Penitencia II. el Sacramento de la Penitencia: Teologia
Dogmática. 1. Concepto y nombres. 2. Institución divina. 3. Sacramento de la Penitencia y plan general de salvación. 4. Desarrollo del sacramento de la Penitencia a lo largo de la historia de la Iglesia. 5. Estructura del sacramento de la Penitencia. 6. El ministro de la Penitencia. 7. Efectos. 8. Conclusión. 1. Concepto y nombres. En nuestro lenguaje el sacramento de la P. recibe diversas denominaciones, en las que se recogen otros tantos aspectos del rito sacramental completo. Por su entronque con el Bautismo, los Padres llamaban a este sacramento «Bautismo laborioso», «segundo Bautismo», «segunda tabla de salvación después del naufragio en el pecado», terminología de la que se hace eco eJ Conc. de Trento (Denz.Sch. 1542 y 1672). Desde la Edad Media teólogos y canonistas le vienen llamando «poder de las llaves» (potestas clavium), expresión en la que puede verse una referencia a la índole eclesial del sacramento y al hecho de que es en él donde el poder de abrir y cerrar la puerta del Reino de los cielos, dado a la Iglesia, tiene su manifestación más profunda y decisiva. La denominación de «sacramento de la misericordia» alude en cambio a la acción de Dios en este sacramento, o mejor a la actitud que presupone, ya que es aquí, en el perdón otorgado al hombre caído una y otra vez en el pecado, donde el Amor misericordioso se manifiesta con más intensidad. También se le llama «sacramento de la reconciliación» (o «de la paz»), pensando en el efecto propio de este sacramento: reconciliar al hombre con Dios y con la Iglesia, por el perdón del pecado y la reinfusión de la gracia, que restaura la comunión de vida con Dios y con la Comunidad de los santos. Se le llama también -y este nombre es el más popular- «sacramento de la Confesión» o simplemente «Confesión», fijándose en el aspecto más visible del rito sacramental: la manifestación de los pecados al confesor. Y, finalmente, «sacramento de la Penitencia», nombre por el que el lenguaje teológico tiene clara preferencia, ya que es característica peculiar de este sacramento elevar a la dignidad de parte integrante del signo sacramental, la penitencia, los actos penitenciales del pecador: contrición de corazón, propósito de nueva vida, confesión de los pecados, satisfacción por los mismos. Para fijar ideas podemos, ya desde el principio, dar una definición descriptiva de la P. como sacramento diciendo que es un signo sensible, instituido por Cristo, en el cual, por medio de la absolución judicial dada por el legítimo ministro, se perdonan al cristiano debidamente dispuesto los pecados cometidos después del bautismo (cfr. CIC, can. 870). Esta descripción puede servirnos de guía en la exposición, ya que contiene, de alguna manera, todos los temas más importantes que hay que conocer en una teología del sacramento de la P.: institución divina del sacramento; elementos constitutivos del rito sacramental; ministro que lo confiere; efectos del sacramento de la penitencia. 2. Institución divina. La enseñanza del N. T. y la tradición doctrinal de la Iglesia sobre esta cuestión la propone, en fórmulas muy densas y precisas, el Conc. Tridentino, con ocasión de los errores protestantes sobre la índole sacramental de la Penitencia. La p., el conjunto de actos por los que el pecador abandona sus extraviadas caminos y se convierte al Señor, fue en todo tiempo necesaria al que haya querido recuperar la justificación y gracia perdida. Para los que se encontraban en pecado antes de recibir el Bautismo; para los peca dores en el A. T.; para el cristiano que haya ofendido gravemente a Dios, es imposible recobrar la amistad divina sin la p. interna, la contrición del corazón. Así se comprende que la exhortación a la p., a la conversión del corazón (metanoia) sea tema primordial de la predicación en el A. T. y N. T. La predicación de Jesús comienza por ser una predicación de p., de cambio de vida en el hombre ante la inminencia del Reino de Dios. Lo específico del N. T. es que Cristo a la «penitenciametanoia» del hombre que retorna a su Dios le ha dado un valor religioso sobrenatural inédito: la ha elevado a la dignidad de elemento constitutivo de un sacramento, al ser afectada y sobreelevada por la absolución del sacerdote (cfr. Denz.Sch. 1668-1669,1676,1704). La institución por Cristo del sacramento de la P., prosigue el Tridentino, tuvo lugar principalmente cuando Cristo resucitado, dirigiéndose a sus discípulos, les dijo: «La paz a vosotros como me ha enviado el Padre así también os envío Yo. Y dicho esto sopló y les dijo: Recibid al Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos» (lo 20,21- 23). «Con este gesto tan significativo y con estas palabras tan claras -declara el Concilio- se comunicó a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores el poder de perdonar y de retener los pecados, para reconciliar a los fieles que han caído después delbautismo, según lo han entendido unánimemente los Santos Padres» (Denz.Sch. 1670; cfr. 1703). Si bien el texto citado por Trento es el definitivo, no es el único: ese acto de Cristo ha sido precedido por otros, que lo preparan. Examinemos los principales. La intención de Cristo de dar a la Iglesia poder universal para perdonar los pecados la encontramos ya en las palabras dichas a Pedro cuando le concede el poder universal de atar y desatar, el ilimitado «poder de las llaves» para abrir y cerrar la entrada al Reino de los cielos (cfr. Mt 16,13-20). Los poderes otorgados aquí a la Iglesia en la persona de Pedro desbordan el poder de perdonar pecados (V. PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO PONTÍFICE), pero, indudablemente, el poder de perdonar está encerrado dentro del poder más general de atar y desatar y del «poder de las llaves». El mismo poder universal de atar y desatar se concede a todo el Colegio apostólico, según Mt 18,20-15-18. Llegamos así de nuevo al texto capital, ya citado, de lo 20,21- 23. La actitud y las palabras de Jesús revisten una solemnidad notoria. Ahora, resucitado ya y proclamado Señor (Kyrios), va a ejercer todos sus poderes mesiánicos y, especialmente, todos sus poderes para comunicar el don mesiánico por excelencia, que es el Espíritu Santo: «Como el Padre me envió así os envío yo a vosotros. Recibid el Espíritu Santo». Poder comunicar el Espíritu es poder dar la vida divina en plenitud, ya que el Espíritu es dador de vida. Y no podría recibir la vida el hombre sin quedar totalmente limpio del pecado. Como el poder perdonar los pecados va tan íntimamente unido a la comunicación del Espíritu, es necesario entenderlo en su sentido más pleno: la Iglesia ejercerá este poder con autoridad propia, con verdadero poder que realmente tiene, si bien sea recibido de Dios, ya que nadie puede perdonar los pecados sino sólo Dios (Me 2,3 y 12 par.). No se trata, pues, de decirle al pecador, en nombre de Dios y para su consuelo, que el Señor le ha perdonado los pecados. Ya esto sería mucho. Pero es que, además, la Iglesia perdona, ejerce como propio el poder mesiánico recibido de Cristo para perdonar el pecado, y no tan sólo para declarar, autoritativamente, que Dios lo ha perdonado. En el texto que comentamos la expresión perdonar los pecados tiene un sentido tan lleno y denso como en otros pasajes en que el poder es ejercido por el mismo Jesús, que perdona al paralítico (Mc 2,3-12) o a la Magdalena (Le 7,47), o en que se habla del efecto de perdón que tiene el Bautismo (Act 2,38; cfr. 1 lo 1,9). A la decisión de la Iglesia de perdonar sigue el hecho de que también Dios perdona; cuando se consuma el rito de reconciliación de la Iglesia, se ha realizado la reconciliación con Dios. Y si la Iglesia no perdona, tampoco Dios perdonaría al pecador. Características importantes de esta potestad dada aquí a la Iglesia son: a) Universalidad sin límites: todos los pecados, de cualesquiera hombres, pueden ser perdonados. Esta universalidad en cuanto a los pecados y pecadores marca una neta distinción entre el poder de perdonar los pecados por medio del Bautismo y el poder que ahora se concede. El Bautismo es eficaz para perdonar todos los pecados cometidos antes de ser bautizado. Pero los pecados cometidos posteriormente no pueden ser perdonados por vía bautismal, ya que el Bautismo es irrepetible. Estamos, pues, en presencia de un poder distinto del poder bautismal. b) Carácter judicial. Es éste otro rasgo que muestra que el poder concedido por Cristo a los Apóstoles en lo 20,21 ss. es distinto del poder bautismal. La Iglesia puede perdonar los pecados, pero también puede retenerlos. Es decir, que el perdón es el resultado de un acto de autoridad, de un juicio, que sólo se ejerce con los que ya son súbditos. El Bautismo implica un poder puramente gracioso, sin opción para retener los pecados. Aunque manteniendo siempre las diferencias con otros actos de juicio y sin urgir con excesiva rigidez las semejanzas, la administración de la P. ha revestido en la tradición de la Iglesia los rasgos de un juicio. El pecador se presenta a la vez como reo, acusador, testigo, frente al tribunal (ministro). En los juicios profanos el acusado sólo es delincuente presunto, pero en el juicio penitencial el acusado ciertamente es delincuente ante Dios y ante la Iglesia. En el juicio sacramental nadie es declarado nunca inocente, sino que, reconocido su pecado, es absuelto, si está dispuesto. En ambos casos es sólo la legítima autoridad la que interviene en el juicio. Pero, más allá de este aspecto jurídico del juicio, hay que ver en la P. un juicio de Dios de hondura religiosa: el juicio penitencial a que el cristiano pecador se somete es el acto de reconocer sobre sí el juicio de Dios que se realizó en la Cruz. Porque el cristiano acepta sobre su conducta personal el juicio de Dios sobre el pecado del mundo, que Cristo llevaba sobre sí en la Cruz; por eso es hecho partícipe, en el mismo rito sacramental, de la resurrección del Señor, y es liberado de los poderes de la muerte. Por otra parte, el juicio de Dios, que el cristiano acepta en la confesión, prepara y anticipa en él el juicio escatológico de Dios y de Cristo. El que ahora acepta el juicio divino en la Confesión, ya tiene una prenda de haber superado un juicio de Dios definitivo en un sentido favorable. Lo ha transformado, aceptándolo ahora, en juicio de salvación. c) índole sacramental de los poderes concedidos por Cristo. Se desprende lógicamente del comentario que hemos venido haciendo. Para completar la visión del tema, conviene recordar el concepto general de sacramento en sus rasgos esenciales. Efectivamente, el perdón de los pecados por voluntad de Cristo se administra en la Iglesia mediante un rito sensible, en lo sustantivo determinado por Cristo, y mandado realizar por Cristo en la Iglesia en forma perenne. Mediante este signo se significa y se confiere la gracia. La índole sensible del rito sagrado está unida al hecho de que el poder de perdonar se administre por vía judicial: la dolorosa acusación del pecador y la absolución del sacerdote han de ser de algún modo sensibles. La absolución del sacerdote significa y realiza directamente el perdón de los pecados, y también la infusión de la gracia sin la que no hay remisión de pecados. La distinción del rito penitencial con relación al Bautismo -y, por tanto, su carácter de salvamento específico-, aparte de lo ya indicado, se ve de forma todavía más destacada teniendo presentes los elementos de uno y otro rito tan distintos entre sí. 3. Sacramento de la Penitencia y plan general de salvación. La acción salvadora de Dios, que culmina en Cristo y se continúa hasta el fin del mundo en la Iglesia, es, sin duda, de signo positivo: está ordenada a comunicar a los hombres la vida íntima de Dios, hacerles participantes del Amor infinito en que viven Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero, frente a la decisión divina de comunicar la vida eterna al hombre, encontramos el pecado de éste: el intento, siempre renovado por parte del hombre, de vivir desde sí mismo, «según la carne», y de no dejarse guiar por la voluntad de Dios, que le llama a vivir «según el espíritu», según Dios y desde Dios. Por eso la voluntad salvadora de Dios que quiere dar vida ha de luchar en todo momento contra el poder de lamuerte, contra el pecado de los hombres, según testifica a cada paso la historia de la salvación narrada en la Biblia. Jesucristo vino al mundo para dar la vida a los hombres y dársela en abundancia (lo 10,10.28). El dar la vida lleva inevitablemente consigo el destruir la muerte, ser el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (lo 1,29). La Muerte en la Cruz y la Resurrección del Señor son fuente de vida para los hombres; pero antes, son holocausto de expiación, reparación, precio por el pecado. Para hacer perenne en el tiempo y en el espacio su obra redentora, Cristo instituyó la Iglesia (v.). Ella es en Cristo a manera de sacramento, es decir, un signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano en la fe, esperanza y caridad. Su misión primordial es comunicar la vida divina por el ejercicio de la triple potestad (servicio, ministerio) de enseñar, gobernar y santificar a los hombres. Para cumplir la Iglesia su misión positiva y básica de dar vida, tiene que gozar de poder para destruir la muerte, el pecado, en el corazón de los hombres. Dar la vida y perdonar el pecado es la doble vertiente de una idéntica acción salvadora, en Cristo y en la Iglesia. La Iglesia ejerce ese poder por los ritos sacramentales, o sacramentos (v.) en el sentido estricto de la palabra. Cada día la Madre Iglesia hace nacer de nuevo, por el agua y el Espíritu Santo, con el sacramento del Bautismo (v.), multitud de hombres, a quienes hace hijos de Dios, miembros de Cristo, templos vivientes de la Trinidad, a cuyo culto quedan consagrados en la Comunidad de los santos. Y el mismo rito bautismal es «lavado de regeneración» que limpia el pecado, lo rae del alma, lo aniquila en forma absoluta. Pero la lucha de la Iglesia no puede darse por terminada después de haber lavado el alma de los hombres en el Bautismo. Aunque el bautizado ha sido limpiado, es aún falible, no está todavía confirmado en la gracia: es decir, es aún peregrino hacia la gloria, y puede caer y perder la amistad con Dios. Por eso al cristiano se le exige una vida santa (Rom 6.7.8), pero, al mismo tiempo, se le advierte de continuo contra los peligros de caer de nuevo en la servidumbre del pecado. Más aún, la predicación cristiana siempre ha tenido a la vista los pecados reales de los creyentes (cfr., p. ej., 1 Cor 5,1-13). La Iglesia nunca, ni siquiera en sus momentos más iniciales, se ha considerado a sí misma como una comunidad religiosa en la que sólo «los sin pecado» tienen cabida. Por otra parte, pensar que la misericordia de Dios ya no ofrezca nueva oportunidad de perdón a los cristianos pecadores estaría contra los postulados más elementales de las enseñanzas de salvación traídas por Cristo. Ciertamente se habla en el N. T. de algunos pecados «imposibles» de perdonar (pecado contra el Espíritu Santo: Mt 12,31; imposibilidad de segunda iluminación para los caídos: Heb 6,4-6; ya no hay sacrificio para algunos pecados: Heb 10,26.25.29); pero, en tales casos, el perdón es imposible, no por falta de poderes en la Iglesia o porque Dios no quiera ya perdonar, sino por la especial y cualificada «dureza de corazón», que hace que el pecador no se mueva a convertirse al Señor. Dentro de estas dos coordenadas -fragilidad moral y pecado real del bautizado, e inagotable misericordia de Dios para con el cristiano pecador- se encuadra esta admirable institución para el perdón de los pecados, que llamamos sacramento de la Penitencia. Así lo hace el Conc. Tridentino al empezar su exposición sobre el tema: «Si todos los cristianos fuesen tan agradecidos a Dios que conservasen ya para siempre la justificación, que por benevolencia y gracia divina recibieron en el bautismo, no hubiera sido necesaria la institución de otro sacramento, distinto del Bautismo, para perdonar los pecados. Mas como Dios, que es rico en misericordia, conoce bien el barro de que hemos sido hechos, aun a aquellos que después del Bautismo se han entregado a la esclavitud del pecado y del demonio, les ha proporcionado un remedio para recuperar la vida: el sacramento de la Penitencia, mediante el cual, a los que han pecado después del Bautismo, se les aplica el beneficio de la muerte de Cristo» (Denz.Sch 1668; cfr. 1702). Considerando las cosas en abstracto, cabe decir que Dios podría haber elegido otros caminos para que el cristiano pecador se reconciliara con El y le fuera restituida la gracia bautismal: cabría pensar, p. ej., en la reiteración del Bautismo; o en una reconciliación por vía extrasacramental, por una sincera conversión del corazón del pecador, que llora sus extraviados caminos delante del Señor, en la amargura de su alma arrepentida (así se reconciliaban con Dios los pecadores del A. T., y a eso reducen la P., en diversos matices, los protestantes: a la predicación de la palabra de perdón, que con el recuerdo de la bondad divina reaviva en el cristiano pecador la fe en la justificación recibida y así lo reconciliaría con Dios). Pero Cristo ha querido facilitar el camino dejando un signo sensible, fácilmente reiterable, que causará en nosotros la reconciliación y el perdón que significa. El cristiano pecador tiene un camino de reconciliación que es la vía sácramental y eclesial que señala el rito sagrado, el Sacramento de la Penitencia. Por eso, la fe católica, a la par que enseña que por el acto de perfecta contrición y amor de Dios se perdonan los pecados (Denz.Sch. 1542,1677,1931), recuerda que la conversación del pecador a Dios nunca será aceptable a Dios, ni devuelve la vida divina, si no está referida al acontecimiento sacramental y eclesial del sacramento de la P. -es decir, si no incluye el deseo y propósito de confesarse-, ya que ésa es la vía establecida por Dios, y no dirigirse a ella es despreciar a Dios. Al señalar el sacramento de la P. cómo único camino de justificación para el cristiano pecador, Dios confirma la ley general que sigue al comunicar la vida a los hombres: lo hace siempre en forma encarnada, incorporando a Cristo y a la Iglesia. Dios ha querido dar participación de su vida íntima a los hombres, no aisladamente, sino formando un Pueblo, un Cuerpo, una Iglesia, una Familia de Dios presidida por Cristo como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,28.30; Eph 1,1-16). Por eso la vertiente sacramental y eclesial la encontramos en todos los momentos importantes de las relaciones de Dios con el hombre, como es este en que el pecador vuelve a la casa paterna y se reconcilia con el Padre. Para más detalles sobre la necesidad del sacramento de la P., v. III. 4. Desarrollo del sacramento de la Penitencia a lo largo de la historia de la Iglesia. Las palabras de Cristo instituyendo este sacramento daban a la Iglesia un poder, pero también imponían un mandato: comunicar el Espíritu Santo para perdonar el pecado a todo el que pide el perdón. La Iglesia ha ejercido siempre estos poderes y este mandato de Cristo, que son parte constitutiva de la misión salvífica recibida del Señor. Describiendo el sacramento, el Conc. de Trento enseña que «la forma del sacramento de la penitencia, en la que está puesta principalmente su virtud, consiste en aquellas palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc., a las que se añaden saludablemente, por costumbre de la santa Iglesia, algunas preces, que no afectan en manera alguna a la esencia de la forma misma ni son necesarias para la administración del sacramento mismo. Y son cuasi-materia de este sacramento los actos mismos del penitente, a saber, la contrición, confesión y satisfacción; actos que, en cuanto por institución de Dios se requieren en el penitente para la integridad del sacramento y la plena y perfecta remisión de los pecados, se dicen partes de la Penitencia» (Denz.Sch. 1673). Establecido por Cristo el núcleo sustancial del sacramento del perdón, la Iglesia, por su propia autoridad, bajo la dirección del Espíritu Santo, ha tenido libertad, en cada época histórica, para concretar el modo de ejercer estos sus poderes sacramentales de reconciliación. Trazando una visión panorámica de la historia de la teología y de la praxis sobre este sacramento, podemos decir, en primer lugar, que hasta el s. III no hubo discusión sobre el tema. A partir de ese siglo los poderes de la Iglesia para perdonar los pecados en el foro sacramental fueron sometidos a discusión por algunos, como resultado de lo cual se aclararon los principios doctrinales y las prácticas penitenciales. A partir del s. vti la práctica penitencial acaba de concretarse con una estructura similar a la actual. La teología de la p. siguió progresando a lo largo de la Edad Media, sobre todo con S. Tomás y Duns Escoto, quienes delinearon las soluciones teológicas que recibieron su última aclaración en Trento y están vigentes hasta nuestros días. En la actualidad surgen algunas tendencias que buscan modificar algunos aspectos del rito penitencial. Desde el punto de vista dogmático siempre será indispensable mantener la obligación, que deriva de ley divina, de la confesión personal y específica de los propios pecados al sacerdote confesor. No vamos a desarrollar toda esa historia, sino que nos limitaremos a considerar algunos puntos sobre la doctrina y la práctica penitencial de la Iglesia antigua, que han sido y están siendo particularmente analizados y discutidos por la teología de mediados del s. xx. Concretamente nos plantearemos dos cuestiones: una sobre la conciencia que la Iglesia de aquellos siglos tuvo de su poder de perdonar los pecados; otra sobre las llamadas P. pública y P. privada. a) Universalidad del poder de perdonar los pecados. El problema puede formularse así: ¿tuvo la Iglesia de los tres primeros siglos conciencia suficientemente clara de poseer poder para perdonar todos los pecados de cualquier cristiano que llegase a pedir perdón?, ¿o acaso pensaba que ciertos pecados especialmente graves (apostasía, adulterio, homicidio) y ciertos pecadores cualificados (relapsos en apostasía, los que no pedían p. hasta la hora de la muerte, clérigos recalcitrantes) sólo Dios podía perdonarlos y no la Iglesia? Preguntamos por una conciencia de claridad suficiente, ya que no hay inconveniente en admitir que, en este dogma, como en otros, la Iglesia haya poseído desde el principio una verdad que Cristo le había transmitido, pero sin detenerse en ella y sin explicitarla, de modo que la haya ido formulando luego con más claridad. Puesto el problema a este nivel dogmático, de principios, hay que reconocer a la Iglesia primitiva una conciencia suficiente de su poder para perdonar los pecados de los creyentes, tal como se lo comunicó Jesús en lo 20,21-23. No podía ser de otra manera, en asunto tan importante como es el de la amplitud de sus poderes sacramentales, dada la indefectibilidad de la Iglesia y su infalibilidad, pero además así lo corroboran los documentos históricos. Algunos historiadores no-católicos hablan de un «profundo silencio» de los escritores eclesiásticos primitivos acerca del poder de la Iglesia para perdonar los pecados por un sacramento distinto del Bautismo, y arguyen de ahí que la Iglesia no tenía conciencia de sus poderes penitenciales. La verdad es, sin embargo, que el silencio de los Padres no tiene nada de «profundo». San Clemente de Roma, S. Ignacio de Antioquía, Policarpo, el Pastor de Hermas, tienen testimonios expresos sobre el poder de perdonar los pecados a los cristianos pecadores; y nunca mencionan limitación alguna de principio a ese poder. Estos testimonios son pocos, ciertamente, pero eso no tiene nada de extraño dado lo escaso de la literatura teológica de la época. Si se los lee en continuidad con las palabras de Jesús en lo 20,21-23, y como anticipación de los testimonios ya más copiosos y reflexivos que encontramos desde la mitad del siglo iii, se advierte que son un valioso y positivo argumento documental de la conciencia que la Iglesia tiene sobre su poder universal de perdonar los pecados de los fieles. A finales del siglo ii y primeros decenios del iII circularon entre los cristianos corrientes rigoristas respecto a la reconciliación que habría de concederse a los pecadores cualificados, es decir, a los que habían cometido los pecados gravísimos ya mencionados. El rigorismo procedía de los círculos montanistas (V. MONTANO Y MONTANISMO). Uno de los que se adhirió a ese rigorismo, el gran escritor Tertuliano (v.), al combatir la benignidad que practicaban otros, nos ofrece el mejor testimonio de la antigua doctrina y práctica penitencial: el fogoso africano reconoce que la tradición y el cuerpo de los obispos le son contrarios. Y por ello se ve forzado a apoyar su tendencia rigorista en las revelaciones nuevas que el Espíritu habría hecho en la Iglesia por medio de los profetas Montano y Priscila. La controversia penitencial se volvió a encender poco después con el rigorismo de Hipólito Romano (v.) y con motivo de los «lapsos» o apóstatas ocasionados por la persecución de Decio (a. 249-251). Según testimonio de S. Cipriano esa persecución provocó numerosas apostasías (plebem maxima ex parte postravit...). Terminada la persecución, esas personas pidieron en masa la reconciliación con la Iglesia. Novaciano (v.), presbítero romano que acabó promoviendo un cisma, adoptó una actitud rigorista, que le llevó a negar, no sólo la oportunidad pastoral y práctica de conceder una amplia reconciliación, sino el poder mismo de la Iglesia para perdonar, al menos en ciertos casos gravísimos y a ciertos pecadores relapsos. Novaciano y sus partidarios fueron excomulgados por un sínodo que se celebró en Roma (cfr. Eusebio, Historia ecclesiastica, 6,43,2). El Conc. Ecuménico de Nicea (a. 325) renovó la condena (Denz.Sch. 127). La controversia novaciana dio oportunidad para un nuevo avance de la doctrina y práctica penitencial de la Iglesia. Como justamente observaba S. Agustín, a propósito precisamente de Novaciano, y la historia lo confirma hasta nuestros días, las discusiones con los herejes provocan el esclarecimiento de la doctrina de la fe: el error de Novaciano -comenta- llevó a estudiar más a fondo la doctrina penitencial y «se aclararon muchas cosas que estaban ocultas en la Escritura y se comprendió la voluntad de Dios en forma más plena» (In Ps. 54,22: ML 36,643) (V. LAPSOS, CONTROVERSIA DE LOS). Las fuentes históricas de los tres primeros siglos nos documentan así una praxis penitencial de la Iglesia basada en la conciencia de su poder de perdonar los pecados, que es en ocasiones atacada por tendencias rigoristas, contralas que reacciona la Iglesia afirmando cada vez con más claridad el poder que ha ejercido desde el principio. El cisma de Novaciano conduce, finalmente, a una reafirmación tal, que la doctrina es admitida por todos en toda su universalidad, y transmitida de ese modo a los siglos posteriores. Respondamos, finalmente, a una objeción que se sitúa, no a nivel dogmático o de principio, sino a nivel práctico, pastoral: aunque la Iglesia tuviese una conciencia suficiente sobre su poder para reconciliar a los pecadores, ¿no negó acaso sistemáticamente el perdón a ciertos pecados y a ciertos pecadores especialmente graves y cualificados? Es cierto que algunas iglesias particulares aplicaron criterios pastorales bastante rigoristas, pero, si tenemos en cuenta la práctica de la Iglesia universal y especialmente de la Iglesia de Roma, «madre y maestra de todas las Iglesias», no cabe hablar de ningún rigorismo disciplinar extremado. Cierto que hubo parsimonia en dar, y sobre todo en repetir, la reconciliación para los pecados llamados gravísimos y para los pecadores cualificados, pero tampoco en esos casos extremos se les excluyó del perdón de la Iglesia de forma total e inflexible. La cuestión, por lo demás, como toda cuestión pastoral, es difícil de juzgar, ya que los factores son múltiples y complejos. b) Penitencia pública y Penitencia privada. Durante siglos el perdón sacramental de los pecados se les daba a los cristianos, en forma preponderante, mediante el rito sagrado de la llamada P. pública o solemne. No tuvo una estructura uniforme en toda la Iglesia ni en todos los tiempos. Generalmente se entraba en el llamado «orden de penitentes» por la imposición de una p. decretada por el obispo, según las faltas presentadas. Luego se ejercitaban en actos penitenciales y oraciones, incluso durante las reuniones litúrgicas; y, finalmente, se les absolvía por la imposición de manos y oración del sacerdote. El que alguna vez había pertenecido a este «orden de penitentes», es decir, el que había hecho p. solemne por algún pecado, ya no era admitido de nuevo a renovar esta forma de penitencia. Como la p. solemne se daba una sola vez y, al parecer, sólo por los pecados gravísimos y a pecadores cualificados, surge la pregunta: ¿cómo perdonaba la Iglesia los pecados, mortales sí, pero menos graves, y a los que reincidían en los gravísimos, ya penitenciados alguna vez? Una respuesta -la más obvia desde la praxis posterior de la Iglesia- es remitir a la P. sacramental privada: ya que la P. pública era irrepetible, los que volvían a caer en los pecados gravísimos o en pecados mortales menos graves eran reconciliados por la P. privada, similar -en lo sustancial- a la que ahora se administra. Desde un punto de vista documental-histórico hay, sin embargo, pocos datos sobre la praxis penitencial de la época, y algunos autores, basándose en ello, sostienen que sólo a partir del s. iv fue introduciéndose, gradualmente, la praxis de la P. privada. En cualquier caso está documentada la práctica abundante de la P. privada ya en el s. vi. A partir de España y las Galias, y luego bajo el influjo de los monjes irlandeses venidos a misionar al continente, la P. privada se fue poco a poco convirtiendo en el único rito para recibir la reconciliación, desplazando a la P. solemne que acabó por desaparecer. Para una historia de los ritos, v. iV, 2. 5. Estructura del sacramento de la Penitencia. Como los demás sacramentos (v.), también la P. sacramental consta de un doble elemento que, en términos teológicos técnicos, se llaman «materia» y «forma». El primer elemento o materia lo constituyen los actos del penitente: contrición de corazón, manifestación de los propios pecados (confesión oral) y voluntad de satisfacer con obras penitenciales. Sobre estos actos recae la palabra absolutoria del sacerdote, que es el elemento formal del sacramento, ya que es ella la que significa y confiere la remisión del pecado y la que da la gracia santificante. a) Las palabras absolutorias no fueron, en su literalidad, taxativamente indicadas por Cristo: cualquier fórmula que, con suficiente claridad, exprese la persona que absuelve, el pecador y el pecado absuelto podría bastar para la validez. La fórmula usada en la Iglesia latina dice, en su núcleo sustancial: Yo te absuelvo de tus pecados; a ese núcleo se añaden otras palabras y oraciones, preceptivas de suyo, que aclaran el sentido de la fórmula esencial (v. iv). b) Los actos del penitente son la cuasi-materia del sacramento. Nos limitamos aquí a una presentación somera, remitiendo para un estudio amplio al artículo de Teología moral y espiritual (v. III):1) Contrición del corazón. Con estas palabras se expresa la disposición básica del pecador cuando se acerca a pedir la absolución en el tribunal de la P.; el concepto católico de contrición lo resume el Conc. Tridentino definiéndola como «un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante» (Denz.Sch. 1676; cfr. 1526 y 1668-1670). 2) Confesión oral o manifestación de los pecados al confesor. Se trata de una obligación que dimana de un precepto divino implícito en la institución misma del sacramento de la P.: es imposible, en efecto, el ejercicio del poder judicial de atar y desatar por parte de la Iglesia, si ésta no conoce la situación espiritual del penitente. El Conc. Tridentino la precisa así: «es necesario por derecho divino (por mandato de Cristo) manifestar todos y cada uno de los pecados mortales de que, tras un debido y diligente examen, se tenga memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian, la especie del pecado» (Denz.Sch. 1679-1681 y 1707). 3) La satisfacción sacramental. Consiste en alguna obra penosa que el confesor impone al penitente, para que éste satisfaga ante Dios por los pecados confesados. La pena eterna que merece todo pecado mortal la condona Dios al perdonar el pecado e infundir la gracia, pero los pecados mortales ya perdonados y los pecados veniales arrastran consigo la exigencia moral de dar a Dios una satisfacción por ellos (pena temporal). Éste es el sentido y la razón de ser de la satisfacción o p. (como suele decirse) que el confesor impone. Por parte del confesor existe obligación seria y de suyo grave de imponer una satisfacción conveniente, proporcionada. Y el penitente tiene la obligación, también grave, de aceptarla y cumplirla. 6. El ministro de la Penitencia. Hasta ahora hemos hablado genéricamente de que la Iglesia tiene poder para perdonar los pecados posbautismales; ahora bien, y dado que en la Iglesia hay diversidad de servicios o ministerios, que están jerárquicamente distribuidos en categorías distintas, en lo sustancial determinadas por la voluntad de Cristo Fundador de la Iglesia, ¿quiénes en la Iglesia gozan de ese poder de perdonar?a) Por voluntad de Cristo el ministerio de perdonar los pecados en el sacramento de la P. está reservado a la Iglesia jerárquica, es decir, no pueden ejercerlo todos los cristianos, sino sólo los que han recibido el sacramento del Orden (v.) y tienen la oportuna jurisdicción. En efecto, sólo al Colegio de los Doce y a sus sucesores eneste ministerio se dirigía Jesús en las palabras de la institución de lo 20,21-23. Por otra parte, el poder de perdonar autoritativa y judicialmente los pecados, o retenerlos, va incluido en el poder más universal de atar y desatar, de abrir y cerrar con llave el Reino de los cielos, poderes que sólo han sido concedidos a los Doce y a Pedro, su Cabeza (Mt 18,18; 16,17-19). En la jerarquía de Orden hay tres grados instituidos por el mismo Cristo: episcopado, presbiterado, diaconado (v. ORDEN, SACRAMENTO DEL). Dentro de la potestad de jurisdicción, también por voluntad de Cristo, tenemos el pontificado supremo del Papa y el poder de jurisdicción de los obispos. Esta pluralidad de ministerios hace necesario el matizar más en concreto quiénes tienen el ministerio de perdonar los pecados cometidos después del Bautismo. La tradición de la Iglesia ha excluido constantemente a los diáconos del ministerio de absolver válidamente a los fieles en el tribunal de la Penitencia. El Conc. Tridentino sintetiza esta tradición diciendo que el ministerio de las llaves lo concedió el Señor sólo a los obispos y sacerdotes (presbíteros), y no indistintamente a todos los fieles (Denz.Sch. 1684-1685 y 1710). Esta definición fue pronunciada frente a los protestantes, que sostenían que las palabras de Jesús en Mt 18,18 y lo 20,23 estaban dirigidas, no a los obispos y sacerdotes, sino a toda la Iglesia. En realidad no es que los protestantes concediesen el poder de las llaves a los laicos, sino más bien se lo niegan a todos, laicos y pastores. Negando el sacerdocio jerárquico y la índole sacramental de la P., sostienen que todos los bautizados quedan igualados en el ministerio de anunciar la Palabra evangélica (que proclama que Dios está dispuesto a perdonar los pecados) y en el de la corrección fraterna de las faltas del prójimo. Tal vez sea útil señalar que, a lo largo de la historia de la Iglesia, se ha hecho vayias veces mención de una confesión a los laicos, aunque con un sentido bien ajeno a la posición protestante. Ha existido, en efecto, desde antiguo la praxis de que, a falta de un presbítero, y en caso extremo, el cristiano pecador, que debe hacer cuanto esté en su mano para obtener el perdón y manifestar su arrepentimiento de la mejor manera posible, acudiera a manifestar los pecados, con toda humildad, a un laico. Santo Tomás recoge esta práctica y la recomienda, pero advierte expresamente que la absolución sólo la puede recibir el pecador de manos de un sacerdote (Sum. Th., Suppl. q8 a2). San Buenaventura, por su parte, no aconsejaba esta confesión de humildad (confessio humilitatis), para que no se confunda con la auténtica confesión sacramental, que sólo puede hacerse ante un sacerdote. Posteriormente fue cayendo en desuso esta confesión de humildad. b) Además del carácter episcopal o presbiteral que confiere el sacramento del Orden, se requiere para poder administrar válidamente la P. también el poder de jurisdicción, poder que ciertamente no se puede considerar ya dado por el mismo hecho de la ordenación sacerdotal. Esto puede explicarse diciendo que la ordenación confiere una especie de aptitud, y hasta poder radical e indeterminado, pero que el poder de llaves sólo es eficaz y completo, aun para la validez, cuando el sacerdote recibe la jurisdicción sobre el penitente y éste sea hecho súbdito del sacerdote. Por eso, dice el Tridentino, «la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y este Concilio confirma ser cosa muy verdadera, que no debe ser de ningún valor la absolución que dé el sacerdote sobre quien no tenga jurisdicción ordinaria o subdelegada» (Denz.Sch. 1686). Jurisdicción ordinaria sobre toda la Iglesia y sobre todos y cada uno de los fieles la recibe de Dios directamente el Papá, apenas ha sido canónicamente elegido, que tiene así poder ilimitado de absolver los pecados. Los obispos reciben, tienen jurisdicción, cuando se les encomienda para pastorearla, con poderes ordinarios, alguna porción de la Iglesia. Los sacerdotes, cualesquiera que sea su dignidad bajo otros aspectos, tienen poder para absolver válidamente a los súbditos que el Papa, el derecho común o el Obispo o su Superior jerárquico les concedan y con la amplitud con que se les conceda. Sobre este aspecto existe una detallada legislación eclesiástica. Las limitaciones que impone la ley de la Iglesia a la jurisdicción para confesar pueden referirse a las personas, asignando a los sacerdotes unos u otros grupos de fieles como súbditos en orden a la absolución sacramental (ordinariamente suelen concederse licencias para confesar en todo el territorio de la diócesis). También pueden referirse esas limitaciones a determinados pecados, los llamados pecados reservados, es decir, pecados que, por su especial y cualificada gravedad, están reservados al tribunal del Papa (o del Obispo) y de los cuales ningún sacerdote puede absolver, sin permiso nominal y expreso. Normalmente el cristiano que quiera recibir la absolución de sus pecados no tiene por qué preocuparse personalmente por problemas de jurisdicción, ya que el fiel que pide Confesión a un sacerdote, y es aceptado y absuelto, puede estar seguro de la absolución recibida. Incluso aunque el confesor pecase gravemente, por atreverse a absolver sin tener jurisdicción, el fiel quedaría absuelto, ya que en tales casos la Iglesia concede una jurisdicción supletoria para que el penitente quede absuelto: es el llamado error común que prevé el CIC, can. 209. c) Hay que recordar que, como ha dicho en varias ocasiones el Magisterio de la Iglesia, el sacerdote pecador e indigno también absuelve válidamente a los fieles, con tal que tenga las condiciones de Orden sagrado y jurisdicción, antes indicadas. Esta verdad fue reafirmada por el Conc. Tridentino, frente a los errores protestantes (Denz.Sch. 1684). Sin embargo, como es obvio, el sacerdote, por lo que respecta a su propia salvación, debe administrar siempre el sacramento en estado de gracia: de lo contrario cometería un sacrilegio. Desde el punto de vista pastoral se le exige, para ejercer más fructuosamente su ministerio de confesor, que procure crecer en santidad y tener la mejor preparación posible teológica, espiritual, humana, ya que sólo así podrá ser juez de las conciencias, padre espiritual, guía y doctor, médico espiritual de las almas como conviene (v. III, 2). Sobre la obligación de guardar absoluto secreto de todo aquello que ha oído en la confesión sacramental v. SIGILO SACRAMENTAL. 7. Efectos. El efecto más específico y primordial del sacramento de la P. está expresado en una de las denominaciones que citábamos al principio: sacramento de la reconciliación. Reconciliación ante todo con Dios, lo que implica que el penitente, debidamente absuelto, queda limpio de todos los pecados mortales, y de los veniales de que se haya arrepentido; Dios le condona la pena eterna que merecían los pecados mortales y, aunque sólo en parte, la pena temporal, que no es quitada del todo para dar así ocasión a crecer en la gracia. La condonación de la pena y satisfacción temporales es proporcionada a la intensidad del amor de Dios con que el pecador haya realizado su conversión al Señor y acudido al Tribunal de las llaves. Los efectos mencionados presuponen un donabsolutamente valioso y positivo: la infusión de la gracia, el ser hecho de nuevo el pecador hijo de Dios, templo viviente del Espíritu Santo. Al mismo tiempo adquiere ante Dios una especie de título nuevo y como exigencia a las gracias actuales suficientes para mantenerse en el estado de gracia que acaba de recuperar, es decir, para no volver a pecar, más aún, para continuar creciendo en la gracia. Las malas costumbres que se adquirieron pecando conservan su arraigo psicológico en el espíritu y hasta en el cuerpo del cristiano, pero éste tiene ahora nueva gracia para seguir luchando contra el pecado y cuanto inclina a él. El perdón recibido debe impulsarle a que su vida futura sea una continuada acción de gracias, de alabanza y «confesión-glorificación» al Señor. No hay que olvidar que la absolución penitencial da también la reconciliación y paz con la Iglesia. El cristiano pecador, al pecar, lesiona la vida divina de la Comunidad de los santos. Por eso debe pedir perdón no sólo a Dios, sino también a sus hermanos en la fe. Y al recibir la reconciliación, tener presente que Dios le perdona por la acción sacramental de la Iglesia y que ésta le vuelve a admitir a la comunión con ella para que así pueda acceder a la comunión del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Cuando el sacerdote de la Iglesia nos absuelve, se restablece nuestra unidad con todos los cristianos, no sólo los que están en la tierra, sino también con los santos y los ángeles del cielo (v. COMUNIÓN DE LOS SANTOS). 8. Conclusión. El sacramento de la P. es la realización perenne, encarnada en la vida espiritual de cada creyente pecador, de las conmovedoras parábolas evangélicas sobre la misericordia de Dios. La alegría de la mujer que encontró su dracma o la del pastor que recuperó la oveja perdida (Lc 15,1-10) se repiten cada día en el secreto de la Iglesia donde se recibe la Confesión de un pecador. Igualmente hay que pensar que se renueva en ese momento la alegría de la corte celestial por cada pecador que vuelve a penitencia. El dramatismo de la parábola del hijo pródigo (Le 15,11-32), con todo su imperecedero valor religioso, se reitera en cada momento bajo las formas más sobrias, pero no menos densas de contenido, del rito sensible de la administración de la Penitencia. El amor con que el Salvador recibía a los pecadores y comía con ellos; escenas como el perdón de la pecadora (Lc 7,32-50), la adúltera (lo 8,3-11) podrían servir de lectura espiritual preparatoria para el cristiano que se acerca al tribunal de la Penitencia. Es interesante observar que los impugnadores de este sacramento a lo largo de la Historia, siempre lo han hecho en nombre y con la pretensión de una moral más elevada y de salvaguardar mejor el honor de Dios. Son las mismas razones que alegaban los fariseos cuando se extrañaban de que Jesús alternase con los pecadores: era -decían- abrir las puertas a una relajación moral. En realidad es lo contrario: nada mueve más a la fidelidad y a las exigencias personales que el amor que se nos manifiesta. La misericordia y el amor de nuestro Salvador, que dice que hay que perdonar hasta setenta veces siete (es decir, cuantas veces sea necesario), será siempre el mejor impulso para amar a Dios, pues nos recuerdan que Él nos amó primero a nosotros (1 lo 4,10). V. t.: CRISTIANISMO, 5; SACRAMENTOS; BAUTISMO; CONVERSIÓN I; MISERICORDIA I; INDULGENCIAS; EUCARISTÍA II, C, 3: LUTERO V LUTERANISMO I, 2 y II, 2. ALEJANDRO DE VILLALMONTE. BIBL.: CONO. DE FLORENCIA, Decreto para los armenos: Denz. Sch. 1323; CONO. DE TRENTO, Doctrina acerca del sacramento de la Penitencia: Denz.Sch. 1667-1693, 1701-1715; PAULO VI, Declaración de la Congregación para la doctrina de la Fe, 16 ¡un. 1972: AAS, 64, 1972, 510 ss.; M. SCHMAUS, Teología dogmática, VI,PENITENCIA IIILos sacramentos, 2 ed. Madrid 1963, 483-621; A. LANZA y P. PALAZZINI, Principios de Teología moral, III, Madrid 1958, 195298; P. GALTIER, De Paenitentia. Tractatus Dogmatico-Historicus, Roma 1957; S.. GONZÁLEZ RIVAS, Sacrae Theologiae Summa, Madrid 1962, 401-452; A. Royo MARÍN, Teología Moral para seglares, III, Madrid 1958, 236-463; A. G. MARTIMORT, Los signos de la Nueva Alianza, 3 ed. Salamanca 1965, 319-380; E. WALTER, Fuentes de santificación, Barcelona 1959, 151-199; A. AMANN, A. MICHEL y M. JUGIE, Pénitence, en DTC 12,727- 1138; P. DELHAYE y OTROS, Théologie du péché, París 1969; G. COLOMBO, Il sacramento della penitenza, Roma 1962; K. TILLMAN, La penitencia y la confesión, Barcelona 1963; 1. L. LARRABE, Permanencia y adaptación histórica en el Sacramento de la Penitencia según Santo Tomás, «Miscelánea Comillas» 53 (1970) 127-162; A. MAYER, Historia y Teología de la penitencia, Barcelona 1961; P. GALTIER, Aux origines du sacrement de pénitence, Roma 1951; S. GONZÁLEZ RIVAS, La penitencia en la primitiva Iglesia española, Madrid 1950; P. M. CL. CHARTIER, La discipline pénitentielle d'aprés les écrits de saint Cyprien, «Antonianum» 14 (1939); K. 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La actitud de arrepentimiento por los pecados cometidos, y la consiguiente disposición de p., va creciendo en el cristiano con el progreso de su vida espiritual. Al ser cada vez más consciente de la transcendencia y bondad de Dios, advierte con mayor claridad la maldad del pecado (v.), y se siente movido a reparar y expiar. Y eso no como algo impuesto, sino como una exigencia que deriva intrínsecamente de su mismo amor a Dios, al que le pesa haber ofendido. La conciencia de pecador se va arraigando en el cristiano, pero no de una manera obsesiva o angustiada, sino al contrario, situada en el interior de una actitud de confianza filial y amorosa en Dios, e integrada en una vida de oración en la que predomina la consideración de la misericordia divina y el deseo de la unión perfecta con Dios, superando y eliminando todo lo que diga relación al pecado. Las obras de p. brotan espontáneamente de esa actitud, como forma de canalizar y dar cuerpo a la disposición interior del corazón. La virtud de la p. y las obras que de ella se derivan se han estudiado ya en I, B; a continuación se trata más ampliamente, desde una perspectiva moral y espiritual, la más importante de todas ellas, la Confesión sacramental, en la que algunos actos del penitente son elevados a la condición de cuasi-materia del sacramento de la P., y se unen así a la satisfacción ofrecida por Cristo. 2. La Confesión sacramental. La confesión de los pecados, con la contrición y la satisfacción, son los actos del penitente en el sacramento de la P.; usando la parte por el todo, la confesión da nombre al mismo sacramento, al que usualmente se le llama Confesión. a. Necesidad. El cristiano, librado del pecado por el Bautismo (v.), puede volver a pecar y de hecho peca, de forma que siempre necesita convertirse a Dios (V. CONVERSIÓN), con el que ha roto sus relaciones por el pecado (v.) mortal, o ha hecho que se enfriaran por el pecado venial. En la actual economía de la salvación (v. REDENCIÓN) no hay otro camino para volver a Dios que en Cristo y por Cristo. Este encuentro con Cristo tiene lugar principalmente en los sacramentos (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 7). Es Cristo quien actúa en sus sacramentos, «Él es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece, sacrifica» (Pío XII, Enc. Mystici Corporis, Denz.Sch. 3806; cfr. Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7). El sacerdote es ministro de Cristo, hace sus veces, y esta verdad debe estar siempre en primer plano en la Confesión: el penitente busca a Cristo y se encuentra con Cristo, su confesión no es a un hombre, porque en ese hombre ha de ver a Cristo, que se hace en cierto modo visible en el sacerdote, y, por tanto, hace posible el contacto personal, humano, con Él. El encuentro con Cristo reviste en cada sacramento una modalidad diversa. La modalidad de la Confesión es la de un juicio (cfr. Conc. de Trento, Doctrina sobre el sacramento de la penitencia, can. 9), el pecador busca el juicio de Dios, ahora que es absolutorio, para encontrarse justo en el último juicio. Es un juicio con características peculiares, diversas de los juicios humanos, en el que el reo se acusa como el hijo pródigo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Le 15,21) y el juez actúa como Padre: «todavía estaba lejos, cuando lo vio su padre, que se conmovió, corrió, se echó sobre su cuello y lo besó» (Le 15,20). «Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios» (Sacrosanctum Concilium, 59). La Confesión no es una excepción y su valor cultual ha de señalarse cuando se considera la importancia y necesidad de este sacramento en la vida cristiana. Quien busca el juicio de Dios en la Confesión exalta la justicia de Dios y su misericordia. Exalta la justicia porque no la busca en sí mismo, sino en Dios; dice con su actitud lo mismo que Daniel en su oración: «Hemos pecado, hemos obrado la iniquidad... Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la vergüenza en el rostro» (Dan 9, 5.7). Exalta la misericordia divina porque a ella se apela, no a sus méritos: «no por nuestras justicias te presentamos nuestras súplicas, sino por tus grandes misericordias» (Dan 9,18). «Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de Éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión» (Lumen gentium, 11). En la Confesión el pecador se somete al juicio divino mediante el juicio visible de la Iglesia, a la que también ofendió con el pecado y cuyo perdón también debe buscar. Es la consecuencia inmediata de que por el pecado el cristiano daña a los demás miembros y se aparta del flujo de vida de la Iglesia (V. COMUNIÓN DE LOS SANTOS); sigue siendo miembro de la Iglesia -a no ser que su pecado sea de herejía, apostasía o cisma-, pero miembro muerto espiritualmente. Este estado se manifiesta principalmente en la Santa Misa (v.): el pecador no puede comulgar y participar así plenamente de la Eucaristía (v.). Ésta es en efecto «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (Sacrosanctum Concilium, 47). El pecador, en cambio, ha roto esa unidad -si no externamente, sí espiritualmente-, ha perdido la caridad (v.), ha vuelto al reino de las tinieblas, ha dicho no a Cristo, ha perdido la gracia (v.) y se ha hecho culpable de pena eterna. El pecador, por tanto, antes de participar plenamente en la Eucaristía, centro de toda la actividad de la Iglesia y de la vida cristiana, debe reconciliarse con Dios a través de la Iglesia, que exige de él no sólo el arrepentimiento, sino también la Confesión sacramental antes de comulgar (cfr. CIC, can. 856). Esto último es precepto eclesiástico, pues la unión vital con la Iglesia se restablece ya con la reconciliación con Dios, que se obtiene con la contrición (v.) perfecta y el propósito de confesarse; por tanto, en el mismo can. 856 se permite al que ha pecado mortalmente que «en caso de necesidad urgente (de comulgar), si no tiene confesor, haga antes un acto de perfecta contrición». En esta perspectiva se entiende bien la relación entre Comunión frecuente y Confesión frecuente. Aunque la Eucaristía libera de los pecados veniales y fortalece cada vez más la unión con Dios (cfr. Conc. de Trento, Decreto sobre la Eucaristía, cap. 2), sin embargo, el cristiano siente la necesidad de purificarse cada vez más para acercarse a tan gran sacramento, de forma que, siguiendo el mandato de S. Pablo -«que cada uno se examine a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz» (1 Cor 11,28)- busca juzgarse a sí mismo para quitar de sí todo pecado, y este juicio se hace liberador del pecado cuando se busca como juez a Dios, a través de la Iglesia. b. Obligación. La solicitud de la Iglesia por los pecadores se manifiesta principalmente en su interés porque se reconcilien con Dios. Así recuerda a los sacerdotes que se unen de manera especial a la caridad de Cristo «cuando se muestran en todo momento y de todo punto dispuestos a ejercer el ministerio del sacramento de la Penitencia, siempre que razonablemente se lo piden los fieles» (Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 13). Independientemente de la necesidad de la Confesión para la recepción de los sacramentos que exigen el estado de gracia, la Iglesia urge a los pecadores a que se conviertan a Dios y éste es el sentido del mandamiento de la Iglesia de que todos los fieles, una vez llegados a la edad de la razón, deben confesarse de sus pecados por lo menos una vez al año (cfr. CIC, can. 906). Este precepto, recogiendo la tradición anterior, fue concretado por primera vez para toda la Iglesia en el Conc. Lateranense IV (a. 1215; cfr. Denz.Sch. 812) y lo reafirmó también el Conc. de Trento (Denz.Sch. 1683,1708). Es un mandamiento que determina una obligación más primaria ante Dios, que es la de reconciliarse con Él; por eso, si pasado el año no se ha cumplido el precepto, la obligación sigue en pie, pues la Iglesia lo que pretende es urgir al pecador para que se convierta (v. MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA). La edad de la razón comienza poco más o menos a los siete años (cfr. S. Pío. X, Decr. Quam singulari, 1: AAS 2, 1910, 582). El Directorio catequístico general, promulgado por la S. C. para el Clero (11 abr. 1971), de acuerdo con esa norma, prescribe que se instruya a los niños a partir de esa edad sobre el sacramento de la P., para inculcar en ellos una santa aversión al pecado y un deseo de buscar el perdón de Dios en la Confesión sacramental (cfr. AAS 64, 1972, 173-176). Se sale así al paso de falsas teorías que niegan que los niños a esa edad puedan pecar y necesiten de este sacramento. Estas teorías puestas en práctica privarían a los niños de la gracia sacramental para luchar contra el pecado. Peor mal no se les podría hacer. En cambio, la solicitud de la Iglesia se manifiesta en la declaración de las SS. CC. para ladisciplina de los Sacramentos y para el Clero (24 mayo 1973), recordando la obligación de seguir la práctica de que los niños se confiesen antes de la Primera Comunión, abandonando todo tipo de experiencias contrarias a esta praxis (cfr. AAS 65, 1973, 410). 3. Los actos del penitente. Como definió el Conc. de Trento son tres: la contrición, la confesión y la satisfacción (cfr. Denz.Sch. 1704). a. La contrición. El Conc. de Trento precisó también la noción de contrición: «dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no volver a pecar». (Doctrina sobre el Sacramento de la penitencia, cap. 4). No basta el propósito de cambiar de vida, sino que se requiere detestar el pecado, que es ofensa a Dios. Este dolor, como dice el Concilio, es del alma, no necesariamente de la sensibilidad, ya que la contrición radica en la voluntad, que detesta el pecado y elige de nuevo a Dios. Al dolor ha de acompañar el propósito de no pecar en adelante, el cambio de vida, que es la piedra de toque de la verdadera conversión. Propósito firme, eficaz y universal, que incluye el huir de las ocasiones de pecado. Puede quedarle al penitente temor de volver a caer, pues conoce su personal fragilidad; pero nunca apego alguno a todo lo que suponga pecado y ofensa a Dios. La contrición ha de ser sobrenatural y considerar el pecado como el mayor mal; a la vez debe ser general, es decir, se ha de extender a todos los pecados, al menos a todos los mortales; en caso contrario, la Confesión sería inválida. Para más detalles sobre la contrición perfecta y contrición imperfecta o atrición, v. CONTRICIÓN; EXAMEN DE CONCIENCIA. Basta recordar aquí que la contrición de corazón, aunque sea imperfecta (porque tenga como motivo la consideración de la fealdad del pecado y el temor del infierno), si excluye sinceramente la voluntad de no pecar e incluye la esperanza del perdón y el propósito de mejorar de vida, es un don de Dios y si bien con ella sola el Espíritu Santo no habita en el alma, reconcilia al hombre con Dios al recibir la absolución sacramental. b. La confesión. Como acto del penitente en este sacramento, es la acusación de los pecados cometidos y no perdonados después del Bautismo hecha al sacerdote para obtener su absolución. El sentido de esta manifestación de los pecados al sacerdote lo explica el Conc. de Trento (Doctrina sobre el sacramento de la Penitencia, cap. 5), porque este sacramento se realiza a modo de juicio y el sacerdote no sería juez si no conociera el delito. Respecto a qué pecados deben y pueden ser confesados, también el Conc. de Trento definió con claridad la doctrina de la Iglesia (cap. 5 y can. 7). Para la validez de la Confesión se deben confesar «todos y cada uno de los pecados mortales de que con debido y diligente examen se tenga memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian la especie del pecado» (Denz. Sch. 1707). Se trata de los pecados mortales cometidos después del Bautismo y no perdonados; el CIC precisa que se trata de los no perdonados directamente en el sacramento de la Confesión (can. 901). Son perdonados indirectamente los pecados involuntariamente olvidados; también los veniales conscientemente no acusados. Para mayor claridad el Concilio tridentino indica que se han de incluir los pecados ocultos y los internos, es decir, de pensamiento o deseo. Se han de manifestar todos y cada uno, esto es, las diversas clases de pecados y el número de cada clase; por eso precisa que deben decirse las circunstancias que cambian la especie del pecado (v.). Respecto al número, no hay que caer en la ansiedad de darlo exacto cuando resulta difícil, pues la razón de todo esto es que la Confesión se hace a modo de juicio, por tanto, basta con que el sacerdote se haga una idea clara del estado de la conciencia del penitente. Así, por ejemplo, en el caso de un penitente que hace largo tiempo que no se confiesa y ha caído reiteradamente en un mismo pecado, bastará que indique el número aproximado de veces o la periodicidad aproximada. En el mismo canon el Concilio definió que es lícito confesar los pecados veniales, y en el cap. 5 declaró que ésta es una costumbre de hombres piadosos, a la vez que enseñaba que pueden expiarse por otros medios y que no es necesario manifestarlos en la Confesión. Más adelante, cuando se vea la conveniencia de la Confesión frecuente, se tratará del sentido de este sometimiento de los pecados veniales al juicio sacramental de la Penitencia. El CIC señala también como pecados que pueden confesarse, aunque no necesariamente: los mortales ya perdonados directamente en Confesión sacramental (cfr. can. 902). Es ésta una antigua y laudable costumbre en la Iglesia. ¿Qué sentido tiene volver a confesar pecados ya perdonados? No es fácil dar una respuesta teórica, pues el pecado perdonado ya no existe. Santo Tomás se plantea esta cuestión y responde que una Confesión así no es vana, «pues cuantas más veces se confiese tanta mayor pena se le perdona, ya por la vergüenza de la confesión, que sirve de pena satisfactoria; ya por el poder de las llaves. De donde se sigue que puede uno confesarse tantas veces que llegue a librarse de toda la pena» (IV Sent. d17 q3 a5 s5 ad4). Tanto estos pecados, como los pecados veniales, constituyen materia suficiente para poderse confesar (cfr. CIC, can. 902). Respecto a los pecados dudosos conviene distinguir entre lo estrictamente obligado por la ley -la obligación de confesar todos los pecados mortales es por ley divina, como definió el Conc. de Trento- y lo conveniente para aprovechar mejor este sacramento. El CIC (can. 901) exige confesar todos los pecados mortales de que se tenga conciencia, después de un examen diligente (v. EXAMEN DE CONCIENCIA). Si después de ese examen hay una duda fundada, estrictamente no hay obligación de confesar el pecado sobre el que se duda. Pero es oportuno distinguir sobre qué versa la duda:Si es de haber pecado o no gravemente, por no saber si se ha consentido plenamente y con advertencia, el juicio que debe hacerse depende del tipo de penitente: si es de conciencia (v.) delicada y no suele pecar gravemente, hay que suponer que no ha consentido plenamente; si, en cambio, peca gravemente con frecuencia, se puede suponer que ha consentido. Si la duda, en cambio, versa sobre la gravedad de la materia del pecado, será muy conveniente confesarlo, porque la función de juzgar la tiene el confesor, y sobre todo, para formarse una conciencia recta; muy agudamente observa S. Tomás que «cuando uno duda de si un pecado es mortal y la duda persiste, debe confesarlo, puesto que quien hace y omite una obra dudando de si es pecado mortal, peca mortalmente por ponerse en peligro. E igualmente se pone en peligro quien deja de confesar lo que duda si es pecado mortal» (Suppl. q6 a4 ad3). Si el pecado es ciertamente grave y la duda es sobre si fue o no manifestado en la anterior Confesión, en primer lugar hay que presumir que toda acción pasada -en este caso la Confesión- ha sido bien hecha, hasta queno se demuestre lo contrario; pero si considerando esto, se duda aún con fundamento, entonces hay que confesar el pecado, porque se trata de una obligación cierta que no se puede satisfacer con un cumplimiento dudoso. De todas formas, aunque es útil distinguir entre obligación estricta y simple conveniencia, no ha de ser en perjuicio del mejor aprovechamiento de la Confesión. Si en el confesor no sólo ve un juez, sino también un maestro, un médico, un padre -hace las veces de Dios-, el afán de sinceridad con Dios y de formación de la conciencia llevarán de ordinario a manifestar esas dudas. La obligación de confesar todos los pecados mortales es por ley divina, como se ha visto. Así, pues, únicamente la imposibilidad física o moral excusa de esa obligación. Como no se trata de un precepto eclesiástico, sino divino, la Iglesia no puede cambiarlo, sólo puede dar criterios para juzgar con prudencia si en algún caso determinado se da en efecto esa imposibilidad física o moral. Así lo ha hecho, p. ej., en un documento de la S. C. para la Doctrina de la fe (16 jun. 1972) y en el Ritual de la Penitencia (Ordo Poenitentiae, S. C. para el Culto, 2 dic. 1973). Puede darse esa imposibilidad, con la urgencia además de recibir la absolución, cuando hay un inminente peligro de muerte y falta tiempo para oír la confesión íntegra de cada uno. En este caso puede el sacerdote exhortar al arrepentimiento y dar la absolución a todos juntos, sin que proceda la confesión. Fuera de peligro de muerte, para que haya posibilidad de absolución colectiva, tendrá que faltar de tal modo el número de confesores, que por largo tiempo los fieles, sin culpa propia, se vean privados de la gracia sacramental. Los mismos documentos precisan que esto no se da simplemente por el hecho de un gran concurso de penitentes con motivo de una festividad o peregrinación (cfr. AAS 64, 1972, 511; Ordo, n. 31). En el caso de absoluciones colectivas, supuesto que se den las condiciones para que sean válidas, subsiste la obligación de confesar en la siguiente Confesión los pecados graves absueltos de ese modo (ib. 512513; Ordo, n. 33). Las cualidades de una buena confesión pueden enumerarse abundantemente. La primera de ellas es que sea sobrenatural. No es propiamente ante un hombre que se acusa el cristiano, sino ante Dios; por eso va a acusarse, no a excusarse. Los autores hacen diversas enumeraciones de estas cualidades; como criterio especialmente práctico y sencillo puede decirse que la confesión ha de ser concisa, concreta, clara y completa (J. Escrivá de Balaguer). c. La satisfacción: El Conc. de Trento definió, en el can. 12 del Decreto citado, que no toda la pena se remite siempre por parte de Dios, juntamente con la culpa. De aquí nacen la necesidad y la conveniencia de las obras satisfactorias impuestas por el confesor, ya que, perdonada en la Confesión la pena eterna, queda por pagar las más de las veces una cierta pena temporal (cfr. can. 15). El sentido de la satisfacción es reparar por la pena temporal debida por el pecado, que tiene una doble vertiente: por un lado apartamiento de Dios; por otro, apegamiento desordenado a una criatura, que se prefiere al fin último del hombre, que es Dios. Este desorden en relación con las criaturas es el que explica el sentido de la pena temporal. Esta pena se sufre en esta vida, o en la otra en el Purgatorio (v.). En esta vida, como indica el mismo Concilio (can. 13), aceptando los castigos que Dios nos inflige -las penalidades de la vida-, o los que nos impone el sacerdote en la Confesión, o tomándolos espontáneamente: ayunos, oraciones, limosnas y otras obras de piedad. La satisfacción sacramental es precisamente el cumplimiento de esas obras de p. (v. 1, B) que impone el confesor en la administración del sacramento. Si todas las obras de p. tienen un valor ante Dios, especialmente lo tienen las de la p. sacramental, que recibe una particular eficacia satisfactoria del mismo sacramento que se ordena a la remisión de los pecados. Una advertencia hace el Conc. de Trento (can. 8) que no debe olvidarse: estas obras de p. tienen valor en cuanto se hacen por medio de Cristo Jesús; en ÉI es en quien «satisfacemos haciendo frutos dignos de penitencia, que de Él tienen su fuerza, por Él son ofrecidos al Padre, y por medio de Él son por el Padre aceptados». Y antes, en el mismo capítulo, señala un sentido más alto de las obras satisfactorias, de grandes consecuencias prácticas para la vida cristiana: «Añádase a esto que al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo (Rom 5,10; 1 lo 2,1 ss.) y de quien viene toda nuestra suficiencia (2 Cor 3,5), por donde tenemos también una prenda certísima de que, si juntamente con Él padecemos, juntamente también seremos glorificados (cfr. Rom 8,17)». Precisamente en este sacramento el cristiano se configura con Cristo en cuanto que padeció por nuestros pecados (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 3 q49 a3 ad2 y 3). Con este espíritu el cristiano busca que su reparación por los pecados no se limite al cumplimiento de la p. impuesta por el confesor, sino que se extienda a toda su vida. A eso le mueve la liturgia de este sacramento, pues el sacerdote, después de dar la absolución, ora para que la Pasión del Señor, los méritos de la Virgen y los Santos, y también todo lo que haga el penitente de bueno o los males que soporte le valgan para remisión de los pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna. Para que la Confesión sea válida se requiere que el penitente tenga el propósito de cumplir la penitencia. Si lo ha tenido pero después no cumple la p., los pecados siguen perdonados. Puede ser que el incumplimiento se deba, no a imposibilidad u olvido, sino a pereza o mala voluntad, por lo que podría llegar a constituir pecado grave, pero los pecados confesados una vez remitidos no vuelven a gravar la conciencia del penitente. 4. Sacramento de la Penitencia y vida cristiana. Si la santidad (v.) que el cristiano ha recibido en el Bautismo está ordenada a perfeccionarse más y más, según el mandato del Señor -«sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), medio eficaz de conseguirlo será participar frecuentemente en los sacramentos (cfr. Lumen gentium, 42), que son medio ordinario del encuentro del cristiano con Cristo. Dos de ellos pueden decirse que son los sacramentos de la vida ordinaria del cristiano: la Eucaristía y la Penitencia. Los demás se ordenan en cambio a momentos singulares de la vida cristiana. Si bien la Eucaristía, entre otros muchos efectos, fortalece en la lucha contra el pecado, el sacramento de la P. tiene una función específica en esa lucha, que no es sólo contra el pecado mortal, sino también contra el pecado venial, y ha de durar toda la vida (cfr. Denz.Sch. 1573). Se entiende bien que el Magisterio de la Iglesia haya recomendado, incluso recientemente, la Confesión frecuente. Así, p. ej., escribía Pío XII: «Cierto que, como bien sabéis, Venerables hermanos, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables maneras; mas para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la Confesión frecuente,introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo» (Enc. Mystici Corporis, Denz. Sch. 3818; cfr. Enc. Mediator Dei, AAS 39, 1947, 585). En este espíritu se mueve la prescripción del CIC de que todos los clérigos purifiquen frecuentemente su conciencia en el sacramento de la P. (can. 125); y de nuevo el Conc. Vaticano II se lo ha recomendado explícitamente a los presbíteros (cfr. Presbyterorum ordinis, 18). Ciertamente los pecados veniales -la práctica de la Confesión frecuente se dirige principalmente contra ellospueden remitirse por otros medios que no sea este sacramento, primero entre todos la Eucaristía, pero eso no quita la conveniencia de someterlos al juicio de la Confesión. Las razones para eso no serán de necesidad, sino de conveniencia, pero entre ellas hay una gradación. Pío XII las enumera todas juntas, pero la razón primera habrá que buscarla en la naturaleza misma de este sacramento, en el que el pecador somete sus pecados al juicio de Dios, a través del juicio de la Iglesia. En este sentido la Confesión tiene un valor específico propio, pues mientras los otros medios de remisión de los pecados veniales no se ordenan de por sí a esta remisión, sino más bien directamente a la unión con Dios, la Confesión se ordena a borrar los pecados, entre los que están los veniales, por eso la gracia específica de este sacramento será de gran ayuda para la lucha contra el pecado y especialmente contra las reliquias de los pecados acusados. Y en esta línea se mueve el consejo del Conc. Vaticano II, que recomienda el sacramento de la P. como medio eficaz para fomentar la actitud permanente de conversión (v.) en el cristiano (cfr. ib. 5). 5. Funciones del sacerdote en la Confesión. Hay unas funciones del sacerdote que, en cierto modo, son previas a la administración de este sacramento. El sacerdote es ministro de Cristo y ha de conformarse con Él; la caridad pastoral que le anima en la Confesión no es más que una manifestación de algo que ha de ser constante en su vida (v. PRESBÍTERO). Pero hay algo que este sacramento especialmente exige, y es la ciencia teológica. El sacerdote es, a la vez, juez y maestro, de forma que siempre ha de mantener y acrecentar su conocimiento de la fe y la moral cristianas. Como regla general se suele decir que tiene ciencia debida el confesor que sabe resolver los casos comunes y dudar prudentemente en los casos más difíciles; esta duda le llevará a estudiar más atentamente el caso, valorando todas las circunstancias. La obligación de ter;er ciencia debida es grave y el Conc. Vaticano II ha manifestado su solicitud por este aspecto de la vida del sacerdote (cfr. ib. 19). Durante la Confesión el sacerdote ha de buscar que el penitente se acuse de todos los pecados que debe confesar; para eso, si es necesario, puede y debe preguntar prudentemente, con moderación, porque se supone la buena disposición y sinceridad del penitente. Si las preguntas versan sobre materia del sexto mandamiento se deben seguir las Normae de agendi ratione -confessariorum circo sextum Decalogi praeceptum, 16 mayo 1943, de la S. C. del Santo Oficio. El sacerdote debe atender, no sólo a que la confesión sea íntegra, sino también a que el penitente esté bien preparado con dolor de sus pecados y propósito de enmienda (v. CONTRICIÓN). Este último es muy indicativo de si hay verdadera detestación del pecado. El confesor prestará buena ayuda al penitente moviéndole a que su propósito de enmienda sea firme, eficaz y universal, es decir, que le lleve a luchar, a poner los medios para evitar todo pecado y las ocasiones que inducen a pecar. Si el penitente no está dispuesto, por falta de contrición o propósito, no se le puede absolver, pues sería grave irreverencia al sacramento; por tanto, el confesor debe prepararlo, moverle al arrepentimiento y al propósito de no pecar. Si no lo consigue, conviene diferir la absolución para que se prepare mejor; raramente será aconsejable negar por completo la absolución. Acabada la Confesión, el confesor debe guardar el sigilo sacramental (v.). V. t.: II; CONTRICIÓN; DOLOR IV; CONVERSIÓN. MIRALLES GARCÍA. BIBL.: P. ANCIAUX, Le sacrement de la pénitence, Lovaina 1957; K. TILLMANN, La penitencia y la confesión, 2 ed. Barcelona 1967; D. L. GREENSTOCK, El sacramento de la misericordia, Madrid 1961; C. JEAN-NESMY, Práctica de la confesión, Barcelona 1967; R. GRAEF, 11 sacramento della divina misericordia, 2 ed. Brescia 1960; P. GALTIER, Satisfaction, en DTC XIV,1129-1210; P. HARTMANN, Le sens plénier de la réparation du péché, Lovaina 1955; P. ANCIAUx, De relatione inter sacramentalem satisfactionem et exercitium virtutis poenitentiae, «Collectanea Mechliniensia» 29 (1959) 178-181; A. M. ROGUET, Le sacerdoee du Christ, la remission des péchés et la confession frécuente, «La Maison-Dieu» 56 (1958) 50-70; B. KELLY, The confession of devotion, «Irish Theological Quarterly» 33 (1966) 48-90; S. RENDINA, Osservazioni pratiche salla confessione frecuente, «Perfice Munus» 39 (1964) 450- 456; J. B. TORELLó, Psicoanálisis y confesión, Madrid 1963; B. BAUR, La confesión frecuente, 7. ed. Barcelona 1974; A. REY, El sacramento de la penitencia, Madrid 1975; F. LUNA, La confesión, Madrid 1978; VARIOS, Sobre el sacramento de la penitencia y las absoluciones colectivas, Pamplona 1976; T. LóPEZ, Nuevos documentos en torno a las absoluciones colectivas, «Seripta Theologica» X (1978) 1161-1175. Penitencia IV. Liturgia y Pastoral Categoria: Religión Cristiana Propiedad del contenido: Ediciones Rialp S.A. Propiedad de esta edición digital: Canal Social. Montané Comunicación S.L. Prohibida su copia y reproducción total o parcial por cualquier medio (electrónico, informático, mecánico, fotocopia, etc.) 1. Práctica penitencial. 2. Historia de los ritos y praxis del sacramento de la Penitencia. 3. Catequesis de la Confesión. 4, Catequesis durante la Confesión. 5. Primera Confesión de los niños. 6. El confesonario y su emplazamiento. 1. Práctica penitencial. El Conc. de Trento (Denz.Sch. 1668- 1670) recuerda que la virtud de la p. es necesaria para la salvación, y por esta razón la Iglesia siente el deber pastoral de predicarla siempre, porque el hombre pecador y salvado por Jesucristo no acaba nunca en esta vida de convertirse. Hay que recordarle, por tanto, la necesidad de expiar sus culpas personales y desagraviar los pecados del mundo renovando constantemente su vida espiritual y creciendo en santidad. La virtud de la p. (v. 1, B) lleva a luchar contra el pecado, a desear volver a Dios cuando se le abandona, a realizar, en una palabra, todas las exigencias de Bautismo, participando, también con el propio cuerpo, en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo (cfr. 2 Cor 4,10). No hay que olvidar la iniciativa de Dios en este dinamismo penitencial, que con los sacramentos (v.) y con su Palabra (v.), anunciada y celebrada litúrgicamente por la Iglesia, descubre al hombre su condición de pecador y le ofrece el perdón misericordioso, estableciendo con él una nueva alianza de amor. El modelo de vida penitente es Cristo, que padeció por nuestros pecados muerte de Cruz, la cual obra, como dice S. Tomás, en el sacramento de la P. (cfr. Sum. Th. 3 q84 a5). La función penitencial en la Iglesia se ejercita cumpliendo algunas obras particularmente significativas (v. ORACIÓN; AYUNO; ABSTINENCIA; LIMOSNA) que son manifestación externa de conversión (v.) interior, de amor a Dios y al prójimo. Además de los actos penitenciales indicados, en algunos periodos determinados del año litúrgico -Adviento (v.), Cuaresma (v.), en los que todoslos cristianos muestran pertenecer a un pueblo penitente-, cada cristiano, libremente, debe sentir la perenne actualidad del modo como ha sido anunciado la venida del Reino de Dios en el mundo y en las almas. La disciplina penitencial actualmente vigente en la Iglesia está contenida en la Const. Paenitemini, del 16 feb. 1966 (AAS 58, 1966, 177-198), que presenta la p. como un cambio íntimo y radical de todo el hombre, de su modo de sentir, de juzgar y decidir, que se manifiesta a través de obras penitenciales, de la oración litúrgica y de la práctica sacramental (n° 5, 7, 9 y 10). Toda la vida del cristiano que vive en gracia de Dios, unido a la pasión de Cristo, asume valor de expiación (n° 7). La Const. establece también que todos los fieles están obligados a cumplir en días señalados, pero sobre todo durante la Cuaresma, algunas obras de p., para dar ejemplo al mundo de ascesis y caridad, contribuyendo así a formar un pueblo de penitentes (n° 11 y 12). Para una exposición más detallada v. I, B; AYUNO II; ABSTINENCIA; MORTIFICACIÓN; ORACIÓN II Y III; LIMOSNA II. La relación entre la práctica penitencial y el sacramento de la P. han sido estudiados en II, A. El acto supremo de la virtud de la p. es el sacramento de la P. o Confesión, cuya historia está íntimamente ligada a la evolución histórica de la disciplina penitencial. El divorcio virtud-sacramento empobrece una y otro, por lo que una auténtica pastoral penitencial insistirá sobre la necesidad de recibir el sacramento con la convicción de confesar a Dios Omnipotente y misericordioso las propias culpas, uniéndose a la muerte y resurrección de su Hijo, mediante el cumplimiento diario de obras penitenciales. La p.-virtud asegura así al sacramento de la Confesión mayor eficacia y frutos duraderos, a la vez que las obras de p., como preparación y secuela del sacramento, adquieren un valor auténticamente sobrenatural, no reducible a simple acto de voluntad humana. 2. Historia de los ritos y praxis del sacramento de la Penitencia. El poder de perdonar los pecados (poder de las llaves) fue conferido por Jesús a los Apóstoles la tarde del día de Resurrección (lo 20,21- 22), y fue después transmitido a sus sucesores con la misma característica de universalidad, es decir, comprendiendo todos los pecados (v. 11, 3). Los textos que recogen la tradición de la Iglesia en los primeros siglos pueden resumirse en los siguientes puntos: 1) el perdón sacramental se extiende a todos los pecados, sin excepción, con tal que haya arrepentimiento sincero; 2) la Iglesia jerárquica es la única depositaria del poder de las llaves; 3) al penitente se exige: confesión de los pecados ante la Iglesia jerárquica; p. pública, que llevaba consigo la exclusión de la comunión eclesial; y recibir la absolución, que da sólo la autoridad eclesiástica. Sin embargo, el modo y las formas (disciplina y ritos) de ejercer el poder universal de las llaves, que Jesucristo otorgó a los Apóstoles, han variado efectivamente en la historia de la Iglesia. Veamos algunos puntos más significativos. Penitencia pública y penitencia privada. En los primeros siglos la P. «pública» o «canónica» convivía con otra forma más corriente de P. «privada», igualmente impuesta y dirigida por la Iglesia, aunque según formas procesuales distintas. Y en ningún caso la remisión del pecado podía obtenerse sin la conveniente satisfacción: se trataba siempre de remisión onerosa, de «bautismo laborioso». La P. «canónica» es así definida en el III Conc. de Toledo del a. 589: «Quien se arrepiente de sus pecados debe ser inmediatamente excluido de la comunión y colocado en el ordo paenitentium; debe pedir con frecuencia la imposición de las manos, y transcurrido el: tiempo de la satisfacción, si el Obispo lo considera digno, podrá ser admitido de nuevo a la comunión». La P. «canónica» consta, pues, de dos momentos: la acusación de los pecados con la imposición de una p., y la reconciliación absolutoria. En el primero, el Obispo, a través de un juicio de exclusiva competencia suya, prohibe al pecador participar en la vida normal de la Iglesia, relegándolo al orden de los penitentes, donde se ingresa mediante una ceremonia litúrgica, cuyo gesto esencial es la imposición de las manos; los penitentes están obligados a hacer algunas obras penitenciales (limosnas, ayunos, mortificaciones corporales y humillaciones públicas), que Ireneo y Tertuliano definen con el nombre de exomologesis, durante un tiempo proporcionado a la gravedad del pecado cometido. Concluido este periodo, el Obispo, con una ceremonia litúrgica semejante a la de inclusión en el orden de los penitentes, concedía la reconciliación, con la que el cristiano entraba de nuevo en la comunidad eclesial y era autorizado a participar de la Misa. No siempre el penitente reconciliado adquiría todos sus derechos, por lo que muchas veces, en la práctica, era obligado a vivir como un monje. Esta forma de P. canónica se caracterizaba por su rigor y porque la misma persona podía recibirla una sola vez. A esta P. se la Llama pública, porque públicamente se cumplía la pena impuesta; no por la acusación de los pecados, que se ha hecho casi siempre en secreto. La p. canónica, por su carácter público, no podía ser aplicada, por tanto, en todos los casos de pecados secretos, que son la mayoría; por otra parte, el moribundo que deseaba confesarse no podía empeñarse en una larga práctica penitencial. Así prevaleció la forma penitencial llamada «privada», que no llevaba consigo la inscripción en el ordo paenitentium y que el ministro autorizado concede al pecador arrepentido, que cumple algunas mortificaciones corporales (como las indicadas en los Libros penitenciales) todas las veces que se presente a pedirla (cfr. Conc. de Chalon-sur-Saóne, a. 650, can. 8). Esta praxis sacramental fue muy 'difundida por las órdenes monásticas, sobre todo en Irlanda (s. VI). Pronto adquirieron los cristianos la costumbre de recurrir a la Confesión sacramental periódicamente y al principio de algunos tiempos litúrgicos (Navidad, Pascua y Pentecostés), pero sobre todo durante la Cuaresma. En el s. Ix la Confesión cuaresmal es de uso universal en la Iglesia, y el Conc. Lateranense VI (1215) la incluye entre los preceptos de la Iglesia que obligan moralmente al bautizado «de uno y otro sexo..., una vez llegado a la edad de la discreción» (Denz.Sch. 812-814). El canon lateranense fue recogido en el Conc. de Trento (Denz. Sch. 1708) e inspiró la legislación canónica (CIC, can. 901 y 906). El precepto eclesiástico de la Confesión anual ha sido confirmado en una precisación de la Santa Sede en 1973 (cfr. «L'Osservatore Romano» 16-17 abr.) y en un discurso de Paulo VI del 18 abr. 1973 (cfr. «L'Osservatore R.» 18 abr.) (V. MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA). El signo sacramental. La historia del sacramento muestra que el signo sacramental no ha cambiado -instituido por Cristo, es inmutable-, sino sencillamente que han variado las diversas formas exteriores en que se ha expresado a lo largo del tiempo, tanto en las acciones penitenciales del pecador como en la acción judicativa de la Iglesia. El signo en su generalidad ha sido y será siempre un juicio; los modos rituales para hacer este juicio han sido diversos. En la época antigua la Confesión solía desarrollarse en momentos distintos y separados: acusación de los pecados, cumplimiento de la p. impuesta y reconciliación. Después, y ahora, ha prevalecido que la absolución siga inmediatamente a la confesión hecha con espíritu de contrición. En los primeros siglos tenía especial importancia el rito con que se imponía la p. pública; una de las formas más solemnes era celebrada por el Obispo junto con la ceremonia del Miércoles de ceniza -comienzo del tiempo penitencial de la Cuaresma-, y culminaba con la reconciliación de los penitentes el jueves Santo durante la celebración de la Misa. Hay que recordar también que ha cambiado históricamente la extensión y el modo como el Obispo ha delegado a simples sacerdotes la facultad de ser ministros de la Confesión sacramental. Por lo que se refiere a los elementos singulares de ese rito o juicio, comencemos con el definitivo: la fórmula absolutoria. Ha sido siempre una declaración de perdón; su estilo literario no ha sido siempre el mismo: se conocen formas optativo-deprecativas y formas indicativo-judiciales como la actualmente en vigor. Lo mismo se diga sobre la forma de acusación de los pecados, la entidad y medida de los actos satisfactorios y su mayor o menor importancia litúrgico- ritual. En varios libros penitenciales se indica detalladamente el rito peculiar de la P. sacramental. El modelo ritual más antiguo que se conoce se encuentra en el Penitencial Vallicellanum (a. 800): el sacerdote y el penitente se preparan al sacramento rezando juntos algunos salmos, oraciones y letanías; el penitente confiesa sus pecados y recibe una p. satisfactoria; antes de que se pronuncie la fórmula de la absolución se rezan otros salmos; se concluye el rito con una unción penitencial hecha con el óleo de los enfermos (el pecado es una enfermedad del alma) y cuando es posible sigue la celebración de la Misa. En cuanto a los actos exteriores exigidos al penitente, tiene particular importancia la confesión oral (auricular). Está ampliamente documentada a partir del s. v, como práctica universal de la Iglesia, la acusación detallada, secreta y personal, de los pecados cometidos, hecha al Obispo o a un sacerdote delegado; y no faltan documentos patrísticos anteriores al s. v en los que se exhorta al pecador arrepentido a no avergonzarse a la hora de confesarse (p. ej., Ireneo, Orígenes, Cipriano, Basilio, Paciano, Ambrosio, Gregorio Magno). Gran importancia tiene en este sentido la carta del papa S. León Magno a los obispos de la Campania (Italia) del 6 marzo 459 en la que reprime la tendencia a exigir la confesión pública «de singulorum peccatorum genere». Todo ello supone la práctica habitual de la confesión específica y circunstanciada (cfr. Denz.Sch. 323). Benedicto XII (1341), Clemente VI (1351) y finalmente el Conc. de Florencia del 1439 han condenado repetidamente la doctrina, difundida por los armenos, de que la absolución sacramental se podía obtener con una confesión genérica de los pecados, como, p. ej., rezando el Confiteor antes de la Comunión (cfr. Denz.Sch. 1006; 1050; 1310). El Conc. de Trento considera doctrina auténtica de Jesucristo la necesidad de una previa confesión oral de todos y cada uno de los pecados mortales cometidos, con las circunstancias que modifiquen su especie y gravedad (Denz.Sch. 1707), cosa que tiene abundante fundamento histórico y corresponde al Magisterio universal, homogéneo y constante de la Iglesia. La disciplina eclesiástica está recogida en el Ritual Romano publicado en 1614 y en el Ritual de la Penitencia (Ordo Poenitentiae), publicado el 2 dic. 1973, cuyos contenidos explicaremos (v. 4). Ambos han fomentado una mayor difusión de la confesión frecuente. Un ataque a esta práctica pastoral fue promovido por los jansenistas (v.) que defendían un genérico retorno a la rigurosa praxis de la P. «canónica» o pública, con lo que alejaban los fieles de la frecuencia del sacramento. Entre otras cosas, la herejía jansenista afirmaba: que para no cometer sacrilegio, el sacramento de la P. exige una preparación de cuatro o cinco semanas; que el confesor no puede dar la absolución de los pecados graves si antes no se cumple una p. rigurosa; que la confesión de los pecados veniales es inútil e incluso nociva. El papa Pío VI, con la Const. Auctorem fidei (1794), condenó definitivamente tales errores (cfr. Denz.Sch. 2634-2639). El Conc. Vaticano II confirmó la doctrina sacramental de Trento, a la par que declaró la oportunidad de revisar algún punto del rito, a fin de subrayar aquellos aspectos del sacramento que parecen más necesarios pastoralmente en los momentos actuales (cfr. Const. Sacrosanctum Concilium, 72). Los Decretos Christus Dominus (n° 30) y Presbyterorum Ordinis (n° 13) recomiendan a los Obispos y a los sacerdotes ejercer con celo pastoral el poder de las llaves, estando siempre disponibles para escuchar las confesiones de los fieles. Y un decreto de la Congr. de Religiosos del 8 die. 1970 (AAS 73, 1971, 318 ss.) recomienda también recibir con frecuencia el sacramento de la penitencia. Lo mismo que el nuevo Ritual (Ordo, n. 7, 10, 13). A pesar de todo han surgido después del Vaticano II algunos errores, a veces presentados como soluciones prácticas de carácter litúrgico-pastoral, pero que de hecho alejan a los fieles de la práctica sacramental. De ellos trataremos después. 3. Catequesis de la Confesión. Consiste en una pedagogía del pecado (v.), de la conversión (v.), de la Iglesia (v.), de los sacramentos (v.) en general y especialmente de la P., con el fin de preparar a recibir con frecuencia, pero sobre todo durante la Pascua (v.), este sacramento del Amor divino. a) Existe una catequesis sacramental penitencial para la administración de todos los sacramentos, y que debe ayudar, a quien los recibe, a tomar conciencia del propio pecadó y a agradecer la misericordiosa omnipotencia divina que se manifiesta con la infusión de la gracia. Además del Bautismo (v.) y de la Unción (v.) de enfermos que producen una peculiar remisión de los pecados, todo el organismo sacramental tiene un preciso contenido penitencial, que exige siempre en quien participa de él una profesión de fe en la misericordia divina, que con su gracia purifica, perdona y santifica. La naturaleza específica de cada sacramento no permite que pueda ser sustituido con otro, por lo que los efectos penitenciales específicos del sacramento de la P. no pueden obtenerse con la gracia de los demás sacramentos, ni con prácticas penitenciales, aunque lleven consigo una cierta remisión de los pecados. Así, p. ej., en relación con la recepción de la S. Eucaristía (v.) se equivocan los que pretenden sustituir el sacramento de la Confesión por el acto penitencial con el que comienza la celebración de la S. Misa (v.): algunos han llegado a sostener, sin ningún fundamento, que tal acto tiene un valor sacramental autónomo. La realidad es la contraria: presupone el deseo de la Confesión y su práctica; su valor penitencial, como el de muchas otras oraciones litúrgicas, es el de afinar la conciencia de los fieles, lo que, en vez de alejarles de la Confesión, debe hacerles sentir aún más el dolor de los pecados y el deseo de reconciliarse a través del sacramento de la Penitencia. Los Padres de la Iglesia hicieron notar el carácter penitencial que llevaba consigo la privación de la Eucaristía cuando no se estádispuesto para ella: no hacían con eso otra cosa que repetir la doctrina de S. Pablo (cfr. 1 Cor 11,23-29). b) La catequesis de la P. a través de la predicación prepara al pecador y lo acompaña en su retorno a Dios y en su nueva inserción en la Iglesia, que, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cfr. Le 15,11-32), le sale al encuentro. La conversión es obra de Dios que, con su gracia, prepara al pecador a recibir el perdón sacramental, por lo que se hace necesaria una catequesis que se traduzca en oración penitencial. El sacramento supone estos deseos de conversión, que pueden ser favorecidos y alimentados a través de una gran variedad de ritos, invocaciones y prácticas penitenciales: además de la celebración de todos los sacramentos ya indicada, las letanías (v.) de la Virgen y todos los santos, los salmos penitenciales, el Vía Crucis (v.), etc. Aparte del carácter particularmente penitencial de la predicación en Cuaresma y Adviento, la meditación y el anuncio de la Palabra de Dios, en general, debe siempre ser una invitación a la p. por mandato explícito de Jesús (cfr. Le 24,46-47). La predicación (v.) debe ayudar a descubrir y recuperar, cuando se hubiera perdido, el sentido del pecado, la necesidad de convertirse y el valor penitencial de la vida en sus diversas manifestaciones y situaciones personales, profesionales, familiares y sociales, ayudando así a profundizar el significado mismo de la existencia, que sólo el homo patiens está en condiciones de penetrar. Excepcional importancia tiene para un cristiano creer en un Dios que perdona, que ha enviado a su Hijo unigénito no a condenar sino a salvar, y, con la infusión del Espíritu Santo, ha dado a su Iglesia, como don pascual, el sacramento de la Penitencia. La predicación penitencial cristiana no se limita, por tanto, a descubrir el pecado, sino a ofrecer el remedio, al mismo tiempo que ayuda al pecador a llenarse de esperanza y a dar los pasos necesarios para recibir la absolución del sacerdote. c) Liturgias penitenciales y sacramento de la Confesíón. La Iglesia reconoce una multiplicidad de formas penitenciales extrasacramentales (v. I, 3), que son otros tantos medios de reparar las propias faltas, cuando no son mortales, o de prepararse a la Confesión de las mismas; p. ej., un acto de contrición perfecta, un acto de caridad, una oración en la que se pide el perdón (oraciones semejantes abundan sobre todo en la liturgia de la Misa), procesiones, celebraciones comunitarias, etc. Sin quitar importancia a ninguno de estos medios, es necesario afirmar al mismo tiempo que no son capaces de sustituir al sacramento de la P., que es siempre el remedio más excelente para luchar contra el pecado y, en los casos de pecado mortal, insustituible por institución divina, como dice formalmente el Conc. de Trento (Denz.Sch. 1707). Las liturgias penitenciales comunitarias no tienen valor sacramental, por lo que deben considerarse modos más o menos aptos de practicar la virtud de la p. y, por tanto, actos preparatorios para recibir el sacramento. 4. Catequesis durante la Confesión. La absolución del sacerdote, que reconcilia el penitente con Dios, en virtud del poder concedido por Cristo y ejercido en nombre de la Iglesia, es confirmación eclesial y sello sacramental de un proceso penitencial en el que el pecador demuestra volver a Dios, a través de la mediación sacramental de la Iglesia. El ministro del sacramento, además de verificar que el penitente está dispuesto para recibir válidamente el sacramento, siente la responsabilidad de aprovechar del encuentro salvífico para suscitar energías penitenciales duraderas. El sacerdote es otro Cristo y representa a la Iglesia, por lo que debe conocer la doctrina de la Iglesia y no dejarse guiar por juicios u opiniones personales de severidad o de indulgencia, como recuerda la oración de Pío IX (decreto S. Congr. Indulgentiarum, 27 mar. 1854) que los confesores pueden rezar antes de empezar a confesar. Con la caridad de Cristo, juez y pastor, debe llegar a conocer el corazón del penitente -ayudándole a rejuvenecer su examen de conciencia y alejándole del escrúpulo-, porque de su corazón proceden todos los pecados y es en ese centro simbólico de la persona donde se descubren todas las peculiares responsabilidades que cada hombre tiene con Dios. Es el momento de corregir deformaciones de conciencia, ligadas quizá a una vida de pecado o a un ambiente familiar y social poco cristianos, que pueden ser causa de un progresivo alejamiento de la práctica sacramental y de tibieza espiritual. El sacerdote no dejará de recordar al penitente el carácter positivo del sacramento: Dios perdona siempre; en el sacramento se reciben energías medicinales que curan y fortifican, ayudando a ser santos, y enriqueciendo así el Cuerpo místico de Cristo. El nivel de acción catequética no debe ser puramente psicológico, sino sobrenatural, porque se trata de la gracia perdida con el pecado y que se recupera con la acción sacramental. Por este motivo hay que evitar cualquier gesto o palabra que asimile la Confesión a una práctica terapéutica de carácter psicológico. Sobre todo hay que evitar este error cuando se tratan temas que se refieren al sexto mandamiento. Después de prepararse espiritualmente -el Ritual Romano indica que implore el auxilio divino con oración ferviente para ejercer recta y santamente tal ministerio-, el confesor debe acoger al pecador en el nombre y como en la persona de Cristo, lleno de amor a las almas y de deseos de salvarlas. Contesta a la salutación piadosa que el penitente tenga por costumbre decir al empezar la confesión; lo bendice, si así se lo piden. El penitente debe recordar que se arrodilla humildemente como delante de Dios; es bueno hacer la señal de la cruz, preparándose así al sacrificio redentor de Cristo que le dará el perdón de los pecados. Puede ser conveniente también aconsejar que rece el Confiteor, si rio lo ha hecho antes. El modo humano y sobrenatural de recibir, sin prisas, al penitente, se inspira en la parábola del buen pastor, que conoce cada oveja por su nombre y que es capaz de abandonar a todas para ir a buscar la extraviada (cfr. Le 15,4 ss.). El sacerdote escucha la confesión de los pecados con paciencia, respeto y preparación doctrinal -el Ritual Romano (tít. IV, cap. I, n° 3) aconseja sobre todo el Catecismo Romano-, identificándose con las peculiaridades personales de cada penitente, sin interrupciones inútiles, evitando corregirlo antes de que acabe la acusación íntegra de sus pecados. Si no se acusara del número, especie y circunstancias de los mismos, el ministro lo interrogará prudentemente, evitando, sobre todo con los adolescentes, hacer preguntas que puedan escandalizarles, extrañarles o quizá inducirles a pecar. En relación con los pecados que se refieren al sexto y noveno mandamiento, la Santa Sede ha dado normas prácticas a los confesores llenas de prudencia pastoral (Normae quaedam de agendi ratione confessarium circa sextum decalogi praeceptum, del 16 mayo 1943: «Monitore ecclesiástico» 68, 1943, 76 ss.). El diálogo con el confesor debe favorecer la acusación personal de los pecados, hecha con sinceridad, sencillez y brevedad; a la vez el sacerdote debe evitar hacer preguntas inútiles o dictadas por la curiosidad. Parte importante -a veces con necesidad de medioes comprobar el grado de instrucción en la fe del penitente. «Si el confesor, según la situación de las personas, advirtiere que el penitente ignora los elementos básicos de la fe cristiana, lo instruirá, si hay tiempo, acerca de los artículos de la fe y las otras cosas necesarias para salvarse, corregirá su ignorancia, y lo amonestará a que, en adelante, sea más diligente en aprender» (Ritual Romano, tít. IV, cap. I, n° 14). Una vez escuchada la confesión, y examinados ponderadamente los pecados y las necesidades concretas del penitente, le exhorta con caridad paternal a corregirse sugiriéndole al mismo tiempo los remedios convenientes, ayudándole así a hacer un buen acto de contrición con propósito de enmendarse. Ni siquiera la confesión frecuente de los mismos pecados justifican frases estereotipadas; hay que lograr siempre subrayar que el sacramento de la P., como declaró Pío XII en la enc. Mediator Dei (AAS 39, 1947, 585), es un medio de progreso espiritual. En el sacramento de la misericordia divina hay que hacer resplandecer todas las atenciones que el buen samaritano de la parábola evangélica (Le 10,25 ss.) tuvo con el hombre que encontró medio muerto, en el camino de Jerusalén a Jericó (y que se cita en las definiciones del Conc. de Letrán IV: Denz.Sch. 812-814). El penitente experimentará así la alegría que en el cielo produce su conversión (cfr. Le 15,7). La compatibilidad de p. y alegría se demuestra, según S. Tomás, por el hecho de que «puede alguien entristecerse de su pecado y alegrarse de este mismo arrepentimiento que le trae la esperanza de la gracia: resultando así que esta misma tristeza es motivo de gozo» (Sum. Th. 3 q84 a9 ad2). La imposición de obras penitenciales satisfactorias proporcionales al estado, condición, sexo, edad y disposiciones del penitente, es señal de su conversión y prenda de su readmisión en la Iglesia y de su voluntad de empeñarse en una vida auténticamente cristiana. El Ritual da algunas normas pastorales para la recta aplicación de la p. satisfactoria (ib., tít. IV, cap. I, no 19-23; Ordo, n° 6, 18, 28). El nuevo Ritual u Ordo Poenitentiae (de 21 dic. 1973) indica varias fórmulas y textos de la S. E. que puede escoger el sacerdote para acoger al penitente y para exhortarle al arrepentimiento y cumplimiento de la penitencia antes de dar la absolución, y para que el penitente manifieste su arrepentimiento. También recoge diversas fórmulas y lecturas, a elegir, para el caso de una preparación de varios fieles juntos a la confesión y absolución (éstas dos son siempre individuales, como es lógico; Ordo, n° 22); y da unas indicaciones para el caso excepcional de absolución colectiva ante grave y urgente necesidad (para esto véase antes, III, 3, b). Las palabras con que se da la absolución (ego te absolvo...) -acompañadas del gesto de la cruz- son fijas y obligatorias, y puede elegirse entre varias oraciones de súplica precedentes (como Deus pater misericordiarum... y otras), durante las que se eleva la mano derecha hacia el penitente, así como entre otras breves oraciones (como Passio Domini...) para después de la absolución. Puede usarse la lengua vernácula, si hay versión oficial del Ritual aprobada por la Santa Sede. El penitente, mientras el sacerdote le absuelve, puede responder Amén a las oraciones, o renovar el acto de contrición (p. ej., «Señor mío Jesucristo...»). 5. Primera Confesión de los niños. La educación penitencial, que prepara a recibir el sacramento de la Confesión, debe ser cuidada sobre todo con los niños que se preparan a completar, recibiendo la Eucaristía, el ciclo de la iniciación (v.) cristiana, comenzado con el Bautismo y seguido con la Confirmación (v.). La catequesis penitencial debe ser autónoma y complexiva de todas las riquezas contenidas en los tres sacramentos de la iniciación, poniendo el acento sobre la realidad del pecado y la necesidad de la p., que interesan al niño independientemente de su mayor o menor experiencia personal del pecado. Hay que ponerlo en condiciones de transformar el don de la gracia bautismal en consciente respuesta personal de querer vivir una existencia cristiana. El imperativo cristiano de la P. se funda en la necesidad de actualizar y renovar siempre la gracia bautismal: el niño bautizado, y más aún si está también confirmado, convive sacramentalmente con Cristo muerto y resucitado; ha sido configurado a Cristo, es un crucificado, un penitente. El niño inocente representa de modo particular a Cristo (cfr. Lc 10,21) por lo que está en condiciones mejores de participar en la obra redentora y de desagravio de los pecados del mundo. Sobre esta base teológica hay que educar su conciencia moral, presentándole el medio sacramental de la Penitencia. La alegría del bien cumplido y el remordimiento que sigue a la culpa personal, deben coincidir con el descubrimiento progresivo de la libertad y de la responsabilidad de las propias acciones, que encuentran en la vida y en la persona de Cristo el ejemplo y el criterio de juicio que ayude a adquirir la costumbre del examen de conciencia. Una sana pedagogía exige una presentación sintética de la conducta cristiana, que puede hacerse explicando la ley de Dios como voluntad de un Padre que desea la felicidad de sus hijos; puede ser útil explicar, junto al decálogo, las bienaventuranzas, con su rico contenido de alegría y de dolor, inseparables siempre en la vida y en el Evangelio. Así se da una respuesta oportuna a la pregunta de pequeños y grandes: ¿por qué el amor exige el sacrificio? El pecado puede ser así presentado como amor no sacrificado, como negación de p., cosas todas que el Bautismo y la Confirmación exigen. Nace espontánea así la necesidad de hacer p. y, sobre todo, de aplicarse sacramentalmente los frutos de la pasión de Cristo. El niño empieza a vivir una vida de p. al recibir el sacramento, incluso tiempo ante's de hacer la primera Comunión, que recibirá así con mayor gratitud y amor porque tiene una buena experiencia del perdón divino. Las S. Congr. para la disciplina de los Sacramentos y del Clero, con una Carta del 24 mayo 1973 (AAS 65, 1973, 410), han establecido que, con el final del año escolar 1972-73, se debe poner fin a las experiencias introducidas en algunos lugares de permitir la primera Comunión sin la Confesión previa. El documento subraya la doctrina contenida en el decreto Quam singular¡ del 8 ag. 1910 (AAS, 1910, 577-583) que estableció la necesidad de recibir el sacramento de la P. antes de la primera Comunión. Para lograr todas estas metas es necesaria una catequesis familiar, es decir, llevada a cabo por los padres, que eduque la conciencia del niño y complete la acción formativa del sacerdote. MIGUEL ÁNGEL PELÁEZ. 6. El confesonario y su emplazamiento. Del ritual de la Confesión, minuciosamente descrito en los antiguos libros y ordines penitenciales, se deduce que el sacerdote administraba la P. privada en casa o en la iglesia (a las religiosas, siempre en la iglesia), sentado en una silla, mientras el penitente, después de haberse acusado sentado delante de él, se ponía de rodillas para recibir la absolución. También muchas fórmulas, sobre todo a partir del s. XI, indican que la Confesión tenía lugar en la iglesia delante de algún altar, arrodillándose el penitentecerca del sacerdote al principio y al fin, sentándose para la declaración de sus culpas. La praxis pastoral fue haciendo sentir la necesidad de un lugar específico: nació así el confesonario. El Ritual u Ordo Poenitentiae de 1973 recuerda en su n° 12 que el sacramento de la P. debe administrarse en el lugar y en la sede determinados por el derecho. El CIC establece que el lugar propio de la confesión sacramental es la iglesia u oratorio público o semipúblico (can. 908). El confesonario o sede en el que puedan recibirse confesiones debe estar siempre en lugar patente y visible (can. 909); y la confesión de mujeres no puede hacerse fuera de este confesonario, salvo caso de enfermedad u otra necesidad extraordinaria (can. 910). Como sede de tan importante sacramento, el confesonario debe ser estudiado en los planos del arquitecto como parte importante del complejo arquitectónico del templo. Podrán aprovecharse para su instalación los huecos que ofrezca la estructura misma del edificio, pero de modo que no deje de ser reconocible y conserve su relieve y dignidad. Dentro de la iglesia el confesonario hay que concebirlo no como un mueble sino como un lugar, con su propio ambiente. Puede ser en las proximidades del presbiterio, para poner de relieve las relaciones entre la Confesión y la Eucaristía; cerca de la pila bautismal, por la relación con el Bautismo, cuya gracia la P. hace recuperar; en las proximidades de la entrada de la iglesia, recordando así la praxis antigua según la cual los penitentes permanecían en el atrio del templo; en una capilla penitencial, para subrayar la importancia de la Confesión o facilitar el acceso de muchos penitentes, etcétera. El confesonario debe estar provisto de una rejilla fija y con agujeros pequeños, entre el penitente y el confesor (can. 909; cfr. Comisión Pontificia de Intérpretes del Código, 24 nov. 1920: AAS XII, 1920, 576). Además de las prescripciones del CIC, el confesonario debe reunir aquellas cualidades que permitan una digna y cómoda administración del sacramento. Así, p. ej., debe estar provisto de iluminación suficiente para el confesor y penitente; el asiento para el confesor y el reclinatorio para el penitente deben ser cómodos; las condiciones de sonoridad deben ser tales que eviten el peligro de oír desde fuera las confesiones, etc. 1. PLAZAOLA ARTOLA. V. t.: III; PECADO; SACRAMENTOS. MIGUEL ÁNGEL PELÁEZ. BIBL.: G. COLOMBO, Il sacramento della Peniten_a, Roma 1962; G. DE BRET.AGNE, Pastorale fondamentale, Brujas 1964; P. GALTIER, De Poenitentia, Tractatus dogmatico-historicus, Roma 1951 ; íD, Aux origines du sacrement de Pénitence, Roma 1951; 1. L. LARRABE, Penitencia y adaptación histórica en el sacramento de la Penitencia segun Santo Tomás, «Miscelánea Comillas» n. 53 (1970), 127 ss.; A. G. MARTIMORT, Les signes de la Nouvelle Alliance, París 1960; C. 1. NESmY, La alegría de la penitencia, Madrid 1970; fD, Pourquoi se confesser aujourd'hui, París 1969; M. RIGUETTI, Historia de la Liturgia, Madrid 1956, 1,435-436 y 11,741-861; F. SOPEÑA, La confesión, 2 ed. Madrid 1962; C. TILMANN, Die Fiihrung zu Busse, Beichte und Christlichen Leben, Würzburg 1961; A. VINGUAS, De quibusdam S. Officii Normis super agendi ratione confessariortan circa VI Decalogi praeceptuln, «Rev. española de derecho canónico», I (1947) 565 ss.; B. BAUR, La confesión frecuente, 5 ed. Barcelona 1967; C. VOGEL, Le pécheur et la pénitence dans 1'Église ancienne, 3 ed. París 1966; íD, Le pécheur et la pénitence au Moyen-Áge, París 1969; M. ZALBA, La confessione dei peccati gravi prima della coniunione, «Rassegna di teología» XI (1970) 217 ss.; íD, Riforlne inminenti nell'amrninistrazione della penitenza?, ib. XIII (1972) 12 ss.; VARIOS, Confesión, «Palabra» n. 59 (¡ul. 1970) (varios artículos sobre el tema); 1. M. GONZÁLEZ DEL VALLE, El sacramento de la penitencia: fundamentos históricos de su regulación actual, Pamplona 1972.