De La Salle o el
Hermano Luis querrían someterse a semejante tortura, que a ellos, al menos, les sirvió
para que brillara su virtud. El discípulo, a ejemplo del maestro sobre esta especie de
parrilla ardiente, supo lo que san Lorenzo
<2b-84>
sufrió en el suyo para ofrecerse a Dios en sacrificio. Si su martirio no fue tan cruel
como el del santo mártir, sí fue más largo, pues duró veinte años, sin que el tormento
del que hablamos tuviera un final. La virtud del Hermano tuvo, pues, todo el tiempo
que quiso para purificarla. Cada día era para él una jornada de dolores y adecuada
para renovar su sacrificio. Si hubiera escuchado a su enfermedad, le hubiera tenido
constantemente como clavado en el lecho. Tenía que salir de la cama haciendo
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 507
esfuerzos violentos; pero los hacía. Cada mañana era un nuevo comenzar. La
naturaleza le decía que no era posible salir de aquel lecho de dolor, y si le hubiera
hecho caso, en ella se habría quedado; pero el fervor, que hace milagros, le persuadía
de que haciéndose violencia lo conseguiría, y le obligaba a levantarse. Ese mismo
fervor le llevaba cada día fuera de casa, para ir a las seis de la mañana a la santa Misa.
La naturaleza se alarmaba, pero él no le hacía caso. En efecto, caminar sobre el
adoquinado de la calle le causaba tanto dolor que todo su cuerpo se estremecía cuando
estaba en la puerta, a punto de salir. Si su pie tropezaba en alguna piedra saliente, o
mal colocada, el dolor que sentía llegaba a producirle convulsiones.
Con todo, esta especie de martirio no impedía al Hermano Luis atender la clase; su
celo era más fuerte que su enfermedad. Otra dificultad que encontraba era cuando
tenía que acompañar a los alumnos a la iglesia para asistir a la misa, pues tenía que
subir quince escalones para llegar a la puerta. Entonces, dos de los alumnos más
fuertes le sostenían por los brazos, y otro por detrás, y así le ayudaban a subir y a
avanzar.
Lo más extraño es que esta enfermedad, que no siempre se manifiesta con la misma
fuerza, pues depende del tiempo y de las estaciones del año, no le impedía emprender
viajes largos cuando la obediencia se lo mandaba.
En 1716 fue de Rhetel a San Yon para la elección del Hermano Bartolomé, y en
1720 para la del Hermano Timoteo; también en 1725, para recibir la bula del Papa
Benedicto XIII, pues fue de los 32 participantes en esta importante Asamblea. Estos
viajes fueron para él otros tantos tormentos, pues soportaba dolores increíbles, que
herían el corazón de los acompañantes, que admiraban la admirable virtud de este
hombre, que lejos de quejarse, bendecía a Dios y se lo agradecía continuamente,
porque se dignaba dejarle participar de la cruz de su querido Hijo. En esta última
Asamblea el Hermano Luis se mostró tal como era: un santo que sólo daba ejemplos
de humildad, de sumisión y de las demás virtudes. En fin, su paciencia iba creciendo a
medida que se aproximaba a su final, y le hacía superior a todos los dolores; lleno de
fortaleza tomaba él mismo, sin reparo alguno, todo lo que le ofrecían, sin prestar
atención y sin ninguna muestra de amor propio, sin pensar en otra cosa que en ofrecer
a Dios sus sufrimientos e inmolarse por Él, atendiendo siempre a su amor y
suspirando por el cielo.
508 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
<2b-85>
Hermano ESTANISLAO
2. Su fervor en el Noviciado
Al ver a este joven comenzar con paso de gigante su carrera en la perfección, sin
manifestar casi nada que sea propio de un hijo de Adán, hay que concluir, al parecer,
que unió el don de la perseverancia a la inocencia bautismal. La concupiscencia
parecía que estaba apagada en él, y la virtud parecía tan fácil que le resultaba
connatural. Ya llegó a ser un ejemplo vivo antes, incluso, de ser novicio. Su ingreso
en la Sociedad tuvo lugar el 14 de septiembre de 1717, día de la Exaltación de la Santa
Cruz, y fue como su entrada al Calvario. Cada paso que dio le fue aproximando a
Jesús Crucificado, al cual se esforzó por parecerse, y con Él quiso vivir y morir. La
Cruz, que quería marcar un triunfo en la vida de este joven, al parecer eligió el día
señalado por la Iglesia para la fiesta de su Exaltación para indicar que le escogía como
una de sus más ilustres víctimas.
En efecto, el primer cuidado de este Novicio, al que se dio el nombre de Estanislao,
fue crucificar su carne y todos sus sentidos, y morir a sí mismo, dejando a Dios la
labor de martirizarle con nuevas dificultades y añadir los más crueles sufrimientos a
las más rigurosas prácticas de continua mortificación. Progresó tanto en esta ciencia,
que entre el grupo de Novicios, todos muy mortificados, parecía ser el único muerto a
sí mismo. Siendo el ejemplo de sus Hermanos, casi hacía que se desanimasen. Todos
corrían a grandes pasos por las vías estrechas que conducen a la Vida, pero ninguno
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 509
podía seguir a un hombre que no parecía caminar, sino volar a la perfección. Todo en
él mostraba al hombre que sólo obra por el espíritu de Dios, que sólo respira en Dios y
que no vive sino para Dios. Todas sus acciones, tanto las ordinarias como las
extraordinarias, sus palabras, conversaciones, ejercicios de piedad, ocupaciones de
su profesión, todo quedaba marcado por la señal de los perfectos hijos de Dios, que
sólo actúan por la gracia y que están movidos por el Espíritu Santo. Todo exhalaba en
él el olor de santidad que denotaba a aquellos que se le aproximaban o le veían
<2b-86>
que el Hermano Estanislao sólo tenía en la tierra el cuerpo, pero que su espíritu estaba
en el cielo y que su alma sólo mantenía trato con Dios.
3. Su recogimiento
Su recogimiento era tan profundo y tan constante que vivía con los Hermanos sin
casi conocerlos. Y habrían seguido siendo desconocidos si no fuera porque el oficio
de barbero, que él ejercía en la casa, le obligara a mirarlos; hasta el punto que los
nuevos postulantes sólo caían bajo su mirada cuando los tenía sentados para
arreglarles la barba. En sus rendiciones de cuenta de conciencia, él mismo confesó
que si este deber de caridad no le hubiera impuesto la necesidad de mirar a sus
Hermanos, sus ojos hubieran permanecido cerrados, y los recién llegados a la casa
hubieran sido para él como si no estuvieran en ella, pues todo su esfuerzo era vivir en
la tierra como si en ella no estuvieran más que Dios y él. Una vigilancia tan exacta
sobre sus sentidos, que según las palabras del Espíritu Santo son las puertas por donde
entra el pecado en el alma, sostenida por esta vivencia continua en su interior, y
seguida de una dulce y permanente unión con Dios, le hacían, en cierto modo,
impecable, al menos a los ojos de los hombres y de sus mismos superiores, que
ponían su atención, casualmente, en sus actos para descubrir alguna falta que
reprender y corregir. Si alguna se le escapaba no era sino por olvido, inadvertencia o
ignorancia; y aun así, eran tan raras que el Hermano Director de la casa tenía que
aprovechar al momento sus fragilidades humanas, si quería justificar de alguna
manera las correcciones y las humillaciones que le imponía, y que están en uso en las
comunidades fervorosas. Y aún más, pues para probar su virtud y facilitarle alguna
humillación, que son su alimento, los superiores, a falta de deficiencias reales, tenían
que reprocharle como tales los piadosos excesos de su mortificación.
4. Su mortificación
Llevaba tan lejos esta virtud, que exponía sus manos a los rigores del tiempo
durante los extremos fríos del invierno, hasta el punto que causaba compasión, y a
veces hasta horror, a quienes le veían, a causa de las grietas sangrantes, lívidas y
abiertas. Y no eran solamente las manos los miembros que tenían que sufrir, o por el
rigor de la estación, o por las mortificaciones que se imponía; todo el cuerpo, aterido
510 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
por el frío, inspiraba la misma pena, pues huía del fuego como del enemigo de su
penitencia. Los superiores, para obligarle a que se aproximara al fuego, se lo
recriminaban como si fuera una falta; pero era una falta muy habitual en la vida de los
santos; ellos consideraban que era una mortificación excesiva y le mandaban que la
mitigase un poco, para conceder a la natualeza, tan maltratada en él, el alivio a que
tenía derecho.
5. La muerte de sí mismo
La muerte de sí mismo, que es fruto de la perfecta mortificación, fue el término al
que el Hermano Estanislao, que corría con tanta generosidad por los caminos más
afrentosos para la naturaleza, no tardó en llegar. A fuerza de mortificar su cuerpo,
parecía que le había hecho insensible, o que había convertido el sufrimiento en algo
agradable. Baste como testimonio un solo ejemplo, que edificó y sorprendió por igual
a los Hermanos que lo presenciaron. Estanislao, en un invierno muy riguroso, durante
el cual tenía, como era habitual, tenía las manos, y sobre todo los dedos, agrietados y
llenos de heridas, un día poco faltó, a la entrada del refectorio, para quedar aplastado
por el cuerpo de un Hermano grueso y pesado. He aquí cómo ocurrió el incidente.
Este Hermano, después de colocar unos libros encima de la mesa, dio un paso hacia
atrás, y por descuido puso sus pies sobre los dedos de Estanislao, inclinado sobre el
<2b-87>
suelo para besarlo, y se mantuvo de pie, en esa situación, algún tiempo considerable,
sin darse cuenta. Para colmo de infortunio, este Hermano, que era grueso y pesado,
como hemos dicho, llevaba unos zapatos proporcionados a su talla, y muy toscos,
como los llevaban por entonces los Hermanos, y dejó sentir todo su peso al sufrido
Hermano, descansando a plomo sobre sus dedos, que aparecían como triturados.
Cualquier quejido o signo de dolor que se le hubiera escapado a otro menos
mortificado que Estanislao, hubiera advertido a los demás la dureza de aquella
distracción, y hubiera librado al novicio de aquel suplicio; pero la ocasión de sufrir
era demasiado bella para Estanislao, y tuvo mucho cuidado para no desaprovecharla.
Soportó con tal paciencia y con tan profundo silencio aquel dolor que el otro no pudo
sospechar nada de la tortura que le estaba infligiendo, y se mantuvo buen rato en la
posición que lo originaba. El novicio, por su parte, se mantuvo tranquilo como si sus
dedos fueran de hierro, inaccesibles al dolor, mientras su Hermano los aplastaba con
sus pies. En fin, cuando el Hermano los retiró y dejó libre a Estanislao, éste retiró sus
manos, y sin permitirse ni siquiera mirarlas, cruzó los brazos con un aire tan dulce y
tan tranquilo como si no hubiera sufrido nada. Este rasgo singular de una
mortificación poco común hubiera quedado en el olvido, si no hubiera sido
presenciado por algunos Hermanos, que tuvieron cuidado de prestar atención a ello,
en uno de esos momentos críticos en que la naturaleza, si no está totalmente
mortificada, deja escapar algún movimiento de dolor y de impaciencia.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 511
6. Su mortificación interior
Esta muerte externa tenía como principio la muerte interior. Si su virtud dominante
era crucificar su carne y mortificar sus sentidos, su vigilancia era entonces mayor
para regular todos los movimientos de su corazón y para destruir todos los instintos
del hombre viejo. No tenía indulgencia ni piedad con todo lo que podía tener
apariencia de amor propio, y era su norma no concederle nada, y hacerle morir de
muerte lenta, a fuerza de negarle cualquier cosa que pudiera alimentarlo. Pasiones,
inclinaciones, repugnancias, antipatías y simpatías... sólo las conocía para vencerlas
y ofrecer sacrificios a Dios. Sacrificios sustanciosos a los ojos del Altísimo, según las
palabras de la Escritura: Holocausta medullata, y tanto más aceptables a Su Majestad
cuanto más costosos son para quien los ofrece. El ejemplo que sigue permitirá ver
hasta qué punto ponía Estanislao su atención en inmolar, en su corazón, los primeros
síntomas del mal.
Cierto día, cuando era todavía postulante, al salir de la capilla acabada la oración de
la tarde, los demás vieron cómo tomaba las manos de un recién llegado, y le daba
muestras de especial ternura. Este testimonio de amistad, realizado durante el tiempo
del silencio solemne, y por una persona que se mostraba siempre tan recogida y tan
encerrada en su interior, chocó a cuantos lo observaron; el Hermano director, que
también fue testigo, le preguntó el motivo de aquellas muestras de afecto dadas tan a
destiempo. Es que siento por este buen postulante, sin saber por qué y sin que me
haya dado motivo para ello, una antipatía extraordinaria, dijo ingenuamente
Estanislao, y quiero mostrar al Señor que no consiento en ello. Incluso he pedido al
Señor, en mi última comunión, que le conceda una parte de las gracias que tenía
destinadas para mí. Una respuesta tan inesperada y tan edificante, para todos los que
la oyeron, fue un testimonio de la vigilancia de este siervo de Dios para asfixiar y
aplastar en su corazón a los hijos de Babilonia, en el instante mismo de su
concepción, y una lección adecuada para enseñarles
<2b-88>
a mortificar los primeros síntomas del pecado, aunque fueran involuntarios. Sin
embargo, el Hermano director no quiso manifestar a Estanislao la estima que merecía
su virtud, y atribuyó a ignorancia y simplicidad el ejemplo que había dado, y le dijo
que en tales ocasiones bastaba con retractar interiormente, con actos de caridad, los
sentimientos opuestos que sintiera.
eso se puede decir que estaba contento, pues puede decirse que si estaba ansioso de
desprecios, con frecuencia se vio colmado de ellos. Todos podían permitirse mostrar
su talento en este género de humillación, sin que él mostrase la más mínima muestra
de resentimiento ni pusiera en su rostro alguna señal de enfado. A todos daba libertad,
no digo sólo a sus superiores, sino a todos los Hermanos, para contradecirle,
censurarle y condenarle, y todos podían aprovechar tal disposición sin temor a que se
enfadara o se turbara. ¿Qué digo? Puesto que humillarle era complacer sus
inclinaciones y favorecer sus deseos, se ganaba su corazón y su gratitud el que mejor
sabía humillarle, con más intensidad y sin medida.
Las palabras duras, las reprimendas severas, los avisos humillantes, las órdenes
imperiosas o las correcciones públicas..., en una palabra, todo lo que exaspera el
orgullo del hombre, para él era verdadero gozo. No podía impedir en tales ocasiones
que en su rostro se mostrasen señales de su consentimiento en el corazón. Y ese
contento parecía disminuir sensiblemente, e incluso desaparecer, cuando cesaban de
humillarle. De manera que el superior, experto en despertar en el corazón de
Estanislao tanto la alegría como la tristeza, según le humillase o no, o que estuviera
atento o descuidado a hacerlo, sólo le veía contento cuando había cumplido bien su
deber en este punto, y sólo le notaba triste cuando lo había olvidado. Estos sentimientos
heroicos no son imaginaciones que pongo en este virtuoso joven, sino que su propio
corazón los expresó con frecuencia por su boca, pues cuando parecía triste y el
director le preguntaba el motivo, respondía con sencillez y candor: Es porque usted
me descuida, usted no me prueba, y me deja crecer en mis vicios. Incluso añadía que
nunca se acostaba más contento que cuando había sido humillado y mortificado con
severidad. Como tales días eran para él días de fiesta y alegría, las noches que les seguían
eran noches de descanso y de tranquilidad. Igualmente, cuidaba mucho ir de vez en
cuando a manifestar su gratitud a algún Hermano que le había humillado, y le rogaba
que una vez más le cubriera de vergüenza y de confusión delante de todos los demás.
Su devoción a la Santísima Madre de Dios era singular, y se medía por el gran amor
que tenía a su divino Hijo. Se encendía, sobre todo, al recitar el rosario, que era para él
una oración de gusto siempre nuevo. Al pronunciar el nombre de María sentía
especial dulzura, que reanimaba su ternura para con Ella; y las palabras María, Madre
de Dios, eran para él palabras de vida. Éstas son expresiones que él utilizó al dar
cuenta de conciencia al Hermano director de la casa donde estaba.
Su respeto hacia la palabra de Dios, sobre todo al santo Evangelio, se manifestaba
en la lectura que hacía de él cada día. En la devoción con que lo realizaba se advertía que
su alma estaba santamente sedienta de ese pan de vida, y que constituía sus delicias.
10. Su regularidad
Lo que en las comunidades religiosas se llama regularidad, y que de hecho es su
sostén y salvaguardia, le inducía a observar hasta el escrúpulo las más mínimas
normas. Todo lo que prescribe la Regla, grande o pequeño, constituía para él una ley
soberana, que él nunca se permitía, no digo transgredir, pero ni siquiera descuidar. En
este asunto ignoraba tanto la argucia peligrosa de interpretarlas, dándoles un sentido
favorable a la laxitud, como la poca edificante manía de buscar pretextos especiosos
para incurrir en la infidelidad de guardarlas, y la perniciosa habilidad de dispensarse
de ellas por motivos que el fervor no escucha a menos que esté totalmente apagado.
Como la fe le presentaba todos los artículos de su regla como las órdenes dadas por
Dios, cada uno de ellos le merecía toda la atención posible, toda su fidelidad y todo su
respeto. Si el Espíritu Santo mismo los hubiera revelado, si un ángel del cielo hubiera
descendido del mismo para traerlos, si el mismo Dios los hubiera presentado escritos
por su dedo, no hubiera podido honrarlos con mayor respeto, observarlos con más
fervor y exactitud ni manifestar mayor estima hacia ellos.
514 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
15. Su obediencia
¿Qué puedo decir de su obediencia? Esta virtud parecía que había nacido con él.
Sea que fuera dócil y sumiso por naturaleza, sea que hubiera llegado a serlo por la
gracia, era persona que ya no tenía voluntad si no era para obedecer. La obediencia
era la dueña de su corazón, estaba colocada en medio de él y dirigía todos sus
516 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
peores que la misma enfermedad. En este estado, a menudo no podía tragar los
alimentos que tomaba, y tenía que vomitarlos con enormes esfuerzos y náuseas, que
aumentaban su tormento. Pero este sufrimiento no destruía el ánimo del joven. Su
fervor, enfrentado, por decirlo así, con fuerzas parecidas, a la violencia de la enfermedad,
le ayudaba a sostenerse, sin interrumpir los ejercicios de comunidad ni el trabajo de la
escuela. Si algunas veces, por el dolor redoblado, tenía que ceder, era la obediencia la
que ganaba la batalla. En tales casos, era necesaria la orden del Hermano Director
para obligarle a no añadir a tanto sufrimiento las del trabajo y de la regularidad. Con
una enfermedad tan violenta y pertinaz, la capacidad de los médicos quedó agotada. Todas
las medicinas que le aplicaban resultaban inútiles, y sólo servían para empeorarlo.
Ellos agotaron en el enfermo su ciencia, pero no pudieron agotar su paciencia.
La duración de la enfermedad y los nuevos ataques que se repetían obligaban a
llamar a menudo a los médicos, que le habían abandonado, y les forzaban a emplear
nuevos remedios contra un mal que consideraban incurable.
Dios lo permitía así para probar una virtud capaz de sufrirlo todo, que se purificaba
y progresaba a través de la tribulación. Remedios de todo tipo, algunos tan insoportables
como la misma enfermedad, y tan repetidos como los violentos ataques que le venían,
encontraban y dejaban a Estanislao en su imperturbable tranquilidad. La paz y el gozo
que reflejaba su semblante señalaban, a pesar suyo, la dicha que encontraba en los
sufrimientos. Su perfecta y constante resignación a la voluntad de Dios parecía anular
los más vivos dolores, y hacérselos agradables.
En esta situación, este nuevo Job era la admiración de la comunidad. Quienes le
cuidaban se acercaban a él con edificación, y cuando le dejaban lo lamentaban,
porque dejaban de sentir el olor de sus virtudes.
Lo que no se pudo encontrar en las medicinas se buscó en el cambio de lugares, por
lo cual se le fue trasladando de ciudad en ciudad, con la esperanza de que un aire
nuevo pudiera, al menos, proporcionar cierto alivio en la violencia de sus dolores.
Pero fue en vano, pues Aquel que mide la grandeza de las cruces por la grandeza de su
amor por los elegidos, hizo inútiles todas las precauciones de los superiores. Más aún,
pues parece que tuvieron la inspiración de poner a Estanislao al frente del Noviciado
que acababa de abrirse en Aviñón, como si se pudiera encontrar su curación en un
incremento de fervor y en la obligación de dar a los novicios ejemplos nuevos de
regularidad y de mortificación. Dios, al menos, pretendía poner ante los novicios un
modelo digno de imitar, y aleccionarles con el ejemplo de un hombre que sabía unir la
práctica de la paciencia con los sufrimientos más crueles y con la dirección del
Noviciado; pues el hombre sostenido por la gracia lo puede todo cuando está
dispuesto a secundarla y cuando sabe violentarse hasta cierto grado.
Estanislao, a la cabeza de los novicios, se consideraba como uno de ellos, y el que, de
<2b-94>
todos, más necesidad tenía de renunciarse. Parecía que olvidaba su cuerpo para
recordar el lugar que le obligaba a mostrar, con sus acciones, la prueba de las
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 519
verdades que enseñaba, y a confirmar con sus ejemplos las lecciones que daba sobre
la mortificación, la humildad y otras virtudes. Su celo por la santificación de sus
discípulos y por su santificación iba tan lejos que, a ejemplo de san Pablo, tuvo como
norma olvidarse de los intereses de su salud y sacrificar su cuerpo, casi consumido ya
por los sufrimientos. A menudo les daba dos conferencias cada día, con una gracia y
una unción que encendía en su corazón lo que la mansedumbre y la caridad
completaban, la obra de su salvación y el deseo efectivo de la perfección. Su palabra
era eficaz, pues brotaba de un corazón inflamado de caridad y de un alma toda ella
recogida y unida a Dios. La oración era el horno donde sus palabras se encendían.
Parecía que era el Espíritu de Dios quien se las dictaba, y eran como otras tantas
flechas que atravesaban las almas. Así era el dueño de los corazones de sus discípulos
y dejaba en ellos las huellas que la gracia había dejado en él mismo, y los moldeaba
para la virtud con sus instrucciones, apoyadas por sus ejemplos. Sin embargo, como
si todo esto sólo hubiese servido para escandalizar, a menudo se ponía de rodillas
delante de ellos, y les suplicaba que pidiesen por un pecador, o les pedía perdón por
los malos ejemplos que les daba.
Un maestro de Novicios semejante hubiera hecho de cada uno de ellos hombres
capaces de llegar a ser como él, más adelante, si le hubiesen dado el tiempo suficiente
para cultivarlos; pero la persistencia del cólico, que con el tiempo se hacía más cruel,
obligó a los superiores a descargar de la dirección del noviciado a un hombre que iba
a quedar agotado en poco tiempo si se le mantenía en tal cargo de fervor, que exigen
hombres tal como él era, llenos de fuego y de ardor por la mortificación y por las más
austeras virtudes del Evangelio.
El empleo que se le confió, muy diferente del anterior, fue el de recorrer, con el
cargo de Visitador, las casas del Instituto establecidas en sus provincias. Se esperaba
que los viajes, que pueden ser útiles para una salud alterada por una aplicación
excesiva, podrían servir para restablecer la de un hombre que no se podía curar
mientras estuviese tan retirado en sí mismo, y tan aplicado a Dios. Con todo, los
viajes no pudieron ni distraerlo ni aliviarlo; sólo sirvieron para mostrar a todos los
Hermanos, en todas partes, que era una imagen viva del señor De La Salle y que venía
a ser como su más perfecto discípulo.
Por todos los lugares por donde pasó dejó tras sus huellas el buen olor de su piedad,
de su mansedumbre, de su paciencia y de sus demás virtudes. Los Hermanos vieron
en él a un hombre lleno del espíritu de su santo fundador y un retrato fiel del mismo.
Pero el cólico que llevaba a todas partes fue el instrumento del que se valió la bondad
de Dios, más que su justicia, para convertirlo en su víctima. Hasta este momento, los
sufrimientos con los que se había familiarizado no le habían ni atado al lecho ni
impedido realizar sus trabajos o interrumpir sus ejercicios de piedad. Arrastrando su
cuerpo, más que llevándolo, era el primero en llegar a sus ejercicios de comunidad, y
nunca se dispensó de ninguna observancia regular. Los más agudos dolores parecían
iluminar su devoción y favorecer su recogimiento y su unión con Dios, que tan íntima
parecía, sobre todo durante la oración. El fuego divino, del que esto provenía, al
520 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
***
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 521
<2b-96>
RELATO DE ALGUNAS COSAS,
MUY INSTRUCTIVAS Y EDIFICANTES
QUE NO SE INCLUYERON
EN LA HISTORIA DE LA VIDA DEL SEÑOR DE LA SALLE
Y DE SUS PRIMEROS DISCÍPULOS
Quienes hayan leído con atención la Vida del señor De La Salle y de sus primeros
discípulos, el origen, establecimiento y crecimiento del Instituto de las Escuelas
Cristianas y caritativas, no podrán dejar de reconocer como autor a Dios, y tendrán
que confesar que una obra que lleva tan marcadas las huellas de la divina Providencia
es la obra de Dios.
Nunca una obra encontró tantas dificultades en sus comienzos y en su desarrollo;
nunca hubo una obra que chocara con tantas contradicciones y con tantos
contradictores en su cuna y en su nacimiento; jamás una obra se enfrentó a más
obstáculos y enemigos, tanto de dentro como de fuera, y en todo momento. Sin
embargo, esa obra subsiste, se extiende, florece, y cada día que pasa la ve crecer,
fortificarse y extenderse por todas partes. Cien veces se ha visto amenazada de
hundirse, y una mano invisible la ha sostenido y fortalecido. Si alguna vez Dios
permitió que estuviera a punto de quedar sepultada, fue para resucitarla y hacerla salir
triunfante de la tumba. Se ha visto, y es motivo de admiración en curso de esta
historia, con qué aparente lentitud, y sin embargo con qué eficaz virtud, ha guiado el
Todopoderoso esta obra a su perfección aprovechando incluso el esfuerzo de quienes
se empeñaban en destruirla.
Eso es lo que deben meditar a menudo los discípulos del señor De La Salle para
afianzarse en su santa vocación. Su Instituto, que de manera tan visible es obra de
Dios, merece toda estima y todo su amor. La instrucción y la educación cristiana de la
juventud debe tener para ellos un atractivo que se renueve cada día. Su Regla,
actualmente ya aprobada por la Santa Sede, tal como el Espíritu Santo se la inspiró a
su santo Fundador, sin modificación, sin cambio, debe ser la ley de su corazón; su
vocación les convierte en ángeles visibles de los niños, sus padres espirituales, los
sustitutos de sus progenitores,
<2b-97>
los instrumentos de la divina Providencia y los cooperadores de Jesucristo; y esa
vocación debe ser a sus ojos lo que es a los ojos de Dios: sublime, apostólica y divina;
y les obliga a entregarse a ella, y a considerarla como el Arca de Noé, fuera de la cual
para ellos sólo existe el naufragio.
Para confirmarles en esta justa idea vamos a referir aquí algunos hechos
particulares que demuestran con suficiente evidencia el cuidado que la divina
Providencia tiene de las Escuelas Cristianas, de los niños que acuden a ellas y de los
522 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
maestros que les enseñan; y también, al contrario, las desgracias en que se sumen los
Hermanos que abandonan su santo estado o que no lo siguen santamente.
Exponemos estos hechos tal como han sucedido, sin dar nombres. Si no conviene
considerarlos como milagros o prodigios, al menos permítasenos, respecto de los
Hermanos que se han visto afectados por ellos, que los tengamos por sucesos
singulares, que la divina Providencia ha dispuesto para imprimir en los demás un
respeto siempre nuevo por su santa vocación, una resolución eficaz para vivirla con
fervor y un temor infinito a abandonarla.
CAPÍTULO PRIMERO
todo por las leyes de la naturaleza, que demuestren que este hecho no tiene nada de
prodigioso, y no merece que se le atribuya a Aquel que sabe hacer cosas admirables.
Podría referir otros casos semejantes, maravillas que ha obrado Dios en favor de
las Escuelas caritativas; pero eso creo que baste para los corazones rectos, cuya
caridad les predispone a creer lo que edifica a uno; y ya son excesivos para
<2b-99>
aquellos espíritus que se glorian de no creer en nada extraordinario. Se necesitaría
todo un libro si se quisieran detallar las bendiciones que Dios ha derramado y derrama
todavía cada día sobre los Hermanos y sobre sus trabajos, cuando los realizan según
el espíritu de las Reglas que su santo Instituto les ha prescrito. Se puede decir,
realmente, que reciben el céntuplo ya en esta vida: son bendecidos fuera y dentro. En
todas partes a donde les envía la obediencia encuentran satisfacción. Su vida, a pesar
de ser dura, laboriosa, pobre y mortificada, se les hace suave. En paz con ellos
mismos, en paz con los Hermanos, en paz con sus alumnos, en paz con los superiores,
constituyen las delicias de aquellas personas que tienen que convivir con ellos.
Después, mueren como han vivido, aunque a menudo en la flor de la edad, con una
tranquilidad y una alegría que sirve de presagio a la felicidad eterna. En una palabra,
viven como santos y mueren como predestinados. Durante su vida son ejemplos de
virtud, y en su muerte son el buen olor de Jesucristo.
Nos hemos limitado a referir la vida, muy resumida, de algunos de ellos, aunque
son numerosos los que tienen una vida semejante, y que merecerían, al menos, que se
hiciera de ellos un elogio, para contrarrestar la de otros, muy pocos, cuyas desdichas y
muertes funestas relataremos. Casi todos los demás que han fallecido desde la
fundación del Instituto, aproximadamente unos cien, han encontrado la recompensa
de su vida consagrada a la instrucción cristiana de la juventud pobre en una muerte
serena, tranquila y santa. Además la experiencia ha demostrado que aquellos que han
mostrado mayor apego a su santa vocación, más celo en el desempeño de su empleo,
más fidelidad a sus reglas y mayor docilidad y sumisión a las orientaciones de sus
superiores, han visto sus escuelas muy florecientes. Los niños han salido de sus
manos mejor instruidos, mejor dispuestos y más cristianos. También se puede decir
que todos los Hermanos, aunque la mayoría fallecieron con menos de treinta años,
han sido recompensados con una muerte preciosa y que dan ganas de tener otra así. La
muerte, lejos de tener algo de terrible, para ellos era el objeto de sus más profundos
deseos. Semejantes a la mujer fuerte de la Escritura, ellos reían y mostraban un rostro
tranquilo al acercarse la eternidad. La muerte no venía demasiado pronto para su
gusto: tan grande era la alegría que sentían de reunirse con Dios. Su deseo de recibir a
Jesucristo como viático, les hacía suspirar y les hacía prolongados en exceso y tristes
los momentos que se tardaba en llevarles este germen de vida y de inmortalidad.
Antes y después de la comunión, insensibles a sus males, parecía que olvidaban estar
enfermos, y se les veía prepararse para la fiesta de la eternidad como hombres que
habían vivido en el mundo, pero con un fuerte deseo de abandonarlo. Su paz, su
paciencia, su alegría en las enfermedades más vivas y dolorosas, su resignación a la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 525
aquella casa, donde reinaba absoluto silencio, había quinientos niños repartidos en
varias clases. Quisieron verlo con sus propios ojos, pues apenas daban crédito a ello.
Su sorpresa aumentó cuando entraron y vieron a los Hermanos y a aquella multitud de
cabecitas ligeras, tan tranquilas como lo está el auditorio en el sermón de un elocuente
predicador. Edificados por un espectáculo que les parecía tan nuevo se quedaron dos
horas inmóviles, y atentos a contemplar cómo leían los alumnos y las señales que
hacían los Hermanos para corregir las faltas, para imponer orden y compostura y para
exigir el silencio que veían que reinaba allí.
Entre las bendiciones con que Dios corona los trabajos de los Hermanos piadosos,
regulares, celosos y aplicados a impartir la escuela del modo como les está prescrito
por su santo fundador, se puede contar también la predilección que los niños les
manifiestan. Con frecuencia se ha visto, incluso en los mismos lugares donde los
Hermanos han sufrido más persecuciones, como en París y Ruán, a niños pequeños,
de dos y de tres años, salir de sus casas, o de entre los brazos de sus madres, o
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abandonar sus sencillos juegos, para ir hasta los Hermanos, con los brazos abiertos,
con el deseo de abrazarlos, gritando: ¡Son nuestros Hermanos, son nuestros
Hermanos! Se ha visto a otros de las mismas escuelas, que encantados con el silencio,
la modestia, la paciencia, la moderación y otras virtudes de sus maestros, hacerles
signo para que se acercaran a ellos, como para hablarles, y arrojarse a su cuello,
cuando están próximos, para besarles con cariño, sin poder dar otra razón de una
acción tan extraordinaria en las escuelas que ésta: Es que le quiero. Y lo más
sorprendente es que esos escolares que parecen más apegados a los Hermanos son
aquellos que han sido corregidos según el espíritu de la Regla; pues es verdad que la
manera de corregir, tal como la prescribe el señor De La Salle, es adecuada para
ganarse el afecto y el cariño de los niños; o de otro modo, los Hermanos que son fieles
a cumplir los reglamentos que su santo fundador les ha dejado, sobre el modo de
enseñar y de dirigir la clase, saben gobernarla tan bien, mantener la atención y el
silencio, que no necesitan emplear castigos para que los niños cumplan con su deber.
El exquisito arte que el santo fundador enseña a los suyos para establecer el orden,
el silencio y la atención entre un grupo de pequeños, nacidos indóciles, inquietos,
ligeros y revoltosos, es enseñarles la virtud por medio de la práctica, e inspirarles la
estima, la atracción y el amor con el ejemplo, uniendo los testimonios de
mansedumbre, de bondad y de caridad para ganar los corazones. Una vez que el
Hermano se ha ganado la estima y el afecto de sus alumnos, hace con ellos lo que
quiere; en tal caso, los castigos son inútiles, y si las correcciones son necesarias en
algunas ocasiones, si se hacen con caridad, lejos de enfadar a los niños, consiguen
ganarse su corazón. Éste es el objetivo que el señor De La Salle quiere que esté
presente en la forma de dirigir una clase; y después de ofrecer medios excelentes para
mantener en el deber, en cualquier circunstancia, a una multitud de niños, traviesos
por naturaleza, o que han llegado a serlo por mala educación, señala cómo prevenir o
corregir sus faltas, de cualquier clase, y concluye que para lograr eliminar en una
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 527
escuela todos los desórdenes, hay que esforzarse por eliminar los castigos y las
correcciones numerosas.
¿Pero cómo conseguirlo? ¿Eso es posible? Se llega a ello siguiendo el camino por
el que han caminado tantos Hermanos, muy expertos en el arte de enseñar y de educar
cristianamente a la juventud. Comenzaron por practicar antes de enseñar, como san
Lucas dice de Jesucristo. Dieron magníficos ejemplos de virtud. Se mostraron a los
niños como personas amables, pacientes, caritativos, celosos; hablaron con sus actos
más que con sus palabras: atentos, vigilantes, asiduos, regulares, silenciosos, fieles a
las más sencillas reglas de su fundador sobre la forma de llevar una clase; se ganaron
primero el afecto de sus alumnos, y luego su silencio, su aplicación y el deseo de
aprovechar. De ese modo, siendo dueños del corazón de los niños, no tuvieron
necesidad de imponer castigos, que sólo sirven para agriar e irritar a los niños. Ése es
el arte de enseñar a la juventud, es el que enseñó a los suyos el señor De La Salle, y el
que sus discípulos practican con maravilloso éxito. Sólo en las escuelas desordenadas
se habla de castigos; las muchas correcciones no hacen el elogio del maestro; si habla
poco, si es paciente, si es bondadoso, si está atento y es aplicado, con toda seguridad
hará que sean así sus alumnos. Los Hermanos se han encontrado tan a gusto en el
método de enseñar sin emplear casi nunca los castigos, que empiezan
<2b-102>
a tener como norma eliminarlos por completo de sus escuelas. En distintos lugares
han abierto nuevas escuelas con excelente resultado, sin que hasta el presente hayan
tenido que utilizarlo para nada. Los niños educados de ese modo se muestran más
suaves y dóciles, y a veces, incluso, saben corregir a sus mismos padres cuando
quieren imponerles castigos violentos y apasionados. Ustedes no hacen como los
Hermanos, pues ellos no nos corrigen de esa manera. Es lo que un niño dijo un día a
su madre enfadada, que le daba patadas y puñetazos. Así se lo confesó la madre al
Hermano, confusa por su comportamiento, cuando llevó a su hijo a la escuela.
Si esta manera de dar clase es de excelente provecho para los niños, no es menos
beneficiosa para los Hermanos que la observan con fidelidad inviolable, pues se
puede decir que santifican sus almas y al mismo tiempo conservan su cuerpo con
salud. En efecto, si un Hermano sale cada día enriquecido de méritos, cuando da la
clase según el espíritu y el método del señor De La Salle, sale de ella fresco, tranquilo
y sin agotamiento. Las mismas virtudes del silencio, de la paciencia, de la
mansedumbre, de la caridad, de la vigilancia, del celo y de la paz, que santifican el
alma, impiden que se altere su salud con la superfluidad de las palabras, con gritos o
disgustos redoblados, con una agitación fatigosa y por una inquietud agotadora. De
manera que el trabajo de la escuela, en vez de servir a los Hermanos de excusa para
dispensarse de los ayunos de la Iglesia, les parece un alivio que les ayuda a
observarlo. Eso no se creerá fácilmente, y sin embargo es cierto. Sucedió en varias
ocasiones que personas distinguidas por su cargo o por su ciencia quisieron
convencer al señor De La Salle que escogiera para sus escuelas un lugar cómodo en el
barrio de San Germán, para quitar a los Hermanos la fatiga de ir todos los días a
528 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
buscar a los niños en los diversos sitios en las barriadas muy alejadas, o al menos que
les suprimiera el ayuno, pues no parecía compatible con un empleo tan penoso y
agotador. Pero él respondía a los primeros que a los Hermanos les correspondía ir a
buscar los pobres, pues estaba seguro de que éstos no se molestarían en ir desde lejos
a buscar a la instrucción. Y a los últimos, les respondía que una clase bien dada no
agotaba la salud, y sólo se sentirían fatigados aquellos que la imparten mal, es decir,
los que hablan mucho y se agitan, y no observan las reglas.
En efecto, incluso los Hermanos más jóvenes tienen experiencia de esto. La
práctica de la clase nunca ha afectado a su salud cuando han seguido las normas que
tienen prescritas. El ayuno, unido al trabajo, no les ha resultado difícil de soportar. De
manera que es una especie de sentencia cierta que corre entre ellos, que quien sale de
clase con la cabeza o con el pecho cansado, es que no sabe dar clase. Además, nunca
han considerado como una dificultad el ir a buscar a los niños a los extremos de la
ciudad, y volver en ayunas a casa durante la Cuaresma y durante los demás tiempos
en que se practica el ayuno. O si han tenido dificultad, la gracia de la vocación y el
consuelo de seguir fielmente las reglas les hacen esta práctica dulce y llevadera.
En el transcurso ordinario de las cosas, desde hace tantísimo tiempo, muchos
Hermanos han ido a diferentes lugares a dar escuela, en los barrios más alejados de las
ciudades, en invierno y en verano, haga buen tiempo o malo, y regresan a casa,
mañana y tarde, a las horas señaladas, y podría haber sucedido una desgracia a alguno
de ellos. Pero esto no ha sucedido nunca, sin duda por
<2b-103>
la protección señalada de la divina Providencia, aunque a veces han caído chimeneas
en los lugares por donde iban a pasar, o piedras o tejas, que les han rozado los hábitos.
Los Hermanos de Grenoble, que estaban un día conversando junto a un largo muro,
apenas se habían retirado al sonido de la campana, que indicaba el final del recreo,
cuando el muro se cayó en su totalidad. ¡Feliz puntualidad a la regla, que les salvó la
vida! Si no hubiesen obedecido al primer sonido de la campana, que les llamaba como
si fuera la voz de Dios, hubiesen muerto aplastados por los escombros del muro.
Pero como siempre y en todas las comunidades, incluso las más santas y más
regulares, ha habido personas infieles a su vocación que han experimentado la
justicia de Dios por haber abusado de sus gracias, y que han sido ejemplos terribles de
su venganza, después de haber sido motivo de escándalo para sus Hermanos; por eso
creemos que no podemos terminar mejor la Historia del Instituto de las Escuelas
Cristianas y caritativas y de la Vida del señor De La Salle y de sus primeros
discípulos, que con un relato breve de las desgracias ocurridas a los Hermanos que
fueron irregulares o que abandonaron su Instituto. Nada más adecuado que este relato
para avivar la piedad de quienes se relajan, para animar a los tibios, para mantener el
fervor en aquellos que lo tienen, para inculcar un santo temor de abusar de la gracia y
para inspirar el espíritu de la regularidad y de la fidelidad a los propios deberes; y
sobre todo, para imprimir gran apego a la vocación y un santo horror a abandonarla.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 529
Fue, sin duda, para procurar estos buenos efectos en el espíritu de los fieles, que la
Historia Eclesiástica no olvidó relatar la caída de algunos hombres excepcionales,
como Taciano, Tertuliano, Orígenes, Osio, Apolinar y muchos otros; que aquellos
que escribieron para la posteridad la vida de los padres del desierto y de los antiguos
solitarios, no dejaron en el silencio el recuerdo de algunos de ellos que se perdieron en
la tierra de los santos; y que quienes escribieron el nacimiento y el fervor de tantas
Órdenes diversas de monjes y de religiosos que poblaron la Iglesia como ángeles
encarnados y el cielo de ciudadanos, pensaron instruir a sus lectores dándoles el
nombre de algunos de ellos que supieron condenarse en la compañía de los santos.
Tampoco la misma Sagrada Escritura nos dejó ignorar los desórdenes de los primeros
habitantes de la tierra; ni la depravación de aquellos que estaban destinados a
repoblarla después del diluvio; ni las faltas de los Patriarcas, de los Profetas y de los
grandes siervos de Dios; y aun menos los crímenes de los Reyes de Israel, de sus
sacerdotes y pontífices. No sin profundas razones nos relata las caídas de David,
Salomón, Sansón, san Pedro, y la pérdida de Judas ante la mirada del mismo
Jesucristo. Seguramente han querido enseñarnos que no hay sobre la tierra ningún
lugar privilegiado, ni compañía santa, donde la salvación no corra riesgos; que no hay
ningún punto inaccesible al demonio, a la tentación y al pecado; que el hombre se
basta a sí mismo para perderse, y que en todas partes por donde lleva su cuerpo, lleva
con él a su enemigo; que la concupiscencia nunca muere en él, y debe temer siempre
el mortal veneno; que el corazón humano no está purgado perfectamente de los vicios
y de las pasiones hasta que da su último suspiro; y que, en consecuencia, hay que
temer en todas partes, humillarse siempre, combatir por doquier, orar en toda ocasión,
desconfiar siempre de sí mismo, y no bajar nunca las armas de la mortificación hasta
que se cese de vivir.
<2b-104>
Para imprimir en los Hermanos estos saludables sentimientos, es por lo que vamos
a añadir un relato abreviado de las desgracias que tuvieron algunos de ellos, que
fueron infieles a la gracia de su vocación, unidos a otros de los que ya tuvimos
ocasión de hablar en la vida del señor De La Salle.
Es consolador saber que el número de quienes vamos a relatar su muerte
precipitada en el capítulo siguiente es muy pequeño, y se reduce a cinco como mucho;
al paso que casi un centenar de otros han fallecido en la paz del Señor, según la
expresión de la Escritura, y han dejado después de su muerte el buen olor de
Jesucristo, habiendo dejado durante su vida grandes ejemplos de virtud.
530 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
CAPÍTULO II
que se había propuesto, al quedarse cierto tiempo con los Hermanos, pues fue enviado
a la clase de los mayores, la de los escribientes, de la escuela de San Eloy, cercana del
antiguo palacio de Ruán. Era lo que él anhelaba con la esperanza de terminar como
experto maestro de escritura; y no dejó de emplear nada para conseguirlo. Hizo de la
escritura su única ocupación y empleaba en ello todo el tiempo que podía robar a los
deberes personales. No contento con el tiempo que tenía en casa para este ejercicio, y
el que tenía en su clase cuando enseñaba, tomaba tiempo que tenía que dedicar a los
alumnos, pues para el tiempo de lectura se hacía sustituir por un alumno, que se
ocupaba de los demás mientras él se ocupaba en escribir.
Como tenía maravilloso talento para la escuela, sus apaños tardaron en
descubrirse. A su compañero correspondía avisar de ello, pero era de carácter tímido,
y no se atrevió a informar al Hermano director. Más aún, el mismo Hermano director
fue víctima del engaño de este Hermano malicioso, que sabía ponerse de inmediato a
su tarea en cuanto oía abrir la puerta y se daba cuenta de que el Hermano director
visitaba la escuela. De ese modo, éste encontraba al Hermano en su puesto y aplicado,
al parecer, a su deber, y no tuvo la mínima sospecha de la farsa. De esta forma
continuó con su papel durante casi dos meses, pero Dios, cansado de esta hipocresía y
de este desorden, puso fin al mismo castigando repentinamente al culpable con una
pérdida considerable de sangre por la nariz, en tres ocasiones diferentes y en tres días
consecutivos, de tal modo que su cuerpo parecía agotado. Al cuarto día se consiguió
parar la sangría, tal vez porque sus venas estaban casi vacías; pero al quinto día se le
declaró la viruela, que terminó con su vida a las seis de la tarde del día siguiente, en
medio de extrañas convulsiones, sin que se le pudiera administrar ningún sacramento.
Es verdad que el sábado anterior, con la mejor salud del mundo, se había confesado, y
que había comulgado el domingo. Pero sin mezclarnos en juzgar esa confesión y esa
comunión, creo que no nos aventuramos en asegurar que si hubiese sabido que eran
las últimas de su vida, las hubiera hecho de otra manera, y que hubiera hecho
penitencia incluso por sus mismas penitencias. Después de su muerte, su cuerpo
despidió un olor tan fétido que no fue posible llevarle a la iglesia, según es costumbre,
y hubo que llevarlo en seguida al cementerio y enterrarlo cuanto antes, mientras los
sacerdotes cantaban en el coro las oraciones habituales. Esta muerte ocurrió la
víspera del domingo anterior a Pentecostés de 1726.
II. La muerte de quien vamos a hablar ahora, ocurrida el mismo año, fue todavía
más desastrosa. Era natural de Bapaume, e ingresó con unos 20 años de edad, hacia el
final de la vida del señor De La Salle. Sus comienzos fueron excelentes, pero su final
fue funesto; pues después de haber mostrado durante uno o dos años fuerte
inclinación por la piedad, el resto de su vida fue motivo de terrible escándalo para los
Hermanos con quienes convivía, y para los directores de las casas a donde era
enviado, motivo constante de paciencia. Era prudente, regular y devoto por
temporadas y por capricho, si es que se puede usar este término,
<2b-106>
532 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
pero esto sucedía sólo cuando estaba en San Yon; pues cuando estaba en otros
lugares, sus accesos de devoción eran muy cortos. Todos los vicios que más teme el
espíritu de comunidad y los más perniciosos le eran connaturales, y era como si los
llevase en la sangre, donde le habían entrado por el descuido de su vida interior.
El espíritu de infantilismo, el espíritu de discusión, el espíritu de apropiación, el
espíritu burlón, el espíritu de crítica, murmuración y maledicencia, espíritus todos
ellos malditos, que tantos estragos hacen en las casas de Dios, todos ellos, juntos, le
animaban, a la vez o uno por uno. De manera que él no podía vivir ni dejaba a los
demás vivir en paz. Los superiores y los Hermanos más regulares y más virtuosos,
que intentaban hacerle cumplir su deber o que condenaban su conducta con la
santidad de la suya, todos ellos eran el objeto principal y habitual de su censura, de
sus murmuraciones y maledicencias. Huía de todos, los censuraba y los condenaba; y
si podía encontrar algunos que congeniaban con él, se hacía amigo de ellos y sólo
mantenía trato con ellos. Nos callamos lo demás, que no conviene desvelar, aunque es
muy adecuado para mostrar los precipicios a donde conduce la irregularidad. Baste
decir que siendo un desobediente, alejado y disimulado con sus directores, de humor
molesto y enfadoso, fue el suplicio de cuantos estuvieron encargados de dirigirle y de
los que tuvieron que vivir con él, tanto en Calais como en París y en Ruán. El confesor
de los Hermanos nunca, o rara vez, era el suyo, y cambiaba de confesor casi cada vez
que se confesaba. Para ocultar una conducta tan rara e irregular, inventaba pretextos
para retirarse de la compañía de los Hermanos, cuando iban juntos a confesarse, o
conseguía algún permiso para ir a otro lado durante ese tiempo. Cuando ya había
agotado todos los pretextos y la imaginación no le proporcionaba ninguno nuevo, se
tomaba el permiso por sí mismo, y con desconocimiento o contra el parecer del
Hermano director, se iba a buscar el confesor que él quería, unas veces uno, y otras
otro. Si el Hermano director se aventuraba a reprochárselo, estaba seguro de recibir
respuestas bruscas e insolentes. En fin, una pequeña herencia que correspondió a este
pobre hombre ya tan desviado del camino del cielo, acabó por perderle del todo.
A la muerte de su padre vino a ser heredero de una pobre casa, con tejado de paja y
muebles de escaso valor. Según el parecer de un primo suyo, que fue a darle la noticia
y que le pedía una procuración para actuar en su nombre, todo ello no pasaba de unas
trescientas libras; tal vez era cierto; pero lo fuera o no, nuestro hombre, ya por
fingimiento o por un sincero movimiento de piedad, dio a entender que quería
disponer de ello según el espíritu de Dios. Consultó y pidió consejo sobre lo que debía
hacer. El Hermano a quien se dirigió le sugirió que hiciera donación a la casa de San
Yon. Este consejo era tanto más prudente cuanto que el Hermano de quien hablamos
había hecho, según la práctica de aquel tiempo, voto perpetuo de obediencia, y había
renunciado al derecho de disponer de su pequeña herencia. ¡Pero de qué no es capaz
el hombre cuando vive entregado a sus deseos! ¿A qué tipo de pecados se puede
temer, cuando por un desprecio formal y habitual de los más pequeños, se ve
dispuesto uno a cometer los más grandes? La violación del voto de obediencia no
causó miedo a quien se había preparado a ello con otras muchas faltas importantes,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Traslado de los restos del señor De La Salle 533
emitir los votos trienales porque tenía verdadero talento para dar escuela, y se había
hecho necesario, y porque entregado a su voluntad de perfeccionarse en la escritura,
parecía que cumplía bastante bien sus obligaciones.
Su evasión creó un serio problema a los Hermanos con quienes convivía, porque
no disponían de nadie para reemplazarle. Con todo, el desertor a quien Satanás había
engañado, lejos de encontrar la fortuna imaginaria que le daría su pluma, fue errando
de ciudad en ciudad, y en todos los lugares no dejaba de sembrar maledicencias
contra la sociedad que acababa de abandonar. Pero dijera lo que dijera, parece que
sintió inquietud y turbación por su pecado, y buscó el modo de tranquilizar su
conciencia, que se lo reprochaba; y así, consultó su caso, pero con personas que le
inclinaron del lado de la codicia. Aquellos a quienes acudió eran casuistas, moralistas
baratos (seguidores del jansenismo), que tienen como norma soberana seguir en todo
la solución más probable, y cuando se enfrentan a opiniones diversas, se inclinan por
la que menos favorece la codicia.
Al fin y al cabo, el desertor encontró los doctores que buscaba, y tal como los
quería, lo cual suele suceder, como efecto de la justicia divina, a aquellos que quieren
que se les hable el lenguaje de sus deseos; y ya seducido por el
<2b-109>
demonio, le ocurrió que aquellos moralistas se reían de sus pretendidos votos, que no
hicieron más que burlarse de ellos, y le respondieron que no debía preocuparse por
ellos, porque no obligaban a nada. Y de esa forma, el espíritu de la mentira habló al
oído de aquel cuyo corazón ya se había ganado por medio de personas engañadoras y
engañadas, aunque se presentasen como defensores de la verdad.
El joven, que antes de su salida había encontrado modo de mantener correspondencia
con su madre, para prepararla a lo que pensaba hacer, la informó en seguida en cuanto
tuvo libertad para hacerlo. La madre, que sólo atendía la voz de la carne y de la
sangre, afectada por los sufrimientos de su hijo y por su propio interés, consideró un
deber llamarle para que volviera con ella, con la esperanza de que la buena pluma del
hijo les daría para vivir a los dos, y sacarles de la miseria en que habían nacido. Ése
fue el consejo que recibió de varias personas de la ciudad, poco amigas de condenar
las nuevas doctrinas, y en consecuencia, poco amigas de los Hermanos, cuando les
mostró las cartas de su hijo. Engañaron a la madre de la misma forma que el demonio
había engañado al hijo, sugiriéndole que con su experta mano para la escritura, sería
para ella y para él mismo un recurso contra la pobreza, y que debía insistirle para que
regresara cuanto antes, establecerse en la ciudad y enseñar la caligrafía.
Durante este tiempo, el desertor, sea por verdadero arrepentimiento de su falta, o
porque ya estaba cansado de ir errando de un sitio a otro, o tal vez porque había
comprobado que una experta mano para la caligrafía no libraba a nadie del hambre, o
porque sólo encontraba miserias donde se había ilusionado con encontrar tesoros,
escribió una carta al Hermano superior de San Yon y le rogó que le diera en Guisa un
lugar en la casa de los Hermanos. Eso se le concedió, pero el diablo no le dejó mucho
536 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Unos ocho días después de su muerte se recibió una carta trepidante de parte de un
magistrado de la ciudad de Troyes, escrita sin duda a petición de la madre del joven de
quien hablamos, en la cual se mandaba que nadie se atreviese a retenerle en la casa, y
menos aún que le permitieran emitir votos. Que si hacían eso, la casa se arrepentiría; y
añadía otras amenazas que es inútil referir. Al parecer, la madre esperaba a su hijo de
un día para otro, y había tomado todas las medidas para que se estableciera en la
ciudad de Troyes, pero los desconcertó, más por un efecto de la caridad que de su
justicia. No permitió al joven, para su salvación y por el honor del Instituto, que
quebrantase los votos de religión, ni que siguiera los perniciosos consejos de aquellos
jansenistas que le habían autorizado la transgresión. Podemos imaginar la sorpresa de
la madre y del atrevido magistrado cuando recibieron la noticia de esta muerte tan
poco esperada.
IV. Al año siguiente, 1731, en el mimo mes de junio, falleció en Dieppe un joven
Hermano, poco antes de que expirasen sus votos trienales, al término de los cuales
había proyectado retirarse, lo cual se supo después de su muerte. Era de la Baja
Normandía, y sus padres le habían mandado como interno a San Yon, a la edad
aproximada de catorce años. Movido por los buenos ejemplos de los Hermanos que
tuvo allí, pidió el hábito después de haber permanecido dos años en la casa; y se lo
concedieron con el consentimiento de sus padres. Durante tres o cuatro años se
comportó con buena edificación, tanto en el Noviciado como en las escuelas de Ruán
y Calais, donde estuvo más de dos años. Vuelto a esta ciudad para renovar los votos
trienales, fue uno de los escogidos para comenzar la escuela de Dieppe. Allí fue
donde a la edad de veinte años comenzó a desviarse, por el ansia de acercarse al
mundo, que es enfermedad ordinaria y sumamente peligrosa para quienes no tienen
conocimiento de él, ni experiencia, y se lo imaginan totalmente diferente de lo que es.
Seducido por la idea del mundo, que el demonio le pintaba en su mente con rasgos tan
agradables que le hacían pensar que sería feliz si volvía a él, no tardó en disgustarse
de su estado y en seguida comenzó a descuidar su santificación, la fidelidad a las
cosas pequeñas y
<2b-111>
la práctica de la obediencia y de la mortificación, negligencia que marcha siempre en
pos del disgusto voluntario de la vocación; una vez que fue irregular, poco atento y
poco fiel a su empleo, se hizo travieso y desobediente, enfrentándose sin ningún
respeto al Hermano director cuando le exigía el deber. Como la relajación conduce
paso a paso de un desorden a otro, este Hermano se formó la idea de formarse un
pequeño peculio; pero como es casi imposible entre personas cuya vida es tan pobre y
tan alejada de las ocasiones, formó su tesoro con mil bagatelas, a las que tenía
apegado el corazón, y que ocultaba con cuidado como cosas preciosas. Por mucho
cuidado que tuviera el Hermano director para impedir que tuviera trato con personas
de fuera, sí que lo hizo, y se comunicó secretamente con una señora de la ciudad que
le sirvió de mensajera; recibía las cartas que llegaban de su tierra y llevaba al correo
538 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
las cartas que él escribía sin saberlo el Hermano Director; fue la misma mujer quien lo
manifestó después de la muerte del joven Hermano.
De esta manera ocultó a sus superiores la relación secreta que mantenía con sus
familiares, y que llegó muy lejos, hasta el punto de que su padre fue desde la Baja
Normandía hasta Dieppe, donde se alojó en la casa de la dama de quien hemos
hablado, para disponer, al parecer, la salida de su hijo con él. La realización del plan
se haría en el momento en que terminaran los votos del Hermano. Pero Dios, que
había dispuesto las cosas de otro modo, sacó de este mundo al hijo infiel, antes de que
el padre hubiese regresado a su tierra, por una viruela que se le declaró y que ningún
remedio pudo contrarrestar. Con todo, recibió los últimos sacramentos, y deseamos
que eso fuera la señal de su felicidad eterna.
V. Otro Hermano, admitido en 1702 en el Noviciado, que estaba entonces en la
Casa Grande, en la calle de Vaugirard, y que parecía haberlo seguido con edificación,
fue enviado a Calais, donde su fervor se mantuvo durante cuatro o cinco años. No
tenía excesivo talento para dar clase, pero Dios bendijo su esfuerzo, porque era fiel a
las reglas que el santo fundador les prescribió para realizarla debidamente, sobre todo
hablar poco, mantener exacto silencio y mantenerse con paciencia y tranquilidad.
De Calais fue enviado a Provenza en 1708, y poco después a Grenoble, donde se
estropeó hasta el punto de que los patrocinadores de la escuela le expulsaron de la
ciudad. Con todo, mantuvo la esperanza de volver a su puesto, por mediación del
señor de Montmartin, obispo de la ciudad; pero no pudo conseguir nada del prelado,
avisado previamente por los señores que le expulsaron. Este nuevo contratiempo le
obligó a marchar a Dijón, donde se despojó del hábito. En fin, confuso por su falta, se
fue a Marsella a encontrar a su buen padre, el señor De La Salle, que era hombre de
misericordia, siempre dispuesto a perdonar. Y obtuvo el perdón, aunque no lo
merecía, y después de admitirle en el Noviciado, le dio de nuevo el hábito y le mandó
a Mende. Aquí, abusando de nuevo de la indulgencia de su bienhechor, se marchó sin
permiso de la casa, con el pretexto de que no podía soportar el frío, y se fue a la casa
de los Hermanos de Alais, donde falleció al cabo de siete días a consecuencia de una
pleuresía que contrajo en el camino. Su muerte ocurrió en 1713. ¡Qué feliz hubiera
sido si, a ejemplo de Jesucristo, hubiera preferido perder la vida antes que la
obediencia, tal como dice san Bernardo: fue doblemente desdichado, por haber
perdido la vida y por haberla perdido por su desobediencia!
<2b-112>
Hay que notar que los cinco Hermanos de los que hemos hablado tenían la ventaja
de estar dotados de un carácter fuerte y robusto; y aunque esperamos que Dios, por su
infinita bondad, haya tenido misericordia de ellos, los que fueron testigos de su
conducta desordenada consideraron su muerte como prematura, ocurrida antes de los
treinta años, y como efecto de la venganza de Dios, que abrevia los días de quienes no
emplean bien su vida y no honran a su padre, es decir, al superior.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Carta del autor al Superior General 539
CAPÍTULO III
<2b-113>
El desertor aceptó voluntariamente las demás condiciones, pero el orgullo, que era su
pecado dominante, no le permitió someterse a la última.
La idea de un estado más perfecto seguía aún rondando su cabeza, pero no duró
mucho; pues salido de la ciudad, y cuando iba a pedir el ingreso en otra comunidad
religiosa, perdió la idea y el deseo y se enroló con el primer capitán que encontró.
Formando parte de aquel grupo de hombres, quiso comerciar con tabaco de
contrabando, aprovechando su nuevo estado; pero todo el provecho que consiguió
fue la cárcel, pues al entrar en la primera ciudad por donde pasaron, fue cacheado y
descubierto, por lo cual fue a prisión y su capitán no quiso reconocerle como suyo.
Ése fue el estado de mayor perfección que encontró, muy adecuado para abatir su
orgullo, por lo que se vio burlonamente humillado. La miseria le abrió los ojos que
había cerrado a la luz que le ofrecieron sus superiores, y de la presunción pasó a la
desesperación. Escribió a su madre, hablándole de su situación y de su desesperación,
por si ella encontraba el modo de liberarle. Esta pobre mujer, para conseguirlo, se
apresuró a dar la noticia a los Hermanos, para implorar la ayuda de sus oraciones,
mientras ella echaba mano de todos los medios imaginables para hacer salir a su
desgraciado hijo de la cárcel. Éste pudo salir, efectivamente, pero fue para ir a la
tumba, pues enfadado con sus compañeros de patrulla por unas palabras de burla que
algunos le dijeron sobre su mala aventura, se enzarzó con ellos y pagó con su vida la
reacción de su orgullo ofendido. Recibió una herida de espada que sólo le permitió el
tiempo justo para confesarse. Yo conocí a este desgraciado cuando era muy joven,
añade la persona que nos relata el hecho. Fui testigo de su fervor y me escandalizó su
caída, y estuve presente cuando el Hermano Lheureux informó de ello en la
comunidad, a fin de aleccionar a los demás, y enseñarles a sacar provecho del
infortunio de este desgraciado, cuya presunción le llevó a la muerte.
Guisa), que llamó a su presencia a los cuatro Hermanos y les ordenó abandonar
Guisa, y que no volvieran. Con todo, este señor fue apaciguado por el confesor de los
Hermanos, que fue a arrojarse a sus pies para que revocara la orden, haciéndole notar
que no era justo que pagasen justos por pecadores, y que la ciudad perdiera los
beneficios inestimables de las Escuelas caritativas; perdonó a los inocentes y se
contentó con que el castigo sólo recayera en aquel que lo había merecido.
Este castigo era justo, y debía ser seguido de otro mayor, pues el señor De La Salle,
al parecer, debería haber imitado al oficial de Guisa, y haber expulsado de su sociedad
al necio que había sido expulsado de Guisa. Si el santo fundador hubiera seguido este
criterio, habría ahorrado a su comunidad otros escándalos. Pero su caridad
<2b-115>
hacia los suyos no le permitía dar tal ejemplo de severidad, que a veces, sin embargo,
es necesaria en las comunidades, porque ocurre que el miembro podrido estropea a
los demás, o causa un perjuicio considerable al cuerpo, creándole mala fama. Es lo
que sucedió: el señor De La Salle, en vez de expulsar al libertino de quien hablamos,
le envió a París, a dar clase en la parroquia de San Roque, cuya ruina causó por una
acción indigna en la que fue sorprendido. La vergüenza que esto le causó le llevó a
perder el espíritu; dejó el hábito de Hermano que había deshonrado, y huyó para
desaparecer al conocimiento de su testigo, quien se valió de la falta de uno solo para
expulsar a todos los Hermanos, y hacer que dejaran la escuela que subsistía desde
hacía varios años con buenos resultados. Si es extraño que el señor De La Salle no
expulsara de su comunidad a un hombre que lo merecía desde que fue arrojado de
Guisa, más extraño aún es que le recibiera de nuevo en la casa después de haber
salido, y después de haber sido arrojado de la escuela de San Roque, cuya destrucción
había causado.
El culpable, ingresado de nuevo, permaneció tal como era y fue enviado a San Yon,
para cuidar de los internos, y de nuevo deshonró su empleo con hechos vergonzosos,
que llegaron a conocimiento del Vicario General de Ruán, que dio orden de
expulsarlo de la sociedad, lo cual ejecutaron los Hermanos, muy contentos, en 1710,
cuando estaba ausente el señor De La Salle, que se encontraba haciendo la visita de
las casas.
El impúdico pecador, contando con la caridad sin medida del santo fundador,
cuando éste volvió se presentó de nuevo para pedirle la admisión; pero el santo, que
no quería decidir nada por sí mismo ni mezclarse en asuntos de gobierno, remitió esta
petición a la asamblea de los Hermanos que estaba reunida para nombrar un superior
que le sustituyera, y fue rechazada por unanimidad.
El desgraciado, hundido por sus miserias y no sabiendo a dónde ir, se retiró a un
pueblo cerca de Chartres, para dar escuela, y allí murió en 1720, abandonado por todo
el mundo, privado de los sacramentos y entregado al terrible verdugo de sus
remordimientos de conciencia, como los Hermanos de la ciudad supieron por boca de
un pariente suyo.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 543
visita, que terminó con un rechazo. En efecto, el padre vicario, lleno de estima por el
Instituto del señor De La Salle, no dejó nada que emplear para inspirársela al joven
champañés y mantenerle en su santa vocación; le habló también de forma muy
amable de su padre, pero eso no pareció afectar al postulante.
Al encontrar cerrada la puerta de los cartujos, no desesperó y fue a probar suerte en
la de Sept-Fons (Siete Fuentes), y con este propósito volvió a San Yon para retomar
sus hábitos, y de allí se encaminó hacia el célebre monasterio citado; pero no quedó
mucho tiempo. Yendo de un lugar a otro, siguiendo su capricho, encontró cerca de la
Provenza un trabajo de Secretario en casa de una persona importante, a quien contó
sus aventuras y le manifestó gran pesar por haber abandonado la santa comunidad que
le había acogido en París; esta persona le aconsejó que hiciera todo lo posible para
repararlo, y que intentara de nuevo, por el bien de su alma, volver al santo estado que
con tanta imprudencia había abandonado.
El joven champañés, dócil a este sabio consejo, lo siguió, y escribió a Marsella al
Hermano Superior, para suplicarle que volviera a darle en el Instituto una plaza que
no merecía. El superior le dio respuesta afirmativa, y le mandó que fuera allí a dar
escuela; así entró por segunda vez en aquel lugar de salvación, pero no pudo
permanecer más que un año, pues lejos de cambiar de corazón y de conducta, se
volvió más libertino, al disponer de más libertad y sentir menos escrúpulo.
Cuando estaba en tan funesta situación, le comunicaron la muerte de su padre. Esta
noticia le indujo a salir otra vez del santo estado que
<2b-117>
había abrazado. De vuelta a su tierra, se casó, y ejerció el cargo de su padre hasta 1728
ó 1729, pero fue para su desgracia, pues habiendo falsificado algunas firmas, con el
rumor de que la justicia le buscaba, huyó a París, para esconderse de las partes
perjudicadas; pero le encontraron y fue condenado a la horca, sentencia que se
ejecutó en la plaza de la Grève, y al patíbulo fue donde le condujo la ilusión de un
estado perfecto, castigo visible de una santa vocación traicionada y despreciada;
desgracia que nació de un corazón cerrado a sus superiores.
Podemos relatar ahora el fin desastroso de un Hermano sirviente, que durante
varios años fue hortelano en San Yon, y a quien el señor de Pontcarré, padre, Primer
Presidente, que acudía con frecuencia a esta casa a tomar el aire, apreciaba a causa de
su sencillez y de su piedad.
Era muy vigoroso y muy trabajador, y prestó buenos servicios manuales desde el
año 1707, en que entró, hasta su evasión. Era fervoroso, mortificado, hombre de
oración durante ocho o nueve años; corría a grandes pasos por el camino de la
santidad, y hubiera llegado a serlo, si la malicia del tentador no le hubiese apartado
con la idea de mayor perfección.
Su mente, captada por esta ilusión, escuchándose demasiado y muy poco a sus
superiores, terminó en el fanatismo más grosero y exagerado. El padre Granada, san
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 545
El señor De La Salle y los Hermanos veían con pena cómo este fanático corría tras
los fantasmas de la perfección, mientras abandonaba la verdad, e incluso mientras
corría tras su perdición; pero ni ellos ni otras personas a las que se llamó para curar
este espíritu herido, podían impedirle sus ilusiones, y no pudieron lograr nada de un
hombre cuyo espíritu de orgullo le había cegado.
¿A dónde llegó, pues, el sistema de una vida tan perfecta? A saltar por la noche las
tapias de la propiedad. Es lo que este pobre iluminado hizo después de la muerte del
señor De La Salle. ¿Qué fue de él? Después de haber errado de un lugar a otro durante
cierto tiempo, al final se ofreció como hortelano a una casa de religiosas, y murió
antes de haber transcurrido un año, en manos de los cirujanos, que tuvieron que
amputarle las piernas. Se las había dejado helar por el frío durante los rigores del
invierno, y había descuidado los remedios que le hubieran curado. Esta negligencia le
causó la gangrena e hizo que el mal fuera incurable. Para salvarle la vida tuvieron que
cortarle las piernas, pero no resistió a una operación tan cruel. Tenemos que pensar
que este pobre descarriado merece nuestras lágrimas más que otra cosa. Había
comenzado para santo, y hubiera acabado como tal si hubiera podido tener una baja
opinión de sí mismo, con una obediencia ciega y una confianza filial, apoyada en la
fe, para con sus superiores.
Lo que le sucedió a otro joven, natural de Grenoble, es otro ejemoplo de la justicia
divina. Hizo su noviciado en San Yon, y después fue enviado a la escuela de Troyes.
Desde ese momento no mostró excesivo fervor, pues en lugar de bendecir a Dios con
la fatiga del viaje, comenzó a murmurar. De vuelta a San Yon, para renovar los votos
trienales, después de haber dado clase en Troyes hasta 1728, la obediencia le envió a
la escuela de Laón.
Le asaltó la tentación habitual de los neófitos del Instituto, de la que se sirve el
demonio para llevar a la deserción a los débiles, que es la esperanza de ganar dinero, o
de tener una vida más feliz en el mundo. Me refiero a la pasión de llegar a ser experto
calígrafo, que para nuestro Hermano fue el comienzo de su pérdida, y le preparó la
salida. Pidió tiempo para ejercitarse en la caligrafía; pero el Hermano director, que
adivinó el motivo de la petición, no se lo concedió. La pena que le produjo esta
negativa le convirtió en odiosa la casa de los Hermanos, y huyó. Pero como no tenía
dinero y no sabía a dónde ir, fue a ver, casa por casa, a la mayoría de los canónigos de
la catedral tratando de suscitar su compasión contándoles sus penas imaginarias y
otros cuentos suyos, para que le dieran
<2b-119>
alguna ayuda. Obtuvo en parte lo que quería, pues aquellos caritativos canónigos, en
vez de ayudarle para que huyera, le condujeron a la comunidad, con harto sentimiento
de ésta, y comprometieron al Hermano director para que accediera a sus deseos de
ejercitarse en la caligrafía.
Ése fue el primer escalón que se construyó este joven para descender a su pérdida.
Y no tardó en dar los sucesivos. Aunque este Hermano estaba bien dotado para dar
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 547
nueva doctrina, para abrir una escuela en la ciudad, enfrente de la escuela de los
Hermanos, después de haber obtenido permiso del obispado. Esto fue para él un
triunfo, pero muy efímero. Su establecimiento, tan feliz en apariencia, le facilitó
contraer matrimonio, más feliz aún en apariencia, pero de hecho, muy desgraciado.
Este matrimonio tuvo lugar en Troyes, con una mujer que le aportó 900 libras por
dote, pero también la situación, las costumbres y el modo de ser de una muchacha que
había perdido su honor y había tenido ya dos niños. Parece que fue la justicia divina la
que permitió esta unión para castigar a dos culpables, a cada uno de ellos con el otro.
Apenas celebrado el sacramento, la mujer, llena de disgusto y de aversión por el
hombre con quien acababa de casarse, huyó, divorciándose de él y llevándose toda la
cubertería del cocinero, que aparentemente estaba preparando el banquete de bodas.
El marido, que había perdido a su mujer en cuanto se había unido a él, la buscó por
muchos lugares, incluso anunciándolo por el pregonero, al son de trompeta; la
encontró y se la llevó a su casa. Pero sólo la conservó por pocos días, pues temeroso y
lleno de miedo de que su esposa lo matase, llevó a su casa a un joven guardián. De ese
modo, pensando que había puesto a su mujer en una especie de prisión, él mismo se
encontró preso; pero la cautividad recíproca no duró más que doce días; pues la mujer
empaquetó todas sus cosas y cuanto cayó en sus manos y le abandonó por segunda
vez, dando como razón que su marido estaba poseído del demonio y que no podía
permanecer con él. Y para poner entre él y ella mayor distancia, y quitarse la
esperanza de volver a verse, se marchó a París; pero aquí cambió de idea, y concibió
el designio de deshacerse de él haciendo que le encerrasen, para lo cual contaba con la
ayuda de personas con poder. Así, le escribió para que fuera a estar con ella, pero él se
guardó mucho de hacerlo, convencido de que sólo intentaba tenderle una trampa.
La justicia divina no limitó su castigo con este hombre que tanto había abusado de
sus gracias. Todos sus alumnos le dejaron, y para colmo de desgracias, aquellas
personas que tanto habían trabajado para pervertirle le metieron en el juego de las
cartas, y en una noche perdió 40 escudos. Entonces, desesperado de su suerte, y como
si la miseria no hubiera acudido a acogerle demasiado pronto, corrió él delante de
ella, y vendió por 80 escudos toda la dote que su mujer le había aportado, que era de
un valor de 900 libras. Luego, avergonzado de su conducta y de sus desgracias,
desapareció y no se le vio más, dejando a todo el mundo admirando la venganza de
Dios sobre aquel desdichado.
descuida todos los demás ejercicios para entregarse a su afición; trastornado por las
repetidas importunidades de los permisos para dedicar en ello el tiempo asignado a
las cosas santas, o se los toma por su cuenta o, si se le niegan, murmura, se queja, se
enfada y nunca queda satisfecho en este punto.
En fin, cuando ya ha llegado a lo que deseaba, y se ha hecho un experto maestro de
caligrafía, se apresura a salir. Él piensa que le esperan en la puerta sus compañeros de
fortuna, y se imagina que está a punto de poner ya el pie en el jardín del Edén. Una vez
que ha salido, no tarda mucho en desengañarse y reconocer su error. Las miserias que
le reciben y las desdichas que lo aplastan le abren, por fin, los ojos, pero demasiado
tarde, para ver que corriendo tras el fantasma de una vida más feliz, ha perdido las
verdadera dulzuras
<2b-122>
del servicio de Dios, y sólo ha encontrado la realidad de los males de la vida presente.
Los otros que corren la misma desgracia por otro camino son los que entraron en el
Instituto a una edad tal que ya les había permitido experimentar el mundo, contraer
sus vicios y su maldito espíritu, y no trabajan lo suficiente para deshacerse de ellos en
el Noviciado, y no se entregan a Dios en la medida que la santidad de su vocación les
pide y que la gracia les solicita; o bien, después de haberlo hecho durante algún
tiempo, se cansan y se hastían por verse obligados a imponerse una continua
violencia.
Cuando están tentados de marcharse y de buscar en esta vida el paraíso que
esperaban en la otra, escuchan a la antigua serpiente, que no deja de decirles que
disponen de un medio para liberarse de la cautividad, y pasar de la pobreza a la
comodidad, y de un estado de penitencia y de mortificación a otro de alegría y de
placeres; que ese medio es marcharse, establecerse en el mundo y buscar fortuna en el
ejercicio de su pluma caligráfica.
Una vez salidos, aquel que les había mostrado el mundo con su gloria y sus
placeres los deja presos de la miseria y se ríe de ellos cuando los ve postrados en el
estercolero. Apenas son muy pocos aquellos a los que no se les haya visto mendigar
un mendrugo o dormir en un granero, sobre paja; algunos han quedado abandonados
en una chabola, donde falta de todo y no tiene más que las cuatro paredes, con una
mujer y cuatro o cinco hijos casi desnudos. Viviendo así, si es que puede decirse,
traslucen las armas de la justicia divina y las señales del abandono de Dios. Eran
desgraciados cuando, disgustados, estaban en el Instituto, porque la idea de una vida
más dulce y el deseo de hacer fortuna en el mundo les volvía la vida molesta,
disgustosa, insoportable, y habían perdido el espíritu, la gracia y la unción de su
vocación. Y fueron más desgraciados después de salir, porque Dios los deja
abandonados a la pobreza y a las demás miserias de la vida, en medio de una familia
que a cada momento parece reprocharles su infidelidad y mostrarles la venganza que
Dios se toma, por el estado lastimoso en que ha quedado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 551
Un joven de París, de 19 años, se empeñó en salir del Instituto dos años después de
haber ingresado en él, a pesar de las consideraciones de los Superiores y de su tía,
mujer muy virtuosa, y pensó que encontraba una vida más agradable casándose; pero
se engañó, pues su mujer concibió un disgusto tan fuerte por él, y una aversión tal, que
al cabo de seis semanas lo abandonó sin que se pudiera más tarde unirlos de nuevo. Él
mismo hizo esta declaración a un Hermano que encontró por las calles de París: Soy
fulano de tal; pida que recen por mí, porque lo necesito mucho; he dejado el Instituto
y ya no puedo arrepentirme. Estoy haciendo una penitencia terrible porque Dios me
ha castigado como merecía.
Otro, que salió con la esperanza de que con sus padres lograría hacer fortuna, al
verse abandonado y despreciado, se volvió loco.
Un novicio, hijo de un cirujano de París, al salir de San Yon, entró en el ejército, al
servicio del Rey, pero se vio condenado a galeras como desertor. Hacía doce años que
el pobre desgraciado espiaba su doble falta, cuando el señor De La Salle fue a
Marsella, y el santo varón, conmovido, trabajó por librarle, y lo consiguió.
No hace tampoco mucho tiempo, pues el hecho ocurrió en 1730, cuando un joven
<2b-123>
de 18 años, buen maestro de escuela, después de dos o tres años de comunidad, quiso
volverse al mundo, por la fiesta de Pascua. El día del Corpus mató a un hombre, al
disparar un fusil durante la procesión. Esta desgracia le obligó a huir, pero fue
ahorcado en efigie.
No se necesitan más casos para mostrar las desgracias que siguen a los que
abandonan una vocación tan santa.
Los funestos ejemplos que acabamos de relatar servirán para asegurar a los
vacilantes a abrir los ojos a los que están tentados en este punto, y a consolar a que
siempre se han mantenido firmes; y, en fin, a poner en el corazón y en la boca de todos
la alabanza y la gratitud para agradecer a la bondad divina, que les llamó a un estado
tan santo.
FIN
552 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
<2b-125>
APROBACIÓN
DE MARCILLY
<3-1>
RELATO
Hace quince años los Hermanos vieron salir de su casa, con gran pena, el cuerpo
del Señor De La Salle, después de su muerte, para ser enterrado en la parroquia de San
Severo. Este precioso depósito les pertenecía como a hijos, discípulos y herederos.
¿Pero qué hubieran podido hacer para conservarlo? En aquel momento no tenían ni
Letras Patentes ni Bula. Todavía no eran religiosos ni estaban autorizados a formar
comunidad. Su capilla era tan pequeña y pobre que no tenía apariencia para poder
colocar en ella, con honor, el cuerpo del piadoso fundador.
Por otro lado, el párroco de San Severo, que sabía estimar la virtud del señor De La
Salle, a quien consideraba parroquiano suyo, no estaba dispuesto a desprenderse de
su cuerpo muerto; lo enterró, pues, en su parroquia con toda la solemnidad que pudo,
al pie del altar de una de sus capillas, para no confundir el cuerpo del piadoso difunto
con ningún otro, y tributar a su memoria la honra que su virtud parecía merecer. Hizo
cubrir la tumba con una losa en la que el epitafio que mandó grabar hablaba de la
persona que descansaba allí.
Ya desde entonces, los Hermanos, doblemente afligidos por la pérdida que
acababan de sufrir, de su virtuoso padre, que la muerte les había arrebatado, y de los
preciosos restos de su cuerpo, pensaron en hacer que volviesen con ellos, y a tomar
posesión de un tesoro que consideraban que les pertenecía.
¿Pero cómo conseguirlo? Ni siquiera podían imaginarlo. Encontraban tres
obstáculos para realizar sus piadosos deseos, casi insuperables: el primero era la
disposición del señor cura párroco, que estaba satisfecho de conservar tan precioso
depósito en su iglesia; el segundo, la pobreza extrema, que era asunto difícil de
superar, la tercera , y lo más difícil de vencer, era el estado mismo de la casa, que no
estaba bien constituido, ni debidamente asegurado por la falta de Letras Patentes del
Rey y de las Bulas de Roma.
¿Pero halla el amor algo que sea imposible? ¿No es, según la expresión de la
Escritura, tan fuerte como la muerte? Él fue quien impulsó a los Hermanos a intentar
todo para recuperar el cuerpo del señor De La Salle, y el que les hizo esperar contra
toda esperanza que podrían poseerlo. Por otro lado, la frase que el piadoso fundador
dijo poco antes de morir, que la casa de San Yon sería muy floreciente, les animó.
554 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Para conseguir este propósito, era preciso obtener del Rey las Letras Patentes, para
asegurar su estado, y obtener de Roma una Bula de aprobación de sus Reglas y de su
Instituto.
Trabajaron en ello y Dios favoreció en poco tiempo su deseo mejor de lo que
podían
<3-2>
esperar. Desaparecidos los dos primeros obstáculos, el tercero bastaba para impedir
sus piadosos deseos, pues la pobreza no les permitía emprender la construcción de
una iglesia. Sin embargo, llenos de confianza en la divina Providencia, de la cual el
santo fundador había recibido ayudas milagrosas tantas veces durante su vida, a
petición del Hermano Timoteo, su Superior, concibieron el designio de construirla.
Realizada la empresa en poco tiempo (con un éxito que no extrañó menos a los
mismos Hermanos que a los habitantes de la ciudad de Ruán) y totalmente preparada
para recibir los huesos del señor De La Salle, el superior de los Hermanos adoptó
todas las medidas necesarias para hacer trasladarlos con honor desde la iglesia
parroquial de San Severo a la tumba de su iglesia, preparada para esta finalidad.
Para hacer más solemne la ceremonia, después de obtener el consentimiento del
párroco, era necesario comprometer al señor arzobispo a que presidiera él mismo la
ceremonia, o a que enviara a uno de sus Vicarios Mayores para hacerlo en su nombre,
que invitara a numerosos eclesiásticos a que asistieran, y que rogara a los principales
de la ciudad que honraran el acto con su presencia.
El Hermano Superior obtuvo total satisfacción en todos estos puntos. El señor
párroco de San Severo se avino con la mejor actitud del mundo a los piadosos deseos
de los Hermanos; incluso fue más allá de su petición, ofreciéndose, por propia
voluntad, a cumplir la promesa que les había hecho en varias ocasiones de
devolverles el cuerpo de su piadoso fundador cuando quisieran. Más aún, los
administradores de la parroquia quisieron obstaculizar el traslado del cuerpo del
señor De La Salle, pero él se lo impidió, diciéndoles que no pretendieran oponerse a
ello, ya que tratándose de una exhumación (ceremonia puramente eclesiástica), no
tenían ningún derecho a impedirla, sobre todo habiendo obtenido el consentimiento
del señor arzobispo y el suyo; y, en fin, que quedaban advertidos de no oponerse a
ello, pues se exponían a la indignación de las autoridades y a la confusión de que se
realizase a pesar de ellos.
En efecto, el señor Primer Presidente había recibido una carta del señor de
Pont-Carré, su padre, anteriormente primer Presidente del Parlamento de Normandía,
que le rogaba que apoyase el deseo de los Hermanos, y él mismo estaba dispuesto a
hacerlo.
El señor arzobispo, a quien los Hermanos habían presentado una petición sobre
este asunto, también había aceptado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 555
Cuando ya no hubo más obstáculos que temer sobre este punto, al señor Primer
Presidente y otros Presidentes de «Mortier» se les rogó, igual que al señor Intendente,
al señor Procurador General, al señor Deán de la catedral y a otras personas
distinguidas, que asistieran a la ceremonia, lo que prometieron.
A los señores párrocos de San Maclou, de San Viviano, de San Godardo y de San
Eloy, que tienen escuelas en sus parroquias, se les pidió que llevaran a sus clérigos.
También se comprometió a los superiores de los Seminarios de San Viviano y de San
Nicasio, y además a otros párrocos, que mandaran a sus eclesiásticos con roquete,
para honrar la comitiva.
Una vez que estuvo todo dispuesto, y señalada la ceremonia para el 16 de julio por
la tarde, primero se dispuso que en el arzobispado que el prelado, personalmente,
dirigiría la exhumación y después el transporte del cuerpo. Pero este primer plan se
cambió, y se dispuso que presidiera la ceremonia en su totalidad el sñor Bridel,
archidiácono de la Metrópoli y Gran Vicario de la diócesis, y que el señor arzobispo
fuera al día siguiente
<3-3>
para bendecir la iglesia de los Hermanos y celebrar la santa Misa, lo cual se ejecutó de
la manera que sigue.
Hemos olvidado decir que, en cuanto el Hermano superior hubo asegurado el éxito
de su plan, escribió a todos los Hermanos directores de las casas de las Escuelas
distribuidas por toda Francia, para que acudieran a San Yon y estuvieran presentes en
el traslado del cuerpo de su santo fundador.
No podía ofrecerles mayor consuelo, pues casi todos conocieron al señor De La
Salle, y se formaron con él, y algunos fueron testigos de los inicios del Instituto.
Por eso, todos se pusieron en camino en cuanto recibieron la carta, con extrema
alegría, y acudieron con la misma prontitud a San Yon, para honrar con su presencia
una ceremonia que les resultaba tan agradable y llenarse del espíritu de su padre al
estar junto a sus huesos.
Entre las 3 y las 4 de la tarde se abrió la tumba del señor De La Salle, en presencia
del señor Bridel, del señor párroco de San Severo, revestidos de roquete y estola, del
señor Deán de la catedral, del señor abate de Chanron, Vicario Mayor, del abate
Térisse, arcediano y Vicario Mayor, del señor abate Dossemont, también arcediano, y
otros canónigos y párrocos de la ciudad; del señor de Pont-Carré de Vierme, jefe de
pedidos en París, hermano del señor Primer Presidente; del hijo del señor marqués de
Cani, del señor conde d’Enneval, y otras numerosas personas de todos los estados y
todas las edades, a los que no se pudo impedir que entraran en la iglesia, aunque las
puertas estuvieron cerradas y guardadas por los miembros de la «cincuentena» y de la
compañía de arcabuceros, que tenían orden del señor Primer Presidente de estar allí
para evitar los tumultos.
556 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
La losa que cubría el cuerpo del señor De La Salle era de grosor considerable y se
tardó bastante tiempo y costó buenos esfuerzos levantarla. La sepultura donde estaba
inhumado era muy profunda, y no se necesitó menos esfuerzo y menos tiempo para
descubrirla.
En fin, después de mucho trabajo se vio la caja y se encontraron los huesos del
señor De La Salle en su totalidad, en su posición natural, la carne totalmente
consumida y también los ornamentos sacerdotales con que se había recubierto el
cuerpo, salvo la pequeña cruz de madera que tenía entre las manos, la borla de su
bonete cuadrado y los zapatos.
El medio utilizado para sacar de tierra el cuerpo tal como se encontraba, y
colocarlo en una caja de plomo, preparada para ello, fue pasar unas sábanas por
debajo del féretro en el que estaba depositado, para sostenerlo de esa manera; se
acordó trasladarlo todo entero a la nueva caja de plomo, revestida, a su vez, de otra de
madera, en el estado en que fue encontrado. Estaban presentes el señor Hénault,
médico, y el señor Jourdain, cirujano, que hicieron las comprobaciones y aseguraron
que estaba completo.
El señor Bridel levantó su atestado en Acta, y un notario, a quien se había llamado,
levantó también el suyo; después de lo cual se cerró el nuevo ataúd y se le colocó en
medio del presbiterio, rodeado de candelabros.
Los Hermanos, según sus ansias, se apoderaron de trozos del primer ataúd; algunos
eclesiásticos y otras personas presentes, también quisieron tener recuerdos. Algunos
consiguieron trozos de la estola, y otros se guardaron la borla
<3-4>
del bonete cuadrado, que estaba entera, y algunos se llevaron las suelas y laterales de
sus zapatos, que habían superado la corrupción; ninguna de estas cosas, ni tampoco
los huesos, desprendieron en ningún momento mal olor.
La caravana se retrasó todo lo que se pudo, porque se esperaba al señor Primer
Presidente y a otras personas distinguidas, que querían honrar el acto con su
presencia. Pero como se retrasaban, hubo que comenzar con el canto de los salmos.
Dieciséis eclesiásticos, en roquete y estola, tuvieron la devoción de llevar los
preciosos restos de un hombre al que veneraban como a uno de los mayores siervos de
Dios en el mundo.
Otros cuatro tuvieron el honor de llevar los cuatro ángulos del cobertor: el señor
abate Térisse, Vicario Mayor, arcediano y canónigo, y el señor abate Dossemont,
también arcediano y canónigo de la iglesia metropolitana, llevaban los de atrás; otros
dos canónigos de la misma iglesia, que conocieron particularmente al señor De La
Salle, llevaban los de delante. Iban precedidos por los párrocos de San Severo, de San
Maclou, de San Eloy, de San Viviano, de San Godardo, de San Salvador, de San
Martín du Pont, de San Vigor y otros, que habían llevado a sus eclesiásticos.
Asistieron también los seminaristas de San Viviano y de San Nicasio, y otros, que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 557
<4-1a>
CARTA
Mi carísimo Hermano:
Estoy sorprendido por las reflexiones que algunos de sus Hermanos hacen sobre la
Vida del Señor De La Salle, para desalentar, al parecer, a los demás. Le diré que no sé
si reír o llorar, pues esas observaciones manifiestan su pequeñez de espíritu y su poca
virtud. Sin duda, el demonio busca cómo hacer inútil una obra, cuyo éxito prevé y
teme para la santificación de los Hermanos. Voy a examinar estas observaciones una
tras otra.
PRIMERA QUEJA
Hay algunas palabras horrorosas, que son ofensivas e injuriosas a la sociedad de
los Hermanos.
párrafos y todo lo que quiso. Siendo así, pregunto si los Hermanos que se extrañan
y que se molestan, sin motivo, como usted verá en lo que sigue, por algunos
términos, muestran mucha humildad, y pretenden censurar lo que las personas
clarividentes, lo que usted mismo y lo que algunos de los principales Hermanos
han aprobado.
II. ¿Cuál es el deber de un historiador? Referir los hechos tal como son, y hacer
hablar al mundo como el mundo habla. Pues bien, yo les pregunto: ¿no ha dicho el
mundo, y no dice todos los días, lo que ofende a los Hermanos? Esos términos
ofensivos, para repetir las expresiones de sus Hermanos, ¿no están aún todos los días
en boca de la gente del mundo, en contra de los Hermanos, y generalmente los
maestros y maestras de escuelas caritativas? ¿No ha
<4-1b>
oído usted mismo muchas veces estos términos ofensivos? ¿Estos Hermanos no los
han oído nunca? Por nuestra parte, no oímos otra cosa cada día; usted sabe que no
hace aún dos meses que uno de sus amigos y protectores, enfadado con ustedes,
empleó esos términos ofensivos.
III. Los Hermanos aludidos han cometido un serio error al extrañarse de esos
pretendidos términos ofensivos, pues esos términos no se refieren a los Hermanos,
sino a los primeros maestros seglares, a los que se unió el señor De La Salle, que todos
salieron, y de los que no quedó ni uno solo. Para convencerle de ello, carísimo
Hermano, tome de nuevo el libro, y verá que el señor De La Salle todavía no se había
despojado de su canonjía ni de sus bienes cuando quiso unirse por primera vez a los
maestros de escuela que el señor Niel había escogido. Pues bien, yo le pregunto: ¿es
que estos jóvenes seglares, que desempeñaban este oficio, como los otros, para tener
de qué subsistir, no eran verdaderos pordioseros? ¿El mundo y el mismo señor De La
Salle los miraban de otro modo? ¿Pero eran ya Hermanos aquellos jóvenes seglares?
¿Formaban ya entonces una comunidad propiamente dicha? En fin, ¿acaso quedó uno
solo en la sociedad de los Hermanos? Así, pues, lo que se dice de ellos no afecta para
nada a los Hermanos. He ahí, por consiguiente, el error de los Hermanos censores tan
extrañados de los términos ofensivos puestos en evidencia.
IV. Digamos aún algo más contundente. Lo que a esos Hermanos críticos molesta es
lo que el señor De La Salle dijo en varias ocasiones, y lo que ha dejado por escrito en
una Memoria que se encontró después de su muerte. Usted sabe que dijo claramente,
hablando de estos jóvenes maestros de escuela a los cuales la gracia le movía a
asociarse, y hacia los cuales sentía tan profunda repugnancia, que los consideraba por
debajo de su criado; es lo que confesó en repetidas ocasiones. Usted tiene todavía una
560 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Memoria, y puede mostrarla a esos Hermanos que están molestos. ¿Qué replicarán a
semejante prueba?
V. Vayamos al fondo. Esos términos ofensivos que extrañan a esos Hermanos que
están molestos, ¿chocarían a un hombre humilde y amigo de la humillación, incluso si
se aplicaran a los Hermanos? ¿Pueden acaso encontrar motivo para criticar al Autor
porque haya referido lo que el mundo ha dicho, y lo que el demonio presentaba ante el
señor De La Salle, intentando que abandonara su empresa?
VI. Si el autor es censurable por haber referido como historiador lo que el mundo
decía, y lo que la misma naturaleza decía al señor De La Salle con el horror que sentía
hacia el estado que deseaba abrazar, los evangelistas serán también censurables por
haber relatado las injurias atroces que los fariseos y los judíos le decían a Jesucristo.
¿Qué pretendían al dejar por escrito que estos hombres perversos trataban a Jesucristo
de samaritano, de mago, de encantador,
<4-2a>
de borracho, de amigo de la buena comida, de perturbador del descanso público, de
hombre que no hacía prodigios sino por obra de Belcebú? ¿Por qué refieren que el
mundo decía que era el hijo de un carpintero, que nunca había estudiado, que era un
blasfemo y enemigo de la ley? ¿Por qué san Mateo dice de sí mismo en su Evangelio
que era un publicano, término ofensivo entre los judíos? ¿Por qué los demás
evangelistas dicen que eran pobres pescadores, que vivían de ese oficio, y que eran
gente simple e ignorante? ¿Por qué ellos mismos cuentan al detalle las faltas y los
defectos de rusticidad, grosería e imperfecciones de los Apóstoles? ¿Por qué dice san
Pablo de sí mismo que era un blasfemo y perseguidor de la Iglesia, y que él y todos los
Apóstoles eran los desperdicios, la miseria y el deshecho del mundo? ¿Por qué la
Sagrada Escritura refiere que Saúl y David reconocían que eran de las más bajas
familias de Israel, y como las heces del pueblo? En fin, para decirlo en una palabra,
¿por qué refiere los pecados de tantos otros y las faltas de los mayores santos? Si los
santos Apóstoles eran humildes, y no se extrañaron de los términos ofensivos que la
Historia evangélica refiere sobre ellos, los Hermanos que son humildes tampoco se
extrañan de los términos en cuestión, aun cuando fuera verdad que que esos términos
les atañen; cosa que además no es cierto.
VII. ¿Por qué razón los santos evangelistas han referido tantas cosas humillantes
para los Apóstoles? Es porque esa relación contribuía a la gloria de Dios, y ponía de
relieve el resplandor de la humildad, de la mansedumbre, de la paciencia y de las
demás virtudes de Jesucristo. ¿Por qué en todas las Vidas de Santos, los historiadores
han referido cosas semejantes? Era para mostrar la santidad de aquellos cuya vida
escribían. De forma parecida, ¿no era necesario para mostrar la virtud del señor De La
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 561
Salle, referir que aquellos con los cuales iba a unirse eran considerados como
pordioseros y miserabless, como más o menos lo eran en realidad?
SEGUNDA QUEJA
¿Era necesario poner en la vida del señor De La Salle algunas de las reglas y
prácticas del Instituto?
II. El autor de la Vida del señor De La Salle, al hacerlo así, no ha hecho otra cosa que
lo que tienen costumbre de hacer los autores de vidas. Léanse las nuevas Vidas de san
Francisco, de san Juan de la Cruz, la Historia de los Carmelitas y de las Carmelitas
Descalzas, la Vida de santa Teresa, de san Pedro de Alcántara, de san Vicente de
Paúl, de César de Bus, de san Ignacio, de san Javier, y de otros cien semejantes, y se
encontrará la misma cosa.
III. ¿Para qué se escriben las Vidas de los santos, y sobre todo las de los fundadores?
Es para edificar a los fieles con el relato de sus virtudes y de sus prácticas; para
mostrar a sus hijos el proceder que deben tener, el término al que deben llegar, la
diferencia que existe aún entre ellos y sus primeros padres, y animarlos a caminar con
pasos largos sobre sus huellas. Es para reprochar a los tibios su laxitud, para mostrar a
los que se pierden el camino recto por el que deben entrar, y en fin, para hacer sentir a
los que son irregulares cuánta
<4-2b>
vergüenza deben sentir por parecerse tan poco a sus modelos. Si no se hace esto al
relatar las Vidas de los santos, se trabajaría en vano. De donde se deduce que los
Hermanos que se quejan por ello no pueden ser considerados como fervorosos. Si ven
mal que se manifieste en la vida del fundador lo que deben ser, es porque temen que el
mundo sepa que no son los que deben ser.
IV. Hay que decir todo, y es que los Hermanos que se quejan de esto deberían, por el
contrario, sentirse satisfechos de que se refieran algunos artículos de las reglas y
prácticas que están en uso entre ellos, pues sus reglas y sus prácticas son las pruebas
de la perfección de su estado, de la virtud de los primeros Hermanos y de la santidad
del fundador.
562 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
VI. ¿Qué reglas se han incluido? Las que son de suma importancia para que las
conozca la gente y para inculcar a los Hermanos. ¿Qué es lo que se oye todos los días
a la gente? Que los Hermanos abandonarán muy pronto su estado y entrarán en el
claustro; que aspirarán a recibir las órdenes sagradas, etc. Era, pues, muy importante,
para desengañar al público, que con este pretexto se opone a que se establezcan en las
ciudades, darles a conocer las reglas esenciales, que les prohíben acceder al
sacerdocio. Si se habla también de la reglas, de los recreos, y de algunas otras que
tienen mucha importancia, es para inculcárselas a los Hermanos, para mostrarles la
necesidad, sus frutos inestimables, y hacer que comprendan que el Instituto se
arruinará cuando se introduzca la relajación en sus artículos. Tampoco en esto hay
nada que no sea practicado por quienes han escrito las Vidas de los fundadores de
Órdenes religiosas. Y en fin, ¿se pueden o se deben ocultar las reglas impresas,
aprobadas por la Santa Sede y autorizadas por Letras Patentes? ¿Quiénes serán los
Regulares que no consideren un honor mostrar sus Reglas? Los jesuitas, se dirá, tal
vez. No es verdad; esas Reglas están impresas y se encuentran en todas las bibliotecas
importantes. Si este tipo de obras no se encuentran fácilmente, es porque cada Orden
sólo manda imprimir los ejemplares que necesita ella. Por lo demás, las reglas de los
Institutos son tan conocidas que se encuentran en los libros de sus más famosos
teólogos, que las han explicado. El célebre Suárez, en los excelentes Tratados sobre la
Religión, y otros jesuitas en tratados sobre el tema, explican sus Reglas más
importantes. Siento vergüenza de añadir más, por lo ridículas y ñoñas que me parecen
esas quejas en boca de quienes las hacen.
TERCERA QUEJA
¿Para qué se refieren algunos hechos y algunos desórdenes de ciertos Hermanos,
incluso de los que murieron entre nosotros en la flor de la edad? ¿Por qué se quiere
ver como castigo de Dios lo que en ellos se relata? ¿Tales relatos no son
maledicencias?
¿por qué la Escritura narra la caída de los ángeles y el pecado de Adán? ¿Por qué
habla del crimen de Caín y de la corrupción generalizada de todos los habitantes de la
tierra, que fue castigada con el diluvio? ¿Por qué instruye sobre las abominaciones de
otros muchos? ¿Por qué detalla la impiedad de Cam, que se mofó de su padre Noé; del
ridículo designio de quienes construyeron la Torre de Babel; de la detestable
impureza de Sodoma, y de la rebelión del Faraón contra Dios? ¿Por qué hace luego la
Escritura un relato tan minucioso de todos los pecados de Israel y de sus Reyes, de los
judíos y de sus sacerdotes, desde la salida de Egipto hasta la venida de Jesucristo? Los
libros del Génesis, de los Jueces, de los Reyes, de los Paralipómenos, de Esdras y de
los Macabeos, ¿están, pues, llenos de esas pretendidas maledicencias? ¿Por qué los
evangelistas, tan santos y tan llenos de Dios, han expuesto tan minuciosamente los
pecados y la hipocresía de los escribas y fariseos, de los sacerdotes y pontífices, de su
odio y envidia contra Jesucristo, de sus calumnias y de sus imposturas, y de su furor,
que llegó hasta el punto de hacerle morir? ¿Por qué estos santos escritores refieren la
caída de san Pedro, la perfidia de Judas, la incredulidad de santo Tomás, la huida y la
falta de valentía de todos los demás Apóstoles? ¿Se dirá, pues, que el Evangelio está
lleno de maledicencias? Los Hechos de los Apóstoles están escritos siguiendo el
mismo estilo, igual que las cartas de san Pablo, y no tienen ninguna dificultad en
nombrar a los que le han abandonado y a los que han naufragado en la fe? ¿Por qué la
Historia de la Iglesia, al referir las Actas de los Mártires y las acciones heroicas de los
santos, nos da el nombre de algunos cristianos que apostataron, de los tiranos que
persiguieron a la Iglesia, de los herejes y de los heresiarcas que combatieron la fe, de
los reyes perversos y de los malos prelados que la escandalizaron? ¿Por qué nos relata
la caída de hombres insignes, como Tasiano, Orígenes, Tertuliano, Osio, Apolinar,
Nestorio, Eutiquio, e infinidad de otros? ¿Por qué san Lucas nos cuenta la hipocresía
de Ananías y de Safira, su mujer, y a su ejemplo los que escribieron las vidas de los
Padres del Desierto, nos dicen los nombres de algunos de ellos, que tuvieron terribles
caídas, y que escandalizaron a la Iglesia? ¿Por qué motivo los autores que escribieron
las Crónicas de sus Órdenes han tenido cuidado de dar los nombres de algunos
religiosos que fueron escandalosos y que deshonraron la santidad de su profesión?
Si se quisieran extraer de todos estos historiadores semejantes maledicencias, se
compondrían bastantes volúmenes enormes. Contentémonos con señalar algunos
ejemplos. ¿Por qué el autor de las Crónicas de san Francisco, y el último autor de su
Vida impresa recientemente, nos relatan las irregularidades, las murmuraciones y las
relajaciones de Fray Elías, ocurridas durante la vida de san Francisco, y su apostasía,
que tuvo lugar después de la muerte del santo? ¿Por qué nombra también a otros hijos
de este santo patriarca, a los que llamaba Bastardos de la Orden, como el desgraciado
guardián a quien el santo maldijo y que pereció miserablemente? ¿Por qué relata en la
Vida de san Pedro de Alcántara los ultrajes, las calumnias y los malos tratos que
sufrió este santo por parte de los religiosos cuya reforma había emprendido? ¿Por qué
se hacen relatos parecidos en la vida de san Juan de la Cruz? ¿Por qué en la Historia de
los Carmelitas y de las Carmelitas Descalzas da nombres y apellidos de aquellos que
después de haber abrazado la Reforma la
564 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
<4-3b>
abandonaron, y quisieron introducir la relajación, y causaron graves desórdenes ante
los mismos ojos de santa Teresa?
No acabaríamos nunca si quisiéramos refutar esta queja con todas las pruebas que
presentan las historias recientes, tanto sagradas como profanas; en ellas, todo está
repleto de maledicencias, si el relato de los hechos que se consideran maledicencias
en la Vida del señor De La Salle son, efectivamente, maledicencias.
Tal vez se pretenda responder que esos hechos relatados por los historiadores
sagrados y profanos eran ya antiguos cuando los escribieron; y que los hechos que se
habla en la Vida del señor De La Salle son recientes; pero respuesta es vana, pues
decir mal del prójimo, cuando debe decirse, sea después de un año o de cien años de
ocurrida, es maledicencia. La mayoría de los hechos criminales de los que hablan los
historiadores sagrados o profanos, y que provocaban la vergüenza de los culpables,
eran de fecha reciente cuando los escribieron. El recuerdo estaba aún vivo, o hacía
poco que sus autores habían fallecido, y todo el mundo los conocía. Por tanto, no hay
ninguna diferencia entre esos hechos y los que se recogen en la Vida del señor De La
Salle. Pero vayamos al fondo y enseñemos a pobres Hermanos lo que es la
maledicencia.
La maledicencia consiste en revelar las faltas ocultas y secretas del prójimo, sin
necesidad ni utilidad; por eso, decir un pecado del prójimo que es público y conocido,
no es maledicencia. Incluso está bien hecho cuando la necesidad y el bien público lo
exigen; por esta razón está permitido a un juez difamar la reputación de una persona
que ha cometido un crimen que afecta al público. He ahí por qué las historias sagradas
y profanas están llenas de relatos que estos Hermanos tachan de maledicencias
porque es de interés público conocer los castigos que Dios utiliza para enseñar a
temer el pecado, la relajación y la irregularidad. Los Los versados en la lectura de la
historia eclesiástica, sobre todo de las Órdenes e Institutos religiosos, señalan que no
hay casi ninguna que no tenga casos de caídas de alguno de sus miembros, mientras
ofrecen un número infinito de ejemplos de virtudes heroicas, y que tienen cuidado de
dar el nombre de los escandalosos y de las desgracias que han merecido, mientras que
se da el número de los que se han santificado. ¿Por qué hacer una vez más un relato
desventajoso para la fama de algunos particulares? Porque el bien público lo requiere,
y uno queda más afectado de los desastres y la pérdida de miembros irregulares de
una comunidad, que del resplandor de las acciones santas de los demás. Cuando se
leen esos escritos, que algunos Hermanos llaman maledicencias, con un corazón bien
dispuesto, ¿qué sucede? 1. Se adoran los juicios de Dios y se aprende a temblar.
2. Se teme la propia caída, convencidos de estas palabras de san Pablo: El que está en
pie tema no caiga. 3. Se aprende a vaciarse de la buena opinión de uno mismo, y a
destruir su presunción, al ver el ejemplo de personas más virtuosas que nosotros que
han caído, y que también nosotros caeríamos si Dios no nos sostuviera. 4. Se aprende
a despreciarse a sí mismo y a no menospreciar a nadie, y a persuadirse de que no se
tiene tanta virtud como uno pensaba tener. 5. Se aprende a velar sobre sí mismo y a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 565
temer, como el santo Job, cada uno de sus pasos, y a alejarse de los escollos donde han
caído los demás. 6. Se hace uno más fervoroso, más
<4-4a>
regular, más fiel a las cosas pequeñas, más exacto a obrar sólo por obediencia, y a
descubrir todo su interior a sus superiores, etc., al ver que los otros no han caído sino
por falta de humildad y de fidelidad a estas virtudes. En fin, se aprende a velar y a
orar, como lo recomienda Jesucristo, y a recurrir a Dios continuamente para pedirle la
gracia de la perseverancia. He ahí los bienes que produce la lectura de estos hechos a
los que llaman maledicencias. He ahí por qué el Espíritu Santo, en la Escritura, ha
referido tantos tipos de historias sagradas. He ahí por qué los otros escritores
eclesiásticos narran en la vida de los santos, o en la Historia de su Instituto, estos
relatos que esos buenos Hermanos llaman maledicencias. Igualmente, también es
cierto que no hay nada que haya afectado tanto en la Vida del señor De La Salle, que
esos relatos sobre los Hermanos díscolos que se comportaron mal. Quienes han
escuchado su lectura han experimentado los buenos efectos que hemos dicho; hay
incluso comunidades donde ese tipo de relatos han causado tal impresión que a los
superiores les han pedido que los hicieran leer hasta tres veces.
Por todo lo dicho, mi carísimo Hermano, que las quejas de que me habla, por parte
de algunos de sus discípulos, están muy mal fundadas, y la verdadera fuente de que
proceden es la ignorancia, o una desviación mental, o un fondo de orgullo. Un
Hermano humilde nunca hará primera queja; uno fervoroso se cuidará de hacer la
segunda, y una persona inteligente no hablará de la tercera.
Con profundo respeto, quedo todo suyo, etc.
***
CARTA
del Hermano Superior del Instituto
de los Hermanos de las Escuelas Cristianas
al Hermano Director de la Casa de...
No sabría disimular, mi carísimo Hermano, que los que han conocido su proceder
se hayan escandalizado de que un simple Hermano se haya arrogado la autoridad (es
su misma expresión) de borrar en la Vida del señor De La Salle palabras que el censor
del libro aprobó, y que personas doctas han considerado adecuadas, como yo mismo y
los principales Hermanos. Han considerado este proceder como un atentado contra
nuestra autoridad, y un acto que da muy mal ejemplo. Esas quejas se han llevado a
personas doctas y al autor. Los primeros se han reído de ellas, y dicen que habría que
566 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
poner esos términos ofensivos de que se quejan en la Vida del señor De La Salle, si no
lo estuvieran ya, y se han extrañado de que algunos de los nuestros se hayan
extrañado. Han añadido que un poco de humildad habría eliminado todas estas vanas
reflexiones. Las cartas cuyos extractos le envío, le harán ver que quienes aman a
nuestro Instituto piensan de modo muy distinto sobre la Vida del señor de La Salle,
que nuestros Hermanos críticos.
***
<4-4b>
Extracto de una carta escrita por el Sr. GUYART,
canónigo de Nuestra Señora de Laón
Reverendísimo Hermano:
Debe de estar sorprendido por mi retraso en agradecerle los dos volúmenes de la
Vida del señor De La Salle, mi querido e íntimo amigo, que me ha enviado. Le diré
sinceramente que me he sentido contento por hacer la lectura de ellos antes de
responder a la justa gratitud que le debo. Casi acabo de terminarla, con mucha
satisfacción, y en ella todo está conforme con la verdad. Tuve la suerte de convivir
con él, cuando comenzaba a formar a los primeros maestros de Escuela, en una casa
enfrente de la mía, e incluso cuando él los llevó a vivir con él, con ropas seglares, y tal
como se encuentra en su historia, su espíritu, su modo de ser. Está bien escrita, con
hermoso estilo, llena de santos ejemplos y de expresiones conmovedoras, no sólo
para los Hermanos, sino también para las personas que quieren avanzar en la práctica
de las virtudes cristianas. Es una abundancia de gracias en todo el proceder de este
santo varón. Yo le rezo todos los días y le considero como mi protector ante Dios. No
dudo que los anticonstituconistas criticarán su vida, sobre el orden, los sentimientos,
las repeticiones, la prolijidad y las pretendidas minucias, y de algunos pasajes que no
serán de su agrado. Ésa es la suerte de los mejores libros, sobre todo en los momentos
en que nos hallamos. Yo la he leído con gusto; en ella he admirado todo, y no
encuentro en ella nada inútil. En cuanto a la última Parte, veo que será sobre todo para
uno de los Hermanos, o de personas que no pueden leer demasiado, y quieren
retenerlo. Por mi parte, yo no me canso nunca, y después de la primera lectura espero
releerlo de nuevo, pues todo lo que se dice en él me conmueve. Yo ya tengo 80 años, y
estoy en situación de no poder hacer nada; ruegue por mí.
Quedo suyo, etc. En Laón, a 26 de octubre de 1734.
***
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 567
Mi carísimo Hermano:
No sólo estoy edificado, sino encantado de la Vida del señor De La Salle. La
palabra que me ha venido para expresar mis sentimientos es que fue un acendrado
cristiano, que confunde a todos los demás. No veo ninguna acción que no surja de una
virtud sublime. Enviaré un ejemplar, en cuanto pueda, a dos mil leguas de aquí, a
Alsacia y al Languedoc.
Quedo suyo, etc.
En Chartres, a 29 de septiembre de 1734.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 569
ÍNDICE
de los Complementos del tomo II de Blain
Prefacio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-1>
Compendio de la vida del Hermano Bartolomé, primer Superior General de la
Sociedad de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, después del señor De
La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-3>
Capítulo I: Que contiene la historia de la vida del Hermano Bartolomé. . . . . . . . <2b-4>
1. Su nacimiento y su familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-3>
2. Estudia y se consagra al estado eclesiástico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-5>
3. Se siente movido a abandonar el mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-5>
4. Vanos esfuerzos que hicieron sus padres para apartarle de su propósito. . . . <2b-6>
5. Va a la Trapa, pero no es recibido en ella . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-7>
6. Oye hablar del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y siente
que su corazón se inclina por esta vocación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-8>
7. Tentaciones que soportó en este asunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-9>
8. Su ingreso en el Noviciado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-9>
9. Sufre nuevas tentaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-10>
10. Una desdichada enfermedad que le sobreviene le cura de su tentación. . . . <2b-11>
11. El señor De La Salle le llama a París y le encarga del Noviciado . . . . . . . . <2b-11>
12. Su proceder con los Novicios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-12>
13. Vuelve a asaltarle la tentación de dejar su estado, pero la supera con el voto
que hizo de permanecer en él . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-13>
14. Después de hacer este voto, supo que su padre había muerto, y conoció la
desolación de su madre, que le conjuraba a que no la abandonase . . . . . . . . <2b-13>
15. Su virtud le merece la confianza del señor De La Salle y le hace objeto de la
envidia de algunos Hermanos veteranos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-14>
16. Cae enfermo y recobra la salud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-14>
17. Plan de vida que elaboró en un Retiro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-15>
18. Se ve al frente de la comunidad por la retirada del señor De La Salle;
dificultades que encuentra.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-16>
19. Todos los Hermanos le reconocen como superior, salvo dos o tres. . . . . . . <2b-17>
570 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
20. Nuevas tormentas que surgen contra el Instituto en ausencia del fundador. <2b-18>
21. Disputa de humildad entre el señor De La Salle y el Hermano Bartolomé por
el último lugar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-18>
22. El señor De La Salle deja el nombre y el cargo de Superior. El Hermano
Bartolomé es elegido para sustituirle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-19>
23. Proceder del nuevo superior bajo la mirada del señor De La Salle . . . . . . . <2b-20>
24. Muerte del señor De La Salle. Cuán sensible fue para el Hermano Bartolomé <2b-21>
25. El Hermano Bartolomé, después de la muerte del señor De La Salle, apoya
su manera de gobernar sobre la humildad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-22>
26. Sus viajes a Saint-Omer, y luego a Calais y Boloña . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-22>
27. Su último viaje a París; regreso a Ruán; enfermedad y muerte . . . . . . . . . . <2b-24>
Capítulo II: Las virtudes del Hermano Bartolomé . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-29>
1. La fe del Hermano Bartolomé . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-29>
2. Su espíritu de fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-34>
3. Su confianza en Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-36>
4. Su caridad para con Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-39>
5. Su celo por la salvación del prójimo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-41>
6. Característica de su caridad por el prójimo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-43>
7. Su piedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-46>
8. Su devoción al Santísimo Sacramento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-48>
9. Su devoción a la Santísima Virgen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-49>
10. Su devoción a los santos ángeles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-51>
11. Su regularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-51>
12. Su mortificación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-55>
13. Su paciencia y mansedumbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-58>
14. Su humildad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-61>
15. Su amor a la castidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-65>
16. Su prudencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-67>
Hermano PARIS, llamado Hermano JOSÉ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-69>
Hermano JEAN-HENRY, JUAN ENRIQUE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-71>
Hermano DOMINIQUE, Domingo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-77>
Hermano Luis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-80>
Hermano ESTANISLAO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-85>
1. Nacimiento, edad e ingreso de este joven en el Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-85>
2. Su fervor en el Noviciado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-85>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 571
3. Su recogimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-86>
4. Su mortificación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-86>
5. La muerte de sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-86>
6. Su mortificación interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-87>
7. Su atractivo por las humillaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-88>
8. Su candor y apertura de corazón con los superiores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-88>
9. Su primer fervor en el Noviciado; sus progresos continuos después del
Noviciado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-89>
10. Su regularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-89>
11. Su exactitud en el silencio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-89>
12. Su espíritu interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-90>
13. Su espíritu de oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-90>
14. Su modestia singular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-90>
15. Su obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-91>
16. La perfecta obediencia le libera de los escrúpulos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-91>
Aprobación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-125>
Relato de la traslación de los restos del señor De La Salle a San Yon . . . . . . . . . . <3-1>
Carta del autor de la Vida del señor De La Salle al Hermano Superior del Instituto <4-1a>
de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Carta del Hermano Superior del Instituto de los Hermanos de las Escuelas <4-4b>
Cristianas al Hermano Director de la Casa de.... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Extracto de una carta escrita por el Sr. GUYART, canónigo de Nuestra Señora de <4-4b>
Laón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Otra carta del Sr. DE TRUCHIS, canónigo de Nuestra Señora de Chartres. . . . . . . . <4-4b>
DICHOS Y ESCRITOS
ATRIBUIDOS
AL SEÑOR DE LA SALLE
Modo de citar, ejemplos:
Bd 65 : Bernard, página 65.
Ca 127 : Maillefer Carbon (o Maillefer I, 1723), página 127.
Re 220 : Maillefer Reims (o Maillefer II, 1740), página 220.
I.167 : Blain, tomo I, Cahier Lasallien n. 7, página 167.
II.145 : Blain, omo II, Cahier Lasallien n. 8, página 145.
En Blain I y II, se indica el sector de la página, con las letras A, B, C, D, E,
considerando la página dividida en cinco sectores, de arriba abajo.
DICHOS Y ESCRITOS ATRIBUIDOS
AL SEÑOR DE LA SALLE
I.145.B: Incluso llegó a acostumbrarse a velar tan bien en el futuro, que con
frecuencia se pasó noches enteras en oración, o componiendo libros, o dedicándose a
resolver los asuntos urgentes de su Instituto.
Bd 20: Pasó muchas veces noches enteras entregado a los asuntos de su Instituto o
a componer libros.
I.341.C: Una vez que el señor De La Salle hubo recogido a su gusto, en un cuerpo
de Reglas, todas las prácticas y usos de la comunidad, pensó enriquecerlo con otras
varias obras, muy útiles para los Hermanos y para sus escuelas. Entre ellas están la
Urbanidad cristiana, las Instrucciones sobre la santa Misa, el modo de oírla bien y
de recibir dignamente los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía,
catecismos de todo tipo, pequeños para los niños, otros para los Hermanos, más
amplios, profundos y doctos, mezclados con reglas de moral y prácticas piadosas.
Estos catecismos constituyen la fuente en donde obtienen los maestros de las
Escuelas Cristianas sus conocimientos para explicar las grandes verdades de la
religión. También compuso meditaciones y otros libros de piedad, para uso particular
de sus discípulos.
Re 182-184; Ca 111-112. En todas estas obras se reconoce fácilmente el espíritu
de Dios, del que estaba animado, y su profundo cristianismo, del que estaba lleno, del
cual ha explicado todos los deberes en detalle. Están escritos con estilo sencillo y
fluido, y al mismo tiempo tan afectuoso que no es posible leerlos sin sentir ternura. Al
primero lo tituló El deber de un cristiano para con Dios y los medios de poder
cumplirlo debidamente; está escrito en forma de diálogo, para lograr que pueda ser
leído por todos. El objetivo que se propone en la primera parte es instruir al cristiano
sobre sus obligaciones y lo desarrolla de manera clara y precisa. La segunda parte
contiene Las Reglas del culto exterior del Cristiano y los medios de cumplirlos con
fruto. Este propósito le ha llevado naturalmente a dar amplia explicación de las
576 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
y que el libro fuese reimpreso según la primera edición. (Véase el texto del CL 20,
V-VII, O.C, II).
II.491.E: Nunca, decía él, suplicaremos sin fruto a los santos que intercedan por
nosotros y nos alcancen de Dios misericordia; pues si cuando vivían en este mundo se
compadecían de los pecadores y pedían a Dios por ellos, con mayor razón tendrán
entrañas de misericordia hacia los hombres, puesto que tienen siempre a la vista a
Aquel que es fuente de misericordia y conocen mucho mejor nuestras miserias que
cuando estaban en esta vida, al paso que su caridad y amor, en vez de disminuir, se ha
perfeccionado y aumentado.
II.270.D.E: En las instrucciones que compuso este santo Fundador para los
Hermanos sobre asuntos de religión, pone en la explicación del primer mandamiento
cinco señales del verdadero amor de Dios: la primera es pensar a menudo en Él; la
segunda, hablar de Dios con frecuencia u oír hablar de Él con gusto; la tercera,
fidelidad en cumplir con los deberes propios y en hacer la voluntad de Dios en todas
las cosas; la cuarta, un corazón bondadoso para todo el mundo, sobre todo para los
enemigos, y la quinta, el ejercicio del amor de Dios con actos frecuentes y continuas
aspiraciones. (Cita muy libre y deformada de Da 96-97).
II.491 C.: Es menester, dice, que quienes rezan el oficio de la Santísima Virgen lo
hagan con piedad y devoción extraordinarias, y para que produzca el fruto que la
Iglesia desea, han de considerarse tres cosas. Primera, la excelencia y dignidad de la
Virgen Santísima en cuyo honor se reza. Segunda, su amor para con los que se ponen
debajo de su protección. La tercera, la mucha necesidad que tenemos de su
intercesión para con Dios. (Cita textual de Da 483).
II.489.E-490.A: Si nos es útil —decía— encomendarnos a los santos, más
ventajoso nos es dirigir nuestras oraciones a la Virgen Santísima, puesto que, siendo
la criatura más perfecta y la más elevada en la gloria, tiene poder muy grande ante
Dios, y nos puede ayudar mucho con su poderosa intercesión para conseguir nuestra
salvación eterna y el remedio en nuestras necesidades temporales, cosas que nunca
niega a los que lo piden con verdadera piedad y con un corazón enteramente
despegado de todo afecto al pecado.
MEDITACIONES
II.429.E-430.A: De la necesidad de la obediencia. Véase a manera de paradigma
el excelente comentario del Santo Fundador, al explicar estas palabras del Evangelio:
Jesús estaba sujeto a María y José. «¡Lección admirable es ésta para cuantos están
encargados de instruir a los demás en las verdades cristianas! Jesucristo se preparó
con la sumisión y obediencia a la obra magna de la redención de los hombres y
conversión de las almas, porque sabía que no hay cosa tan capaz de procurarla con
más provecho y certeza, como el prepararse a ella por mucho tiempo con la práctica
de vida humilde y sumisa. Por este motivo, en la primitiva Iglesia y, sobre todo, en el
Oriente, se elegía por obispos a personas que hubiesen vivido largo tiempo en
obediencia. Vosotros, a quienes Dios ha llamado a un ministerio que os obliga a
trabajar en la salvación de las almas, debéis prepararos con la práctica continua de la
obediencia a haceros dignos de tan santo empleo y producir en él opimos frutos.
Cuanto más fieles seáis a la gracia de Jesucristo que os quiere perfectos en la virtud de
la obediencia, tanto más bendecirá Dios vuestros trabajos, porque quien obedece a
sus superiores, a Dios mismo obedece, etcétera».
II.429.E: Por ser la obediencia la virtud principal y más necesaria a los religiosos y
a todas las personas que viven en Comunidad, importa sobremanera —dice el Sr. de
la Salle, que se les explique bien la extensión, esencia y práctica de esta virtud. Ya lo
hizo él mismo de manera muy sucinta y sólida en el tratadito acerca de este asunto, y
más ampliamente en meditaciones compuestas para los Hermanos.
II.435.E-436.A: Al fin, por fervorosa que sea una comunidad, no todos obedecen
con la misma constancia ni con igual generosidad. Unos tienen algún deseo de
obedecer, pero deseos ineficaces; otros quieren obedecer, pero con querer débil, que
cede a la tentación; otros tienen una como voluntad de elección en la obediencia;
ejecutan la parte de la obediencia que les gusta y dejan la que les disgusta. El santo
Fundador divide estas personas en tres clases de desobedientes, al explicar el
Evangelio de la Domínica de Sexagésima (Med. p. 55).
II.225.E: «Como quiera que el Papa es el Vicario de Jesucristo, cabeza le la
Iglesia y sucesor de San Pedro, su autoridad se extiende a toda la Iglesia; por eso
todos los fieles deben considerarle como padre, cuya misión es enseñar la doctrina
cristiana; y vosotros debéis venerar particularmente al Papa como al santo pastor del
rebaño de Jesucristo, y hasta tal punto habéis de acatar sus palabras, que os ha de
bastar que una cosa venga de él para someteros al momento». Éste es el gran
documento que dio a sus Hermanos en la meditación que compuso para la fiesta de la
Cátedra de San Pedro en Antioquía:
«La Iglesia —añade en la ya citada meditación— es nuestra madre, a la que
debemos mantenernos invariablemente unidos y a la cual debemos asirnos con lazos
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 579
refrena su lengua no puede ser hombre espiritual, y es medio seguro para llegar
pronto a la perfección el no pecar por su lengua.
Aunque el silencio sea tan necesario en una casa religiosa, con todo, sería poco
fructuoso si sólo fuese exterior y si, al par que uno pone, según dice el Real Profeta
(Salmo 140, v. 25), guarda en sus labios, diese entrada en el corazón a pensamientos
inútiles, que causan destrozo espiritual tanto más funesto cuanto es menos conocido».
Por ese motivo añade que el silencio exterior debe ir acompañado del silencio
interior, olvidándose de lo criado para acordarse de Dios y de su santa presencia, pues
ésta ha de ser la ocupación interior del alma.
II.226.B: «Adheríos universalmente a todo lo que se refiere a la fe; huid de las
novedades, seguid la tradición de la Iglesia, no recibáis sino lo que ella recibe,
condenad lo que ella condena, aprobad lo que ella aprueba, bien sea por los concilios
o por los soberanos pontífices, tributadle en todo pronta obediencia».
II.232.B: «Acordaos siempre de estas palabras: El justo vive de fe. Sea vuestro
primer cuidado conduciros por espíritu de fe y no por capricho, antojo o humor; ni por
inclinación, ni por seguir la costumbre de los hombres y del mundo, ni aun por la sola
razón, sino por la fe y por la palabra de Jesucristo, haciendo de ella la norma de
vuestra conducta.
Que vuestra fe —añade— obre por la caridad y os mueva al desprendimiento de
todo, es decir, que procuréis con sumo cuidado estar siempre dispuestos a perderlo
todo antes que a Dios; a dejarlo todo antes que su santa voluntad conocida, y a
sacrificarlo todo, honra, salud y vida, por la gloria e intereses de Dios, imitando a
Jesucristo».
II.232.D: «El primer efecto de la fe —decía— es aficionarnos fuertemente al
conocimiento, amor e imitación de Jesucristo, y a la unión con Él; al conocimiento,
pues en esto consiste la vida eterna; al amor, puesto que el que no le ama es anatema; a
la imitación, porque los predestinados deben hacerse conformes a Él; a la unión,
porque somos, respecto de Jesucristo, como los sarmientos, que se secan luego
cuando se les separa de la cepa».
II.443.A: «Ninguna virtud necesitáis tanto —dice — como la obediencia, por ser
virtud esencial a vuestro estado y la única capaz de sosteneros en él, y porque, aun
cuando poseyerais todas las demás virtudes sin ésta, no tendrían más que la
apariencia exterior de virtud, pues la obediencia es la que da a las demás virtudes de
una persona que vive en Comunidad la forma que les es propia».
II.329.B: «Para adquirir perfecta regularidad —dice en otra parte— hay que mirar
las prácticas de Comunidad, no por lo que aparecen por de fuera, sino que se las debe
considerar con relación a la voluntad de Dios, que es la misma en todas, cualesquiera
que sean» (Colección, art. de la Regularidad).
II.460.B: El santo varón tenía declarada guerra cruel a sus sentidos, porque según
dice en las instrucciones a sus discípulos: «Los sentidos son las puertas por donde
584 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
ordinariamente entra el pecado en nuestra alma; por eso se aplicaron tanto los santos a
mortificarlos, para caer más difícilmente en pecado. Debéis velar tanto sobre vuestros
sentidos que, en lo que les concierne, los apartéis aun de toda apariencia de mal, como
dice San Pablo. Importa también sobremanera que no los pongáis indiferentemente
en todos los objetos que se os ofrecen, y que os acostumbréis a no usar de ellos sin
reflexión, porque si no, contraeríais el hábito de contentar vuestra sensualidad, de lo
que luego os costaría mucho corregiros. El uso de los sentidos es necesario a los
hombres, pero como es tan fácil abusar de ellos, y con tal abuso incurrir en graves
desórdenes, no les es menos necesario mortificarlos. Lo que debe animaros a la
mortificación de los sentidos es el considerar que, cuanto más los mortifiquéis, tanto
más disfrutaréis de paz interior y gozaréis de la presencia de Dios. Otro motivo que os
excitará a soportar gustosos la dificultad que experimentéis en mortificar vuestros
sentidos será pensar a menudo que muchos han sido castigados severamente por
haberse entregado a los placeres de los sentidos, en ocasiones que parecían de poca
importancia. Tal fue el castigo de la mujer de Lot, por haber vuelto la vista atrás para
ver las ciudades de Sodoma y Gomorra, consumidas por el fuego del cielo. Ofreced a
Dios de cuando en cuando un acto de mortificación de alguno de vuestros sentidos,
que, haciéndoos morir insensiblemente a vosotros mismos, sea un sacrificio casi
continuo, que os sirva para tributar a Dios vuestros homenajes, y se eleve hacia Él
como agradable incienso en olor de suavidad».
II.459.B: «Adorad a Nuestro Señor Jesucristo en su estado de víctima; sea vuestro
principal cuidado revestiros, por Él, del espíritu de penitencia; pedidle a menudo el
corazón y las disposiciones de un verdadero penitente; penetraos de la fuerza y virtud
de estas prácticas.
1. En primer lugar, a ejemplo de Jesucristo, que se hizo hombre, víctima de
propiciación por el pecado, debe el penitente tener siempre delante de sí su pecado, y
esto ha de ser el fundamento de todos los demás deberes que, a causa de sus pecados,
tiene para con Dios. Delante de mí tengo siempre mi pecado, decía David. El pecador
debe llevar perpetua confusión por causa de su pecado, en su rostro y delante de Dios,
así como Nuestro Señor se presentó delante de su Padre lleno de vergüenza por
nuestras ofensas, según lo dijo el Profeta: Cubrió la vergüenza mi rostro. En segundo
lugar delante de todos, sintiendo confusión al verse entre los siervos de Dios, cargado
de crímenes y llevando sobre sí el horrible y vergonzoso peso de sus propios pecados;
ocultándose por esta razón en la soledad, en cuanto le fuere posible, y permaneciendo
siempre en ella en espíritu. En tercer lugar, también debe tener esta confusión
respecto de sí mismo, no pudiendo sufrirse ni soportarse por causa de esa vergüenza y
pesar, a ejemplo de Job cuando decía: Me he hecho pesado a mí mismo. Conservad, si
es posible, continuamente en el corazón la vergüenza, dolor y detestación de vuestros
crímenes, en unión con Jesucristo, que vivió en sacrificio perpetuo de corazón
verdaderamente contrito por los pecados del mundo. A vista de tantos crímenes,
someteos a menudo interiormente a la justicia infinita, eterna y omnipotente de Dios,
para sobrellevar los efectos de su venganza y cuantos castigos tenga a bien enviaros
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 585
4. Por el contrario, que vuestro gozo sea el sufrir humildemente los desprecios y
repulsas de que fuereis objeto como cosa justísima: cuando podáis escoger, tomad
siempre lo peor. En las conversaciones y en los recreos, no os apresuréis a hablar, y
hablad con sencillez, sin emplear palabras rebuscadas o afectadas, sin desaprobar lo
que dicen los demás, sin interrumpirlos.
5. En fin, cuando fuereis reprendidos o amonestados por vuestras faltas, no os
justifiquéis, a no ser que vuestro Superior os ordene decir la verdad. Considerad a
menudo lo que podéis por vosotros mismos y lo que hicisteis cuando Dios os dejó a
vuestras fuerzas; miraos como capaces únicamente de perderos y temed hasta por las
obras que os parecen las mejores».
II.401.AB: «Amad la pobreza —dice a sus hijos en los escritos que ha dejado—
como Jesucristo la amó, y como el medio más propio que podáis tomar para adelantar
en la perfección. Estad siempre dispuestos a mendigar si la Providencia lo quiere, y a
morir en la última miseria. Nada poseáis, de nada dispongáis, ni siquiera de vosotros
mismos; en fin, aspirad siempre al desprendimiento y falta de las cosas, para haceros
semejantes a Jesucristo, que, por amor nuestro, careció de todo durante su vida. Ésta
fue también la práctica de todos los santos que se retiraron del mundo y trabajaron en
la salvación de las almas, como los Apóstoles y otros. Imitadlos despreciando las
cosas temporales, ya que vuestro estado y empleo es semejante al suyo. No tengáis
nada propio, antes considerad cuanto tenéis como perteneciendo en común a todos
vuestros hermanos, dándolo, cediéndolo y dejándolo sin dificultad. Privaos en cuanto
podáis no sólo de lo superfluo, sino aun de cosas útiles y necesarias, y alegraos
cuando de algo carecéis».
II.466.B: «Esta virtud —dice nuestro santo sacerdote (Colección: De la
paciencia)— dispone el corazón a sufrir en general todos los males de espíritu y de
cuerpo por amor de Dios y a imitación de Jesucristo; estimad mucho esta virtud y
practicadla a menudo, entregándoos del todo a Dios para sufrir las cosas más
desagradables. 1. Admitiéndolas y aceptándolas por sumisión a la voluntad de Dios,
cuando se presentan al pensamiento. 2. Recibiéndolas con paciencia y humildad y sin
quejarse cuando os sobrevengan. 3. En silencio y sin darlas a conocer a nadie. 4. Con
estimación, mirándolas como verdaderos bienes. 5. Con deseo, gozo y
agradecimiento...».
II. 486.DE-487.A: «Sería —les decía— mucho abuso y gran desorden en vuestra
alma el que la frecuencia de comuniones disminuyera su fervor. Por el contrario, nada
dispone mejor a la comunión siguiente que la anterior; y si no resistimos a la gracia
que el divino Sacramento comunica, éste nos harta sin quitarnos el hambre y deseo de
comulgar, así como la gloria de tal manera satisface a los bienaventurados, que jamás
pierden el deseo de ver a Dios, y después de haberle contemplado un millón de años,
tanto desean verle como si acabaran de entrar en el cielo. ¿Son éstos los deseos que
sentís de recibir la sagrada comunión? Es consejo muy provechoso traer a la
memoria, al tiempo de comulgar y en la acción de gracias, aquellas cosas en que de
ordinario halla uno mayor dificultad en el servicio de Dios y amonestarse en esta
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 587
forma. Pues bien, he aquí a tu Dios, que se da todo a ti, ¿no quieres tú entregarte todo a
Él? Y puesto que no depende más que de tal dificultad, ¿no quieres vencerla por amor
suyo? Y por el respeto que le tienes, ¿no querrás darle eso? ¡Sin duda no te atreverás a
rehusárselo! De este modo hay que excitarse y determinarse suavemente a vencerse.
Considerad bien que no hay en toda la vida tiempo más precioso que el de la
sagrada comunión y el que la sigue, durante el cual tenéis la dicha de tratar cara a cara
e íntimamente con Jesucristo. Pero si bien lo pensáis, reconoceréis no haber sacado el
fruto que debíais de estas sagradas comunicaciones. Averiguad la causa de ello. ¿No
será, acaso, porque queréis hablar siempre, y no escucháis a Nuestro Señor, que
también quisiera haceros oír su voz? ¿No será, tal vez, por ser negligente durante ese
tiempo? ¿Os entregáis a Jesucristo para conformaros con todos sus designios sobre
vosotros, y para cumplirlos? No debierais preocuparos tanto en buscar cada día
nuevos pensamientos para comulgar bien, porque los mejores son los más sencillos y
comunes, pues nada tan conmovedor y poderoso para uniros interiormente con Dios,
como el considerar las enseñanzas más comunes de la fe acerca de este divino
sacramento».
REGLAS COMUNES
II.136.B: Fue entonces cuando compuso los capítulos de la modestia y del buen
gobierno, tomados en parte de las Reglas y Constituciones de San Ignacio, que añadió
al Instituto de los Hermanos con especial habilidad; igualmente compuso el de la
Regularidad y algunos otros asuntos que todavía no estaban en las Reglas.
II. 323.CD: (Modificado) cuidó de hacerles notar que los reglamentos de menos
monta observados por amor de Dios son, a los ojos de su divina Majestad, de mucho
mérito, y que aun cuando no obligaran so pena de pecado, apenas si se quebrantan sin
pecado; porque, según la doctrina de los maestros de la vida espiritual, y hasta de los
principales teólogos, esa falta de fidelidad, si es deliberada y voluntaria, proviene,
como de principio, de la pereza, de la flojedad, de la curiosidad, del apego a su propio
parecer o de cualquier otro vicio. Se esforzaba en convencerles de que el sacrificio de
la obediencia perfecta y entera a todas las Reglas no sería tan heroico si la
importancia de cada una de ellas fuese visible y manifiesta; pero, con todo, nada era
más verdadero que unas prácticas sencillas en apariencia les conducirían a elevada
perfección, si se movían a observarlas con fidelidad por el deseo de agradar a Dios y
por este solo principio.
II.361.A: No permite que nadie, bajo ningún pretexto, reciba la tonsura, ni siquiera
lleve sobrepelliz, ni cante con los clérigos en la iglesia.
Re 89; Ca 59: Estableció, incluso, un reglamento por el cual se les prohibía aspirar
a él, [y establecía] no admitir nunca sacerdotes entre ellos.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 589
«Por tanto, su primero y principal cuidado respecto al exterior será hacer que
resplandezca en ellos la castidad sobre todas las virtudes. Para conservar esta virtud
con todo el esmero que requiere observarán dos cosas: 1. Estarán muy sobre sí para
guardar sobriedad en la bebida y en la comida y sobre todo en el vino, enemigo de la
castidad, y cuidarán de aguarlo mucho. 2. Manifestarán mucho pudor en todo. El
primer vestido que se pongan al levantarse y el último que se quiten al acostarse será
la sotana. Cuando hablen con personas de otro sexo, se mantendrán siempre a algunos
pasos de distancia y nunca las mirarán fijamente. No les hablarán nunca sino con
muchísima reserva y de modo muy ajeno de la menor libertad o familiaridad, y
procurarán terminar con las mismas en pocas palabras».
II.446.C: En segundo lugar, su obediencia a la Iglesia y a los superiores
eclesiásticos no tuvo límites. La tenía profundamente grabada en el corazón, y da
principio al capítulo de la Regla que trata de la obediencia con estas palabras: «Los
Hermanos se aplicarán con esmero, y ante todas las cosas, a hacerse perfectamente
obedientes a nuestro Santísimo Padre el Papa, a todas las disposiciones de la Iglesia y
a sus superiores» (Regla, cap. XXI).
II.441.B: Para esto, en el Capítulo XXI de la Regla, recomienda a sus discípulos
«que sean muy exactos en dejarlo todo a la primera señal del Hermano Director,
considerando que Dios mismo es quien los llama y les manda; que no hagan cosa
alguna sin permiso, por pequeña o poco importante que parezca, para que puedan
tener la seguridad de cumplir en todo la voluntad de Dios».
II.441.C: Exige de los Hermanos «que no entren en ningún lugar sino en aquel en
que está entonces la Comunidad, ni salgan de casa, ni aun siquiera del sitio en que se
hallen, sin permiso; que no lean libro ni papel alguno ni copien nada sin permiso, sin
exceptuar los libros espirituales, para cuya elección y lectura lo necesitan también»;
esta ley se extiende a todas las necesidades y achaques corporales.
II.309.E-310.A: He aquí el capítulo XXIII de su Regla sobre la modestia:
«Puede decirse en general que los Hermanos deben mostrar en todas sus acciones
exteriores gran modestia y humildad, unidas juntamente con la sabiduría que requiere
su profesión. Mas para guardar la modestia que les conviene observarán las
prescripciones siguientes:
— Llevarán siempre la cabeza derecha, inclinándola un poco hacia delante; no la
volverán atrás ni de un lado a otro. El recogimiento será de tanta importancia para los
Hermanos que lo mirarán como uno de los principales sostenes de la sociedad, y la
disipación de los ojos como origen de toda clase de desórdenes en una Comunidad.
Para adquirirlo tendrán de ordinario los ojos bajos, sin alzarlos excesivamente ni
volverlos de un lado a otro.
— Andarán pausadamente y en silencio, guardando gran recato en los ojos y en
todo el exterior, no balanceando los brazos, y evitando la demasiada precipitación, a
no ser que alguna necesidad les obligue a apresurarse.
594 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
— Procurarán que sus gestos y todos los movimientos de su cuerpo sean tales que
puedan dar edificación a todos.
— Finalmente, tendrán siempre los hábitos limpios y aseados y los llevarán con la
decencia y modestia propias de una persona de su profesión».
I.309.CD: El señor De La Salle pensó que este punto era de tanta importancia que
le llevó incluso a prohibir el deseo de estudiar latín, y a mandar que no lo usaran
aquellos que lo supieran, bajo ningún pretexto, para ponerlos a todos al mismo nivel y
para mantenerlos a todos en el espíritu de sencillez y de simplicidad que debe
caracterizar su estado. Esta regla es la guardiana de las demás y el baluarte que las
defiende.
I.378.A: Además es un artículo de sus Constituciones que no aprenderán la lengua
latina, o no harán uso de ella.
RE 89; Ca 59: Les prescribió, además, renunciar en lo sucesivo al estudio de la
lengua latina, sin permitir utilizarla, bajo cualquier pretexto, a quienes la hubieran
aprendido. Esta norma, que constituye uno de los principales artículos de su Regla, y
que se observa religiosamente entre ellos [...].
II.493.D: Quizá, para imitar a este gran santo (San Ignacio), estableció en su
Instituto la piadosa costumbre de decir al fin de todos los actos de comunidad estas
santas palabras: ¡Viva Jesús en nuestros corazones!... ¡Por siempre!..., lo cual es
como el santo y seña entre los Hermanos.
II.491.CD: En las fiestas de la Virgen Santísima hacía durar los maitines de tres
lecciones y los laudes cinco cuartos de hora enteros. Había mandado además en las
Reglas que se rezase de pie este oficio parvo. Las otras horas se salmodiaban con
igual lentitud. De modo que desde las cuatro y media de la mañana hasta las doce
permanecían en la capilla en ayunas y casi siempre de rodillas: todo este tiempo se
invertía en oración, o en oír la santa misa, o de pie salmodiando el oficio. Cuando se
hallaba al frente de los Hermanos, ninguno parecía aburrirse, animados como estaban
todos a imitación de su santo Fundador, de celo y fervor en honra de la Virgen
Santísima. Por la noche, antes de la cena, hacía a los Hermanos una ferviente
exhortación de media hora sobre la fiesta de aquel día.
cristiana y las máximas del Evangelio. Hay que confesar, no obstante, que ésta es la
obrita más cuidada entre todas las que el santo sacerdote escribió.
Re 183-184; Ca 112: El tercer libro que compuso es el titulado Reglas de cortesía
y urbanidad cristiana, donde la explica por medio de pruebas y ejemplos sacados de
la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. Es la obra que trabajó con mayor
cuidado. Fue recibida por el público con tanto éxito que desde entonces ha sido
necesario hacer numerosas ediciones.
Bd 72: Como él mismo dice en el libro que escribió de las reglas de urbanidad civil
y cristiana, el hambre hace que se encuentre todo sabroso.
II.227.BC: «En lo que principalmente debéis trabajar —repite en varios escritos
dirigidos a los Hermanos— es en ser cada día mejores y en dirigir todos vuestros
conocimientos a cumplir bien con vuestras obligaciones y haceros cada día más
virtuosos», y en cuanto a lo demás, decía siempre: «Creo todo cuanto la Iglesia
enseña, y me someto a lo que ella decida por boca del Papa y de la mayor parte de los
obispos unidos a él».
Diversas memorias
I.326.A: Con estas palabras termina la memoria con la cual hemos trabajado hasta
ahora, desde el comienzo de este segundo libro, lo cual ha dejado por escrito en una
Memoria que se encontró después de su muerte...Usted tiene todavía una Memoria, y
puede mostrarla a esos Hermanos que están molestos.
Bd 22-23: Nuestro siervo de Dios lo ha relatado él mismo, en resumen, en un
manuscrito que se encontró, escrito de su propia mano, y que tuvo escondido durante
más de veinte años, y que felizmente se descubrió... De este manuscrito sacaremos
todo lo que vamos a decir hasta el año catorce de su institución, pues este escrito no va
más allá. Añadiremos solamente lo que su humildad le forzó a dejar en silencio.
1.o una dirección externa:
I.167.D: «Yo me había figurado —dice en una memoria escrita de su mano para
aleccionar a los Hermanos— por qué caminos la divina Providencia había dado
nacimiento a su Instituto, que la dirección que yo tomaba de las escuelas y de los
maestros sería solamente una dirección externa, que no me comprometería respecto
de ellos a nada más, sino a proveer a su sustento y a cuidar de que cumplieran su
empleo con piedad y aplicación».
Bd 34: Pues aunque se hubiera hecho cargo de los maestros recientemente
establecidos en la ciudad de Reims, con sus cuidados y buenos consejos, él se
596 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
figuraba —así lo dice él mismo— que la dirección que tomaba de las escuelas y de los
maestros sería solamente una guía externa, que no le comprometería a nada respecto
de ellos, sino sólo a cuidarlos, visitándolos en algunas ocasiones, para que se
aplicasen a su empleo con piedad, y cuidar de que tuvieran lo necesario para poder
subsistir.
estado de estos maestros, que eran muy simples, y le hubiera resultado, por
consiguiente, una penitencia insoportable pensar que debía permanecer y convivir
con ellos; [y] esto le hizo sufrir mucho al inicio, cuando les hizo ir a su casa, lo que
ocurrió dos años después.
Bd 33: Pero, para comprender mejor el proceder de la divina Providencia con él,
escuchémosle hablar a él mismo: «Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y
suavidad, y que no acostumbra a forzar la inclinación de los hombres, queriendo
comprometerme a que tomara por entero el cuidado de las escuelas, lo hizo de manera
totalmente imperceptible y en mucho tiempo; de modo que un compromiso me
llevaba a otro, sin haberlo previsto en los comienzos».
Re 13-14; Ca 10: De este modo, Dios le hacía probar sus fuerzas para ponerle, sin
que él se diera cuenta, en situación de emprender la fundación de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, que constituyó el objeto principal de sus trabajos durante el resto
de su vida. Se vio encargado de éste por caminos tan simples e imprevistos que no
puede uno dejar de admirar el dedo de Dios, que guiaba sus pasos. Él mismo quedó
sorprendido por ello, hasta maravillarse, como se advierte en una carta que escribió
más tarde a una persona piadosa que le consultó sobre los medios que había utilizado
para poner los primeros cimientos de su Instituto. «Dios —dice—, que gobierna todas
las cosas con prudencia y suavidad, y que no tiene costumbre de forzar la inclinación
de los hombres, queriendo comprometerme a que tomase el cuidado de las escuelas,
lo hizo de manera casi imperceptible y en breve tiempo, de manera que un
compromiso me conducía a otro, sin haberlo previsto al comienzo».
Bd 54: Por verse liberado de una función en la que se consideraba poco útil para la
Iglesia, a ejemplo de santo Domingo, como lo dice en una meditación que compuso
para la fiesta de este santo.
cual le confirmó aún más en la resolución que tenía de mantenerse firme en que el
hábito de los Hermanos de su Instituto conservara siempre su antigua forma.
Re 40; Ca 27: No quiso, por tanto, ceder a las razones de cortesía que se le
expusieron, y como le tacharon de testarudo y de suficiente, consideró que era justo
exponer por escrito las razones de su resistencia. Lo hizo de manera sólida y cristiana,
y de esa manera ganó para su opinión a quienes parecía que eran los más opuestos.
Oficio Divino en latín sí necesitan, realmente, saber leerlo muy bien; pero de cien
niñas que acuden a las escuelas gratuitas, ¿habrá apenas una que llegue a ser joven de
coro en un monasterio? De igual modo, de cien niños que asisten a las Escuelas de los
Hermanos, ¿cuántos hay que tengan que estudiar luego la lengua latina? Y aun
cuando hubiera varios, ¿se tendría que favorecerlos con perjuicio de los demás?
7. La experiencia enseña que aquellos y aquellas que acuden a las escuelas
cristianas no perseveran mucho tiempo en su asistencia; no acuden durante el tiempo
necesario para aprender a leer bien el latín y el francés. En cuanto tienen edad para
trabajar, se les retira; y ya no pueden volver, a causa de la necesidad de ganarse la
vida. Siendo así, si se comienza enseñándoles a leer en latín, los inconvenientes que
se siguen de ello son los siguientes: se retiran antes de haber aprendido a leer el
francés, o de saber hacerlo debidamente; cuando se retiran no saben leer el latín sino
imperfectamente, y en poco tiempo olvidan lo que sabían; de ello se sigue que nunca
saben leer, ni en latín ni en francés.
8. Y, en fin, el inconveniente más perjudicial es que casi nunca aprenden la
doctrina cristiana.
9. En efecto, cuando se comienza enseñando a los jóvenes a leer el francés, al
menos saben leerlo bien cuando dejan la escuela. Al saber leer bien, pueden instruirse
por sí mismos en la doctrina cristiana; pueden aprender en los catecismos impresos;
pueden santificar los domingos y fiestas con la lectura de libros buenos y con
oraciones bien compuestas en lengua francesa. Por el contrario, si al retirarse de las
escuelas cristianas y gratuitas no saben leer más que el latín, y de forma muy
imperfecta, permanecen toda su vida en la ignorancia de los deberes del cristianismo.
10. Finalmente, la experiencia enseña que casi todos aquellos y aquellas que no
entienden el latín, que no tienen estudios, ni usan la lengua latina, sobre todo las
personas corrientes, y con mucha más razón los pobres que acuden a las escuelas
cristianas, nunca llegan a saber leer bien el latín; y cuando lo leen, dan lástima a
quienes entienden esta lengua. Por lo tanto, es totalmente inútil dedicar mucho
tiempo para enseñar a leer debidamente una lengua a personas que nunca la han de
utilizar». (En el original hay un error en la numeración de párrafos).
amor propio herido, que pudiera molestar a sus adversarios y que les diera a entender
que estaba herido por los dardos de su cólera. Se contentó con exponer lo que era falso
en su calumnia, sin permitirse nada que pudiera herir a sus calumniadores. Lo más
fuerte que decía era que aprendía por experiencia cuánto debía temer la Iglesia de un
partido que se fortalecía cada día, y que preveía con dolor las llagas que de ella
recibiría la esposa de Jesucristo.
Re 229-230; Ca 131: El señor de La Salle, al verse atacado en su reputación, creyó
que era su deber defender su persona. Elaboró una respuesta en la cual, sin apartarse
de los límites de la moderación y de la caridad cristiana, deshacía la falsedad de las
acusaciones que se alegaban contra su gobierno.
Fórmulas de compromiso
Al día siguiente de los votos de 1694, el acta de elección del señor De La Salle
como superior:
I.347.E-348.AB: El prudente superior no quiso que su elección tuviera como
consecuencia que antes o después de su muerte se volviera a dar a un sacerdote la
calidad de superior de los Hermanos, y no quiso consentir en ella sino a condición de
que los doce firmaran el acta de su elección, y que a ella se añadiera la exclusión
formal de cualquier sacerdote, o de cualquier otro con órdenes sagradas, para
gobernar a los Hermanos. Con sumo gusto le contentaron en este punto, para tener el
placer de verle continuar, sin repugnancia, en su cargo de superior. Todos firmaron el
acta que sigue: «Los abajo firmantes, Nicolás Vuyard, Gabriel Drolin, etc., después
de habernos asociado con el señor Juan Bautista De La Salle, sacerdote, para tener
juntos las Escuelas gratuitas, por medio de los votos que hicimos en el día de ayer,
reconocemos que como consecuencia de tales votos, y de la asociación que hemos
contraído con ellos, hemos escogido como superior al señor Juan Bautista De La
Salle, a quien prometemos obedecer con total sumisión, lo mismo que a quienes nos
sean dados como superiores. También declaramos que queremos que la presente
elección no tenga ninguna consecuencia en el futuro. Y que nuestra intención es que
después del citado señor De La Salle, en el futuro y para siempre, no haya ninguno, ni
admitido entre nosotros ni escogido como superior, que sea sacerdote, o que haya
recibido las órdenes sagradas; que no tendremos ni admitiremos ningún superior que
no esté asociado, y que no haya hecho voto como nosotros y como todos los demás
que se nos asocien en el futuro. Hecho en Vaugirard, el 7 de junio de 1694».
Re 110; Ca 73: Luego pidió que se elaborara el acta de elección, en la cual tuvo
mucho cuidado de incluir que en lo sucesivo no se podría elegir sino a un Hermano
del Instituto como Superior general. Después de ello, fue a celebrar la misa.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 607
Las cartas
momento favorable de la Providencia, que sabe conducir todo a sus fines, como le
place. Escribió también al señor l’Espagnol, que cuidaba de la escuela de San
Sulpicio, y le decía que le aconsejaban que se quedara en Reims, y que no podía ir a
París.
Bd 57: Y para no hacer esperar más a quienes le esperaban en París, escribió al
señor l’Espagnol, a la sazón encargado de las escuelas de caridad de la parroquia de
San Sulpicio, para comunicarle que le aconsejaban que no fuera a París; y que por tal
motivo le rogaba que no tomase a mal el que no fuera.
Re 52; Ca 34: En consecuencia escribió al señor de La Barmondière que la
voluntad de Dios se oponía a que fuera tan pronto a crear su establecimiento, y que
todo lo que podía hacer un débil instrumento como él, era someterse a ella.
I.285.E-286.A: Al no tener seguridad sobre la decisión que debería tomar, dio una
respuesta ambigua, que reflejaba su indecisión.
Re 69-70; Ca 47: Al no tener seguridad sobre la decisión que debería tomar, dio
una respuestas ambigua, que reflejaba su indecisión.
I 286.B: El piadoso fundador escribió al maestro de las escuelas de San Sulpicio y
le decía que estaría satisfecho si el señor párroco aceptaba a dos Hermanos y a él con
ellos.
I.286.D: Por todo ello, el señor De La Salle deseaba recibir directamente del señor
párroco una respuesta positiva. Y para poder conseguirla respondió que su hermano,
que se disponía a ingresar en el seminario de San Sulpicio, hablaría del proyecto y
tomaría las medidas convenientes para resolverlo.
Re 70; Ca 47: Le escribió que hubiera deseado encontrarse en Reims cuando él se
había tomado la molestia de viajar para hablar con él, pero que aparte de este contratiempo,
sería satisfecho de inmediato si el señor párroco de San Sulpicio estaba de acuerdo
con que enviase dos Hermanos para compartir su trabajo y que él mismo estaba
dispuesto a llevarlos a París si el asunto se resolvía según sus deseos
A Mons. Deshayes sobre la escuela de Darnétal:
II.16.BC: El señor De La Salle, al considerar la ciudad de Ruán como el lugar de
origen de su sociedad, creyó que había que atenderla con generosidad y con entero
desinterés. Así, sin inquietarse por la alimentación y el vestido de sus hijos, concedió
todo lo que pedían, en la respuesta que dio al señor Deshayes. Pero les puso la
condición expresa de que aquellos que enviase a Darnétal se limitarían a desempeñar
la función de maestros de escuela, como se hacía en todos los demás lugares. Tomó
esta precaución porque temía que se quisiera obligar a los Hermanos a hacer lo que
tienen costumbre de realizar en los pueblos los maestros de la escuela, como cantar,
ponerse el roquete y ayudar al párroco en su ministerio, funciones todas ellas
prohibidas a los Hermanos por reglas esenciales.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 611
casi no sabe lo que tiene que hacer, ni lo que deben hacer los novicios —dice que ni él
ni los novicios saben cómo arreglarse.
No creo haber visto, a lo menos de muchos años acá, semejante noviciado en la
Comunidad; ¿y piensa con eso abrir nuevos establecimientos?
Hasta se quejan —añade— de que los novicios de Ruán no están muy penetrados
del espíritu de su estado, y no hacen caso de las cosas pequeñas.
Le suplico piense en remediar todo esto cuanto antes, pues ya sabe que la
estabilidad del Instituto depende de los novicios bien formados y bien regulares».
«Estoy —le dice— en estado de poder asistir a los actos principales como los
demás; podría dormir en el dormitorio común y comer con la Comunidad; le suplico
no se oponga a ello. Le esperamos inmediatamente, pues esta casa necesita de su
presencia. Quedo, carísimo Hermano, suyo en Nuestro Señor, etc». (Carta 4).
II.275.A: «Una idea me domina, y es que como hace tanto tiempo he dedicado tan
breve espacio a la oración, creo que me conviene emplear en ella mucho tiempo para
conocer la voluntad de Dios en las cosas que debo hacer. Por ahora lo que más me
conviene pedir en ella es que me dé a conocer lo que de mí quiere Dios, y que me
conceda la gracia de estar dispuesto siempre para hacer lo que de mí exija su santísima
voluntad». (Carta 5).
II.203.B: No conviene —decía en una de sus cartas al Rvdo. Hermano Bartolomé—
tener trato ninguno con esas personas; menos aún, depender de ellas.
II.450.A: «Ya sabe —le dice en una de sus cartas— que estoy siempre dispuesto a
obedecerle en todas las cosas: estoy actualmente en la sumisión, y no hice voto de
obediencia para hacer lo que se me antoje».
II.450.A: «Si se me mira —dice en otra carta— como unido a los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, parece que mi estado presente ha de ser de sumisión, sin dar un
paso, con respecto a ellos, como no sea por obediencia».
Al Hermano Ecónomo de San Yon:
II.264.AB: «Por ahí —dice — encontraréis el medio de atraeros el afecto de los
habitantes de una ciudad donde no sois amados; podréis sufrir un poco, pero esto no
durará. Por lo demás, estad seguros de que Dios os dará siempre las cosas necesarias
para la vida, si le servís bien».
A un director:
II.473.A: Que todo Director había de tener paciencia tan grande y virtud tan
probada, que estuviese siempre dispuesto a sufrirlo todo, sin demostrar ninguna pena
ni descontento.
II.312.B: «Suya es la culpa —le contestó—, ¿por qué no procura adquirir esa
igualdad de espíritu que le es tan necesaria? Sus Hermanos se quejan de que jamás se
le ve igual, y dicen comúnmente que se parece a las puertas de una cárcel».
614 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
II.410.D: Bien, pues, Hermano —escribía cierto día a uno de los antiguos—, ¿aún
está en ponerse bajo de mi dirección? Me encargaré con gusto de dirigirle, pero con
la condición de que me advertirá sin adularme: esto le pertenece, puesto que es el
más antiguo de nuestros Hermanos.
Exhortación a un Hermano:
II.313.E-314.AB: «La disipación y la curiosidad —le dice— son enorme mal en el
servicio de Dios. Trabaje, pues, Hermano mío, en restaurar su interior; bien sabe que
esto es lo principal y lo que conduce a Dios.
Sus ojos son los dos mayores enemigos que tiene: he aquí por qué debe vigilarlos
continuamente para no dejarles ver sino lo que la necesidad exige.
El mayor bien que puede procurarse es el recogimiento, y cuando lo haya
adquirido, podrá decir lo que Salomón dijo de la sabiduría: Que todos los bienes le
han venido con él.
La curiosidad es uno de los mayores impedimentos para conservar la piedad;
guárdese de ella y aplíquese sobre todo al recogimiento y a la presencia de Dios; es el
medio más seguro para hacerse hombre interior. Por amor de Dios trabaje en ello, ya
ve los males que la disipación le causa; conque refrene sus ojos y su lengua. Nada le
importe tanto como esta práctica; por este medio Dios le mirará con ojos benignos en
sus ejercicios, y le excitará a hacerlos bien tanto interior como exteriormente, que
Dios no pide sólo lo exterior de sus acciones, sino que se hagan con buenas
disposiciones interiores». (Carta 103).
II.314.B: «Se queja de que ha de combatir con un ejército de pensamientos
inútiles; si se aplicase bien a la presencia de Dios, no le sería tan fácil el tenerlos
inútiles».
II.472.D: «Cuide de no dejarse llevar de la impaciencia en el ejercicio de su
ministerio, pues de esa manera no obtendrá provecho alguno. Cuando se sienta
tentado de impaciencia, contenga el movimiento y espere que haya pasado para
obrar; y cuando se haya dejado llevar de alguna impaciencia como las que me señala
en su última, pida a su Hermano Director que le imponga alguna penitencia, pues éste
será remedio eficaz para enmendarse de un defecto de tan tristes consecuencias».
II.232.E: «El espíritu de fe —escribía a uno de ellos— es la participación del
espíritu de Dios que mora en nosotros, el cual nos mueve a gobernar nuestra vida y
arreglar nuestra conducta conforme a las máximas y sentimientos que la fe nos
enseña; de manera que en lo que principalmente se ha de ocupar ha de ser en adquirir
este espíritu a fin de servirse de él como de escudo en el cual se emboten los dardos
inflamados con que le acometa el enemigo» (Ef., VI, 16).
II.268.D: «No le dé cuidado lo porvenir —escribía a uno de ellos—; confíelo todo
a Dios, que cuidará de usted».
II.268.D: «Procure en medio de sus achaques entregarse totalmente en las manos
de Dios, pues a Él toca disponer de usted como le plazca; no se deje amilanar por las
penas e incomodidades, esta vida está llena de ellas; es preciso, mientras sea joven,
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 615
disponerse a aceptarlas de buen grado, y ayudarse como hasta aquí lo ha hecho, de las
máximas del Evangelio para recibirlas con provecho».
II.329.A: «Le suplico —dice a otro— que tenga mucha afición a la observancia
de sus Reglas, pues Nuestro Señor no le bendecirá sino en cuanto procure guardarlas
con exactitud; y si me pide un medio fácil para ello, le diré que debe mirar en ellas la
voluntad de Dios, y verá cómo entonces no se le hará difícil: en observancia, entre
todas las Reglas, la que con más empeño ha de guardar es la exactitud en no hacer
nada sin permiso: es de muchísima importancia» (Carta 108).
II.247.B: «Me pide, carísimo Hermano, la decisión sobre una dificultad, etc. No
puedo contestar otra cosa sobre el particular sino que, siendo los obispos los prelados
y yo un simple sacerdote, no soy juez en esta materia; al Papa y a los obispos es a
quienes hay que dirigirse para saber de ellos lo que piensan sobre lo que usted me
pregunta, y qué juicios forman de ello».
II.170.BC: «Le ruego por el amor de Dios, mi querido Hermano —escribía a uno
de los más antiguos, cuya confianza nunca pudo perder—, que en lo sucesivo no
piense en dirigirse a mí en modo alguno. Tiene usted sus superiores a quienes debe
comunicar sus asuntos espirituales y temporales. De ahora en adelante yo no quiero
pensar más que en prepararme a la muerte, que muy pronto me debe separar de todas
las criaturas, etc». (Carta 110).
Al señor Gense:
II.228.B: «He sabido con mucha satisfacción —le dice— el celo que despliega en
la defensa de la religión, tan turbada actualmente en este reino; permítame, señor, que
me una a usted para el mismo fin, pues Dios me ha dispensado la gracia de emplearme
en él hasta el presente. No dejaré de suplicarle con insistencia que se digne bendecir
su celo y darle feliz éxito, para que sea como infranqueable barrera contra las
maquinaciones con que el demonio intenta quitar la paz a la Iglesia en estos
desgraciados tiempos» (Carta 115).
II.413.E-414.A: «Permítame... añadir unas letras a la carta del Hermano
Bartolomé, Superior de los Hermanos, para suplicarle tenga a bien concederle el
favor que se ha atrevido a pedirle.
Estoy tan persuadido de su celo y de su afecto a los Hermanos, que creo
firmemente no era necesaria mi intervención y que su carta le habría bastado, puesto
que conozco su buen corazón.
Sin embargo, tengo tanto gusto y complacencia en aprovechar la ocasión que se me
presenta para renovarle mis humildes afectos y el alto concepto en que le tengo, que
me atrevo a suplicarle se sirva aceptar estas cuatro líneas como testimonio del
profundísimo respeto que le profesa su muy humilde y obediente servidor, De la
Salle, pobre Sacerdote».
616 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
que el mal aumenta, aumenta también su misericordia y se derrama sobre usted con
más abundancia. Él sabe cuán grande es su flaqueza, y que es preciso que su gracia
establezca y confirme en usted lo que su debilidad y flojedad pueden hacerle perder a
cada paso».
II.222.C: El santo Fundador estaba tan desprendido de su propio juicio y tan alerta
contra toda doctrina sospechosa, que suprimió en la oración diaria de los Hermanos
estas palabras: Protesto, Dios mío, de que, aun cuando no hubiese otra vida que
esperar después de ésta, no dejaría por eso de amaros, después de la observación que
le hizo un piadoso eclesiástico de que esas palabras olían a quietismo, o parecían
tener relación con las proposiciones contenidas en el libro de las Máximas de los
Santos.
A una religiosa fervorosa:
II.421.E-422: «Persuádase —le dice— de que la vida que profesa exige de usted
muy diferente humildad, distinta renuncia del mundo, de su espíritu y de sí misma del
que se exige a los demás; de modo que lo que en otras se podría tolerar, no debe
sufrirlo en usted en manera alguna. Al considerarse como un desecho del infierno,
póngase a los pies de todo el mundo y admírese de que la puedan sufrir y de que la
tierra la sostenga todavía. Pero mire cuán lejos está de pensar eso, avergüéncese de no
conocerse y pida a Nuestro Señor que grabe esa humildad en el fondo de su corazón.
En esto de humillarse, aborrecerse y reducirse a la nada, nunca hará demasiado, y éste
es el único medio de salvación que le queda. Si, pues, quiere adelantar mucho en esta
virtud, observe lo siguiente:
1.° De cualquiera parte que le venga la humillación, recíbala como cosa que le es
justamente debida.
2.° Aguarde las humillaciones, a no ser que le dé Dios particular impulso de ir a
buscarlas y le venga a la mano la ocasión.
3.° En lo que ha de mostrar afición particular, Hermana, es en lo que la humilla y se
opone a su natural inclinación. No hay mejor medio para destruir el orgullo del
corazón, como la práctica frecuente y diaria de las humillaciones. Si las desea y ama
para estar unida en todo con Nuestro Señor, le procurará muchas ocasiones, además
de las que encuentra ya por parte de su alma y de su índole. Si tiene hambre de esas
humillaciones y del apartamiento del mundo, lo conseguirá con la gracia de Nuestro
Señor.
4.° Mírese siempre por la parte en que tiene más motivos de humillación y
humíllese en todo y con todos. Humíllese cuando hace sufrir a los otros, considerando
que es lo único de que es capaz, y cuando vea que se zahieren sus acciones,
persuádase de que tienen razón.
5.° Es bueno que esté desacreditada, de esta manera será enemiga del mundo,
estará más alejada de él y a la vez más unida con Dios.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 621
6.° Cuando la reprendan por alguna falta que no haya cometido y cuando la
desprecien, dé las gracias con gran mansedumbre y humildad a las que se portaren así,
como si le hubiesen hecho favor muy singular, dando a entender que está dispuesta a
enmendarse. Ya sabe que no se le debe ningún respeto ni favor, ni siquiera
aprobación. Ni aun merece ser escuchada: sean éstos sus sentimientos.
7.° Póngase siempre en el último lugar y en el más incómodo de todos, a pesar de la
repugnancia que oponga su soberbia. Piense que siempre será para usted dicha muy
grande el que la traten como a sierva de las demás, y lo debería desear con empeño:
primero, para abatir su soberbia y vencer su flojedad, y en fin, a causa de sus pecados,
cuyo número y enormidad deben mantenerla a los pies de todo el mundo y en
particular a los de sus Hermanas. Cuando esté convencida de que no merece delante
de Dios más que desprecios, y no vea en las criaturas sino instrumentos de que se
valen su misericordia y su justicia, unas veces para elevarla, otras para abatirla, y se
penetre bien de que la divina Providencia sólo las emplea para salvarla y para su
gloria, poco la conmoverán todos los malos tratos.
8.° Colóquese siempre en su lugar; es decir, a los pies de los demonios, donde
tantas veces mereció estar, y a donde iría para siempre si Dios no la tuviese de la
mano, y, con esta mira, colóquese debajo de los pies de sus Hermanas, sin pretender
que deban tener con usted ninguna consideración, ni guardar miramiento alguno.
Crea que no hay ninguna que no la supere en virtud y en inteligencia. Pues nadie
muestra tener menos virtud y talento que el que arriesga la eternidad, como tantas
veces lo hizo. Si puede, Hermana mía, grabar esos sentimientos en su corazón y obrar
en conformidad con ellos, amar la abyección y los desprecios de las criaturas,
buscarlos y abrazarlos, como cosa que le es debida, creo que será medio eficaz, y tal
vez el único, para atraerse la misericordia del Señor» (Carta 123).
A una religiosa:
II.353-354: «Acuérdese sin cesar —le dice— que lo que ha de hacer es procurar
salvarse, pues está en el mundo para eso, y que el Salvador, que previó sus flaquezas,
quiso también morir para merecerle las gracias y los medios de trabajar útilmente en
ello. Es preciso, pues:
1.° Que renuncie al malhadado qué dirán, considerando que una pecadora como
usted no debe ya cuidar de su honra y de su reputación, que tiene perdidas delante de
Dios y de los santos, ni debe abrigar otros deseos que el de ser conocida por lo que es.
2.° Es necesario que aprenda a conocerse mejor de lo que se conoce, pues le digo
que no conoce ni la milésima parte de la enormidad de su vida; mientras se esté en esa
ceguera estará en la mentira, y por consiguiente alejada de Dios, que es la verdad,
etcétera.
3.° Suplico a Nuestro Señor que la haga humilde, pura y penitente. Son tres cosas
de que tiene igual necesidad. Pídaselas todos los días con lágrimas y suspiros, y sobre
todo desconfíe de sí misma poniendo toda su esperanza en Aquel que, según dice el
Profeta, puede sacar del estiércol al pobre para sentarlo con los príncipes de su reino.
622 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
4.° Aunque naturalmente tenga poca disposición para la virtud, Dios, sin embargo,
quiere depositarla en usted por su poder y amor.
5.° No sentirá mucha dificultad en darse a Dios, si tiene algo de generosidad;
espero que se la dará. Ánimo, hermana: un poco de deseo de padecer, y todo se le hará
fácil y suave.
6.° Considere que su estado es de Dios, en consecuencia, si se cansa de él, se opone
manifiestamente a su mandato. Bendígale todos los días por haberla llamado a la
participación de sus variados padecimientos y confúndase dolidamente de serle infiel
en ellos.
7.° ¿Acaso no es para usted el mayor de los negocios el entregarse enteramente a
Dios? Es, según me parece, la única cosa en que debe pensar.
8.° Si busca a Dios y no el consuelo, pondrá fácilmente su espíritu en paz.
9.° Algunas veces parece que Nuestro Señor duerme con respecto a nosotros, pero
después sabe despertarse y hacernos andar. No debemos ir más de prisa ni de modo
distinto del que quiere Él, y debemos descansar cuando Él lo desea.
10.° ¿Será aún indispensable, hermana, para mantenerse en el servicio de Dios que
le conceda ternuras y gustos sensibles? ¿No quiere ser suya por principio de solo su
amor? Échese en sus brazos; Él es su Padre y la guiará en los malos caminos, esto es,
en las tentaciones.
11.° Aun cuando se dirige a los hombres, no ha de esperar la salvación de ellos,
sino de Dios sólo; quizás por falta de ese sentimiento de fe, Dios no le da el socorro
cuando lo necesita.
12.° En fin, suplico a Nuestro Señor que le abra los ojos más y más, para conocer
por una parte la profundidad del abismo de donde salió y por otra la intimidad del
amor que la sacó de él, para que este doble conocimiento la obligue a corresponderle
con amor y fidelidad proporcionados a sus culpas y a sus beneficios. Así sea» (Carta
125).
II.289-290.A: «1.° Sea la oración mental para usted —le decía— frecuente
ejercicio, y en sus sequedades acuda a ella por consuelo, porque en ella se encuentra a
Dios con más pureza; permanezca en ella con fe y constancia en las sequedades y
oscuridades, aunque sea sin gusto, que no es malo este estado, antes es muy bueno
y apto para santificarse.
2.° La oración, hecha en la forma que le he dicho, la conducirá en poco tiempo y sin
más diligencia a la presencia de Dios.
3.° La oración es preferible a todo. Después de su Oficio divino, debe ser ella para
usted punto esencial de regla.
4.° La oración de padecimiento vale más que cualquiera otra, y, cuando Dios la
ponga en ella, debe considerarla como dicha muy grande para usted. No tome libro
por ese tiempo, no hace falta.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 623
5.° No se asuste por verse privada de Dios ni por las sequedades en la oración,
usted es la única causa de ello; renúnciese a sí misma, hágase violencia, sea fiel a lo
que la gracia le pide, y por indigna que sea de las caricias y de los favores del Esposo
de las almas, la colmará de ellas.
6.° Sea tanto más fiel a la oración cuanto más sienta por un lado, en lo íntimo de su
alma, que Dios la lleva a ella, y por otro, que el demonio pone todo el empeño posible
en desviarla de la misma.
7.° La oración debe ser su principal apoyo, no la deje nunca, a no ser que esté
enferma. Ella disipará las tinieblas y la ignorancia de su mente. Mire las cosas con la
lumbre de la fe; bástele estar en la presencia de Dios, que aun esto es demasiado para
usted; no se pare en los gustos sensibles; antes bien, témalos y no se fíe de ellos.
8.° Su oración, según la hace, es buena, siga con ella. Dios se encuentra en ella
y obra por usted, de modo que basta que renuncie alguna que otra vez con paz y
tranquilidad de corazón a todas las molestias y distracciones que siente en ello, y que
se entregue en lo demás a Nuestro Señor para que venga a vivir en usted y se haga
dueño de sus pasiones.
9.° Debe considerar el estado en que se encuentra en la oración como penitencia
que Dios le impone por sus pecados; no saldrá de él tan pronto, y es preciso que lo
sufra con paciencia y hasta con alegría; ¿acaso no le basta a una miserable criatura el
saber que está en la presencia de Dios? Esta reflexión convendría la hiciese de cuando
en cuando, bien sea entre día, bien sea durante la oración, para procurarse algo de
recogimiento interior y exterior.
10.° El estado en que, según me dice, está en la oración, no es ociosidad peligrosa,
como usted cree; con tal que tenga a Dios y vaya a Él, ¿qué cuidado le ha de dar de lo
demás? No necesita el Señor de sus esfuerzos. Es necesario evitar la ociosidad en la
oración, pero no conviene embrollarse con multitud de actos, basta que procure andar
en la presencia de Dios y con eso se da Dios por contento.
11.° En fin, una vez más acuda a la oración y persevere en ella delante de Dios en
estado de anonadamiento y de desprendimiento de todo cuanto no es Dios. Pídale con
sencillez de corazón el medio de salir del estado de miseria en que se halla. Si no
puede hacer oración, dígale a Dios que no puede y permanezca tranquila; Él no la
obligará a lo imposible; o bien dígale como los Apóstoles: Señor, enséñame a orar, y
después quédese anonadada delante de Él como inútil para todo, y ésta será su
oración» (Carta 126).
Sobre el silencio interior:
II.276.DE: «Esa clase de silencio —escribe el Sr. de la Salle a una persona
piadosa— ha de ser la herencia del alma verdaderamente solitaria y separada del
amor al mundo; debe permanecer en reposo y callada porque es un medio de elevarse
sin cesar sobre sí misma, y nada hay más peligroso para ella como dejarse arrancar de
esa conversación divina para rebajarse a hablar con los hombres».
624 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
A la misma persona:
II.233.AB: «En ese espíritu de fe —le dice en otra parte— en que la quiere Dios,
vivió la Santísima Virgen, por eso puede encomendarse seguramente a Ella,
suplicándole que la lleve a Dios por ese camino o por el que más le plazca» (Carta
131).
II.233.B: «Mírelo todo con los ojos de la fe. No debe dejarla por ningún motivo,
sea el que fuere. Un solo día en que viva con este espíritu le proporcionará más
recogimiento interior, más unión con Dios y más vigilancia sobre sí misma que un
mes de esas penitencias y austeridades hacia las cuales se siente tan inclinada.
Créame, no deja de experimentar sus efectos, aunque tal vez ahora no lo comprenda.
No me cansaré de repetirlo: cuanto mayor sea la pureza y simplicidad de fe con que
mire las cosas, tanto más pronto se sentirá animada de la sencillez de acción en que
Dios la quiere» (Carta 132).
A la misma persona:
II.233.C: «Me ha causado gran consuelo y viva alegría saber que ahora vive en paz
y animada del espíritu de fe. Con mucha razón dice que a la luz de ese espíritu se ven
las cosas muy de otra manera que miradas a la sola luz de la razón y consideradas en sí
mismas, sin pasar adelante» (Carta 133).
Lo mismo le digo yo. ¡Oh cuán feliz es! Dice que nunca había estado tan pobre;
mejor: jamás había tenido tantos medios de practicar la virtud como ahora. Podría
agregar a esto lo que un papa contestó a un jesuita que le exponía la extremada
pobreza de su casa, la cual, decía él, jamás había estado tan pobre. Tanto mejor —le
respondió—; cuanto más pobres seáis, tanto más virtuosos seréis. Las riquezas
estragan ordinariamente las costumbres de los buenos religiosos, y la estrecha
observancia del voto de pobreza es uno de los mayores bienes que se pueda
proporcionar a las casas religiosas».
Re 57; Ca 37: «Es verdad, le decía, que usted es pobre. Nuestro Señor lo fue,
aunque pudo ser rico. Usted tiene que imitar a este divino modelo, y sin embargo, me
parece que usted quisiera que no le faltara nada. ¡Vaya!, ¿quién no quisiera ser pobre
con esa condición? ¿No abandonarían sus riquezas los grandes y los poderosos de la
tierra para procurarse un beneficio que les hiciera más felices que a los mismos reyes?
Le suplico que recuerde que no vino a la Comunidad para disponer de todas las
comodidades, sino para abrazar el estado de pobreza con sus incomodidades. Usted
es pobre, dice, ¡cómo me gusta esa palabra! Pues decir que es pobre equivale a decir
que es feliz. Usted no ha sido nunca tan pobre, dice; tanto mejor, pues nunca ha tenido
tantos medios para practicar la virtud, etc».
II.443.BC: «Paréceme, carísimo Hermano, que debería ser más sumiso y rendido
de lo que es. No hemos venido a la religión para andar regateando en la obediencia.
No se han de poner condiciones, la sumisión ha de ser la regla de nuestra conducta.
Esté seguro de que Dios no le bendecirá si no se porta de esta manera. Por amor de
Dios, no formule jamás proposiciones semejantes a las que ha expuesto en su última,
pues no convienen a un obediente. Cierto que debemos confiar en la gracia de Dios;
pero en la religión puede decirse que las gracias van vinculadas a la obediencia. Pida,
pues, a Dios obediencia ciega; no hay cosa que le sea tan necesaria como ésta.
Escuche las inspiraciones, y no siga sus repugnancias ni huya de los trabajos, que no
consiste la sumisión en no sentir repugnancia, sino en vencerla cuando se siente. Me
alegro mucho de que sienta tanta inclinación a la virtud, pero la principal que ha de
practicar ha de ser la sumisión. Quedo en Nuestro Señor, etc.».
II.369.D: «Mucho me alegro —dice a uno de éstos— de que haya salido del
miserable estado en que ha vivido durante tanto tiempo, y de que reconozca el cambio
que Dios ha obrado en usted; le aseguro que experimento la mayor alegría cuando me
notifican que aquellos que están bajo mi dirección andan con ánimo por las sendas de
la justicia. Suplico a Dios, amadísimo Hermano, continúe lo que empezó en usted, y
le doy gracias por haberle infundido el amor de la santa virtud de mortificación. Y
puesto que ya conoce bien sus defectos, tales como su escasa obediencia y
observancia de las Reglas, le suplico piense delante de Dios en los medios de
enmendarlos; mucho me alegra la total entrega que hace de sí mismo en las manos de
Dios para que disponga de su persona según el divino beneplácito en todas las cosas».
II.443.DE: «Lo que conviene al Hermano es la obediencia; las penas que piensa
haberme ocasionado no me son de ningún modo sensibles por lo que a mí tocan, no
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 627
comunidad cuando algunos no las observan. Que piensen de nosotros lo que quieran;
mientras cumpla con su deber, no se preocupe en absoluto.
Considérese y actúe como lo haría una fervorosa novicia respecto de todas las
prácticas regulares. En adelante considere que las Reglas son para usted como la
explicación y la aplicación que le hacen a usted de cuanto contiene el Evangelio.
Obsérvelas del mismo modo. El espíritu de fe le permitirá ponerse en tales
sentimientos y en este proceder. Recuerde que quien descuida las cosas pequeñas
caerá en grandes faltas. Observe su regla y su reglamento diario, y haga de uno y de
otro lo esencial para usted; eso tendrá más valor que hacer milagros
A la misma religiosa:
II.444.B: «No atraerá las gracias de Nuestro Señor sobre usted sino obedeciendo y
sometiéndose a todo por amor de Dios».
II.444.BCD: 1.° Obedecerá uniéndose en espíritu y aun anonadándose en la
intención de Nuestro Señor, que reside en aquellos que hacen sus veces en la tierra,
para ejecutar la voluntad de Dios. Adore a menudo su divino Espíritu, por cuyos
movimientos ha de obrar y dejarse conducir.
2.° Sea fiel en pedir permiso para las menores exenciones, y no escuche en eso los
discursos de su entendimiento. La naturaleza nada pide con tanto empeño como el
sacudir el yugo de la sumisión. Le suplico, pues, que sea muy fiel en hacerlo así.
3.° Es natural hacer sin trabajo lo que parece bien mandado; pero el obedecer por
natural inclinación no es obediencia; el ejecutar sin discernimiento lo mandado,
aunque opuesto a nuestros gustos o inclinaciones, tal es la obediencia que Dios pide
de nosotros.
4.° Es menester obrar en la obediencia por espíritu de fe, para que sea pura. No
hemos de examinar las intenciones y motivos que tienen para mandarnos tal o cual
cosa, sino ahogar todos nuestros razonamientos y dificultades, haciendo las cosas
porque nos mandan; de este modo se ha de portar en adelante.
5.° Haga lo que tiene prescrito, y obedezca siempre ciegamente, por más repugnancia
y sentimiento que experimente en hacer lo que se le manda; no manifieste al superior
nada que le pueda inclinar a darle alguna orden contraria a la primera, a no ser que
esté de por medio la gloria de Dios, pues entonces puede proponer su parecer, sin
desear, con todo, que le sigan.
6.° Jamás resuelva nada por sí misma, pues es esto contrario a la obediencia y a la
dependencia que ha de haber en la religión; cuide de recibir órdenes de sus superiores
para todo lo que haya de hacer, y cuando le digan, prescriban o manden algo, acéptelo
y ejecútelo sin réplica, por ridículo que le parezca lo que le digan o manden hacer,
pues sepa que, en el punto en que se pare a discutir, ya no hay obediencia. ¡Donosa
abediencia la del que obedece en lo que quiere! No obre así, le suplico; no discuta ya
por nada, ni con nadie; todo es bueno a los ojos de Dios, cuando lo sazona la
obediencia. Ruégole, pues, que procure animarse de ese espíritu».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 633
Bd: 76: «No atraerá las gracias de Dios sobre usted sino obedeciendo y
sometiéndose en todo por amor de Dios. Obedezca con anonadamiento interior al
Espíritu de Nuestro Señor, que reside en quienes ocupan su lugar, para cumplir la
voluntad de Dios. Adore a menudo a este Espíritu, de acuerdo con cuyas mociones
debe usted actuar y dejarse guiar. Sea fiel en pedir permiso para las mínimas [cosas]
exenciones, y no escuche en eso los razonamientos de su espíritu. Nada pide la
naturaleza con más fuerza que sacudir el yugo de la sumisión. Es natural realizar sin
dificultad lo que se conforma con nuestro sentimiento y hacerlo sólo por inclinación;
eso no es obedecer. Pero cumplir lo que se nos manda sin enjuiciarlo, por muy
contrario que sea a nuestro sentimiento o a nuestras inclinaciones, ésa es la
obediencia. Hay que obrar por espíritu de fe, para que sea pura. Nunca hay que
examinar las miras y las razones que haya habido para mandarnos una cosa, sino que
hemos de sofocar todos nuestros razonamientos y dificultades; actuar sólo porque se
nos manda, he ahí cómo debe usted obrar en adelante. Ha de saber —continúa— que,
en cuanto uno quiere comenzar a buscar razones, ya no hay obediencia. ¡Hermosa
perfección amar sólo lo que gusta! No obre así, se lo ruego; no razone en nada, ni
respecto de nadie. Ante Dios, todo es bueno cuando lo sazona la obediencia».
En la diócesis de Boloña se corió el rumor de que el sñor De La Salle figuraba entre
los apelantes. Esto le dio ocasión paraa escribir esta carta:
II.224.CDE: «Ruán, a 28 de enero de 1719. No creo haber dado por mi parte
fundamento alguno al señor Deán para decir que soy del número de los apelantes;
nunca me pasó por el pensamiento tal cosa, ni pensé jamás abrazar la doctrina de los
apelantes al futuro Concilio; harto respeto me merece nuestro Santísimo Padre y
sobrada sumisión las decisiones de la Santa Sede para dejar de acatarlas. Quiero
conformarme en esto con San Jerónimo, quien, en una dificultad suscitada en el seno
de la Iglesia por los arrianos, que exigían de él que admitiese en Dios tres hipóstasis,
creyó deber consultar a la silla de San Pedro, sobre la cual sabía, según dijo, estaba
edificada la Iglesia, y dirigiéndose al Papa Dámaso, le manifestó que si Su Santidad le
mandaba reconocer en Dios tres hipóstasis, a pesar de los inconvenientes que en ello
encontraba él, no temería confesar las tres hipóstasis, por lo cual concluyó su carta
este santo, suplicando con insistencia a Su Santidad, por Jesucristo crucificado, que
es el Salvador del mundo, y por la Trinidad de las tres personas divinas en una misma
naturaleza, se sirviese autorizarle, por escrito, para confesar o negar en Dios tres
hipóstasis. El Sr. Deán no debe, pues, sorprenderse de que, conformándome con este
gran santo, tan ilustrado en cuanto a las cuestiones de religión atañe, baste que aquel
que hoy está sentado sobre la cátedra de San Pedro se haya declarado, por una bula
aceptada por casi todos los obispos del mundo, y haya condenado las ciento una
proposiciones sacadas del libro del Padre Quesnel, para que yo, después de una
decisión tan auténtica de la Iglesia, diga con San Agustín que la causa está terminada.
He aquí mi parecer y mi disposición sobre este punto, parecer y disposición que
nunca han sido diferentes, y que jamás cambiaré. Quedo, en Nuestro Señor, etc».
634 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
iban allí, a menudo, eclesiásticos o curas del campo, creerían fácilmente que era uno
de ellos, visto que llevaba cuello (rabat), cabellos cortos y hábito negro; y que por
otro lado, no le importaba lo que pudiera decirse; añadió que estaría tranquilo y
pasaría desconocido de todos, y que podía pasar unos ocho días; durante ese tiempo
se tomarían medidas para hacer triunfar su proyecto; después iría a Nuestra Señora de
Liesse, donde decía que tenía que ir; y, en fin, a su regreso podría comenzar las
escuelas.
Re 19; Ca 12: Estaba dispuesto a hacerlo, pero se le hizo entender las
consecuencias que podría tener. Se le explicó que había que temer que alguien
descubriera su intención, y de ahí, que se hiciera pública. Para prevenir los
inconvenientes, se determinó que se alojara en casa del señor de La Salle, quien
inmediatamente le ofreció su casa, lo cual aceptó con gratitud el señor Niel.
También lo que sigue podría ser de la Memoria de los comienzos.
I.163.E-164.A: Se discutieron los medios para llevar adelante el proyecto, y
después de maduro examen se convino que el camino que el señor De La Salle
proponía era el más seguro y el único posible. «El medio más adecuado, y tal vez el
único —había dicho—, para asegurar a las escuelas cristianas y gratuitas para niños
un feliz comienzo, es ponerlas a seguro de las dificultades, bajo la protección de un
párroco suficientemente celoso para encargarse de ellas, bien discreto para no
traicionar el secreto, y muy generoso para sostener la empresa. Como ellos tienen la
potestad de instruir a sus parroquianos y puesto que su título de pastor le autoriza a
asegurarles maestros capaces de enseñarles la doctrina cristiana, nadie tiene derecho
a impedirlo». El consejo pareció prudente y fue aplaudido.
Bd 26: Nuestro siervo de Dios, esclarecido por las luces del cielo, solucionó todos
los obstáculos, con la propuesta que hizo. «Me parece —dijo— que no hay mejor
medio para comenzar con seguridad estas escuelas que poner a los maestros que las
deben comenzar bajo la protección de un párroco que quiera encargarse, y manifestar
que él es quien los emplea en la instrucción de sus parroquianos; y [no habrá nadie
que pueda poner obstáculos]».
Ca 13: El señor de La Salle, que no perdía de vista esta empresa, ofreció una opinión
que le parecía la más adecuada. Consistía en poner las escuelas bajo la protección de
un párroco de la ciudad.
Re20: En fin, después de madura deliberación, se acordó seguir lo que propusiera el
señor de La Salle. Según éste, lo más conveniente era poner las escuelas bajo la
protección de algún párroco de la ciudad.
Elección del párroco que acogiera la escuela:
I.164.B: El asunto se sometió a deliberación, y la primera elección recayó en los
cuatro párrocos más reputados; ¿pero a cuál de ellos dar la preferencia? Era otra duda
más incómoda. Sin embargo, las luces del señor De La Salle en seguida permitieron
inclinarse a favor del párroco de San Mauricio, y los consultores determinaron darle
636 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
sus votos. «El párroco de San Sinforiano, el primero de los cuatro propuestos —dijo
nuestro piadoso canónigo—, sería la persona que buscamos si se llevara bien con los
superiores; pero, por desgracia, no es apreciado; por tanto no hay que pensar en él. El
segundo no es demasiado prudente; el tercero, sobrino y deudor del señor Oficial, a
quien debe todo lo que es, le está muy sumiso, y a la primera indicación de su
bienhechor y tío, despediría a los maestros de escuela; por eso, pues, no es el que
debamos escoger». Sin embargo, era éste por quien se inclinaba el padre Brétagne, y
quien se hubiera llevado su voto, si la razón dada por el señor De La Salle hubiera
podido ser contradicha. La elección recayó, pues, en el señor Dorigny, párroco de San
Mauricio.
Bd.27: Se propusieron cuatro que nuestro hombre de Dios, cuyos puntos de vista
eran admirables, examinó uno después [de otro; y dijo del primero que no era
estimado de sus superiores; respecto del segundo, que no se debía pensar en él,
porque no tenía suficiente celo; y del tercero, que era sobrino del señor oficial, a quien
debía cuanto era, y bastaría, sin duda, que su tío le dijera que despidiese a los maestros
para no poderle contradecir; aunque el reverendo padre Bretagne se inclinaba a su
favor, el resto de la asamblea convino fácilmente con todo lo que había dicho el señor
de La Salle, tanto del tercero como de los otros dos. Ellos creyeron que no debían
poner] los ojos sobre ningún otro distinto del señor párroco de San Mauricio.
I.164.E-165.A: El párroco de San Mauricio quedó agradablemente sorprendido de
la grata oferta que el señor De La Salle acudía a hacerle, de tener una escuela, de lo
que él ya había formado el propósito, y de la cual conseguiría obtener todos los
beneficios sin ningún gasto por su parte. «La única condición que se le pide en este
asunto —añadió el piadoso canónigo— es que usted aparezca como el autor de esta
escuela, y prestarle su nombre. Casi todos sus parroquianos son pobres, y usted les
debe una instrucción que ellos no se pueden procurar. Usted se la dará por medio del
señor Niel y de su joven compañero, que nosotros le presentaremos para que
desempeñen el oficio de maestros de escuela. Tómelos como suyos, y si la ocasión se
presenta, aparente haberles encomendado la tarea de instruir a sus parroquianos».
Aceptación del párroco Dorigny:
I.165.B: El señor De La Salle no dejó de aprovechar el ofrecimiento del párroco de
San Mauricio y le pidió que se contentase con cien escudos de pensión anual, que la
señora de Maillefer, a quien no se nombraba, debía proporcionar por los dos
maestros.
Bd 28: Se avino, asimismo, a alojar a estos maestros de escuela en su casa, lo cual
hacía el proyecto aún más seguro. Se creyó que se contentaría con los cien escudos de
pensión que la señora Maillefer proporcionaría anualmente a los dos maestros que
atenderían esta escuela, que fue felizmente puesta en marcha, gracias a los cuidados
del hombre de Dios.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 637
II.21.A: Se puede decir que los deseos del santo fundador se cumplieron en esta
ocasión, pues hacía más de doce años que anhelaba que sus Hermanos se hiciesen
cargo de las escuelas que había tenido el señor Niel. Incluso había asegurado, con
espíritu como profético, que ellas serían su herencia, y ahora veía con gozo que su
predicción se cumplía.
Inquietud de los maestros por el porvenir:
Bd 47: Después que los maestros comenzaron a vivir con el señor de La Salle,
hasta finales del año 1682, él notó que había varios que estaban tentados de no
continuar, porque, según ellos, no encontraban seguridad en su estado. Y como el
santo sacerdote trató de animarlos a que siguieran, persuadiéndolos de que se
abandonasen a Dios, que no les faltaría en la necesidad, ellos le replicaron que
pensaban que él podía hablar así muy a gusto, ya que cuando las escuelas se vinieran
abajo, él seguiría a salvo, pues contaba con su canonjía y con sus bienes, que le
proporcionarían todo lo necesario para vivir.
Re 41-42; Ca 28: «Hombres de poca fe —les dijo—, ¿es así como queréis señalar
límites a la Providencia de Dios? ¿No sabéis que Él no los pone a su bondad? Si Él
tiene cuidado, como dice Él mismo, de las hierbas y de los lirios del campo, si Él
alimenta con tanto cuidado a los pájaros y a los demás animales que hay sobre la
tierra, aunque no tienen bienes, ni rentas, ni bodegas, ni graneros, ¡con cuánta más
razón debéis esperar vosotros que Él tenga cuidado de vosotros, que os consagráis a
su servicio! No os inquietéis, pues, más por el fututo; Dios conoce vuestras
necesidades y no dejará de proveer abundantemente si le sois fieles».
si no las dotáis de fondos, ellas quedarán sin fondos. Os ruego que me deis a conocer
vuestra santa voluntad».
Cuando el arzobispo de Reims le ofrece patrocinar sus fundaciones:
Bd 83: Le expresó toda la gratitud posible, y le reconoció humildemente la
benevolencia que le manifestaba, pero se excusó, a causa de la promesa que había
hecho al señor párroco de San Sulpicio, de darle dos Hermanos para llevar las
escuelas de su parroquia, y la necesidad que tenía de acompañarlos.
Docilidad a su director espiritual:
Bd 60: Le dijo que si no era su voluntad, desconfiaría, y no lo haría; y que sólo se
desprendería en la medida en que él lo quisiera. Y añadió que si le decía que
conservase algo, lo haría [de] aunque le ordenase que no se reservase más que cinco
sueldos. Ésas son sus propias palabras.
I.219.1: «No me desprenderé de ellos si usted no lo quiere; me desharé de ellos en
la medida que usted lo quiera; si usted me dice que conserve alguna cosa, aunque no
sean más que cinco sueldos, los conservaré».
I.199.C: Él mismo confesó más de una vez a sus discípulos que cuando el infierno
se desencadenaba, más incluso que el mundo, le planteó tan furiosos ataques que él
personalmente no los hubiera podido afrontar si el brazo del Altísimo no hubiera
intervenido en su defensa.
I.200.D: Pues bien, respondió al demonio diciéndoselo a sí mismo, será cuestión
de ir a pedir limosna; y si es necesario, lo haremos.
ABANDONO DE LA CANONJÍA
I.136.C: En varias ocasiones, ha confesado que le parecía que una voz interior,
acomodada a la voz externa que salía de la boca de su obispo, le decía, igual que él,
que no estaba llamado a ser párroco
Re 8; Ca 7: Incluso, posteriormente, manifestó en varias ocasiones que en aquel
momento le pareció oír una voz interior que le decía que no estaba llamado a dirigir
una parroquia.
Bd 49: Desde entonces, sin embargo, siempre guardó el propósito de dejar su
beneficio, pues tampoco se creía llamado al estado de canónigo.
Bd 52: Y se quedó allí, inmóvil, durante varias horas, (sumido) en un abandono
total a la voluntad de Dios, y le rogó que respecto de su persona, hiciese su voluntad, y
no la suya.
Re 47; Ca 31-32: Entró en la catedral, y allí, postrado ante el Santísimo
Sacramento, pidió a Dios con renovado fervor las luces que necesitaba en ese
momento para conocer su voluntad, y la fuerza que le era necesaria para seguirla.
640 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Bd 50: Por segunda vez propuso a su director el deseo de dejar la canonjía, pero
éste no se lo permitió. Con todo, estos rechazos no lograron frenar a nuestro fervoroso
siervo de Dios, sino al contrario; siguió exponiendo a su director todas las razones
que podía para inclinarle a que se aviniera a su deseo.
Bd 52: Le propuso su designio de renunciar a su canonjía e ir a París; él le preguntó
si había consultado a alguien y le respondió que había consultado al señor Philbert, y
que se lo había aconsejado.
Re 48; Ca 31-32: El señor de La Salle aprovechó con habilidad esta pregunta para
darle cuenta exacta de todas sus gestiones, y añadió que el último a quien consultó fue
al señor Philbert, su vicario mayor, que estaba de acuerdo en que, en las
circunstancias en que él se hallaba, no debía dudar en desprenderse de su canonicato.
I.203.C: Monseñor le Tellier, ya casi ganado, se limitó a preguntarle si había
pedido consejo en un asunto de tanta importancia. El señor De La Salle le respondió
que lo había consultado, y que su plan había sido aprobado por el señor Philbert. En
ese momento, este canónigo estaba en el coro, y el prelado lo hizo llamar.
Bd 54: Cuando el señor de La Salle expuso al señor arzobispo el deseo que sentía
de dejar el beneficio, le dio también el nombre de una persona para sustituirlo. Esta
persona fue el señor Faubert.
Re 49; Ca 33: Confesó, incluso, que si hubiera encontrado a alguien más digno de
sucederle, hubiera recaído en él su dimisión.
I.205.CD: Si el santo varón lo hubiese podido prever, según le oyeron decir, no
hubiera ido a buscar al señor Faubert entre las últimas categorías de los sacerdotes,
donde hacía maravillas y vivía como digno discípulo de Jesucristo y un fervoroso
ministro de segundo rango, para hacerle ocupar su lugar entre los canónigos.
Bd 54: Pero como los honores cambian las costumbres, no continuó por mucho
tiempo sus predicaciones, y su fervor se enfrió poco a poco, lo que hizo decir al señor
de La Salle que si hubiera sabido el uso que iba a hacer, nunca le hubiera cedido su
[canonjía] beneficio.
I.204.D: Hizo decaer la petición con esta corta respuesta: me lo han aconsejado.
Re 48: Ca 32: Respondió sencillamente que había consultado a varios amigos y
no se lo habían aconsejado; y, además, que no pensaba que Dios le pidiese tal
preferencia.
Bd 55: A lo que él respondió que no se lo habían aconsejado.
I.209.A: «Si mi hermano —replicó— no fuera mi hermano, no tendría ninguna
dificultad para que entrase en mi elección, y para darle la preferencia por encima de
aquel a quien he designado, para satisfacer los deseos del señor arzobispo. ¿Pero
puedo y debo someterme a la voz de la naturaleza y a las solicitudes que la apoyan?».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 641
dejar que se ligasen con el voto simple y anual de obediencia, renovado cada año, el
cual les retendría tanto tiempo como durase su buena voluntad.
Con motivo de la segunda Asamblea:
Bd 74: Explicó a los Hermanos, con muy sólidas razones, en una exposición que
les hizo, la necesidad que sentía de que fuese un Hermano el superior del Instituto.
Re 64; Ca 42: Les expuso que, puesto que aumentaba suficientemente el número
[de Hermanos], se podía proceder a la elección de un superior; que él consideraba que
varios de ellos eran capaces de gobernarlos; que esto era importante para su bien
común, e incluso necesario; que procediesen a una elección libre, con la cual
nombrarían a aquel entre cuya manos depositarían el gobierno.
I.262-263: Les dijo que el número de las escuelas había aumentado; que entre ellos
había sujetos muy buenos, sensatos, prudentes, virtuosos y capaces de estar al frente
de ellos; que era importante que escogiesen a uno de entre ellos para ocupar su lugar,
pues el bien del Instituto exigía que fuese gobernado por uno de ellos...
En la asamblea de 1694:
I.343.C: Al instruirles a fondo sobre el mérito y la excelencia de los votos
perpetuos, les habló de las obligaciones y de los peligros. Les expuso con viveza que
estos lazos de perfección se convierten a menudo en trampas, en expresión de san
Pablo, en relación con el voto de castidad, en el que caen las almas presuntuosas o
imprudentes; que no a todos se les da hacerlos por vocación; que aquellos a quienes
no se les concede esta gracia los hacen para su propia desgracia; que más vale
volverse atrás por precaución que seguir adelante con temeridad en un paso tan
resbaladizo; que un retraso prudente para probarse a sí mismo y consultar la voluntad
de Dios no tiene ninguna consecuencia peligrosa; y que, por el contrario, la
precipitación en este asunto expone a diversos arrepentimientos, y a veces a horribles
sacrilegios, y al menos a pedir dispensas vergonzosas y odiosas.
Re 107-108; Ca 72: Luego les dirigió una exhortación donde les presentó la
importancia de la acción que iban a hacer. Les dijo que un compromiso para toda la
vida era un sacrificio muy agradable a Dios, cuando se apoyaba en una resolución
firme; que les había dejado plena libertad para pensar en ello y que confiaba que no lo
harían con ninguna mira humana.
Re 108; Ca 72: Añadió que desde que el número de Hermanos había aumentado,
estaba pensando en dejar el cargo de Superior del Instituto entre sus manos, que no le
convenía seguir más a su cabeza, que no era más que un pobre sacerdote, en quien no
debían poner su confianza, sino sólo en Dios que era su padre y su protector. Se
extendió sobre esta idea para mostrarles la necesidad en que estaban para otorgarle
esta satisfacción, y visto el bien que necesitaba el Instituto, que escogieran a uno de
entre ellos, a quien juzgasen capaz de cumplir tal cargo.
I.344-345: «que puesto que la Providencia los había unido por medio de votos
perpetuos, era prudente buscar medios para hacer más fuerte y sólida esta unión, de
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 643
modo que ni el mundo ni el demonio los pudieran alterar; que el primer medio era
poner su confianza sólo en Dios, recordando que quienes se apoyan en el hombre, se
apoyan sobre una caña frágil, que al romperse bajo la mano en que se sostiene, la
hiere, tal como dice la Escritura; que no deberían mirarle a él sino como a un pobre
sacerdote, sin recursos y sin poder para sostenerlos; que sería una locura contar sobre
un hombre mortal, y poner sus esperanzas en un poder humano; que no debían olvidar
que tres años antes había estado a las puertas de la muerte, y que en tres días podía
ocurrirle lo mismo, y que en tal caso, estarían forzados a elegir otro superior; que más
valía prevenir que esperar a que esto ocurriera para hacer esta elección por necesidad;
que razones muy importantes requerían que se apresurasen a hacerlo, y que el retraso
de esta cuestión, que podría durar hasta su muerte, conllevaría gravísimos inconvenientes
para su Sociedad».
A propósito de la petición de Hermanos para Chartres:
I.370.A: Con todo, el humilde superior, antes de prometer sujetos al señor obispo
de Chartres, quiso contar con el consentimiento de los Hermanos. En la asamblea que
celebró, les expuso la propuesta del ilustre prelado, y después de ponderar su
eminente piedad y el celo ardiente para la religión, les dejó que decidieran lo que
creyeran mejor.
Re 111-112; Ca 74: Reunió a los Hermanos y les propuso los planes del obispo de
Chartres y el deseo que tenía él de complacerle.
Por el cierre de las Escuelas Dominicales:
I.436.CD: Incluso escucharon con un corazón duro al siervo de Dios esbozarles el
triste estado en el que iban a ponerle con su deserción. «Saben ustedes, —les dijo—
cuánto interés tiene el señor de la Chétardie en la escuela dominical, y en las ciencias
que la sostienen. Ellas desaparecen si ustedes se retiran. ¿Cómo podré comunicarle la
triste noticia al señor párroco de San Sulpicio, tan santamente apasionado por este
tipo de escuela, que fue idea suya, y en la cual ha visto tantos frutos? ¿Qué van a
conseguir ustedes si dejan caer la escuela, si no es enterrar también las otras en sus
ruinas, y terminar de quitarme mi apoyo, y al mayor protector y bienhechor del
Instituto?».
I.437.DE: El señor De La Salle, muy apurado por este acuerdo unánime de sus
discípulos contra un plan que era tan útil, se contentó con responder que, sin entrar a
examinar las razones que podían apoyar su repugnancia, por una razón superior
debían hacer el sacrificio; que la obediencia, la desconfianza en sí mismos y la pureza
de intención les servirían de defensa contra aquel escollo, donde la débil virtud de los
dos primeros maestros de geometría y de dibujo se había hundido; que era necesario
sostener la escuela dominical cuyo fruto era sensible y abundante, y que estaba
seguro de que se hundiría si se dejaban de enseñar aquellas ciencias. En fin, les dijo
que no era él el dueño del proyecto, y que sabían muy bien que era el señor párroco de
San Sulpicio, de quien dependían, y cuya ayuda les era necesaria; que el señor
párroco tenía sumo interés en aquella obra, y que había que temer que su resistencia
644 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
pudiera ser castigada con su indiferencia y su abandono; que, por tanto, entre esos dos
peligros, había que evitar el mayor, que era enfrentarse con su bienhechor y protector.
Promulgación de la Bula Unigenitus
II.106.CDE: Esperó a que esta célebre Bula de Clemente XI, que condena las
ciento una proposiciones sacadas del libro titulado Reflexiones morales sobre el
Nuevo Testamento, estuviera revestida de todas las formalidades necesarias. Entonces
consideró como asunto de conciencia declararse y confesar de boca los sentimientos
de su corazón... Leyó a sus discípulos la célebre Bula Unigenitus, con la Instrucción
pastoral del clero. Insistió en cada una de las ciento una proposiciones, explicó su
sentido, mostró el veneno oculto o manifiesto, y señaló claramente el error y el
peligro.
Asamblea de 1717
II.132.BC: Reunió a los de Ruán y a los de San Yon, y les expuso la decisión que
había tomado de abandonar el cargo de superior y perder incluso el nombre, después
de haberse negado desde hacía tiempo a ejercer sus funciones. Les dijo que no
deberían oponerse a este plan, puesto que estaba ya en parte realizado; que al haberles
acostumbrado a prescindir de él, despojándose de su autoridad en favor de otro, les
había preparado para quitarle también el título; que era conveniente que mientras él
vivía, eligiesen a uno de los miembros de su cuerpo para colocarlo al frente y seguir
su gobierno; que no había mucho tiempo que perder, para prevenir los impedimentos
que su muerte podría acarrear a la ejecución de un asunto tan importante; y que
deberían adoptar todas las precauciones y todas las medidas adecuadas para que esta
elección fuese canónica y según todas las normas; y, en fin, les abrió su corazón y les
expuso los motivos de aprensión que sentía respecto del futuro.
II.132.D: El siervo de Dios les quitó estas dificultades y les prometió seguir
estando por completo a su disposición, y seguir siendo para con ellos lo que había
sido hasta entonces, llevarlos en su corazón, escucharlos, continuar sus servicios y
prestarles toda la asistencia que un buen padre debe a sus hijos.
Re 268; Ca 149: El señor de La Salle prometió que no les abandonaría mientras
viera que tenían necesidad de él, y que estaría siempre dispuesto a escucharlos y a
darles los consejos que necesitasen. Añadió que les rogaba que apresurasen el tiempo
de la elección, pues preveía que no viviría aún mucho tiempo, y que era de suma
importancia que se hiciera mientras vivía.
Re 271; Ca 150: Fue él quien abrió el retiro con un discurso de los más emotivos.
Tuvo cuidado de exponer en él las razones que había tenido al convocarlos, les
manifestó lo importante que eran para el bien general del Instituto que expresaran su
voto para darle un sucesor que pudiera mantener la regularidad, la paz y la unión que
reinaba entre ellos, que les exhortaba a despojarse de todo prejuicio para escoger una
persona digna de llenar un puesto que requería cualidades adecuadas para gobernar
con mansedumbre y al mismo tiempo con firmeza; les dijo, en fin, que debían rezar
mucho para alcanzar las luces del Espíritu Santo, que debía presidir su elección.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 645
II. 134.C: El señor De La Salle hizo la apertura con una plática fervorosa sobre la
importancia de guiarse bien en la acción que iban a realizar. Luego les propuso la
forma de proceder santamente en la asamblea, y para la elección de un superior. Él
mismo la había redactado, tomándola en parte de las Constituciones y Reglas de san
Ignacio. También había compuesto una oración en francés para invocar al Espíritu
Santo e implorar su asistencia, que les dejó para que se sirvieran de ella.
II.134-135: se retiró... después de haberles recomendado que dejasen al Espíritu
Santo presidir él mismo su asamblea, y que le suplicaran sin cesar que les mostrase
aquel que Él había elegido para superior. «Purificad —les decía— vuestras
intenciones y vuestros deseos... Proceded en esta elección como hicieron los Apóstoles.
Mantened vuestros corazones en entera indiferencia... Escogeréis ciertamente a aquel
a quien Dios mismo ha escogido, si buscáis un hombre que sea según su corazón, y no
según el vuestro; un hombre de gracia, y en quien actúe la gracia, y no un hombre de
vuestro gusto y que favorezca a la naturaleza.
Elección del Hermano Bartolomé
II.135.D: Hace mucho que ejerce las funciones, respondió.
Re 272; Ca 151: No pareció extrañado por esta elección y respondió: «Hacía ya
tiempo que estaba elegido».
II.124.A: Pues —decía— si pongo por escrito que la comunidad de los Hermanos
será dirigida por ***, se me echará encima el señor arzobispo de París; si digo que
estará sometida al gobierno del prelado, atraeré sobre mí y sobre los Hermanos la
persecución de estos señores».
Cuando los Hermanos respondieron por él:
II.124.E: ¡Oh Dios mío!, ¡qué carga tan pesada me habéis quitado del corazón!
mismos a quienes había formado en Jesucristo, que había querido con más ternura,
que había rodeado de solícitos cuidados y de quienes esperaba los mayores servicios,
se alzaron contra mí y añadieron a las cruces de fuera las domésticas, que fueron para
mí las más sensibles. En una palabra, si Dios no hubiese alargado la mano de modo
tan visible para sostener ese edificio, tiempo ha que estaría sepultado en sus mismas
ruinas. Los magistrados se unieron a nuestros enemigos, apoyando con su autoridad
los esfuerzos que éstos hacían para derribarnos. Como nuestro ministerio perjudicaba
aparentemente a los maestros de escuela, encontramos en cada uno de ellos un
enemigo declarado e irreconciliable, y reunidos todos en corporación se sirvieron
muchas veces de los poderes del siglo para destruirnos. Pero, sin embargo, a pesar de
tantos esfuerzos para derribar este edificio y de hallarse no pocas veces al borde
mismo de la ruina, la mano del Señor lo ha ido sosteniendo, y esto es para mí prenda
segura de que subsistirá, y que triunfando por fin de las personas, prestará a la Iglesia
los servicios que tiene derecho a esperar de él».
Al comprador de la Casa Grande:
II.3.E: Nadie se presentó para alquilarla. Entonces el señor De La Salle aprovechó
la ocasión de este retraso en el alquiler para pedir al nuevo propietario, que era
persona bondadosa, que les diera tiempo para buscar una casa apropiada para su
comunidad.
Búsqueda de una casa adecuada:
II.44.BD: El santo fundador fue a verla de incógnito, y dijo al Hermano que la
había encontrado que hiciera todo lo posible para conseguirla.
Traslado del Noviciado a Ruán:
Re 174; Ca 107: Se aventuró a hacer la propuesta al señor arzobispo y al señor
Primer Presidente, que se habían declarado sus protectores.
San Yon:
II.264.B: «Cierto día que yo trabajaba en la huerta de San Yon, con el intento de
plantar en ella vides, árboles y otras cosas, me lo prohibió; la razón que me dio fue
que, teniendo firme esperanza de que Dios pondría los Hermanos en posesión de
aquel sitio, el embellecerlo y mejorarlo era querer encarecerlo y tendríamos que
pagarlo después más caro».
Seminario de Maestros en Saint-Denis:
II.75.AB: Yo no sé por qué razón el señor De La Salle propuso al abate Clément,
después de la compra de la casa de Saint-Denis, que se uniera con el señor Desplaces,
que formaba en comunidad a buen número de eclesiásticos, dejándole entender que
en él encontraría a personas adecuadas para dirigir el seminario de maestros de
escuela para el campo, y a los niños que él proyectaba educar.
650 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
II.274.C: Me oculto por dos motivos: el primero, para llorar mis pecados, que me
acarrearon esa persecución; el segundo, para pedir a Dios por mis perseguidores y
quitarles con mi ausencia el objeto cuya presencia ocasiona sus faltas.
Re 232; Ca 132: Creyó que sus pecados eran la causa de todo ello. Dominado por
este pensamiento determinó alejarse y ceder a la tempestad hasta que pluguiese a
Dios amainarla; «persuadido —decía— de que mi ausencia podrá calmar la agitación
de mis enemigos e inspirarles pensamientos de paz hacia mis queridos hijos».
Re 233; Ca 133: Le dijo que estaba sorprendido de que todavía se pensara en él;
que se había esperado que, al dejar Marsella para retirarse a la soledad, los hombres se
habrían acostumbrado fácilmente a olvidarle por completo; que esta esperanza era su
alegría; y que habría deseado que los Hermanos le hubieran desconocido hasta el
punto de no informarse del lugar de su retiro; que encontraba allí tanto gusto que
estaba resuelto a mantenerse allí oculto y condenarse a un silencio perpetuo.
II.98.C: ¡Bendito sea Dios!, mi querido Hermano. ¿Pero por qué piensa usted en
dirigirse a mí? ¿No conoce mi insuficiencia para mandar a los demás? ¿Ignora que
varios Hermanos parece que no quieren saber nada de mí, y parece que se dijeron
para mí aquellas palabras del Evangelio: Nolumus hunc regnare super nos. No le
queremos más como superior? Y tienen razón, añadió, pues soy incapaz de serlo.
Re 234; Ca 133: «Dios sea bendito, mi querido Hermano. ¡Vaya! ¿Por qué piensa
usted en dirigirse a mí para esto? ¿No conoce usted mi incapacidad para mandar a los
otros? ¿No sabe que varios de entre ustedes no me quieren como superior? Y tienen
razón, pues soy incapaz».
II.105.B: El santo sacerdote le confesó que sentía un inmenso deseo de pasar el
resto de sus días en la soledad, que tanto atractivo tenía para él, y de no pensar sino en
Dios y en sí mismo.
Parmenia:
Re 246; Ca 139: El señor de La Salle [...] tuvo una larga conversación con ella, en
la cual le expuso las penas y dificultades que habían agitado su vida desde que había
emprendido la fundación de las Escuelas Cristianas.
Re 289: Les dijo que la víctima estaba preparada para ser inmolada, y que era
necesario trabajar en purificarla para hacerla agradable a Dios.
A su confesor, después de confesarse:
II.469.D: Padre, estoy tan débil, que he pedido a Dios que me mande la muerte.
A un seglar que estaba presente y le pidió un consejo:
II.173.D: Sólo a usted le corresponde salvarse, pues Dios le colma de gracias,
pero usted no las aprovecha; no se encamina hacia Él como debería; usted entierra
los talentos que se le han dado.
Re 294; Ca 161: «Sólo a usted le corresponde salvarse, pues Dios le colma de
gracias, pero no las aprovecha. No va hacia Él como debería hacerlo. Está enterrando
los talentos que Él le ha dado».
A los Hermanos que pedían su bendición:
II.174.A: Que el Señor os bendiga a todos.
Re 296; Ca 162: «Que el Señor os bendiga a todos».
Últimas recomendaciones a los Hermanos:
II.174.B: «Si queréis perseverar —dijo— y morir en vuestro estado, no tengáis
nunca trato con la gente del mundo, pues poco a poco tomaréis gusto a sus maneras de
actuar y entraréis tanto en sus conversaciones que no podréis, por educación, por
menos que aplaudir sus razonamientos, aunque muy perniciosos; lo cual será causa
de que caigáis en la infidelidad, y al no ser ya fieles en observar vuestras reglas, os
disgustaréis de vuestro estado y al final lo abandonaréis».
Re 296: Ca 162: «Si queréis perseverar y morir en vuestro estado, no tengáis
relación con las personas del mundo, pues poco a poco tomaréis gusto a sus formas de
actuar y os aficionaréis a su modo de hablar, que por cortesía no podréis por menos
que aplaudir sus razonamientos, aunque muy perniciosos, lo que será causa de que
caigáis en la infidelidad, y al no ser fieles a la observancia de las Reglas, os
disgustaréis de vuestro estado, y al final, lo abandonaréis».
El Hermano Bartolomé le preguntó si aceptaba sus dolores:
II.174.D: Sí, respondió. Adoro en todo la voluntad de Dios para conmigo.
Re297; 103: Él respondió con voz mortecina: «Sí, adoro en todo la voluntad de
Dios para conmigo».
Después de su muerte, a un Hermano que iba a abandonar el Instituto:
II.497.E: Hijo mío, conozco el fondo de tu corazón; te digo de parte de Dios que
perseveres en el estado a que te ha llamado su divina Providencia, y que observes en
él las Reglas al pie de la letra. Si lo haces tendrás la vida eterna. Si no perseveras en
él y te vuelves al mundo, te perderás.
658 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
SUS ENSEÑANZAS
II.296.B: «Hermanos míos, no deseéis sino a Dios, no busquéis más que a Dios,
llenaos del Espíritu de Dios».
II.296.C: ¿Acaso no merece Dios que se haga violencia por su amor?
II.296.C: ¡Vamos! ¿no quiere hacer eso por amor de Dios?
Nunca se cansaba de repetirles esta lección, ni tampoco la que el discípulo amado
tenía siempre en los labios: Hijitos mios, amaos unos a los otros.
II.295.BC: Hermanos míos, no hagáis nada sino por Dios; o bien: Reine su puro
amor en vuestros corazones; sea Él siempre el principio de todas vuestras
intenciones y el centro de vuestros deseos.
No cesando de repetirse estas palabras de San Pablo: Todo cuanto hagáis y todo
cuanto digáis, enderezadlo a Dios en nombre de Jesucristo (Col 3, 17). Y éstas: Ya
sea que comáis, ya sea que bebáis o hagáis cualquiera otra cosa, hacedlo todo a
gloria de Dios (1 Cor 10, 31).
Para tener a sus hijos continuamente alerta en este punto, acostumbraba a decirles a
la menor falta que les veía cometer:
II.95.B: ¿Hace usted esto por Dios?
Re 204; Ca 124: El señor de La Salle, lleno de compasión, le reconvino con
dulzura por la enormidad de su falta, e hizo todo lo que la caridad de un padre tierno le
inspiraba para comprometerle a repararla con un retorno sincero.
Hallábase una vez el santo varón guardando la puerta de casa, cuando llamó el
Hermano Director de Ruán, que muy de mañana había venido para hablarle; sin
darle tiempo para decir una palabra,
II.465.D: Le reprendió severamente por haber dejado tan de mañana la casa, los
Hermanos y los ejercicios de Comunidad, añadiendo otras cosas por este mismo
estilo.
Otra vez el prudente Superior, tomando ocasión de una falta muy leve para
mortificar a cierto Hermano a quien quería probar,
II.465.E: le dio una corrección pública en el patio, en voz alta, y de manera
mortificante.
Como oyese a un Hermano Director reprender a otro Hermano con aspereza,
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 659
pan, tan raro como precioso, ¿qué os ha faltado a vosotros? Gracias a Dios, aunque
nosotros no tenemos ni rentas ni capital, hemos visto pasar estos dos nefastos años sin
carecer de lo necesario. No debemos nada a nadie, mientras que algunas comunidades
opulentas se han arruinado con préstamos o con ventas desastrosas, que necesitaban
para poder subsistir».
Re 55-56; Ca 36: Con la tranquilidad ordinaria, les respondió que Dios era un buen
Padre, que no abandonaba jamás a los que le eran fieles; que debían tener la seguridad
de que nada les faltaría siempre que ellos se dedicaran a complacerle.
Esta respuesta fue una especie de predicción para lo sucesivo, pues al año
siguiente, en que siguieron faltando los víveres, tuvo ocasión de rememorar el
recuerdo: «Gracias a Dios, carísimos Hermanos míos —les dijo—, aunque no
tengamos bienes, ni rentas, he ahí que han pasado dos años desastrosos de escasez;
nosotros no hemos carecido de nada; no debemos nada a nadie en ninguna de nuestras
casas; mientras vemos que varias comunidades bien fundadas se han arruinado a
pesar de sus muchos bienes, pues se han visto obligadas a vender sus fondos y a pedir
préstamos para atender a su subsistencia».
Bd 18: Nada se le hacía difícil cuando se trataba de la gloria de Dios, por penoso
que pareciera y poco fácil de conseguir. En tales ocasiones, ponía su confianza en
Dios y decía: «Si es su obra, se solucionará»;
Re 75; Ca 51: Decía que si su empresa era la obra de Dios, Él la sostendría contra
la malicia de los hombres; pero si no entraba en el orden de su Providencia, era justo
soportar su destrucción, sin tener derecho a quejarse por ello.
II.35-36: A menudo se refería al célebre oráculo de Gamaliel: «Si esta obra es de
Dios, ¿quién podrá destruirla? Y si Dios no es su principio, yo consiento en que se
arruine... Si la prueba de que una obra es de Dios es la persecución, consolémonos,
pues nuestro Instituto es obra suya; la cruz que le acompaña por doquier es la mejor
prueba».
II.117.C: Esperó contra toda esperanza, a ejemplo de Abraham, persuadido de que
cuando pluguiera a Dios, sabría suscitar, de las mismas piedras, nuevos hijos, y
rehacer el Instituto de las Escuelas cristianas con nuevo brillo. ¡Bendito sea Dios!,
añadió; si es su obra, Él tendrá cuidado de ella.
II.32.A: Que Dios no le pediría cuenta más que del presente, y no del futuro, y que
estaba resuelto a serle fiel hasta el final.
II.267.D: Que no juzgaba ser entonces del caso hacer alguna diligencia sobre el
particular, y que siendo el Instituto de los Hermanos obra de la Providencia, se debía
dejar a ésta el cuidado de obtener las letras patentes.
II.267.D: Dejaos conducir por la Providencia —les dijo—, las podréis pedir
después de mi muerte, si queréis.
662 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Re 133: Ya lo habían tratado con el señor de La Salle, que les respondió que no se
inquietasen demasiado; que había que esperar los momentos señalados por la
Providencia y que debían contentarse con seguirlos.
II.259.B: Aquel que los manda les dará con qué vivir, era la única respuesta que
daba a las reconvenciones de tales Hermanos,
II.261.DE: Confiando que el Amo de la viña que iban a trabajar no les olvidaría.
Eso es lo que contestaba a veces a aquellos Hermanos
Re 104-105; Ca 70: El señor de La Salle se indignó por su poca fe y les respondió
con viveza: «Si tenéis miedo de que el excesivo número os hunda, echadme a mí».
Pero luego, con su habitual aire dulce y afable, les dio a entender cuán equivocados
estaban por desconfiar de la Providencia, que todavía no les había faltado nunca; que
debían poner toda su confianza en Dios, puesto que era de Él solo de quien debieran
esperar los socorros que necesitaban.
II.60.AB: El señor De La Salle se consolaba y consolaba [...] con esta sensata
réplica: Han hecho un buen retiro, que les será provechoso para su salvación».
II.349.E: Hemos hecho —decía— todo cuanto dependía de nosotros; a Dios
pertenece hacer lo restante, la conversión es su obra. Hay que esperar sus momentos.
Exige de nosotros el cuidado y no la curación.
I.308.D: Adoró sus eternos designios y dijo, allí mismo, que la muerte prematura
del Hermano l’Heureux era una advertencia del cielo, que señalaba que el Instituto no
debía contar con sacerdotes.
Re 88; Ca 59: Esta pérdida fue tan sensible para él, que no pudo retener las
lágrimas, y se vio forzado a tomarse algún tiempo para calmar el dolor que le produjo
tal noticia. Después de esto, echándose en cara su debilidad, dijo a los Hermanos que
le rodeaban que Dios le daba a entender, por medio de esta muerte precipitada, que no
quería que hubiese sacerdotes en su Instituto.
I.258.B: Demos gracias a Dios, he ahí otro más en el cielo.
I.334.B: El señor De La Salle daba a sus discípulos, más temerosos que él sobre el
futuro, una lección diaria sobre aquellas palabras de Jesucristo: No os inquietéis ni
digáis qué comeremos o qué beberemos y con qué nos cubriremos. Pues así hablan
los paganos, y vuestro Padre celestial sabe que necesitáis todo eso.
I.335.CD: Diciendo a sus Hermanos In domo mea non est panis, en mi casa no hay
pan, los animó y los exhortó a la paciencia,
II.6.E: Cuando el siervo de Dios carecía de todo, tomaba el camino hacia la casa de
sus bienhechoras y decía con humor: Vamos a la Cruz, y volvía cargado de sus
donativos.
II.60.D: Voy a celebrar la santa misa y a pedir a Dios que envíe a nuestra
comunidad lo que es necesario para vivir hoy, porque está desprovista de todo
alimento y no tiene con qué comprarlo.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 663
Re 201; Ca 123: Respondió: «Voy a celebrar la santa misa y a pedir a Dios que
envíe a nuestra comunidad lo que necesita para vivir hoy, pues está totalmente
desprovista de alimentos y no hay medios con qué conseguirlos».
II.256.C: ¿Cree usted en el Evangelio? Sí, señor, le contestó éste. Entonces el
santo sacerdote le despidió con estas palabras de Jesucristo: Buscad primero el reino
de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.
II.262.A: Estad sin cuidado —les contestaba—, que ya proveerá la divina
Providencia.
II.262.E-263.A: Su inquietud subió de punto cuando el Sr. de la Salle le hubo
asegurado que no tenía ni oro ni plata; pero, sin embargo, se quedó algo tranquilo
cuando el santo sacerdote añadió que había que acudir a Dios.
II.263.B: El humilde sacerdote quedó confuso de la alabanza, y después de haber
sabido de qué modo se había valido la bondad divina para asistir a su familia, contestó
que se había de dar gracias a Dios por ello y admirar su Providencia. He aquí
—añadió— cómo Dios asiste a los que ponen en Él su confianza.
II.263.C: El siervo de Dios dijo a un Hermano que le siguiese con un puchero, le
llevó al seminario de San Sulpicio, en donde, habiéndole mandado esperar a la puerta,
se fue a suplicar al Superior se sirviese darle por caridad caldo para sus enfermos.
II.263.E: Entonces iba a avisar al buen Padre, el cual me contestaba que sirviese lo
que Dios me daba y que su bondad proveería.
II.265.B: Por respuesta siempre nos decía lo mismo: que tuviésemos paciencia,
que la divina Providencia atendería a todo.
II.265.C: Un día, en San Yon, estando sin pan y sin dinero, nuestro buen Padre dijo
al Hermano José que fuese con otro a casa de los Cartujos, que eran vecinos, para
implorar su caridad.
II.265.E: Bendito sea Dios —dijo el siervo de Dios—, se conoce que es voluntad
de Dios que nos asistan los Cartujos. Volved allí y entregadle el paquete que habéis
encontrado.
I.393.A: Abandonó, pues, en los brazos de la Providencia a los dos generosos
Hermanos, que con su palabra encomendaron a ella el cuidado de proveer a su
subsistencia cuando llegasen al lugar donde les enviaba la obediencia,
II.158.A: El señor De La Salle exhortó a los suyos a que se abandonaran a la divina
Providencia, y a esperar contra toda esperanza, llegar a ser tranquilos poseedores de
un lugar que parecía estar hecho para ellos. Incluso les dijo que había que pensar en
comprarlo. Esta propuesta les sorprendió.
I.320.B: Cuando el caritativo portador de la comida de los novicios llegó
consternado a la casa para dar la noticia al señor De La Salle, respondió con
semblante alegre: ¡Bendito sea Dios! Luego pidió con mansedumbre al Hermano que
664 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
regresara a París a buscar las provisiones de otra comida, que sirvió al mismo tiempo
de comida y de cena.
Re 104; Va 69: Pero el que estaba encargado de su parte de llevar las provisiones
fue asaltado en el camino por ladrones que le quitaron todo. Volvió a casa muy
mortificado por su desgracia. El señor de La Salle, al verle emocionado, le dijo con
aire tranquilo: «¡Bendito sea Dios!, hay que ir a buscar más».
II.261.D: Matadme, si Dios os ha dado licencia para ello.
II.266.D: Bendito sea Dios —contestó—, no me habéis hecho mucho favor, pues
ese dinero estaba destinado a satisfacer una deuda.
II.350.D: Ninguna otra palabra salió de sus labios sino ésta, que ya le era familiar
en tales casos: Bendito sea Dios.
II.378.B: Viéndose burlado, dijo: «Bendigo a Dios de que no me haya pedido más,
pues la inclinación que sentía por él y la sinceridad con que a mi parecer hablaba, no
me hubieran permitido negárselo. Ese joven —añadió— necesitaba dinero, y la
necesidad le inspiró el hacer este papel».
II.380.D: En cierta ocasión se mostró una persona excesivamente indignada,
delante del humilde sacerdote, contra los que le hicieron tan mala partida, mas presto
le cerró la boca diciendo que no se habían de mirar tan humanamente las cosas, sino
adorar en todo la voluntad de Dios.
II.88.E: Bendito sea Dios, respondió el siervo de Dios; parece que Dios lo quiere
así.
Re 227-228; Ca 130: Respondió al señor párroco: «¡Bendito sea Dios! Al parecer
no era su voluntad que esta escuela se abriera».
II.94.B: A la voz del prelado, como a la voz de Dios, volvió a casa, y al entrar dijo a
sus Hermanos: Bendito sea Dios; heme aquí vuelto de Roma. No es su voluntad que
vaya allí. Quiere que me dedique a otro asunto.
Re 237; Ca 135: Volvió a juntarse con los Hermanos, a quienes dijo al saludarlos:
«Bendito sea Dios, heme aquí, ya regresado de Roma. No es su voluntad que vaya
allí. Quiere que me ocupe de otra cosa».
I.363.B: El señor De La Salle reconoció el dedo de Dios en el modo de
desenvolverse este asunto, y consideró la feliz conclusión del mismo como un favor
singular de la divina bondad. Así se explicó él mismo en una carta que escribió a un
Hermano de provincias. Le decía, entre otras cosas, que parecía que Dios sólo le
había devuelto la salud para concluir este proceso con sentencia favorable para las
Escuelas Cristianas.
II.273.E: Éste contestó con su acostumbrada mansedumbre: Bendito sea Dios; no
acostumbro a llevarlas conmigo. Pues, Señor —le contestó el Hermano—, no podrá
usted celebrar. Alabado sea Dios, contestó de nuevo el siervo de Dios.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 665
EL DOMINIO DE SÍ
Después de varias pruebas que habrían podido desanimarle.
Re 212: Confesó, incluso, que no experimentaba ya con tanta frecuencia estas
incertidumbres y estas desconfianzas que de ordinario le hacían fluctuante e indeciso
cuando era cuestión de tomar decisiones respecto de nuevas fundaciones que le
proponían que hiciera en diversas provincias.
A propósito de los Hermanos fácilmente impacientes:
II.472.DE: Por la cual, con santo celo, repetía a los que en esto se desmandaban,
aunque fuese en cosas pequeñas, alegando que quien no podía sufrir, sin responder,
cosa de poca monta, menos podría sufrir después otra de más peso.
La modestia de los ojos.
Un novicio, al salir de la santa misa se paró a mirar el patio:
II.290.E: fue hacia el novicio y le dijo: Si yo fuese su director, le daría tan buena
penitencia que le quitaría por mucho tiempo las ganas de fijar su atención en otros
objetos, en vez de pensar sólo en Aquel que le visitó en la sagrada comunión.
Cuando veía a alguien que caminaba con disipación:
II.313.D: ¡Ay! Hermano mío, tenga mucho cuidado con sus ojos.
Habiendo notado que uno disipaba su vista, dijo en particular a su director:
II.315.AB: que cierto Hermano que le nombró tenía unos ojos horribles. Usaba
ordinariamente de esa expresión para demostrar cuánto horror profesaba a la
disipación de los ojos.
El biógrafo cree poder generalizar:
II.316.A: El Sr. de la Salle les había inculcado tanto que los ojos son las ventanas
por donde la muerte del pecado entra en el alma, que para cerrarle todos los accesos se
hacían medio ciegos, no dando más extensión a sus miradas que la necesaria para
dirigir sus pasos.
OBEDIENCIA
Ejemplos de obediencia dados por De La Salle:
II.465.A: Para evitar esto no decía nunca: Quiero o no quiero, le ordeno, le mando.
No podía determinarse en nada por sí mismo, ni usar del derecho de seguir su gusto en
cosa alguna.
Su sumisión a la Iglesia:
A propósito de la promulgación de la bula Unigenitus, que condenaba las 101
proposiciones del libro Reflexiones morales:
II.106.D: Consideró como asunto de conciencia declararse y confesar de boca los
sentimientos de su corazón, sin preocuparse de exponerse a la ira de un grupo
poderoso.
II.221.E-222.A: « ¿Cómo —dijo a la señora— guarda usted un libro que la Iglesia
acaba de proscribir y condenar? ¿Acaso los anatemas fulminados contra quienes los
retienen no son parte a infundirle miedo? ¿Ha aprendido usted, por ventura, a reírse
de los terribles rayos de la Iglesia y a deshacerse del temor saludable de ellos, como
de un miedo quimérico, con la lectura de ese libro que se burla de las amenazas de la
Iglesia y con el ejemplo de su autor, que autoriza y enseña a despreciar la excomunión
con sus propias acciones?».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 673
II.225.D: Todo aquel —les corntestó— que está unido a la cátedra de San Pedro,
ése es de mi partido: Ego interim clamito, si quis Cathedrae Petri jungitur, meus est
(Q. ad. D). Con estas palabras da a entender San Jerónimo que sólo los que están
unidos a la cátedra de San Pedro son del partido bueno.
II.226.V: «Hay —decía— personas que no contentas con oponerse a la doctrina y
las máximas de Jesucristo, y no respetar las decisiones de la Iglesia, se meten a
disertar sobre las cuestiones de la predestinación y de la gracia, sobre las cuales
deberían guardar eterno silencio porque no alcanzan a comprenderlas».
Re 67; Ca 45: El señor de La Salle le respondió que la obediencia que le había
prometido en la ordenación era un motivo más que suficiente para obligarle a
someterse a su autoridad; pero le rogó que considerase que desde hacía cinco años se
había comprometido con el párroco de San Sulpicio de París, a quien había prometido
enviar dos Hermanos para abrir escuelas en su parroquia, y que no creía que debiera
faltar a la palabra que le había dado.
Re 65; Ca 43: Pero él, por su lado, le rogó que le dejara la libertad de actuar así,
para no perder nada del mérito de la obediencia que le debía, como a su Superior.
Bd 78: Les rogó que le permitieran ir a pedir permiso para hablarles.
I.412.A: Dijo a los Hermanos de París y a los que hubieran tenido que salir, que
estuvieran presentes en casa después de vísperas, sin indicarles para qué, y lo dijo con
aire de indiferencia, propio para apartar cualquier curiosidad o sospecha.
I.416.E: El señor De La Salle, al guiarle, le rogó que esperase algún tiempo, y le
prometió que sabría doblegar a los Hermanos a su deber y llevarlos a la sumisión.
I.421.E: Con esta disposición se fue a echarse a los pies del señor arzobispo, y
lleno de lágrimas, le expresó su deseo de reparar su honor, por la repugnancia que los
Hermanos habían manifestado por el nuevo superior, y le suplicó que no creyera que
era él el autor. Aseguró que no había descuidado nada para hacer que prestasen a Su
Eminencia obediencia pronta y ciega, y puso como garantes y testigos de la verdad a
los señores Pirot y Bricot.
I.422.A: Y a los Hermanos que le consultaban, el único consejo que les daba era el
de obedecer.
II.119.BC: «Quiero obedecer a los Hermanos —replicaba—, que me mandan
regresar a París». No se pudo remover su resolución; incluso se confirmó en ella,
diciendo que después de haber enseñado la obediencia durante tanto tiempo con
palabras, era justo comenzar a enseñarla con la práctica.
II.120.A: Algunas personas de la ciudad, a las que conocía y fue a visitar, quisieron
retenerle algún tiempo, pero él se disculpó, poniendo como excusa que la obediencia
le forzaba a regresar cuanto antes a París.
Re 255-256; Ca 143: Sus amigos de Grenoble le insistían en esta idea. Pero al
final, después de haber reflexionado mucho, les dijo que habiendo hecho voto de
674 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
obediencia, estaba decidido a someterse, y dar, por medio de esta sumisión a las
órdenes que los Hermanos les expresaban en esta carta, un ejemplo auténtico de la
dependencia que había prometido ante el altar. En vano se le hizo ver que no tenía por
qué recibir órdenes de los Hermanos, que eran sus inferiores. Persistió en su decisión,
y dijo que después de haber enseñado durante mucho tiempo la obediencia, era justo
que ahora la practicase, ya que Dios le ponía delante una ocasión favorable en la que
su amor propio no se saliese con la suya.
II.120.B: Ya estoy aquí; ¿qué deseáis de mí?
Re 257; Ca 144: «Heme aquí, que he llegado, ¿qué deseáis de mí?». Los
Hermanos, sorprendidos y llenos de respeto, le respondieron que le rogaban que
tomase de nuevo el gobierno del Instituto. El señor de La Salle trató de defenderse, y
les dijo que puesto que se habían sostenido con tanto éxito durante su ausencia, tenían
motivo para esperar que Dios no los abandonaría, y que había que continuar a hacer
como se había comenzado. Que, en lo tocante a él, estaba resuelto a vivir, en adelante,
en el estado particular al que la Providencia le había llevado, por vías secretas que le
indicaban su vocación, y que era preciso pensar en elegir un Superior general, que con
su buen gobierno pudiera reparar las faltas que él había hecho. CF. II.120.BC.
II.121.CD: El aviso que había recibido de su muerte facilitó su regreso a París, a
donde no hubiera osado volver si su rival estuviera aún vivo. Así se lo declaró el
mismo señor De La Salle a algunos Hermanos de confianza.
II.450.C: Preguntaba al Hermano Director de los novicios de qué quería que
hablase. Este Hermano [...] lo hizo, y juntando la humildad con la obediencia, le
preguntaba con maravillosa humildad y sencillez, después de haber hablado, si lo que
había dicho era bueno, conveniente y apropiado, y le suplicaba se lo declarase con
franqueza.
A cierto novicio que le pidió la explicación de un pasaje del Nuevo Testamento,
II.450.C: Le envió a que lo preguntase al Hermano Director, como a quien,
teniendo autoridad sobre él, tendría gracia para explicárselo.
II.145.CD: El señor De La Salle, después de un profundo estudio de las causas de
la decadencia de los monasterios y de los desórdenes de las comunidades más
florecientes, ha pensado que los culpables son los superiores. Según él, ha sido culpa
suya si el demonio ha causado tanto destrozo en estos paraísos terrenales; fue por
negligencia suya que se introdujeron primero la relajación y luego los vicios y los
desórdenes. Si hubieran sido vigilantes, firmes, regulares, los jardines de delicias del
Sagrado Esposo no habrían caído en baldío; hoy serían lo mismo que fueron en su
origen.
II.145.E: El santo sacerdote decía a menudo que el Instituto está en manos de los
Hermanos directores; que eran ellos los que trabajaban en destruirlo o edificarlo; que
su regularidad iba unida a la de ellos, y que el fervor no se mantendría sino por la
fidelidad a la Regla y a sus obligaciones.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 675
separadas de ella. Es decir, que es muy posible que alguien se crea levantado a esa alta
oración, sin ser por eso virtuoso, y que puede uno ser perfecto careciendo de ella
como lo demuestra el ejemplo de infinidad de santos.
II.287.C: Les decía que debían considerar la oración como el alma de todos sus
ejercicios y el sostén de su Instituto; que un Hermano de escuela, sin espíritu de
oración, era un soldado sin armas, y que no podía perseverar en su vocación si perdía
el gusto a ese pan del alma.
II.292.B: ¿No teméis a Dios, no sabéis que os está mirando?
II.246.A: Prefería que la cocina padeciera, y que a expensas de ella había que
atender el adorno de la casa de Dios.
II.486.B: Vaya, Hermano, acérquese al médico, y después de haberle expuesto sus
miserias, pídale que le cure.
II.486.BC: Vaya, pues, a comulgar —le decía— para tenerlo.
II.490.B: Declarándoles que si querían comulgar con frecuencia, habían de vivir
santamente, y que si tanto ansiaban el Pan de vida, habían de comprarlo al precio de
vida de recogimiento y mortificación, añadiéndoles que no sabían lo que valía bien
tan grande si para obtenerlo no se daban a la práctica de las virtudes.
II.489.ABC: no permitía nombrarla sin añadir el superlativo Santísima Virgen, lo
cual él practicaba en todo tiempo, como puede verse en todas sus obras. Llegaba a
reprender a los que por inadvertencia y descuido la llamaban simplemente la Virgen,
o la Santa Virgen: Decid, pues, Santísima —exclamaba con vehemencia y fervor—,
que bien se lo merece.
Caminaba el santo por una calle de París, y se encontró con el Hermano Ecónomo,
que iba a comprar provisiones, e iba como despreocupado:
II.283.C: Le preguntó dónde estaba el rosario, y le mostró el que llevaba en la
mano.
II.490.DE: No permitía nombrarla sin añadir el superlativo Santísima Virgen, lo
cual él practicaba en todo tiempo, como puede verse en todas sus obras. Llegaba a
reprender a los que por inadvertencia y descuido la llamaban simplemente la Virgen,
o la Santa Virgen: Decid, pues, Santísima —exclamaba con vehemencia y fervor—,
que bien se lo merece.
II.235.E: Si rezaba el oficio de la Santísima Virgen con los novicios, lo hacía
también con la cabeza descubierta, de pie.
II.491.A: Terminaba todas sus acciones... por ... el Sub tuum praesidium, etc.
Después de la oración mental, acababa con la consagración de sí mismo, rezando la
hermosa oración: O Domina mea, sancta Maria, etc... Por lo que toca a la última
acción del día, la concluía siempre con ésta, que fue la última oración que dijo al
morir: Maria mater gratiae, etc.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 677
apóstol, que había sido recibido como un ángel del cielo y como ministro de
Jesucristo.
II.89.B: Decía como este santo varón de la Biblia: Sea mi consuelo que al
afligirme no me perdonáis, y que multiplicas las llagas según tu deseo, o según el
número de mis pecados.
II.97.AB: El santo varón se hallaba entonces en este estado de víctima crucificada,
y ofrecía a Dios las palabras que el profeta-rey pone en boca de Jesucristo en la cruz:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Unas veces añadía: ¿Me
separarán de Ti mis pecados? ¿Cuándo quedaré reconciliado contigo, Señor?
II.97.AB: Y otras decía, con el santo rey Ezequías: Mis ojos se han debilitado de
tanto mirar al cielo y de dirigirte mis votos y mis deseos.
II.97.D: Y decía también con el profeta-rey: Tengo mis ojos pegados a esas
montañas donde Tú has puesto tu trono, y de las cuales yo espero la ayuda. Mi alma
desfallece mientras espero a aquel que es mi salvación. ¿Cuándo querrás, Señor,
consolarme? Mis lágrimas brotan sin cesar de mis ojos, día y noche, mientras me
preguntan, o más bien, yo me pregunto: ¿Dónde está tu Dios?
II.97.D: Ya estaba el santo varón a punto de encontrar su Tabor, en medio de aquel
desierto, y decía como san Pedro: ¡Señor, qué bueno es estar aquí...!
II.400.C: Cuando algunos Hermanos le exponían su extremada pobreza y la pena
que por ella sentían, les contestaba con el santo Tobías: ¿Qué teméis? ¿Por qué os
dejáis abatir? Es verdad que somos pobres, pero ¿no sabéis que tendremos muchos
bienes si tenemos a Dios, si nos apartamos del pecado, si hacemos buenas obras y
cuanto Dios exige de nosotros?
II.418.E-419.A: Para hacerles amar con constancia los desprecios, les citaba a
menudo esta sentencia del Apóstol: En mil maneras somos atribulados, pero no nos
abatimos; en perplejidades no nos desconcertamos: perseguidos, pero no
desamparados; abatidos, no nos anonadamos; traemos siempre en el cuerpo la
mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos.
Por lo cual no desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se corrompe,
nuestro hombre interior se renueva de día en día. Porque las aflicciones tan breves y
tan ligeras de la vida presente nos producen el eterno peso de sublime e
incomparable gloria (2 Cor 4, 8).
II.291.C: Señor —decía—, bienaventurado el hombre que tiene en Vos su amparo
y dispuso en su corazón los grados por los cuales pudiese subir hasta Vos y
consolarse con vuestra dulce conversación en este valle de lágrimas. Os amaré,
Señor —exclamaba otras veces—, Vos sois mi fortaleza. El Señor es mi apoyo, mi
libertador y el poderoso amigo que me salva. Vos sois el Dios de mi corazón —solía
decir— y mi herencia para siempre.
II.291.E: Señor, por la mañana me visitáis, y luego os retiráis de mí.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 679
POBREZA
II.261.A: Le encontraron dos ladrones que quisieron arrancarle el manteo. Ahí va
—les dijo presentándoselo—, tomadlo si lo queréis.
Cuando un Hermano, a quien había llevado con toda sencillez las medias para que
se las remendase, terminado el encargo, le dijo: Padre, tiene ya arregladas sus
medias.
II.396.E: ¡Mis medias! —replicó con santa emoción este pobre según el
Evangelio—: Hermano, si yo no tengo medias que sean mías.
se había de acudir a alguna piadosa industria o a una santa violencia para quitarle lo
viejo. Excusábase siempre diciendo que sus vestidos
II.397.C: Eran bastante buenos para un pobre sacerdote. Remendando los
nuestros —añadía otras veces— podrán todavía servirnos. No pretendemos agradar
al mundo.
Re 56; Ca 37: «Todo es bueno —decía— para un pobre sacerdote, basta con
zurcirlos, y pueden servir todavía; no nos importe que el mundo nos critique, con tal
que seamos agradables a los ojos de Dios».
Encontró un cordón del que quedó muy contento; pero no fue del gusto del otro
Hermano, quien se disgustó cuando se lo presentaron, y se fue de la lengua hasta decir
al santo Fundador: ¿Quién ha sido el necio que le ha comprado ese cordón?
II.398.B: —Es uno que entiende más que usted.
II.399.A: ¿Pues qué? ¿No es ser bastante rico, poseer el santo Evangelio, y sacar
de él, cuando se quiere, los tesoros de la vida eterna? ¿No era esa toda la riqueza de
los antiguos solitarios, y la mina de donde sacaron los tesoros de virtudes, que tanto
los enriquecieron?
Algunas enseñanzas sobre la pobreza:
I.222.E: Nuestros Hermanos, decía, sólo se sostendrán en la medida en que sean
pobres. Y perderán el espíritu de su estado cuando trabajen para procurarse
comodidades que no son necesarias para la vida.
Re 56; Ca 36: «Nuestros Hermanos no se sostendrán —decía— sino en la medida
en que sean pobres. Perderán el espíritu de su estado desde el momento en que
trabajen en facilitarse las comodidades de la vida».
Enseñando un día a dos de los Hermanos más antiguos de la comunidad una
cantidad, como de veinte escudos, que era todo el dinero que había en casa, se
manifestó inquieto y descontento:
II.267.E: ¿Qué haremos —les dijo— de todo eso? Bien veis que no somos
verdaderos pobres.
680 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE
Como no era una pobreza sin necesidades, sin desprecios, sin penas lo que había
buscado, tampoco fue ésa la que halló y amó; antes bien, la pobreza afrentosa,
incómoda y repugnante.
II.396.C: ¡Cuán grande riqueza es la pobreza! —exclamaba a menudo
transportado de alegría—. ¡Cuán sólidos e inaccesibles a los ladrones son sus muros!
Se mostraba más contento de recoger los frutos amargos de la extrema pobreza y de
las virtudes difíciles que ofrece la práctica de ella, que de ver entrar la abundancia por
las puertas de su casa.
II.262.B: ¡Ay, hermanos míos! —exclamaba entonces transportado de alegría—,
¡bendito sea Dios! Otras veces, cuando veía que todo faltaba en su casa... repetía con
júbilo estas palabras de Santa Teresa, cuya suavidad parecía gustar: ¡Oh, hermanos
míos, felices de nosotros si pudiésemos morir de hambre!
REGULARIDAD
Bd 77-78: Les amonestaba siempre que en cuanto fueran fieles en observar sus
reglas, se mantendrían en su estado, en la piedad, y producirían gran fruto en su
empleo, porque Dios daría su bendición.
Al despedirse de los Hermanos de Grenoble, en 1714:
Re 256; Ca 144: Los exhortó a perseverar en la observancia de su Regla.
Como observase cierto día que un Hermano estaba ocupado en recoger piedras en
la huerta... El Hermano le contestó que cumplía el mandato del Hermano Director,
quien le había encomendado dicho trabajo para aliviarle de su dolencia; como el
siervo de Dios halló que no faltaba, no le dijo nada más; pero al punto se fue a corregir
al que lo merecía, reprendiéndole porque trataba de curar el cuerpo enfermando el
alma.
II.287.DE: «Hay alivios —añadió— más útiles al uno y menos perjudiciales a la
otra que ése. Así es que en adelante eche usted mano de ellos».
Mucha pena sentía al ver que algunos desempeñaban el oficio por mero
cumplimiento. Los reprendía severamente diciéndoles:
II.367.C: Os aseguro que si no cambiáis de conducta, Dios os desamparará.
Si los encontraba poco dóciles a sus advertencias, les amenazaba con la cólera de
Dios:
II.486.C: Os aseguro que si no cambiáis de conducta, Dios os desamparará.
Sobre la Regla del recreo —dice Blain:
II. 143.AB: Yo mismo le oí decir que la Compañía de Jesús, tan virtuosa y santa, y
que incluso sus mayores enemigos se ven obligados a considerarla como muy
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 681
habían sido autorizadas por el uso de más de catorce siglos...; que si el mundo las trata
de menudencias y de pequeñeces, porque no conoce sus consecuencias;... en fin, que
todas las inobservancias voluntarias son castigadas: las pequeñas, empujando hacia
las mayores que nos prometíamos evitar; y las invisibles, produciendo otras
exteriores que nos cubren de confusión.
II.325.BC: El Sr. de la Salle, penetrado de esas sublimes ideas, no omitía nada para
inculcarlas a sus discípulos, y hacerles comprender que no debían descuidar ninguna
y mucho menos quebrantarla de propósito, porque de la fidelidad a las Reglas
dependía su santificación. Les enseñaba a considerarlas todas como muy
importantes, a no admitir en ellas ni modificación ni excepción, a no tener ningún
miramiento con la repugnancia natural, ni con el genio, a no avergonzarse jamás de
observarlas delante de la gente del mundo, ni delante de los que no hacen caso de
ellas, en fin, a practicarlas con tanto cuidado en particular, como en comunidad y a la
vista de los superiores. Añadía que, cuando hay necesidad de dispensarse en alguna
de ellas, no debía hacerse por sí mismo, sino con permiso, y con disposición de suplir,
al primer momento libre, el acto que por necesidad hubo de omitirse.
Cierto religioso de una orden que había decaído en la observancia, le dijo con toda
sencillez que los Hermanos tenían Reglas demasiado pesadas...
II.327.B: El siervo de Dios le contestó en pocas palabras... ¿Es éste —le dijo— el
espíritu de vuestro santo Fundador?
A los que violaban las Reglas por complacer a alguien:
II.327.D: Si quebrantáis vuestras Reglas, Dios y aquellos de quienes esperáis
algún socorro os desampararán.
Como un día le suplicase cierta persona suprimiese de la Regla una menudencia,
que según ella en nada turbaría el orden y regularidad, le contestó:
II.327 D.E: «Si se empieza con eso, dentro de poco tiempo se querrá que quite otra
cosa que no será de tanta importancia; después se me suplicará que elimine un punto,
y otro día otro, de modo que poco a poco la Regla se destruirá: examinad la causa de
esto y veréis que fue la pequeñez quitada».
Al visitar a una persona de autoridad, que hasta entonces le había honrado con su
estimación, para suplicarle no exigiese de él algunas relajaciones muy perjudiciales
al bien de su Instituto, añadió:
II.328.A: que varios de sus Hermanos se lo suplicaban también con mucha
instancia.
Esa misma persona, olvidándose de lo que era, y de quién era el Señor de la Salle, le
llamó embustero y mentiroso. El siervo de Dios, sin turbarse, le contestó con
mansedumbre
II.328.A: que, si bien se consideraba cargado de innumerables faltas, no se creía
culpable de embustes ni de mentiras.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 683
viven en la misma Comunidad con las mismas Reglas. Siguen el mismo método de
vida, los mismos ejercicios y hacen las mismas cosas; sin embargo de esto, apenas
hay dos parecidas en la conducta y en las prácticas de las virtudes de Comunidad. La
razón está en que su fidelidad es desigual. Esa virtud inutiliza gran número de
acciones de suyo muy santas; y el descuido en practicarlas hace que con dificultad se
encuentren algunas acciones del todo buenas en la vida de una persona. Se dará
—añade— cuenta muy exacta en la hora de la muerte de la poca fidelidad a los
ejercicios, así como de las infracciones a la Regla del silencio, de la escasa aplicación
al santo ejercicio de la oración y del poco uso y fruto que se hubiese sacado de la
participación de los Sacramentos».
Tres cosas para los que quieren llevar vida regular:
II.331.AB: «La primera es no ocuparse en nada por impulso natural, sino siempre
por obediencia y en vista de la voluntad de Dios; la segunda es hacer, al fin de cada
semana, detenido examen de las infidelidades que se hubiesen cometido y renovar
sinceramente la resolución de ser más fiel en adelante; la tercera aplicarse a hacer
bien la oración. Se ha de tener por verdad infalible —añade— que todos los que en las
Comunidades viven sin oración y sin aplicarse a ella con fervor, no son ni serán jamás
fieles a sus santos ejercicios».
II.331.BC: «La primera —dice — consiste en pensar que debemos servir a Dios
en todo tiempo con la misma fidelidad, porque es siempre el mismo y nunca cambia».
«La segunda es que todas las penas del infierno deben parecer a uno menos
insoportables que la menor infidelidad a los ejercicios y a las prácticas de
Comunidad».
«La tercera es que no se debe pasar jamás ni un solo momento sin dedicarse al
servicio de Dios, porque vendrá tiempo, como dice Jesucristo, en que nada podremos
hacer por la salvación».
Su notable discernimiento:
Bd 27: Esto es también algo que siempre se ha notado en él: el discernimiento de
espíritus. Una vez se le escapó decir que le bastaba con oír seis palabras de una
persona para conocer su forma de ser.
Discreción para la asistencia a una misa suplementaria:
I.294.D: Prohibió a los Hermanos que dijeran o hicieran algo singular y
extraordinario para cautivar el corazón de los niños, y para comprometerlos a que
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 685
acudieran a la primera misa. «Hay que exhortarles a que lo hagan —les dijo—, y a
que lo hagan sólo con miras de Dios y de su salvación, y nada más».
Discreción como confesor de los Hermanos:
Bd 44: Y desde entonces siempre ha seguido confesando a los que ingresaban en la
casa; y ni él ni varias personas con quienes lo trató hallaron en ello inconveniente
alguno, ni tampoco los confesores extraordinarios, que nunca le indicaron que lo
dejara, aunque él mismo les pidió en diversas ocasiones que se lo dijesen en cuanto
advirtieran alguna razón para ello.
Sobre la dirección de las mujeres:
I.272.C: En cuanto a las mujeres, les daba como excusa que sólo daba la bendición
en el altar.
Bd 81: A una de estas religiosas que se había puesto bajo su dirección, le
exigió que le llevara todo lo supefluo que había en su celda... y le dijo que si
deseaba estar bajo su dirección, era necesario quemar todas aquellas bagatelas
delante de él.
I.273.B: Él se la prestó con caridad, y en la primera ocasión en que ejerció su
ministerio con ella le propuso la pregunta que Jesucristo dirigió al leproso: Vis sanus
fieri? ¿Quieres ser curada? ¿De verdad desea que yo sea su director? ¿Me escoge
como su guía y su ángel custodio? ¿Ve usted en mí con los ojos de la fe a Jesucristo y
está dispuesta a obedecerme como a Él mismo? La religiosa le contestó a todo de
forma afirmativa. Entonces, le dijo que la primera señal que exigía de su obediencia y
la condición con que se comprometía a dirigirla era que le llevase todos los objetos
inútiles que tenía en su habitación.
A las religiosas de la Cruz:
Re 161; Ca 101: Les habló de Dios y de sus obligaciones con sentimientos tan
elevados que varias de ellas desearon ponerse bajo su dirección, a pesar de todas las
razones que les dio para dispensarse de ello.
A una religiosa a quien no visitó, por olvidar la cita:
II.293.E: No conoció su yerro hasta el día siguiente en que, habiendo ido a visitar a
la misma persona, oyó las quejas que le daba por no haber cumplido su palabra
haciéndola esperar, el día precedente, una visita que le había prometido y que no le
había hecho. El siervo de Dios, muy sorprendido, le dijo: Hermana, pensaba que la
había visto a usted. Mas ella, extrañando a su vez semejante réplica, le dio tanta
seguridad de lo contrario, que le obligó a convenir en lo sucedido y a darla excusas,
sin manifestarle él la causa del descuido.
A un joven calvinista encontrado de camino:
Re 116; Ca 77: Y después, camino de regreso a París, encontró en el viaje a un
joven holandés que le abordó y le pidió algún donativo que le ayudase a llegar a París.
El señor de La Salle, impresionado por su fisionomía, que le pareció hermosa,
686 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE