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.NTA MARÍA – EDIC
SAN CIONES SM 2013 Autor: Jose Luis Barriocanal. Facultad de Teología de Burgos
   
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Índice

Tema 2. La manifestación de Dios en la Creación


 

Introducción 2
La parábola de la familia y de la casa (Gn 1-2) 3
La fraternidad rota 6
Hacia la nueva fraternidad (Gn 8-9) 8
El cuidado de la casa y de su familia: la ecología. La voz de la creación 10
Lecturas para la reflexión y la profundización 20
 

   

FUNDACIÓN SANTA MARÍA – EDICIONES SM 2013 Autor: Jose Luis Barriocanal. Facultad de Teología de Burgos
   
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La manifestación de Dios en la
TEMA 2
Creación

Introducción

La Biblia comienza con una afirmación de fe: “Al principio creó Dios el cielo y la
tierra”. ¿Cómo pudo el pueblo de Israel llegar a esta afirmación? Sin lugar a dudas,
por el camino de una lenta reflexión, guiada por Dios, basada en la propia irrupción de
la divinidad en su historia. Todos sus miembros fueron conscientes de que Dios los
liberó del poder de Egipto, los condujo durante el destierro para entregarles,
finalmente, la tierra. El Dios de Israel siempre está con los suyos y la fe les lleva a
descubrir que Él es el Señor del cielo y tierra. Esta convicción está presente antes del
destierro a Babilonia, pero es a la vuelta del mismo, cuando se redacta
definitivamente el libro del Génesisi y cuando esta confesión en Dios creador aparece
con más claridad.

Se percibe el interés actual por la Teología de la Creación, especialmente por los


primeros capítulos del Génesis. A ello está contribuyendo realidades que caracterizan
nuestro tiempo: el gran número de pobres, oprimidos y empobrecidos (Teología de la
liberación), la explotación del medio ambiente y las consiguientes consecuencias:
cambios climáticos, contaminación, etc., y la lucha por el reconocimiento de la
igualdad de la mujer con el hombre (movimiento feminista, Teología feminista). Estas
tres realidades son los principales lugares sociales y teológicos que caracterizan la
relectura que en nuestros días se hace del relato de la Creación del Génesis.

De este modo verificamos un cambio de preocupación. Hasta comienzos del siglo XIX
no se cuestionaba la armonía de Gn 1 con las aportaciones de las ciencias sobre el
universo. Sin embargo, unas décadas más tarde se puso en cuestión el dato bíblico
teniendo en cuenta las aportaciones de la Geología y las teorías evolucionistas,
especialmente la teoría de la evolución de Darwin. La preocupación por conciliar el
dato bíblico con el científico marcará la reflexión teológica sobre la Creación. Hoy día
esta preocupación ocupa un lugar secundario frente a las anteriores prioridades.

El lenguaje con el que se expresan los catequistas, o autores sagrados, en los once
primeros capítulos del Génesis es un lenguaje mitológico, por ello, se ha de decir que
Gn 1-11 es mito en cuanto al lenguaje, pero es realidad en cuanto a su contenido. Gn
1-11 muestra una especie de programa de lo que el hombre y el mundo deben ser.

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La parábola de la familia y de la casa (Gn 1-2)

El Padre había decidido tener una familia, pero previamente necesitaba construir una
casa para sus hijos. Una simple lectura de la Biblia daría la impresión que la casa era
lo primero que empezó a hacer. Pero la casa, es decir, el universo sólo se entiende
desde el amor a sus hijos. La construcción de la casa es un gesto de amor entrañable
(cf. Ef 1,3-4). La casa habrá de ser un hogar, es decir, un lugar para vivir y caminar.
Será importante que tenga suelo y techo y buenas paredes. No debe faltar el agua y
la luz. Todo lo que haya en la casa será para sus hijos.

Atención:

Dos catequistas nos han transmitido dos historias distintas, en los dos relatos de
la Creación que encontramos en Gn 1 y 2, pero complementarias, de la
construcción de esta casa y de la familia de los hijos de Dios.

El primer catequista (Gn 1), que cuenta la historia del principio, enmarca la obra del
Señor en el marco de la semana judía. La forma de la Creaciónii del mundo será como
la edificación de una gran casa, una inmensa obra de albañilería. Cuando se va a
construir una casa, antes de amanecer, cuando todavía es de noche, se necesita la
luz. La luz amanecida será la obra primera que abra brecha en el caso de la sombra
(Gn 1,3-5). Una vez amanecida la aurora, se hace necesario trazar las paredes
maestras de la construcción. En primer lugar poner un gran techo firme, que sostenga
el agua que cae de arriba y hacer que aparezca el suelo firme, en la tierra que estaba
encharcada (cf. Gn 1,56-10).

La casa está ya construida en sus muros, en su suelo, en su techo. Pero aún no es


una casa acogedora. Se necesita luz que alumbre y ayude a marcar el tiempo del
camino. Los astros, que a los ojos de los antiguos eran dioses soberanos, para el
catequista son simples lumbreras al servicio del hombre (cf. Gn 1,16). Pero, además,
es necesario que la casa tenga medios de vida, para que los hijos puedan alimentarse.
La tierra puede producir “hiervas que dan semillas, por sus especies” (Gn 1,12). Pero
aún quedará más. Los animales acompañarán al hombre en el camino, estando a su
servicio (cf. Gn 1,20-25). Al ir haciendo la casa, vio el Señor que todo lo que hacía era
bueno, que estaba bien (cf. Gn 1,10.12.18.25).

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El catequista llama a la casa “los cielos y la tierra”, un gran edificio en tres pisos: lo
que hay arriba en los cielos, lo que hay abajo en la tierra y lo que hay en las aguas
por debajo de la tierra (Ex 20,4).

El catequista del segundo relato presenta ante los ojos del pueblo sencillo una escena
tomada de la vida: “Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo y
alentó en sus narices aliento de vida, y llegó a ser el hombre un ser viviente” (Gn
2,7). Por una parte, el pueblo conoce a los alfareros, que modelan con sus manos el
barro de la tierra; por otra, han tenido una larga y dura experiencia de la muerte, es
decir, han conocido en la muerte lo que es la vida. Los hombres, al morir, exhalan el
aliento, que les mantenía en la vida, que parecía ser su vida misma.

Para ambos catequistas, el hombre, la familia humana es lo más importante de la


Creación. Para el del primer relato es como la corona del gran edificio, para el del
segundo como el centro de gran jardín (cf. Gn 2-3).

El catequista del primer relato nos da la misma noticia, pero de otra manera distinta:
Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y
manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas
las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues,
Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los
creó” (Gn 1,26-27).

El relato marca bien el paso de la casa a la familia. Hay una distinción nueva y
distinta, más íntima, más personal: “Hagamos”. Con ello se desvela el propósito. Si la
mano creadora del Señor dejó en la casa sus huellas, ahora en la familia de los
hombres se grabará su imagen. Es también una experiencia del pueblo sencillo. Los
hijos se parecen a los padres, son como un reflejo de su rostro, llevan su imagen y
semejanza (Gn 5,1.3). Desde luego que aquí no nos encontramos ante una
generación. Lo que Dios hace también ahora es una Creación, con la fuerza poderosa
de su palabra: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”.

¿En qué el hombre es imagen y semejanza de Dios? Algunos han pensado que la
semejanza estaba en el aliento, es decir, en el espíritu. Otros en la inteligencia, que
le distanciaba de los animales. Sin embargo, el catequista lo expresa con fuerza:
“Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, para que
domine” (Gn 1,26). “Llenad la tierra y sometedla. Mandad” (Gn 1,28). La imagen del
Padre en nosotros es la soberanía de la libertad. El hombre puede ser dueño de sí
mismo. Es una capacidad de ser, de decidirse, de darse. Nosotros somos imagen y

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semejanza del Señor de la historia, el libre, el absolutamente libre, el que puede darse
y amar absolutamente. Si el Señor es la gracia, el hombre, creado a su imagen, es
también gracia, que puede dar. La libertad que constituye al hombre consiste en
existir desde la gracia que le ha hecho ser. Pero el señorío del hombre, no es
individual, sino comunitario, compartido. Hombre, en el relato, es una persona
comunitaria. Hombre es en realidad una familia. El gran signo del ser comunitario del
hombre, de su capacidad de amor, de entregarse es su sexualidad, a través de la cual
la vida se comparte y se prolonga.

Hombre y mujer son, al tiempo, iguales y distintos para poder amarse y comunicarse
en el don. Son iguales, de carne y hueso. La alegría del hombre al encontrarse con la
mujer es que en ella se reconoce a sí mismo, como algo idéntico consigo mismo. Pero
al mismo tiempo son distintos. Han de ayudarse. Ayudarse de modo adecuado es
compartir como personas lo que les falta a uno y a otro. El don de la sexualidad, que
hace al uno hombre en toda su realidad personal y a la otra mujer en toda su realidad
personal, muestra bien que en la misma igualdad son distintos, más aún,
complementarios. La distinción no es enfrentamiento, afirmación de uno frente a otro,
sino necesidad de uno para otro.

El Padre no ha terminado la Creación. Tan sólo la ha empezado. Tendrán que ayudarle


sus hijos (Gn 1,28; 2,8-9.15). Así, pues, el don de la casa grande se ha convertido en
tarea. El trabajo del hombre es la respuesta a esa tarea de hacer que avance la
Creación.

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La fraternidad rota

“La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios
había hecho. Y dijo a la mujer: « ¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de
ninguno de los árboles del jardín?» Respondió la mujer a la serpiente: « Podemos
comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio del
jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte»” (Gn 1,1-3).
Tenemos en escena tres personajes: el hombre, el árbol y la serpiente. ¿Quiénes son?

Los hombres envueltos en gloria

Los hombres son “imagen y semejanza” de Dios. El Padre les ha coronado de gloria y
dignidad, les ha dado el mando sobre las obras de sus manos y todo lo ha sometido
bajo sus pies (cf. Sl 8,6-7). Estaban vestidos de gloria. Esta palabra los israelitas la
aprendieron en el Sinaí. El pueblo estaba en torno a la montaña y aparece el Señor
como una luz fuerte y poderosa que le envuelve. Esa luz fuerte y poderosa es el
reflejo de su ser amor, este amor es su gloria; pues la gloria para el A. T. es la
revelación de la esencia misma de Dios en cuanto es dada a conocer. Los hombres de
la primera hora aparecen aquí en esta escena envueltos por el amor, dentro de la
fuerza y la luz del amor del Padre.

Un indicador puesto en su camino

En medio del jardín, donde se encuentran los hombres, aparece “el árbol de la ciencia
del bien y del mal” (Gn 2,9.17; 3,3.22). ¿Qué significa su presencia en el jardín?
Como el catequista está viendo la escena del paraíso desde la alianza del éxodo,
necesitamos trasladarnos hasta su punto de mira para comprender el árbol de la
escena. Moisés está delante del pueblo. Le ha dado a conocer el camino de la voluntad
de Dios. Por ello ante el pueblo se abren dos sendas: la del bien, que conduce a la
vida, y la del mal, que conduce a la muerte (cf. Dt 30,15-20). Desde esta escena
entiende el catequista el árbol de la ciencia del bien y del mal, que sitúa en el hogar
inmenso del paraíso.

El catequista quería indicar al pueblo, que cuando el Padre empezó la historia de su


amor, puso a los hombres en la tierra, para que vivieran como hermanos, y
compartieran la casa común. Pero para hacer esta historia no se podía ir por cualquier
camino. La familia de los hombres era imagen y semejanza del Señor, compartía con
Él el encargo del señorío. Pero era el mismo Señor el que ponía la señal y el indicador

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de su voluntad, para mostrar los caminos de su amor. Lo bueno y lo malo no lo


deciden los hombres por sí mismos, según sus intereses. Lo decide el Padre, de cuyas
manos hemos salido. El árbol de la ciencia del bien y del mal es como el indicador del
camino que conduce al Padre, y por tanto a la vida; y, por otro lado, el camino que se
aparta del Padre, de su voluntad, y que conduce a la muerte. Por tanto, este árbol es
imagen de la ley, de los preceptos divinos, esto es, de su voluntad.

La voz de sí mismo (Gn 3)

Nos queda por presentar a la serpiente. También aquí tenemos que ponernos en el
punto de vista del catequista que conoce la experiencia del pueblo. En muchas
ocasiones, el pueblo se ha negado a seguir los caminos del Señor. Ha seguido su voz,
y no la voz de Dios. El catequista desea presentar la tensión del fondo del hombre en
alta voz. Le interesa representar en un personaje el deseo del hombre de apropiarse
enteramente la vida que recibió como gracia. La serpiente es la imagen de la voluntad
de independencia y autonomía del hombre, es la tentación del hombre de su soberana
grandeza.

Ante el hombre se abre la absoluta disyuntiva: vivir desde el Señor, vivir desde sí
mismo o vivir para el Señor. Ante esta disyuntiva opta por vivir desde sí y para sí, es
decir, opta por la desobediencia: “Y como viese la mujer que el árbol era bueno para
comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y
comió, y dio también a su marido, que igualmente comió” (Gn 3,6).

La espiral del camino del mal (Gn 4.6-7.11)

El catequista nos mostrará las consecuencias de esta opción. Tal elección supone una
ruptura del lazo que les unía a su Creador, una ruptura de su religación creatural y
por tanto lleva consigo un trastorno en las raíces profundas de todo su ser. Y si su
ser, es un ser con los otros, en medio del mundo, unidos al Padre, entonces la ruptura
del amor repercutirá en la comunidad y en el universo. Esto es lo que nos quiere
mostrar con los episodios siguientes del pecado de Caín, el Diluvio y la torre de Babel.
A través de estas escenas vamos viendo el avance irresistible del pecado, del dolor y
de la muerte; y, por tanto, la ruptura de la armonía creacional querida por el Creador,
y expresada esta armonía por la bella imagen del paraíso (cf. Gn 2,4-17).

El cuadro del Diluvio (Gn 6-8) muestra las consecuencias de la espiral creciente del
pecado de los hombres, es la imagen para representar la ruptura de la armonía

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creacional. En efecto, a través de esta narración parabólica y paradigmática, el


autor sagrado muestra que los seres humanos no han logrado mantener la armonía
universal querida por Dios desde el inicio de la Creación. En vez de la armonía y la paz
han penetrado la violencia (Gn 6,11.13) y la maldad (Gn 6,5). La violencia es la causa
de la corrupción del universo: “La tierra estaba corrompida en la presencia de Dios: la
tierra se llenó de violencias” (Gn 6,11). Ella es la causa que ha provocado el Diluvio o,
expresado en lenguaje real, que el orden de la Creación y, por tanto, bendición, se
convierta en un desorden caótico: “Dijo, pues, Dios a Noé: « He decidido acabar con
toda carne, porque la tierra está llena de violencias por culpa de ellos. Por eso, he
aquí que voy a exterminarlos de la tierra” (Gn 6,13). Dios lo que decide es acabar con
este desorden, Él no pacta ni convive con la violencia, con la injusticia, para que la
historia de la bendición siga adelante, hacia su plenitud. ¿Cuál es la raíz de esta
violencia universal o maldad del corazón humano? El abandono de la Palabra, de la
Torá, de la instrucción de Dios.

Hacia la nueva fraternidad (Gn 8-9)

La nueva Creación se muestra en el texto mediante dos indicaciones, la primera: la


bendición divina a Noé y a su familia (“Dios bendice a Noé y a sus hijos, y les dice:
‘Creced, multiplicaos y llenad la tierra” -Gn 9,1-), guarda relación con la bendición de
la primera pareja (“Y los bendijo Dios, y les dijo Dios: «Sed fecundos y multiplicaos y
henchid la tierra y sometedla»” -Gn 1,28-). La segunda indicación la encontramos en
Gn 8,1, Dios se acuerda de Noé, manda un fuerte viento para secar las aguas. Este
momento recuerda al tercer día de la Creación, cuando la tierra seca aparecía por
primera vez: “Dijo Dios: «Acumúlense las aguas de por debajo del firmamento en un
solo conjunto, y déjese ver lo seco»; y así fue” (Gn 1,9).

Ciertamente, la vida de la Creación estaba en peligro. La luz corría el peligro de


convertirse en tinieblas. Dios interviene, dando muerte al pecado y atizando el
rescoldo de la vida, simbolizado en Noé y sus hijos (Gn 7-8). No vence, pues, la
noche, el pecado sino la luz y la gracia de Dios. No es calificado de “justo” (Gn 6,9). El
“justo”, en la Biblia, no es sólo alguno que es íntegro, sino también el que es capaz de
salvar, de “justificar”. Gracias a él la humanidad se salva y con ella, el mundo animal
y todo el universo. Gracias al él, la humanidad sale de esa espiral de desorden
provocado por el abandono de la Palabra. Noé es el ejemplo del ser humano que
cumple la misión confiada por Dios a la humanidad en Gn 1,28: guardián del mundo.
La “justicia” de uno solo basta para salvar el universo. Al menos un hombre ha
respondido al “sueño” de Dios.

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Nos encontramos ante un principio capital: “en uno todos justificados”. Presente
también en la bendición de Abrahán: “Por ti se bendecirán todos los linajes de la
tierra” (Gn 12,3); y en su famosa intercesión a favor de Sodoma: “Si encuentro en
Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré a todo el lugar en atención a
ellos” (Gn 18,26). Así pues, la existencia de unos justos tiene más poder sobre Dios
que la multitud de pecadores. Más aún, la justicia de unos tiene un valor salvífico para
otros, por encima de toda valoración cuantitativa.

También está presente este principio en la tradición profética. En boca de Jeremías


habla Yahvé a propósito del pecado de Jerusalén: “Recorred las calles de Jerusalén,
mirad bien y enteraos; buscad por sus plazas, a ver si topáis con alguno que practique
la justicia, que busque la verdad, y yo la perdonaré” (Jr 5,1). El Siervo doliente, en Is
53, que “no hizo atropello ni hubo engaño en su boca” (v. 9), “justificará a muchos”
(v. 11). Lo nunca oído: “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras
culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido
curados” (v. 5); “indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado,
cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes” (12).

Este hilo nos conduce a Cristo: “En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte
por un solo hombre ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y
el don de la justicia, reinarán en la vida por un solo, por Jesucristo! Así pues, como el
delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra
de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida. En efecto, así como
por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5).

La elección de Abrahán (Gn 12,1-3) ratifica que su mano es ahora más fuerte que
nunca, más amorosa que nunca. Es ahora cuando empieza a manifestarse la segunda,
la nueva, la última gracia, que llegará algún día a la plenitud de su consumación, en
Cristo.

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El cuidado de la casa y de su familia: la ecología. La voz de la


Creación

Algunos autores se preguntan si la Biblia dice explícitamente algo acerca de la


naturaleza, que pueda ser ecológicamente significativo para nuestro mundo. A
continuación, comprobaremos cómo la visión bíblica del mundo y su valoración
ofrecen las pautas necesarias para que los sistemas políticos y sociales, encaucen las
ciencias y la tecnología conforme a los valores ecológicos. El énfasis que la Escritura
pone en la armonía entre el Creador y su Creación, los humanos y su casa (oikos) el
cosmos, dentro de un marco moral, ciertamente crea y favorece una mentalidad
ecológica, pues nos presenta una percepción sagrada, no divina, del cosmosiii. Por
esto, veremos cómo el problema de la falta de énfasis sobre la ecológica no está en la
Escritura, sino en su interpretación. La voz profética de la Creación, nos recuerda que
es necesaria una nueva aproximación a la Biblia, que considere la importancia del
mundo natural.

El olvido bíblico del mundo natural

En efecto, el mundo natural ha sido olvidado en la interpretación bíblica. La causa de


este olvido no se ha de buscar en la Escritura, sino en los exégetas. Estos han
considerado la Biblia desde una orientación exclusivamente histórica, esto es,
humana. Se centraron en los eventos históricos y en la actividad de Dios en la
historia, pero no en la relación existente entre la humanidad y su entorno natural. Se
ha pensado en Yahvé como el Dios de la historia humana, descuidando que como
Creador, también lo es del mundo natural. De este modo, tal como veremos de forma
reiterada a lo largo de la exposición, se ha pasado por alto una nota fundamental de
la revelación bíblica: la interrelación existente entre Dios, la humanidad y el cosmos.
Tal descuido implica que tradicionalmente se ha pensado en que dos son los sujetos
de la Creación: Dios y la humanidad, y que todo lo demás existente ha sido
considerado como un objeto.

El cambio de perspectiva

A finales de la década de los sesenta asistimos a un cambio de perspectiva como


consecuencia, fundamentalmente, de la preocupación generada por la crisis ecológica.
Dicha crisis suscitó la búsqueda de sus causas. Entre éstas se apuntaba a la Biblia,
por considerarla responsable, en parte, de dicha situación. En este sentido, destaca la
opinión del historiador, experto en tecnología medieval, Lynn White (1907-1987). En
una conferencia dictada en Washington, en 1966, expuso que la tecnología moderna,
la ciencia y los medios por los que explotamos el entorno natural pueden enlazarse
con la mentalidad de judíos y cristianos. Especialmente por su concepción lineal de la

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historia y del progreso continuo, responsable, según el autor, de desencadenar una


importante crisis medioambiental. Bajo el espíritu bíblico, el entorno natural pasó a
ser un sujeto reverenciado y temido, a ser un objeto de uso, al servicio del hombre.
Linn White señala que esta idea se encuentra en la narración bíblica de la Creación, a
la que se debe el antropocentrismo cristiano. Así, dado que la ciencia moderna y la
tecnología, tienen sus raíces más profundas en la concepción cristiana de la
trascendencia y de la superioridad de la humanidad sobre la naturaleza; ni una ni
otra, en su opinión, pueden solucionar la crisis ambiental presente. Por tanto, estima
que es necesario reformular la religión cristiana, por estar en la raíz del problema, a la
luz de la espiritualidad de san Francisco. Por considera que dicha espiritualidad
permite liberarnos del antropocentrismo cristiano, al enfatizar la humildad de la
especie humana y la autonomía espiritual de todos los componentes no humanos de la
naturaleza.

La crítica de Linn White ocasionó una inmediata sensibilización acerca de la cuestión y


motivó la reacción de los exégetas, quienes pasaron del olvido a la atención al mundo
natural presente en la Sagrada Escritura. Si bien, en un primer momento, la respuesta
estuvo más preocupada por la defensa frente a dicha acusación. Para estos
estudiosos, así como para la reflexión teológica-bíblica cristiana, la razón de la actual
crisis ecológica no se encuentra ni en las narraciones bíblicas de la Creación, ni el
marcado antropocentrismo emanante; el cual, ciertamente, ha marcado tanto la
tradición bíblica judía como la cristiana. En efecto, ni la una ni la otra ven en el
antropocentrismo la causa del olvido de la naturaleza y de la incorrecta relación con
ella, sino en el olvido de Dios. Es más, argumenta Gordon D. Kaufman, frente a los
que, en aras de una sana ecología rechazan el antropocentrismo bíblico, éste es
intrínseco a la Teología cristiana.

En efecto, una correcta concepción de las relaciones de la humanidad con el medio


ambiente no proviene ni de absolutizar la naturaleza, ni de equipararla o ponerla por
encima de la persona humana. Por ello, Benedicto XVI señala cómo el Magisterio de la
Iglesia manifiesta sus reservas ante “una concepción del mundo inspirada en el
ecocentrismo y el biocentrismo, porque dicha concepción elimina la diferencia
ontológica y axiológica entre la persona humana y los otros seres vivientes”iv. De este
modo apunta a una de las grandes tentaciones que amenazan a nuestra sociedad en
su relación y visión de la naturaleza: la de glorificarla de tal forma que se olvide o se
infravalore la dignidad única del ser humano, “cima” del cosmosv. La otra gran
tentación sería la posición contraria: absolutizar la técnica y el poder humano, de tal
modo que termine por atentar gravemente, no sólo contra la naturaleza, sino también
contra la misma dignidad humana. Por ello, subraya el Papa, “es contrario al
verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona
humana misma”.

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Los estudiosos de la Biblia acusan a L. White de haber deformado la doctrina de la


Creación bíblica respecto al significado del mundo natural; pues no ha entendido el
significado que la Biblia da a los conceptos de “dominar” y al de “imagen de Dios”.
Dicha incomprensión se debe, principalmente, a que no ha leído los textos en su
contexto histórico y canónico. Esta acusación ha conducido a la reflexión bíblica a
volver sobre dichos conceptos, haciendo notar cómo con frecuencia, los verbos
“mandar” y “someter”, de Gn 1,26.28 respectivamente, han sido aislados de su
contexto canónico, es decir, el lugar que ocupan en la Escritura, lo cual ha dado píe a
esos malentendidos . Teniendo en cuenta el contexto, se comprueba, por un lado, que
existe una estrecha relación entre el hombre creado a “imagen de Dios” y el mandato
divino dado a la humanidad de “dominar”. Dicha relación muestra que el señorío
humano sobre lo creado tiene como modelo el señorío de Dios, el cual se caracteriza
por un cuidado misericordioso, liberador y salvífico de todas sus criaturas (cf. Ez 34;
Sal 145,8-9). Y, por otro lado, el relato siguiente de la Creación donde se habla del
“jardín del Edén”, señala que Dios colocó al hombre en aquel jardín para que “lo
labrase y lo cuidase” (Gn 2,15). El dominio del hombre sobre la tierra se asemeja a
los trabajos de labranza y de conservación de un jardinero. En modo alguno se habla
de un cultivo exhaustivo ni de explotación, sino de servicio (abad en hebreo) y de
cuidado (shamar). El primer verbo se emplea, también, para designar el servicio
cultual; y el segundo para la acción del centinela que vigila para impedir la violación
de un lugar reservado, aunque también se utiliza para significar la observancia fiel de
los preceptos divinos. De esta manera queda claro en el Génesis, que el dominio
encomendado por Dios a la humanidad “no consistía en una simple concesión de
autoridad, sino más bien en una llamada a la responsabilidad”vi.

Pero el mayor argumento en contra de la tesis central de L. White es que la


destrucción del medio ambiente no fue, ni es ahora, patrimonio exclusivo de las
culturas cristianas. Las causas de la actual crisis ambiental son complejas y diversas.
Si bien, ello no implica que no se reconozca que los elementos determinantes de la
crisis hayan surgido en el ámbito de las culturas marcadas por el cristianismo. Pero no
ha sido la fe en el Dios Creador, la que ha llevado al hombre a oprimir la naturaleza,
sino todo lo contrario. El olvido de Dios y el secularismo de la sociedad son las que
han conducido a la cultura de la modernidad a propiciar la degradación de la
naturaleza. Por todo ello, las conclusiones de L. White no pueden ser aceptadas.

La voz profética de la Creación

El primero de los escritores bíblicos, Amós, nos puede servir de guía para sentir la voz
de la Creación. El libro de Amós pone un marcado énfasis en la comunicación. Oímos
la voz de todos sus personajes: Yahvé, el profeta, el sacerdote Amasías y el pueblo,
éste último a través de propio profeta. Con la excepción de Amós, que habla en
obediencia a la voluntad de Yahvé, el resto de voces humanas están en oposición a la
voz divina. Pero falta una voz por señalar, la del mundo natural. En efecto, se siente

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su voz en el diálogo cósmico entre el Creador y su Creación. Y en este diálogo,


enseguida el lector percibe la similitud existente entre la voz del profeta y la del
cosmos. También la voz de la naturaleza es manifestación de la voz de Dios. Tanto la
una como la otra son llamadas por Yahvé a alzar su voz frente al pueblo; las dos son
testigos de Dios ante Israel: el profeta comunica las palabras de Yahvé, para que su
pueblo vuelva a su Dios; el mundo natural refleja las consecuencias que se derivan de
que el pueblo no busque a su Dios. Y ambos dependen de la escucha de Yahvé: Amós
habla en respuesta a la revelación divina; la tierra habla siguiendo la llamada del
Creador. Uno y otro están preocupados por ejecutar el juicio de Yahvé: Amós lo da a
conocer, y la tierra lo lleva a su cumplimiento. En un sentido real, pues, la voz de la
tierra en su libro puede ser denominada como “voz profética”.

Importante:

Tres son los medios por los cuales la voz de la tierra se escucha en el libro de
Amós: primero, mediante el uso de la imaginería tomada del mundo natural;
segundo, por el papel revelador que ejerce la naturaleza acerca de su Creador;
y, tercero, por su función de mediación respecto al juicio divino. 

La primera forma, en que la naturaleza es escuchada, es por el uso de un lenguaje


figurativo (cf. Am 2,9; 3,12; 5,19). Las imágenes de Am 3,4-5 y 6,12 sugieren que el
comportamiento del pueblo no responde al orden creacional querido por Diosvii. De
este modo, las metáforas llegan a ser un medio para expresar que la humanidad y la
tierra están conectadas o contrastadas, y muestran cómo la tierra tiene una voz que
puede claramente ser escuchada. En efecto, el entorno natural provee el material que
el profeta va a desarrollar en sus oráculos y en sus experiencias visionarias.

La segunda voz de la tierra, implícita más que explícita, proclama algo acerca de su
Creador. Es el caso de los tres himnos en Am 4,13; 5,8 y 9,5-6 (un caso paralelo al
Sal 19). Tal proclamación tiene como fin provocar una respuesta de temor ante
Yahvé. Si las montañas, el viento y el mar son poderosos e infunden temor, cuanto
más quien es su Hacedor.

La tercera voz de la tierra proviene de ser mediadora y testigo del juicio divino. En Am
4 las calamidades tienen como fin provocar el cambio, pero fue en vano: “Sin
embargo, no volvieron a mí” (4,8.9). Este juicio (cf. 8,9; 9,5) es una consecuencia del
veredicto de Yahvé por el pecado de Israel (cf. 8,8). Pero al final de libro (cf. 9,11-15)
asistimos a un cambio insospechado de voz: la Creación pasa del gemido al gozo, éste
se expresa mediante la imagen de la fertilidad de la tierra.

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El gemido y el duelo de la Creación

Retomamos el libro de Amós. En numerosas ocasiones describe el mundo natural


como respondiendo a la llamada de Yahvé. Por ejemplo, cuando Dios llama a las
aguas del mar en 5,8 y 9,6, éstas le obedecen, en contraste con el pueblo que no ha
escuchado la voz de Dios. Una respuesta radical se presenta en Am 1,2: “Dijo: Ruge
Yahvé desde Sión, desde Jerusalén da su voz; los pastizales de los pastores están en
duelo, y la cumbre del Carmelo se seca”. La tierra sufre un cambio significativo y
visible en respuesta a la voz divina. El rugido de Yahvé denota su enfado. ¿Este
enfado es dirigido directamente al mundo natural, de tal modo que sería el
destinatario de su ira? En caso de respuesta afirmativa, ¿no implicaría, entonces, que
la destrucción del paisaje por Yahvé fuera sin sentido, gratuita? Un estudio atento del
texto sugiere que un sutil proceso está en juego: la tierra actúa como medio del
mensaje de Yahvé, más que ser el receptor del desagrado divinoviii. El duelo de los
pastizales (1,2) va paralelo al juicio próximo de las naciones extranjeras y a la derrota
de Israel, como consecuencia de los muchos pecados de ambos (cf. 1,3-2,6). De este
modo la tierra reacciona ante la presencia de su Creador y visibiliza lo que está por
acontecer a las naciones y al mismo Israel (cf. 8,8).

La imagen del duelo y de la sequía de la tierra la volvemos a encontrar en el libro de


Oseas. En Os 4,1-3 asistimos a un rîb (acusación) de Yahvé contra Israel. La voz de la
tierra ocupa una función importante, pues está presente en cada parte del rîb o pleito:
en la llamada (v. 1b), en la acusación (v.1d) y en la sentencia (v.3a). La tierra es
claramente presentada como una víctima sufriente (cf. v. 3) por los pecados de sus
habitantes (cf. vv. 1-2). Para la comprensión de las acciones de la tierra en el v. 3
(“está en duelo y se marchita”), debemos, en primer lugar, identificar el rol de Yahvé
en el rîb. Está claro que pleitea contra Israel, acusándolo por haber quebrantado la
alianza. La tierra es el actor en este versículo. Desde esta perspectiva que subraya la
tierra como sujeto, su duelo parece ser más que una metáfora. Es la acción de la
tierra la que pone en movimiento el resto de acciones descritas en este versículo: “Se
marchita cuanto en ella habita: las bestias del campo y las aves del cielo; y hasta los
peces del mar desaparecen” (v. 3b).

Los términos usados en este v. 3 hablan de destrucción, aniquilación y


desesperación, al afirmar que el luto de la tierra afecta a “las bestias del campo y
las aves del cielo; y hasta los peces del mar desaparecen”. Se trata de un merismo
para designar a toda la Creación. Oseas invierte el orden del merismo tal como se
encuentra en Gn 1,28b: donde primero son los peces, luego las aves y, por último, los
animales. Esta enumeración inversa al orden de la Creación, dentro de un contexto de
devastación, describe el reverso de la Creación, la anticreación. Se sugiere que la
tierra está en luto a causa de los crímenes de Israel, los cuales rompen la armonía
creacional inscrita por su Creador. Hay, pues, un nexo causal, expresado por la
conjunción “por eso”, entre los crímenes humanos, explicados en el v. 2, y la acción y

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suerte de la tierra, en el v. 3ix. En efecto, la voz de su gemido atestigua que se ha


roto el orden creacional querido por Dios. Juntamente perecen la tierra y el pueblo
porque éste ha “rechazado el conocimiento de Yahvé”, es decir, porque ha “olvidado la
Ley” de su Dios (cf. 4,6), por todo ello “no hay lealtad ni conocimiento de Dios” (4,1).

La voz de gozo de la Creación por su recreación

En Os 2, inesperadamente la voz de la tierra pasa del llanto (“Arrasaré tu viñedo y su


higuera”; 2,13) al regocijo (“Le daré sus viñedos”; 2,17). La devolución de los viñedos
señala el paso de una situación de juicio y, por tanto, de luto, a una situación de
salvación, de gozo. Esta nueva situación se describe ampliamente a partir del v. 17
hasta el final del capítulo.

El campo semántico dominante es el de la alianza, expresada bajo la imaginería


matrimonial. Ésta acontece, como la alianza del Sinaí, en una situación de “desierto”
(v. 16), entendido éste no tanto como una realidad geográfica cuanto espiritual, de
encuentro íntimo entre Dios y su pueblo, por iniciativa del primero, sin el ruido o
asechanza de cualquier otro pretendiente. A diferencia de la alianza del Sinaí, la de
ahora se va a caracterizar por ser definitiva (v. 19), tanto por parte del esposo, Yahvé
(“Te desposaré conmigo para siempre”; v. 21), como de la esposa, el pueblo (“Nunca
más serán invocados –los baales- por su nombre”; v. 19). Hay otra singular
diferencia, mientras que la alianza del Sinaí es entre Yahvé e Israel, a quien Dios
entrega las clausuras de esta unión (el decálogo); aquí existe otro sujeto de la
alianza, no sólo el pueblo, sino también la totalidad de la Creación, expresada ésta por
medio de la lista de animales: “Sellaré un pacto en su favor aquel día con la bestia del
campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo” (v. 20a). En efecto, el listado
sugiere que representan a todos los seres no humanos. Lo que en esta alianza Yahvé
entrega a su pueblo, en vez del decálogo, son las arras de la justicia, del derecho, del
amor, de la compasión y de la fidelidad (“Yo te desposaré conmigo para siempre; te
desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré
conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé”; vv. 21-22). Es decir, lo que Dios da en
estas nuevas nupcias a su pueblo son las disposiciones requeridas para que esta
alianza matrimonial sea definitiva. De este modo encontramos aquí lo que
posteriormente desarrollarán los libros proféticos de Isaías, Jeremías y Ezequiel al
hablar de la “nueva alianza” (Jr 31,31), “alianza eterna” (Is 55,3; 61,8; Jr 32,40; Ez
16,60; 37,26) y de “alianza de paz” (Is 54,10; Ez 34,25; 37,26).

En el contexto de Oseas es claro que la hostilidad de Dios proviene de la falta de


fidelidad, de amor y de conocimiento sobre Él (cf. 4,1). Dada esta correlación entre el
orden moral y el orden cósmico, la redención de Israel con su Dios debe también
conllevar la renovación de la Creación, porque los pecados de Israel han corrompido el
orden creado (“Por eso, la tierra está en duelo”; 4,3; cf. también 14,5-9). El texto

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subraya el protagonismo activo de toda la Creación, expresado mediante el merismo


cielo y tierra; ambos, es decir, toda la Creación responde a la llamada amorosa de su
Creador, siguiendo el orden creacional: el cielo, dando la lluvia a la tierra, y ésta, a su
vez, produciendo trigo, mosto y aceite: “Y sucederá aquel día que yo responderé -
oráculo de Yahvé -, responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra; la tierra
responderá al trigo, al mosto y al aceite virgen, y ellos responderán a Yizreel” (2,23-
24).

Si bien, está claro que, para los profetas y para toda la Escritura, sólo los humanos
son sujetos o actores morales, es decir, sólo ellos pueden pecar. Del resto de las
criaturas no se puede predicar que, de por sí, puedan alterar el orden creacional,
porque siguen el orden armonioso impreso por su Creador. Es la humanidad quien
tiene esa capacidad de romper el orden creacional.

Recuerda que:

La humanidad y el cosmos comparten un mismo destino, no sólo para el mal,


sino también para el bien: si Israel vive conforme al orden creacional. 

Esta unidad entre la humanidad y su casa, el cosmos, tan repetidamente afirmada por
la Escritura (especialmente por los profetas), no se puede decir de forma más clara y
rotunda que como lo hace el libro de Isaías:

“15 Al fin será derramado desde arriba sobre nosotros espíritu. Se hará la estepa un
vergel, y el vergel será considerado como selva. 16 Reposará en la estepa la equidad,
y la justicia morará en el vergel; 17 el producto de la justicia será la paz, el fruto de la
equidad, una seguridad perpetua. 18 Y habitará mi pueblo en albergue de paz, en
moradas seguras y en posadas tranquilas” (Is 32:15-18).

Hay una simbiosis entre el medio ambiental y el pueblo, al predicar que en estos
lugares, en la estepa y en el vergel, habitarán la equidad y la justicia y, como fruto de
éstas, la paz. La simbiosis es clara cuando al final se afirma: “Y habitará mi pueblo en
albergue de paz” (v. 18). La paz del albergue, de la casa, esto es, del cosmos,
depende del que en ella vive: si practica la equidad y la justicia, entonces tendrá la
paz, él y su casa. La equidad, la justicia y la paz responden al orden inscrito por el
espíritu vivificador de Dios en su Creación. Esta misma armonía original o primigenia
se anuncia para un futuro, el cual se hará realidad gracias a la efusión del “espíritu”
(v. 15).

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Este mismo espíritu recreador lo encontramos en Is 11 y en Ez 36. En Is 11, el profeta


se sirve de la imaginería vegetal (vástago, retoño, raíz) para referirse al origen del
futuro “mesías”, así llamado porque sobre él “reposará el espíritu de Yahvé” (v. 2). En
virtud de este espíritu, regirá a su pueblo conforme al recto orden creacional, es decir,
conforme a la justicia y a la verdad (“Justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el
cinturón de sus flancos”; v. 5). Y fruto de la justicia y la verdad será la armonía
creacional, descrita en los vv. 6 al 8 (“Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo
se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los
conducirá. La vaca y la osa pacerán, juntas acostarán sus crías, el león, como los
bueyes, comerá paja. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura
de la víbora el recién destetado meterá la mano” (vv. 6-8).

De este modo es descrita la reconciliación de lo humano con la naturaleza salvaje.


Significativamente, las personas y los animales domésticos son representados por los
más pequeños y por las crías, respectivamente. Cada par de animales es
cuidadosamente escogido, así que cada depredador es emparejado con un ejemplo
típico de su presa. La relación pacífica del niño con el áspid es lo diametralmente
opuesto a la narración de la Creación de Gn 3,15 caracterizada por la enemistad
“eterna” entre la humanidad y la serpiente. Se establece, pues, una relación entre el
cese de la violencia y la actividad del Mesías. La sustitución de la violencia por la paz
es el tema dominante: “Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte,
porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvé, como cubren las aguas el
mar” (Is 11,9). De nuevo encontramos la simbiosis tierra – humanidad. La referencia
a la universalidad del conocimiento de Yahvé equivale a la universalidad de la justicia,
la verdad, la equidad y, por tanto, de la paz.

Protología y escatología se dan la mano en este texto, pues se recupera la voluntad


primigenia de Dios respecto a la Creación concebida como un Edén, definido por la
armonía, la paz, la ausencia de mal. Pero también va más allá, supera el primer
paraíso, porque para ese tiempo futuro (escatología), nuevo Edén (“nuevo” en cuanto
tiene de superación), dicha armonía no podrá ser rota por el pecado, porque “la tierra
estará llena del conocimiento de Yahvé”. Ello sólo puede ser fruto de un nuevo acto
creador del espíritu de Dios, que dará lugar a “los nuevos cielos y la nueva tierra”:
“Pues he aquí que Yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los
primeros ni vendrán a la memoria” (Is 65,17). La novedad será tal que se olvidarán
los primeros cielos y la primera tierra, es decir, la Creación primigenia. Tal novedad
anunciada consiste en el cambio radical de una situación de angustia, que se remonta
a la Creación primigenia, a una situación de “gozo” y de “regocijo” “permanentes”.
“Gozo” y “regocijo” serán los nombres de los “nuevos cielos y la nueva tierra”: “Habrá
gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear”. Pues he aquí que Yo voy a
crear a Jerusalén «Regocijo», y a su pueblo «Alegría»” (Is 65,18)x. Es interesante
observar como esta “ecotopía” es histórica, pues no está situada en un más allá o
fuera de la historia.

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Conclusión

Propio de la Escritura, especialmente de los profetas, es la dimensión teológica y


moral de la ecología. La dimensión teológica, en cuanto que hace depender la
armonía o la desarmonía creacional de la relación con su Creador, y cómo dicha
relación influye en el resto de la Creación. Si vive conforme a la palabra de Dios,
entonces acontece la armonía; pero, si por el contrario, da la espalda a su Creador,
surge la desarmonía creacional. Si el hombre no está en paz con Dios, tampoco la
tierra lo está: “Por eso, la tierra está en duelo, y se marchita cuanto en ella habita,
con las bestias del campo y las aves del cielo: y hasta los peces del mar desaparecen”
(Os 4, 3). De ésta deriva la dimensión moral, en cuanto que el obrar de la humanidad
repercute para bien o para mal en la naturaleza. Esto significa que el vínculo del
hombre con la naturaleza y con las demás criaturas no humanas, se inserta en el
ámbito, de más amplio alcance, de la relación del hombre con Dios; este nexo, que es
previo, determina la actuación éticamente responsable del hombre para con su
entorno natural. Ninguna literatura, como la profética, ha subrayado el deber moral,
la responsabilidad de la humanidad de cuidar su oikos, su casa. De ésta misma
literatura se desprende que la actual crisis ecológica reviste un marcado carácter
ético-moral.

En 1990, Juan Pablo II, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, se refirió a
la “crisis ecológica”, destacando que ésta tiene un carácter predominantemente ético.
Lo vuelve a recoger Benedicto XVI en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de
2010 (cf. n. 4).

Es propio de la Escritura tener una visión escatológica de la naturaleza. Pues no sólo


el hombre está llamado a una nueva recreación redentora, también su entorno está
destinada a participar de este destino final, denominado “nuevos cielos y nueva tierra”
(Is 65,17; 66,22), caracterizado por la justicia y la paz definitiva, como consecuencia
del conocimiento universal de Yahvé. La búsqueda de la justicia anticipa ese futuro
final que nos espera.

La voz profética de la Creación pone de manifiesto que Dios realiza su obra con un
orden intrínseco, para que de este modo el hombre pueda descubrir la mejor forma de
preservar dicha Creación (“cultivarla”, “guardarla”). En definitiva, para que pueda vivir
en armonía en su oikos. Es lo que Benedicto XVI denomina “gramática” de la Creación
(cf. Caritas in veritate, n. 48). A esta “gramática” alude el título dado al presente
estudio: La voz profética de la Creación. Leyendo los profetas se siente esta
gramática, se siente la voz de la Creación que escucha y obedece el orden dispuesto
por su Creador. Gime cuando es herida por la injusticia de sus moradores, siendo su
gemido la voz que denuncia la ruptura del orden creacional. Goza con la justicia y la
paz de la humanidad. Y glorifica a su Creador. Queda de este modo manifiesto que el

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modelo dominante, en la cosmovisión bíblica de la relación de la humanidad con el


cosmos, es el de la armonía, no el de dominio o sumisión a la naturaleza.

La escucha de la voz profética de la Creación es la base sólida para la armonía


creacional, y para el fundamento y articulación de la ética. Esa escucha nos recuerda
que todos somos hermanos y responsables de la vida de los demás y de la oikos;
dicha voz nos acusa cuando obramos en contra de la vida, la justicia, la verdad, esto
es, en contra de lo que significa el conocimiento de Dios (cf. Caritas in veritate,
nº. 75). En definitiva, la voz profética de la Creación nos habla de señorío responsable
ante el cosmos, de fraternidad ante los otros, y de filiación ante el Creador. Estos son
los tres pilares básicos, no sólo de la antropología cristiana, sino de la ecología que
encontramos en los libros proféticos.

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20

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NTA MARÍA – EDIC
CIONES SM 2013 Autor: Jose Luis Barriocanal. Facultad de Teología de Burgos
   
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La historia patriarcal muestra cómo el pueblo de Israel es descendiente de Abrahán,


Isaac y Jacob, y de cada uno de los doce hijos de Jacob. Abrahán es el padre y fundador
de Israel. El texto más significativo a este respecto es Gn 15, ya que nos encontramos
con el primer personaje bíblico que cree en las promesas divinas (v. 6). También es el
primer profeta (Gn 20,7) que recibe una revelación según un vocabulario propiamente
profético (Gn 15,1). Experimenta el éxodo antes del éxodo (cf. Gn 12,10-20); en este
sentido, Gn 15,7 usa la fórmula del éxodo para describir su venida desde Ur de Caldea:
“Soy el Señor que te ha hecho salir de Ur” (Ex 20,2). Es el primero en construir altares e
invocar el nombre del Señor en la tierra prometida (Gn 12,7-8). Con él Dios estipula una
alianza que es previa a la del Sinaí (Gn 15,18). Por su comportamiento, se convierte
también en paradigma para sus descendientes. Es el primero que practica la
circuncisión, sigo de la alianza con Dios (Gn 17); cumple la Ley antes que sea
proclamada por Moisés (Gn 26,5); es modelo de obediencia a Dios (Gn 12,1-4; 22,15-
18), de hospitalidad (Gn 18,1-15) y de intercesión por los justos (18,22-23). Es, pues,
un modelo de identificación para sus descendientes.

Isaac nace, crece, vive y muere en la tierra de Canaán (cf. Gn 26). Jacob es, al igual que
Abrahán, un personaje paradigmático. Pasa veinte años en Jarán, es decir en
Mesopotamia, y finaliza su vida en Egipto, aunque será enterrado en Canaán. A este
respecto es significativo Gn 28,15. Está dirigido a Jacob como antepasado de un pueblo
que tendrá que recorrer también los caminos del destierro y a quién también Dios le
promete un retorno seguro a su tierra. Otro pasaje significativo es Gn 46,1-4.

Importante:

Los relatos patriarcales explican también la diferencia que existe entre los
israelitas, los ismaelitas, los edomitas, los moabitas y los amonitas. Son primos
que pertenecen a genealogías colaterales.

Se puede subdividir con facilidad en tres partes más sustanciales: el ciclo de Abraham
(Gn 12-24), el de Jacob (Gn 25-35) y la historia de José (Gn 37-50). Al lado de estas
tres grandes figuras hay que contar con algunos personajes menores: Isaac (Gn 26),
Esaú (Gn 36) o Judá (Gn 38). Después, a partir de Ex 2 hasta Dt, la figura de Moisés
domina el relato y esta amplia sección corresponde en gran parte a su “biografía”,
puesto que él nace en Ex 2 y muere en Dt 34.

Nos podemos preguntar por qué la parte más extensa de Pentateuco se desarrolla en el
marco del desierto (Ex 15-Dt 34). Porque tal es la condición del pueblo que vive en la
diáspora, pero también de los que viven en la tierra prometida bajo un gobierno
extranjero. Es, pues, un modo de releer el presente a la luz del pasado. Los relatos de

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las murmuraciones dan un colorido negativo a la estancia del desierto. Parece que ello es
el resultado de un desarrollo posterior. La estancia en el desierto es considerada como
un tiempo idílico, por ejemplo, por Oseas y Jeremías (cf. Os 2,16-17; 12,10; Jr 2,2-3).
Esta visión positiva se transforma en negativa en Ez 20,1-16 y Neh 9,16-17.

La estancia en el desierto es para Israel un tiempo normativo. Todas las leyes de Israel
se proclaman en el monte Sinaí o en el desierto. Éstas no han desaparecido con la
monarquía porque eran más antiguas que esta, al igual que Israel existía mucho antes
que la instauración de la monarquía de Saúl y David; tampoco están vinculadas al
territorio de la tierra prometida y, por tanto, siguen en vigor aun cuando el pueblo viva
fuera de la tierra. Poseer leyes propias tiene mucha importancia, ya que significa ser una
verdadera nación.

Es posible, por tanto, reducir a tres los cinco bloques precedentes: los relatos de los
orígenes (Gn 1- 1l), los relatos patriarcales (Gn 12-50) y las experiencias fundamentales
del pueblo del Israel bajo la dirección de Moisés (Ex-Lv Nm-Dt: relatos y leyes). Este
último bloque puede aparecer, a su vez, subdividido en tres secciones, los conjuntos 3, 4
y 5 del organigrama propuesto más arriba. Estas tres partes corresponden a tres
grandes etapas de la vida de Israel: el mundo antes del nacimiento de Israel; los
antepasados de Israel; e Israel como pueblo antes de su entrada en la tierra prometida.

El Pentateuco es un texto complejo, en cuanto que es el resultado final de un proceso de


compilación de numerosos textos que al principio eran independientes y que fueron
redactándose en épocas diferentes. Además, lleva la marca de numerosas revisiones. La
lectura del texto en su forma actual se asemeja a la visita a una ciudad que hubiera sido
reconstruida tras sufrir numerosos terremotos. En esta ciudad, el observador crítico
podrá distinguir, muy pronto, tres grandes tipos de edificios: los edificios antiguos, que
datan de numerosas épocas y han sobrevivido total o parcialmente a los desastres;
edificios recientes, construidos tras el terremoto; edificios mixtos, en parte antiguos y en
parte nuevos, donde el trabajo de restauración ha integrado partes antiguas con nuevas
construcciones. El Pentateuco ofrece esta imagen; en efecto, contiene en su interior los
escritos esenciales que Israel ha salvado de la destrucción de Samaría y Jerusalén y que
han sido, después, refundidos o completados para dar a la comunidad del segundo
templo el texto que definía su identidad. Se trata, por tanto, de una especie de «ley
fundamental» o «constitución» en la que se basó la restauración del pueblo. El
Pentateuco es la «constitución» de Israel porque explica cómo se constituye el pueblo
desde tres puntos de vista: genealógico, histórico y jurídico.

Dos tendencias sostienen esta obra: la continuidad con el pasado y la necesidad de


actualización. Continuidad con el pasado, puesto que Israel que ha resurgido de sus

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ruinas quiere afirmar que es idéntico al Israel preexílico. Actualización, puesto que la
comunidad postexílica debe probar que las tradiciones del pasado siguen siendo válidas
para el presente. En términos teológicos, esto significa, por una parte, que el Dios de la
comunidad postexílica es todavía y siempre Yahvé, el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, el Dios que se apareció a Moisés y que ha conducido a su pueblo desde Egipto
hacia la tierra prometida; por otra parte, quiere demostrar que este Dios de las
tradiciones del pasado sigue igualmente siendo el que conduce la historia «presente» de
Israel. En términos más históricos, el Pentateuco actual quiere afirmar que la historia de
Israel que empieza con Abraham no se termina con el exilio y, en términos jurídicos, que
este mismo exilio no ha invalidado los códigos de las leyes y las instituciones que se
atribuyen a Moisés. Todo esto explica las diferencias de estilo, las repeticiones, las
correcciones y los añadidos, y la impresión de amalgama que presenta la lectura de
buen número de páginas del Pentateuco.

El relato de la torre de Babel (Gn 11, 1-9)

Comúnmente se entiende este relato como expresión de la soberbia humana, el deseo


de ser como Dios. La multitud de lenguas viene a ser interpretada como la respuesta
divina para corregir dicha soberbia. No obstante, Si analizamos atentamente el texto
descubrimos la falta de solidez de esta interpretación.

La expresión “una sola lengua”, o literalmente “una sola boca”, se encuentra con
frecuencia en los documentos del imperio asirio. Tiene como finalidad describir la unidad
del imperio en torno al rey que ha conseguido pacificar su imperio. Del rey asirio Tiglat-
Pileser I (1115-1077 a.C.), que reunió todos los reinos en un solo gobierno, se dice que
“Una boca les hizo tener”. La expresión evoca la unidad, obtenida por el uso de la fuerza
y de la violencia, no por la voluntad libre de los pueblos sometidos.

El rey asirio, una vez pacificado y conquistado un gran imperio, inició la construcción de
una ciudad fortificada, con una gran torre. Tal como encontramos en Gn 11,1-9: ciudad
y torre. La finalidad de esta construcción era política y propagandística, ya que suponía
la afirmación del poder real y causaba temor, y por tanto sumisión, de las poblaciones
sometidas.

Una “torre cuya cima toque el cielo” (Gn 11,4). Esta afirmación ha sido comúnmente
interpretada como expresión de la soberbia humana. Convincente es la interpretación
que ve en ella una imagen hiperbólica. Así aparece en otros lugares de la Biblia: en Dt
1,28 los israelitas describen así la ciudad que han visto durante la inspección de la tierra
prometida: “Las ciudades son grandes y fortificadas hasta el cielo” (cf. Dt 9,1; Jer

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51,53). Estos textos afirman que las fortificaciones imponentes de las ciudades
cananeas, así como aquella de Babel, no podrán resistir la potencia divina. Aluden, pues,
también a un exceso de confianza en las obras humanas.

La nueva capital del rey asirio, una vez construida, recibía un “nombre” que tenía como
finalidad inmortalizar la fama de dicho soberano. Así, Eclo 40,19: “Tener hijos y fundar
una ciudad perpetúan el nombre, pero más se estima a una mujer irreprochable”. El
nombre en estos contextos significa, sobre todo, “fama”, “reputación”, “gloria”. Además,
la expresión “darse un nombre” significa también “fundar un imperio”, “organizar un
estado” para que sea duradero. En conclusión, la narración describe en modo
paradigmático el sueño totalitario e imperialista de Babilonia. La intervención divina
significa que Dios es contrario a este tipo de “globalización” que implica la cancelación de
las diversas culturas, de las diferencias. La diversidad de culturas y la “dispersión” de las
naciones sobre toda la tierra es voluntad de Dios y se debe considerar como un
desarrollo positivo de la historia humana (cf. Gn 10,32 y 11,8ss).

Estos textos manifiestan que Dios quiere que cada pueblo tenga su espacio y su cultura.
La diversidad es una riqueza más que un obstáculo de cara a la comunicación y a la
unión entre los pueblos. Dios no se opone a la unión de los pueblos, sino a la
uniformidad forzada por un imperio totalitario. La unión entre los pueblos se consigue no
mediante un poder opresor, sino caminando a la luz de la Palabra de Dios (cf. Is 2,1-5;
texto ya comentado), mediante el conocimiento de Dios (cf. Is 19,16-25; por este
conocimiento hay un camino que une a dos pueblos opuestos: Israel, Egipto y Asiria), y
compartiendo la misma mesa (cf. Is 25,6-10; la condición para el fin de las guerras es
que todos los pueblos participen de la invitación de Yahvé de sentarse en su mesa).

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ii
Se trata de una creación de la nada: La fe en la creación “de la nada” está atestiguada en la Escritura
como una verdad llena de promesa y de esperanza, si bien la intención de los catequistas es insistir en la
armonía creacional. Así la madre de los siete hijos Macabeos los alienta al martirio: Yo no sé cómo
aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los
elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y
proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no
miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes... Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver
todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha
llegado así a la existencia (2Mac 7,22-23.28).
iii
En efecto, la naturaleza en la Biblia es desdivinizada pero no desacralizada. Las criaturas no son
divinas, pero pertenecen a Dios, son queridas por Él y, en este sentido, son sagradas.
iv
BENEDICTO XVI, Si quieres promover la paz, protege la creación, XLIII Jornada Mundial de la Paz, 1 de
enero de 2010, n. 13.
v
BENEDICTO XVI, Si quieres promover la paz, n. 6.
vi
BENEDICTO XVI, Si quieres promover la paz, n. 6. En Caritas in veritate, en el n. 70, señala que Dios ha
concedido al hombre “el papel de guardián y administrador responsable de la creación”.
vii
Una confrontación semejante respecto a la respuesta al proyecto divino la encontramos en el profeta
Jeremías: “Hasta la cigüeña en el cielo conoce su estación, y la tórtola, la golondrina o la grulla guardan
el tiempo de sus migraciones. Pero mi pueblo ignora el derecho de Yahvé” (Jr 8,7). El derecho de Yahvé
es fuente y manifestación del orden creacional. La imagen del luto creacional es retomada por Pablo en
Rm 8,18-23.
viii
El mismo Yahvé hace oír a su pueblo la voz profética en la falta de lluvia, pues ésta revela el pecado de
su pueblo; pero el descaro y el orgullo de este pueblo ha cerrado sus oídos, y no se han avergonzado de
haber abandonado a su Esposo por los amantes; cf. Jr 3,3.
ix
En Is 24,4-6 y Jr 4,22-28; 9,11-12 y 12,4 aparece esta misma relación causal: el luto de la tierra por el
pecado de sus moradores; el lenguaje utilizado denota también una situación de anti-creación, de caos,
de diluvio.
x
Cf. J.L. BARRIOCANAL GÓMEZ, “Esperanza”, 277-278.

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