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DIEZ CONCEPTOS

(no tan) BÁSICOS DE


CIENCIAS SOCIALES
Diez conceptos
(no tan) básicos DE
CIENCIAS SOCIALES

Juan Acerbi (compilador)

colección

Reflexiones
presentes
Diez conceptos (no tan) básicos de ciencias sociales / Eugenio Raúl Zaffaroni
... [et al.] ; compilado por Juan Acerbi ; prólogo de Eduardo Rinesi. - 1a ed. -
Ushuaia : Ediciones UNTDF, 2018.
312 p. ; 22 x 15 cm. - (Reflexiones presentes / Juan Acerbi ; 3)

ISBN 978-987-46807-0-9

1. Ciencias Sociales. I. Benvenuto, Rodrigo Miguel II. Acerbi, Juan , comp. III. Rinesi, Eduardo,
prolog.
CDD 300

Universidad Nacional de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur

Autoridades

Rector Vicerrectora
Ing. Juan José Castelucci Ing. Adriana Urciuolo

Director del Instituto de Ciencias Polares, Directora del Instituto de Educación y


Ambientes y Recursos Naturales Conocimiento
Dr. Daniel Fernández Lic. Daniela Stagnaro

Director del Instituto de Cultura, Director del Instituto de Desarrollo Económico


Sociedad y Estado e Innovación
Lic. Luis de Lasa Lic. Gabriel Koremblit Pellegrini

Secretaría de Extensión y Bienestar ediciones UNTDF


Universitarios Director: Francisco Lohigorry
Mg. Karin Otero María Victoria Castro
Carolina Padilla
Fernando Venezia

Colección REFLEXIONES PRESENTES


© Universidad Nacional de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, 2018.
Fuegia Basket 251, Ushuaia (9410), Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, Argentina.
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Corrección: Francisco Lohigorry
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License, 1.1)
Andada - Huerta Tipográfica
Asap - Pablo Cosgaya & Omnibus-Type Team

ISBN: 978-987-46807-0-9

Hecho el depósito que marca la Ley 11723


Prohibida su reproducción total o parcial
Derechos reservados

Tirada: 500 ejemplares


Impreso en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
Marzo de 2018
ÍNDICE

Prólogo: sobre el lenguaje, la sociedad y la política


Eduardo Rinesi........................................................................................................... 9

Introducción........................................................................................................... 17

Sobre los autores................................................................................................... 21

I. Política
Mind the gap o la paradoja de la política
Rodrigo Miguel Benvenuto.............................................................................................. 23

II. Estado
Del monstruo a la máscara. Notas acerca del “Estado Nación”
Julio Leandro Risso............................................................................................................. 59

III. Sociedad
La sociedad en disputa: reflexiones en torno al concepto de sociedad
Eliana Debia.......................................................................................................................... 87

IV. Gobierno
Historia, debates y dominios de la noción de gobierno
Rodrigo Oscar Ottonello..................................................................................................119

V. Democracia
Tres discursos de la filosofía política moderna sobre la democracia
Norberto Ferré.....................................................................................................................135

VI. República
República - Republicanismo
Juan Acerbi............................................................................................................................175

7|
VII. Derecho
Sobre la definición del derecho: la esencia y la función
María Paula Schapochnik.............................................................................................205

VIII. Ideología
Ideología. Siete tesis. ¡¿(No) somos eso que Tú dices que somos?!
Rodrigo F. Pascual............................................................................................................. 223

IX. Religión
Religión, teología y política
Rubén Dri..............................................................................................................................251

X. Dinero
Hernán Gabriel Borisonik............................................................................................. 265

Los conceptos en acción


A modo de epílogo.................................................................................................. 281

El cielo estrellado sobre mí, la razón de Estado en mí


María Martinengo................................................................................................. 283

Los límites del Estado de excepción: una reflexión en torno


al caso Quinta de Funes
Camila Candino....................................................................................................... 291

La producción de valor en los primeros años de la industria


del videojuego
Maximiliano Tagliapietra.................................................................................... 297

Constitución y procesos de transformación


Eugenio Raúl Zaffaroni.........................................................................................301

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República - Republicanismo1

Juan Acerbi

A modo de introducción

El presente capítulo se propone abordar el concepto de república y


su forma derivada de gobierno, el republicanismo. Estos conceptos
resultarán sumamente frecuentes al oído del lector; sin embargo,
nos proponemos discutir con la mayoría de las enunciaciones que
se realizan en nombre de los mismos. Anticipando algunas de las
cuestiones que trataremos a continuación, diremos que disentimos
con aquellas perspectivas que suelen atribuirle al republicanismo
características tales como ser opuesto a los liderazgos fuertes, signi-
ficar una garantía del respeto a las instituciones o ser sinónimo de
la división de poderes. Aunque estas perspectivas están muy difun-
didas en nuestras sociedades, esto cambia cuando recurrimos a las
fuentes. Por supuesto, la pregunta que surge aquí es: ¿cuáles son las
fuentes? He allí parte del problema. El republicanismo es una

1 El presente capítulo forma parte del Proyecto de Investigación PIDUNTDF-B-


01/2016: “La necesidad no tiene ley: razón de Estado y suspensión de la ley en la tra-
dición republicana”, radicado en el Instituto de Cultura, Sociedad y Estado de la
Universidad Nacional de Tierra del Fuego.

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| república

tradición que cuenta con más de dos mil años de historia y que,
habiendo nacido en la Roma clásica, resurgió muy fuertemente
durante el Renacimiento para, a partir de allí, no abandonar el campo
tanto de la acción como del pensamiento político hasta nuestros días.
Así, podríamos abordar diversos republicanismos que, con diferen-
tes declinaciones, van desde autores como Maquiavelo, Montesquieu
o Bodino hasta Quentin Skinner, Maurizio Virolli o Philip Pettit,
pasando por figuras como John Adams o Thomas Jefferson y sin dejar
de lado a pensadores y políticos del ámbito nacional, como Juan B.
Alberdi o Domingo Faustino Sarmiento. En el mismo sentido, en
nuestros días escuchamos constantemente a políticos y periodistas
enarbolar “la república” como una suerte de arma contra el avasa-
llamiento de las instituciones, la corrupción o la concentración de
poderes. Bien, nuestra posición partirá de la premisa que sostiene
que, tanto para delinear el concepto de república como para com-
prender el republicanismo, es necesario dejar de lado las derivas que
ha tomado el pensamiento republicano (o pretendidamente republi-
cano) y remitirnos en sentido estricto a las fuentes. Es decir, remi-
tirnos a la república romana, a aquel período en el que vivió quien
fuera el más ilustre abogado, orador y político de su época, que llegó
a ser proclamado padre de la patria por salvar la república y que nos
ha legado el primer tratado sobre el tema que aquí trataremos.2 Es

2 Una aclaración parece ser aquí necesaria. Por ser cronológicamente anteriores,
algunos suelen pensar en República de Platón o en Política de Aristóteles como ante-
cedentes lógicos a los escritos romanos. En nuestra opinión, se trata de un error, ya
que, en ambos casos, se genera una confusión con la traducción de la palabra griega
politeía; en el caso de República, el título original de la obra de Platón es Politeía, tér-
mino que refiere a la polis griega y que no guarda relación alguna con la res publica
romana, como bien lo señala Conrado Eggers Lan en el estudio introductorio a su tra-
ducción para la editorial Gredos. El mismo término (politeía) es el que Aristóteles uti-
liza para denominar el régimen que se aproxima a una democracia moderada y que
se suele traducir como república a falta de un término más preciso, lo cual también
acarrea errores al momento de determinar qué es –y qué no es– una forma republi-
cana de gobierno. Es por esto que sostenemos que el diálogo de Cicerón –Sobre la
república– es el primero que trata específicamente la res publica, entendida esta en
el sentido que le damos en nuestros días.

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Juan Acerbi |

por esto que nos centraremos en la figura de Marco Tulio Cicerón


(106-43 a.C.) y en su obra para, a partir de la definición fundante de
“república”, intentar dilucidar la forma política que le corresponde
y que no es otra que el republicanismo.
Por último, y casi a modo de aclaración metodológica, la forma
en la que será aquí abordada la temática también debe ser entendida
como una manera de poner en cuestión los modos en los que los así
denominados politólogos suelen abordar un concepto tan rico y com-
plejo como el de republicanismo. En otros términos, sostenemos que
para comprender cómo diversos aspectos que abrevan en una fuente
que cuenta con más de dos milenios de tradición poseen ecos que aún
reverberan sobre nuestro presente es necesario realizar un esfuerzo
intelectual que evite las concepciones reduccionistas propias del
mainstream dominante en el campo de las ciencias sociales. Si desea-
mos comprender las instituciones republicanas sin caer en lecturas
economicistas o románticas, no podemos dejar de lado el universo
jurídico, político y social en el que las mismas han surgido, máxime
cuando el horizonte histórico que nos separa es tan vasto. En este
sentido abogamos por un abordaje tanto hermenéutico como exegé-
tico en el que resultan insoslayables el auxilio que nos brindan tanto
la filología y la historia como la filosofía y la sociología, entre otras.
En todo caso, quien recorra estas páginas reconocerá las distintas
disciplinas que nos asisten, y esperamos, a su vez, que sirvan de invi-
tación para recorrerlas por propia cuenta.

I. Más allá de la definición

Para intentar dar con la idea de república, consideramos pertinente


remitirnos, inicialmente, a la propia definición que Cicerón nos ha
brindado en su tratado Sobre la república. Allí leemos que

la cosa pública (república) es lo que pertenece al pueblo; pero pueblo no


es todo conjunto de hombres reunido de cualquier manera, sino el

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| república

conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho que sirve a


todos por igual (iuris consensu et utilitatis communiones sociatus)3.

La definición parece ser clara, pero una lectura atenta, que considere
el contexto histórico del que surge, demuestra que la misma dista
mucho de resultarnos evidente tanto en lo que refiere a su sentido
general como a sus alcances e implicancias.
La definición de república comienza estableciendo la relación
entre la cosa pública (res publica) y el pueblo (res populi) y, luego, afir-
ma que la cosa pública es lo que pertenece al pueblo. Pero aquí no
debemos olvidar que res alude –en su relación con publica– a la admi-
nistración, al ocuparse, de los asuntos públicos. De esta manera, debe-
mos comprender que aquello que le pertenece al pueblo, aquello que
le es propio, debido a su condición de pueblo, es el ocuparse4 de los
asuntos públicos. Pero lejos de lo que solemos denominar en la actua-
lidad con el término “pueblo”, en Roma lo que le permitía a un con-
junto de hombres constituirse como pueblo era vivir bajo un mismo
derecho consensuado que resultara útil a la sociedad. Dicha utilidad
debía reflejar la forma en la que los romanos se concebían a sí mismos
y a su sociedad. Y no debemos olvidar que se trataba de una sociedad
estructurada en clases, de acuerdo, esencialmente, al género, a la con-
dición de ser hombre y de ser libre y al resultado de un censo pecunia-
rio. En otros términos, podemos afirmar que se trataba de una sociedad
jerárquica, lo cual se plasmaba a través de las centurias en las que cada
uno de los ciudadanos quedaba comprendido de acuerdo a su estatus

3 Rep. I 25,39. En el presente capítulo, referiremos con la abreviatura “Rep.” a Sobre


la república. Madrid: Gredos, 1984, la cual, a su vez, cotejamos con la edición latina
de Clinton W. Keyes. Cicero. On the republic. On the Laws. Cambridge: Harvard
University Press, 2000.
4 Recordemos que el término “negocio” surge como oposición al otium, al ocio. En
este sentido, ocuparse de los asuntos públicos es un negocio. Sobre esta relación par-
ticular, nos permitimos sugerirle al lector nuestro trabajo “La política es un negocio:
Reflexiones infrecuentes acerca de la influencia de la administración y la economía
en el pensamiento republicano clásico”. En Borisonik, Hernán (ed.). Pecunia. Diez escri-
tos políticos sobre economía. Buenos Aires: Teseo, 2016.

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social y riqueza. Por otra parte, pero en íntima relación con lo ante-
rior, el goce de los derechos ciudadanos se comprendía como un sis-
tema de asignación gradual de derechos, que se correspondían con el
nivel de carga pública que podía afrontar cada ciudadano. A mayor
capacidad de afrontar gastos para contribuir al erario público, mayor
capacidad de decidir sobre los asuntos públicos. De esta manera, todos
los sectores de la sociedad poseían derecho a voto, aunque los sectores
de menos recursos contaban con una capacidad menor de influir en
los resultados frente al peso que tenían los votos ponderados de aque-
llos sectores que eran capaces de desequilibrar la balanza. Así, los
romanos entendían que aquellos que poco o nada tenían para aportar
debían ser excusados de ello, entendiendo, a su vez, que tampoco debe-
rían tener demasiada injerencia sobre las decisiones a tomar. Al mismo
tiempo, obligaciones tales como el financiamiento del ejército o el
deber de ocuparse de las diferentes magistraturas y cargos públicos
–los cuales no eran remunerados– recaían de manera proporcional
sobre los sectores más acomodados económicamente, los cuales, a su
vez, poseían mayor capacidad de decisión.5 Pero esta gradación de la
escala ciudadana no se limitaba exclusivamente al momento de la
votación, sino que dicha jerarquía atravesaba todos los aspectos –polí-
ticos, jurídicos y simbólicos– de la sociedad, lo cual se hacía evidente,
por ejemplo, en el uso de distintos apelativos con los que se aludía a
las distintas clases de ciudadanos y de los cuales surgen las denomi-
naciones de patricios, equites o proletarii.
Considerando estos aspectos propios de la sociedad romana, y
volviendo a la definición de república, ahora resultará evidente que
debemos ser cuidadosos y no confundir la noción de res populi con
nuestro actual concepto de pueblo, dado que, a partir de dicha iden-
tificación, se puede incurrir en concepciones erróneas sobre lo que
los romanos definieron como res publica.

5 Las centurias eran 193 en total, los dos estratos más poderosos sumaban 98 cen-
turias. Como las restantes 95 centurias se distribuían entre los cinco estamentos res-
tantes, numéricamente la suma de los dos estratos superiores era suficiente para lograr
la mayoría de los votos.

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| república

Hay otro aspecto contenido en la definición que resulta insosla-


yable para comprender algunos aspectos esenciales de la forma –y la
dinámica– republicana de gobierno. Nos referimos a la figura de aquel
que ha sido definido como el hombre verdaderamente republicano,
quien solo podía concebirse como tal a partir de dedicar su vida a los
asuntos públicos. Pero no debe confundirse tal dedicación como una
mera ocupación, sino que la misma debía realizarse de manera vir-
tuosa. Como sabemos, el término virtus ha resultado ser uno de los
elementos característicos de la tradición republicana6, aunque –como
su sentido original suele confundirse– conviene recordar algunas
cuestiones sensibles en torno a dicho concepto. Una cuestión funda-
mental sobre la que debemos ser cuidadosos es no tomar linealmen-
te la traducción de virtus por virtud, ya que esta se aparta de aquella
debido a la impronta cristiana con la que carga la “virtud” y que la
aleja del sentido que tenía el término latino para los pensadores repu-
blicanos tanto clásicos como renacentistas. Así, resulta preciso recor-
dar que la noción de virtus refiere directamente al vir –al varón
romano, adulto y libre–, pero no en tanto tal, debido a su condición,
sino en relación a su capacidad y su fortaleza para, siendo un hombre
romano, devenir en vir, lo cual solo era posible, como ya hemos dicho,
por medio de la acción en el campo de la política. En otros términos,
la virtus solo puede expresarse por medio de una vida entregada a la
res publica, tal como expresa Cicerón cuando afirma: “el apartarse de
las ocupaciones públicas [...] sería contra el cumplimiento del deber,
ya que el oficio de la virtud radica todo en la acción”7; además (gracias
al instinto innato de los hombres que los lleva a defender el bien
común), dicha acción encuentra en la práctica del gobierno de la ciu-
dad su “realización efectiva, no de palabra”8, ya que nada “puede haber
mejor que cuando la virtud gobierna la república”9. Sin embargo, y a
6 Aludida como virtú, –ya que debe evitarse toda confusión con el término en su
acepción cristiana–. Maquiavelo hará de ella el elemento principal que debe poseer
el verdadero príncipe.
7 Off. I 1,19. Seguimos aquí la edición de Sobre los deberes. Barcelona: Tecnos, 1994.
8 Rep. I 2,2.
9 Rep. I 34,52.

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la manera en la que la plasmaría Platón en su República, la acción pro-


piamente virtuosa no es mera acción, no puede ser acción desprovis-
ta de los conocimientos teóricos propios del arte político. De esta
manera, la acción propia del vir debe comprenderse como la acción
del hombre de los estratos superiores de la sociedad, que cuenta con
los conocimientos (prácticos y teóricos) y el carácter y la templanza
acordes con los del capitán que pretende llevar a buen puerto a su
navío. De la misma manera que ocurre con el arte de la navegación,
la carrera política se concebía, precisamente, como una carrera en la
que progresivamente se ocupaban las magistraturas menores hasta
llegar al consulado,10 para lo cual la oratoria, la historia, el derecho y
la filosofía eran concebidas como indispensables en la formación de
todo buen político.
Considerando lo dicho hasta aquí, podemos ahondar en las impli-
cancias que la definición de república conlleva considerando el hecho
de que ese derecho –que sirve a todos por igual– contempla una des-
igualdad que atraviesa, constituye y estructura toda la sociedad roma-
na y, a partir de ella, a sus propias instituciones políticas. Pero, si la
desigualdad encontraba en la materialidad de lo económico su justi-
ficación inmediata, era en el plano de lo simbólico donde operaba un
conjunto de tópicos que aludía a valores tradicionales del orden
moral, aristocrático y religioso y a través del cual se caracterizaba a
los hombres que ocupaban los estratos superiores como aquellos por-
tadores de un plus que excedía el componente meramente económico.
Es por ello que el comportamiento que se espera del vir se encuentra
ligado a valores que se remontan, generación tras generación, hasta
los mismos dioses, ya que es en la divinidad donde se funda no solo
la gloria de Roma, sino también el talante del hombre virtuoso. El vín-
culo del hombre con la divinidad se comprende a partir del respeto
por el mos maiorum11, por la observancia escrupulosa de aquello que

10 Cicerón ocupó los cargos de cuestor (en Sicilia en el año 75), edil (en el año 69),
pretor (en el 66) y, finalmente, cónsul en el 63.
11 De la muy amplia bibliografía existente sobre el mos maiorum resulta aquí de
particular interés Pina Polo, Francisco. “Mos maiorum como instrumento de control

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| república

comunican los auspicios y por el respeto a la autoridad de sacerdotes


y senadores. Pero lo que esencialmente vuelve al vir un hombre ver-
daderamente virtuoso, al punto de llegar a ganarse el corazón de los
hombres y de los mismos dioses, es el entregarse a la actividad de fun-
dar y conservar ciudades, es decir, a la más elevada de las actividades
políticas, ya que “nada hay, de lo que se hace en la tierra, que tenga
mayor favor cerca de aquel dios sumo que gobierna el mundo ente-
ro”12. De hecho, el accionar del hombre virtuoso llega a confundirse
con la voluntad de los dioses; el mismo Cicerón nos ha brindado ejem-
plos históricos en los que se han conjugado tanto el accionar político
como la intervención de la divinidad para asegurar la salvación de la
república. Uno de los ejemplos más ilustres de este accionar se encuen-
tra enmarcado en el conjunto de acciones que le valieron a Cicerón
el título de padre de la patria (parens patria), cuando, como cónsul,
enfrentó la conspiración liderada por Lucio Sergio Catilina, quien
pretendía asesinar a las autoridades, incendiar parte de la ciudad y
tomar el poder. En este contexto, un Cicerón victorioso proclamaba:

la república y la vida de todos vosotros, Quirites, vuestros bienes, vues-


tras fortunas, vuestras mujeres y vuestros hijos, así como la sede de este
grandioso imperio –la más bella y afortunada de las ciudades– han sido
salvados, en el día de hoy, de las llamas y de la espada –y casi diría que
de las fauces del hado por el amor extraordinario que os tienen los dio-
ses inmortales; y os han sido conservados y restituidos gracias a mis
fatigas, a mi previsión y a los riesgos que corrí.13

Como hemos sostenido en trabajos anteriores,14 aquí se hace eviden-


te que pese al deseo de los dioses fue necesaria la intervención del

social de la nobilitas romana”. Revista Digital de la Escuela de Historia. Universidad


Nacional de Rosario Vol. 3, N° 4 (2011), pp. 53-77.
12 Rep. VI 13,13.
13 Cat. III 1. Seguimos la edición de Catilinarias en Cicerón, M. Tulio. Discursos V.
Madrid: Gredos, 1995.
14 Acerbi, Juan. “Religio, ius y fas: orígenes del uso de la religión como forma de des-
prestigio y condena social en Occidente” en Cecilia Abdo Ferez (comp.). La bifurcación

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hombre, de ese hombre que, si bien no es un dios, por su accionar se


posiciona por encima del resto de los mortales y se acerca así a la
divinidad. De esta manera, se evidencia la correspondencia entre la
desigualdad propia de la sociedad romana y lo que se espera de aque-
llos que, entre los mejores, resulten verdaderamente virtuosos. Por
otra parte, es a partir de ese carácter virtuoso del hombre que pueden
comprenderse las formas de gobierno que se corresponden con lo
que los romanos han denominado república.
Lejos de lo que en nuestros días se quiere significar con el térmi-
no república, la forma republicana de gobierno se definía a partir del
carácter virtuoso de quienes gobiernan antes que con una determi-
nada forma institucional. En este sentido, tanto la monarquía como
la aristocracia y la democracia pueden ser denominadas “república”
si en ellas se cumple la máxima de preservar la salus rei publicae, la
salud de la república. Sin embargo, la prudencia, el pragmatismo y,
especialmente, las lecciones de la historia llevaron a los romanos a
desconfiar de las formas puras de gobierno, ya que las mismas habían
demostrado ser sumamente proclives a degenerar hacia sus formas
contrarias –y, por lo tanto, no virtuosas–, dando paso la monarquía
a la tiranía, la aristocracia a la oligarquía y la democracia a la anar-
quía. De esta manera, y en su intento por preservarse de dichas for-
mas corruptas, Cicerón propone una forma de gobierno que se aleja
de las formas puras, pero en la que se conserva el elemento que le es
propio a cada una de ellas, y es por esto que prescribirá una mezcla
en la que aún persisten elementos propios de la monarquía, la aris-
tocracia y la democracia y de la que surge “aquella forma combinada
y moderada que se compone de los tres primeros tipos de república”15.
En sus propios términos leemos:

conviene que haya en la república algo superior y regio, algo impartido


y atribuido a la autoridad de los jefes, y otras cosas reservadas al

entre pecado y delito. Crimen, Justicia y Filosofía Política de la Modernidad Temprana.


Buenos Aires: Editorial Gorla, 2013.
15 Rep. I 45,69.

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arbitrio y voluntad de la muchedumbre. Esta constitución tiene, en pri-


mer lugar, cierta igualdad de la que no pueden carecer los hombres
libres por mucho tiempo; luego estabilidad, puesto que una forma pura
fácilmente degenera en el defecto opuesto, de modo que del rey salga
un déspota, de los nobles, una facción, del pueblo, una turba y la revo-
lución, puesto que aquellas formas generalmente se mudan en otras
nuevas, lo que no sucede en esta otra constitución mixta y moderada
de república, si no es por graves defectos de los gobernantes, pues no
hay motivo para el cambio cuando cada uno se halla seguro en su pues-
to, y no hay lugar para caídas precipitadas.16

De manera esquemática, podemos decir que existen dos formas de


república: las repúblicas puras (monarquía, aristocracia, democracia),
que resultan inestables, ya que tienden a degenerar hacia sus formas
corruptas (respectivamente tiranía, oligarquía y anarquía), y la repú-
blica que resulta de la mezcla de los elementos característicos de las
formas puras buscando otorgarle de esa manera la estabilidad de las
que carecían individualmente. Pero la cuestión no se agota en la mera
prescripción institucional, ya que el republicanismo trató la política
como algo que debe ser capaz de lidiar con el espíritu siempre cam-
biante de los hombres, pero también con el capricho de los dioses y,
por ende, del mundo que habitaban. Es decir, y como veremos a con-
tinuación, habían comprendido que la política era dinámica.

II. Filosofía del tiempo político

Una cuestión nada menor que es necesario señalar aquí es el hecho


de que la república no era comprendida como algo acabado, estático,
sino que era considerada como una construcción histórica, como algo
que no se debía a un hecho concreto atribuido a “un solo momento,
ni de un solo hombre”17, sino como algo que fue delineado a través de

16 Rep. I 45,69.
17 Rep. II 27,37.

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Juan Acerbi |

las generaciones, y de los buenos gobernantes, que se sucedieron siglo


tras siglo18. Esta concepción que los romanos tenían de la república
poseía importantes consecuencias sobre la forma de pensar tanto la
política como las acciones del líder político y puede ser muy bien
ejemplificada con un hecho histórico que pone en evidencia la forma
en la que era concebida la política de cara a la contingencia, a la
adversidad que se le puede presentar en todo momento a aquellos
que son los responsables últimos de los destinos de la república.
El episodio en cuestión no es otro que aquel ocurrido entre los
años 493 y 494,19 que consistió en la primera secesión del pueblo roma-
no en contra de los patricios y que tuvo como principal consecuencia
que se instituyera la figura del tribunado de la plebe.20 La presencia
plebeya en el Senado –ámbito naturalmente patricio– despertó todo
tipo de reacciones de repudio por parte de la élite romana. Pero este
hecho, que sin dudas representa un hito en la historia institucional
del republicanismo, nos aporta un ejemplo que parece ser común-
mente ignorado en su dimensión política. Como es de suponer, sabe-
mos que los miembros de la aristocracia y de la élite senatorial
tuvieron recelo de contar con la presencia –y la intromisión– plebeya
en un foro divino como el Senado. De esto nos brinda testimonio, una
vez más, el mismo Cicerón en un pasaje en el que, atendiendo al recla-
mo formulado por su hermano sobre lo indigna que resulta la pre-
sencia plebeya en el Senado, responde: “¿No era inevitable que aquel
poder único pareciese al pueblo soberbio y violento en exceso?”21, a
lo cual agrega que el tribunado de la plebe es un “contrapeso mode-
rado y sensato”. Si bien una lectura superficial –o romántica– de

18 Esto sin desconocer que también existieron monarcas que contribuyeron a la


perdición de Roma, como bien nos lo recuerda Cicerón en reiteradas ocasiones y como
ocurrió con Tarquinio “el Soberbio”, el último rey de Roma.
19 Nos dice Cicerón al respecto: “En efecto, como se hallara conmovida la ciudad
por la situación de los deudores, la plebe ocupó primeramente el Monte Sacro y luego
el Aventino” (Rep. II 58).
20 El historiador Tito Livio nos brinda su visión de los hechos que rodearon la sece-
sión en su Historia de Roma desde su fundación I-III. Madrid: Gredos, 1990, II 32-33.
21 Leg. III 7,17. La edición citada corresponda a Las leyes. Madrid: Gredos, 2009.

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dicho pasaje podría sugerirnos que el padre del republicanismo


encontraba la participación plebeya digna de encomio (a pesar de
significar un cambio profundo sobre una institución cuya tradición
se fundaba en Rómulo y, a través de este, en la preceptiva divina22),
su aplomo frente a la irrupción plebeya radica no tanto en sus gustos
personales como en su visión de la política y del líder político.
No debemos olvidar que la desconfianza que Cicerón sentía hacia
los sectores populares lo llevaba a ver en ellos uno de los elementos
más peligrosos para la estabilidad de la república y es en este sentido
que prescribirá que la democracia es la forma que con mayor precau-
ción debe ser evitada, debido a que, por una parte, la igualdad es injus-
ta en tanto impide distinguir los grados de dignidad que existen entre
los hombres,23 motivo por el cual se proclama lo injusto que resulta-
ría igualar los derechos de todos, y, por otra parte, porque

como ocurre más frecuentemente [cuando el pueblo] le toma el gusto a


la sangre de los nobles y somete la república entera a su propio capri-
cho, entonces, pienso que no hay mar ni fuego que sea más difícil de
aplacar que la muchedumbre desenfrenada por su insolencia.24

Pero, entonces, ¿cómo debemos comprender la desconfianza hacia


los sectores populares y, al mismo tiempo, la aprobación de que los
mismos sectores tengan participación en el Senado? En otros térmi-
nos, ¿cómo podría pensarse que ese peligro que representaba la
muchedumbre pueda, a la vez, resultar un contrapeso moderado y
sensato al Senado? La respuesta se encuentra en el carácter dinámico
de la política y en la virtud del líder para comprender que, como se
suele decir, los tiempos han cambiado y la necesidad de introducir cam-
bios se impone como una realidad que se debe aceptar para preservar
la república. Es así que leemos que, a la queja que le dirigía su herma-
no por la intromisión popular en el Senado, Marco Tulio responde:

22 Cf. Livio, Tito, Óp. cit. I 6 y I 16.


23 Cf. Rep. I 27,43.
24 Rep. I 42,65.

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Juan Acerbi |

sin ese mal no tendríamos el bien que se ha pretendido con él. “Es exce-
sivo el poder de los tribunos de la plebe”. ¿Quién lo niega? Pero la vio-
lencia del pueblo es mucho más cruel y mucho más impetuosa, sólo que
cuando tiene un jefe, suele ser más moderada que si no lo tiene.25

Este pasaje nos ofrece una excelente muestra de la forma en la que la


acción política debía tender a mantener –con los elementos propios
que conformaban la coyuntura política– la concordia26 entre los dis-
tintos órdenes de la sociedad romana para, de esa manera, garantizar
la estabilidad social y política en procura de asegurar la salus rei publi-
cae. Pero también el pasaje nos revela un aspecto soslayado por aque-
llos que parecen insistir en propugnar una visión romántica del
republicanismo clásico: el hecho de que la inclusión institucional de
los sectores plebeyos era el resultado de un cálculo costo-beneficio en
el que la participación plebeya resulta ser el mal menor si se conside-
ra que de esa manera no solo se atempera su carácter impetuoso, sino
que también resulta más fácil de controlar. En otros términos, la
inclusión de los sectores plebeyos en el foro senatorial resulta defen-
dible desde la mirada de la élite porque así se posibilita el control
sobre sectores de la población que, de otra manera, representarían
un peligro para la república27.

25 Leg. III 10,23. En el mismo sentido, agregará que “una vez que los senadores con-
cedieron esa potestad a la plebe, se depusieron las armas, la rebelión quedó aplaca-
da, y se encontró una contemporización [...] y sólo con esto se consiguió la salvación
de la ciudad” Leg. III 10,24.
26 Recordemos que el lema con el que Cicerón lideró su consulado fue concordia
ordinum, el cual sintetiza su anhelo de sostener un balance entre los intereses políti-
cos y económicos de la clase senatorial, los equites y el pueblo. En rigor, el lema con-
cordia ordinum supone la alianza de la clase senatorial con los miembros del orden
ecuestre en pos de contener cualquier iniciativa popular; sin embargo, hacemos refe-
rencia a la aspiración última de Cicerón de mantener el status quo incluso a costa de
ceder ciertos privilegios al pueblo, como en el ya mencionado suceso en torno al sur-
gimiento de los tribunos populares.
27 Es decir, aquí se evidencia que la aristocracia se entendía a sí misma, y así lo expre-
saba, como la clase en la que encarnaba el espíritu mismo de la república. De allí que
se identificara a los sectores aristocráticos como los más legítimos custodios de Roma.

187 |
| república

De esta manera, por medio de la inclusión institucional, los sec-


tores que ponían en riesgo la propia institucionalidad republicana
quedan aplacados en sus ánimos y se logra, así, una relativa estabi-
lidad social. Asimismo, el tribunado de la plebe nos ha servido de
ejemplo para comprender que, si los asuntos de la res publica son
dinámicos, la política que busca lidiar con ellos para asegurar su
bienestar no puede concebirse de manera rígida, como un conjunto
de reglas y máximas pétreas, sino que debe ser capaz de adaptarse y
ser flexible en función de dar cuenta de una realidad que cambia día
a día, siglo tras siglo. Sin embargo, esto no significa que el carácter
dinámico (o flexible) de la política implique un accionar azaroso o
que, más aún, no pueda actuar de manera flexible y al hacerlo res-
ponda a valores conservadores (como bien lo demuestra el ejemplo
del tribunado plebeyo). Lo importante es que la política debía ser
flexible, sí, pero debía serlo de manera tal que no se vulneraran los
valores que sostenían la república. En otros términos, podría decirse
que se trata de cambiar en la medida que los hechos lo exijan, pero
con el fin de evitar cambios verdaderamente fundamentales en las
estructuras sociales y políticas. Como diríamos hoy en día: cambiar
para que nada cambie. En este sentido, no vendría mal recordar que
los cambios, en sí mismos, no significan nada y que los mismos pue-
den resultar conservadores.

III. Costumbres y poder

Nunca debe subestimarse la fuerza que ejerce el campo simbólico


sobre cualquier sociedad y menos aún en lo referente al poder. Es por
ello que nos centraremos aquí en la influencia que poseía el conjun-
to de saberes y tradiciones transmitidos, generación tras generación,
por los antepasados de los ciudadanos romanos y que se englobaban
bajo el nombre de mos maiorum. De hecho, la importancia de una
institución como el mos maiorum se evidencia por su relación con el
poder, que resultaba tan imbricada y compleja como la del ilustre

| 188
Juan Acerbi |

binomio política y religión28. En este sentido, el mos maiorum no debe


ser comprendido como una institución anclada en el recuerdo melan-
cólico de la historia y las hazañas pasadas, sino como uno de los ele-
mentos más activos y sensibles que operaban en pos de condicionar
la subjetividad romana y, de manera particular, sobre aquellos que
debían decidir acerca de los asuntos políticos.29 Para comprender su
importancia, nos basta con rememorar aquella clásica afirmación
que rezaba que “la república romana se funda en la moralidad tradi-
cional de sus hombres”, la cual parece haber emanado de

[un] oráculo, tanto por su brevedad como por su veracidad. Porque ni


los hombres sin tales costumbres ciudadanas, ni las costumbres sin el
gobierno de tales hombres, hubiera podido fundar ni mantener por tan
largo tiempo una república tan grande.30

Costumbres y gobierno aparecen de esta manera íntimamente rela-


cionados, y es en este sentido que tal elogio hacia el mos maiorum
debe ser comprendido en relación a las practicas del gobierno y la
política y, así, ligados también al poder, del que conviene recordar
aquí una de sus reglas fundamentales: “no puede haber poder si no
es único”31. Esta concepción anticipa una tensión con aquellas corrien-
tes que, en nuestros días, insisten en apelar al republicanismo como
forma de garantizar la separación e independencia de los poderes del
Estado. A continuación, intentaremos comprender algunas de las
probables causas de tal equívoco.
28 Hemos abordado esta relación en Acerbi, Juan. “Tradición, divinidad y persuasión.
Condiciones de posibilidad en torno al concepto de razón de Estado en Cicerón” en
Beresñak, F., Borisonik, H. y Borovinsky, T. Distancias políticas. Soberanía, Estado,
gobierno. Buenos Aires-Madrid: Miño y Dávila Editores, 2014.
29 Cf. el ya citado trabajo de Francisco Pina Polo. Por otra parte, y en relación a las
implicancias del mos maiorum en el derecho, la política y la religión, nos permitimos
sugerirle al lector nuestro artículo “Tradición, derecho y poder. El esquivo límite entre
política y religión en la Roma tardorrepublicana. Anacronismo e Irrupción”. Revista de
Teoría y Filosofía Política Clásica y Moderna, Vol. 4, nº 7, 2014, pp. 11-27.
30 Rep. V 1,1.
31 Rep. I 38,60.

189 |
| república

Como hemos anticipado, la relación entre las costumbres y el


poder resulta tan compleja e íntima como la que existía entre la polí-
tica y la religión. La complejidad radica en que dichos vínculos no
resultaban evidentes debido, esencialmente, a que tanto institucional-
mente como discursiva y simbólicamente cada uno de ellos parecía
obedecer a un orden y a una lógica diferentes e independientes entre
sí. Así, mientras el decir de los antepasados se inviste de autoridad a
través de las generaciones pasadas, es por intermedio de ellas que nos
podemos remontar hasta los fundadores de Roma y, por ellos, a su vez,
hasta los mismos dioses, que son quienes con sus designios contribu-
yeron a cimentar y mantener la grandeza de Roma tanto en sus oríge-
nes como en los tiempos de la república. De esta manera, se establecía
una íntima relación entre política, poder, religión y el decir de los ante-
pasados a pesar de que dicha relación no resultaba evidente incluso
cuando varios de sus vínculos se mostraban, como veremos, de mane-
ra explícita. De hecho, el entramado que conformaban las institucio-
nes sociales, jurídicas, religiosas y políticas puede ser comprendido
como una manera de garantizar la estabilidad social en torno a las
decisiones políticas. En otros términos, cuando un mismo parecer
surge de una variedad de instituciones que, en apariencia, obedecen
a lógicas e intereses independientes entre sí, será más difícil de cues-
tionar dicha decisión, al tiempo que aquel que la formule o la propon-
ga ante su auditorio se encontrará automáticamente refrendado por
la autoridad de cada una de las instituciones que, desde sus respecti-
vas jurisdicciones, se habían expedido al respecto. En el caso particu-
lar que aquí abordamos, no será menor entonces recordar que esa voz
que se sirve de las demás para afirmar lo que Roma debe hacer es la
voz de la política, encarnada en la voz del líder político. En este senti-
do, el republicanismo clásico se muestra como un paradigma en el que
la política se sirve de otras instituciones (en principio no políticas) para
reforzar su capacidad de acción, la cual, si nos basamos en las pres-
cripciones a las que ya hemos hecho referencia, debe entenderse como
el conjunto de medidas tendientes a asegurar la salud de la república,
lo que equivalía, en el contexto romano, a velar por la concordia social.

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Juan Acerbi |

El caso ya mencionado de los tribunos de la plebe ejemplifica per-


fectamente esta cuestión, ya que los sucesos que rodearon su aparición
se revelan tendientes a asegurar la concordia social aplacando los áni-
mos de los distintos estamentos. Para esto, era necesario recurrir a un
delicado complejo ideológico en el que tienden a confundirse las ins-
tituciones tradicionales con las religiosas, las jurídicas y las políticas,
manteniendo, sin embargo, la apariencia de que cada una de ellas se
pronuncia en favor de sus propios ideales e intereses, en definitiva, en
nombre de aquellos a los que cada una representa y con la autoridad
que estos (antepasados, dioses, juristas, próceres, etc.) le otorgan fren-
te a las otras. Bajo esta perspectiva, podemos también analizar aquella
institución-símbolo de la república (el Senado), lo cual nos permitirá
comprender de mejor manera la trama política republicana.
Como sabemos, el Senado no solo era el símbolo mismo de la
política al punto que se identificaba su bienestar institucional con la
salus rei publicae, sino que también era concebido como uno de los
mayores legados de la divinidad. Según el canon tradicional, el Senado
encuentra su origen en la inspiración divina y en Rómulo32 a su
artífice terrenal, acción que para los romanos le había valido un lugar
junto a los dioses luego de haber finalizado su paso por la tierra.33 Pero
lo central aquí es que el Senado, el símbolo mismo de la política repu-
blicana, era considerado un recinto santo (sanctum)34, lo cual debe ser
comprendido no solo en su dimensión simbólica, sino también en su
sentido técnico. Esto quiere decir que el recinto senatorial debía ser
consagrado, antes de que se llevara a cabo cada sesión, mediante una

32 Cf. Livio, Tito. Óp. cit. I 8,7 y sobre el mismo hecho, con algunos matices que lo dife-
rencian de la versión de Livio, Halicarnaso, Dionisio. Historia antigua de Roma, II 12,1.
33 Cicerón manifiesta esta opinión común en reiteradas ocasiones, cf. Rep. II 10,17;
Rep. I 16,25 y en Sobre la naturaleza de los dioses III 2,5. Por supuesto, Livio nos da su
versión en su Historia de Roma, I 15,6 y ss.
34 Seguimos aquí la definición de sacra sugerida por Isidro de Sevilla en sus
Etimologías XV 4,1. En el mismo apartado de las Etimologías se distingue el lugar con-
sagrado (sacra) de aquello que está sancionado (sanctum). Si bien la pregunta excede
el contexto del presente capítulo, deberíamos preguntarnos si las resonancias moder-
nas, y contemporáneas, del “carácter sagrado de la ley” no encuentra aquí su origen.

191 |
| república

compleja y críptica formula –effatum et liberatum– cuya finalidad,


podemos suponer, era la de demarcar (effatum) el ámbito de lo sagra-
do, liberándolo (liberatum), de esa manera, de todo tipo de intromisión
externa para que las prácticas propias de la actividad política se lle-
varan a cabo sin perturbación alguna. Sin embargo, la acción política
encontraba irremediablemente en la divinidad su legitimación últi-
ma y, por ende, la independencia del Senado encontraba en la otra
egregia institución creada por Rómulo su verdadero límite. Dicha
institución es la de los auspicios.35
Para los romanos, tanto la sociedad que habitaban como el resto
del mundo eran el resultado de un delicado equilibrio que se daba,
por una parte, gracias al favor de los dioses, quienes habían hecho
del hombre un ser social y del mundo un lugar que les ofrecía la posi-
bilidad de vivir y, de hecho, de hacerlo en posición dominante. Del
otro lado de la balanza, el equilibrio dependía de los hombres, quie-
nes deben ser observantes de los preceptos divinos y mostrarse res-
petuosos y agradecidos por su condición y el lugar que ocupan en el
mundo. Pero, debido al propio devenir de la cotidianeidad (y al humor
cambiante de los dioses), dicho equilibrio se encontraba permanen-
temente amenazado y debía ser constantemente reasegurado por los
hombres en pos de mantener el orden terrenal, procurando, a su vez,
que todo resulte de manera propicia a los intereses de Roma. Ahora
bien, dada la sensibilidad que poseía para Roma su vínculo con la
divinidad, resulta comprensible que la forma institucionalizada de
dicho vínculo se encontrara confiada a un conjunto de hombres selec-
tos, quienes conformaban un importante ministerio y cuya autoridad
se consideraba suprema.36

35 La grandeza de Roma se debía, en términos del mismo Cicerón, a los auspicios.


Al respecto vid. Sobre la adivinación (Div.) I 2,1; 48,107; Rep. II 9,16; Cat. I 13,33.
36 Conviene recordar, aunque sea de manera sucinta, que lo que solemos denomi-
nar “derecho romano” en realidad se componía de dos jurisdicciones del derecho. Por
una parte, el ius, que, esquemáticamente, podríamos decir que regulaba las relaciones
entre los hombres. Por otra, el fas, que regulaba las relaciones de los dioses con los
hombres. Debido a la primacía que tenían los dioses sobre el universo y el propio deve-
nir de los hombres, el ius se encontraba supeditado, en última instancia, al fas.

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Juan Acerbi |

Los augures gozaban de una preeminencia que descansaba en la


autoridad simbólica que poseía el colegio augural debido a que, por
su intermedio, se sostenía el orden –natural y social– concedido por
los dioses a los hombres. Es decir, de dicha relación dependía tam-
bién la propia estabilidad política y social de Roma que, bajo el nom-
bre de pax deorum, resumía el ya mencionado equilibrio logrado en
la relación entre dioses y hombres. Esto permite evidenciar aquella
consabida imposibilidad que existía en Roma de separar las esferas
de la política y de la religión. En este sentido, el colegio augural se
pronunciaba a través de la interpretación de los designios divinos
sobre cuestiones que, según nuestra visión actual, exceden el ámbito
de lo estrictamente religioso, y el Senado romano nos ofrece una
excelente síntesis de ello. Lejos de ser algo que se mantenía oculto, la
mutua imbricación de ambas jurisdicciones era alabada en tanto era
entendida como un pilar esencial de la res publica. En este sentido, el
mismo Cicerón era capaz de afirmar que:

Muchas son [...] las innovaciones e instituciones de nuestros antepasa-


dos realizadas por inspiración divina, pero nada más admirable que su
voluntad de que unos mismos hombres se encargaran del culto a los dioses
inmortales y de los asuntos públicos más importantes, con el fin de que los
ciudadanos más influyentes y distinguidos mantuvieran los cultos divi-
nos con una buena administración del Estado y al Estado con una sabia
interpretación de los cultos divinos.37

De allí se deduce el imperativo de que aquellos que se encargan de la


guerra o de cualquier tipo de asunto oficial deban consultar a los aus-
picios38, llegando a sugerirse que debería ordenarse la pena capital
para los que no obedecieren al augur en todo lo referente a lo “injusto,
impío, defectuoso o siniestro”39. La síntesis del poder que detentaban

37 Sobre la casa 1,1. Seguimos aquí la edición de Cicerón, M. Tulio. Discursos IV.
Madrid: Gredos, 1994. El énfasis nos pertenece.
38 Cf. Leg. II 8,20.
39 Leg. II 8,21.

193 |
| república

los augures la encontramos en una pregunta lanzada por el mismo


Cicerón que inquiría: “¿qué hay más importante, si investigamos sobre
el derecho, que poder disolver las comisiones y las reuniones que
hayan sido convocadas por los más altos cargos y las más altas
autoridades, o bien anular las que ya hayan tenido lugar?”40. En tér-
minos políticos es difícil sostener que el pensamiento republicano
posee como una de sus características fundantes la independencia de
poderes cuando desde sus orígenes mismos se elogia que una institu-
ción religiosa tenga la capacidad de disolver o anular aquello que los
más altos cargos y las más altas autoridades políticas habían resuelto.
En todo caso, como veremos, la cuestión no se agota allí.
Llegados a este punto, y considerando lo dicho hasta aquí sobre
los augures y los auspicios, podría concluirse que nos encontramos
ante un hombre cuyas prescripciones y consideraciones arraigan en
su carácter profundamente religioso. Sin embargo, nada hay más ale-
jado que el suponer a Cicerón como un hombre de fe religiosa cuan-
do sobrados elementos de su obra –así como sus propios testimonios
biográficos– lo definen como un escéptico que no cree en nada41. Es,
precisamente, dicha tensión entre la prescripción del cumplimiento
de la observancia religiosa y la figura del hombre escéptico la que se
vuelve clave para comprender la filosofía política del padre de la repú-
blica. La pregunta que inmediatamente se impone, si consideramos
que las prescripciones sobre todo lo referente a la observancia reli-
giosa no encuentran su origen en la creencia religiosa, es ¿a qué se
debe la importancia que Cicerón les atribuye? La respuesta parece
encontrarse tanto en la vida como en la obra de nuestro autor. Es
decir, él mismo debe ser pensado, antes que nada, y por sobre todas

40 Leg. II 12,31.
41 Cf., por ejemplo, Sobre los deberes II 2,7 y Div. II 12,28. Por otra parte, mucho se
ha dicho sobre el abrupto final de su tratado Sobre la naturaleza de los dioses, en el
que muchos han visto un intento por parte de Cicerón de ser tildado de “demasiado
agnóstico”, cf. Pease, Arthur. “The Conclusion of Cicero´s De Natura Deorum”.
Transactions and Proceedings of the American Philological Association, N° 44, 1913,
pp. 25-37. Es de la misma opinión que Pease el traductor y comentarista Ángel Escobar
en su edición de la editorial Gredos.

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Juan Acerbi |

las cosas, como un hombre de Estado. Y es ante tal afirmación que


parece surgir la cuestión sobre cómo conciliar el hecho de que “un
hombre de la política” sea capaz de elogiar una institución religiosa
que tenía la capacidad de dejar sin efecto las decisiones tomadas por
las instituciones y los magistrados políticos. Pero la repuesta a esta
aparente contradicción se encuentra en aquello que las palabras con-
funden y las instituciones ocultan.
Si consideramos, teniendo a la vista la vida y la obra de Cicerón,
la posibilidad de que nuestro autor haya comprendido que la mejor
forma de asegurar la república era garantizar, antes que nada, la uni-
dad y la concordia de la sociedad romana y que, para ello, era nece-
sario instituir un orden al que la política pareciera subordinarse para
evitar que primen los intereses inherentes a los distintos estamentos,
nuestra perspectiva cambia. Así como el decir de los antepasados ofi-
ciaba como una forma de dirigir las subjetividades de los ciudadanos
romanos, la religión poseía un valor dúplice que la convertía en un
elemento clave del poder.
De manera un tanto esquemática, podríamos decir que, mien-
tras que la religión parece fundarse y adquirir su fuente primordial
de autoridad en la voluntad divina (y no en los intereses, los errores
y las mezquindades humanas), el carácter insoslayable de su poder
se basaba en el hecho de que se asentaba en la voluntad de aquellos
que integraban ese orden divino (y, por ende, jerárquicamente supe-
rior) al que los hombres deben todo lo que son y poseen. Es por esto
que la política consulta a la religión y debe atenerse a su decir, la reli-
gión se encuentra en un estrato superior al de la política debido a que
su decir está más allá de la decisión humana y abreva en la voluntad
de aquellos que sostienen el mundo en el que el hombre debe sobre-
vivir día a día. En consecuencia, la religión, que como discurso es
saber y voluntad que todo lo alcanza, se vuelve el medio más efectivo
para influir sobre los ánimos de la ciudadanía logrando no solo una
profunda persuasión en el ser romano, sino también en los sectores
más amplios de la población.

195 |
| república

En otros términos, si de lo que se trata es de asegurar la estabi-


lidad política y social de Roma por sobre los múltiples y antagónicos
intereses de cada uno de los estamentos que la integraban, encontra-
mos que la rei publicae causa es lo suficientemente amplia para lograr
que hombres y mujeres, desde los estamentos más bajos hasta la pro-
pia aristocracia, se sintieran comprometidos ante ella a pesar de las
diferencias y tensiones que al interior de la sociedad pudieran ope-
rar. En este sentido, y tal como lo notará siglos después Maquiavelo,
la religión representa una poderosa herramienta al favorecer la unión
al interior de una república logrando someter (o, al menos, aplacar)
los intereses sectoriales a un interés común que no es otro que el de
la res publica. En otras palabras, y como bien notara Hannah Arendt,
Cicerón había comprendido que la persuasión42 era un medio más
efectivo para gobernar que la violencia43. Al respecto, podemos afir-
mar que así como Platón había recurrido al famoso mito de los meta-
les44 para poder manipular tanto los cuerpos como las subjetividades
de los habitantes de la polis, ahora, Cicerón, y tal como él mismo
expresara, no diserta sobre una ciudad imaginaria, sino sobre una
república concreta y por ello se centrará en la fuerza que posee la
religión para orientar los ánimos y las decisiones de los hombres y,
así, combinadas con la capacidad del político virtuoso, lograr asegu-
rar el bienestar de la república.45
Pero entonces, todo parecería indicar que Cicerón es un embus-
tero que busca, bajo el engaño y la manipulación, el sometimiento de
un sector de la sociedad romana bajo el imperio de los sectores aris-
tocráticos o de cierta élite particular. Sin embargo, la realidad es más

42 Debemos recordar aquí que “persuadir” es diferente a “convencer”, centrándose


la primera más en los resultados que en la racionalidad de los argumentos. Al respec-
to, cf. Whately, Richard. Elements of Rhetoric. Nashville: Duke University, 1861.
43 Cf. Arendt, Hannah. Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión
política. Barcelona: Península, 1996, pp. 103 y 118.
44 Cf. República 414d y ss. A su vez, había puesto en cuestión la capacidad de los
filósofos para llegar a todos los ciudadanos frente al poder persuasivo del buen gober-
nante (República VI 499e-502c).
45 A diferencia del filósofo, al que solo siguen unos pocos, como leemos en Rep. I 2,3.

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Juan Acerbi |

compleja y no debemos confundir su inclinación hacia los valores


aristocráticos con el hecho de confiar en quienes lo integran. De
hecho, la desconfianza que Cicerón mantenía hacia quienes integra-
ban la élite senatorial la hizo explícita en muchas oportunidades.46
Pero entonces, ¿cómo entender el comportamiento de Cicerón? La
respuesta radica, precisamente, en todos los elementos que hemos
abordado hasta aquí y que nos conducen hacia la figura central de
la tradición republicana, en la cual confluyen todos los elementos
que constituían el campo del poder político.

IV. El hombre virtuoso

Ya hemos mencionado que el carácter virtuoso se encuentra relacio-


nado con la vida dedicada a la res publica y, por lo tanto, que la virtus
se expresa en aquellos hombres que logran aproximarse a la divini-
dad por medio de la práctica política. Pero, y tal como demostró
Maquiavelo, es en la relación entre la virtus y la Fortuna donde mejor
se comprenden las características del hombre virtuoso, de aquel hom-
bre prácticamente ideal delineado por la tradición republicana. Este
hombre casi divino nos permitirá vislumbrar la forma política que
adquirió el legado de dicha tradición.
Habiéndonos referido anteriormente a la virtus, nos ocuparemos
ahora brevemente de su contraparte, la Fortuna. Típicamente carac-
terizada como una mujer –sobre la que se resalta su carácter capri-
choso y, por ende, impredecible–, la Fortuna viene a representar el
devenir incierto de la política, de todo lo que puede afectar a la repú-
blica. Incendios, inundaciones, traiciones, derrotas, pero también
victorias, conquistas y demás eventos propicios; la Fortuna represen-
ta el azar, que en su ir y venir puede traernos suerte durante un tiem-
po y luego, cansada de nuestra compañía, decide abandonarnos sin
dar explicación alguna. Así, mientras ella nos acompaña, el mundo

46 Cf., por ejemplo, Filípicas IV 7,14; VII 5,14; Cartas a Ático 16 (I 16); 16 (11); Rep. II
40,67.

197 |
| república

se inclina a nuestro favor, pero ante su abandono nos encontramos


por nuestra cuenta. La relación entre virtus y Fortuna ha sido típica-
mente esquematizada a partir de una de las metáforas más utilizadas
por la historia del pensamiento político, la metáfora del navío, que
sigue resultando oportuna para reflexionar sobre la política y la mejor
forma de gobernar. Desde que los griegos identificaron el gobierno
con el arte de la navegación y la polis con el navío, la metáfora no ha
dejado de ser utilizada para dar cuenta de que el gobierno no debe
recaer ni en manos de los que más tienen ni en las de cualquiera que
logre –por la fuerza o por argucias– hacerse con el timón, así como
tampoco debe recaer en aquellos que el azar designe47. Así, sea porque
los mejores hombres no quieren ser guiados por los más ineptos48 o
porque el hombre verdaderamente virtuoso encuentra su propia rea-
lización en la acción política, se igualará la figura de gobernante con
la del hombre poseedor de virtus. Pero la metáfora del gobernante-pi-
loto no debe ser tomada a la ligera, sino que debe considerarse a la
luz de las complejidades que encierra el ars de la navegación, lo cual
nos permitirá comprender algunas de las implicancias políticas que
guarda la relación entre el hombre virtuoso y la caprichosa Fortuna.
El arte de la navegación no se reduce (como todo arte) al conoci-
miento de las técnicas que hacen que el navío se mantenga a flote,
sino que, en realidad, el buen navegante, además de conocer las téc-
nicas propias de la navegación y las particularidades propias de su
navío, debe saber “leer” el viento, el oleaje y los cielos cambiantes para
así anticiparse a cualquier tormenta que pueda avecinarse o para que
pueda aprovecharlos si le resultan propicios. Pero, por otra parte, tam-
bién debe conocer a sus hombres y saber valerse ante ellos para que
cumplan sus órdenes y pueda, así, guiarlos a buen puerto. De este
ejemplo, pueden desprenderse cientos de situaciones hipotéticas que
podrían presentarse y que son las que dan por tierra con cualquier

47 Recordemos que en Grecia se ocupaban ciertas magistraturas por sorteo, como


bien explica Aristóteles en su Constitución de los atenienses.
48 Como había sostenido Platón en su República, los hombres mejores no goberna-
rán por ansias de honores, sino para no ser gobernados por los peores.

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Juan Acerbi |

pretensión de capitanear un barco siguiendo exclusivamente las pres-


cripciones vertidas en un manual49. Dicho de otra manera, sería impo-
sible prescribir todas las acciones posibles a seguir considerando la
infinitud de posibilidades que podrían darse en el medio del mar. Es
por esto que el verdadero piloto dará cuenta de su arte en la medida
en que sea capaz de afrontar cualquier contingencia y salir airoso de
la misma con los elementos de los que dispone en cada ocasión. Es en
este sentido que debe ser comprendido el hecho de que el piloto –al
igual que el médico– ejerce un arte, ya que –a pesar de que existen
técnicas y principios que se enseñan, se aprenden y se practican–
resulta inviable prescribir la totalidad de posibilidades y de situacio-
nes imprevistas a las que pueden enfrentarse en la realidad concreta.
Del mismo modo, podríamos preguntarnos si es posible que alguien
pueda llegar a ser considerado un genio, un verdadero artista, por el
hecho de atenerse, con rigurosidad, a lo que indica una guía o un
manual de procedimientos o si, por el contrario, se suele considerar
que aquel que merece ser recordado como un maestro en su oficio lo
es por haber actuado de manera excepcional, es decir, de una mane-
ra en la que no estaba previsto que lo haga. Así, serán dignos de enco-
mio los navegantes que bajo sus órdenes logren salvar al navío de la
tormenta incluso cuando lo hagan ordenando aquello que contrade-
cía lo indicado por otros capitanes o, como ocurre con los médicos,
cuando lo hagan administrando una dosis no indicada de un fárma-
co mediante el cual, sin embargo, y contra toda previsión, se logra
salvar al paciente.50
En el mismo sentido, el político que logra imponerse a la adversi-
dad y llevar a buen puerto la república es considerado un gran esta-
dista. Por supuesto, así surge la cuestión de qué podría ser considerado

49 Resulta pertinente recordar aquí, aunque parezca redundante, que toda norma
tiene como contexto de aplicación una situación de normalidad. La norma en un con-
texto excepcional deviene obsoleta. Este y otros aspectos relacionados con el poder
soberano son magistralmente tratados por Carl Schmitt en su Teología Política.
50 Recordemos que desde la Antigüedad se consideraba el remedio (pharmakon)
como aquello capaz de curar si es administrado en su dosis precisa y bajo diagnóstico
adecuado, pero que se vuelve mortal ante un diagnóstico erróneo o dosis excesivas.

199 |
| república

“buen puerto”, tópico que en el ámbito de la política es siempre mate-


ria de controversia tanto como los medios utilizados para alcanzarlo.
Aunque no intentaremos dar cuenta de dichas cuestiones, ya que las
mismas exceden por mucho los alcances del presente capítulo, consi-
deramos que los aspectos que siguen a partir de aquí servirán al lector
para dar una idea de cuáles serían las respuestas desde el pensamien-
to romano clásico y que, necesariamente, deberían interpelarnos en
pleno siglo xxi.51
Llegados a esta instancia, y para concluir, diremos que hay un
último aspecto que, a nuestro entender, resulta insoslayable para com-
prender la complejidad del accionar virtuoso del hombre republica-
no. Como puede parecer obvio, las decisiones que se toman en
cualquier situación no solo deben ajustarse a las posibilidades mate-
riales con las que se cuenta, sino que también deben ser acordes con
la situación con la que se busca lidiar. Sin embargo, no se trata solo
de que una acción específica resulte ser la indicada para controlar
una situación determinada, sino que la misma también debe ser rea-
lizada en el instante oportuno. No resultará necesario ahondar aquí
en ejemplos históricos que demuestran lo nefasto que puede resultar
para cualquier general realizar una mala lectura del campo de bata-
lla, y no debemos olvidar que lo acertado de un análisis también com-
prende los tiempos en los que las acciones deben realizarse: llegar tarde,
o demasiado anticipadamente, a una batalla puede resultar un error
terminal a pesar de que la estrategia elegida fuera la indicada. Es por
esto que, desde la Antigüedad, se ha prestado gran atención a ese
momento oportuno en el que el piloto, el médico o el político debía
intervenir, el momento preciso en el que se debía dar el golpe de timón
que torciera el rumbo que conducía al desastre. Ese tiempo preciso
era lo que los griegos denominaban kairos. No resulta oportuno

51 En este sentido, hemos propuesto algunas perspectivas para el análisis del con-
texto político internacional desde una mirada que parte del republicanismo clásico:
Por ejemplo, “La tradición republicana: stasis, democracia y globalización”. Crítica
Contemporánea. Revista Internacional de Teoría Política. nº 6-2016, Universidad de la
República, Uruguay.

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Juan Acerbi |

detenernos aquí en las complejidades propias del término kairos, ya


que nos alcanza con recordar que se trata del término que la tradición
traduce, desde la época renacentista, como oportunidad52. La forma en
la que el saber técnico, el carisma y la virtud del buen gobernante se
conjugan con el devenir azaroso de los eventos encuentra una exce-
lente síntesis en el historiador Julián Gallego quien concluye:

frente a unas coyunturas políticas siempre cambiantes, fortuitas y pecu-


liares, no hay saber que pueda eximir a los ciudadanos de la responsa-
bilidad de decidir. El kairós, que es lo distintivo de estas situaciones, no
es parte de la ciencia; y no puede haber ciencia de la acción política por-
que ella se asocia con el azar. Bajo estas condiciones, no se trata de apli-
car un saber ya adquirido sino de pensar los elementos propios del
suceso que solicita a los ciudadanos a tomar una decisión.53

Sobre este aspecto, también Foucault nos recuerda:

La razón por la que la techné de navegación del piloto es similar a la del


médico es que en ambos casos el necesario conocimiento teórico requie-
re además entrenamiento práctico para ser útil. Además, para poner en
funcionamiento estas técnicas, es necesario tener en cuenta no solo las
reglas y principios generales del arte, sino también los datos particulares
que acompañan siempre una situación dada. Se deben tener en cuenta
las circunstancias particulares, y también lo que los griegos llamaban
el kairós, o momento crítico.54

Es decir, nos encontramos frente a un problema que ha sido intensa-


mente debatido por figuras clave del pensamiento jurídico del siglo

52 Cf. Baumlin, James. “Ciceronian Decorum and the Temporalities of Renaissance


Rhetoric” en Philip Sipiora y James Baumlin [eds.]. Rhetoric and Kairos. Essays in History,
Theory and Praxis. Nueva York: State University of New York Press, 2002.
53 Gallego, Julián. La democracia en tiempos de tragedia. Asamblea ateniense y sub-
jetividad política. Buenos Aires: Miño y Dávila Editores, 2003, p. 115.
54 Foucault, Michel. Discurso y verdad en la antigua Grecia. Buenos Aires: Paidós,
2004, p.148. El énfasis es nuestro.

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xx, como Carl Schmitt y Hans Kelsen, y que ronda en torno a la cues-

tión que aquí queda planteada en términos de si es posible –y, even-


tualmente, deseable– que quien ejerce el gobierno del navío se
encuentre limitado por reglas preestablecidas que limiten su accio-
nar. Nos encontramos frente a una pregunta fundamental del dere-
cho y de la política que remite a otra aún más fundamental: si el poder
soberano debe encontrarse limitado por la ley o si, por el contrario,
en tanto soberano, resulta un sinsentido limitarlo a ella. Sin ahondar
en las posiciones que alimentaron (y siguen alentando) dicho debate,
resaltaremos el hecho de que el pensamiento republicano parece dar
una clara respuesta a este dilema: todo el entramado jurídico e insti-
tucional no es el fin, sino el medio que debe servir al líder político, al
líder virtuoso que conduce los destinos de la república.
No se trata de las instituciones y sus reglamentaciones, ya que
todas ellas pueden ser –y serán– manipuladas por los hombres. Por
ello, sobre lo que verdaderamente hay que insistir es sobre el carác-
ter virtuoso de aquellos que gobiernan. El republicanismo es una
apelación ineludible a la virtud y, por lo tanto, a la humanidad. Todo
esfuerzo por desplazar al hombre como su elemento central podrá
recibir cualquier nombre, menos republicanismo.55

V. La unicidad del poder. A modo de conclusión

Evitaremos resumir aquí lo antes dicho e intentaremos, por el con-


trario, dejar planteada una conclusión que, lejos de pretender clau-
surar la cuestión, sirva a modo de invitación para la reflexión y el
debate.

55 A pesar de lo que puedan sostener algunos autores que, como Andrés Rosler,
parecen insistir más en un republicanismo delineado a la medida de sus propias con-
vicciones políticas antes que en los documentos que dicen consultar. Solo así puede
entenderse que se proscriba de la tradición republicana la figura del líder con carac-
terísticas personalistas o se considere el debate como una forma de facilitar la con-
troversia, como una forma de transparentar razones. Al respecto, cf. su Razones
públicas. Seis conceptos básicos sobre la república. Buenos Aires: Katz, 2016.

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Juan Acerbi |

Como hemos visto, el republicanismo clásico resulta radicalmen-


te opuesto a la mayoría de los principios y características que en nues-
tros días se le suelen atribuir. Dichas atribuciones poseen como
denominador común la equiparación al republicanismo como una
forma de garantía frente al deseo de cualquier gobierno de acumular
la suma del poder público. Deberíamos preguntarnos si, en parte, esto
no se debe a una reacción hacia los liderazgos fuertes propios de los
grandes movimientos de masas del pasado siglo (en el que debemos
incluir tanto los totalitarismos como las así autodenominadas demo-
cracias), motivo por el cual también se comprendería –al menos en
parte– la frecuente oposición que se suele realizar en los medios masi-
vos de comunicación entre república y populismo. Esta reacción sería
comprensible, aunque no dejan de ser llamativas las particularidades
que se le atribuyen al republicanismo a costa de hacerle decir cosas
que su historia desmiente. En todo caso, lejos de ayudar a compren-
der las formas mediante las cuales el republicanismo había logrado
–a pesar de las apariencias formales– unificar el poder, nos encon-
tramos negando hechos, documentos concretos que han llegado hasta
nosotros como si de esa manera pudiéramos cambiar los hechos.
Negar que la tradición republicana se ha forjado bajo la máxi-
ma “no puede haber poder si no es único”56 es también negar lo que
hoy se quiere ocultar: el republicanismo clásico se permitía pensar
en un poder único e indivisible no porque confiara en sus institu-
ciones –como ciegamente se pretende en nuestros días–, sino porque
confiaba en la figura del líder republicano. Las bases del republica-
nismo descansan en las virtudes de sus líderes, no en las paredes de
las instituciones. Insistir con las instituciones, negando la humani-
dad que las habita y, en última instancia, que las gobierna, es una
de las formas más próximas al totalitarismo. En ese sentido, y como
han sugerido otros antes que nosotros, somos dignos exponentes de
nuestra época.

56 Rep. I 38,60. Es decir, no debería pasarse por alto que este dictum se encuentra
en la obra Sobre la república y no en un tratado sobre la tiranía.

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