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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD EN COLOMBIA

Buscan combatir la mentalidad del dinero fácil que tanto daño ha hecho al país. Los actos ilícitos de otros nos afectan a
todos.

Por: redacción portafolio

Febrero 11 de 2013

Esta relación entre los ciudadanos y el Estado tiene tres grandes pilares en los cuales se soporta: la transparencia como
política, la cultura de la legalidad y la confianza en las instituciones.

La primera se refleja, para empezar, en la necesidad de que los actos que desarrollamos en sociedad no afecten derechos
ajenos, es decir, a comportarnos conforme a derecho. Implica entonces respetar el principio de lealtad y buena fe en
nuestra interacción.

Pero la transparencia implica, además, deberes positivos de colaboración con los fines estatales, en particular, con la
obligación en cabeza de los ciudadanos de denunciar los actos que ponen en peligro la convivencia de la comunidad y que
afectan los derechos y las libertades de las personas.

En efecto, nuestra Constitución Política establece como una de sus más importantes directrices el “Colaborar para el buen
funcionamiento de la administración de la justicia” (num. 7, art. 95 CN), precepto que es desarrollado por la legislación
penal, no solo con los tipos de conductas relacionadas con la omisión de denuncia (arts. 417 y 441 CP), sino también con
el deber de rendir testimonio ante las autoridades (art. 383 CPP), entre otras disposiciones.

El cumplimiento de este deber es lo que posibilita que la Fiscalía General de la Nación y la magistratura actúen de manera
efectiva en contra de la criminalidad, en especial cuando se trata de hechos de corrupción, los cuales implican una grave
afectación de los derechos colectivos.

La corrupción golpea la estructura misma del Estado, afecta los recursos y la adecuada articulación de las políticas
públicas, afecta la economía al desviar los fondos públicos necesarios para el desarrollo del país, y amenaza la confianza
de los inversionistas en el país.

Pese a lo anterior, el acatamiento de estos deberes no debe darse solo por la existencia de una norma que sancione su
incumplimiento. Es aquí donde la cultura de la legalidad juega un papel fundamental.

Los deberes de los ciudadanos deben ser interiorizados y la sociedad debe aprender a verse como un conjunto, de tal
manera que se entienda que los actos ilegales de otros nos afectan a todos.

Armonía entre los valores colectivos

La cultura de la legalidad consiste entonces en todos aquellos esfuerzos de autorregulación individual y social para buscar
la armonía entre los valores colectivos y las necesidades de un Estado reflejadas en sus normas, con la finalidad de que
se interioricen y apliquen conceptos como justicia, respeto, equidad, solidaridad, convivencia pacífica, por mencionar
algunos de los valores constitucionales que se promueven con este concepto.

Fortalecer la cultura de la legalidad implica reconocer el ordenamiento jurídico, a las normas, como pautas de
comportamiento de una sociedad en un momento histórico determinado, y que los ciudadanos se comporten por un
convencimiento interno de su obligatoriedad así como exijan a los demás tal comportamiento conforme al derecho.

Con la cultura de la legalidad se combate la mentalidad del dinero fácil que tanto daño le ha hecho a Colombia.

Pero la transparencia y la cultura de la legalidad no son suficientes para sustentar una sólida relación entre los ciudadanos.

Es necesario que exista confianza en las instituciones, en especial en aquellas que administran justicia.
Eduardo Montealegre / Fiscal General de la Nación

Tomado de: http://www.portafolio.co/opinion/redaccion-portafolio/cultura-legalidad-colombia-70436


CULTURA DE LA ILEGALIDAD

26 Abr 2010 - 10:52 PM

Por: Reinaldo Spitaletta

La cultura de la ilegalidad, que hace años galopa en Colombia, es una expresión dañina porque, de un lado, asalta el
espíritu crítico y, del otro, convierte a la ciudadanía en cómplice de los delincuentes.

Puede haber, por supuesto, inacabables aspectos de por qué es malsana esa manifestación, pero desde hace rato, en
parques y cafés, se oyen comentarios de este tenor: “qué importa que roben con tal de que inviertan algo en obras
públicas”.

La corrupción, a la cual todos los políticos dicen atacar, es parte inherente de este sistema. Y más allá de la misma, por
ejemplo, el dar por sentado que todo es válido si el fin así lo exige, se han establecido discursos, peligrosísimos además,
acerca de lo que es el otro, el opositor, el disidente, aquel que está en la otra orilla y entonces es visto por ojos intolerantes
como el enemigo, el que puede desestabilizar, el terrorista, en fin.

Las clases emergentes, los nuevos ricos, han aportado a ese panorama de desolaciones y vulgaridad, su óptica de poder.
El dinero es el rasero de todo y con él, aparte de comprar entradas al paraíso, es posible corromper conciencias, penetrar
a punta de dinero el establecimiento y aun a algunos que están contra él. La mafia, la misma que voló periódicos, asesinó
jueces, policías, periodistas, y que compró a su vez periodistas, jueces y policías, dejó para políticos y otras oscuridades,
un modelo nefasto.

Muchos llegaron a ver en el mafioso un personaje “robinhoodesco”, un benefactor, alguien que traía en sus bolsas, además
de armas, mucho dinero y con el dinero, como lo advirtiera hace siglos el Arcipreste de Hita, es posible comprar cielos y
títulos. Esa figura, casi siempre chabacana, de ostentación y simulacros, hizo carrera y a ella se plegaron políticos recién
salidos, en trance de arribismos y poder, como políticos tradicionales. Y ricos tradicionales también. En asuntos de negocios
y plusvalías no hay moral.

Ese tipo de mafioso corrompió, además, a guerrilleros tanto de cafetería como de los otros, muchos de los cuales
terminaron al servicio de capos y de su cultura del terror. Después, esos mismos mafiosos, y otros, es decir, ese modo de
“ser colombiano”, originó paramilitares, lo que ahora se llaman “bandas emergentes”, asesinos a sueldo y toda clase de
aberraciones. No era posible, según sus concepciones, que hubiera otro que los contradijera o que mostrara caminos
distintos a la violencia.

Y así, casi sin que la mayoría advirtiera los peligros de una “cultura” de esa naturaleza, se fueron tomando todos los
espacios, en particular los de la política, pero también –es obvio- los de la economía, y esas “ideas”, esas maneras de
dominarlo todo, hicieron mella también en las mentalidades populares, acostumbradas desde antes a la derrota y las
marginaciones. Y ahí, en esos emergentes, vieron tal vez una posibilidad de cambio, todo un espejismo.

Entonces, aquello que en las décadas del setenta, ochenta y noventa, era una ordalía, una orgía de sangre, el asesinato
de la justicia y de la legalidad, se convirtió en normalidad. Lo anormal, según parecía, era la honestidad (calificada como
bobada), el obrar según la ley y cosas así. Entonces se combinaron narcotráfico y política, la danza de los millones, el que
no está conmigo está contra mí, y toda una parafernalia infernal que trastocó al paisito. ¡Pobre país!, gritará algún cantor.

Y así andamos. Aquel viejo dicho paisa de “consiga plata, mijo”, no importa cómo, se tomó muy en serio, incluso hasta se
envileció, y entonces aparecieron nuevas corrupciones, nuevas inquisiciones. La política, o de otro modo, la politiquería,
se volvió una posibilidad para los corruptos, para todas las engañifas y las nuevas simulaciones.

Por eso, no es extraño que mientras más corrupto sea el político más favorabilidad tiene entre la gente. El mundo al revés.
Pero es lo que han sembrado los que en el poder están desde hace años. Y ya importa muy poco o nada que se roben el
fisco, que espíen, que cometan crímenes de estado, si por lo menos hacen alguna obrita de infraestructura. Qué horror.
Tomado de: https://www.elespectador.com/opinion/cultura-de-la-ilegalidad-columna-200240

ACTIVIDAD

1. Con la información suministrada en las dos lecturas y desde sus puntos de vista crearan historietas o comics sobre
situaciones donde se haga evidente la ilegalidad y las soluciones a dilemas legales.

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