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.NTA MARÍA – EDIC
SAN CIONES SM 2013 Autor: Jose Luis Barriocanal. Facultad de Teología de Burgos
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Índice
Introducción 2
La parábola de la familia y de la casa (Gn 1-2) 3
La fraternidad rota 6
Hacia la nueva fraternidad (Gn 8-9) 8
El cuidado de la casa y de su familia: la ecología. La voz de la creación 10
Lecturas para la reflexión y la profundización 20
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La manifestación de Dios en la
TEMA 2
Creación
Introducción
La Biblia comienza con una afirmación de fe: “Al principio creó Dios el cielo y la
tierra”. ¿Cómo pudo el pueblo de Israel llegar a esta afirmación? Sin lugar a dudas,
por el camino de una lenta reflexión, guiada por Dios, basada en la propia irrupción de
la divinidad en su historia. Todos sus miembros fueron conscientes de que Dios los
liberó del poder de Egipto, los condujo durante el destierro para entregarles,
finalmente, la tierra. El Dios de Israel siempre está con los suyos y la fe les lleva a
descubrir que Él es el Señor del cielo y tierra. Esta convicción está presente antes del
destierro a Babilonia, pero es a la vuelta del mismo, cuando se redacta
definitivamente el libro del Génesisi y cuando esta confesión en Dios creador aparece
con más claridad.
De este modo verificamos un cambio de preocupación. Hasta comienzos del siglo XIX
no se cuestionaba la armonía de Gn 1 con las aportaciones de las ciencias sobre el
universo. Sin embargo, unas décadas más tarde se puso en cuestión el dato bíblico
teniendo en cuenta las aportaciones de la Geología y las teorías evolucionistas,
especialmente la teoría de la evolución de Darwin. La preocupación por conciliar el
dato bíblico con el científico marcará la reflexión teológica sobre la Creación. Hoy día
esta preocupación ocupa un lugar secundario frente a las anteriores prioridades.
El lenguaje con el que se expresan los catequistas, o autores sagrados, en los once
primeros capítulos del Génesis es un lenguaje mitológico, por ello, se ha de decir que
Gn 1-11 es mito en cuanto al lenguaje, pero es realidad en cuanto a su contenido. Gn
1-11 muestra una especie de programa de lo que el hombre y el mundo deben ser.
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El Padre había decidido tener una familia, pero previamente necesitaba construir una
casa para sus hijos. Una simple lectura de la Biblia daría la impresión que la casa era
lo primero que empezó a hacer. Pero la casa, es decir, el universo sólo se entiende
desde el amor a sus hijos. La construcción de la casa es un gesto de amor entrañable
(cf. Ef 1,3-4). La casa habrá de ser un hogar, es decir, un lugar para vivir y caminar.
Será importante que tenga suelo y techo y buenas paredes. No debe faltar el agua y
la luz. Todo lo que haya en la casa será para sus hijos.
Atención:
Dos catequistas nos han transmitido dos historias distintas, en los dos relatos de
la Creación que encontramos en Gn 1 y 2, pero complementarias, de la
construcción de esta casa y de la familia de los hijos de Dios.
El primer catequista (Gn 1), que cuenta la historia del principio, enmarca la obra del
Señor en el marco de la semana judía. La forma de la Creaciónii del mundo será como
la edificación de una gran casa, una inmensa obra de albañilería. Cuando se va a
construir una casa, antes de amanecer, cuando todavía es de noche, se necesita la
luz. La luz amanecida será la obra primera que abra brecha en el caso de la sombra
(Gn 1,3-5). Una vez amanecida la aurora, se hace necesario trazar las paredes
maestras de la construcción. En primer lugar poner un gran techo firme, que sostenga
el agua que cae de arriba y hacer que aparezca el suelo firme, en la tierra que estaba
encharcada (cf. Gn 1,56-10).
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El catequista llama a la casa “los cielos y la tierra”, un gran edificio en tres pisos: lo
que hay arriba en los cielos, lo que hay abajo en la tierra y lo que hay en las aguas
por debajo de la tierra (Ex 20,4).
El catequista del segundo relato presenta ante los ojos del pueblo sencillo una escena
tomada de la vida: “Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo y
alentó en sus narices aliento de vida, y llegó a ser el hombre un ser viviente” (Gn
2,7). Por una parte, el pueblo conoce a los alfareros, que modelan con sus manos el
barro de la tierra; por otra, han tenido una larga y dura experiencia de la muerte, es
decir, han conocido en la muerte lo que es la vida. Los hombres, al morir, exhalan el
aliento, que les mantenía en la vida, que parecía ser su vida misma.
El catequista del primer relato nos da la misma noticia, pero de otra manera distinta:
Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y
manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas
las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues,
Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los
creó” (Gn 1,26-27).
El relato marca bien el paso de la casa a la familia. Hay una distinción nueva y
distinta, más íntima, más personal: “Hagamos”. Con ello se desvela el propósito. Si la
mano creadora del Señor dejó en la casa sus huellas, ahora en la familia de los
hombres se grabará su imagen. Es también una experiencia del pueblo sencillo. Los
hijos se parecen a los padres, son como un reflejo de su rostro, llevan su imagen y
semejanza (Gn 5,1.3). Desde luego que aquí no nos encontramos ante una
generación. Lo que Dios hace también ahora es una Creación, con la fuerza poderosa
de su palabra: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”.
¿En qué el hombre es imagen y semejanza de Dios? Algunos han pensado que la
semejanza estaba en el aliento, es decir, en el espíritu. Otros en la inteligencia, que
le distanciaba de los animales. Sin embargo, el catequista lo expresa con fuerza:
“Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, para que
domine” (Gn 1,26). “Llenad la tierra y sometedla. Mandad” (Gn 1,28). La imagen del
Padre en nosotros es la soberanía de la libertad. El hombre puede ser dueño de sí
mismo. Es una capacidad de ser, de decidirse, de darse. Nosotros somos imagen y
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semejanza del Señor de la historia, el libre, el absolutamente libre, el que puede darse
y amar absolutamente. Si el Señor es la gracia, el hombre, creado a su imagen, es
también gracia, que puede dar. La libertad que constituye al hombre consiste en
existir desde la gracia que le ha hecho ser. Pero el señorío del hombre, no es
individual, sino comunitario, compartido. Hombre, en el relato, es una persona
comunitaria. Hombre es en realidad una familia. El gran signo del ser comunitario del
hombre, de su capacidad de amor, de entregarse es su sexualidad, a través de la cual
la vida se comparte y se prolonga.
Hombre y mujer son, al tiempo, iguales y distintos para poder amarse y comunicarse
en el don. Son iguales, de carne y hueso. La alegría del hombre al encontrarse con la
mujer es que en ella se reconoce a sí mismo, como algo idéntico consigo mismo. Pero
al mismo tiempo son distintos. Han de ayudarse. Ayudarse de modo adecuado es
compartir como personas lo que les falta a uno y a otro. El don de la sexualidad, que
hace al uno hombre en toda su realidad personal y a la otra mujer en toda su realidad
personal, muestra bien que en la misma igualdad son distintos, más aún,
complementarios. La distinción no es enfrentamiento, afirmación de uno frente a otro,
sino necesidad de uno para otro.
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La fraternidad rota
“La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios
había hecho. Y dijo a la mujer: « ¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de
ninguno de los árboles del jardín?» Respondió la mujer a la serpiente: « Podemos
comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio del
jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte»” (Gn 1,1-3).
Tenemos en escena tres personajes: el hombre, el árbol y la serpiente. ¿Quiénes son?
Los hombres son “imagen y semejanza” de Dios. El Padre les ha coronado de gloria y
dignidad, les ha dado el mando sobre las obras de sus manos y todo lo ha sometido
bajo sus pies (cf. Sl 8,6-7). Estaban vestidos de gloria. Esta palabra los israelitas la
aprendieron en el Sinaí. El pueblo estaba en torno a la montaña y aparece el Señor
como una luz fuerte y poderosa que le envuelve. Esa luz fuerte y poderosa es el
reflejo de su ser amor, este amor es su gloria; pues la gloria para el A. T. es la
revelación de la esencia misma de Dios en cuanto es dada a conocer. Los hombres de
la primera hora aparecen aquí en esta escena envueltos por el amor, dentro de la
fuerza y la luz del amor del Padre.
En medio del jardín, donde se encuentran los hombres, aparece “el árbol de la ciencia
del bien y del mal” (Gn 2,9.17; 3,3.22). ¿Qué significa su presencia en el jardín?
Como el catequista está viendo la escena del paraíso desde la alianza del éxodo,
necesitamos trasladarnos hasta su punto de mira para comprender el árbol de la
escena. Moisés está delante del pueblo. Le ha dado a conocer el camino de la voluntad
de Dios. Por ello ante el pueblo se abren dos sendas: la del bien, que conduce a la
vida, y la del mal, que conduce a la muerte (cf. Dt 30,15-20). Desde esta escena
entiende el catequista el árbol de la ciencia del bien y del mal, que sitúa en el hogar
inmenso del paraíso.
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Nos queda por presentar a la serpiente. También aquí tenemos que ponernos en el
punto de vista del catequista que conoce la experiencia del pueblo. En muchas
ocasiones, el pueblo se ha negado a seguir los caminos del Señor. Ha seguido su voz,
y no la voz de Dios. El catequista desea presentar la tensión del fondo del hombre en
alta voz. Le interesa representar en un personaje el deseo del hombre de apropiarse
enteramente la vida que recibió como gracia. La serpiente es la imagen de la voluntad
de independencia y autonomía del hombre, es la tentación del hombre de su soberana
grandeza.
Ante el hombre se abre la absoluta disyuntiva: vivir desde el Señor, vivir desde sí
mismo o vivir para el Señor. Ante esta disyuntiva opta por vivir desde sí y para sí, es
decir, opta por la desobediencia: “Y como viese la mujer que el árbol era bueno para
comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y
comió, y dio también a su marido, que igualmente comió” (Gn 3,6).
El catequista nos mostrará las consecuencias de esta opción. Tal elección supone una
ruptura del lazo que les unía a su Creador, una ruptura de su religación creatural y
por tanto lleva consigo un trastorno en las raíces profundas de todo su ser. Y si su
ser, es un ser con los otros, en medio del mundo, unidos al Padre, entonces la ruptura
del amor repercutirá en la comunidad y en el universo. Esto es lo que nos quiere
mostrar con los episodios siguientes del pecado de Caín, el Diluvio y la torre de Babel.
A través de estas escenas vamos viendo el avance irresistible del pecado, del dolor y
de la muerte; y, por tanto, la ruptura de la armonía creacional querida por el Creador,
y expresada esta armonía por la bella imagen del paraíso (cf. Gn 2,4-17).
El cuadro del Diluvio (Gn 6-8) muestra las consecuencias de la espiral creciente del
pecado de los hombres, es la imagen para representar la ruptura de la armonía
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Nos encontramos ante un principio capital: “en uno todos justificados”. Presente
también en la bendición de Abrahán: “Por ti se bendecirán todos los linajes de la
tierra” (Gn 12,3); y en su famosa intercesión a favor de Sodoma: “Si encuentro en
Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré a todo el lugar en atención a
ellos” (Gn 18,26). Así pues, la existencia de unos justos tiene más poder sobre Dios
que la multitud de pecadores. Más aún, la justicia de unos tiene un valor salvífico para
otros, por encima de toda valoración cuantitativa.
Este hilo nos conduce a Cristo: “En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte
por un solo hombre ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y
el don de la justicia, reinarán en la vida por un solo, por Jesucristo! Así pues, como el
delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra
de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida. En efecto, así como
por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5).
La elección de Abrahán (Gn 12,1-3) ratifica que su mano es ahora más fuerte que
nunca, más amorosa que nunca. Es ahora cuando empieza a manifestarse la segunda,
la nueva, la última gracia, que llegará algún día a la plenitud de su consumación, en
Cristo.
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El cambio de perspectiva
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El primero de los escritores bíblicos, Amós, nos puede servir de guía para sentir la voz
de la Creación. El libro de Amós pone un marcado énfasis en la comunicación. Oímos
la voz de todos sus personajes: Yahvé, el profeta, el sacerdote Amasías y el pueblo,
éste último a través de propio profeta. Con la excepción de Amós, que habla en
obediencia a la voluntad de Yahvé, el resto de voces humanas están en oposición a la
voz divina. Pero falta una voz por señalar, la del mundo natural. En efecto, se siente
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Importante:
Tres son los medios por los cuales la voz de la tierra se escucha en el libro de
Amós: primero, mediante el uso de la imaginería tomada del mundo natural;
segundo, por el papel revelador que ejerce la naturaleza acerca de su Creador;
y, tercero, por su función de mediación respecto al juicio divino.
La segunda voz de la tierra, implícita más que explícita, proclama algo acerca de su
Creador. Es el caso de los tres himnos en Am 4,13; 5,8 y 9,5-6 (un caso paralelo al
Sal 19). Tal proclamación tiene como fin provocar una respuesta de temor ante
Yahvé. Si las montañas, el viento y el mar son poderosos e infunden temor, cuanto
más quien es su Hacedor.
La tercera voz de la tierra proviene de ser mediadora y testigo del juicio divino. En Am
4 las calamidades tienen como fin provocar el cambio, pero fue en vano: “Sin
embargo, no volvieron a mí” (4,8.9). Este juicio (cf. 8,9; 9,5) es una consecuencia del
veredicto de Yahvé por el pecado de Israel (cf. 8,8). Pero al final de libro (cf. 9,11-15)
asistimos a un cambio insospechado de voz: la Creación pasa del gemido al gozo, éste
se expresa mediante la imagen de la fertilidad de la tierra.
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Si bien, está claro que, para los profetas y para toda la Escritura, sólo los humanos
son sujetos o actores morales, es decir, sólo ellos pueden pecar. Del resto de las
criaturas no se puede predicar que, de por sí, puedan alterar el orden creacional,
porque siguen el orden armonioso impreso por su Creador. Es la humanidad quien
tiene esa capacidad de romper el orden creacional.
Recuerda que:
Esta unidad entre la humanidad y su casa, el cosmos, tan repetidamente afirmada por
la Escritura (especialmente por los profetas), no se puede decir de forma más clara y
rotunda que como lo hace el libro de Isaías:
“15 Al fin será derramado desde arriba sobre nosotros espíritu. Se hará la estepa un
vergel, y el vergel será considerado como selva. 16 Reposará en la estepa la equidad,
y la justicia morará en el vergel; 17 el producto de la justicia será la paz, el fruto de la
equidad, una seguridad perpetua. 18 Y habitará mi pueblo en albergue de paz, en
moradas seguras y en posadas tranquilas” (Is 32:15-18).
Hay una simbiosis entre el medio ambiental y el pueblo, al predicar que en estos
lugares, en la estepa y en el vergel, habitarán la equidad y la justicia y, como fruto de
éstas, la paz. La simbiosis es clara cuando al final se afirma: “Y habitará mi pueblo en
albergue de paz” (v. 18). La paz del albergue, de la casa, esto es, del cosmos,
depende del que en ella vive: si practica la equidad y la justicia, entonces tendrá la
paz, él y su casa. La equidad, la justicia y la paz responden al orden inscrito por el
espíritu vivificador de Dios en su Creación. Esta misma armonía original o primigenia
se anuncia para un futuro, el cual se hará realidad gracias a la efusión del “espíritu”
(v. 15).
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Conclusión
En 1990, Juan Pablo II, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, se refirió a
la “crisis ecológica”, destacando que ésta tiene un carácter predominantemente ético.
Lo vuelve a recoger Benedicto XVI en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de
2010 (cf. n. 4).
La voz profética de la Creación pone de manifiesto que Dios realiza su obra con un
orden intrínseco, para que de este modo el hombre pueda descubrir la mejor forma de
preservar dicha Creación (“cultivarla”, “guardarla”). En definitiva, para que pueda vivir
en armonía en su oikos. Es lo que Benedicto XVI denomina “gramática” de la Creación
(cf. Caritas in veritate, n. 48). A esta “gramática” alude el título dado al presente
estudio: La voz profética de la Creación. Leyendo los profetas se siente esta
gramática, se siente la voz de la Creación que escucha y obedece el orden dispuesto
por su Creador. Gime cuando es herida por la injusticia de sus moradores, siendo su
gemido la voz que denuncia la ruptura del orden creacional. Goza con la justicia y la
paz de la humanidad. Y glorifica a su Creador. Queda de este modo manifiesto que el
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Isaac nace, crece, vive y muere en la tierra de Canaán (cf. Gn 26). Jacob es, al igual que
Abrahán, un personaje paradigmático. Pasa veinte años en Jarán, es decir en
Mesopotamia, y finaliza su vida en Egipto, aunque será enterrado en Canaán. A este
respecto es significativo Gn 28,15. Está dirigido a Jacob como antepasado de un pueblo
que tendrá que recorrer también los caminos del destierro y a quién también Dios le
promete un retorno seguro a su tierra. Otro pasaje significativo es Gn 46,1-4.
Importante:
Los relatos patriarcales explican también la diferencia que existe entre los
israelitas, los ismaelitas, los edomitas, los moabitas y los amonitas. Son primos
que pertenecen a genealogías colaterales.
Se puede subdividir con facilidad en tres partes más sustanciales: el ciclo de Abraham
(Gn 12-24), el de Jacob (Gn 25-35) y la historia de José (Gn 37-50). Al lado de estas
tres grandes figuras hay que contar con algunos personajes menores: Isaac (Gn 26),
Esaú (Gn 36) o Judá (Gn 38). Después, a partir de Ex 2 hasta Dt, la figura de Moisés
domina el relato y esta amplia sección corresponde en gran parte a su “biografía”,
puesto que él nace en Ex 2 y muere en Dt 34.
Nos podemos preguntar por qué la parte más extensa de Pentateuco se desarrolla en el
marco del desierto (Ex 15-Dt 34). Porque tal es la condición del pueblo que vive en la
diáspora, pero también de los que viven en la tierra prometida bajo un gobierno
extranjero. Es, pues, un modo de releer el presente a la luz del pasado. Los relatos de
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las murmuraciones dan un colorido negativo a la estancia del desierto. Parece que ello es
el resultado de un desarrollo posterior. La estancia en el desierto es considerada como
un tiempo idílico, por ejemplo, por Oseas y Jeremías (cf. Os 2,16-17; 12,10; Jr 2,2-3).
Esta visión positiva se transforma en negativa en Ez 20,1-16 y Neh 9,16-17.
La estancia en el desierto es para Israel un tiempo normativo. Todas las leyes de Israel
se proclaman en el monte Sinaí o en el desierto. Éstas no han desaparecido con la
monarquía porque eran más antiguas que esta, al igual que Israel existía mucho antes
que la instauración de la monarquía de Saúl y David; tampoco están vinculadas al
territorio de la tierra prometida y, por tanto, siguen en vigor aun cuando el pueblo viva
fuera de la tierra. Poseer leyes propias tiene mucha importancia, ya que significa ser una
verdadera nación.
Es posible, por tanto, reducir a tres los cinco bloques precedentes: los relatos de los
orígenes (Gn 1- 1l), los relatos patriarcales (Gn 12-50) y las experiencias fundamentales
del pueblo del Israel bajo la dirección de Moisés (Ex-Lv Nm-Dt: relatos y leyes). Este
último bloque puede aparecer, a su vez, subdividido en tres secciones, los conjuntos 3, 4
y 5 del organigrama propuesto más arriba. Estas tres partes corresponden a tres
grandes etapas de la vida de Israel: el mundo antes del nacimiento de Israel; los
antepasados de Israel; e Israel como pueblo antes de su entrada en la tierra prometida.
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ruinas quiere afirmar que es idéntico al Israel preexílico. Actualización, puesto que la
comunidad postexílica debe probar que las tradiciones del pasado siguen siendo válidas
para el presente. En términos teológicos, esto significa, por una parte, que el Dios de la
comunidad postexílica es todavía y siempre Yahvé, el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, el Dios que se apareció a Moisés y que ha conducido a su pueblo desde Egipto
hacia la tierra prometida; por otra parte, quiere demostrar que este Dios de las
tradiciones del pasado sigue igualmente siendo el que conduce la historia «presente» de
Israel. En términos más históricos, el Pentateuco actual quiere afirmar que la historia de
Israel que empieza con Abraham no se termina con el exilio y, en términos jurídicos, que
este mismo exilio no ha invalidado los códigos de las leyes y las instituciones que se
atribuyen a Moisés. Todo esto explica las diferencias de estilo, las repeticiones, las
correcciones y los añadidos, y la impresión de amalgama que presenta la lectura de
buen número de páginas del Pentateuco.
La expresión “una sola lengua”, o literalmente “una sola boca”, se encuentra con
frecuencia en los documentos del imperio asirio. Tiene como finalidad describir la unidad
del imperio en torno al rey que ha conseguido pacificar su imperio. Del rey asirio Tiglat-
Pileser I (1115-1077 a.C.), que reunió todos los reinos en un solo gobierno, se dice que
“Una boca les hizo tener”. La expresión evoca la unidad, obtenida por el uso de la fuerza
y de la violencia, no por la voluntad libre de los pueblos sometidos.
El rey asirio, una vez pacificado y conquistado un gran imperio, inició la construcción de
una ciudad fortificada, con una gran torre. Tal como encontramos en Gn 11,1-9: ciudad
y torre. La finalidad de esta construcción era política y propagandística, ya que suponía
la afirmación del poder real y causaba temor, y por tanto sumisión, de las poblaciones
sometidas.
Una “torre cuya cima toque el cielo” (Gn 11,4). Esta afirmación ha sido comúnmente
interpretada como expresión de la soberbia humana. Convincente es la interpretación
que ve en ella una imagen hiperbólica. Así aparece en otros lugares de la Biblia: en Dt
1,28 los israelitas describen así la ciudad que han visto durante la inspección de la tierra
prometida: “Las ciudades son grandes y fortificadas hasta el cielo” (cf. Dt 9,1; Jer
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51,53). Estos textos afirman que las fortificaciones imponentes de las ciudades
cananeas, así como aquella de Babel, no podrán resistir la potencia divina. Aluden, pues,
también a un exceso de confianza en las obras humanas.
La nueva capital del rey asirio, una vez construida, recibía un “nombre” que tenía como
finalidad inmortalizar la fama de dicho soberano. Así, Eclo 40,19: “Tener hijos y fundar
una ciudad perpetúan el nombre, pero más se estima a una mujer irreprochable”. El
nombre en estos contextos significa, sobre todo, “fama”, “reputación”, “gloria”. Además,
la expresión “darse un nombre” significa también “fundar un imperio”, “organizar un
estado” para que sea duradero. En conclusión, la narración describe en modo
paradigmático el sueño totalitario e imperialista de Babilonia. La intervención divina
significa que Dios es contrario a este tipo de “globalización” que implica la cancelación de
las diversas culturas, de las diferencias. La diversidad de culturas y la “dispersión” de las
naciones sobre toda la tierra es voluntad de Dios y se debe considerar como un
desarrollo positivo de la historia humana (cf. Gn 10,32 y 11,8ss).
Estos textos manifiestan que Dios quiere que cada pueblo tenga su espacio y su cultura.
La diversidad es una riqueza más que un obstáculo de cara a la comunicación y a la
unión entre los pueblos. Dios no se opone a la unión de los pueblos, sino a la
uniformidad forzada por un imperio totalitario. La unión entre los pueblos se consigue no
mediante un poder opresor, sino caminando a la luz de la Palabra de Dios (cf. Is 2,1-5;
texto ya comentado), mediante el conocimiento de Dios (cf. Is 19,16-25; por este
conocimiento hay un camino que une a dos pueblos opuestos: Israel, Egipto y Asiria), y
compartiendo la misma mesa (cf. Is 25,6-10; la condición para el fin de las guerras es
que todos los pueblos participen de la invitación de Yahvé de sentarse en su mesa).
FUNDACIÓN SANTA MARÍA – EDICIONES SM 2013 Autor: Jose Luis Barriocanal. Facultad de Teología de Burgos
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ii
Se trata de una creación de la nada: La fe en la creación “de la nada” está atestiguada en la Escritura
como una verdad llena de promesa y de esperanza, si bien la intención de los catequistas es insistir en la
armonía creacional. Así la madre de los siete hijos Macabeos los alienta al martirio: Yo no sé cómo
aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los
elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y
proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no
miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes... Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver
todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha
llegado así a la existencia (2Mac 7,22-23.28).
iii
En efecto, la naturaleza en la Biblia es desdivinizada pero no desacralizada. Las criaturas no son
divinas, pero pertenecen a Dios, son queridas por Él y, en este sentido, son sagradas.
iv
BENEDICTO XVI, Si quieres promover la paz, protege la creación, XLIII Jornada Mundial de la Paz, 1 de
enero de 2010, n. 13.
v
BENEDICTO XVI, Si quieres promover la paz, n. 6.
vi
BENEDICTO XVI, Si quieres promover la paz, n. 6. En Caritas in veritate, en el n. 70, señala que Dios ha
concedido al hombre “el papel de guardián y administrador responsable de la creación”.
vii
Una confrontación semejante respecto a la respuesta al proyecto divino la encontramos en el profeta
Jeremías: “Hasta la cigüeña en el cielo conoce su estación, y la tórtola, la golondrina o la grulla guardan
el tiempo de sus migraciones. Pero mi pueblo ignora el derecho de Yahvé” (Jr 8,7). El derecho de Yahvé
es fuente y manifestación del orden creacional. La imagen del luto creacional es retomada por Pablo en
Rm 8,18-23.
viii
El mismo Yahvé hace oír a su pueblo la voz profética en la falta de lluvia, pues ésta revela el pecado de
su pueblo; pero el descaro y el orgullo de este pueblo ha cerrado sus oídos, y no se han avergonzado de
haber abandonado a su Esposo por los amantes; cf. Jr 3,3.
ix
En Is 24,4-6 y Jr 4,22-28; 9,11-12 y 12,4 aparece esta misma relación causal: el luto de la tierra por el
pecado de sus moradores; el lenguaje utilizado denota también una situación de anti-creación, de caos,
de diluvio.
x
Cf. J.L. BARRIOCANAL GÓMEZ, “Esperanza”, 277-278.
FUNDACIÓN SANTA MARÍA – EDICIONES SM 2013 Autor: Jose Luis Barriocanal. Facultad de Teología de Burgos