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EL LUGAR DE LOS PADRES EN EL TRANSCURSO DE LA CURA

Elsa Coriat

(*) Coloquio de Verano "Variantes de la cura tipo", Escuela Freudiana de


Buenos Aires. 1998.

Para cuando terminé de cursar en la facultad y me recibí -en relación al


psicoanálisis de niños y el lugar de los padres en él- tenía como referentes
dos posiciones teórico-clínicas, contradictorias entre sí. Ninguna de las dos
terminaba de conformarme e, internamente, polemizaba con ambas.

Concluía la década del 70, han pasado casi 20 años, y si menciono estos
tiempos es porque los referentes que yo había recibido no eran ajenos a lo
que por ese entonces circulaba en Buenos Aires.

¿Cuales eran esos dos referentes?

Por un lado, la posición de Arminda Aberastury, discípula de Melanie Klein


pero con sus propios aditamentos técnicos, en particular en lo que se refiere
al tema de entrevistas de padres. Lo que ella proponía era reducirlas a su
absoluto mínimo, suprimirlas casi totalmente(1) ; así dice en su libro, Teoría
y técnica del psicoanálisis de niños, el cual era como la Biblia al respecto
para la cátedra de Clínica de Niños de ese entonces.

Por otro lado, otro libro: La primera entrevista con el psicoanalista, de Maud
Mannoni, publicado por primera vez no hacía mucho, y que ya había
comenzado a producir sus efectos.

Algunos de los efectos provocados no necesariamente coincidían con la


posición que la autora sostenía pero, a partir del descubrimiento de que el
niño era el objeto del fantasma de los padres, hubo más de uno que pasó a
considerar inútil poner a un niño en tratamiento. Para quienes así pensaban
-y hubo muchos en el lacanismo- el camino de un analista pasaba por
trabajar sobre el discurso de los padres -propuesta que, en definitiva, tuvo
más extensión en los comentarios de pasillo que en la práctica clínica.

De todo esto resultaba que, o se tomaba en tratamiento a un niño sin darle


participación a los padres, o la cura del niño se limitaba a sesiones con los
padres.

Estoy contando casi irónicamente entre qué extremos me debatía en el


momento de iniciar mi práctica clínica, pero debo confesar que la cosa
continúa, que el debate interno con ambas posiciones sigue inspirando mi
producción teórica y que, de ambas, he extraído valiosos elementos que
enriquecen mi propia posición.

Uno de los méritos de Maud Mannoni -uno entre varios otros- ha sido
mostrar cómo se plasman y se encuentran, en la clínica de niños, las
articulaciones teóricas de Lacan; ha graficado y demostrado en casos
clínicos de qué manera los síntomas que se presentan en el niño son
articulables con el discurso de los padres. Y aunque no haya sido ella la que
menosprecie las implicancias del trabajo con niños, sus articulaciones han
sido tan convincentes que a partir de allí me parece que se hizo necesario
fundamentar a nuevo por qué, en tantos casos, no alcanza con limitarse a
intervenciones sobre la posición de los padres y por qué se hace necesario
trabajar directamente con el niño.

Pero Mannoni es conocida y valorada entre nosotros, ¿qué con respecto a


Aberastury?

Aunque el marco teórico sea radicalmente otro que aquel que ordena mi
práctica, tanto en relación a Arminda Aberastury como a Melanie Klein,
admiro su capacidad para operar transformaciones en el niño y obtener
resultados clínicos, independientemente de la colaboración de los padres.
Más de una vez me he apoyado en su experiencia para aceptar comenzar a
trabajar en sesiones con un niño, en casos en que los padres, si bien
estaban dispuestos a traer a su hijo y pagar, no se reconocían ellos mismos
-al menos en el inicio- implicados en la gestación de lo que al niño le
ocurría.

El lugar que se le asigne a los padres en el tratamiento de un niño


necesariamente derivará de cómo conciba el analista el lugar de cada uno
en la estructura.

Para lo que al psicoanálisis le interesa, no concibo a un niño sin padres. Es


claro que no siempre ese lugar se encuentra ocupado por los padres
biológicos o legales, pero, si se trata de un niño, los adultos que lo rodean
dejan marca en su historia -es decir que, si no son sus padres, son sus
sustitutos.

En un sentido radical, los niños no se hacen solos: son tallados por el Otro, y
este Otro que se presenta encarnado en un otro.

Por lo general, los niños que llegan a tratamiento analítico lo hacen de la


mano de sus padres; pero también se podría decir que, estrictamente, el
niño llega con sus padres a cuestas: los trae inscriptos en su cuerpo, en las
marcas que ellos le pusieron. Desde esas marcas, jugará, hasta donde
pueda, con los significantes privilegiados que lo sujetan. Corre por cuenta
del analista posibilitar que el juego se despliegue produciendo creación, allí
donde antes sólo hubo inhibición o síntoma.

Los padres que el niño trae en su cuerpo son padres que pertenecen al
pasado, son restos y fragmentos de escenas que ya fueron, a metabolizarse
en sesión, aprés coup, y ver qué se hace con ello.

A la inversa, los padres que traen al niño son los padres del presente;
transportan consigo, en ellos mismos, una parte del niño: su presente y su
futuro -no todo, pero sí las marcas que todavía no le han sido puestas.

Si un niño llega a tratamiento es porque -más allá o más acá de la falta que
constituye la estructura- algo ha fallado en el proceso de inscripción del que
los padres han sido los autores, obstaculizando o limitando las operaciones
que dan pie a la constitución del sujeto y sus producciones.
Mientras dure el tiempo de la infancia, el niño, sobre las marcas que ya han
sido puestas, seguirá siendo marcado por el lugar que le es ofrecido por el
Otro.

Algo de ese lugar deberá modificarse para que se disuelva el síntoma


presente en el niño o (según el caso) para que el niño deje de ser expresión
del síntoma de los padres. Y algo de este lugar -a veces más, a veces
menos- es lo que es posible modificar en el trabajo de entrevistas de
padres.

Este trabajo, a veces, posibilita ahorrarle el tratamiento al niño, lo cual


ocurre más frecuentemente cuando se trata de niños muy pequeños; pero
en todos los casos, independientemente de la edad, si no se consigue
modificar ese lugar en los padres, conviene indicar tratamiento para el niño:
la sesión será entonces el lugar donde el niño tendrá la posibilidad de
encontrarse con un Otro que lo convoca de manera distinta escuchando su
demanda, reclamando su deseo, suponiéndolo sujeto.

Pero lo que ocurre frecuentemente es que, aun cuando las entrevistas


iniciales consigan posicionar de otra manera a los padres, esto no alcanza
para aclarar lo que ya está escrito borrosamente en el niño; esta es tarea
del analista, es decir, el reordena-miento de la concatenación de marcas y/o
el desanudamiento de las galletas significantes que operan en el niño, ya
instaladas en su propia subjetividad. Corresponde, entonces, indicar la
iniciación de tratamiento.

Una vez iniciado, no se trata sólo de mantener regularmente las sesiones


semanales con el niño, se trata también de seguir sosteniendo con los
padres los puntos trabajados en las entrevistas iniciales, o lo nuevo que se
vaya abriendo en las nuevas situaciones planteadas.

En relación a la frecuencia de estas entrevistas, lo más operativo es no


atenerse a ninguna receta. Cada niño, cada pareja de padres, cada madre y
cada padre, cada problemática, cada uno de los elementos en juego,
contribuyen a armar una situación absolutamente diferente a las demás,
diferente también en los distintos momentos de un mismo tratamiento. Con
determinados padres, puede ser necesario concertar una serie de
entrevistas semanales o quincenales durante varios meses, mientras que,
con otros nos puede alcanzar (y alcanzarles) con una o dos veces en el año.
En el medio, están todas las alternativas de frecuencia posibles que
imaginarse puedan, pero siempre, en el tratamiento de niños, considero a
las entrevistas de padres como un sine qua non. No son un agregado, no
son un plus, no son un trabajo extra: son parte intrínseca del dispositivo.

¿Por qué Arminda Aberastury proponía suprimirlas casi totalmente? ¿Acaso


desconocía los efectos propiciatorios que sobre el niño pueden llegar a tener
las palabras intercambiadas con los padres?

En absoluto. Arminda Aberastury había pasado por esa experiencia con


resultados clínicos ampliamente positivos. Pocos analistas de nuestro país
han dejado tantos testimonios de la clínica como ella, pudiendo ubicar con
precisión de qué manera las intervenciones dirigidas a la madre, habían
conseguido remitir un síntoma en el niño. Desde esa experiencia, era
ferviente propulsora de un dispositivo ideado por ella: el grupo de
orientación de madres. Incluso consideraba conveniente que la madre del
niño que ella misma tenía en tratamiento participara de alguno de estos
grupos de orientación (a cargo de otro profesional).

En nuestro país, centenares de analistas son deudores del modelo técnico


propuesto por Aberastury, sin embargo, mientras que ha prendido
largamente esto de que el analista del niño suprima a su más mínima
extensión las entrevistas con los padres, los grupos de madres sólo han
tenido un cierto lugar en las instituciones públicas, y más que sostenerse en
la conceptualización de los beneficios singulares que los mismos podrían
aportar, lo que lleva a crearlos es la abundancia excesiva de pacientes en
relación a las horas de trabajo disponibles.

Pero Aberastury no sólo había trabajado con las madres en grupo


-comentario aparte, sus "entrevistas de padres" están ocupadas casi
siempre por "madres"-, también había trabajado en numerosas entrevistas
individuales, ¿qué la lleva a suprimir esta poderosa herramienta, justo con
los niños que toma en análisis?

Ella dice así: Un tratamiento psicoanalítico capacita a un niño, aun muy


pequeño, para modificar su ambiente. Aunque a veces el niño no sabe
expresarse con palabras o hacerse comprender en sus anhelos, los cambios
en su conducta suelen ser una advertencia que termina por ser
comprendida.

Esta me impulsó a suprimir casi totalmente las entrevistas con los padres,
excepto cuando manifiestan tal necesidad de la entrevista que el negarla
llegaría a ser perturba-dor (2).

Estoy totalmente de acuerdo en que, si hay cambios en el niño, propiciados


desde el tratamiento, esto trae aparejado cambios en el lugar que sus
padres le ofrecen. Lo he comprobado ampliamente en los casos en que los
padres se resistían a trabajar sus cuestiones en entrevistas con ellos. Como
decía más arriba, agradezco tanto a Arminda Aberastury como a Melanie
Klein por haberme ofrecido la suficiente confianza en el trabajo con el niño
como para tomarlo en tratamiento, aun en aquellos casos en los que
hubiera preferido priorizar el análisis de los padres... sólo que los padres no
pensaban lo mismo. Más de una vez me he encontrado con padres que
recién se abren al trabajo analítico cuando se ha conseguido primero
modificar algo en el niño. Pero, ¿y entonces?

En todo caso, lo que esos resultados clínicos confirmaban, es que no es


absolutamente imprescindible mantener entrevistas con los padres para que
un niño avance, pero esto no da la razón del por qué de la supresión de las
entrevistas. Por otro lado, es cierto que un niño puede modificar a sus
padres, pero es una carga que no corresponde a sus pequeños hombros y
no son muchas las veces que puede hacerlo. Así como a veces las
modificaciones en el niño consiguen implicar en posteriores entrevistas a
padres reacios, otras veces he tenido fracasos.

¿Por qué el analista se habría de privar de intentar intervenir sobre los


padres, si se hace cargo del análisis del niño?
Arminda Aberastury recorta y presenta el problema lúcidamente, aunque no
estemos de acuerdo con la solución que le da.

Ella dice: Uno de los obstáculos fundamentales (para el analista de niños)


consistía en la necesidad de manejar una transferencia doble y a veces
triple. [...] durante muchos años seguí la norma clásica de tener entrevistas
con los padres y en cierta medida estas entrevistas me servían para tener
una idea de la evolución del tratamiento, y para aconsejar a éstos. La
experiencia me fue haciendo ver que ésta no era una buena solución a la
neurosis familiar, ya que los motivos de la conducta equivocada eran
inconscientes y no podían modificarse por normas conscientes. Comprendí,
por ejemplo, que cuando el padre o la madre reincidían en el colecho o en el
castigo corporal, yo me transformaba en una figura muy perseguidora y la
culpa que sentían la canalizaban en agresión, dificultando así el tratamiento.
[...] El conflicto se agravaba al no ser interpretable, ya que ellos no estaban
en tratamiento y los llevaba a la interrupción del análisis.

[...]

La práctica me fue enseñando que el consejo actuaba por la presencia del


terapeuta y que, separados de éste, el padre o la madre seguían actuando
con el hijo de acuerdo con sus conflictos, pero con el agravante de que si
actuaban como antes sabían que esto estaba mal y que era causa de
enfermedad para su hijo. El terapeuta se transformaba así en un superyó y
la culpa se convertía generalmente en agresión.

Cuando pretendía modificar las situaciones exteriores mi error era actuar


como si los padres no tuviesen conflictos y apoyarme en la transferencia
positiva que establecían conmigo. Pero no tenía en cuenta un factor incons-
ciente fundamental: la creciente rivalidad en la que entraban con el niño.
Dejaban de ser padres para transformarse en hijos rivales en busca de
ayuda, siendo uno el privilegiado, el que estaba en tratamiento, contra otro
perjudicado, que no sólo no tenía tratamiento, sino que debía pagar por el
otro.

A esta rivalidad se sumaba la que sentían conmigo como madre que roba el
afecto del hijo y enmienda lo que ellos habrían hecho mal. [...]. Como todo
este juego de transferencias no podía ser interpretado, no era elaborado por
ellos, se mantenía reprimido y los llevaba a fluctuar entre una obediencia
absoluta y una rebelión sistemática.

Esta complicada y sutil red hacía cada vez más difícil el manejo de las
entrevistas en las que se manifestaba generalmente la fachada de
idealización o de amor, y no el resentimiento y la frustración, lo que los
conducía con frecuencia a destruir el tratamiento del hijo que otra parte de
su personalidad defendía y sostenía. (3)

Me parece que queda claro, Arminda Aberastury lo presenta como


corresponde: el obstáculo es la transferencia. ¿Qué solución le encuentra?
Dice así: [...] si los padres quedan fuera de acción terapéutica -fuera del
consultorio- su vínculo transferen-cial con el analista se hace más manejable
al estar menos expuesto a las frustraciones inherentes a un contacto que,
siendo en apariencia profundo, resulta sólo superficial y de apoyo porque la
transferencia no es interpretada. (4)
Ahora bien, ¿acaso desde que Freud escribió La dinámica de la transferencia
no queda claro también que la transferencia es un obstáculo de naturaleza
tal que, al mismo tiempo que es obstáculo es condición para que haya
análisis? Entonces, si se trata de transferencia, a nuestro juego nos
llamaron... Es cierto -como dice Aberastury- que los padres no están en
análisis, y que entonces no tendremos la posibilidad de trabajar sobre la
transferen-cia con los mismos recursos; ¡pero lo que es seguro es que
menos todavía podremos "manejarla" dejándola afuera del consultorio!.

Si la resistencia es la resistencia del analista, ¿no convendría revisar el lugar


desde donde intervenimos, buscando provocar otros efectos en los padres
que aquellos que honestamente nos cuenta Aberastury como fracasos, y
que cualquier analista de niños puede reconocer siempre presentes, en el
centro o en el borde?

Ella revisa sus intervenciones y nos dice: "Yo daba consejos", llegué a la
convicción de que no convenía dar consejos a los padres.(5) De acuerdo, no
demos consejos, pero ¿no habrá otra manera de trabajar con los padres, sin
considerarlos estrictamente como pacientes en análisis, pero tampoco
utilizando las entrevistas para dar consejos?

Para el niño no resulta indiferente que su lugar sea nada menos que dormir
en la cama de los padres. En esas cuestiones no se puede dejar de
intervenir, pero ¿cómo? Hasta ahora, no me he encontrado con una sola
madre que, al decirme que su hijo duerme o va frecuentemente a la cama
matrimonial, no me diga al mismo tiempo: "Yo sé que está mal, pero no lo
puedo evitar"..., de lo cual concluyo que no hace falta que le de ningún
consejo: ya la voz de su conciencia se lo murmura o se lo grita todos los
días. Lo que hago es introducir el interrogante acerca de qué es lo que la
retiene a ella en esa situación, imposibilitándola de hacer lo que le parece
conveniente.

Cuando, en general, el niño es retenido por sus padres en cualquiera de las


múltiples formas que puede adoptar una situación incestuosa, no acuso a
los padres de retenerlo, más bien me dirijo a ellos como quienes sufren una
situación que siempre, por algún lado, les resulta displacentera. Esto me
facilita correrme del lugar de superyó perseguidor, lugar en el cual, por la
estructura misma de la situación, el analista tiende a ser ubicado.

Podría seguir y seguir en este diálogo con Aberastury, comentando qué


pienso y qué propongo ante cada uno de los párrafos donde ella nos
presenta las encrucijadas con las que se encuentra en lo real de la clínica y
las soluciones que propone; pero el tiempo es el tiempo.

Para preparar este trabajo, tuve que volver a comprar el libro de Teoría y
técnica del psicoanálisis de niños, perdido no sé dónde, entre las brumas del
tiempo. Volver a releerlo, después de 20 años, con mi práctica clínica en el
medio, fue apasionante. Lo recomiendo. A veces nos olvidamos del lugar de
los padres del psicoanálisis de niños. El lacanismo, en tanto movimiento de
masas, tiende a despreciar y forcluir lo que no pertenece a sus fronteras,
con lo cual nos perdemos de adquirir la riqueza de la herencia de numerosos
autores que caminaron por las mismas calles que nosotros.

Y para resumir en una última frase mi trabajo, digo lo siguiente:


El lugar que ofrecemos a los padres en el transcurso de la cura,
básicamente está destinado a trabajar el lugar que ellos le ofrecen y le
otorgan a su hijo.

BIBLIOGRAFIA

1) Arminda Aberastury : Teoría y técnica del psicoanálisis de niños, Ed.


Paidós, Buenos Aires, Argentina, 11ava. reimpresión, 1996, pág. 138.

2) Ibíd.

3) Ibíd, págs. 136/137

4) Ibíd, pág. 138.

5) Ibíd, pág. 135.

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