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Partiendo de una visión estoica común, Epicteto la supera en su manera de aproximarse a lo divino.
Superficialmente politeísta, se alza sin cesar hacia un Dios supremo. “Si usa indiferentemente el
singular y el plural para designar la divinidad, y esto en una misma frase, el singular es sin embargo
más frecuente. Su monoteísmo es cósmico: cree en un Dios único inmanente al mundo, los dioses
del panteón popular no son más que sus diversos nombres, gusta de llamar Zeus a este Dios.[2]
De ahí la siguiente enseñanza: “La primera cosa que hay que aprender es: hay un Dios y ejerce su
Providencia sobre el universo. Es imposible ocultarle no solamente sus acciones sino inclusive sus
intenciones y sus pensamientos”[3]
El hombre debe ser un “imitador de Dios”, el imitador de la fidelidad divina, libre, benefactora y
generosa.”[4]
La virtud consiste esencialmente en la adhesión al orden del mundo, expresión de la voluntad
divina. La verdadera fuente de la espiritualidad de Epicteto brota de su creencia en la racionalidad
del mundo y en la Providencia divina.
Este Dios Providente se inclina de alguna manera hacia los hombres y dispone todas las cosas en su
favor. Las pruebas de la bondad de Dios abundan y basta para descubrirlas una inteligencia
penetrante y un corazón agradecido: “Con ocasión de los diversos sucesos que se producen en el
mundo, es fácil alabar a la Providencia si se posee la facultad de comprender lo que acontece a cada
uno y el sentimiento de la gratitud”[5] Sus sufrimientos de esclavo no conducen, en Epicteto, a una
negación de la bondad y de la providencia de Dios, sino todo lo contrario.
Por otro lado, nada hay en la concepción que Epicteto tenía de la libertad y de su libertad, que le
impidiese complacerse en su condición de esclavo: “No tenemos el poder de sustraernos al destino,
al curso fatal de las cosas, pero teniendo la libertad del juicio, de tomar las cosas como vienen, en
lugar de sublevarnos contra ellas, tenemos el poder de preservarnos de la aflicción, de asegurar
nuestro contento.”[6] Es necesario, sin duda, ir más lejos: Epicteto sabía que no debía su talento
sino su desarrollo filosófico a la generosidad de su amo Epafrodito, que le permitió seguir las
lecciones del filósofo estoico Musonio Rufus, antes de libertarlo.
Tendríamos que preguntarnos cómo Epicteto sintetizaba su fatalismo y el ejercicio de su libertad en
el abandono a la Providencia; pero fluye de los textos citados que hay un problema que se plantea
más inmediatamente: si para él hay identidad entre Dios y el alma racional,[7] si el hombre es un
fragmento de Dios,[8] - en armonía con el estoicismo interior- ¿cómo puede decirnos (y en varias
ocasiones) que “Dios nos ha creado para nuestra felicidad”[9] e insinuar así una trascendencia del
Ser divino con relación al nuestro?.
En realidad, y los intérpretes lo reconocen, nuestro filósofo no era un metafísico, sino un moralista
preocupado por enseñarnos a vivir. Él es y quiere ser un maestro de sabiduría y de beatitud.
Lagrange comprendió bien, en este horizonte, la importancia de las convicciones religiosas de
Epicteto: “El mal no puede nada contra la Providencia, es vencido por el sabio”: ¿qué puedo yo, nos
dice Epicteto, viejo y cojo si no es alabar a Dios? Si fuese ruiseñor, cantaría como un ruiseñor:
puesto que soy un ser racional, debo cantar a Dios”.[10]
Alabando siempre a este Dios que lo ha hecho, a este Dios “grande que nos ha dado las manos” y la
razón, el hombre deviene sabio y se vuelve dichoso.
No se puede decir, entonces, que nuestro filósofo esclavo, libre y liberto haya reconocido de manera
especulativa y clara la trascendencia de Dios, sino que practicó concretamente respecto de Él una fe
que la reconocía en la práctica de la oración personal y del abandono, como lo veremos poco a
poco. En un sentido, su inteligencia se muestra relegada respecto de su libertad.
En suma, en este estoico de la época imperial que es Epicteto, el racionalismo panteístico se muda
en providencialismo religioso, mostrando un Dios personal[11]; pero hay que agregar sin dejar de
ser racionalista y panteísta, porque Epicteto ve a la razón divina distribuirse entre los hombres en
mónadas independientes (los diferentes fragmentos de la divinidad que son los individuos
humanos); a sus ojos, es posible hablar a la vez de Dios único y de los dioses, porque los dioses,
para él, “eran sin duda las grandes fuerzas de la naturaleza; si se refiere a los dioses, citando a los
más ilustres (Démeter, Koré, Plutón), Zeus solo permanece y domina todo, pero Zeus es
identificado con Dios, y él es Dios solo.”[12]
Ahora bien---y es este es el punto capital en la investigación que nos ocupa---este Dios está en
nosotros y con nosotros. Este Dios no nos abandona:
“Una vez que cierren sus puertas[13], y se hagan las tinieblas en su interior, recuerden no decir
nunca que están solos. No lo están, en efecto, sino Dios está al interior de ustedes (...) ¡Desdichado,
llevas en ti a un dios y no lo sabes!”.[14]
Puesto que nunca estamos solos, puesto que Dios está siempre con nosotros, resulta de esto que “un
dios se sienta a la mesa contigo, me mete a la cama, toma parte en la conversación, va al gimnasio”
porque hay “comunidad de naturaleza” entre este Dios y cada uno de nosotros. Epicteto llega a
decir: “un dios te nutre... tu nutres a un dios”[15] .
Entonces, si las relaciones con este dios parecen situarse casi sobre un pie de igualdad, si inclusive -
en su caso personal[16] - Epicteto parece inconsciente de todo pecado frente a este dios, es mucho
decir que no sufre de un sentimiento de abandono de su parte. Epicteto, el esclavo liberado, es el ser
privilegiado que su dios no ha abandonando nunca: su dios lo ha hecho, vela por él, lo nutre,
permanece en él, le manifiesta sin cesar de diferentes maneras su bondad. Epicteto es el no
abandonado, el sabio en aquel y en el que su dios manifiesta su sabiduría. ¿Cómo podría quejarse?
Tentado de quejarse, Epicteto el sabio rehúsa
toda queja
De los primeros estoicos, sus predecesores, Epicteto hereda su concepción de la libertad a la que ya
hemos hecho alusión aquí. Honor o deshonor, riqueza y pobreza, salud y enfermedad, vida y muerte
no son en sí mismos ni bienes ni males; hay un buen uso de la enfermedad como un mal uso de la
riqueza. Las cosas exteriores son en sí mismas indiferentes.
Epicteto, renueva los alcances de estos pensamientos tradicionales, observando que si miramos las
cosas exteriores como bienes y males, no seremos libres porque nuestra voluntad no se hará. El
único medio que tenemos se ser libres y felices es no desear nada que no dependa de nosotros; de
esta manera nuestra voluntad se cumplirá siempre.
Epicteto traduce, entonces, por un lado la tradicional oposición estoica entre cosas exteriores, e
indiferentes, y por otro acciones voluntarias - solo buenas o malas -, por la distinción entre las cosas
que dependen de nosotros y las que no; para él esta distinción condiciona la primera etapa en el
camino de la sabiduría, permite la liberación de la voluntad[17] y disfrutar de la felicidad:
“Dependen de nuestros juicios, voluntad, deseo, aversión; en una palabra todo lo que es nuestra
obra. No dependen de nosotros cuerpo, riquezas honores, poder: dicho de otro modo, todo lo que no
es obra nuestra.
Recuerda, entonces, que si tienes por propiedad las cosas que te son extrañas, te verás estorbado,
lleno de tristeza y de turbación, te quejarás de los dioses y de los hombres
Si al contrario, no miras como tuyas las cosas que te pertenecen, nadie podrá nunca contradecirte, ni
ponerte trabas; no te quejarás de nadie; a nadie reprocharás; no harás nada contra tu voluntad; no
tendrás motivo de fastidio, nadie podrá hacerte daño, porque no podrás sufrir daño alguno.”[18]
Se podría, evidentemente, impugnar la verdad objetiva de tal afirmación. Así, ¿es cierto que
nuestros cuerpos no dependen de nosotros? Epicteto, yendo contra la experiencia, no parece
reconocer como suyo a su cuerpo. Sin duda bajo una influencia platónica. Sin embargo, también
aquí, es necesario considerar no tanto lo que dice sino lo que quiere decir: la salud e inclusive la
vida de nuestro cuerpo no dependen, en primer lugar, de nosotros, sino del Autor de la vida, de la
salud y del cuerpo.
Es lo que Epicteto afirma en otro lado: ¿Te he hecho reproches alguna vez? ¿He censurado tu
gobierno? He estado enfermo cuando lo quisiste. Otras veces también, pero acepté de buen grado la
enfermedad. He sido pobre por mandato tuyo, y lo he sido con alegría. No he estado nunca en
afanes porque no lo has querido; jamás he deseado una dignidad. ¿Me has visto por esto más triste?
¿No me he presentado siempre ante ti radiante, no esperando más que una orden, un signo
tuyo?”[19]
Se ve: lo que es tan a menudo, para muchos, ocasión de quejas, reproches, revueltas y blasfemias,
deviene, para Epicteto, a causa de su fe en la Providencia de Dios, operante en las cosas que no
dependen de nosotros, en materia de un cántico de aceptación en la alegría y la acción de gracias:
“Te doy gracias de haberme permitido ver tus obras y asociarme a tu gobierno siguiendo tus
órdenes”[20]
En otros términos, la doctrina de Epicteto sobre Dios y sobre su propia libertad como sobre sus
límites han hecho de él, bajo la acción de la gracia divina, un hombre equilibrado y dichoso, en la
unión con Dios y los hombres: “Cuando Marco Aurelio acepta el sufrimiento, puesto que ella entra
en el plano del universo, Epicteto es totalmente feliz, el sufrimiento no existe para él”, dice - no sin
una manifiesta exageración - el padre Lagrange: sería mejor decir que Epicteto encontró en su
doctrina y en el ejercicio de su voluntad sobrenaturalmente asistida, en la ausencia voluntaria de
toda perturbación, el secreto de la felicidad en medio del sufrimiento, el secreto del gozo espiritual
en medio del sufrimiento físico y psicológico.
Esta interpretación nos es confirmada por estas líneas: ¿Piensan ustedes que seré inmortal?
¿Eternamente joven, exento de enfermedad? No, pero si muero divinamente, estaría enfermo
divinamente”.[21] ¿Cómo comprender este grito sorprendente? A la luz de lo que ha sido dicho más
arriba: consciente de una inmanencia mutua entre el autor de su existencia y él mismo, Epicteto
parece decirnos: “muero en Dios, Dios muere en mí”; “muero en la dicha a imagen de mi vida; mi
muerte manifestará la divinidad”; y el lector cristiano no puede no pensar que sólo el Hijo de Dios
podía, en el sentido pleno del término, morir divinamente en su humanidad, morir manifestando
perfectamente en su humanidad la Persona divina, al punto de provocar la declaración del centurión
romano: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”, porque ningún hombre ha muerto como
este hombre (Cf. Mc 15,40).
Estar enfermo y morir sin queja y sin reproche es estar enfermo y morir divinamente. Subrayando la
importancia de la enfermedad y sobre todo de la muerte como ocasión de un progreso en la dicha,
Epicteto nos insinúa que las otras realidades que no dependen de nosotros - pobreza, deshonores -
constituyen una anticipación de la muerte. Aceptando aquellas, acogeremos anticipadamente a ésta.
Inversamente, la aceptación de la muerte implica lógicamente y contiene implícitamente aquellas de
las enfermedades, de la pobreza, de los deshonores y de los insultos. Ahora bien, si las aceptamos,
renunciamos por ese mismo hecho a quejarnos, renunciamos a los reproches dirigidos a Dios y a los
hombres. Todas estas privaciones no dependen de nosotros, podemos ser y, volvernos dichosos
sufriéndolas.
De lo que Epicteto está profundamente convencido, es de que “nuestra dicha o nuestra desdicha
depende de nuestras representaciones, de la forma en que acogemos los acontecimientos, de esta
facultad de acordar o de negar el asentimiento que está en nuestro poder” Para este maestro de
sabiduría todo no depende de nosotros, pero lo que hay de más importante para nosotros depende de
nosotros[22]. Escuchémosle nuevamente:
“Llorando y gimiendo incriminan a los dioses (...) Y sin embargo Dios no sólo nos ha dado
facultades que nos permiten soportar todos los acontecimientos sin ser quebrados y humillados por
él, sino buen rey, verdadero padre, las ha puesto bajo nuestra entera dependencia (...) Amos de estas
facultades libres, ustedes no se sirven de ellas; ustedes no sienten qué bienes han recibido y de qué,
inertes sien embargo, lloran y gimen, los unos completamente ciegos sobre los beneficios del
donador mismo e ignorando a su benefactor, los otros dejándose arrastrar por la cobardía a quejas y
reproches hacia Dios. Y sin embargo, mediante la magnanimidad y el coraje, puedo mostrarte que
tienes recursos y que estás equipado, y en tanto, ¿qué recursos tienes para justificar tus reproches y
tus censuras?, muéstramelos.”[23]
Dicho de otra manera, para Epicteto, el ser humano, equipado para la felicidad, tentado por la
desdicha, debe elegir entre la blasfemia irracional por la cual se vuelve desgraciado y la alabanza
racional a Dios, en acción de gracias, camino de felicidad.
No es necesario subrayar extensamente que tenemos en estos ejercicios éticos el origen lejano de
muchos de los más fundamentales Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.[24] Tendremos
ocasión de volver sobre este punto. De momento nos basta constatar que Ignacio insertó la
exigencia de la indiferencia frente a las cosas indiferentes y de una amplia gratitud hacia Dios, en el
seno de una reflexión sobre la salvación eterna de las almas inmortales; Epicteto, ignoraba el
destino a la vez personal y eterno del ser humano y no conocía ni pecado ni contrición, ni salvación;
si la muerte no es a sus ojos un anonadamiento, es una descomposición[25]; o si se prefiere, una
desintegración; como ignoraba la reintegración de la resurrección, admiramos tanto más su rechazo
a la revuelta, su opción por una felicidad, tan transitoria, en la sumisión amante y dichosa a la
Providencia terrestre de Dios.
El rechazo opuesto por Epicteto a toda diferencia hecha entre las realidades exteriores, unido a una
actitud interiorizante de un libre “deseo de la voluntad”[26] da origen en él, a pesar del ordinario
rechazo estoico de la oración, a algunas elevaciones reservadas a circunstancias excepcionales,
especialmente a la vista de la muerte.
Atenas
La meditación mediante la cual, de manera constante, Epicteto se prepara para la muerte lo lleva a
formular actos explícitos de abandono. Jagu llega a decir: “las Conversaciones están llenas de actos
de abandono y de asentimiento a la voluntad divina”.[27] Reunamos y presentemos aquí algunos de
estos actos de abandono, no sin recordar primero los dos actos de no abandono que cada uno de
ellos supone.
En primer lugar, Epicteto se abandona a la sabiduría divina rehusando abandonar el puesto que le
confía durante su breve vida terrestre: “Soy un ser racional, debo cantar a Dios, he ahí mi obra, la
cumplo y no abandonaré mi puesto en tanto me sea permitido”.[28] Abandonar su puesto sería para
Epicteto abandonar la bondad divina que lo ha colmado de beneficios. Es probable, en el contexto,
que la expresión manifieste el rechazo al suicidio (que sin embargo Epicteto no condena de manera
absoluta). Y justamente, para permanecer al servicio de Dios en la vida terrestre, Epicteto necesita
abandonarse a Dios en lugar de abandonarlo.
En segundo lugar, Epicteto rehúsa ligarse a los bienes exteriores, porque sabe que esta ligadura
irracional lo llevaría, en su ausencia, a creerse “abandonado de los dioses”, a rebelarse y a
abandonarlos: “si se me causa daño y si soy desgraciado, es porque Zeus no me escucha (...) me
pongo entonces a odiarlo”.[29] En una lógica rigurosa, Epicteto percibe que el rechazo del
abandono a Dios lleva aparejado el riesgo de llevar al no abandonado a odiar a su autor.
Estamos ya preparados para comprender la profundidad del abandono que estalla en el acto
siguiente:
El hombre de bien, acordándose de lo que es, de dónde ha venido y por quién ha sido creado, no se
preocupa más que de una sola cosa: cómo ocupará el puesto con disciplina y sumisión a Dios:
¿Quieres que continúe viviendo? Viviré como un hombre libre (...) porque tú me has creado libre de
todo apremio en todo lo que me pertenece. ¿No tienes necesidad de mí? Como quieras. Es por ti que
hasta hoy día me he quedado, por ningún otro, y al presente te obedezco, me voy - ¿Cómo? -
También como lo has querido, como un hombre libre, como tu servidor, como un hombre que tiene
conciencia de tus mandamientos y de tus prohibiciones (...) En cualquier puesto que puedas
asignarme, como dice Sócrates, moriría tal vez mil veces antes que abandonarlo. ¿En dónde quieres
que viva? ¿En Roma, en Atenas, en Tebas? Sólo te pido una cosa: ahí lejos, acuérdate de mí. Si me
envías a un lugar donde es imposible a los hombres vivir según la naturaleza, dejaré esta vida, no
por desobediencia sino porque habrás tocado para mí la retirada. Yo no te abandono. ¡Jamás! Pero
comprendo que tú no necesitas de mí”[30]
Epicteto quiere servir, cantar y alabar a Dios, no abandonar el puesto que a sus ojos constituye su
razón de ser. Es a Dios mismo a quien no abandona rehusando abandonar su puesto. Antes la
muerte. Destaquémoslo una vez más: la fidelidad en el abandono a Dios y en la negativa a
abandonar a Dios se sitúa en el horizonte de la muerte prevista, arriesgada, aceptada.
Conviene subrayar la extrema importancia que nuestro Epicteto confiere a este acto de indiferencia
y de no abandono del puesto al interior del abandono a Dios: porque, inmediatamente después,[31]
agrega: “Conserva sus pensamientos a tu disposición de noche y de día, ponlos por escrito,
conviértelos en tu lectura, que sean el objeto de tu conversación contigo mismo o con otro:
“¿Puedes venir en mi auxilio en esta circunstancia?” Y de nuevo encuentra otro hombre y otro
más”. El acto de indiferencia y de abandono se socializa de esta manera. Epicteto cuenta con otro
para abandonarse perfectamente y quiere ayudar a los otros a abandonarse; convertirse en el apóstol
del abandono.
En otra parte introduce nuevos matices en esta “elevación de abajamiento” delante de Dios y
delante de su voluntad que estaba tan enraizada en su espíritu: “He sometido a Dios la propensión
de mi voluntad”. ¿Quiere que tenga fiebre? Yo también lo quiero. ¿Quiere que mis pensamientos se
dirijan hacia tal objeto? Yo lo quiero, también. ¿Quiere que tenga tal deseo? Yo también lo quiero.
¿Quiere que obtenga tal cosa? Yo también lo deseo. ¿No lo quiere? Yo tampoco lo deseo. Entonces,
es mi voluntad morir, es mi voluntad ser torturado. ¿Quién puede todavía obligarme? Imposible
como contradecir a Zeus.”[32]
Pasaje destacable: la voluntad a la sumisión divina se extiende no sólo a los acontecimientos
exteriores, sino también a los de la vida interior y psicológica.
Epicteto mismo resumió su pensamiento en estos términos: “Si tú lo quieres, eres libre. Si lo quieres
no condenarás a nadie, no te quejarás de nadie, todo llegará. A la vez, según tu voluntad y según la
de Dios.”[33]
Algunos objetan que, según la tradición estoica, Epicteto no recomienda al sabio la oración. Se
puede responder con Jagu, que no solamente la recomienda explícitamente al aprendiz
filosófico[34], pero practicando también la alabanza, la acción de gracias y el abandono, ruega a
Dios y reconoce su trascendencia.[35]
El no reconocimiento explícito de la necesidad en que se encuentra el sabio, de la oración de
petición no significa, a la luz de todos los textos citados aquí, la no admisión de la dependencia en
que se encuentra el sabio con relación a la sabiduría divina.
Pascal manifestó, entonces, una severidad injusta respecto de Epicteto cuando habla de una
“soberbia diabólica” en él: pero no se equivocó en “considerar a Epicteto, como el filósofo más
exacto en determinar, la conversión, siguiendo la expresión de J. Moreau.[36]
Todos aquellos que han leído a Epicteto no tienen otra opción que suscribir esta apreciación de
Pascal en su Conversación con M. De Saci: “encuentro en Epicteto un arte incomparable para turbar
el reposo de aquellos que lo buscan en las cosas exteriores y para forzarlos a reconocer que son
verdaderos esclavos y miserables ciegos; que es imposible que encuentren otra cosa que el error y el
dolor del que huyen, si no se entregan sin reserva a Dios solo.”[37] Es decir, precisamente, si no se
abandonan a Él.
El monje Kuya repitiendo seis veces el nombre del Buda Amida, obra de Kosho. Siglo XIII. Templo
de Rokuharamitsuji, Kyoto.
En la medida en que se piense que el budismo no es en estricto sentido una religión sino más bien
un camino hacia una iluminación liberadora, puede parecer vano buscar en ella una orientación
hacia el abandono,
Sin embargo, nosotros querríamos mostrar aquí, en el budismo de la China y del Japón, a nivel de la
experiencia concreta de la oración, actitudes de confianza en un Dios eterno e infinito parcialmente
paralelas al abandono cristiano al punto de constituir “preparaciones evangélicas” a este abandono.
En efecto, encontramos desapego, teísmo práctico, la consciencia de una realidad propia y personal,
que manifiesta en la oración una confianza absoluta de obtener la salvación, paz y serenidad; a
pesar de los diferentes límites que pueden oponerse a estas diversas tendencias, sobre todo a nivel
del pensamiento teórico, la vida interior de muchos budistas amidistas en el curso de los siglos bien
parece presuponer una adhesión personal a un Absoluto personal. Tales son los diferentes puntos
que precisaremos ayudándonos de los trabajos de cuatro jesuitas del siglo XX: los padres Wieger,
de Lubac, Quiles et Masson.[55]
No pretendemos entonces que todas las formas del budismo evoquen algunos aspectos del
abandono cristiano y concentraremos nuestra atención al rededor del autor de la Amida.
1. Para el monje budista, no existe la verdadera dicha en este mundo, no hay más que dolores, los
cuales se sucederán en tanto dure el cuerpo, que no es real, que no es sino nada. Es preciso,
entonces no apegarse a nada, no amar nada, no desear nada. Ver en espíritu el propio cadáver,
devorado por los gusanos: he ahí lo que queda finalmente de un hombre después de una vida pasada
en las ignorancias, los errores, los sufrimientos y las vejaciones de este mundo.[56]
El desapego con relación al propio cuerpo no constituye sin embargo más que una semejanza
superficial con el abandono cristiano, inseparable de la Encarnación en un cuerpo real y de su
resurrección. Este pensamiento idealista (en el plano filosófico), sin embargo, no impide al budista
repetir sin cesar la experiencia de su propio cuerpo.
A partir del Siglo III se desarrolla en la China, luego en el Japón, un budismo popular e
individualista al rededor del culto de Amida: culto del Buda de “Vida infinita” o de “Luz infinita”,
inspirado probablemente por las religiones iraníes. El fiel es absorbido en al amor de Buda y espera
una supervivencia indefinida en su presencia bienaventurada, en su paraíso occidental, la “Tierra
pura”.
En 1141, en el Japón, un niño pequeño recibe de su padre mortalmente herido por un guerrillero el
testamento espiritual siguiente: “Busca el bien moral por amor a tu padre asesinado y por amor a los
asesinos”. El adolescente - Honen es su nombre póstumo - escribía en 1175 un ensayo titulado La
Elección donde declaraba que en esos desventurados tiempos, hacía falta ponerse enteramente en la
gracia de Amida. El hombre no puede realizar su salvación por sus propias fuerzas, hace falta salvar
su alma por los méritos de otro, es decir, de Amida.[57]
Sin embargo, la persona de Amida es concebida como de origen temporal y terrestre. Antes de
convertirse en Buda, Amida se llamaba Dharmakara. Ya había recorrido una multitud de existencias.
Es en el tiempo y no desde toda la eternidad que alcanzó la gloria que posee, por una progresión de
méritos. Él es uno de los budas múltiples.[58]
Honen es el primer monje budista en elegir como medio de salvación la confianza total en la
misericordia de Amida, rechazando así la iluminación por la vía de la disciplina y del esfuerzo de sí
mismo[59]. Declaraba con toda simplicidad en su lecho de muerte: “Desde hace diez años, vivo en
la contemplación continua de la gloria de la Tierra Pura”, del Paraíso. La última palabra de este
moribundo fue: “Su luz penetra los mundos en todas las direcciones. Su favor no abandona a aquel
que le invoca.”[60]
El amidista nos pone, así, en presencia de un budismo animista y teísta. Animista porque, para sus
adeptos, el alma es substancial, espiritual y responsable. Teísta porque el buda chino y japonés del
amidismo es tan deshumanizado, tan aureolado de atributos divinos que se confunde con el Dios de
la conciencia. En las religiones asiáticas, es necesario distinguir siempre entre teoría y creencia
popular. De buenas almas se hace una práctica casi correcta, gracias a la luz de lo Alto, aun cuando
ellas lo llamen Buda o Amida.
Ciertamente, la teoría de la participación de Amida en una misma budeidad infinita es panteísta,
pero solamente para los teóricos; ahora bien, éstos son pocos numerosos. Los simples (30 millones
en 1953, en la China y en el Japón) esperan de Amida ser librados fuera de las rueda de las
metempsicosis, en una región de paz y felicidad, con la sola condición de haberle invocado, cuando
menos una vez.[61]
Esta piedad amidista alaba con himnos magníficos “al Señor que baja su mirada”:
¡“Oh Amitâbha, luz sin igual, esplendor infinito,
Tan pura y calma, tan dulce y tan consoladora,
Cuánto deseamos renacer en ti.
Locamente, durante innumerables vidas
Hemos renovado el karma[62] que nos ata a la tierra,
Guárdanos en adelante, dulce luz,
Para que no perdamos más la sabiduría del corazón (...)
Te ofrecemos todo nuestro ser y poseer.
A ti salvación, oh Esplendor insondable.
Con un corazón confiado, nos prosternamos delante de Ti !” [63]
Se puede decir, entonces, con J Masson: “A pesar de su debilidad metafísica, el amidismo, doctrina
admirablemente ardiente, reintrodujo en muchas almas una piedad verdadera. Los valores de fe, de
confianza y de amor hacia un Ser todopoderoso y todo bueno fueron puestos por encima de otros.
Amida, figura de Esplendor, si no tiene, ciertamente, la solidez de la historia verdadera; revela al
menos la intensidad del deseo de aquellos que la crearon”[83]
Cualquier monje budista de nuestros días, interrogado sobre la naturaleza del Nirvana, no
respondería más que con una sola palabra: “Felicidad”
Si un hombre se sabe y se siente dichoso, es que ha llegado, inclusive sin haberse dado cuenta, a las
fuentes del Ser; ha encontrado un Ser Supremo de faz velada pero luminosa.[84]
Esta dos vistas prolongan las declaraciones del Concilio Vaticano II: “En el budismo, según sus
varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino
por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado, puedan adquirir, ya sea el estado de perfecta
liberación, ya sea la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos o apoyados en un auxilio
superior”.[85]
El corazón del budista amidista está confiado en el auxilio del Altísimo; al él se aplica también lo
que el mismo concilio declaraba inmediatamente antes sobre el hinduismo, origen histórico parcial
del budismo: “En el hinduismo los hombres buscan la liberación de las angustias de nuestra
condición ya sea mediante las modalidades de la vida ascética, ya sea a través de profunda
meditación, ya sea buscando refugio en Dios con amor y confianza.”[86].
Estas actitudes convergen largamente con el abandono cristiano al Padre, por el Hijo, en el Espíritu,
y lo preparan al menos objetivamente.
El cristiano venido del budismo amidista no podrá olvidar nunca que “El Hijo es otro respecto del
Padre (...) El hecho que exista una alteridad no es un mal sino más bien el más grande de los bienes
(...) Hay alteridad en Dios y hay alteridad entre Dios y la criatura, que son por naturaleza diferentes
(...) Cristo nos hace partícipes de su naturaleza divina sin suprimir por eso nuestra naturaleza
creada, en la cual Él mismo participa con su encarnación (...) sin que por eso el yo personal y su
carácter de criatura deban ser anuladas y desaparecer en el Océano del absoluto (...) Dios es Amor
( 1 Jn 4, 8) : esta afirmación puede conciliar la unión perfecta con la alteridad entre el ser que ama y
el ser amado, con el eterno intercambio y el eterno diálogo” (Carta fechada el 15 de octubre de
1989, de la Congregación de la Doctrina de la fe sobre la oración cristiana, § 14 y 15, DC 1990, pp.
18-19).
NOTAS
1. Entre ellos citemos sobre todo a Armand Jagu, art. Épictète, DSAM IV. 1 (1960) 822-830; sobre
la espiritualidad y la religión de Epicteto, ver además J. Moreau, Épictète ou le secret de la liberté,
Paris, 1964, (sigla: Moreau) ; M. J. Lagrange, La philosophie religieuse d´É. et le christianisme, RB
1912 ; G :Germain, Épictète et la spiritualité stoïcienne, Paris, 1964 ; P. Hadot, Exercices spirituels
et philosophie antique, Paris, 1981 ; Th. Colardeau, Étude sur Épictète, Paris, 1903 (sigle:
Colardeau)
2. Jagu, col. 823.
3. Épicteto, Entretiens (sigle: É.) II. 14. 11
4. É., II. 14. 13
5. É., I.6.1.
6. Es de esta manera que J. Moreau (p.44) resume el pensamiento de É., I.6.
7. Moreau, p. 76.
8. E., I. 14.6
9. É., III.24.19 y 63; Epicteto emplea en verbo kataskeuazo, que se encuentra en la Biblia griega
para significar "crear" (Is. 40,28; 43,7; Hb. 3,4b)
10. Lagrange, RB, 1912, p. 195 citando É., I.16.17 ss.
11. Moreau, p.81
12. Lagrange, RB, 1912, p. 198.
13. Entendamos: los sentidos.
14. É.,II.8.13-14; .
15. É., II.8.11-12 seguimos aquí la traducción de J. Souilhé, París, 1962
16. É., II.5.8-12.
17. Moreau, p. 40-41
18. Épictète, Manuel., I, 1-4
19. É., III.5.8 ss.
20. Ibid. ; cf Lagrange, art.elogiado p. 10
21. É., II.8.28.
22. Moreau, 44 ; cf Hadot, op. Cit., pp. 138 ss: El A. comenta largamente los tres topoi filosóficos
según Epicteto; estos tres lugares corresponden a las tres partes de la filosofía estoica, consideradas,
en su sentido profundo, como ejercicios espirituales: física que transforma la mirada puesta sobre el
mundo, ética que se ejerce en la justicia, en la acción, lógica que produce la vigilancia y la crítica de
las representaciones. Ver É., III,2,1.
23. É., I,6, 40-43.
24. En su meditación fundamental y en su contemplación Ad Amorem, Ignacio puso los ejercicios
éticos y racionales recibidos - a través del pensamiento medieval - de Epicteto al servicio de sus
Ejercicios espirituales y sacramentales. La primera retoma el ejercicio estoico de la indiferencia
voluntaria frente a la riqueza y la pobreza, del honor y de la ignominia, de la salud o de la
enfermedad, de la vida y de la muerte; en la segunda parece retomar É., IV, 10, 14-18 “Te doy
gracias por lo que me has dado, vuelve a tomar tus dones, todos eran tuyos, fuiste tú quien me los
diste” (Comparar con los ¬¬ § 234 ss de los ejercicios ignacianos) Como lo dice J. Souilhé
(Épictete, Entretiens, livre I, éd. Budé, Paris, 1962, p. LX): son bastante numerosos los trazos de
estoicismo en los Ejercicios (...) Ignacio estudió en la Universidad de París en el siglo XVI, cuando
la influencia de Epicteto predominaba en la enseñanza y las doctrinas filosóficas”
25. Colardeau. 273 y 275.
26. Expresión de J.F. Mattei, art. Épictète, Dictionnaire des philosophes, Paris, 1964, t. I.
27. Jagu, art. Cité, DSAM, col. 825 ; el A. Agrega: (estos actos son del todo análogos a aquellos que
encontramos en nuestros místicos).
28. É., I.16.19-21.
29. É., I.22, 16-16
30. É., III. 24, 95-103. Jagu (Épictète et Platon, Paris, 1946, p. 127, n.2) siguiendo a Bonhoeffer
(Epiktet und die Stoa, 1890) entrega una lista de dos series de textos donde Epicteto legitima el
suicidio, sea como acto de perfecto desapego respecto de los bienes terrestre y de obediencia a un
llamado divino, sea como medio de salvaguardar su dignidad personal. Hay ahí, sin duda, una
referencia el ejemplo de Sócrates. Ver también Moreau, pp 66-68.
31. É., II.24.103.
32. 32., IV, 1,89-90.
33. É., I, 17, 28.
34. É., II,18, 19-20; I, 1, 13; Jagu DSAM, 826
35. Jagu, ibid.
36. Moreau, p.81.
37. Pascal, Entretien avec M. De Saci
38. Cf. É., I,13,3-4; Jagu, DSAM, col 825; Moreau, 66-67.
39. A.J. Festugière, L’ Ideal religieux des Grecs et l’ Evangile, Paris, 1932, p.71. 40. ibid.
40. Ibid.
41. En griego: prosthesis; cf. Hadot, op. Cit., 138-146.
42. Para Epicteto, las pasiones son malas, no sabrían ponerse al servicio de la virtud.
43. Festugière, op. Cit., 72: “cuando un Epicteto, un Marco Aurelio, tienden a lo divino, siguen el
movimiento de su corazón. Si razonan este movimiento, helos ahí devueltos a una realidad
desecante. Su Dios no puede ser un Dios personal. El fuego primordial no es más que materia. Ellos
mismos no son más que materia”.
44. E. Bosshard, Épictète, Revue de théologie et de philosophie, Lausanne, 17(1929) 204.
45. En tanto que para San Ignacio de Loyola, “la mediación fundamental está esencialmente
orientada hacia la salvación eterna del alma inmortal: Ejercicios, § 23. Tal es la diferencia capital
que separa el texto ignaciano de un texto que se podría construir a partir de las Conversaciones de
Epicteto y que le sería casi idéntico
46. É., II.8, 11-12, cf. El ya mencionado n.7.
47. É., III,22,45.
48. É., III, 22, 69.
49. É., I, 29,29: el soldado colocado en un puesto debe guardarlo fielmente hasta que el general
toque retirada
50. É., III, 22,2; el sabio no debe lanzarse a la ligera en este rol de testigo, se expondría a la cólera
de Dios. Sobre estas diferentes misiones del sabio, ver A. Jagu, DSAM, art. Épictète, col. 827-828.
51. É., III, 1, 38-39.
52. Cf. É., I,9, 4: “de todas las cosas, la más importante, la más universal, la principal es el sistema
compuesto de Dios y de los hobres”.
53. A. Jagu, Ëpictète et Platon, p. 119, n. 1, llama nuestra atención sobre esta observación de D.
Bonhoeffer, Ethik, p.82.
54. Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I. II. 106.1.3: aquelllos a quienes ha sido dada la
ley de gracia pertenecen a la Nueva Alianza (“quibuscumque fuit lex gratiæ indita ad Novum
Testamentum pertinebant”).
[55] Precisemos: L. Wieger, DSAM t.2 (1953): art. Chine (Bouddhisme en Chine et au Japon; sigla
LW; H. De Lubac, Amida, Paris 1955) ; Ismael Quiles, Filosofía budista, Buenos Aires, 1973 ; J.
Masson, Le Bouddhisme, chemin de libération, Musæum Lessianum, section missiologique, DDB,
1975. Siglas : JMB. Agreguemos además el Dictionnaire des Religions, editado por el cardenal
Poupard (sigla : DR) y l’ Histoire générale des Religions, (sigla : HGR), Paris, 1960, t. II : J.
Bruhot, Le Japon. Siglas de las obras del P. De Lubac : HLA y del P. Quiles : FB.
[56] LW, col. 856 bajo.
[57] Buhot, HGR, 392.
[58] JMB, 206.
[59] J. Van Bragt, DR, art. Honen,
[60] JMB, 205.
[61] LW, col. 864.
[62] El karma es una noción hinduísta aceptada por el budismo; designa la marca moral de la
acción, la sanción que acarrea, la ley de causalidad retribuyente que, a partir de tal acción, produce
tal efecto en una vida ulterior (JMB, 280).
[63] JMB, 205.
[64] LW, 864
[65] LW, 865 ; cf : Jn 10, 16.
[66] LW, 865.
[67] JMB, 207.
[68] JMB, 208.
[69] Cf. FB, 328-329.
[70] FB, 297-299 ; le P. Quiles interpreta la Subida del Carmelo, II, 14
[71] FB, 461.
[72] FB, 484.
[73] FB, 485.
[74] FB, 486.
[75] FB, 487.
[76] LW, 487.
[77] HLA, 321, citando una carta del P. Frois, de agosto de 1565.
[78] HLA, citando otra carta del P. Frois, de marzo de 1565
[79] HLA, 322, citando una carta de Cabral, fechada el 9 de setiembre de 1576.
[80] Cf. I Cor, 10, 20 ; HLA, 321. El Concilio Vaticano II hacía alusión, sin duda, al texto citado de
Pablo y a otros análogos proclamando que “la actividad de la Iglesia no tiene más que un fin: todo
lo que lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos
y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se leve y se perfeccione
para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre” (Lumen Gentium, 17).
[81] Como lo recuerda el padre de Lubac.
[82] JMB, 201.
[83] Ibid., 209.
[84] Ibid., 211.
[85] Concilio Vaticano II, Decreto Nostra Ætate sobre las relaciones con las relaciones no cristianas,
§ 2.
[86] Ibid.
Contenido del libro
Abandono en el Estoicismo y Budismo
Abandono en Francisco de Sales
Abandono en San Juan Eudes
Abandono en las Dos Alianzas
Abandono en la espiritualidad de San Agustín
Abandono en la teología musulmana
Abandono en el seno del Judaísmo
Abandono en Teresa de Lisieux
Abandono y espiritualidad ignaciana