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Ivar el deshuesado

Cuando los vio pasar, su


corazón se llenó de pena.
Casi todos los jóvenes de
la granja iban abordo de
ese barco que se dirigía
hacia la boca del fiordo de
Kattegat, donde les
esperaba el horizonte
infinito en aquel día
soleado. Y, sobre todo, allí
iban sus hermanos; podía
escucharlos gritando
como locos. Y hasta podía
ser que lo hiciesen a
propósito sabiendo que él
los estaba escuchando.

¿De qué le servía ser el hijo del gran Ragnar Lodbrok y de la no


menos grande Aslaug? Los hijos deformes eran llevados por el padre
al bosque, nada más nacer, para evitar la vergüenza de la familia. Era
una forma de devolver un producto defectuoso que no podría
sobrevivir en un mundo que no permitía errores. Pero, cuando él
nació, su padre no estaba en Kattegat; y, cuando finalmente regresó a
su reino, Ivar estaba lo suficientemente crecido como para que
aquella dura ley ya no tuviese efecto. También recordaba la mirada de
Ragnar, intensa y dura, como un cuchillo que intentase traspasar la
mera apariencia para ver el fondo del espíritu. Ese era el único
recuerdo que tenía Ivar de su infancia, con la sensación de que su
padre lo aceptaba, aun sabiendo que su camino estaría siempre lleno
de piedras.

Miró de nuevo el barco, cada vez más pequeño, aguantando


malamente ese resentimiento como una aguja en su corazón. Se
imaginaba a sus hermanos tal como estarían unos días más tarde
asaltando algún poblado: la sensación de fuego recorriendo las venas,
la gozosa camaradería, el superar todos los imprevistos con una
sonrisa de satisfacción; y, por otro lado, los gritos de dolor de aquellos
que no sabían defender lo suyo, las lágrimas de las mujeres en su
carrera inútil para evitar la violación. Y finalmente el regreso con el
arcón bien repleto del botín compartido por todos los participantes, el
abrazo de las madres, tan orgullosas de sus hijos; y, después,
revivirlo y contarlo todo una y otra vez en torno a la hoguera invernal,
sin ahorrar detalles de sangre y semen ante familiares y amigos que
asentirían sonrientes, manifestando sin palabras el respeto que los
jóvenes se habían ganado aquel año.

Una algarabía de niños en la orilla del fiordo le llamó la atención,


todos desnudos corriendo hacía el agua. Risas, chillidos y chapoteos
se mezclaron con el rugido de las cascadas por donde se precipitaba
el deshielo de las montañas. Pronto se cansó de aquellas muestras de
gozo que él no podía compartir.

Se recostó sobre una roca plana tras quitarse la camisola y doblarla


para que le sirviese de almohada. Era agradable sentir sobre la piel la
tibieza del sol. Se pasó las manos por la barriga, dándose cuenta de la
grasa que ahora cubría su cuerpo. Pero él no podía pasar el tiempo
entrenando con las armas, saliendo a cazar por la montaña o
remando un barco.
Cerró los ojos y pronto sintió el asalto de aquellas imágenes que veía
en algunos sueños desde que su madre lo llevó al vidente. Se veía a sí
mismo como jefe de guerreros, respetado y obedecido, pero en una
tierra lejana. Seguía sin poder usar sus piernas, pero eso ya no era
un problema para alguien que había demostrado ser un buen jefe y
contar con el apoyo de los dioses.

Le gustaba imaginar ese futuro que tal vez nunca existiría; cualquier
cosa que le hiciese olvidar por un momento las penas de un presente
donde todo parecía estar contra él. Era agradable verse y sentirse así.
Pero el hambre le recordó que pertenecía al mundo normal. Así que,
se vistió y regresó al poblado apoyándose en el tronco que le servía de
bastón, parando a menudo y maldiciéndose a sí mismo.

Al entrar en el poblado forzó ese aire de no importarle nada las


miradas de los demás, sus sonrisillas y comentarios a sus espaldas;
toda aquella oleada de incomprensión que le impedía sentirse parte
integral de esa comunidad. El respeto había que ganárselo, pero sus
hermanos no habían tenido que hacer nada especial, solo
comportarse como se esperaba de los hijos de Ragnar Lodbrok:
entrenarse con todo tipo de armas y mostrarse bravucones y
desafiantes; y finalmente embarcar en una expedición para consolidar
su fama.


Pero él, ¿qué tendría que hacer? Era buen arquero, comprendía
rápidamente los elementos de una situación y sabía qué decisiones
debían tomarse; pero esas habilidades que, en cualquier otro,
hubieran sido dignas de alabanza, en él quedaban tapadas por su
imposibilidad de andar, correr, galopar, nadar… “Solo por eso”, pensó
con dolor una vez más. Aunque también se había corrido la voz sobre
su impotencia, lo cual le situó aun más bajo en la escala de valor y
respeto.

Echaba de menos a su padre, que no le mostraba mucho amor, pero


tampoco la condescendencia de su madre. Desde donde tenía
recuerdos, Ragnar siempre le había tratado como si esperara de él
algo grande, pero no ahora ni en esa tierra, tal como él se veía en sus
sueños. Por eso, y aun siendo el rey, no prohibió que la gente le
tratase como un tullido; eso era algo que encontraría donde quiera
que fuese y era preciso que desarrollase una coraza interior para
evitar sentirse herido por esas puñaladas convertidas en miradas y
palabras de cualquiera que lo viese. Corazón de acero, rostro de
piedra, sin mostrar ni sentimientos que pudieran ser heridos ni la
más mínima debilidad ante nadie.
Manuel Velasco, para el blog Territorio Vikingo
Y así entró en su casa, donde su madre, por cuyas venas corría la
sangre del mismísimo Odín, le mostró una de sus habituales cálidas
sonrisas y le ayudó a acomodarse en la mesa, donde ya habían
servido un buen guiso de jabalí.

Al menos, ella le mantenía unido a este mundo. Pero, ¿qué pasaría


cuando ya no estuviese aquí? La vida había sido dura, pero aun lo
sería más…

Manuel Velasco, para el blog Territorio Vikingo

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